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PALABRAS (o Nota) PRELIMINARES

Verba volant, scripta manent.


-Tabulario romano.

Dicen que lo mejor es enemigo de lo bueno, incluso de lo muy bueno. Esto resulta
especialmente cierto en el caso de la interesante obrita que el lector tiene delante, donde una
dedicación de más de veinte años plasmada en varias docenas de estudios, artículos y otras
colaboraciones sueltas diseminadas en numerosas revistas tanto nacionales como extranjeras
encuentra un reflejo quizá pobre, quizá demasiado grueso -como proyectado en grano gordo-, pero
en cualquier caso nunca inexacto ni desafortunado. Al menos así lo veo yo, la feliz comadrona de la
criatura; su autor, en cambio, como un padre responsable mas no por ello entusiasta, se reconoce
pudorosamente genitor, pero regatea duramente su condición de pater. No obstante, creo que lo
mejor -aquella obra articulística- debe aprender a coexistir con lo bueno e incluso con lo muy bueno
-este libro-, porque si no el mundo del pensamiento, de las bellas letras, del arte, y de la expresión
racional libre en general sería como un vasto erial en cuya insípida extensión, de cuando en cuando,
destaca una torre aguijada, un castillo majestuoso o un templete flamante, radiantes sin duda, pero
de un esplendor vacío por cuanto que su fulgor no irradia sobre nada y atesora celosamente su luz
para sí mismo. A Dios gracias, ya no habitamos un remolón e infatuado romanticismo ni un
exquisito y escrupuloso clasicismo, sino precisamente un avatar más del temperamento barroco,
como se defiende en algún lugar de estas páginas, y es privativo de la actitud barroca exhibir el
talento y la aplicación allí donde se manifiesten, sea en envolturas aparentemente exactas,
intachables, que encubren sin embargo una travesura de las proporciones, o sea en configuraciones
aparentemente ligeras, plásticas, que encierran no obstante una disposición rigurosa de las formas -y
si no es así y la reticencia asociada a la manía perfeccionista persisten, confiemos en que siempre
habrá un traidor Max Brod o un anónimo admirador del andamiaje poético de la excelsa Eneida
que, de grado o por fuerza, nos aseguren la posesión eviterna de las obras de un Kafka o de un
Virgilio, mutatis mutandi.
El lector descubrirá que el presente libro se cuenta entre la segunda de las categorías
mencionadas: se trata de la transcripción de una serie monográfica de conferencias de libre acceso
que para un público minoritario e informal ofreció el catedrático Quintín Racionero en los meses de
enero a mayo del año 1993. Lo que entonces fue alada palabra, comentario ajustado y exposición
directa hoy da lugar a un documento vivaz del estado de los estudios acerca del siglo barroco que
los años subsiguientes -puesto que la investigación de su autor ha seguido mientras tanto su curso-
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no han hecho sino venir a justificar con mayor fuerza. Poco ha sido lo que ha habido que retocar del
discurso original para hacer de él un texto fluido, ágil, accesible y útil para el estudiante tanto como
para el entendido, y en el que se contienen un buen número de tesis novedosas y no escasamente
significativas en lo que se refiere al análisis del entramado del pensamiento barroco mismo así
como de lo que desde aquellas controversias históricas nos afecta en el presente. Y en lo que toca a
la legitimidad más o menos heurística del formato mismo de la transcripción en filosofía (sin el cual
no hay que olvidar que la historia habría perdido nada menos que la obra de Aristóteles), nos
remitimos a lo que acerca de ello escribiera Roland Barthes en 1981:

"Hablarnos, las palabras quedan registradas, secretarias diligentes las escuchan, las
depuran, las transcriben, les ponen signos de puntuación y sacan un primer escrito que someten
a nuestra consideración para que lo depuremos de nuevo antes de entregarlo a la publicación,
al libro, a la eternidad. ¿No es acaso "El maquillaje del muerto" lo que acabamos de seguir?
Nosotros embalsamamos nuestra palabra, como una momia, para hacerla eterna. Pues es
menester ciertamente durar un poco más que la propia voz" (Prefacio a Le Grain de la Voix).

No es difícil adivinar que la sombra del Platón de la Carta VII acecha incuestionablemente bajo
estas líneas, así como resuena el eco del mito de Theuth y Thamus del Fedro, sin perjuicio de que el
propio Barthes reconozca finalmente la necesidad de “durar un poco más que la propia voz” -o, si la
inmortalidad, por efímera que realmente ésta sea, nos resulta un gesto demasiado afectado, cuando
menos aspirar a llegar un poco más lejos que la propia voz. Con este fin expreso, el de que las
palabras de aquellos meses, plásticas, ligeras, pero emanadas de una estructura unificada, densa y
meditada, fruto de una investigación larga y profunda, lleguen acaso un poco más lejos, damos
ahora a la publicación el siguiente estudio.

Óscar Sánchez, Madrid, 2003.

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ÍNDICE

I-¿Qué es el “Barroco”?.............................................................................................pág. 4

II- Escenarios del pensamiento barroco

El Concilio de Trento y la evolución de las ideas religiosas…….................pág. 10


El pensamiento político, I: la justificación del absolutismo………………..pág. 16
El pensamiento político, II: del iusnaturalismo al constitucionalismo……..pág. 20
La “Filosofía Nueva” de Galileo Galilei: desarrollo y problemas..…...……pág. 25
El movimiento científico en la segunda mitad del s. XVII………………...pág. 33
Ideales estéticos del Barroco………………………………………………..pág. 37

III- Los grandes pensadores

La obra de René Descartes………………………………………………….pág. 43


Reacciones al cartesianismo, I: Pascal y Port-Royal……………………….pág. 52
Reacciones al cartesianismo, II: Nicolás Malebranche……………………..pág. 55
Baruch Spinoza: la filosofía geométrica……………………………………pág. 62
El pensamiento de Thomas Hobbes y los inicios del empirismo en Inglaterra..p.69
(Apéndice al capítulo anterior: entre materialismo y librepensamiento)…...pág. 74
John Locke: conocimiento y política…………………………………….…pág. 76
G.W. Leibniz y el ideal enciclopédico del saber……………………………pág. 81

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I- ¿QUE ES “BARROCO”?

Las siguientes palabras expresan con bastante aproximación lo que entenderemos en general
por “Barroco” (en Historia general de las civilizaciones: los siglos XVI y XVII, Roland Mousnier,
publicada bajo la dirección de Maurice Croucet en 1959, Destinolibro 98):

“El Barroco consiste en un rasgo de sensibilidad, y en consecuencia de carácter, que se


encuentra en diversas épocas. En la personalidad humana corresponde a los momentos de
debilitación de tono, de depresión, en que decae la unidad del ser y el yo único es sustituido por
una fosforescencia del mismo. Entonces afluyen sucesivamente a la conciencia la multiplicidad
rica y desordenada del subconsciente, la masa de impulsos oscuros y el empuje multiforme de
todas las potencias vitales. El Barroco posee, en consecuencia, el gusto de la libertad y el
desdén por las reglas, la medida y la circunspección. Es irracional y contradictorio. No sabe lo
que quiere, pero desea, al mismo tiempo, el pro y el contra. En sí mismo encierra oposiciones y
posee multiplicidad de intenciones. En un ángel barroco que en Salamanca corona la reja de un
templo, el antebrazo se eleva como para enarbolar un objeto, mientras que la mano desciende
como si quisiera colocarlo en el suelo: hay dos direcciones opuestas en un mismo miembro, un
dualismo intencional. Es frecuente que El Greco dé a la misma pierna de un Cristo dos
direcciones divergentes. El espíritu se encuentra en un estado de ruptura interior y se burla de
las exigencias del principio de contradicción; las columnas le salen torcidas.
El Barroco posee el gusto del misterio y de lo sobrenatural, de lo emotivo y de lo pasional,
de los encantos de la naturaleza y del folklore. Busca la comunión de las fuerzas de profundas
del universo, y se abandona ante esa potencia, a la que venera. El Barroco es cósmico,
panteísta, y en prosecución del impulso vital de la naturaleza, dinámico, tumultuoso, ondulante,
enfático y, al mismo tiempo, desbordante, lujuriante y prolífico. El Barroco sacrifica el orden a
la sensación, la eternidad a la intensidad".

Bella -aunque ciertamente algo exagerada-, definición del Barroco, entenderemos aquí por éste
una crisis recurrente del espíritu humano que toma cuerpo en el hecho de que se pierde la dirección
de los fenómenos históricos, el hombre se siente perdido y, en consecuencia, desea impulsivamente
todo lo que esta a su mano. Justamente cuando cae ese centro protector en que consiste la tendencia
unidireccional del pensamiento, cuando las instancias de la razón capaces de sobreponerse a
cualquier desconcierto flojean, cuando, por ejemplo, desaparecen las ideologías religiosas que
aseguran la tranquilidad de la conciencia o decaen aquellos criterios estimativos del gusto que hacen
que exista un modelo estético definido, cuando esta quiebra generalizada se produce el resultado es
una explosión de perspectivas, un deseo del todo y de todo que constituye justamente la definición
mas adecuada del Barroco. Ha sucedido en periodos diversos de la historia europea, incluso de la

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cultura humana en general, hasta puede llegar a decirse que es la pulsión estrictamente opuesta a la
clásica, de modo que hay generaciones clasicistas que ven en el orden y la armonía los criterios
necesarios para el desarrollo de su potencialidad histórica, y generaciones que, en cambio, se
sienten perdidas, carentes de este criterio orientador. Como regla general, podemos decir que allí
donde decae la energía clásica se crean, brotan pensamientos, literaturas, artes específicas a las
cuales podemos llamar propiamente barrocas.

También en nuestro tiempo se da el desconcierto y la falta de criterio, por ello no es gratuito


aventurar que la contemporaneidad exhibe los síntomas de una cultura barroquizante. Por lo pronto
han sucumbido los criterios de una ciencia unificada a partir de los años '60 del s. XX (nadie
defiende en la actualidad una unidad de la razón suficientemente poderosa como para poder dar
cuenta de todos los fenómenos y lenguajes que aparecen en el propio interior de las ciencias;
consecuentemente con esto, la epistemología ha dejado de ser una lógica en el contexto de la
justificación para convertirse cada vez más en una retórica: hoy se sabe que la investigación lo que
propone son estrategias de persuasión en relación a la naturaleza –se la pide que se comporte de
determinada manera en circunstancias concretas que pone el laboratorio-, y en la relación también
con la comunicación intercientífica -estrategias que son tanto mas persuasivas cuanto mas útiles y
comprehensivas en un contexto social dado, indiferentemente de su lógica justificativa); las
ideologías, tanto de las filosofías de la historia aplicadas que han fracasado de hecho en su praxis
social y política como de cualquiera capaz de explicar y organizar racionalmente el devenir
humano, la idea misma de esta racionalidad, podemos ya certificar que se ha derrumbado -no
digamos pues las ideologías mas débiles desde el punto de vista moderno: las religiosas o las
fundamentaciones potentes de la moral. También nuestra época en estos últimos veinticinco años –y
sobre todo en los diez últimos-, ha devenido una época donde parecen predominar cada vez más los
impulsos barrocos, y por el hecho de que ya hoy no existen asideros racionales suficientemente
poderosos, justamente por este mismo hecho todas las libertades de pensamiento, gusto y ética
vuelven a estar disponibles en nuestras manos. Igual sucedió en el Barroco histórico: fue una época
de gran creatividad, parecía que todo se hacia repentinamente posible, y, de hecho, esta época ha
recibido también el nombre del "siglo del genio".
En efecto, el genio habitó en la cultura del diecisiete, hasta el punto de que prácticamente no ha
habido periodo semejante cualitativamente hablando -cuantitativamente el s. XX, desde luego-
donde se pusiesen sobre el tapete histórico tal cantidad de atinadas e importantísimas respuestas
preñadas de consecuencias para la historia ulterior como en este siglo singular. Una eclosión
extraordinaria de genialidad que suele darse con más facilidad en este tipo de épocas disueltas que
en aquellas tendencialmente compositivas donde el orden y la armonía predominan necesariamente
sobre el genio individual y las respuestas particulares.
Pero tales coyunturas no surgen ex nihilo y tampoco quedan sin consecuencias. En particular,
en el s. XVII toda la legalidad medieval termina por quebrantarse y con él todo el sistema de
certidumbres y justificaciones del paradigma antiguo de cuyo entramado ha vivido la cultura
occidental desde Grecia salta hechos añicos y entre los desgarrones de esta crisis surge algo nuevo:
eso que hemos aprendido a llamar la modernidad, el modelo práctico-teórico en que estamos
habitando, pensando y viviendo. Nuestro actual barroquismo lo es de este modelo surgido de una
confusión semejante, de una disolución todavía mayor: la que afecta al clasicismo de la Ilustración
y sus ideales. Por qué la modernidad ha sido lo que de hecho ha sido se debe investigar contra toda
idea determinista de la historia en una concepción profundamente contingente de ésta: no ha habido,
en efecto, ninguna necesidad inmanente ni de problemas ni de respuestas en el nacimiento de la
modernidad y de la orientación que concretamente tomó, había sin duda otras direcciones posibles y

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conviene averiguar entonces los condicionantes históricos de la ocurrida, de la determinada y
efectiva, esta que ha hecho que habitemos en un cierto mundo y no en otro, un mundo que, por
ejemplo, considera que la producción es una pulsión moral mucho más importante y prioritaria que
la contemplación, o que considera que el modelo del conocimiento epistémico es más valido bajo la
formulación del mecanicismo que bajo otros modelos posibles (como puede ser, sin ir más lejos, el
taxonómico), que en muchas otras culturas se consideran paradigmas específicos del saber. Una
averiguación de este tipo permite una investigación no sólo genética -como piensa erróneamente, a
nuestro juicio, Michel Foucault-, sino fundamentalmente causal.

En este espíritu, un rápido repaso por los rasgos históricos generales del siglo Barroco nos
señala que si, olvidando tensiones internas, consideramos que en la Edad Media la ortodoxia
cristiana consiguió una cierta estabilidad normativa tanto teórica como práctica, llamaremos
entonces Renacimiento a la explosión multidireccional de los elementos de este paradigma estable
en el comienzo de una crisis que culmina y toma conciencia de sí misma ya en el s. XVII. El
Barroco se caracteriza porque prolonga los elementos disolventes del renacimiento y además toma
conciencia de éstos y de la crisis misma. En el renacimiento, en efecto, hay muy poca conciencia de
crisis: los renacentistas son muy jóvenes (la curva demográfica se dispara en las primeras
generaciones), y mueren jóvenes, lo que hace del Renacimiento una típica cultura de adolescentes.
La reforma, por tanto, es el verdadero gozne que distingue una época de otra, y, en realidad, la
autoconciencia de la reforma tiene lugar más bien en aquellos elementos que ya se pueden
considerar propiamente barrocos. Por establecer algunas fechas, digamos que esta crisis
generalizada podría establecerse entre 1567 –donde se cierra el Concilio de Trento y se inicia la
modernidad católica-, y 1619/20 –años del comienzo de la guerra de los 30 años-. Entre estos años
se agota el renacimiento y se produce una crisis de profundidades desconocidas hasta la fecha para
la Europa del momento –ya que los europeos de la época desconocen en gran medida las
circunstancias y el impacto del final del imperio romano, con que carecen enteramente de punto de
referencia alguno de comparación en tales escalas. La proporción, intensidad y globalidad de la
crisis se muestra mejor que de ninguna otra manera anticipando unas cuantas calas históricas
diferenciadas –en sucesivos capítulos se analizaran algunas de ellas con mayor profundidad-, en las
que nos topamos con las siguientes crisis parciales:

-En el plano económico se produce un estancamiento de la productividad europea, que, sin


embargo, al principio del Renacimiento había ascendido gracias al auge de la potencia de las
monarquías (se pusieron en marcha planes de aplicación de mayor número de tierras) y a la reforma
protestante, que arranca de la mano muerta de los monasterios gran cantidad de tierra que pone en
producción inmediatamente. También el comercio había multiplicado por mil las tasas o valores de
la edad media, sobre todo gracias a la llegada de la plata americana que, a partir del primer tercio de
s. XVI, empieza a ser regular y fabulosa: a partir de 1525 lo que hace verdaderamente grande a
Carlos V es la remesa americana que le facilita las guerras y mantiene verdaderamente el imperio.
Pero después, en el último tercio del s. XVI, las tierras están extenuadas y los recursos escasean, a
consecuencia de lo cual tiene lugar una fuerte retracción en la producción agrícola que se suma con
una quiebra en la entrada del dinero y con la tremenda inflación generada por el mucho capital
anterior. Todo esto se salda con deflacciones muy fuertes que arruinan a grandes masas de
población; las propias monarquías tienen muchos problemas para hacerse con riqueza y acuden a
rebajar el valor de la moneda, la devalúan incontroladamente y con ello pierden el crédito con los
banqueros que pudieran hacerles prestamos -el mismo Felipe II tuvo sucesivas bancarrotas, Felipe
III tuvo dos, y el Conde-Duque de Olivares aplicó sistemáticamente la falta de pago bajo Felipe IV;

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en Francia, Luís XIII y Luís IV, en sus primeros años, hacen lo mismo. En este estado de cosas la
sensación europea es de pobreza generalizada con relación a los años anteriores, algo que además
no son capaces de explicarse a sí mismos los europeos pues no existe todavía una ciencia
económica mínimamente sólida –ni tan siquiera pueden echar mano de la estadística, que fue
inventada por Leibniz en 1686. A la crisis se añade, pues, la perplejidad acerca de la crisis, y ésta
fue tal que, en cierto momento, se hizo una solicitud de opiniones (el consejo de Castilla bajo Felipe
IV) donde todo ser inteligente del reino aportó una solución que, desde la perspectiva actual, se
muestran en conjunto como una amalgama de disparates carentes de método.
Al mismo tiempo todo el mediterráneo sufre un estancamiento demográfico que hace que la
población sea escasa y progresivamente avejente mientras que en el centro de Europa (en Alemania,
en la zona oeste de Francia y en la central de Inglaterra), el crecimiento demográfico es intensísimo.
Este hecho incumple una de las normas que generalmente han definido a un hinterland cultural
uniforme como es en este caso Europa, y es que exceptuando la Siberia, cuando sube o baja la curva
demográfica lo hace uniformemente en todos los países que lo componen. Aún hoy se carece de una
explicación racional para la excepción que supone este periodo, pero lo que sí que es
incuestionablemente cierto es que allí donde la presión demográfica es muy fuerte las condiciones
del hombre también son duras, lo que sumado a la depresión económica hace a los escenarios
centroeuropeos proclives a los movimientos revolucionarios. Así mismo, la inestabilidad de los
precios hace perder la conciencia de valor de las cosas y se producen grandes gastos suntuarios
enteramente superfluos y una tendencia a quitarse dinero de las manos con rapidez. Una situación
en la que coincide la sensación generalizada de pobreza con el momento más fastuoso de las clases
poderosas hacendadas, lo cual –la violencia de este contraste-, acrecienta las pulsiones
revolucionarias y genera algo todavía más importante: una literatura de la decepción donde se toma
conciencia por primera vez de la lucha de clases y de la injusticia de las diferencias sociales.

-En el plano social recordemos que el modelo financiero del renacimiento es el de la


concentración de la banca en unos centros específicos de Europa que están vinculados a dos grupos
de personas: los judíos del ámbito mediterráneo occidental (Toledo y Lisboa), y las grandes familias
del comercio oriental en el norte de Italia. En el Barroco este modelo financiero conoce una sangría
tal por la presión económica de las monarquías del s. XVII que ellas mismas juegan al deterioro
continuo de la moneda: como saben que los reyes no pagan nunca les pagan menos de lo que ellos
piden, y se inicia así un proceso que se salda con continuas depreciaciones de la moneda. Al
depreciarse la moneda la ruina total está a la orden del día, cada vez es como si se tuviese menos
riqueza con el mismo dinero y sólo los muy ricos se salvan relativamente de la quema. Apenas hay
que decir que la depreciación tiene un coste social fortísimo. No en vano el s. XVII es el siglo de las
revoluciones sociales: Cromwell en Inglaterra; sucesivas revoluciones del campesinado en
Alemania; profundas revoluciones en Francia que llevaran a la creación de las cortes soberanas (a
punto están de tumbar la monarquía estas revoluciones en el s.XVII en vez de en el s.XVIII), y que
crearon insólitas alianzas entre nobleza y campesinado contra el rey en los movimientos de la
fronda; la revolución del 48 en España donde se disuelven las coronas de Aragón y Portugal cuya
base es social….Por si esto fuera poco, a todo ello viene a unirse una crisis más, de orden político.

-En el plano político, en efecto, la crisis se tenderá a resolver mediante la gestión a favor del
absolutismo u, opuestamente, mediante movimientos revolucionarios que pretenden una distinta
correlación estado-individuo a favor de este último, el individuo. Lo que está en juego es la decisión
acerca del importante tema teológico del libre albedrío: es sabido que los protestantes lo niegan
negando con ello la capacidad del hombre para resolver la propia salvación, y precisamente porque

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es imposible ganar el cielo por méritos propios, a partir de ese momento el individuo puede ganar la
tierra y se concibe y desarrolla entonces la política liberal; en el ámbito católico, por el contrario,
allí donde se cree en la libertad de ganarse la salvación con las obras, la tierra sigue siendo un valle
de lágrimas, lugar de paso donde es necesario un fuerte poder controlador.

-En el plano religioso e ideológico acontece una situación auténticamente dramática para el
espíritu, definida por la circunstancia perturbadora de que, por primera vez en muchos siglos, el
hombre europeo ya no sabe realmente que creer. En el Concilio de Trento se potencian las
ideologías católicas, y las protestantes se fragmentan en el s. XVII, pero en el seno de ellas surgen
fuertes dudas sobre la religión misma y sobre la tolerancia. El Barroco lleva consigo desde sus
orígenes mismos un fuerte escepticismo en sus premisas. La cabeza más manierista de todas, la más
próxima al Barroco desde el Renacimiento, William Shakespeare, ya propone los ejemplos de esta
inseguridad en una comedia donde, al final, el protagonista ya no sabe si es príncipe o mendigo.
Avanzado el siglo esta comedia se convierte en tragedia en La vida es sueño de Calderón de la
Barca. No por azar Descartes comienza su obra con la duda, señal no pequeña del clima inseguro de
una época que buscara avidamente métodos seguros, discriminativos entre aquello que en lo que
decididamente se puede confiar y aquello en que no.

-En el plano estético se suele especular mejor que en cualquier otro ámbito el tiempo que la
produce y las pulsiones conscientes o inconscientes que le subyacen. En el Barroco los géneros
creados en el renacimiento empiezan a no dar más de sí, en este momento el arte se explora y
trastorna a sí mismo desde el interior y surge el manierismo. Ya Miguel Ángel es, de los clásicos, el
menos clásico de todos ellos: es el artista que había retorcido los cuerpos, violentado las
perspectivas, puesto mayor tortura y apasionamiento en las formas clásicas. El manierismo busca y
violenta más aun para liberarse de los cánones que determina la clasicidad. El transito, sin embargo,
no es abrupto: en arquitectura, por ejemplo, cuando Vignola en 1568 construye la iglesia del Jesu
para los jesuitas, provocando con ello el modelo Barroco por excelencia, en el fondo no ha hecho
más que, con respecto a las grandes iglesias renacentistas de la generación precedente, una
presentación distinta del espacio (de manera que abunden los claroscuros, las sombras, las
sugerencias de tortura interior…), pero sin hacer la menor innovación técnica. Esto demuestra que
se investiga y rompe dentro de los propios modelos renacentistas pero sin proponer otros nuevos. El
Barroco, sobre todo en su primera mitad, la de la crisis crónica, es un siglo fundamentalmente
español e italiano. Es el siglo de ruptura final de la larga decadencia del paradigma de la Edad
Media, y dura hasta que se decantan las soluciones deseadas a la crisis y se instaura el nuevo
paradigma estable: la Ilustración -con sus ramificaciones estéticas: rococó, neoclasicismo, etc.

Se puede fechar este nuevo comienzo en la paz de Utrecht de 1716, cuando la Sociedad Real
dictamina que el método científico es el de Isaac Newton, cuando finaliza la guerra de sucesión
española y cuando en términos generales vuelve a reinar la bonanza económica. La agudización de
la crisis, por su parte, podría situarse en la guerra de los treinta años, sobre todo en la paz de
Westfalia como vértice de la inestabilidad. A partir de entonces, se da el lento ascenso de la
generación de un nuevo paradigma: la modernidad. La guerra de los treinta años nació de manera
imprevisible, y se convirtió en una guerra absurda que nadie gana ni pierde y donde se entierran
dinero y hombres en un sentimiento de infortunio y caos que caracteriza al Barroco y hace de esta
guerra la perfecta metáfora de este espíritu y sensibilidad característicos. Cerramos esta
presentación con dos datos anecdóticos mas suficientemente significativos de las transformaciones
a que da lugar el paso de este siglo convulso:

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1) El mismo año que finaliza el Concilio de Trento, Felipe II escribe al Papa comunicándole
que si desea la recuperación de Inglaterra deberá mandar no a los jesuitas, sino gran cantidad de
alimentos porque Inglaterra es un país sumamente pobre y atrasado. No obstante, ya en la paz de
Westfalia encontramos a Inglaterra como una nación poderosa, que ha superado con creces su
estado anterior y que sale muy beneficiada con esta paz.

2) Los campesinos franceses venían a España a inicios del s. XVII a trabajar en los viñedos
peninsulares, pues así obtenían mejores salarios que en su país. Ya en el s. XVIII la situación es
exactamente la inversa: son los españoles los que acuden a emplearse en los viñedos franceses.

Europa no será la misma tras el Barroco y sus repercusiones alteraran para siempre todos los
ámbitos históricos. Veamos primero con mayor detenimiento cada uno de los escenarios
problemáticos del siglo a fin de abordar después la consideración de los hitos principales de la
filosofía barroca, pero no sin antes establecer una cautela metodológica. Es mi convicción personal
de historiador de la filosofía –justificada en otros lugares-, que las historias de la filosofía al uso que
seleccionan a los grandes pensadores y nos cuentan lo que opinan sobre esto y lo otro,
posicionándose acerca de problemas presuntamente eternos tanto del universo como de la condición
humana en general, están radicalmente equivocadas, son mixtificaciones conscientes o
inconscientes de un pasado enormemente más complejo y variado y, sobre todo, deudor en cada
caso de un contexto histórico determinado en cuyo horizonte cobran verdadero sentido las
respuestas de los filósofos. El pensamiento, en efecto, nunca se produce en una cámara ajena al
universo y al mundo, como tampoco se produce muchas veces por motivaciones políticas o
abstractas despegadas de toda circunstancia o condicionamiento histórico y material, sino todo lo
contrario: se piensa como decimos en el contexto de los horizontes que es dado pensar, y estos
contextos vienen dados por muchos motivos, algunos de largo vuelo y otros completamente locales
y ceñidos a las circunstancias de cada momento. El pensamiento del Barroco no consiste en hablar
de sus grandes pensadores solamente, sino que consiste en un conjunto infinitamente más vasto de
verdaderos hechos, acontecimientos del pensar que comportan problemas a veces muy importantes
y a veces no tanto, pero que, en todo caso, configuran el horizonte de alcance concreto del pensar.
Por tanto, si se quiere entender la filosofía de los grandes pensadores al margen de los escenarios
donde se desarrolla, este propósito se convierte en una tarea inconcebible. Si se pierde de vista la
génesis del pensamiento entonces se tiende a creer que los pensadores son una especie de
alquimistas del cerebro o de las ideas al margen de una historia que es irrelevante y que no existe
para estas ideas. Asimismo, si se sostiene una teoría de la necesidad de la historia, de la
inexorabilidad de los hechos humanos, pues entonces se cree poder reconstruir el pensamiento de
un autor ateniéndose exclusivamente a dicha alquimia de las ideas o a la historia de esos problemas
substantivos como tales. Nada parece tan falso: en realidad, cuando un Descartes discute, por
ejemplo, sobre la conexión alma-cuerpo, subyace detrás toda una serie de discusiones de carácter
teológico, empírico, político, etc., sin las cuales carece de sentido o parece gratuita esta tesis de
Descartes. Por lo tanto, para estudiar la filosofía y los filósofos del barroco tenemos que adentrarnos
primero en el conjunto de problemas que los filósofos tuvieron delante como los problemas en los
que vivían y a los cuales tuvieron que dar respuestas y bajo los cuales cobra únicamente sentido su
pensamiento. Esto obliga a analizar uno a uno los escenarios ideológicos donde, en efecto, se
generan, se gestionan las ideas, las creencias, y las ideologías de un tiempo histórico.

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II-ESCENARIOS DEL PENSAMIENTO BARROCO.

El concilio de Trento y la evolución de las ideas religiosas

Pertenece esencialmente al barroco que estos escenarios históricos se conviertan en


extremadamente complejos, probablemente nunca más en la historia se han multiplicado tanto las
instancias problemáticas o conflictivas frente a las cuales el pensador tiene que pronunciarse y por
las cuales se genera en muchas ocasiones su pensamiento. Con la que se trata ahora no es la más
compleja y difractada de todas ellas, pero lo es en modo considerable: se trata del pensamiento
religioso. En cierto modo, podría decirse que el pensamiento religioso es para el barroco su
constituyente principal, su elemento más característico. Porque si hablamos del barroco como de un
periodo de conflicto, el conflicto fundamental que atormenta al s.XVII es sin duda el religioso.
Desde el punto de vista de la evolución de las ideas religiosas propias del barroco, hay que decir
que esta centuria no es más que una consecuencia de las tensiones enormes que se han producido
con la ruptura de la unidad del cristianismo. Y este dato es completamente decisivo: si hay un hecho
que ha disuelto la legitimidad de los paradigmas del pensamiento y de las creencias del hombre
europeo y sobre el que haya que bascular o poner el peso central de la aparición de la modernidad,
ese es el estallido de la crisis religiosa, que pone en marcha la contienda histórica, de incalculables
consecuencias, entre la reforma y contrarreforma.

De todos modos, antes hay que decir que el periodo del barroco se inicia justamente con un
periodo de recomposición de la crisis que la reforma ha producido en el renacimiento. Los
antecedentes, brevemente, han sido: tras el estallido de la reforma, la separación de las provincias
del norte que fundamentalmente ha tenido tres centros característicos: el primero y más importante
Alemania, que va a ser el epicentro de la crisis a la vez que el gran laboratorio de ideas; segundo, el
escenario plural calvinista, es decir, la radicalización dogmática de la reforma que se ampara
fundamentalmente en la comunidad suiza de Ginebra y en los Países Bajos; tercero, el más relajado:
el mundo anglosajón. En efecto, la reforma en Inglaterra toma la forma peculiar del anglicanismo,
variante religiosa relajada del catolicismo con el mismo conjunto básico de creencias que lo único
que supone de distinto respecto de aquel es una ruptura con la legalidad papal, ya que, por lo demás,
a la hora de la verdad, los reyes ingleses que asumen a partir de este momento la investidura de
jefes de la Iglesia tienen mucho cuidado en mantener intacto el espacio eclesiástico, en devolver las
tierras a los monasterios, en eliminar los efectos sociales más revolucionarios de la reforma y, en
definitiva, no cambiar demasiado la sustancia ideológica y litúrgica de las creencias –por ejemplo,
al contrario que los países alineados al protestantismo, se mantienen íntegros todos los sacramentos.
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El escenario inglés es, pues, hasta el puritanismo del s.XVII que traiga el calvinismo a las islas,
poco importante a los efectos teóricos de la reforma; los otros dos, en cambio, son importantísimos.
Traigamos a la memoria una breve historia de estos dos grandes núcleos alemán y suizo: en 1548,
Carlos V da arranque a la dieta de Augsburgo, que es una solución imperial para detener el empuje
de la reforma y concederle, al mismo tiempo, un cierto statu jurídico. La intención de Carlos V es
lograr la unidad de la Iglesia y para ello se hacen concesiones –han sido muy malinterpretadas
posteriormente por los protestantes- a los reformistas para que acudan al concilio de Trento. En la
dieta de Augsburgo se propone una situación provisional entretanto se reúne la iglesia universal;
pero dado que en la dieta se reconoce como un hecho la existencia de la reforma, queda establecido
un principio decisivo para lo que serán después las guerras del s.XVII, que es el principio de que los
súbditos pertenecen a la religión a la que esta adscrito el monarca. Y se impone también un segundo
criterio para evitar los problemas de conciencia: el criterio de la tolerancia religiosa para los
súbditos de un estado que no sean de aquella religión. Esta solución da lugar a un primer intento por
parte del protestantismo, que repentinamente se ve una suerte de legalidad, para determinar un
cuerpo dogmático de la iglesia protestante. La confesión protestante se conoce como la confesión de
Augsburgo o como el interín de Leipzig de diciembre de 1548, y a partir de entonces se puede
hablar de una ya definida religión protestante. Esto en lo que concierne a Alemania; por lo que toca
al lado suizo la confesión calvinista es una manera extremada entender el protestantismo y no
acepta la solución de Augsburgo, manteniendo una tendencia confesional susceptible a la
conversión del pueblo en una postura mucho más agresiva. No obstante, también para los
calvinistas, en 1598, se llega a una composición de su doctrina dogmática que toma como motivo
fundamental las Instituciones de la religión cristiana de Juan Calvino, y que adopta la forma de una
confesio –declaración dogmática y canónica- de lo que es y va a ser en adelante la fe calvinista. El
concilio de Trento había comenzado con un afán muy universalista que pretendía acabar con la
división –entendida como pasajera- de la cristiandad, pero el cierre de los trabajos en 1567 se
decanta ya claramente hacia una formula intransigente para el protestantismo en forma de una
definición de la fe católica que aun en la actualidad sigue esencialmente vigente.

La situación previa al Barroco es, por tanto, que a finales del s.XVI se ha establecido, no una
paz religiosa, pero si al menos una composición de los espacios de la religión dominada por los
principios de la religión del estado y la tolerancia religiosa. Los intentos de llegar a soluciones
definidas de confesiones que conviven entre sí esconden diferencias muy substantivas de lo que
significa el hombre, la naturaleza y la política. Y esta es la cuestión crucial: bajo el respecto
religioso subyace una lucha ideológica de la que van a depender en grandísima medida las
concepciones modernas. Ser católico o ser protestante significa concebir el estado, la política, la
historia y la propia condición humana de maneras radicalmente distintas. Y es evidente que resulta
imposible en una civilización la coexistencia de dos entidades tan completamente dispares. En
consecuencia, lo que está en juego en el barroco ya no es solamente la religión, sino también
concepciones totalmente distintas de unos constructos culturales y existenciales en que al hombre le
va la vida. Tres son los grandes índices problemáticos que se dirimen en esta pugna: la concepción
que vayamos a tener del hombre, de la historia y de la política o legitimidad del poder. De hecho, si
se estudian con cuidado los textos de Martín Lutero se descubre enseguida que la génesis de la
reforma ha estado vinculada a una concepción determinada: de lo que se piensa del hombre depende
incluso lo que se piensa de Dios. Así, cuando Lutero inicia la exégesis a la epístola de los romanos
se encuentra con una distinción de San Pablo según la cual la ley es condenada y la gracia queda
como la única fuente de salvación. De ello, Lutero interpreta que las obras, de las que depende la
moralidad en el sentido medieval, son las que corresponden a la ley paulina, y de esta manera todo

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lo que corresponde a una moral de las obras es fuente segura de perdición. Por el contrario, la gracia
no es más que un regalo divino que engendra una relación de amor amistoso o agradecido, y es de
ésta de donde procede la salvación. Esto ya lo había dicho San Agustín en otros términos mediante
la máxima “Ama y haz lo que quieras”, pero el alcance antropológico que le aporta Lutero es lo
verdaderamente importante aquí. Pues, en efecto, si, según Lutero, al margen de la gracia no hay
salvación, y si las obras, que es lo que está en manos de los hombres hacer, de nada sirven en orden
a conseguir la salvación, entonces la consecuencia inevitable es que la criatura humana poco esta
irremisiblemente perdida. En estas coordenadas, el luteranismo nace con una autodefinición
profundamente pesimista: el hombre es un ser irremediablemente bajo, envilecido, caído, que poco
o nada vale por sí mismo desde la perspectiva divina.
Lutero, que es un monje agustino radicalizado, argumenta que esta caída procede del pecado
original e implica que la naturaleza humana ha quedado desde entonces corrompida en un sentido
intensamente ontológico, de modo que es la positividad del mal el elemento que define más
hondamente la naturaleza humana. La moral que pretende que el hombre, esa criatura
completamente corrompida, pueda salvarse por sus obras, y, por tanto, de alguna manera por y
desde sí mismo, es detestable y peca de soberbia –esa moral es, claro está, la inherente a la visión
católica ortodoxa. Porque sólo Dios salva o condena a su voluntad, sin permitir que sobre esta
voluntad soberana influya el sentido de conducta alguna del creyente, de ahí que el hombre está
irremisiblemente en sus manos en una relación de extrema dependencia teológica que, sin embargo
no se traduce en asistencia ontológica por parte de Dios a su criatura: la orfandad y soledad de ésta
sobre la faz de la tierra es completa y definitiva. El hombre es, en resumidas cuentas, para el
luteranismo, un ser abandonado, y no existe ni puede existir un magisterio que marque un camino
que saque al ser humano de su maldad constitutiva: el ser humano es en sí mismo despreciable y
miserable. Y como no hay magisterio las obras de los hombres ante los ojos de Dios no valen nada,
son actos erráticos en los que nada se juega ni se decide, y que no pueden alterar un punto el
designio de Dios. Como se sabe, las consecuencias morales de esta doctrina son muchas: Lutero
establece que la salvación es solo cuestión de predestinación divina, que el hombre, por tanto, ni
merece ni posee libertad teológica o liber arbitrio, y que tan siquiera una fe firme garantiza
demasiado en lo que se refiere al destino escatológico del hombre. Algunos protestantes intentaron
suavizar esta posición y conceder algo de bondad a los actos humanos, y esto es lo que los va a
distanciar definitivamente del calvinismo, que se caracteriza por mantener intacta e inamovible esta
posición de la predestinación en un sentido fuerte. Lo único que, en último término, le cabe esperar
al hombre para los calvinistas es ofrecer signos de salvación: mantener una vida conforme a los
dictados divinos es un signo de estar entre los elegidos, pero no una seguridad ni una garantía. La
salvación no es consecuencia de esa forma de vida –Dios no se obliga a nada-, sino que es ésta
quizá solo un signo de aquella. Así, entre el mundo de los hombres y Dios se abre un abismo
insalvable, debido al cual Dios no comunica sino excepcionalmente sus designios, y el mundo se
rige por sí solo. Los designios divinos no pertenecen a la inmanencia del mundo, en éste todo se
resuelve por su propia iniciativa -ahí todo le corresponde al hombre, nada interesa desde el punto de
vista teológico. Lo que puede llegar a ser las paradojas de la historia se muestra en que, a pesar de la
extrema humillación que alcanza la criatura humana en la concepción antropológica luterana, es
justamente a partir de este cristianismo del rechazo desde donde nace el liberalismo, puesto que la
radical separación mundo/Dios otorga toda la iniciativa a los hombres en este mundo, y así, todo lo
que hacen no tiene efectivamente un correlato teológico, pero sí, en cambio, uno civil y político.
Cuando se ha negado la libertad teológica se ha encontrado lugar para la libertad individual en este
mundo, de suerte que al máximo pesimismo antropológico corresponde la posibilidad de la
construcción de un mundo enteramente humano. Cada hombre es un individuo ruin, perdido, caído,

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pero por eso mismo llamado a construir su propio mundo, y precisamente en la construcción recta y
prospera de ese mundo es donde están los signos de la bienaventuranza. En el protestantismo está el
origen del espíritu del liberalismo y del espíritu de la acción productiva libre, o sea, del capitalismo.

