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UNIVERSIDAD DE CHILE

CAMPUS SUR A.S. Eliana Morales Garfias


V AÑO MEDICINA 2007 Terapia Familiar

LIBRO PSICOLOGIA SOCIAL DE LA FAMILIA


Enrique Gracia Fuster
Gonzalo Musitu Ochoa

LA (IN)DEFINICIÓN DE LA FAMILIA

Antes de ser uno mismo, se es «hijo» o «hija» de X o Y, se nace en el seno de una


«familia». Antes de ser socialmente cualquier otra cosa, se es identificado por un
«apellido». En todas partes, las primeras palabras que el niño aprende -«papá», «mamá»-
son las voces, cargadas de sentido, que designan a sus padres y a sus madres; después
vienen los demás vocablos del parentesco... Así, el mundo se divide entre los «Suyos» y
los «Otros». Pero esos Otros viven también en el seno de una familia de la cual son
miembros. Son lo mismo que éste, identificables por los suyos en términos de parentesco.
Cómo no concluir, entonces, que la familia no necesita explicación, que es, como el
lenguaje, un atributo de la condición humana. Sobre todo cómo no extrapolar a partir de la
propia experiencia y deducir que la familia debe ser la misma para todos, en todas las
sociedades (Frangoise Zonabend, 1988, pág. 18).
A pesar del conocimiento «familiar» que «creemos» tener -después de todo, ¿acaso
no ha nacido y crecido cada uno de nosotros en el seno de una familia a la cual nos unen
los más profundos sentimientos?-, pocas instituciones han planteado problemas tan
complejos y diversos desde los inicios de la reflexión sociológica y de la investigación
etnológica (Claude Lévi-Strauss, 1988, pág. 12).

Introducción

Uno de los primeros y más complejos problemas a los que tenemos que enfrentarnos
en el estudio de la familia es su definición. Como afirma Lison Tolosana (1976), la palabra
«familia» es una compleja unidad significante; tan pronto como la pronunciamos nos
vemos enredados en la maraña de un problema lingüístico. La complejidad de la
institución familiar con sus múltiples dimensiones de análisis refuerza esa ambigüedad e
imprecisión. Una maraña de significados e interpretaciones tan profundamente espesa
que nos disuade de cualquier pretensión de descubrir convergencias o posibles
afinidades en la definición entre tanta multiplicidad y diversidad. Probablemente el
desarrollo de esta tarea sería estéril, porque en el caso de que lográsemos una
definición de consenso, una tarea por utópica, inviable, lo que conseguiríamos sería
añadir una o más a la tan poblada selva y complicar aún más, si cabe, el complicado
mapa de la conceptualización. Ya puede intuirse que ése no va a ser el objetivo de este
capítulo, sino más bien el de mostrar la complejidad, dificultades e imposibilidades en la
definición de «la familia», o «familias», según se mire.

Pero el problema o problemas de la definición no es sólo una cuestión de semántica


o de clarificar conceptos. La opción por la que se opte tiene repercusiones importantes,
por ejemplo en la concepción de los roles sociales y de género o incluso en la política
social. Reher (1996), un historiador de la familia, considera que definir la familia no es
una cuestión sencilla y ha sido fuente continua de controversia para los historiadores de
la familia. Así, la unidad conyugal, el grupo doméstico corresidente, la red extensa de
parentesco, y el desarrollo de los grupos de parentesco a lo largo del tiempo son todos
manifestaciones de la familia, en la medida en que representan aspectos diferentes y
complementarios de una institución que tenía y tiene capacidad para exigir lazos de
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lealtad y autoridad. También Glassner (1988) ha subrayado la complejidad y las


dificultades que entraña la definición de familia en los siguientes términos:

Cuando se afirma que la familia constituye la célula básica de la sociedad, a la


cual da cohesión y estabilidad, ¿se ha dicho todo?. En realidad, el enunciado de tal
postulado contribuye sobre todo, con más o menos elegancia, a eludir el problema. El
entorno social y su representación, los límites demográficos, las condiciones de la
producción, pero también la dinámica de las condiciones de alianza y el marco político
son en grados diversos lo que determinan su naturaleza, su lugar y su importancia... en
el conjunto de los procesos sociales. Así definida, la institución familiar es una realidad
positiva que se inscribe en el curso de la historia y se modifica con el paso del tiempo
(pág. 104).

Qué es una familia nos puede parecer obvio. Es parte del estereotipo esperar
que en nuestra sociedad la compañía, la actividad sexual, el cuidado y apoyo mutuo, la
educación y cuidado de los hijos sea parte esencial de la familia nuclear, la más
predominante, por otra parte, en el mundo occidental. Este concepto hace referencia a
la familia como una pequeña unidad que se configura a partir de las relaciones entre un
hombre y una mujer legalmente unidos por la institución del matrimonio como marido y
mujer. Cuando un niño nace de esta pareja se crea la familia nuclear. Esta unidad
comparte una residencia común y su estructura está determinada por vínculos de
afecto, identidad común y apoyo mutuo. Esta forma de concebir la familia, que es parte
del «sentido común» y en consecuencia algo que se da por supuesto, puede ser, sin
embargo, el reflejo de las creencias tradicionales respecto de cómo se configuran las
relaciones sexuales, emocionales y parentales. Naturalmente, este sistema de creencias
puede que no sea en absoluto una ayuda para revelar cómo diferentes personas
organizan en realidad sus vidas. Sin embargo, es clara la idea de que la familia nuclear
retiene en su significado una potencia tal que todas las otras formas de familia posibles
tienden a definirse con referencia a ella. Una gran mayoría asume que la forma nuclear
es la más dominante en la sociedad contemporánea. Como resultado de este supuesto,
la tendencia a definir otras formas como «inusuales», «desviantes» e incluso
«patológicas» es significativamente mayor. El «discurso de la familia» dispone de un
gran poder para significar lo que es normal y lo que es inaceptable (Jones y otros, 1995;
Bernardes, 1997).

La dificultad con el concepto de «la familia» estriba en que normalmente


asumimos la preeminencia de la familia nuclear y expresamos la creencia de que
comprendemos su significado, pero el análisis más superficial revela una gran
diversidad de formas de familia que poco o nada tienen que ver con el concepto
mayoritariamente compartido. Lograr una definición «aceptable» se hace más difícil
cuanto mejor se conocen las variaciones históricas y culturales, así como también la
realidad contemporánea de formas familiares alternativas o acuerdos de vida
domésticos. Algunos consideran que este «obstructor» sólo puede superarse
refiriéndose a «familias» más que a «la familia» (Berger y Berger, 1983). Asumir esta
nueva categoría supondría estimular y apoyar una aceptación de la diversidad y una
renuncia a adscribir superioridad moral a una forma de familia sobre otra u otras. Pensar
en estos términos supondría aceptar en un mismo espacio semántico y moral a las
familias adoptivas, las familias monoparentales, las familias homosexuales, las familias
cohabitantes, las familias reconstituidas, etc., siempre y cuando, obviamente, haya hijos.
Si no, hablaremos de matrimonio, acuerdos de convivencia o simplemente parejas. Sin
embargo, con ello no se resolverían todos los problemas, puesto que la utilización del
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término «familia» en todos estos contextos diferentes lleva implícita una equivalencia
semántica que perfectamente puede que no se justifique e incluso que no se desee por
las personas implicadas. Esta situación potencial nos lleva a la pregunta siguiente: ¿qué
es lo opuesto a «la familia»? Por ejemplo, algunas parejas homosexuales puede que
rechacen activamente la connotación de familia porque han tomado la decisión de vivir
fuera de sus confines tradicionalmente definidos. En otras palabras, la forma en la que
algunas personas deciden vivir sus vidas es una resistencia directa a «la familia» y por
extensión a las relaciones y roles de padre-madre-hijo/a. Incluso, el uso del término
«familias» puede que continúe subrayando inadvertidamente la primacía moral e
ideológica de «la familia», puesto que todas las formas divergentes y diferentes se
siguen definiendo en términos de su relación a una supuesta norma. La utilización
permanente del término «la familia» niega efectivamente cualquier realidad o validez a
otras formas de relaciones.

No es nuestro propósito en este capítulo el proporcionar o promover el uso de


términos alternativos tales como «unidades domésticas», «unidades familiares» o
«acuerdos de vida» u otras categorías con similar significado, sino alertar de las
connotaciones inherentes y constricciones que habitualmente evoca el término «la
familia». En este sentido, Gittins (1985) hace una distinción que podría ser de utilidad
para reflexionar sobre la utilización de determinados términos. Considera que las
personas definen sus acuerdos domésticos de muchas formas diferentes, algunas de las
cuales podrían ser consideradas como «familias» por aquellas personas que viven de
acuerdo con ella. Sin embargo, «la familia» la consideran como un objeto ideológico, un
estereotipo producido y potenciado con la finalidad de ejercer ciertos tipos de control
social. Las políticas institucionales, las leyes y el bienestar se construyen y promulgan a
partir de esta forma estereotipada y no tanto porque es la norma, sino para que sea la
norma. Podríamos incluso ir más lejos e identificar «la familia» como parte de un
discurso de control, es decir, como parte de un modo de hablar sobre relaciones
sociales que permite definir los roles que las personas desempeñarán y las estructuras
de poder que se crearán dentro de ellas. Definir, por ejemplo, a personas como
«padre», «madre» e «hijo/a» más que como «mujer adulta», «varón adulto» o «niño» o
«niña», tiene profundas connotaciones de obligatoriedad y compromiso, y también de
definición de sus relaciones asimétricas, que perfectamente podrían no considerarse
como algo que se da por supuesto (Muncie y Sapsford, 1995; Dallos, 1995).

