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Alessandro Passerin D´Entreves

La noción
de Estado
Una introducción
a la teoría Política

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La noción
de Estado

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Alessandro Passerin D´Entreves

La noción
de Estado
Una introducción
a la teoría Política

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ÍNDICE

Prólogo del editor: el regreso de La noción de Estado 9


Presentación del libro por el autor 13
Presentación del libro por el traductor 15
Prólogo 17
Introducción 19
Nota a la introducción 29

PARTE PRIMERA
EL ESTADO COMO FUERZA

1. El argumento de Trasímaco 35
2. Pesimismo y realismo políticos 43
3. La palabra «Estado»: génesis y fortuna de un neologismo 51
4. El principado nuevo y el método de la verdad efectiva 61
5. Razón de Estado y Machtstaat 67
6. Lucha de clases y élites de gobierno 73
7. La moderna ciencia política y la disolución del concepto de Estado 83

PARTE SEGUNDA
EL ESTADO COMO PODER

1. Gobierno de hombres y gobierno de leyes 95


2. Estado y Derecho: nociones fundamentales 101
3. La supremacía de la ley 109
4. A la búsqueda de la soberanía 115
5. El nacimiento del Estado moderno 123
6. Las venganzas del Leviatán 133
7. Estado mixto y división del poder 143

7
8. La pluralidad de los ordenamientos jurídicos 153
9. Estado e Iglesia 163
10. Legalidad y legitimidad 173

PARTE TERCERA
EL ESTADO COMO AUTORIDAD

1. El valor del orden 185


2. Naturaleza y convención 195
3. Nación y patria 203
4. El derecho divino 215
5. Fuerza y consentimiento 225
6. La libertad negativa 237
7. La libertad positiva 249
8. El bien común 261

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PRÓLOGO DEL EDITOR

EL REGRESO DE LA NOCIÓN DE ESTADO

La primera edición en lengua castellana de esta obra es de 1970 y creo que puedo
decir que la agotaron, entre 1978 y 1980, los alumnos de Derecho Político de la
Universidad de Oviedo, puesto que Ignacio de Otto la impuso como libro de texto
en todos los grupos de primer curso, para fortuna de los estudiantes más
ambiciosos intelectual, ética y políticamente y espanto o fastidio de los
acomodaticios aspirantes a convertirse en meros «operadores jurídicos». Aquella
edición española de hace más de tres décadas no recogía la cita de Fausto que
encabezaba las versiones italiana e inglesa (y que también preside ésta): «Al fin —
dice Mefistófeles— dependemos siempre de las criaturas que son obra nuestra.»
Passerin aplica la frase, sin duda, al Estado, esa «criatura» humana de la que, sin
embargo, los hombres dependen, mientras que en la tragedia de Goethe el
pensamiento transcrito se refiere a un hombre creado en un laboratorio. Mas no
se trata, por parte de Passerin, de una descontextualización abusiva. El homúnculo
goethiano era una obsesión de los alquimistas del Renacimiento, la época en que
surge el Estado moderno, una forma de poder político a la que igualmente le
conviene esta otra idea tomada de la misma escena: «Lo que se ponderaba como
misterioso en la Naturaleza, osamos nosotros —se ufana Wagner, sirviente y
discípulo de Fausto— experimentarlo de un modo racional, y lo que ella hasta
ahora dejaba organizarse, lo hacemos nosotros cristalizar.»1
¿Por qué reeditar este libro tanto tiempo después de su primera aparición entre
nosotros? ¿Por qué, en suma, nos hace falta la presencia de La noción de Estado? Son
varias las razones. Aquella de superior peso es, por supuesto, la de difundir con un
mayor vigor

1
J. W. von Goethe, Fausto, acto II, edición de Manuel José González y Miguel
Ángel Vega, traducción de José Roviralta, Altaya, Barcelona, 1994.

9
editorial una obra enormemente valiosa para profesores y estudiantes de Derecho,
Filosofía y Ciencias Políticas. En efecto, Alessandro Passerin D'Entréves (1902-
1985) es uno de los más grandes maestros de la Historia de las Ideas Políticas, de
la Filosofía Política y de la Teoría filosófica del Estado que ha dado el siglo XX.
Profesor en las universidades de Oxford y Turín, supo conciliar muchas cosas al
mismo tiempo: de una parte, el amor a la tradición político-cultural británica y a la
del continente europeo; de otra, el liberalismo, la democracia política y la
democracia, social; y, en fin, el regionalismo valdostano (pues del Valle de Aosta
procedía su antigua familia), el patriotismo italiano y la simpatía por el proyecto
europeísta.2
Habiendo sido su preocupación científica más importante el tema de la legitimidad
del Estado, o, más ampliamente, el de la legitimidad de la obligación política, La
noción de Estado examina —en diálogo crítico constante con los grandes teóricos
políticos y sociales de todas las épocas— las claves, mutuamente complementarias,
de la comprensión de la «criatura» estatal. Tales claves, tales elementos de análisis
y de interpretación, son el Estado como fuerza, el Estado como poder y el Estado
como autoridad. El resultado de semejante método de aproximación a la
construcción histórico-conceptual del Estado es una obra magistral, esplendorosa
y sugerente, en la cual la brillantez expositiva no impide la lucidez, profundidad y
equilibrio de los juicios que el autor emite. Se trata, pues, de un texto soberbio,
magnífico y mesurado a la vez, acerca de una singular invención de la cultura
occidental, acuñada y probada en el discurrir de los siglos.
Existen, además, razones para la reedición que tienen que ver con mi propia
concepción de la enseñanza del Derecho Constitucional, aquella que me legó quien
fuera mi maestro, Ignacio de Otto. O mejor tendría que decir que «nos» legó, pues
tal concepción, fruto del mismo magisterio, ya sea directo o indirecto, la comparten
quienes son ilustres colegas y queridos amigos. Esa enseñanza debe comenzar por
la explicación del fenómeno estatal en sus dimensiones históricas y dogmáticas. In
principio, esto es, antes que Teoría de la Constitución y Derecho Constitucional, ha
de explicar-

2. Sobre la personalidad académica, el pensamiento científico y las ideas políticas


de Passerin, véanse los excelentes trabajos de Roger Campione, Introducción al
pensamiento de Alessandro Passerin D'Entréves, «Anuario de Filosofía del Derecho»,
XIV, 1997, y «Le ragioni di un frontalier», Materiali per una Storia delta cultura giuridica,
n° 2, 2000.

10
se, pues, Teoría del Estado. La comprensión final del Estado desde el Derecho
como el sujeto de imputación de un ordenamiento jurídico territorial soberano
requiere dar cuenta de muchos pasos previos. A ello puede contribuir un libro de
Teoría del Estado como éste de Passerin: denso, sin una línea de más, lleno de
sentido y significado, que se mueve en diversos planos, sabiamente combinados (el
histórico-sociológico, el filosófico, el politológico y el jurídico), todos ellos
necesarios para introducir al alumno y guiarle, como Virgilio a Dante, en la
búsqueda, a veces azarosa, de los fundamentos más sólidos del saber jurídico, que
nunca es un saber únicamente lógico, sino un saber histórico-social.
La traducción de A. Fernández-Galiano, realizada eligiendo lo que a su criterio
mejor convenía de las versiones italiana e inglesa, es una buena traducción. No
obstante, he introducido en ella centenares de modificaciones, unas de carácter
sintáctico y otras de orden técnico. También le he incorporado (ya en el texto, ya,
sobre todo, a pie de página) las traducciones de aquellas citas, generalmente en
latín, que revisten particular importancia para la comprensión de la argumentación,
mencionando, cuando así era debido, el nombre del traductor o editor de la obra
de la que procede el pasaje transcrito. En fin, confío en que el gran esfuerzo que
ha requerido la tarea de acercar este clásico de la Teoría del Estado a los lectores
del siglo XXI valga verdaderamente la pena.

RAMÓN PUNSET
Oviedo, mayo de 2001

11
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PRESENTACIÓN DEL LIBRO POR EL AUTOR

España me ha hecho el gran honor, en los últimos meses, de publicar casi


simultáneamente la traducción de mis dos obras principales: la que versa sobre el
derecho natural y ésta que trata de la teoría del Estado. La primera de ellas hace ya
veinte años que la escribí, por lo que creí necesario añadir a la versión española un
extenso prólogo para describir el largo camino que he recorrido desde su primera
edición en inglés, e incluso para hacerme presente a mí mismo la distancia que
media entre mi punto de vista actual y el de entonces.
En cambio, el libro que ahora aparece no precisa de esas aclaraciones. Escrito y
publicado inicialmente en italiano, no tenía otra finalidad que la de proporcionar a
mis alumnos de la Universidad de Turín una guía y un estímulo, y puntualizar mis
experiencias en los umbrales de la edad madura. Posteriormente, en la lenta y
meditada reelaboración del texto en la versión inglesa, supervisada personalmente
por mí, el libro ha adquirido —al menos así me lo parece— un carácter más
sistemático y un mayor fundamento crítico. Y por ello, salvo las ulteriores
matizaciones que en él voy haciendo aquí y allí sobre la base de revistas italianas y
extranjeras, lo considero en cierto sentido como la expresión definitiva de mi
pensamiento acerca del problema político y de los varios modos como tal
problema puede y debe, a mi juicio, afrontarse.
En el prólogo a la edición inglesa menciono las diferentes experiencias a que hace
un momento aludí, por lo que no creo necesario insistir aquí en ello, tanto más
cuanto que las influencias que han operado sobre mí resultan evidentes para un
lector atento. Quiero destacar cómo celebro que mi ilustre traductor español haya
querido tener a la vista las dos redacciones —la italiana y la inglesa— del libro;
porque si la segunda, por el mismo medio lingüístico empleado, puede tener un
mayor rigor de expresión y de razonamiento, la edición italiana me parece, en
cambio, que conserva un mayor calor de ingenio y, por así decirlo, de oratoria, que
podría

13
no acomodarse a un público anglosajón, pero que no debe resultar ingrato a los
lectores latinos.
No me resta sino desear a esta nueva edición de un libro que me es muy caro la
misma fortuna que hasta ahora ha tenido.

A. PASSERIN D'ENTRÉVES
Turín, marzo de 1969

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PRESENTACIÓN DEL LIBRO POR EL TRADUCTOR

Sería ocioso —y hasta impertinente— intentar hacer una presentación del profesor
Alessandro Passerin D'Entréves, sobradamente conocido por los cultivadores de
la filosofía jurídica, tanto en su país como fuera de él. Tampoco parece oportuno
un comentario sobre el libro, pues quien lo lea llegará a captar sus excelencias de
modo directo y mejor que a través de cualquier interpretación.
Sí, en cambio, estimo procedente decir algunas palabras sobre esta traducción, que
anticipo que no ha sido nada fácil. Por un lado, el verbo cálido, elegante y pleno
de ideas del autor —que constantemente insinúa sin afirmar, ironiza, deja entre
líneas segundas intenciones— me ha obligado a una actitud de permanente
vigilancia para evitar que, al traducir, se perdiera esa vivaz, jugosa y rica
conceptuación, y para intentar conservar todas las ideas escondidas, apenas
silueteadas, tras los términos.
Por otra parte, cuando me puse en contacto con el profesor Passerin D'Entréves
para comunicarle que había sido encargado de la traducción, me rogó amablemente
que tuviera a la vista la edición inglesa de su obra, que juzgaba más elaborada que
la italiana. Como es lógico, he atendido la indicación, de suerte que esta versión
española procede, de consuno, de la segunda edición italiana —La dottrina dello
Stato, Milán, 1967— y de la primera inglesa —The Notion ot the State, Londres,
1967—, muy distintas en su estilo literario. En cuanto al contenido, son, claro está,
idénticas en sus líneas generales, aunque en ciertos capítulos la edición inglesa acusa
una evidente evolución en el pensamiento del autor; cuando así lo he apreciado, la
traducción la he hecho sobre el texto inglés, siguiendo, en cambio, el italiano en
aquellos temas y pasajes en que coinciden ambas versiones.
La bibliografía que acompaña a cada capítulo ha sido tomada, conjuntamente, de
una y otra edición, que contienen el aparato bibliográfico más orientado hacia sus
respectivos lectores.

A. FERNÁNDEZ-GALIANO
Profesor de la Universidad de Madrid

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16
PRÓLOGO
(DE LA PRIMERA EDICIÓN ITALIANA)

Como otros libros míos, éste ha nacido también en la cátedra, bastando para evidenciarlo el uso
que en el mismo hago del «plural mayestático» y por el que, desde ahora, pido perdón al benévolo
lector. Como tal libro de cátedra me ha crecido, por así decirlo, entre las manos durante los cursos
que he profesado en estos últimos años aquí, en Turín, y en Yale.
Para quien, como yo, ha alcanzado ya ese momento en que se deben rendir cuentas y amainar las
velas, un libro como éste no es —ni siquiera puede ser— un simple libro de cátedra. En sus
páginas hay demasiado de mí mismo, lecturas, pensamientos, experiencias de más de treinta años
(¡y qué años!), que ésos y aún más han transcurrido desde aquel lejano diciembre de 1928 en que
obtuve la habilitación de libero docente en el Alma mater turinesa. Mientras escribía estas
páginas, con frecuencia he caído en la cuenta de que no hacía sino recoger otras más antiguas;
incluso en algunas carpetas correspondientes al curso 1929-1930 he encontrado apuntes que
todavía me han parecido aprovechables. Espero que nadie me acuse de plagio por haber usado de
mis viejas notas.
El tema del libro es el de la materia que he sido llamado a enseñar a mi regreso a Italia: la teoría
del Estado. Pero en la formulación de este título lo que importa es el artículo determinado que en
él se contiene. Confieso que no estoy muy informado sobre el modo como se impartiera el curso de
teoría del Estado en las Universidades italianas, pero me pareció que la única manera de
diferenciarlo de las demás materias de Derecho público era afrontar «la» teoría en sí misma,
realizar su análisis y proponer una interpretación de ella.
Siempre he pensado que un libro de cátedra no debe ser ni demasiado denso ni erudito en exceso,
razón por la que no he dudado en reducir las indicaciones bibliográficas a un mínimo que podrá
parecer arbitrario y que francamente lo es. He intentado hacer hablar a los autores de peso que
cuentan, dejando a un lado lo mucho y vano que se escribe y se ha escrito sobre ellos; y ya me
parece oír los réspices de los filólogos, los críticos y los pedantes, aunque confío en que los mejores
acabarán por darme la razón. He dicho «los autores que cuentan» y aca-

