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Secretos que los niños no quieren contar

Esmeralda Garrido Torres

Introducción

La Organización Mundial de la Salud (OMS) define el maltrato infantil como “los abusos

y la desatención de que son objeto los menores de 18 años, [incluidos] todos los tipos

de maltrato físico o psicológico, abuso sexual, desatención, negligencia y explotación

comercial o de otro tipo, que causen o puedan causar un daño a la salud, desarrollo o

dignidad del niño, o poner en peligro su supervivencia, en el contexto de una relación

de responsabilidad, confianza o poder”.

El abuso sexual infantil —en adelante ASI— se define como: “…Contactos e

interacciones entre un niño y un adulto cuando el adulto (agresor) usa al niño para

estimularse sexualmente él mismo, al niño o a otra persona. El abuso sexual puede ser

también cometido por una persona menor de 18 años cuando ésta es

significativamente mayor que el niño (víctima) o cuando el agresor está en una posición

de poder o control sobre otro…” (Save the Children, 2001).

En ese sentido, el ASI comprende todos los actos de naturaleza sexual impuestos por

un adulto sobre un niño, que por su misma condición carece del desarrollo madurativo,
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emocional y cognitivo para dar consentimiento a la conducta o acción en la cual es

involucrado. La habilidad para enredar a un niño en estas actividades se basa en la

posición dominante y de poder del adulto en contraposición con la vulnerabilidad y la

dependencia del niño (Baita & Moreno, 2015).

El ASI constituye, nada más para empezar, un delito. Cuando ocurre una situación de

ASI y ésta llega al ámbito de la justicia, la prioridad es proteger al niño o niña poniendo

en marcha los mecanismos de los que el sistema dispone para ello. Más aún, se

convirtió en un problema público hacia el final del siglo XX, pues antes permanecía más

bien en secreto y como algo que no podía exponerse socialmente.

Sin duda, este aberrante hecho puede resultar en daños a corto y largo plazo,

incluyendo una prevalente psicopatología en la vida posterior. Tómese como ejemplo

algunos de los indicadores y efectos manifestados en la depresión, ansiedad,

trastornos alimentarios, baja autoestima, somatización, trastornos del sueño, así como

trastornos de ansiedad y disociación y, por último, el trastorno por estrés postraumático

(Baita & Moreno, 2015).

En el contexto de aquellos niños que estudian para realizar su Primera Comunión, es

importante que los catequistas cuenten con información acerca del ASI y sus signos, a

efecto de que puedan detectar en los infantes a los que les imparten la catequesis, la

posible existencia de un abuso y así poder ayudarlos a encontrar el apoyo adecuado

para cesar esa difícil situación por la que un adulto abusador los está haciendo o los ha

hecho pasar; de ahí que la información que se presenta en este texto pretende erigirse

en interés general.
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1. Estadísticas

En un estudio realizado por la Universidad de Barcelona en 2009, se estimó que a nivel

global un 7.9% de hombres y un 19.7% de mujeres habían experimentado abuso

sexual antes de la edad de 18 años. En cuestión geográfica, África se ubicó a la

cabeza de la tasa de prevalencia del abuso sexual con un 34.4%, mientras que Europa

se encontró en el nivel más bajo, con 9.2%. En dicho estudio, el país latinoamericano

con mayor tasa de prevalencia de casos fue Costa Rica, con el 32.2% de mujeres y

12.8% de hombres (Baita & Moreno, 2015).

Los expertos Baita y Moreno (2015) señalan que un factor relevante es la edad. Cuanto

menor es la edad, mayor es el riesgo que corre un niño de ser maltratado —en

cualquiera de las formas de malos tratos—, por cuanto aumenta su nivel de

dependencia respecto del adulto y su vulnerabilidad (menor desarrollo, menor

comprensión madurativa, menor capacidad de escapar de situaciones de peligro).

Malacrea (1998), citado por Baita y Moreno, refiere investigaciones en las cuales los 4,

8 y 11 años son las edades más vulnerables para el inicio del ASI.

