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¿Qué pasó con la

Adoración?
Un llamado a ser verdaderos adoradores

A.W. TOZER

CENTRO DE LITERATURA CRISTIANA


Capítulo 1

La adoración en la iglesia cristiana


Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses
frío o caliente! pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te
vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y me he
enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que
tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por
tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego,
para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no
se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con
colirio, para que veas. Yo reprendo y castigo a todos los que amo;
sé, pues, celoso, y arrepiéntete. He aquí, yo estoy a la puerta y
llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré
con él, y él conmigo. Al que venciere, le daré que se siente
conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado
con mi Padre en su trono. El que tiene oído, oiga lo que el
Espíritu dice a las iglesias.
Apocalipsis 3:15–22

Las iglesias cristianas han llegado al peligroso momento que hace


mucho tiempo fue predicho. Es un tiempo en el que podemos darnos
todos una palmada en la espalda, felicitarnos y unirnos al alegre dicho
que dice: “Somos ricos, nos hemos enriquecido y no tenemos necesidad
de nada”. Es muy cierto que casi no nos falta nada en nuestras iglesias
en la actualidad, excepto lo más importante. Nos falta una ofrenda
genuina y consagrada de nuestra propia vida y la adoración al Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo.
En el mensaje de Apocalipsis al ángel de la iglesia de Laodicea le es
imputado este cargo de forma directa (3:17, 19):
Tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo
necesidad… Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues,
celoso, y arrepiéntete.
Mi profunda lealtad y mis responsabilidades han estado y siempre
estarán dirigidas hacia las iglesias que honran a Cristo, creen en la
Biblia y predican fielmente el evangelio. Hemos avanzado y estamos
edificando grandes templos y congregaciones inmensas. Nos ufanamos
de tener principios elevados y hablamos mucho sobre el avivamiento.
Pero tengo una pregunta que no es retórica: ¿Qué ha sucedido con
nuestra adoración? La respuesta de muchos es que “somos ricos y no
necesitamos nada. ¿Acaso eso no dice algo sobre la forma en la que
Dios nos ha bendecido?”
¿Sabía usted que el muy citado autor Jean-Paul Sartre mencionó que se
había vuelto a la filosofía y a la desesperanza porque deseaba alejarse
de una iglesia que le parecía secular? Sartre dijo: “No pude ver en el
Dios a la moda que me enseñaron a alguien que quisiera mi alma. Yo
necesitaba un Creador y me presentaron a un gran hombre de
negocios”.
Ninguno de nosotros siente la profunda preocupación que debería sobre
la imagen que realmente proyectamos a la comunidad que nos rodea.
Esa falta de preocupación es especialmente cierta para todos los que
profesan pertenecer a Jesucristo y aún así fallan en demostrar su amor
y compasión de la forma debida. Nosotros, los cristianos
fundamentalistas y ortodoxos nos hemos ganado la reputación de ser
unos “tigres” y unos grandes defensores de la verdad.
Nuestras manos están llenas de callos producidos por las manoplas que
utilizamos para golpear a los creyentes liberales. Por lo que significa
nuestra fe cristiana para un mundo perdido, estamos obligados a
defender la verdad y a luchar por la fe cuando sea necesario. Pero hay
una mejor forma de lidiar con los que son liberales en su fe y en su
teología. Podemos ayudarlos mucho más si nos parecemos a Cristo que
si los golpeamos metafóricamente en la cabeza con nuestros
argumentos.
Los liberales nos dicen que no pueden creer en la Biblia; nos dicen que
no pueden creer que Jesucristo sea el unigénito Hijo de Dios. Por lo
menos la mayoría de ellos son honestos al respecto, pero estoy seguro
de que no vamos a lograr que doblen sus rodillas maldiciéndolos. Si
somos guiados por el Espíritu de Dios y si demostramos el amor del
Señor que este mundo necesita, nos volvemos “santos agradables”.
Lo extraño y maravilloso de este asunto es que los santos que son
realmente agradables y amorosos no son conscientes de su atractivo.
Los grandes santos de las eras pasadas ni siquiera sabían que lo eran.
Si alguien se los hubiera dicho, no lo habrían creído; pero los que vivían
alrededor de ellos sabían que la vida de Jesús se manifestaba en estos
hombres.
Pienso que podemos ser parte del grupo de los santos atractivos cuando
los propósitos de Dios en Cristo se vuelven claros para nosotros. Para
ser parte de ese grupo tan especial necesitamos aprender a adorar a Dios
por lo que Él es. En ocasiones parece que los cristianos evangélicos nos
sentimos confundidos e inseguros con respecto a la naturaleza de Dios
y a sus propósitos en la creación y en la redención.
Los predicadores usualmente tienen la culpa al respecto porque todavía
hay predicadores y maestros que dicen que Cristo murió para que
nosotros no bebiéramos ni fumáramos ni fuéramos al cine.
Con razón las personas están tan confundidas. Con razón las personas
deciden volver atrás cuando se les enseña que estas cosas son la razón
de la salvación.
Jesús nació de una virgen, sufrió bajo el poder de Poncio Pilatos, murió
en la cruz y se levantó de la tumba para transformar rebeldes en
adoradores. Y ha hecho todo eso por medio de la gracia, de la cual
nosotros somos objeto. Quizá eso no suena muy dramático pero es la
revelación y la forma de obrar de Dios.
Otro ejemplo de un pensamiento equivocado con respecto a Dios es la
visión que tantas personas tienen de que Dios está dedicado a hacer
obras de caridad. Estas personas piensan que Dios se asemeja a un
capataz frustrado que no logra reunir suficiente ayuda; según ellos, el
Señor está junto al camino preguntándose cuántas personas vendrán a
ayudarle y empezarán a hacer la obra.
¡Oh, si tan sólo recordáramos quién es Él! Dios nunca nos ha necesitado
a ninguno de nosotros; ni siquiera a una sola persona. Pero nosotros
creemos que Él sí nos necesita y hacemos un gran espectáculo cuando
alguien acepta “trabajar para el Señor”. Todos nosotros deberíamos
estar dispuestos a trabajar para el Señor porque es un gran favor que
Dios nos hace. Soy de los que creen que no deberíamos preocuparnos
por trabajar para Dios hasta que hayamos aprendido el significado y el
deleite de adorarlo. Un adorador puede realizar la obra con calidad
eterna mientras que un obrero que no adore sólo está amontonando
madera, heno y hojarasca para el día en el que Dios traiga fuego sobre
el mundo.
Me temo que hay muchos cristianos profesantes que no quieren
escuchar este tipo de afirmaciones con respecto a las “apretadas
agendas” que tienen, pero esta es la plena verdad. Dios está tratando de
llevarnos a aquello para lo cual nos creó: adorarlo y disfrutarlo
eternamente. Entonces, es de nuestra profunda adoración que brota la
capacidad de hacer su obra.
Escuché decir al presidente de una universidad que la iglesia está
“sufriendo un ataque de inexperiencia”.
Cualquier persona sin preparación o entrenamiento ni profundidad
espiritual puede empezar una obra religiosa y encontrar muchos
seguidores que lo oyen, pagan y promueven el asunto. En algún
momento se hace evidente que esa persona jamás había escuchado a
Dios. Estas cosas están sucediendo a nuestro alrededor porque no
somos adoradores. Cuando somos parte de los verdaderos adoradores,
no perdemos nuestro tiempo en proyectos religiosos carnales o
mundanos.
Todos los ejemplos que encontramos en la Biblia ilustran el hecho de
que la adoración devota, feliz y reverente es la ocupación normal de los
seres morales. Cada destello que podemos ver del cielo y de las
criaturas que Dios creó es siempre un destello de adoración, regocijo y
alabanza porque Dios es quien es.
En Apocalipsis 4:10–11, el apóstol Juan nos presenta un retrato claro
de los seres creados que están alrededor del trono de Dios. Juan expresa
la ocupación de los ancianos de la siguiente forma:
Los veinticuatro ancianos se postran delante del que está sentado en el
trono, y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y echan sus
coronas delante del trono, diciendo: Señor, digno eres de recibir la
gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu
voluntad existen y fueron creadas.
Puedo aseverar con total certeza con base en la autoridad de lo que nos
es revelado en la Palabra de Dios que todo hombre o mujer de esta tierra
que se siente aburrido o desconectado de la adoración no está preparado
para el cielo. Pero casi puedo escuchar a alguien decir: “¿Acaso Tozer
se está alejando de la justificación por medio de la fe? ¿No nos han
enseñado siempre que somos justificados y salvos y dirigidos al cielo
solamente por fe?” Les aseguro que Martín Lutero nunca creyó en la
justificación por medio de la fe con mayor firmeza de lo que yo creo.
Creo que somos salvos al tener fe en el Hijo de Dios como Señor y
Salvador.
Pero en la actualidad existe una característica mortal y automática sobre
la salvación que me molesta profundamente. Lo que quiero decir con
característica “automática” es que la gente dice algo semejante a lo
siguiente: “Inserte una moneda de fe en la ranura, baje la palanca y
tome una tarjetita de salvación; guárdela en su billetera y retírese
tranquilamente”. Después de eso, el hombre o la mujer pueden decir:
“Sí. Soy salvo”.
¿Cómo pueden tener esa certeza?
“Porque inserté la moneda de fe, acepté a Jesús y firmé la tarjeta”.
Muy bien. No hay nada intrínsecamente errado en el hecho de firmar la
tarjeta. Puede ser algo útil para que sepamos quién ha tomado una
decisión. Pero la verdad, mi amado hermano o hermana, es que
venimos a Dios, a la fe y a la salvación para tener la capacidad de
adorarlo. No llegamos a Dios para convertirnos en cristianos
automáticos, producidos en masa, etiquetados con un sello.
Dios ha provisto su salvación para que seamos hijos de Dios fervorosos,
individuos que amemos a Dios con todo nuestro corazón y lo adoremos
en la belleza de la santidad. Eso no significa que todos debemos adorar
de la misma forma; no es eso a lo que me refiero. El Espíritu Santo no
opera por medio de las ideas o las fórmulas preconcebidas de alguien.
Pero sé que cuando el Espíritu Santo viene entre nosotros con su
unción, nos volvemos un pueblo adorador. A algunas personas les
puede parecer difícil aceptar esto pero cuando estamos realmente
adorando y reverenciando al Dios de toda gracia, todo amor, toda
misericordia y toda verdad, es imposible que nos quedemos en silencio
para poder agradar a otras personas.
Recuerdo la descripción que hace Lucas de la multitud que había el
primer domingo de ramos:
Cuando llegaban ya cerca de la bajada del monte de los Olivos, toda
la multitud de los discípulos, gozándose, comenzó a alabar a Dios a
grandes voces por todas las maravillas que habían visto, diciendo:
¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor; paz en el cielo, y
gloria en las alturas! Entonces algunos de los fariseos de entre la
multitud le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos. Él,
respondiendo, les dijo: Os digo que si éstos callaran, las piedras
clamarían. (Lucas 19:37–40)
Quisiera compartir dos cosas al respecto. Primero que todo, no creo que
sea necesariamente cierto que estemos adorando a Dios cuando
hacemos mucho ruido pero frecuentemente la adoración es audible.
Cuando Jesús vino a Jerusalén y se presentó como el Mesías, hubo una
gran multitud y un gran alboroto. Sin lugar a dudas, muchos de los que
se unieron a los cantos y la alabanza nunca habían podido entonar las
melodías de la forma correcta. Cuando hay un grupo de personas que
cantan en un lugar, con toda seguridad algunos no estarán afinados.
Pero lo que vale la pena anotar sobre la adoración de esta escena es que
eran alabanzas, de todo un grupo unido, a Dios.
En segundo lugar, me gustaría advertirles a los que son cultos, callados,
autocontrolados, reposados y sofisticados que si se sienten apenados en
la iglesia cuando un feliz cristiano dice: “¡Amén!”, muy probablemente
necesitan iluminación espiritual. Los santos de Dios que están en el
cuerpo de Cristo usualmente han sido bulliciosos.
Espero que usted haya tenido la oportunidad de leer algunos de los
devocionales que nos dejaron ciertos amados santos que vivieron en el
pasado como Lady Julián, quien vivió hace más de seiscientos años.
Ella escribió que un día había estado pensando sobre cuán grande y
sublime era Jesús y cómo, a pesar de eso, Él satisface los deseos más
humildes de nuestro corazón; esa meditación la bendijo tanto que no
pudo controlarse y exclamó un potente grito de alabanza a Dios en latín.
Traducido al inglés, la exclamación sería: “Pues bien, gloria a Dios”.
Ahora bien, mi querido amigo, si eso lo incomoda, probablemente sea
porque usted no conoce el tipo de bendiciones y deleite que el Espíritu
Santo quiere concederles a los santos que adoran a Dios. ¿Notó lo que
Lucas escribió sobre los fariseos y la petición que le hicieron a Jesús
para que les llamara la atención a sus discípulos por alabar a Dios en
voz alta? Sus normas rituales probablemente les permitían susurrar las
palabras Gloria a Dios pero les incomodaba mucho escuchar que
alguien las dijera en voz alta. Jesús les dijo: “Ellos están haciendo lo
correcto. Dios mi Padre y Yo y el Espíritu Santo debemos ser adorados.
Si los hombres y las mujeres no me adoran, las mismas rocas me darán
alabanza.
Esos fariseos religiosos, tan bien vestidos y sobrios, habrían caído
muertos en medio de su compostura si hubiesen escuchado que una
roca le daba alabanzas al Señor. Pues bien, contamos con iglesias
inmensas, hermosos santuarios y nos unimos al coro que dice: “No
tenemos necesidad de nada”. Pero hay claros indicios de que sí
necesitamos adoradores.
Tenemos multitud de hombres que están dispuestos a hacer parte de las
juntas de liderazgo de una iglesia pero que no tienen el deseo de
experimentar el gozo y el fervor espiritual y que jamás asisten a las
reuniones de oración de la iglesia. Esos son los hombres que
usualmente toman las decisiones sobre el presupuesto, los gastos de la
iglesia y los adornos que debe tener el nuevo templo que se va a
construir.
Son los hombres que manejan la iglesia pero es imposible hacerlos
asistir a las reuniones de oración porque no son adoradores. Quizá a
usted no le parece que ese sea un asunto importante pero, a mi modo
de ver las cosas, precisamente esa forma de pensar lo convierte a usted
en un miembro de ese grupo.
Me parece que siempre ha sido una terrible incongruencia que los
hombres que no oran y no adoran sean los que realmente dirigen
muchas de las iglesias y en últimas determinen la dirección que éstas
tomarán. Es algo que se aplica claramente a muchas de nuestras
situaciones y tal vez sea porque es necesario admitir que en muchas
“buenas” iglesias hemos permitido que sean las mujeres las que oren y
los hombres los que tomen las decisiones. Puesto que no somos
verdaderos adoradores, pasamos una gran cantidad de tiempo en la
iglesia dando vueltas innecesarias, haciendo muchas actividades y
mucho ruido pero sin dirigirnos a ningún lugar.
Oh, hermano o hermana, Dios nos llama a adorar pero en muchas
ocasiones estamos dedicados al entretenimiento poniendo en escena
una obra de teatro de muy mala calidad. Ese es el punto en el que
estamos en muchas iglesias evangélicas y no me incomoda decirles que
la mayoría de las personas a las cuales decimos que estamos tratando
de alcanzar jamás vendrán a la iglesia a ver un puñado de actores
inexpertos que presentan un espectáculo casero con muy poco talento.
Quiero decirle que, aparte de la política, no hay otro campo de actividad
en que haya tantas palabras y tan pocas obras, tanto viento y poca lluvia.
¿Qué vamos a hacer respecto a la hermosa y asombrosa adoración que
Dios nos llama a brindarle? Prefiero adorar a Dios que realizar
cualquier otra actividad de las que sé que existen en este vasto mundo.
Ni siquiera quiero contarle el número de himnarios que tengo en mi
estudio. No tengo el talento para cantar bien pero eso no le importa a
Dios; Él piensa que soy una estrella de ópera. Dios me escucha mientras
le canto los viejos himnos traducidos del francés y el latín al inglés.
Dios me oye mientras le canto los viejos himnos griegos que cantaba la
iglesia oriental, los salmos escritos en métrica y muchas otras canciones
sencillas compuestas por Watts, Wesley y tantos otros.
Hablo en serio cuando digo que prefiero adorar a Dios que hacer
cualquier otra cosa. Quizá usted responda: “Si usted adora a Dios, no
hace nada más”. Pero eso sólo revela que usted no ha hecho su tarea
porque lo hermoso de la adoración es que nos prepara y nos capacita
para todas las otras tareas importantes que debemos realizar para Dios.
Escúcheme; prácticamente toda gran obra que se ha hecho en la iglesia
de Cristo desde los remotos tiempos del apóstol Pablo ha sido realizada
por personas que brillaban con la radiante adoración a Dios.
Al estudiar la historia de la iglesia comprobaremos que los fervientes
adoradores también fueron los grandes obreros de Dios. Aquellos
grandes santos cuyos himnos cantamos hoy con ternura, eran activos
en su fe a tal punto que vale la pena preguntarnos cómo fue posible que
realizaran todas las cosas que hicieron. Los grandes hospitales
surgieron de los corazones de fervientes adoradores. Las instituciones
mentales nacieron en el corazón de hombres y mujeres llenos de
compasión y adoración y también es válido decir que cuando la iglesia
sale de su letargo y se despierta de su sueño para entrar en el mover del
avivamiento y la renovación espiritual, siempre ha habido adoradores
promoviendo el asunto.
Cometemos un error si nos quedamos quietos y decimos: “Pero si nos
entregamos a la adoración, nadie hará nada”. Por el contrario si nos
entregamos al llamado que Dios nos hace a la adoración, todo el mundo
hará más de lo que está haciendo hasta el momento porque sólo en ese
momento lo que todos hacen tendrá significado e importancia; esas
obras tendrán una calidad de eternidad; serán oro, plata y piedras
preciosas, no madera, heno y hojarasca.
¿Por qué deberíamos estar en silencio respecto a las maravillas de
Dios? Deberíamos, más bien, unirnos con gozo a Isaac Watts en uno de
sus himnos de adoración:
Bendice, Oh alma mía, al Dios viviente,
Trae a casa tus pensamientos que deambulan por el extranjero
Que todas las capacidades que hay dentro de mí se unan
En el trabajo y la adoración de la divinidad
Bendice, Oh alma mía, al Dios de gracia,
Sus favores llaman a tu más noble alabanza
¿Por qué dejar que las maravillas que Él ha hecho
Se pierdan en el silencio y se olviden?
Que toda la tierra confiese su poder
Que toda la tierra adore su gracia
Los gentiles y los judíos se unirán
En el trabajo y la adoración de la divinidad
No puedo decidir por usted pero quiero estar entre los que adoran; no
quiero ser solamente una parte de una grandiosa maquinaria
eclesiástica en la que el pastor mueve las palancas para que la máquina
ande. Usted sabe a qué me refiero. El pastor ama a todos y todos los
aman a él; para eso le pagan.
Deseo que retornemos a la adoración. Entonces, cuando la gente entre
a la iglesia, sentirá instantáneamente que están en medio de un pueblo
santo, el pueblo de Dios. Entonces testificará: “De cierto, Dios está en
este lugar”.
Capítulo 2
El nuevo nacimiento es el requisito
para la verdadera adoración
Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros
delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo,
siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la
potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de
desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos
en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la
voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por
naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. Pero Dios, que
es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun
estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente
con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos
resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con
Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros las abundantes
riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo
Jesús. Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no
de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie
se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús
para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para
que anduviésemos en ellas.
Efesios 2:1–10