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so hubiera debido decir «los que cuentan para mí», o quizá mejor todavía habría tenido que decir,
con Vico, «mis autores». Cuáles sean ellos ya lo verá el lector, pero quiero advertirle que mi
propósito al acercarme a los mismos no es el de quien escribe la historia, sino el de quien busca la
verdad. Este libro no es una «historia de las doctrinas políticas», por lo que la cronología no se
ha respetado y los saltos en el tiempo son a veces hasta temerarios. Lo que me importó fue plantear
algunas preguntas, y entiendo que sólo aquellos grandes autores están en condiciones de
contestarlas, y lo hacen todavía «por su filantropía».
Una plausible costumbre de los países en los que he vivido mucho tiempo obliga al autor a dar
las gracias a todos los que, directa o indirectamente, han colaborado en sus afanes. La lista, en
mi caso, sería larga, por lo que la reduciré a lo esencial. Quiero ante todo manifestar mi satisfacción
porque este libro aparezca en el fondo de mi antiguo editor Giappichelli y junto a la reedición del
curso que sobre el mismo tema —La formazione storica e filosófica dello Stato moderno— daba
Gioele Solari cuando yo apenas me asomaba a estudiarlo bajo su guía. Doy las gracias a mis
alumnos, pues también ellos han contribuido a estas páginas; y más de lo que puedan suponer,
aunque no sea sino por haberme hecho ver hasta qué punto es necesario enseñar a los jóvenes —
como nuestros maestros lo hicieron con nosotros— el amor a la libertad. Agradezco al estudiante
Giampiero Mussetto el haberme servido perfectamente como amanuense durante dos años,
demostrando auténticas dotes de paleógrafo al descifrar mis garabatos. También expreso mi
gratitud a mi valioso asistente y amigo, Giacomo Gavazzi, que incluso cuando menos convencido
estaba de la validez de algunas de mis tesis me ha ayudado generosamente a traducirlas a un
lenguaje más puro que el consentido a un alóbrogo vagabundo como yo. Por último, doy las gracias
—y más cálidamente que a todos— al querido colega Norberto Bobbio, quien al querer mi vuelta
a Turín ha querido también, en cierto sentido, este libro; por eso me es grato dedicarlo a él más
que a ningún otro, como testimonio de aquel idem velle ídem nolle in re publica, que no excluye
discrepancia, sino que la hace constructiva y preciosa.
Si a algún lector le pareciera que en este libro abundan los autores «extranjeros» y no tiene en
cuenta suficientemente cuanto se dice y se hace —y se hace bien— en Italia en estos años que son
verdaderamente «años de gracia», quiero pedirle perdón por ello, aduciendo en mi descargo no sólo
los avatares de la vida, que han hecho de mí un trotamundos, sino también las palabras inmortales
de quien es, entre mis autores, de los más queridos: Nous sommes nés dans un royaume florissant;
mais nous n'avons pas cru que ses bornes fussent celles de nos connoissances...
Turín, junio de 1962

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INTRODUCCIÓN

1.Desde el instante del nacimiento hasta el de la muerte, nuestra vida aparece


rodeada por innumerables fuerzas que obstaculizan o favorecen su curso e incluso
determinan su destino. Algunas de esas fuerzas son totalmente extrañas a nosotros,
como las de la naturaleza, al paso que otras son el resultado de condiciones puestas
por nosotros mismos o por otros, deliberadamente o no. Y entre tales
«condiciones» —usos, prescripciones, mandatos—, las más numerosas, las más
eficaces, las más directamente experimentadas por cada individuo son aquellas que
están asociadas, de ordinario, a la noción, tan difusa como vaga, de una entidad a
un tiempo misteriosa y omnipresente, de un poder indefinido y a la vez imperioso
e irresistible: la noción de Estado.
Probemos a interrogar al primero que pase por la calle preguntándole si el Estado
«existe»: nos mirará sorprendido, dudando si queremos burlarnos de él. Pero
preguntémosle «qué es» el Estado: a menos que esté pertrechado de lecturas y
estudios que le permitan dar una definición bien construida, es difícil que sepa
explicarnos con brevedad y claridad el significado de una palabra que, sin embargo,
está entre las que le son más familiares y con la que se tropieza o utiliza en la
conversación de cada día, en los negocios y en el ejercicio de cualquier actividad
de ciudadano o simplemente de hombre.

2. Intentemos también nosotros examinar el significado de tal palabra en nuestro


lenguaje común y en nuestra experiencia más inmediata. Un momento sólo de
reflexión basta para sugerirnos las siguientes consideraciones:
a) que la palabra «Estado» está asociada ordinariamente a la idea de una fuerza
extraña a la voluntad individual y superior a ella hasta el punto de no sólo darle
mandatos, sino de imponer la ejecución de los mismos;

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b) que la atribución al Estado de esta fuerza imperativa y suprema que poseen tales
mandatos, a diferencia de otros, no significa atribución de una fuerza inescrutable
y arbitraria, sino que, por el contrario, implica la noción de un poder que es
ejercitado conforme a ciertos procedimientos y según normas conocidas o, por lo
menos, cognoscibles;
c) que el reconocimiento de ese poder que se ejerce de acuerdo con ciertas reglas
implica el reconocimiento de un deber de someterse a dichas reglas; la palabra
«Estado» constituye en este sentido un término de referencia de tales deberes: no
sólo una fuerza que existe de hecho o un poder que se explica según ciertas reglas,
sino una autoridad que se reconoce como fundada y justificada en su ejercicio.
3. Los tres significados a que acabamos de aludir corresponden a tres posibles
planteamientos del problema del Estado, y todos y cada uno de ellos han sido
propuestos y tenidos por válidos en el dilatado curso de las reflexiones en torno a
tal problema.
En efecto, si consideramos la existencia del Estado como una pura cuestión de
hecho, será el momento de la fuerza lo que en primer lugar, y acaso exclusivamente,
acaparará nuestra atención. El Estado «existe» en cuanto existe una fuerza que lleva
ese nombre. Las relaciones tanto del «Estado» con los particulares como de los
«Estados» entre sí, son relaciones de fuerza. En su representación más común y
más ingenua, la acción del Estado está asociada a la Guardia Civil, al inspector de
Hacienda, a la «fuerza pública», que aseguran la coexistencia pacífica de los
hombres y el cumplimiento de los fines inherentes a ellos; y a las fortalezas, a los
cañones, a las «fuerzas armadas» prestas a defender tal coexistencia contra los
peligros exteriores provenientes de la potencial amenaza de la «fuerza» de los otros
Estados.
4. Si consideramos, en cambio, el «modo» como se manifiesta aquella fuerza que
se asocia a la idea de Estado y reparamos en la circunstancia singular y significativa
de que tal fuerza, para poder ser atribuida al Estado, no es nunca —o no debe
ser— una fuerza arbitraria, entonces el Estado tiende a aparecer como un conjunto
de normas y reglas; normas y reglas que no sólo presiden la coexistencia de los
particulares, sino también la existencia misma del Estado. La fuerza no es
solamente fuerza: es fuerza «cualificada», fuerza que se despliega de manera regular
y uniforme y que se ejerce «en nombre» de las normas y de las reglas impuestas por
el Es-

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tado, cuya observancia constituye, precisamente, la razón de ser del propio Estado.
A la noción de Estado se une aquí la de derecho, es decir, de la existencia de la
«ley» o de las «leyes», empleando la palabra «ley» en un sentido distinto de aquel en
que se usa cuando se habla de «leyes de la naturaleza», porque no se trata de
uniformidades y regularidades puramente fácticas e independientes de la voluntad
del hombre. Estas «leyes» son creaciones humanas, proceden de hombres que han
creado y querido crear un «orden» en sus relaciones para la consecución de
determinados fines; ante todo, el de la coexistencia pacífica necesaria para alcanzar
los restantes fines.

5. La vinculación de la noción de Estado a la de derecho o a la de «leyes» no agota


aún la multiplicidad de problemas que tal noción lleva implícitos en la conciencia
común y en el pensamiento de quienes, desde la más remota antigüedad, se han
aplicado a la meditación sobre aquélla.
El Estado es fuerza, pero fuerza cualificada, fuerza que se ejerce «en nombre de la
ley». Pero las leyes, como hemos visto, son creaciones humanas: pueden evitar que
la fuerza sea pura arbitrariedad, pero pueden ser arbitrarias en sí mismas. ¿Qué es
lo que las hace ser «obligatorias»? ¿El solo hecho de su imposición por el Estado?
Si así fuera, volveríamos a identificar al Estado con la fuerza: la referencia de las
«leyes» al «Estado» para justificar su obligatoriedad implica la apelación a la fuerza
del Estado, que es fuerza ejercida según la ley, según una ley que tiene un carácter
de obligatoriedad precisamente porque es una ley establecida por el Estado.
Estamos dentro de un círculo vicioso del que no podemos liberarnos sino
admitiendo que la fuerza del Estado está, en realidad, cualificada doblemente: por
la ley y por un «valor» que se encarna en el Estado y que se expresa en la ley: valor
que, por otra parte, está ya inconscientemente presente en el pensamiento de
quienes se limitan a constatar la necesidad de la fuerza como garantía de la pacífica
convivencia de los hombres o subrayan la cualificación jurídica de la fuerza ejercida
«en nombre de la ley» como garantía de regularidad y de uniformidad en el
desarrollo de la actividad del Estado.

6. A idénticas conclusiones podríamos llegar a través de un razonamiento distinto.


Obsérvese qué diferente tipo de discurso hacemos cuando, por un lado,
constatamos que una determinada fuerza (la fuerza del «Estado») nos constriñe y
nos damos cuenta

21
además de que esa fuerza se ejerce con una cierta medida de regularidad y de
uniformidad (es decir, en nombre de «leyes»); y, por otra parte, añadimos que tal
fuerza y tales leyes son obligatorias para nosotros. Se trata de dos tipos diversos de
proposiciones: una descriptiva y otra prescriptiva.
Ahora bien, a partir de una proposición descriptiva no se puede, sin un salto lógico,
obtener una proposición prescriptiva.1 La simple constatación de la existencia de
la fuerza y de las leyes no comporta, lógicamente, ninguna noción de obligatoriedad
ni ninguna afirmación del deber de someterse a ellas. Tal afirmación es una adición,
aunque sea simultánea e incluso inadvertida, a la afirmación de la existencia de
aquéllas, e implica una radical transformación de una proposición descriptiva en
una proposición prescriptiva.
No es difícil advertir la presencia de una transformación de ese tipo en muchas
disquisiciones en torno al «Estado» que se oyen con frecuencia. Quienes, por
ejemplo, afirman que toda la obligatoriedad de los mandatos del Estado reside en
el hecho de que, si es preciso, son impuestos por la fuerza, acaban por hacer de la
fuerza misma un valor; y si se les aprietan las clavijas no dudarán en admitir que
incluso la misma fuerza, en cuanto necesaria, es un bien a su modo. De forma
parecida, los que afirman que las leyes deben ser observadas porque son leyes
(Gesetz ist Gesetz) interpolan en la palabra «ley» un juicio de valor que ésta, en su
pura existencia fáctica, ni posee ni puede poseer. De hecho, la obligatoriedad de
las leyes casi siempre se hace derivar de la consideración del fin hacia el que las
mismas tienden y de las relaciones humanas de las que son tutela y garantía; pero
también puede ser deducida, y más válidamente, de la noción de una «justicia» que
estaría expresada en las mismas leyes y de cuya presencia en ellas dependería la
obediencia que les es debida.
Ciertamente, es perfectamente posible hablar del Estado en términos puramente
descriptivos y fácticos, pero cuando así se hace se olvida un aspecto muy
importante del uso que el lenguaje común hace de esa palabra: el aspecto de una
fuerza garantizada por las leyes y merecedora de obediencia y de respeto.

7. Es curioso observar hasta qué punto es diferente la representación que del


Estado se hace la mente, según que lo considere desde cada uno de los tres puntos
de vista que hemos mencionado.

1. Vid., para una mejor comprensión de la tesis aquí recogida, la obra de R. M. Haré, The Language
of Morals, Oxford, 1952, parte I.

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En el primer caso, el Estado es fuerza o, mejor aún, monopolio de la fuerza. En el
mundo actual la fuerza que está a disposición del Estado sobrepasa la capacidad
de la imaginación humana y casi huimos de considerar las consecuencias que
podrían derivarse de una utilización total de la misma. Son fuerzas psicológicas que
se ejercen sobre todos y cada uno, con una eficacia creciente en proporción al
perfeccionamiento técnico (la propaganda, los «persuasores ocultos», etc.); pero
son también, y sobre todo, fuerzas materiales (el progreso de los instrumentos
científicos, de las armas, de los medios defensivos y ofensivos). Mas todo ese
conjunto de fuerzas está en manos de hombres, a menudo de unos pocos hombres,
de manera que el Estado viene a reducirse a esos «capitanes del buque», a esos
«señores de la guerra», los que ordenan y mandan, los que deciden sobre la suerte
de todos nosotros y a quienes no nos queda otro remedio que obedecer.

8. En el segundo aspecto, la noción que se tiene del Estado es, al contrario,


totalmente impersonal: los hombres desaparecen subsumidos en las leyes,
quedando sólo, para encarnar el Estado, las figuras togadas: los funcionarios, los
magistrados, los jueces, es decir, todos aquellos a quienes se ha confiado la altísima
misión de ser los dispensadores y los «custodios de la ley». Pero funcionarios,
magistrados y jueces no son el «Estado»; las funciones que ejercen están
establecidas por las leyes y su «competencia» les es atribuida y limitada por el
Derecho. Para el jurista, el Estado no puede ser más que el conjunto de leyes
vigentes en una determinada situación de tiempo y lugar: el Estado es el
ordenamiento jurídico. Estado y Derecho coinciden; el Estado es una creación del
Derecho.
En el ámbito internacional, el Estado está también vinculado a las leyes, unas leyes
acaso menos precisas y eficaces que aquellas con las que está ligado en las
relaciones con los ciudadanos, pero desde luego existentes y reconocidas, si no en
los Códigos o ante los Tribunales, sí en la conciencia del mundo civilizado. Por
eso, también para el Derecho internacional el Estado es una creación del Derecho;
fuera de él, la fuerza, aun organizada, es una pura realidad de hecho.
9. Finalmente, la noción de Estado se manifiesta en una visión más amplia, pero
también más imprecisa. Por una parte, está el hecho de la cohesión social, de
hombres que viven juntos y observan las leyes incluso —aunque no siempre— de
modo espontáneo y sin necesidad de ser constreñidos a ello. Por otro lado, se
manifiesta la pre-

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sencia de hombres cuyas palabras, opiniones y acciones «cuentan»: electores que
deciden una situación con sus votos, líderes de partido que determinan una línea
política, personalidades que se han conquistado la estima y el respeto de sus
conciudadanos e influyen sobre su comportamiento. En ambos casos, la conducta
de los hombres aparece determinada por un sentido de obligatoriedad, por un
consenso en cuanto a los fines que deben perseguirse en la vida comunitaria y en
cuanto a los criterios que determinan y condicionan la obediencia. Tal «consenso»
no es sólo un elemento importante de la noción de Estado, sino que es la misma
condición de su existencia.
Por encima de la «ciudad» imperan los «genios tutelares» de ella: la conciencia de
un vínculo cohesivo, la coincidencia de propósitos, el espíritu cívico, el amor a la
patria, la plena entrega a la tarea común. Se trata de bienes que ni la sola fuerza ni
la voz impersonal de las leyes pueden asegurar. Y, sin embargo, de ellos vive el
«Estado»: el Estado es el conjunto de estos bienes, acaso uno de los mayores bienes
que el hombre puede alcanzar en su terreno peregrinar.