Más aún, los citados Baita y Moreno (2015) afirman que todas las investigaciones

concuerdan en señalar que la revelación del abuso no suele darse de inmediato.

Incluso Elliott y Briere (1994) refieren que sobre una muestra de 399 niños y niñas

víctimas de entre 8 y 15 años, encontraron que el 75% no habían develado el ASI que

sufrían dentro del primer año desde que la práctica abusiva había comenzado, y el

17.8% había esperado más de 5 años para contárselo a alguien.


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2. Perfil de la relación abusiva

De acuerdo con Ochotorena y Arruabarrena (1996), hay tres clases de asimetría que se

encuentran en todo acto sexualmente abusivo:

1. Asimetría de poder. Esta puede derivar de la diferencia de edad, roles o fuerza

física entre el ofensor y la víctima, así como de la mayor capacidad de manipulación

psicológica que el primero tenga sobre la segunda. Esta asimetría de poder coloca

siempre a la víctima en un alto estado de vulnerabilidad y dependencia. Cuando se

trata de una relación cercana, como la de un padre y una hija, la dependencia ya no se

establece solamente sobre la base de los diversos roles y jerarquías que cada uno

ocupa en el sistema familiar, sino además sobre los pilares afectivos y emocionales en

los que se construye toda relación padre/madre-hijo/hija.


2. Asimetría de conocimientos. El ofensor sexual cuenta con mayores conocimientos

que su víctima sobre la sexualidad. Esta asimetría es mayor cuanto menor es el niño o

niña víctima, ya que como regla general, pero no absoluta, a medida que crece tiene

mayor acceso a información o mayor comprensión de lo que es la sexualidad.


3. Asimetría de gratificación. En la gran mayoría de los casos el objetivo del ofensor

sexual es la propia y exclusiva gratificación sexual; aun cuando intente generar

excitación en la víctima, esto siempre se relaciona con el propio deseo y necesidad,

nunca con los deseos y necesidades de la víctima.

El ASI puede ser clasificado según la relación “ofensor-víctima”, en intrafamiliar y

extrafamiliar. La principal utilidad de dicha clasificación está relacionada de manera


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directa con las medidas de protección al niño o niña víctima. Si una niña es abusada

sexualmente por su padre, que sea separada de él a efectos de evitar la continuidad

del abuso dependerá de manera exclusiva de la justicia: ningún médico, ni psicólogo, ni

maestro tiene el poder y la autoridad para dar esa indicación y velar por su

cumplimiento; es decir que el sistema de justicia es el principal responsable de

garantizar la seguridad de la niña ante posibles futuros abusos de la misma persona.

Pero si la niña ha sido abusada por adultos ajenos a la familia, otras personas pueden

tomar en sus manos la acción protectora de no contacto entre la niña y el ofensor —por

ejemplo, sus padres pueden decidir cambiarla de centro educativo, las autoridades

escolares pueden remover al profesor de su cargo, la coordinadora de la catequesis

puede relevar a un catequista de su servicio—. En este caso a la justicia le compete

únicamente el papel de determinar si el delito denunciado ha sido cometido o no, y si la

persona acusada es penalmente responsable de dicho delito (Baita & Moreno, 2015).

Dentro los abusos sexuales intrafamiliares se comprenden aquellas personas que

conforman el grupo familiar biológico, político o adoptivo, nuclear y extenso: padres,

padrastros, madres, madrastras, hermanos(as), primos(as), tíos(as), abuelos(as). Por

otro lado, en el caso de los abusos sexuales extrafamiliares se incluyen todas aquellas

personas que no conforman el grupo familiar del niño pero que tienen suficiente acceso

a éste como para cometer el abuso en forma continua: niñeras, profesores(as) de

escuela, líderes de grupo —por ejemplo, los scouts—, líderes espirituales, catequistas,

amigos o allegados de la familia o de algún miembro en particular de la familia (Baita &

Moreno, 2015).
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Sin lugar a dudas, la gran mayoría de los casos de ASI se dan en el contexto

intrafamiliar, y en ellos se evidencian las mayores dificultades a la hora de la

intervención, en especial cuando el ofensor es un progenitor en línea directa (madre o

padre), pues tiende a demandar un contacto irrestricto con su hijo(a) haciendo valer

derechos propios y del niño(a); además de que puede ejercer presión directa sobre el

funcionamiento familiar si es el proveedor de los ingresos, si es el dueño de la casa que

la familia habita o si hay otros hijos que no fueron abusados por él o ella (Baita &

Moreno, 2015).

