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La promesa de felicidad capitalista, la autoayuda y

el psicoanálisis

La
desesperación
por ser feliz
A diferencia de la autoayuda --y de los laboratorios y la
religión-- el psicoanálisis no promete la felicidad,
advierten los autores. En rigor, agregan, no promete
nada y ahí radica su potencia, su posibilidad.
Por José Luis Juresa y Alexandra Kohan


Maneki ineko, obra de Elisa Insúa.

Nadie sabe qué es ser feliz a menos que la


felicidad se defina en la triste versión de ser
como todo el mundo.
Jacques Lacan
El programa que nos impone el principio de
placer, el de ser felices, es irrealizable.
Sigmund Freud
Y hay que impedir que juegues para el enemigo.
Luis Alberto Spinetta

Podríamos preguntarnos para qué sirven las


narrativas de autoayuda cada vez más
presentes en el mercado. Un mercado
necesitado de ofrecer nuevos objetos de
consumo que renueven la cada vez más
deteriorada promesa de felicidad que el
capitalismo --junto a su gran aliado, la
tecnociencia-- busca mantener viva a través de
una proliferación de objetos de uso que agotan
su fascinación con la velocidad con la que van
aumentando las exigencias de navegación web.
La respuesta podría ser: sirven para “agarrarse
de algo”. “Agarrarse” es un término, un
significante que nos interesa porque acentúa el
carácter del objeto y su presencia en el mundo,
en tanto “el mundo” --al decir siempre velado de
la discursividad neoliberal-- siempre es el mundo
capitalista, y más específicamente, el financiero.
Dentro de ese “mundo” están los objetos que
nos reenvían al sentido, en la medida en que las
velocidades digitales de las operaciones
financieras y los movimientos espasmódicos de
las valorizaciones de bolsa y de bonos son el
modelo alienante con el que se “modeliza” lo que
se denomina “el estado de ánimo”. Esto muchas
veces --o todas-- se lleva hacia el terreno
delimitado por otro significante ultrapresente: la
“autoestima”. Agarrarse de algo para
recomponer una autoestima –diríamos--
completamente sometida a los vaivenes de la
cotización en bolsa y la especulación financiera,
tal como si el “ánimo” se hubiera convertido en
una acción más altamente volátil a los vaivenes
de los logros o los fracasos “productivos”.
Teniendo al dinero como fetiche, todo se reduce
a una escala de valorización en esos
términos. Se trata de agarrarse de algo,
entonces, como en la religión, cuando dios
tiende una mano a través de sus consejeros en
la tierra. Exactamente eso: consejeros de una
religión “sin cielo”, es decir, sin fe.
También sirven para mantener la ilusión de que
la felicidad es posible por medio de un
aprendizaje o por medio de recetas: es una
pedagogía. Luego, sirven para crear la idea de
que somos todos iguales y que la felicidad
sólo depende de factores “objetivos” e
independientes de los condicionamientos
sociales, históricos, políticos. En ese sentido
se sostienen en pretensiones a-políticas. Sirven
para sostener que uno mismo puede ser el
artífice de su vida --paradójico desde el
momento en que está necesitando el libro escrito
por otro--.
Sirven también para sostener una promesa y
una esperanza. Y las esperanzas son lo primero
que habría que perder. La ficción pone a jugar
una verdad en relación a la esperanza. Por
ejemplo Zama, de Antonio Di Benedetto, que por
fin encuentra lo más parecido a la libertad ahí
donde alguien dijo No a sus esperanzas o Sara
Gallardo en Los galgos, Los galgos cuando dice
“congoja y contrición sin esperanza, y en eso
reside el único consuelo”. Lacan decía que había
visto a la esperanza llevar a gente al suicidio.
Tan sólo algunos ejemplos en los que la
esperanza sólo eternizaría una ilusión que nunca
se concreta, cifrando la peor atadura y
dependencia a un Ideal. La autoayuda, en ese
sentido, proporciona la tranquilidad --
momentánea y precaria-- de que se podría
suprimir el dolor de existir, que se podría
vivir sin afectación. Aunque más que
tranquilidad, proporcionan una anestesia, un
adormecimiento que, lejos de liberarnos, nos
encorseta aún más.