10. Las tres nociones que acabamos de examinar pueden indicarse con tres
expresiones o palabras distintas: «fuerza», «poder», «autoridad».
El Estado como simple «fuerza» es el Estado tal como es concebido por el llamado
«realismo político», modo éste de considerarlo que tiene tras de sí una larga
tradición y que desde hace poco —y quizá como consecuencia de las circunstancias
en que vivimos— parece imponerse como la única posibilidad objetiva y correcta
de plantear el problema político. La aludida tradición, en cuanto ligada
estrechamente a la consideración de las relaciones de fuerza existentes en un
determinado momento histórico, ha proporcionado numerosos conceptos al
léxico y a la doctrina del Estado, y a ella se debe, entre otros, el mérito de haber
forjado la palabra «Estado» y haber popularizado su uso. Y no deja de ser
paradójico que hoy en día sean los propios «realistas políticos» los que más
radicalmente propugnan la disolución del concepto de Estado.
El Estado como «poder» es, en cambio, el Estado de la consideración jurídica,
donde poder significa fuerza calificada por el Derecho, fuerza con un algo de
«más»; y no debe sorprender que haya sido este «más» unido a la fuerza lo que casi
exclusivamente haya llamado la atención de los juristas, a los que se debe el
perfilamiento y la elaboración ulterior del concepto de Estado y la identificación
de los atributos esenciales del Estado moderno, de modo primario y fundamental
el atributo de la «soberanía».

24
El Estado como «autoridad», en fin, es el Estado al que se exige una justificación
ulterior, que no se encuentra ni se puede encontrar en la simple fuerza ni sólo en
el ejercicio del poder. La exigencia de tal justificación es una exigencia perenne,
que ha proporcionado materia a las más profundas especulaciones, las cuales, a su
vez, han influido grandemente sobre la noción y sobre la misma estructuración del
Estado moderno. Aunque no fuese más que para comprender éstas, la teoría del
Estado debe encontrar en la filosofía política su necesario complemento.

11. Las palabras que hemos adoptado para mencionar los tres aspectos del
problema del Estado valen en cuanto vale toda palabra: su significado, en el uso
común del lenguaje, está lejos de ser unívoco y de tener precisión, que sólo podría
derivarse de una definición rigurosa. Obsérvese, sin embargo, que en las principales
lenguas europeas se utilizan expresiones y palabras diferentes cuando se hace
referencia al Estado y al modo como se manifiesta su presencia y su acción. Forza,
potere, autoritá; puissance, pouvoir, autorité; Macht, Gewalt, Herrschaft; might, power, authority,
son palabras todas ellas cuyo valor no difiere demasiado en el lenguaje vulgar, pero
que, para ser distintas, deben ofrecer sutiles gradaciones en sus diferentes
significados. Cuando se habla del Estado, se utilizan indistintamente —y a veces
incluso de forma contradictoria— hasta por los más conspicuos especialistas. Tal
vez sólo en los últimos tiempos una más aguda sensibilidad respecto de los
problemas semánticos nos ha hecho circunspectos en el empleo de las palabras y
nos ha proporcionado un mayor rigor en el lenguaje y, consiguientemente, en el
pensamiento. Así, un crítico reciente observa, a propósito de la distinción entre
«poder» y «autoridad», que estas dos palabras «están, como es obvio, estrechamente
relacionadas entre sí, pero muchas de las inútiles dificultades surgidas en torno a
ellas proceden de que su sentido lógico ha sido ordinariamente mal comprendido.
Sólo las utilizaremos correctamente si reconocemos que no designan dos entidades
diferentes, sino correlativas, de las que una depende en cierto modo de la otra»;2
observación justa en verdad, pero que olvida mencionar que la distinción y la
correlación entre potestas y auctoritas fueron ya claramente anotadas por Cicerón en
un pasaje de merecida fama3 y que han sido los juristas —más

2. T. D. Weldon, The Vocabulary of Politics, Londres, 1953, pág. 50.


3. De Legibus, III, 28: quum potestas in populo, auctoritas in senatu sit...
(N. E.: «... puede conservarse mediante esa justa conciliación de que la potes-

25
que los lógicos y los gramáticos— quienes han establecido y clarificado el
significado de la mayor parte de las palabras que todavía hoy son corrientes en
nuestro léxico político.
Por ello, es a los juristas, más que a los políticos puros o a los filósofos, a quienes
habremos de acudir para cualquier ulterior aclaración del razonamiento que hasta
aquí hemos venido elaborando y para intentar explicar con otras palabras la
distinción que hemos propuesto para nuestro tratamiento del problema del Estado.
12. Los juristas distinguen entre eficacia, validez y legitimidad de las normas que ellos
estudian, normas que, en su conjunto (como sistema u ordenamiento), constituyen
para ellos la realidad del Estado. Esta distinción nos parece también de gran
importancia para la teoría del Estado en general.
El realismo político —ese punto de vista al que antes aludimos y que consiste
esencialmente en contemplar el Estado como un puro fenómeno de fuerza— no
puede, por la misma lógica de su planteamiento, considerar como atributo
relevante para la determinación del Estado sino el de su efectividad o eficacia. Los
Estados existen o no según que tengan fuerza para imponer sus mandatos, tanto
interior como exteriormente; donde falta esa fuerza no hay Estado, sino caos y
anarquía.
Por el contrario, la concepción jurídica del Estado atiende principalmente al
problema de la validez —es decir, de la legalidad— del mandato. El poder del
Estado es un poder legal, está condicionado por la existencia de la ley y por el respeto
a la misma, y sólo por ella es válido. Donde acabe el Derecho cesa el poder (aunque
pueda no ocurrir lo contrario, ya que puede haber normas válidas, o sea, integradas
en un ordenamiento jurídico, es decir, en un Estado, aunque no sean eficaces,
siquiera solamente hic et nunc). La misión del jurista, del funcionario, del magistrado,
es defender a toda costa la legalidad, aunque a veces se le oponga la fuerza bruta.
Siempre será mejor un poder observante de leyes injustas que un poder carente de
toda ley; preferible es la certeza del Derecho que la ausencia de él. La «fidelidad al
Derecho» ha sido acertadamente señalada como la virtud básica del jurista.4

tad esté en el pueblo y la autoridad en el Senado, la concordia equilibrada y estable de la ciudad...».


Traducción de A. D'Ors, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1970.)
4. L. L. Fuller, Positivism and Fidelity to Law. A reply to Professor Hart, en «Harvard Law Review», n.o
71 (1958).

26
Una tal concepción tiene nobleza y grandeza, pero su aspecto negativo y su límite
están en la confusión entre legalidad y legitimidad; y casi deberíamos decir
identificación, porque en muchos teóricos modernos no se trata de confusión, sino
de deliberada reducción de uno a otro concepto. Indudablemente, la legalización
de la fuerza constituye un gran progreso, pero no puede considerarse como la
última palabra sobre la justificación de la fuerza misma: más allá de la construcción
jurídica del poder empieza el esfuerzo de la especulación filosófica, que intenta dar
razón de la obligación política mostrando cómo la fuerza, legalizada en el poder,
se legitima a su vez en la autoridad.

13. La distinción entre los tres órdenes de problemas que pueden plantearse en
torno al Estado no tiene pretensión alguna de originalidad, pues viene a
corresponder con bastante exactitud con la división ordinariamente adoptada por
los tratadistas, que distinguen la concepción sociológico-política, la jurídica y la
filosófica del Estado.
La razón por la que, incluso con fines didácticos, preferimos tratar sucesivamente
de la fuerza, del poder y de la autoridad en lugar de contraponer las tres concepciones
del Estado, como suele hacerse, es ésta: que nuestra intención es atenuar, y no
acentuar, el contraste entre los diferentes modos de aproximarse al problema del
Estado y subrayar el hecho de que, por muy distinta que sea la imagen del Estado
que nos forjemos a partir de uno u otro punto de vista, el problema sigue siendo
el mismo, es decir, el que al principio tomamos como punto de partida; a saber: el
problema que nos plantea la comprobación de que, desde el momento del
nacimiento hasta el de la muerte, la vida del hombre se halla envuelta y determinada
por la presencia del Estado. «El hombre nació libre y en todas partes está
encadenado», escribió Rousseau al principio de su famoso libro, acaso el más
importante que se haya escrito sobre el Estado en los tiempos modernos. Pero se
puede objetar —y de hecho se ha objetado— que el hombre no nace libre y que
tampoco es cierto que en todas partes esté encadenado; el hombre, ponía de relieve
Cicerón, no pertenece a una raza solitaria y, como dice Aristóteles, es un animal
político cuyo destino está estrechamente ligado a la unión con los otros hombres.
Ninguno de nosotros es libre de hacer todo lo que quiera; nuestra disponibilidad es
limitada y está determinada, siendo el Estado la causa principal y el artífice máximo
de esas limitaciones y determinaciones.

27
14. Evidentemente podremos forjarnos una imagen diferente del Estado según que
atendamos a cada uno de los varios aspectos en que su existencia se manifiesta,
pero la noción de Estado no puede ser sino unitaria. Fuerza, poder y autoridad
están indisolublemente ligados, sin que se encuentren jamás separados y en forma
«químicamente pura». El error de algunos autores modernos que, bajo el nombre
de «ciencia política», desempolvan antiguas nociones que conciben al Estado como
simple expresión de fuerza, estriba en creer que con ello está dicha la última palabra
acerca del Estado. Porque si bien es verdad que la fuerza del Estado y en el Estado
no es mera fuerza material, no es menos cierto que el halo que circunda al poder
difumina en sutiles gradaciones los términos precisos del derecho y de la legalidad.
Por tanto, tampoco una consideración puramente jurídica puede resolver el
problema de la naturaleza del mandato estatal y del fundamento de su
obligatoriedad, pues resulta que tal mandato aparece investido de un valor que la sola
fuerza no posee y al que el derecho, en el mismo acto en que lo invoca, está
reconociendo como algo distinto de él y superior a él.

Este libro se propone examinar las graduales investiduras a través de las cuales la
fuerza del Estado se transforma en autoridad. Tales investiduras se traducían, en
pasados tiempos, en símbolos concretos —mantos, cetros, coronas— que
exteriorizaban aquéllas haciéndolas patentes y fijándolas de modo perdurable en la
imaginación y en los corazones. Actualmente esos símbolos ya han desaparecido
casi por completo, cuando no han sido deliberadamente suprimidos; pero no por
ello ha dejado de experimentarse la necesidad de buscar una respuesta al eterno
problema: ¿qué es lo que puede convertir la fuerza en derecho, el temor en respeto,
la necesidad en consentimiento y —por qué no decirlo— en libertad?

28
NOTA A LA INTRODUCCIÓN

Puesto que hemos reconocido que el uso de las palabras fuerza, poder y autoridad
está lejos de ser preciso y unívoco en el lenguaje político, parece conveniente
detenernos brevemente para aclarar tal ambigüedad y, si es posible, indicar las
razones de ella.
Sin duda, corresponde a Max Weber el primer lugar entre las tentativas que se han
hecho para establecer con definiciones rigurosas el significado de los conceptos
fundamentales de la disciplina política. Weber define del modo siguiente las
nociones de fuerza y de poder:
«Fuerza (Macht) significa cualquier posibilidad de ejercer la propia voluntad
particular en el ámbito de una determinada situación social, incluso contra una
eventual resistencia, y abstracción hecha de toda consideración de las razones de
tal capacidad.»
«Poder (Herrschaft) significa la posibilidad de asegurar la obediencia de
determinadas personas a un mandato dotado de cierto contenido.»
Como se ve, la distinción weberiana entre fuerza y poder y la definición de una y
otro están bastante próximas a los conceptos que hemos desarrollado en la
precedente Introducción, lo cual evidencia —y lo reconocemos palmariamente—
que dichas definiciones nos han inspirado directamente en la realización de este
trabajo.
La definición que Weber da de la fuerza tiene el mérito de poner de relieve que tal
palabra, en el habla política, se refiere a un contenido «social», utilizándose en un
sentido distinto de aquel en que se usa en el lenguaje de las ciencias físicas: es una
fuerza que procede del hombre y que se dirige a hombres, y no sólo fuerza física.
Incluso cuando los hombres se valen de ésta, siempre lo hacen sobre la base de
una determinación voluntaria y con la finalidad de imponer, de establecer o de
modificar una cierta relación entre hombres o una particular situación social.
Más dubitativos nos deja la distinción weberiana entre fuerza y poder. Tiene sin
duda el mérito de subrayar lo que ambos concep-

29
tos tienen en común y lo que los separa; uno y otro se refieren a un mismo
fenómeno: la afirmación de una determinada voluntad en un contexto social; pero
mientras la noción de fuerza es una simple constatación de que un cierto mandato
prevalece o se impone de hecho, la del poder manifiesta las circunstancias que
acompañan a tal prevalecer o a tal imposición.
Sin embargo, la definición de Weber del poder mezcla, entre dichas circunstancias,
la consideración de la forma con la del contenido del mandato, que deberían
contemplarse separadamente; en efecto, una cosa es la «capacidad de asegurar la
obediencia de determinadas personas», y otra el «contenido particular» del mandato
dirigido a aquéllas. Para identificar el poder, diferenciándolo de la fuerza, basta la
simple consideración de que el poder es fuerza que se ejerce en virtud de una cierta
capacidad o cualidad, es decir, fuerza «cualificada» formalmente de una
determinada manera e independientemente de su contenido. Tal consideración
formal es, por otra parte, como veremos con más detenimiento en páginas
posteriores, la característica propia de la concepción jurídica, esto es, de la noción
de poder como fuerza ejercida en nombre de una ley.
Falta también en Weber la distinción entre poder y autoridad, que hemos intentado
poner de manifiesto en la Introducción. Es verdad que, como ha apuntado
Parsons, el interés de Weber se centra en el problema del poder legítimo (legitime
Herrschaft), pero ello confirma aún más la necesidad de individualizar y distinguir
con toda precisión conceptos diversos: el poder como fuerza legalizada y el poder
legítimo; que es precisamente lo que Parsons ha intentado traduciendo el Herrschaft
de Weber con la palabra bastante discutible de control (imperative control)1 y
entendiendo que a la expresión legitime Herrschaft corresponde con más exactitud la
palabra authority sin ningún adjetivo. Ya hemos dicho en qué sentido consideramos
que deben distinguirse la autoridad y el poder, y desde ahora reconocemos que
somos deudores del finísimo análisis que Weber ha realizado en torno al problema
de la legitimación del poder, sobre el que volveremos más adelante.
Bastante menos preciso que el de Weber es el léxico utilizado por otros muchos
autores modernos que, al hablar del Estado, emplean indistintamente —y como si
fueran palabras sinónimas— los términos de fuerza y de poder e incluso de
autoridad. El equívoco es

1. Otros traductores han propuesto la palabra dominio (domination) o gobierno (rule). En cambio, la
traducción inglesa de Macht por power es unívoca y significativa.