Hay muchas ideas extrañas con respecto a Dios en nuestra época y por
eso hay toda clase de sustitutos para la verdadera adoración. En muchas
ocasiones he oído a diferentes cristianos decir: “Creo que realmente no
conozco mucho a Dios”. Si esa confesión es verdadera, las personas
deberían ser también lo suficientemente honestas como para hacer una
confesión paralela: “Creo que realmente no sé mucho sobre la
adoración”.
En efecto, las creencias básicas con respecto a la persona y la naturaleza
de Dios han cambiado tanto que ahora encontramos entre nosotros
hombres y mujeres a los que les resulta fácil ufanarse de las bendiciones
que reciben de parte de Dios, sin experimentar jamás el deseo de
conocer el verdadero significado de la adoración.
Experimento una reacción inmediata a un malentendido tan extremo
sobre la verdadera naturaleza de un Dios santo y soberano. La primera
es que creo que la última cosa que Dios desea es tener hijos mundanos
con pensamientos superficiales que se ufanen de Él. Mi segunda
reacción es que al parecer no se reconoce bien que el supremos deseo
de Dios es que cada uno de sus hijos lo amemos y lo adoremos tanto
que estemos continuamente en su presencia en espíritu y en verdad. Eso
es verdadera adoración.
Cuando a Jesucristo se le pide que tome el lugar que le corresponde,
sucede algo extraordinario, milagroso y transformador en el alma del
hombre. Eso es exactamente lo que Dios esperaba que sucediera
cuando ejecutó el plan de salvación. Tenía la intención de convertir
personas rebeldes en adoradoras, restaurar en los hombres y las mujeres
el valor de la adoración que nuestros primeros padres conocieron
cuando fueron creados.
Cuando experimentamos esta preciosa realidad en nuestras vidas,
dejamos de esperar a que llegue el domingo para poder “ir a la iglesia
y adorar”. La verdadera adoración a Dios debe ser una condición
constante y consistente o un estado de la mente del creyente. Siempre
se sustenta en el reconocimiento del amor y fervor, los cuales están
sujetos en esta vida a diferentes grados de perfección e intensidad.
Es preciso mencionar otro aspecto sobre el enfoque actual con relación
a la adoración. A diferencia de lo que se dice y se practica en las
iglesias, la verdadera adoración no es algo que hacemos con la
esperanza de ser piadosos. Es indudable que muchas personas que
tienen un sincero deseo de practicar la verdadera religión enfatizan que
es necesario asistir fielmente a los servicios de adoración.
Necesitamos preguntarnos qué nos enseña la Escritura con relación a la
comunión que existe entre Dios y los hijos que ha redimido. La verdad
que encontramos en la Biblia es sencilla y nos llena de esperanza.
Puesto que hemos sido hechos a su imagen, poseemos en nuestro
interior la capacidad de conocer a Dios y el instinto de adorarlo. En el
mismo momento en que el Espíritu nos concede su vida por medio de
la regeneración, todo nuestro ser reconoce la semejanza que tenemos
con Dios y vibra lleno del gozo que brota espontáneamente como
consecuencia de esta comprensión.
Esa respuesta que se produce al interior de nuestro ser, una respuesta al
perdón y a la regeneración, evidencia el milagro del nacimiento
celestial, sin el cual no podemos ver el reino de Dios. Podemos aseverar
con certeza que a Dios le complace comunicarse con nosotros a través
de nuestra mente, nuestra voluntad y nuestras emociones.
El deseo que hay en el corazón de Dios, se manifiesta en la religión
verdadera que enseña el Nuevo Testamento; es un intercambio
continuo y sin restricción de amor y verdades entre Dios y las almas de
los redimidos. De hecho, resulta imposible considerar este tipo de
relación sin aceptar que la obra principal del Espíritu Santo es restaurar
las almas perdidas a una comunión íntima con Dios por medio del
lavamiento de la regeneración.
Para lograr esto, primero le revela a Cristo al corazón penitente: “Por
tanto, os hago saber que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama
anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el
Espíritu Santo.” (1 Co.12:3). Consideremos también las palabras que
Cristo le expresó a sus discípulos sobre los poderoso rasgos de luz que
brotan de su ser y que iluminarán el alma de la nueva criatura de Dios.
“Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi
nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo
os he dicho.” (Juan 14:26).
Recuerde que llegamos a conocer a Cristo sólo en la medida que el
Espíritu nos lo permite. Deberíamos estar agradecidos al descubrir que
el deseo de Dios es conducir todo corazón dispuesto a las
profundidades y a las alturas del conocimiento divino y la comunión.
Tan pronto Dios envía el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones,
podemos decir: “Abba”. Y, empezamos a adorar. Pero probablemente
aún no lo estemos haciendo en todo el sentido de esta palabra
neotestamentaria.
Dios desea llevarnos a mayores niveles de profundidad con Él.
Tenemos mucho que aprender en la escuela del Espíritu, el cual quiere
guiarnos en nuestro amor a aquel que nos amó primero. Quiere cultivar
en nuestro interior la adoración y la admiración de la cual es digno.
Desea revelarnos a cada uno el bendito elemento de la fascinación
espiritual en la verdadera oración. Quiere enseñarnos el asombro que
surge cuando nos llenamos de un entusiasmo moral en nuestra
adoración, extasiados con la revelación de quién es Dios. Quiere que
nos maravillemos con la inconcebible grandeza, magnitud y esplendor
del Dios todopoderoso.
No existe ninguna experiencia humana que pueda sustituir esta clase de
adoración y esta clase de respuesta producida por el Espíritu ante el
Dios que nos creó, nos redimió y nos gobierna. Sin embargo,
encontramos en muchas partes una clara y continua sustitución de la
adoración. Me refiero a la irresistible tentación que tienen los creyentes
del ocuparse constantemente, en cada hora del día, en actividades
religiosas. No podemos negar que definitivamente esa es una idea
eclesial del servicio. Muchos de nuestros sermones y gran parte de
nuestra enseñanza eclesiástica contemporánea descansan en la idea de
que con toda certeza el plan de Dios para nosotros es que estemos
ocupados, ocupados y más ocupados porque es la mejor causa en el
mundo en la que nos podemos involucrar.
¿Podríamos atrevernos a preguntarnos cómo fue posible que
llegáramos a este estado? Si usted está dispuesto a hacerse esa pregunta,
yo estoy dispuesto a tratar de responderla. De hecho, la responderé
haciendo otra pregunta obvia. ¿Cómo puede nuestra aproximación a la
adoración ser más vital de lo que es, cuando muchos de los que nos
guían, tanto desde el púlpito como desde las sillas, nos dan una
indicación tan pobre de que la comunión con Dios es deleitable más
allá de lo que se puede expresar?
Piense por un instante en el conocimiento que posee sobre el Nuevo
Testamento y estará de acuerdo en que esa es exactamente la enseñanza
sobre la verdadera adoración que Jesús les estaba comunicando a los
inflexibles fariseos que se consideraban justos en su propia opinión.
Eran religiosos en su vida diaria. Tenían apariencia de piedad y
conocían bien las formas de adoración pero en su ser interior existían
malas actitudes, fallas e hipocresías, las cuales hicieron que Jesús los
describiera como “sepulcros blanqueados”.
La única justicia que conocían y entendían era su forma externa de
justicia que se basaba en mantener un nivel alto de moralidad externa.
Puesto que veían a Dios como un ser tan estricto, austero e
inmisericorde como lo eran ellos, su concepto de la adoración era
necesariamente bajo e indigno. Para un fariseo, el servicio a Dios era
una carga que no amaba pero de la cual no se podía escapar sin sufrir
una pérdida demasiado grande como para poder soportarla. Dios, en la
perspectiva farisaica, no era un Dios con el cual fuese fácil vivir. Por
eso, su religión diaria se volvió rigurosa y dura, sin ningún rastro de
amor verdadero en ella.
De los seres humanos se puede decir que tratamos de parecernos a
nuestro Dios. Si lo concebimos como alguien riguroso, implacable y
duro, así nos volveremos. Pero la bendita y esperanzadora verdad es
que Dios es el más agradable de todos los seres y deberíamos
experimentar un placer inefable en nuestra adoración.
El Dios vivo ha estado dispuesto a revelarse ante nuestros necesitados
corazones y quiere que sepamos y comprendamos que es todo amor, y
que quienes confían en Él no necesitan conocer nada más que ese amor.
Dios quiere que sepamos que es justo y con toda seguridad no
condonará el pecado. Nos ha comunicado con una claridad abrumadora
que por medio de la sangre del pacto eterno puede actuar en favor de
nosotros como si jamás hubiésemos pecado.
Lo que un fariseo no entendía es que Dios se relaciona con los que ha
redimido por medio de una comunión sencilla y desinhibida que le
produce descanso y sanidad al alma. El Dios que nos ha redimido en
amor, por medio de los méritos de su eterno Hijo, no es irracional ni
egoísta. Tampoco es temperamental. Tal como es hoy, lo será mañana
y al siguiente día y el próximo año.
El Dios que desea nuestra comunión y amistad no es difícil de
complacer, aunque puede ser difícil de satisfacer. Sólo espera de
nosotros lo que Él mismo ha suplido. Está muy dispuesto a aceptar
cualquier sencillo esfuerzo que hacemos por complacerlo e igual de
dispuesto a pasar por alto nuestras imperfecciones cuando sabe que
estamos procurando hacer su voluntad.
Es verdad que el Dios que amamos en ocasiones nos disciplina. Pero
incluso eso, lo hace con una sonrisa; la sonrisa tierna y orgullosa de un
padre que derrama su satisfacción sobre un hijo imperfecto pero
prometedor que viene a Él todos los días para parecerse más y más a
aquel de quien es hijo. Deberíamos deleitarnos en el gozo de creer que
Dios es la suma de toda la paciencia y la verdadera esencia de la bondad
y la buena voluntad. La forma en que más lo agradamos no es tratando
frenéticamente de ser bueno, sino arrojándonos en sus brazos con todas
nuestras imperfecciones y creyendo que Él entiende todo y aún así nos
ama.
La parte gratificante de todo esto es que la relación entre Dios y el alma
redimida nos es revelada por medio de una conciencia personal; esa
conciencia no viene por medio del cuerpo de creyentes sino que le es
otorgada al individuo, y al cuerpo por medio de los individuos que lo
componen. Es algo consciente; no se queda por debajo del umbral de
la conciencia para obrar de forma desconocida en el alma.
Esta comunicación, esta conciencia no es un fin sino un comienzo. Es
el punto de realidad donde iniciamos nuestra comunión, amistad e
intimidad con Dios. Pero el punto en el cual nos detenemos todavía no
ha sido descubierto por ningún hombre, pues no hay límite ni final en
las misteriosas profundidades del trino Dios que nos ha salvado.
Cuando llegamos a esta dulce relación, empezamos a aprender lo que
es una reverencia asombrosa, una adoración incomparable, una
fascinación increíble, una noble admiración de los atributos de Dios y
un silencio inevitable que se produce cuando sabemos que Dios está
cerca.
Quizá usted nunca antes se haya dado cuenta de esto pero todos estos
elementos en nuestra percepción y conciencia de la divina presencia
son parte de lo que la Biblia llama el temor de Dios. Podemos tener un
millón de temores en nuestras horas de dolor o en las amenazas del
peligro o ante la expectativa del castigo o de la muerte. Lo que
necesitamos reconocer plenamente es que el temor de Dios que la
Biblia enseña jamás puede ser inducido por algún tipo de amenazas o
castigos.
El temor de Dios es una “reverencia asombrosa” de la cual escribió el
gran Faber. Yo diría que puede estar en cualquier rango entre su forma
más básica: el terror del alma culpable ante un Dios santo, hasta el
fascinante ensimismamiento de un santo postrado en adoración. Hay
muy pocas cosas absolutas en nuestras vidas pero yo creo que temor
reverente de Dios mezclado con amor, fascinación, asombro,
admiración y devoción es el estado más deleitable y la emoción más
purificadora que el alma humana puede llegar a conocer.
Sé por experiencia propia que yo no podría vivir mucho tiempo como
cristiano sin esta conciencia interior de la presencia y la cercanía de
Dios. Me imagino que hay personas que son lo suficientemente fuertes
para vivir día tras día con base en la ética, sin ninguna clase de
experiencia espiritual íntima. Dicen que Benjamín Franklin era ese tipo
de hombre.
No era cristiano sino deísta. Whitefield oraba por él y le dijo que lo
estaba haciendo. Pero Franklin le respondió: “Creo que no está
sirviendo para nada porque todavía no soy salvo.
Franklin hacía lo siguiente. Llevaba un registro diario en una serie de
gráficas cuadradas que representaban virtudes como la honestidad, la
fidelidad, la caridad y probablemente una decena más de estas. Las
ubicaba en una especie de calendario y cuando había violado una de las
virtudes, tomaba nota. Cuando pasaba un día o un mes sin haber roto
ninguno de sus propios mandamientos, consideraba que estaba obrando
muy bien como ser humano.
¿Un gran sentido de ética? Si. ¿Algún sentido de lo divino? No. No hay
ningún rastro de algo espiritual. No hay adoración ni reverencia. No
hay temor de Dios ante sus ojos; todo esto según su propio testimonio.
Yo no pertenezco a esa clase de hombres. Sólo puedo ser justo
guardando el temor de Dios en mi alma y deleitándome en el fascinante
momento de la adoración. Aparte de eso, no conozco ningún otro tipo
de reglas.
Lamento mucho que este poderoso sentido de temor piadoso haga tanta
falta en las iglesias de hoy; su ausencia es una señal. El temor de Dios
debería estar sobre nosotros como la nube estuvo sobre Israel. Debería
caer sobre nosotros como un manto dulce e invisible. Debería ser una
fuerza que condicionara nuestras vidas interiores. Debería proveer
sentido a cada texto de la Escritura y convertir cada día de la semana
en un día santo. Debería tornar cada lugar que pisamos en tierra santa.
Nos estremecemos con muchas clases de temores: temor al
Comunismo, temor al colapso de la civilización e incluso temor a ser
invadidos por seres de otro planeta. Los hombres creen saber qué
significa el temor. Pero de lo que estoy hablando es del asombro y la
reverencia ante un Dios amoroso y santo. Esa clase de temor sólo puede
ser producida por la presencia de Dios.
Cuando el Espíritu Santo descendió en Pentecostés, hubo un gran temor
en toda la multitud; sin embargo, no sentían miedo de nada. Un hijo de
Dios que ha sido perfeccionado en el amor no tiene temor, porque el
perfecto amor echa fuera el temor. Con todo, entre tantas personas que
existen, alguien así es la clase de persona que más teme a Dios.
Observemos al apóstol Juan como un ejemplo. Cuando Jesús fue
arrestado en Getsemaní, Juan fue uno de los que salió corriendo.
Probablemente tenía miedo de ser arrestado y llevado a prisión. Tenía
temor al peligro, temor al castigo y temor a ser humillado. Pero, tiempo
después, el mismo Juan, exiliado en Patmos por causa del testimonio
de Jesucristo, vio a un hombre asombroso de pie en medio de unas
lámparas de oro. El hombre estaba vestido con una túnica blanca y
ceñido con. un cinto de oro. Sus pies eran como el bronce bruñido y
una espada brotaba de su boca. Su cabello era blanco como la nieve y
su rostro brillaba como el sol en su esplendor. El asombro, la
reverencia, la fascinación y el temor repentinamente se concentraron
con tal fuerza en la persona de Juan que simplemente cayó al piso
inconsciente.
Luego, este Sacerdote santo, el cual Juan comprendió después que era
Jesucristo mismo, con las llaves de la muerte y el infierno en su mano,
vino y levantó a Juan, y le volvió a dar vida. Entonces, Juan ya no tuvo
temor ni se sintió amenazado. Experimentó una clase de temor
diferente: un temor divino. Fue algo santo y Juan lo sintió.
Nos hace mucha falta en la actualidad experimentar la presencia de
Dios en medio nuestro para que produzca un sentido de temor y
reverencia divinos. Es imposible inducir ese temor por medio de la
apacible música de un instrumento y de luces que brillan a través de
unos vitrales con hermosos diseños. Tampoco se puede inducir
sosteniendo un pan en la mano y aseverando que eso es Dios; mucho
menos por medio de un estado frenético de éxtasis emocional. Lo que
las personas sienten en la presencia de esa clase de paganismo no es el
verdadero temor de Dios; sólo es una experiencia que genera un temor
supersticioso.
El verdadero temor de Dios es algo hermoso porque es adoración,
amor, veneración. Es una felicidad moral muy alta por lo que Dios es.
Es un deleite tan grande que si Dios no fuese, el adorador tampoco
querría existir. Él podría fácilmente orar: “Mi Dios, sigue siendo como
eres o hazme morir. No puedo pensar en otro Dios fuera de ti”.
La verdadera adoración ha de ser realizada de forma personal en
esperanza y amor a Dios de tal forma que la idea de cambiar nuestro
afecto jamás existe, ni siquiera de forma remota. Ese es el significado
del temor de Dios. Puesto que la adoración está tan ausente hoy,
debemos preguntarnos, entonces, ¿qué estamos haciendo? Estamos
haciendo nuestro mayor esfuerzo por reconstruir el velo del templo.
Usamos medios artificiales para tratar de inducir algún tipo de
adoración.
Pienso que el diablo debe estarse riendo en el infierno y creo que Dios
debe sentirse muy triste, pues no hay temor de Dios en nuestros ojos.
Capítulo 3
Mucho de lo que llaman adoración no lo es
Le dijo la mujer: Señor, me parece que tú eres profeta. Nuestros
padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén
es el lugar donde se debe adorar. Jesús le dijo: Mujer, créeme,
que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén
adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros
adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los
judíos. Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos
adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque
también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es
Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario
que adoren.
Juan 4:19–24

