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La muerte de Madonna

Pedro Lemebel

Fue la primera que se pegó el misterio en el barrio San Camilo. Por aquí,
casi todas las travestis están infectadas, pero los clientes vienen igual,
parece que más les gusta, por eso tiran sin condón.

Ella sola se puso Madonna, antes tenía otro nombre. Pero cuándo la vio
por la tele se enamoró de la gringa, casi se volvió loca imitándola, copiando
sus gestos, su risa, su forma de moverse. La Madonna tenía cara de
mapuche, era de Temuco, por eso nosotros la molestábamos, le decíamos
Madonna Peñi, Madonna Curilagüe, Madonna Pitrufquén. Pero ella no se
enojaba, a lo mejor por eso se tiñó el pelo rubio, rubio, casi blanco. Pero ya
el misterio le había debilitado las mechas. Con el agua oxigenada se le
quemaron las raíces y el cepillo quedaba lleno de pelos. Se le cala a
mechones. Nosotros le decíamos que parecía perra tiñosa, pero nunca
quiso usar peluca. Ni siquiera la hermosa peluca platinada que le
regalamos para la Pascua, que nos costó tan cara, que todos los travestis
le compramos en el centro juntando las chauchas, peso a peso durante
meses. Solamente para que la linda volviera a trabajar y se le pasara la
depre. Pero ella, orgullosa, nos dio las gracias con lágrimas en los ojos, la
apretó en su corazón y dijo que las estrellas no podían aceptar ese tipo de
obsequios

Antes del misterio, tenía un pelo tan lindo la diabla, se lo lavaba todos los
días y se sentaba en la puerta peinándose hasta que se le secaba. Nosotros
le decíamos: Éntrate niña, que va a pasar la comisión, pero ella, como si
lloviera. Nunca le tuvo miedo a los pacos. Se les paraba bien altanera la
loca, les gritaba que era una artista, y no una asesina como ellos.
Entonces le daban duro, la apaleaban hasta dejarla tirada en la vereda y la
loca no se callaba, seguía gritándoles hasta que desaparecía el furgón. La
dejaban como membrillo corcho, llena de moretones en la espalda, en los
riñones, en la cara. Grandes hematomas que no se podían tapar con
maquillaje. Pero ella se reía. Me pegan porque me quieren, decía con esos
dientes de perla que se le fueron cayendo de a uno. Después ya -no quiso
reírse más, le dio por el trago, se lo tomaba todo hasta quedar tirada y
borracha que daba pena.

Sin pelo ni dientes, ya no era la misma Madonna que tanto nos hacía reír
cuando no venían clientes. Nos pasábamos las noches en la puerta,
cagadas de frío haciendo chistes. Y ella imitando a la Madonna con el
pedazo de falda, que era un chaleco beatle que le quedaba largo. Un
chaleco canutón, de lana con lamé, de esos que venden en la ropa

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americana. Ella se lo arremangaba con un cinturón y le quedaba una regia
minifalda. Tan creativa la cola, de cualquier trapo inventaba un vestido.

Cuando se puso la silicona le dio por los escotes. Los clientes se volvían
locos cuando ella les ponía las tetas en la ventana del auto. Y parece que
veían a la verdadera Madonna diciendo: Mister, lovmi plis.

Ella se sabía todas las canciones, pero no tenía idea lo que decían. Repetía
como lora las frases en inglés, poniéndole el encanto de su cosecha
analfabeta. Ni falta hacía saber lo que significaban los alaridos de la rucia.
Su boca de cereza modulaba tan bien los tuyú, los miplís, los rimernber
lovmi. Cerrando los ojos, ella era la Madonna, y no bastaba tener mucha
imaginación para ver el duplicado mapuche casi perfecto. Eran miles de
recortes de la estrella que empapelaban su pieza. Miles de pedazos de su
cuerpo que armaban el firmamento de la loca. Todo un mundo de
periódicos y papeles colorinches para tapar las grietas, para empapelar
con guiños y besos Monroe las manchas de humedad, los dedos con
sangre limpiados en la muralla, las marcas de ese rouge violento cubierto
con retazos del jet set que rodeaba a la cantante. Así, mil Madonnas
revoloteaban a la luz cagada de moscas que amarilleaba la pieza,
reiteraciones de la misma imagen infinita, de todas formas, de todos los
tamaños, de todas las edades; la estrella volvía a revivir en el terciopelo
enamorado del ojo coliza. Hasta el final, cuando no pudo levantarse,
cuando el sida la tumbó en el colchón hediondo de la cama. Lo único que
pidió cuando estuvo en las despedidas fue escuchar un cassette de
Madonna y que le pusieran su foto en el pecho.

