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Adoración?
Un llamado a ser verdaderos adoradores
A.W. TOZER
Hay muchas ideas extrañas con respecto a Dios en nuestra época y por
eso hay toda clase de sustitutos para la verdadera adoración. En muchas
ocasiones he oído a diferentes cristianos decir: “Creo que realmente no
conozco mucho a Dios”. Si esa confesión es verdadera, las personas
deberían ser también lo suficientemente honestas como para hacer una
confesión paralela: “Creo que realmente no sé mucho sobre la
adoración”.
En efecto, las creencias básicas con respecto a la persona y la naturaleza
de Dios han cambiado tanto que ahora encontramos entre nosotros
hombres y mujeres a los que les resulta fácil ufanarse de las bendiciones
que reciben de parte de Dios, sin experimentar jamás el deseo de
conocer el verdadero significado de la adoración.
Experimento una reacción inmediata a un malentendido tan extremo
sobre la verdadera naturaleza de un Dios santo y soberano. La primera
es que creo que la última cosa que Dios desea es tener hijos mundanos
con pensamientos superficiales que se ufanen de Él. Mi segunda
reacción es que al parecer no se reconoce bien que el supremos deseo
de Dios es que cada uno de sus hijos lo amemos y lo adoremos tanto
que estemos continuamente en su presencia en espíritu y en verdad. Eso
es verdadera adoración.
Cuando a Jesucristo se le pide que tome el lugar que le corresponde,
sucede algo extraordinario, milagroso y transformador en el alma del
hombre. Eso es exactamente lo que Dios esperaba que sucediera
cuando ejecutó el plan de salvación. Tenía la intención de convertir
personas rebeldes en adoradoras, restaurar en los hombres y las mujeres
el valor de la adoración que nuestros primeros padres conocieron
cuando fueron creados.
Cuando experimentamos esta preciosa realidad en nuestras vidas,
dejamos de esperar a que llegue el domingo para poder “ir a la iglesia
y adorar”. La verdadera adoración a Dios debe ser una condición
constante y consistente o un estado de la mente del creyente. Siempre
se sustenta en el reconocimiento del amor y fervor, los cuales están
sujetos en esta vida a diferentes grados de perfección e intensidad.
Es preciso mencionar otro aspecto sobre el enfoque actual con relación
a la adoración. A diferencia de lo que se dice y se practica en las
iglesias, la verdadera adoración no es algo que hacemos con la
esperanza de ser piadosos. Es indudable que muchas personas que
tienen un sincero deseo de practicar la verdadera religión enfatizan que
es necesario asistir fielmente a los servicios de adoración.
Necesitamos preguntarnos qué nos enseña la Escritura con relación a la
comunión que existe entre Dios y los hijos que ha redimido. La verdad
que encontramos en la Biblia es sencilla y nos llena de esperanza.
Puesto que hemos sido hechos a su imagen, poseemos en nuestro
interior la capacidad de conocer a Dios y el instinto de adorarlo. En el
mismo momento en que el Espíritu nos concede su vida por medio de
la regeneración, todo nuestro ser reconoce la semejanza que tenemos
con Dios y vibra lleno del gozo que brota espontáneamente como
consecuencia de esta comprensión.
Esa respuesta que se produce al interior de nuestro ser, una respuesta al
perdón y a la regeneración, evidencia el milagro del nacimiento
celestial, sin el cual no podemos ver el reino de Dios. Podemos aseverar
con certeza que a Dios le complace comunicarse con nosotros a través
de nuestra mente, nuestra voluntad y nuestras emociones.
El deseo que hay en el corazón de Dios, se manifiesta en la religión
verdadera que enseña el Nuevo Testamento; es un intercambio
continuo y sin restricción de amor y verdades entre Dios y las almas de
los redimidos. De hecho, resulta imposible considerar este tipo de
relación sin aceptar que la obra principal del Espíritu Santo es restaurar
las almas perdidas a una comunión íntima con Dios por medio del
lavamiento de la regeneración.