Todo el contenido y las verdades de la Biblia nos enseñan que Dios,


quien no necesita nada, desea la adoración y la alabanza de los hijos
que ha creado. Esta conclusión no es solamente un asunto de algunas
porciones bíblicas. Nuestro Señor lo expresó con claridad y certeza
cuando estuvo en esta tierra. “Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo
servirás” (Lucas 4:8).
No existe una sola tribu en todo el planeta que no tenga algún tipo de
religión y alguna forma de adoración. Los seres humanos poseen un
instinto hacia la adoración. En una ocasión escribí una editorial en la
que señalé mi punto de vista sobre el hecho de que cuando un hombre
se postra de rodillas, levanta sus manos y dice: “Padre nuestro que estás
en el cielo”, está haciendo lo que le parece natural. Un hombre anciano,
al leer la editorial, hizo una excepción vehemente al respecto. Me
escribió que “sólo un editor completamente liberal” diría que la
adoración es un asunto natural para los seres humanos. El hecho es que
Dios nos hizo para adorarlo y si no hubiéramos caído con Adán y Eva,
la adoración sería la actitud más natural de todos nosotros.
Pecar no era algo natural para Adán y Eva pero desobedecieron y
cayeron, perdiendo, de este modo, el privilegio de la perfecta comunión
con Dios, el Creador. El pecado no es algo natural; Dios nunca planeó
que fuera parte de nuestra naturaleza. La esencia de este importante
asunto es que Dios todavía desea adoración pero debemos aprender que
no podemos hacerlo a nuestro antojo y adorar a Dios como nos parezca.
¿Alguna vez ha pensado en las palabras de nuestro Señor Jesús cuando
se refirió a cierto grupo de personas religiosas de su época y dijo:
“Vosotros adoráis lo que no sabéis”? Me atrevo a decirle que Jesús
estaba en efecto enfatizando una verdad fundamental sobre la
adoración. Los seres humanos tienen toda la posibilidad de encontrar
formas de adoración aparte de Cristo y de la salvación que Él ofrece.
Necesito incluso ir más allá de esta aseveración para señalar una verdad
similar y paralela. La experiencia religiosa auténtica también es posible
aparte de Cristo. Espero que no me malinterprete y me tilde de hereje.
Es cierto, acabo de decir que puede haber adoración aparte de Cristo y
que puede haber una experiencia religiosa aparte del Señor. Pero no
dije, porque no lo creo, que tales experiencias religiosas o formas de
adoración sean aceptables a Dios. Hay ciertas clases de adoración que
Dios no aceptará, aunque estén dirigidas a Él y tengan la intención de
que Él las acepte.
La Biblia registra que cuando Jesús estuvo enseñando en la tierra, le
dijo a sus oyentes que llegaría el día en que las personas le dirían: “¿No
hicimos milagros en tu nombre? ¿No profetizamos en tu nombre en las
calles?” ¿Recuerda usted la rigurosidad y la precisión de la respuesta
de Dios? “Nunca os conocí; apartaos de mí”. Los seres humanos deben
aprender a no equivocarse con respecto a la naturaleza de la verdadera
adoración, la cual siempre es en espíritu y verdad. Es totalmente
factible tener una experiencia religiosa y formas de adoración que no
son aceptables a Dios en absoluto.
El apóstol Pablo les escribió algo sencillo, conciso y contundente a los
primeros cristianos que conformaban la iglesia de Corinto. Pablo tenía
una profunda certeza de que las personas pueden tener una experiencia
de adoración que no es conforme a la voluntad de Dios, razón por la
cual esa adoración no sería jamás aceptada por Dios.
Observe lo que Pablo declara: “Antes digo que lo que los gentiles
sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios; y no quiero que
vosotros os hagáis partícipes con los demonios.” (1 Co. 10:20). El
apóstol enseñó que cualquier forma de idolatría es abominable e
inaceptable ante el Dios viviente aunque sea una experiencia muy real
para quienes la viven.
Esa es una de las razones por las cuales Jesús les dijo a cierto grupo de
personas: “Ustedes adoran lo que no saben”. Es posible que alguien
experimente los elementos de la adoración (admiración, humillación,
rendición, apego) y no pertenezca a los redimidos. Creo que vale la
pena anotar que Thomas Carlyle, en su escrito Héroes y Adoración
Heróica, nos advirtió que no cometiéramos el error de pensar que las
grandes religiones paganas del mundo son una farsa. Carlyle aseveró
eso después de realizar su investigación; en efecto, tales religiones no
son una farsa. Son absolutamente reales y auténticas; precisamente ese
es su mayor horror, que son muy reales.
Hace algunos años estuve en México y me llamó la atención ver una
iglesia muy antigua. Entré al recinto después de despojarme de mi
sombrero y observé que el piso de la iglesia era de tierra. Hice una
pausa para mirar con detenimiento las estatuas y los grabados;
entonces, vi a una anciana mujer que entraba al templo. Llevaba
consigo una pequeña bolsa con algunas cosas que había comprado.
Caminó y se arrodilló justo a una estatua de la virgen María. Observó
con profunda devoción, súplica y deseo los rasgos faciales de la
inanimada imagen. Pensé: “Esa es la clase de anhelo y deseo espiritual
que me gustaría ver que las personas derraman ante el Señor”. En mi
mente no había la menor duda de que esa mujer estaba manifestando
verdadera adoración; la experiencia era muy real para ella. Con toda
seguridad no estaba fingiendo. Quería adorar pero su adoración era
derramada sobre una inerte estatua que había sido elaborada por las
manos de algún ser humano.
Hay muchas clases de adoración que Dios jamás aceptará. La adoración
de Caín en el Antiguo Testamento no fue aceptada porque no reconoció
la necesidad de la expiación por el pecado, para reestablecer la relación
entre nuestro santo Dios y los pecadores. Caín quería agradar a Dios en
la adoración pero no ofreció un sacrificio de sangre. En cambio, “trajo
del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová”, la cual probablemente
estaba constituida por hermosas flores y una canasta de frutas. Al ver
que Dios fruncía el ceño ante su ofrenda, la actitud y la respuesta de
Caín parece poderse resumir con la siguiente frase: “No tengo la mejor
idea sobre ese asunto del pecado y la expiación”. El rechazo de Dios y
la aceptación de “los primogénitos de las ovejas” de Abel molestaron
tanto a Caín que decidió matar a su hermano.
El tipo de adoración que Caín le ofreció a Dios tiene tres fallas graves
y elementales. En primera instancia, está la idea incorrecta de que Dios
no es como realmente lo es. Esto está relacionado con la persona y el
carácter del Dios santo y soberano. ¿Cómo puede alguien adorar a Dios
de una forma aceptable sin saber cómo es Dios realmente? Caín
realmente no conocía el verdadero carácter de Dios; no creía que el
pecado del hombre era algo de eterna importancia para Dios.
En segundo lugar está el error de pensar que el hombre posee una
relación con Dios, cuando en realidad no es así. Caín asumió que
merecía ser aceptado por el Señor sin ningún tipo de intermediario. Se
rehusó a aceptar el juicio del Señor, según el cual el hombre ha sido
separado de Dios por el pecado. En tercer lugar, el registro del Antiguo
Testamento nos muestra que Caín, al igual que lo han hecho una
multitud incontable de hombres y mujeres a lo largo de la historia,
asumió erróneamente que el pecado no es un asunto realmente serio. Si
los seres humanos revisaran y consideraran los registros históricos,
descubrirían con claridad que Dios odia el pecado porque es un Dios
santo. El Señor sabe que el pecado ha llenado el mundo de dolor y
amargura y nos ha robado el propósito y el gozo primordial de la vida
que es el de adorar a nuestro Dios.
La clase de adoración que Caín ofreció fue inadecuada, no tenía un
significado verdadero. Al aplicar esa enseñanza a nuestro mundo
actual, le aseguro que yo no pasaría una hora en ninguna iglesia que se
rehúse a enseñar la necesidad del derramamiento de sangre para la
remisión del pecado por medio de la cruz y los méritos de la muerte de
nuestro Señor Jesucristo.
Hay otra clase de adoración inaceptable que está representada por la
actitud de los samaritanos en la Biblia. La historia del Antiguo
Testamento revela que Jeroboam, el primer rey de Israel después de la
división en los reinos del norte y del sur, erigió dos lugares de
adoración. Quería asegurarse de que su pueblo no tuviese el hábito de
adorar sólo en Jerusalén. Instaló becerros de oro que se podían adorar
en lugares convenientes: Betel y Dan.
La herejía de los samaritanos, la práctica de elegir qué nos gusta adorar
y rechazar lo que no nos gusta, está ampliamente difundida en la
actualidad. De hecho, ha generado todo un nuevo campo de estudio
para la sicología aplicada y el humanismo cubierta con una variedad de
disfraces religiosos. En este contexto, los hombres y las mujeres se
convierten en jueces de lo que el Señor ha dicho. En lugar de ponerse
de rodillas y permitir que el Señor los evalúe, se ponen en pie con
orgullo y evalúan al Señor.
Recibí el informe de una reunión de jóvenes celebrada en una inmensa
y famosa iglesia en Toronto. El orador invitado fue llevado a esa ciudad
para que le diera el siguiente consejo a los jóvenes cristianos modernos:
“No crean nada de la Biblia que no encaje con su propia experiencia”.
Si usted es de los que escoge, quizá haya elegido la belleza de la
naturaleza como el medio por el cual se anima a adorar. O usted
también puede ser el tipo de personas que piensan que la adoración
proviene de la música; en ese caso, hablará de música que inspira la
mente y eleva el espíritu a un estado de éxtasis.
Puesto que hemos mencionado la naturaleza y la inclinación que
algunas personas tienen a que su adoración empiece y termine con las
obras de la creación, me gustaría dejar registradas algunas ideas en este
texto. Si usted realmente se entrega al estudio de la Escritura,
descubrirá que el Antiguo Testamento es una rapsodia maravillosa
sobre la creación. Empezando por Moisés, después de leer las
instrucciones de Levítico, encontrará que este maravilloso profeta de
Dios se siente asombrado al desarrollar una aguda conciencia de la
presencia de Dios en toda la creación.
En la última parte del libro de Job, uno queda maravillado por lo
sublime del lenguaje utilizado para describir el mundo que nos rodea.
Lea los Salmos y encontrará a David literalmente danzando
embelezado, deleitándose al mirar las maravillas de la creación de Dios.
Empiece a leer el libro de Isaías y se encontrará con escenas nobles que
no son fruto de la emoción del profeta, sino del maravilloso mundo de
Dios que Isaías ve.
Estos hombres, que se pueden contar entre los más santos y piadosos
del mundo antiguo, revelaron en sus escritos que se sentían plenamente
enamorados de la belleza natural que los rodeaba. Pero siempre vieron
la naturaleza como la obra de arte de un creador glorioso, todopoderoso
y absolutamente sabio.
Permítame hacer una observación más sobre nuestra civilización
actual. Considero que es un hecho triste y lamentable el que en su
mayoría, las gentes de nuestra época parecen leones de zoológico
nacidos en cautiverio. Nacen en hospitales, andan por andenes de
concreto, respiran aire contaminado y finalmente vuelven al hospital a
morir. Nunca tienen la oportunidad de sentir la tierra en sus pies.
En el medio en el que nos desenvolvemos no es común que la belleza
de la naturaleza le sea comunicada a nuestro ser. Casi nunca alzamos
nuestros ojos para contemplar el cielo que Dios creó, excepto cuando
un avión atraviesa el firmamento o cuando queremos saber qué ropa
vestir por causa del clima. Parece absurdo, pero en medio de la
innumerable cantidad de maravillas creadas, hemos perdido de forma
casi imperceptible la capacidad de asombrarnos.
Si el Espíritu Santo descendiera otra vez como al inicio de la iglesia y
visitara las congregaciones con el dulce y ardiente poder del
pentecostés, nos convertiríamos en cristianos más grandiosos y en seres
más santos. Aún más, seríamos mejores poetas y artistas más
inspirados; amaríamos a Dios y su universo con mayor intensidad.
Los hombres siguen tratando de convencerse a sí mismos de que hay
muchas formas correctas de adorar. Pero en su revelación, Dios nos ha
enseñado que Él es espíritu y los que lo adoran deben adorarlo en
espíritu y en verdad. Dios quita el tema de la adoración de las manos
de los hombres y lo pone en las manos del Espíritu Santo. Ninguno de
nosotros tiene la capacidad de adorar a Dios si no se nos imparte el
Espíritu Santo. La operación del Espíritu de Dios es la que nos capacita
para adorar a Dios de una forma aceptable por medio de la persona de
Jesucristo, que es Dios mismo. Por ende, la adoración se origina en
Dios, llega a nosotros y sale de nosotros como si fuese reflejada por un
espejo. Dios no acepta ningún otro tipo de adoración.
Vivimos en un mundo al revés en el cual muchísimas personas no
tienen nada de claridad con respecto a lo que creen o a lo que deberían
creer. La mayoría de esas personas se excusan diciéndonos que están
“buscando la verdad”. Algunas iglesias tienen también ese eslogan y
aseveran que quienes asisten a su congregación no tienen que creer
nada sino simplemente buscar la verdad.
Quienes no se enfocan en el nuevo nacimiento o la guía del Espíritu
Santo, responderán al impulso natural que tenemos de adorar algo. Si
este tipo de personas no tienen mucha educación, quizá maten un pollo,
se pongan las plumas en la cabeza y bailen en círculo. A esas personas
las llamamos brujos. Pero si tienen educación, quizá escriban poesía y
digan algo semejante a lo que dijo Edwin Markham en su escrito
titulado Hice una Peregrinación para encontrar a los dioses.
Markham escribió: “Vi su mano brillante enviándome señales desde el
sol”. En mi caso, jamás tuve ese tipo de señales. Vivimos en un país en
el que hay Biblias disponibles en todo lado y el evangelio se predica
con fidelidad. Con todo, los hombres buscan a Dios en altares antiguos,
en tumbas y en lugares oscuros y sucios. Con razón, finalmente
terminan creyendo que Dios les está enviando señales desde el sol.
Generalmente, hay personas que se molestan conmigo cuando digo que
necesitamos desenmascarar este tipo de buscadores de la “verdad”.
Necesitamos redoblar nuestros esfuerzos para decirle al mundo que
Dios es Espíritu y quienes lo adoran deben adorarlo en espíritu y en
verdad. Es preciso que intervengan el Espíritu Santo y la verdad. No
podemos adorar sólo en el espíritu porque el espíritu sin verdad queda
indefenso. Tampoco podemos adorar sólo en verdad porque caemos en
la teología sin fuego. La adoración debe ser en espíritu y en verdad.
Es necesario que estén presentes la verdad de Dios y el Espíritu del
Señor. Cuando una persona se rinde al Señor, cree la verdad de Dios y
es llena del Espíritu Santo, incluso el susurro más sencillo es un acto
de adoración.
El hecho trágico y escueto es que el esfuerzo que hacen muchas
personas para adorar es inaceptable ante Dios porque sin una infusión
del Espíritu Santo, no puede haber verdadera adoración. Esto es algo
serio. Me resulta difícil descansar en paz todas las noches a sabiendas
de que millones de personas religiosas simplemente tienen tradiciones
eclesiales y costumbres religiosas pero no logran acceder a Dios.
Debemos adorar humildemente a Dios en espíritu y en verdad. Cada
uno de nosotros está frente a la verdad para ser evaluado y resulta claro
que la presencia y el poder del santo Espíritu de Dios, lejos de ser un
lujo opcional en nuestras vidas como cristianos, es una necesidad.
Capítulo 4
Nacidos para adorar a Dios
Y al hombre dijo: Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y
comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él;
maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella
todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá, y
comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el
pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado;
pues polvo eres, y al polvo volverás. Y llamó Adán el nombre de
su mujer, Eva, por cuanto ella era madre de todos los vivientes.
Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y
los vistió. Y dijo Jehová Dios: He aquí el hombre es como uno de
nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue
su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para
siempre. Y lo sacó Jehová del huerto del Edén, para que labrase
la tierra de que fue tomado. Echó, pues, fuera al hombre, y puso
al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida
que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol
de la vida.
Génesis 3:17–24

Una de las tragedias más grandes que puede suceder, incluso en las
épocas más iluminadas de la historia, es el fracaso de millones de
personas al no descubrir la razón por la cual nacieron en este mundo.
Niéguelo si quiere (y algunas personas lo harán) pero donde quiera que
hay seres humanos, hay personas sufriendo a causa de una especie de
amnesia depresiva y desesperanzadora que los obliga a clamar, bien sea
silenciosamente en su interior o con una frustración audible, “ni
siquiera sé por qué nací”.
Para ilustrar este asunto, me gustaría compartir una historia con usted,
una historia que podría haber sucedido en cualquier lugar. Se trata de
un hombre que perdió la memoria y, por ende, perdió su identidad. En
una ocasión tenía que reunirme con un amigo en la alcaldía de la
ciudad. Estaba sentado esperando en una banca cerca del pasillo del
lugar. De repente, un agradable y bien vestido joven se me acercó y se
sentó a mi lado. Me sonrió con una sonrisa que me pareció un tanto
confusa.
-¿Nos conocemos?- le pregunté.
-No, no lo creo- repuso y luego añadió – Creo que estoy metido en un
lío-. Luego prosiguió. –Me sucedió algo. Creo que me resbalé en algún
sitio de esta ciudad, me caí y me golpeé la cabeza. No puedo recordar
nada con claridad. Cuando me desperté, me dí cuenta de que me habían
robado; se habían llevado todos mis documentos y mis tarjetas. No
tengo identificación y no sé quien soy.
-Usted debe tener familiares en algún lugar; ¿no tiene algunos datos de
ellos?
-Es probable que tenga familia pero no recuerdo nada.
Estaba a punto de decirle a este confundido hombre que tendría que ir
a la policía porque yo no contaba con los medios para ayudarlo. Justo
en ese momento, observé a un distinguido caballero de pie en el andén
cerca de la banca donde estábamos sentados. También lucía confundido
e inquieto pero al dirigir su mirada hacia nosotros, dejó salir un grito
de alegría. Se acercó a toda prisa y llamó al hombre que estaba conmigo
por su nombre. Lo apretó y le estrechó la mano.
-¿Dónde has estado? ¿Qué has estado haciendo? Todas los miembros
de la orquesta están supremamente preocupados por ti.
El hombre que había estado perdido lucía desconcertado.
-Discúlpeme señor pero yo no lo conozco. Mejor dicho, no lo
reconozco.
-¿Qué? ¿No me conoces? Vinimos a Toronto hace tres días. ¿Acaso no
sabes que somos miembros de la filarmónica y que tú eres el primer
violinista? Hemos cumplido nuestros compromisos sin ti y te hemos
estado buscando por todas partes.
-¡Entonces, ese soy yo y esa es la razón por la cual estoy aquí! Pero
todavía no sé si puedo tocar el violín.
Incidentes semejantes a este suceden en todo el mundo. La policía
busca a muchas víctimas de amnesia y los doctores enfrentan este
problema con sus pacientes. Pero, ¿por qué narro esta historia? Para
recordarle quiénes fueron los primeros padres de la raza humana: un
hombre llamado Adán y su mujer Eva.
Adán sufrió una caída y recibió un terrible golpe; junto a él en esa
catástrofe se encontraba Eva, su esposa. Cuando trataron de remover la
niebla de sus mentes, mirándose uno al otro, se dieron cuenta de que ya
no sabían dónde estaban ni por qué razón estaban vivos. No sabían el
propósito de su existencia.
Desde ese momento, los seres humanos han estado separados de Dios;
puesto que deben vivir en un mundo caído y enfermo, claman diciendo:
“No tengo la menor idea de por qué nací”. Quienes seguimos la
revelación dada por nuestro Dios Creador creemos firmemente que
Dios no hace nada sin un propósito. Por ende, estamos convencidos de
que Dios tenía un propósito noble en mente cuando nos creó. También
tenemos la certeza de que la voluntad de Dios es que los seres humanos
deseemos comunión con el Señor por sobre todas las cosas porque
fuimos hechos a su imagen y semejanza.
Según su plan, debía ser una comunión perfecta fundamentada en una
adoración apasionada de quien creó y sustenta todas las cosas. Si usted
conoce el catecismo de la iglesia ortodoxa presbiteriana, sabrá que la
primera pregunta que postula desde que fue escrito hace cientos de años
es: “¿Cuál es el fin primordial del hombre?”
La respuesta es simple pero profunda y se basa en la revelación y la
sabiduría de la Palabra de Dios. “El fin primordial del hombre es
glorificar a Dios y disfrutarlo por toda la eternidad”. Esa aseveración
no necesita explicación para una persona inteligente. Adorar y
glorificar a Dios es el fin primordial de todo hombre y mujer.
Entonces, ¿por qué tantas personas no lo han entendido? ¿Por qué
tantos ignoran el amor y el plan de Dios a lo largo de toda su vida? ¿Por
qué tanta gente maldice las situaciones desagradables por las que
atraviesan en sus vidas, clamando en medio de la desesperanza: “Oh,
ni siquiera sé por qué nací en este mundo”? ¿Cómo es posible que la
voluntad deseada del creador para todos los hijos e hijas de Adán haya
sido frustrada de una forma tan contundente?
En estos días en los que el pecado la violencia y la transgresión abundan
por doquier, debemos señalar que existe una negación casi universal de
la naturaleza malintencionada y pecaminosa de la raza humana como
resultado de la caída del hombre; hecho que es fielmente registrado en
el libro de Génesis.
Permítame asegurarle que no sólo por medio de la revelación de Dios
en su Palabra podemos aprender lo necesario para conocernos a
nosotros mismos. La Palabra de Dios nos enseña con franqueza el gran
daño que sufrimos, el cual nos produjo adormecimiento y amnesia. Se
trata del triste recuento de la caída del hombre de su estado de
perfección original. Cuando Adán y Eva decidieron esa mañana que
tenían el derecho de poner su propia voluntad por encima de la voluntad
del Creador, experimentaron la terrible caída. El resultado fue la
pérdida de la identidad que Dios les había dado.
Trataron de eliminar la confusión de sus mentes y su corazón pero al
mirarse uno al otro, comprendieron que ya no sabían el propósito de su
existencia. Repentinamente habían sido afligidos por una extraña
amnesia, surgida del perverso pecado de la desobediencia. Ya no sabían
con exactitud en dónde se encontraban y tampoco tenían el sentido
divino de la razón por la cual habían sido creados y lo que tenían que
hacer.
¡Qué tragedia! Adán y Eva perdieron la gloria de Dios a pesar de haber
sido creados para reflejar al todopoderoso. Ya que habían sido hechos
a la imagen de Dios, Adán y Eva se parecían más al Señor que los
ángeles celestiales. Dios creó a los hombres para mirarlos y ver en ellos
un reflejo más grande de su gloria que el que hay en los cielos llenos
de estrellas. Lastimosamente, el espejo se tornó opaco y difuso. Cuando
Dios vio al hombre pecador, ya no podía ver su propia gloria. El
hombre se había vuelto un ser desobediente y pecaminoso; había
fracasado en cumplir el propósito para el cual había sido creado: Adorar
a su creador en la belleza de la santidad.
Los hombres de nuestra época se sienten cansados, culpables y
perdidos, por ende, están demasiado ocupados solucionando las
tragedias de sus familias y sus sociedades como para mirar al pasado y
reconocer la terrible y abrumadora tragedia que sucedió en la caída del
hombre. Es una tragedia compleja porque Dios había aseverado con
alegría: “Hagamos al hombre a nuestra imagen” (Génesis 1:26).
Luego, Dios se inclinó, tomó un poco de barro, le dio forma e hizo al
hombre. Después, sopló aliento de vida en su nariz y éste se convirtió
en un ser viviente.
Posteriormente, el Creador le pidió al hombre que observara el resto de
la creación. “Todo esto es tuyo, y Yo soy tuyo”, le dijo Dios. “Te miraré
y veré en tu rostro el reflejo de mi propia gloria. Ese es tu propósito;
has sido creado para adorarme, glorificarme y tenerme como tu Dios
por siempre”. Pero una vez Dios se retiró por un instante, el maligno,
el dragón llamado Satanás, envenenó las mentes del hombre y de su
amada mujer. Entonces, ellos pecaron contra Dios.
Cuando Dios retornó, volvió como si no supiera nada sobre la tragedia
que había ocurrido. Lo llamó: “Adán, ¿dónde estás?” Adán salió de su
escondite con plena conciencia de su culpa y su vergüenza. Dios le dijo:
“Adán, ¿qué hiciste?”. El hombre confesó: “Comimos del fruto del
árbol que nos prohibiste comer, pero fue la mujer que me diste la que
me sedujo”. Dios le dijo a la mujer: “¿Qué has hecho?” y ella le
respondió: “Fue la serpiente la que me engañó”.
En ese breve lapso nuestros primeros padres aprendieron el arte de
echarle la culpa a otra persona. Esa es una de las grandes evidencias del
pecado: la traición, y la aprendimos directamente de nuestros primeros
padres. No aceptamos la culpa de nuestro pecado e iniquidad; culpamos
a otros.
Si usted no es el hombre que debería ser, probablemente le eche la culpa
a su esposa o a sus ancestros o, quizá, a su lugar de trabajo. Si usted no
es el joven que debería ser, probablemente culpe a sus padres. Si no es
la mujer o la esposa que debería ser, quizá culpe a su esposo o a sus
hijos. Ya que el pecado es tan horrible, preferimos culpar a otros.
Culpamos y volvemos a culpar; por eso es que estamos donde estamos.
Por eso es que la enfermedad nos atrapa y nos lleva hasta la tumba. Por
eso es que suceden los accidentes. Por eso es que hay cárceles,
hospitales mentales y cementerios. Sí, todo es por causa de la gran
tragedia y el desastre que llamamos la caída del hombre. ¿Acaso esta
trágica realidad es lo único que existe? ¿No hay nada más allá?
No, no. Esta es la respuesta que le damos a cada una de las personas
que conforman la raza humana: tenemos maravillosas noticias para
usted. Es la noticia de que el Dios que nos creó, no se cansó de nosotros.
No le dijo a los ángeles: “Ráelos del universo y elimínalos de mi
memoria”. Por el contrario dijo: “Todavía los anhelo. Todavía quiero
que sean un espejo en el que pueda mirar y ver mi gloria. Aún quiero
ser admirado por mi pueblo. Aún quiero que me disfruten y Yo sea su
Dios por siempre”.
Por eso Dios envió a su Hijo unigénito por medio del milagro de la
encarnación. Cuando Jesús estuvo en la tierra, reflejó la gloria del
Padre. El Nuevo Testamento dice que Él es el resplandor de la gloria
de Dios y el brillo de su persona. Cuando Dios vio al hijo de María, se
vio a sí mismo reflejado. ¿A qué se refería Jesús cuando dijo: “El que
me ha visto a mí ha visto al Padre”?
Lo que en realidad estaba diciendo es: “Cuando me ven, están viendo
la gloria del padre reflejada. He venido a culminar la obra que me ha
encomendado”. Dios se glorificó en su Hijo, aunque en el momento de
la muerte de Jesús, la gloria fue terriblemente estropeada. Los
pecadores le halaron la barba, golpearon su rostro y le arrancaron el
cabello. Le produjeron inmensos moretones en la frente; lo clavaron a
la cruz, donde gimió, sudó y sufrió durante seis horas antes de entregar
su espíritu y morir.
Las campanas de los cielos sonaron porque los hombres que estaban
perdidos habían sido redimidos. El camino del perdón estaba abierto
para los pecadores. Al tercer día, Jesús resucitó de entre los muertos y
desde entonces ha estado a la diestra del Señor. Dios se ha ocupado
desde entonces de redimir un pueblo para sí y llevarlo al propósito
original de ser reflejos de su gloria.
Ciertamente, la adoración del Dios amoroso es el propósito principal
por el cual existe el hombre. Para eso nacemos en la tierra y por esa
razón volvemos a nacer espiritualmente. Es por eso que fuimos creados
y también es el motivo por el cual Dios nos vuelve a crear. Por ello
hubo un génesis al principio y por eso mismo hay un re-génesis llamado
regeneración. También por eso hay una iglesia. La iglesia cristiana
existe para adorar a Dios primero que todo. Todas las demás cosas
deben estar en segundo, tercer, cuarto o quinto lugar.
Hace muchas generaciones en Europa, el amado santo de Dios, el
hermano Lawrence, se hallaba en su lecho de muerte. Perdía su fuerza
física rápidamente; observó a los que se reunían a su lado. “No estoy
muriendo. Sólo estoy haciendo lo mismo que he estado haciendo
durante los últimos cuarenta años y lo que espero hacer por toda la
eternidad”.
“¿A qué te refieres? ¿Qué estás haciendo?”, le preguntaron. Y
respondió al instante: “Estoy adorando al Dios que amo”.
Adorar a Dios era un asunto primordial para el hermano Lawrence.
También estaba muriendo pero eso era secundario. Finalmente murió y
enterraron su cuerpo en algún lugar pero su alma estaba viva porque
había sido creada a la imagen de Dios. Por eso, todavía está adorando
con todos los santos alrededor del trono de Dios.
Realmente es triste, muy triste, escuchar los lamentos de muchas
personas en la actualidad que jamás han descubierto la razón por la cual
nacieron. Esto me trae a la mente la descripción que el poeta John
Milton hace sobre la patética soledad y perdición de nuestros primeros
padres. Él dice que después de que los echaron del jardín, “se tomaron
de la mano y caminaron en solitario a través del valle”.
Capítulo 5
Debemos adorar sólo al Dios Eterno
¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios
mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios
le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros,
santo es. Nadie se engañe a sí mismo; si alguno entre vosotros se
cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que llegue a ser
sabio. Porque la sabiduría de este mundo es insensatez para con
Dios; pues escrito está: El prende a los sabios en la astucia de
ellos. Y otra vez: El Señor conoce los pensamientos de los sabios,
que son vanos. Así que, ninguno se gloríe en los hombres; porque
todo es vuestro: sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas, sea el mundo,
sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo por venir, todo
es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios.
1 Corintios 3:16–23

