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Aspectos Psicosociales del Envejecimiento

Dr. Miguel Angel García Martín (*)

El progresivo envejecimiento de la población peruana

El envejecimiento de la población es considerado tanto un signo como un resultado del


desarrollo económico y social de un país. En este sentido, la O.N.U. pronostica para el año 2050
que en las regiones desarrolladas habrá más del doble de personas mayores de sesenta años
que menores de quince; mientras que en las menos desarrolladas el porcentaje poblacional de
los primeros se incrementará de un ocho a un veintiuno durante el período comprendido entre
1998 y 2050. En conjunto, la proporción de personas mayores en el mundo pasará de un diez a
un veintidós por ciento en el transcurso de dicho período (1).

Los índices de envejecimiento poblacionales son mayores debido, por una parte, a que, gracias
a las notables mejoras higiénico-sanitarias y de la calidad de vida, cada día son más las
personas que llegan a edades avanzadas en condiciones saludables (envejecimiento por la
cúspide). A la mayor proporción de personas mayores en nuestra sociedad contribuye también el
cada vez menor número de jóvenes, motivado por el progresivo descenso de nuevos
nacimientos (envejecimiento por la base). Uno de los indicadores más utilizados en el análisis de
las tendencias demográficas de un país es el índice de envejecimiento que resulta de dividir el
número de personas con 60 ó más años entre los que no alcanzan la edad de 15. Valores por
encima de 0,5 corresponden a poblaciones en proceso de envejecimiento, y si son superiores a
0,6 permiten aplicarle el calificativo de envejecida. De acuerdo con el Instituto Nacional de
Estadística e Informática (INEI) (2), la población peruana proyectada a fecha treinta de junio de
1999 asciende a 25.232.000 personas. De ellas, el 33,9% tiene menos de quince años, mientras
que el 7,1% cuenta con sesenta o más años. La evolución del índice de enveje- cimiento en este
país muestra la tendencia propia de aquellos países que se encuentran en un proceso de
transición demográfica. En este sentido, en 1950 eran 13,7 las personas mayores de sesenta
años por cada cien niños de entre cero y catorce años. Este índice ha pasado a ser de 18,7 en
1995, y se estima que en el año 2025 supere la barrera del medio punto, situándose según los
pronósticos en 0,534.

Todo lo anterior muestra que el sector de población adulta mayor va en aumento cada día. En
las sociedades occidentales, el alto porcentaje de personas mayores permite hablar de un poder
gris, que hace que los políticos deban contemplar cuidadosamente las demandas de este
colectivo en sus programas electorales si pretenden alcanzar unos buenos resultados en las
urnas. La repercusión social de este envejecimiento poblacional no sólo se deja sentir en los
comicios, sus manifestaciones se extienden a otros ámbitos como cambios en la estructura y
dinámica familiar, imagen y valoración social del envejecimiento, costes de la atención social y
sanitaria de este sector de población, participación e integración en la sociedad, etc., etc.
Estamos pues ante un fenómeno social complejo que reclama un abordaje multidisciplinar que
atienda las numerosas caras de este dinámico poliedro.

La múltiples dimensiones del proceso de envejecimiento:

Conceptualización

A lo largo del apartado anterior se ha dejado traslucir una correspondencia entre edad
cronológica y envejecimiento. Si bien, la primera puede ser un indicador objetivo del segundo, la
cuestión no está tan clara. Muestra de ello es, por ejemplo, la disparidad de criterios entre las
Naciones Unidas, que consi- dera los 60 años como fecha de inicio de la ancianidad, y otras
organizaciones, como la O.M.S. (Organización Mundial de la Salud) o su paralela O.P.S.
(Organización Panamericana de la Salud) que la establece a partir de los 65 años. Este último
límite, tan arbitrario como otros, es el que ha sido comúnmente aceptado en las sociedades
occidentales.

En este caso, el umbral demográfico de envejeci-miento se hace coincidir con el cese


generalizado de la actividad productiva, retiro o jubilación. Esta edad laboral no es más que un
referente de la denominada edad social, que se define en función del conjunto de roles asumidos
por la persona, y que se hallan impregnados de expectativas de comportamiento normativas
para cada sociedad. El "veredicto social" de la jubilación ha contribuido al desarrollo de
concepciones negativas respecto al mismo. De esta manera Guillemard (3) habla del retiro como
negación del derecho al trabajo, lo que hace que la jubilación se plantee más como una
obligación que como una opción social (4). La retirada de los sistemas de producción se traduce
en un cambio radical en el estilo de vida de estas personas, a una disminución considerable de
su poder adquisitivo se le añade la pérdida de los ambientes sociales en los que habitualmente
se desenvolvía la persona, la disminución de funciones y roles sociales, la obligada reestruc-
turación de su tiempo, etc. (5).