Para lograr esto, primero le revela a Cristo al corazón penitente: “Por
tanto, os hago saber que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama
anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el
Espíritu Santo.” (1 Co.12:3). Consideremos también las palabras que
Cristo le expresó a sus discípulos sobre los poderoso rasgos de luz que
brotan de su ser y que iluminarán el alma de la nueva criatura de Dios.
“Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi
nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo
os he dicho.” (Juan 14:26).
Recuerde que llegamos a conocer a Cristo sólo en la medida que el
Espíritu nos lo permite. Deberíamos estar agradecidos al descubrir que
el deseo de Dios es conducir todo corazón dispuesto a las
profundidades y a las alturas del conocimiento divino y la comunión.
Tan pronto Dios envía el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones,
podemos decir: “Abba”. Y, empezamos a adorar. Pero probablemente
aún no lo estemos haciendo en todo el sentido de esta palabra
neotestamentaria.
Dios desea llevarnos a mayores niveles de profundidad con Él.
Tenemos mucho que aprender en la escuela del Espíritu, el cual quiere
guiarnos en nuestro amor a aquel que nos amó primero. Quiere cultivar
en nuestro interior la adoración y la admiración de la cual es digno.
Desea revelarnos a cada uno el bendito elemento de la fascinación
espiritual en la verdadera oración. Quiere enseñarnos el asombro que
surge cuando nos llenamos de un entusiasmo moral en nuestra
adoración, extasiados con la revelación de quién es Dios. Quiere que
nos maravillemos con la inconcebible grandeza, magnitud y esplendor
del Dios todopoderoso.
No existe ninguna experiencia humana que pueda sustituir esta clase de
adoración y esta clase de respuesta producida por el Espíritu ante el
Dios que nos creó, nos redimió y nos gobierna. Sin embargo,
encontramos en muchas partes una clara y continua sustitución de la
adoración. Me refiero a la irresistible tentación que tienen los creyentes
del ocuparse constantemente, en cada hora del día, en actividades
religiosas. No podemos negar que definitivamente esa es una idea
eclesial del servicio. Muchos de nuestros sermones y gran parte de
nuestra enseñanza eclesiástica contemporánea descansan en la idea de
que con toda certeza el plan de Dios para nosotros es que estemos
ocupados, ocupados y más ocupados porque es la mejor causa en el
mundo en la que nos podemos involucrar.
¿Podríamos atrevernos a preguntarnos cómo fue posible que
llegáramos a este estado? Si usted está dispuesto a hacerse esa pregunta,
yo estoy dispuesto a tratar de responderla. De hecho, la responderé
haciendo otra pregunta obvia. ¿Cómo puede nuestra aproximación a la
adoración ser más vital de lo que es, cuando muchos de los que nos
guían, tanto desde el púlpito como desde las sillas, nos dan una
indicación tan pobre de que la comunión con Dios es deleitable más
allá de lo que se puede expresar?
Piense por un instante en el conocimiento que posee sobre el Nuevo
Testamento y estará de acuerdo en que esa es exactamente la enseñanza
sobre la verdadera adoración que Jesús les estaba comunicando a los
inflexibles fariseos que se consideraban justos en su propia opinión.
Eran religiosos en su vida diaria. Tenían apariencia de piedad y
conocían bien las formas de adoración pero en su ser interior existían
malas actitudes, fallas e hipocresías, las cuales hicieron que Jesús los
describiera como “sepulcros blanqueados”.
La única justicia que conocían y entendían era su forma externa de
justicia que se basaba en mantener un nivel alto de moralidad externa.
Puesto que veían a Dios como un ser tan estricto, austero e
inmisericorde como lo eran ellos, su concepto de la adoración era
necesariamente bajo e indigno. Para un fariseo, el servicio a Dios era
una carga que no amaba pero de la cual no se podía escapar sin sufrir
una pérdida demasiado grande como para poder soportarla. Dios, en la
perspectiva farisaica, no era un Dios con el cual fuese fácil vivir. Por
eso, su religión diaria se volvió rigurosa y dura, sin ningún rastro de
amor verdadero en ella.
De los seres humanos se puede decir que tratamos de parecernos a
nuestro Dios. Si lo concebimos como alguien riguroso, implacable y
duro, así nos volveremos. Pero la bendita y esperanzadora verdad es
que Dios es el más agradable de todos los seres y deberíamos
experimentar un placer inefable en nuestra adoración.