Es completamente falso que, en comparación, el catolicismo se haya quedado en la Edad Media


–estas son, naturalmente, visiones de protestantes. El catolicismo contrarreformista creó por
contraste una moralidad totalmente compacta de la que hay infinitos testimonios, pero que además
tiene un indicador magistral: la instauración del jesuitismo. Analizando a los humanistas cristianos
como Erasmo de Rótterdam o Tomás Moro, nos encontramos que el conjunto de sus ideas es el
converso del protestante. Finalmente, el concilio de Trento define con exactitud que la salvación es
propia de la unión de la gracia y de las obras, y que el hombre es capaz de salvarse y para ello está
llamado a reconocer las leyes morales de la fe cristiana y las tradiciones. Frente al hombre caído
protestante, el catolicismo propone una ilusión que libera al hombre de sus preocupaciones, que le
obliga a prodigar los bienes y a confundirse “en un mismo ágape con los amigos y los enemigos” –
palabras de Erasmo reproducidas por San Ignacio de Loyola. Para el catolicismo, por tanto, las
obras si que intervienen, y al intervenir las obras, como éstas tienen que hacer referencia a un
mundo de normas que asocie a los individuos en una empresa común, se produce una liberación que
pasa por la pertenencia a la comunidad. El hombre católico es capaz por actos de su voluntad de
salvarse o de condenarse, tiene efectivamente libertad teológica, pero lo es para atenerse a las
reglas, a los cánones en los que el hombre es convocado a participar en una comunidad única. Esta
apuesta por el liber arbitrio obliga a afirmar en términos fuertes la comunidad, el principio de
legalidad en este mundo frente a la libertad individual, contra el espíritu de producción libre la
afirmación de aquellos elementos que han puesto límites a esta productividad: la limosna, las obras
de caridad, etc. La propia caída, el pecado, es entendida como una debilidad del hombre pero no
como un hecho irremediable. Para el catolicismo, la imagen de un Cristo redentor se hace
enormemente importante, dado que la redención es algo que se hace continuamente a lo largo de la
historia. Lo que a ello añade San Ignacio de Loyola es que esa redención permanente es una
redención que tiene lugar a través de la humanidad entera, y en este sentido es debido a él que se
produce la gran tesis defendida por Trento en 1540: “La salvación por la fe socava toda moral”.
Quien solo se limita a creer no por ello es bueno, para ello hay que hacer algo más: hay que actuar.
Ahora bien, ello no oculta ni debe disimular las verdaderas razones del problema: el libre albedrío
expresa y garantiza la existencia de un orden superior de obligaciones que lo son de la comunidad y
en las cuales el individuo desaparece. Se es, así, miembro de la iglesia en cuanto que se es miembro
de una comunidad de normas; se es bueno en cuanto que se vive conforme a esas normas. Los
elementos de vida personal desaparecen a favor de vidas normativizadas, de vidas establecidas
conforme a la vida de la moral común. Corresponde al fondo profundo del espíritu católico la frase:
“Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mi”. El catolicismo concluye con una drástica disminución
del concepto de libertad individual: aquel que ahora dice “yo quiero ser libre individualmente” esta
diciendo al mismo tiempo “yo no quiero servir a las reglas morales”. La libertad individual es
entendida, así, como una apelación al libertinaje, a la suspensión caprichosa e irresponsable de la
moralidad. El optimismo antropológico católico, en fin, se transforma por estas vías en un
optimismo de la comunidad. (La polémica del libre albedrío ocupa todo el s.XVI, pero es
infinitamente más vasta y va a tener sus grandes momentos en el s.XVII. Cuando un s.XVII que
haya ya secularizado en parte esta polémica, se pregunte sobre la esencia de la libertas, no se puede
olvidar la carga religiosa de esta pregunta. Asimismo, cuando se proponga la concepción del
determinismo, se estará con ello poniendo en marcha la incidencia de una serie de conceptos de
origen protestante, y, a la inversa, la promisión a favor del libre albedrío estará, por su parte,

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postulando soluciones políticas de carácter comunitario. Los problemas filosóficos tienen sus raíces
sin conocer las cuales se ignora con frecuencia lo que realmente quieren decir).

Esto en lo que concierne al primer índice problemático: la concepción del hombre; en lo que
remite al segundo índice problemático, el nivel de la historia, hay que señalar que para las
ideologías protestantes, Dios esta ausente de la historia, no porque este enteramente al margen, sino
porque su designio es incomprensible y oculto para el hombre. La providencia es como si no
existiese para el hombre: decir que hay una legalidad de la historia pero que es incognoscible es
tanto como decir que la intervención racional en la historia por parte del hombre es inútil y lo mejor
es dejar a los acontecimientos históricos que fluyan, que sean tal y como por sí mismos resulten ser.
Nadie laborará a favor de un control de la historia porque no está en manos del hombre y porque no
se hace transparente el designio de Dios. El célebre slogan del s.XVIII, “deja hacer, deja pasar las
cosas, el mundo fluye por sí mismo”, eso que es la quintaesencia del dogma capitalista, tiene un
claro origen religioso en la antropología protestante. Pero la conversa es todavía más interesante: si
Dios esta ausente, el hombre está en la historia abandonado a su propio esfuerzo, y la perdida de la
providencia significa la recuperación de la historia en manos de los individuos. Se entiende ahora
que no hay más historia que aquella que es capaz de hacer uno por sí mismo, ni otros logros que los
que se ponen a la mano de cada uno, ni otro mecanismo que el del esfuerzo personal que lleva al
triunfo o al fracaso. Cuando en el s. XVII y en el contexto de una sociedad culta surja una novela
que represente la expresión de los nuevos ideales del calvinismo en el puritanismo anglosajón, esta
novela no podrá ser otra que Robinson Crusoe, en la cual un hombre solitario se hace un mundo sin
contar con la historia, la providencia, los otros, etc -historia equivale a iniciativa de los individuos.
En las posiciones católicas, en cambio, la providencia es recuperada como ley de Dios, una ley
accesible a penetración racional que es aglutinante del proceso histórico. El proceso histórico tiene
su sentido sobrepuesto al hombre, se cumple inexorablemente al margen del hombre, lo que hay que
hacer es ir en la misma dirección de la providencia. Lo perverso es estar en contra de la providencia,
lo inteligente es seguir su ley –hacia ahí se tiene que orientar la libertad humana. La historia camina
en una dirección, tienen, pues, sentido los programas de racionalización que facilitan la intervención
de la comunidad en aquel preciso sentido. Cuando estas ideas se secularicen, será a través de estas
raíces por donde accedan las ideas ilustradas: la ley del progreso en la que estamos involucrados
todos y por la que hay que laborar –y lo mismo vale también para el marxismo. Así, no puede
extrañar que, aunque de origen religioso, las disputas del s.XVII tengan consecuencias políticas.

Cuando se habla del nivel de la política, se habla de la legitimidad del poder y de su


organización. Es claro que si se parte de un hombre perdido que no puede controlar la historia, y
cuyos límites acaban donde acaba su propia iniciativa, no debe sorprender que del protestantismo
nazca una teoría política que limite drásticamente el poder y que proponga unas aplicaciones
máximamente favorables a la libre iniciativa del individuo. El propio Lutero, en la guerra de los
anabaptistas, se puso de partes de los señores y no de los campesinos; se puso de parte con ello del
principio de autoridad, puesto que, a su modo de ver, sin una autoridad legítima el mundo camina al
caos. Lutero apela a un pasaje bíblico: “Cuando Dios, que en su cólera ha mandado al mundo a los
señores –Lutero entiende que el poder es cosa de la cólera de Dios-, se encoleriza más, se los quita”.
Esta tesis demuestra que el principio de autoridad es un principio en el mundo luterano
exclusivamente funcional, que tiene como misión que la comunidad funcione, pero que no es de
derecho divino ni una necesidad forzosa, sino tan solo un hecho fáctico dada la insolencia de los
hombres. La única legitimidad del poder es, por consiguiente, la consecución de la paz civil. (La
tesis política de Thomas Hobbes, como veremos, recogerá más íntegramente esta postura reformista

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en el s.XVII). En el contexto de una garantía de paz civil se hace posible por fin la iniciativa
privada: cada individuo es un ciudadano si y solo si es un elemento que toma iniciativas, es decir,
un sujeto de producción y no puede tener ninguna cortapisa fuera de la que implica el ámbito de lo
ajeno-privado. En el ámbito católico, por el contrario, se parte de la sociedad y de ahí se deriva toda
consistencia política. Erasmo escribe en la Educación del príncipe cristiano que la sociedad es
como una serie de círculos concéntricos que van de Cristo al pueblo a través de las autoridades
civiles y eclesiásticas; lo que se encuentra ahora es una trama compacta donde las instituciones, o
sea el estado, es el enlace entre el pueblo y Cristo. De modo que aquí el estado es de derecho
divino, le es inherente un claro centro teológico, con lo que el estado tenderá a la forma monárquica
y sobre todo al absolutismo –porque, como hemos señalado ya, ningún individuo tiene sentido fuera
del estado. Ser individuo significa para el catolicismo pertenecer a esta trama donde queda
concernida la vida entera del hombre, donde queda toda ella recogida y expresada sin resto alguno.
El ejercicio del poder no es ya sólo la afirmación de un príncipe, sino que es ésta en cuanto (dice
nuevamente Erasmo) “media una administración y gestión bienhechora y fiel” -esta administración
es el centro otorgador de sentido y nunca el individuo aislado. El estado crece y tiene que llegar
hasta los límites de la sociedad: aquí la propiedad privada y la unidad productiva son temas o
ignorados o incluso todavía mal vistos; Tomás Moro, por ejemplo, dice en la Utopía: “No hay
ninguna esperanza allí donde existe propiedad privada“. El hombre desarrolla sus potencias en el
contexto de la sociedad que lo acoge y que le proporciona oportunidades (seguridad social,
sociedades jurídicas, etc). La cosas llegan hasta el punto de que el concilio de Trento declara que
todo aquel que no reparte es fehacientemente un ladrón –conste que esto es constitución canónica y
sigue actualmente vigente. Y todo ello por razones de estricta naturaleza, dado que en la función del
estado está justamente la constitución societaria del hombre.

Sea como fuere, lo que resulta de una evidencia abrumadora es que a partir de principios del s.
XVII se han acabado los paradigmas comunes (que hasta ese momento eran constante en la
historia), y han aparecido dos bloques cuyo choque explica la guerra de los treinta años. Estos
bloques enfrentados tiene una génesis religiosa y ésta representa el contexto exacto donde los
pensadores tendrán que pronunciarse. Tres rápidas conclusiones se imponen a nuestra
consideración: la primera señala que aunque está estudiada desde Max Weber la conexión reforma-
liberalismo-capitalismo, no está estudiada suficientemente la vinculación modernidad católica-
contextos societarios absolutistas; la segunda, que de las muchas tendencias que surgen en el
Renacimiento, todas las que no se agrupan en estos dos contextos específicos desaparecen
irremediablemente del campo de la historia; y tercera y ya aludida: que estas tradiciones no sólo son
religiosas, sino que en ellas se gesta enteramente el mundo moderno. La modernidad nace así
escindida, partida entre dos instancias cuyas luchas ideológicas conforman propiamente el proceso
complejo –más complejo de lo que comúnmente se estudia- de la modernidad.

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El pensamiento político (I): La justificación del absolutismo

El episodio que surge más directamente de la ruptura ideológica de la religión es la elaboración


de nuevos contextos de pensamiento político. Nunca se podrá insistir bastante en la importancia de
la ruptura de la cristiandad en la conformación de la modernidad. El concepto de “moderno”
aparece justamente vinculado a la idea de la desaparición de la fraternidad cristiana. Hay una
conexión estricta entre la ruptura de la cristiandad como unidad cultural que está con todas sus
tensiones ampliamente cubierta por dos instituciones básicas: el imperio -más nominal que otra
cosa-, y el papado -que determina la legitimidad del poder-, frente a la cual bipolaridad ahora
afronta el mundo europeo el concepto de que las sociedades son libres para organizarse y tienen que
reconvertir ese conjunto de ideas universalistas al seno concreto de su entidad soberana. En esta
coyuntura son dos los centros que conforman el laboratorio de las ideas: Paris ha sido la universidad
de Europa y a la sazón conoce una fuerte decadencia, gracias a la cual se consagran gracias a la
división religiosa por el lado católico las universidades de la corona Habsburguesa (a partir de
Felipe II, pero, sobre todo, de Felipe III, radicada en el dominio español) que son Salamanca y
Lovaina; y, por el lado protestante, de modo destacado la universidad de Leyden. En estas
universidades se genera al mayor número de ideas y de discusiones, pero luego, desde principios del
s.XVII, hay un hecho en general que revoluciona la forma de la cultura: se trata de la dimensión
política de la imprenta, de donde salen y se extienden a un mayor público posible pequeños tratados
o manifiestos políticos independientemente de la función de las universidades. Pero es preciso
detenerse antes en un autor donde se expresa la traducción de la teología del poder en su forma más
moderna: Nicolás Maquiavelo. En él aparecen los tres ejes centrales de las ideas políticas del
momento que lograran la transformación del horizonte teórico-político de Europa. Éstos son:

1) Una nueva concepción de la soberanía, en tanto que expresa la legitimidad del poder: para
Maquiavelo es soberano aquel que detenta el poder legítimamente. Hay que tener en cuenta que la
soberanía era entendida en la Edad Media no como una función o un instrumento, sino como un
deposito: la soberanía procede de Dios y mediante mecanismos arbitrados por vía constitucional –
ley escrita- o tradicional, ese deposito de legitimidad que procede de Dios es encarnado en la figura
de diferentes hombres, los cuales ejercen solo eventualmente esa soberanía en nombre de Dios y en
virtud del símbolo de una consagración divina. La coronación de un rey consistía en ungirle el
aceite sagrado para después llevar la corona (símbolo desde Grecia de todas las virtudes)
legítimamente. Posteriormente al cisma de Avignon termina siendo un auténtico embrollo teórico
saber quién es el instrumento capaz de entregar la soberanía: el elemento sacramental del papado en
la imposición o transmisión del poder desde la divinidad queda gravemente trastornado sino
negado. Y es en este momento cuando Maquiavelo argumenta que la soberanía no se identifica con
aquel deposito místico sino que se identifica más bien con un límite territorial. De acuerdo con ello,
la soberanía no es más que el punto al que llega el poder de un monarca, la frontera que traza su
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poder. Se pasa, así, de una idea misteriosa substantiva del poder a una idea mucho más fácil de
definir: soberanía es poder y ésta tiene un límite concreto. Por tanto, Maquiavelo no niega el origen
divino del poder, tan solo modifica el planteamiento: venga de donde venga el poder lo importante
será determinar en qué consiste la naturaleza y aplicación del poder, y la respuesta es que el poder
es un ejercicio legítimo de soberanía sobre unos súbditos determinados dentro de un área territorial
definida. Maquiavelo elimina de este modo la mediación papal y con ella desplaza la carga de la
definición de la transmisión legítima a la extensión territorial. Se traza, así, a propósito de la
soberanía, un nuevo concepto de estado político.

2) En la Edad Media el estado no era más que la condición que asiste a determinados hombres
por motivos de su extracción social, de modo que no hay estado sino estados, estamentos. Cuando
se quiere hablar de algo así como de la “unidad del estado” se habla de república, pero ésta tampoco
es el estado moderno, porque la república es la situación en que se halla la cosa pública –res
publica-, es la situación, por tanto, del rey. Para Maquiavelo el estado es ahora una organización de
la soberanía, su objetivación real en el plano publico del poder.

3) La tercera idea, o más bien constructo, es la que el estado –como situación organizativa de
las instituciones en las que se expresa el poder del rey, su soberanía- responde a criterios fijos, a
leyes estrictas, no sólo al criterio divino ni a la voluntad del rey, como vamos a ver.

4) Responde, pues, a una mezcla de entidades: la estructura combinada de necesidad-virtud –a


la que se refiere Maquiavelo-, manifiesta que si el estado es una entidad singular, la misma no está
regida sino por leyes que pueden ser estudiadas y elaboradas. De estas leyes la necesidad expresa
los mecanismos que son invariantes en los estados (la geografía es, por ejemplo, una necesidad). Lo
contrario de la necesidad, pero de tal manera que Maquiavelo advierte que es también una forma de
necesidad es el principio del azar (la muerte del príncipe, por ejemplo), ya que impone un conjunto
de necesidades que se sitúan más allá de la voluntad del hombre. Frente a estos límites está la
“virtud” –virtú, nada que ver con el sentido cristiano-, que consiste en un elemento dinámico
conforme al cual se ejerce la actividad del príncipe, consistente fundamentalmente en elaborar las
conductas que son más oportunas o convenientes al estado dentro del marco abierto por las
restricciones de la necesidad. De manera que la virtud es el margen de libertad de actuación que la
necesidad permite y, así, entre la necesidad, el azar y la virtud se genera, según Maquiavelo, una
suerte de “mecanismo” –aquí se verifican los primeros usos modernos de esta importantísima
palabra. Por tanto, las ideas de Maquiavelo suponen la secularización de la soberanía, el estado
como institución y la posibilidad de introducir en el orden de lo político –que ha estado dominado
por dos instancias en último término voluntaristas, como son la decisión del rey y la providencia-,
elementos de necesidad que nacen de la propia naturaleza humana y que pueden combinarse con los
concretos prácticos reales a la manera del mecanismo de un reloj. El s.XVII incide en estos
contextos temáticos y así lo hace la modernidad católica con características propias.

Tras Maquiavelo, Jean Bodin es el pensador que pone en marcha la transformación de las ideas
políticas en Europa. En él encontramos el primer programa sistemático de una secularización
completa de la teología del poder en una filosofía política, y esta secularización de la teología es lo
que define los orígenes del absolutismo. El punto de partida estriba en señalar que podemos afirmar
que en el mundo rigen leyes necesarias, que, no obstante, gobiernan el discurrir de la gracia; si este
paralelismo está ya aceptado y se divide en dos las dimensiones de la providencia dentro de la
misma providencia como sentido del mundo y ley de la naturaleza humana como inmanente –y esta

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distinción la permitió el concilio de Trento para evitar la responsabilidad de Dios en los problemas
del mundo, en el problema del mal-, entonces es justamente este segundo subnivel de la providencia
separado de la ley de la gracia aquel nivel donde el hombre es meramente un ser natural y donde se
produce una ley tan fuerte como la de la naturaleza que rige el comportamiento de los hombres
¿Cómo se asegura, pues, el cumplimiento de esa ley inmanente? Pues precisamente mediante el
concepto de soberanía, según Bodin. La soberanía domina ahora sobre el conjunto de los fenómenos
sujetos a esa ley, de modo que la soberanía traslada ahora a ese nivel subprovidente el concepto de
la majestad de Dios considerando entonces al monarca, por primera vez, no ya solo ungido de Dios,
sino, al revés, como un Dios sobre la tierra que tiene competencia sobre ese aspecto de la realidad
que es el comportamiento de los hombres. Por eso la obra de Jean Bodin significa la configuración
inicial de la idea del absolutismo, que es una configuración de raigambre teológico-secularizada.
Mas estudiémosla con mayor detenimiento: el monarca es como el mismo Dios operando sobre
la ley natural que conviene a los hombres, y por tanto el rey no actúa en nombre de Dios, sino que
hereda realmente las características de Dios sobre la tierra. El esquema de Maquiavelo queda
alterado aun recogiendo sus vocabularios básicos: ahora el rey es identificado con la soberanía y
encarna él mismo la estructura del estado. Junto a la vieja lex providentiae aparece un conjunto de
determinaciones que son objeto de disputas a lo largo del s.XVII bajo el nombre de lex naturalis
iure, en la cual se expresa una ley inmanente. Esta ley tiene su correlato inmediato en la lex regia –
título de Bodin-, y todo esto conforma el constitucionalismo institucionalista, supuesto que la lex
regia es la expresión objetiva de la ley natural. De manera que el mundo está triplemente
gobernado: por Dios, por la naturaleza y por los hechos del comportamiento humano cuya
determinación concreta la pone un documento donde queda inscrita la presencia del rey como
instancia única de poder para todo el estado. (De hecho, los monarcas católicos están tan investidos
de atributos divinos que incluso hacen milagros). Este planteamiento crea tal conjunto de aporías
que su discusión ocupa toda la teoría política del bando católico en el s.XVII. Es normal que el papa
y, en general, todo el pensamiento católico militante luche contra la encarnación del absolutismo, y
esta es una de las primeras aporías que genera ese ambiente melancólico de tragedia en el ámbito
católico –jalonado por los enfrentamientos de las monarquías española y francesa en el papado. Al
fin y al cabo, el papado pretende que el absolutismo –con todas las características enunciadas- tenga
una fuente legítima sólo cuando es ungido por el Papa, y, en consecuencia, que tenga una marcada
frontera justamente en el origen legítimo en la transmisión divina. Por su parte, el monarca absoluto
que quiere ser el representante de Dios en la tierra choca necesariamente con aquel que
tradicionalmente ya lo es en Roma, el Papa. De ahí que todo el pensamiento político jesuítico
representado por el cardenal Bellarmino sostenga una rectificación de la teoría absolutista que
llevará al enfrentamiento con Francia, y que, sin embargo, va a ser adoptada por la escuela de
Salamanca y por los teólogos españoles. El modelo jesuítico consiste, en resumidas cuentas, en
decir que el rey es todo lo que es sólo cuando se constituye como instrumento de la divinidad en la
tierra para el ejercicio de la ley moral. Después de la división de Trento, los papas del Barroco van a
intentar una reunificación –no una identidad- que se argumenta así: al fin y al cabo, la ley natural no
es más que el decreto inmanente de Dios y la providencia es el decreto inteligente de Dios, de modo
que las leyes naturales quedan investidas, así, como parte del designio divino, o sea, del discurso
moral divino, y el papel del rey sólo es tal en tanto en cuanto instrumento de esta ley natural
moralizada expresión de la voluntad de Dios. (Esta compostura jesuítica la elaboran los teólogos de
la facultad de Salamanca: el Padre Vitoria, Francisco Suarez, Diego de Saavedra-Fajardo, etc.)
Se establece así un paradigma que va a ser asimilado por todas las monarquías absolutas, y
cuya exposición es como sigue: teníamos que el estado, la soberanía y el rey forman una correlación
de identidades; pues bien, el estado tiene su correlato ahora en el cuerpo social, y sobre éste actúan

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las leyes naturales. Éstas leyes naturales son ahora el conjunto de derechos y obligaciones de los
hombres en tanto que integrados en el cuerpo social. El estado se traduce entonces en un corpus al
que Suarez llama mysticum politicum, es decir, un cuerpo político que se interpreta como un vínculo
de unión que avalan las leyes naturales: las leyes positivas deben ajustarse a las naturales para ser
expresión de ese vínculo ideal cuasi-religioso que une a las comunidades entre sí. Mas si el estado
es un cuerpo místico-político, entonces la soberanía es ley -la revolución francesa comenzó una
campaña de descrédito del absolutismo y eso entonces era normal, pero no por ello hay que olvidar
que el absolutismo significa fundamentalmente ley en la configuración católica barroca del
problema. La soberanía ya no es sólo voluntad omnimoda del rey, sino voluntad expresada
mediante ley, que se objetiva en un cuerpo de derechos y de deberes por mandamiento de una
divinidad en la tierra que actúa con arreglo a las leyes naturales. La ley es una instancia que va
contra las tradiciones, usos, costumbres no racionales, y sobre el punto de la soberanía puede
proponerse todo el programa de la racionalización y de la praxis científica como programa de
gobierno ¿En qué debe consistir la acción del rey del estado? En la creación de leyes justas, es
decir, atenidas a la razón, es decir, naturales. Y en este punto reside la legitimidad del absolutismo:
el rey absoluto puede hacerlo todo pero todo aquello que puede hacer lo hace en el contexto de la
ley, y la ley es sometible a crítica racional –no otro va a ser el programa del iusnaturalismo teórico,
que solo se comprende a partir del absolutismo. Naturalmente que esto no funciona en el contexto
protestante: el concepto de ley protestante siempre figura en el sentido de pacto -es igual que sea
justa o injusta la ley mientras que ajuste los intereses de los particulares y propicie la paz civil. La
ley absolutista tiene un carácter sacral: se la purifica, sistematiza, metodiza hasta crear con ella
códigos perfectamente definidos y racionales como un tratado de geometría -Spinoza secularizará
esta idea en el terreno de la moral libre. Es por todo lo dicho que aquí nace también –curiosa pero
también lógicamente- el derecho al regicidio: en determinadas circunstancias, matar al rey es
legítimo puesto que éste es un representante de la moral, por tanto si incumple su papel puede ser
sustituido legítimamente. La voluntad del rey es ley, pero su voluntad tiene limitaciones estrictas
conforme a la moral, el derecho y la razón. El absolutismo es seguramente el primer ejemplo de una
organización ilustrada del poder, que nace con la idea del beneficio de la comunidad –que es un
cuerpo místico-político-, de incumplir el cual beneficio o servicio es legítimo deponer al monarca.

Estas ideas fueron adoptadas por los países católicos a excepción de Francia. El estado francés
se opuso a través de un teórico católico poco conocido que estudió en Lovaina y fue un publicista a
favor de la monarquía de Luis XIII –que inicia la guerra contra España e impide la alianza católica
contra el protestantismo para que Francia no sucumba entre dos potentes monarquías: España y
Alemania. Él introdujo las variantes del absolutismo que convenían a Francia bajo el nombre de
galicismo: exportación al bando católico de lo que habían hecho los reyes en el lado protestante,
encarnación el monarca de la legitimidad religiosa y política –Papa de la iglesia en Francia. El rey
se convierte así en intocable –se niega el tiranicidio-, y su determinación de la ley se ensancha, lo
que se expresa diciendo que el monarca impone la razón de estado. Esta es una idea maquiavélica
en su origen que significa que, junto a la ley natural –racionalidad del comportamiento humano-,
existe otra instancia generadora de legalidad: la conveniencia del estado. El galicismo ha tenido
mucha importancia porque la historia de Francia ha sido ella misma muy importante, pero es muy
endeble teóricamente, tan sólo aumenta el ámbito de la voluntad del rey. El absolutismo, en fin, es
una secularización de la teología católica y un proyecto de racionalización del estado en el ámbito
de unas convicciones básicas católico–societarias; aunque también se ha podido pensar el
absolutismo como el resultado de una necesidad histórica que conduce el desajuste económico de
Europa hacia un estado duro que ponga en marcha políticas nacionales y unitarias.

19
El pensamiento político (II): del iusnaturalismo al constitucionalismo.

El absolutismo se convierte en la política triunfante en el s. XVII, aunque tiene que convivir


con un conjunto de ideas nacidas en el seno protestante que recogen en buena medida un universo
de creencias que, aun secularizadas, tienen un origen religioso y que terminaron triunfando,
primero, en un medio político concreto y, segundo, como ideal de vida política a partir de los finales
del s. XVII. Estas ideas se suelen conocer con el nombre de constitucionalismo o preliberalismo (el
liberalismo pleno sólo cobra vigor en el s.XVIII y en torno a discusiones que presuponen ya la
legitimidad de los estados donde tiene vigencia). El objetivo de la presente capítulo es exponer una
especie de contrateoría política que en el seno de de estas comunidades protestantes surge y que se
va a desarrollar lentamente y de manera paralela a los regímenes absolutos hasta terminar en una
gran revolución –la de Cromwell en Inglaterra. Como hemos visto, el absolutismo era la
secularización del derecho divino (en la Edad Media la presencia de Dios en la historia tenía lugar a
través de los monarcas ungidos), en el cual se producía una especie de descenso desde la idea de
providencia a favor de la ley natural, y, por otra parte, de ascenso de el monarca como puro
instrumento divino a titular legítimo de ese derecho divino –ya no, pues, instrumento sino
representante directo de Dios. En el absolutismo el derecho divino funda el estado, y éste en cuanto
que queda globalmente objetivado por el derecho divino es el origen de la idea de soberanía: la
soberanía llega hasta donde llega el estado, o sea, el poder del rey, o lo que es lo mismo, el derecho
divino del rey. Sin embargo, como también hemos visto, para el espíritu reformista aunque el poder
lo envía Dios no se puede afirmar que esto equivalga a que es de derecho divino, pues el poder es
una instancia puramente contingente nacida de la organización de la sociedad; en el mundo hay
poder y éste procede de Dios, por la única razón de que si no lo hubiera el mundo caería en anarquía
y rebelión. El razonamiento es el siguiente: el hombre abandonado a sus propias fuerzas se
convierte en una instancia de devastación sobre otros hombres, sin el poder hay anarquía, rebelión,
matanza; con el poder esta posibilidad pavorosa se elimina y por eso Dios ha mandado al mundo a
los señores como un mal menor. Así, el poder procede de Dios pero no es de derecho divino; Dios
no lo habría querido si no fuese por el pecado del hombre, con que la limitación de la individualidad
espontánea que es el poder nace de la propia corrupción del hombre y no de un don benefactor y
libérrimo de Dios. Pero si se niega la idea de derecho divino, ésta arrostra todas las demás. El
estado sólo puede ser entendido ahora como un aglomerado de individuos, y la soberanía como
poder de los individuos, los unos sobre los otros. La idea nuclear es que el poder no es ya más -ni
tiene ninguna otra función-, que la represión de la violencia entre los individuos. La concepción no
puede ser más distinta: para el absolutismo el poder es positivo -el rey está para propiciar la salud
pública; aquí el poder sólo tiene el sentido negativo de evitar, reprimir la violencia.
En el absolutismo la publicidad cubre la totalidad de la vida social, todas las instituciones están
pregnadas por esta idea de la comunidad que encarna el rey. Por el contrario, la teoría reformista no
deja que ninguna institución positiva pueda ser anterior a los individuos y, por tanto, ninguna
institución forma parte de una naturaleza política. Donde solo hay individuos en lucha cuya
20
violencia ha de ser reprimida, únicamente hay un elemento que pueda tener representación social, y
este es la propiedad. No es que solamente se trate de la propiedad –con tan poco no se habría
configurado una teoría política-, que es una posición puramente defensiva. Estas no son más que las
bases del problema: la predicación del individualismo implica que solo hay una zona ontológica,
por así decirlo, donde interviene lo colectivo y consecuentemente el conflicto, que es la zona de la
propiedad. Cuando aparece esta teoría política –sobre estas bases teóricamente débiles-, es cuando
se produce convergentemente la restauración en la Inglaterra de Carlos I, monarca católico.
Inglaterra era ya profundamente protestante e individualista en aquellos momentos, por tanto, y
choca frontalmente contra los proyectos de un monarca que quiere imponer el absolutismo. Carlos I,
al acceder al trono, acepto el principio de tolerancia, con lo cual no empezó su reinado con
fricciones religiosas, y, sin embargo, las bases de la reacción son de ideología religiosa. En efecto:
lo que interpretan los amotinados contra el monarca (que se autodenominan los resistentes), es que
los Estuardo intentan volver al país a las ideas católicas a las que ha renunciado. El conflicto, pues,
parece en superficie meramente religioso, pero, entonces…¿Cómo así, si Carlos I es respetuoso con
el protestantismo? Por tanto parece evidente que no solamente es la controversia religiosa, sino
también la dimensión política que ello implica lo que está en pugna. Lo cierto es que los resistentes
señalan en un segundo nivel –después del religioso-, el derecho a disfrutar de la propiedad por parte
de los pequeños artesanos y propietarios, que ven en el absolutismo un peligro inmediato a la
libertad de su acción económica. Se entiende claramente que la resistencia verdaderamente lo es
frente a los impuestos y a los privilegios; lo que se reclama bajo un grito religioso es libertad de
producción y comercialización de sus productos. La revolución de Cromwell es una revolución de
pequeños burgueses, y va a ser la primera vez en la historia que éstos gritan respecto de sus
derechos. He aquí el origen de las ideas liberales: la regulación de los conflictos de propiedad de
ciudadanos particulares basada en que no hay ninguna legitimidad para remitir la zona de soberanía
a una especie de instancia mediadora misteriosa que sería la que proporcionara el estado. De hecho,
no existe ningún texto resistente que llame a la revolución de clase, instrumentando una llamada,
por ejemplo, al reparto; los resistentes no son repartidores de la propiedad, sólo intentan demostrar
que la propiedad es el único derecho legítimo. (Sin embargo, es inevitable que en el seno de los
resistentes haya movimientos utópicos que pretendan el igualitarismo: el ejemplo más característico
de estas desviaciones son los repartidores, ala radical de los resistentes que no tuvieron más función
que la de un atizador de la sociedad contra la monarquía).
En cualquier caso, los Estuardo estaban destinados a perder no por falta de recursos, sino por
que les faltaba el refrendo religioso: se quería imponer el absolutismo sobre un país protestante, lo
que daba lugar a un fuerte conflicto religioso pero también a tratar de prevaler los derechos del
estado frente a los derechos del individuo. La consiguiente revolución de Crommwell duró poco y
fue devastadora, por más que al término la restauración de 1660 supuso un movimiento conservador
inmediatamente sucesivo a la obra revolucionaria de los resistentes. Restauración que duró hasta la
revolución de 1688 y que sentó las bases del poder monárquico en Inglaterra; el sentido final de la
restauración fue la franca aceptación de este conjunto de ideas básicas que a partir de ahora van a
tener ya teóricos serios. La monarquía se manifiesta bajo estas ideas como una instancia protectora
de los individuos, de modo que la llamada a la monarquía, que a cambio de este reconocimiento
garantizaba el orden y la estabilidad social, propició un acontecimiento feliz para la historia de
Inglaterra que ha dado lugar a la estabilidad política inglesa y al predominio de Inglaterra en el
s.XVIII de una forma indiscutible. Asimismo, las bases sociales protestantes encontraron en el
instrumento monárquico la idea –confortable, tranquilizadora sin perjuicio excesivo del principio
individualista- de un estado pequeño pero valedor y garante del uso de la fuerza, administrador del
poder militar y con unas difíciles pero equilibradas relaciones con el parlamento. La restauración

21
supuso, después de todo, la asimilación de la revolución y su generalización por parte de la
monarquía, que acepto el principio del individualismo.
Pero es en este momento cuando nace la idea –por parte de un pensamiento conservador- que
va a ser la quintaesencia de todo el liberalismo y que, en apariencia –para el absolutismo sobre
todo-, es la más progresista. El pensamiento de Sir Robert Filmer, en efecto, ejerce la reconciliación
de una teoría política sobre unas bases que, precisamente, niegan la legitimidad de un estado que no
sea el estado en tanto represor de la violencia. Semejante propósito se consigue mediante la
apelación a una idea fundamental –que Filmer entiende como contención de la revolución-, que lo
será a partir de entonces del pensamiento liberal en general. Pues si se parte ahora de que todo el
poder de la soberanía reside en los individuos, puede surgir el estado siempre y cuando esta
soberanía pacte o suscriba un contrato por virtud del cual ceda parte de este poder –tan solo el
preciso- para evitar la violencia de todos contra todos. (Hobbes fue utilizado por los absolutistas y
los cromwellianos: el estado no conoce limitación en su poder absoluto de reprimir, pero este poder
nace de un pacto entre individuos). El verdadero padre de la teoría política en Inglaterra es entonces
Robert Filmer, que retoma la idea hobbesiana de que hay una solución para hablar de estado en
términos de soberanía de los individuos mediante un pacto siempre y cuando en este estado no surja
el Leviathan hobbesiano, sino que se invista sólo de la figura de un defensor de la propiedad al
modo de un “estado paternal”. Esta idea es, desde luego, eficaz en el sentido de que obtiene casi
todas las ventajas del estado absoluto –en nombre del paternalismo del estado se pueden propiciar
políticas de carácter social o institucional- sin alterar para nada la sustancia de la legitimidad única
del poder a través del pacto –es decir, con el individualismo como base. Tales ideas hallaron
inmediata resonancia en el mundo de la aristocracia inglesa y existe toda una serie de pensadores de
carácter aristocratizante –el más famoso es el poeta John Milton-, que lo que hacen es instaurar todo
un conjunto de discursos que propician la idea de que, en efecto, en una sociedad en la que los
individuos gozan de la plenitud máxima de sus derechos –de manera que lo que los limita es aquello
a que ellos mismos conceden- tienen las máximas libertades gracias a la distribución equitativa y
jurídica del estado paternalista, y aquí reside fundamentalmente el origen de la estabilidad inglesa.
No se puede olvidar, en todo caso, que la última base social de este pensamiento es un sector muy
conservador, y que por estos vericuetos teóricos la consagración de los privilegios y de la propiedad
tal y como existían en aquel momento quedó fijada duraderamente y, con ello, el deseado
contrapeso contra el intervencionismo del estado de una parte y contra la presión revolucionaria de
otra parte. Inglaterra logró así un diseño por virtud del cual en nombre de la capacidad de cada
individuo para llegar a alcanzar un máximo de libertad privada, se produjo una sociedad en la que
ininterrumpidamente han estado –durante tres siglos- gobernando los nobles. Cuando John Locke
recoja estos fundamentos, aun criticándolos, se puede hacer legítimamente la pregunta de si el
filósofo ha hablado en nombre del pueblo inglés o más bien en nombre del estamento nobiliario
inglés. Y, parejamente, cuando la revolución francesa inicie el traspaso de las ideas
constitucionalistas al mundo continental lo primero que hará es establecer el derecho a la propiedad.
De manera que, históricamente, el derecho a la propiedad fija definitivamente en nombre de la
libertad una situación de injusticia a la que, por el contrario, la idea de estado trataba de poner coto
mediante el concepto de ley.
Todo este conjunto de ideas adquiere en el último tercio del s. XVII un sistema estabilizado que
tiene como fundamentos de toda teoría política los siguientes elementos: el poder como un contrato
entre la sociedad civil –concebida como un conglomerado de individuos- y sus gobernantes; un
contrato que implica la soberanía del pueblo y la suspensión voluntaria de cada individuo de parte
de sus derechos; y la seguridad de que la soberanía del pueblo que interviene en el contrato no
interviene, sin embargo, en el gobierno –eso ya es otra historia-, puesto que éste se ejerce en

22
nombre de la soberanía del pueblo por el parlamento –que hasta principios del s. XX se ha movido
por los intereses de la gran propiedad-, que es el instrumento donde se representan –y, repetimos, no
en el pueblo- los intereses económicos diversificados. El secreto está en que se trata de dos
instancias distintas: una es la de la legitimación y otra la del estado. La legitimación se dice que lo
es del estado, pero en la praxis el estado actúa exclusivamente en función de la regulación de la
propiedad y tiene como organización al parlamento. Esto mismo es lo que Jacobo II acepta: suscribe
la renuncia a sus poderes absolutos y con ello afirma la existencia de un parlamento soberano. Por
tanto, dicho contrato lo es en su aspecto social, no en el aspecto político, en el sentido de que funda
originalmente la sociedad pero no funda ya el gobierno, de donde la política se define como la
organización del estado en la sociedad contratada, y, por lo tanto, el gobierno se arroga la posición
no de actuar en nombre de la soberanía del pueblo, sino de actuar con el consentimiento del
parlamento. Pues lo cierto es que la apelación a la soberanía del pueblo es utilizada sólo en ese
instante en que se tiene que crear la condición básica de la legitimación del poder; después, las
praxis de la política se hacen con independencia total del pueblo. Ese pueblo que queda separado
del gobierno –aunque representado teóricamente por el parlamento-, queda, en todo aquello que no
es objeto de la vida política, libre para tomar sus propias decisiones. Una libertad de acción civil
que el pueblo obtiene a cambio de ceder en la libertad en su proyección política, y que solo es
posible imaginarla en el contexto de una gran dosis de tolerancia.
Y es este el punto exacto donde se puede comprender ciertamente el éxito histórico del
experimento -que supone la historia moderna de Inglaterra-, hasta el punto de que las monarquías
continentales tuvieron que ceder, en un momento dado, la iniciativa histórica a este otro tipo de
movimientos de corte liberal. (Se necesitará pasar la resaca de la revolución francesa y del pactismo
inglés para que empiece otra vez a emerger la necesidad de agrandar la intervención del estado –y
sobre todo para eliminar esas ideas infantiles, puramente ideológicas, de pacto, individuo, etc-, y
además se necesitará empezar a sentir el peso de la enorme injusticia que este sistema puede llegar a
crear para que empiece a echarse de menos –con otro nombre, como segunda secularización- las
ideas del absolutismo: un estado con capacidad de acción y de modificación de la realidad social y
no solamente un estado únicamente garantizador de la propiedad y sus conflictos, etc). Este contrato
–originario tan solo como legitimación-, en el nivel del estado, donde se establecen los límites del
consentimiento en el que el gobierno gobierna y los límites del parlamento en los que no puede
negar el consentimiento, es lo que se llama la constitución. La constitución es, por tanto, la herencia
de una idea mágica o, sino, en cierto modo meramente metodológica: la entelequia del pacto
originario. Por descontado, la constitución es la pieza clave de las teorías liberales, dado que
determina los derechos del individuo frente al estado y determina también los deberes que el estado
puede proponerse en la acción gubernamental. Como la constitución lo que rige es las normas por
las que se organizarán y estructurarán gobierno y parlamento, precisamente por eso la constitución
determina siempre que en todo lo demás rige el contrato originario, y entonces no hay por qué
regular nada, y, por consiguiente, no hay limitación alguna –y el estado así debe protegerlo-, a
pensar, expresarse, asociarse, etc, del modo y con la intensidad que cada uno quiera. En definitiva,
la constitución es la expresión positiva de la única zona donde actúa el estado a la vez que la
garantía de la defensa de la libertad individual. Se puede decir sin demasiado temor a equivocarse
que, a partir de su consolidación en la obra de John Locke, la idea constitucionalista solo conoce un
crítico profundo y temprano en Europa, y este es el alemán Leibniz. Su obra, sin embargo, no tuvo
consideración, y se perdió como una voz en el vacío –Voltaire se reirá descaradamente de sus ideas,
contagiando esta carcajada a la conciencia culta del s.XVIII-, porque mientras que Leibniz
propiciaba una idea política favorable a la noción de imperio y a la noción de estados horizontales,
por el contrario en las críticas a las obras de John Locke señala con respecto al ideario político

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contenido en éstas algo parecido a lo siguiente “en este, en apariencia, sistema tan racional anidan
las bases de una extraordinaria violencia. Porque si el único elemento que regula la totalidad de la
vida pública es la propiedad, entonces se deduce que aquello que únicamente no tiene límite en este
horizonte es la adquisición de propiedad, por tanto el estado tendrá que amparar las iniciativas de
los individuos en un contexto potencialmente universal”. Estas fueron, desde luego, palabras
proféticas: del liberalismo ha nacido el imperialismo como admisión del derecho natural de
conquista indiscriminada de nuevos pueblos cualesquiera al margen de conflictos patrimoniales –en
los que, en cambio, quedaban involucradas las luchas absolutistas-, o de alegación de algún otro
motivo teórico-político en absoluto. Por un lado, el estado liberal es un estado de la propiedad; por
otro lado, el estado absoluto lo es de la encarnación de la providencia divina: en las alternancias y
pleitos entre uno y otro se dirime la totalidad del Barroco y buena parte de la suerte de occidente.