Desesperación y anestesia

En ese sentido, más que una idea de la felicidad,


estas narrativas tienen una buena idea de la
desesperación. Hay mucha desesperación, y
para el mercado, es como echarale nafta al
fuego del consumo. ¿Desesperación por qué?
Por agarrarse de algo. Tal vez esa
desesperación se retroalimenta en la medida
en que se le ofrezcan objetos como
promesas de calma, sobre los que se repite
el acto de consumo, sin tener en cuenta --
porque queda siempre velado-- que la
desesperación se presenta porque ningún
consumo satisface algo de lo que se llama
consumación, o realización del deseo. Es
interesante lo que Freud dice respecto de los
sueños que interpreta: son realizaciones de
deseo. Pero eso sucede en la noche, en esa
“otra vida” u “otra escena” en la que el sujeto
suspende forzosamente la compulsión al
consumo. Durante el día, desesperarse por ser
feliz, accionar y accionar, producir y producir,
cumplir con el deber, ser un soldado de la
felicidad. Y la noche le muestra la solución,
solamente por tener un sueño: más que
consumir, consumar, realizar, satisfacer algo de
ese deseo que necesita de un sueño en la
clandestinidad de la noche para manifestarse,
para tener lugar.
Vivimos en una época de discursos
higienistas que pretenden una especie de
asepsia emocional, se pretende vivir
rechazando la afectación. Se pretende que la
toxicidad siempre es del otro, es de afuera. Hoy
se escucha que ante cualquier dificultad se
recomienda “un clona”, “un rivo”, “un cuartito”.
En esos nombres, en esos apodos, hay un gesto
de banalización absoluta, hay una ilusoria
domesticación de la medicación y, a la vez, de la
angustia. Hay muchísima bibliografía actual que
intenta leer los efectos de este consumo
masificado y sin control de ansiolíticos, el
consumo como primera opción --no estamos
hablando de casos en los que sí se requiere
medicación--. También la ficción, que siempre
está un paso adelante leyendo estos efectos,
pone en evidencia la constante pretensión de
anestesiar los cuerpos y los efectos nefastos
de ello. Empezando por la clásica Un mundo
feliz, pasando por la película Equilibrium --que
narra un mundo en el que es obligatorio por ley
la inyección diaria de un fármaco que suprime
emociones-- o la más reciente Black Mirror (por
mencionar tan sólo algunos de los ejemplos),
muestran los peligros de un mundo que, sin
emociones, entre otras cosas, deja vía libre a los
discursos totales y absolutos. El humor, en su
filo político, también viene a subrayar un estado
de cosas: los más recientes: Capusotto
con Rovotril o con Nicolino Roche y sus
pasteros; o el humorista Martín Garabal con el
video llamado Rivo Chill-Clonazeparty.
La idea de felicidad, entonces, no está para
nada desprendida de la ideología, es
netamente ideológica. De hecho, Franco
Berardi la llama “ideología felicista” que,
además, está en total relación con el modelo
productivo. Sara Ahmed, en La promesa de la
felicidad, muestra el modo en que la noción de
felicidad entró, en los últimos años, en los
gobiernos y en las promesas de campaña. Se
trata, nada menos, que de un nuevo imperativo:
el de la superación personal y la voluntad. Como
bien señala la autora, no deja de ser un nuevo
mandato y una técnica disciplinaria. A su vez, es
un paradigma normalizador ahí donde señala,
siempre desde la moral, qué es lo correcto y qué
no, qué es “normal” y qué no lo es.