Junto a esta edad social aparecen otras "edades" definidas en función de diversos criterios. Tal
es el caso de la edad biológica, como estimación de la posición actual de la persona con relación
a su potencial biológico. Simone de Beauvoir (6), en su conocido libro sobre la vejez afirma que:

"La edad cronológica y la edad biológica están muy lejos de coincidir siempre" (pág. 39).

Presumiblemente la medición de la edad biológica se debería acompañar con medidas de las


capacidades funcionales de los sistemas orgánicos vitales que pueden limitarla. Una valoración
de este tipo llevaría a la predicción de si el sujeto es más joven o más viejo que otros individuos
de su misma edad cronológica, y de aquí, si tiene una expectativa de vida mayor o menor que
éstos. Ya en 1975, Ryder (7) propuso definir el umbral de la vejez no con relación a la edad
cronológica o años vividos sino haciendo referencia al número de años que, por término medio,
restaban por vivir. Su propuesta concreta fue tomar como umbral de la vejez aquella edad en la
que la esperanza de vida fuera de diez años.

Muy relacionado con el criterio anterior se encuentra la propuesta de la O.M.S. en su Programa


Salud para todos en el año 2000. Según esta organización, la vejez podría definirse a partir de la
edad en la que la esperanza de vida libre de discapacidades alcance un determinado número de
años. Este concepto de vejez corre paralelo a lo que se entiende por "edad funcional"
determinada por la capacidad de adaptación del individuo a los requerimientos necesarios para
desenvolverse de manera autónoma en la vida. Estos requerimientos van a verse notablemente
influidos por la sociedad y cultura en la que se desenvuelva el sujeto.

Todo esto muestra la arbitrariedad que conlleva definir la vejez como etapa con un comienzo
cronológicamente delimitado. Este relativismo es patente cuando se hecha una hojeada a los
libros de Historia. Así, se han ido sucediendo numerosos intentos de clasificar el período vital en
varias etapas, asociándolas con edades concretas. Pitágoras fue uno de los primeros, en su
teoría, cada período duraba aproxi- madamente veinte años y se correspondía con una de las
estaciones: la infancia equivalía a la primavera (0 a 20 años), la adolescencia al verano (20 a 40
años), la juventud al otoño (40 a 60 años) y la vejez al invierno (60 a 80 años). San Agustín,
redujo las edades a seis y, al igual que Pitágoras, situaba el inicio de la vejez a los 60 años:

“ Hay seis edades en la vida de un hombre: la de la cuna, la infancia, la adolescencia, la


juventud, la edad madura y la vejez... Como la vejez comienza hacia los sesenta años y puede
prolongarse hasta los ciento veinte, es evidente que puede ser ella sola tan larga como todas las
demás juntas" (San Agustín, "Cuestiones Diversas", en Granjel, 1991;18).
Curiosamente, este límite de edad está muy cercano al que parece ser el potencial máximo de
supervivencia de la especie humana, que se sitúa en torno a los ciento quince años (8). Dante
menciona cuatro edades en el Convivio. Shakespeare asemeja la vida con un drama en siete
edades, en el que en la sexta ya se perfila la ancianidad y en la séptima ya está cercana "la
escena final" (9). Siguiendo la división aristotélica en tres etapas: juventud, plenitud vital o acmé
y vejez, algunos autores han dividido el curso de la vida en fases de incremento, estabilidad y
decremento. Este es el caso de Miguel de Sabuco, quien, en el siglo XVI, aporta la siguiente
descripción de las etapas del ciclo vital:

"Hay primero [en el vivir humano] extensión, aumento, espíritu emprendedor, incremento; luego,
cierto período de estabilidad, y después de él, restricción, pérdida, retiro, decremento" (Granjel,
1996).

