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Todos los creyentes hemos conocido a Dios, hemos sido hechos hijos de Dios por
medio de la fe en el Señor Jesucristo, en su muerte en la cruz por nuestros
pecados y su resurrección gloriosa; pero hay un sentido en el que vamos
conociendo a Dios poco a poco a medida que vamos creciendo
espiritualmente en el estudio de su Palabra, en la oración y en el servicio
cristiano. Hay muchos aspectos de la persona de Dios que necesitamos
aprender porque no los conocemos y ellos afectan directamente nuestra
percepción de Dios, de nosotros, del mundo que nos rodea y por ende
trascienden a nuestro servicio y modo de vivir en esta tierra.
“Y los cuatro seres vivientes tenían cada uno seis alas, y alrededor y por dentro
estaban llenos de ojos; y no cesaban día y noche de decir: Santo, santo, santo
es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir. Y
siempre que aquellos seres vivientes dan gloria y honra y acción de gracias al
que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, los
veinticuatro ancianos se postran delante del que está sentado en el trono, y
adoran al que vive por los siglos de los siglos, y echan sus coronas delante del
trono, diciendo: Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder;
porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas.”
Estos y muchos pasajes más nos dan luces sobre la persona de Dios. Él es el
soberano absoluto del Universo, todopoderoso, creador de los cielos y de la
tierra y quien sostiene todas las cosas con la palabra de su poder. Él es
todopoderoso, sin límite alguno en tiempo, espacio o poder. No es parecido a
nada que exista en esta creación: nuestro Dios trasciende su creación aunque
no está lejano de ella. Él es Santo, Santo, Santo digno de adoración, honra y
gloria. A él se postran todos los seres celestiales y también en su momento todos
lo creado doblara sus rodillas ante El. Solo podemos imaginar levemente con
nuestra limitada mente humana las grandezas y maravillas de la persona de
Dios. No existe Dios fuera de Él, Él es el Único Dios verdadero a quien debemos
honrar, reverenciar y adorar.
Es la Palabra de Dios quien nos enseña sobre el Altísimo, quien nos muestra
atributos de su persona que al conocerlos provocan en nosotros adoración,
gratitud, amor. Ese Dios maravilloso, sin límites, eterno, santo, que todo lo sabe,
que todo lo puede, que está en todas partes, que no se cansa, que no se fatiga,
que lo creo y lo sostiene todo, ese Dios nos ama personalmente y lo ha
demostrado enviando a su Único Hijo, quien le ha revelado. “No me vera
hombre y vivirá” le dijo el Señor a Moisés; pero en Jesucristo vemos que “el que
le ha visto a Él, ha visto al Padre”. El Hijo nos ha revelado a Dios y su Palabra nos
habla de Él. Pero cuando no le conocemos tal y como la Biblia nos enseña,
entonces nuestra percepción de Dios es pobre. ¿Cómo relacionarnos con quien
no conocemos? ¿Cómo adorar a Aquel de quien no estamos agradecidos?
¿Cómo confiar en Dios si no sabemos que Él es la fuente de toda la vida y de
todo lo que necesitamos? Nuestro conocimiento de Dios afecta directamente
nuestra vida de oración y mientras más le conocemos, más profunda, viva,
sincera y dependiente se vuelve nuestra oración a Él. Entendemos que no somos
nada sin Él y podemos decir como David “¿A quién tengo yo en los cielos sino a
ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra.”
¿Por qué sucede esto? Porque no sabemos lo que Biblia dice sobre el ser
humano. Ella nos dice en Romanos 3:10-12:
“Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay
quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien
haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.”
A estas alturas ya debemos tener claro que nuestro Dios es Santo y “muy limpio
de ojos para ver el mal”. Él no puede tener comunión con el pecado y aparta
su rostro del mal. Por eso cuando pecamos y no arreglamos cuentas con Dios
no se altera nuestra posición ante el Señor pero si se interrumpe nuestra
comunión con El y nos ponemos en posición de recibir la disciplina de nuestro
Padre Celestial. Veamos lo que la Palabra de Dios nos dice en Salmos 66: 18:
Es un texto muy corto pero bastante claro: Dios no puede tener comunión con
el pecado. Para ello, la Palabra de Dios nos dice que “si confesamos nuestros
pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos de nuestros pecados y limpiarnos de
toda maldad” (1 Juan 1:9). Podemos, y debemos, acudir al Señor para arreglar
cuentas con Dios y así restaurar nuestra comunión con El; de lo contrario, nuestra
oración no sería escuchada.