Nemesio Antúnez y Madonna

Seguramente entonces, por allá en los años ochenta, cuando el arte


corporal era el boom de la cultura chilena. Cuando el cuerpo expuesto
podía representar y denunciar los atropellos de la dictadura. Quizás, en
ese alambrado marco cultura nadie hubiera imaginado que la metáfora
«LO QUE EL SIDA SE LLEVÓ» se coagularía en varios de los personajes
que participaron de aquella acción de arte en la calle San Camilo. Un
perdido reducto del travestismo prostibular que desaparecía en Santiago.

La intervención escenografíaba un homenaje, una estrellada nocturna


desplegada en el cemento sucio. Una parodia de Broadways en el barro de
la sodomía latinoamericana.

Las estrellas, pintadas en positivo y negativo, reafirmaban la poética del


título de la acción «LO QUE EL SIDA SE LLEVÓ». El montaje
hollywoodense de los, focos y cámaras de filmación, las travestis más
bellas que nunca, engalanadas para la premier, posando a la prensa
alternativa, mostrando la silicona recién estrenada de sus pechos. Todo el

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barrio deslumbrado por el fulgor de los flashes. Y toda la resistencia
cultural en dictadura, políticos artistas, teóricos del arte, fotógrafos y
camarógrafos sapeando la performance de «Las Yeguas del Apocalipsis»,
que regaron de estrellas el paseo comercial del sexo travesti.

Así, el barrio pobre por una noche se soñó teatro chino y vereda tropical
del set cinematográfico. Un Malibú de latas donde el universo de las divas
se espejeaba en el cotidiano tercermundista. Calle de espejos rotos, donde
el espejismo enmarcado por las estrellas del suelo, recogía la mascarada
errante del puterío anal santiaguino.

Allí la Madonna fue la más fotografiada, no por bella, sino más bien por la
picardía tramposa de sus gestos. Por ese halo sentimental que coronaba
sus muecas, sus contorsiones de cuerpo mutante que se reparte generoso
a las llamaradas de los fotógrafos.

Fue la única que se la creyó del todo estampando sus manos gruesas en la
cara del asfalto. La única que eligió a una camarógrafa mujer para que la
videara. La única que le posó desnuda bajo la ducha. Tal como dios la
echó al mundo, pero ocultando la vergüenza del miembro entre las nalgas.
El candado chino del mundo travesti, que simula una vagina echándose el
racimo para atrás. Una cirugía artesanal que a simple vista convence, que
pasa por la timidez femenina de los muslos apretados. Pero a la larga, con
tanto foco y calor, con ese narciso tibio a las puertas del meollo, el truco se
suelta como un elástico nervioso, como un péndulo sorpresa que desborda
la pose virginal, quedando registrado en video el fraude quirúrgico de la
diosa.

Pasó el tiempo, vinieron los cambios políticos y la democracia organizó la


primera muestra oficial del arte negado por la dictadura. El Museo
Nacional de Bellas Artes y su repuesto director, Nemesio Antúnez, dieron
el vamos al Museo Abierto, una gran muestra plástica que abarcaba todos
los géneros, incluyendo la performance, la fotografía y el video.