El Dios vivo ha estado dispuesto a revelarse ante nuestros necesitados
corazones y quiere que sepamos y comprendamos que es todo amor, y
que quienes confían en Él no necesitan conocer nada más que ese amor.
Dios quiere que sepamos que es justo y con toda seguridad no
condonará el pecado. Nos ha comunicado con una claridad abrumadora
que por medio de la sangre del pacto eterno puede actuar en favor de
nosotros como si jamás hubiésemos pecado.
Lo que un fariseo no entendía es que Dios se relaciona con los que ha
redimido por medio de una comunión sencilla y desinhibida que le
produce descanso y sanidad al alma. El Dios que nos ha redimido en
amor, por medio de los méritos de su eterno Hijo, no es irracional ni
egoísta. Tampoco es temperamental. Tal como es hoy, lo será mañana
y al siguiente día y el próximo año.
El Dios que desea nuestra comunión y amistad no es difícil de
complacer, aunque puede ser difícil de satisfacer. Sólo espera de
nosotros lo que Él mismo ha suplido. Está muy dispuesto a aceptar
cualquier sencillo esfuerzo que hacemos por complacerlo e igual de
dispuesto a pasar por alto nuestras imperfecciones cuando sabe que
estamos procurando hacer su voluntad.
Es verdad que el Dios que amamos en ocasiones nos disciplina. Pero
incluso eso, lo hace con una sonrisa; la sonrisa tierna y orgullosa de un
padre que derrama su satisfacción sobre un hijo imperfecto pero
prometedor que viene a Él todos los días para parecerse más y más a
aquel de quien es hijo. Deberíamos deleitarnos en el gozo de creer que
Dios es la suma de toda la paciencia y la verdadera esencia de la bondad
y la buena voluntad. La forma en que más lo agradamos no es tratando
frenéticamente de ser bueno, sino arrojándonos en sus brazos con todas
nuestras imperfecciones y creyendo que Él entiende todo y aún así nos
ama.
La parte gratificante de todo esto es que la relación entre Dios y el alma
redimida nos es revelada por medio de una conciencia personal; esa
conciencia no viene por medio del cuerpo de creyentes sino que le es
otorgada al individuo, y al cuerpo por medio de los individuos que lo
componen. Es algo consciente; no se queda por debajo del umbral de
la conciencia para obrar de forma desconocida en el alma.
Esta comunicación, esta conciencia no es un fin sino un comienzo. Es
el punto de realidad donde iniciamos nuestra comunión, amistad e
intimidad con Dios. Pero el punto en el cual nos detenemos todavía no
ha sido descubierto por ningún hombre, pues no hay límite ni final en
las misteriosas profundidades del trino Dios que nos ha salvado.
Cuando llegamos a esta dulce relación, empezamos a aprender lo que
es una reverencia asombrosa, una adoración incomparable, una
fascinación increíble, una noble admiración de los atributos de Dios y
un silencio inevitable que se produce cuando sabemos que Dios está
cerca.
Quizá usted nunca antes se haya dado cuenta de esto pero todos estos
elementos en nuestra percepción y conciencia de la divina presencia
son parte de lo que la Biblia llama el temor de Dios. Podemos tener un
millón de temores en nuestras horas de dolor o en las amenazas del
peligro o ante la expectativa del castigo o de la muerte. Lo que
necesitamos reconocer plenamente es que el temor de Dios que la
Biblia enseña jamás puede ser inducido por algún tipo de amenazas o
castigos.
El temor de Dios es una “reverencia asombrosa” de la cual escribió el
gran Faber. Yo diría que puede estar en cualquier rango entre su forma
más básica: el terror del alma culpable ante un Dios santo, hasta el
fascinante ensimismamiento de un santo postrado en adoración. Hay
muy pocas cosas absolutas en nuestras vidas pero yo creo que temor
reverente de Dios mezclado con amor, fascinación, asombro,
admiración y devoción es el estado más deleitable y la emoción más
purificadora que el alma humana puede llegar a conocer.