30
sobre todo evidente en gran parte de la ciencia política contemporánea, cuyo objeto
es definido por sus más autorizados representantes como «el estudio del poder».
En las definiciones del poder que en aquélla se proponen —y son
numerosísimas—, el acento recae, no sobre la fuerza cualificada, sino sobre la simple
fuerza, ya se defina el poder, como Merriam, en términos de «manipulación de
masas», bien se defina, con Lasswell, como «tomas de decisión», o bien, como
Jouvenel, en términos de «consecución de obediencia».
La repugnancia de los autores modernos a usar la palabra fuerza en la descripción
de los fenómenos políticos se debe, probablemente, al hecho de que tal término
suele estar asociado a la idea de violencia y de brutalidad física (Merriam). Mas,
como veremos, no fue ése el caso de muchos escritores del pasado que concibieron
el Estado en términos de fuerza, pero no necesariamente de violencia ni mucho
menos de brutalidad. La fuerza cuya existencia se da en el Estado puede ser el
resultado tanto de la posesión de medios materiales (armas, riquezas, privilegios
sociales) como de medios esencialmente espirituales (habilidad, sentido político,
dotes especiales para guiar a los hombres [leadership]). Lo que importa es que la
fuerza sea efectiva y no el modo como tal efectividad se asegure.
Observemos, sin embargo, que hay ciertas razones para que la moderna ciencia
política insista sobre el poder como la noción central en torno a la cual se desarrolla
su investigación. Lo que dicha ciencia se propone es que el estudio del fenómeno
político no se concentre exclusivamente sobre el problema del Estado, con lo que
el horizonte de lo que ha sido la preocupación dominante de la teoría política
durante los últimos tres siglos se ensancha para dar cabida a la consideración y al
estudio de todas las estructuras de autoridad (por usar una expresión hoy en boga)
presentes en una determinada situación social. Para muchos modernos estudiosos
del Estado, éste no es la forma suprema y terminante de la organización social,
como lo era para los teóricos de un pasado todavía reciente, sino una organización
junto a otras, y ya se prevé el advenimiento de nuevos y más complejos tipos de
organizaciones destinadas a superar en fuerza, poder y autoridad la posición
privilegiada del Estado. La moderna ciencia política se hace eco así, y no podía
menos de hacerlo en cuanto ciencia empírica, de la experiencia de los tiempos que
vivimos y la profunda crisis —como ha sido llamada— del concepto tradicional de
Estado.
En cuanto a la ambigüedad semántica que hemos señalado, se encuentra también,
como ya advertimos, en los máximos teóricos políticos del pasado, entre los cuales
es vacilante la terminología re-

31
lativa al «Estado», porque esta palabra no ha sido fijada en un significado preciso
hasta tiempos relativamente recientes y a través de una larga y compleja evolución.

Indicaciones bibliográficas
Las definiciones de WEBER citadas en el texto han sido tomadas de la obra
Wirtschaft und Gesellschaft, 2.a ed., 1925 (p. 28).
Las traducciones inglesas a las que se ha aludido son las de PARSONS y
HENDERSON (The Theory of Social and Economic Organization, Glencoe, 1947), y la
de REINSTEIN y SHILS (M. Weber on Law in Economy and Society, Cambridge,
Massachusetts, 1954). Vid. también, a propósito de la traducción de Herrschaft, las
observaciones de C. J. FRIEDRICH en el vol. Man and his Government, 1963, página
180, nota 1.
Entre los análisis de la noción de poder que tienen un mayor interés para la
discusión que hemos desarrollado en el texto están los siguientes: C. E.
MERRIAM, Political Power. Its Composition and Incidence, 1.a ed., 1934; B. RUSSELL,
Power. A new Social Analysis, 1938; H. D. LASSWELL y A. KAPLAN, Power and
Society. A Framework for political inquiry, Londres, 1952; B. DE JOUVENEL, DU
Pouvoir. Histoire naturelle de sa croissance, 1947; G. BURDEAU, Traite de science politique,
vol. I, Le pouvoir politique, París, 1949; R. A. DAHL, The Concept of Power, en
«Behavioral Science», 1957; T. PARSONS, On the Concept of Political Power, en «II
Político», 1963; vid. también la amplia información bibliográfica, con obras de
varios autores, en los dos volúmenes Le Pouvoir, «Annales de Philosophie
Politique», 1956.
Sobre el concepto de autoridad véase el importante volumen colectivo Authority,
ed. de C. J. FRIEDRICH, «Nomos», I, 1958, así como las dos interesantísimas
voces autoritá (I y II) en la «Enciclopedia del Diritto», a cargo, respectivamente, de
G. NOCERA y C. LAVAGNA, acompañadas ambas de amplia bibliografía.
Además, F. BOURRICAUD, De l'autorité, París, 1961.
Finalmente, sobre la noción de poder como objeto de la ciencia política, pueden
verse: J. MEYNAUD, Introduction á la science politique, París, 1959, y B. CRICK, The
American Science of Politics, Berkeley, 1959, así como —especialmente para la
información bibliográfica y el análisis conceptual— G. SARTORI, Questioni di
método in Scienza Política, Florencia, 1959; R. TREVES, Potere: Sociología política, en
«Novissimo Digesto italiano», Turín, 1965, y N. BOBBIO, Il problema del potere.
Introduzione al Corso di Scienza della política, Turín, 1966.

32
PARTE PRIMERA

EL ESTADO COMO FUERZA

33
34
CAPÍTULO PRIMERO

EL ARGUMENTO DE TRASÍMACO

La más antigua formulación del argumento de la fuerza —o, si no la más antigua,


la primera en ser desarrollada coherentemente en todos sus aspectos y en todas sus
consecuencias— es la que Platón pone en boca de Trasímaco, uno de los
interlocutores del diálogo La República.
El argumento es presentado por Platón en una forma dramática e inolvidable. El
sofista Trasímaco, después de haber escuchado con mal disimulada impaciencia la
pacífica discusión apenas comenzada entre Sócrates y Polemarco sobre la esencia
de la justicia, se abalanza sobre ellos «como una bestia feroz sobre su presa»:
discutir doctamente sobre la justicia es una estupidez; la justicia no es más que un
nombre para designar en la ciudad lo que conviene al que manda. «Quien manda
es el amo y, por tanto, si se quiere pensar razonablemente, hay que concluir que la
única norma de lo justo es lo provechoso para el más fuerte.»
La afirmación de que la fuerza es el elemento más importante en la convivencia
humana es, como se ve, un argumento polémico expuesto por Platón en su
investigación sobre la naturaleza de la justicia. A lo largo del diálogo, Sócrates
rebate fácilmente la argumentación de Trasímaco, observando que quien manda
puede equivocarse en la determinación de su propio provecho y que, por tanto, el
provecho del más fuerte no es un criterio seguro para establecer la norma de lo
justo. Pero más que la discusión acerca de la justicia nos interesa aquí examinar las
etapas sucesivas que va atravesando el pensamiento de Trasímaco, obligado por la
lógica de Sócrates a modificar o a presentar de otra forma su tesis de que la fuerza
es el elemento cohesivo del Estado.
Respondiendo a las objeciones de Sócrates, Trasímaco empieza por admitir que la
imposición del que manda no agota por sí sola los vínculos existentes entre la
autoridad y los súbditos. Debe su-

35
ponerse una cierta ciencia en quien manda: «el que gobierna, en tanto que gobierna,
es infalible, y en cuanto es infalible, prescribe lo que es mejor para él, y a ello tiene
que atenerse el súbdito». En otras palabras, Trasímaco concede que la obediencia
es el resultado no de la fuerza física, sino de la habilidad y de la sabiduría del que
manda. Pero Sócrates le acosa observando que tales habilidad y sabiduría, si
verdaderamente lo son, no pueden dejar de tener en cuenta el provecho de los
gobernados, además del de los gobernantes; a lo que responde Trasímaco que no,
que el arte de gobernar es el arte de aprovecharse de la ingenuidad, de la debilidad
y de la vileza de los hombres, por lo que no hay por qué hablar de justicia al referirse
al Estado o, si se quiere hablar a pesar de todo, debe reconocerse que «la injusticia,
cuando se pueda mantener, es más fuerte, más libre y más poderosa que la justicia».
Nos encontramos así ante la posición más extrema que el «realismo político» puede
ostentar y ha ostentado a lo largo de sus sucesivas transformaciones. La relación
política es una relación de fuerza: su determinación es una pura constatación de
hecho (del hecho de que unos mandan y otros obedecen) y no una valoración de
fines o motivaciones. Si se pretende introducir tal valoración en la constatación del
hecho político no se llega a otra cosa que a marcar una clara diferencia entre el
criterio de eficiencia del mando y otros criterios de valoración, aunque se designen
con los nombres de moralidad o de justicia. Esta es la posición que veremos repetirse
y plantearse con toda claridad en Maquiavelo.
El análisis platónico del argumento de Trasímaco contribuye a dar luz sobre un
punto muy importante. Sócrates obliga a Trasímaco a admitir que la fuerza de
quien manda no es pura fuerza física, sino fuerza acompañada de una cierta
habilidad o de una particular sabiduría. Pues bien: este punto de vista será
fundamental en la construcción de la ciudad ideal platónica, en la que la función
de mando se confía a los guardianes y debe ser ejercida por hombres que «conocen
cuál es el bien de la ciudad» y han sido instruidos y adiestrados en el arte de
gobernar a los otros hombres. En otras palabras, la fuerza física, por sí sola, no
basta para gobernar; es preciso un profundo conocimiento de los motivos que
inducen a los hombres a obrar, una auténtica educación, tanto para el mando como
para la obediencia. Los hombres no se mueven siempre por motivos racionales, ni
siempre están capacitados para conocer la verdad, ni incluso es bueno siempre que
la conozcan por completo; para llevarlos a la obediencia es menester saber tocarles
el corazón y la imaginación más que el entendimiento. Por ello los guardianes,

36
cuando sea necesario, pueden «engañar tanto a los enemigos como a los propios
ciudadanos por el bien de la ciudad», «pueden mentir», forjando creencias capaces
de suscitar entusiasmo y que acabarán por ser aceptadas como verdaderas. Hay
«mentiras útiles» o «necesarias» para la coexistencia política, y hay sobre todo una
«magnífica», una «noble mentira» que debería abarcar con sus redes no sólo a los
súbditos, sino también a los mismos gobernantes y constituir el fundamento
cohesivo de la ciudad, la clave básica de la armoniosa cooperación de las clases —
guardianes, guerreros y pueblo— en las que, según Platón, se estructura la ciudad
ideal.
Esta noble mentira la describe Platón como una fábula de origen fenicio, y consiste
en enseñar que los hombres, forjados por la tierra sobre la que viven, deben tenerla
por madre y nodriza y considerarse como hermanos, pero no en el sentido de ser
todos iguales, sino de distinta composición: de oro los guardianes, de plata los
guerreros y de cobre o hierro la masa de ciudadanos. «Dios mismo ha hecho de
oro a los que deben gobernar»; «dice el oráculo que la ciudad gobernada por el
hierro o por el cobre perece».
La idea de la desigualdad entre los hombres aparece en estos pasajes como premisa
necesaria para la relación política, pero de momento no nos interesa como premisa
o justificación de tal relación (ya tendremos ocasión de considerarla y discutirla
ampliamente en ese sentido al examinar el problema de la autoridad); lo que aquí
importa subrayar en la doctrina de Platón es la importancia dada a la necesidad de
fundamentar el mando no sobre la sola fuerza, sino sobre la capacidad de quienes
ejercen aquél de asegurar la obediencia por medio de una difusa convicción: el
respeto hacia el gobernante como aceptación de la desigualdad, el amor a la patria
como entrega a la causa común.
La tesis platónica que venimos comentando es importante para conocer las
múltiples formulaciones del realismo político, Es cierto que Platón habla de la
ciudad ideal, pero su doctrina de la noble mentira pone el acento sobre un elemento
importante del vínculo político concebido en términos de efectividad y de eficacia:
la persuasión es también un factor de poder. En tiempo más cercano a nosotros,
la doctrina de la noble mentira reaparecerá bajo otras denominaciones incluso entre
los realistas políticos más acérrimos; se llamará ideología, o mito o fórmula política. El
nombre poco importa;1 lo que cuenta es el intento de captar en su íntimo funciona-

1. La tesis que ve en la doctrina platónica de la noble mentira un precedente, sin más, de la idea
moderna de propaganda ideológica —tesis sostenida

