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Altura: el perdón
El autor considera que el descenso a las profundidades de la experiencia de la falta, bien se
designaría como imperdonable. Tal término no solo aplica a los crímenes, ni a sus actores, sino a su
vínculo más íntimo. La radicalidad de la culpabilidad se ha adherido a la condición humana, aunque
no haga parte de una originalidad, por lo que la hace imperdonable de hecho y de derecho. No se
puede arrancar sin destruir la existencia de esta misma condición. Así, siguiendo a Nicolai
Hatmann, lo cita: “‘No se puede quitar a nadie el ser-culpable de la mala acción, porque es
inseparable del culpable’” (Ricoeur, pág. 595). Se puede atenuar la falta, revelador de la
imputabilidad, se puede comprender al criminal, pero la mala acción no se puede borrar, no se
puede absolver.
Frente al vínculo indisoluble ya descrito, el reto inverso se proclama: “existe el perdón”. El
que exista quiere decir la altura o illeidad desde donde se anuncia el perdón. El autor lo caracteriza
como una voz de lo alto, silenciosa, cuyo discurso adecuado es el himno, el cual establece su
existencia como la del amor, el amor como miembro de su misma familia.
El himno es proclamado por el apóstol Pablo en su primera carta a los corintios. Su estructura
es la siguiente: el amor es considerado un don espiritual concedido por el Espíritu Santo. Su
introducción insiste en ambicionar los dones de este. Continua la letanía como todo lo que se puede
hacer y lograr con tales dones y con la gran excepción que nada de eso tendrá un valor si no tiene
amor. Este sentido negativo, anunciado como una carencia, ofrece la superación de los dones
espirituales, a fin de establecer un permanecer eterno de lo que es el amor. “La caridad no lleva
cuentas del mal, porque desciende al lugar de la acusación, la imputabilidad que lleva las cuentas
del sí mismo” (Ricoeur, pág. 596). Incluso, es más valiosa que la fe y la esperanza. El amor es esa
altura desde donde se sostiene el perdón. En efecto, la denominación del perdón es dirigirse,
siguiendo a Derrida, a lo imperdonable, incondicionalmente. Sin presuposiciones ni restricciones, ni
deberes, el perdón solo es.
Sin embargo, tal exigencia infinita encubre dos factores que, al hacer parte de un imperativo
supremo, se inscriben de hecho en una historia: la universalización de una herencia religiosa y la
escenificación. Del primer factor, y siguiendo a Derrida, el autor admite que el imperativo hace
parte de una cultura cuyo lenguaje pertenece a la herencia de Abraham en la cual se recogen el
judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Esta herencia en vías de universalización es singular en
tanto hace memoria abrahámica y tiene cierta interpretación del prójimo. De modo que el himno de
san Pablo hace parte de unos esquemas doctrinarios en la iglesia cristiana primitiva. La expansión
mundial del discurso cristiano, “plantea el gran problema de las relaciones entre lo fundamental y
los histórico para cualquier mensaje ético con pretensión universal” (Ricoeur, pág. 597). A pesar
de la posibilidad de solucionar tal problema como una discusión de la opinión pública que se
plantee aquellos supuestos universales, por lo que se puede apelar a una vigilancia semántica de la
discusión que soslaye la banalidad de los cuestionamientos; se interpone el segundo factor: cierto
teatro de confesiones y arrepentimientos en la escena geopolítica, advertida por Derrida. La
universalización de la herencia susodicha, se produce también por tal escenificación que causa una
recepción acrítica de su lenguaje. Ricoeur habla de un fenómeno de abuso: ante esos “simulacros”
políticos el deber de la memoria se reduce a una ceremonia hipócrita de parásitos invitados, aunque
el mismo autor y Derrida admitan la urgencia universal de la memoria. Esta situación lleva al
segundo exigir que los actos de memoria y de arrepentimiento superen esos ámbitos políticos y se
acojan en el margen de estos. Ello conlleva el problema de si lo simulado no solo se puede volver
auténtico, sino también institucionalizar. La actualidad de esta discusión se enmarca en los crímenes
contra la humanidad. Se vuelve al problema inicial de la posibilidad del perdón: su “naturaleza” es
huidiza, excepcional y extraordinaria.