Una de las salas del edificio se habilitó para exhibir las producciones de
los videístas, y fue numeroso el público que repletó el espacio de libertad
creativa propuesto por Nemesio Antúnez. La exposición no tenía censura
previa, por lo que la Madonna de San Camilo pasó colada en el video «Casa
Particular», que Gloria Camiruaga había realizado con las «Yeguas del
Apocalipsis» en la calle travesti. Solamente a mediodía, cuando los colegios
visitan los museos con su algarabía revoltosa, en ese tiempo libre que la
educación destina al arte, una patrulla scout de niños ecológicos se instaló
con su jefe Daniel Boom en la sala de videos para culturizar sus prácticas
de salvataje. Y tras correr y correr las cintas testimoniales, las películas
lateras de los videistas que quieren ser cineastas, las escenas intelectuales
y narrativas del nuevo video pop, y tanto, tanto sopor de los cabros chicos

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obligados a gozar el arte. En medio de esa clase aburrida, la pantalla se
ilumina con, el cuerpo desnudo de la Madonna y estallan en aplausos los
críos, sobre todo los más grandecitos. Hasta el instructor Daniel Boom se
puso lentes para seguir el paneo de la cámara por el cuerpo depilado de la
loca; su perfil nativo, sus hombros helénicos, apretados en el gesto tímido
de la ninfa, sus pequeños pezones abultados al juntar los brazos. Y los
brazos, y su estómago plano donde la cámara resbala como en un tobogán.
Y todos acezantes, los péndex agarrándose sus tulitas verdes. Los más
grandecitos sofocados por la excitación de la cámara bajando en silencio
por esa piel del vientre. Los pantalones cortos de los scouts levantando la
carpa del marrueco, casi al mismo tiempo que el ojo de la pantalla aterriza
en los pastizales púbicos. Todos en silencio, apretados de silencio, pegados
a la imagen recorriendo esa selva oscura, ese pliegue falso, esa hendidura
de la Madonna conteniendo el aliento, sujetándose la próstata entre las
nalgas, simulando una venus pudorosa para las bellas artes, para la
cámara que hurga intrusa sus partes pudendas. Entonces, el elástico se
suelta y un falo porfiado desborda la pantalla. Casi le pega en la nariz al
jefe de brigada. Y en un momento todo es risa y aplausos de los péndex,
todo es sorpresa cuando el desborde genital, de la Madonna se convierte
en un grito morse que escandalea la sala. Todo es fiesta cuando la sala se
repleta de otros escolares que visitaban el museo, tocándose, jugando a los
agarrones, viendo una y otra vez la rápida metamorfosis, la repetición
incansable del video reiterado en la cinta. Todo es emergencia para los
empleados del museo tratando de cortar la película. Para el jefe de los
scouts gritando que pararan esa obscenidad, ese escándalo sin nombre
para los menores que se apretaban la guata riendo. Y una y otra vez el
miembro reventaba la imagen. Una y otra vez la Madonna mostrando el
truco, la verga travesti que campaneaba como un péndulo llamando a todo
el museo, haciendo que corrieran las secretarias y auxiliares hasta la sala,
provocando tanto despelote, tanto grito de los profesores y del jefe scout
tocando el pito, vociferando que cortaran esa suciedad, que eso no era
arte, eso era pornografía, pura mugre libertina que desprestigiaba a la
democracia. Que cómo el director, el respetado Nemesio Antúnez, había
permitido la exhibición. Que alguien lo llamara para que se hiciera
responsable del bochorno. Porque sólo él podía dar la orden de parar la
cinta. Entonces llegó Nemesio, que nunca habla visto el video, y después
de conocer a la Madonna con su títere juguetón, dio orden de cortar la
cinta. Y dando disculpas, dijo que en ese caso era aplicable la censura.