37
miento la fuerza sobre la que, en definitiva, se funda la realidad del Estado.
En estrecha conexión con la doctrina de la noble mentira —y no muy diversa de ella
en cuanto a su relevancia para la consideración del problema de la fuerza— está la
doctrina que, ligada al pensamiento de Platón y de Aristóteles, obtuvo una gran
fortuna en el desarrollo del pensamiento político: la doctrina que compara al
Estado con un organismo —con un cuerpo o con una persona—, de suerte que la
cabeza representaría la función de gobierno y los miembros las diferentes
actividades del Estado, no siendo los individuos sino las partes de un todo,
instrumentos dóciles pero necesarios de las órdenes impartidas por el jefe.
También de esta doctrina nos ocuparemos más adelante al tratar del fundamento
del poder. La analogía entre Estado y organismo nos interesa ahora en cuanto
representa una transposición del problema de la fuerza desde la simple
constatación de que existen de hecho relaciones de mando y de obediencia en
virtud de las cuales algunos hombres consiguen imponer a otros su voluntad a la
investigación de la naturaleza de tales relaciones, naturaleza que no puede ser
entendida más que atendiendo al contexto social en que aquéllas se manifiestan. El
Estado no se reduce a una mera relación de fuerza entre individuos, sino que es
una fuerza viva y articulada y parece tener su propia vida, su propia realidad distinta
de la de los individuos que lo integran. Un organismo no se puede descomponer
en partes sin dejar de ser organismo; su fuerza no es la simple suma de la fuerza de
las partes, sino una fuerza nueva, mayor, incluso, que dicha suma. La cabeza no
manda sobre las otras partes del cuerpo de modo puramente mecánico, siendo
precisa una cooperación armónica de éstas para que el organismo pueda
desarrollarse en todo su vigor.
La analogía del organismo capta indudablemente un aspecto importante de ese tipo
especial de fuerza que, como hemos puesto de relieve, es la fuerza de que se habla
cuando se hace referencia al Estado. Por eso se explica la fortuna que ha alcanzado
y que ha aumentado, más que por haber recurrido a ella innumerables escritores
políticos, por el fervor con que todavía hoy se recuerda el famoso apólogo de
Menenio Agripa, que continúa siendo relatado a los niños desde los primeros años
de la escuela. En este sentido, y sólo en él —como descripción del tipo de cooperación
en que con-

con clara intención polémica por K. R. Popper en su libro The Open Society and its Enemies (1.a ed.,
1945), vol. I, cap. 8—, no puede admitirse sin cierta reserva.

38
siste la fuerza del Estado—, la tesis resiste la crítica del realismo político más libre
de prejuicios, ofreciéndole en cambio un instrumento para entender mejor en qué
radica, en último término, dicha fuerza.
Pero la analogía del organismo no se limita, por lo menos en gran parte de quienes
la mantienen, a una simple constatación de hecho. La afirmación de que el Estado
es una realidad social y la comparación del mismo con un organismo viviente
desembocan con frecuencia en una verdadera y propia entificación del Estado, en la
afirmación de que éste, en cuanto todo, posee vida propia, no sólo distinta, sino
también diversa de la de las partes que lo integran.
Un paso más —y el paso fue ya dado por Platón y Aristóteles— y el todo acaba
por aparecer como la única realidad; las partes pertenecen al todo, y por esa
pertenencia, y sólo por ella, tienen significado y vida.
No es fácil entender cómo una tal entificación pueda pasar la criba del realismo
político, que, para ser verdaderamente tal, no puede por menos de fundarse sobre
un criterio de verificación empírica. La experiencia puede demostrar la existencia
de fuerzas, pero no de entes sociales; esas fuerzas se ejercen siempre por hombres,
no por entidades abstractas. Concretamente, el Estado no existe, sino que sólo
existen individuos. Pero si esto es así, quiere decirse que de la existencia del Estado
solamente se puede hablar en un plano distinto del de la constatación empírica de
la existencia de fuerzas sociales. El Estado como persona es una creación del Derecho
o bien una abstracción metafísica: una creación del Derecho en cuanto
personificación de un conjunto de normas cuyo último término de imputación es
precisamente el Estado; y una abstracción metafísica en cuanto se erija al Estado
en valor supremo para la justificación de la obligación política. Como puede verse,
rechazamos plenamente la tesis de que pueda hablarse del Estado como organismo
en un lenguaje que no sea metafórico. Conforme dijo Hobbes de forma irrefutable,
la vida del Estado es una vida artificial; si el Leviatán tiene un alma, no es ciertamente
un alma como la nuestra. Desde un punto de vista empírico, el Estado no es sino
un conjunto de relaciones de fuerza. La personalidad del Estado es una ficción de
los juristas o una hipótesis filosófica, no una realidad verificable empíricamente.
A este nominalismo (confirmado, por lo demás, por toda la tradición romanista y
canonista occidental, que concibe al Estado como persona ficta) se opone la llamada
doctrina realista de la per-

39
sonalidad del Estado y de otros entes sociales, teniendo en cuenta que por realismo
se entiende aquí la tesis de que la existencia de tales entes no es una ficción, sino
una realidad, y de que la sociedad es un todo o conjunto de todos orgánicos
dotados de vida propia, de entre los que el mayor y más importante es el Estado.
Esta doctrina fue elaborada en el siglo XIX por la escuela germana, cuyo máximo
representante fue Gierke, y está hoy representada por la llamada teoría de la
institución, difundida en Italia por Santi Romano. También de ella nos ocuparemos
a su debido tiempo y en otro lugar, cuando, después de haber examinado más a
fondo la naturaleza del Estado desde el punto de vista jurídico, estemos en
condiciones de apreciar mejor la importante contribución de la doctrina de la
institución a la teoría del Estado, es decir, la afirmación de la pluralidad de los
ordenamientos jurídicos. También volveremos más adelante sobre la entificación
del Estado propuesta no por los juristas, sino por los filósofos, doctrina
desarrollada en la filosofía idealista y que tan amargos frutos ha producido.
Aquí nos limitaremos a observar que el realismo político, entendido como radical
empirismo, no puede aceptar de la tesis de la analogía del Estado con un organismo
más que el punto de verdad que en ella se contiene, a saber, el reconocimiento del
hecho de que la fuerza se desenvuelve en un contexto social. Por eso la moderna
ciencia política, que es la heredera más directa de la tradición del realismo político,
puede y debe interesarse por las manifestaciones sociales de la fuerza (por los
llamados fenómenos de masa, de psicología colectiva o como quieran llamarse),
pero no admitir que la abstracción personificada de tal fuerza (el Estado o cualquier
otra institución) sea afirmada como una realidad distinta y diferente de la de
aquellos de quienes, en último término, procede la fuerza y a quienes se aplica, esto
es, de los individuos.

Indicaciones bibliográficas

PLATÓN, República, libro I, 336-344; libro II, 382; libro III, 389, 414-415; libro V,
459; Leyes, libro II, 661 y ss. ARISTÓTELES, Política, libro I, caps, i y ii (1252a-
1253a). HOBBES, Leviatán, introducción y cap. 16.
Acerca del papel de la ideología en la política es todavía importante el libro de K.
MANNHEIM Ideology and Utopia, Londres, 1936. Sobre la teoría platónica de la
«noble mentira» como precedente de la noción moderna de propaganda ideológica,
K. R. POPPER, ya ci-

40
tado, y R. H. S. CROSSMAN, Plato Today, Londres, 1937, p. 130. En contra, y en
defensa de Platón, J. WILD, Platos Modern Enemies and the Theory of Natural Law,
Chicago, 1953, cap. 2, sec. IV; también la nota de F. M. CORNFORD al n.° 414
de la República en su traducción del diálogo, Oxford, 1941.
Sobre la «teoría organicista» en Alemania puede encontrarse buena información en
R. EMERSON, State and Sovereignty in Modern Germany, New Haven, 1928; pero la
más brillante aportación al tema y sus implicaciones es todavía la hecha por
MAITLAND hace ya tiempo (en la Introducción a su traducción de las Teorías
políticas de la Edad Media, de Gierke, 1.a ed., Cambridge, 1900) y luego continuada
y desarrollada en la misma línea por E. BARRER (en la Introducción a Derecho
natural y teoría de la Sociedad, de Gierke, Cambridge, 1934).
Son útiles y sugestivos dos recientes artículos: el de H. J. MCCLOSKEY, The State
as an Organism, as a Person, and as an End in itself, en «The Philosophical Review»,
1963; y el de A. Ross, On the Concepts «State» and «State Organs» in Constitutional Law,
en «Scandinavian Studies in Law», 1961.

41
42
CAPÍTULO SEGUNDO

PESIMISMO Y REALISMO POLÍTICOS

Hemos dicho que el realismo político —es decir, la reducción del problema del
Estado a un puro problema de fuerza— no es sino el resultado de una coherente
aplicación del método de la verificación empírica, esto es, un radical empirismo. A
ello puede objetarse que no es exactamente así: que si ciertamente es un empirismo,
se trata de un empirismo matizado, por así decirlo, por una preconcebida opinión
sobre las cosas de este mundo, por una cierta manera —muy lejos de ser
incontrovertible— de concebir la naturaleza humana. Si las relaciones entre los
hombres se constituyen como simples relaciones de fuerza —se observa—, es sólo
porque se supone que todos los hombres son malvados o, por lo menos,
dominados por una sed inextinguible de dominio. Únicamente un incurable
pesimismo puede experimentar un perverso placer en rasgar el velo del poder y de
la autoridad para dejar al desnudo la triste realidad que se esconde tras ellos y hacer
buenas las palabras que Manzoni pone en boca de Adelchi moribundo: «... una
fuerza feroz domina el mundo haciéndose llamar Derecho.»
A esta objeción se puede y se debe responder que, en el terreno de la verificación
empírica, no cuentan las opiniones, sino los hechos y que, por consiguiente, es a
los que reprochan al realismo político la pintura de un cuadro poco atrayente de la
realidad a quienes corresponde la carga de la prueba, es decir, demostrar que esa
realidad es efectivamente diferente, único argumento válido que se puede enfrentar
al escándalo de Maquiavelo. La objeción es, además, perfectamente superflua desde
el punto de vista que hemos adoptado en estas páginas para examinar el problema
del Estado, ya que hemos puesto de relieve expresamente la relatividad del
planteamiento realista y la necesidad de conjugar el estudio del Estado como fuerza
con el del Estado como poder y el del Estado como autoridad.

43
Desde luego hay un hecho innegable, y es que a una concepción realista del Estado
corresponde efectivamente una visión pesimista de la política, que pesimismo y
realismo están íntimamente vinculados, o, por lo menos, lo están en los máximos
exponentes de la concepción del Estado como fuerza, y que en tales autores el
prejuicio pesimista sobre la naturaleza humana les ha conducido a la aceptación de
la fuerza como elemento predominante de las relaciones entre los hombres. En
este aspecto, un caso muy interesante, anterior a Maquiavelo, es el de San Agustín
en De Civitate Dei.
La intención de San Agustín en su más famosa obra no fue, ciertamente, tratar
específicamente del Estado. El problema político se integra, para él, dentro del
cuadro de una grandiosa interpretación de la Historia cuyos protagonistas son las
dos Ciudades, la ciudad divina y la terrena; pero no busquemos, ni en una ni en otra,
respuesta a la pregunta de qué entiende San Agustín por Estado. El problema
político se plantea además en De Civitate Dei en función del carácter claramente
apologético del libro, escrito para rebatir la acusación de que la religión cristiana
había sido la causa de la ruina de Roma. A diferencia de Platón y de Aristóteles,
San Agustín parte de premisas teológicas y religiosas muy definidas: la fundamental
concepción cristiana de la naturaleza humana corrompida por el pecado y la
doctrina paulina de que todo poder deriva de Dios, dos postulados en torno a los
cuales se elaborará todo el pensamiento cristiano y de los que nos ocuparemos
ampliamente al tratar de la justificación del poder.
El problema del Estado es para San Agustín, concretamente, el problema del
Estado particular que acumulaba toda la experiencia política de su tiempo: el
Imperio romano. Si todo poder viene de Dios, es indudable que el Imperio ha sido
dispuesto por El. Las «virtudes» de los romanos han sido recompensadas con la
«gloria del más excelente imperio». Pero, ¡a qué precio se ha pagado esa gloria!: al
precio de guerras, estragos e infamias de todo género. Ni siquiera las virtudes que
aseguraron la grandeza de Roma pueden llamarse propiamente virtudes, ya que la
verdadera justicia no puede darse sino en Cristo y en la observancia de su ley.
Frente a tal criterio absoluto de justicia, aquellas virtudes y grandezas aparecen
como ilusiones falaces. La libertad, el dominio, la gloria de la patria no son sino
vanos espejismos, porque lo único que importa es la salvación de la propia alma.
Quantum enim pertinet ad hanc vitam mortalium, quae paucis diebus ducitur et finitur, quid
interest sub cuius imperio vivat homo moriturus, si illi qui im-

44
perant, ad impia et iniqua non cogant?* La realidad política es una realidad torva y
oscura, espejo fiel de la corrupción innata de los hombres. El profundo
menosprecio agustiniano por el Estado halla su más cruda expresión en el famoso
pasaje: Remota justitia, quid sunt regna nisi magna latrocinia? quia et latrocinia quid sunt nisi
parva regna?**
Con esta fase parece haberse llegado al fondo de la depreciación de la política, pero
no deja de ser ambigua. En efecto, puede querer decir que hay sólo una diferencia
de grado entre el Estado y una asociación criminal: ambos son organizaciones
fundadas en la fuerza, que coaccionan a los hombres para que obren contra sus
deseos; en tal caso, el Estado es la encarnación viviente de la Ciudad del Demonio,
de la que no puede provenir ningún bien, siendo preferible que se consuma en sus
propias llamas, caminando hacia su autodestrucción. Pero la expresión agustiniana
puede entenderse también en un sentido completamente distinto; puede querer
decir que hay un camino para redimir al Estado de la maldad: hacer de él un
instrumento de la Ciudad de Dios sometiéndolo a la justicia.
El pensamiento político cristiano posterior a San Agustín oscilará entre esas dos
interpretaciones, prevaleciendo claramente la segunda por haber cambiado el clima
político y por la optimista esperanza —que caracteriza gran parte del pensamiento
medieval— de conseguir, a través de la unidad del mundo cristiano, un Estado
fundado íntegramente en el ideal de justicia.
Después, con el ocaso definitivo de la unidad medieval y con la aparición de
interpretaciones teológicas aún más radicales que la de San Agustín, veremos surgir
de nuevo posiciones que a la vez son de extremo realismo y de pesimismo políticos.
Para Lutero, por ejemplo, el mundo de la política es un mundo dominado por la
ley de la fuerza, en el que el cristiano no tiene más vía de salvación que refugiarse
en la intimidad de la conciencia ni otro derecho que el de sufrir y llevar su cruz.
Los príncipes son «el azote», «los verdugos» de Dios, necesarios «para domeñar a
los malvados y conseguir, en un mundo poblado por hombres corrompidos, que
reinen el orden y la paz exteriores por medio del terror». El soldado y el verdugo
son los pilares de la sociedad, los instrumentos de la vengan-

* N. E.: «En cuanto atañe a esta vida mortal, que en pocos días pasa y concluye, ¿qué le importa
al hombre que va a morir bajo qué gobierno vive con tal de que quienes gobiernan no le obliguen
al mal?»
** N. E.: «Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los reinos sino unos execrables latrocinios? Y
éstos, ¿qué son sino unos reducidos reinos?» (IV, 4, según la versión publicada por Editorial
Porrúa, México, 15.a ed., 2000).