“En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está
viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra
mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad
de la verdad”
El creyente tiene que estar presto a dejar los hábitos y costumbres de nuestra
vida pasada, cuando estábamos sin Cristo, y ser renovados en el espíritu de
nuestra mente, nuestra actitud interior, nuestros esquemas de pensamientos,
alineándolos a la Palabra de Dios, la mente de nuestro Señor, para que
podamos vivir de acuerdo a la voluntad del Señor, conforme al estándar del
nuevo hombre, que ha sido creado en Dios; y aquí viene lo importante, en la
justicia y santidad de la verdad. “Santifícalos en tu verdad, tu palabra es
verdad” oró el Señor Jesús y cuando el creyente no está abrazando la verdad
está llenándose de la mentira del diablo. ¿Podemos entonces esperar que un
creyente que negligentemente no está llenando su mente de la Palabra de
Dios, sino que está consumiendo programas, ideas, filosofías mundanas; tenga
una vida de oración sana y creciente? De ninguna manera. Lamentablemente
vivimos en una era de un cristianismo ligero, liviano, superficial y mundano; por
ende no podemos alcanzar las profundidades de la oración cuando nuestra
mayor prioridad es no perdernos el último capítulo de la serie de moda o el
último video juego del momento.
El apóstol Pablo nos manda en 1 Tesalonicenses 5:17 “Orad sin cesar”. Pequeña
orden pero sumamente difícil cuando preferimos la acción a la dirección de
Dios. Nos gusta tomar el asunto en nuestras propias manos, resolverlo, pensar,
preocuparnos, luego nos equivocamos y experimentamos el quebranto. Recién
allí reaccionamos y lo primero que decimos es “Dios, ¿porque lo permitiste?” Y
no nos hemos dado cuenta que nunca buscamos la dirección de Dios, nunca
nos pusimos en sus manos en absoluta confianza ni tampoco esperamos en su
presencia por la respuesta aunque eso tardara mucho. Dios conoce nuestros
corazones, sabe nuestras motivaciones. La oración nunca lo cambia a Él; pero
si nos cambia a nosotros pues mientras permanecemos en oración, vamos
siendo enfocados y nuestras prioridades cambian para alinearse con su
perfecta voluntad.
Nos queda claro que cuando no vamos a la Palabra de Dios para conocer al
Señor y conocernos a nosotros mismos, cuando albergamos pecado en el
corazón y cuando negligentemente dejamos que nuestra mente y
pensamientos sean absorbidos por este mundo aborrecedor de Dios, nuestra
vida de oración sufre las consecuencias y con ella, nuestra vida espiritual toda
y todo lo que nos rodea son afectados. Si queremos vencer y adoptar un estilo
de vida de oración sana y creciente, necesitamos hacer dos cosas básicas y
claras: disciplinarnos en la lectura, meditación y estudio de la Palabra de Dios; y
en la oración constante para poder vencer la tentación y el pecado.
Jesús les dijo a sus discípulos en el momento más terrible de su vida lo siguiente:
Conclusión
Orar no es fácil, tener una vida de oración tampoco lo es; pero no es imposible.
Hemos visto que tenemos todos los recursos para poder ser hombres y mujeres
de oración y que necesitamos tomar la decisión de llenarnos de la Palabra del
Señor y disciplinarnos a orar. “Ejercítate para la piedad” le mando Pablo a su
joven discípulo Timoteo, y así como en un gimnasio debemos entrenar para
llevar una vida de oración agradable al Señor. Empecemos con lo poco pero
seamos fieles, avancemos por más sin desmayar. No te detengas hermano así
los mares se partan y así tu corazón y mente te lleven por miles de pensamientos
y emociones, no desmayes. Determínate a ser un hombre de oración, decide
ser un hombre que mueva la mano de Dios. “Dame Escocia o me muero”
rogaba John Knox; “Si tu presencia no va con nosotros, no nos saques de aquí”
clamaba Moisés; “Los que persiguen vanidades ilusorias su misericordia
abandonan; pero yo pagaré lo que prometí, la salvación es de Jehová” oraba
Jonás; “Pasa de mi esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la tuya” rogaba
nuestro Señor Jesucristo. Todos estos hombres oraban en momentos difíciles de
su vida; pero todos fueron escuchados por Dios. Algunas oraciones fueron
memorables, otras muy cortas, algunas angustiosas, otras en victoria; pero todas
movieron la mano de Dios; porque una vez más concluimos: lo importante de la
oración no está en quien ora, sino en Aquel a quien oramos.
¿Por qué es tan difícil orar? Porque no conocemos a Aquel a quien oramos. Si
así fuera, no nos cansaríamos de estar en su presencia y nuestros pedidos y
peticiones pasarían a ser una contemplación, una adoración y una petición de
conocerle más. “Muéstrame tu gloria” no fue la más grandilocuente de las
oraciones; pero si la más profunda que hizo Moisés en toda su vida, y la respuesta
a esta cambio la vida de este siervo de Dios para siempre.