La tecnología es fundamental en esta generación. Gran parte de nuestra


forma de pensar con relación a la adoración refleja un deseo de
intercambiar un alto concepto de la eternidad de Dios por un criterio a
corto plazo llamado aquí y ahora. Mi ministerio de la enseñanza de la
Palabra de Dios no ha estado marcado por la controversia con la
verdadera ciencia. He manifestado mis sospechas sobre una variedad
de perspectivas cuyo origen claramente está en los fundamentos de la
pseudociencia que generalmente trata de eliminar a Dios del universo.
Yo jamás podría adorar a un Dios que no esté relacionado con la
eternidad.
Por otro lado, las respuestas que la ciencia nos provee son respuestas
de corto plazo. Los científicos quizá pueden mantenernos vivos por
unos cuantos años más pero los cristianos sabemos cosas que Einstein
no sabía. Por ejemplo, sabemos por qué estamos en la tierra. Podemos
decir por qué razón nacimos y también sabemos el valor de las cosas
eternas.
Confieso que solía leer teorías sobre cosas como la cuarta dimensión
pero hace unos años dejé de intentar entenderlas. No tengo nada en
contra de la ciencia y su intención de buscar el significado de las cosas,
sus relaciones e interacciones. No tengo la intención de refutar con
ignorancia a los científicos. Mi posición es la siguiente: dejar que el
científico trabaje en su campo y yo lo haré en el mío. Me siento tan
agradecido como cualquier otra persona por los beneficios de la
investigación y espero que los científicos pronto descubran la cura para
las enfermedades del corazón, pues he perdido muchos buenos amigos
a causa de ataques cardiacos repentinos.
Pero quisiera que me escuche lo que tengo que decir sobre la diferencia
esencial que existe entre los asuntos de corto plazo relacionado con
nuestro ser físico y la relación eterna que hay entre el creyente y su
Dios. Si usted logra curar a una persona de difteria cuando es un bebé
o de fiebre amarilla en su adolescencia o de un ataque cardiaco cuando
cumple cincuenta años de edad, ¿qué tanto ha logrado? Si esa persona
vive y alcanza los noventa años y todavía está sin Dios y no sabe por
qué razón nació, simplemente le ha perpetuado la vida a una “tortuga
del fango”. El hombre que jamás se ha encontrado con Dios y no ha
nacido de nuevo es como una tortuga con dos patas en lugar de cuatro
y no tiene caparazón ni cola porque sencillamente todavía no sabe de
qué se trata la vida.
Me siento agradecido de haber encontrado una promesa del Dios de
toda gracia que está relacionada con lo eterno y los asuntos de largo
plazo. Pertenezco a un ejército de hombres sencillos que creen la
verdad revelada en la Biblia.
Somos la gente que cree que Dios en el principio creó los cielos y la
tierra y todo cuanto hay en ellos. Creemos que Dios hizo al hombre a
su imagen y sopló en él aliento de vida y le dijo: “Ahora vive en mi
presencia y adórame porque ese es tu principal propósito. Crece y
multiplícate, y llena la tierra de otros adoradores”.
Es cierto, estas personas sencillas, estos creyentes le dirán a usted que
Dios creó las flores para ser hermosas y las aves para cantar de forma
que los seres humanos pudiesen disfrutarlas. El científico, con una
perspectiva totalmente distinta, jamás admitiría ese hecho. El científico
sostiene que las aves cantan por una razón totalmente diferente.
“Es el macho el que canta y lo hace solamente para atraer a la hembra
con el fin de unirse y procrear”, asevera el científico. “Es simplemente
biológico”. Es en este punto que le pregunto al científico: “¿Por qué el
ave no simplemente no chilla o grazna? ¿Por qué tiene que cantar
armónicamente como si estuviera sincronizado con un arpa?”
Creo que la respuesta es sencilla: simplemente porque Dios lo creó para
cantar. Si yo fuera un ave macho y quisiera atraer a una hembra podría
hacer acrobacias o contorsiones o hacer toda suerte de piruetas. Pero
¿por qué canta el ave de una forma tan hermosa? Es porque el Dios que
lo creó es el mejor músico del universo. Es el compositor del cosmos;
creó el arpa que hay en esas pequeñas gargantas, las cubrió de plumas
y les dijo: “Id y cantad”. Agradecidas, las aves obedecieron y han
estado cantando y alabando a Dios desde que fueron creadas.
El científico podría protestar y decir: “No, no”. Pero mi corazón me
indica que es así y la Biblia declara lo mismo. “Hizo todas las cosas
hermosas en su tiempo” (Eclesiastés 3:11). Insisto, Dios hizo los
árboles para que dieran fruto para la raza humana. No obstante, el
científico se encoge de hombros y dice: “Por supuesto que los árboles
producen fruto para que haya nuevas semillas y de esa forma se
reproduzcan más frutos. Tenemos el derecho a replicar: “¿Por qué es
tan necesario que el árbol dé fruto si la reproducción es lo único que
importa, sin tener en cuenta la bendición y la ayuda que presta?” Dios
hizo el fruto y le dijo al hombre: “Disfrútalo”.
Dios también hizo las bestias del campo para que el hombre usara las
pieles para vestirse. También hizo las ovejas con su lana para ser
esquilada de tal forma que el hombre pudiese hacer sacos y abrigos que
lo calentaran. Dios hizo el pequeño y humilde gusano de seda y le
proveyó hojas de mora como alimento para que pudiera salir de su
caparazón. Los hombres han descubierto cómo desenredar los capullos
para producir la encantadora seda que tanto admiramos. Ciertamente
no formo parte de los diez hombres mejor vestidos del mundo pero me
gusta más una hermosa corbata de seda que cualquiera de las sintéticas
que son elaboradas en los tanques de una fábrica.
Me parece que es mucho más encantador y satisfactorio creer lo que
Dios dice sobre todas las cosas que nos ha concedido para que las
disfrutemos, es decir, que todo tiene un propósito. De hecho, la persona
más sabia en el mundo es aquella que más conoce a Dios. La única
persona digna de ser llamada inteligente es aquella que entiende que la
respuesta a la creación, a la vida y a la eternidad es una respuesta
teológica y no una respuesta científica. Es preciso empezar con Dios;
después de eso uno comienza a entender todas las cosas en su contexto
correcto. Todas las cosas encajan cuando se empieza con Dios.
Me pregunto si usted me entenderá de la forma correcta lo que voy a
decir a continuación. Un buen número de cristianos ha adquirido el mal
hábito de dejarse influenciar mal por aquellas personas que
consideramos “iluminados” porque ostentan títulos y honores. Esta
indebida deferencia hacia el conocimiento intelectual y los logros
necesita ser equilibrada. Como cristianos, respetamos el estudio y la
investigación. Valoramos las largas horas que se dedican al progreso
académico pero siempre debemos tener en mente la sabiduría y las
instrucciones de Dios.
Sin importar cuanta educación obtengamos en cierto campo de estudio,
siempre habremos aprendido sólo pequeñas porciones de la verdad. Por
otro lado, el cristiano más sencillo, el cual puede llevar muy pocos días
en el reino de Dios, ya ha aprendido muchas cosas maravillosas que
conforman el núcleo de la verdad. Ese creyente puede confesar que
conoce a Dios y conocer a Dios es potencialmente algo más grande que
lo que todos los maestros de este mundo podrían jamás impartir, porque
esos profesores, si no están con Dios, están tratando de descubrir la
verdad desde afuera.
En todo esto hay un milagro; ese nuevo creyente, que unos cuantos días
antes de su conversión era un pecador perdido y condenado, pasa a ser
por la fe, por medio de la gracia, un hijo de Dios que está dentro de la
verdad y observa el mundo desde esa perspectiva. No pretendemos
minimizar los muchos logros conseguidos por las personas ilustradas y
educadas de este mundo que pertenecen al pabellón del conocimiento.
Pero estudiar y esforzarse solamente por las cosas de este mundo no es
suficiente porque la clave siempre es Dios. A Él le corresponde ser el
centro de todas nuestras actividades. En últimas todas las puertas se
deben abrir por medio de la fe con una llave que se llama Dios.
Si queremos tener una comprensión satisfactoria y duradera de la vida,
debemos recibirla de lo alto. Empieza con la confesión de que
ciertamente Dios, que se nos ha revelado por su Palabra, es el gran pilar
que sustenta el universo. Una vez creemos eso, pasamos a reconocer
que hemos descubierto su gran propósito eterno. Dios hizo al hombre
y la mujer a su propia imagen y luego por medio de su plan de salvación
nos ha redimido y restaurado para que lo amemos y lo adoremos por
toda la eternidad.
Dios dijo: “Creé al hombre a mi imagen y debe estar sobre todas las
demás criaturas. Debe gobernar las bestias de la tierra, las aves de los
cielos y los peces del mar. El hombre redimido incluso debe estar por
encima de los ángeles del cielo. Debe entrar a mi presencia perdonado
y confiado. Debe adorarme y contemplar mi rostro por todos los
siglos”.
Dios es el único fundamento cierto. El gozo que produce la seguridad
le pertenece a los creyentes. Yo empecé a compartir con ellos cuando
me convertí a la edad de diecisiete años. Hasta ese momento no sabía
nada sobre el amor, la esperanza, la confianza o la fe en Dios. Hay
millones de personas en la actualidad que están tan perdidos como lo
estaba yo porque todavía no conocen a Dios y están confundidos con
respecto a la existencia; les falta el conocimiento de la vida venidera.
Los cristianos de los cuales estoy hablando son los santos, los
espirituales, los hijos de Dios. Ellos poseen una perspectiva más bella
del mundo que la de los científicos porque dicen: “Sabemos lo que
creemos; sabemos que estamos en este mundo para adorar y disfrutar a
Dios y también sabemos lo que Dios está dispuesto a hacer durante toda
la eternidad por aquellos que lo aman”. Por ende, esta clase de personas
sabe cosas importantes que son de carácter eterno y permanecen ocultas
a los hombres y mujeres que tratan de hallar las respuestas de la vida y
el mundo presente en la ciencia.
La persona promedio, sin fe ni esperanza ni Dios, está inmersa en una
búsqueda personal y desesperada a lo largo de toda su existencia. No
tiene claridad sobre dónde está, lo que está haciendo en este mundo y
mucho menos hacia dónde se dirige. Lo triste del asunto es que la vida
que vive la vive con un tiempo prestado y un dinero y fortalezas que
tampoco le pertenecen; sabe a ciencia cierta que finalmente algún día
morirá. Todo se reduce a la expresión desconcertante que muchos
deberían admitir: “Se nos perdió Dios en algún lugar del camino”.
¿Qué sucede cuando las personas pierden a Dios? Creo que es bastante
evidente que se ocupan mucho tratando de encontrar algo más que
puedan adorar. El ser humano, el cual fue hecho más a la imagen de
Dios que cualquier otra criatura creada, se ha convertido en un ser
menos semejante a Dios que las demás criaturas. Es como si se hubiese
retirado de forma huraña a vivir en su mundo y en vez de reflejar la
gloria de Dios, para lo cual fue creado, prefiriese reflejar su propia
pecaminosidad.
Ciertamente es una tragedia por sobre cualquier otra tragedia de las que
ocurren en este mundo que el hombre, creado con un alma diseñada
para adorar, cantar y alabar la gloria de Dios, se aísle con mezquindad
y enojo en su mundo egoísta. El amor ha desaparecido de su corazón y
la luz de su mente. Puesto que ha perdido a Dios, tropieza a ciegas en
su recorrido por su oscuro mundo para encontrarse finalmente sólo con
una tumba.
En una entrevista radial, se le hizo una pregunta a un brillante y famoso
autor canadiense; la perspicaz pregunta trataba sobre el mundo
moderno. “¿Cuál considera usted que es el error más preocupante que
estamos cometiendo en nuestra civilización y en nuestra sociedad
moderna?”. Su respuesta fue corta y contundente. “Considero que
nuestro más craso error es la inocente creencia de que los humanos
somos las criaturas especiales del Dios todopoderoso, creer que somos
más importantes que otras cosas en el mundo y que Dios tiene un amor
especial por nosotros”.
¡Por favor, amigo! El hombre tal como fue creado originalmente es el
amado de Dios. De hecho, el hombre es el amado de todo el universo.
Desde que me enteré de que Jesús vino al mundo para ser mi salvador,
he conducido mi vida por la guía de Dios revelada en la Escritura. Sin
importar cuán brillante sea la mente de un hombre, no me puede
desestabilizar con respecto a las cosas de Dios. Me lanza sus
conclusiones terrenales y sus objeciones sin causar efecto alguno.
De hecho, las diferencias entre la incredulidad y la fe, la desesperanza
y la certeza, el punto de vista humano y la perspectiva de Dios,
usualmente se hacen evidentes cuando el creyente se enfrenta a la
muerte. Sabemos que cuando John Wesley estaba partiendo de este
mundo, trató de cantar, pero su voz estaba prácticamente muerta. Tenía
cerca de noventa años; habían viajado cientos de miles de millas a
caballo, predicando tres y hasta cuatro veces al día, para fundar una
gran iglesia. Era totalmente arminiano en su teología pero cuando sus
familiares y amigos se reunieron junto a su lecho, trataba con sus pocas
fuerzas de cantar las palabras de un viejo himno calvinista:
Alabaré a mi Creador mientras viva,
Y cuando mi alma se enfrente a la muerte
Usaré lo mejor que tenga en mi ser para adorar
Por eso no me dejo llevar por la emoción al discutir la postura teológica
que cada una de estas escuelas enseña. Si Isaac Watts, que era un
cristiano calvinista, pudo escribir esa alabanza a Dios y John Wesley,
que era un cristiano arminiano, pudo cantarla con todo el corazón; si
ambos pueden reunirse y abrazarse en la gloria, ¿por qué debo dejar
que me obliguen a confesar a cuál escuela pertenezco? ¿Por qué razón
debo permitir que me importunen con ese asunto?
Fui creado para alabar y adorar a Dios. Fui redimido para poder
adorarlo y disfrutarlo. Ese es el tema primordial, amado hermano y
hermana en Cristo. Es por esa razón que invitamos de todo corazón a
los hombres a convertirse, recibiendo a Jesús como Señor y Salvador.
Dios no le pide que venga a Cristo para obtener paz mental o para que
sea un mejor hombre o mujer de negocios. Usted fue creado para adorar
y Dios desea que usted conozca la redención que Él brinda para que
nazca en su corazón el deseo de adorarlo y alabarlo sólo a Él.
Capítulo 6
Asombrados por la presencia de Dios
En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un
trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima
de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían
sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno
al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los
ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. Y los quiciales de
las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa
se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto;
porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio
de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey,
Jehová de los ejércitos. Y voló hacia mí uno de los serafines,
teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con
unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que
esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.
Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién
irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a
mí.
Isaías 6:1–8