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La “Filosofía Nueva” de Galileo Galilei: desarrollo y problemas.

Aún concediendo a la ruptura religiosa y a la variedad de opciones políticas más importancia y


virtud liberadora con respecto a las estructuras tardo-medievales del Renacimiento, es, de todos
modos, indiscutible que la novedad fundamental que para la historia de las ideas se produce en el
periodo barroco es la aparición de un nuevo modelo científico del pensar. Un modelo que –no se
olvide- lleva entonces todavía el antiguo y venerable nombre de “filosofía”; así, cuando un
Descartes o un Newton se hacen cargo de modo reflexivo de sus explicaciones científicas -aún
remitiéndose a sectores parciales del saber natural-, hablan no en términos de “ciencia”, sino
todavía en clave de “filosofía”. Todo lo más, el título o apelativo que emplean en este contexto es
“filosofía natural”, y este distingo se hace siempre y únicamente en oposición a “filosofía política”,
nunca a “ontología” o “metafísica”. De este modo, cuando cualquier científico del Barroco –
verbigracia, Christian Huygens-, echa mano a sus propias inquisiciones, las denomina bajo el
concepto general de “filosofía”, sin entender por ello que esta designación implique cambio de nivel
alguno en el plano discursivo. Asistimos, por tanto, en el Barroco a una renovación en el concepto
mismo de filosofar en una medida tal que podemos afirmar que en el siglo XVII cambia
radicalmente el modo, la actitud, el estilo de pensar en Europa -o, por mejor decir: el sentido global
de lo qué significa para el hombre europeo pensar. Ya desde los griegos, “filosofía” y “ciencia” son
cosas indistinguibles, ambas cubiertas por el término común “episteme”, y su programa, el
programa de la episteme, no se subdivide: es y equivale a decir el programa mismo del
pensamiento. Igualmente, en el Barroco son y siguen siendo indiscernibles ciencia y filosofía, y no
funcionan la una sin la otra –por ejemplo, el Newton científico es indisociable del Newton
metafísico, ambos conforman por igual ese sistema singular de pensamiento que es el
newtonianismo. En realidad, esta idea de la división filosofía-ciencia es muy posterior: nace del
positivismo de Comte, y, sobre todo, ha sido acuñada después con mayor insistencia en la tradición
pragmatista de un lado y analítica de otro. Incluso la mención de Comte es a este respecto
demasiado temprana, puesto que el conflicto entre las facultades que supone esta distinción es más
bien un acontecimiento de finales del s.XIX. En efecto: solo cuando los pensadores historicistas
tienen que distinguir netamente entre aquellos saberes que propician ciencias nomológicas –e.d.,
que proporcionan leyes universales-, de aquellos otros propician ciencias ideográficas –o sea,
incapaces de leyes universales, atenidas a lo singular-, sólo a partir de ese momento se efectúa
nítidamente la separación. En el siglo XVII, en cambio, únicamente se distingue entre filosofía
natural y filosofía política; la mera mención de este hecho, en lo que tiene de chocante e incluso de
superficial, ya pone en cuestión en un primer golpe de vista los equívocos interpretativos de la
literatura de corte analítico. Porque incluso cuando Galileo opone las nuevas ciencias a las antiguas,
en realidad no esta haciendo con ello, como veremos, sino una crítica a una ciencia que también
para él es absolutamente contemporánea: la de los organicistas que siguen predicando las ventajas
del Almagesto y que están propiciando en ese mismo momento un modelo experimentalista de
ciencia -propio del averroismo latino renacentista-, modelo que se basa en un Aristóteles no antiguo
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sino remozado por el renacimiento. La ciencia, en fin, es una apuesta global y total, y cuando se
habla de conformación del pensamiento científico hay que entender que se habla al mismo tiempo e
inevitablemente de una renovación total de la filosofía.

Una segunda advertencia metodológica previa: otro tópico de factura analítica igualmente
infundado consiste en fijar una secuenciación neta entre la ciencia del renacimiento y, después,
finalmente, la ciencia del barroco. Se establece así un criterio lineal que va, por ejemplo, desde los
ockamistas, pasa por la revolución copernicana, convierte a Galileo en el gozne y, a partir de ahí,
empieza ya de un modo absoluto la ciencia moderna. Conviene recalcar antes de abordar nuestro
asunto que no existe en modo alguno nada que se parezca a esta descripción, que no puede ser
demostrada sobre la historia ninguna evolución lineal de la evolución científica. De hecho, este
modelo historiográfico de análisis ha dado lugar a una gran polémica desde los años treinta del s.
XX en adelante, sobre todo en los cincuenta, que nace exclusivamente a nuestro parecer de un
malentendido. La disyuntiva que impone se formula en los siguientes términos: ¿Constituye la
ciencia moderna una continuidad de posiciones con respecto a la baja Edad Media y del
Renacimiento? ¿O, por el contrario, expresa la ciencia moderna un fenómeno de ruptura? -Durkhem
opina lo primero y Koestler lo segundo. El malentendido estriba en que estas dos tesis se explican
ambas por igual siempre desde la base de que existiera un proceso lineal que condujera desde la
baja Edad Media hasta las posiciones de Huygens, Newton, etc. Pero la verdad histórica de las
cosas, los fenómenos presentes en el tiempo no muestran a los ojos del investigador esto en modo
alguno, antes al contrario: si algo se constata en el pensamiento de los siglos XVI y XVII es la
combinación rigurosamente contemporánea de paradigmas en cierta pugna teórica ente ellos, de
manera que no hay una "ciencia moderna" como tal que se pueda aislar tanto por continuidad como
por ruptura desde una ciencia tardomedieval precedente. Prueba de ello es que si escogemos 1440 y
1691 -constitución de la Sociedad Real de París- como fechas de demarcación histórica, tanto en
una como en otra encontramos muchos modos de renovación funcionando simultáneamente, una
pluralidad de paradigmas unidos tan solo en los términos de una controversia, una pléyade de
concepciones distintas de lo que debe ser el nuevo pensar al que remiten ciertas categorizaciones de
la experimentación, de la metodología, incluso de la matemática, etc. No existe, pues, sobre los
documentos, continuidad o ruptura algunas, lo que hay más bien son pugnas irresueltas entre modos
bien diferenciados de entender la renovación necesaria del pensamiento. En realidad, una vez más
todas estas tesis se sostienen sobre un equívoco general propio de toda la historiografía positivista:
se toma un término final que se considera ejemplar y se interpreta toda la historia a través de esta
óptica como camino o trayecto que lleva hasta él. Ahora bien: ese término final escogido por la
historiografía positivista ni siquiera es la obra de Isaac Newton, sino las cosmovisiones vulgares del
s.XVIII, y concretamente las que promueve en ese siglo la ilustración francesa. En 1691, en efecto,
aún operando desde el 1660, Luís XIV accedió a financiar los trabajos de la Real Sociedad de París
y hacer de ella una institución netamente francesa; a partir de entonces, una de las actividades de la
sociedad es la de crear estas cosmovisiones globales -una especie de metafísica de la ciencia de la
época-, y en ese momento y gracias a ellas es cuando se produce realmente el triunfo del
mecanicismo. Desde este mismo instante de intervencionismo político los otros mundos científicos
pasan a ser arcanos y quedan definitivamente apeados de la historia. Pese a todo, hay que recalcar
que en el Barroco y en el Renacimiento no se dio jamás esta cosmovisión unitaria, sino que
encontramos debates, controversias, pugnas, en las que se ventila la cuestión no entre lo viejo y lo
nuevo, sino entre diversos modos de pensar que aspiran todos ellos a encabezar una renovación.

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Entonces, como defendíamos antes, el nacimiento de la ciencia no es nada al margen de la
decisiva renovación de la filosofía sentida como una necesidad acuciante en aquellos años ni
tampoco puede independizarse de lo que fue, en general, el surgimiento y desarrollo del mundo
moderno como totalidad. La responsabilidad de estos equívocos la tiene, en el fondo, la asombrosa
incuria en cuanto a historia de la filosofía característica del movimiento analítico, y sus
consecuencias son la creación de una historiografía muy potente –por el innegable rigor aplicado en
sus análisis-, basada en una opción entre continuismo y rupturismo que, en términos generales, ha
conformado la conciencia académica sobre la idea de encontrar soluciones a un problema que esta
de radice mal planteado. Sobre todo, han sido dos libros excepcionales y de fuerte impacto
sociológico y académico los autores directos del malentendido: el primero, La estructura de las
revoluciones científicas de Thomas S. Kuhn y, el segundo, El nacimiento de la física de Hanson.
La explicación que ofrecen, como decimos, es potente, pero sus pies son manifiestamente de barro:
cuando, por ejemplo, Kuhn introduce una metodología dialéctica a fin resolver un problema
imaginario, como cuando habla de una visión global del universo que entra en conflicto con otra
hasta que una de las dos vence finalmente a la otra –aunque siempre bajo formas conciliatorias,
pues nunca el triunfo es definitivo-, no hace otra cosa sino utilizar las categorías hegelianas (la
concepción de una dialéctica única movida por la razón universal conforme al mecanismo tesis-
antítesis-síntesis), aplicándolas irreflexivamente al devenir científico occidental. Pero, claro está, no
se puede olvidar que ésta es una dialéctica ficticia, no real sino pretendidamente sistemática a priori
de lo real-empírico. (En efecto: en el plano puro de la historia sistemática Hegel indica que las cosas
se cumplen efectivamente así: la razón universal pasaba inicialmente por Aristóteles –momento de
la tesis-, luego se encarno en la razón físico-matemática –antítesis de la tesis-, y en su conflagración
llegó por fin la síntesis). Todos estos esfuerzos realmente bien construidos están formulados sobre
el falso problema de la distinción filosofía-ciencia o del dilema continuismo-rupturismo sobre la
base de una estructuración lineal de la explicación sistemática propia de la filosofía de la historia.
Mas hay que decir que en el plano de lo real-empírico las cosas no sucedieron ni mucho menos así.
Siguiendo la tesis de Kerney y haciendo un nuevo corte en una fecha cualquiera, por ejemplo,
tomando a 1560 como arranque, y otro en 1660 como final (que es cuando se produce la recepción
europea del cartesianismo), lo que encontramos son diversas modelizaciones en pugna cuyos
ascensos y descensos, debates y rectificaciones –no victorias ni derrotas- conforman la sustancia
científica de esa centuria. Concretamente, en 1560 es muy influyente –y, como lo demuestran los
biólogos de la Royal Society, sigue siendo en 1660 muy influyente-, aquella corriente que interpreta
la renovación del pensamiento como procedente de la prolongación del experimentalismo en un
sentido aristotélico moderno -ya hemos señalado antes que esta posición tiene su origen en el
averroismo latino, lo que supone la liberación de Aristóteles de la teología medieval. Pues bien: en
1560 los herederos de los averroistas ya no interpretan que existan dos verdades, una teológica y
otra filosófica, sino que creen que han recuperado al verdadero Aristóteles y que este Aristóteles
genuino es el de la tradición experimental que acompañó desde siempre al Peripato. Por
consiguiente, la renovación del pensamiento es para estos una renovación de los métodos según la
cual el experimento mismo tiene una absoluta primacía: en el experimento es donde la observación
adquiere el elemento cargado de la descripción, barriendo con aquellas suposiciones no observables
que pudieran alterar la pureza de ésta. Y lo que la observación muestra es que los fenómenos están
hondamente relacionados entre sí, que las relaciones de causa-efecto o, en general, de continuidad o
sucesión, son relaciones orgánicas siempre. Se diría que cada una de las partes funciona o esta en
función del conjunto natural, de tal manera que todo lo que ocurre en el mundo de los fenómenos
está integrado en una especie de organización u organismo de forma que todo esta en todo, todo
lleva a todo, cada parte cumple una función interrelacionada en la totalidad universal. De este punto

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de vista nace la imagen –auspiciada también por Giordano Bruno, lo que le llevará a la hoguera- del
universo como un gigantesco animal. El método se basa en la descripción minuciosa susceptible de
contener el nexo donde un fenómeno se engarza a otros en un conjunto completo, y todas las
cautelas habrá que ponerlas en el momento de la descripción para eliminar los posibles errores -
idola en el lenguaje de Fracis Bacon- nacidos, sea de alteraciones en la observación, sea de defectos
o prejuicios en el observador, o sea de condiciones deficientes en el experimento mismo. Toda esta
descripción minuciosa aboca en taxonomías cada vez más detalladas que, en tanto puestas como
objetivo del pensar, conforman un planteamiento completamente moderno. Tales taxonomías
contiene dentro de sí elementos que admiten su ampliación de manera que de las taxonomías
mismas se pasa fácilmente a mecanismos inductivos, a generalizaciones cada vez más amplias hasta
el desvelamiento final del animal completo -el Todo-, en un sentido no solo estático, sino
fundamentalmente dinámico. La tarea se centra en aplicar tecnologías que aseguren la descripción
exacta del experimento, lo que genera instrumentos que hagan posible la observación y la
aplicación de un lenguaje que evite la posibilidad de los errores nacidos del lenguaje ordinario. Los
organicistas son partidarios también de la descripción matemática, cuando ésta está interpretada al
modo aristotélico, es decir, solamente en tanto símbolos o signos más potentes que otros porque
ofrecen menos anfibología o ambigüedad en su aplicación –lejos de entender la matemática como el
secreto discurso de la naturaleza (Kepler) ni como la sintaxis (Galileo) inteligible del universo, se
trata para ellos de una matemática material, descriptiva, una mero lenguaje más con la ventaja
añadida de su univocidad. Gracias a esta corriente la creación de instrumentos derivó a tecnologías
muy precisas: la utilización del microscopio nace en este contexto –William Harvey, por ejemplo,
descubridor último de la circulación de la sangre, es un organicista. Asimismo, la química y la
biología son conquistas de este modelo, que es donde se hacen mayores penetraciones descriptivas.
(Cuando más tarde Boyle intente extender el paradigma mecanicista al campo de la química el
fracaso será realmente estrepitoso; una de las causas del retraso de la química en el contexto de la
investigación contemporánea es precisamente la de que la química se ajusta muy mal a los
esquemas mecanicistas, desarrolla con muchas dificultades leyes mecánicas generales mientras que
se ajusta mucho mejor a este modelo de observaciones y generalizaciones por medio de
clasificaciones).

Pero todavía se puede ser moderno en ciencia también de otra manera, que en este caso conecta
fundamentalmente con el pensamiento astronómico. En esta vertiente se reivindica, de una manera
más rupturista con la Edad Media, a las tradiciones neoplatónicas o neopitagóricas. Ya en el primer
renacimiento se comentan los libros mistéricos de Hermes Trimegisto, que no se sabe siquiera si es
un nombre histórico o meramente simbólico. Lo que si se sabe con certeza es que estos libros
pertenecen a la gnosis cristiana y que no están escritos antes del s. III a.C., perteneciendo además,
para más señas, a la gnosis alejandrina, que mezcla tradiciones judías con neoplatónicas. El
renacimiento fue la toma de la cultura por los jóvenes nacidos después del estrago de la peste,
jóvenes de gran imaginación que vivieron una vida intensa y murieron pronto. Estos jóvenes
echaron mano de los textos de Hermes Trimegisto (“tres veces grande”) e inventaron una leyenda
esotérica sobre ellos: según ella, serían los textos secretos de la tradición mosaica dictados por el
mismo Dios. Entonces se pone de moda en Europa la literatura secreta, al estilo de la tradición
hermética. Sobre este punto aflora el conocimiento de la cábala judía que da lugar al texto La
cábala al desnudo, una interpretación de un texto sagrado, hermético, mágico y oscuro. Las
prácticas rituales de estos herméticos enlazan con la alquimia bajo medieval –ejemplo de ello es
Paracelso. Este movimiento es realmente muy rupturista porque el neopitagorismo produce una
sensación enteramente nueva, al venir dotado su mecanismo de un sistemátismo explicativo

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completamente insólito aunque aproveche las prácticas de la alquimia medieval -prácticas en el
sentido también más medieval. Todo un grupo de pensadores practicaban estas mistéricas creencias:
Copérnico, Kepler, los platónicos de Cambrigde con Newton... Si se lee a Nicolás Copérnico se
encuentra que su lenguaje es fundamentalmente hermético. Kepler es un hermético, un alquimista
además de un astrónomo: entre el enunciado de la primera y la segunda leyes de la elíptica (que
Kepler enuncia siendo muy joven) y la de la tercera (y más importante para la historia de la física)
pasan 20 años, y todo por la resistencia de Kepler a admitir las consecuencias antiplatónicas que sus
dos primeras leyes y la irregularidad de la elíptica implican. Newton dedicó más tiempo de trabajo a
la alquimia que a la ciencia matemática propiamente dicha, e incluso sus escritos públicos están
colmados de intuiciones y conceptos que provienen más de la magia que de la observación y el
cálculo matemático estricto. Este paradigma hermético, entre cuyas filas, como vemos, se hallan
grandes creadores de la ciencia moderna, tiene fundamentalmente tres postulados:

1) Función esencial de la matemática no como lenguaje (lógico-material, como en Aristóteles)


ni sintaxis inteligible del universo, sino como verdadera estructura interna y causa formal del
universo. La matemática decide sobre las variaciones de la cualidad y las uniformidades en general
de la naturaleza. Una matemática esencial, arcana, "nervadura del universo".

2) Un mundo compuesto de matemática arcana es un mundo -no un “organismo” en absoluto-


necesariamente armónico. Desde la armonía se interpretan los tipos, modelos o cánones que deben
servir a la interpretación y que sirven de ejemplo al pensamiento. Por ejemplo: las leyes se cumplen
en el triángulo armónico, en los poliedros regulares, etc., etc. Este es un mundo geométrico
armónico (frente al anterior biológico) que interpreta que detrás del telón de las apariencias
subsisten unas estructuras ideales armónicas. Dado que es esencialmente estático, para que un
mundo geométrico funcione -tenga movimientos, desarrolle procesos, etc-, es necesario postular el
último de los caracteres en que creen estos herméticos y que supone para ellos el elemento más
arcano y enigmático del universo:

3) Se trata de la existencia de fuerzas ocultas (vis), convicción que comparten Copérnico,


Kepler y Newton –fuerzas substantivas, permanentes e inherentes a la materia, que nada tienen que
ver con la teoría renacentista del impetus.

Sobre la matriz de la fuerza oculta se ha gestado la teoría general gravitatoria. También sobre la
idea de fuerza oculta se va a imponer la única rectificación que conoce el paradigma mecanicista a
lo largo del s. XVII: la creación de Huygens y Leibniz de la dinámica. La dinámica supone fuerza
primitiva (sin la cual no se puede comprender que una cosa se mueva en ausencia de choques o que
se desplace incumpliendo así la ley de inercia) y derivada (sin la cual no se puede dar razón de los
fenómenos concretos de los movimientos). En base a estas ideas las combinaciones entre
herméticos y organicistas son frecuentes y las fronteras son laxas –como, por ejemplo, para Van
Helmont. Kepler es mucho mejor matemático que Galileo, y Tycho Brahe mucho mejor observador,
pero, sin embargo, el futuro iba a pasar por un tercer paradigma iniciado por Galileo Galilei por dos
razones generales: en primer lugar, por la total conciencia de novedad que imprime en la conciencia
de la época, y, en segundo y más importante lugar, porque su campo de aplicación, aunque
empobrecía enormemente la realidad, tenía una eficacia explicativa inmediata e incomparablemente
más potente que la de los otros dos paradigmas coetáneos. Pero la transformación que Newton va a
hacer sobre la mecánica galileana procede en parte del paradigma hermético e implica, por tanto, un
retorno histórico de éste. El propio Leibniz, mediante la introducción de la noción de infinito,

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presupone una clara rectificación del mecanicismo tomada también de ideales herméticos -Leibniz
había sido también alquimista y había entrado en contacto con los rosacruces. En suma, el
mecanicismo en el balance final del Barroco sufre grandes modificaciones que no nacen de sí
mismo sino de otros paradigmas.

En sí mismo, el mecanicismo parte de una metáfora que expresa Galileo y que va a tener una
enorme fortuna porque Descartes la hace suya y la repite continuamente: Galileo, en efecto, dice
que el mundo es análogo a una inmensa maquina. Y si el mundo es una maquina ello quiere decir
que todos los elementos están relacionados entre sí y que todos cumplen una función en el contexto
del todo sistemático que forman -la idea de función es semejante a la visión organicista pero con
una rectificación fundamental: tal función no nace del principio interno de la cosa, tal y como
dictaba la visión organicista, para la cual todo esta movido por “almas” en una interpretación de la
visión aristotélica según la cual no hay ninguna realidad de la que no se pueda predicar el principio
de la potencia activa, y cuya explicación no provenga desde el propio interior del ser en cuestión.
Para el mecanicismo el principio del movimiento no procede del interior de cada ser, sino que
procede de la totalidad del sistema. Es el sistema entero el que está o contiene sus propias leyes; el
mundo se compone de partes, cosas, y de leyes, pero leyes que lo son del mundo en su totalidad, no
de cada una de la cosas. Dicha modificación es crucial: de hecho, en los libros que están dedicados
al aparato experimental se encuentra poco reflejada y, sin embargo, la literatura correspondiente
está constantemente salpicada de esta advertencia: el mundo esta compuesto de partes y leyes. La
metáfora de la maquina viene elaborada en el Discurso sobre las dos nuevas ciencias de Galileo, en
un momento en que Galileo ha estado estudiando el principio de inercia vinculado a las leyes del
movimiento uniformemente acelerado. El movimiento uniforme tiene sobre todo su expresión
dinámica en la imagen del péndulo como representado en un espacio geométrico ideal, ya que sus
movimientos no proceden de la barra sino del conjunto del sistema. En este mismo sentido, Galileo
realizaba también experimentos relacionados con la caída de los graves. Lo que expresa la ley del
movimiento uniformemente acelerado es que lo que se mueve es el sistema entero: las leyes del
universo son independientes de los fenómenos particulares y son éstos los que se adecuan a ellas.
Así reza el tópico de la ciencia mecanicista desde Galileo: ya no es un problema averiguar qué son
las cosas, sino establecer cómo tienen lugar –no la esencia, sino las relaciones. Aristóteles queda
atrás, las cosas han dejado de tener entidad ontológica, las leyes no les pertenecen, de los entes ya
no queda más que su mera condición de fenómenos. Lo que ahora interesa conocer máximamente
son las leyes, y no los hechos –este es el enunciado programático de la ciencia moderna. El pórtico
de mecanicismo lleva inscrita esta leyenda: el mundo es una gran maquina con sus propias leyes y
éstas explican suficientemente el comportamiento de los fenómenos; no entre aquí quién se
preocupe aún de mirar a las cosas. Esta decisión comporta, al menos, dos grandes consecuencias:

1) Negativamente hablando, implica la posibilidad de propinar un hachazo lógico y ontológico


a una inmensa zona de la reflexión humana, lo cual explica parte del éxito tremendo del
mecanicismo cuando este se extiende y vulgariza por Europa –cuando el cartesianismo se puso de
moda, en torno a 1648 en Holanda los estudiantes cartesianos convencidos de la evidencia y
sencillez de sus tesis llegaban a las manos en las aulas en la discusión con sus oponentes. El mismo
Christian Huygens declaró en una carta que todo lo fundamental se debe a Descartes, y que la razón
principal de su éxito reside en el hecho de que apeló por primera vez a conceptos claros que los
podría entender todo el mundo sin necesidad de postular nociones inaprehensibles en la experiencia.
El mecanicismo, por tanto, mostraba una imagen excesivamente simple y accesible del universo.

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2) Positivamente hablando, el mecanicismo afrontaba por primera vez la posibilidad de ofrecer
un sistema cerrado de ciencia natural que hablaba del mundo globalmente –y no en compartimentos
estancos-, en una teoría general omniabarcante. Como el mundo esta dotado de un número aun no
determinado de leyes, el programa de investigación consistirá en tratar de descubrirlas a fuerza de
clasificar los fenómenos correspondientes que no serán ni muchos ni muy diferentes porque todos,
al fin y al cabo, deberán responder a unos principios comunes. El mecanicismo es un sistema de una
economía conceptual admirable, por eso en su aparición esto produjo una sensación intensa de
claridad, completitud, sencillez y novedad en su tiempo –es el aspecto favorable del punto anterior.

Curiosamente, el menos mecanicista de todos es el propio Galileo, que muere sin saber que ha
puesto en marcha un sistema global de explicación del universo -él siguió hasta el último momento
estudiando aspectos singulares sin ofrecer una cosmovisión totalizante. Es más bien Descartes el
responsable de la visión mecanicista de la física extendida a una visión generalizadora del cosmos.
Según esta visión, se tiene que pensar que todo, lo que es decir todos los seres remitidos a la
condición de fenómenos –es decir, relaciones y comportamientos-, deberán participar de la
universalidad de la dotación completa de leyes en que consiste la estructura de la gran maquina del
universo. Si se tienen que establecer mecanismos de explicación sistemática de este mundo en
forma de conceptualizaciones filosóficas estrictas, habrá que decir según Descartes que el mundo se
distingue o divide en dos: aquel o aquello que piensa la realidad, y aquella realidad que es pensada.
Esta última es la extensión, que es el nombre de la sustancia que explica la totalidad de los
comportamientos fenoménicos, por ello mismo la extensión es ya el receptáculo de esos mismos
comportamientos, cuya propia naturaleza es la de una especie de pre-comportamiento o de
precondición general del funcionamiento fenoménico. Cuando Descartes escoge la extensión como
sustancia del mundo físico es porque sobre ella se puede explicar perfectamente el comportamiento
de los únicos fenómenos que interesan a Descartes y, en general, al mecanicismo, que son los
fenómenos del movimiento. Todas las leyes de este mundo extenso serán las leyes que
correspondan a los cuerpos extensos, y que no son otras que las leyes del movimiento así
entendidas. La lectura de Descartes respecto de Galileo es de una extraordinaria eficacia y
economía conceptual: Galileo no ha hablado de otra cosa que de cuerpos y movimientos, por tanto
establecer que el orden ontológico lo forma la extensión puesto que éste es el lugar al que
corresponden las leyes del movimiento no es más que llevar al plano de la generalización
sistemática la actividad científica de Galileo. De esta suerte, el Descartes de la física no es más que
la apropiación de una cosmovisión adecuada a la tarea de investigación científica propuesta por
Galileo Galilei.
Además, en un mundo-maquina corresponde al análisis de la realidad-extensión el pensar un
mundo cuya realidad última son los corpúsculos. Esta palabra, "corpúsculos", es la que utiliza la
modernidad; solo se empezará a usar el vocablo “átomos” cuando así lo introduzca Pierre Gassendi.
Como la propiedad de la extensión es ser divisible, si no se quiere llevar esta división al infinito (lo
que destruiría la noción de materia, puesto que el último de los más pequeños elementos, si son
materiales, tienen que ser extensos), hay que llegar a un último elemento indivisible donde todavía
hay extensión. De la misma forma que el análisis nos ofrece la noción de corpúsculo, esta por
composición nos ofrece la idea de extensión. Por tanto, se puede llegar a la concepción de que el
mundo real es un mundo material formado de entidades últimas, finitas, que expresan la posición
inicial del universo, y cuya composición es la extensión. Una consecuencia de esto es que no hay ni
puede haber fuerzas ocultas, porque si fuese así habría que pensar que estos corpúsculos están
dotados de algún principio activo, pero los principios activos pertenecen en este nuevo contexto a
las leyes y dichos corpúsculos no son más que corpúsculos materiales de los cuerpos inertes -las

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leyes, por el contrario, pertenecen a la maquina, son propiedades del sistema. Por consiguiente, para
Descartes no se puede contar con fuerzas entre los componentes del entramado cósmico: el mundo
cartesiano es yerto, nada se mueve sino se le aplica el movimiento desde fuera, e igualmente nada
cesa sino se le aplica un movimiento desde fuera -el movimiento que no tiene fin si no se le frena,
es un movimiento inercial (e.d., de lo inerte). Una de las consecuencias más importantes en orden a
la configuración tanto de la física como, en general, de la ciencia moderna posterior se deriva de
que si las leyes de este mundo están sobrepuestas a los fenómenos y de ningún modo son internas a
él, éste es un mundo en el que no tiene presencia alguna la finalidad, el télos natural aristotélico -
mecanicismo es fundamentalmente ausencia de causas finales. Dado que no están los principios
activos en los entes, ellos no dirigen el crecimiento en perfección de su propia naturaleza (en
Aristóteles la esencia dirige teleológicamente el proceso que pertenece al propio ente), sino que este
desarrollo esta expresado únicamente en las leyes, y como las leyes sólo encadenan un fenómeno
con otro –enlazan sus comportamientos-, no hay lugar para causas finales. Todas las leyes
responden al principio de causalidad agente y nada más, causa agente es igual a causa mecánica.
Por último y todavía más importante: si los entes no interesan y tenemos que pensar tan solo en los
términos de corpúsculos y leyes, todo el problema de la explicación pasa a ser un problema de
lenguaje. Tal lenguaje no puede ser ontológico -no hay ya entes-, tan solo ha de limitarse a dar
cuenta de los comportamientos de los fenómenos. Pero los fenómenos son procesos singulares que
solo cobran ellos mismos sentido en tanto que responden a leyes generales, con que explicar para un
mecanicista no es más que enunciar la ley general desde la que se explica el fenómeno particular.
Lo que sucede en un cambio del estado del universo (y que eso es lo único que hay que medir),
queda explicado cuando encuentro la legalidad general que lo cubre, que garantiza que ese
comportamiento será siempre el mismo en adelante. Por tanto, la tarea está en encontrar una
modalidad de lenguaje que exprese un comportamiento general. El lenguaje descripcionista
claramente no es valido pues está atenido al fenómeno singular -es rigurosamente falso que la
modernidad sea experimentalista desde el momento en que se decantó por la tendencia mecanicista.
El lenguaje que permite expresar una ley sin atenerse a ningún fenómeno será un lenguaje en el que
el símbolo lo sea de todos y de cualquiera, subsumible a todos los fenómenos y a ninguno en
particular, y eso es lo que ofrece al mecanicismo justamente la matemática. La matemática, en
efecto, es un lenguaje en que el operatorio no contiene ninguna semántica, no es más que un puro
símbolo, y en donde las operaciones expresan sólo entidades de carácter cuantitativo o relacional.
Es equivoco decir que para el mecanicismo la matemática sea la esencia del universo, como lo era
para el hermetismo: aquí la matemática es esencialmente lenguaje. Lo que formula Galileo
propiamente es que el universo esta escrito en lenguaje –carácteres- matemático. Y cuando se
escribe en lenguaje matemático, es decir, cuando de halla la formula correspondiente a una ley del
universo que se cumplirá ahora y siempre en los fenómenos de la materia extensa, entonces se tiene
la clave de la lógica de toda explicación a la mano y definido ya de un modo concluyente el
mecanicismo como ciencia natural en tanto programa de investigación preciso sobre un sistema
cerrado con una dotación de leyes a descubrir.

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El movimiento científico en la segunda mitad del s.XVII.

El mecanicismo triunfa ya al final de la primera mitad del s.XVII y se exporta fuera de Francia
–la habilidad de divulgadores como Boyle, en Elementos de la filosofía corpuscular, está detrás de
este éxito allende las fronteras francesas ¿Que ocurre exactamente en la segunda mitad del siglo que
genera una sensación tan patente de necesidad de reformar el estado de cosas científico? El
problema fundamental del mecanicismo es que resulta demasiado simple para dar noticia de toda la
enorme variedad lo que sucede realmente en el universo. Porque si se prescinde de la noción de una
fuerza activa, es decir, si se considera que todo lo que son fenómenos dinámicos o cinéticos tienen
que expresarse en la forma de leyes que se puedan enunciar matemáticamente pero que, en último
término, pertenecen a la maquina total y no a la consistencia de cada una de las piezas, si se piensa
así entonces no hay medio de entender nada de todos aquellos fenómenos en los que, sin haber
choque ni uniformidad, sin embargo hay variaciones cualitativas significativas, sea en la velocidad,
sea en la dirección, etc. Y, sobre todo, no se pueden comprender, en efecto, los fenómenos relativos
a la energía -la dinámica va a ser la tumba del programa mecanicista ¿Que ocurre, por ejemplo, con
los problemas de freno que no están motivados por choque alguno? ¿O con los problemas de
resistencia elástica? ¿Que ocurre asimismo con un rayo de luz que penetra en un medio físico poco
resistente como es el agua y que, sin embargo, tiene una desviación muy superior a la del choque
mayor de una bola en las mismas condiciones? Hay, por tanto, todo un conjunto de fenómenos que
no se pueden explicar echando mano exclusivamente de las leyes del movimiento inercial o
uniformemente acelerado. Y, por otro lado, hay fenómenos que no se explican en modo alguno por
recurso a las leyes mecánicas, por ejemplo: no se puede hablar de un movimiento eterno en los
movimientos de los seres vivos (un hombre no se mueve sólo porque lo empujen, y una vez
comenzado su movimiento no lo incrementa progresivamente por imprimirse de continuo fuerza a
sí mismo). Existe todavía otro problema que consiste en que si se piensa dentro del cuadro
macroepistémico adecuado a una explicación mecánica, se encontrará que todos aquellos
movimientos que no sean estrictamente regulares no podrán ser expresados por ninguna ley so pena
de que se incumpla el principio de comportamiento inercial de los fenómenos. A causa de estos
numerosos problemas entra en crisis el mundo de la analogía con la maquina bajo la concepción de
que basta para la explicación con contar con cosas y sus leyes, y por estas fisuras se introduce
poderosamente la sugestión a la reforma del mecanicismo a partir de 1650.

Ni Newton ni Leibniz -los dos grandes científicos de finales del XVII-, quisieron impugnar el
cuadro general explicativo del mecanicismo, que se mostraba para ellos sólido y eficaz y, sobre
todo, máximamente penetrable por la razón. Lo que pretendieron es retocar el interior del sistema;
no querían cambiar de casa, sólo aspiraron hacer reformas interiores, pero estas reformas
terminaron manifestándose como cambios de una gran magnitud. El secreto último de este mundo
mecánico es que es exclusivamente geométrico, y, por lo tanto, requiere una matemática
33
exclusivamente algebraica. Si se piensa todo en términos de planos y movimientos uniformes
acelerados o de planos y choques, entonces se puede efectivamente encontrar, para cada uno de los
movimientos, la imagen geométrica correspondiente -en un mundo puramente geométrico y
algebraico lo cierto es que no hay cabida alguna a la dinámica. No obstante, en 1680 primero y en
1686 después, se produce una rectificación profundísima del mecanicismo que constituye la
verdadera conquista del mundo moderno y que va a tener lugar en el interior mismo del
mecanicismo desde la consideración el siguiente elemento problemático: supuesto que el mundo no
es finito y, por consiguiente, no puede tener una imagen geométrica perfecta, entonces es que el
mundo contiene dentro de sí el infinito, y de ello se desprende que la ciencia física tiene que dar
lugar necesariamente y reingresar la noción de fuerza ¿Cual es, pues, la diferencia entre un mundo
geométrico y uno dinámico? Que el geométrico es siempre finito, apelando siempre a extensiones
cuya área puede calcularse bajo una matemática finita. Las fuerzas, en cambio, entrañan el
problema de introducir los irracionales en la matemática. Cuando se piensa en estos términos, la
proyección geométrica del mundo es imposible y el universo se revela como lleno de fuerzas,
produciéndose el retorno a una posición que viene de Kepler y del pensamiento hermético. Por eso
Kepler solo es apreciado en la segunda mita del s.XVII por Newton, recuperándose también en un
mismo acto buena parte de los elementos del organicismo renacentista, ya que si se piensa ahora en
términos de fuerzas, éstas han de ser procedentes del interior de los entes, de modo que los
fenómenos recobran así alguna personalidad independiente del conjunto natural –ya no es lo mismo,
bajo este punto de vista, considerar la luz que el movimiento de una bola de billar. Se siente la
necesidad de volver a recuperar la idea de los entes naturales, y Newton, que es un platónico de
Cambrigde que ha leído muy bien entre líneas del mecanicismo (impuesto en la Royal Society sobre
todo por Boyle), decide que aún conservando el gran cuadro el mecanicismo hay que resituar en él
la idea de fuerza y la idea también de función procedentes de otros paradigmas. No es verdad, por
consiguiente, que se diera un triunfo neto del mecanicismo galileano: lo que hubo más bien es una
recomposición final de los paradigmas que vienen del renacimiento hasta la final creación de un
sistema mixto cuya cosmovisión es mayormente mecánica pero cuyo interior es manifiestamente
dinámico. Este es el contenido de la memoria que publica Newton en 1680, pero tanta o más
importancia tiene la memoria que da a la luz Leibniz en 1686, y que es toda una expresión del signo
de los tiempos. Se titula Memoria sobre el error memorable de Descartes, y fue publicada en los
Acta Eruditorum de Leibniz –una revista científica que él mismo ha creado en el mundo prusiano al
ser imposible publicar nada contra Descartes en las actas de la Real Academia de París. Pues bien:
si en Newton la recuperación de las nociones de “fuerza” y “función” proceden de experimentos en
la Óptica, en Leibniz, en cambio, procede de un análisis de las leyes del movimiento cartesiano.
Para Descartes era evidente que se puede calcular el movimiento multiplicando la masa por la
velocidad -el movimiento que es capaz de producir un objeto-, y este es para Leibniz el "error
memorable" del francés, porque si se multiplica solo masa por velocidad se esta pensando en ese
momento en un mundo finito donde la masa y la velocidad están bien delimitadas. Pero toda vez
que se calcula la velocidad, se introduce inevitablemente el infinito (en el exponente al cuadrado de
m*v que corrige Leibniz se introduce el infinito). Esta nueva formula introduce, por tanto, el
infinito en una forma que ya no es geometrizable y que debe apelar a una matemática nueva: es la
emergencia de la matemática infinitesimal. Un infinitésimo expresa justamente la idea de que un
desplazamiento es decreciente al infinito y creciente al infinito, de manera que si se piensa en un
corpúsculo que va hasta la piedra de imán se puede traducir físicamente -incluso en laboratorio- esta
situación siempre y cuando se piense que existe la posibilidad de una descripción en la que cada
uno de los pasos que puedan ser pensados serán mayor y menor que ninguno pensable en cada
momento concreto. Así que el infinitésimo es una realidad inestable, que no es nunca enteramente

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lo que es, sino que es siempre mayor y menor que cualquier otra cosa calculable. Y si es así no se le
puede asignar un número, ya no le cabe al álgebra sino asignarle el signo de una integral. Por
consiguiente, la matemática de los infinitésimos es una matemática inestable, no-geométrica, en la
cual lo que demuestra la formula es algo que no se puede detener nada más que analíticamente, y
esto exclusivamente con el pensamiento, no en la realidad ¿Por qué? Pues sencillamente porque en
ella están, moran los infinitésimos. Desde el punto de vista empírico no se encuentra el mundo
estable anterior de los corpúsculos y las leyes (geométricamente ya no se puede dar razón de él),
sino un mundo fenoménico dotado de fuerza donde se cumplen inestablemente las leyes. De este
modo, y gracias a estas brillantes contribuciones, se instala la dinámica para siempre en los límites -
antes claros y esquemáticos, pero insuficientes- del mecanicismo barroco.
La supervivencia del mecanicismo estará a partir de entonces en contra de la investigación
científica, y hasta el s.XX no se dejará a un lado este lastre a falta de otra cosmovisión sistemática
cerrada -e.d., en la estela de nuestra metáfora anterior, no se derribará la casa en vez de reformarla
hasta ese siglo. La sensación de caos en el mecanicismo es enorme hasta que Newton ("Todo estaba
desordenado y Dios dijo ¡hágase Newton!, y todo se ordeno", se lee aproximadamente en su
epitafio) lo rehace. Y lo que ha hecho Newton es proponer un sistema epistémico, no más que un
planteamiento metodológico, para poder interpretar la investigación de la física en un sentido
operativo: es lo que se conoce como el método hipotético-deductivo. Con él, Newton engaña a la
razón y a la naturaleza para que las cuentas salgan: engaña, en efecto, en las hipótesis y en la
deducción, pero el resultado es nada menos que la pervivencia por tres siglos más del mecanicismo
y el desarrollo acumulativo tal como hoy lo conocemos de la investigación científica. El célebre
dispositivo hipotético-deductivo, en lo que tiene de metódico supone la imaginación de dos grandes
elementos: la idea de que puesto que cualquier operación que tenga que reducir la inestabilidad de
la naturaleza a hipótesis geométricas estables hace algo que no es del todo legítimo ni verdadero,
entonces debemos rebajar su pretensión epistémica a algo así como hipótesis, que, eso sí, nos son
sumamente útiles. Una hipótesis en sentido newtoniano no es una tesis que pone para luego tratar de
un modo u otro de demostrarla o deducirla -este es el sentido clásico, antiguo, de "hipótesis"-, sino
que consiste en un enunciado estable, intermedio entre la realidad siempre en movimiento y la ley
que ha de ser enunciada, la cual es por propia definición estática. Ese intermedio, que recoge una
metáfora del universo susceptible de congelar la actividad incesante de la naturaleza, eso es una
hipótesis en sentido moderno. Y mediante este enunciado ambiguo se engaña a la naturaleza
haciendo como que ella se comporta tal y como dicta el modelo, eliminando en el proceso las
inquietudes, diferencias, e infinitas particularidades de cada caso. Una hipótesis nunca es un
enunciado sobre la realidad, que es intrínsecamente incontrolable, y a la vez siempre es un
enunciado que refiere, mediante un rodeo, a la realidad. Gracias a esta hipótesis se paraliza
geométricamente al mundo, y a partir de aquí se engaña también a la razón: si las cosas fueran así -
tal y como la parálisis geométrica propone-, entonces se obtendrían tales y tales consecuencias
deductivas (y aquí "hipótesis" ya adquiere su sentido clásico), que parecen convenir más que otras
en los fenómenos y que avalan así la certeza de la hipótesis, la cual no hay que olvidar que comenzó
su andadura siendo simplemente imaginaria. Desde luego, existe un margen de incumplimientos en
cada caso de aplicación que se debe considerar despreciable, y, así, gracias a este desprecio, la
ciencia goza de una limpia apariencia de exactitud e infalibilidad.
Deviene exacta, pues, la ciencia moderna al precio de depreciar los restos, que aparta por
irrelevantes, y de esta manera engaña bajo la apariencia de meridiana exactitud. Una ciencia
inspirada por la estrategia hipotético-deductiva es, de modo eminente, una manera barroca de hacer
ciencia. Mas lo importante es constatar como la cosmovisión resultante hace aparecer como más
real la ley y los cálculos de la hipótesis que la realidad misma sometida a ellos. Toda desviación de

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los datos de la realidad respecto de la ley se explica por la carencia eventual del hallazgo y cálculo
de las causas concomitantes: interferencia de nuevas leyes todavía desconocidas, alguna clase de
error en las medidas tomadas por falta de precisión de los instrumentos, acumulación de los factores
a tener en cuenta, etc., etc. Lo que una posible anomalía jamás significa para la ciencia moderna es
que, aún no teniéndola todavía en nuestras manos, la explicación exacta del fenómeno no sea, en
todo caso, perfectamente posible en el futuro. Puesto que la exactitud se pone al principio como un
a priori incuestionable, todo lo que aparece en el curso de la investigación como excepcional o
chocante o bien es despreciable o bien es fruto de una causalidad aún no hallada. Cuando Leibniz
critica esta suposición de la exactitud inaplicable para una metafísica de las fuerzas, lo que le
responde el newtoniano Samuel Clarke manifiesta claramente la teatralidad que ha hecho
hegemónico al mecanicismo durante tres largos siglos: Clarke replica, en efecto, que Dios corrige
cada cierto tiempo los desajustes del universo sosteniendo así la validez inmutable de las leyes. Sea
como fuere, lo que parece fuera de toda duda es que de la inestabilidad que supone la injerencia de
la dinámica en el mecanicismo nace la gran crisis de la ciencia contemporánea -estrictamente
paralela a la crisis de la matemática que trae consigo. Pues fue cuando en 1880 se intentó cerrar la
mecánica newtoniana demostrando de una vez por todas la existencia de esa materia sutil y
misteriosa que era el éter -entidad que se había introducido precisamente para susbsanar las
inexactitudes-, y este propósito no solo no se consigue, sino que da lugar a un replanteamiento
completamente distinto del pensamiento físico, entonces el entero edifico del mecanicismo se
derrumba definitivamente. Y lo hace de una manera que sólo podrán recomponer ecuaciones aún
más inestables: teoría de la unificación de campos de Maxwell-Faraday, cuerpos difusivos, teorías
probabilísticas, relativas…(En definitiva, ecuaciones todas que se saben a sí mismas inestables). Es
1880 entonces la fecha que puede señalarse como certificado de defunción del mecanicismo.