Esta división en tres etapas continúa aún vigente. El galicismo "Tercera Edad", es en la
actualidad uno de los más empleados para hacer referencia al colectivo de personas mayores de
65 años. Algunos hablan hasta de una "cuarta edad" a partir de los 85 años.

Ortega y Gasset en su obra En torno a Galileo se pronuncia acerca de la cuestión de la edad, a


la que despoja de la importancia que se le confiere en la delimitación de las etapas del desarrollo
ontogénico. Para él, será la edad biográfica, definida por el curso personal que el sujeto traza en
su quehacer cotidiano la que defina la trayectoria vital de cada persona y, por tanto, la que paute
su devenir dentro del curso de su vida. En este sentido, afirma:

"El concepto de edad no es sustancia matemática, sino vital. La edad, originariamente, no es una
fecha..., es dentro de la trayectoria vital humana un cierto modo de vivir...dentro de nuestra vida
total una vida con su comienzo y su término...Las edades lo son de nuestra vida y no,
primariamente, de nuestro organismo, son etapas diferentes en que se segmenta nuestro
quehacer vital" (p. 154).

Esto se acerca más a una concepción dinámica del envejecimiento, en la que, en lugar de
considerarse como una etapa temporalmente delimitada, se concibe como un proceso. Así, de
acuerdo con esta perspectiva, es conveniente hablar de "envejecimiento" o "envejecer" en lugar
de "vejez". Este último término no recoge el carácter esencialmente continuo y procesual de los
primeros, que están más cercanos al significado del término "ageing", tan profusamente
empleado en la literatura anglosajona (10). En este proceso se producen una serie de cambios
biológicos, psicológicos y sociales que demandan su abordaje multidisciplinar desde una
concepción amplia de la Gerontología que abarque tanto la geriatría, especialidad médica
introducida por Nasher a comienzos de siglo (11), dedicada al cuidado y tratamiento médico de
las personas mayores; como la psicogerontología, centrada en el estudio de sus
comportamientos; y la gerontología social (12), en su análisis de los factores sociales y culturales
que afectan al proceso de envejecimiento. Éste ha de contemplarse por tanto en su triple
vertiente biológica, psicológica y social. Todos estos cambios biopsicosociales acontecen, se ven
afectados y, por supuesto, influyen en las relaciones sociales que se establecen entre los
miembros de una sociedad. Todo esto trasciende necesariamente la concepción del
envejecimiento como fenómeno individual circunscrito a la esfera personal y a los cambios
físicos y comportamentales que en ella se manifiestan.

Uno de los aspectos que afecta más claramente a la forma en la que cada persona envejece y
vive esa cada vez más prolongada fase de su vida es, sin lugar a dudas, la imagen social que del
envejecimiento se tiene en la sociedad en la que vive. En este sentido, el significado de
envejecimiento como constructo social no es nunca definitivo ni para la sociedad ni para el
individuo. Esto puede plantear desequilibrios entre las dimensiones anteriormente vistas. Así,
una persona puede sentirse envejecer en función de las creencias personales que tenga acerca
del envejecimiento y de la actitud que adopte frente a él. En nuestra sociedad existen más
prejuicios hacia las personas mayores que hacia las jóvenes. Un ejemplo de ello es que un
elemento determinante en la valoración positiva de una persona mayor va a depender de lo
joven que aparente ser. Si se considera la edad como una parte importante del autoconcepto,
puede ocurrir que nuestra autoestima esté determinada por lo "viejos" o jóvenes que nos
sintamos. Las personas en este sentido pueden evolucionar psicológicamente de una forma
diferente (creciente) a la evolución (decreciente) de sus procesos biológicos y sociales. El
enfoque sociofenomeno- lógico de la teoría del desarrollo de Erikson es una buena muestra de
ello (13).

Desde un punto de vista productivo, la condición de los retirados o jubilados se ve como una
edad dorada a la vez de cómo una situación de marginación. En los últimos años, este paso a la
inactividad laboral se está modificando gradualmente. En este sentido, ya no se establece sólo el
límite de los sesenta y cinco años como el umbral del envejecimiento laboral y social, sino que
los propios sistemas de compensación por desempleo o por jubilaciones anticipadas son las
otras formas en las que el Estado de Bienestar redefine los límites de ese tránsito. La jubilación
ofrece una imagen ambigua que determina el envejecimiento como logro a la vez de cómo
problema social. La dimensión de la jubilación ha de diferenciarse del concepto de
envejecimiento como proceso multidimensional para evitar contradicciones entre el sujeto
humano como ser social y como entidad psicobiológica (4).