Sé por experiencia propia que yo no podría vivir mucho tiempo como
cristiano sin esta conciencia interior de la presencia y la cercanía de
Dios. Me imagino que hay personas que son lo suficientemente fuertes
para vivir día tras día con base en la ética, sin ninguna clase de
experiencia espiritual íntima. Dicen que Benjamín Franklin era ese tipo
de hombre.
No era cristiano sino deísta. Whitefield oraba por él y le dijo que lo
estaba haciendo. Pero Franklin le respondió: “Creo que no está
sirviendo para nada porque todavía no soy salvo.
Franklin hacía lo siguiente. Llevaba un registro diario en una serie de
gráficas cuadradas que representaban virtudes como la honestidad, la
fidelidad, la caridad y probablemente una decena más de estas. Las
ubicaba en una especie de calendario y cuando había violado una de las
virtudes, tomaba nota. Cuando pasaba un día o un mes sin haber roto
ninguno de sus propios mandamientos, consideraba que estaba obrando
muy bien como ser humano.
¿Un gran sentido de ética? Si. ¿Algún sentido de lo divino? No. No hay
ningún rastro de algo espiritual. No hay adoración ni reverencia. No
hay temor de Dios ante sus ojos; todo esto según su propio testimonio.
Yo no pertenezco a esa clase de hombres. Sólo puedo ser justo
guardando el temor de Dios en mi alma y deleitándome en el fascinante
momento de la adoración. Aparte de eso, no conozco ningún otro tipo
de reglas.
Lamento mucho que este poderoso sentido de temor piadoso haga tanta
falta en las iglesias de hoy; su ausencia es una señal. El temor de Dios
debería estar sobre nosotros como la nube estuvo sobre Israel. Debería
caer sobre nosotros como un manto dulce e invisible. Debería ser una
fuerza que condicionara nuestras vidas interiores. Debería proveer
sentido a cada texto de la Escritura y convertir cada día de la semana
en un día santo. Debería tornar cada lugar que pisamos en tierra santa.
Nos estremecemos con muchas clases de temores: temor al
Comunismo, temor al colapso de la civilización e incluso temor a ser
invadidos por seres de otro planeta. Los hombres creen saber qué
significa el temor. Pero de lo que estoy hablando es del asombro y la
reverencia ante un Dios amoroso y santo. Esa clase de temor sólo puede
ser producida por la presencia de Dios.
Cuando el Espíritu Santo descendió en Pentecostés, hubo un gran temor
en toda la multitud; sin embargo, no sentían miedo de nada. Un hijo de
Dios que ha sido perfeccionado en el amor no tiene temor, porque el
perfecto amor echa fuera el temor. Con todo, entre tantas personas que
existen, alguien así es la clase de persona que más teme a Dios.
Observemos al apóstol Juan como un ejemplo. Cuando Jesús fue
arrestado en Getsemaní, Juan fue uno de los que salió corriendo.
Probablemente tenía miedo de ser arrestado y llevado a prisión. Tenía
temor al peligro, temor al castigo y temor a ser humillado. Pero, tiempo
después, el mismo Juan, exiliado en Patmos por causa del testimonio
de Jesucristo, vio a un hombre asombroso de pie en medio de unas
lámparas de oro. El hombre estaba vestido con una túnica blanca y
ceñido con. un cinto de oro. Sus pies eran como el bronce bruñido y
una espada brotaba de su boca. Su cabello era blanco como la nieve y
su rostro brillaba como el sol en su esplendor. El asombro, la
reverencia, la fascinación y el temor repentinamente se concentraron
con tal fuerza en la persona de Juan que simplemente cayó al piso
inconsciente.
Luego, este Sacerdote santo, el cual Juan comprendió después que era
Jesucristo mismo, con las llaves de la muerte y el infierno en su mano,
vino y levantó a Juan, y le volvió a dar vida. Entonces, Juan ya no tuvo
temor ni se sintió amenazado. Experimentó una clase de temor
diferente: un temor divino. Fue algo santo y Juan lo sintió.