45
za divina. En esta concepción, de un pesimismo apocalíptico —y que todavía
volverá a manifestarse más tarde en un escritor reaccionario católico: De Maistre—
, el Estado aparece como la suprema encarnación de la fuerza, y hasta la guerra, la
máxima manifestación de la fuerza, tiene en sí algo de divino. Para comprender
qué es el Estado hay que fijarse en las relaciones existentes de hecho entre los
hombres, y para valorar esas relaciones conviene no olvidar lo que efectivamente
son los hombres: malvados, corruptos, insaciables de poder.
Es importante señalar la correspondencia que existe entre esta doctrina y el
momento histórico en que fue formulada, que es precisamente el período en el que
el Estado moderno, a través de una lucha brutal por el poder, va construyendo su
estructura y se asoma a la escena del mundo. Muchas veces se ha advertido la
extraña semejanza entre el realismo político de Lutero y el de ese otro gran
contemporáneo suyo que fue Maquiavelo, pero la semejanza que pueda haber en
las conclusiones no debe ocultarnos la profunda diversidad de las premisas de que
parten uno y otro, ya que, a diferencia de Maquiavelo, Lutero —como antes San
Agustín— llega a concebir el Estado en términos de pura fuerza a partir de
premisas teológicas; su pesimismo es el pesimismo cristiano tradicional, que
considera corrompida la naturaleza humana, pero insiste en obrar sobre ella con
vistas a su redención.
Pero el De Civitate Dei no nos ofrece sólo un elocuente ejemplo de la estrecha
correlación que se da entre pesimismo y realismo políticos, sino también una
muestra de la importancia que tiene una visión realista de la política para la
determinación de los caracteres propios del Estado considerado en su pura
existencia fáctica y con independencia de todo juicio de valor acerca de los fines
que por él se alcanzan, del bien que en el mismo pueda o no encarnarse. En otras
palabras, el De Civitate Dei contiene el primer ejemplo que sepamos de una
definición adiáfora del Estado, entendiendo por tal una definición en la que el
elemento valorativo se halla ausente o, más exactamente, se deja a un lado, se pone
entre paréntesis, por así decirlo; una definición dirigida a individualizar los
elementos estructurales (hoy se diría sociológicos) del Estado, lo que constituye ese
especial tipo de organización que llamamos «Estado» y no lo que en el mismo
pueda ser objeto de aprobación o de condena. Desde este punto de vista, la
definición agustiniana del Estado es, a nuestro juicio, una singular anticipación del
esfuerzo realizado por la moderna ciencia política para llegar a una construcción
«no valorativa» (según la expresión popularizada por Weber) de los propios

46
conceptos. La definición de San Agustín merece una especial consideración por su
agudeza y por la luz que arroja sobre la que hemos señalado genéricamente como
la concepción realista del Estado.
Hemos visto cómo el pesimismo lleva a San Agustín a una radical depreciación del
Estado, que se manifiesta en la indiferencia por las «virtudes» puramente
mundanales que aseguran la grandeza de aquél y en la identificación del Estado —
remota iustitia— con una simple organización de fuerza. Al interpretar la historia
política de Roma, San Agustín utiliza, como formidable arma polémica, una
definición del Estado que toma de Cicerón, según la cual la justicia es elemento
esencial no sólo para la legitimidad, sino también para la existencia misma del
Estado.1 Si la justicia, observa San Agustín, es condición de la existencia del Estado,
Roma dejó pronto de serlo; más aún, añade, es fácil demostrar que no lo fue nunca,
pues aunque se admita que lo hubiese sido en una remota antigüedad y en la
primitiva honestidad de las costumbres, el propio Cicerón reconoce —dice San
Agustín— que, perdidas éstas, desapareció la dignidad de Estado. Nostris enim vitiis,
non casu aliquo, rem publicam verbo retinemus, re ipsa vero iam pridem amisimus: No de
modo accidental, sino a causa de nuestros vicios, aunque conservemos el nombre
de república, realmente ya la perdimos hace tiempo.
Es este resultado extremo y paradójico lo que induce a San Agustín a revisar por
completo el problema de la definición del Estado. Podríamos preguntarnos por
qué y hasta qué punto le preo-

1. Cicerón, De re publica, I, 25, 39: «Est igitur, inquit Africanus, res publica res populi, populus
autem non omnis hominum coetus quoquo modo congregatus, sed coetus multitudinis iuris
consensu et utilitatis communione sociatus.» (N. E.: «Así, pues, la cosa pública (república) es lo
que pertenece al pueblo; pero pueblo no es todo el conjunto de hombre reunido de cualquier
manera, sino el conjunto de una multitud asociada por un mismo derecho, que sirve a todos por
igual.» Traducción de A. D'Ors, Gredos, Madrid, 2000.)
San Agustín, De Civitate Dei, XIX, 21: «Quid autem dicat iuris consensum, disputando explicat
[Africanus], per hoc ostendens geri sine iustitia non posse rem publicam... Ac per hoc... procul
dubio conligitur, ubi iustitia non est, non esse rem publicam.» (N. E.: El pasaje completo dice
así: «Por lo cual, donde no hay verdadera justicia, no puede haber unión ni congregación de
hombres, unida con el consentimiento del derecho, y, por lo mismo, tampoco pueblo, conforma
a la enunciada definición de Escipión o Cicerón. Y si no puede haber pueblo, tampoco cosa del
pueblo, sino de multitud, que no merece nombre de pueblo. Y, por consiguiente, si la república
es cosa del pueblo, y no es pueblo el que está unido con el consentimiento del derecho, y no hay
derecho donde no hay justicia, sin duda se colige que donde no hay justicia no hay república»
[XIX, 21, versión citada].)

47
cupa salvar para Roma y su imperio la dignidad de Estado; pero lo que aquí interesa
es otra cosa: si es posible considerar la realidad política independientemente de
toda consideración ética o religiosa, es decir, si es factible dar una definición de
Estado de manera que se pueda atribuir el carácter de tal a la res romana,
abstracción hecha de los valores que a la misma sean reconocidos o negados. En
este punto San Agustín es categórico: secundum probabiliores autem definitiones, pro suo
modo quodam respublica fuit: et melius ab antiquioríbus Romanis, quam a posterioribus
administrata est (según las definiciones más plausibles, Roma fue, a su manera, una
república, la cual resultó mejor administrada por los antiguos romanos que por los
posteriores). Lo que San Agustín está afirmando es la posibilidad e incluso la
necesidad de dar aquella definición, propoiendo una modificación de la de Cicerón
de modo que se margine el requisito de la justicia para concentrarse tan sólo en el
hecho de la organización y en el vínculo cohesivo que mantiene unido al Estado y
que constituye su verdadera fuerza: la fuerza de unas voluntades humanas unidas
para alcanzar fines que pueden variar y cuya bondad o malicia es irrelevante para
la existencia del Estado.
La insistencia sobre el vínculo cohesivo que constituye la fuerza y la esencia del
Estado aparece ya en el pasaje en que San Agustín, con lacónico razonamiento,
desarrolla la desconcertante semejanza entre el Estado y la asociación para
delinquir. He aquí —dice— un conjunto de hombres mandados por un jefe (imperio
principis regitur), ligados por un acuerdo recíproco (pacto societatis adstringitur), que
observan una norma en la división del botín (placiti lege praeda dividitur): basta con
que esta banda crezca lo suficiente como para poder adueñarse de un territorio y
afincarse en él sometiendo ciudades y pueblos, para que merezca con todo rigor el
nombre de Estado (evidentius regni nomen assumit). Y recuerda San Agustín la
respuesta que aquel pirata capturado por Alejandro Magno dio a éste cuando le
preguntaba con qué derecho infestaba los mares: «Con el mismo con que tú
infestas el mundo; pero como yo lo hago con un pequeño barco, me llaman ladrón,
mientras que tú, como lo haces con una gran flota, eres llamado emperador.» Por
debajo de todas estas razones late, naturalmente, la afirmación de que la justicia
representa la única justificación posible, el único elemento justificador del Estado.
Remota iustitia, la sociedad política es poco más que una asociación de delincuentes;
no obstante, es ya y para siempre un Estado.
Se trata ahora de fijar este reconocimiento de la existencia fáctica del Estado en
una definición concreta, que es lo que hace San Agustín en otro lugar de su obra
tomando de la definición cicero-

48
niana el concepto de populus o asociación de hombres que conviven (para Cicerón)
en virtud del iuris consensus y de la utilidad común. Pero para San Agustín ni el
criterio de lo justo ni el de lo útil son elementos determinantes de la existencia de
un pueblo, bastando la mera coincidencia consciente de voluntades hacia un fin
cualquiera que éste sea: Populus est coetus multitudinis rationalis rerum quas diligit concordi
communione sociatus (un pueblo es una reunión de seres racionales vinculados por
convicciones comunes sobre las cosas que aprecian). Sólo apoyándose en una
definición como ésta es posible afirmar que los romanos, a pesar de no haber
conocido ni practicado la verdadera justicia, hayan tenido un Estado: Secundum istam
definitionem nostram Romanus populus est et res eius sine dubitatione res publica* Con ello
queda resuelta la antinomia entre el concepto de justicia y el de Estado; el concepto
de justicia, como el de utilidad, podrá servir para calificar axiológicamente los fines
perseguidos por el Estado, para justificar su existencia, pero no para determinar su
esencia. La definición agustiniana es sin duda criticable como demasiado simple
teniendo en cuenta la complejidad del fenómeno estatal, pero constituye un
ejemplo perfecto de definición adiáfora, puesto que el elemento valorativo está
totalmente ausente de ella.
La definición que nos ocupa, por otra parte, no representa una fórmula aislada y
ocasional, sino el fruto de un maduro razonamiento, como lo demuestra el que San
Agustín, en el pasaje del De Civitate Dei en que la inserta, se ocupa de poner de
relieve sus aspectos positivos y trata de demostrar sus ventajas. La definición
propuesta, observa, no sólo permite reconocer la existencia de un populus, y por
tanto de una res publica, incluso donde falte el requisito de la justicia, sino que
también permite valorar cualitativamente al Estado mismo según su mayor o
menor bondad o malicia. Si la esencia del Estado es la convergencia de voluntades
—la concors communio— hacia un determinado fin, éste será el que permitirá juzgar
acerca de la calidad del Estado: profecto, ut videatur quafis quisque populus sit, illa sunt
intuenda, quae diligit (en efecto, para valorar el carácter de un pueblo hemos de
considerar las cosas que aprecia). La Historia nos muestra en el caso de Roma el
ejemplo de un Estado que, desde un nivel relativamente alto de virtud, cayó en el
más bajo grado de corrupción sin por ello dejar de

* N. E.: «Conforme a esta definición nuestra, el pueblo romano es pueblo y su Estado


indudablemente una república» (XIX, 24).

49
ser un Estado, hasta que por la perversidad de sus ciudadanos se debilitó la propia
concordia, el vínculo cohesivo de unión recíproca, que es la esencia del Estado. Y las
observaciones válidas para Roma, añade San Agustín, lo son igualmente para
cualquier otro Estado que haya alcanzado grandeza y potencia política, como los
griegos, los egipcios y los asirios.
La definición adiáfora del Estado que se ofrece en el De Civitate Dei constituye un
episodio aislado en la historia de las doctrinas políticas. Su singularidad queda
patente sobre todo por el hecho de que los escritores políticos posteriores —y, por
supuesto, los escritores políticos cristianos del Medievo— parecen ignorarla en
absoluto. La razón de tan escasa fortuna y del favor con que, por el contrario, es
acogida la definición ciceroniana, que considera la justicia como requisito esencial
del Estado, debe buscarse fundamentalmente en el clima, diferente al de San
Agustín, en que se desenvuelve la especulación política medieval. El concepto de
Estado y el ideal cristiano de justicia dejan de ser contradictorios desde el momento
en que el propio Estado es cristiano. Lo que ahora constituirá problema central de
la teoría del Estado es la legitimidad del poder fundada sobre el requisito de la
justicia. De la presencia o no de la justicia en el Estado se desprenderán
consecuencias muy diversas y se desarrollará toda una compleja doctrina acerca de
la naturaleza y límites de la obligación política. Con ello el problema del Estado se
aparta del plano de la pura consideración fáctica para situarse en el de la
justificación religiosa o filosófica. Acaso hoy, en un clima político que en tantos
aspectos se parece al que vivió San Agustín, pueda apreciarse en toda su
importancia el valor de su definición. No es que se pretenda que se acepte sin más
la tesis del carácter no valorativo de la ciencia política; basta con admitir que una
cosa es reconocer que el Estado es una organización fundada en la fuerza y otra
intentar legalizar tal fuerza en el poder o legitimarla en la autoridad.

Indicaciones bibliográficas

SAN AGUSTÍN, De Civitate Dei, II, 21; IV, 4; V, passim; XIX, 21-24. LUTERO,
Von weltlicher Obrigkeit, 1523. J. DE MAISTRE, Considérations sur la France, 1796,
cap. III; Les soirées de Saint-Pétersbourg, 1821, 1.° y 7.° «entretien». M. WEBER, Il
significato della «avalutativitá» delle scienze sociologiche e economiche, en el vol. Il método delle
scienze storico-sociali, Turín, 1958.

50
Para contrastar las diferentes interpretaciones de la teoría política de San Agustín,
cfr. R. W. y A. J. CARLYLE, A History of Medieval Political Theory in the West, vol. I,
Edimburgo, 1903, 3.A parte, cap. 14; J. N. FIGGIS, The Political Aspects of St.
Augustine's «City of God», Londres, 1921; C. H. MCILWAIN, The Growth of Political
Thought in the West, Nueva York, 1932, págs. 154-160.
Sobre el realismo político de San Agustín, vid. R. NIEBUHR, Augustine's Political
Realism, en «Christian Realism and Political Problems», Londres, 1954.