En línea de este análisis sociológico del enve-ejecimiento, Abellán (14) insiste en los cambios
acontecidos en la imagen que la sociedad en conjunto tiene de la persona mayor. Como se
muestra en la figura 1, los cambios en los sistemas productivos y de educación, así como el
avance de la tecnología y los cambios en la dinámica familiar han contribuido en gran medida a
la marginación o aislamiento social que en muchas ocasiones padece este colectivo.

Teorías psicosociales sobre el envejecimiento

La consideración del envejecimiento como proceso de transformación esencialmente físico y


biológico ha hecho que hayan sido los aspectos geriátricos los que hayan primado en el abordaje
científico del envejecimiento. Es a partir de la década de los sesenta cuando tanto desde las
teorías al uso en psicología social, tales como el interaccionismo simbólico o la teoría de la vejez
como subcultura, entre otras, se pretende completar el estudio tradicional del proceso de
envejecimiento con estos otros enfoques. En esta línea, se incorporarán aspectos como: la
actividad social, la imagen y rol sociales de las personas mayores, así como su autoconcepto,
autoestima o satisfacción vital en función de su participación en la sociedad.

La primera de estas aportaciones psicosociales al estudio del envejecimiento es la Teoría de la


Desvinculación. Desarrollada al inicio de los años sesenta en el seno de un grupo de
investigadores sociales pertenecientes al Comité de De-sarrollo Humano de la Universidad de
Chicago. Entre sus componentes destacan: Elaine Cumming, William E. Henry, Robert J.
Havighurst y Bernice L. Neugarten. La formulación de la teoría como tal (Disengagement Theory)
correspondió a los dos primeros (15). Este grupo, al tener en cuenta que la mayor parte de los
ancianos continuaban viviendo en la comunidad durante toda su vida, planteó la necesidad
metodológica de estudiar a las personas mayores en su ambiente natural de forma continuada,
dentro de su entorno cotidiano, y no en los hos- pitales, asilos o residencias.

Observaron un progresivo abandono con el paso de los años de una gran proporción de las
actividades que ante-riormente formaban parte del patrón normal de actividad diaria desarrollado
por las personas evaluadas. Lo que dio lugar a la formulación de esta teoría. Su argumento
central es que la desvinculación o desconexión es un proceso inevitable que acompaña al
envejecimiento, en el que gran parte de los lazos entre el individuo y la sociedad cambian
cualitativamente, se alteran o llegan a romperse. En este sentido, éste sería el proceso normal
que tiene lugar durante el envejecimiento. El proceso de retirada, desconexión o desvinculación
tendrá un carácter bidireccional, es decir, tanto de la sociedad hacia el individuo como de éste
hacia la primera. En esta línea, definirá posteriormente Cumming la "vinculación" (engagement)
co-mo: "la interpenetración entre una persona y la sociedad a la que pertenece" (16).

Esta teoría es a la vez social y psicológica, pues se ocupa tanto de las relaciones entre el
individuo y la sociedad, como de los cambios que acontecen en el interior de la persona a lo
largo de este proceso de retirada. Según Cumming y Henry este distanciamiento tiene carácter
universal, es decir, los mayores de cualquier cultura son proclives a ciertas formas de dis-
tanciamiento social, adoptando modelos de interacción que conllevan la reducción de contactos
sociales. Estos autores afirman que esta mutua desconexión es beneficiosa tanto para la
sociedad, que de esta manera facilita la incorporación de otras generaciones a la compleja
maquinaria social, como para la persona, que se ve liberada de una serie de compromisos y
obligaciones sociales implícitas adscritas a su anterior rol más activo. Desde un contexto más
socioeconómico, la teoría de la Modernización (17), ha justificado esta desvinculación a partir del
descenso del status del mayor, como consecuencia de su dependencia social y económica,
favorecida por una cultura basada en el trabajo y en el culto a la juventud (18).

