Está en la página 1de 5

El maestro verdugo

José Pedro Varela, le reformador de nuestra enseñanza primaria entre 1876


y 1879, sostenía que el niño era bueno por naturaleza, lo que no le impedirá
procurar que se sienta culpable por sus instintos, […].
Los maestros, curas y padres de la primera mitad del siglo XIX, pensaban
muy de otro modo. Emma Catalá de Princivalle, una maestra vareliana con
fundamentos filosóficos “bárbaros”, los representó en 1906 al escribir: “El niño
no es bueno por naturaleza, como piensan algunos; por el contrario,
predominan en él los instintos del salvaje. El hombre […] cuando es chico, se
parece al salvaje, tienen el instinto de la imitación muy desarrollado, y le gusta
más imitar lo malo que lo bueno, más a los niños que a las personas mayores,
a la gente soez que a la gente culta”.1
Esta concepción del niño influida por la doctrina católica del “pecado
original”, sirvió de ideología a la sensibilidad “bárbara” para justificar sus
métodos de enseñanza infinitamente más castigadores del cuerpo que
represores del alma. Y esto en una institución como la escuela, la que en casi
todas las culturas representa, junto a las iglesias, precisamente el camino
opuesto: el de la persuasión del alma para lograr el control del cuerpo.
Por eso, la escuela “bárbara” es el mejor ejemplo de lo que ya habíamos
dicho al comienzo del capítulo II, que la elección del castigo del cuerpo como
método fundamental para ejercer poder en la época “bárbara”, impregnó
incluso el otro camino que también se transitó, el de la represión del alma.
La violencia física del maestro, clave del sistema pedagógico “bárbaro”, no
se agotaba en el castigo del cuerpo del niño, se ejercía también sobre el alma.
Por eso era que el método elegido para dominar la inteligencia del educando
era apresarla: el estudio se hacía en base a ejercicios memorísticos, al
aprendizaje de respuestas que debían decirse exactamente como estaban
escritos en los libros llamados, sugestivamente, “catecismos”, incluso con las
inflexiones en el tono de voz que los signos de puntuación indicaban.
“La letra con sangre entra”, decía el adagio popular. Y los maestros
castigaban el cuerpo de los niños de diversas formas y con variado

1
Emma Catalá de Princivalle. “De la educación de los niños”
instrumental. La “disciplina” o tiras de cuero en forma e manojo o sujetas a
pedazos de madera, permitía azotar las piernas y las nalgas; la “palmeta”, de
“madera dura y muy pesada o de cuero doble de vaca perfectamente cosido”,
flexible, variaba de 20 a 50 centímetros y tenía la pala o parte más ancha llena
de agujeritos que levantaban ampollas en la carne; a menudo era sustituida por
instrumentos más fáciles de obtener, el rebenque o una vara de membrillo; la
regla, de instrumento de medición se transformaba a la menor indisciplina en
instrumento de corrección castigando la yema de los dedos; el maíz usado
como piso de las rodillas del niño hincado; el gran buche de agua con
prohibición de expelerlo o tragarlo y teniendo que respirar por las nariz durante
mucho tiempo…, y otras mil formas de provocar dolor físico, que el sadismo de
seguro sugirió, como los sencillos golpes en la cabeza con la mano y las
“patadas” en el pecho que todavía practicaba un maestro de Maldonado en
mayo de 1877. Los “castigos afrentosos”, por ejemplo, el niño colocado en un
rincón del salón de clase con orejas de burro, denotaban otra vez lo que ya
vimos en el derecho penal “bárbaro”, la conversión en espectáculo público de la
humillación y el dolor individual.
A veces el refinamiento era mayor y se procuraba aterrorizar el alma con la
prisión del cuerpo o las amenazas. El encierro de los niños “desobedientes” era
frecuente; en 1868, los vecinos de Fray Bentos denunciaron que el maestro de
la escuela tenía “junto a su pupitre, un gran cajón de madera, donde encerraba
durante horas enteras a los niños inquietos, barullentos y haraganes”. Las
abstinencias y la reducción a pan y agua de la dieta infantil eran, en realidad,
tanto un castigo físico como la imitación de la penitencia más habitual que los
padres imponían a sus hijos “inquietos, barullentos o haraganes” […].
Frecuentemente también se prohibía salir de clase “para hacer aguas
mayores”; […].
Esta escuela era vivida por los niños como una “prisión” y el maestro
considerado un “verdugo”. Los niños a veces se evadían y respondían
agresivamente, como lo hizo a principios del ochocientos, el joven Manuel
Oribe. Cuando su maestro le impuso un fuerte castigo, Manuel le arrojó un
tintero, ganó la puerta de calle, se fue a su casa corriendo “y hallando un
caballo ensillado de uno de los peones del las estancias de sus padres, montó
en él y se escondió por los alrededores de Montevideo”. Lo hallaron tres o
cuatro días después.

En la pag 78 el punto 5 “médicos,


hermanas dela caridad y
enfermos” y el punto 6 El hombre
y los animales.