Nos hace mucha falta en la actualidad experimentar la presencia de
Dios en medio nuestro para que produzca un sentido de temor y
reverencia divinos. Es imposible inducir ese temor por medio de la
apacible música de un instrumento y de luces que brillan a través de
unos vitrales con hermosos diseños. Tampoco se puede inducir
sosteniendo un pan en la mano y aseverando que eso es Dios; mucho
menos por medio de un estado frenético de éxtasis emocional. Lo que
las personas sienten en la presencia de esa clase de paganismo no es el
verdadero temor de Dios; sólo es una experiencia que genera un temor
supersticioso.
El verdadero temor de Dios es algo hermoso porque es adoración,
amor, veneración. Es una felicidad moral muy alta por lo que Dios es.
Es un deleite tan grande que si Dios no fuese, el adorador tampoco
querría existir. Él podría fácilmente orar: “Mi Dios, sigue siendo como
eres o hazme morir. No puedo pensar en otro Dios fuera de ti”.
La verdadera adoración ha de ser realizada de forma personal en
esperanza y amor a Dios de tal forma que la idea de cambiar nuestro
afecto jamás existe, ni siquiera de forma remota. Ese es el significado
del temor de Dios. Puesto que la adoración está tan ausente hoy,
debemos preguntarnos, entonces, ¿qué estamos haciendo? Estamos
haciendo nuestro mayor esfuerzo por reconstruir el velo del templo.
Usamos medios artificiales para tratar de inducir algún tipo de
adoración.
Pienso que el diablo debe estarse riendo en el infierno y creo que Dios
debe sentirse muy triste, pues no hay temor de Dios en nuestros ojos.
Capítulo 3
Mucho de lo que llaman adoración no lo es
Le dijo la mujer: Señor, me parece que tú eres profeta. Nuestros
padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén
es el lugar donde se debe adorar. Jesús le dijo: Mujer, créeme,
que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén
adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros
adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los
judíos. Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos
adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque
también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es
Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario
que adoren.
Juan 4:19–24
Una de las tragedias más grandes que puede suceder, incluso en las
épocas más iluminadas de la historia, es el fracaso de millones de
personas al no descubrir la razón por la cual nacieron en este mundo.
Niéguelo si quiere (y algunas personas lo harán) pero donde quiera que
hay seres humanos, hay personas sufriendo a causa de una especie de
amnesia depresiva y desesperanzadora que los obliga a clamar, bien sea
silenciosamente en su interior o con una frustración audible, “ni
siquiera sé por qué nací”.
Para ilustrar este asunto, me gustaría compartir una historia con usted,
una historia que podría haber sucedido en cualquier lugar. Se trata de
un hombre que perdió la memoria y, por ende, perdió su identidad. En
una ocasión tenía que reunirme con un amigo en la alcaldía de la
ciudad. Estaba sentado esperando en una banca cerca del pasillo del
lugar. De repente, un agradable y bien vestido joven se me acercó y se
sentó a mi lado. Me sonrió con una sonrisa que me pareció un tanto
confusa.
-¿Nos conocemos?- le pregunté.
-No, no lo creo- repuso y luego añadió – Creo que estoy metido en un
lío-. Luego prosiguió. –Me sucedió algo. Creo que me resbalé en algún
sitio de esta ciudad, me caí y me golpeé la cabeza. No puedo recordar
nada con claridad. Cuando me desperté, me dí cuenta de que me habían
robado; se habían llevado todos mis documentos y mis tarjetas. No
tengo identificación y no sé quien soy.
-Usted debe tener familiares en algún lugar; ¿no tiene algunos datos de
ellos?
-Es probable que tenga familia pero no recuerdo nada.
Estaba a punto de decirle a este confundido hombre que tendría que ir
a la policía porque yo no contaba con los medios para ayudarlo. Justo
en ese momento, observé a un distinguido caballero de pie en el andén
cerca de la banca donde estábamos sentados. También lucía confundido
e inquieto pero al dirigir su mirada hacia nosotros, dejó salir un grito
de alegría. Se acercó a toda prisa y llamó al hombre que estaba conmigo
por su nombre. Lo apretó y le estrechó la mano.