A lo largo de los años muchas veces he escuchado decir a personas


educadas e inteligentes: “Déjeme contarle cómo descubrí a Dios”. No
sé si estos descubridores lograron pasar de su hallazgo a adorar a Dios
con humildad; pero lo que sí sé es que todos los seres humanos
estaríamos en terribles problemas y totalmente alejados de Dios si Él
no se nos hubiera revelado por su gracia y amor.
Me molesta y me duele un poco el que tantas personas tengan una
esperanza de poder llegar a Dios, entenderlo, tener comunión con Él,
por medio de sus capacidades intelectuales. ¿Cuándo entenderán que si
pudiesen “descubrir” a Dios por medio del intelecto, serían iguales a
Dios? Nos vendría bien hacer un descubrimiento de Dios semejante al
descrito por el profeta Isaías.
En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono
alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. (6:1)
Ahora bien, aquel que Isaías vio era totalmente diferente y
absolutamente distante de cualquier otra cosa que nunca antes hubiese
visto. Hasta ese momento de su vida, Isaías había conocido las buenas
cosas que Dios había creado, pero jamás había estado ante la presencia
de aquel que no fue creado.
Para Isaías, el violento contraste que hay entre aquel que es Dios y
aquello que no lo es fue tan aterradora que su propio lenguaje sufrió
por el esfuerzo que hizo el profeta para expresar su revelación. Resulta
importante notar que fue Dios quien decidió revelarse al hombre. Isaías
podría haber intentado conocer a Dios por medio de su intelecto durante
un millón de años, sin tener siquiera una sola oportunidad de cumplir
su propósito. Todo el conocimiento acumulado del mundo entero es
insuficiente para llegar a conocer a Dios.
No obstante, el Dios viviente puede revelarse al espíritu de un hombre
dispuesto en tan sólo un segundo. Sólo cuando sucede una experiencia
semejante es posible que un Isaías o cualquier otro hombre o mujer diga
con humildad y certeza: “Lo conozco”.
A diferencia de los hombres, Dios jamás actúa sin propósito. Cuando
se reveló a Isaías, lo hizo con propósitos eternos. El profeta trató de
transmitirnos un recuento verdadero pero lo que realmente sucedió es
más grandioso de lo que Isaías escribió de la misma forma que Dios es
más grandioso que la mente humana. Isaías confesó que jamás había
visto al Señor sentado en su trono. Muchos críticos modernos que han
estudiado el registro dejado por Isaías nos advierten del peligro del
antropomorfismo: el intento de otorgarle a Dios ciertos atributos
humanos.
Por mi parte, nunca le he tenido temor a las grandes palabras. Que los
demás piensen lo que quieran pero yo creo que Dios está sentado en un
trono, investido con su propia soberanía. También creo que Dios está
sentado en un trono y determina todos los eventos para que finalmente
sucedan conforme al propósito que determinó en Cristo Jesús antes del
inicio del mundo.
Ahora bien, puesto que estamos tratando el tema de la adoración,
consideremos el gozo y los deleites de las criaturas celestiales, los
serafines, que están alrededor del trono de Dios. La siguiente es la
narración hecha por Isaías:
Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos
cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el
uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los
ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. (6:2–3)
Sabemos muy poco sobre estas criaturas pero me impresiona la actitud
de suprema adoración que manifiestan estos ángeles. Están cerca del
trono de Dios y dejan ver un amor fervoroso por el Dios trino. Se
encuentran absortos en sus cantos antifonales: “Santo, Santo, Santo”.
Muchas veces me he preguntado por qué los rabíes, los santos y los
adoradores de los tiempos de antaño no llegaron al conocimiento de la
trinidad observando solamente la adoración de los serafines: “Santo,
Santo, Santo”. Soy trinitario; creo en un Dios, el Padre todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra. Creo en un Señor Jesucristo, Hijo del
Padre, engendrado antes de todos los siglos. Creo en el Espíritu Santo,
el Señor y dador de vida, quien junto al Padre y al Hijo recibe adoración
y gloria. La escena de los serafines adorando a Dios es conmovedora.
Entre más leo mi Biblia, más creo en el Dios trino.
En la visión de Isaías, los serafines cantaban su alabanza a la Trinidad
ochocientos años antes de que María llorara de gozo y su Bebé dejara
oír su llanto en el pesebre de Belén, cuando la segunda persona de la
Trinidad, el Hijo eterno, viniera a morar entre nosotros en la tierra. Las
palabras claves de entonces y la esencia de nuestra adoración actual
debe ser confesar: “Santo, Santo, Santo”.
Veo que muchos cristianos no se sienten realmente cómodos con los
santos atributos de Dios. En tales casos me veo obligado a preguntar
sobre la calidad de la adoración que intenta ofrecerle al Señor. La
palabra “Santo” es más que un simple adjetivo que describe el hecho
de que Dios es un Dios santo; es una atribución de gloria al Dios trino
por parte de unos seres extasiados. No estoy seguro de que realmente
entendamos lo que significa pero me parece que deberíamos intentar
producir una definición.
La plenitud de la pureza moral le pertenece solamente a Dios; no puede
ser de otra forma. Debemos pasar por alto todo lo que parece ser bueno
en los hombres y mujeres porque somos humanos y ninguno de
nosotros es moralmente puro. Abraham, David, Elías, Moisés, Pedro y
Pablo fueron todos hombres buenos que disfrutaron de una plena
comunión con Dios, pero todos ellos tenían fallas y debilidades
humanas porque eran miembros de la raza de Adán. Cada uno de estos
hombres tuvo que experimentar un humilde arrepentimiento. Puesto
que Dios conoce nuestros corazones y nuestras intenciones, puede
restaurar a los hijos sinceros que forman parte de la fe. Gran parte de
nuestro problema para establecer y mantener la comunión con un Dios
santo es que muchos cristianos se arrepienten sólo de lo que hacen y no
de lo que son. Deberíamos aprender a preocuparnos por la calidad de
nuestra adoración al considerar que la reacción de Isaías fue una
sensación de absoluta profanidad al estar ante la presencia de la pureza
moral de Dios. Considere el hecho de que Isaías era un joven loable,
culto, religioso, y primo del rey. Habría sido un buen diácono en
cualquier iglesia. En la actualidad se le pediría que sirviera en una de
nuestras juntas directivas de misiones.
Pero la experiencia que vivió lo dejó perplejo. Quedó asombrado y todo
su mundo repentinamente se disolvió en un brillo vasto y eterno. Quedó
atrapado por el brillo que lo envolvió y se vio tal como era: rojo y negro,
los colores del pecado. ¿Qué fue lo que sucedió? Isaías, que sólo era un
ser humano, tuvo un vistazo de aquel cuyo carácter y naturaleza están
determinados por la perfección. Sólo pudo atinar a decir: “Mis ojos han
visto al Rey”.
La definición de la palabra santo sin lugar a duda debe dejar un espacio
para el “misterio”, especialmente si, en nuestro intento de adoración,
queremos tener una perspectiva correcta de nuestro Dios. Hay líderes
en varios círculos cristianos que saben tanto sobre las cosas de Dios
que se ofrecen a responder cualquier pregunta que uno tenga.
Podemos intentar responder inquietudes de la mejor forma posible pero
siempre existe un sentido de misterio divino que recorre todo el reino
de Dios y que es muy superior al misterio que los científicos describen
al recorrer todo el reino de la naturaleza.
Hay quienes pretenden saber todo sobre Dios; pretenden poder explicar
cualquier cosa sobre Él, Su creación, Sus pensamientos y Sus juicios.
Forman parte de los cristianos racionales y culminan por eliminar el
misterio de la vida y de la adoración. Al hacer eso, también sacan a
Dios de la escena.
La actitud de “sabelotodo” que vemos en algunos maestros de la
Palabra en la actualidad los pone en una posición muy difícil. Se ven
obligados a criticar fuertemente y a condenar a cualquier otro hombre
que asume una posición un tanto distinta a la de ellos. Nuestra
inteligencia y nuestro conocimiento pueden llegar a eliminar ese divino
asombro que debe existir en nuestro espíritu, esa silenciosa y
maravillosa admiración que nos lleva a confesar: “Oh, Señor Dios, tú
lo sabes todo”.
En Isaías seis encontramos una escena clara de lo que le sucede a una
persona al estar en el misterio de la presencia de Dios. Isaías, abrumado
por sus fallas personales, sólo atina a confesar humildemente: “Soy
hombre de labios inmundos”. Quisiera anotar que Isaías reconoció que
era distinto a la persona frente a la cual estaba; esa experiencia le
enseñó algo del misterio de la persona de Dios. En esa presencia, Isaías
no halló espacio para las bromas o para un cinismo inteligente o para
la familiaridad. Por el contrario, descubrió algo extraño en Dios. Es
decir, una presencia desconocida para un hombre pecador, mundano y
autosuficiente.
Una persona que haya sentido lo que Isaías experimentó jamás podrá
bromear con expresiones como “chuchito” o “alguien allá arriba que
me ama”. Quedó registrado que una de las actrices de Hollywood que
solía seguir asistiendo a los clubes nocturnos después de su supuesta
conversión a Cristo le dijo a alguien: “Deberías conocer a Dios. ¿Sabes
una cosa? Dios es un muñeco adorable”. En otra parte leí que un
hombre dijo: “Dios es un buen compinche”.
Confieso que cuando escucho o leo esas cosas, siento un gran dolor en
mi interior. Mi amado hermano o hermana, hay algo de Dios que lo
hace diferente, algo que está más allá de nosotros, por encima de
nosotros, algo trascendente. Debemos tener una disposición humilde de
derramar nuestros corazones y clamar: “Dios, da luz a mi
entendimiento o de lo contrario jamás te podré conocer”.
El misterio, la extrañeza está en Dios. Nuestro Señor no espera que nos
comportemos como zombis cuando nos volvemos cristianos pero sí
espera que nuestra alma esté abierta al misterio que hay en Dios. Creo
que es apropiado decir que un cristiano debería ser un misterio andante
porque ciertamente es un misterio andante. Por la guía y el poder del
Espíritu Santo, el cristiano está inmerso en un hábito y en una vida
diaria que no se puede explicar. Un cristiano debería tener en su vida
un elemento que está más allá de la sicología, más allá de las leyes
naturales y conforme a las leyes espirituales.
Dios es fuego consumidor. Leemos que es cosa horrenda caer en las
manos del Dios vivo. ¿Recuerda el primer capítulo de Ezequiel? El
profeta vio los cielos abiertos. Tuvo una visión de Dios y luego
presenció unas criaturas de cuatro caras que refulgían como el bronce.
Pienso que los cristianos deberíamos tener ministerios y testimonios
que nos caractericen como hombres que brillan como el bronce. Puesto
que nuestro Dios es santo, es totalmente hostil hacia el pecado. Dios
sólo puede ser fuego consumidor contra el pecado por toda la eternidad.
En otro pasaje, Isaías preguntó: “¿Quién de nosotros morará con el
fuego consumidor? ¿Quién de nosotros habitará con las llamas
eternas?” (33:14).
Isaías no estaba pensando en los que estarían separados de Dios, sino
en los que estarían junto a Dios y morarían con él. Él responde su propia
pregunta: “El que camina en justicia y habla lo recto; … éste habitará
en las alturas” (33:15–16).
El eslogan del Ejército de Salvación siempre ha sido “sangre y fuego”.
Estoy a favor de eso en las cosas de Dios. Sabemos que la sangre de
Cristo nos limpia. Las referencias que hay en la Escritura en cuanto al
proceder de Dios usualmente están relacionadas con una llama santa.
Juan el Bautista señaló a la venida de Cristo y dijo: “Yo a la verdad os
bautizo en agua para arrepentimiento;… él os bautizará en Espíritu
Santo y fuego” (Mateo 3:11).
La exclamación de Isaías fue un grito de dolor. Fue el angustioso y
revelador grito de alguien que es consciente de su impureza. El profeta
experimentó la imperfección de la criatura comparada con la santidad
del Creador. ¿Qué debería suceder en una conversión genuina? ¿Qué
debería sentir una persona cuando experimenta el nuevo nacimiento?
Debería haber una exclamación genuina de dolor. Por eso es que no me
gusta el evangelismo que invita a las personas a establecer comunión
con Dios simplemente firmando una tarjeta de aceptación.
Debería haber un nacimiento interior como resultado de una luz
celestial. Debería haber una experiencia de dolor que surge del hecho
de vernos ante la imagen de un Dios santo, santo, santo. A menos que
lleguemos a esa convicción y a ese dolor, no estoy seguro de que
nuestro arrepentimiento sea verdadero y profundo.
En la actualidad, el punto no es si tenemos la pureza de Isaías; si
tenemos la conciencia que él tuvo sobre su estado pecaminoso. Él era
impuro y, gracias a Dios, fue consciente de eso. El mundo actual es
también impuro pero no parece ser consciente de su estado.
La impureza unida a la inconciencia produce terribles consecuencias.
Eso es lo que anda mal en la iglesia cristiana y en todo el
protestantismo. Nuestro problema es la maldad que se encuentra en el
círculo de los justos, de aquellos que se llaman santos, aquellos que
pretenden ser grandes hombres de Dios. Nos gusta la visión y la
conciencia que tuvo el profeta Isaías pero no nos gusta el carbón
ardiente que le pusieron en sus labios. La purificación es por sangre y
por fuego. Los labios de Isaías representaban toda su naturaleza y
fueron purificados por fuego. Después, Dios le pudo decir: “Es quitada
tu culpa, y limpio tu pecado” (6:7).
Isaías llegó a tener un sentido de restauración moral por medio del dolor
y el asombro y al instante después de recobrar esa inocencia, estaba
listo para adorar y dispuesto a servir conforme a la voluntad de Dios.
Si cada uno de nosotros quiere tener la certeza del perdón y desea que
le sea restaurada su inocencia moral, el fuego de la gracia de Dios debe
tocarnos. Sólo por medio del profundo amor de Dios el hombre puede
hallar el perdón y ser restaurado y llevado a servir.
Es justo preguntarnos si existe otra forma en la que las criaturas de Dios
podamos llegar al estado de estar dispuestos a servirle. En respuesta a
ese interrogante, quiero recordarle las profundas necesidades de
nuestros días modernos en los que los hombres tratan de acomodar a
Dios a la idea que ellos tienen de lo divino. Muchos creen que es posible
llegar a controlar a un Dios soberano y lo reducen a un plano en el cual
lo pueden usar como les parezca.
Incluso en nuestros círculos cristianos, somos dados a depender de
técnicas y métodos en la obra que Cristo nos ha dado. Sin una completa
dependencia del Espíritu Santo, estamos propensos al fracaso. Si
erróneamente hemos llegado a pensar que podemos hacer la obra de
Cristo por nosotros mismo, jamás veremos el cumplimiento de la tarea
que el Señor nos ha encomendado. El hombre que Dios usará es aquel
que ha sido quebrantado por la visión de la santidad del Señor; es un
hombre que ha visto al Rey en su belleza y esplendor.
Nunca jamás debemos dar por sentado nada con respecto a nuestro
estado. ¿Sabe qué persona es las que más me inquieta? ¿Sabe por quién
es que más oro en mi trabajo pastoral?
Por mí mismo. No digo eso para aparentar ser humilde, sino porque
toda mi vida le he predicado a personas que son mejores que yo.
Una vez más le digo que Dios nos ha salvado para ser adoradores.
Ruego a Dios que nos muestre una visión de nuestro estado y que nos
quebrante totalmente porque cuando estamos en ese estado podemos
llegar a adorar a Dios y a ser sus testigos.
Capítulo 7
La adoración genuina involucra los sentimientos
Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos
del Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las
sinagogas de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres
o mujeres de este Camino, los trajese presos a Jerusalén. Mas
yendo por el camino, aconteció que al llegar cerca de Damasco,
repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo; y cayendo
en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús,
a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón.
Él, temblando y temeroso, dijo: Señor, ¿qué quieres que yo haga?
Y el Señor le dijo: Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo
que debes hacer. Y los hombres que iban con Saulo se pararon
atónitos, oyendo a la verdad la voz, más sin ver a nadie. Entonces
Saulo se levantó de tierra, y abriendo los ojos, no veía a nadie;
así que, llevándole por la mano, le metieron en Damasco, donde
estuvo tres días sin ver, y no comió ni bebió.
Hechos 9:1–9

¿Cuánto tiempo cree que va a transcurrir, si el Señor Jesús aún no ha


vuelto, entre hoy y el día en que algunas de las nuevas y maravillosas
iglesias como las que hay en el valle Baliem de Irian Jaya, en Indonesia,
envíen misioneros a predicar el evangelio en Canadá y Estados Unidos?
Si esa idea lo incomoda, necesita urgentemente leer este capítulo.
Tengo una razón para sugerir esto como una posibilidad en algún
momento en el futuro. En Chicago, me presentaron un hermano
cristiano profundamente comprometido con el Señor que venía de su
país, la India, con un testimonio conmovedor y agradecido de la gracia
de Dios en su vida. Le pregunté por la iglesia de la cual venía. No era
pentecostal. Tampoco era anglicano o bautista; mucho menos
presbiteriano o metodista. Ni siquiera sabía qué significaba el término
“interdenominacional”. Simplemente era un hermano en Cristo.
El hombre había nacido en la religión hindú pero se convirtió y llegó a
ser un discípulo de Jesucristo leyendo y estudiando con seriedad el
Nuevo Testamento y los eventos relacionados con la muerte y
resurrección de nuestro Señor. Hablaba en inglés lo suficientemente
bien como para expresar su preocupación por el mundo y por las
iglesias. Le pedí que predicara en el púlpito de la iglesia que pastoreo.
Por medio de ese encuentro comprendí que a menos que despertemos
espiritualmente, a menos que seamos llevados una vez más a un amor,
una adoración y una alabanza genuina, Dios puede quitarnos el
candelabro. Es probable que lleguemos a necesitar misioneros que
vengan a nuestra tierra y nos muestren lo que es un cristianismo
genuino y avivado.
Jamás deberíamos olvidar que Dios nos creó para ser adoradores
gozosos pero el pecado nos condujo a todo menos a la adoración. Luego
por el amor y la misericordia de Dios manifestados en Cristo Jesús,
fuimos restaurados a la comunión con Dios por medio del milagro del
nuevo nacimiento. “Has sido perdonado y restaurado”, nos recuerda
Dios, “Soy tu Creador, Redentor y Señor y me deleito en tu alabanza”.
Querido amigo, no se cómo lo haga sentir eso, pero en mi caso, siento
que debo responder a Dios con todo mi corazón. Me alegra que Dios
me considere un adorador.
He usado la palabra “sentir” y sé que quizá usted tenga una reacción
instantánea en contra de ella. De hecho, hay personas que me han dicho
de forma dogmática que jamás permitirán que los “sentimientos” hagan
parte de su vida y su experiencia espiritual. Usualmente les respondo:
“Lo lamento por ustedes”. Digo esto porque tengo una definición muy
real de lo que creo es la verdadera adoración: la adoración es sentir en
el corazón.
En la fe cristiana deberíamos poder usar la palabra “sentir”
tranquilamente y sin tener que pedir excusas. No hay peor cosa que se
pueda decir de la iglesia cristiana que el hecho de que somos personas
sin sentimientos. La adoración siempre debe surgir de una actitud
interna y posee un sinnúmero de características incluyendo lo mental,
espiritual y emocional. Es probable que en ocasiones usted no adore
con el mismo nivel de pasión, amor y asombro con el que lo hace en
otras ocasiones pero la actitud y el estado de la mente son consistentes
cuando uno adora al Señor.
Cuando un padre y esposo está molesto, la intensidad del amor y la
preocupación por su familia parece ser poca; lo mismo sucede cuando
está cansado luego de largas horas de trabajo o cuando ciertos eventos
lo hacen sentirse deprimido. Externamente quizá no muestre tanto amor
hacia su familia pero lo cierto es que el amor está presente porque el
amor no es sólo un sentimiento. Es una actitud y un estado de la mente.
Es un acto continuo que está sujeto a diferentes niveles de intensidad y
perfección.
Entré al reino de Dios con gozo, al saber que había sido perdonado.
Conozco las emociones que nacen cuando uno se convierte a Cristo.
No obstante, recuerdo muy bien que al principio de mi vida cristiana
había personas que me advertían sobre los peligros de los
“sentimientos”. Me citaban el ejemplo bíblico de Isaac al sentir los
brazos de Jacob y pensar que eran los de Esaú. Por ende, el hombre que
se guiaba por los sentimientos estaba equivocado.
Eso suena interesante, pero no es algo sobre lo cual se pueda
fundamentar una doctrina cristiana. Piense en la narración que aparece
en el evangelio de la mujer enferma con un flujo de sangre durante doce
años y que había padecido muchas cosas y visitado a muchos doctores.
Marcos nos cuenta que cuando ella oyó hablar de Jesús, vino en medio
de la multitud y simplemente tocó el manto del Señor. “Y en seguida
la fuente de sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba sana de
aquel azote” (Marcos 5:29). Luego, sabiendo lo que el Salvador había
hecho en su cuerpo, “vino y se postró delante de Él, y le dijo toda la
verdad” (5:33). Su testimonio fue manifestado en adoración y
alabanza; ella sintió en su cuerpo que había sido sanada.
Quienes hemos sido bendecidos en nuestro ser interior con toda
seguridad no nos guiamos solamente por las emociones; por otro lado,
si nuestros corazones no sienten nada, significa que estamos muertos.
Si mañana usted se levanta y no siente absolutamente nada en su brazo
derecho (es decir si observa que su brazo está totalmente dormido),
utilizará su mano derecha para vestirse e irá rápidamente al doctor
porque eso sólo puede indicar que posee un serio problema de salud.
La verdadera adoración, entre otras cosas, es un sentir en nuestro
corazón con respecto al Señor nuestro Dios, y debemos estar dispuestos
a expresar ese sentir de la manera más apropiada. Podemos expresar
nuestra adoración a Dios de muchas formas. Pero si amamos al Señor
y somos guiados por su Santo Espíritu, nuestra adoración siempre irá
acompañada de una actitud deleitable de admiración, asombro y sincera
humildad de nuestra parte.
El hombre o la mujer cuyo corazón es orgulloso y altivo no pueden
adorar a Dios de una forma aceptable porque son tan orgullosos como
el diablo mismo. Debe haber humildad en el corazón de la persona que
pretende adorar a Dios en espíritu y en verdad.
La forma moderna de pensar que caracteriza al hombre de hoy con
respecto a la adoración me hace sentir muy incómodo. Vale la pena
mencionar que la verdadera adoración jamás será el resultado de la
manipulación más la ingeniería. ¿Acaso no se vislumbra en el futuro
un momento en el que las iglesias llamen a sus pastores los “ingenieros
espirituales”? He oído que hay siquiatras a los que llaman “ingenieros
humanos” porque, obviamente, el trabajo de ellos está relacionado con
nuestra cabeza. Hemos reducido tantas cosas a los términos de la
ingeniería, lo científico o lo sicológico que el advenimiento de los
“ingenieros espirituales” es una posibilidad muy real. Pero esto jamás
reemplazará lo que he venido denominando en este libro como el
asombro maravilloso que caracteriza a los adoradores registrados en la
Biblia.
Encontramos muchos ejemplos de ese asombro y esa maravilla
espiritual en el libro de los Hechos. Estos elementos siempre están
presentes cuando el Espíritu Santo dirige a los creyentes. De otra parte,
es también cierto que cuando el Espíritu Santo no está presente, el
asombro y la maravilla desaparecen. Los ingenieros pueden realizar
muchas cosas valiosísimas en sus campos de acción pero no hay
ninguna capacidad o habilidad humana que pueda realizar los milagros
y misterios de Dios entre los hombres. Si no hay asombro, si no hay
una experiencia sacra, todos nuestros esfuerzos para lograr adorar serán
inútiles. No hay adoración sin el Espíritu.
Si fuese posible comprender y discernir a Dios por medio de cualquiera
de nuestros medios humanos, entonces no podríamos adorarlo porque
hay una verdad innegable, jamás doblaremos nuestras rodillas y
diremos: “Santo, Santo, Santo”, a alguien o algo que logramos descifrar
y entender con nuestra mente. Aquello que logro explicar jamás me
llevará al punto del asombro; nunca podrá llenarme de admiración,
devoción o fascinación.
Los filósofos solían referirse al misterio de la persona de Dios como el
“misterium conundrum”. Pero los que somos hijos de Dios por medio
de la fe lo llamamos “Padre nuestro que estás en los cielos”. En las
actividades de la iglesia en las que hay vida, bendición y asombro en la
adoración, también hay una sensación de misterio divino. Pablo lo
expresó de forma suprema para nosotros al decir: “Cristo en vosotros,
la esperanza de gloria”.
Entonces, ¿qué sucede en una iglesia cristiana cuando la obra vital y
fresca del Espíritu de Dios produce un avivamiento? Según mi estudio
y observaciones, un avivamiento generalmente produce un
reestablecimiento del espíritu de adoración, que no es resultado de la
ingeniería o la manipulación. Es algo que Dios les concede a las
personas que tienen hambre y sed de Él. Junto al espíritu renovado
surge un bendito espíritu de amorosa adoración.
Los creyentes adoran con toda disposición porque poseen una
perspectiva sublime de Dios. En algunos grupos, Dios ha sido reducido,
resumido, modificado, editado, transformado e interpretado a tal punto
que ya no es el Dios que vio Isaías, alto y sublime. Puesto que ha sido
reducido en las mentes de tantas personas, ya no contamos con la
inagotable confianza que antes teníamos en el carácter del Señor. Pero
Él sigue siendo el Dios ante el cual podemos ir sin dudas ni temores.
Sabemos que no nos engañará ni nos decepcionará. No cambiará su
pacto ni su forma de pensar. Debemos estar convencidos. Debemos
tener convicción para poder presentarnos ante su presencia con
absoluta confianza. Nuestro corazón debe creer que: “sea Dios veraz,
y todo hombre mentiroso” (Romanos 3:4).
El Dios de toda la tierra no puede equivocarse y no necesita ser
transformado; por el contrario, el inadecuado concepto que el hombre
tiene de Dios sí necesita transformación. Afortunadamente, puesto que
Dios nos hizo a su imagen, nos concedió la capacidad de apreciar y
admirar sus atributos. En una ocasión escuché al Dr. George D.
Watson, uno de los grandes maestros bíblicos de esta generación,
señalar que los hombres pueden tener dos clases de amor hacia Dios: el
amor de gratitud o el amor excelente. Nos instó a pasar de la gratitud a
un amor a Dios sólo por el hecho de que Él es Dios y por la excelencia
de su carácter.
Infortunadamente, los hijos de Dios casi nunca traspasan los límites de
la gratitud. Rara vez escucho a alguien decir en medio de sus oraciones
que adora a Dios y lo alaba por la excelencia de su carácter. Muchos
somos cristianos “Santa Claus”. Creemos que Dios es una persona que
decora el árbol de navidad y lo llena de regalos. Ese tipo de amor es
muy inmaduro.
Debemos avanzar y conocer la bendición de la adoración en la
presencia de Dios sin que nos ataquen pensamientos de querer terminar
pronto. Necesitamos deleitarnos en la presencia de la excelencia
infinita e indecible. Ese tipo de adoración tiene los ingredientes de la
fascinación y la emoción de la excelencia moral. Es evidente que
algunos de los hombres y mujeres que aparecen en la Biblia conocieron
este tipo de fascinación en su comunión con Dios. Si hemos de amar y
servir a Jesús, el Hijo, es necesario permitir que el Espíritu Santo
ilumine nuestras vidas para que nos tome y nos lleve a la presencia de
Dios.
¿Qué se necesita para que el corazón del hombre diga lo siguiente?
“Oh Jesús, Jesús, mi amado Señor,
Perdóname si pronuncio, por amor,
Tu sacro nombre
Mil veces al día”.
“Arde, arde, oh amor, dentro de mi corazón,
Arde con fervor noche y día,
Hasta que toda la escoria de los amores terrenales,
Se queme totalmente y desaparezca”.
Esas palabras surgieron del corazón adorador que tenía Frederick W.
Faber. Este hombre estaba totalmente fascinado por las cosas que había
experimentado en la presencia y la comunión de su amoroso Dios y
Salvador. Su corazón poseía una intensa emoción moral. Frederick se
sentía avasallado por el asombro de la magnitud inconcebible y el
esplendor moral del ser al que llamamos nuestro Dios.
Esa fascinación hacia Dios necesariamente tiene un elemento de
adoración. En este contexto quizá usted quiera pedirme una definición
de adoración. Responderé a esta pregunta diciendo que cuando
adoramos a Dios, todos los hermosos ingredientes de la adoración
llegan a un punto blanco de calor incandescente producido por el fuego
del Espíritu Santo. Adorar a Dios significa que lo amamos con todo
nuestro ser interior; lo amamos con temor, asombro, deseo y
fascinación. La admonición dada por Jesús en Mateo 22:37, que nos
insta a “amar al Señor tu Dios con todo tu corazón… y con toda tu
mente”, sólo puede significar una cosa; significa que lo adoremos.
Uso con mucha moderación el término “adorar” porque es una palabra
preciosa. Amo a los niños y a las personas pero no puedo decir que los
adoro porque reservo la adoración para el único que la merece. No me
puedo arrodillar delante de cualquier otro ser o en cualquier otra
presencia con un temor reverente, con el asombro y el anhelo que me
hacen sentir una pertenencia tan profunda que puedo exclamar: “mío,
mío”.
Podrán cambiar las palabras de los himnos pero cada vez que un
hombre o una mujer de Dios se entregan plenamente a la adoración,
exclamarán: “Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré”
(Salmo 63:1). La adoración se convierte en una experiencia totalmente
personal de amor entre Dios y el adorador. Eso fue lo que sucedió con
David, Isaías y Pablo. Y es lo mismo que sucede con todos aquellos
cuyo deseo es poseer a Dios. Esta es la maravillosa verdad: Dios es mi
Dios.
Hermano o hermana en Cristo, usted sólo puede decir nosotros, con
verdadero significado, después de haber dicho Dios y yo. Es imposible
que usted sepa qué es amar a las personas de este planeta si no se ha
encontrado con Dios en la soledad de su alma; es decir, cuando sólo
están usted y Dios –como si no hubiera nadie más en el mundo.
Aquellos que han escrito sobre la devota mujer canadiense llamada
Santa Anne, han dicho que: “Ella le habla a Dios como si no hubiera
nadie más, excepto el Señor, y como si Él no tuviera otros hijos,
excepto ella”. En realidad no es que ella sea una mujer egoísta, sino que
ha logrado hallar el placer y el significado que caracterizan la
experiencia de quienes derraman su devoción personal y su adoración
a los pies del Señor.
Consagrarse no es una tarea difícil para quienes han tenido un
verdadero encuentro con Dios. Un hijo del Señor que conoce la
adoración y la fascinación genuina, solamente anhela tener la
oportunidad de derramar su corazón a los pies de su Salvador. En una
ocasión un joven me habló de su vida espiritual. Había sido cristiano
durante varios años pero estaba preocupado porque quizá no estaba
cumpliendo la voluntad de Dios para su vida. Me habló de la frialdad
que había en su corazón y de la falta de poder espiritual. Comprendí
que estaba desilusionado y temeroso de llegar a un estado en el que su
corazón se endureciera. Le dí una palabra de aliento que provenía de
los escritos de Bernard de Clairvaux: “Mi hermano, el único corazón
que se ha endurecido es el que no reconoce que se ha endurecido.
La única persona que está en sequía espiritual es la que no reconoce
que está en medio de una sequía. Cuando estamos preocupados por
nuestra frialdad, es el resultado de un anhelo que Dios ha puesto en
nuestro corazón. Dios no nos ha rechazado”.
Dios pone un anhelo y una necesidad en nuestros corazones y después
responde a ella; Él no se burla de nosotros y huye. Dios nos pide que
busquemos su rostro en arrepentimiento y amor y luego descubrimos
que toda la plenitud de su gracia nos está esperando; y, por la gracia de
Dios, esa es una promesa para todos los seres humanos.
Probablemente usted ha leído algo de Blaise Pascal, el famoso
científico francés del siglo diecisiete que ha sido considerado uno de
los seis más grandes pensadores de todos los tiempos. Era considerado
un genio en matemáticas y su trabajo científico fue muy amplio. Fue
filósofo y escritor pero lo mejor de todo es que una noche experimentó
un encuentro personal y abrumador con Dios que le cambió la vida.
Pascal escribió en un pedazo de papel un breve recuento de su
experiencia; dobló el papel y lo puso en un bolsillo junto a su corazón,
aparentemente como un recuerdo de lo que había sentido. Los que
estuvieron con él el día de su muerte hallaron el papel arrugado y
gastado. Pascal había escrito lo siguiente de su propio puño y letra:
Desde cerca de las diez y treinta de la noche hasta las doce y media:
fuego. Oh, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob; no el dios
de los filósofos y los sabios. El Dios de Jesucristo que sólo puede ser
conocido en los caminos del evangelio. Seguridad, sentimiento, paz,
gozo, lágrimas de gozo. Amén.
¿Fueron esas las palabras de un fanático o un extremista? No. La mente
de Pascal fue una de las más brillantes. Pero el Dios viviente había
irrumpido y penetrado todo lo que era humano, intelectual y filosófico
en el ser de este hombre. Pascal, asombrado, sólo pudo describir en una
palabra la visitación que recibió en su espíritu: “fuego”.
Entienda que esa no fue una aseveración en medio de muchas oraciones
para que las personas la leyeran; fue la expresión de éxtasis proveniente
de un hombre rendido durante dos asombrosas horas en la presencia de
su Dios. No hubo ninguna clase de ingeniería humana ni de
manipulación en ese momento. Sólo hubo asombro, fascinación y
adoración producida por la presencia del Espíritu Santo de Dios
mientras Pascal adoraba.
Lo que necesitamos en medio de nosotros es una visitación genuina del
Espíritu. Necesitamos que en el pueblo de Dios sea impartido un
espíritu de adoración.
Capítulo 8
Las iglesias que le fallan a Dios también fallan en la
adoración
Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento
del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura
de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes,
llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por
estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia
las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad en amor,
crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de
quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas
las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad
propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir
edificándose en amor. Esto, pues, digo y requiero en el Señor:
que ya no andéis como los otros gentiles, que andan en la vanidad
de su mente, teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de
la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza
de su corazón.
Efesios 4:13–18