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Ideales estéticos del barroco.

La mejor poesía barroca es la española sin discusión posible; no se ha llegado en el s.XVII tan
lejos y tan profundo ni se han tocado tal variedad de temas ni con tanta perfección formal como en
el barroco español. Este un soneto escrito hacia 1615 por uno de los hermanos Argensola, y que
expresa lo que podría ser el entramado, la víscera, la raíz de la estética del Barroco:

"Yo os quiero confesar, Don Juan, que aquel blanco y color de Doña Elvira no tiene de ella
más, si bien se mira, que el haberle costado su dinero. Pero tras eso confesar os quiero que es
tanta la beldad de su mentira que en vano a competir con ella aspira beldad igual en rostro
verdadero. Más que mucho yo perdido ande por un engaño tal, pues que sabemos que se nos
engaña así ¿¿natura??????. Porque este cielo azul que todos vemos ni es cielo, ni es azul
¡Lastima grande que no sea verdad tanta belleza!"

La estética del barroco es fundamentalmente la esencia del barroco mismo, hasta el punto de
que si podemos hablar de una época del “barroco” utilizamos para ello una denominación estética.
"Barroco", en efecto, alude a una categoría estética, a una sensibilidad, a un gusto, que por
extensión se traduce en otras tendencias del espíritu humano, como la ciencia, la filosofía, etc.
Pocas épocas han podido ser tan signadas, tan definidas por una categoría estética como este
periodo que estudiamos. El término "Barroco" nació para definir un arte opuesto al clasicismo del
renacimiento, aunque su origen antes de esta utilización sea desconocido. Para algunos estudiosos,
"Barroco" es un vocablo español (lo cual no resulta extraño, puesto que el barroco es, en su primera
parte al menos, un siglo español), que designa una perla irregular que se puso de moda en España
porque resultaba mucho más barata que la verdadera. Hubo un gran comercio a través de las
expediciones al Caribe de este tipo de perlas imperfectas, que, no obstante, tuvieron la importancia
de permitir que una buena parte de la burguesía pudiera enjoyarse. Una segunda teoría sobre la
palabra "Barroco" es aquella que entiende o encuentra en ella la denominación de un silogismo en
falso, BAROCCO, tomada de la filosofía escolástica y sin duda de origen italiano, que apunta a un
razonamiento en apariencia verdadero sólo que de conclusión solo probable, cuando no engañosa.
También aquí lo que se produce es la ambigüedad de una doble y contradictoria sensación, como en
el caso de la perla, de autenticidad y falsedad. En cualquier caso, ambos ejemplos muestran en su
entraña algo que pertenece al seno más íntimo del barroco, y de lo que el anterior soneto consignado
da también muestras: esa especie de tensión irresoluble que existe entre la apariencia y la realidad,
tensión que es contradictoria y que, sin embargo, en su contradicción produce una gran vitalidad. Es
esta tensión lo que designa en términos prioritarios la esencia del barroco estético. Este nace
siempre cuando los modelos clasicistas agotan su periodo histórico. El clasicismo es un arte de la
quietud, del espacio, del equilibrio, que pretende en todo momento establecer el conjunto de
estructuras lógicas, racionales, que invitan a revelar el espacio en el sentido más exacto posible. Por
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tanto, todo lo que signifique elementos de tensión o contradicción quedan eliminados, sea de la
arquitectura, sea de la pintura o de la literatura. En el clasicismo, se trata de pensar positivamente el
mundo en sus aspectos más estables, y por eso la sensación que ofrece es de serenidad y reparto
lógico del espacio. El problema estriba en que esta actitud clasicista es necesariamente finita: al
analizar la totalidad de los elementos y como esos elementos tienen un límite natural, tarde o
temprano se pone un fin irrevocable a su investigación. Al termino de una obra clasicista -
pongamos un cuadro de Rafael, o una estructura de Bramante-, una vez analizada se descubre que
los espacios han sido ocupados en sus formas lógicas naturales, por tanto no hay desplazamientos
posibles, no hay ninguna pulsión interior por virtud de la contradicción que invite a desarrollar
alguna de las tendencias latentes del cuadro o de la obra de arte cualquiera; por consiguiente, la
sensación que ofrece es la de acabamiento, la de un sistema que se cierra enteramente sobre sí
mismo y que no permite ya más desplegarse en ningún sentido. Y esto es la esencia del clasicismo,
que admiramos por la perfección de su acabamiento. Para el clasicismo la obra es autónoma, se
sostiene a sí misma y por eso es necesariamente finita: no puede ser tocada ni desarrollada ni un
punto más, puesto que todas las piezas están donde naturalmente deben estar.

La actitud del barroco es la contraria y nace de la gran crisis religiosa de mediados del s. XVI.
No se podrán entender nunca los ideales estéticos del barroco mientras que no se comprenda que es
un arte de crisis que resulta de una situación de crisis que se traduce en la incertidumbre de aquellos
elementos susceptibles de asegurar la vida de los hombres. La inmediata consecuencia de la reforma
es la aparición de las guerras, de la inestabilidad política en Europa; los grandes pleitos ya no lo
son, como otrora, puntuales y episódicos por cuestiones dinásticas o de fronteras, sino que concitan
a la totalidad de la convicción del hombre, de manera que los ejércitos, aún componiéndose
obviamente de mercenarios, también albergaban gentes que luchaban realmente por la fe en la que
creían. No cabe ninguna duda de que los grandes conflictos del s.XVII contienen mucho de pasión
auténtica de los hombres, por tanto al grado de inseguridad ideológica se une también el grado de
turbación de los espíritus que tiene consecuencias inmediatamente prácticas. No es aventurado
afirmar que el hombre es arrancado por primera vez del suelo firme de sus convicciones, que son
las mismas en que habían vivido también sus antepasados. Por todo ello, la sensibilidad que esta
situación produce es la contraria a la que exige el clasicismo. De hecho, lo que esta claro al
principio de la guerra de los treinta años es que no existe un geometral único donde los puntos de
vista estén cada uno en su sitio. Ya no es posible mantenerse en un mundo cerrado clasicista, y si
fuera posible describirse en este mundo que contiene un infinito de posibilidades abierto, sería en
esa forma que perturba más el modelo clasicista, donde los elementos del conjunto están en
discusión en cuanto a su propia existencia. Porque lo que aparece ya no es lo que es, porque lo que
es no posee muchas veces el grado de belleza o atracción de lo que aparece. El hombre que lucha
por una cuestión religiosa y que tiene como objetivo de su lucha la salvación de sus convicciones,
precisamente es un hombre al mismo tiempo carcomido por la duda sobre la viabilidad de esa lucha
y por la inseguridad misma a que esta lucha lo somete. El protestante alemán que lucha contra el
bando católico también esta luchando contra su memoria misma; el católico que lucha contra el
bando protestante también tiene que cerrar su memoria a su inmediato pasado puesto que las
denuncias de los protestantes son, en la mayoría de los casos, ciertas. Esta inseguridad en teoría del
arte se manifiesta de una manera clara. El Barroco se inicia justamente con los temas de la
imposibilidad de la seguridad, de la duda respecto a lo que nos rodea. El gran Shakespeare, donde
todavía participan los ideales del renacimiento, en una de sus últimas obras trata en una farsa lo que
en siglo se convertirá en una tragedia con consecuencias sociales y políticas en el interior de una
obra de Calderón de la Barca. El problema de “¿cuando estábamos soñando, ahora o antes?”, tiene

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una traducción objetiva en esta situación histórica del barroco. De ahí que ninguna obra artística
pueda ya recoger en sí misma la totalidad de sus propios elementos estructurales, los cuales la
otorgan sentido pleno. El sentido ahora esta fuera, en otro punto, hay que ponerlo y para ello hay
que buscarlo.
El clasicismo no necesita ninguna retórica, ninguna predicación sobre el lenguaje del arte o de
la literatura, ningún discurso acerca de la expresión misma sobre sus condiciones. El clasicismo
acota dentro de sus claves de interpretación el contexto de justificación suficiente como para que no
se produzca ningún problema, ninguna turbación. El Barroco, en cambio, es, por encima de todo,
una meditación sobre el lenguaje, es decir: una retórica. Exterioriza una necesidad de que ciertos
elementos de orden material y formal -técnico, artístico…- se sobrepongan a ese foso abierto entre
lo que es real en un orden pero no completamente seguro en otro orden. Cuando el hombre pierde
contacto con los elementos que le afincan al mundo, desde ese momento necesita recuperar algún
equilibrio por medio de lenguajes de la justificación, por lo tanto la justificación ya no está en la
obra misma, sino que hay que ponerla desde fuera como sea. El Barroco estético no es más que un
lenguaje: esto se muestra muy bien en lo que se refiere a las artes plásticas. No conoce el barroco
modificaciones importantes sobre la arquitectura del renacimiento, de hecho si se estudia una iglesia
renacentista y otra jesuita la comparación no encuentra grandes novedades. Asimismo, si se estudia
la disposición de las figuras de -quizá el creador del barroco en pintura- Caravaggio con respecto a
las investigaciones del manierismo del renacimiento se encuentra que no hay grandes
diferenciaciones en el estudio, por ejemplo, del movimiento de las figuras, ni siquiera en el
tratamiento de su disposición geométrica. De manera que hasta los más violentos escorzos de
Caravaggio (como, por ejemplo, en el cuadro donde Cristo aparece boca abajo descendiendo de la
cruz y cuya sensación de profundidad es la mayor que se ha producido hasta ese momento), no
significan dar entrada en absoluto a ninguna nueva técnica pictórica que no haya sido
suficientemente explorada por los estudios de los siglos XV y XVI. Así que desde el punto de vista
estructural no hay novedades, el Barroco no propone de una manera importante innovaciones como
sí las había propuesto fehacientemente el Renacimiento respecto del mundo gótico. Se conservan
las mismas formas de construir o de pintar, así que entonces la pregunta es: ¿Que es lo que de todos
modos diferencia tan profundamente la visión barroca, hasta convertirse en contradictoria de la
renacentista? Pues un cambio en el enfoque, una alteración en las condiciones mismas del lenguaje,
en definitiva una retórica. La retórica del adorno, de la decoración, de la luz, y un largo etc: aquí si
que encontramos grandes novedades sobre unos mismos modelos tradicionales. Este hecho se
discierne particularmente bien en la pintura: si se piensa de nuevo en el anterior cuadro de
Caravaggio lo que se encuentra es un final totalmente oscuro y una parte superior iluminada. Desde
el punto de vista del estudio de movimientos la presentación de cuerpos hacia abajo era un
problema ya dominado en el s. XV; de igual manera que las figuras que centran este movimiento
diseñan un típico ejemplo de disposición del espacio en trío, entonces ¿Por qué decimos que es
Barroco y no Clásico? Pues principalmente porque toda la oscuridad final al trasfondo y la luz
completamente violenta y antinatural centrada en la imagen patética del muerto que desciende hace
que la disposición de los elementos clásicos quede perturbada en pro de una disposición dramática
de ese mismo espacio. Se pierde así la sensación de reparto de las figuras para ganar la sensación de
luminosidad o de teatralidad o de artificialidad que de ello se determina finalmente ¿Que es, por
tanto, más cierto en este cuadro? ¿Las figuras o el nimbo de patetismo, de misterio que las rodea?
Sin duda ambas perspectivas son ciertas y justamente lo que determina la relación de una con otra,
eso que llamamos estética, es aquel punto exacto que las une, es decir, el contexto de lenguaje para
el que han sido creadas, la retórica que funciona en medio de las dos articulándolas. Entre los dos
elementos se crea una tensión fuerte, se crea un espacio virtual pero no para que éste tenga validez

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por sí mismo: lo que tiene validez es un efecto visual concreto. Se pintan unas figuras con gran
realismo pero no para que la vista se detenga satisfecha en ellas, sino para que reciba un impacto
sentimental de gran calado. Lo que tenemos es la presencia de un lenguaje en el que trata de
reconciliarse esa división, esa ruptura violenta entre realidad y apariencia. Una cosa es lo que
aparece y otra cosa es lo real, y la conjunción de ambos es lo que concilia estos elementos en
tensión, en profunda violencia. De esta manera cobran un carácter de protagonismo cierta clase de
elementos que serían considerados en el clasicismo como meramente accidentales. No en vano el
arte decorativo recibe en el mundo del barroco un tratamiento peculiar por lo fastuoso y
grandilocuente, en donde muchas veces la tensión entre apariencia y realidad se lleva tan lejos que
incluso se cultiva lo que los franceses ponen de moda con el término "engaño del ojo" (trompe
d´oeil): hay puertas al fondo de una nave que una vez se acerca el espectador descubre no lo son,
hay perspectivas que se traducen realmente en espacios planos…Al esfuerzo del engaño se suma y
somete, no obstante, la apuesta por el mayor realismo de éste, lo cual produce de nuevo esa
sensación de contradicción violenta: si lo que se quiere es provocar una sensación de realidad se
acude a un efecto raro pero bello que es, sin embargo, falso e innecesario –en el sentido de que
podía haberse representado meramente aquello que se imita.
En el mundo de la literatura la impresión es la misma. Cuando se producen violentas paradojas
en un poema cualquiera de Quevedo, cuando se proponen estas alternativas violentas del
conceptismo, con ellas se vuelve a cultivar una función que es puramente retórica: la de hacer notar
que lo que se esta diciendo no es en realidad lo que se quiere decir, porque la realidad es otra
distinta a la que sugiere el lenguaje. Por ejemplo: entre los sonetos de Lope de Vega hay ejemplos
tan espléndidos como aquel en que el poeta pide al Cristo clavado en la cruz "espera pues y atiende
mis cuidados", y, después, insertando luego el elemento real que contradice al anterior "pero como
te digo que esperes si estas para esperar los pies clavado". Semejantes juego metafóricos son, a
veces, de una extraordinaria violencia formal, que no puede más que impactar el gusto del lector; y
otras ocasiones, por el contrario, se producen en el marco de una huida tan completa de la realidad –
sentida como turbulenta, desagradable-, que dan lugar a poesías de tan rara y extraordinaria
perfección formal como incapacidad profunda de comunicar ningún mensaje con sentido (se diga lo
que se diga, el Polifemo de Góngora, pongamos por caso, es dificilísimo de comprender). Por otra
parte, el Barroco es un lenguaje de un gran realismo para el cual se pone a su servicio la totalidad de
los descubrimientos científicos. Llama la atención el estudio que hace Poussin -Barroco del periodo
de Luis XIII- de las leyes del movimiento que han sido enunciadas por Galileo, y que son a la sazón
el centro de la investigación cartesiana. Poussin utiliza un lenguaje de una exactitud hasta ese
momento desconocida; es el momento además en que también la arquitectura aparece por primera
vez dotada de las condiciones de la ingeniería y la técnica suficientes que producirán la separación
ya permanente de la arquitectura con respecto a la artesanía. (En el Barroco aparecen también por
primera vez los textos que hablan de las leyes de los materiales, de las leyes, en general, técnicas y
científicas de la ingeniería). La misma exactitud se da en el hiperrealismo en pintura –veasé la
Ronda nocturna o la Leccion de Anatomía de Rembrandt. La realidad recogida con exactitud se
pone al servicio de una fingida apariencia, donde el juego se convierte en un juego de aristas
imposibles de determinar y analizar. Quien más lejos lleva en pintura el marco de esta
diferenciación en el lenguaje hiperreal con el objeto que ha de producir la apariencia es, sin duda,
Velázquez. Por eso probablemente Velázquez es el clasicismo del barroco, lo cual parece
contradictorio ¿Que es el cuadro de Los Borrachos?: un lenguaje hiperrealista -campesinos- al
servicio de un mito -por eso lo llama "Los borrachos" y no "Baco y sus cofrades". La tensión da a
veces como dos vueltas sobre sí misma: el lenguaje pretende realizar la apariencia pero la
apariencia misma es desbordada por una nueva apariencia, que es, sin embargo, la realidad.

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Si se piensa que estos ideales estéticos pueden ser puestos el servicio también de la política,
entonces se descubre la capacidad que estos mecanismos aportan en el mundo de la arquitectura
palaciega o en el mundo del diseño de la corte. El rey sol antes de serlo Luis XIV lo fue Felipe IV, y
antes de hablar de un "annus mirabilis" por sus conquistas en la corte de Luis XIV se habla se un
"annus mirabilis” -en el año de Breda- en la corte de Felipe IV; pues bien: es en estas cortes donde
se vuelven a diseñar juegos donde lo real y lo aparente entran en esta profunda tensión de donde
nace la reconciliación del espíritu ante la insoportabilidad fáctica de las contradicciones de la
realidad. El palacio aparece así como escenario teatral donde se recrea un mundo inexistente: el
palacio es autónomo, esta rodeado de una naturaleza que es simultáneamente la naturaleza virgen
convertida en jardín. Los juegos metafóricos rizan sus rizos en procesos abiertos que no tienen final.
El rey acude a fiestas de las que sabe que son fiestas mitológicas, pero estas son servidas con
lenguajes de tal realismo que, por ejemplo, en el Jardín del Buen Retiro se construye un inmenso
lago artificial para que sean posibles batallas navales. La naturaleza tal como es representada en el
jardín o en la literatura nunca es la naturaleza real, pero la sustituye en forma tal que cobra función
de realidad natural -los fondos velazqueños. Exactitud y eficacia puestas al servicio de la huida para
conformar un mundo humano. Y este es el secreto -o la semántica profunda- del ideal del Barroco:
lo que el barroco intenta lograr es un mundo que no es aquel en que se vive, sino aquel que las
contradicciones mayores se han resuelto y en el que el hombre tiene un lugar hecho a su medida en
donde puede habitar a sabiendas que es irreal, fantasioso (no pierde nunca la conciencia de ello),
pero al mismo tiempo el que le corresponde humanamente. Es un fenómeno estrictamente paralelo
al visto en la teoría política: la conformación del estado, los elementos de la legitimación, etc.,
sirven para crear una sociedad humana donde pueda el hombre retirarse de las imposiciones de la
naturaleza o de la historia creando un lugar de la reconciliación, que sea real aunque aparente –o
viceversa. Una iglesia es el lugar donde se produce de verdad el milagro, donde el hombre se
reconcilia con su fe, un mundo aparente donde se produce de verdad la vida religiosa. Se
reconcilian el espíritu y la naturaleza, la realidad del ser y la búsqueda del deber ser o del ideal. El
Barroco es una retórica hecha de realismo científico en la que se busca justamente esto: la aparición
de un mundo humano. Un mundo de la reconciliación tan exagerado, tan violento a veces como los
impulsos reconciliadores del artista -su superabundancia no es más que efecto de la real carencia.
Cuando la corte madrileña es más pobre, genera obras más fastuosas, sólo que fabricadas con
peores materiales. Si pensamos los paralelismos de estos ideales estéticos con respecto a lo que
hemos venido viendo hasta ahora, entonces hay que concluir que el barroco es, ante todo, un siglo
estético. Comentamos ya que a la ruptura religiosa se la intenta responder con sistemas de
justificación muy contundentes (la iglesia calvinista o los ideales de Trento), ejemplo de esa
necesidad de reconciliar un mundo roto que lleva a exagerar el pathos de las soluciones hacia la
creación de ámbitos humanos. A la perturbación de los espíritus se responde en teoría política con
toda una teoría sobre la legitimación del estado como lugar donde habitamos los hombres, en cuya
realidad, en este caso social, vivimos, y en donde se generan elementos imaginarios como son los
derechos -que pasan por ser reales en la dotación humana- que procuran la reconciliación. El
habitáculo imaginario termina siendo más importante que los habitantes -se termina matando a seres
humanos concretos en pro de derechos abstractos. En teoría de la ciencia también hemos visto la
creación de un refugio mental donde los fenómenos funcionan adecuadamente conforme a la ley
precisamente porque están investidos de elementos ficticios: la detención del infinitésimo que
provoca el cálculo integral o la detención de ese enunciado ambiguo que es la hipótesis. Esta
sustitución de la ficción por sobre la realidad nacida de la tensión conduce a una reconciliación, y
termina por explicar el anhelo que movía los versos del comienzo de esta exposición. Lo importante

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es notar que todo ello establece una enorme diferencia respecto al paradigma antiguo, donde el
hombre creía tocar plenamente la realidad y así lo plasmaba y vivía.

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III- LOS GRANDES PENSADORES

La obra de René Descartes.

Descartes es el primer pensador que expresa una convicción que puede ser calificada de
estrictamente barroca, es decir, perteneciente plenamente al tiempo nuevo que inaugura el siglo.
Descartes es un pensador refinado, simple, cuya escritura es casi transparente (escribe un magnífico
francés y latín; a su lado, Spinoza resulta demasiado tortuoso y torpe en su latín y Newton y
Leibniz, por su parte, demasiado ampulosos). Descartes es, así, un hombre literariamente
extraordinario desde el punto de vista estilístico, pero también desde el punto de vista de la
capacidad para adecuar la forma al contenido; es un pensador de una gran claridad formal y de una
gran expresividad descriptiva, hasta el punto de que se tendría que dar la razón a pensadores
positivistas que han llegado a hablar de una conformación del espíritu francés por Descartes. Éste es
un hecho importante a tener en cuenta: en cierto modo la Francia moderna ha sido educada en el
espíritu cartesiano, que es un espíritu de simplicidad, de claridad, de transparencia, de ajuste de la
forma al contenido, de ajuste así mismo del estilo de redacción al pensamiento. Y como nada es
gratuito en la historia, como las decisiones que alcanzan una forma de objetivación histórica tienen
consecuencias, pues si aceptamos que Descartes ha conformado en buena parte el espíritu francés,
ello informa toda una tradición de pensamiento que puede incluso perseguirse aunque Descartes ya
no esté cerca. De esta manera, aquél que se identifica con el modo cartesiano de hacer filosofía
encuentra en él a su padre, descubre por fin en cierto modo la paternidad, mientras que, por el
contrario, aquellos que no se identifican con este espíritu encuentran siempre que hay algo de
trucado en esta modelización que se llama cartesianismo. Pero, además, esto influye en una segunda
razón de su importancia: cuando uno lee a Descartes primero se percibe un modo nuevo de hacer
filosofía, una forma antes que un contenido, de ahí que exista completo acuerdo sobre lo que
significa el cartesianismo (claridad, sistema deductivo, cultivo racionalidad...), pero, sin embargo,
tengan lugar controversias acerca de su doctrina, dada a interpretaciones mucho más enigmáticas.
En efecto, cuando se habla de Descartes nos enfrentamos a un problema de interpretación
amplio: sabemos sin duda cómo lo ha dicho, pero... ¿Qué es lo que ha dicho exactamente
Descartes? Se diría que autores como Spinoza, Locke, o Hobbes son susceptibles de una
interpretación unitaria, pero no parece suceder así con Descartes. La historia del cartesianismo esta
transida por la historia de la interpretación del cartesianismo, donde no puede decirse que haya
habido acuerdos. Por consiguiente, nuestra vía de actuación va a ser primero enunciar someramente
las cuatro o cinco interpretaciones fundamentales de Descartes -que, en nuestra opinión, todas
fracasan en algún aspecto-, y, a continuación, va a ser propuesta la que a nuestro juicio es la
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secuencia más acertada de la exposición del pensamiento cartesiano partiendo de la base de la
conocida como “duda metodológica”.
Así, es frecuente encontrar en la tradición cartesiana una clase de cartesianos que lo son más
que el propio Descartes. Por eso, frente a los que piensen que hay un Descartes único e inequívoco
susceptible de una interpretación unitaria y palmaria, lo primero que debemos hacer aquí es señalar
que existen, al menos, cinco Descartes diferentes, los cuales pasamos acto seguido a describir:

1°) En efecto, si se piensa en Descartes como el autor que ha producido la escisión esencial de
la realidad entre el pensamiento y el ser, es decir, si se piensa que la aportación fundamental de
Descartes ha sido la de dividir la realidad hasta ese momento unida o separada en el discurso sólo
mediante criterios jerárquicos que vertebran el plano ontológico (para la síntesis medieval la
realidad es una, toda ella compuesta de estructuras que se compenetran sistemáticamente y no
puede distinguirse más que analíticamente), en dos substancias distintas en su esencia -res cogitans
y res extensa-, pues entonces resulta evidente que para todos los interpretes que pongan el énfasis en
este punto, Descartes será el pensador que ha puesto el centro de su pensamiento (y ha descubierto
con ello un mundo enteramente nuevo) en la cogitatio, esto es, en la función del pensamiento como
realidad primaria y fundante. Esto es lo que afirma, por ejemplo, Jean Paul Sartre, el cual encuentra
en Descartes sobre todo el descubrimiento de la libertad y la primera presentación del hombre (en
Crítica de 1a Razón dialéctica, p.e.) como un fenómeno desligado de sus condiciones naturales y
materiales y que, por lo tanto, ha expresado aquello que potencialmente es el pensamiento: primera
y principalmente Libertad ontológicamente entendida. Descartes escribe, de hecho, en los
Principios de Filosofía: " ( ... ) por lo que se define a la naturaleza de la cogitatio es por el libre
albedrío, es porque nada se opone al ejercicio, a la actualización, de la libertad", lo que vendría a
justificar muy oportunamente esta interpretación. Asimismo, de igual opinión es la interpretación
cristiana, por ejemplo la de Jacques Maritain o Etienne Gilson (el libro más importante de éste, E1
ser y 1a esencia, es una construcción perfectamente trabada, realmente cartesiana, pero dirigida a un
fin doctrinario, y por tanto condicionada toda ella). También para la interpretación del
cartesianismo que finalmente encontró un hueco en la tradición cristiana lo fundamental es la
liberación de la cogitatio, puesto que en ésta liberación queda, por primera vez en la historia,
presentado claramente a la reflexión el sujeto de la responsabilidad moral. Claro esta: en un sujeto
totalmente mezclado por la naturaleza, por la carne, etc -grandes tópicos de la Edad Media-, la
responsabilidad moral quedaba desvaída e indefinida, no permitía aclarar cómo se puede desligar de
los acontecimientos del cuerpo o de la sociedad con los que el sujeto esta indisociable y hasta
ontológicamente unido. Sin embargo, las dificultades desaparecen desde los conceptos cartesianos
de la cogitatio -pensamiento- o el cogitans - pensante-; es fácil encontrar desde ellos a "el" sujeto de
la responsabilidad moral puesto que éstos no tienen ningún límite externo al ejercicio de su libertad.

2°) En oposición a estos pensadores, otros han centrado su atención sobre todo en lo que
Descartes tiene de configuración o formulación nueva del problema del conocimiento o
gnoseología, con lo que ven en él al iniciador de la teoría científica moderna. "Teoría científica" es
realmente una expresión exagerada para aplicársela a Descartes, quién no tanto interpretó que es lo
que realmente se hace cuando se hace ciencia sino que más bien busco esclarecer desde qué
posibilidades de conocimiento se accede a la ciencia dada, lo cual significa que un concepto acrítico
de "ciencia" precede a la reflexión de Descartes. Es cierto que Descartes construye más una
gnoseología -teoría del conocimiento- que una epistemología -teoría de la ciencia-. Aparte de esto,

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para los defensores de esta interpretación lo central del legado cartesiano ha sido la expresión clara
de lo que ha sido la certeza y el orden de las razones -desde este punto de vista, la hazaña
propiamente cartesiana ha sido establecer en qué formas se supera la duda, cómo se organiza una
cadena deductiva o en qué consiste una intuición de lo simple y etc., etc.; en resumidas cuentas,
poner las bases de un conocimiento inconmovible y de sus razones. Pensadores como Villemin, que
tuvo una importancia considerable en la conformación de la science francesa de finales del s. XIX,
están por tanto virtualmente detrás de todo el concepto de episteme que los franceses oponen al
concepto más potente de "teoría de la ciencia" de cuño anglosajón. Este conjunto de pensadores,
que constituyó, por una parte, una corriente importante de oposición, como se ha dicho, a la
filosofía analítica británica, y, por otra parte, de posibilitación de una concepción material de la
teoría de la ciencia, todos ellos herederos de la episteme, tienden a ver en Descartes
fundamentalmente al hombre que ha nucleado la teoría de la ciencia no en la descripción de las
formas inherentes al contexto de la justificación de un discurso científico cualesquiera (lo que sería
propio del modelo analítico), sino en el contexto de la gnoseología, es decir, de las bases
sistemáticas que configuran en el interior del pensamiento las razones y su orden para construir un
conocimiento cierto y riguroso. Esta interpretación tiene poco que ver con el problema de la libertad
y mucho más que ver con la conexión entre la cogitatio y la extensio, con la presentación del orden
gnoseológico y su correlato real o físico (o, dicho de otra manera: para el que es importante el
recubrimiento de la escisión en el mecanicismo por acción del concepto de la física). Otro ejemplo
admirable además de Villemin es Geroult, que fijó en los años cincuenta de nuestro siglo esta visión
de Descartes en un libro titulado precisamente Descartes o el orden de las razones.

3°) Los marxistas, por su parte, han tendido a ver un Descartes distinto y a su manera total-
mente respetable: consiste en constatar que si nos fijamos en la escisión esencial y en la prioridad
ontológica que Descartes confiere al cogito sobre la extensio, nos damos cuenta de que no hay
ningún motivo para hablar de tal prioridad salvo en un caso. Es este: si el mundo se divide en dos, y
las dos son substancias no completamente independientes porque no son Dios, no siendo Dios
ninguna de ellas (como sí sostendrá Spinoza), entonces el único motivo para conceder prioridad de
una de ellas es que Descartes entiende -pero esto no es inductivo, ni deductivo, ni nada que se le
parezca: es tan solo una decisión suya-, que el ordo cogitatíonis tiene un poder de influir sobre el
ordo extensionis que no se refleja en el camino inverso, es decir, que el último no puede, sin
embargo, ejercer modificación alguna en el primero. Se postula de este modo que existe una
capacidad de intervención del pensamiento libre sobre el orden material que es muy difícil de
justificar y que constituye por ello una importante laguna en el pensamiento de Descartes desde el
punto de vista estructural. Vistas así las cosas, para la interpretación marxista lo que nace con
Descartes es el hombre burgués moderno con su discurso de la autosuficiencia, del dominio
tecnológico de la realidad, de la superación de las trabas y de la captura o posesión del mundo
(natural y humano). Aparece según este punto de vista el pensamiento de Descartes como la primera
exposición sistemática, reflexiva, dura y compacta del pensamiento moderno, porque es la epifanía
del hombre moderno que establece un discurso de legitimación del sometimiento de lo real.
Descartes sería sobre todo un legitimador de esa mentalidad moderna que se inicia con la conexión
entre técnica y ciencia y que justifica la dominación de la tierra (de "lo extenso", pues, en lenguaje
propiamente cartesiano).

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4°) Un cuarto Descartes es propuesto por los pensadores que ven en él sobre todo -es el caso de
Martin Heidegger en La pregunta por 1a técnica- al hombre responsable de la introducción de la
filosofía de la subjetividad. El razonamiento, ahora, sigue esta lógica: si Descartes -ya lo hemos
dicho- ofrece un mundo dividido en dos y además supone -puesto que hay que insistir en que no es
demostrable- que el pensamiento implica un orden de relevancia sobre la otra sustancia, la
extensión -cuyos atributos substanciales son tan validos como los del primero-, entonces lo que se
ha hecho, 1a operación por tanto propia de la modernidad, ha sido organizar al mundo en torno a las
categorías del sub-jectum y del ob-jectum. En este esquema, el cogito es el que propone la posición
del pensar, para el cual nace el conocimiento, y desde el cual se organiza la exploración del resto de
las substancias; por tanto, si el cogito es lo puesto (esto significa sujeto: sub-jectum, lo que está
puesto por debajo, un positum), entonces es evidente que el resto, el mundo entero, pasará a la
condición de lo ob-jectum (en alemán estas palabras se dicen de una manera muy gráfica: para el
cogito todo lo que no sea pensamiento tendrá que aparecer como "gegenstand", es decir, lo que esta
enfrentado, opuesto, frente a lo puesto, que es el sujeto.)

5°) Y por último, hay que citar a otra serie de interpretes que, por el contrario, encuentran
solamente (pero eso es mucho) en Descartes al hombre que concilia tendencias dispersas y diversas
del periodo final del Renacimiento, y que es capaz de acoplarlas a un sistema férreo que da acogida
a las nuevas conquistas de la física galileana: Descartes sería ahora el creador de la trabazón que
esta variedad exigía. Esta tendencia explicativa comenzó con Ernst Cassirer en 1925 y se ha
convertido en una formidable maquina de aportar razones en la obra de Eugenio Garin, que es antes
que nada un magnifico conocedor del Renacimiento. Según esto, Descartes no sería tanto un
pensador genial como un genial interprete o adaptador de lo que en ese momento sucede en la
historia del pensamiento. Y además, desde este punto de vista, Descartes vendría a ser ante todo el
arquitecto máximo del barroco en el plano de las ideas: alguien que no ha creado nuevas estructuras
pero que sí ha dispuesto los espacios de una manera nueva y diferente tal que con ellos
posteriormente tomase forma un sistema. Descartes propone la cartografía ideal de un habitáculo
humano para morar la tierra, ficticio pero humano. La posición central de la subjetividad la habría
aprendido, conforme a esta interpretación, de Pierre de La Ramme (que criticó la lógica aristotélica
por pretender ser objetiva, cosa que choca con las potencialidades del discurso, puesto que La Ramme
sostiene que la lógica pertenece al sujeto, a la razón del sujeto), y no menos de Rodolfo Agricola (que
por su parte había estimado las razones que cumplen a la dialéctica para criticar a la lógica
aristotélica, la cual convierte en un análisis del lenguaje; al fin y al cabo ésta es la única lógica que
Descartes inicialmente maneja). De hecho, el cartesianismo, por incitación del propio Descartes,
termina configurando un sistema de lógica nuevo adecuado a su propio sistema, que es la lógica que
finalmente se elaborara bajo el nombre de "Lógica de Port Royal"' como una analítica del lenguaje.
No se debe olvidar que, para uno y otro autores renacentistas -La Ramme y Agricola-, desde el
momento en que la lógica ya no es formal/objetiva, hay una fundamentación, para ambos, psicológica
de la lógica que es la que Descartes hereda intacta. A la hora de la verdad, todo lo que es el meollo de
la argumentación cartesiana nace del actus cogitandi, no es una cogitatio en sentido substantivo salvo
cuando se dice que acto de pensar me conduce a la existencia del “Yo”, tematizado ahora como res
cogitans o "cosa pensante". Pienso luego existo: en esta fórmula el "luego existo" significa que tengo
que pensar una existencia substantiva que sirva como soporte al acto del pensamiento, pero este
planteamiento no es radical y originario en Descartes. Lo originario es, antes bien, el actus cogitandi ,
o sea: el hecho de que pienso, el "me encuentro pensando", o el "pensando" a secas, mejor expresado.
Y, en consecuencia, ya desde esa constatación, en efecto, es imposible concebir esa consideración

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originaria del actus cogitandi si no es sobre la base de una psique, de la descripción específicamente
psicológica de lo que el actus cogítandi signifique. Descartes, pues, para esta interpretación, como
sistematizador, recopilador y simplificador de su rico pasado inmediato.

¿Quién y qué es, entonces, Descartes después de todas estas interpretaciones? Seguramente el
conjunto de todas ellas, pues lo que las diferencia no es más que el lugar donde se ponga el acento. No
tendría, en verdad, mucho sentido negar ninguna de ellas ni afirmar una exclusivamente. Descartes es,
sin duda, todas estas cosas y la interpretación que vamos a dar ahora las supone a todas sin reducirlo a
ninguna particular. Nuestra breve exégesis va a estar centrada en las tres regiones donde Descartes ha
tenido una real influencia en el pensamiento, y en el análisis de cuales han sido las consecuencias
concretas de esa influencia.