-¿Dónde has estado? ¿Qué has estado haciendo? Todas los miembros
de la orquesta están supremamente preocupados por ti.
El hombre que había estado perdido lucía desconcertado.
-Discúlpeme señor pero yo no lo conozco. Mejor dicho, no lo
reconozco.
-¿Qué? ¿No me conoces? Vinimos a Toronto hace tres días. ¿Acaso no
sabes que somos miembros de la filarmónica y que tú eres el primer
violinista? Hemos cumplido nuestros compromisos sin ti y te hemos
estado buscando por todas partes.
-¡Entonces, ese soy yo y esa es la razón por la cual estoy aquí! Pero
todavía no sé si puedo tocar el violín.
Incidentes semejantes a este suceden en todo el mundo. La policía
busca a muchas víctimas de amnesia y los doctores enfrentan este
problema con sus pacientes. Pero, ¿por qué narro esta historia? Para
recordarle quiénes fueron los primeros padres de la raza humana: un
hombre llamado Adán y su mujer Eva.
Adán sufrió una caída y recibió un terrible golpe; junto a él en esa
catástrofe se encontraba Eva, su esposa. Cuando trataron de remover la
niebla de sus mentes, mirándose uno al otro, se dieron cuenta de que ya
no sabían dónde estaban ni por qué razón estaban vivos. No sabían el
propósito de su existencia.
Desde ese momento, los seres humanos han estado separados de Dios;
puesto que deben vivir en un mundo caído y enfermo, claman diciendo:
“No tengo la menor idea de por qué nací”. Quienes seguimos la
revelación dada por nuestro Dios Creador creemos firmemente que
Dios no hace nada sin un propósito. Por ende, estamos convencidos de
que Dios tenía un propósito noble en mente cuando nos creó. También
tenemos la certeza de que la voluntad de Dios es que los seres humanos
deseemos comunión con el Señor por sobre todas las cosas porque
fuimos hechos a su imagen y semejanza.
Según su plan, debía ser una comunión perfecta fundamentada en una
adoración apasionada de quien creó y sustenta todas las cosas. Si usted
conoce el catecismo de la iglesia ortodoxa presbiteriana, sabrá que la
primera pregunta que postula desde que fue escrito hace cientos de años
es: “¿Cuál es el fin primordial del hombre?”
La respuesta es simple pero profunda y se basa en la revelación y la
sabiduría de la Palabra de Dios. “El fin primordial del hombre es
glorificar a Dios y disfrutarlo por toda la eternidad”. Esa aseveración
no necesita explicación para una persona inteligente. Adorar y
glorificar a Dios es el fin primordial de todo hombre y mujer.
Entonces, ¿por qué tantas personas no lo han entendido? ¿Por qué
tantos ignoran el amor y el plan de Dios a lo largo de toda su vida? ¿Por
qué tanta gente maldice las situaciones desagradables por las que
atraviesan en sus vidas, clamando en medio de la desesperanza: “Oh,
ni siquiera sé por qué nací en este mundo”? ¿Cómo es posible que la
voluntad deseada del creador para todos los hijos e hijas de Adán haya
sido frustrada de una forma tan contundente?
En estos días en los que el pecado la violencia y la transgresión abundan
por doquier, debemos señalar que existe una negación casi universal de
la naturaleza malintencionada y pecaminosa de la raza humana como
resultado de la caída del hombre; hecho que es fielmente registrado en
el libro de Génesis.
Permítame asegurarle que no sólo por medio de la revelación de Dios
en su Palabra podemos aprender lo necesario para conocernos a
nosotros mismos. La Palabra de Dios nos enseña con franqueza el gran
daño que sufrimos, el cual nos produjo adormecimiento y amnesia. Se
trata del triste recuento de la caída del hombre de su estado de
perfección original. Cuando Adán y Eva decidieron esa mañana que
tenían el derecho de poner su propia voluntad por encima de la voluntad
del Creador, experimentaron la terrible caída. El resultado fue la
pérdida de la identidad que Dios les había dado.