En el segundo segmento sobre los abusos sexuales extrafamiliares, algunos autores

distinguen entre perpetradores desconocidos y conocidos por el niño y su familia

(Barudy, 1998). En el primer caso se encontrarían los pedófilos clásicos, personas que

encuentran placer sexual en el involucramiento exclusivo con niños o niñas y que los

contactan en algún punto del circuito cotidiano del niño, niña o adolescente. En el

primero de estos casos, en el que el perpetrador es conocido del infante y la familia, es

precisamente este conocimiento el que funciona como la vía regia para dejar

entrampado al niño en la trama del abuso. Aquí el ASI tiene mayor oportunidad de

progresar por el hecho de que el contacto y la familiaridad del ofensor con el niño y su

grupo familiar facilitan que la confianza funcione como una vía de acceso más fácil al

abuso sexual y —a la vez— como camino para lograr el secreto. Cuando estas

personas ocupan lugares destacados en la cotidianidad del niño —por ejemplo, su

maestro de escuela—, el escape de la situación se hace más complejo para las

víctimas, ya que el ofensor hará uso de su lugar de autoridad para seguir involucrando

al niño en las prácticas abusivas y en el silencio sobre ellas (Baita & Moreno, 2015).
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3. Factores de riesgo

Teniendo en mente lo anterior, Baita y Moreno (2015) y Save The Children (2001),

listan algunos de los factores de riesgo citados en la literatura sobre el tema:

Factores de riesgo relacionados con el Factores relacionados con las

entorno del niño o la niña víctimas de características del niño o la niña

ASI víctimas de ASI


1. Presencia de un padrastro. 1. Introvertido.
2. Falta de cercanía en la relación 2. Aislado socialmente.
3. Problemas de conducta.
materno-filial (cuando la madre es el 4. Temperamento difícil.

progenitor no ofensor).
5. Discapacidad física o psíquica.
3. Madres sexualmente reprimidas o

punitivas.
4. Padres poco afectivos físicamente.
5. Insatisfacción en el matrimonio.
6. Violencia en la pareja.
7. Falta de educación formal en la madre.
8. Bajos ingresos en el grupo familiar.
9. Abuso de alcohol o drogas por parte del

ofensor.
10. Impulsividad y tendencias antisociales

por parte del ofensor.


11. Antecedentes —en los adultos— de

maltrato físico, abuso sexual o negligencia

afectiva en la infancia, o haber sido

testigo de la violencia de un progenitor


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contra el otro.
12. Discapacidad psíquica en el

progenitor no ofensor.
13. Dificultades en el control impulsivo del

adulto ofensor.
14. Relaciones familiares con un marcado

funcionamiento patriarcal.
15. Fácil acceso a las víctimas (no

solamente incluye a familiares, sino

también a profesores, cuidadores,

etcétera).

4. Pautas para la detección

Sin duda, la detección y el diagnóstico son los dos primeros pasos, necesarios y

vitales, para poner en marcha el proceso de intervención que ponga a salvo al niño o la

niña abusados. Lo que se haga en estos dos primeros pasos marcará el ritmo —y el

éxito o el fracaso— de la intervención.

La detección involucra tres tipos de signos: 1. Signos físicos que llamen la atención; 2.

Signos conductuales que llamen la atención (usualmente este lugar lo encabezan las

conductas sexualizadas); y, 3. Un relato concreto del niño o la niña.