Hagamos un poco de historia: Descartes se dedica hasta 1630 a la investigación, y en torno a


ese año concibe la intuición de un sistema completo de filosofía y comienza a elaborar los
Principios de Filosofía, que es una obra sin conclusión que se publicó en 1701, mucho después de
la muerte de Descartes. Sorprendentemente, en esta obra Descartes no empezó con la duda, que es
más bien el comienzo de una reelaboración nueva del sistema que a la que llegó posteriormente en
el Discurso del método y las Meditaciones Metafísicas, alrededor de los años 40. En la
configuración más madura de su pensamiento, pues -aunque no es su verdadero motor, como
veremos-, Descartes empieza, en efecto, por la duda. Atendiendo a Ernst Cassirer y Eugenio Garin
hay que decir que la duda no es ningún invento cartesiano, sino que alienta en el espíritu general de
la época: Descartes la ha podido observar en Charrón o en Montaigne dentro de la propia tradición
francesa, pero también está en la literatura y, en general, en todo el espíritu del primer tercio del s.
XVII. Son los años en los que comienza la guerra que lleva las convicciones por primera vez al
terreno destructivo de la eliminación del hombre, pero son también los años en que las convicciones
científicas heredadas del aristotelismo sufren además un proceso de horadamiento más que
considerable por obra de científicos que están trabajando en ese mismo momento –Galileo Galilei,
por ejemplo. Descartes, por consiguiente, no hace más que razonar esa duda al igual que su
coetáneo Calderón de la Barca la poetiza. El razonamiento cartesiano de la duda señala tres niveles
fundamentales: debemos dudar del dominio de los sentidos, de las apariencias del mundo, etc; pero
cuando la duda lo es en sentido fuerte, es en el tercer nivel, cuando afecta al dispositivo racional
mismo del hombre: en comparación con ella, la duda de los sentidos, los sueños y demás, parece
una trivialidad -por otra parte absolutamente corriente en la literatura desde la Edad Media, como
hemos mencionado ya. De hecho, donde el escepticismo realmente ha puesto su dedo acusador ha
sido en este tercer nivel de duda que apunta directamente a la posición de la legitimidad del pensar:
¿Y si mis razonamientos no me procurasen verdad alguna? ¿Y si no hubiera un puente entre las
operaciones de mi pensamiento y los resultados idealmente correctos (por ejemplo, si las inferencias
matemáticas fueran falsas, o los mecanismos demostrativos no fuesen verídicos)? –Estos son los
grandes interrogantes en los que ha incidido la recuperación moderna del escepticismo antiguo,
gestionada principalmente por la contrarreforma católica.
Aneja a esta duda, Descartes propone la hipótesis del “Genio Maligno”, es decir, la hipótesis de
una divinidad todopoderosa que se gozase en engañarnos. Ontológicamente hablando, la duda
escéptica es posible porque es concebible un orden de lo real que no tenga nada que ver con el
orden del pensamiento, o, dicho a la manera cartesiana, porque es concebible el genio maligno. Allí
donde la duda cartesiana es duda en sentido fuerte, como decíamos, es solamente en lo que afecta al
orden de la racionalidad, y puesto que la estrategia para sostener esta duda es la posibilidad de vivir
en el engaño, esto quiere decir que el argumento cartesiano esta puesto en esa zona de

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fundamentación de lo real. En la forma en que Descartes razona la extensión de la duda, lo que
pueda obtenerse después de ella no puede ser otra cosa que una instancia liberadora de esta misma
duda, así como una criba de lo que se puede o no rescatar del paso por ella ¿Cual es esta extensión?
La duda tiene dos dimensiones fundamentales: su radicalidad –el “genio maligno” expresa este
nivel-, y su universalidad -sistematicidad y totalidad-, de manera que todo lo que no se recupera de
ella en forma de certeza habrá caído para siempre en el pozo del oscurantismo y la superstición
(pero como lo único que realmente se salva de la trampa de la duda es el orden de las razones, todo
lo demás que determina positivamente nuestras vidas pero que no cabe en esta estrecha franja de la
evidencia inmediata queda tachado de apariencia, falsedad, error, etc.; pasar todo lo real por este
tamiz único epistémico es lo que le parecía a Nietzsche el mito de todos los mitos: al término de
esta charla abundaremos sobre ello).
Para Descartes, pues, la manera de salir de la duda es mediante el hallazgo de una verdad
inconmovible: cogito ergo sum. En las Meditaciones metafísicas se dice algo de importancia a este
respecto, y es que por ser inconmovible esta verdad, ella propone también la forma paradigmática
de toda verdad. Si esta verdad es tal porque se ve con toda claridad y distinción –“distinción” es
clara determinación-, en estas dos propiedades habrá de residir el carácter prototípico de la verdad
primaria u originaria “Pienso, luego existo”. Dado que esta verdad es la primera, Descartes postula
que de ella deberían poder extraerse consecuencias -ya que además es forma o prototipo. Pues bien:
lo primero que hay que subrayar aquí y retener durante el resto de nuestras consideraciones es que
de “Pienso, luego existo” no sale nada absolutamente, no puede deducirse ninguna otra verdad, en
el sentido de que es una verdad que no puede ser prolongada un sólo punto sin añadir algo nuevo.
Descartes, en efecto, no puede obtener nada de esta primera verdad porque “Pienso, luego existo” es
un enunciado que supone una bi-implicación: “Pienso luego existo – Existo luego pienso”, lo uno
lleva simplemente a lo otro, no es una inducción ni un razonamiento, sino una posición absoluta.
Con otras palabras: decir “Pienso, luego existo” no es más que una tautología, es como decir
sencillamente “A es A”, y, por lo tanto, señalar “HOC”, “ésto de aquí”, o sea, marcar una posición
(el pensamiento “está puesto” ahí, es un “acto”, sólo puede ser en un segundo momento señalado o
marcado, -“aquí y ahora, estoy pensando”-, pero no definido o tematizado).
Así que como Descartes no puede prolongar la primera verdad prototípica ni un sólo milímetro,
porque, como sostenemos aquí, no hay nada que salga de ella, de ahí que para poder avanzar tenga
que introducir una noción nueva que es, ya no el acto de pensar (actus cogitandi = Pienso, luego
existo = posición absoluta = una presencia pura sin definición), sino que sustituye a éste por otra
cosa distinta: Descartes, en efecto, dice ahora ego cogito cogitata –yo pienso pensamientos-. Con
esta maniobra, como se ve, cambia el acto de pensar por el contenido del pensamiento. Pero, claro
está, cuando hablamos del contenido del pensamiento y no del acto de pensar, hemos alterado
radicalmente la esencia de la verdad primera, puesto que el “sum” de cogito ergo sum no se deduce
en absoluto de “yo tengo pensamientos”, ya que entre mis pensamientos no tiene porque estar ni
dejar de estar la existencia (en todo caso la existencia no es un cogitata ni un percepto, o sea, de
ninguna manera puede ser un contenido del pensamiento). No tiene sentido pensar que en el cogito
ergo sum, el sum fuese una especie de predicado del cogito, como la dureza es predicado del hierro,
algo así como decir “ego cogito ergo ego sum sum” –yo pienso luego yo soy “soy”-; esto es
absurdo, irrelevante, una mera tautología. Una posición absoluta no implica una existencia en el
orden de los predicados sino que la tiene ya, y por eso es una posición. Pero cuando se dice “ego
cogito cogitata” –yo pienso pensamientos-, entonces sí que se está introduciendo un nivel nuevo,
completamente rico y pleno, que es el que va a permitir de verdad configurar el resto del sistema, y
por tanto prolongar por fin las consecuencias ¿Cómo lo hace Descartes?
Pues lo hace afirmando y explorando los cogitata, puesto que en los cogitata, en las “ideas” -

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unas entidades que no son el acto del pensar pero que dependen de él-, en este paso nuevo que no
está en el cogito ergo sum, si que es posible realizar análisis y distinciones. Existen, en efecto,
según Descartes, ideas “adventicias” (parecen venir de fuera, puede por tanto dudarse de ellas),
ideas “facticias” (residen dentro de uno mismo pero son imaginarias, con lo que caen también bajo
la duda) y, por último, ideas “innatas” (que no pueden proceder del exterior ni haber sido
compuestas por el cogito, no obstante se muestran invulnerables a la duda). Estas últimas
constituyen el verdadero principio del sistema cartesiano, y no el “Pienso, luego existo”, como
hemos tratado de razonar hasta aquí (no por azar es por las ideas innatas por donde comienzan los
Principios de Filosofía de 1630; Leibniz afirmaría posteriormente que toda la elaboración del
cogito propia de las Meditaciones ha sido introducida a última hora por Descartes de una manera
“teatral, melodramática y cosmética”) ¿Y que sucede con esos cogitata innatos? Pues sucede según
Descartes que algunos pueden ser cogitata ajustados a la cogitatio misma, por tanto se explica
perfectamente que la cogitatio los genere en función de su propia actividad de actus cogitandi; no
crean, pues, en este sentido problemas de integración en el sistema puesto que son coextensivos (es
decir, coesenciales o de la misma proporción esencial) a la propia noción de “pensamiento”. Pero
resulta que hay un cogitatum y sólo uno al que le ocurre la siguiente cosa extravagante: su
naturaleza es tal que rompe la estructura de los cogitata mismos, pues no es facticio, adventicio ni
innato. Este es –en su nombre provisional- la idea de Dios, que, siendo un cogitatum innato (por
simple eliminación de las demás posibilidades), no es, sin embargo, coextensivo con la cogitatio.
¿Porque? Pues porque en “pienso luego existo” están completamente definidos los limites de esta
cogitatio, es decir, porque el ego cogito es un acto finito y resulta que Dios –quitando ahora el
nombre provisional- es la idea de un pensamiento de lo infinito. Por lo tanto, resulta que es innato y
no innato, ya que no es generado por la razón ni coextensivo a la finitud de la razón. Y entonces
Descartes promueve, en unas páginas que son de una imprudencia antológica, estas dos decisiones:

1) Puesto que el concepto de Dios es más grande que el acto que lo podría producir, entonces
ese concepto no puede proceder de él, luego Dios existe.
2) Puesto que es infinito, tendrá que ser substante de toda finitud.

Son páginas que no hubiesen resistido gran cosa a la crítica de un lógico muy anterior como
Guillermo de Ockham. El primero de estos argumentos es el argumento ontológico que ya ha sido
refutado claramente por la tradición tomista y nominalista: de la idea de un ser con todas las
perfecciones sólo se sigue esta misma idea, no se sigue la existencia del mismo porque la existencia
no es la idea de una perfección (Kant repetirá este viejo argumento de la Summa Theológica de
Santo Tomas de Aquino: “cien taleros pensados no son menos perfectos que cien taleros reales”;
Santo. Tomas había dicho “A las islas afortunadas no les falta nada para ser afortunadas, aunque
mucho para existir”). Lo importante aquí es que Descartes se empeña en que la idea de infinito no
puede ser derivada de la de “finito”, sino que afirma que por el contrario la idea de “finito” se
deduce de la de “infinito”; en la tradición tomista y nominalista esta claro que la idea de infinito
nace por la negación de la de “finito”, del limite: “infinito” no sería así una representación
independiente, sino la mera interposición de la cláusula negativa “no” a lo finito, en la forma “no-
finito” ¿Porque dice entonces Descartes esto? Pues porque como Dios es una idea innata, un ente de
razón, mientras que la finitud nace del actus cogendi (del yo, de la posición), entonces es evidente
para él que este cogitatum tiene que preceder a todo, ser una idea absoluta puesto que no puede
nacer de ninguna experiencia de este acto. Aquí Descartes esta incurriendo en un error tan elemental
como el que ya Guillermo de Ockham había señalado con toda claridad al hilo también del
problema del infinito, y que es lo que se denomina desde Aristóteles una metabasis eis allo genos,

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es decir, un salto de un genero lógico a otro distinto. Cuando, en efecto, se habla de “finito” se esta
hablando en un plano existencial, y cuando se habla de infinito, se esta en un caso perceptual, y no
se puede argumentar de un plano a otro saltando entre ellos. Por lo tanto, la idea de Dios no se
sostiene en Descartes, y, sin embargo, hay que insistir en que la idea de Dios es el único
fundamento del cartesianismo, no el “cogito ergo sum” u otra idea innata, sino sólo “Dios existe”.
Pero aún hay más. Después que se ha aceptado “Dios existe” se da un nuevo paso, y se dice: la
idea de Dios es la idea de un ser omnipotente, bondadoso, etc, y que, sobre todo, no puede
engañarme (dicho lo cual Descartes da carta blanca a la legitimidad de las operaciones de la razón
como similares y reveladoras de los procesos de la realidad). Habíamos visto que sólo bajo la
hipótesis del genio maligno la duda se hacía radical; ahora para superar esta duda Descartes
propone la idea de Dios como opuesta a esta hipótesis, pero...¿Porque así? ¿Del cogitatum de un ser
infinito sale necesariamente la idea de bondad, de veracidad para conmigo exclusivamente? ¿No
sale exactamente igual de la idea de un ser infinito la idea de infinito engaño? Ya hemos visto que
no se puede fundar en el cogito nada más que la posición absoluta, o sea que “existo”, y ahora se
nos pide que todo lo tenemos que fundar en el Genio Maligno –es lo mismo. En realidad, escoger
entre Dios y el Genio Maligno es producto de una mera decisión arbitraria de Descartes. No hay
un modo de salir de la duda radicalmente si no partimos de la afirmación acrítica de un Dios
benefactor del conocimiento, y nada se saca de la posición absoluta del pensamiento.
Por estas razones, el destino del cartesianismo fue tan poco duradero como llamativo, pues lo
cierto es que el cartesianismo original no duró intacto ni una sola generación ¿En qué sentido
decimos esto? Cuando Spinoza, por ejemplo, decidió aceptar las bases sistemáticas del
cartesianismo, no partió del “Pienso, luego existo” (más en concreto, en la Reforma del
Entendimiento, Spinoza escribe muy claramente que esto es una necedad), sino que partió del único
punto desde donde se puede partir: de Dios. Igual ocurrió con Leibniz, la otra gran reacción al
cartesianismo, y que comienza por Dios en el momento en que acepta el cartesianismo y deja a un
lado el “espíritu de la duda melodramática y cosmética”, partiendo de lo que en realidad termina
partiendo Descartes a través de su rosario de tropiezos a partir del cogito, pero sin este lastre
intermedio. Escribe Leibniz en una carta del año 1661 (cita aproximada: buscar):

“¿Porque hay cosas? – porque podemos buscar sus causas - ¿Porque hay causas? - porque
podemos hablar en términos de racionalidad - ¿Porque “racionalidad”? –porque el mundo esta
ordenado en términos de armonía - ¿Y porque armonía? – porque así lo dicta la inteligencia de
Dios – ¿Pero porque un Dios? – por nada, nihil, porque hay Dios (ser) en vez de nada –”

Este es, a mi juicio, un planteamiento más estricto, en el sentido de exhibir un razonamiento


honesto y coherente (si la afirmación de Dios es necesaria para fundamentar el conocimiento,
porque no hay otra justificación posible de la verdad, no debe ocultarse al principio del sistema,
como lo hace Descartes reservando a la idea de Dios una aparición estelar pero disimulada en mitad
del drama –a la manera del deux ex machina del teatro de Euripides-; de la manera honesta, se hace
posible impugnar este principio con plena consciencia de sus costes epistemológicos).
Todo el siglo XVII va a ser cartesiano en el sentido de vincular el problema a su lugar
específico. La duda no sólo era radical, sino también total, y lo que se pueda recuperar una vez que
fundamos cómo se debe –y no siguiendo acríticamente a Descartes- en Dios el problema
ontológico, es el orden de nuestras razones, el ordo ratiotinarum y nada más. De lo que tenemos
seguridad ahora es de que siempre que el ego cogito se las ve con cogitata –siempre que los aplique
el método correspondiente siguiendo el de las matemáticas-, se tienen y se pueden poseer las
verdades de orden racional y solamente esas. Y como resulta que para la lógica demoledora de la

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duda todo lo que no sea ya recuperable en el orden de las razones es hundible para siempre, y como
Descartes ha conformado la modernidad en el sentido del planteamiento de la subjetividad de lo
real, lo que esto significa o introduce en el mundo de los albores de la modernidad -en el Barroco,
por tanto-, es, ni más ni menos, lo que hemos llamado en otros lugares una “antropología del
vacío”. Así las cosas, y como veremos más adelante al tratar de la obra de Leibniz, lo que sucumbe
con la duda y con el ulterior rescate del orden de las razones, es una antropología de lo lleno: una
idea del hombre llena de las tradiciones, de los caracteres diferenciales de los pueblos, de la
diversidad cultural, de las enseñanzas y la cultura del cuerpo, etc. Cuando Descartes duda de las
cosas ajenas a la razón es muy fácil pensar que lo hace sólo de los datos de los sentidos como tales;
no es así, en realidad elimina todo un inmenso depósito de la historia. Sólo será restaurado lo que
pueda entrar en un orden racional, solo eso será lo valido para la modernidad cartesiana. Una
antropología del vacío quiere decir que el hombre a partir de entonces ya no será entendido más que
como un pensamiento, libre pero meramente formal. Todo lo que no sea el acto de pensar y de
poner su voluntad será suspendido en el hombre, será vaciado, desterrado de la construcción del
futuro, y esa es la imagen embrionaria de un mundo en el que, ya de un modo totalmente
desarrollado, actualmente habitamos. La genealogía del presente remite directamente a esta
operación de evacuación de realidades humanas promovida por el cartesianismo con un éxito
apabullante: el fantástico imperio de todo tipo de tecnología sobre el progresivo empobrecimiento
del concepto del hombre, el atropello material de todas las culturas distintas a la que dicta esta idea
de la dignidad humana tan formal como absolutamente vacía de todo contenido que no afecte a la
racionalidad de la ciencia o de la propiedad privada, la lenta declinación de una comprensión
hermenéutica de la religión y del arte, y un largo etcétera.
La antropología cartesiana, de hecho, confluyó enseguida con la antropología pesimista
procedente del calvinismo de la época. En efecto: la idea calvinista del hombre como un ser
corrupto era fácil de asemejar a la idea de un ser cuya naturaleza entera es superable por vía de la
duda, es decir, cuya entera naturaleza histórica era considerada como lastre. Por lo tanto, desde este
momento los términos del problema de la modernidad resultaron bien claros: de una parte, lo que
debe ser eliminado, la positividad histórica, los conflictos entre formas de vida, etc; y de otra parte,
la afirmación de una racionalidad libre, es decir, el liberalismo, Locke, el pacto entre iguales, etc. Es
importante comprender que estas bases antropológicas del cartesianismo son la auténtica herencia
o legado del mismo. Descartes en la modernidad ha introducido el punto de vista subjetivo, ha
planteado y centrado el problema, pese a él mismo, en el orden de las razones según proceden del
fundamento ontológico de Dios, y ha organizado la modernidad en torno a una antropología del
vacío donde el hombre es considerado exclusivamente como una substancia pensante unida a la
maquina del cuerpo extenso en donde todas las resistencias y conflictos deberán ser formalmente
restaurados por vía de pactos, compromisos, etc., pero donde el contenido de un inmenso deposito
de tradiciones -maneras de ser- históricas queda apartado y negado por confuso y oscuro.
Occidente tal y como hoy lo entendemos y vivimos comienza verdaderamente aquí; Descartes
es sólo el portavoz de una época, y esto es lo más importante –y lo es mucho- de él.

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Reacciones al cartesianismo (I): Pascal y Port-Royal.

Del triunfo fundamental del cartesianismo nacieron dos grandes escuelas o movimientos: uno
de ellos directamente procedente de Descartes, representado por Nicolas Malebranche, y otro que,
pregnándose de cartesianismo, en realidad le precede temporalmente: este es, en efecto, el
jansenismo. El jansenismo se suele localizar en dos monasterios, los dos denominados por el
nombre común de Port-Royal: el primero es Port-Royal del campo, a 20 Kms. de París y fundado
20 años después del segundo, el Port-Royal de la misma cuidad de París. Jansenio había escrito en
torno a 1630 una obra famosísima en la época, el Agustinus, donde sostenía las tesis que vamos a
comentar brevemente a continuación. Para Jansenio, teólogo del bando católico, la división
reformista era ya una escisión insuperable, insalvable, de manera que desde el punto de vista del
catolicismo tenía que aceptar la doctrina ya marcada por el Concilio de Trento como dogmática y
canónica y que establecía que el hombre es capaz de contribuir a su salvación mediante sus actos.
Con esto, la modernidad católica había dado lugar a un tipo de moral y de interpretación de la
realidad que, en manos de los jesuitas (titulares principales de esta modernidad), había generado ya
un tipo de discurso moral y ontológico característico. Hasta Trento no hay tomismo oficialmente, y
una vez apareció supuso en principio el ascenso de posiciones aristotélicas al interior de la iglesia
católica y, paralelamente, cierto abandono del platonismo y del agustinismo. Este ascenso se deja
medir sobre todo por dos constructos teóricos y doctrinales fundamentales: frente a la doctrina
protestante de la salvación únicamente por la fe, la definición contrarreformista de Trento reza que
el hombre es capaz de contribuir activamente a su salvación, y esto quiere decir que el hombre
contribuye a la creación de un mundo humano en el que se han de producir las condiciones mismas
de la redención -la noción de estado provisor, la monarquía absoluta, etc, etc. En lo que se refiere a
la moralidad sin más, los jesuitas introdujeron sobre esta posición aristotélica la idea de una
antropología optimista (el hombre, siendo débil, es capaz de “levantarse”), que cree que pecar es
muy difícil, y que subyace a toda acción una bondad natural del hombre que anima todas las obras
humanas. Los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola están basados precisamente en esta
idea de la superación de la caída, que es posible gracias al esfuerzo humano por vía de la
meditación y de la acción, y que conduce a la participación en la gloria de Dios.
Ahora bien, para muchos católicos la Reforma había incidido en puntos muy importantes, y
para ellos la moral optimista jesuítica-aristotélica que nunca sospecha culpabilidades profundas y
siempre encuentra capacidad por parte del hombre para “levantarse”, pareció como una insoportable
invasión de una esfera reservada a lo divino. Y aquí es donde incide la obra de Jansenio, un católico
con mentalidad protestante en el que ha hecho mella la idea de un hombre caído por el pecado y de
recuperación penosa cuya contribución para la salvación no puede ser tomada realmente en serio.
La decisión de mantenerse, pese a todo, dentro del seno de una iglesia católica sosteniendo no
obstante una consideración antropológica pesimista propia del protestantismo, es una decisión que
naturalmente iba a causar inmediatamente problemas a la obra de Jansenio, pero de momento fue

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presentada como una mera radicalización ortodoxa de posiciones católicas, es decir, como una
ultramoralización o llamada a la responsabilidad, hondura, seriedad, etc, en el propio espíritu
religioso católico. Pero ya en 1641 Port-Royal recibe la primera condena y en 1653 la segunda y
definitiva por parte de Inocencio X; a partir de este último año se sometió a los jansenistas a un
formulario donde debían reconocer ciertos puntos polémicos -entre otros, el liber arbitrio- de típica
dogmática contrarreformista. Casi todos firmaron, y como consecuencia de ello la congregación
pronto se deshizo definitivamente: Luis XIV finalmente decidió que la pervivencia de Port-Royal
era un peligro para la monarquía y arrasó las dos abadías. Hubo algunos jansenistas, sin embargo,
que no firmaron el formulario y consecuentemente fueron condenados por la iglesia, entre ellos
fundamentalmente: el padre Arnauld, el padre Martin Aburaou y Blaise Pascal. En este contexto
lindante con la reforma pero dentro de la ortodoxia católica hay que entender la obra de Pascal.

Descartes, en efecto, fue recibido entusiásticamente en los ambientes jansenistas ¿Porque? Pues
precisamente por el vaciamiento antropológico que Descartes había efectuado sobre el problema
ontológico de la substancia, ya que si se piensa que toda la realidad es una substancia pensante y
libre que para el ejercicio de su libertad tiene continuas resistencias en el orden de la extensión
(pasiones, inclinaciones, etc), y que todo esto limita la acción libre a un ejercicio estéril, inútil y
agobiante, entonces es evidente que la imagen que surge de esta antropología del vacío se acerca
mucho a una antropología pesimista, y se acerca mucho también a la idea de un hombre
continuamente empeñado en la tarea inútil de dominar sus pasiones, su naturaleza humana y, en
todo caso, frustrado respecto del ejercicio absoluto de su libertad, que sería el único camino a la
salvación. (Si hay un absoluto semejante al modo absoluto de la libertad, este es la salvación eterna,
que es un acto decidido para siempre). No siendo posible, lo que resulta de este callejón sin salida
no es más que el más negro pesimismo -o la esencia de la tragedia. Pascal era un matemático –se le
debe el cálculo aleatorio y la primera maquina de calcular que suma, resta y multiplica; Leibniz
construirá una que también divide-, que cada vez se ve más preocupado por cuestiones religiosas,
de modo que cuando más o menos en 1650 entra en contacto con cartesianos, descubre al fin que
todas las piezas encajan. Estas piezas son las siguientes: se puede mantener un “espíritu de
geometría” -Sprit de Geometrie-, que conduce a una consideración estética de la realidad
susceptible de considerar a la misma según la extensión (es decir, geométricamente), y que no
comporta ninguna dificultad a la hora de desligar de ella el orden de la libertad que se expresa en el
pensamiento (es Pascal, y no Descartes, quien realmente afianza para la historia del pensamiento la
identidad Pensamiento = Libertad). Al cultivo de la libertad frente a la naturaleza toda ella
determinada la denomina Pascal “espíritu de finura” -Sprit de Finesse-, que se expresa a su vez por
el hecho de que el ejercicio de la libertad provoca en el orden ontológico algo que confiere al
hombre un rango peculiar: no es extensión sólo ni pensamiento sólo, sino un pensamiento
constreñido en los limites de la determinación geométrica del mundo donde, sin embargo, cabe
introducir la acción. Pascal hace así la imagen metafísica cartesiana ya explícitamente
antropológica: el hombre es un ser libre habitante necesariamente de un mundo totalmente
determinado, pero en el que sin embargo los pequeños desajustes de la naturaleza permiten a su vez
pequeñas decisiones que, siendo pequeñas materialmente hablando, en ellas tiene lugar, acontece en
términos absolutos la libertad humana. Pensar será ahora o bien aplicarse a la ciencia, o bien ejercer
en esos intersticios de la naturaleza la posición misma del alma. Con ello, el cartesianismo adquirió
una hondura sistemática que ciertamente en inicio no poseía.
¿Cuales son estos “intersticios” de las leyes de la naturaleza? Si se dice que no existe ninguno,
se habrá de reconocer que no se puede demostrar lo contrario, que quizás todo este determinado: el
“espíritu de finura” no puede demostrarse a si mismo, nadie puede argumentar por razones

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ontológicas desde Descartes que se es efectivamente libre (el mismo Kant renuncia a hacerlo en el
plano teórico). Cuando el cogito piensa, piensa la extensión, piensa exclusivamente la naturaleza,
no al hombre. Pascal reconoce así que no puede demostrar la libertad y por tanto la existencia de
estos intersticios, pero apuesta por ellos. En esta apuesta quedan concernidos nada menos que la
moralidad y la salvación, o sea, en último término la fe. Pascal ha sido consciente de que en un
mundo totalmente geométrico Dios esta ontológica y epistemológicamente de más, y por eso
apuesta por la división substancial que ofrece la libertad y Dios –que sería el responsable de la
presencia de estas fracturas de la determinación-, frente a un pensamiento que solo sea epifenómeno
y fantasma de la geometría. Desde este último punto de vista, el pensamiento como tal no es más
que una función, deja de ser substancia puesto que es “pensamiento de” la materia extensa, o, si no
es así, el pensamiento es una substancia, pero entonces es sólo libre, es esa pura acción libre del
hombre que lo diferencia de la maquina, y en donde está instalada la totalidad de su ser moral, el
lugar donde Pascal pone la fe. Pascal evidencia que con el pensamiento de Descartes en la mano la
libertad no es una certeza sino una esperanza. Son pensamientos, pues, los de Pascal, que sólo se
pueden explicar desde la posición misma donde Descartes ha dejado planteado el problema. De
hecho, una salida normal del cartesianismo fue la de la extensión indefinida de la posición
geométrica (materialistas, mecanicistas: Gassendi, por ejemplo); la otra fue, por el contrario, la
posición de una racionalidad sometida al riesgo, sometida al juego de las ecuaciones de la
probabilidad (aquí se cierra el circulo de la especulación pascaliana), que es consciente de que se
juega la posibilidad de la libertad para forjar un mundo humano.
Por eso Pascal no firmó en 1661 el cuestionario, y respondió (cita de memoria: buscar): “yo soy
como la rama del olmo a la que los árboles pueden llevar en diferentes direcciones: ahora quieren
llevarme en una dirección, pero sé que las direcciones cambian, y tal vez mañana juzguen oportuno
que me tuerza en otra dirección; de mi se sólo que estoy firmemente anclado en la tierra, y con esta
seguridad no tiene objeto firmar nada”. Esta imagen del hombre como un ser cimbreante, inseguro,
que, sin embargo, apuesta fuertemente por una libertad que nada le promete o asegura, pero que, no
obstante, sabe que en esta apuesta pone las condiciones probables de un mundo humano, es
seguramente algo que nunca más ha sido dicho en la historia de occidente con tal rotundidad y
sinceridad a como fue dicho en la segunda mitad del siglo XII por Blaise Pascal. (La sinceridad, no
se olvide, de una apuesta y no de una certeza). El jansenismo murió con las condenas, y Pascal no
tuvo discípulos, aunque el jansenismo conoció buenas relaciones con la otra gran salida del
cartesianismo que fue la obra de Malebranche.

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Reacciones al cartesianismo (II): Nicolás Malebranche.

La filosofía de Descartes conoció un éxito tremebundo y prácticamente inmediato en su época.


Cotituyo, por así decirlo, la primera "moda" de pensamiento instaurada casi simultáneamente en
toda Europa. Ya en el tercer tercio del s. XVII, el cartesianismo se había convertido en una especie
de filosofía global -aún con excepciones, naturalmente-, o, cuando menos, en punto de referencia
obligado para el pensamiento. Donde tuvo el cartesianismo una más pronta incidencia fue en el
mundo holandés, por ejemplo Henri Le Roy (Reguius) introdujo rápidamente en los dos centros
principales de Holanda, Utrecht y Leyden, el cartesianismo, aunque luego el mismo Le Roy lo
abandonó. Otros posteriores profesores, cuyo magisterio ocupa toda la segunda mitad del s. XVII,
como J. De Roey o Adrian de Herebord, terminaron haciendo del cartesianismo algo muy próximo
a una filosofía oficial, filosofía que en pluma de algunos autores como Cristopher Wötlich se
transformó en una especie de nueva filosofía que sustentaba la posibilidad de conciliar la razón y la
fe. Gracias a la intervención de estos autores, el cartesianismo se convirtió en tiempo record y sin
apenas oposición visible en una filosofía académica, puesto que durante siglos quedaba única y
exclusivamente reservado para los grandes clásicos -o, al menos, para los comentadores más
avezados u ortodoxos de estos mismos clásicos. La influencia en Alemania fue también importante,
pero no tanto como en Holanda; a este respecto hay que citar la obra de J. Clomberg, que además de
ser por sí mismo un autor sumamente interesante y desconocido, consiguió por su sólo esfuerzo
establecer un estado de opinión académico favorable al cartesianismo. Alemania, de hecho,
aprendió el cartesianismo de un manual, Defensio Cartesii, firmado por Clomberg -también Leibniz
conoció a través suyo a Descartes. Merece citarse también a B. Bekker, un personaje que tiene más
importancia en la historia alemana que en la historia del pensamiento, puesto que fue el hombre que
más lucho en la segunda mitad del siglo XVII contra los procesos por brujería o magia
oponiéndoles precisamente ese espíritu cartesiano desde entonces tan francés del énfasis en la
claridad y la distinción como distintivos del pensamiento. (Con lo que, después de todo, la obra de
Descartes terminó siendo beneficiosa para los alemanes, pues atemperaba sus fanatismos
religiosos). También en Inglaterra, la presencia del cartesianismo fue importante a través de la obra
de A. Legrand, maestro de John Locke. En Italia, como en España, sin embargo, el cartesianismo
fue más débil por la presión católica (el Vaticano desde muy pronto incluyó a Descartes en el índice
de libros prohibidos); solamente se puede hablar de algún círculo de conocedores y cultivadores del
cartesianismo entre cardenales como Fardella y Gernill. Va de suyo que donde el cartesianismo
configuró un estado de opinión generalizado, hasta el punto de llegar a identificarse con el espíritu
de la nación -cosa que en el s. XVIII era ya una evidencia-, fue en suelo francés. Allí los cartesianos
fueron auténticamente legión, y desde ese momento, bien sea porque Descartes se ajusta muy bien
al espíritu francés, o bien por que él mismo haya contribuido a crear tal espíritu, cartesianismo y
filosofía francesa se identificaron desde hora muy temprana. Ejemplos abundan: el padre Reguier,
la influencia del Oratorio, la incidencia en los ambientes eclesiásticos no relacionados con el

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jansenismo, y un largo etcétera. En resumidas cuentas, podemos decir que en una secuencia de
veinticinco a treinta años el cartesianismo se convirtió en un estado de opinión común en todo
Europa salvo justamente en España, cuya primera referencia a Descartes se encuentra en un escrito
del Padre Feijoo que data de ya entrado el siglo XVIII.
Es por esta razón sobremanera importante estudiar el cartesianismo -que transciende la obra de
Descartes-, porque en este espacio de veinticinco años que transcurre entre la vejez de Decartes y la
aparición de los grandes trabajos de Spinoza y Leibniz, y precisamente en las obras de aquellos
autores históricamente menores, es sin duda donde se elabora el conjunto de problemas que definen
estrictamente el mundo filosófico del barroco. Descartes es, en este sentido, y sin la menor sombra
de duda, un pensador ciertamente inaugural. Los grandes pensadores de fines del XVII son gentes
que establecen su filosofía sobre la base de una discusión muy viva -seguramente esta es la época
europea en la que más se ha debatido- que tiene a la filosofía de René Descartes como asunto. Pero
entre Descartes mismo, y una formulación general del estado de cosas filosófico del tiempo, hay
todo un mecanismo de trabajo intelectual que reclama ser estudiado a fondo y que tiene como
protagonistas a toda esta generación de cartesianos cuyo personaje principal es justamente el
cardenal Nicolás de Malebranche.

Para entender este fenomenal proceso es necesario, pues, preguntarse antes que nada cuales
eran los problemas que emanaban del pensamiento de Descartes o, con independencia de éstos,
cuales fueron exactamente los problemas que se constituyeron como tales a partir de la lectura de
Descartes en el curso del s. XVII. Y hay que decir que fundamentalmente fueron tres los grandes
interrogantes que, directamente desprendidos de la problemática generada por la obra metafísica de
Decartes, orientaron el pensamiento rigurosamente barroco de finales del s. XVII; estas tres grandes
cuestiones son, a grandes rasgos:

1) La separación incondicional, no justificada suficientemente por el propio Descartes -pero


arrojada al fin y al cabo de modo irreversible sobre el tapete europeo-, entre la substancia/cuerpo y
la substancia/alma, que fue aceptada sin paliativos aún dentro de los niveles críticos y cautelas
metodológicas que se quisiesen anteponer. El modo en que se formuló el problema que esta
distinción traía consigo no fue tanto la razón o falta de razón que viniera en apoyo de la división
misma, como el problema de las relaciones ontológicas entre las dos substancias, siendo como son
de naturalezas totalmente diferentes (a este respecto, no merece la pena dedicar un sólo comentario
a la solución propiamente cartesiana, la llamada "glándula pineal", que no podía ni puede todavía
tomarse mínimamente en serio). Este problema, en el fondo, lo que proponía o buscaba era indagar
en las posibilidades de síntesis de un mundo previamente escindido por análisis, es decir, que de lo
que se trataba era de reconstruir la unidad de un mundo previamente partido en dos. La exposición
de esta dificultad llevaba por extensión a la segunda consecuencia que fue formulada también por
estos pensadores de segunda fila:

2) Si la materia no tiene conciencia, ni siente, ni padece, entonces las relaciones entre el cuerpo
y el alma adoptan una dirección y sólo una: como la explicación metafísica es la de la separación, y
ésta ya esta establecida, ahora la dirección adoptada por este planteamiento es la de la enfocar la
cuestión del dualismo como un problema de teoría del conocimiento. Es imposible exagerar la
importancia de este último paso, e imponderable medir el papel que dichos cartesianos menores
jugaron en la historia del pensamiento al tomar esta concreta decisión. Porque no es verdad que
Descartes haya propuesto como centro del problema ontológico la teoría del conocimiento, como
afirma, por ejemplo, Heidegger; Descartes no tiene conciencia clara de esto, que es más bien obra

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de esta literatura secundaria posterior. Aceptada la separación metafísica, la relación alma-cuerpo
únicamente es problemática a la hora de establecer de qué modo el alma actúa sobre el cuerpo y se
apercibe de sus sensaciones. Por consiguiente, aún manteniendo ambas substancias en un
pretendido equilibrio entitativo u óntico, la prioridad ontológica de la cogitatio es clara, puesto que
el verdadero problema -repetimos- se sitúa ahora en establecer como se conoce -actúa y se apercibe-
en un mundo en el que la extensión siempre figura como el objeto dominado y la cogitatio como el
sujeto del dominio. Luego la teoría del conocimiento pasa al centro de las preocupaciones ocupando
el lugar de la metafísica bajo un respecto específico que es característico y que apenas podría ser
otro: la teoría del conocimiento elabora por su parte ahora lo que es el problema fundamental que en
este contexto puede ser establecido, que es el de la causalidad. Hasta ese momento, en la historia del
pensamiento no ha sido nunca un problema interrogarse por la causalidad, puesto que todo el
mundo ha dado por cierto desde Aristóteles en adelante que conocer era investigar las causas y que
éstas son, por tanto, susceptibles de descripción. Pero todavía se puede hablar de un tercer problema
elaborado desde Descartes después de Descartes.

3) Toda vez que se mantiene la separación -dualismo-, y se entiende que se plantea el problema
del conocimiento en el nivel de la causalidad, entonces lo que termina siendo un auténtico desafío
insoslayable es averiguar quién establece el nexo entre cogitatio y extensio, quién encarna, pues, la
causa, quién, en definitiva, la explica. La solución no puede estar ni del lado de la cogitatio -aún
teniendo prioridad-, dado que es una sustancia independiente, pero tampoco del lado de la extensio -
ya que no puede entrar en el orden de sus explicaciones de índole mecanicista un orden causal de
fenómenos del alma-, y entonces se piensa que el responsable de la sutura sólo puede estar en aquel
puente que une ambas substancias: naturalmente, Dios. Y, así, Dios identificado a "causa" es el
tercero de los contextos problemáticos del cartesianismo, y aunque aparece planteado de dos modos
diversificados, en ambos se comprende bien que el punto de partida es Dios y no el cogito (Dios
como el principio metafísico a partir del cual hallan una explicación en teoría del conocimiento las
dificultades de las relaciones entre cuerpo y alma). Estas dos soluciones diversas que adopta el
problema del enlace alma-cuerpo explican por si solas las dos distintas direcciones que tomará
inicialmente el cartesianismo.