Origen y universalidad de la familia

Para Richard Gelles (1995) las discusiones más recientes sobre el origen de la
familia giran en torno a dos teorías rivales: una se basa en el argumento de la
«promiscuidad original» y la otra en que la familia es una institución universal presente
en todas las sociedades humanas. En cualquier caso, como señala Gelles, no existen
datos precisos que puedan dirimir la disputa, y los argumentos en defensa de las
diversas posiciones se basan en especulaciones, en la utilización de fósiles, en estudios
de primates no humanos, o en sociedades cazadoras y recolectoras contemporáneas.
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El origen de la familia fue objeto de interés de los científicos sociales a mediados


del siglo pasado dentro del clima intelectual creado por la teoría de la evolución. Al igual
que los darwinistas, que establecían diversas etapas del desarrollo biológico en las
especies animales que culminaban con el Homo sapiens, los científicos sociales como
Bachofen, Engels, Maine, Morgan y Westermarck proponían modelos evolucionistas de
los orígenes de la familia suponiendo que ésta había pasado por una serie de etapas
evolutivas hasta lograr su forma actual «superior».

En el origen de la hipótesis evolucionista se encontraba la idea de que la familia


correspondía a un estado arcaico y, por así decirlo, presocial de la sociedad, y, por tanto,
que estaba condenada a disolverse a medida que las sociedades se desarrollasen y
diversificasen. Aunque esta idea es inadecuada para explicar las transformaciones de la
familia a través de la historia, contribuye, sin embargo, al análisis de las relaciones entre
el grupo doméstico y la sociedad circundante.

Bachofen (1861), en su obra Derecho materno, suponía que los seres humanos
vivieron en sus orígenes una etapa de promiscuidad sexual, de comercio sexual sin
trabas, es decir, cada mujer pertenecía igualmente a todos los hombres y cada hombre a
todas las mujeres. De aquí que el parentesco sólo podía comprobarse por línea materna,
lo que generó la absoluta preponderancia de las mujeres -matriarcado o ginecocracia-.
Morgan (1878/1970), en su obra La sociedad primitiva, establece a su vez una serie de
etapas que servirán de base a Engels para escribir su libro sobre El origen de la familia.
Las etapas que propone son las siguientes:

1. Un estadio de promiscuidad sexual sin trabas caracterizado por la ausencia total


de regulaciones conyugales.
2. La familia consanguínea. Es la primera etapa de la familia en la que reina todavía la
promiscuidad sexual entre hermanos y hermanas, pero en la que padres e hijos quedan
excluidos del comercio sexual recíproco. Es la primera manifestación del tabú del incesto,
que en este caso se refiere exclusivamente a padres e hijos, y supone el inicio de una
vida social totalmente humana.
3. La familia panalúa, en la que la prohibición del comercio sexual recíproco se extiende
a los hermanos y hermanas. De esta manera se amplía la extensión del tabú del incesto.
En esta fase aparece el matrimonio por grupos.
4. La familia sindiásmica, en la que el hombre vive con una sola mujer, aunque la
poligamia y la infidelidad ocasionales sean un derecho para el hombre. Esta forma de
matrimonio la hallamos en el origen del matrimonio monogámico del mundo moderno.
En esta fase el vínculo conyugal se disuelve con suma facilidad, pasando los hijos a
pertenecer a la madre.
5. La familia monogámica. Este tipo de familia nace de la familia sindiásmica. Se funda
en el poder del hombre, un poder de origen económico subyacente en el control
masculino de la propiedad privada, y el objetivo es procrear hijos de una paternidad cierta
con fines hereditarios.

Ahora bien, tanto la teoría de Bachofen como la de Morgan y Engels fueron


elaboradas en el siglo pasado, en un momento en que estaban surgiendo las ciencias
sociales y, en consecuencia, estos científicos no disponían de muchos de los datos y
hechos, más o menos precisos, de que podemos disponer en la actualidad. Se entiende
entonces que sus incursiones en el ámbito especulativo al plantear las fases evolutivas
fueran inevitables ante la carencia de datos y recursos. Una de las críticas más serias
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que se han hecho a sus teorías es que hayan considerado la evolución d e una
institución social como la familia de modo unilateral, asumiendo que todos los pueblos
de la tierra siguen el orden de las e t a pas que proponen. En el momento actual
sabemos desde una óptica científica que no es posible hacer algunas afirmaciones que
se desprenden de esta concepción unilineal de la evolución de la familia,
particularmente la idea de que la familia monogámica propia de la cultura occidental
constituya una etapa culminante del desarrollo, y que, por tanto, otras formas de
estructura familiar presentes en otras sociedades del mundo no sean más que formas
rezagadas, en vez de contemplarlas como modelos alternativos de organización social,
según una idea de progreso y retraso característica del siglo XIX y que la historia y la
antropología social han cuestionado seriamente en los últimos años.

Con respecto a la «promiscuidad de la familia», autores como Claude Masset


consideran que es un argumento muy débil porque «¿por qué razón la organización
familiar del hombre prehistórico habría sido necesariamente más simple que la de los
gorilas o los macacos?» (Masset, 1988, pág. 85). Además, con respecto a la tendencia
de reconstruir las sociedades desaparecidas para explicar el origen de las relaciones
familiares Masset añade que «en este campo es posible, sino decir cualquier cosa, al
menos edificar fácilmente una construcción tambaleante que otros investigadores
disfrutarán demoliendo. Esta actividad se parece más a un juego que a la ciencia» (pág.
86). Una vez establecidas estas limitaciones a la imaginación y buscando un terreno
más firme, Claude Masset ha identificado como uno de los rasgos más antiguos de los
sistemas familiares de la especie humana el intercambio de jóvenes adultos de uno y
otro sexo, es decir, el intercambio de genitores, hecho que se encontraría ligado a la
prohibición del incesto en todas las sociedades humanas. Este rasgo de los grupos
familiares humanos lo compartiríamos con los mamíferos sociales que viven en grupos
pequeños, quienes, como los chimpancés o los leones, tienen la costumbre de
intercambiar genitores, una costumbre que además tiene la ventaja adicional d e
enriquecer el pool genético.

Otra característica esencial de la familia humana destacada por este autor, que ya o
se encuentra en las sociedades de monos, es la división sexual del trabajo. Dejando al
margen la función social o significación del reparto de tareas entre hombres y mujeres
(la distribución de tareas como el cimiento más sólido del grupo familiar o una función
social que hace de la familia la célula económica básica), sí que parece existir un amplio
acuerdo en considerar este rasgo como uno de los factores determinantes en el origen
de la familia. Si bien es cierto, como ha señalado Masset, que las tareas reservadas al
hombre y la mujer no son necesariamente las mismas en todos los grupos humanos, sí
que es cierto que en todos los mamíferos y sociedades humanas conocidas
históricamente el cuidado de los niños pequeños ha sido siempre una tarea
desempeñada por las mujeres. Los impedimentos en la movilidad que supone esta
tarea, junto con la necesidad de realizar otras actividades como la caza (una actividad
demasiado peligrosa para llevar niños pequeños a ella) o el mantenimiento del fuego,
permite entender cómo surgió la división sexual del trabajo. Así, la imagen típica de las
sociedades cazadoras-recolectoras es la de la división sexual del trabajo en la caza por
una parte y, por otra, la recolección y mantenimiento del fuego.

También en este sentido, etólogos como Konrad Lorenz o Irenáus Eibl-Eibesfeldt


consideran que la vida familiar y social se encuentran determinadas en gran medida por
la adaptación filogenética. Así, el desarrollo de asociaciones familiares en los más
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diversos grupos de animales, incluyendo la especie humana, estaría determinado por la


necesidad del cuidado de la prole.

El lento desarrollo de la prole, que requiere de muchos años de cuidados, impuso al


hombre la necesidad de formar parejas estables. Esta costumbre sólo se observa entre
los primates en casos excepcionales... Por consiguiente, podemos deducir que las
características de la pareja humana son una adquisición filogenética relativamente
reciente. El número de compañeras con las que un hombre se une varía según los
pueblos. De todos modos, siempre se trata de asociaciones reglamentadas, sólidas y
duraderas en las que se advierte una tendencia a la monogamia (Lorenz, 1988, pág.
206).

No obstante, estos planteamientos en la explicación del origen de la familia han


recibido también numerosas críticas. En este sentido, Frangoise Zonabend (1988)
considera que:

...las razones biológicas no pueden, por sí solas, explicar la existencia de la institución:


ni la paternidad ni la maternidad se reducen a papeles biológicos; se encuentran
socialmente determinadas, lo mismo que el amor paterno o materno... Inde-
pendientemente de cómo decida la sociedad señalar la constitución de una familia -
solemnidad del matrimonio, reparto de tareas, regulación de las relaciones sexuales,
procreación de hijos-, ninguna de estas modalidades surge de un condicionamiento
natural (Zonabend, 1988, pág. 77).