Muchas personas que sienten que “nacieron en la iglesia” y muchos que


simplemente dan por sentadas las tradiciones de la iglesia nunca se
detienen a pensar por qué razón hacemos lo que hacemos en la iglesia
y lo llamamos adoración. Es probable que desconozcan e incluso es
posible que no valoren al tipo de cristiano que Pedro describe como
“real sacerdocio, nación santa y pueblo adquirido”.
Permítame postular entonces, la pregunta que tantas personas con un
transfondo religioso jamás se atreven a preguntar. ¿Cuál es la
definición verdadera de la iglesia cristiana? ¿Cuáles son los propósitos
básicos por los cuales existe la iglesia?
Ahora, permítame responder.
Creo que la iglesia local existe para hacer como cuerpo lo que todo
creyente debería hacer de forma individual; es decir, adorar a Dios.
La iglesia existe para mostrar la excelencia de aquel que nos llamó de
las tinieblas a su luz admirable; existe para reflejar la gloria de Cristo
brillando en nosotros por medio del ministerio del Espíritu Santo.
Voy a decirle algo que le va a sonar extraño. Incluso a mí también me
suena extraño mientras lo digo, porque no estamos acostumbrados a
decirlo en nuestras comunidades cristianas. Somos salvos para adorar
a Dios. Todo lo que Cristo ha hecho por nosotros en el pasado y todo
lo que está haciendo ahora nos conduce a ese propósito. Si negamos
esta verdad y decimos que la adoración no es realmente importante,
podemos culparnos por la forma de pensar que impera en muchas
iglesias cristianas. ¿Cómo puede la iglesia de Jesús ser una escuela
espiritual cuando la mayoría de las personas jamás se gradúa del primer
grado? Eso me hace pensar en el viejo chiste sobre un hombre al que
se le preguntó si era bien educado. “Debería serlo”, respondió, “pasé
cinco años en cuarto grado”.
Pero no hay nada gracioso en la confesión de cualquier hombre o mujer
que dice que debería ser un buen cristiano y aún no lo es, a pesar de
haber pasado los últimos diecinueve años de su vida en segundo y tercer
grado de la vida cristiana. ¿En qué parte de la Escritura dice que la
iglesia cristiana se dedique a que todos sus miembros permanezcan
estáticos? ¿De dónde vino la idea de que si uno es cristiano y se basa
en la fe, no necesita crecer? ¿Con base en qué autoridad afirmamos que
no debemos preocuparnos por la madurez cristiana y el desarrollo
espiritual?
Pregúntele a las personas de la iglesia por qué se convirtieron y le
responderán: “Para poder ser felices, felices, muy felices. Todos los que
están felices, digan amén”.
Esta condición no es algo aislado. Están presentes en toda América y
más allá. Supongo que en todo el mundo estamos muy ocupados
evangelizando y llevando personas al primer grado de la vida en la
escuela espiritual. Parece que hay una idea extendida y aceptada, según
la cual podemos dejar a los creyentes en el primer grado hasta que el
Señor vuelva y luego Él les dará autoridad sobre cinco ciudades.
Ahora bien, los que me conocen saben bien que no digo estas cosas
sobre la iglesia tratando de lucir inteligente o de burlarme de la iglesia.
Tampoco las digo porque esté procurando parecer más santo que los
demás. Vivimos en una época en la que el Espíritu de Dios nos dice:
“¿Qué tan genuina es tu preocupación por los perdidos? ¿Cuán honestas
son tus oraciones de preocupación por la iglesia de Cristo y su
testimonio en el mundo? ¿Cuánta agonía sientes en el alma por las
presiones de esta vida y la sociedad moderna con relación al bienestar
espiritual de tu propia familia?”
Le haremos mucho daño a la iglesia y a los que amamos si no
reconocemos los tiempos tan terribles en los que vivimos. ¿Es usted tan
ingenuo como para creer y esperar que todas las cosas van a ser iguales
semana tras semana, mes tras mes y año tras año?
Es probable que conozcamos mucho mejor la historia de nuestro país
que la del resto del mundo. Pero haríamos bien en recordar la historia
y el destino final de Roma que fue uno de los imperios más civilizados
jamás conocido, y cayó como un gigantesco árbol podrido. Roma
seguía contando con su fortaleza militar y externamente lucía poderosa
pero se había derrumbado internamente. Gozaba de comida y bebida
sin límites, tenía diversión por medio de los circos y el coliseo.
También tenían pasiones, lujurias e inmoralidades desenfrenadas.
¿Cuál fue el gran ejército que logró derrocar el imperio romano? Roma
cayó ante las hordas bárbaras del norte: los Lombardos, los Hunos y los
Ostrogodos, pueblos a quienes ni siquiera les importaba el calzado de
los romanos. Roma se había engordado y debilitado; era descuidada y
despreocupada. Por ende, Roma murió. El imperio romano en el
occidente terminó cuando el último emperador, Rómulo Augusto, fue
depuesto en el año 476 d.C.
La tragedia que le sucedió a Roma en su interior es la misma clase de
amenaza que puede dañar y poner en peligro a una iglesia complaciente
y mundana. Es difícil que una iglesia orgullosa y despreocupada
funcione como iglesia espiritual, madura y adoradora. Siempre existe
el peligro inminente de fracasar ante Dios.
Muchas personas leales a la iglesia, a las formas y a las tradiciones
niegan que el cristianismo evidencie cualquier tipo de falencia en
nuestras vidas. Pero es el desangramiento interno el que produce la
muerte y la ruina. Podríamos ser derrotados en el momento en que nos
desangremos demasiado en nuestro interior. Recuerde las expectativas
que tiene Dios con relación a la iglesia cristiana; es decir, los creyentes
que conforman el invisible cuerpo de Cristo. El plan revelado de Dios
nunca fue que las iglesias cristianas se degeneraran al punto de
funcionar como clubes sociales. La comunión de los santos que la
Biblia aconseja jamás depende de la variedad de conexiones sociales
que se promueven en las iglesias en estos tiempos modernos.
El objetivo nunca fue que la iglesia cristiana funcionara como un foro
en el que se discuten los eventos actuales. Dios no planeó tener una
revista popular que sirviera como libro de texto y proveyera la
plataforma desde la cual se lanzara un debate secular sobre algún tema.
Es probable que usted me haya oído hablar sobre el drama y la
actuación, sobre la hipocresía de las apariencias. Si es así, usted no se
sorprenderá cuando declaro sin temor a equivocarme que el objetivo
jamás ha sido que la iglesia de Jesucristo se convierta en un teatro
religioso. Cuando construimos un santuario y lo dedicamos a la
adoración a Dios, ¿estamos obligados a dar un espacio en la iglesia para
que quienes se dedican al entretenimiento muestren sus talentos poco
profesionales?
No puedo creer que el Dios santo, amoroso y soberano que nos ha dado
un plan de salvación eterna basado en los sufrimientos y la muerte de
nuestro Señor Jesucristo pueda sentirse agradado cuando su iglesia se
dedica a estos espectáculos. No somos ni lo suficientemente santos ni
lo suficientemente sabios como para discutir en contra de las muchas
aseveraciones que contiene la Biblia y que enseñan la expectativa de
Dios hacia su pueblo, la iglesia, el cuerpo de Cristo.
Pedro nos recuerda que si somos creyentes que valoran la obra de Cristo
a nuestro favor, somos una generación escogida, un sacerdocio real,
una nación santa, un pueblo especial y único ante los ojos de Dios.
Pablo les dijo a los atenienses que un creyente efectivo y obediente es
un hijo de Dios que vive, se mueve y es lo que es en Dios. Si estamos
dispuestos a confesar que hemos sido llamados a salir de las tinieblas y
a manifestar la gloria de aquel que nos llamó, también deberíamos estar
dispuestos a dar los pasos necesarios para cumplir nuestro supremo
llamamiento como la iglesia del Nuevo Testamento.
Hacer algo menos que eso significa fracasar rotundamente; es fallarle
a nuestro Dios y a nuestro Señor Jesús que nos ha redimido. Es fallarnos
a nosotros mismos y a nuestros hijos; y también significa fallarle de
forma miserable al Espíritu Santo de Dios que salió del corazón de
Jesús para hacer en nosotros las obras que sólo pueden ser realizadas
para Dios por medio de un pueblo santo y santificado.
En este concepto global de la iglesia cristiana y de los miembros que la
conforman, hay dos formas en las que le podemos fallar a Dios.
Podemos decepcionarlo como iglesia cuando perdemos nuestro
testimonio como cuerpo. Generalmente ese fracaso está unido a un
fracaso como cristianos individuales.
Miramos a nuestro alrededor y nos vemos el uno al otro, y luego
esgrimimos uno de los más antiguos de todos los argumentos: “Pues,
esa clase de fracaso ciertamente no podría ocurrir entre nosotros”. Si
somos cristianos preocupados y dedicados a la oración, recordaremos
un patrón.
Cuando una iglesia se debilita en una generación y fracasa en cumplir
los propósitos de Dios, su siguiente generación se apartará totalmente
de la fe.
Así ocurre el declive en la iglesia y así llega la apostasía. Es así como
se llega a negar los fundamentos de la fe y también así surgen visiones
liberales e inciertas sobre la doctrina sana. Es un asunto serio y trágico
el que una iglesia tenga la posibilidad real de fracasar. El punto del
fracaso llegará cuando ya no sea una iglesia cristiana. Los creyentes
que permanezcan sabrán que la gloria de Dios se ha retirado.
En los días del éxodo de Israel, Dios concedió una nube visible de día
y una columna de fuego de noche como testimonio y evidencia de su
gloria y su constante protección. Si Dios todavía estuviese usando ese
tipo de señales para manifestar su presencia, me pregunto cuántas
iglesias contarían con la nube de día y la columna de fuego de noche.
Si usted tiene algún tipo de discernimiento espiritual, no necesito hacer
un esfuerzo para comunicar que en nuestra generación y en muchas
comunidades, pequeñas y grandes, hay iglesias que existen solamente
como monumentos de lo que alguna vez fueron. La gloria se ha ido. El
testimonio de Dios, de la salvación y de la vida eterna es ahora sólo un
mensaje incierto. El monumento sigue ahí, pero la iglesia ha fracasado.
Dios no espera que nos rindamos, que aceptemos lo que no se debe, que
consintamos lo incorrecto en la iglesia y condonemos lo que esté
pasando. Dios espera que sus hijos midan la iglesia con los parámetros
y las promesas de la Palabra de Dios. Luego con amor, reverencia,
oración y la guía del Espíritu de Dios, debemos dedicarnos paciente y
cuidadosamente a la tarea de alinear la iglesia a la Palabra de Dios.
Cuando esto empieza a suceder y la Palabra de Dios recibe el lugar de
prioridad que le corresponde, la presencia del Espíritu Santo empezará
a manifestarse una vez más en la iglesia. Eso es lo que mi corazón
anhela ver.
La segunda forma en la que se le puede fallar a Dios está relacionada
con los individuos que le fallan. Dios ha determinado sus propósitos en
la creación de todo hombre y mujer. Él quiere que experimentemos el
nuevo nacimiento espiritual. Quiere que conozcamos el significado de
nuestra salvación y que seamos llenos del Espíritu Santo. Quiere que
reflejemos la gloria del que nos ha llamado a su luz maravillosa.
Si fallamos en ese sentido, entonces sería mejor que nunca hubiésemos
nacido. Los hechos son claros. Después de que nacemos
espiritualmente, no hay vuelta atrás. Somos responsables y debemos
rendir cuentas. Es absolutamente trágico ser una higuera estéril, que
tiene una apariencia externa de vida, con hojas y ramas, pero jamás
produce fruto. Es terrible saber que Dios tenía el objetivo de reflejar su
hermosa luz a través de nosotros y aún así tener que confesar que somos
inútiles, estamos derrotados y no reflejamos nada.
Amigo, tenga la plena certeza de que seremos conscientes de nuestra
pérdida. Tendremos pleno conocimiento de eso. El asunto más
alarmante y aterrador sobre nuestra condición de seres humanos es la
conciencia eterna que Dios nos ha dado. Dios nos concedió una
sensibilidad, una conciencia, una percepción y un entendimiento que
son características exclusivamente humanas; se trata de la capacidad
para sentir y comprender.
Si no se nos hubiese dado esa clase de conciencia, nada nos afectaría
porque no seríamos conscientes de las cosas. El infierno no sería
infierno si no fuera por la conciencia que Dios les ha dado a los
hombres. Si los seres humanos simplemente se quedaran dormidos en
el infierno, el infierno ciertamente no sería un infierno.
Mi hermano y hermana en Cristo, dé siempre gracias a Dios por los
dones benditos de la sensibilidad, la conciencia y la capacidad para
elegir, que Él le ha concedido. ¿Está siendo un creyente fiel en el sitio
en que lo ha puesto? Si Dios lo ha llamado a salir de las tinieblas a su
luz, usted debería adorarlo. Si Él le ha enseñado que usted debe
manifestar las virtudes, las características y la excelencia del Señor que
lo ha llamado, entonces usted debería adorarlo con humildad y alegría,
con el brillo y la bendición del Espíritu Santo en su vida.
Es triste cuando los seres humanos no nos desenvolvemos con gozo
hacia Dios en el lugar que ha determinado para nosotros. Incluso
llegamos a permitir que cosas insignificantes e incidentes menores
afecten nuestra comunión con Dios y nuestro testimonio espiritual en
pro de aquel que es nuestro Salvador.
En una ocasión tuve la oportunidad de predicar en otro púlpito y
después del servicio fuimos a un restaurante con el pastor. Un hombre
y su esposa se acercaron a nuestra mesa e hicieron un alto para
conversar por un instante. “Disfruté mucho escucharlo, Sr. Tozer”, dijo.
“Fue como en los viejos tiempos”. Había lágrimas en sus ojos y dulzura
en su voz mientras recordaba un pequeño incidente que le había
sucedido en nuestra iglesia años atrás. “Fui necio y decidí irme; hoy
tuve la oportunidad de recordar y reconocer lo que me he estado
perdiendo”, agregó. Luego se disculpó y se despidieron.
El hombre era plenamente consciente de las consecuencias de
decisiones incorrectas y juicios apresurados hechos sin la guía del
Espíritu de Dios. Sé muy bien que no estaba hablando de mi sermón o
mi predicación, sino de la fidelidad a la Palabra de Dios. Estaba
hablando de la dulce y satisfactoria comunión que hay entre los que
aman al Señor y también estaba hablando de la pérdida de algo interno
y hermoso que solamente llega a nosotros cuando obedecemos la
verdad revelada de Dios.
No hay límite a lo que Dios puede hacer por medio de nosotros si nos
rendimos y vivimos en pureza, adorándolo y manifestando su gloria y
su fidelidad. También necesitamos una conciencia clara de lo que el
pecado y la impureza ocasionan a nuestro alrededor. El pecado no
reconoce ninguna clase de límites; no opera exclusivamente en ciertos
grupos. Dondequiera que usted viva, en los mejores barrios de una
ciudad o en el campo, el pecado es pecado y donde hay pecado el diablo
opera y los demonios participan.
En este mundo pecaminoso, es necesario que usted se pregunte qué está
haciendo con la vida, la luz y la conciencia espiritual que Dios le ha
dado. ¿Cómo está con Dios en cuanto a las amistades que tiene, los
placeres a los que se dedica y cada uno de los detalles que conforman
su vida diaria? En el mundo moderno los sicólogos nos han estado
diciendo durante varias décadas que con toda seguridad no tendremos
muchos problemas si podemos llegar a un punto en el cual la religión
ya no nos “moleste” o “incomode”. Se nos dice que podremos disipar
la mayoría de nuestros problemas personales si logramos deshacernos
de los complejos que produce la culpa.
Me siento agradecido de que Dios nos haya hecho seres con conciencia
eterna y de que Él sabe cómo cuidarnos y dirigirnos de la manera
adecuada. Las personas me llaman para que les dé guía y consejos
espirituales. Pero la verdad es que no puedo hacer mucho por ellos.
Cuando alguien llega al punto de someterse y obedecer, Dios ha
prometido que le dará a esa persona todo el consuelo que necesite.
Después de que llegué a Toronto, una joven culta y atractiva pidió una
cita para verme en mi oficina. Al llegar, dialogamos unos cuantos
minutos para conocernos un poco; luego, ella me contó la razón por la
cual estaba en mi oficina. Me dijo que se sentía atribulada por la
relación homosexual que sostenía con su compañera de cuarto.
También me dijo que ya había hablado con otros profesionales al
respecto. Tuve la clara impresión de que esperaba que yo le asegurara
que lo que estaba haciendo era aceptable en nuestros días.
Por el contrario, la confronté directamente. “Joven”, le dije, “usted es
culpable de sodomía y Dios jamás va a aprobar eso ni le dará consuelo
hasta que usted le dé la vuelta a su pecado y procure el perdón y la
limpieza del Señor”. “Creo que necesitaba oír eso”, admitió ella. Como
ministro y consejero cristiano, no había ninguna posibilidad de que yo
consolara y apoyara a esa mujer; no podía suavizar el dolor de la culpa
que ella experimentaba en su ser interior. Era necesario que ella
padeciera eso hasta el momento de la decisión cuando confesara su
pecado y se sumergiera por fe en la fuente de la limpieza que está llena
de la sangre que brotó de las venas del Emmanuel.
Ese es el remedio, es el consuelo y la fortaleza necesaria que Dios le ha
prometido a aquellos cuya conciencia y sensibilidad los conduce al
arrepentimiento, el perdón y la integridad. Dios nos asegura de muchas
formas que el pueblo que lo adora será un pueblo purificado, un pueblo
que se deleita en las disciplinas espirituales de una vida que le agrada
a Dios.
Una persona que haya encontrado las bendiciones de la pureza y el gozo
del Espíritu Santo jamás podrá ser derrotada y una iglesia que haya
descubierto el deleite y la satisfacción de una adoración que brota de
forma automática del amor y la obediencia a Dios jamás podrá perecer.
Capítulo 9
El cristiano normal adora a Dios
Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en
otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días
nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo,
y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el
resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y
quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder,
habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por
medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las
alturas, hecho tanto superior a los ángeles, cuanto heredó más
excelente nombre que ellos… Mas del Hijo dice: Tu trono, oh
Dios, por el siglo del siglo; Cetro de equidad es el cetro de tu
reino. Has amado la justicia, y aborrecido la maldad, Por lo cual
te ungió Dios, el Dios tuyo, Con óleo de alegría más que a tus
compañeros. Y: Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra,
Y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, mas tú
permaneces; Y todos ellos se envejecerán como una vestidura, Y
como un vestido los envolverás, y serán mudados; Pero tú eres el
mismo, Y tus años no acabarán.
Hebreos 1:1–4, 8–12