Porque lo cierto es que bien se puede decir en un primer trazo que la diferencia alma-cuerpo no
es realmente substantiva, que Dios es la causa en el sentido de que es lo único que hay; el alma y el
cuerpo nunca fueron substancias según este razonamiento, sino atributos de Dios, y con ello se
encuentra una explicación solvente de la causalidad e incluso de todo el sistema ontológico en
general: Dios tendrá que ser la naturaleza una-y-toda. Esta posición se encuentra formulada en
Geulinex, precedente de Spinoza y maestro suyo, y lo que resulta de ella es un necesitarismo sin
recurso a excepción posible: tiene que existir un estricto paralelo entre los fenómenos de
pensamiento y los fenómenos de extensión dentro de los atributos de Dios, y desde aquí se explica
fácilmente la causalidad -este paralelismo es llamado por Geulinex "ocasionalismo", término que en
Malebranche tiene otro significado bastante distinto, como veremos enseguida. El "ocasionalismo"
de Geulinex dice que todos los fenómenos de la naturaleza -pensamientos o modificaciones de la
extensión- son en Dios, lo que es lo mismo que decir en la universalidad y necesidad de lo divino
que es la naturaleza, la totalidad. Esta visión hace justicia a Descartes aún a su pesar, y por eso no
sería injusto decir que alentaba ya implícitamente en él.
El segundo planteamiento del problema consiste en considerar que la extensión y el
pensamiento no son tampoco substancias, ya que no pueden ser autónomas, y en consecuencia
solamente es sustancia propiamente Dios -por ahora, se ve, es igual que el anterior-, pero añadiendo

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que estos no son, sin embargo, atributos de Dios, sino más bien ideas de Dios, lo cual supone todo
un universo de diferencias e implicaciones divergentes con respecto a la concepción cripto-panteista
de Geulinex. Pensar reflexivamente ahora el pensamiento, tomar conciencia clara de que es
pensamiento, de su peculiaridad frente a la extensión, sólo puede hacerse en este momento a través
de la idea misma de pensamiento, es decir: se trata ahora de juzgar ahora el pensar desde la posición
reflexiva del pensar -que es la postura que nunca adopta Descartes, pese a lo mucho que se ha
escrito en torno a ello. Porque resulta que se puede hablar fácilmente de la "extensión", de los
cuerpos, pero en el momento en que se dice "pensamiento", hay que tomar conciencia de que el que
lo dice no es otro que el pensamiento mismo. Entiéndase: uno no llega a afirmar el pensamiento sin
estar incluido en ese mismo pensar, de manera que...¿Como se puede decir "pensamiento" del
mismo modo que se puede decir "extensión"? Sólo de una manera: si yo pienso el pensamiento, si
lo convierto en un objeto de mi pensamiento a la manera en que lo hago con los cuerpos, y esto es
lo que define ese desdoblamiento de la conciencia que la historia de la filosofía ha denominado
"reflexión". El pensar en cuanto que objeto que no puede ser más que reflexivo trae consigo otra
importante consecuencia: tanto la extensión como el pensamiento son ellos mismos pues objetos del
pensar, son consecuencias de quién los piensa, objetos, en fin, para el pensar de Dios. Por lo tanto,
aquí pensamiento y extensión ya no son atributos de Dios -o sea: una propiedad inmanente de la
sustancia divina-, sino que son ideas de Dios. Dios es el sujeto del pensamiento, Él es quién esta al
otro lado del desdoblamiento en que consiste la reflexión; por Él, y no de un modo inmediato, yo
puedo pensar, asistir, a mi pensamiento (también esta conclusión estaba latente en Descartes a su
pesar, por cuanto introduce a Dios para subsanar las deficiencias fundamentadoras del simple acto
del cogito).
Ahora bien: la diferencia entre "atributo" e "idea" es crucial. Si se dice que las dos instancias
cartesianas son "atributos", entonces es que Dios es, él mismo, extenso y pensante, y asimismo
extensas y pensantes las dimensiones de la naturaleza entera que son lo mismo que él. Pero si lo que
se dice que son "ideas", lo que se quiere decir en cambio es que aquello que sea Dios tiene entre las
elaboraciones de su entendimiento la idea de pensamiento y la idea de extensión, de las cuales no se
deriva en absoluto nada en la naturaleza, pues ésta es puesta como un objeto, al igual que el pensar,
del intelecto del Ser Supremo. En este último caso Dios acuña, fabrica, concibe la totalidad del ser
sin por ello identificarse con ella, y si esto se acepta se puede pensar ahora en términos que no
necesariamente son inexorables, ya que los acontecimientos pueden ser producto de la voluntad
arbitraria de Dios, que es el ser que desde fuera de ellos los hace objetos. Y esta es la posición
definitiva de Malebranche, que va a ser, contrariamente al gran barroco, la posición también
definitiva de la modernidad. A despecho suyo, las opciones encabezadas por Spinoza, Leibniz o
Lessing quedarán aparcadas y el pensamiento occidental tomará la dirección que le ha marcado
inicialmente Malebranche. (Es decir: el occidente moderno discurrirá derechamente y de un modo
irreversible por aquella interpretación del cartesianismo que hace al pensamiento y la extensión
objetos del ser que los constituye y hace posibles, sea este ser Dios, el Yo transcendental, el Espíritu
Absoluto, o la Voluntad de vivir Schopenaueriana).

Para Malebranche, en efecto, el pensamiento no puede ser el punto de partida. (Pero


detengámonos un instante sobre su figura: Nicolas de Malebranche -1638/1715- se cuenta entre
aquellos que pretendió una vez más, tras las crisis de religión que dieron lugar a la guerra de los
treinta años, revitalizar el viejo proyecto católico de poner en conciliación Razón y Fe. La Iglesia
católica en general vio desde el principio en el cartesianismo la forma embrionaria de algo muy
peligroso para la supervivencia del cristianismo, pero donde Malebranche creyó ver el peligro era
en el aristotelismo de Trento, esa forma de teología que une el paganismo, materialismo y

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sensualismo aristotélico -que son reales en Aristóteles- con la teología cristiana. Para Malebranche,
lo que había que hacer era aportar una nueva filosofía a la Teología, y encontró el pensamiento de
Descartes como el más propicio para servir de sostén al pensamiento cristiano en cuanto se hiciese
una especie de nueva Summa Theológica a la cartesiana. Este era el propósito declarado de la
Recherche pour la verité de 1674, y es curioso que justamente la obra de este hombre piadoso pero
también rigurosamente ortodoxo haya sido la semilla del fideismo, y, por consiguiente, el origen
primero de la introducción de esa modernidad religiosa que arruinará para siempre a la teología
como problema del pensamiento). Siguiendo la argumentación, vimos a propósito de Descartes que
el cogito es una actividad, no una sustancia, y que de ella por necesidad no sale ni puede salir nada
distinto de si misma; si se quiere, pues, pasar del ego cogito ergo ego sum a ego sum rem
cogitantem -yo soy una cosa que piensa-, se descubre que esta proposición no es clara y distinta
como le parece a Descartes, puesto que una acción no postula un estado substantivo. No hay, pues,
una conversión estricta entre la substancia y sus acciones (como no se puede hablar de la naturaleza
de un cometa por sólo sus fenómenos observables), aunque pueda decirse que las acciones son de
los sujetos en tanto en cuanto que los sujetos se identifican plenamente por sus acciones. La
proposición "Yo pienso" para Malebranche sólo tiene sentido si se lo considera un objeto, -"hay el
pensamiento"-, y entonces "yo pienso" sólo significa un acto que se ejecuta objetivamente o en el
nivel de los objetos. Decir "yo pienso" a secas es una simpleza, un abstracto, pero cuando yo afirmo
"un triángulo suma 180 grados en la adición de sus tres ángulos sean estos cualesquiera", entonces
sí que estoy descubriendo seriamente el acto de pensar en concreto, ahora sí que estoy haciendo -o
sea: llevando a la práctica en su esencia- ese objeto en que consiste el pensar. Hay que hacer
entonces una distinción primaria: el pensar como tal no expresa otra cosa que la condición de
posibilidad que se tiene que suponer siempre cuando pienso efectivamente cosas -es decir:
construyo fenómenos del pensar. Descartes ha fundado su filosofía en un aserto que no nos lleva
demasiado lejos, sin embargo ha apuntado -debidamente corregido, a juicio de Malebranche-, la
dirección adecuada en la cual es posible concebir el pensamiento no como una sustancia
autorrefente o un acto vacío, sino como la potencia desde la que se pueden explicar las ideas y sus
mecanismos de producción y objetivación.
Ahora bien, con la extensión sucede exactamente lo mismo: si se dice que la extensión es una
sustancia, a partir de aquí pueden decirse muy pocas cosas más. La extensión tiene de ventaja sobre
la cogitatio el que ya desde el principio es objeto (sólo hay extensión para el pensamiento, esto es
evidente, la extensión no tiene conciencia), más no obstante es un objeto tal, que paradójicamente el
pensamiento lo piensa como sujeto, es decir, que constata que no se puede pensar ningún cuerpo
sino es desde la extensión, y, así, ella misma no puede ser de nuevo más que la condición de
posibilidad de pensar los cuerpos en general. Porque esto es lo que de facto ocurre: que no puede
aprehenderse directamente la extensión; la extensión figura como objeto del pensamiento pero se
tiene que pensar en ella de tal modo que resulte ser, igual que el pensamiento, sujeto de los
fenómenos. Por lo tanto, con la extensión uno no se libera tampoco de esa posición refleja que
impide poner aquí en el exterior del pensamiento los fenómenos corporales como algo autónomo,
substante por sí mismo: cuando pienso, en efecto, los fenómenos corporales, entonces igual que
sucede con el pensamiento me doy cuenta reflejamente de que sólo los puedo pensar bajo la
condición de una actividad que lo es desde y para el pensamiento. La extensio es, pues, no más que
una condición de posibilidad también de los fenómenos corporales, del mismo modo que el
pensamiento lo es de sus propios fenómenos psicológicos o ideativos. Ambos son ideas de Dios, y,
dando un paso más, Malebranche afirma que se conoce así siempre en Dios, puesto que Dios es el
nombre del puente ontológico a la vez que de el lugar donde residen esas ideas suyas -pensamiento
y extensión- por mediación de las cuales el hombre conoce (el ocasionalismo malebranchiano como

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una teoría del conocimiento difiere enormemente de la doctrina ocasionalista de Geulinex, que se
perfila más estrictamente como una ontología).
De esta manera, es sencillo comprender ahora que en cuanto que Dios se instituye como la
mediación, se resuelven fácilmente las relaciones cuerpo-alma, pues los distintos fenómenos de
ambas instancias simplemente se piensan de modo distinto. Por ejemplo: si es el caso de que se
piensa un árbol desde el punto de vista de la selección de condiciones de posibilidad del discurso
químico -proyectado sobre el plano extensivo-, resultará del todo indiferente hacer entrar en
consideración el color de las hojas -que es un fenómeno de percepción-, habida cuenta de que no es
este el nivel seleccionado en este momento para la comprensión del fenómeno arboreo -lo cual no
suprime el hecho de que aquella hojas tengan un cierto color que pueda ser relevante a la hora de
plantear un discurso pictórico, u óptico a la manera de Goethe, etc. De ello se infiere que si
establecemos que hay dos condiciones máximas de posibilidad de comprensión de lo real, entonces
lo que concierne a los fenómenos del pensamiento son ideas, dolores, sensaciones diversas,
reflexiones, etc; y lo que concierne a los fenómenos de la extensión son, en cambio, movimientos,
choques, polígonos, etc ¿Y cual es el procedimiento para explicar cuando uno y otro interferiesen
entre sí? Pues es igualmente sencillo: estas interferencias se dan en la mente de Dios, que es quién
las compone, y en esto consiste en definitiva la célebre teoría de las "causas ocasionales" en
Malebranche. Las interferencias se explican sencillamente porque entre los dos modos de
explicación posible se entrecruzan dos tipos de fenómenos, los que afectan al pensamiento y los que
afectan a la extensión -por ejemplo, un pinchazo puede explicarse en términos fisiológicos o
emocionales-, que se dan sincrónicamente en Dios. Con "ocasión", pues, de un dato cualquiera
procedente de una parte de la naturaleza, concernirán a él los fenómenos correspondientes en el otro
punto paralelo de la naturaleza, con lo cual Dios actúa como el único substante real generador de
todas estas actividades puestas en marcha para la explicación del universo ¿Que quiere decir
realmente, y en última consecuencia, esta apelación a Dios? Pues quiere decir algo revolucionario
para el pensamiento de la modernidad: que en la naturaleza no hay, no operan causas, sino que
operan razones. Es decir: existen conexiones necesarias entre el mundo de los fenómenos de la
física y el mundo de los fenómenos de pensamiento, pero estas conexiones no son reales o
materiales (crítica a la causalidad material antes que Hume), sino puestas por la razón supuesta su
contigüidad en el tiempo -la "razón" del dolor psíquico, tanto como del hematoma físico, es, como
hemos visto, el pinchazo-. De acuerdo con este programa, ya no hay que buscar más las causas en la
naturaleza, sino las leyes de las conexiones o "razones", y cuando hallemos éstas, sabremos por fin
con total certeza como funciona el universo según el pensar de Dios. La filosofía moderna es, pues,
en síntesis, aquella interpretación del cartesianismo que se inclina a creer o aceptar estas dos cosas:
primero la adopción irrenunciable del modelo de la explicación racional (con Malebranche el
cartesianismo adopta la posición de la positividad del pensar, la posición del concepto ya no
substantivo ni metafísico, sino del concepto que hace posible las transformación del problema
metafísico en un problema crítico de teoría del conocimiento), y, segundo, la noción de legalidad en
el sentido moderno como las razones compuestas en, y por, el pensamiento, para la explicación de
los fenómenos, o sea: la idea tan familiar ahora para nosotros de que explicar es enunciar como
funcionan las cosas, cuales son las relaciones de funcionamiento que las ligan, y no declarar su
esencia, no tratar de manifestar, aristotélicamente, como esencialemente son. Este es el enfoque o
planteamiento que se manejará cada vez más en la ilustración francesa -Voltaire, D´Holbach, etc-,
que acaba trasladándose a la Ilustración escocesa -Hume-, y del que culmina extrayendo todas sus
formidables consecuencias Kant sustituyendo a Dios por la idea secularizada del "yo
transcendental", la "actividad pura del pensar", la "ciencia positiva", etc -en definitiva: la actividad
categorial pura del hombre.

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El destino es ciertamente irónico: de la ingenuidad de Malebranche en no ver, como el resto de
los cardenales de su tiempo, al cartesianismo como una bomba de tiempo para el cristianismo, ha
nacido buena parte del mundo moderno.

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Baruch Spinoza: La filosofía geométrica.

Baruch Spinoza, como Malebranche, es otro de los grandes referentes que nacen desde el
interior mismo del cartesianismo –veremos más adelante que no todos son así: Hobbes y Leibniz se
oponen, cada uno a su manera, al cartesianismo. No obstante, el pensamiento de Spinoza ha tenido
otras fuentes además de la cartesiana: se encuentra en él, en primer término, una fuerte influencia
del estoicismo antiguo, que seguramente le viene de la tradición española o portuguesa de su
nacimiento (si hay una tradición específica que tenga especial arraigo en el hinterland ibérico, esta
es el estoicismo; en nuestra tierra han destacado también importantes escépticos, pero incluso
cuando llega el erasmismo a España, este se conecta rápidamente con el estoicismo cristiano de
manera que todo el pensamiento español del renacimiento es conformado más o menos por
variaciones del estoicismo; no hay que olvidar que Spinoza es contemporáneo de Quevedo), y, en
segundo término, una no menos fuerte presencia del hebraísmo renacentista, muy teñido de
neoplatonismo -que obliga, por tanto, a pensar la fluencia a partir del ser-uno- a partir de Leon
Hebreo (en cuyo sistema, la creación es una emanación continua a partir del Uno en donde la
criatura y el creador vienen a ser expresiones de lo mismo: la realidad). Spinoza reasimila ambas
tradiciones y las reordena en un sentido preciso que le viene dado por las exigencias surgidas del
contexto europeo de su época: el estilo, los motivos, y el planteamiento son los de los grandes temas
del cartesianismo -al menos como punto de partida. Casi enteramente en solitario, Spinoza ensaya
otro despliegue del cartesianismo y encuentra en él un sistema de enorme solidez pero de pavorosas
consecuencias para la tradición europea cristiana, hasta el punto de hundirse durante más de un
siglo el spinozismo en el olvido, y su creador en el anonimato e incluso en la más espantosa de las
adjetivaciones por parte de sus mismos contemporáneos.

Primero de todo, hay que destacar en favor de Spinoza su honradez personal. Tuvo una vida
difícil: él se identificó con el programa político democrático frente a la monarquía absolutista, y eso
le arrastró a la desgracia política cuando sucumbió la alternativa democrática de Jean de Witt en
Holanda. Entonces, Spinoza se encerró en su óptica y resistió toda tentación de promocionarse
social o filosóficamente; le expulsaron ignominiosamente de la Sinagoga y no respondió a los
ataques que a su pensamiento desde diversos frentes se le dirigieron. Pero es que incluso cuando le
ofrecieron una cátedra en Heildelberg, y tuvo al alcance de su mano el éxito social asegurado,
rechazo esa oferta exclusivamente por la razón de que provenía de un Obispo de Heildelberg, y, por
consiguiente, con la aceptación podía ponerse en duda su independencia. Afrontó, como
consecuencia, una vida de honradez en un trabajo –el de pulidor de lentes- que no le reportaba
beneficio ni seguramente entusiasmo.
Ya hemos apuntado que la obra de Spinoza es un desarrollo interno del cartesianismo que
concluye en un estrepitoso fracaso filosófico en el horizonte europeo de la época. Lo que Spinoza
ve con la misma claridad que Malebranche es que Descartes hace trampa al decir que parte del yo

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cuando, en realidad, parte más o menos veladamente de Dios, así que él hace de su capa un sayo y
se determina a comenzar su filosofía por el verdadero principio, que es Dios. La noción de sustancia
como aquel ser que no necesita de otro para existir no es cumplida en absoluto rigor por la cogitatio
ni por la extensio, sino solamente por el concepto de Dios. Y ahora se trata de pensar este Dios no
en tanto que es capaz de determinar por vía de sus ideas -agustinismo- lo que hace inteligible a la
cogitatio y a la extensio, sino de pensar a Dios como auténtica sustancia, o –dicho de otro modo-,
Dios es la única sustancia pensable puesto que Dios es el nombre del ente a que corresponde
propiamente la definición de un ser independiente que no necesita de otro para existir. Ahora bien:
si Dios es ese ser y además ningún otro ser puede ser sustancia en ningún sentido distinto ni aún
análogo, entonces no basta con decir “la sustancia es Dios”, sino que habrá que afirmar también: en
Dios esta, pues, contenida toda otra substancia. Consecuentemente, el paso al que lleva el
cartesianismo si pensamos en términos substanciales es que Dios no puede ser nada distinto de la
naturaleza, porque nada fuera de Dios puede ser propiamente sustancia, dado que toda la
substancialidad ha de estar en Dios. Por lo tanto, el axioma indiscutible de la Ética, su punto de
partida básico, es este: si la sustancia es aquel ser independiente que no necesita de otro para existir,
entonces de ahí se siguen dos consecuencias:

1) Este ente substantivo ha de ser forzosa y únicamente Dios.

2) No hay ni puede haber nada fuera de Dios. (La cláusula realmente importante es claramente
la segunda; la primera puede ser un mero nombre, el nombre que le otorgamos de ese fenómeno de
aceptar su realidad).

Dios es, pues, el nombre del todo, por tanto Dios o la Naturaleza o la Sustancia es lo mismo.
Este salto es el que se denominado en la historia del pensamiento "panteísmo", pero este es un
panteísmo nuevo, moderno, respecto al panteísmo estoico, al que Spinoza estaba preparado ya por
su preparación estoica y hebraica neoplatónica. "Nada existe al margen de Dios" es un pensamiento
que habría sido aceptado por igual por Leon Hebreo o Plotino, e incluso por dichos estoicos -el
Todo es lo Divino-. ¿En qué y en donde está entonces aquí la novedad? En la identidad añadida de
sustancia a la identificación panteísta clásica Dios=Naturaleza, es decir, en su substancialización.
¿Y por qué es el punto de vista fundamental? Porque es claro que a partir de aquí ya no se trata de
deducir la realidad a partir de Dios o a partir de la Naturaleza, ni siquiera a partir de su identidad,
sino a partir de la Substancia que contiene a Dios y a la Naturaleza. Si se quiere hacer una
deducción de la realidad desde Dios o la Naturaleza, basta decir que ésta o aquel es causa en sentido
físico, o sea, el agente, el que hace algo (como el Dios creacionista, o el Demiurgo platónico, o la
natura naturans de la que todo brota), y este es el punto de partida tradicional de todos los
planteamientos panteístas. Pero ahora Spinoza piensa esta identificación desde el punto de vista de
la sustancia, o sea de la entidad independiente, y desde esta perspectiva la causa física no dice nada,
esta fuera de lugar, más aún: se comete una metábasis eis allo genos si se habla al mismo tiempo de
“independencia” y “agente”. La manera, en cambio, como se puede hablar de causa fuera de todo
fisicismo y valiéndose del pensamiento de la sustancia es entendiendo la causa como la noción
matemática de principio, -y, así, los efectos se entenderán más bien como consecuencias. De esta
manera, se habrá logrado el sueño cartesiano -que Descartes estuvo lejos de concebir coronado- de
una exposición universal de la realidad por la razón, porque con esta maniobra spinozista sí que se
encuentra el mecanismo adecuado para una estricta matematización y geometrización del mundo
gracias a la posesión del fundamento ontológico requerido, que es la noción de substancia -la cual
contiene a Dios y a la Naturaleza, pero esto es ya anterior al problema moderno. Lo que con la

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operación spinozista se ha dicho, en definitiva, es: Dios es el todo y por consiguiente Dios y la
Naturaleza son la misma cosa, pero lo decisivo es que tanto uno como otro se van a estudiar desde
el punto de vista de la entidad independiente, y como todo tiene que suceder en el interior de esa
entidad independiente como un proceso inmanente suyo, las causas ya no tienen por qué ser
concebidas como agentes, es decir, como elementos que requieran una manipulación o tecnificación
a la manera creacionista, sino que se pueden interpretar esos procesos en el interior de la noción
misma de sustancia como procesos estrictamente de lenguaje, y, concretamente, como procesos
rigurosamente matemáticos.
¿Como se aplica esto? Lo que quiere decirse en definitiva es que se puede definir, por ejemplo,
un triángulo construyéndolo en el entendimiento, y con ello se esta proponiendo la génesis del
triángulo: una línea doblada dos veces en la forma única posible regular en que la suma de los
ángulos miden 180º, o dividiendo un segmento común en tres lados en la forma única posible
lógicamente hablando en la que son capaces de circunscribirse en un círculo. Y ahora viene la gran
pregunta...¿En que sentido se puede hablar aquí de “causa”? Es decir: estas operaciones antes
descritas podrían realizarse físicamente por un agente, pero no es en absoluto necesario para
concebir cual es la causa de la construcción siquiera mental o substantiva de un triángulo, pues en
realidad basta con proponer mentalmente la solución posible a los enunciados de la génesis de un
triángulo antes explicitados. Por lo tanto, aquí la noción de causa es anterior a la causa física:
consiste en proponer principios de los que se derivan consecuencias. Si se piensa así el mundo -
como consecuencias deducidas de unos principios-, lo que sea valido en el nivel substantivo, como
es idéntico a la Naturaleza y a Dios, será valido también en el nivel físico, con lo que se cumplirá
estrictamente el programa cartesiano: el mundo puede ser pensado matemáticamente,
geométricamente. En este punto crucial es donde descansa todo el brillo especulativo de la
genialidad spinoziana: se ha podido discurrir –seguramente con tal coherencia y plenitud por
primera vez en la historia- la secuencia donde, en efecto, se puede pensar sin acudir a otros
elementos que aquellos que respondan a principios y consecuencias en el interior de la sustancia, y
se puede así tener definitivamente certeza absoluta de que el ordo idearum es aquí estrictamente
equivalente al ordo rerum (cumplimiento absoluto del viejo programa parmenídeo de la identidad
pensar-ser). Pensar en los términos de la sustancia significa pensar ni física ni espiritualmente, sino
en los términos de un entramado lógico requerido por la noción de esta sustancia: todo lo que se
halle como necesario en el ordo idearum lo será también en el ordo rerum, todo lo geométricamente
concebible tendrá su correlato físico. Esta es una idea de tal potencia epistemológica, que Hegel
llega a decir ciento cincuenta años después que todo filósofo tiene dos posibles filosofías, la suya
propia y la de Spinoza.

Realmente, no es posible escapar, toda vez que se admite el planteamiento de las primeras
proposiciones de la Ética, a la implacable marcha de la lógica spinozista. Si uno se pone a
considerar que el principio del pensar es la sustancia –el “en sí”-, y se admite respecto a ella la
definición cartesiana de la misma, entonces no hay modo de escapar al spinozismo. Sólo negando el
punto de partida se puede rechazar el spinozismo, y este punto de partida late bajo la modernidad
entera aún rehuyendo a Spinoza: es el monismo o monologismo, en el sentido de dar por sentado
que la explicación de la realidad tenga siempre que responder al UNO; el monologismo consiste en
la confianza inquebrantable de fondo en que hay un punto inicial, una posición absoluta, primera y
única, desde la cual se explica todo. Y esto es, históricamente hablando, hebraísmo; de hecho, el
programa de Descartes sólo se cumple en la religión cristiana, y de nada vale secularizarla si con
ello se mantiene su orden característico de pensamiento, y este es: el principio, el positum es Uno,
y, frente al tremendo condicionamiento mental que implica esta tesis, apenas importa qué nombre

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apliquemos a ese Uno. Ya Descartes mismo en los Principios se da cuenta de que la noción de
sustancia sólo se puede aplicar propiamente a Dios, pero sigue confiriendo inteligibilidad de
substancias -aún derivadas- a cogitatio y extensio, porque de lo contrario se le arruina entre las
manos el concepto de creación. Si no se es capaz de distinguir Dios de sus criaturas, entonces no
hay quién rompa la identidad Dios = Naturaleza (panteísmo clásico), y por eso Descartes insiste en
la substancialidad de cogitatio y extensio, para asegurarse de que sean distintas de Dios aún
dependiendo de él (pero, realmente, esto no hay quién lo comprenda bien). Una vez que Spinoza
apura la noción de sustancia, todo puede explicarse desde lo Uno -la Sustancia-, y así, por
panteísmo, se encuentra el fundamento sólido a un mundo que fuera pensado desde la unidad, es
decir, a un mundo donde la noción de Dios se ha secularizado ya completamente (pues ahora se le
llama sustancia), pero que sigue siendo pensado desde una instancia necesariamente única puesta al
principio. Pensadores posteriores como Marx o Kant seguirán convencidos de que pensar es
necesariamente y en todos los casos pensar desde lo uno, reducir lo múltiple y heterogéneo a
unidad; parece un destino de occidente la absorción sistemática y a menudo inconsciente –pues
gobierna incluso entre los detractores de la tradición teológica, como apuntó Feuerbach, quién
también sucumbió bajo ella- de esta herencia hebraica, contra la cual el único remedio posible
consiste en partir de la pluralidad (y aceptar que al principio eran muchos, irremisiblemente).
Sea como fuere, si se es efectivamente monista, entonces es muy difícil escapar de Spinoza, de
su potente programa donde a partir de lo uno todo se puede explicar, todo da razón de todo, se
verifica una completa deducción de lo real desde lo uno. La gran aportación de Spinoza se resume
en lo siguiente: la racionalidad nos obliga a pensar en términos de uno substancial y principios y
consecuencias, en cambio la realidad parece plural, es de facto una pluralidad empírica ¿Que será
entonces, conforme a esta situación, una explicación o deducción? La respuesta spinozista es
honesta, directa y, sobre todo, de una formidable eficacia: filosofar será pensar esta pluralidad en
términos de lo Uno, y por tanto la explicación se aplicará correctamente si se puede hacer la
deducción de la realidad desde Dios. Por tanto, si la sustancia se identifica con Dios y la Naturaleza,
entonces es que Dios es un principio productivo, de acción, que es lo que se observa empíricamente
que es la Naturaleza. Y esta productividad no hay más remedio que pensarla como infinita (este
infinito es matemático: sobre todo producto que se pueda pensar siempre se le puede añadir +1; un
infinito cuantitativo puesto que Spinoza no tiene en sus manos el cálculo infinitesimal). La
Naturaleza es una actividad productiva continua, incesante, sin fin: cada producción concreta será
de orden temporal, pero la capacidad misma de producir es atemporal, o lo que es lo mismo: la
causalidad en sentido empírico es temporal, pero su principio explicativo no lo es. Lo que define a
la naturaleza, pues, es un principio, el de causación natural, que es sub especie eternitatis: la génesis
es eterna. Además, este principio es inmanente a la naturaleza, y cuando genera cosas, entes
particulares, a estas les corresponde igualmente el término de naturaleza (además de haber sido
producidas por ésta). Todo el recurso tradicional de las causas a los efectos queda roto de nuevo
desde el punto de vista de la sustancia: la consecuencia del principio es que cada consecuencia
responde al principio con independencia de toda transcendencia. No viene al caso hablar de
mimesis, analogía, o incompresibles relaciones de parte al todo: la Naturaleza o Dios es idéntica a sí
misma en todas sus producciones. La Naturaleza produce por sí misma, sin que la determine ningún
otro elemento, y en este sentido es autónoma, pero tampoco cabe hablar nada parecido a una
quimérica “potencia de decisión” en la Naturaleza; la producción inmanente y eterna se mueve en
estrictos términos de necesidad (pero no como opuesta a la libertad, puesto que es su propia
necesidad la que domina; este es un falso problema como el de el agente o el de la transcendencia),
la necesidad inherente al esquema deductivo principio-consecuencias. Todo nace del fondo de la
Naturaleza, y ésta no tiene ni inteligencia ni voluntad particulares, la Naturaleza -o Dios-

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propiamente no actúa, sino que simplemente es. La explicatio entera ha servido para describir en
qué consiste el ser, que no es más que el ser natural o el ser divino. "Ser" quiere decir nada más que
los hechos que acontecen inmanentemente y desde siempre y para siempre por vía necesaria en la
Naturaleza, es aquello que resulta de la actividad ciega de la Naturaleza (nosotros somos seres
porque pertenecemos a la naturaleza, no en primer término por la equivoca obviedad de que somos
partes de ella, sino fundamentalmente porque somos consecuencia necesaria de ella: supuesta la
Naturaleza, ergo ego sum). Desde la Naturaleza se explica todo; las finalidades, causas, designios,
sentidos, etc, no naturales, antropomórficas, que la atribuimos son ficciones de la imaginación. En
la reducción al uno Spinoza tacha de inútiles una enorme cantidad de concepciones en las que ha
estado empeñándose la historia de la filosofía –si este era el momento negativo de la filosofía
spinozista, prosigamos ahora el positivo.

Porque si, volviendo al principio, aplicamos los criterios genéticos de la construcción lógica,
derivando lógica e incuestionablemente de Dios la Naturaleza, entonces se podrá decir que lo uno
consiste en una infinita cantidad, o mejor, que se expresa de una infinita cantidad de maneras. De
esta infinitud, el conocimiento humano sólo accede a dos de sus expresiones: lo Uno con respecto al
hombre o bien se expresa en forma de pensamiento o bien en forma de extensión, que son ambos
sólo dos de entre los infinitos atributos de la esencia. (La noción lógica de atributo es aquella
pertenencia esencial inherente al sujeto). Los atributos expresan objetivamente la esencia de Dios
según la naturaleza de lo que en el mundo aparecen como los modos propios del ámbito humano.
En el plano del mundo -que es idéntico al plano de Dios, pero en la dimensión de los seres
particulares-, los hombres entienden que todo se les manifestará en forma de cuerpos o espíritus,
ambos atributos de Dios. Esta noción recupera metafísicamente algo propio del malebranchismo,
pues desde el momento en que pensamiento y extensión son atributos de Dios, son también formas
de inteligibilidad: se puede comprender igualmente el mundo en la forma de cuerpos o en la de
espíritus. (Las diferencias residen en que cuando el Dios de Malebranche pone como condición de
la concebibilidad pensamiento y extensión, lo hace en un mundo que está fuera de él, que es distinto
de él, lo cual es difícil de comprender y bien pensado habría que aparcar dándole entonces así la
razón a Spinoza. La pluralidad de lo real será modos diferentes de expresión de lo Uno según la
naturaleza de estos atributos ¿Y que es un "modo" para Spinoza? Él responde “la definición o
determinación particular de lo infinito”. Esta es una respuesta sumamente importante que conviene
aclarar al máximo, pues si pensásemos los modos por referencia a la finitud (es decir: somos
concentraciones finitas de algo infinito que al morir retornaremos a ello entrando en un ciclo
natural, etc), nos sale algo bastante trivial, ecologista, pensado ya en las postrimerías del siglo
anterior por Giordano Bruno. Pero Spinoza no va por ese camino, esto es algo que se queda
inevitablemente en el contexto físico o fisicalista de Dios = Naturaleza, sino que piensa la noción de
“modo” desde el contexto substancial del esquema principios y consecuencias. ¿Qué quiere decir
que una rana es un modo finito –no nos referimos a “verde”: eso sería una recaída en el fisicalismo-
en el que se expresan los atributos naturales de pensamiento y extensión? Significa que entre el
finito y el infinito existe una falsa oposición, pues un modo finito lo es siempre del infinito como
determinación, posición suya, al que le corresponde sencillamente la manera de expresarlo. Todo
ser concreto es un gesto de Dios, por cuanto que la existencia no es más que el modo de expresión –
o sea: de posición, de manifestación, el hic et nunc- de la esencia, así como la esencia no es más que
la verdad –o sea: la eternidad, el ser, lo universal y necesario- que corresponde a la existencia;
ambos planos se reflejan mutuamente, ninguno es anterior o superior al otro, sólo disociables por
abstracción (pues no son más que momentos explicativos de la verdad entendida como producción
de verdad), acabando con ello con siglos de trabalenguas escolásticos. Pedro es finitamente un

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modo de hombre, no porque en él se cumpla la extensión y el pensamiento en la forma
correspondiente a un hombre de concentración particular, etc. –naturalismos vulgares-, sino
sencillamente porque en él se cumple enteramente la esencia de hombre. Si se piensa en términos
eternos, necesarios, no habrá diferencia entre Pedro y Pablo, en quien también se cumple
sobradamente la esencia del hombre; pero si lo pensamos en términos de infinitud, como
corresponde a las esencias -desde siempre hay una esencia de hombre que se cumple más o menos
torpemente, en lenguaje platónico-, ocurrirá lo mismo: en ambos casos se piensa en términos
naturalísticos ¿Porqué, donde está el error? Pues porque nos estamos quedando en un hombre
concreto, es decir, en un producto concreto de la naturaleza. Pero si ahora pensamos que los modos
son modos de ser, correspondiendo a la descripción "Pedro es la naturaleza", entonces se hace
posible señalar lo siguiente: en todo modo particular, finito, se cumple una esencia eterna
ciertamente, pero esa esencia es finita. Lo que corresponde, pues, al finito, no es la producción
física (nació, se morirá, etc), sino ser un modo de lo Uno, de Dios. En la extensión lógica del
concepto del concepto Dios hay un modo, Pedro, que lo expresa; es lo mismo que Dios, pero en
versión más reducida. Como no es más que un modo de expresión de Dios, la única posibilidad de
predicar algo de Pedro es entendiéndolo como un modo de Él o Ello, y entonces se dirá que por si
mismo no existe, que no le corresponde ninguna necesidad. Lo que es finito es el modo, pero este
modo finito es siempre eterno, cada modo es expresión de una posibilidad eterna. Los modos en
Spinoza -los seres particulares, plurales- son esquemas de una posibilidad eterna en la que se
expresa lo que tienen de natural. Cada modo es una representación finita, limitada, de la naturaleza,
es la naturaleza misma desde un punto de vista, por así decirlo, pequeñito (no absorbe toda la
naturaleza, pero tampoco “participa” de ella). Cada modo es limitada, pero enteramente, un posible
eterno: el modo de ser. Un ser particular no es más que una representación limitada de una
eternidad. Insistamos: en cada modo finito esta el todo representado, no es que la Naturaleza se
fragmente en partes, sino que la división es cualitativa: toda la naturaleza esta enteramente en cada
uno de los hechos naturales. En Pedro o en la rana están simultáneamente el todo eterno y la
limitación en el tiempo, él es un modo finito de una esencia eterna, la eternidad habita en él, las
esencias eternas finitas habitan los modos y no hay nada más fuera de la sustancia Dios. Todo esto
es lo que hay, la Naturaleza = Dios, la única sustancia que se expresa eternamente en sus modos.
Limitando el todo a un concentrado particular encontramos que en él está el todo, que no le falta
nada ni se reserva nada para ser enteramente natural. No se puede pensar la naturaleza al margen de
los naturales, como si fuese algo que subyazca a ellos no contando con ellos tal como son para
concebirse a sí misma (una duplicidad impensable). El todo esta en cada cosa finitamente; si esta
determinación lo es del todo, es eterna, entonces ahora ya se comprende el spinozismo.
Cuando se llega a este punto decisivo, se desprende que las ilusiones de una vida autónoma
donde el mundo se pueda hacer por nuestra parte son sólo eso: ilusiones. Es una ilusión la
modificación o intervención en la naturaleza, todo es necesario y es como es lógica y naturalmente.
Al renunciar a esto negativamente se ha renunciado a todo intento de dominación, de engaño, y
entonces la única legitimidad posible del poder es instrumental, coyuntural (más para eliminar
obstáculos que otra cosa). La positividad esta que más allá de esta negatividad crítica la ética
spinozista asegura la beatitud de comprender que el mundo entero es una representación de lo
divino en nosotros, que nosotros somos Dios aún en un modo finito justamente tal y como somos.
Así, la Ética de Spinoza borra de un plumazo todas las esperanzas de la Ilustración en el mismo
sentido en que la Ilustración camino ulteriormente. La única libertad posible es la interior del que se
sabe que representa un modo eterno, del que se sabe no una parte de la naturaleza, sino él mismo la
naturaleza, no una parte de Dios, sino él mismo expresión de Dios. Y esta libertad se alcanza
inmediatamente sin necesidad de planes de racionalización del mundo -esto fue lo que empavoreció,

67
no sin razón, de Spinoza a la Ilustración triunfante.

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El pensamiento de Thomas Hobbes y los inicios del empirismo en Inglaterra.

Otra manera más de tratar la división cartesiana es negándola, bien por vía de superación
monista, bien escogiendo uno de sus dos elementos para negar radicalmente la positividad del otro.
Como hemos visto, para dar carácter substantivo al alma se tendría que poder pensar en un ser
independiente que consistiera únicamente en eso, en pensar, y esto es difícil de concebir puesto que
pensar es una función, una actividad. Por esta razón, cuando Descartes dice "pienso, luego existo",
en realidad esta introduciendo dos verbos distintos: la acción de pensar propiamente dicha, y un
verbo de estado, "luego existo". Así las cosas, para pensar la cogitatio como una sustancia
autónoma hay que pensar una función independiente que exista por si misma, y así se hace difícil
concebir cómo podría haber un pensamiento que pudiera funcionar como sujeto sin pertenencia a
cuerpo alguno. Thomas Hobbes columbra la consecuencia inmediata de esto: no hay, pues, división
de substancias, sólo hay extensio. En 1676, un discípulo suyo, Pierre Boyle, -ya muerto Hobbes
desde 1671-, denomina a esta nueva posición de la cuestión "materialismo". Conviene, por tanto,
subrayar que la tesis materialista en la modernidad sólo se comprende desde el punto de vista de la
situación creada por la división cartesiana. El materialismo en la modernidad no dice "toda la
realidad es reductible a aquellas substancias que son susceptibles de ser descritas
extensionalmente", sino que dice más bien esto otro: "si el pensamiento es una actividad, una
acción, mientras que la extensión es una sustancia, entonces el pensamiento debe poder ser de
alguna manera reducido, debe tener un origen y poder ser explicado en el interior de la extensión".
Esto no tiene nada que ver con el materialismo del mundo antiguo, que lo es todo él (a nadie se le
ocurre pensar en el mundo antiguo que haya algo que no pertenezca a la physis, hasta los mismos
dioses tienen cuerpo; incluso en el pitagorismo o platonismo, si se habla de almas incorpóreas, se
dice que son físicas, y si se habla de ideas, se puede hablar de su inmaterialismo precisamente
porque están separadas de la physis, o al menos de la materia, y en el mundo físico sólo se puede
hablar de compuestos de la materia).
Hobbes es contemporáneo de Descartes y pertenece a la tradición empirista de estirpe
baconiana. Huyo de Inglaterra a raíz de la revolución de Cromwell -pues era un decidido
monárquico-, conoció a Galileo en Italia, retradujo las aún muy ingenuas ideas empiristas de Bacon
al contexto de la nueva física de Galileo y finalmente paso por Francia. Allí, conoció en 1641 al
padre Mersenne, que le introduce a la obra de Descartes antes incluso de que esta se publique -pone,
de hecho, objeciones a las Meditaciones que se publican con parte de éstas-. Todo esto hace que
Hobbes, un hombre preocupado por los azares políticos, se interese profundamente por la filosofía,
no siendo una consecuencia directa de Descartes como los autores anteriormente vistos. Cuando
Hobbes lee la obra de Descartes comprende que uno de los dos elementos sobra, que existe una
inadecuación entre la sustancia que se consume en una actividad y aquella que reclama una
existencia, una fisícidad. Pero para entonces, el problema ya se ha dirimido en sus términos más
terribles -es lo que nosotros denominamos el malentendido materialista-, porque a partir de ahora
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todo aquel que quiera reivindicar una forma de autonomía del pensamiento será llamado
"espiritualista", y esto es un completo disparate. Se puede, en efecto, pensar la zona autónoma del
pensamiento, o, dicho de otra manera, se puede pensar el pensamiento en perfecta autonomía
ontológica sin tener que pensar en los términos de si pertenece o no, deriva o no, del cuerpo. El
problema de los pensadores llamados "materialistas" en la modernidad es el problema de la división
cartesiana. Como no son capaces de dar al pensamiento ninguna autonomía fuera de la única
sustancia que consideran existente -el cuerpo-, se ven obligados permanentemente a estudiar el
pensamiento en los límites de las leyes de los cuerpos. Aquí da comienzo una larguísima polémica
del materialismo metafísico que nace justamente con Hobbes y que tiene confundidos aún hoy a una
larga serie de pensadores de todas las corrientes filosóficas -principalmente, analíticos y marxistas.
En un texto del tratado De Cive, Hobbes nos muestra el recorrido de su pensamiento (cita
aproximada): "yo estaba estudiando filosofía por mi cuenta y había reunido sus primeros elementos
de todas clases; luego, habiéndolos distribuido en gradualmente en tres secciones, pensé haber
escrito de ellas como si en la primera hubiera que tratar del cuerpo y sus propiedades generales, en
la segunda del hombre y sus facultades y afecciones principales, y, en la tercera, del gobierno civil y
las obligaciones de los súbditos. La primera sección debería haber contenido la filosofía primera y
ciertos elementos de física; en ella, se hubiese considerado las razones del tiempo, lugar, causa,
poder, relación, proporción, cantidad, figura y movimiento. En la segunda hubiéramos tenido que
conversar sobre la imaginación, la memoria, el sentimiento, el raciocinio, el apetito, la voluntad, el
bien, el mal, lo honesto, y similares. Lo que se hubiera tratado en la última sección yo os lo
mostrare en seguida". El De Cive es una obra de juventud de Hobbes dedicada exclusivamente a la
política, y en ella se describe lo que para Hobbes, después del contacto cartesiano, deberían ser los
pasos -que no están claros si se siguen meramente sus obras- que pensaba seguir en un hipotético
orden sistemático y que son los que vamos a tratar de reconstruir aquí como guía de esta exposición.