Respecto de la universalidad, Kathleen Gough, en su trabajo El origen de la


familia (1971), revisa la estructura familiar de tribus que viven actualmente de la caza y
la recolección y que, dado su nivel de desarrollo tecnológico (el más bajo existente),
tendrían, según el esquema evolucionista unilineal, algún tipo de matrimonio por grupos.
Sin embargo, todos los piteblos cazadores y recolectores viven en familias conyugales,
no en ordenamientos sexuales comunitarios, y el apareamiento es individualizado.
Concluirá que la monogamia es universal.

Por otra parte, Lévi-Strauss en «La familia» (1956/1974) concluye que los tipos de
organización de la familia conyugal que parecen más lejanos no son los que aparecen
en las sociedades que podrían considerarse como más arcaicas, sino en formas de
desarrollo social relativamente recientes y extremadamente elaboradas, como, por
ejemplo, los Nayar de la costa Malabar de la India, entre los que la familia conyugal no
tiene prácticamente existencia, o los Todas, también de la India, entre los cuales ha
surgido, más o menos recientemente, una forma de matrimonio por grupos.

Murdock (1968), a partir de un estudio intercultural de doscientas cincuenta


sociedades, concluye que la familia nuclear es una agrupación humana universal.
Desde entonces se habla de universalidad de la familia: la familia sería una institución
presente en toda sociedad humana. Sin embargo, la definición que dio Murdock de la
familia no es aplicable a todos los tipos de grupos que han surgido en torno a la
procreación o a su aceptación social. Considera que la familia es un grupo social
caracterizado por la residencia común, la cooperación económica y la reproducción. Ese
grupo incluye adultos de ambos sexos, de los cuales al menos dos mantienen
relaciones sexuales socialmente aprobadas, y uno o más hijos, propios o adoptados, de
los adultos que cohabitan sexualmente. Esta definición permite salvar el obstáculo
constituido por la existencia de sociedades no monogámicas, poliándricas o poligínicas,
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pero no contempla todas las formas de aprobación social del sexo y la procreación. Así,
por ejemplo, entre los banaro de Nueva Guinea, la mujer obtiene su primer hijo de un
amigo del marido, y sólo después el esposo tiene acceso sexual a la mujer.

A pesar de la existencia de formas de vínculos polígamas, Murdock considera que


cada una se puede reducir a una forma nuclear, principalmente, porque son
funcionales para la supervivencia de la sociedad. Aunque su investigación minó los
cimientos del ideal cristiano occidental de amor-matrimonio-familia en la medida en
que constató que sesenta y cinco de las doscientas cincuenta sociedades permitían
libertad completa en las cuestiones sexuales y sólo e154% desaprobaban
explícitamente la unión sexual premarital, la cuestión de la supervivencia permanecía
como el objetivo primordial. Argüía que las relaciones sexuales, la reproducción y el
apoyo al niño se ejecutan mejor si se fusionan en una institución única.

En oposición a estos argumentos, otros antropólogos han constatado la presencia


de sociedades donde o bien no existen los vínculos conyugales o, más comúnmente,
el padre está ausente y participa poco de la educación del hijo. El descubrimiento de
tales formas ha llevado a algunos a argumentar que la familia nuclear es un acuerdo
social y no una forma universal y determinada biológicamente. La instancia más
comúnmente citada es la de los Nayar, una casta guerrera de la India. Fox (1967)
constata que en esta comunidad los roles del compañero/a sexual, padre/madre
biológico y padre/madre social no son desempeñados por sólo dos personas como
sucede en la familia nuclear, debido a que los hombres nayares están
permanentemente comprometidos en cuestiones bélicas y se ausentan con frecuencia
y durante largo tiempo del hogar. Como resultado, el sexo no se relaciona con el
matrimonio y ninguno de ellos tiene necesariamente algo que ver con la unidad
doméstica familiar. Los hombres nayares, en consecuencia, no tienen derechos
particulares de vinculación con sus mujeres e hijos y, por esta razón, la familia nuclear
no está institucionalizada como una unidad de consumo, legal, productiva, residencial
o de socialización. La investigación intercultural no apoya de esta manera la ambigua
noción de «la familia» como una norma universal.

Sin embargo, no tenemos que buscar fuera ejemplos tan exóticos para descubrir
variaciones de la familia nuclear fundamentada biológicamente. Un modelo que cada
vez tiene mayor protagonismo en las sociedades industriales occidentales son los
emparejamientos de convivencia que están sustituyendo a la monogamia y, también, las
familias monoparentales en las que un vínculo conyugal o bien se ha roto, o bien nunca
se ha iniciado. En España el número de familias con hijos dependientes encabezado por
un solo padre era en 1981 un 5,66% y en Inglaterra, sólo por establecer una
comparación, era del 6,50%, y en ocho de cada diez de estas familias la madre era la
cabeza de familia (Dallos y Sapsford, 1995; Alberdi, 1995). El incremento de las madres
divorciadas que viven solas constituye parte de este surgimiento, pero también se
constatan aumentos significativos en estos últimos años en la proporción de familias
encabezadas por madres que nunca han contraído matrimonio.

Finalmente, para autores como Sprey (1988b) la presumida inmutabilidad de las


familias implícita en los planteamientos biológicos y funcionales es sólo característica de
una «pop-sociobiología» y de una versión del pensamiento funcionalista una tanto
pasada de moda. Para Richard Gelles, la cuestión o el debate de la universalidad de la
familia ha disminuido notablemente de interés, en parte debido al declive en la
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utilización del funcionalismo estructural, que era el principal sostén de la cuestión de los
universales familiares (véase el capítulo 5).

Cambio y diversidad de las familias


Venimos constatando cómo el concepto de familia es complejo y difícil de delimitar y
lo es más si añadimos ahora la multiplicidad de formas y funciones familiares que varían
en función de las épocas históricas, de unas culturas a otras, e incluso en grupos y
colectivos dentro de una misma cultura.

Si en el proceso de transformación de las sociedades contemporáneas no ha


habido una convergencia en un único modelo de familia, tal como las teorías so-
ciológicas de la familia de los años sesenta habían postulado, ello indica que la familia
está ligada a los procesos de transformación de la cultura contemporánea. Si en el
presente podemos hablar al mismo tiempo de una cultura global junto a una gran
diversidad de formas culturales, la familia participa tanto de esta multiplicidad de
sentidos como de la relativa homogeneización de comportamientos. La familia ha
dejado de ser el punto de referencia estable de un mürid-ó definido pórl-amovt t a
geógráf i~c ay sóciaddefosin&viduo" participa de la misma fragmentación y fluidez que
la sociedad contemporánea. La familia en nuestros días, dice Bestard (1992), ni es el
centro de las relaciones personales ni está en la periferia de las relaciones públicas.
Porque la familia como parte de los diferentes procesos históricos no es ni un receptor
pasivo de los cambios sociales ni el elemento inmutable de un mundo en constante
transformación.
La familia en la sociedad actual viene definida por la diversidad y también por la
cohesión y la solidaridad. El individuo tiene, en mayor medida que en el pasado,
capacidad de elección en cuanto a sus formas de vida y de convivencia.
También han cambiado las relaciones personales que configuran la familia. Cada vez
se exige en ellas un mayor compromiso emocional y una mayor sinceridad (Alberdi,
1995).

Familia nuclear y familia extensa: el discurso ideológico

El discurso ideológico en el pasado y en el momento actual gira en torno a dos


tipos simplificados de familia supuestamente idealizados que forman parte de la
imaginería popular y de algunos científicos sociales: por una parte, la gran familia
extensa de antaño, y, por otra, la familia reducida contemporánea, o familia nuclear.
Para Segalen éste es un contraste maniqueo entre lo que era bueno y lo que es malo.
Así, los «buenos» valores familiares corresponden a la gran familia extensa de antaño:
por ejemplo, la presencia de abuelos asegura la continuidad familiar, facilita los
cuidados y la educación de los hijos. Sin embargo, la pareja contemporánea, en la que
los esposos trabajan, no puede conocer la verdadera vida familiar, los hijos son
confiados a la guardería, a la escuela, a la calle, lo que crea la delincuencia juvenil,
drogodependencias, etc., y todo, porque dicen que la transmisión familiar ya no existe.
Esta dicotomía de lo bueno y lo malo no resiste un examen riguroso, porque si las
familias troncales o extensas no eran más que configuraciones particulares y
relativamente raras de grupo doméstico, tendrían que existir otras formas más
habituales (1992).
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En la imaginería popular se tiene la idea de que en el pasado las mujeres tenían


gran cantidad de hijos y, en consecuencia, que las familias eran muy numerosas, lo
cual no se ajusta en absoluto a la realidad. En épocas pasadas, el matrimonio a una
edad elevada, la mortalidad infantil, la mortalidad de las mujeres en los partos, las
penurias económicas y el hambre reducían la fecundidad femenina hasta el punto
que durante mucho tiempo la población antigua aumentaba muy poco, asegurando a
duras penas su reproducción. También se tiene la idea de que la forma nuclear se
convirtió en tal porque correlacionaba con las necesidades funcionales de una
economía industrial. Este argumento se expresa con la mayor claridad en el trabajo
de Parsons (1959), que sostenía que las características laborales de las sociedades
industriales eran incompatibles con la estructura ideal (véase el capitulo 5). Parsons
apuntaba que cuando se reduce la familia a un pequeño grupo con un único
proveedor material, que es también cabeza de familia, se evitan los conflictos entre
los miembros familiares que trabajan en diferentes ocupaciones. El sistema nuclear
evita que los elementos competitivos del trabajo asalariado industrial socaven la
solidaridad familiar. Igualmente, existe un «ajuste» funcional entre la forma nuclear y
las necesidades de industrialización. Las pequeñas unidades son geográfica y
económicamente móviles y, de esta manera, son capaces de responder mejor a las
demandas cambiantes de una economía industrial. Además, las personas no tienen
que escoger entre su lealtad al parentesco y los criterios más impersonales
solicitados por su ocupación. Parsons concluía que la familia nuclear era una
respuesta adaptativa a las economías industriales y que esto era lo común en todas
las sociedades modernas.