Signos físicos Signos conductuales Signos conductuales no


sexuales sexuales
1. Dificultad para 1. Conductas sexuales 1. Desórdenes
caminar o sentarse. impropias de la edad: funcionales: problemas de
2. Lesiones, desgarros, Masturbación compulsiva, sueño, enuresis y
magulladuras en los caricias bucogenitales, ecopresis, desórdenes del
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órganos sexuales. conductas sexualmente apetito (anorexia o


3. Irritación del área seductoras, agresiones bulimia), estreñimiento
anogenital. sexuales a otros niños más mantenido.
4. Infecciones en zonas pequeños o iguales. 2. Problemas
genitales y urinarias. 2. Conocimientos emocionales: depresión,
5. Enfermedades sexuales impropios de su ansiedad, aislamiento,
venéreas. edad. fantasías excesivas,
6. Presencia de 3. Afirmaciones conductas regresivas, falta
esperma. sexuales claras e de control emocional,
7. Embarazo. inapropiadas. fobias repetidas y
8. Dificultades variadas, problemas
manifiestas en la psicosomáticos o labilidad
defecación. afectiva, culpa o
9. Enuresis o ecopresis. vergüenza extremas.
3. Problemas
conductuales: agresiones,
fugas, conductas
delictivas, consumo
excesivo de alcohol y
drogas, conductas
autodestructivas o intentos
de suicidio. Problemas en
el desarrollo cognitivo:
retrasos en el habla,
problemas de atención,
fracaso escolar,
retraimiento, disminución
del rendimiento, retrasos
del crecimiento no
orgánicos, accidentes
frecuentes,
psicomotricidad lenta o
hiperactividad.

Es importante señalar que en cuanto a los indicadores físicos, la primera regla a

considerar es que el mayor porcentaje de los abusos sexuales no causa lesiones

físicas permanentes y observables; incluso, según las estadísticas, solamente entre un

30 y un 50% de los casos reportados presentan hallazgos físicos compatibles con el

abuso. Por otra parte, la presencia de conductas sexualizadas es un indicador

altamente probable de ASI; sin embargo, el ASI no es la única causa de dichas


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conductas; se considera que entre un 30 y un 40% de niños con ASI verificado ha

desarrollado tales conductas.

Una de las problemáticas más graves en el tema del abuso sexual infantil consiste en

que los indicadores que muestra el niño o la niña víctima de abuso, no conforman un

cuadro unificado y diferenciado, sino que también están presentes en otros cuadros

psicopatológicos de la infancia. Por eso, es fundamental conocerlos para establecer un

diagnóstico diferencial y ser evaluados de forma global por un especialista. Se propone

realizar una detección sensata, que no sea ni alarmista ni temerosa.

5. ¿Qué pueden hacer los catequistas?

La principal fuente de información sobre el abuso es el niño o la niña víctima. Su

cuerpo (cuando hay signos físicos) y su relato constituyen los elementos

fundamentales. El develamiento se puede entender como la acción de verbalizar un

relato más o menos claro que dé la idea de que al menos una acción de índole sexual

ha ocurrido, sin que sea necesario que en este primer reporte el niño cuente todo lo

que pasó. En ese sentido, por la naturaleza del abuso percibido por el niño como un

evento en el que se mezclan emociones y sentimientos en forma no necesariamente

coherente —por estar involucrada en muchas ocasiones una persona que al ser parte

de la familia no es vista en principio como una “persona mala”— el develamiento del

ASI se entiende más como proceso que como un acto único.

En este proceso, la mayoría de los niños comienzan negando haber sido abusados

sexualmente, luego realizan develamientos tentativos, para seguir con develamientos


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más completos o un develamiento activo; en presencia de determinados factores puede

darse una retractación de los dichos iniciales, y posteriormente una reafirmación de

estos (Baita & Moreno, 2001); de ahí la importancia de que exista una red de apoyo en

la catequesis para ayudar al menor que ha sido víctima, puesto que en principio

debería ser su familia, empezando por cualquier figura que sea de su total confianza;

sin embargo, en los casos en donde el acto transgresor se haya llevado a cabo en la

casa, ven en su catequista a una persona de entera confianza, con la cual compartirían

un tema tan delicado.