Primero habla Hobbes, pues, de cuerpos, de la extensio, y dice que esto es nada menos que la
filosofía primera, o sea, el equivalente a la ontología en la ordenación típicamente cartesiana;
después, cuando sean halladas las leyes generales de los cuerpos será el momento de hablar del
hombre, o sea, de aquellas cosas que caracterizan al hombre desde la posición de un cuerpo: sus
pasiones, sus afectos y el pensamiento; y sólo entonces será el momento de hablar de lo que era el
núcleo inicial de su preocupación, es decir, de la política. El postulado primero que maneja Hobbes
recoge la influencia de Bacon: consideraremos real sólo aquello que es susceptible de experiencia e
interpretaremos por "experiencia" -esto es ya galileano- aquello que puede ser manipulado, medido,
comprobado y verificado, quiere decirse: tratado en un laboratorio. En Hobbes la transformación
galileana de la "experiencia" entendida aristotélicamente, por la "experimentación" realizada según
el método hipotético-deductivo es ya completa. Si esto es así, es claro que no hay una experiencia
directa -ni manera de tratar experimentalmente, por ejemplo haciendo la anatomía de un cerebro-,
del pensamiento, y tendremos que decir que la realidad sólo corresponde realmente al cuerpo -y esto
es puro materialismo. Pierre Gassendi dirá más tarde que en algún punto hay que terminar la
división de la materia, y desde entonces "materialismo" significa también "teoría corpuscular", es
decir, "atomismo". Puesto que la realidad son cuerpos, y estos se definen por la extensión, ellos
deben de poder explicarlo todo, y así la filosofía primera será una física del movimiento. Cuando se
establecen las leyes del movimiento de los cuerpos se tienen ya el fundamento básico de toda teoría
de la realidad. ¿Como se pasa ahora a una explicación del hombre a partir de esto? El materialismo
es una tesis pobre de la historia del pensamiento que además tiene potentes pensadores en su contra
(Leibniz, Kant, Hegel, etc.), y si aún y todo ha sido influyente lo que viene ahora es, sin embargo,
decisivo puesto que ha sido fundamental para nuestra cultura: si por culpa de la escisión no se

70
quiere pensar autónomamente el pensamiento, sino que hay que deducirlo de los cuerpos, entonces
habrá que entender el pensamiento como una función del cuerpo. Una función con estas
características: activa como una capacidad de ciertos cuerpos, que para entender su tipología baste
con entenderla como tal función del cuerpo y nada más -es decir, sólo explicada desde el ámbito del
cuerpo. Se introduce así una noción de pensamiento que se agota exclusivamente en lo formal, y
esto es lo verdaderamente importante. Ya no intervendrán para nada la memoria, las tradiciones, ni,
en general, ningún contenido del pensamiento; estos contenidos posibles del pensamiento tendrán
que poder ser asimilados por el cuerpo, y como no se puede concebir el pensamiento más que desde
el cuerpo, que es una cosa concreta, habrá entonces que pensar que se nace totalmente vacío de
referencias, y que el pensamiento consiste en actividades formales puras: establecer uniones o
distinciones, semejanzas o diferencias, y, en general, organizar toda suerte de materiales que vayan
entrando (estructura de input/ output).
Pensar no es más que este modo de actuar expresado bajo leyes del cuerpo análogas a las leyes
del movimiento. El sujeto es un cuerpo vacío de contenidos de pensamiento -en principio- que, al
igual que se mueve conforme a leyes físicas, "mueve" también su pensamiento o razón conforme a
leyes de movimiento que sólo pueden ser interpretadas formalmente. A estas leyes formales del
pensamiento se las llamará "psicológicas", puesto que proceden de aquella función del cuerpo que
en la tradición ha sido denominada "psyché". Todo el hombre es reducido a leyes de movimiento
físico y leyes de movimiento psíquico. Se comprende ahora que el pensamiento de Hobbes haya
conectado con el cartesianismo, que también concluía en una antropología del vacío. Lo influyente
de este pensamiento esta en esto mismo: una interpretación reductora, maquínica -la pysiche como
una especie de maquina- del pensamiento, mediante la cual se ha puesto en marcha toda la teoría de
la Ilustración, y el proceso por el que la secularización avanzará. Ya Locke en la generación
siguiente afirmará que la teoría del conocimiento consiste en las leyes psicológicas del pensamiento.
Hume hará lo mismo, y Kant coronará esta tendencia cuando afirme: pensar es en definitiva aplicar
a sensaciones caóticas y ciegas un mundo de categorizaciones que no serán sólo psicológicas sino
además transcendentales -añadido hecho no más que para evitar subjetivismos individuales-, pero al
fin y al cabo igualmente formales. Pensar es ponerse a combinar según un mecanismo formal,
pensar es las "formas del" pensar.
Aunque ahora nos parezca inmediata, esta es una idea nueva en la historia del pensamiento: un
pensar que desatiende lo pensado por él, que no consiste en "pensar en" esto o lo otro, que puede ser
interpretado desde ninguna referencia o cuyas referencias son recurrentes a sí mismas -la famosa
tabula rasa. Desde ahí se abrirá paso la posibilidad de un pensamiento secularizado en la
Ilustración. En el s.XVII se asiste a la necesidad de refundamentar la totalidad del pensamiento
humano en un punto incuestionable, y primeramente se recurre a un Dios que ya no es tanto el
religioso como el sujeto de las ideas; pero existe otra manera de lograrlo, y es encontrar una
fundamentación que sin ser substantiva como lo es Dios pudiera ser asimismo fundante del
conocimiento, y esto es lo que surge estructuralmente con Hobbes. Él propone el modelo de una
razón formal que, atravesando por los llamados "empiristas" del s. XVIII, y llegando íntegramente a
Kant, sin necesitar ya a Dios pero legitimando un conocimiento humano, constituye el paradigma de
la Ilustración, que es hobbesiana incluso políticamente. Esta razón formal opera mediante lo que
Hobbes denomina la "reducción de las percepciones a símbolos". La razón asigna símbolos a las
percepciones materiales que entran por los sentidos del cuerpo, y estos símbolos son puramente
convencionales (nominalismo puro). La única manera de ponerse de acuerdo sobre símbolos es
reduciéndolos a definiciones, que serán también convencionales pero al menos darán pábulo a la
discusión y por tanto al acuerdo -la metafísica, que trataba de construir "el discurso" capaz de
reproducir la realidad tal y como es, se convierte así en un absurdo, puesto que las palabras son sólo

71
convenciones. En un segundo momento funcional, pensar es, por tanto, reunir o separar símbolos,
realizar un cálculo formal con símbolos definidos convencionalmente. Las pasiones o apetitos, que
pueden ser la causa de errores, Hobbes los define como leyes de los cuerpos, instintos para los
cuales cualquier juicio moral resulta absurdo (como lo sería decir que es "malevola" la ley de
gravedad). Sin embargo -dice Hobbes-, se debe convencionalmente por interés del hombre reprimir
unas pasiones y potenciar otras, calificadas por motivos de conveniencia de buenas o malas. ¿A qué
viene ahora esto y como encaja con el resto? ¿Como pueden decidirse los beneficios y por lo tanto
las virtudes desde una posición materialista? No hay que olvidar que Hobbes es sobre todo un
protestante que tiene una imagen pesimista de la naturaleza, y que aunque razone sobre la
naturalidad de las pasiones, en el fondo no puede dejar de conceptuarlas como negativas
precisamente por naturales (el caso de Spinoza, que no era protestante, es semejante en la práctica,
pero no idéntico en la concepción). Como consecuencia de ello, piensa Hobbes que el hombre,
totalmente abandonado a las leyes de sus pasiones se convierte en un lobo para el hombre; "homo
homini lupus" es una descripción totalmente pesimista del hombre que nace de las creencias
protestantes –Aristóteles, y con él todo el pensamiento político de la edad media, no la
compartirían-, creencias convencidas de la corrupción esencial de la naturaleza humana, de Hobbes.
Así, si el hombre dejado libre a su propia naturaleza no produce más que violencia, entonces el
juego de la convención, que reprime y potencia tendencias, nace exclusivamente de estas leyes en
las que el pensamiento es por primera vez mirado desde una materialidad -pero sólo en este caso.
Con lo que tenemos que Hobbes, después de postular la formalidad y vaciedad del pensamiento,
sorpresivamente dice ahora que existe al menos un contenido natural del pensamiento, que es la
pulsión de autodefensa y procura de seguridad, lo cual parece una contradicción. Esta ley natural a
priori de la psique humana hace que el hombre intente por todos los medios a su alcance limitar sus
propios instintos agresivos en pro de la defensa de su propia vida y bienes, y no, desde luego, por
ninguna valoración moral. Valiéndose de este razonamiento, Hobbes pone en marcha el
decisionismo, que es una de las grandes conquistas de la modernidad, porque en virtud de la
decisión pueden resolverse muchos problemas que son irresolubles apoyándose exclusivamente en
la discusión (por ejemplo: ¿porque habría el Estado de aceptar la libertad de opinión, que motivos
racionales puede aducir para ello?, pues porque sí, por decisión a falta de una razón). Sustituir el
orden teocrático de Dios por la decisión humana no es ni mucho menos una operación de sentido
común o irrelevante: en este instante preciso la antropología se convierte en ontología política. Lo
que caracteriza por encima de todo a la modernidad es un carácter antropológico de la política como
aquel punto donde se resuelven los problemas y encuentran solución teórica y práctica las
cuestiones y dificultades de orden epistémico que han surgido en el curso de la explicación teórica.
Las aporías antropológicas encuentran un locus ontológico donde resolverse en su dimensión
práctica y teórica, y este es -y esta es la definición moderna de- la política. No se puede exagerar la
importancia de este punto, que conviene comprender en sus justos términos. la política en la
modernidad no es simplemente el origen o la legitimidad del poder, o la explanación positiva de la
sociedad, sino un concepto ontológico que une indisolublemente la resolución de los problemas
antropológicos -aquellos generados precisamente por su vaciamiento- a su expresión bajo la forma
de la sociabilidad, y por eso la metafísica de la modernidad es una antropología política. Estamos
tan familiarizados hoy con este concreto planteamiento de las cosas -que actúa como transfondo
acrítico de nuestras convicciones actuales, estableciendo el ser mismo vigente de "lo moderno"-,
que hemos olvidado su antiguo carácter de propuesta nacida en los debates filosóficos y político-
religiosos del s. XVII, y somos incapaces en consecuencia de concebir alternativa alguna a este
modelo. Según este, el origen estructural -que no cronológico- de la sociedad esta en el hombre que
toma la decisión, por razones materiales y morales -sobre todo porque su pensamiento esta vacío-,

72
de crear un mundo habitable que suspenda la guerra de destrucción del hombre por el hombre que
es el estado de naturaleza. Un mundo a escala humana concebido como a partir de un determinado
locus ontológico que es el de la política y cuya expresión física es el Estado, es decir, un espacio
donde rigen normas convencionales que recogen elementos cedidos de la decisión -el mítico pacto
social- para lograr la autodefensa individual en un marco común. Al Estado sólo le corresponde la
legitimidad de su origen contractual entre individuos corporales, y su resultado es el imperio de la
ley -un imperio sobrepuesto al imperio de la naturaleza que lo abole y suspende en pro de la
seguridad. Las leyes del Estado son -como las físicas- el elemento de regularidad sobrepuesto a la
naturaleza que puede ser convencionalmente puesto y que tiene la capacidad de determinar los
ámbitos de lo licito y de lo ilícito. El estado pasa a ser como un nuevo cuerpo -cuerpo de reunión-
que se rige por nuevas leyes -jurídicas-, y que en su función alegórica de super-organismo social
dirigido desde arriba recibe el nombre de una figura bíblica horripilante: Leviathan.

En este triple camino, en fin, nace el modelo de la modernidad ilustrada y con él de nuestro
tiempo: en primer lugar, hacer del pensamiento una función del cuerpo; después, pensar
naturalísticamente el cuerpo en todo lo que de él deriva incluido el pensamiento; y, finalmente,
crear un nuevo cuerpo, el político, para solucionar las aporías nacidas del cuerpo real. Hobbes
define al Leviathan como Absoluto -no hay que olvidar que era de tendencias monárquicas
absolutistas-, porque entiende que el Leviathan no debe tener tiene limitaciones a la hora de
establecer lo que es necesario al cuerpo social, ya que lo que ha sido cedido es justamente la
capacidad de dictar leyes. Cuando comience la historia constitucional inglesa el pensamiento de
Hobbes será objeto de un progresivo abandono en favor de una posición del problema en apariencia
distinta, que es la del parlamentarismo. Pero sólo "en apariencia", puesto que, en realidad, el
pensamiento de Hobbes domina enteramente la Ilustración, y, con respecto a él, Locke no hace más
que introducir las nuevas condiciones surgidas de la constitución. No se debe olvidar que el marco
de la capacidad de dictar leyes del Leviathan se sostiene sobre una sola ley: el otorgamiento de la
propiedad. El Leviathan es aquel que otorga y quita la propiedad, hasta tal punto que si bien en
Hobbes la propiedad no es de derecho natural, sino de derecho político, todo el mecanismo que
según el filósofo acabará con el carácter autodestructivo de la naturaleza humana es la regulación de
la propiedad. Nunca son suficientes las veces que debe repetirse este tópico absolutamente cierto,
del cual estamos extrayendo su genealogía: la modernidad ha vaciado la antropología e identificado
homo politicus con homo aeconomicus. De hecho, el modelo de Locke, que será el que triunfe
históricamente, entenderá la propiedad como un derecho natural y asignará a el Estado el papel de
defenderla, no ya de otorgarla. Quizás sea el momento de ponerse a pensar si no es urgente ya
cambiar y superar el modelo de la Ilustración, preguntarse si nos sentimos a gusto con aquellas
concepciones de la legalidad que hacen de la resolución y, sobre todo, de la formulación, de los
problemas antropológicos, un asunto a satisfacer por virtud exclusivamente de mecanismos
formales.

73
Apéndice del capítulo anterior: Entre materialismo y librepensamiento.

Los libertinos son aquellos cartesianos que, leyendo a Hobbes, comparten la idea de que, de la
distinción dualista, sólo hay que quedarse con la extensión. Es cosa establecida que no se puede
ignorar, pues, que sin materialismo (y por tanto sin una determinada polarización del
cartesianismo), no se es posible comprender el carácter y naturaleza del libertinismo. Pero los
libertinos van más allá de Hobbes al decidir no transformar el pensamiento en una operación formal
y optar por considerarlo como una función sí, del cuerpo, pero no del cuerpo en abstracto estudiado
desde las leyes de la física, sino del cuerpo propio. El libertinismo es un movimiento
fundamentalmente francés, y parcialmente inglés, de aquellos que llegan a una solución
infinitamente más directa del postulado hobbesiano que dice "yo sólo soy mi cuerpo". De esta
solución directa, basada en la naturalización de las pasiones singulares y diferenciadas que impone
la presencia efectiva del cuerpo individual, salen inmediatamente dos consecuencias: la primera
dicta que se puede hacer una física teórica corpuscular pero no en absoluto una teoría general del
conocimiento, puesto que no se pueden establecer las regularidades del pensamiento dado que el
pensamiento le pertenece a cada uno como le pertenece su propio cuerpo. Así, frente a toda
concepción de un contenido positivo y general para el pensamiento, el libertinismo se hace
escéptico: al no existir un discurso común, nada hace pensar que vayamos a llegar al
establecimiento de convención alguna a no ser que sea mediante imposición política (precisamente
el Leviathan estatal), y, como segunda consecuencia de su actitud teórica, el libertino se niega
terminantemente a aceptar esta imposición -entendiendo que no existe necesidad natural alguna de
ella, sino sólo una necesidad artificial fruto de una decisión de conveniencia, es decir, que el
libertino ejerce su decisión no cediendo sus derechos naturales a cambio de la paz social. Ahora se
comprenderá bien todo: suspendiendo el momento de la convención, al libertino le queda la
explosión de la libertad individual. El libertino, es por tanto, aquel materialista que no esta
dispuesto a una recuperación meramente formal -por saberla precisamente formal- de la ética y de
la teoría política, y así lo que le queda es un cuerpo con sus impulsos, pasiones, etc, que se
mantiene completamente libre. (Para nosotros, la emergencia histórica del libertinismo es una
prueba más de la admisión del vaciamiento esencial del hombre moderno por la vía negativa del
rechazo de las soluciones antropológicas orquestadas para poner remedio político a los conflictos
teóricos y prácticos generados en esta operación. El libertino es un hombre plenamente moderno
pero anti-ilustrado, bien por querer llevar la libertad ilustrada más allá del marco político en que se
inscribe, o bien por una nostalgia aristocratizante de los derechos intransferibles de la potestad
individual del señor feudal).
De hecho, el círculo de los libertinos más famoso del siglo XVII fue el creado en torno a los
secretarios del Cardenal Richelieu, -la monarquía de Luís XIII fue el momento de mayor
florecimiento del libertinaje. Estos pensaban que no era reconstruible por vía convencional lo que
había sido roto en la ontología, pues eso podía estar en contra de la libertad como dato primario
74
natural. Naturalmente, el librepensamiento no podía tener éxito bajo ningún concepto, puesto que
no hay Estado que resista la idea de ciudadanos completamente libres y además deliberadamente
ajenos la política (al negarle toda efectiva dimensión ontológica), así que el librepensamiento fue
convirtiéndose gradualmente en un movimiento de libertad de conciencia, libertad interior y
privacidad, asentado en la convicción de que, como el Estado es un mal necesario, hay que
reducirlo a lo más urgente para poder ampliar máximamente la zona de lo privado, donde la libertad
no conoce freno. Del interior de este movimiento han surgido las críticas más feroces a todas
aquellas pretensiones ontológicas de mantener o recuperar el orden, de manera que el libertinaje se
convirtió en ateo, inmoralista teórico y defensor de lo privado como máximamente real frente a la
ilusión colectiva de lo público. No obstante, el movimiento libertino vivió en círculos muy
pequeños sin resonancia social y prácticamente sin voz, y donde encontró su heredero cabal no fue
en ningún ideario concreto, sino precisamente en la crítica a la antropología política. Cuando el
antiguo régimen empezó a tambalearse se dio una Ilustración efímera que podía haber tenido
importancia si la historia hubiese seguido por ese camino -cosa que, como sabemos, no sucedió-; en
ella se hace un análisis de aquellos elementos de la naturaleza individual que muestran
patentemente la incapacidad de la socialización para configurar un orden ontológico capaz de
integrarlos e incluso de darles meramente salida -el ejemplo más célebre lo suministra el Marques
de Sade. En la medida en que Sade inicia un viaje de experimentación por los infiernos del sexo, lo
que esta manifestando justamente es esa pulsión, esa contradicción entre los mundos socializados,
hipócritas, regularizados, convencionales y etc, etc, y los mundos interiores ocultos, crípticos,
absolutamente personales -pero en todo caso completamente reales-, que no son ni pueden ser
susceptibles de ninguna de estas reconciliaciones en que ha consistido la modernidad.

75
John Locke: Conocimiento y política.

Gracias a John Locke las tendencias más sistematizadoras del siglo barroco llegan a su
culminación, y se inicia la modernidad de una manera que Kant redondeará más tarde y luego se
elaborará en forma de positivismo jurídico y científico. Hay que poner muy especial cuidado, hoy
particularmente, en asignar los tipos de argumentaciones generales o globales que permiten afirmar
lo dicho anteriormente, es decir, la importancia fundamental de Locke en el desarrollo y
configuración de la Ilustración europea. Locke vive muy pegado a los acontecimientos de su época
en Inglaterra, o sea, a aquellos acontecimientos precisamente que llevaran al triunfo histórico de
Inglaterra. No es azaroso que Locke configure el talante que la Ilustración europea va tener
justamente en estricta coincidencia con el momento en que Inglaterra despega como primera
potencia occidental, puesto hegemónico que ya no le va a quitar nadie en el siguiente par de siglos.
En cierto modo, hay que decir que la Ilustración es también, desde este punto de vista, el correlato
al triunfo histórico de Inglaterra, y ello permitirá ver una vez más que las distinciones entre
"empirismo", "racionalismo", "sensismo", etc, son distinciones escolares introducidas por los
positivistas alemanes del s. XIX, pero escasamente relevantes cuando se lee de verdad a los autores.
Locke va a prolongar y acondicionar definitivamente la tradición cartesiana, que es francesa, y va a
configurar los rasgos principales de la Ilustración europea tal como ésta, por ejemplo, va a ser
heredada por un prusiano como lo es Inmanuel Kant.
Locke milita en el bando de Carlos I cuando es joven, y después en el movimiento
restauracionista tras la revolución de Crownwell que conduce al reinado de Carlos II. Cuando la
revolución triunfa, Locke se exilia y conoce Francia y con ello los círculos cartesianos en 1670-80,
y cuando se produce la restauración de los Estuardo regresa a Inglaterra como consejero. Mientras
tanto, Locke ha escrito obras de carácter fundamentalmente político: los dos tratados sobre el
gobierno civil (que se publican conjuntamente pese a que entre su redacción medien unos cuantos
años), escritos sobre la racionalidad del cristianismo, escritos sobre la tolerancia...Es decir, toca una
serie de lugares comunes sobre filosofía política que se simultanean a la elaboración durante 20
años de su teoría del conocimiento en los Ensayos sobre el entendimiento humano. Este un texto
muy dilatado en su gestión donde se notan claramente los cambios de opinión de Locke a través de
este largo periodo de tiempo, de manera que si los tres primeros libros suponen una culminación de
la tradición empirista baconiana inglesa que Locke ha encontrado fundamentalmente en Hobbes, el
cuarto libro ofrece ya el paso por la tradición cartesiana, lo cual demuestra que la elaboración de
una tradición empírica se puede hacer no al margen de Descartes, sino en estricta confluencia
filosófica con él.
Dicha obra pone las bases antropológicas y epistemológicas de una teoría política. Los Ensayos
tienen un inmenso éxito editorial, tanto que Leibniz se ve en la necesidad de contestarlos página por
página. Es una obra eminentemente pedagógica y profundamente didáctica, cuya estrategia es nunca
acudir directamente a los problemas que conciernen a cada una de las materias, sino utilizar un
76
sistema polémico de discusión con respecto a aquellas tesis elaboradas en el barroco que ya en la
época de Locke constituyen una especie de enmarañada selva. Respecto de Hobbes, Locke propone
una eliminación de las bases metafísicas del problema del conocimiento, y no se puede exagerar la
importancia que esto tiene para la final constitución de la filosofía moderna. Hobbes derivaba su
teoría política de un fundamento metafísico de orden cartesiano, que es la división en dos del
mundo reducida a una sola de las partes (la cogitatio no es más que un modo de los cuerpos). Si se
opera así, se dejan intactas las nociones básicas de sustancia y de acceso a la realidad, de tal manera
que desde ahí puede señalarse que la realidad consiste en cuerpos, cuerpos que llegado un punto en
la escala de las especies tienen entre sus modos de comportamiento el pensar. Lo que Locke señala
a este respecto es que no hay necesidad de partir en modo alguno de unas bases ontológicas ni como
éstas esgrimidas por Hobbes, ni como otras cualesquiera: el dato primario para Locke es que no
puede decirse lo que hay o no hay en la realidad, y esto es así por una razón en la que queda
incorporada una vez más la tradición cartesiana. Locke, al igual que los pensadores precedentes,
tiene claro de entrada que el cogito no sirve para nada, y que allí donde hay un verdadero principio
en el pensamiento cartesiano es en los cogitata: lo que pienso no es el propio pensamiento ni el
hecho de su facticidad, sino que pienso pensamientos, percepciones, y a partir de ellos debe
funcionar la reflexión. Se destaca una prioridad del subjetivismo: lo que tenemos son ideas,
percepciones diversas, materiales heterogéneos de la percepción que pertenecen meramente al
sujeto. Contra Hobbes, pues, no se puede decir según Locke que en la realidad "hay cuerpos", sino
sólo que hay percepciones de cuerpos y de fenómenos como contenido de conocimiento subjetivo,
pero contra Descartes hay que decir también que permanecer en el contenido de la percepción no
nos da nunca permiso para dar el salto hacia una sustancia de ningún tipo. Ni cuerpos, ni espíritus,
sino solamente "ideas", y con ello el problema de la fundamentación ontológica queda reducido a
un hecho crucial: todos los fenómenos son percepciones del sujeto o ideas. El pensamiento tendrá
que producir cuantos conocimientos pueda acreditar a partir exclusivamente del análisis de las
percepciones y la subjetividad. Si decimos que tenemos ideas...¿Se podrá decir que algunas de ellas
son innatas? No, puesto que así lo indica un análisis de las percepciones: todas proceden de la
experiencia, y además -esto es lo importante- si sólo tenemos subjetividad e ideas....¿De donde iban
a venir estos contenidos si no fuera de la experiencia que se impone a esa subjetividad? -cuando
esta subjetividad es sólo un receptáculo vacío de ideas recibidas, una tabula rasa receptora y abierta
a la experiencia y el aprendizaje de aquello que le adviene del exterior a ella. La subjetividad
contiene ideas que le vienen de la experiencia, o sea, de una información exterior cuya naturaleza
fuera de esta subjetividad es totalmente desconocida e inaccesible. El exterior se manifiesta como
incognoscible en sí, y entre él y la subjetividad -o conciencia- debe interponerse una zona de
influencia sólo reconocible en términos de ideas todas ellas subjetivas, lo que aboca al solipsismo
como resultado inevitable de esta argumentación. Este es ya el planteamiento kantiano: el
"noúmeno" es lo en sí, debo suponer que influye bajo la forma de experiencia pero en cualquier
caso todo nuestro conocimiento es subjetivo y por tanto elaborado por la subjetividad -sólo de este
podemos estar seguros-, y la apelación al exterior no es más que un punto de partida aporético pero
no explicativo ni justificatorio.
Si Locke puede decir que la única información que se tiene son "ideas" es porque esta partiendo
de dos supuestos que lo son fundamentalmente de la Ilustración. El primero dice que la noción de
subjetividad le corresponde solamente un carácter formal; esto ya lo había dicho Hobbes, como
hemos visto, y es así enunciado por Locke de una manera más sistemática y coherente. Si las ideas
son elaboraciones subjetivas, en lo que tiene de información, de materialidad, proceden del confuso
exterior, y en lo que tienen de ideas, tendrán que ser elaboraciones formales. En el interior de la
subjetividad no puede nacer ningún contenido, entonces lo que pone este interior es un modo de

77
organizar las ideas. El primer supuesto de la Ilustración es, pues, entender siempre que la teoría del
conocimiento arraiga en el sujeto, que todo se genera en el interior de un solipsismo metódico. El
segundo es aún más decisivo para comprender la Ilustración, y es este: toda idea, puesto que es una
elaboración de la subjetividad, es necesariamente consciente, dado que es producto de la razón que
la elabora, y así toda idea recibida es susceptible de crítica racional. Uniendo los dos supuestos se
comprende bien cómo la crítica racional no consiste más que en operar formalmente sobre los
contenidos de la conciencia para decidir cuales están justificados y cuales no, cuales se atienen a la
formalidad con que opera la razón y cuales llevan el cuño de unos intereses espureos. La filosofía
tiene así un carácter terapéutico que permite eliminar los engaños y progresar en aquellos
contenidos bien conformados por la razón, lo cual constituye una proyecto viable de crítica racional
y de progreso de la razón (si bien, no se olvide nunca, de la razón puramente formal).

<Inciso: Pero ambos no son más que supuestos históricos -que quieren ser anti-metáfisicos y
concernir solamente a la descripción, pero que se engañan en esto-, pues no es ni mucho menos
evidente de suyo que el material de que dispone la razón sea siempre consciente. Mucho tiempo
más tarde se dirá que existen materiales inconscientes en las percepciones, con lo que la garantía de
la capacidad de una crítica racional que opere sólo con criterios formales es una garantía imposible.
La dirección que con Locke toma el pensamiento no era en modo alguno obligada ni esta exenta de
posibilidad de crítica. Marx, Nietzsche y Freud son considerados los tres pensadores de la sospecha,
pero ya la Ilustración había propuesto otro modelo en el cual la racionalidad estaba hecha de
inconsciencia (donde la consciencia era la punta del iceberg de una enorme masa confusa de
percepciones), y este era el modelo de Leibniz, como veremos más adelante.>

Teniendo sólo subjetividad e ideas, Locke puede ponerse ahora a analizar la morfología de
estas. Las ideas, en efecto, pueden ser simples o compuestas. Las simples son aquellas que, por
análisis formal, se representen como últimas, como contenidos primarios de experiencia, y las
compuestas las que se presentan como elaboraciones complejas a partir de las simples. Una
intuición es la certeza que nos proporciona un contenido de conciencia que es aprehendido
directamente. Las seguridades lo son subjetivas, de la subjetividad. Las ideas se ponen en relación
mediante leyes psicológicas de semejanza, contigüidad, cercanía y relación. Mediante estos
procesos lo que hallamos son conformaciones de la subjetividad, por lo tanto parece que no
podemos salir del solipsismo. Además, existen ideas complejas que son falaces, como la de
sustancia, finalidad, etc, etc.
¿Que queda, pues? No más que un repertorio de contenidos de conciencia completamente
seguros, o sea, garantizados por intuiciones o resultado de razonamientos, y unas leyes psíquicas de
asociación formal que son también seguras porque las pone la razón. Así, se tiene explorada ya la
subjetividad, pero no se ha resuelto aún el problema de la relación de este sujeto con el mundo, es
decir: la constitución de una ciencia y una moralidad. Locke nos ha dejado ante la imagen de un
sujeto humano que posee completo dominio sobre sus contenidos subjetivos, y para el que nada
escapa ya de su control racional. Esta es la imagen del sujeto moderno de la Ilustración, aquel que
esta seguro de sí porque posee la racionalidad por virtud de la cual puede controlar y dominar todos
los aspectos del mundo de sus percepciones. Este es el sujeto que un siglo después de Locke hará
las grandes definiciones universales: un sujeto autosuficiente, autónomo, que con Kant va a ser
capaz de dictar normas universales solamente mediante el recurso a la replicación formal. Este
sujeto moderno es el correlato filosófico de lo que fue la revolución Whig en Inglaterra, y que
conducirá al triunfo histórico de Inglaterra. Para salir de los constructos de la subjetividad se dicta a
la realidad leyes, el yo autónomo va a imponer leyes a la realidad por la sencilla razón de que, como

78
esas leyes rigen en el interior de la subjetividad, pueden ser replicadas por vía de la acción del
hombre en ese exterior confuso hasta convertirlo en racional. Locke no llega a decir, como Kant,
que las leyes del universo son las leyes de la subjetividad transcendental, sino que sostiene en
cambio que, puesto que las leyes de la subjetividad sirven para organizar el conocimiento del
mundo, entonces es que el mundo, con sus presuntas y no cognoscibles leyes, debe identificarse con
las leyes de su conocimiento a fin de organizarlo los hombres bajo el supuesto de esa identidad. Las
leyes de la subjetividad son de dos clases:

1) Las ciertas, incommovibles, sin excepción alguna, que son las de la matemática -leyes de la
razón, sin más-, y las de la moralidad -de razón sólo, también-. Cuando al conocimiento del mundo
confuso se aplican las leyes de la matemática, se obtiene un conjunto de teoremas sobre el mundo
que lo organizan, y, en ese sentido, nos lo dan a conocer. De tal modo que todo aquello que no
quede en el ámbito de esa organización permanecerá como un resto despreciable. Se sale del
solipsismo comprobando que todos los sujetos coinciden en las leyes de la matemática, y a partir de
esta coincidencia organizar simultáneamente a conocer la naturaleza. O mediante la coincidencia
racional en las leyes de la moralidad que organizan el mundo. Lo que está fuera de esta capacidad
del hombre de racionalización es incognoscible, por eso mismo despreciable. Así, este sujeto
autónomo es capaz de legislar la naturaleza y a los otros hombres, y además universalmente
legislador. El consenso de los individuos en materia de reconocimiento de la legalidad matemática o
moral es el signo infalible de la capacidad legisladora de la razón humana, y en este sentido la
fuente de todo conocimiento posible. Son tres las leyes de la moral intersubjetivas, inconmovibles y
sin excepción posible: el derecho a la vida, el derecho a la defensa de la vida o la libertad, y el
derecho a la propiedad. Son derechos universales, por encima de todo solipsismo.

2) Las proposiciones matemáticas, físicas o morales no universales -o no reconocibles por todo


sujeto-, tendrán que ser discutibles, puesto que no se las ha roto aún de su afincamiento en un
reducto subjetivo ¿Y como vencen las verdades discutibles en una teoría del consenso? Pues con
votos. El único criterio racional de una razón vacía que no puede otorgar ni a uno más ni a otro
menos es reducir el asunto a sus individuos. El progreso es ese llevar al repertorio de verdades
universales y aceptadas por todos otras verdades que son solamente probables y sujetas a discusión.
Como esto ocurre -existen, por ejemplo, teorías físicas más universales y probables que otras-, cabe
pensar en una historia dichosa en la cual el hombre, en el absoluto dominio que le permite su razón
autónoma, vaya metiendo en el saco de las verdades ciertas mayor número de verdades probables y
vaya con ello acumulando la organización moral y tecnológica del mundo hacia una perfección sin
ningún previsible fin. "La historia camina en el progreso de la racionalidad" -este es el mensaje final
y la promesa más querida de la Ilustración.

Acometiendo, para terminar, una rápida reconstrucción -haciendo uso de todo lo dicho-, de la
teoría política de John Locke, digamos que para el filósofo partimos de subjetividades racionales
individuales, las cuales están obligadas moral y políticamente a contar con la razón, y por tanto a
reconocer las tres proposiciones universales de la moral mencionadas y a discutir racionalmente el
resto en una cámara donde tenga lugar este cálculo: esta es el Parlamento. Esa ley fundacional tiene
su expresión en la Constitución, y esto es precisamente el Tratado sobre el gobierno civil: la
constitución en Inglaterra. Este mundo parlamentario se basa a la vez en dos pilares fundamentales:
la intransigencia a la hora de hacer respetar las tres leyes naturales de la subjetividad, y en la
tolerancia para los propósitos probables decididos por consenso. Estos ideales sólo recibieron la
crítica sin eco de Leibniz e inundaron libres de trabas paulatinamente la Ilustración. Harán del siglo

79
s.XVIII el "Siglo de los Filósofos", retirando las turbaciones del XVII y recuperando un cierto
espíritu de clasicismo. Pero esta no la única Ilustración posible -aunque si sea, desde luego, la que
salió claramente triunfante-, sino que existía también otro proyecto alternativo, no tan sencillo
quizás, bajo el auspicio precisamente de Leibniz.