Las ideas de Parsons fueron, no obstante, motivo de críticas considerables.


Asimismo, el trabajo de Laslett y el grupo de Cambridge sobre la historia de la
población ha cuestionado la idea de que la industrialización provocó una disminución
en el tamaño medio de la familia. En un estudio cuantitativo utilizando listas de
habitantes de 150 comunidades inglesas desde el siglo XVI al XIX, Laslett y Wall
(1972) constataron que el promedio del tamaño familiar permanecía casi constante
en aproximadamente 4,75 personas. Desde finales de la Edad Media, la forma
predominante de hogar parece haber sido una familia nuclear más los sirvientes e
incluso en las familias rurales modestas se constata que tenían una mujer sirviente.
Su trabajo también sugiere que la movilidad geográfica era muy común y que los
niños eran enviados o bien a trabajar en el servicio doméstico o bien a aprender
otros oficios en otros hogares. Además, como consecuencia de la elevada
mortalidad, pocos niños iban a tener la probabilidad de que sus padres estuvieran
vivos cuando fueran a contraer matrimonio. De esta manera, sugieren Laslett y su
equipo, en la sociedad preindustrial la familia nuclear era la predominante, fue capaz
de adaptarse con relativa facilidad a la industrialización y dicha adaptación no tuvo
como efecto la reducción del tamaño y la simplificación de la estructura de las
familias.

La insistencia de Parsons en la primacía de la familia nuclear aislada en el


período industrial también se ha cuestionado a partir de estudios sobre estructuras
de parentesco de la revolución postindustrial. Por ejemplo, en el estudio de Anderson
(1971) sobre la estructura del hogar y la familia en Preston (Inglaterra) en los años
cincuenta del siglo XVIII, se constata que en la medida en que la ciudad
evolucionaba hacia un centro industrial algodonero, se incrementaba la corresidencla
y el tamaño familiar debido a que los ingresos eran más sustanciosos si ambos
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padres trabajaban. El cuidado de los hijos era responsabilidad de los abuelos que
vivían dentro del mismo hogar. De esta manera, más que una conversión hacia una
familia nuclear, lo que este trabajo sugiere es que la conversión es hacia la
estructura dé la familia extensa. Igualmente, de la investigación de Young y Willmott
se observa que las comunidades urbanas de darse trabajadora continuaban
dependiendo de las redes de parentesco extensas y constituían una base importante
de la solidaridad de la comunidad (Young y Willmott, 1962).

Si consideramos esta evidencia histórica y contemporánea, está


claro que no podemos admitir la existencia de un modelo simple de cambio desde las
familias extensas a las nucleares con el surgimiento de la industrialización. Parece
más obvio concluir que la continuidad de la unidad nuclear como un agrupamiento
doméstico clave es tan trascendente como el cambio y la fractura. Por otra parte,
Elliot (1986) previene contra la aceptación de la ubicuidad de la forma familiar
nuclear, porque al hacerlo así se ignora o soslaya la presencia de acuerdos
domésticos alternativos tanto del pasado como del presente. Además, el argumento
de la omnipresencia o de la ubicuidad encubre, en sentido amplio, cambios
fundamentales en la relación de la familia con las condiciones económicas y sociales
que han alterado indudablemente su posición en la sociedad. Estos cambios, por
ejemplo, podrían ser: un cambio en su rol de una producción doméstica y agraria a
una producción industrial, transformándose de esta manera en una unidad de
consumo; la emergencia de instituciones organizadas del Estado de educación y
bienestar social que la han «absuelto» de ser la única responsable del cuidado de
los hijos, e incluso con las que debe coexistir; y también, el desarrollo de métodos
efectivos de control de nacimiento.

Las claves de la diversidad familiar

La diversidad de la vida familiar ha sido y es, en todo el mundo, considerable,


y no parece que exista una norma estándar de las formas familiares ni una familia
contemporánea prototípica. Como ha señalado Smith (1995), las diferencias
demográficas, económicas y las condiciones del hogar entre las distintas naciones
del mundo tienen con frecuencia efectos importantes en el desarrollo y formación de
la familia. Así, por ejemplo, en los países del mundo desarrollado, la mayor
esperanza de vida, las menores tasas de mortalidad infantil, los mayores niveles de
educación y la mayor incorporación de la mujer al mundo laboral han significado que
la mujer no se defina exclusivamente por su rol en la familia y que se posponga el
matrimonio y la maternidad. Por el contrario, una esperanza de vida menor, una
mayor mortalidad mortalidad infantil, menor educación, una economía basada en la
agricultura ha significado para muchas mujeres en el tercer mundo que sus vidas se
definan en términos de matrimonio y de cuidadoras de los hijos, puesto que
cualquier, otra opción tiene enormes dificultades (Naciones Unidas, 1991).
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Rapoport y Rapoport (1982) identifican cinco fuentes de diversidad en las


familias:

Organización interna: la diversidad sería el resultado de diversos patrones del


trabajo doméstico o del trabajo fuera del hogar y, por tanto, de la naturaleza y
extensión del trabajo no remunerado en el hogar.

Cultura: variaciones en las conductas, creencias y prácticas como resultado de


afiliaciones culturales, étnicas, políticas o religiosas.

Clase social: diferencias en la disponibilidad de recursos materiales y sociales.


Período histórico: resultado de las experiencias particulares que tienen las personas
nacidas en un período histórico determinado.

Ciclo vital: cambios como resultado de los sucesos que tienen lugar a lo largo del
ciclo vital (tener hijos, si los hijos son bebés o adolescentes).

La familia, en sus aspectos demográficos, legales e interpersonales, se ha


transformado de manera importante durante este siglo. Estos cambios deben
examinarse a la luz del pasado y del contexto mundial. El agrupamiento familiar no
se encuentra tal vez ya en el centro del proceso de producción en muchas partes del
mundo, pero sigue existiendo como unidad de consumo, como lugar de vida en
común y como sistema de reproducción. Sigue siendo tanto fuente de los apoyos
como de los desacuerdos más íntimos y más universales (Bestard, 1992). El ideal de
familia nuclear cerrada se ha desmoronado; sin embargo, esto no ha supuesto una
pérdida del rol de la familia y del parentesco en el mundo contemporáneo.
Las relaciones de parentesco, lejos de dejar de existir, parece que toman nuevas
fuerzas y se convierten en un valor sólido a partir de esta incertidumbre (Iglesias de
Ussel, 1997; Reher, 1997). Los divorcios, las familias monoparentales, las familias
reconstituidas, la inestabilidad de la pareja coexisten con redes de parentesco y
líneas de filiación, como si estos lazos se reforzaran a medida que el núcleo
conyugal se hace inestable.

La forma más sencilla de ilustrar los cambios en las estructuras familiares es


haciendo referencia a los índices de natalidad. Por ejemplo, Smith (1986) indica que
en 1860 en Inglaterra el matrimonio promedio tenía siete hijos; en 1980 el promedio era
de dos. En España, por ejemplo, los datos de que disponemos muestran que en 1940
el promedio del tamaño familiar era de 4,22 y en 1981 de 3,51 (Del Campo, 1992).
Respecto de la natalidad por 1.000 habitantes se constata una disminución en la
mayor parte de los países de la CEE.
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NATALIDAD POR 1.000 HABITANTES

1980 1997
Bélgica 12,6 11,4
Dinamarca 11,2 12,8
Alemania 11,1 9,9
Grecia 15,4 9,7
España 15,3 9,1
Francia 14,9 12,4
Irlanda 21,8 14,2
Italia 11,3 9,2
Luxemburgo 11,4 13,1
Holanda 12,8 12,2
Austria 12,0 10,4
Portugal 16,2 11,4
Finlandia 13,2 11,5
Suecia 11,7 10,2
Reino unido 13,4 12,3

(Eurostat, 1998)

