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En la corteza frontal, a diferencia de lo que ocurre en otras regiones cerebrales, las sinapsis
continúan proliferando durante toda la infancia y se alcanza un máximo de la sustancia gris a
los 11 años en las chicas y a los 12 años en los chicos, aproximadamente (Lenroot y Giedd,
2006; ver figura 1). En los años posteriores va disminuyendo de forma gradual y luego se
mantiene bastante estable en la vida adulta. La eliminación selectiva de conexiones se debe a
un proceso de poda que permite mantener sinapsis que se utilizan y desechar aquellas que no
(a nivel cerebral se aplica aquello de “úsalo o tíralo”) para mejorar así la eficiencia neuronal.
La última región en la que se aprecian este tipo de cambios es la corteza prefrontal, la sede
de las llamadas funciones ejecutivas, aquellas que nos permiten tomar decisiones adecuadas
y que, en definitiva, nos hacen humanos.
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Junto a esto, también se produce un incremento de la sustancia blanca en la corteza prefrontal
durante la adolescencia. Este es el resultado de un proceso de mielinización que empieza en
la infancia y se prolonga hasta la adultez con el que las neuronas, conforme van
desarrollándose, crean una capa de una sustancia grasa blanca llamada mielina en torno a los
axones que mejora la velocidad de transmisión de información entre las neuronas y conlleva
un aumento de la conectividad entre las regiones cerebrales (Giedd et al., 2015). La rápida
mielinización de las neuronas en la adolescencia permite coordinar una gran diversidad de
tareas cognitivas en las que intervienen diversas regiones del cerebro, para así ir mejorando
progresivamente su funcionamiento ejecutivo. Y conforme van mejorando la conectividad y la
eficiencia neuronal, se va configurando el cerebro adulto.
Emoción vs control
Los cambios más importantes que se dan en el cerebro durante la adolescencia no están
asociados al desarrollo de regiones cerebrales sino a un proceso de reorganización que mejora
la comunicación entre las mismas. Estos cambios se dan, principalmente, en la corteza
prefrontal y en el sistema límbico o emocional.
En la actualidad, se cree que lo más determinante para explicar la conducta típica del
adolescente no es únicamente el desarrollo tardío de las funciones ejecutivas, asociado al lento
proceso de maduración de la corteza prefrontal -que puede alargarse hasta pasada la veintena-
, o los cambios drásticos que experimenta el sistema límbico durante la pubertad estimulado
por las hormonas, sino el desfase temporal entre ambos procesos (Mills et al., 2014; ver figura
2). La mayor sensibilidad de regiones subcorticales durante la adolescencia promueve la
aparición de conductas evolutivamente muy arraigadas que animan al joven a explorar nuevos
ambientes, asumir riesgos o alejarse del entorno familiar para entablar relaciones entre
iguales, por ejemplo. Pero la falta de desarrollo de la corteza prefrontal explicaría su mayor
dificultad para controlarse, entender a los demás o percibir esos mensajes tan importantes en
las interacciones sociales.
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El placer de la recompensa
El proceso de reorganización y maduración gradual que experimenta el cerebro en la
adolescencia afecta a regiones que regulan la experiencia del placer (recompensa), la forma
en la que vemos y pensamos sobre los demás (cognición social) y cómo nos controlamos
(autorregulación).
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Qué importante para el adolescente es sentirse aceptado por el grupo de iguales. La respuesta
del cerebro a la exclusión del grupo es similar a la que se observa en situaciones de amenaza
física o de depresión (Masten et al., 2009).
Aunque pueda parecer sorprendente, los adultos cometen un 50% de errores en la tarea en la
que han de seguir las instrucciones de la otra persona y muchos menos cuando solo deben
recordar la regla de ignorar el fondo gris. Como se puede observar en la figura 5, los errores
van disminuyendo en las dos situaciones conforme se va incrementando el rango de edad de
los participantes. Pero al comparar los dos últimos grupos, el de los adolescentes entre 14-
17,7 años y el de los adultos, no hay casi variación en la condición ‘sin director’, pero sí que
existe una mejora significativa en la condición ‘con director’. Es decir, el adolescente emplea
de la misma forma que el adulto las estrategias cognitivas básicas, pero le falta desarrollar la
capacidad para interpretar las acciones ajenas, lo cual es imprescindible para navegar con
rumbo en el océano de las relaciones sociales.
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Otro enfoque diferente que no se limita a suministrar información sobre las actividades de
riesgo y que está mucho más en consonancia con las necesidades cerebrales del adolescente
es el de los programas que inciden en la mejora de la autorregulación. Y aunque la contribución
de la escuela puede ser importante, la incidencia del entorno familiar es fundamental. Los hijos
de padres que captan sus necesidades afectivas, fijan límites adecuados y fomentan una
autonomía que les permite desarrollar todo su potencial tendrán una mayor probabilidad de
mejorar su autorregulación y tener éxito en la vida (Luyckx et al., 2011).