Figura 1  

Efectos perversos del progreso sobre los mayores. Fuente Abellán (1986).  
El individuo "desvinculado", siempre y cuando asuma ese nuevo papel, tiene una sensación de
bienestar psicológico. Es decir, conforme envejece, su acción en el plano social decrecerá
voluntariamente en la misma medida, produciéndose un alejamiento mutuo de la sociedad y de
la persona, que será percibido por el sujeto como "liberador" y que, por tanto, contribuirá a
incrementar su satisfacción personal. Esta teoría afirma que las personas mayores desean
precisamente esa reducción de los contactos y compromisos sociales, por lo que buscan la
tranquilidad en un cierto aislamiento (19).

No le han faltado críticas a esta teoría. Basta analizar sus postulados para darse cuenta de sus
inconsistencias al sostener afirmaciones tan dispares como, por ejemplo: que es un proceso que
no depende de la cultura pero que va a verse limitado por ella (postulado n° 9); o que, en el
mismo seno de la sociedad americana en la que se circunscribe, se verá matizada por las
diferencias socioculturales que afectan a hombres y mujeres (postulado n° 3).

Las críticas también alcanzan al carácter global y permanente del proceso. En este sentido,
Havighurst (20) destaca la necesidad de contemplar aspectos cualitativos. Este autor considera
que lo que se produce no es tanto una disminución cuantitativa en las actividades sociales, sino
más bien una reestructuración cualitativa que denomina proceso de "desvinculación-vinculación
selectiva", y que lleva a con-tinuar, e incluso potenciar, determinados tipos de actividades. Esta
misma idea aparece recogida en el concepto de "Desvinculación transitoria" desarrollado
posteriormente por Lehr (21), o en el metamodelo de "Optimización Selectiva con
Compensación" (22-24). Otra serie de críticas incidieron en la necesidad de considerar las
diferencias de personalidad y su repercusión sobre los patrones de envejecimiento. En este
sentido, desde la perspectiva del intercambio social, para la Teoría de los roles, la participación
social va a cambiar a lo largo de la existencia. El envejecimiento del individuo supone la
adopción de nuevas formas de participación. En la base de la organización social se hallan unas
posiciones reconocidas, unas normas y unas expectativas de comportamiento tácitas que es
necesario tener en cuenta a la hora de analizar el papel del mayor en la sociedad.

La principal teoría alternativa a la teoría de la desvinculación social es la Teoría de la actividad.


El iniciador de esta concepción explicativa acerca del proceso de envejecimiento y los cambios
sociales que en él acontecen es Tartler (25), aunque las primeras referencias a esta teoría como
tal corresponden a Neugarten, Havighurst y Tobin (26). Desde sus formulaciones iniciales han
sido muchos los trabajos que se han dedicado a investigar el papel que juegan las actividades en
el mantenimiento del bienestar subjetivo entre los mayores (27-29). Esta teoría, a diferencia de la
anterior, predice que la satis- facción de los mayores, independientemente de su edad, estará
positivamente relacionada con el número de actividades en que participen. En este sentido, su
formulación se planteó con la intención de explicar el envejecimiento exitoso. Lemon, Bengtson y
Peterson (27) enuncian cuatro postulados básicos:

1º Cuanto mayor es la pérdida de rol que se produce durante el envejecimiento, mayor es la


probabilidad de que la persona reduzca su actividad.

2º A mayor frecuencia y grado de intimidad de la acti- vidad, mayor apoyo de rol recibe la
persona.

3º El apoyo de rol que se recibe se relaciona directamente con el autoconcepto experimentado


por la persona.

4º El autoconcepto positivo, se relaciona directamente con la satisfacción vital.

Según esta perspectiva, la desvinculación operaría sólo en el sentido de la sociedad hacia los
mayores. Frente a esto, el desempeño de roles activos durante el proceso de enveje-cimiento
resulta crucial para la percepción que tiene la persona de sí misma y para su adaptación social
(30). Por ello, sus autores defienden la idea de que para alcanzar este objetivo, las personas, a
medida que envejecen, deben reemplazar aquellos roles y actividades que formaban parte de su
vida adulta, por otros nuevos, de forma que puedan mantener estilos de vida activos. Esta
cuestión es, sin lugar a dudas, una de las que más debates ha generado a lo largo de la historia
de la Gerontología como disciplina. La principal crítica que ha recibido esta aproximación teórica
es la que de existen personas mayores satisfechas con la desvinculación. Lo que sugiere que la
persona representa un papel crucial para determinar la relación entre los niveles de actividad y
su bienestar.