Puede observarse que ha habido una clara tendencia hacia la disminución del
tamaño familiar y del hogar en la mayor parte de los países occidentales. Los hijos ya
no son un elemento esencial en la supervivencia económica de la familia,
probablemente como consecuencia del desarrollo industrial y de los sistemas de
protección del gobierno. La disminución de los niveles de mortalidad de los hijos
también ha contribuido a que las proporciones de nacimiento sean inferiores a las de
antaño.
En relación con el incremento de la esperanza de vida se constata, por
ejemplo, que las parejas todavía viven cuando los hijos abandonan el hogar, lo que
supone que cada vez sea mayor la proporción de parejas sin hijos que ahora son
«reliquias» de familias nucleares, y no familias nucleares en proceso de formación. La
estructura de parentesco también se altera; hasta este siglo era excepcional el niño
que llegaba a su estado adulto con uno o varios abuelos vivos; ahora, los bisabuelos
son frecuentes en el mapa familiar. Son frecuentes las familias que son técnicamente
nucleares -esto es, viven en una unidad de padres e hijos- pero incluso son más
comunes las que interactúan extensamente con su grupo de parentesco que reside en
la localidad. También es común en la sociedad contemporánea la familia uniparental
donde un hombre o, más frecuentemente, una mujer, se responsabiliza ella sola de las
tareas de la educación de los hijos. Esta tarea puede de nuevo desarrollarse en
aislamiento, o en la casa de otros parientes (frecuentemente los padres), o en
aislamiento técnico, pero en contacto con los recursos de una red de parentesco.
Pensamos que aceptar, o mejor, dar por supuesto que la forma nuclear es el centro de
la estructura de la sociedad contemporánea es complicado y tendencioso por las
instancias que también pueblan nuestra geografía como la cohabitación, parejas de
hecho, adopción, acogida, separación, divorcio, nuevo matrimonio, parejas re-
constituidas. Una diversidad que lejos de complicar el panorama familiar lo enriquece y
le da sentido, además, claro está, de hacerlo inteligible.
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Así, nos encontramos con que algunas son personas que han emergido de una
familia nuclear y que todavía no han formado otra y posiblemente nunca la formen;
algunas son huellas de una familia nuclear en el pasado. El concepto de «la familia»
sin embargo, también implica un ciclo: crecemos en una familia, la dejamos, formamos
otra en la cual los hijos crecen, la abandonan y forman otra, y así sucesivamente.

Aquí hemos introducido dos conceptos que revelan por qué una definición de
familia universalmente compartida es muy difícil de lograr. En primer lugar, es
importante distinguir entre «el hogar» y «la familia». Ball (1974) define el hogar como
una categoría espacial donde un grupo de personas, o una persona, están vinculadas
a un lugar particular. Por otra parte, las familias se perciben generalmente como
grupos de personas que están vinculadas por lazos de sangre y, para algunos, todavía
una gran mayoría, de matrimonio (en un estudio de Cruz Cantero [1995] la mayoría de
las personas encuestadas piensan que los hijos son la principal razón para tomar la
decisión de casarse y un 50% considera que quienes quieran tener hijos deberían
hacerlo; no obstante, un 54% considera que tener hijos no es la principal razón del
matrimonio). Sin embargo, hogar y familia no tienen los mismos límites o extensión.
Las familias forman, normalmente, hogares, pero, como bien sabemos, esto no
siempre es así, aunque es lo más común. Los padres se pueden separar; pueden
enviar a los hijos a una escuela privada; y también un grupo de parentesco puede
localizarse en varios hogares y puede vivir bajo el mismo techo, y puede también que
no se consideren a sí mismos, en todas las circunstancias, como una familia. Los
parientes mayores que viven con una familia nuclear puede que no se consideren a sí
mismos como parte de esa familia y puede, o puede que no, que sean considerados
así por la familia nuclear en la que viven. Si no se consideran como parte de la familia,
¿es la familia entonces nuclear o extensa?

Otro factor notable que afecta al cambio familiar ha sido el número de matrimonios
y divorcios. En Europa el porcentaje más alto de divorcios, al menos hasta 1989,
corresponden a Dinamarca e Inglaterra, y España, Grecia e Italia tienen los índices más
bajos ( S o c i a l T r e n d s , 1994). Creemos que esta información tiene que
interpretarse junto con el creciente número de segundos matrimonios. De esta manera
se constata que la uniparentalidad es con frecuencia un estatus de tránsito. El
matrimonio goza todavía de una gran aceptación: en España, por ejemplo, el porcentaje
de hombres casados al menos una vez entre los 15 y los 75 años fue de 93,39 en 1975
y de 93,35 en 1991, y en las mujeres por el mismo período fue de 86,27 en 1976 y de
86,23 en 1991 (Alberdi, 1995, pág. 57) p; en- Inglaterra, -e1 85 % -de 1a población está a
ha es-tacto casada en algún m o mento de su vida, aunque la evidencia empírica sugiere
que en los grupos de edad más jóvenes en todos los países de la CEE la proporción de
matrimonios ha disminuido. Si esto se debe a una preferencia por la cohabitación o
simplemente se trata de una dilación, es lo que hay que estudiar (Smith, 1986).

Los últimos datos demográficos ofrecidos por Eurostat (1998) muestran que el
matrimonio ha disminuido sustancialmente. Así, en 1980 e19,6% de los nuevos
europeos comunitarios nacían fuera del matrimonio. En 1996 ese porcentaje se elevó al
24,3 %. En esas mismas fechas los índices eran del 18,4% y el 32,4% respectivamente
en Estados Unidos.
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HIJOS FUERA DEL MATRIMONIO EN LA CEE (%)

1980 1997
Bélgica 4,1 15,0*
Dinamarca 33,2 46,3'°
Alemania 11,9 18,0
Grecia 1,5 3,3
España 3,9 11,1''
Francia 11,4 39,0
Irlanda 5,0 26,5
Italia 4,3 8,3
Luxemburgo 6,0 16,8
Holanda 4,1 18,6
Austria 17,8 28,8
Portugal 9,2 18,7*
Finlandia 13,1 36,5
Suecia 39,3 53,9*
Reino Unido 11,5 36,7

" Datos de 1996. (Eurostat, 1998).


Y en algunos países se han disparado de forma geométrica en los últimos
tiempos. Es el caso, por ejemplo, de Islandia, donde en 1980 nacieron fuera del
matrimonio un 39,7% de los niños, en 1996 eran ya un 60,7% y en 1997 llegan al
65,2%. Y no porque la tasa de natalidad de Islandia sea particularmente baja. En 1997
el índice de natalidad en ese país era de 2,07 hijos por mujer, frente al 1,44
correspondiente a la Europa comunitaria de ahora y a12,06% de Estados Unidos. Tanto
la tasa estadounidense como la comunitaria están por debajo de la que asegura el
relevo generacional, que es de 2,1.

En España las cifras se sitúan muy por debajo de la media europea, aunque crecen
a un ritmo semejante al del resto de los países miembros de la Unión Europea. Sólo un
3,9% de los _nacimientos españoles- se produjeron -fuera del-matrimonio en 1980, y un
11,1% en 1996. En la muy católica Irlanda el porcentaje ha pasado del 5% al 24,8%,
mientras que en Italia ha evolucionado del 6% al 15%.

En el informe sobre la situación de la familia en España dirigido por Inés Alberdi


(1995), se insiste en que interrogarse respecto al presente y futuro de la familia en
Europa equivale a hacer una reflexión acerca de las transformaciones que ésta ha
experimentado en los últimos años, transformaciones y cambios que este informe
resume de la siguiente forma:
El descenso de la fecundidad de la nupcíalidad, por un lado, y el aumento de las
rupturas matrimoniales y de las parejas de hecho, por otro, han hecho surgir nuevos
tipos de familias: familias constituidas de forma tardía respecto a décadas anteriores, de
menor tamaño, donde se combinan diferentes estados civiles, donde se plantean
renovaciones en el vínculo entre la filiación biológica y el rol social. Aparecen las
denominaciones de cohabitantes (para referirse a familias formadas por parejas no
unidas en matrimonio), de familias monoparentales (uno de los progenitores,
habitualmente la mujer con su descendencia), o de familias reconstituidas (uno de los
progenitores más su nueva pareja, con o sin su descendencia) (pág. 15).
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Todo lo anterior lleva a que los autores de este informe, al igual que lo han hecho
innumerables estudiosos de la familia, se pregunten si es pertinente hablar de «la
familia» o si sería más prudente hacerlo sobre «las familias», una idea que venimos
sugiriendo desde el principio de este capítulo.

Para Katia Boh (1989) no existen indicios de que la evolución de los patrones
familiares en la sociedades europeas lleven a un modelo de familia europeo
característico. Por el contrario, lo que sí puede observarse es el surgimiento de diversos
patrones familiares que se han convertido en legítimos y practicados por las personas
en función de sus necesidades y condiciones de vida. Y precisamente porque esas
condiciones de vida y las fuerzas sociales que influyen en ellas son tan diferentes en los
diversos países europeos, esta autora se inclina a creer que el desarrollo de los
patrones familiares no seguirá una misma dirección, sino que llevará a una mayor
diversificación de los patrones familiares en Europa. Sin embargo, concluye Boli, puede
encontrarse al menos una tendencia uniforme y común en la evolución de los patrones
de la vida familiar en Europa, y es la convergencia hacia la diversidad y un mayor
reconocimiento de esa diversidad. En este mismo sentido se pronuncia Del Campo
(1992) al afirmar que:

Es erróneo creer que existe un modelo único de familia, que es el que se trans-
forma a consecuencia de la actuación de factores exógenos tan notorios como la
actividad profesional de las mujeres, la secularización, o la introducción y liberaliza-
ción del divorcio. No es así, sino que en nuestras sociedades se dan siempre, con
grados de vigencia diferentes, diversos modelos matrimoniales, cada uno de los
cuales posee su propia lógica interna. La comprensión de ellos y de sus respectivas
lógicas nos permite apreciar la coherencia y el sentido de comportamientos y de
actitudes que, a menudo, se descalifican o ensalzan exageradamente, con criterios
ideológicos más que científicos (pág. 16).

