El principal dilema al que se enfrentan los tres protagonistas de la novela de Montoya es
el de la representación de la violencia. En este dilema subyace la idea de una limitación del lenguaje o de cualquier sistema de símbolos para comunicar su contingencia; casi la certeza, como afirma De Bry hacia el final del libro, al reflexionar sobre sus diecisiete grabados, de que cada representación está condenada al fracaso y a la imposibilidad de redimir aquello provocado por la violencia. Digamos que ese enfoque de la representación artística como forma de redención de algún acto cruel es el núcleo del dilema expuesto anteriormente. Sin embargo, si nos ponemos a pensar sobre los otros posibles núcleos del dilema de la representación de la violencia encontraremos otros enfoques no exentos de dificultades: espectacularizar la violencia, fetichizarla, romantizarla, embellecerla o incluso invisibilizarla. Si la representación, planteársela nada más, trae asociadas todas estas preguntas, puede que la humanidad quede atrapada en su mera reproducción como único modo de compartir el dolor, lo cual sería una tragedia. A pesar de lo anterior, lo que sucede en Tríptico de la infamia es la articulación de las vidas de tres artistas que se esfuerzan por superar la tragedia de la reproducción, o en todo caso por no resignarse a ella, y conscientes de sus limitaciones y de las propias dudas que se formulan insistentemente, se lanzan a un intento por representar lo que han leído en un libro, lo que el lenguaje no les alcanza para nombrar o lo que han visto sin intermediaciones y les ha causado un dolor tal que los aleja de su oficio. Dicha articulación, con sus evidentes conexiones y sistema de causalidades, se logra a partir de diferentes procedimientos en cada una de las partes que lo componen, para dar precisamente esa sensación de unidad y de fragmentación al mismo tiempo, como bocanadas de aire que permiten mirar la obra con mayor claridad. En la parte de Le Moyne el autor echa mano de los recursos de la crónica de viaje. En los capítulos se plantea progresivamente la misión hugonote hacia la Florida, el posterior encuentro con los nativos, la fatal lucha con los españoles y finalmente la derrota, el fracaso y el regreso de los pocos que lograron huir. Durante aquel periplo lo más interesante es el diálogo de saberes entre dos artistas que pertenecen a dos tradiciones distintas. En medio del horror, aquella amistad entre Le Moyne y Kututuka representa la armonía y la posibilidad de que dos formas de representar el mundo y dos individuos que lo habitan de formas tan distintas puedan coexistir. Al pasar a Dubois asistimos al recuento del horror por parte de un artista desencantado tras perder a su familia en una escena que él mismo ha representado. Nos lo advierte en las últimas líneas del primer párrafo: “Yo, que alguna vez me consideré ese hombre que quería verlo y reproducirlo todo, soy ahora un terreno baldío. Una tierra árida que intenta, sin jamás lograrlo, mostrar la dimensión de sus fantasmas”. Esta autobiografía apócrifa se construye con la indudable intención de conducirnos hacia una coda que, precisamente —poseída por ellos—, evoca a sus fantasmas en una escena tan atroz como la Masacre de San Bartolomé. En la última parte, dedicada a De Bry, se hace necesaria una mezcla de voces, dentro de las cuales se encuentra incluso la del propio autor, dados los obstáculos para hallar información sobre el grabador. La propia sensación de que en Fráncfort De Bry es un “eco desdibujado” empuja a Montoya a inventar caminatas con aquel fantasma. Como colofón la escena de las velas; otra escena, al igual que la de Dubois, donde se narran las sensaciones al finalizar una representación de la violencia, en este caso de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, ese recuento desmañado pero certero de la infamia sistemática de los españoles para con los indios, con todo el relieve, el ruido y la putrefacción del caso.