¿Qué tipo de cristiano debería ser considerado un cristiano normal? Esa


pregunta merece más atención y debate del que usualmente se le dedica.
Algunas personas aseveran ser cristianos normales cuando en realidad
lo que quieren decir es cristianos nominales. Mi viejo diccionario
provee la siguiente definición como una de las acepciones de la palabra
nominal:
Que existe sólo en nombre; algo que no es real o verdadero; por ende
es tan pequeño, ligero o cosas por el estilo, como para merecer el
nombre que se le da.
Tomando en cuenta esa definición, aquellos que saben que son
cristianos sólo de nombre, jamás deberían pretender ser cristianos
“normales”. ¿Es el Señor Jesucristo su tesoro más precioso en este
mundo? Si su respuesta es afirmativa, usted se puede contar entre los
cristianos normales.
¿La belleza moral que sólo se encuentra presente en Jesús lo lleva
constantemente a adorar y alabar al Señor? Si su respuesta es positiva,
usted realmente forma parte de aquellos que la Palabra de Dios
identifica como cristianos normales y practicantes.
No obstante, estoy seguro de que algunos ya estarán formulando alguna
objeción. Si una persona experimenta ese tipo de deleite y de fervor por
la persona de Jesús, ¿esa persona no es más bien un extremista y no un
cristiano normal? A lo cual respondo con otra pregunta. ¿Los cristianos
profesantes realmente han llegado a un punto tal en su perspectiva
humanista y secular que insisten en decir y creer que amar a Jesucristo
con todo el corazón y con todas las fuerzas es algo anormal? Me parece
que no estamos leyendo y estudiando la misma Biblia.
¿Cómo puede alguien profesar que es un seguidor y un discípulo de
Jesucristo y no sentirse asombrado con los atributos del Señor? Son sus
atributos los que confirman que Él es en realidad el Señor de todo y es
completamente digno de nuestra alabanza y adoración.
Como cristianos nos gusta decir que “lo hemos coronado como Señor
de todo”. Sin embargo, nos es difícil explicar a qué nos referimos.
Siempre me ha interesado la forma en que está escrito uno de nuestros
maravillosos himnos:
Señor de todo lo creado, coronado desde el cielo,
Tu gloria supera al sol y las estrellas;
Sustento y fundamento de todo lo creado,
Y aún así estás cerca de todo corazón amoroso.
El Señor de todos los seres no es sólo el Señor de todas las personas;
también es el Señor de todo lo que existe. Es el Señor de todo tipo de
ser: de los seres espirituales, naturales y físicos. Por tanto, cuando lo
adoramos, debemos entregar todo nuestro ser. Cuando los jóvenes
empiezan a entender esta verdad que nos enseña que Jesús es Señor de
todo y tiene la más alta posición del universo, también empiezan a
sentir la importancia de su llamamiento a una vida entera de servicio
amoroso.
Muchos jóvenes se entregan plenamente a la ciencia, otros a la
tecnología y algunos más a la filosofía, a la música o a las artes. Sin
embargo, cuando adoramos al Señor Jesucristo, abarcamos todas las
ciencias, filosofías y artes posibles. Esta es nuestra respuesta a quienes
pertenecen a otras religiones y están dispuestos a aceptar que Jesús fue
un hombre pero no aceptan la aseveración que hizo el Señor de ser Uno
con el Padre en su posición de Hijo eterno de Dios.
Las personas que siguen otra religión aseveran que cuando adoramos a
Jesucristo el hombre, somos culpables de idolatría porque nosotros
también confesamos que Él fue un hombre. Nosotros sí creemos que
Jesús vino a la tierra como el Hijo del Hombre. Pero creemos la
enseñanza completa, y esa enseñanza nos informa que Él fue el
unigénito de Dios. Por ende, Jesús también era Dios.
Por medio del misterio de la encarnación, Jesucristo estuvo plenamente
unido a los hombres y mujeres de la raza humana. El plan eterno no era
rebajar a Dios al nivel del hombre, sino que el Hijo elevara la
humanidad al nivel de Dios. Por ende, debemos unirnos a la belleza y
al asombro de la unión teantrópica: Dios y hombre en una misma
persona.
La sinopsis de este misterio único que involucra al hombre y a Dios es
simplemente la siguiente: todo lo que Dios es, Cristo también lo es.
Cuando usted adora al Señor Jesucristo, no ofende al Padre porque
Jesús es el Señor de todo ser y también es el Señor de toda vida. El
apóstol Juan nos enseñó con claridad en su primera epístola que
ninguno de nosotros sabría nada sobre el significado de la vida si Jesús
no hubiera venido del Padre a mostrarnos el verdadero significado de
la vida eterna. Pero Jesús vino y como resultado, Juan nos asegura que
“nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo, Jesucristo”.
El hecho de que Cristo sea la fuente de la vida para los redimidos y para
los adoradores fue expresado de una manera sencilla en el profundo
himno llamado Jesús es el amor de mi alma, escrito por Carlos Wesley:
En ti hay plenitud de gracia,
Gracia que cubre todo mi pecado;
Que fluyan las corrientes de la sanidad,
Hazme y mantenme puro en mi interior.
Tú eres la fuente de la vida,
Déjame beber gratuitamente de ti;
Una fuente que brota de mi corazón,
Y se extiende por toda la eternidad.
Sabemos que hay muchas clases de vida pero podemos estar seguros
de que Jesús es el Señor de todas ellas. En primavera vemos los nuevos
capullos que se asoman en los árboles y en los arbustos. Están listos a
florecer y a convertirse en los perpetuadores de la vida floral. Pronto
vemos las aves retornar. No puedo perdonar las aves fácilmente. Son
amigas del buen clima. En los días oscuros y tormentosos en los que
más las necesitamos, están en la Florida. Pero retornan cada primavera
y expresan su forma de vida al trinar y silbar sus cantos.
Empezamos a ver conejos y otros animales que también tienen su forma
de vida. Cristo es el Creador y Señor de todos ellos. Más allá de estas
manifestaciones se haya la vida intelectual; por ejemplo, la vida de la
imaginación y los sueños.
También sabemos algo de la vida espiritual. “Dios es Espíritu y los que
lo adoran, deben adorarlo en espíritu y en verdad” (Juan 4:24). El eterno
Hijo de Dios es nuestro Señor. Es el Señor de los ángeles y también es
el Señor de los querubines y serafines. Jesús es el Señor de toda forma
de vida.
En nuestra época es importante aprender que Jesucristo es el Señor de
toda sabiduría y de toda justicia. La suma total de la profunda y eterna
sabiduría de todos los tiempos está en Jesucristo como un tesoro
escondido. No hay ninguna clase de sabiduría verdadera que no se
encuentre en Él. Todos los propósitos eternos y profundos de Dios
residen en Él porque su perfecta sabiduría le permite planear hacia el
futuro. Toda la historia empieza a desarrollarse lentamente para
cumplir sus propósitos eternos.
Dios en su sabiduría está haciendo que los hombres perversos y los
hombres buenos, las cosas adversas y las favorables obren en la
dirección necesaria para que su gloria brille el día en el que todas las
cosas se cumplan tal como Él lo ha planeado. La Escritura nos enseña
muchos conceptos preciosos sobre la forma en la que Jesús es el Señor
de toda justicia.
La justicia no es una palabra que el mundo perdido acepte con facilidad.
Algunas personas dicen: “La verdad es que yo me siento satisfecho
solamente con leer un buen libro que hable sobre la ética”. Fuera de la
Palabra de Dios, no hay un solo libro o tratado que nos dé una respuesta
satisfactoria sobre la justicia porque el único que es Señor de toda
justicia es nuestro Señor Jesucristo. El cetro de su reino es un cetro de
justicia. Él es el único en todo el universo que ha amado la justicia a la
perfección y ha odiado la iniquidad.
En el periodo del Antiguo Testamento, hubo una imagen de justicia en
el sistema de adoración que había en el templo. El sumo sacerdote debía
entrar al lugar santísimo una vez al año para ofrecer los sacrificios.
Portaba una prenda en su frente y las palabras en hebreo que estaban
escritas sobre esa prenda se podrían traducir en la actualidad como:
“Santidad al Señor”. Nuestro Gran Sumo Sacerdote y Mediador es el
único justo y santo, Jesucristo, nuestro Señor, que fue resucitado de
entre los muertos. Él es el único justo y es el Señor de toda justicia.
También es el Señor de toda misericordia. ¿Quién más establecería su
reino en medio de rebeldes a los que Él mismo redimió y en los cuales
renovó un espíritu recto? Pensemos juntos por un instante en lo que es
la belleza y en aquel que es Señor de toda belleza. Sabemos por nuestras
propias reacciones y por el deleite que sentimos que Dios ha depositado
en el corazón del ser humano algo que tiene la capacidad de entender y
apreciar la belleza. Dios ha puesto en nosotros el amor hacia las formas
armoniosas, el amor y el gusto por el color y los sonidos bellos.
Lo que muchos de nosotros no entendemos es que todas las cosas
hermosas que producen tanto placer a los ojos y a los oídos, son
solamente la contraparte externa de una belleza más profunda y
duradera, a la cual denominamos belleza moral.
Con relación a Jesucristo, podemos decir que la singularidad y la
perfección de su belleza moral es la que ha embelesado incluso a
aquellos que aseguran ser sus enemigos a lo largo de los cientos de
siglos de la historia. No hay registros de que Hitler haya dicho algo en
contra de la perfección moral de Jesús. Uno de los filósofos más
brillantes, Nietzsche, que fue un instrumento poderoso de las fuerzas
anticristianas en este mundo, murió golpeando su frente contra el piso
y declarando: “A ese hombre, Jesús, lo amo. Pero no me gusta Pablo”.
Nietzsche objetaba la teología de Pablo de la justificación y la salvación
por fe pero se sentía extraña y profundamente atraído en su interior por
las perfecciones de la belleza moral que fueron parte de la vida y del
carácter de Jesús, el Cristo, el Señor de toda belleza.
Vemos esta perfección en Jesús pero cuando observamos con
detenimiento el sistema del mundo y la sociedad, vemos las terribles y
feas cicatrices producidas por el pecado. El pecado ha destruido y
marcado de forma obscena este mundo, tornándolo en un lugar
asimétrico, feo y carente de armonía, de tal forma que incluso el
infierno está lleno de fealdad.
Si a usted le encantan las cosas hermosas, le recomiendo que se aleje
del infierno, porque el infierno será la expresión máxima de todo lo que
es moralmente feo y obsceno. El infierno será el lugar más feo de toda
la creación. Cuando los hombres cuyo lenguaje es grotesco dicen que
algo es “tan horrible como el infierno”, están utilizando una
comparación correcta y válida porque el infierno es esa realidad que se
convierte en el parámetro para medir toda fealdad.
Esa es una imagen desagradable y negativa pero podemos dar gracias
a Dios por la promesa positiva y la perspectiva de paraíso que es el
lugar de máxima belleza. El cielo es el sitio más armonioso; es el lugar
donde mora el amor y el encanto. Aquel que es absolutamente hermoso
se encuentra allá porque es el Señor de toda belleza.
Mi hermano y hermana en Cristo, la tierra se encuentra en medio de
todo lo que es feo en el infierno y todo lo que es bello en el cielo.
Mientras vivamos en este mundo, tendremos que considerar los
extremos. Luz y tinieblas. Belleza y fealdad. Cosas que son buenas y
cosas que son malas. Asuntos que son deleitables y otros que son
trágicos y duros. ¿Por qué? Por el hecho de que nuestro mundo se
encuentra ubicado en medio de la belleza del paraíso y la fealdad del
infierno.
Permítame contarle la historia de una persona que me llamó para
hacerme la siguiente pregunta: “Señor Tozer, ¿cree usted que un
verdadero cristiano puede lastimar a otro cristiano?” Me vi obligado a
responder: “Si, creo que si”.
¿Cómo es posible que un hombre esté de rodillas un día, orando
fervientemente, y al siguiente día sea culpable de ofender o lastimar a
otro cristiano? Pienso que la respuesta es el hecho de que nos
encontramos justo entre el cielo y el infierno; es decir, por el hecho de
que las sombras y la luz caen sobre nosotros.
Jamás podremos comprender plenamente el terrible y trágico precio
que el Señor de toda belleza tuvo que pagar para obtener nuestra
redención. El profeta Isaías se refirió al Mesías que habría de venir y
dijo: “No hay hermosura en Él… para que lo deseemos” (Isaías 53:2).
No creo que los artistas hayan sido capaces hasta ahora de ofrecernos
un concepto correcto de Jesús el hombre. Lo pintan como un hombre
apuesto con una cara tierna y rasgos femeninos. Ignoran lo que dijo el
profeta, “No había hermosura en Él para que lo deseáramos”.
Jesús fue totalmente como nosotros; fue un hombre fuerte en medio de
los demás hombres y aparentemente se parecía tanto a sus discípulos
que Judas Iscariote tuvo que hacer un trato especial para obtener sus
treinta piezas de plata. “Al que yo besare, ése es” (Marcos 14:44).
Podemos aseverar con certeza que cuando el Hijo eterno tomó la forma
de un hombre, sólo su alma era hermosa. Sólo al transfigurarse
repentinamente en el Monte, “resplandeció su rostro como el sol, y sus
vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mateo 17:2). Sólo entonces
sus discípulos más cercanos vieron cuán hermoso era realmente su
maestro. Mientras caminó entre los hombres, su perfecta belleza estaba
velada.
Hay una ilustración efectiva en las figuras del Antiguo Testamento que
nos recuerda los adornos de la gracia y la belleza que caracterizará al
cuerpo de Cristo, la iglesia, mientras se prepara como una novia y
espera a su novio celestial. Es la memorable historia de Isaac y Rebeca
en Génesis 24. Abraham envió al siervo en quien confiaba a su tierra
natal con el objetivo de que escogiese una esposa para Isaac. Sabemos,
por supuesto, que Rebeca pasó todas las pruebas que el siervo de
Abraham le presentó. No hay ninguna aseveración que indique que
Rebeca era hermosa pero es muy factible que lo fuese.
Los adornos de su belleza consistían en las joyas y el brillo que
emanaba de los regalos amorosos enviados por el novio, al cual todavía
no había visto. Esa escena es una figura de lo que Dios está haciendo
en medio de nosotros en la actualidad. Abraham tipifica a Dios el
Padre; Isaac representa a nuestro Señor Jesucristo, el novio celestial. El
siervo que fue enviado con dones a un país lejano con el objetivo de
obtener una esposa para Isaac simboliza claramente al Espíritu Santo,
nuestro Maestro y Consolador.
Pregunto, ¿cuál es nuestra verdadera belleza cuando somos llamados
uno por uno a tomar nuestro lugar por fe en el cuerpo de Cristo que
espera la venida del Señor? Dios no ha dejado este asunto al azar. Él
nos imparte uno a uno la belleza, los dones, las gracias del Espíritu
Santo, tipificado de manera imperfecta por esas joyas y gemas que el
siervo entregó a nombre de Isaac.
Estamos siendo preparados de esa forma y cuando nos encontremos
con Jesucristo, cuando el venga como Señor y Rey, nuestros adornos
serán los dones impartidos por la gracia de Dios y la belleza que el
Señor nos ha dado. Sólo de esa forma será posible que estemos en pie
delante de aquel que es el Señor de toda belleza.
Si usted no lo conoce y lo adora, si usted no anhela estar donde Él esté,
si usted jamás ha experimentado el asombro y éxtasis en su alma a
causa de la crucifixión y resurrección del Señor, su aseveración de ser
cristiano no tiene fundamento. No es posible relacionar su vida con la
verdadera vida y experiencia cristiana.
Entre tanto creo que los cristianos debemos estar dispuestos a crucificar
cualquier cosa que no sea hermosa en nuestros días. Debemos adorar
sinceramente al Señor de toda belleza en espíritu y en verdad. Esta
verdad no es muy popular porque muchos cristianos insisten en la
necesidad de ser entretenidos mientras son edificados.
Durante mucho tiempo he estudiado la vida y el ministerio de Albert
B. Simpson, el fundador de la Alianza Cristiana y Misionera. Quiero
darle a usted la advertencia que él hace sobre el hecho de tener cuidado
de no enamorarnos tanto de los buenos dones concedidos por el Señor
que dejemos de adorar a quien nos ha dado esos dones.
El Dr. Simpson fue invitado en una ocasión a predicar en un evento en
Inglaterra sobre el tema de la santificación. Al llegar, descubrió que
estaba en la tarima junto a otros dos maestros bíblicos. A los tres les
habían asignado el mismo tema. El primer expositor utilizó su tiempo
para aclarar su posición que la santificación significaba erradicación.
“La persona santificada ha tenido una experiencia que le ha removido
su antigua naturaleza carnal, tal como cuando se quita la maleza del
jardín; es decir, ha sido erradicada”.
El segundo conferencista se puso en pie y expresó su perspectiva, según
la cual la santificación significaba la subyugación de la antigua
naturaleza. “El ‘viejo hombre’ siempre estará ahí presente”, dijo, “y la
victoria suya depende totalmente de que usted se siente sobre él y no lo
deje obrar. En otras palabras, debe ser subyugado”.
Esa situación no era nada fácil para el Dr. Simpson, quien había sido
agendado como el tercer expositor. Le dijo a la audiencia que sólo
podía presentar a Cristo como la respuesta de Dios. “Jesucristo es su
santificador, su santificación, su todo en todas las cosas. Dios quiere
que usted aparte sus ojos de los dones, las fórmulas y las técnicas. El
quiere que su mirada se pose en el Dador, el Cristo mismo. Él es su
Señor. Adórenlo”.
Esa es una enseñanza hermosa para los que quieren adorar de la forma
correcta.
Antes fue una bendición; Ahora es el Señor.
Capítulo 10
Si usted adora el domingo, ¿Qué pasa con el lunes?
Apacentando Moisés las ovejas de Jetro su suegro, sacerdote de
Madián, llevó las ovejas a través del desierto, y llegó hasta
Horeb, monte de Dios. Y se le apareció el Ángel de Jehová en una
llama de fuego en medio de una zarza; y él miró, y vio que la
zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía. Entonces Moisés
dijo: Iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la
zarza no se quema. Viendo Jehová que él iba a ver, lo llamó Dios
de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió:
Heme aquí. Y dijo: No te acerques; quita tu calzado de tus pies,
porque el lugar en que tú estás, tierra santa es. Y dijo: Yo soy el
Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de
Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de
mirar a Dios.
Éxodo 3:1–6