Equivocadamente se sigue pensando que el abuso sexual es una cuestión privada y

que por lo tanto debería resolverse exclusivamente dentro del seno familiar, sin

intervención externa, como si se tratara de un conflicto familiar más. El abuso sexual,

en cualquiera de sus formas, es un delito y una forma gravísima de vulneración de los

derechos de niños, niñas y adolescentes. Los abusos sexuales intrafamiliares suelen

prolongarse a lo largo de años, inmersos en una dinámica que se nutre de la coerción y

el secreto que dificulta su revelación. Sin lugar a dudas, el ofensor sexual no tendrá

intención de develar esta situación y, aun cuando haya un adulto dispuesto a creer en

la víctima y apoyarla —como puede ser la misma catequista—, será necesaria la

intervención de algún especialista a fin de garantizar que se den las condiciones

mínimas necesarias para que el abuso deje de ocurrir (Baita & Moreno, 2015).

En el siguiente cuadro se citan algunas pautas útiles para que los catequistas puedan,

junto con la detección de signos que ellos lleven a cabo y el apoyo de un terapeuta

capacitado, ayudar a los niños a efectuar la revelación del abuso que estén sufriendo, y

ponerlos en el camino del proceso de recuperación por el trauma que han sufrido:
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Asimismo, es preciso educar a los niños en la conciencia de que, si ha ocurrido un

evento de ASI, ellos son las víctimas y no tienen alguna culpa de lo ocurrido, así como

en la conciencia preventiva sobre su cuerpo. La exploración del tipo de contactos

físicos adecuados o inadecuados es de utilidad para conocer, por un lado, cuál es la

experiencia que el niño o la niña tiene de las diferentes formas de contacto físico que

puede haber entre un adulto y un niño, y cuál es la valoración que el niño hace de ellas.

La elemental información hacia el niño sobre el cuidado de su cuerpo, contiene cuatro

principios básicos:
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1. Tu cuerpo es tuyo.

2. Puedes decir “no” si alguien te toca de modo que no te guste.

3. Puedes contar si alguien te toca de una manera que no te gusta.

4. Puedes seguir contándolo si la primera persona a quien se lo dijiste no te ayudó.

6. El espacio de la catequesis para la superación del abuso

Crear un entorno protector y cálido será el primer objetivo de la catequesis para que la

víctima sea capaz de expresar el abuso, ya sea de forma verbal o a través de dibujos,

juegos simbólicos, etcétera. En los casos de abuso, los niños —ante el sufrimiento que

el hecho genera— desarrollan diferentes mecanismos de defensa; por ejemplo, no es

inusitado que los niños víctimas de abusos manifiesten sentimientos de agresividad,

hostilidad o incluso de culpa que, en muchos casos, no van dirigidos al agresor sino

hacia ellos mismos (si existen sentimientos de culpa), hacia terceros que intervienen

para separarlo del agresor (si el agresor pertenece a su entorno afectivo), hacia los

progenitores que silenciaron el caso, hacia objetos o hacia animales.

En lo que se refiere a la desconfianza de la víctima hacia los adultos, en primer lugar

habrá que enseñarle al niño a diferenciar en quién puede confiar. Además se le

alentará para que mantenga relaciones con otras personas significativas

emocionalmente para él. En muchas ocasiones, y cuando el ambiente dentro de la

catequesis es favorable, las víctimas de abuso sexual plantean preguntas de no fácil

respuesta: “¿Por qué ocurrió?”, “¿por qué lo hizo?”. Ante este hecho es necesario

encontrar una explicación clarificadora. No será extraño que al principio del abuso el
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niño se sienta culpable y frecuentemente exprese: “Esto ocurrió porque yo lo

provoqué”. Sin embargo, cuando ya se ha trabajado la culpa, llega el momento de

explicar a la víctima quién es el responsable. No se trata de disculpar al agresor, sino

de permitir una mejor comprensión del hecho para la víctima.