80
G.W. Leibniz y el ideal enciclopédico del saber.

Leibniz es un pensador singular frente al cual cualquier intento de reducción a una unidad
cerrada de pensamiento no sólo resulta difícil cuando se lee su obra, sino que además ha resultado,
de hecho, enigmático para sus interpretes desde su misma muerte. No se puede negar que buena
parte de la responsabilidad de esta situación -que ha abocado en el desconocimiento generalizado de
sus principales núcleos temáticos-, la tiene el propio Leibniz, porque en un tipo de movimiento que
él mismo es muy barroco en su configuración, el filósofo jamás escribió ninguna obra identificable
como "la" obra fundamental de su pensamiento. Por el contrario, su propia escritura, barroca en las
ideas, esta ella misma sometida a juegos, recurrencias, lineamientos, etc, desesperadamente
complejos; el problema esta en que Leibniz escribe por completo pegado a los problemas que trata,
y por tanto la visión sinóptica que -se presume- subyace al tratamiento de estos, es una especie de
transfondo general de esa concreción que queda siempre como en otro plano. Se puede encontrar,
por ejemplo, en obras como la Meditación sobre el conocimiento, la verdad y las ideas toda una
teoría del conocimiento anticartesiana en Leibniz, e incluso referencias a soluciones que
equilibrarían sistemáticamente el conjunto, pero nuevamente éstas son implícitas, inexpresas, y, por
consiguiente, no se encuentran desarrolladas, desplegadas para el uso del lector o tan siquiera del
intérprete. Lo mismo acontece con el problema de Dios, que Leibniz ha tratado en una grandiosa
obra, la Teodicea, donde se ocupa de la polémica que esta cuestión ha creado en el diccionario de P.
Bayle. De modo que a veces, la minucia de la contestación hace que su escenario sea minúsculo,
(no digamos en la más larga de sus obras, los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano,
donde asombra que para refutar a Locke en una obra exclusivamente polémica dedique tres gruesos
tomos a contestar punto por punto los ensayos de Locke). Consagra, pues, gran cantidad de energía
y potencia de análisis a las polémicas más efímeras o coyunturales que tengan lugar en parcelas
pequeñas o aparentemente insignificantes de su época, y, sin embargo, ha sido incapaz de integrar
su sistema en otros escritos más grandes que la Monadología o los Principios de la Naturaleza y de
la Gracia, que ocupan no más de quince o veinte comprimidas páginas de texto.
Leibniz, con todo, no es tan sólo el problema ya de por sí jeroglífico de la forma y los motivos
de su escritura, sino que es también el problema de su puesto histórico en la filosofía, que es mucho
más oscuro y equívoco que el de los demás pensadores del XVII. Es difícil su ubicación, no se
puede señalar con facilidad a que responde Leibniz con su filosofía: esta se deshilacha
continuamente...Existen, cuando menos, referencias suficientes para situar la obra de Leibniz como
anti-cartesiana en un movimiento que radicalmente con él se inicia, y que aunque al principio tiene
poca relevancia, pone en marcha todo un mecanismo de Ilustración característico que se prolonga
con Wolff y Lessing en Alemania, Shaftesbury y Hutcheson en Inglaterra, y un no demasiado largo
etcétera. Pero no sólo es un anticartesiano paradigmático o precursor, sino que también se puede
decir con igual razón que se pronuncia en contra de los arminianos, aunque sólo Dios sabe por que
ha concedido tanta importancia a este movimiento religioso poco relevante teológicamente, y lo que

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es más llamativo todavía: los sitúa –cartesianismo y herejía arminiana- axiológicamente en el
mismo plano, es decir: tan importante parece ser para Leibniz refutar la filosofía entonces en boga
de Descartes, como introducirse en esos vericuetos diminutos de la teología del XVII, como si
necesitase simultáneamente -en un esfuerzo gigantesco- obturar no un punto sino muchos e
indiscriminados de entre los que configuran el enjambre de ideas y visiones surgidas en el barroco.
Por otra parte y en fin, esta complejidad de la escritura y este carácter confuso de su posición en el
desarrollo del pensamiento del XVII se ha prolongado, lamentablemente, en la propia historia de la
hermenéutica leibniciana. Leibniz escribió en una ocasión a Christian Wolff "quien me conoce sólo
por lo editado, no me conoce", y, en efecto: a su muerte había dejado publicados tan sólo ocho
artículos en las Acta Eruditorum -y algunas reseñas bibliográficas-, la Teodicea, y había dejado sin
publicar, por la muerte de Locke, los Nuevos Ensayos sobre el entendimiento humano –y esto era
prácticamente todo lo que de él se conocía por aquel entonces. Así las cosas, no resulta extraño el
juicio ridículo y ridiculizante de Voltaire acerca de la filosofía de Leibniz en el “Candido”, pues de
Leibniz sólo se conocían a principios del s.XVIII grandes y distorsionados tópicos como “la
armonía preestablecida”, “el mejor de los mundos posibles”, etc, sin existir posibilidad de acceder a
una información más detallada de sus profundos desarrollos. Incluso sus discípulos directos le
malinterpretaron inevitablemente. La publicación de las obras de Leibniz pertenece a la historia
misma de su intrincada recepción, porque además esta publicación ha sido una auténtica pesadilla:
hasta 1764, por ejemplo, no se publican los Nuevos Ensayos, -pero se tiene certeza casi total de que
Kant los leyó aunque él nunca se refiera expresamente a ello. Los edito Dütens, un ilustrado, que en
una gran edición se había guiado por tendencias al pensamiento de filosofía jurídica y política de
Leibniz, y no por un criterio de dar a conocer la integridad de la obra leibniciana ni de lejos.
Diversos azares y ediciones posteriores que sería prolijo relatar aquí han llevado a la situación
actual, que se describe suficientemente con decir ni siquiera hoy se tienen las obras completas de
Leibniz, las cuales que se espera, no obstante, que ocupen más de 200 gruesos volúmenes. Y toda
esta disparatada desproporción es debida sobre todo a que Leibniz ha sido un hombre que ha escrito
muy pocas obras cerradas y terminadas, pues cuando se escribe un libro no se deja archivo, y en el
caso de Leibniz este archivo es un auténtico caos. No es extraño que esta situación haya
desconcertado mucho a los interpretes, sobre todo porque ellos mismos han vivido en épocas
diversas y su grado de conocimiento respecto de los papeles leibnicianos ha dependido de las
disponibilidades coyunturales de material de Leibniz. No es lo malo que Leibniz haya dejado su
obra prácticamente íntegra en forma de archivo, lo peor es que en ese archivo sin publicar -al menos
a principios del siglo XX-, estaban seguramente algunos de los papeles más importantes de la
producción filosófica de Leibniz. Un ejemplo ilustre: las Generales Inquisiciones, esa obra maestra
que revoluciona el campo de la lógica y, en general, de toda la epistemología, pues resulta que
estaba inédita todavía en 1900, y eso que Leibniz había escrito de su propia mano en el primer
pliego de esta obra "aquí he progresado de manera magnífica". La desafortunada confluencia de
todos estos factores, en fin, ha dado lugar a que tengamos varias perspectivas hermenéuticas
contrapuestas de Leibniz, que pueden ser resumidas en los siguientes bloques:

Hasta 1900 el Leibniz conocido era el de la metafísica de la armonía, presentado como si fuera
un mero prolongador a su manera del cartesianismo cuya mayor aportación consistiría en haber
hecho explotar pluralmente la sustancia cartesiana por medio del concepto de “mónada”, del
monadismo. Pero en 1900 ocurre algo decisivo que altera por completo las categorizaciones
establecidas sobre la filosofía de Leibniz y que da al traste con el estereotipo hasta entonces vigente.
Bertrand Russell, en efecto, escribe un libro titulado Una exposición crítica a la filosofía de Leibniz,
donde se le ocurre hacer por primera vez la siguiente e importante –a efectos erísticos- distinción:

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Russell postula que existe por un lado un Leibniz público, cortesano, mundano, cuya filosofía
exotérica parecía adaptarse perfectamente a las corrientes en boga de su tiempo; pero existe tras de
éste un segundo y más oculto Leibniz, cuya filosofía esotérica era íntima y secreta por el miedo a
las consecuencias que acarrearía su publicación en el entorno del monarca y la sociedad
bienpensante de Hannover. Esta última filosofía, la secreta, sería la verdadera filosofía de Leibniz
según Russell, y no tendría punto alguno de contacto con la filosofía pública –que representa
solamente la fachada, precisamente constituida por los grandes tópicos de la armonía y el
monadismo manejados hasta esa fecha, de ahí lo revolucionario de la exégesis de Russell. En esa
filosofía secreta, privada, esotérica, que es la verdadera, lo que según Russell ha hecho Leibniz por
primera en la historia es reducir a racionalidad completa –e.d. a estricta logicidad- todo el orbe de
las proposiciones, y, con él, el orden entero de lo real enunciable. De este modo, todo el verdadero
Leibniz saldría de la aplicación rigurosa, sistemática, del “principio de identidad” -que rige las
verdades de razón, o sea, las proposiciones universales y necesarias a partir de las cuales puede
deducirse la geometría y la matemática-, y del “principio de razón suficiente”, que, entendido como
principio del antecedente o principio de las causas, explica y fundamenta todo el orden de las
verdades de hecho. Interpretado de esta manera, Leibniz habría sido el filósofo que ha sometido al
mundo a una racionalización infinitamente más minuciosa que la de Descartes -pero también,
incluso, que la de Spinoza-, y del que podemos afirmar que toda su filosofía se extrae de la fortaleza
de estos axiomas lógicos que emanan de un modelo de lógica predicativa que es ni más ni menos
que el tradicional (e.d. lógica de predicados de 1º orden, sujeto inhiere predicado: S es P). Russell
hacía así a principios del siglo XX del optimismo metafísico de Leibniz un asunto de salón, una
mascarada cortesana dirigida a las princesas y guiada por la necesidad de protegerse frente a las
consecuencias sociales derivadas de una posible exposición de su verdadero pensamiento.
Esta distinción revolucionaria en el desciframiento del enigma-Leibniz pareció ser confirmada
por el hecho de que, simultáneamente a la publicación de la tesis de Russell, había aparecido otro
libro de Couturat -introductor del formalismo hilbertiano en Francia- que llevaba aún más lejos si
cabe la interpretación del Leibniz fundamentalmente lógico. Decía allí Couturat: ni tan siquiera son
dos principios los que maneja Leibniz, sino sólo uno, pues aunque es cierto que según Leibniz el
principio de identidad rige en las verdades necesarias, y el principio de razón suficiente en las
verdades contingentes, esta descripción de la ciencia es correcta única y exclusivamente desde el
punto de vista de la mente finita del hombre, incapaz en su limitación constitutiva de comprender
las verdades de hecho como asimismo necesarias, puesto que en la mente de Dios –y este es el
corazón de la argumentación-, todas son igualmente necesarias y el principio de razón equivale o es
lo mismo que el principio de identidad sólo que en su aplicación al mundo contingente. Esta tesis
general de Couturat se expresa técnicamente diciendo: si nosotros proponemos como paradigma
enunciativo la estructura "S es P", tenemos que decir entonces que todo sujeto contiene la totalidad
de sus predicados posibles, o sea, que S = (a, b, c, d,...etc). En las verdades de razón el número de
predicados es finito, y por consiguiente S es P se traduce para esta clase de verdades en su simple
definición; en lo que se refiere a las verdades de hecho, en cambio, la serie de los predicados hemos
de suponerla en principio infinita, y su definición imposible, pero esto sólo quiere decir que el
hombre no es capaz de llegar al final del análisis, y como consecuencia directa de esto se desprende
el que tenga que buscar los antecedentes –principio de razón suficiente- para reconstruir series
parciales y limitadas en el mundo de los hechos. Sin embargo, Dios –o, mejor, la mente de Dios, en
tanto que se postula infinita- si que puede alcanzar el final del análisis, y, por tanto, para Él –lo que
es prácticamente lo mismo que decir “en sí”-, en las verdades de hecho S es P equivale finalmente a
su definición completa.

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Apenas es necesario decir que la tesis “hiperlogicista” de Couturat hubo de provocar fuertes
enfrentamientos en la historia de la crítica, y fue entonces cuando empezaron a buscarse otras tesis
que, a fin de oponerse con más fuerza a esta, ponían el acento en descubrir el núcleo –por que
seguían empeñados en que tenía que haberlo-, de la totalidad del pensamiento leibniciano. En los
años ´50 la situación ante Leibniz era, en lo que se refiere a su escritura, dispersa: al
desconocimiento de la totalidad de su obra había que unir una constelación no menos compleja y
fragmentada de interpretaciones. La metodología logicista, con todo, ha sido la dominante en la
exégesis moderna de Leibniz, y de lo que en ningún momento se había discutido es de la existencia
misma de un núcleo localizado a partir del cual se articulase el resto del sistema, cualesquiera que
este foco central fuese. Las opciones se reducían, pues, a proponer esta u otra zona del interés
leibniciano como candidata especial a encabezar y focalizar el conjunto de la interpretación del
sistema, sin cuestionarse nunca el presupuesto básico de la investigación: que en Leibniz hay un
sistema filosófico a la manera de Descartes o Spinoza, y que la clave de ese sistema esta de alguna
forma enterrada entre la enorme masa de temas tratados en la heterogénea escritura de Leibniz. Por
este punto problemático es precisamente por donde vamos a arrancar como primera parte de esta
exposición, porque creemos que si llevamos a sus últimas consecuencias una deconstrucción de este
tipo de interpretaciones monológicas, entonces desde ahí y casi mágicamente se reproducirá ante
nuestros ojos un Leibniz ciertamente policéntrico, más no obstante armónico e iluminado con un
nuevo y pleno sentido.

Ahora bien: antes que nada hay que comprender que el problema fundamental para enfrentarse
a Leibniz es que es un pensador realmente atípico en la historia del barroco –siempre que
entendamos por este concepto, “Barroco”, sobre todo el nexo de unión retrospectivo de los
problemas que conducen a la Ilustración. En este exacto contexto, Leibniz representa positivamente
una anomalía en el sentido de que no puede ser estudiado claramente –ya que los rebasa al tiempo
que los atraviesa-, conforme a los parámetros habituales de pensamiento generados en la centuria
del XVII. Por esta razón inicialmente, no hay porque pensar en la necesidad de encontrar un único
núcleo característico de su filosofía, porque lo primero que reclama Leibniz es que le dediquemos
una atención particular y que olvidemos en cierto modo el curso del pensamiento del siglo XVII
para centrarnos con luz propia en el diferencial histórico que él supone. Si se hace esto, entonces
podremos señalar con toda exactitud que estas interpretaciones monológicas no resisten la
confrontación con los textos leibnicianos. Es sumamente interesante fijarse aquí en la interpretación
logicista -aunque podría escogerse otra-, porque esta ha sido la más potente y prolongada ¿Qué es lo
que dice esta interpretación y cuales apoyos encuentra en la obra misma de Leibniz? Comencemos
recordando que Leibniz dividió las proposiciones sobre el mundo en dos clases:

1) Las verdades de razón –también denominadas "generales" o "abstractas"-, que son aquellas
que nacen solamente de la capacidad de conceptualización del pensamiento humano y que por tanto
son propiamente abstractas en el sentido de que los predicados que pertenecen al sujeto en esta clase
de verdades son determinados, es decir, que se terminan en un número finito de pasos. Son las
verdades de la matemática, geometría, lógica y lógica material (la lógica concreta que permite
señalar, por ejemplo, que “hombre=animal racional”). Este genero de verdades son todas necesarias,
no cabe el caso de que haya una excepción a ellas, pero ellas, con todo, no son verdades que
mencionen, nombren o se refieran a nada particular en el mundo (nadie ha visto al Hombre de
razón, a la Justicia de razón, al Triangulo de razón...). "Uno puede pensar el círculo, pero ese no es
el círculo real que esta grabado sobre la tumba de Arquímedes", escribe a este respecto Leibniz. Las

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verdades de razón son eternas pero sólo ideales, no dicen ni pueden decir nada sobre los estados de
cosas del mundo (contra la ingenuidad platónica: Platón sólo se cumple rebajando a Platón).

2) Las verdades de hecho -o "fácticas", "singulares", "históricas"-, en cambio, son susceptibles


también de ser tratadas -en opinión de un logicista como Couturat, ya lo hemos visto- bajo el
criterio de la reducción a definición, pero aquí sucede que la interpretación logicista choca contra
los textos de Leibniz e incluso contra el sentido común. Dice Leibniz que este tipo de verdades es
contingente, por cuanto están referidas a hechos de naturaleza contingente como son los que
conforman el devenir histórico, de modo que son verdades porque así suceden las cosas de facto, no
porque tengan ninguna necesidad de suceder así (que Rita sea becaria es un hecho contingente, no
sufriría ninguna privación en su condición humana si en vez de becaria fuese taxista, pero sin
embargo es el caso que es becaria, aunque mejor podría haber sido actriz). Leibniz afirma que estas
verdades y sólo estas remiten al mundo, lo describen, lo aprehenden adecuadamente, pero de modo
contingente; las verdades de razón, estas sí, cumplen la condición epistémica de necesidad, pero
Leibniz recalca que por esa misma razón se apartan del mundo.

Teniendo bien a la vista estos datos...¿Es verdad entonces que, como sostiene la interpretación
logicista, las verdades contingentes pueden ser igualmente analíticas que las necesarias? Si fuera
así, resulta evidente que entonces no serían contingentes en absoluto, sino que sólo nos lo parecería
así a nosotros, y Dios -si existe y las piensa, y al pensarlas puede llegar hasta el final del análisis-,
descubriría esta necesidad analítica en "Pedro es moreno". Siguiendo este razonamiento, la
interpretación logicista no es que diga meramente que existe un paralelismo, entre ambas clases de
verdades, sino que afirma tajantemente que para Leibniz todas las verdades son necesarias en el
plano propuesto por la mente de Dios -que no es otro que el plano lógico tomado en absoluto-, todas
lógicas y reductibles a identidad cualquiera que sea la división epistemológica que los hombres -
mentes finitas-, acierten a imponerlas. Suponiendo que esto fuese realmente así, el mundo estaría
gobernado por una férrea necesidad racional hasta el extremo de ser Leibniz el hombre que ha
llevado más lejos el programa del racionalismo platónico en la historia del pensamiento. Todo sería
necesario, fruto de un cálculo racional lógico, todo derivaría de la simple consideración abstracta de
las formas fundamentales de la lógica de predicados "S es P" ¿Ha pensado esto realmente Leibniz?
¿Tenemos pruebas documentales de ello? (Leibniz había leído atentamente la Ética spinozista
incluso antes de publicarse ésta, y hasta trató de tener contacto con Spinoza personalmente: conocía
a fondo, pues, e incluso admiraba intelectualmente, la concepción perfectamente trabada de un
sistema determinista férreo y sin fisuras como es el spinozista; con todo, puso serias objeciones
lógicas a la validez de la noción de sustancia manejada en la Ética, así como a las consecuencias de
orden estoicista que se derivaban de ella. Este episodio nos permite inferir la escasa predisposición
de Leibniz a asimilar esquemas deterministas duros). Cuanto Leibniz tiene que escribir un texto en
el año 1686 que llama De Libertate, se plantea una cuestión que Couturat no había leído, y en la que
se juega el destino de la interpretación logicista. La pregunta es, naturalmente, esta: ¿Puede conocer
Dios el fin del análisis en una proposición contingente? "NO", contesta rotundamente Leibniz,
acabando con ello sin saberlo con medio siglo de exégesis moderna de su pensamiento. Y no,
razona Leibniz, porque un infinito de predicados no puede ser de suyo terminado de analizar, y es
obvio que aquel que lo terminase anularía en ese mismo instante su condición de infinitud. Unos
años después, en 1694, un embajador polaco que tenía pretensiones de filósofo (cartesiano el
pobrecito de él: Descartes pensaba en el infinito cuantitativo todavía) vino a visitar a Leibniz a
Hannover, y asombrado ante las razones de filósofo preguntó: "Pero, entonces...¿Dios no conoce el
fin del análisis?" -a lo que Leibniz contestó de buen talante "¡No pida de Dios cosas absurdas,

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señor! ¡Pedir que Dios conozca el fin del análisis es tanto como pedir que el número 3 tenga una
división y ésta ofrezca un coeficiente exacto!".
Sigamos, pues, adelante: podríamos pensar que Dios, en cualquier caso, conoce algo, puesto
que ha sido capaz de combinar todos los posibles y escoger entre todos los mundos posibles uno de
ellos –precisamente el mejor-, luego parece obvio que tiene que conocerlos con alguna profundidad
a todos. Y como todos estos mundos contienen verdades contingentes, Dios tiene que haber
conocido el despliegue general de todos estos mundos para hacer uso del infinito cualitativo. En la
Demostración breve de un error memorable de Descartes, propone la siguiente ecuación: se
entiende por infinito el mayor número pensable, y esto es contradictorio; el infinito cuantitativo,
único infinito contemplado en la Geometría euclidea, siempre implica un fondo de irracionalidad,
por esa razón a los cocientes exactos los denominó la matemática griega no "inconmensurables"
sino "irracionales" o "sordos". Naturalmente, un número es irracional cuando provoca una
contradicción, y el infinito cuantitativo la provoca siempre, pues es el número mayor pensable que
incesantemente es menos, sin embargo, que él mismo más uno. Todo número que pretenda ser
concreto y a la vez infinito suscita contradicciones, sin ir más lejos la secuencia o serie de los
números primos llevada hasta el infinito es siempre menor que la serie de los números naturales
llevada hasta el infinito; la contradicción, pues, esta en pensar un infinito o número mayor pensable
menor que otro número o infinito igualmente pensable. Para evitar el perpetuo callejón sin salida de
esta contradicción Leibniz diseña una estrategia genial, que cambiará para siempre el panorama de
las matemáticas (y, de haberse conocido antes, el de la física misma con doscientos años de
antelación respecto de Einstein). Se trata de aceptar simplemente esto: a partir de ahora, por el
concepto de infinito entenderemos ahora una cosa muy distinta a la que todavía manejan Descartes
o Pascal: no una cantidad inconmensurable sino una ley de la razón ¿Que es el infinito en tanto
proceso de la razón? El infinito es ni más ni menos que la recurrencia asociativa de la razón por
cuanto que se forma estableciendo una serie progrediente de conexiones cualesquiera que puede
poner la razón –pongamos, por ejemplo, la serie de los números primos, cuya conexión esta dada
por la búsqueda por parte de la razón de la sucesión de números enteros que no son divisibles
excepto por el factor uno y por sí mismos. Cuando se analizan estas secuencialidades -por ejemplo,
el cociente del número Π-, lo que se obtiene es la operación lógica o mental que se ha decidido
efectuar, y a esto lo denominamos la proporción o “función” que rige la serie. Por lo tanto, no hay
que pensar que substantivamente hablando el número Pi tenga un cociente exacto pero infinito –lo
cual es un contrasentido matemático y un nonsense ontológico-, sino que se debe pensar que lo que
introduce el cociente de Π es más bien una operación de la mente que por si misma no tiene fin (se
puede repetir cuantas veces se desee, el fin es siempre convencional, así como lo es la decisión
misma de poner en marcha la operación). El infinito, pues –no hay que atormentarse más la cabeza,
según Leibniz-, no es un número o una cantidad inconcebible pero básica para sustentar la
matemática y la geometría, sino sencillamente –pero en esta “sencillez” yace un filón de riquezas
para el futuro del cálculo-, el signo que representa este tipo de operación que retorna sobre sí misma
conforme a determinadas pautas que ella misma introduce. Incluir signo de infinito =
matemáticamente este signo querrá decir lo siguiente: dada una determinada operación de la mente,
una específica función del entendimiento, entonces se introduce una serie progrediente en virtud de
la cual el paso siguiente responde a la misma ley que los sucesivos, y como esta ley esta en función
de la operación mental en cuestión, se puede utilizar un número infinito de veces (que no es más
que un signo que sustituye a una operación de la mente), a sabiendas de que en esas operaciones
ninguno de los pasos sucesivos introducirá contradicción alguna: signo -derivada de la función.
Resumiendo: ¿Que es lo que yo sé del número Π? Pues sé de cierto que no tiene cociente
exacto, o sea, que su cociente seguirá progresando simplemente con sólo poder aplicar
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sencillamente la operación de dividir. Planteadas así las cosas, se comprende ahora que Dios no
necesite conocer todos los despliegues contingentes de los mundos posibles para escoger entre ellos
uno; a Dios, en realidad, le es bastante con conocer las leyes aplicadas o asociadas a los mundos
según las funciones que impone la lógica de cada mundo, y por tanto es capaz -sin necesidad de
saber en cada caso si Cesar cruzó o no en ese mundo posible el Rubicón-, de escoger este mundo
que de hecho ha escogido como el más rico en posibilidades porque es el que, en su depliegue,
contiene más cantidad de esencia, de composibilidad de existencia, y etc, etc –el resto de la filosofía
popular de Leibniz interviene aquí. Así que aquella objeción del embajador polaco tampoco
funciona, y la interpretación logicista basada en una noción cuantitativa del infinito analítico pierde
pie: ambas pueden ser replicadas puntual y literalmente por los textos del propio Leibniz.

Leibniz, de todos modos, no niega que Dios conozca los predicados exactos –los
“infinitésimos” en términos de cálculo- de una noción particular cuando quiera, sin tener por ello
necesidad de integrarlos –y con ello perderlos en su concreción- en el despliegue del mundo posible
en el que tienen lugar tales predicados: lo que pasa es que si Dios existe -y esto es siempre una
hipótesis optimista para Leibniz-, eso Dios no puede hacerlo por razonamiento o demostración,
puesto que (no hay que cansarse de repetirlo), no hay ni puede haber demostración de las verdades
contingentes. De hecho, Leibniz declara terminantemente en un opúsculo que Dios no tiene ciencia
demostrativa de los contingentes, sino que lo que tiene es "ciencia de visión", o sea: que puede
actualizar “por visión” -lo que es lo mismo que decir “por arte de magia”, por omniscencia o
iluminación- en cualquier momento el predicado que desee (puede saber entonces, recurriendo a un
ejemplo, por qué Judas traicionará a Cristo). Pero a nadie puede ocultársele que el recurso a la
“ciencia de visión” es sólo una licencia teológica, que no afecta al núcleo lógico de la
argumentación: si Dios existe tiene entre sus perfecciones o potencias la ciencia de visión. Bien,
pero lo que interesa es que en torno a la ciencia de demostración Dios opera con una noción de
infinito cualitativo y por ello nunca tiene -por que no puede haberla-, una ciencia demostrativa que
contenga el infinito actual, numérico, que es el que corresponde a la contingencia y la fluencia del
devenir, a la textura inagotable y siempre polimorfa de los hechos.
Una vez llegados a este punto, las cosas se nos complican aún más por este motivo: de las
verdades de razón se puede afirmar que despliegan sus predicados bajo la impronta de la ley
conmutativa, pues su orden no interviene en absoluto en la esencia de su definición (las propiedades
de un triángulo se refieren siempre al triángulo sea cual sea el orden en el que yo las descubra o
enumere); pero, sin embargo, en las verdades contingentes eso no puede hacerse: bien al contrario,
lo que para estas proposiciones no rige por esencia es la ley conmutativa (debemos a Fraga este
espléndido ejemplo: no es lo mismo tener un hijo, labrarse una situación, y finalmente casarse, que
labrarse una situación, casarse y entonces tener un hijo). Las verdades contingentes se caracterizan
justamente por estar atenidas esencialmente a un orden de sucesión. Si todas estas cosas son así
como las hemos razonado aquí -llegamos al punto cardinal-, entonces se demuestra
terminantemente con textos de Leibniz en la mano que jamás el filósofo ha dicho que las verdades
de razón se parezcan en absoluto, ni por paralelismo, ni en la mente de Dios, a las verdades de
hecho. Dado que las verdades de hecho no son reducibles en modo alguno a las verdades de razón -
primer elemento-, y dado que, como hemos dicho antes, las verdades de razón nunca hablan del
mundo, sino sólo y estrictamente de la estructura de la razón misma, entonces resulta que todo lo
más que podemos decir es que en el mundo las cosas que son verdaderas lo son more contingens,
con lo cual se invierte la tesis del extremo racionalismo de Liebniz que promovían autores como
Russell o Couturat. Antes al contrario, Leibniz es el hombre que por primera vez en la tradición
europea ha sostenido una cosa tan sencilla pero audaz como esta: no hay modo de garantizar el

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puente ontológico entre la razón y la realidad, de la cual –esta última- sólo sabemos que es
contingente. Esta tesis tan radical parte por su mitad el corazón del pensamiento cartesiano, puesto
que afirma que aquello que puede ser deducido racionalmente nunca es nada que pueda ser
predicado sin más de la realidad. Lo radical de este pensamiento es constatar que, pese a los
subterfugios de siglos de filosofía, y a los ideales mismos que presiden la gestación de la
modernidad tal y como la hemos ido estudiando hasta aquí, este mundo es todo él e
irremisiblemente contingente. ¿Como reconstruir a partir de esta constatación el pensamiento?
Porque si no lo hacemos, todo el programa que ha ido gestándose en el XVII de someter al mundo a
un proceso de racionalización, de crítica, que finalmente nos descubra la verdad, de selección sólo
de aquello que pueda ser salvado deductivamente por vía de la razón, -todo ese programa que
lentamente ha ido creando su perfil concreto: solipsismo metódico, reconstrucción desde la
subjetividad consenso racional entre los hombres (Locke), etc, todo él será un programa invalido,
inútil, insulso, falaz -y esta es la posición radical de Leibniz, que se opone con ello firmemente a los
vientos pujantes que empujan hacia la Ilustración. El mismo Leibniz es el primero que ha utilizado
la palabra Ilustración –Aufklärung, en alemán- en su sentido estricto al menos dos veces en
diferentes contextos:

1) En primer lugar, en un artículo denominado Sobre el uso de la meditación, donde dice:


"meditar es algo más que esclarecer la iluminación -Aufklärung- de la razón -sobre las cosas, se
sobreentiende-“. Leibniz quiere decir así que reducirse a esto sería convertir al hombre en un ser
vacío, del que ya no importasen más que cuestiones formales, las que, como no contienen ninguna
materialidad, expulsaran de su seno aquellas cosas por las que se mueve el hombre realmente,
poniendo en marcha sus deseos, pasiones, instintos, etc.

2) "Con estos instrumentos, señor, nadie detendrá la revolución que amenaza Europa", escribió
Leibniz en los Nuevos Ensayos, en 1716; setenta años después, ya en 1788 empezó el terror en
Francia. También en este mismo libro Leibniz utiliza la palabra “Aufklärung” al exponer el
representante lockeano su programa. Y esto es con toda probabilidad lo decisivo, aquello que da
razón de la polidireccional escritura de Leibniz y de la imposibilidad de hallar en él un núcleo
temático único que otorgue una forma maciza, compacta, cerrada, al conjunto de su obra: lo que se
esta jugando realmente en el pensamiento de Leibniz es toda una oposición radical al programa de
la Ilustración antropológica, y, por consiguiente, un enfrentamiento a gran escala que precisamente
porque se ve compelido a acudir a todos los frentes en los que este programa de la racionalidad
formal esta operando, tiene que dispersarse continuamente ora a la física, ora a cuestiones de
metafísica, ora a la geometría, ora política o filosofía jurídica, y etc, etc. Con Leibniz, en fin, da
comienzo una tentativa firme y consciente de contrailustración, que lleva dentro de sí el germen de
una Ilustración distinta. Dos hombres hacen balance del siglo barroco: Locke acumulando las
fuerza positivas del barroco y fundando el modelo teórico, epistémico y político de la Ilustración;
Leibniz haciendo también balance del barroco para concluir de modo antagónico en la necesidad de
dar la voz de alarma respecto de este mismo modelo. Pero Leibniz no sólo representa un valor
puramente reactivo, antagonista, sino que su crítica nace de una posición alternativa, constructiva,
sumamente activa. Veamos, entonces, cómo, en opinión de Leibniz, se reconstruye el pensamiento
cuando lo que ya es claro es que deductivamente no tiene aplicación en el mundo -es decir, que no
existe un camino directo que conduzca de la teoría a la práctica, o, por lo menos, no tenemos porqué
creerlo o aceptarlo así.

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En las Observaciones a la parte general de los principios de Descartes, elaborada en torno al
año 1686-90, a la regla tercera de Descartes replica Leibniz de una manera contundente: Descartes
era un hombre movido por el aplauso, creador de una filosofía puramente efectista, pues no hace
falta ser una gran sabio para darse cuenta de que de la certeza subjetiva no es ni ha podido ser nunca
el índice de la verdad: el que una proposición sea clara y distinta de ninguna manera puede querer
decir, sólo por ello, que sea también verdadera. Y este argumento mismo aplicado a su conversión
en el argumento ontológico -es decir, la crítica al argumento cartesiano que sostiene el puente
directo entre la razón y las cosas-, es más interesante todavía. En el texto de la Defensio Trinitatis
de 1668, Leibniz escribe "la prueba ontológica sería cierta si el concepto de Dios es posible"; pero
por sí sola no tiene validez porque se queda en el interior de la razón y eso no implica en absoluto
que tenga un correlato verdadero en la realidad. Por tanto, según Leibniz, si, y sólo si, el concepto
de Dios es posible –concebible sin contradicción-, y pudiera además asegurarse de él la existencia,
entonces sí que sería el argumento ontológico cartesiano un argumento plenamente valido, pero
mientras tanto este argumento es tan sólo un ardid más de la razón. Comparada con este argumento
leibniciano de 1668, la crítica kantiana al argumento ontológico propuesta cien años más tarde
parece burda, pues únicamente añade sobre aquella –y con razón-, que la existencia no pertenece al
orden de predicados de una noción. (Leibniz hubiera replicado pese a todo que tratándose de un
concepto posible si que le pertenecería, porque precisamente en un concepto necesario y posible –
que no entraña contradicción-, nada le faltaría para existir...¿Que más elementos si no pudiera
incluir la existencia? Cosa muy distinta es que, por ello, lo posible deje de ser posible para suplantar
la contingencia bajo mascara de necesidad, pero vamos a dejar eso a un lado por el momento). El
problema, pues, no es que la existencia pertenezca o no al orden de las nociones, sino que el
problema más bien esta en la ruptura del puente ontológico entre pensamiento y realidad. ¿Significa
esto que todo el programa de la Ilustración esta basado sobre un malentendido? Seguramente si,
pero...¿Significa además que no se puede racionalizar el mundo, hemos de conformarnos con la
contingencia y el irracionalismo absoluto? La contrailustración de Leibniz, (que tendría herederos
en Inglaterra en el bando contrario al lockeano -en el inmediato radio de proximidad de Locke, ya
Shaftesbury-, y que se prolongara en Alemania no tanto en Wolff -que no entiende nada, al menos
de estas batallas-, sino desde luego en Lessing -con la reintroducción del mundo de los
sentimientos, instintos, etc...-, y que debe posicionarse por principio en contra de la Ilustración
trivial -desde el punto de vista de Leibniz.-, que reduce maquinal y toscamente lo real a lo racional
y viceversa), es o se explica mediante 2 pasos, el uno condición y el otro hipótesis:

<ILUSTRACIÓN ALTERNATIVA SEGÚN LEIBNIZ>

1) Lo primero que hay que comprender, el primer precepto de una verdadera Ilustración reza
que no se puede ni se debe renunciar a todo aquello que no sea susceptible de formalización de la
razón. Si quitamos sentimientos, instintos, tradiciones, historia, etc, es decir: si todo lo que pueda
producirnos duda lo tomamos por falso, pues entonces contraemos los elementos a iluminar hasta el
punto de sólo racionalizar una exigua fracción del mundo, y abandonamos al inmenso resto de la
realidad a la oscura sentina de lo sin-racionalizar, por tanto de lo sin-valor, y, en último término, de
lo que será marcado con un valor negativo, inhumano. Recuérdese la admonición de Leibniz: "Esto
traerá la revolución en Europa". ¿Que pasa con el hombre epistemológicamente vaciado de
Descartes? Pues que se convierte en el hombre real de Locke para él que las seguridades
inconmovibles desde el punto de vista político son tres, de las cuales dos de ellas son triviales -decir

89
que un libre tiene derecho a la libertad, o que un nacido tiene derecho a nacer: ¿cómo no se iba a
dejar ver que estas son, en el fondo, trivialidades, perogrulladas que constituyen tan sólo el cascarón
del asunto?-, y la tercera, la cual aporta una verdadera novedad histórica, ésta: la reducción del
homo al homo aeconomicus; la propiedad es lo único que puede provocar conflicto y es por tanto
allí donde urge racionalizar. El vaciamiento del hombre conduce a un programa de la Ilustración
exiguo, mínimo: la racionalización de la vida política sobre la base del derecho a la propiedad.
(Esta crítica de finales del s. XVII la habría suscrito Marx a finales del s. XIX). En consecuencia, la
condición absoluta para establecer un programa de una Ilustración de verdad es, frente a la
vacuidad, establecer una antropología de lo lleno y de la complejidad. Textos de Leibniz que avalen
esta interpretación son numerosos: el más simple y directo de ellos se encuentra en una carta de
1668 a Johann Sperber: "La razón no es más que la actualización de la memoria" -la misma frase se
encuentra escrita a la princesa Sofía en 1714. Contra la reducción del pensamiento a operaciones
puramente formales de la mente promovida por Hobbes, Leibniz piensa que esa es, en el fondo, una
manera demasiado cómoda de simplificarlo todo, y así resulta fácil para Hobbes sacarse de la
chistera soluciones tan contundentes. Pero hay que hacerse cargo de que no todo lo real es fácil: el
pensamiento debe integrar lo complejo como complejo. Por ejemplo...¿Es cierto que la razón se
desenvuelve siempre en el plano de la consciencia? "Si"- vimos que había respondido Locke. "No" -
diría, sin embargo, Leibniz –“la cosa no es tan sencilla: la mayoría de la percepciones son confusas,
las producciones de la razón permanecen a menudo fuera del control consciente de los hombres, y
consciencia misma no es más que la pequeña cumbre que penetra hondamente en una inmensa zona
inconsciente que, no obstante, dirige e inclina al decidirse, hacer planes, acertar o equivocarse, etc,
etc. Asimismo, Freud habría suscrito sin duda estos respectos sobre el inconsciente: la inteligencia
consciente no es más que una compleja organización de materiales inconscientes, confusos,
profundos...¿Que significa, pues, la llamada típicamente ilustrada que convoca al hombre a
“racionalizar el mundo”? Significa ni más ni menos que lo que hay que hacer es lo opuesto al
programa moderno impulsado por Hobbes y Locke: en vez de rechazar cartesianamente todo
elemento marginal al diminuto campo de la certeza, penetrar en el interior de esa montaña de
percepciones inconscientes complejas, bien sean tradiciones de los pueblos -escribe Leibniz, por
ejemplo, contra Puffendorf-, o bien costumbres -escribe Leibniz cuando tiene noticias de las tribus
más extrañas-, sentimientos, pasiones, cultos, proyecciones artísticas et allia; en resumidas cuentas,
recónditos lugares a los que la razón consciente no alcanza sino se aplica con método, etc, etc.
Mientras no se acepte toda esta complejidad tanto del pensamiento como del hombre y del ser en
general (Leibniz ha sido el último pensador que ha defendido científicamente una visión dinámica y
henchida de vida -de esencia, de posibilidad, de anima- del universo antes de su reducción a leyes
de movimiento por virtud del mecanicismo newtoniano), se obtendrán leyes rigurosas, sí, pero del
más estricto y puro vacío.
Es decir, la Ilustración no consiste en separar mediante una restrictiva teoría del método o una
crítica de la razón lo que ya de suyo se dice que es irracional como si de ello se desprendiese que
fuera inexistente o falso, sino que consiste más bien -¿como iba a ser de otra manera?- en iluminar
lo irracional mismo, en tratar con la razón de poner orden en lo confuso. La condición de la que
hablábamos es, pues, una Ilustración de lo pleno, de lo lleno, de lo real y no solamente de lo
humano, en definitiva. Pues bien: de la consideración de esta condición surge una hipótesis de tal
magnitud que, de ser llevada consecuentemente a funcionamiento, será capaz, según Leibniz, de
retraducir o reconstruir el mundo en términos de racionalidad legítima y no sólo supuesta.

y2) Como hemos tratado de mostrar hasta aquí, de la condición del mundo de lo pleno no se
puede decir con Leibniz más que este es enteramente contingente. Y, por ello, la hipótesis en

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cuestión, curiosamente, es la de la necesidad, que añade Leibniz que es una hipótesis moral. El
dato radical es que el mundo es contingente, de acuerdo, pero vamos a hacer una hipótesis sabiendo
y nunca olvidando que lo es; la hipótesis podría formularse así: “¿Y si toda esta contingencia del
mundo confuso y complejo respondiera después de todo a un intrincado –puesto que lo incluye
todo- orden racional? ¿Y si pudiera pensarse por hipótesis que todo cuanto sucede es armónico,
necesario?” Los términos de esta hipótesis tienen una intensión y una extensión. Para que se pueda
pensar extensionalmente que todo lo que sucede en el mundo es racional, habría que presumir, por
hipótesis, que es el producto de una mente que sea al menos coextensa con la totalidad del mundo.
Entonces la necesidad hipotética también se describe de este modo: si Dios existe, entonces el
mundo es racional, puesto que su producto puede –ya que Dios lo ha hecho objeto de una elección
moral- ser tan racional como él. Esta hipótesis sólo la puede formular el hombre, puesto que es a la
finitud del hombre a la que le falta la extensión suficiente para convertirla en certidumbre. Pero es
que además esta hipótesis ha de tener un cierto contenido intensional: ese Dios que ha hecho el
mundo se ha tenido que comprometer con él racionalmente haciéndolo el más racional, el más rico
y –pero decir esto último no es más que resumir lo anterior- el mejor. Juntos ambos aspectos, la
hipótesis general es la siguiente: La racionalidad es un imperativo práctico-moral; Dios bien podría
no haber creado, pero como lo ha hecho, la hipótesis de su existencia exige pensar que se ha
obligado moralmente a crear un mundo racional. La racionalidad es, pues, para Leibniz, una
decisión moral, no un dato inmanente del mundo. El corolario decisivo de este pensamiento es que
si el hombre lleva a la práctica esta necesidad hipotética, intentará pensarlo todo -¡todo!-
racionalmente, y además se obligará a hacerlo así porque eso es lo único que puede entender por un
principio moral (un principio que lleva también el nombre de principio de lo mejor o de
optimización –apenas habrá que señalar lo ingenuo que resultó para la modernidad triunfante este
principio, incapacitada como estaba para adivinar la gigantesca tarea que se encubría bajo su mera
lectura superficial consagrada por el Candido de Voltaire).

Y esta es, además, la obligación del sabio según Leibniz: pensar que el mundo es racional por
caridad, por amor al mundo. Mientras las descripciones racionales prevean fenómenos o provean de
anticipaciones afectivamente verdaderas, la hipótesis de necesidad parecerá consistente (Leibniz ha
expresado mucho antes que Popper, y con mucho menos aparato, el principio de falsabilidad).
¿Como aplicar la racionalidad? Pues buscando las series, los progresos, los ordenes, las
interrelaciones entre las distintas áreas de lo real. En los Preceptos para el progreso de las ciencias,
escribe Leibniz que se debe investigar constantemente hasta encontrar alguna serie que produzca
demostración ¿Que son sino las ciencias? Leibniz dice que las ciencias son ejercicios pragmáticos
de la racionalidad, tentativas metódicas de traducción racional de los fenómenos ¿Que interés, por
ejemplo, podemos conceder a la ley general de la dinámica? El interés de una secuencia de
acontecimientos que genera proposiciones verdaderas: no es el caso de ningún ser vivo que se
mueva en términos de m*v2 ¿Es “verdad” al modo cartesiano absoluto, entonces, la formula o
enunciado “m*v2”? Leibniz respondería que nunca nadie ha visto un “m*v2” a galope tendido, lo
cual quiere decir que es sólo una traducción pragmática racional en virtud de una hipótesis -que el
mundo es racional-, a la vista de un suceso, de un hecho, por ejemplo un animal corriendo. Él que
busca las secuencias racionales, se obliga con ello escudriñar en lo confuso y lo complejo y
organizarlo. Pero el todo de un suceso, de un hecho, no sólo la propiedad, y eso por amor al mundo,
por qué es mejor para el mundo suponerlo racional y obrar con esta guía que abandonarlo en sus
tres cuartas partes al olvido por encontrarlo incognoscible o simplemente irrelevante para los
intereses autodefensivos del hombre. Al final de la Confesio filosofii, Leibniz escribe unas palabras
que presuponen todo un programa político antagónico del ideado por Locke (cita aproximada:

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buscar): “Lo que ocurrió en el pasado, fue así porque Dios lo quiso y no hay que preocuparse más
por ello, mientras tanto, el sabio se comprometerá con el presente y el futuro porque sabe que ha
que intervenir en ello”. La idea de intervención es la más contraria que pueda pensarse a la de
regulación estática de lo que hay propia del pensamiento moderno. Por eso el programa político de
Leibniz no tuvo descendencia en la Ilustración por más que después aflorara en Lessing o
Shaftesbury: un mundo racional por obligación moral, pero que respete el mundo tal como se
manifiesta, pleno de tradiciones, particularidades, formas de vida, etc. No trata este programa de
regular sólo lo que hay, sino de llegar a la totalidad de los espacios existentes.

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