También Burguiére y otros (1988) se expresan en parecidos términos cuando


afirman que nada demuestra que la evolución hacia un modelo familiar único pueda
continuar en las próximas décadas. La condición de la mujer y la evolución de las
tasas de fecundidad no van en la misma dirección. Como ha señalado Cheal (1991),
cambios rápidos en un área, como la incorporación de la mujer al mundo laboral, no
implican necesariamente cambios en otras áreas, como la división de las tareas
domésticas. Pero también un mismo evento, paradójicamente, puede tener
consecuencias tanto «positivas» como «negativas». Así, por ejemplo, el mayor énfasis
en el bienestar individual y en la autonomía personal es un factor igualmente
considerado por los matrimonios como por quienes solicitan el divorcio (Liljestróm,
1986). Como afirma Del Campo (1992): «Cualquier modelo matrimonial es también un
modelo de divorcio, y para explicarlos hay que referirse siempre a ambos términos»
(pág. 17).

Funciones de «las familias»

Lluís Flaquer (1998) dirá que: «La familia es un grupo humano cuya razón de
ser es la procreación, la crianza y la socialización de los hijos. En tanto que familia
elemental, o sea, como un grupo reducido de parientes de primer grado (padres e
hijos), se encuentra en casi todas las sociedades» (pág. 24). Y en cuanto a su
relevancia considera que: «La importancia de la familia en el mundo actual radica en
que de ella depende la fijación de las aspiraciones, valores y motivaciones de los
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individuos y en que, por otra parte, resulta responsable en gran medida de su


estabilidad emocional, tanto en la infancia como en la vida adulta» (pág. 36). Este
autor, sin pretender establecer un catálogo exhaustivo de las funciones de la familia,
señala algunas de las actividades que resultan de importancia considerable: «El grupo
familiar se constituye como agregado de ocio y consumo, de plataforma de ubicación
social, de núcleo de relación social, de palanca para la constitución del patrimonio, de
cauce para hallar empleo, de punto de apoyo y de recurso de amparo en caso de crisis
y de unidad de prestación de cuidados asistenciales y de salud» (pág. 130).

Para la mayoría de la población, la cualidad esencial de la vida familiar es un


acuerdo o compromiso emocional. Las «buenas familias» se supone que proporcionan
intimidad (proximidad, relaciones satisfactorias), promueven la educación de los hijos y
la escolarización, potencian el bienestar material de sus miembros, su salud física y
mental y su autoestima (Jones y otros, 1995; Alberdi, 1995).

Por otra parte, del análisis de las diferentes formas de vida familiar se infiere que
existen algunas tareas fundamentales a las que se enfrentan las personas que viven
en cualquier agrupación: el cuidado del niño, la regulación de la sexualidad, el
establecimiento de un sentimiento de identidad y los límites, modelos de intimidad
como una pareja y como alguna forma de unidad familiar, negociando roles en
términos de divisiones, de obligaciones y tomas de decisiones y definiendo algunas
reglas sobre los modelos de obligaciones o deberes mutuos. Lo que define una familia,
entonces, puede considerarse que es la negociación y la complementariedad de estas
tareas. Esto sugiere una concepción de la dinámica de la vida familiar como un
proceso. Esto es, son los intentos continuos de solucionar esas tareas que
personifican o expresan la vida familiar más que la forma particular -nuclear,
uniparental, reconstituida, extensa, comuna, etc.- lo que emerge como un intento de
solución. Las soluciones que las personas pueden y se les permite intentar se
construyen culturalmente, pero tal modelo dinámico nos libera de la trampa de tratar
de definir cualquier forma de vida familiar como «la familia».

El declive de «la familia»: los pesimistas

Además del discurso ideológico en contra de la familia, se han escuchado a lo


largo de la historia expresiones cargadas de pesimismo, donde la connotación ahora
es, por una parte, la desaparición de la familia como consecuencia de la pérdida de
funciones asumidas, como ya hemos dicho anteriormente, por el Estado Providencia y,
por otra, por un desgarro aparente que se refleja en sus múltiples formas.

Recientemente, Richard Gelles (1995) ha llevado a cabo una interesante re-


copilación de voces proféticas que o bien anunciaban el final de la familia o bien
realizaban predicciones negativas o fatalistas sobre su crisis o continuo declive. Y no
comienza, como se podría esperar, con opiniones recientes que anuncien la supuesta
crisis contemporánea de la familia, sino nada más ni nada menos que con Platón. Y es
que, como sostiene Gelles, la historia de las predicciones (negativas) sobre el futuro de
la familia cuenta con un largo pasado.

Así, por ejemplo, Platón pensaba que el sistema familiar en Grecia era de-
masiado débil para ser responsable de la educación de sus hijos. También a uno de
los padres de la sociología, Augusto Comte, le preocupaba que la desorganización
social y la anarquía creada por la revolución francesa destruyeran la familia como
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institución social. Para protegerse de las presiones de los tiempos, Comte proponía
que la familia debía retener una estructura monógama y patriarcal. Otro «padre»,
esta vez del conductismo, John Watson, predecía que el matrimonio ya no existiría
para el año 1977. Entre los culpables de la extinción, el automóvil y la
irresponsabilidad de los jóvenes con dinero en el bolsillo para gastar. En el año 1929,
esta vez un filósofo, Bertrand Russell, comentaría que la familia en todo el mundo
occidental se había convertido en una sombra de lo que era. Un declive atribuible en
parte a factores económicos (estamos en los años de la gran depresión) y en parte a
factores sociales (la familia no se ajustaba bien a la vida urbana).

También el sociólogo William Ogburn, en un informe para un comité presidencial


en los años treinta, concluiría que la familia había perdido gran parte de sus funciones
económicas y que, por tanto, los vínculos que la mantenía eran bastante débiles. Para
Pitrim Sorokin (1937), la familia se estaba convirtiendo en plaza de aparcamiento
nocturna. Según este sociólogo, la unión sagrada entre marido y mujer había
comenzado a degenerar tanto que pronto la principal función sociocultural de la familia
sería proveer de un espacio para que las personas se encontraran por la noche para
practicar el sexo. Desde el ámbito de las ciencias políticas, Barrington Moore (1958)
predecía que la familia no podría soportar las fuerzas de los cambios sociales y
tecnológicos, deteriorándose su capacidad para desempeñar sus funciones sociales y
psicológicas. No obstante, proponía una solución para aislar a la familia de las fuerzas
del cambio social: afirmar la autoridad paternal sobre los hijos. Urie Bronfenbrenner
también se mostraría pesimista sobre la familia moderna, principalmente por un
problema: no había nadie en casa.

El creciente número de familias monoparentales y de madres trabajadoras daba lugar


a que demasiados niños y adolescentes fueran criados y educados por la televisión y
por sus iguales, lo que crearía problemas tanto para el individuo como para la
sociedad. Un historiador, Christopher Lasch (1977), para quien la familia debería ser
un paraíso en un mundo sin corazón, observará un lento declive de la familia en los
últimos cien años y cada vez más acentuado. Los signos: crecientes tasas de divorcio,
declive de las tasas de natalidad, el cambio de estatus de las mujeres y lo que el
denominaría la revolución en el ámbito de la moral. Finalmente, otro sociólogo, Amitai
Etzioni (1977) también pondría fecha a la desaparición de la familia. En 1990 no
quedaría ni una sola familia.
Por otra parte, al observar el incremento en las proporciones de divorcio, de la
cohabitación sin matrimonio y la uniparentalidad, políticos y moralistas, por lo general
conservadores, aunque no necesariamente, han identificado una serie de amenazas a lo
que se considera la familia normal. Posiblemente, las más contundentes sean la
interferencia del Estado en las pasadas décadas y el creciente número de madres que,
cada vez más, están asumiendo un empleo, lo que ha supuesto poner el cerrojo a la
fecundida.

El caso de la familia normal exige que se discuta profundamente, porque está


amenazada desde tres frentes. En primer lugar, se encuentran los grupos
feministas, que son profundamente hostiles a la familia, fundamentalmente al rol de
los padres; en segundo lugar, la expansión del Estado moderno ha supuesto que la
responsabilidad de la familia con los hijos, niños y jóvenes se haya transformado
por la influencia del Estado y por los equipos profesionales de doctores y maestros
cuya autonomía e independencia de la familia el Estado aprueba. Además, el tejido
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de incentivos y el conjunto de penalizaciones por los impuestos y los sistemas de


beneficio están claramente enfocados contra la familia normal. En tercer lugar, el
desarrollo de las modernas tecnologías como las nuevas técnicas de fertilización de
embriones amenazan, a menos que se controlen, con dislocar las relaciones
tradicionales en la familia (Anderson y Dawson, 1986, pág. 11).

En la actualidad esa visión pesimista estaría representada por David Popenoe (1993),
que, al comparar los cambios en las familias norteamericanas con los cambios que han
tenido lugar en Suecia, concluye que la institución de la familia se encuentra cada vez
más debilitada. Para este autor, la familia como institución social está perdiendo su
poder y sus funciones sociales y, cada vez más, su importancia e influencia. Popenoe
se basa en el supuesto de que la familia es principalmente un instrumento social para
el cuidado de los niños. Por tanto, el incremento en la cohabitación, el incremento de
nacimientos fuera del matrimonio, el número cada vez mayor de madres trabajadoras,
y el incremento en el número de niños que desde temprana edad son cuidados en
guarderías u otros centros son las tendencias que han debilitado a la familia y la están
amenazando de muerte.