De la pag 245 el punto 3 El orden

246 el punto 4 salud e higiene

Salud e higiene

<<Ante todo, una certidumbre que la investigación sustenta: la “higiene” y la


“limpieza”, dos caras de un mismo hecho cultural, la conservación de la “salud”
del cuerpo, también integran el código de la moral predicada por médicos,
maestros y aun curas. Y ello fue así porque la enfermedad y la suciedad se
incluyeron en la esfera del “mal”.
El monacal y medieval desprecio del cuerpo por asiento del pecado, y la
gozosa suciedad del cuerpo “bárbaro”, habían sido actitudes culturales que,
aunque contradictorias, condujeron a hechos idénticos, en particular la
devaluación de la “limpieza” personal. Nada de esto permaneció en la
sensibilidad “civilizada” que se horrorizó ante la “suciedad” corporal y endiosó
la “higiene” y la “salud”. >>

<<Los libros de lectura de la escuela vareliana ponían en boca de los niños


nuevas “plegarias”: “Da, oh Dios, a las fuentes agua […] Da la salud al
enfermo, pan al mísero mendigo […] Haz que mis padres y hermanos […]
tengan salud y fortuna y estén contentos conmigo”2 Dinero, salud (y la

2
José H Filgueira. Emma Catalá Princivalle: “Lecciones de economía doméstica” Lección II. Programa de
economía doméstica vigente entre 1897 y 1914.
recompensa de ser querido por las autoridades), he ahí las nuevas bases de la
felicidad personal.
La “higiene” fue mostrada por la ideologizada Medicina como la condición
previa de la salud. Esta idea pasó a la escuela y a la sociedad entera, si es que
no se originó en esta más que la observación científica.
Las “Lecciones de Economía Doméstica” enseñadas a las niñas fututas
“amas de casa”, eran minuciosas en el capítulo sobre la limpieza que debía
observarse en la casa, en la ropa, en la persona, en los alimentos, en fin “en
todo lo que nos rodea, nos cubre y nos nutre”.
“El aseo personal” completaba el de la casa del Novecientos. La “civilización”
lo transformó en la “tarea diaria a que debemos acostumbrarnos desde niños
para que se forme en nosotros un “hábito”.

p.248 a 251
La Medicina convirtió en Ciencia -en Higiene- lo que era antes que nada un
rasgo de la cultura y así fue una de las fuentes ideológicas de aquella
sensibilidad “civilizada”.
En sus vidas privadas, los médicos casi siempre transformaron en obsesión
las recomendaciones personales que hacían a sus pacientes y fueron así las
primeras “víctimas” de su propio saber. Muchos practicaron en su vivienda y en
sus consultorios la microbiofobia. Los Consejos de Higiene recomendaban en
épocas de epidemias desde por lo menos la década de 1860, “cuidar de la
limpieza del cuerpo, de los vestidos y de la habitación. Ventilar las
habitaciones…”3
La salud fue equiparada con el poder sobre el cuerpo, es decir, con el
cuerpo al servicio de una vida laboriosa y larga y no de sí mismo. El mal era la
debilidad física, campo propicio para la enfermedad, definida como un
“empobrecimiento” de la sangre y los órganos más que como un
funcionamiento atípico. Esta ética no juzgaba al cuerpo desde el cuerpo, sino
desde afuera, como lo que se podía lograr de él para fines que no eran
estrictamente los de su gozo.
El vigor, la fuerza, la “riqueza” del cuerpo, eran los bienes a obtener, y su
debilidad, su “pobreza”, el mal a exorcizar. El reinado de la tuberculosis
3
Eduardo Acevedo: “Anales Históricos del Uruguay, Montevideo, Barreiro y Ramos, 1933, p. 498.
alimentó esta concepción. La idea burguesa del cuerpo, como un lugar de
combate entre la pobreza y la riqueza, la remató.

La preocupación de los dirigentes de la sociedad uruguaya por el cuerpo de


las clases populares se incrementó en el Novecientos. Los cursos nocturnos
para adultos que instaló el gobierno del Presidente José Batlle y Ordóñez en
1903, debían aconsejar normas de higiene a los inmigrantes y obreros que
concurrían, en particular nociones muy precisas sobre “el valor negativo del
alcohol” y el positivo de los buenos alimentos 4 y enseñanzas que ya se
impartían a los niños de las escuelas estatales por los programas de “moral” de
1897. Pero fueron los avisadores de un “tónico” de 1869 los más francos al
mencionar el interés económico de todos en la salud del proletariado: “En la
dosis de una cucharada pequeña, estimula el apetito. Es sobre todo útil a la
clase obrera, a la cual ahorra gastos considerables en enfermedades y tiempo
perdido…”.5

Las clases dirigentes también proclamaron el nexo sutil que según ellas
existía entre salud, limpieza, orden y moral. José Pedro Varela lo dijo en 1867
en “La educación del pueblo”. Los programas de “moral” debían demostrarse a
los niños: “Las ventajas de la limpieza como higiene, como cultura física, como
respeto propio y respeto por los demás”, pues donde había desorden había
desaliño y suciedad.6

4
“Anales de instrucción primaria”, Tomo II, Montevideo, Escuela Nacional de Artes y Oficios, 1904, p.
625.
5
“El Siglo”, octubre a diciembre de 1896: Aviso del Elixir tónico antiflemático preparado según fórmula
del Dr. Guillié, París.
6
José Pedro Varela, “La educación del pueblo”, Tomo I, pp.250-2051.

También podría gustarte