¿Usted es el tipo de persona que reverentemente y en silencio inclina


su cabeza cuando entra a una iglesia cristiana? No me sorprendería que
su respuesta fuera negativa. Hay dolor en mi espíritu cada vez que entro
a una iglesia promedio porque nos hemos convertido en una generación
que rápidamente pierde todo sentido de lo sagrado y lo divino en
nuestra adoración. Muchos de los que han crecido en nuestras iglesias
ya no piensan en términos de reverencia, lo cual parece indicar que
dudan de que la presencia de Dios esté allí.
En muchas de nuestras iglesias, es posible detectar la actitud de que
todo es válido. Mi observación es que perder la conciencia de Dios en
medio nuestro es una pérdida tan terrible que jamás podríamos
comprenderla. Gran parte de la culpa se debe a una creciente aceptación
de un secularismo mundano que parece mucho más atractivo a las
personas de la iglesia que el hambre o la sed de la vida espiritual que
agrada a Dios. Secularizamos a Dios, secularizamos el evangelio de
Cristo y hacemos lo mismo con la adoración.
Ese tipo de iglesias jamás producirán hombres de Dios poderosos y
firmes a nivel espiritual. De ese tipo de iglesias tampoco surgirá un
movimiento espiritual de guerreros de oración ni un avivamiento. Si
Dios ha de ser honrado, reverenciado y adorado en verdad, quizá deba
deshacerse de todos nosotros e iniciar nuevamente las cosas en otro
lugar.
Existe una necesidad de verdadera adoración entre nosotros. Si Dios es
quien dice ser y si nosotros somos el pueblo que le cree a Dios, tal como
lo solemos aseverar, debemos adorarlo. No creo que alguna vez
lleguemos realmente a deleitarnos en la adoración a Dios si jamás
hemos tenido un encuentro personal y espiritual con Él por medio del
nuevo nacimiento que produce el Espíritu Santo de Dios.
En la actualidad tenemos formas tan simples y seculares para convencer
a las personas para que entren al reino de Dios que ya no encontramos
hombres dispuestos a buscar a Dios de una forma sincera. Cuando los
traemos a la iglesia, no tienen la más remota idea de lo que significa
amar y adorar a Dios porque, en la ruta por medio de la cual los hemos
conducido, jamás experimentaron un encuentro personal, una crisis o
la necesidad de arrepentirse genuinamente. Solamente les damos un
versículo bíblico con una promesa de perdón.
¡Oh, cuánto anhelo poder manifestar de la forma adecuada la gloria de
aquel que es digno de ser el enfoque de nuestra adoración! Creo que si
nuestros nuevos convertidos (los bebés en Cristo) pudieran llegar a ver
los miles de atributos de Dios y comprender aunque sea de forma
parcial quién es Dios, sería transformado hacia un profundo deseo de
adorar, honrar y reconocer al Señor desde ahora y para siempre.
Sé que muchos cristianos desilusionados no creen realmente en la
soberanía de Dios. En ese caso no cumplimos nuestro papel de
seguidores humildes y confiados en Dios y su Hijo Jesucristo. No
obstante, esa es la razón por la cual Cristo Jesús vino al mundo. Los
teólogos de antaño lo denominaban teantropismo, la unión de las
naturalezas divina y humana en Cristo. Me quito el calzado y me
arrodillo ante esta zarza ardiente, este misterio que no logro
comprender.
La teantropía es el misterio de Dios y el hombre unidos en una persona,
no dos personas, sino dos naturalezas. Por ende, la naturaleza de Dios
y la naturaleza del hombre están unidas en aquel que es nuestro Señor
Jesucristo. Todo lo que es Dios y todo lo que es el hombre se encuentran
fusionados de forma eterna e inseparable en Cristo.
Considere la experiencia de Moisés en el desierto mientras
contemplaba el fuego que quemaba la zarza sin que esta se consumiera.
Moisés no dudó por un instante en arrodillarse ante la zarza y adorar a
Dios, porque no estaba adorando un arbusto, sino a Dios y a su gloria.
Esta es una ilustración imperfecta porque la zarza siguió siendo zarza
una vez que el fuego se apagó. Pero este hombre, Cristo Jesús, es el
Hijo eterno. No ha habido un solo instante en el que Dios se haya
separado de Él, excepto por ese terrible momento en el que Jesús
exclamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo
27:46). El Padre le dio la espalda por un momento al Hijo cuando este
llevó sobre sí la putrefacta carga de nuestro pecado y culpa, al morir en
la cruz no por sí mismo, sino por nosotros.
La deidad y la humanidad nunca se han separado, y hasta el día de hoy
permanecen unidas en este Hombre. Cuando nos arrodillamos delante
de Él y decimos: “Mi Señor y mi Dios, tu trono, oh Dios, es eterno”,
estamos hablando con Dios.
Creo que los profetas de Dios lograron ver los siglos futuros y
contemplar los misterios de Dios mucho más de lo que nosotros hemos
podido con nuestros telescopios modernos y nuestros medios
electrónicos para medir años luz, planetas y galaxias. Los profetas
vieron al Señor nuestro Dios. Lo vieron en su belleza y trataron de
describirlo. Al hacerlo, dijeron que era radiante, hermoso, agradable,
bello. Dijeron que era lleno de gracia y realeza. Lo describieron como
un ser majestuoso y, aún así, lleno de mansedumbre. Lo vieron justo y
lleno de verdad. Trataron de describir su amor y concluyeron que en Él
había gozo y que era un bálsamo agradable que produce júbilo.
Cuando los profetas tratan de describir los atributos, la gracia y la
dignidad del Dios que se les apareció y trató con ellos, las palabras que
usan me hacen arrodillar y seguir la recomendación dada: “Él es tu
Señor; adóralo”.
Dios es bello, justo y majestuoso y aún así está lleno de una gracia que
no le quita su majestad. Es humilde pero su humildad tampoco le resta
a su majestad. La humildad y la majestad de Jesús son características
que me hacen anhelar poder escribir un himno o componer música que
celebre esos atributos. ¿En dónde más es posible encontrar majestad y
humildad unidas?
La humildad fue su humanidad y la majestad su deidad. En Él ambas
están eternamente unidas. Fue tan humilde que se alimentó del pecho
de su madre, lloró como cualquier bebé y necesitó todo el cuidado
humano que necesita cualquier niño.
Pero también fue Dios, y en su majestad estuvo ante Herodes y Pilato.
Cuando vuelva, al descender del cielo, veremos su majestad, la
majestad de Dios, la del Hombre que es Dios. Ese es nuestro Señor
Jesucristo, quien, ante sus enemigos, se presenta en majestad pero, ante
sus amigos, se muestra humilde. Los hombres tienen la libertad de
escoger el lado en el que desean estar. Si no quieren conocer el lado
humilde de Jesús, conocerán su majestuosidad.
En la tierra, los niños venían a Él al igual que los enfermos y los
pecadores. El hombre poseído por demonios también vino a Jesús.
Quienes eran conscientes de sus necesidades venían de todas partes y
lo tocaban y descubrían que había tanta humildad en Él que su poder
brotaba y los sanaba. Cuando vuelva a aparecer en la tierra, lo hará en
majestad; en esa condición de realeza tratará con el orgullo, la
autosuficiencia, la presunción y la vanidad de los seres humanos por
medio de un glorioso acto, ya que la Biblia dice que toda rodilla se
doblará y toda lengua confesará que Él es el Señor y el rey.
Cuando llegamos realmente a conocerlo, es inevitable amarlo y
adorarlo. Aunque somos el pueblo de Dios, usualmente estamos tan
confundidos que nos podrían llamar el pueblo pobre, torpe y cojo. La
razón por la cual digo esto es porque muchos siempre pensamos en la
adoración como algo que hacemos especialmente cuando vamos a la
iglesia, a la cual llamamos la casa de Dios porque se la hemos dedicado
a Él. Conservamos la errónea idea de que ese debe ser el único lugar en
el que podemos adorarlo.
Vamos a la casa del Señor, hecha de ladrillo y madera, decorada con
alfombras y libros. Estamos acostumbrados a oír un llamado a la
adoración: “El Señor está en su santo templo; arrodillémonos delante
de Él”. Eso es lo que sucede el domingo en la iglesia, y es muy bello.
Pero el día lunes llega pronto. El gerente cristiano se va a su oficina a
trabajar. El profesor cristiano se dirige al salón de clases. La madre
cristiana se ocupa con sus tareas en la casa.
El lunes, mientras nos dedicamos a nuestras diferentes tareas y
responsabilidades, ¿somos conscientes de la presencia de Dios? El
Señor aún desea estar en su santo templo, sin importar a dónde
vayamos. Él quiere el amor, el deleite y la adoración continua de sus
hijos, dondequiera que trabajemos.
¿Acaso no es algo hermoso que el hombre de negocios cristiano llegue
a su oficina el lunes en la mañana con un deseo profundo de adorar?
¿Acaso no es bello que al llegar diga: “El Señor está en mi oficina; que
todo el mundo calle ante Él”?
Si usted no logra adorar al Señor en medio de todas sus actividades el
lunes, muy probablemente usted tampoco lo adoró el domingo en la
iglesia. La verdad es que ninguno de nosotros tiene la habilidad de
engañar a Dios. Por ende, si estamos tan ocupados con nuestras tareas
el sábado que estamos lejos de su presencia y lejos de un espíritu de
adoración en esos momentos, no estamos en la mejor condición para
adorarlo el domingo. Me parece que muchas personas tienen la idea de
que Dios está en una caja. Sólo está en el santuario de la iglesia y
cuando salimos y manejamos hacia nuestro hogar, experimentamos una
especie de sensación, a veces incluso inconsciente, de que estamos
dejando a Dios en su inmensa caja. Usted sabe que eso no es cierto
pero, ¿qué está haciendo al respecto?
Dios no está confinado a un edificio ni mucho menos al carro que usted
conduce o a su casa o a la oficina en la que usted trabaja. La sincera
exhortación de Pablo a los cristianos de Corinto es tan válida para
nuestras vidas hoy como lo fue en el momento en que el apóstol la
escribió.
¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en
vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a
él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es. (1 Corintios
3:16–17).
Si usted no conoce la presencia de Dios en su oficina, su empresa o su
hogar, entonces Dios tampoco está presente en la iglesia cuando usted
asiste. Me convertí en cristiano cuando era joven y trabajaba en una de
las fábricas de llantas en Akron, Ohio. Recuerdo lo que hacía allá y
también cómo adoraba.
Por mi rostro corrían muchas lágrimas que brotaban mientras elevaba
mi oración al Señor. Jamás alguien me preguntó algo al respecto pero
no habría dudado en explicarles la razón.
Usted puede aprender a realizar ciertas tareas con tanta destreza que las
hace de forma automática. Gané tanta pericia en mi trabajo que podía
realizarlo y al mismo tiempo estar adorando a Dios aunque mis manos
estuviesen haciendo algo distinto.
He llegado a la conclusión de que cuando estamos adorando (y eso
puede ser mientras usted está manejando alguna herramienta en la
fábrica), si el amor de Dios está en nosotros y el Espíritu de Dios pone
su adoración en nuestros corazones, todos los instrumentos musicales
que hay en el cielo suenan conforme a nuestra tonada. Mi convicción y
mi experiencia es que la totalidad de nuestra vida, todas nuestras
actitudes y todo nuestro ser deben estar en constante adoración a Dios.
¿Qué hay en usted que lo impulsa a adorar a Dios?
La fe, el amor, la obediencia, la lealtad y el dominio propio, todas estas
características impulsan a las personas a adorar a Dios. Si hay algo en
su interior que se rehúsa a adorar, entonces nada de lo que hay en su
interior puede adorar a Dios de la forma correcta. Usted no puede
adorar a Dios de la forma apropiada si ha dividido su vida en distintas
secciones de forma que algunas áreas adoran y otras no lo hacen.
He aquí algo que puede convertirse en un gran engaño: pensar que la
adoración sólo se realiza en la iglesia o en medio de una tormenta
peligrosa o al contemplar una de las magníficas, sublimes e inusuales
obras de la naturaleza. He estado con algunas personas que de repente
se volvieron muy espirituales al presenciar la impresionante forma de
una escarpada montaña.
A veces sucede que al estar en situaciones como esas una persona
empieza a gritar: “Un hurra por Jesús”, o alguna expresión semejante.
Mi hermano y hermana en Cristo, si somos hijos de Dios por medio de
la fe y el Espíritu Santo continuamente nos brinda gozo, deleite y
asombro, no necesitaremos hacer un espectáculo frente a la montaña
para mostrar cuán glorioso es nuestro Señor.
Es un engaño pensar que somos espirituales por el hecho de que
repentinamente nos sintamos poéticos y elocuentes al contemplar las
estrellas o la naturaleza o el espacio. Sólo necesito recordarle que los
borrachos, los criminales y los tiranos también experimentan ese tipo
de sensaciones, sublimes. Jamás debemos pensar que eso es adoración.
Es imposible brindarle una adoración totalmente aceptable a Dios si
somos conscientes de que albergamos en nuestra vida actitudes o
situaciones que le desagradan al Señor. Es imposible adorar con gozo
y honestidad al Señor los domingos y no hacer lo mismo los lunes. Es
imposible adorar a Dios con una alegre canción el domingo y luego
desagradarlo conscientemente en mis negocios el lunes y el martes.
Quiero repetir cual es mi perspectiva sobre la adoración: No hay una
forma de adoración que sea totalmente agradable a Dios hasta que en
mí no haya nada que desagrade al Señor. ¿Esa perspectiva lo desmotiva
a usted?
Déjeme decirle que si escucha mis enseñanzas constantemente, será
grandemente reconfortado en el Espíritu, pero jamás he tenido la
intención de motivar a las personas en la carne. Nunca he tenido mucha
fe en las personas por sí solas. Sinceramente respeto las buenas
intenciones que las personas tienen y creo que pueden tener la mejor
disposición pero en su carne no pueden hacer realidad sus buenas
intenciones. Eso sucede porque somos pecadores y todos estamos en
una situación sin salida, hasta que encontramos la fuente de la victoria,
el gozo y la bendición en Jesucristo.
No hay nada en ninguno de nosotros que pueda tonarse en algo bueno
hasta que Jesucristo viene y nos cambia, hasta que Él mora en nosotros
y une nuestra naturaleza a la de Dios, el Padre todopoderoso; sólo hasta
entonces podemos llamarnos buenos. Es por eso que le digo que la
adoración debe ser total; debe involucrar todo su ser. Por ende usted
debe preparase para adorar a Dios y esa preparación no siempre es
placentera. Es probable que se necesiten cambios drásticos en su vida.
Si va a haber verdadera y fervorosa adoración en su vida, algunas cosas
deben ser destruidas, eliminadas. El evangelio de Jesucristo
ciertamente es positivo y constructivo. Pero debe ser destructivo en
algunas áreas; es decir, debe tratar y destruir ciertos elementos que no
pueden ser parte de una vida que agrade a Dios.
Siempre ha habido cristianos profesantes que argumentan: “Adoro en
el nombre de Jesús”. Al parecer creen que la adoración a Dios es una
fórmula; probablemente piensan que hay algún tipo de magia al
pronunciar el nombre de Jesús.
Estudie la Biblia con detenimiento y con la ayuda del Espíritu Santo, y
descubrirá que el nombre y la naturaleza de Jesús son una misma cosa.
No basta con saber deletrear el nombre de Jesús. Si llegamos a ser
semejantes a Él en su naturaleza, si hemos llegado al punto de poder
pedir conforme a su voluntad, Él nos dará las cosas buenas que
deseamos y necesitamos.
No adoramos a Dios sólo de palabras; debemos adorarlo como
resultado de un nacimiento espiritual por medio del cual
experimentamos que Dios nos ha dado no sólo un nombre que le
agrade, sino que nos ha impartido una naturaleza transformada. Pedro
manifestó esta verdad de la siguiente forma:
Por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas,
para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina,
habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la
concupiscencia (2 Pedro 1:4).
¿Por qué, entonces, engañarnos a nosotros mismos con respecto a la
forma de agradar a Dios en adoración? Si vivimos de una forma
mundana y carnal todo el día y después nos encontramos en medio de
una crisis a media noche, ¿cómo orar a un Dios que es santo? ¿Cómo
me dirijo a aquel que me ha pedido que lo adore en espíritu y en verdad?
¿Me pongo de rodillas e invoco el nombre de Jesús solamente porque
pienso que hay algún tipo de magia en ese nombre?
Si continúo viviendo mi vida de forma mundana y carnal, seré
engañado y desilusionado. Si no vivo conforme al verdadero nombre y
la naturaleza de Jesús, no puedo orar de la forma apropiada en ese
nombre. En otras palabras, si no vivo conforme a la naturaleza de Jesús,
tampoco puedo orar correctamente según esa naturaleza.
¿Cómo podemos tener la esperanza de adorar a Dios de una forma
aceptable cuando estos elementos malvados permanecen en nuestra
naturaleza sin ser corregidos o purificados o destruidos o
transformados? Incluso aceptemos que sea posible que un hombre con
elementos malvados en su naturaleza logre adorar a Dios de alguna
forma que sea medianamente aceptable. En ese caso, vale la pena
preguntarse qué tipo de vida es esa como para que valga la pena seguir
llevándola. Dios ha estado diciendo: “Quiero morar en tus
pensamientos. Convierte tus pensamientos en un santuario en el cual
yo pueda vivir”. No es necesario hacer algo muy malo para tener la
necesidad de arrepentirnos sinceramente por nuestros pecados. Es
posible perder la comunión con Dios y perder la fuerte sensación de su
presencia y la bendición de la victoria espiritual solamente por el hecho
de pensar de la forma equivocada.
He descubierto que Dios jamás habitará en medio de pensamientos
corruptos y sucios; no morará en medio de pensamientos lujuriosos y
avaros y tampoco lo hará en medio de pensamientos orgullosos y
egoístas. Dios pide que hagamos un santuario en nuestra mente en el
que Él pueda morar. Él atesora nuestros pensamientos puros y
amorosos, nuestros pensamientos humildes, caritativos y amables
porque esos pensamientos se parecen a los de Él.
Cuando Dios more en sus pensamientos, usted adorará de forma natural
y Dios aceptará esa adoración. De esa forma Él podrá oler el incienso
de sus nobles intenciones aún cuando las preocupaciones de la vida y
las labores diarias sean muchas. Si Dios sabe que la intención suya es
adorarlo con cada parte de su ser, Él ha prometido ayudarlo a lograr su
objetivo. Dios pone a su disposición el amor y la gracia, las promesas
y la expiación, la constante ayuda y la presencia del Espíritu Santo.
Es necesario que usted haga su parte que está relacionada con la
determinación, la búsqueda, el rendirse y el creer para que su corazón
se convierta en una cámara, un santuario, un altar en el que haya
comunión y comunicación continua e ininterrumpida con Dios. cuando
todo esto sucede, su adoración fluye hacia Dios momento a momento.
Dos de los más grandes sermones de Spurgeon fueron: Dios en el
silencio y Dios en la tormenta. El corazón que conoce a Dios puede
hallar a Dios en cualquier lugar. Ciertamente me adhiero a Spurgeon
en la afirmación de que una persona llena del Espíritu de Dios, una
persona que ha tenido un encuentro real con el Dios vivo, puede
conocer el gozo de adorarlo ya sea en los silencios o en las tormentas
de la vida.
No hay necesidad de contender porque sabemos lo que Dios quiere que
seamos. Él quiere que seamos adoradores.

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