51
52
CAPÍTULO TERCERO

LA PALABRA «ESTADO»:
GÉNESIS Y FORTUNA DE UN NEOLOGISMO

Quizá pueda parecer que, en las páginas precedentes, hemos jugado


deliberadamente con un equívoco utilizando una palabra moderna —«Estado»—
para designar una realidad que Platón, Aristóteles, Cicerón y San Agustín (los
únicos autores de los que hasta ahora hemos tratado, pero la observación puede
extenderse a todos los escritores políticos del Medievo) mencionan con términos
muy diversos: polis, res publica, civitas, regnum. Ha llegado, pues, el momento de
preguntarnos si todas esas palabras tienen una referencia común y de examinar las
credenciales del término moderno que hasta ahora, y por comodidad, hemos
utilizado en lugar de aquellas.
Ante todo analicemos las razones por las que los autores de la antigüedad y de la
Edad Media emplean palabras distintas de la voz Estado» cuando tratan de la
realidad política. Esas razones son principalmente dos. La primera es que la
realidad política a la que se refieren es diferente para cada uno de ellos, o por lo
menos para cada una de las épocas a que pertenecen. La experiencia política griega
se plasma en la polis, que podemos describir como un Estado ciudadano cerrado
en su particularismo y concebido como suprema expresión del bien colectivo, es
decir, como un valor moral además de como un hecho asociativo. Podría decirse,
con palabras modernas, que la polis es a un mismo tiempo un «Estado» y una
¡Iglesia»; pero del Estado como encarnación de vida ética hablaremos más
ampliamente en otro lugar. Observemos, por ahora, que el lenguaje político ha
hecho derivar de la palabra polis el adjetivo que lo caracteriza y no el sustantivo con
el que hoy se designa cuanto atañe al gobierno y a la ciencia del Estado.
La experiencia política romana es notoriamente más amplia y compleja que la
griega, no sólo porque trasciende la restringida visión del Estado ciudadano para
alcanzar la idea universal del Impe-

53
rio, sino también porque introduce en la noción de Estado un elemento que había
sido ignorado —por lo menos parcialmente— en el pensamiento griego: el
elemento jurídico.1 Desde este punto de vista, la definición ciceroniana de res publica
tiene singular importancia, como veremos mejor al tratar del Estado desde la
vertiente del Derecho. En cuanto a San Agustín, su léxico es muy variado, pero
creemos que puede afirmarse la sustancial igualdad de significado de las palabras
que emplea (res publica, civitas, regnum), confirmada además por las definiciones casi
idénticas que da de cada una de ellas.2 Y son precisamente esas palabras las que
más frecuentemente se manejan por los escritores medievales, pero con diversos
significados según la realidad concreta a que se refieran, realidad que se especifica
en una gran variedad de formas o «tipos» de Estado. Civitas es, en el lenguaje
político medieval, el Estado ciudadano que floreció en diferentes partes de Europa
y muy especialmente en Italia. Regnum es el término que se utiliza para designar las
monarquías territoriales en proceso de formación desde la alta Edad Media. Res
publica hace referencia, en la mayoría de los casos, a la noción de una comunidad
más amplia, expresión del universalismo romano y cristiano: la res publica christiana
que reúne en un solo redil a todos los creyentes en Cristo, pero que, sin merma de
su unidad, se bifurca como en dos grandes ramas, el Papado y el Imperio.
Como puede observarse, la palabra «Estado» no figura en todo este léxico. Está
ausente —y ésta es la segunda razón por la que se usan otros términos en su
lugar— porque todavía no se había acuñado, no se había fijado en un significado
concreto. La palabra «Estado» es un neologismo que no fue acogido por las lenguas
europeas hasta una época relativamente reciente y cuyo éxito se debió al hecho de
que la realidad significada por él era una realidad nueva, diferente en muchos
aspectos de la que contemplaron los escritores políticos de la antigüedad y del
Medievo.
Pero si los autores medievales no conocen todavía ni el nombre ni la esencia del
«Estado» en su acepción moderna, tanto más interesante resulta el esfuerzo que
realizaron para captar en su esencia la nueva realidad política que empieza a
configurarse precisamente

1. Sobre el concepto de res publica y sobre su continuidad en el pensamiento romano puede verse
el ensayo de F. Crosara, Respublica e Respublicae. Cenni terminologici dall'etá romana all'XI secólo, en
«Atti del Congresso Internazionale di Diritto Romano e di Storia del Diritto» (1948), vol. IV,
1953.
2. Un completo análisis de estas definiciones se encuentra en el excelente trabajo de S. Cotta, La
cittá política di S. Agostino, Milán, 1960.

54
en los últimos siglos de la Edad Media y que ostenta, cada vez más marcadas, las
características que hoy asignamos al Estado.
Generalmente recurren al expediente de extender la noción aristotélica de polis para
comprender así en una sola categoría el Estado ciudadano y el Estado territorial: la
traducción de polis que encontramos constantemente en los textos medievales es la
de civitas vel regnum. Pero en el mismo momento en que la noción aristotélica se
extiende a la nueva experiencia, ésta es interpretada con una nueva luz, de modo
que puede afirmarse que el ideal político griego marcó su impronta en la realidad
política medieval. Desde el día en que, a mediados del siglo XIII, se empieza a leer
y estudiar la Política de Aristóteles, comienza a producirse una profunda
transformación en el pensamiento político, desvaneciéndose el interés por la
unidad de la comunidad cristiana para fijar la atención en el particularismo de las
comunidades singulares en que la misma se halla articulada, en las civitates y en los
regna, atribuyéndose a unas y otras el carácter de comunidad perfecta y
autosuficiente que Aristóteles había asignado a la polis. La fórmula communitas
perfecta et sibi sufficiens es la que más se acerca, en los textos medievales, a la noción
moderna de Estado, pero habrá que esperar hasta el Renacimiento para encontrar
por fin acuñada —y en italiano por primera vez— la palabra adecuada para
designar tal noción y la realidad que a ella corresponde.
Una opinión muy extendida atribuye a Nicolás Maquiavelo el mérito de haber
fijado definitivamente la denominación moderna de «Estado». Sin embargo, tal
opinión —si bien indudablemente justificada en una buena parte— no debe
suscribirse sin cierta reserva, ya sea porque la palabra «Estado» parece haber
entrado a formar parte del vocabulario político antes de Maquiavelo, ya porque en
este mismo está empleada con diferentes significados, que son precisamente los
que ha venido adquiriendo desde el final de la Edad Media hasta el Renacimiento.
Corresponde a Ercole el mérito de haber intentado reconstruir la evolución gradual
de tales significados, haciéndonos asistir a la génesis de un nombre que habría de
encontrar acogida en todas las lenguas europeas; su ensayo sobre este tema
conserva todavía hoy, después de muchos años, un notable valor y un gran interés
no obstante los progresos de la lexicografía.3

3. F. Ercole, Lo Stato nel pensiero del Machiavelli, en «La politica del Machiavelli», Roma, 1926. Cfr.
también el estudio de Condorelli, Per la storia del nome «Stato», en «Archivio giuridico», 1923, y las
acertadas observaciones de F. Chabod en sus lecciones del curso 1956-1957 sobre los Origini dello
Stato mo-

55
El punto del que debe partirse, según Ercole, es el significado que inicialmente
tuvo la palabra latina status, como condición o modo de ser de una persona o de
una cosa, significado del que se pasa, en el lenguaje político de la baja latinidad y
del Medievo, al ligeramente extensivo de solidez, prosperidad, bienestar de un
determinado ente colectivo, ya sea el Imperio, la Iglesia o un reino particular. Un
primer ejemplo de este uso estaría en la frase de Justiniano statum reipublicae
sustentamus, y otros muchos pueden encontrarse en las fuentes medievales: precari
pro statu ecclesiae o regni, tractare de statu ecclesiae o populi christiani.
Un significado más preciso de la palabra status sólo empieza a perfilarse cuando,
con ulterior precisión, se emplea para designar:
a) Una especial condición social o económica y, por tanto, una particular categoría
o clase de personas. Éste es uno de los significados que tiene la palabra francesa
état («Estados generales», «tercer estado»), y para referirse al cual otras lenguas,
como el alemán, usan palabras diferentes (Stand). En inglés, la palabra estate se
emplea hoy todavía para designar, además de los «tres estados» tradicionales, la
condición económica, es decir, el patrimonio de una persona, siendo corriente la
palabra status para indicar su condición social.
b) La estructura de una determinada comunidad o, como se diría hoy, su
«ordenamiento». Acaso proceda esta significación de un famoso pasaje de Ulpiano
en el Digesto —publicum ius est quod ad statum rei romanae spectat—, cuya importancia
ponderaremos debidamente más adelante, mas lo cierto es que en el Medievo
hallamos con bastante frecuencia el empleo de status y Stato con esta acepción: tra
tirannia si vive e stato franco (Dante, Inferno, XXVII, 54); volea ... sovvertire lo stato della
cittá (G. Villani); civitas mutat statum et ibi insurgit quídam tyrannus ... (Bartolo); riformare
lo stato di Firenze, etc.

Es probablemente del significado b) del que arranca la progresiva depuración del


concepto de «Estado», que desembocará en el empleo moderno del vocablo. Pero
cabe distinguir, con Er-

derno, publicadas en parte como apéndice al vol. L'idea di Nazione, Bari, 1961 («Alcune questioni
di terminología: Stato, nazione, patria nel linguaggio del Cinquecento»).

56
cole, dos aspectos —el subjetivo y el objetivo— en que el término es hoy utilizado:
subjetivo en el sentido de poder, de autoridad (il popólo montó in molto stato e signoria,
Diño Compagni); y objetivo en la acepción de dominio territorial o de pueblo
sometido («el Estado de la Iglesia», «el Estado de tierra firme de los venecianos»,
etc.).
No hay duda de que en Maquiavelo pueden encontrarse casi todos estos
significados de la palabra Stato, y a veces incluso en un mismo texto aparecen los
aspectos objetivo y subjetivo: La parte de' popolani e de Guelfi riassunse lo «stato»
(sentido objetivo) e quella della plebe lo perdé, del quale era stata principe dal 1378 alio '81...
Né fu questo «stato» meno ingiurioso verso i suoi cittadini... (Historias florentinas, III, 21 y
22). Evidentemente, si se piensa en una definición del Estado plenamente
articulada en todos sus elementos y capaz de satisfacer las exigencias de la ciencia
política, de los juristas y de los filósofos actuales, hay que reconocer que
Maquiavelo quedó muy lejos de la acepción moderna de la palabra «Estado». Pero
no hay que olvidar, por otra parte, que al propio Maquiavelo y a su influencia —
dada la extraordinaria difusión de su obra en Europa— se debió el que el uso de
tal palabra se fuese consagrando paulatinamente en las lenguas modernas.
Como ha observado un agudo filólogo,4 debe distinguirse entre el uso que de la
palabra «Estado» hace Maquiavelo en su breve y conciso tratado político El Príncipe
y el modo como la emplea en sus otras obras de índole más erudita y humanística,
como los Discursos y las Historias. Efectivamente, en El Príncipe la palabra en
cuestión está utilizada en un sentido que parece muy próximo al pleno y acabado
significado moderno, mientras que en las otras obras se emplea en la acepción más
arcaica de «grado» o «condición» (político-económico-social), que es la más
extendida en el italiano antiguo y que quizá Maquiavelo tomó del lenguaje de los
historiadores o del popular. Desde luego hay que convenir con Chiappelli en que
desde la primera frase de El Príncipe el término «Estado» tiene inequívocamente el
significado político-nacional-territorial (es decir, los sentidos subjetivo y objetivo
unidos) con que se emplea en la más estricta técnica moderna: Tutti gli stati, tutti e
dominii che hanno avuto e hanno imperio sopra gli uomini, sonó stati e sonó o repubbliche o
principan. Obsérvese que la palabra «república» designa aquí una subespecie del
género Estado, distinción importante y que ten-

4. F. Chiappelli, Studi sul linguaggio del Machiavelli, Florencia, 1952.

57
drá amplio eco en la doctrina política posterior. Es evidente que en el pasaje
transcrito queda definitivamente fijado el uso de una palabra nueva para designar
una realidad igualmente nueva, la realidad del Estado moderno en sus dos formas
típicas de Estado popular (república) y de monarquía absoluta (principado). Podrían
multiplicarse los ejemplos de citas de El Príncipe en que se manifiesta pujante esta
nueva idea, como cuando recuerda Maquiavelo que dicendomi il cardinale di Roano che
gli Italiani non si intendevano della guerra, io gli risposi che e Franzesi non si intendevano dello
stato (cap. III); o cuando habla de los Estados que crecen demasiado rápidamente,
por lo que carecen de «barbas», es decir, de raíces, lo que hace que su vida sea
precaria y de breve duración; o cuando se lamenta de que Italia está divisa in piú
stati, etc. Recordemos, en fin, el impulso que Maquiavelo dio a la nueva ciencia del
Estado o, más exactamente, al arte que, en una famosa carta a Vettori, se ufanaba
de haber estado estudiando durante quince años en su prolongado servicio a la
Señoría.
Por consiguiente, es legítimo concluir que no hay ninguna exageración en atribuir
a Maquiavelo el mérito de haber introducido por primera vez el término «Estado»,
en su acepción moderna, en el vocabulario político; primero, en el italiano, y de
modo más lento y no sin resistencia en las otras lenguas europeas. En esta paulatina
difusión, la palabra «Estado» entra en competencia con otras expresiones utilizadas
hasta entonces y que habían sido derivadas del latín. Así, el francés Bodino, que
tiene una importancia capital en el desarrollo de la moderna teoría del Estado,
todavía intitula su obra De la République (1576), y con este término designa al
Estado, conservando en él la palabra état, pese a algunas opiniones contrarias a esta
tesis, el significado tradicional de condición o situación (estat d'une république, l'estat
de la France).5 Algo parecido ocurre con los escritores ingleses de ese mismo
período, los cuales para designar al Estado —si de Estado en sentido moderno
puede hablarse en la Inglaterra de aquella época— utilizan la palabra commonwealth,
que etimológicamente reproduce con toda exactitud el término latino respublica.
Únicamente en Hobbes hallamos (Leviatán, 1651, Introducción) expresamente
establecida la identidad civitas = commonwealth = State. Después de él, con Pufendorf,
y con Barbeyrac, traductor de éste, las palabras status = État en-

5. Sobre este tema, vid. M. Isnardi, Appunti per la storia di État, République, Stato, en «Rivista Storica
Italiana», vol. LXXIV, fase. 2, 1962.