La más reciente Teoría de la Continuidad ha tratado de encontrar un punto intermedio entre las
dos aproximaciones anteriores. Su autor, Atchley (31) propone este modelo en un intento de
superar las críticas recibidas por las dos teorías precedentes. Según esta teoría del desarrollo, el
ser humano lleva a cabo una serie de elecciones adaptativas a lo largo de la etapa adulta y del
envejecimiento que suponen una conti-nuación de los patrones de comportamiento mantenidos
de manera más o menos estable a lo largo de su ciclo vital. Se asume, por tanto, que las
habilidades y patrones adaptativos que una persona ha ido forjando durante su vida, van a
persistir en el tiempo, estando presentes también en este último tramo. La Teoría de la
Continuidad tiene un enfoque constructivista (32), ya que asume que las personas, en función de
sus experiencias vitales, desarrollan activamente, sus propios constructos o concepciones tanto
acerca de sí mismos como de su estilo de vida y su integración social (33). A pesar de tratarse
de una teoría del desarrollo aplicable a todo el ciclo vital, va a tener una especial relevancia en el
proceso de envejecimiento y en la explicación de los patrones de actividad y adaptación social
que va a presentar la persona durante esta etapa. Según esta teoría, durante el proceso de
envejecimiento no se puede afirmar con carácter general que se produzca una desvinculación
social del sujeto, ni que un aumento de su actividad o participación llevará aparejado un
incremento en su nivel de bienestar subjetivo en la misma medida. Lo que establece es que el
nivel de actividad que un persona va a manifestar en este proceso estará en función de su
trayectoria vital y del patrón de actividades que haya presentado durante las etapas anteriores.
La continuidad representa, de esta manera, un modo de afrontar los cambios físicos, mentales y
sociales que acompañan al proceso de envejecimiento.

La atención social del envejecimiento: Análisis socioetnográfico

Sin duda una de los aspectos psicosociales más evidentes del envejecimiento demográfico
dentro de cualquier estado social de derecho es la necesaria atención sociosanitaria. Las
políticas sociales han de hacer frente a esta realidad y ofertar los recursos y las prestaciones que
esta población demanda. La presentación de los Lineamientos de Política de las Personas
Adultas Mayores, el veinticinco de octubre del año 2000, es un reflejo de cómo la República
Peruana está ocupándose de esta ya urgente necesidad a la que debe hacer frente. De todos es
sabido que si estas políticas no se acompañan de la suficiente financiación económica, su
trascendencia social es nula, quedándose simplemente en una declaración de buenas
intenciones. Como comenta en su presentación la Sra. Cuculiza, ministra de Promoción de la
Mujer y el Desarrollo Humano en esas fechas (2):

"Este documento constituye una herramienta de gestión que deberá guiar y orientar la
implementación de planes, programas y proyectos referidos a las personas adultas mayores, con
el fin de que el proceso de envejecimiento en nuestro país, se desarrolle en condiciones
favorables inherentes a la dignidad humana".

Toda la población peruana espera que estos linea-mientos hayan representado y representen
una guía permanente para una intervención social real, y que no se hayan quedado sólo en
buenas intenciones y en una política de cara a la galería. De acuerdo con la anterior afirmación
de Belando y Sarlet (34), las políticas sociales ayudan a la construcción social de esta realidad
tan difusa y heterogénea que constituye el envejecimiento. Posiblemente, en la sociedad actual,
tan nece- sitada de referentes sobre los que asentar su propia imagen y la de los individuos que
la integran, sean estas actuaciones concretas, y la concepción de envejecimiento que subyace
bajo ellas, las que ejerzan su poder corformador y vitalizante. De esta manera, se va
configurando una realidad que se asienta sobre la propia práctica diaria, que constituye el andar
que termina originando el propio camino que recorre.
Desde una perspectiva social más amplia, resulta interesante analizar cómo cada sociedad y
cada cultura aborda el tratamiento y la consideración de sus integrantes a medida que
envejecen. La perspectiva etnográfica, como rama descriptiva de la antropología, ofrece una
visión comprehen- siva de este fenómeno. Como afirma Minois (35), es el medio social el que en
definitiva crea la imagen de sus mayores, a partir de las normas y de los ideales humanos de la
época.