La familia en plena forma: los optimistas


También hay un conjunto importante de autores, además de los ya comentados en
el apartado de funciones de la familia, que perfectamente podríamos incluirlos aquí,
para quienes los cambios que se pueden observar en las familias son signos de
adaptación y desarrollo. Por ejemplo, Alice Rossi (1978) argumentaba que el
denominado «declive» de la familia era más una cuestión de semántica y lenguaje que
de estadísticas. Y es que lo que hace años se definía como desviante ahora se
etiqueta como variación o diversidad. Para esta autora, los cambios que han ocurrido y
que continuarán ocurriendo en la familia son signos de una cualidad saludable y
experimental de la familia al adaptarse a las condiciones de la sociedad moderna y de
otras instituciones sociales. También para Edward Kain (1990), la idea del declive de la
familia es un mito. Un mito basado en el deseo de volver a algún tipo idealizado de la
familia en el pasado.

Hay que decir que esta percepción ha cambiado sustancialmente con el tiempo,
en muchos casos por una percepción radicalmente distinta que podríamos resumir con
las palabras de Fernando Savater:
El grito provocador de André Gide -«¡ Familias, os odio! »- que tanto eco tuvo
en aquellos años sesenta propensos a las comunas y el vagabundeo, parece
haber sido sustituido hoy por un suspiro discretamente murmurado: «Familias, os
echamos de menos..» (Fernando Savater, 1997, 59).
Una opinión similar ha expresado Lluís Flaquer (1998), que observa un creciente
prestigio de la familia en nuestra sociedad, prestigio generado, según este autor, por
la mayor necesidad psicológica que tenemos de ella y por su menor importancia
institucional. Para este autor, la familia ha perdido consistencia institucional, pero ha
ganado intensidad psicológica y emocional. «La pérdida de peso de la familia en la
organización social ha acompañado su importancia cada vez mayor como fuente de
identificación emocional. A medida que se ve privada de entidad como institución,
más la valoramos. Uno de los principios que rigen la ciencia económica es que lo que
valoramos es justamente la escasez y no la abundancia. En el plano de los afectos
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sucede exactamente lo mismo. Si en los años sesenta la familia sobraba, ahora falta»
(Flaquer, 1998, pág. 199).

También Fletcher (1966) y Shorter (1977), en la línea de los argumentos an-


teriores, han tratado de demostrar que en el siglo xx la familia no está en declive, sino
que más bien es una institución recompensante que satisface las necesidades de la
economía y de la autorrealización y autonomía del individuo. Ambos autores describen
la familia preindustrial y victoriana en términos totalmente negativos. Para Fletcher, el
trabajo incesante, la falta de facilidades recreativas o educativas y las pobres
condiciones del hogar hicieron de la vida familiar preindustrial un estado de problemas
y aventuras apenas tolerable. Igualmente, Shorter afirma que la industrialización liberó
a la familia de su forma habitual de comportarse en la que sus necesidades eran
secundarias a las de la comunidad. La industrialización permitió que resurgieran las
emociones naturales y la libertad individual.

La familia actual es entonces, si algo, una versión fortalecida de sus predecesoras,


y a la pregunta de si el desarrollo de las instituciones ha liberado a la familía de su rol en
la educación, salud, gobierno, economía, religión y recrea ción, Fletcher considera que
sí, pero en el sentido de que ahora está más comprometida en satisfacer con más
detalle, sofisticación y refinamiento las necesidades de sus miembros, y también en el
sentido de que está más íntimamente vinculada con las instituciones de la sociedad en
general; las funciones de la familia se han incrementado en detalle y en importancia
(Fletcher, 1966). La idea subyacente es que la familia moderna ofrece oportunidades
para una mayor proximidad e intimidad que en las sociedades preindustriales. Una
función clave de la familia, entonces, de acuerdo con este acercamiento, es su habilidad
para proporcionar un lugar para el apoyo emocional y para las relaciones com-
plementarias y satisfactorias. Así, el declive ha dejado de ser tal para convertirse en el
momento actual en un verdadero recurso.

Irene Thery (1997) considera que la familia contemporánea no es ya una institución,


es una red relacional:
La familia no es lo que era porque su función ha cambiado radicalmente. Así, en
una obra reciente el sociólogo Frangois de Singly, traduciendo bastante bien la opinión
más extendida, resume: «Sí, la familia ha cambiado. No es sólo que su marco
institucional se haya hecho añicos, sino que su función básica se ha modificado
igualmente. Durante mucho tiempo su papel fundamental ha sido la transmisión del
patrimonio, económico y moral, de una generación a la siguiente. Hoy la familia tiende a
privilegiar la construcción de la identidad personal, lo mismo en las relaciones
conyugales que en las existentes entre padres e hijos».
Desde esta perspectiva, la familia en cuanto grupo se puede considerar como
el producto de la individualización democrática y no como lo opuesto a ella. De
acuerdo con un movimiento de creciente psicologización y sentimentalización del
fenómeno familiar, la idea que hoy domina es la de intersubjetividad. Ésta es la
razón de ser de la familia, lo mismo que el amor es su principio de funcionamiento
(Théry, 1997, págs. 35-36).
Se podría decir, desde el bando de los optimistas, que si bien los cambios en las
formas familiares están aconteciendo de manera muy rápida en este final de siglo -hay
más divorcio, más cohabitación sin matrimonio, más padres/madres
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solteros/as, etc., y, en consecuencia, proporcionalmente menos familias «con-


vencionales» y la legislación para facilitar el divorcio y el tratamiento de las parejas
cohabitantes como casadas ha contribuido probablemente a esta situación no hay, sin
embargo, una evidencia clara que sugiera que se esté evitando el matrimonio y la
educación de los hijos, o que el ideal de una pareja felizmente casada con hijos no se
encuentre entre las expectativas más añoradas de un gran sector de la población. Por
ejemplo, el testimonio de la regularidad con la que las personas divorciadas se vuelven
a casar y el número de parejas estables cohabitantes que consideran que sus
relaciones tienen la misma fuerza de un matrimonio, y el hecho de que la nupcialidad
desciende por circunstancias socioeconómicas y no por carencia de voluntarios, como
puede constatarse en las numerosas encuestas sobre la juventud, son sugerentes
indicadores. En este sentido, según el trabajo de Cruz Cantero (1995), e168% de la
población opina que la institución del matrimonio es socialmente importante y un 81%
le concede un significado particular. Esta tendencia dota, según Iglesias de Ussel
(1998), de gran relevancia a las orientaciones familiares de los ciudadanos de hoy, en
una sociedad con libertad efectiva de elección u opción vital porque el matrimonio ha
dejado de ser una necesidad social.

Son tantas las voces que por optimismo o pesimismo han vislumbrado la última
crisis de la familia que, de entrada, hay que destacar su asombrosa capacidad para
adaptarse y sobrevivir. Y, como ha señalado julio Iglesias de Ussel (1998), no parece
que sus evidentes y profundas transformaciones hayan causado su decadencia, sino
más bien su éxito al ajustarse a las nuevas y diferentes condiciones culturales,
sociales y económicas de las que forma parte.

Es difícil sintetizar los intensos cambios de la familia española en las dos últi-
mas décadas. Pero tal vez convenga subrayar que los datos disponibles permiten
sostener que, pese a la intensidad de sus transformaciones y del contexto donde
se inserta, la familia goza de buena salud. Más aún que en el pasado es un
escenario muy vivo de solidaridades e instrumento extraordinariamente importante
para la cohesión social (Iglesias de Ussel, 1998, pág. 317).

El problema de «la» definición


Llegados a este punto y después de haber examinado en las páginas previas las
diferentes «realidades» de la familia, creemos que la búsqueda de una definición
compartida de la familia tampoco parece que pueda facilitar nuestra comprensión de la
complejidad y diversidad de la vida familiar, tanto intra como interculturalmente y
tampoco creemos, después de los análisis previos, que exista una remota posibilidad
de que eso sea posible. Prueba de ello es, como ha señalado Smith (1995), la
controversia que rodea al debate sobre la definición de «la familia». Esta autora ha
identificado diferentes tipos de definiciones de la familia que implican criterios a veces
radicalmente opuestos, y que resumimos a continuación:

-Algunos autores definen a la familia como un grupo de personas relacionadas


que ocupan posiciones diferenciadas, tales como marido y mujer, padre e hijo, tía y
sobrino, que cumplen las funciones necesarias para asegurar la supervivencia del
grupo familiar, como la reproducción, la socialización de los niños y la gratificación
emocional (Whinch, 1979). Una definición que con frecuencia es una forma de
establecer a la familia nuclear heterosexual como la norma.
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-Otras definiciones aceptan que pueda existir un adulto soltero como cabeza del
hogar, pero con el requisito de la presencia de un niño o adulto dependiente
(Popenoe, 1993).
-Otros estudiosos recomiendan la necesidad de explorar las raíces de las
variaciones en la familia en una multitud de identidades étnicas, raciales y culturales
(Thomas y Wílcox, 1987; Cheal, 1991).
-Para otros, todavía no hemos podido comprender las variaciones en la estructura,
función e interacción de las familias porque éstas siempre han sido comparadas con el
modelo de familia nuclear de raza blanca y clase media (Gubrium y Holstein, 1990;
Stacey, 1990, 1993; Thorne, 1992).
-Una posición similar a la anterior es aquella según la cual las familias que no
coinciden con la familia nuclear estándar tienden a ser consideradas como
«desviantes» (Hutter, 1981; Cheal, 1991; Smith, 1993; Burgess, 1995).
-También se ha sugerido que la familia se define por las experiencias individuales
y no por una estructura particular y que, por lo tanto, ninguna forma familiar es
siempre la adecuada para todo tipo de personas (Gubrium y Holstein, 1990).
-Para algunos, los cambios que están produciéndose en las familias en el mundo
occidental, como el incremento de los divorcios o la cohabitación, señalan el
debilitamiento o incluso la muerte del matrimonio y la familia (Bellah y otros, 1985;
Cheal, 1991; Popenoe, 1988, 1993).