Trataron de eliminar la confusión de sus mentes y su corazón pero al
mirarse uno al otro, comprendieron que ya no sabían el propósito de su
existencia. Repentinamente habían sido afligidos por una extraña
amnesia, surgida del perverso pecado de la desobediencia. Ya no sabían
con exactitud en dónde se encontraban y tampoco tenían el sentido
divino de la razón por la cual habían sido creados y lo que tenían que
hacer.
¡Qué tragedia! Adán y Eva perdieron la gloria de Dios a pesar de haber
sido creados para reflejar al todopoderoso. Ya que habían sido hechos
a la imagen de Dios, Adán y Eva se parecían más al Señor que los
ángeles celestiales. Dios creó a los hombres para mirarlos y ver en ellos
un reflejo más grande de su gloria que el que hay en los cielos llenos
de estrellas. Lastimosamente, el espejo se tornó opaco y difuso. Cuando
Dios vio al hombre pecador, ya no podía ver su propia gloria. El
hombre se había vuelto un ser desobediente y pecaminoso; había
fracasado en cumplir el propósito para el cual había sido creado: Adorar
a su creador en la belleza de la santidad.
Los hombres de nuestra época se sienten cansados, culpables y
perdidos, por ende, están demasiado ocupados solucionando las
tragedias de sus familias y sus sociedades como para mirar al pasado y
reconocer la terrible y abrumadora tragedia que sucedió en la caída del
hombre. Es una tragedia compleja porque Dios había aseverado con
alegría: “Hagamos al hombre a nuestra imagen” (Génesis 1:26).
Luego, Dios se inclinó, tomó un poco de barro, le dio forma e hizo al
hombre. Después, sopló aliento de vida en su nariz y éste se convirtió
en un ser viviente.
Posteriormente, el Creador le pidió al hombre que observara el resto de
la creación. “Todo esto es tuyo, y Yo soy tuyo”, le dijo Dios. “Te miraré
y veré en tu rostro el reflejo de mi propia gloria. Ese es tu propósito;
has sido creado para adorarme, glorificarme y tenerme como tu Dios
por siempre”. Pero una vez Dios se retiró por un instante, el maligno,
el dragón llamado Satanás, envenenó las mentes del hombre y de su
amada mujer. Entonces, ellos pecaron contra Dios.
Cuando Dios retornó, volvió como si no supiera nada sobre la tragedia
que había ocurrido. Lo llamó: “Adán, ¿dónde estás?” Adán salió de su
escondite con plena conciencia de su culpa y su vergüenza. Dios le dijo:
“Adán, ¿qué hiciste?”. El hombre confesó: “Comimos del fruto del
árbol que nos prohibiste comer, pero fue la mujer que me diste la que
me sedujo”. Dios le dijo a la mujer: “¿Qué has hecho?” y ella le
respondió: “Fue la serpiente la que me engañó”.
En ese breve lapso nuestros primeros padres aprendieron el arte de
echarle la culpa a otra persona. Esa es una de las grandes evidencias del
pecado: la traición, y la aprendimos directamente de nuestros primeros
padres. No aceptamos la culpa de nuestro pecado e iniquidad; culpamos
a otros.
Si usted no es el hombre que debería ser, probablemente le eche la culpa
a su esposa o a sus ancestros o, quizá, a su lugar de trabajo. Si usted no
es el joven que debería ser, probablemente culpe a sus padres. Si no es
la mujer o la esposa que debería ser, quizá culpe a su esposo o a sus
hijos. Ya que el pecado es tan horrible, preferimos culpar a otros.
Culpamos y volvemos a culpar; por eso es que estamos donde estamos.
Por eso es que la enfermedad nos atrapa y nos lleva hasta la tumba. Por
eso es que suceden los accidentes. Por eso es que hay cárceles,
hospitales mentales y cementerios. Sí, todo es por causa de la gran
tragedia y el desastre que llamamos la caída del hombre. ¿Acaso esta
trágica realidad es lo único que existe? ¿No hay nada más allá?
No, no. Esta es la respuesta que le damos a cada una de las personas
que conforman la raza humana: tenemos maravillosas noticias para
usted. Es la noticia de que el Dios que nos creó, no se cansó de nosotros.