En este sentido, se puede observar que las sociedades en las que el envejecimiento se
desarrolla en unas condiciones más favorables son aquellas que apoyan su cultura en la
tradición oral y la costumbre, es decir, aquellas en las que la persona mayor cumple el papel de
la memoria. Afirma un antiguo refrán africano que "cuando un viejo muere, se quema una biblio-
teca". Así, entre los ashanti de África, corresponde a sus mayores el papel de transmitir el saber
y educar a los niños con sus historias. Los yaganes, tribu de la costa de la Tierra de Fuego,
atienden con esmero a sus mayores, no privándoles de alimentos ni cuidados. En este caso son
también los encargados de transmitir la ley no escrita. Entre los arandas de Australia, las
personas mayores son las mejor tratadas de la comunidad, ya que poseen, entre otros, los
conocimientos sobre la caza, la recolección de alimentos o la búsqueda de agua, imprescin-
dibles para la supervivencia de la tribu. Ejemplos como estos se encuentran en otras muchas
sociedades tribales, como los indios navajos, hurones y mohicanos de América del Norte, los
jíbaros del norte de los Andes, los kikuyus de las laderas del monte Kenya, los tivs, bantúes
nigerianos o los mongoles aleutianos.

No obstante, cuando el clima es hostil, los recursos insuficientes y las circunstancias difíciles, el
envejecimiento no suele asociarse con una mayor atención social. Es el caso de los yakutas,
pueblo seminómada del oeste siberiano, en el que los hijos arrebatan los bienes a sus padres
cuando éstos se debilitan, abandonándolos y dejándoles morir después. La penuria de
alimentos, el bajo nivel cultural y el odio a los padres, engendrado por la severidad patriarcal,
conspiran contra los progenitores (6). El abandono de las personas mayores a la muerte ha sido
frecuente también en otros pueblos, en los que la escasez de alimentos hacía peligrar su
supervivencia, como los siriones de la selva boliviana, los fangs de Gabón o los bosquimanos del
sur de África. Este mecanismo de supervivencia grupal queda magistralmente reflejado en la
película de Oshima "La Balada del Narayama", inspirada en la hermosa novela de Fukasawa
"Narayama", nombre de la montaña donde los mayores eran abandonados para encontrar la
muerte. En otras culturas, en lugar de abandonarlos, eran asesinados por sus familiares. Tal es
el caso de los koryakes del norte de Siberia, en los que el asesinato mediante un certero golpe
de lanza o una cuchillada era presenciado por toda la comunidad. Entre los chuchkees, también
de Siberia, el propio hijo o un hermano más joven era el que, al finalizar la fiesta de despedida,
se deslizaba detrás del mayor y lo estrangulaba con una espina de foca.

Todos los ejemplos anteriores no son más que una muestra del relativismo cultural al que se ve
sometida la imagen y atención social de esta construcción social que es el envejecimiento. Del
trabajo de análisis de Lehr (36) sobre la imagen social que los distintos grupos humanos y
culturas tienen sobre las personas ancianas, se desprenden dos conclusiones fundamentales.
Por una parte, parece ser que las actitudes frente a las personas de edad son tanto más
positivas cuanto más primitiva es la sociedad investigada. Además, la imagen social positiva de
este grupo está directamente relacionada con el número de habitantes que pertenecen a este
colectivo.

A lo largo de las páginas anteriores se ha abordado uno de los fenómenos más destacables de
la sociedad actual como es el envejecimiento. Este se ha conceptualizado como un proceso
biopsicosocial que afecta tanto al individuo como a la sociedad en la que éste está inserto.
Desde esta perspectiva se han descrito las principales aportaciones teóricas que atienden la
relación entre las personas mayores y la sociedad. En este sentido, se ha evidenciado cómo en
las sociedades tradicionales, la permanencia o continuidad de la organización productiva social y
política garantizaban un entorno relativa- mente estable en la consideración y atención social con
la que contaban sus integrantes de mayor edad. Frente a esto, los cambios sociales actuales,
manifestados en la permutación de numerosos referentes culturales (educación, familia,
sistemas de producción, asistencia sociosanitaria, etc.) han contribuido igualmente a modificar la
imagen y consideración del enve-jecimiento, entendido éste como constructo social tan maleable
como dinámica y variable es la sociedad que lo define.

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(*) Profesor Titular de la Universidad de Málaga. Dpto. de Psicología Social, Antropología Social
y Servicios Sociales. Vicedecano de Investigación y Practicum de la Facultad de Psicología.

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