También puede resultar muy beneficioso para los adolescentes, especialmente para aquellos
que pertenecen a entornos socioeconómicos desfavorecidos, participar en actividades
extraescolares bien estructuradas y supervisadas por los adultos, como en el caso de los
deportes o del teatro. De hecho, las decisiones que toman los adolescentes en presencia de
un adulto ligeramente mayor que ellos son mucho más prudentes que las que toman en
presencia de sus compañeros y similares a lo que deciden cuando están solos (Silva et al.,
2016; ver figura 6).
El poder de la autorregulación
La capacidad de controlar nuestras acciones depende de la integridad del sistema de
funcionamiento ejecutivo, una red extensa distribuida fundamentalmente en la corteza
prefrontal. El lento desarrollo de esta región -la más moderna del cerebro, pero también la
más vulnerable- hace que el desarrollo de la autorregulación sea el gran objetivo que
deberíamos perseguir los educadores, especialmente en la adolescencia, y más ahora que
constituye un periodo más amplio. Pero ello requiere ir más allá de la enseñanza de
competenciales académicas que tienen una incidencia menor en el desarrollo de la persona y
en su éxito en la vida. Sabemos, por ejemplo, que el estrés, la tristeza, la soledad o la fatiga
pueden perjudicar el buen funcionamiento de la corteza prefrontal e interferir con el
autocontrol a cualquier edad, pero la incidencia será mayor cuando su desarrollo es parcial,
como en el caso de los adolescentes. Afortunadamente, disponemos de múltiples evidencias
empíricas de distintos tipos de programas que pueden beneficiar el desarrollo de la necesaria
autorregulación, imprescindible para el desarrollo académico y personal del joven. Según
Steinberg (2014), las estrategias más útiles para el adolescente provienen del entrenamiento
cognitivo, el ejercicio aeróbico, el mindfulness y los programas de educación emocional.
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Conocer las particularidades del desarrollo cerebral hará que no estigmaticemos las conductas
típicas observadas y entendamos que el adolescente necesita nuestra guía, supervisión y
comprensión. Como el cerebro adolescente es especialmente sensible a lo novedoso, sería
interesante implicar a los alumnos en actividades que constituyan retos estimulantes que les
permitan amplificar esas ansias que muestran por ser creativos. El adolescente busca nuevas
expectativas y quiere investigar sobre su propia identidad por lo que nada mejor que animarle
a adoptar formas de pensamiento abiertas, lo cual puede conseguirse a través de proyectos
transdisciplinares como los APS (aprendizaje-servicio), una estupenda forma de vincular el
aprendizaje a situaciones reales y de fomentar la cooperación o el análisis crítico, entre otras
muchas competencias esenciales en los tiempos actuales. Porque los estudios longitudinales
con adolescentes revelan que el mejor rendimiento académico y las relaciones más
satisfactorias entre compañeros están asociadas a un trabajo cooperativo en el aula y no a
uno individualista (Roseth et al., 2008). Por otra parte, cuando se les hace preguntas del tipo
“¿Cómo se podría mejorar el mundo?” y se les pide que vinculen la respuesta a lo que están
aprendiendo en la escuela, la reflexión sobre la contribución al bienestar ajeno impulsa su
motivación hacia el aprendizaje y fomenta su autorregulación (Yeager et al., 2014). Y es que
así somos los humanos, seres sociales con una capacidad de cambio, adaptación y aprendizaje
única. Especialmente, en la adolescencia. Gracias a nuestro cerebro.
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Jesús C. Guillén
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Referencias:
1. Fuhrmann D., Knoll L. J., Blakemore S. J. (2015): “Adolescence as a sensitive period of brain
development”. Trends in Cognitive Sciences 19(10), 558-566.
2. Gardner M., Steinberg L. (2005): “Peer influence on risk taking, risk preference, and risky
decision making in adolescence and adulthood: an experimental study”. Developmental
Psychology 41, 625-635.
3. Giedd J. N. et al. (2015): “Child psychiatry branch of the National Institute of Mental Health
longitudinal structural magnetic resonance imaging study of human brain development”.
Neuropsychopharmacology 40(1), 43-49.
4. Giedd J. N. (2015): “The amazing teen brain”. Scientific American 312(6), 32-37.
5. Kilford E. J., Garrett E., Blakemore S. J. (2016): “The development of social cognition in
adolescence: An integrated perspective”. Neuroscience and Biobehavioral Reviews 70, 106-
120.
6. Lee F. S. et al. (2014): “Mental health. Adolescent mental health–opportunity and obligation”.
Science 346(6209), 547-549.
7. Lenroot R. K., Giedd J. N. (2006): “Brain development in children and adolescents: Insights
from anatomical magnetic resonance imaging”. Neuroscience and Biobehavioral Reviews 30,
718-729.
8. Lenroot R K., Giedd J. N. (2010): ”Sex differences in the adolescent brain