Tal vez la Madonna de San Camilo nunca supo del problema que le costó a
Nemesio Antúnez un, tirón de orejas del presidente. Nunca supo de las
canas verdes que le hizo salir a Nemesio asediado por los periodistas
preguntando: ¿Por qué la censura ahora que estamos en democracia?
Jamás supo que su inocente performance provocó una serie de
expulsiones de otros artistas destapados que habían pasado piola. Además
las críticas de la derecha, siempre dispuesta a remoralizar cualquier

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desborde de la naciente democracia. La Madonna nunca supo nada, ella
estaba lejos del aparataje cultural cosiendo sus encajes minifalderos para
deslumbrar a su anónimo transeúnte. Se pasaba las tardes pegando
lentejuelas al ruedo vaporoso que arrepollaba sus caderas. Probándose
cada blonda en el vaivén de ir a la esquina a comprar un cigarro suelto.
Allí en el kiosco de diarios, vio la noticia, y supo de la gira de Madonna por
Latinoamérica. Supo que vendría a Chile con un rebaño de Boeing que
cargarían la estruendosa superproducción de la cantante. Desde entonces
no habló de otra cosa. Voy a ser su amiga, decía cuando me vea sabrá que
nacimos una para la otra. Hasta es posible que hagamos un show juntas,
o me elija como su doble para las entrevistas. Y tantas cosas que tiene que
hacer cansada la pobrecita. Tantas giras, tanto avión, tanto hombre
siguiéndola después de los conciertos. Yo sería como su amiga intima, su
secretaria, su confidente que la mandaría a dormir sin pastillas Un baño
tibio con eucaliptus, una agüita de toronjil, un masaje en los pies
contándole mi vida, y al final terminaríamos roncando juntas en su
enorme cama de raso negro.

Quizás si Madonna hubiera conocido tales sueños, si le hubiera llegado al


menos una de sus cartas, habría extendido su gira hasta este fin de
mundo. Pero los Boeing nunca atravesaron la cordillera, sólo llegaron
hasta Buenos Aires, donde el escándalo de la diva sacó roncha en la moral
transandina. Por eso los ecos de aquella actuación motivaron la clausura
de su show en Chile. Según las autoridades no hubo censura, solamente
que «no había auspiciadores para Madonna en este país». Así todos
supieron que detrás de esta blanca excusa había operado la mano
enguantada de la moral, desviando la comitiva de la diosa sexy de regreso
al primer mundo.

La Madonna de San Camilo nunca se repuso del dolor causado por esta
frustración, y la sombra del sida se apoderó de sus ojeras enterrándola en
un agujero de fracasos. Desde ese momento, su escaso pelo albino fue
pelechando en una nevada de plumas que esparcía por la vereda cuando
patinaba sin ganas, cuando se paraba en los tacoagujas toda desabrida, a
medio pintar, sujetándose con la lengua los dientes sueltos cuando
preguntaba en la ventana de un auto: ¿Míster, yu lovrni?

Y así, finalizando su espectáculo, cerró los ojos, como un cortinaje pesado


de rímel que cae en el estruendo los aplausos. El último dance queda
interrupto. Bruscamente cortada la respiración, el motor del pecho es un
auto sport detenido en la costanera francesa. La boca entreabierta, apenas
rosada por el plumaje del ocaso, es un beso volando tras el lente que
nunca imprimió la última copia de Madonna, la última caricia de su
mejilla damasco, apoyada en el hombro salpicado de brillos que estrellan
su noche lunar. Desmadejada por dentro, la de cuerpo es tina sombra
minifalda como un flaco favor la contextura elástica de la diva. Nadie

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podría ser pareja de su dancing, girando sola más allá de nuestros ojos,
despidiéndose en el aeropuerto quemada por los flashes, divinizada por
tanta foto que la descalza en las poses, como muñeca mecano que se
reparte múltiple hasta el infinito. Nadie podría alcanzarla, bajando la
escalera en retirada al campanazo de la medianoche, esparciendo sus
tacoaltos en los peldaños de plata. Fugándose prisionera de la farsa,
huérfana de sí misma y huérfana de la Monroe, que irónica en el cartel
original, retorna a las dos Madonnas al barrio sucio. Quizás el único lugar
donde pudieron encontrarse, compartiendo un chicle, entonando alguna
canción, o intercambiando secretos de tinturas para el pelo.

15 julio 2011.

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