7. Moyollo: un cuento para catequistas

Por las circunstancias en que se puede producir el ASI, es factible que los niños que lo

sufren empiecen a exhibir dentro del ambiente de la catequesis comportamientos

inusuales —en los términos que se han descrito antes—, acompañados de una tenaz e

inexplicable resistencia a expresar abiertamente los motivos de dichos

comportamientos, lo que puede ser malinterpretado por los padres como una mala

actitud de los niños.

Para resolver esa contrariedad se ha desarrollado un cuento terapéutico intitulado

Moyollo: Quien pierde su corazón lo pierde todo (E. Garrido, 2018), que está ideado en

un lenguaje neutro que puede servir como auxiliar tanto en un contexto terapéutico,

como en un contexto familiar, para detectar o evidenciar signos no físicos de abuso,

incluso en niños tendientes a la introversión.

Moyollo es una herramienta diseñada para que los catequistas se acerquen a los niños

y comprendan lo que está pasando con ellos, sin que necesariamente se efectúe, de

ser el caso, la revelación de la existencia de un abuso por parte de algún adulto. La

narrativa en forma de cuento ayuda a los niños a entrar en un contexto de imaginación

y empatía que les permite sentir la confianza de revelar malestares emocionales.


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El cuento inicia creando confianza en el niño, identificándose con el personaje

(“Moyollo”), que es un niño de edad indeterminada, que tiene familia y amigos, pero

que de pronto se encuentra triste, mientras que una voz le ayuda a determinar qué le

produce tristeza o malestar. El cuento, asimismo, contiene tareas de retroalimentación

muy sencillas para que los niños se expresen y manifiesten cómo se identifican con el

personaje, proceso en el cual los padres pueden formarse la idea de si algo malo

ocurre con el niño, lo que puede facilitar la intervención del psicólogo o de los propios

padres, particularmente en el círculo vicioso y entrampado que tiene atrapado al niño

que sufre o ha sufrido ASI.

Conclusión

Desafortunadamente el abuso sexual infantil es quizá tan antiguo en la historia de la

humanidad y de la sociedad como el maltrato infantil en todas sus otras formas (golpes,

azotes, esclavitud, tratar a los niños como objetos, etcétera); sin embargo, es una de

las formas más graves en que puede violentarse a un niño —desde una perspectiva a

largo plazo en la vida adulta del niño abusado— y, por lo mismo, es preciso que

padres, maestros, catequistas y demás adultos cuenten con bases apropiadas para

apoyar a los niños y las niñas que estén bajo su cuidado a denunciar el abuso sufrido y

recibir el tratamiento y sanación adecuados.

La propia Iglesia católica ha reformado su código de conducta con el propósito de

sancionar incluso la comisión del ASI dentro del seno de la misma Institución, bajo el

principio de “tolerancia cero”, enarbolado por el Papa Francisco. Independientemente


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del reconocimiento y combate del ASI al interior de la Iglesia en todos sus niveles, el

abuso sexual infantil constituye un problema social que no respeta género, raza, ni

posición económica, por lo que es conveniente que todos aquellos adultos que tienen

niños bajo su cuidado, educación o protección, puedan estar capacitados para detectar

en los niños aquello que no está bien y que, por vergüenza o por miedo, no son

capaces de confesar.

Bibliografía

Baita, S., y P. Moreno, Abuso sexual infantil. Cuestiones relevantes para su tratamiento

en la justicia. Montevideo, Uruguay: Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia,

2015.

Barudy, J. El dolor invisible de la infancia. Una lectura ecosistémica del maltrato infantil.

Barcelona: Paidós, 1998

Save the Children & Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. Abuso sexual infantil:

Manual de formación para profesionales. España: Autor, 2001.

Esmeralda Garrido Torres


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Laica. Obtuvo el grado de licenciatura en psicología en la Universidad Anáhuac y la

maestría en psicopedagogía en la misma institución. Posteriormente se doctoró en la

Universidad de las Américas. Investigadora y psicoterapeuta de víctimas de abuso

sexual infantil. Profesora y miembro activo del Centro de investigación y formación

interdisciplinar para la protección del menor en la Universidad Pontificia de México.

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