Finalmente, otros autores argumentan que el retrato de la familia como un todo


unificado y armonioso oculta desigualdades internas y relaciones de coerción basadas
en jerarquías de género y edad que dan al hombre adulto una mayor autoridad y poder
que puede ser perjudicial para las mujeres y los niños (Cheal, 1991; Smith, 1987;
Balswich y Balswich, 1995).

Son numerosos los autores que defienden que no existe una definición única y
correcta de la familia (por ejemplo, Sprey, 1988a, 1990; Doherty y otros, 1993;
Ingoldsby y Smith, 1995; Bernardes, 1997). Más bien, lo que existe son numerosas
definiciones formuladas desde una perspectiva teórica en particular. Como ha
señalado Smith (1995), es la teoría la que da forma a nuestras definiciones y
expectativas de la vida familiar. Para esta autora, la forma en que respondemos a la
pregunta «¿qué es la familia?» depende en parte de cómo pensamos acerca de las
familias, sus semejanzas y sus diferencias. De igual modo, lo que conocemos acerca
de las familias se basa también en las teorías que guían nuestra investigación, puesto
que es la teoría la que determina los aspectos que estudiamos.

En este sentido, Stacey (1993) considera que no es posible una definición positivista de
la familia. Para esta autora, los estudios antropológicos e históricos demuestran que la
familia no es una institución, sino un constructo simbólico e ideológico con su propia
historia y referentes políticos. El concepto de familia se ha empleado tradicionalmente
para significar principalmente una unidad doméstica, heterosexual, conyugal y nuclear,
idealmente con una figura primaria encargada de obtener los recursos económicos (el
hombre) -y la mujer ocupando un rol doméstico y del cuidado de los hijos. Para Stacey,
esta definición unitaria y normativa de la organización doméstica legítima omite, olvida y
margina otras posibilidades vinculadas a la diversidad racial, de clase, género y sexual y
ha exacerbado numerosas desigualdades. Una definición que, según esta autora, ha
encontrado en la retórica de los valores familiares el señuelo 0 tapadera para prejuicios
ciertamente con menos reputación.
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Desde posiciones feministas la familia se ha identificado con frecuencia como un


constructo ideológico (Barrett, 1980), es decir, corno un conjunto de ideas creadas y
mantenidas por grupos sociales particulares, a cuyos intereses sirve (Cheal, 1991). La
familia sería, por lo tanto, el resultado de un proceso histórico de construcción social de la
realidad.

También desde la tradición feminista se ha planteado que si se quiere comprender


realmente la vida familiar se debería «desconstruir» o descomponer el concepto de
familia. Como señala Cheal (1991), ello implica disolver el concepto de unidad familiar
para estudiar en su lugar estructuras subyacentes tales como el sistema de sexo/género.
Es más, de acuerdo con la revisión de Cheal, algunos planteamientos feministas
argumentan que la razón por la que se continúa pensando en «la familia» como una
unidad social activa es debido al aura de santidad que rodea a la familia en las
sociedades capitalistas (Wearing, 1984). Incluso, en relación con lo anterior, se ha
defendido que el concepto de familia es una «ilusión socialmente necesaria». Puesto que
el concepto de familia es de hecho la base para los estudios científicos de la familia, esta
posición amenazaría el verdadero corazón de una ciencia social de la familia (Cheal,
1991).

Para David Cheal el reconocimiento de esa diversidad plantea un importante reto a la


teoría social, al menos en su versión positivista «esto es debido a que en cualquier campo
de estudio científico debe existir algún tipo de acuerdo acerca de cuáles son los objetos
de investigación, de forma que puedan incluirse en un discurso teórico común, y de forma
que puedan generarse observaciones comparables con el propósito de la verificación
repetida de hipótesis. Esta preocupación lleva a la definición de las unidades de análisis.
En el momento presente, el creciente reconocimiento de la diversidad de la vida familiar
está llevando a numerosos científicos sociales a preocuparse por la redefinición de sus
unidades de análisis, de forma que sean apropiadas a las condiciones contemporáneas»
(pág. 125).

Como ha señalado Cheal, el problema de redefinir estas unidades de análisis es que,


incluso cuando un término común como «familia» se utiliza como la principal unidad de
análisis, ese término se utiliza para significar cosas diferentes. Por otra parte, también se
ha cuestionado si la familia debe ser la unidad básica de análisis e incluso se ha
cuestionado, por parte de autores como Bernacdes, (1997) no solo si sino incluso
realmente sabernos lo que es una familia smo tncluso si existe esa cosa llamada familia.

Según Cheal, la solución más radical a las dificultades que plantea definir lo que se
quiere significar por «familia» es abandonar este término en su uso con propósitos
teóricos. Un representante de esta posición es John Scanzoni y sus colaboradores
quienes recomiendan que el concepto «la familia» no debería volver a ser utilizado por los
científicos sociales debido a que es demasiado concreto, es decir, demasiado específico
tanto históricamente como culturalmente. En su lugar estos autores recomiendan utilizar
el concepto de orden superior de «relaciones primarias», bajo el cual pueden subsumirse
diversas clases de vínculos convencionalmente definidos como relaciones familiares. No
obstante, Cheal considera que la posición recomendada por Scanzoni y otros (1989)
presenta importantes déficits, puesto que es cuestionable que sea posible o deseable
evitar la influencia de la cultura en la teoría social mediante el uso de palabras o frases
esotéricas. Es más, según este autor, ese intento puede servir para enmascarar la
naturaleza de las influencias culturales, dificultando el análisis y el debate de cuestiones
teóricas.
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Es precisamente en ese contexto donde puede caracterizarse la visión pospositivista de la


familia como un elemento del conocimiento cotidiano del mundo social que puede ser
objeto de investigación por las ciencias sociales (Cheal, 1991). Según Cheal, desde esta
orientación la familia es un sistema de creencias cargadas moralmente que representan
intereses económicos y políticos en las relaciones sociales concretas. Representan este
acercamiento planteamientos como el de Beechey (1985), para quien la familia es un
constructo mental producto de una ideología familista, o el de Bernardes (1985, 1997), que
propone una nueva generación de estudios de la familia que desplace a «la familia» de su
estatus como una realidad que se da por supuesta. También Cheal (1988) en este
contexto afirma que no existe una forma universal de «la familia» y que «la familia» es un
término utilizado por los actores sociales para etiquetar aquellos vínculos que se cree que
involucran relaciones íntimas duraderas (Cheal, 1991). Centrándose también en el uso del
lenguaje en la construcción social de la familia, Gubrium y Holstein (1990) consideran que
el término «familia» es parte de un discurso particular para describir las relaciones
humanas dentro o fuera del hogar. El discurso familiar sería para estos autores un modo
de comunicación que asigna significados tanto a las relaciones interpersonales como a
las actitudes que los actores tienen la intención de adoptar hacia los otros, así como al
curso de acción que se proponen tomar.

Harris (1983) considera «la familia» como una «clase» de grupos, una clase que
se referiría a todos los grupos formados por extensión de las relaciones elementales de
la familia nuclear, como, por ejemplo, las relaciones entre esposos, entre padres e hijos
o entre hermanos.

Esta confusión o división acerca de cómo debe definírsela familia o, en otros términos,
esta inestabilidad de la principal categoría analítica existe, de acuerdo con Cheal,
porque se ha tratado de modificar ciertos significados convencionales del término
«familia» con la esperanza de que se facilitaría la descripción de prácticas sociales
nuevas y emergentes. Una inestabilidad que no tiene por qué tener efectos negativos,
sino que incluso puede ser recomendable, puesto que permite el desplazamiento entre
diferentes usos de los conceptos en diferentes juegos del lenguaje.

Después de examinar las dificultades que plantea la definición de la familia,


compartimos la idea de que no existe una única definición, o que la diversidad de la vida
familiar no puede reducirse en una única definición. Más bien éstas dependen del marco
teórico y de los planteamientos epistemológicos que asume el investigador, así como
del contexto sociocultural en el que se encuentra. De esta forma, en los siguientes
apartados examinaremos el contexto sociocultural y los planteamientos epistemológicos
en los que se enmarcan los desarrollos teóricos en el ámbito de la familia y,
posteriormente, se examinarán las definiciones que las diversas alternativas teóricas al
estudio de la familia asumen implícita o explícitamente.

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