No le dijo a los ángeles: “Ráelos del universo y elimínalos de mi
memoria”. Por el contrario dijo: “Todavía los anhelo. Todavía quiero
que sean un espejo en el que pueda mirar y ver mi gloria. Aún quiero
ser admirado por mi pueblo. Aún quiero que me disfruten y Yo sea su
Dios por siempre”.
Por eso Dios envió a su Hijo unigénito por medio del milagro de la
encarnación. Cuando Jesús estuvo en la tierra, reflejó la gloria del
Padre. El Nuevo Testamento dice que Él es el resplandor de la gloria
de Dios y el brillo de su persona. Cuando Dios vio al hijo de María, se
vio a sí mismo reflejado. ¿A qué se refería Jesús cuando dijo: “El que
me ha visto a mí ha visto al Padre”?
Lo que en realidad estaba diciendo es: “Cuando me ven, están viendo
la gloria del padre reflejada. He venido a culminar la obra que me ha
encomendado”. Dios se glorificó en su Hijo, aunque en el momento de
la muerte de Jesús, la gloria fue terriblemente estropeada. Los
pecadores le halaron la barba, golpearon su rostro y le arrancaron el
cabello. Le produjeron inmensos moretones en la frente; lo clavaron a
la cruz, donde gimió, sudó y sufrió durante seis horas antes de entregar
su espíritu y morir.
Las campanas de los cielos sonaron porque los hombres que estaban
perdidos habían sido redimidos. El camino del perdón estaba abierto
para los pecadores. Al tercer día, Jesús resucitó de entre los muertos y
desde entonces ha estado a la diestra del Señor. Dios se ha ocupado
desde entonces de redimir un pueblo para sí y llevarlo al propósito
original de ser reflejos de su gloria.
Ciertamente, la adoración del Dios amoroso es el propósito principal
por el cual existe el hombre. Para eso nacemos en la tierra y por esa
razón volvemos a nacer espiritualmente. Es por eso que fuimos creados
y también es el motivo por el cual Dios nos vuelve a crear. Por ello
hubo un génesis al principio y por eso mismo hay un re-génesis llamado
regeneración. También por eso hay una iglesia. La iglesia cristiana
existe para adorar a Dios primero que todo. Todas las demás cosas
deben estar en segundo, tercer, cuarto o quinto lugar.
Hace muchas generaciones en Europa, el amado santo de Dios, el
hermano Lawrence, se hallaba en su lecho de muerte. Perdía su fuerza
física rápidamente; observó a los que se reunían a su lado. “No estoy
muriendo. Sólo estoy haciendo lo mismo que he estado haciendo
durante los últimos cuarenta años y lo que espero hacer por toda la
eternidad”.
“¿A qué te refieres? ¿Qué estás haciendo?”, le preguntaron. Y
respondió al instante: “Estoy adorando al Dios que amo”.
Adorar a Dios era un asunto primordial para el hermano Lawrence.
También estaba muriendo pero eso era secundario. Finalmente murió y
enterraron su cuerpo en algún lugar pero su alma estaba viva porque
había sido creada a la imagen de Dios. Por eso, todavía está adorando
con todos los santos alrededor del trono de Dios.
Realmente es triste, muy triste, escuchar los lamentos de muchas
personas en la actualidad que jamás han descubierto la razón por la cual
nacieron. Esto me trae a la mente la descripción que el poeta John
Milton hace sobre la patética soledad y perdición de nuestros primeros
padres. Él dice que después de que los echaron del jardín, “se tomaron
de la mano y caminaron en solitario a través del valle”.
Capítulo 5
Debemos adorar sólo al Dios Eterno
¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios
mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios
le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros,
santo es. Nadie se engañe a sí mismo; si alguno entre vosotros se
cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que llegue a ser
sabio. Porque la sabiduría de este mundo es insensatez para con
Dios; pues escrito está: El prende a los sabios en la astucia de
ellos. Y otra vez: El Señor conoce los pensamientos de los sabios,
que son vanos. Así que, ninguno se gloríe en los hombres; porque
todo es vuestro: sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas, sea el mundo,
sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo por venir, todo
es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios.
1 Corintios 3:16–23