El psicoanalista no desespera

La relación entre psicoanálisis y felicidad es muy


estrecha dado que, como Freud señaló en El
Malestar en la cultura, el fin y el propósito de los
hombres es aspirar a la felicidad, ser felices y no
dejar de serlo. Lo que sugiere Freud es que la
felicidad no está en los planes de la Creación, o,
como dice Lacan leyendo a Freud “para esa
felicidad no hay absolutamente nada preparado
en el macrocosmos ni en el microcosmos”. Por
otra parte, Lacan advierte que la demanda de las
personas que nos consultan es una demanda de
felicidad --aunque se manifiesta bajo formas
diversas--. Ahí, el psicoanálisis es un poco
aguafiestas y resultaría deseable que los
analistas estemos advertidos de ello. Porque la
apuesta analítica se encuentra en las
antípodas de la promesa de la felicidad. A
diferencia de la autoayuda --y de los laboratorios
y la religión-- el psicoanálisis no promete la
felicidad. En rigor, no promete nada y ahí
radica su potencia, su posibilidad. El
encuentro con un análisis quizás haga vacilar
certezas que creíamos inamovibles y suscite una
vida un poco menos atada a algo que
suponíamos nuestro destino. Algo fundamental
que vino a mostrar el psicoanálisis es que no
hay deseo sin angustia. No hay posibilidad de
habitar una vida más acorde a un deseo sin
pasar por la angustia. La angustia es el único
afecto que no engaña, decía Lacan, en el
sentido en que nos posiciona en
coordenadas subjetivas un poco más
verdaderas y menos alienadas al Ideal. Es ahí
que pueden aparecer ciertos efectos
felices. Lejos de hacer una apología del malestar
o de poner en juego una mirada escéptica, y
mucho menos cínica, el psicoanálisis viene a
darnos la posibilidad de que cese la
obligatoriedad del mandato de felicidad. Es por
eso que un analista no desespera, porque no
consume nada de lo que el analizante le ofrece.
Suspende la desesperación por la felicidad
capitalista y hace de su acto la mínima acción de
sostenerse en un dispositivo que se abstiene de
convertirse en una gran boca que chupa o en un
gran culo que caga, o en una tremenda mirada
que absorbe, o en la voz de dios que se
entretiene con sus modulaciones. El analista es
un lugar agujereado. La no desesperación del
analista aguarda sin esperar nada más que la
palabra del analizante. Al final, el psicoanálisis
nos posibilita la experiencia anti-capitalista
de que es posible vivir sin desesperación. Y
que si algo tiene que ver con la felicidad, eso
sería poder salirse de la fila desesperada para
ser tomado como objeto de consumo, para
evaporarse en el “horno” de la línea de montaje,
incluso en sus versiones digitales. El campo
concentracionario de la vida diaria que --al modo
de Phillip Dick-- se revela ante sus ojos como si
se cayera un decorado y el “detrás de escena”
quedara a cielo abierto. Cuando Freud dijo que
el psicoanálisis hace de las miserias neuróticas
infortunios cotidianos, mostró las escasas
pretensiones de la praxis. Y es ahí donde radica
el alivio de un análisis. Porque le quita al
sufrimiento su épica, saca a alguien del lugar
coagulado de víctima de su historia. Pasar de las
miserias neuróticas al infortunio cotidiano es,
finalmente, hacer que algo pase ahí donde no
pasaba nada. Finalmente, la libertad tendrá
algo que ver con haberse librado, al menos
en parte, de lo que el capitalismo ha
naturalizado después de instaurarlo con
éxito: la desesperación por ser feliz.
Alguna vez Lacan dijo, y se puede leer en ese
mismo sentido, que no hay que empujar un
análisis muy lejos, que “cuando un analizante
piensa que él es feliz de vivir, es suficiente”. Y
ese feliz de vivir no es vivir feliz, sino vivir un
poco más consecuentemente con lo que uno
cree que desea; es vivir sin melancolizarse en la
idea de que la felicidad es una fiesta de los otros
a los que nunca estamos invitados, esa fiesta
que siempre nos deja afuera. Feliz de vivir es
aceptar la fragilidad de vivir sin garantías.
José Luis Juresa y Alexandra Kohan son
psicoanalistas.

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