58
tran definitivamente en el lenguaje político corriente.6 Por su parte Montesquieu
(Esprit des Lois, 1748, lib. II) consagraba con su gran autoridad el uso de la palabra
república, ya iniciado por Maquiavelo, para designar una forma particular de Estado,
el «Estado popular», como antítesis de la monarquía o principado.
Es significativo el hecho de que en Inglaterra el nombre de república o commonwealth
fue el adoptado oficialmente después de la caída de la monarquía (1649), razón por
la cual la palabra cayó en profundo descrédito a partir de la Restauración, aunque
no tanto que impidiera a Locke (Segundo Tratado sobre el gobierno civil, 1690, § 133)
seguir utilizándola por no acertar a encontrar —como confiesa explícitamente—
otra mejor para designar la noción de civitas, es decir, de una «comunidad
independiente» o Estado. En tiempos ya próximos a nosotros aquella palabra fue
adoptada, como es sabido, para designar lo que fue el Imperio británico y hoy es
una libre confederación de pueblos, la British Commonwealth of Nations.7
En general, los países anglosajones no acogieron la palabra «Estado» con tanta
facilidad como los del continente europeo. Las razones de ello son complejas y no
podemos detenernos aquí en el examen de las mismas, que no sería sino un análisis
del diverso desarrollo que el concepto (jurídico) de la personalidad del Estado ha
tenido en los diferentes países occidentales.8 Baste recordar que los ingleses, para
mencionar al Estado, prefieren con frecuencia recurrir a perífrasis o circunloquios,
como cuando identifican —identificación que, por cierto, quedó consagrada por
una especial disposición legislativa— el «servicio de la Corona» o «de Su Majestad»
con el «servicio del Estado», refiriendo al «gobierno» o a los funcionarios
individuales muchas atribuciones y funciones que nosotros solemos asociar al
Estado. Igualmente incierto es el uso del término «Estado» al otro lado del
Atlántico, donde con tal nombre se

6. Vid. a este propósito la interesante nota de R. Derathé, État, souveraineté, gouvernement, como
apéndice a Rousseau et la science politique de son temps, París, 1950. Aun antes de que Hobbes,
Pufendorf y Barbeyrac consagrasen su uso en la teoría política, la palabra Stato = État había sido
ya definitivamente adoptada en el lenguaje de las relaciones internacionales.
7. Tal denominación fue sugerida, en 1919, por el general sudafricano Smuts y adoptada
oficialmente en el Estatuto de Westminster, de 1931.
8. Admirable por su agudeza y por la información que contiene sobre el tema sigue siendo hoy
un ensayo del gran jurista e historiador inglés Maitland, «The Crown as Corporation», en Collected
Papers, vol. III.

59
designan los cincuenta estados que hoy componen la Federación norteamericana,
en tanto que lo que para nosotros sería el Estado «verdadero», es decir, el Estado
federal, recibe el nombre de Federal Government. Pese a todo, es indudable que
también en la lengua inglesa la palabra «Estado» —introducida originariamente, en
tiempos de Isabel I, por directa influencia italiana— tiene hoy plena carta de
ciudadanía.
Es preciso ahora, antes de terminar el capítulo, dar respuesta a la pregunta que al
principio nos hacíamos, a saber, si es lícito utilizar la palabra «Estado» en
locuciones corrientes como «la concepción» o «la teoría del Estado» referidas a la
antigüedad o al Medievo, es decir, a épocas en que tal término era en absoluto
ignorado. Desde luego, si con el empleo de la palabra moderna se velaran las
diferencias sustanciales que existen entre las estructuras políticas de aquellas épocas
y las de la nuestra, hablar de «Estado» para referirnos a la polis griega, a la res romana
o a la communitas perfecta medieval sería condenable como un abuso lingüístico. Pero
no hay tal abuso —o, por lo menos, está muy atenuado— cuando el término
«Estado» se utiliza como una fórmula abreviada, casi podría decirse estenográfica,
para designar lo que hay de común en todas esas experiencias políticas y en los
conceptos en que las mismas se reflejan; lo que no exime, claro está, de la necesidad
de examinar diferencias y coincidencias, las cuales —unas y otras— se
manifestarán en distinto grado según los distintos puntos de vista desde los que se
acometa el problema del Estado. Es sobre todo en el plano jurídico donde, a
nuestro juicio, se irá haciendo cada vez más compleja la noción de Estado con el
paso de los siglos, y nuevos elementos, como el concepto de soberanía o el de la
personalidad del Estado, contribuirán a diferenciar palmariamente el Estado
moderno y las experiencias políticas anteriores.
Sin embargo, el problema del Estado, pese a lo que se acaba de afirmar, permanece
inmutable en sus dos polos extremos, el de la pura consideración fáctica y el de la
justificación filosófica. Inmutable permanece (y, si la palabra no nos pareciera
excesiva, casi diríamos «eterno») el problema de la obligación política, sobre el que,
como ya dijimos, se centra el de la autoridad y, por tanto, toda filosofía política
digna de este nombre. E inmutable permanece también, en el polo opuesto, el
problema de la fuerza, que brota de la constatación empírica de la existencia de
relaciones de autoridad y de obediencia entre los hombres o, por decirlo con
palabras de Weber, de la «posibilidad de imponer» una concreta voluntad «incluso
contra una eventual resistencia».

60
Considero que cuanto hemos dicho constituye la mejor y necearía introducción a
la lectura de Maquiavelo, es decir, del gran teórico del realismo político, de la
consideración del Estado en términos de pura fuerza. Lo que constituye una
novedad en Maquiavelo es la experiencia de un nuevo tipo de organización estatal,
de una realidad con la que él cuenta (¡y de qué modo!) y de la que es intérprete
extremadamente agudo; y no, en cambio, el problema centrado en el
reconocimiento de que, en una determinada situación, la fuerza puede ser la última
ratio, tema que ya habían abordado, aunque de muy diversa manera, Trasímaco y
San Agustín. La novedad es lo que el propio Maquiavelo llama el principado nuevo,
el Estado nuevo (en el que, empleando sus mismas palabras, «estriban las
dificultades»), y no el método de la verdad efectiva, aunque nadie antes que él lo haya
formulado con tanto rigor y claridad, porque la verdad efectiva no es sino el plano
sobre el que se plantea una consideración rigurosamente realista y empírica del
Estado.

Indicaciones bibliográficas

El breve esquema que he trazado en este capítulo está basado en varias obras, a
cuyos autores testimonio desde aquí mi gratitud.
Entre los menos recientes, merecen mencionarse: J. N. FIGGIS, Respublica
Christiana», apéndice a Churches in the Modern State, 2.A ed., Londres, 1914; H. C.
DOWDALL, The Word «State», en «Law Quarterly Review», núm. 153, enero 1923.
Entre las obras más modernas, deben citarse, además de las mencionadas en el
texto, las siguientes: R. T. MARSHALL, Studies in the Political and Socioreligious
Terminology of the «De Civitate Dei», en «Patristic Studies», LXXXVI, 1952; GAINES
POST, Studies in Medieval Legal Thought. Public Law and the State, 1100-1322,
Princeton, 1964, parte II, caps. V-X.

61
62
CAPÍTULO CUARTO

EL PRINCIPADO NUEVO
Y EL MÉTODO DE LA VERDAD EFECTIVA

El «principado nuevo» no es exactamente el Estado moderno ni tampoco el único


tipo de Estado del que se ocupa Maquiavelo, pero si es, entre las varias formas de
monarquía, la que muestra más atractivo y más claramente el que para Maquiavelo
constituye el problema central de la política: el problema de la fuerza; fuerza que
en él es, más que condición para la existencia del Estado, la auténtica esencia del
mismo. Al principado nuevo se consagra casi en su totalidad el tratado que, no
obstante su brevedad o acaso por ella, ha retribuido más a la fama póstuma del
Secretario florentino.
Parece indiscutible que, como se acaba de indicar, Maquiavelo consideró la fuerza
como elemento central de su concepción política.1 La distinción entre fuerza y poder
la establece de un modo clarísimo: «Quien tiene el poder (imperio) y no tiene a la
vez la fuerza (forze) está condenado a la ruina.» Precisamente por eso el Estado,
antes que poder, es fuerza, es decir, poderío ofensivo y defensivo respecto del
exterior y obediencia y disciplina en lo interno, porque de la fuerza depende la vida
y la supervivencia del Estado. El político que descuida este hecho peca contra el
Estado, como pecaron contra Italia aquellos príncipes cobardes que permitieron al
extranjero conquistar su patria «con el yeso» (reléanse el capítulo 12 de El Príncipe
y el estupendo final de El arte de la guerra). Aunque podrían multiplicarse las citas y
los ejemplos, mencionaremos solamente un pasaje en el que desarrolla este
concepto fundamental, que ya diez años antes de escribir El Príncipe, cuando
Maquiavelo estaba al servicio de la República florentina, había utilizado al co-

1. Véase, para una orientación general, el libro de A. Norsa Il principio della forza nel pensiero político
di N. Machiavelli, Milán, 1936.

63
mienzo de un breve memorial con el que intentaba persuadir a los renuentes
florentinos de que cumplieran el deber cívico de pagar sus impuestos. Cuando en
el verano de 1513 Maquiavelo estaba redactando El Príncipe, aquel pasaje le volvía,
casi palabra por palabra, a los puntos de su pluma: «Un príncipe debe tener dos
temores: el de dentro, respecto de sus súbditos, y el de fuera, respecto de las
potencias exteriores. De éstas se defiende con buenas armas y con buenos amigos,
y siempre que tenga buenas armas tendrá buenos amigos; y siempre estarán
ordenadas las cosas de dentro cuando lo estén las de fuera...» En un mundo
dominado por las férreas leyes de la fuerza y amenazado por la anarquía, el Estado
representa el único elemento de cohesión, de orden y de seguridad.
Pero Maquiavelo sabe muy bien que la fuerza que mantiene unido al Estado y le
da seguridad no es puramente material. La «experiencia de las cosas modernas» y
la «continuada lección de las antiguas» le han hecho conocer muchos tipos de
Estados en los que seguridad y potencia se consiguen no sólo con «buenas armas»,
sino mediante «buenos sistemas de organización» (buoni ordini) y «honestas
tradiciones» (virtuose succesioni). No todos los principados son «totalmente nuevos»:
en «los que son hereditarios y están habituados a la familia de su príncipe», además
de «la fuerza de la lealtad» tradicional puede haber «multitud de buenas
instituciones» (infinite costituzioni buone) —como es el caso de la monarquía
francesa—, que son «la razón de la seguridad del rey y del reino». En las repúblicas
en que «el nombre de la libertad sea poderoso», será ésta la causa principal de su
«mayor vitalidad» y, por consiguiente, de su fuerza indomable, como en Esparta,
en Roma y en las «rústicas» pero «libérrimas» ciudades de Suiza. Sólo en el
principado nuevo son elementos decisivos para la vida del Estado el poder de la
fuerza material y su ejercicio por un hombre sobre otros: «Los Estados que
aparecen repentinamente, como todas las cosas de la naturaleza que nacen y crecen
demasiado de prisa, no pueden tener raíces y todo lo que éstas traen consigo, de
modo que la primera adversidad con la que se enfrentan acaba con ellos.» Pero
también en este caso la fuerza material no es sino un instrumento del que el
príncipe hará un uso más o menos adecuado según su «arte de gobierno» (virtú). A
pesar de la metáfora naturalista, el Estado no es para Maquiavelo una «realidad» de
la misma especie que las realidades de la naturaleza. Es una creación del hombre,
una «obra de arte» según la clásica definición de Burckhardt, aunque una creación
limitada y condicionada por los mismos elementos de hecho que el hombre maneja
y sobre los que opera, del mismo modo que

64
el arte de gobernar» (virtú) del príncipe está condicionado por el favor o la
adversidad de la misteriosa «fortuna».
El principado nuevo no es exactamente, repetimos, el Estado moderno; más bien
es un producto típico de la Italia en que vivió, escribió y meditó Maquiavelo. Al
poner el acento casi exclusivamente sobre la virtud creadora y directriz del príncipe,
Maquiavelo descubre la inconsistencia de su pensamiento, que se corresponde con
la debilidad de las estructuras políticas italianas de su tiempo, destinadas a
desaparecer al primer choque con otros Estados más sólidos en sus tradiciones y
en sus fundamentos. Mas como ha demostrado Chabod en un libro que todavía
hoy es fundamental para nuestro tema,2 «cuando Maquiavelo creó la figura del
Príncipe por un impulso pasional e inmediato, no sospechaba que con ello daba a
Europa el código por el que había de regirse su historia durante dos siglos». Los
Estados que escribirán la historia de Europa en las centurias siguientes no serán,
ciertamente, creaciones exclusivas de un nombre, sino el producto de una lenta
evolución histórica, «con raíces» en el pasado que les permitirán resistir, como
robustas encinas, nuevas e imprevistas tormentas; pero los príncipes que los rigen
son todos, a su manera, en mayor o menor grado, «príncipes nuevos» (en el sentido
en que el propio Maquiavelo confería a Fernando de Aragón el título de príncipe
nuevo): maestros en el empleo de la fuerza (dentro» y «fuera» y en introducir
«nuevos órdenes y modos» con los que «fundamentar su Estado y su seguridad»;
maestros sobre todo en el manejo, aun vituperándolo, de aquel «arte político» que
Maquiavelo había soñado en enseñar a un príncipe italiano para defender y liberar
Italia del bárbaro dominio de los invasores.
Hemos dicho arte político y no ciencia política: no sólo porque Maquiavelo habla
de arte y no de ciencia, sino también porque no es posible reducir su pensamiento a
un «sistema» sin forzarlo arbitrariamente. Además, el florentino adopta siempre
una actitud fluctuante entre el análisis de un hecho y la formulación de una «regla
general», es decir, entre un pasaje de tipo descriptivo y otro de índole prescriptiva,
lo cual es origen, en definitiva, de aquella aparente ambigüedad del pensamiento
de Maquiavelo que ha suscitado tantas polémicas, así como del escándalo
producido por él, escándalo que, a pesar de ciertas críticas actuales, ni se ha
apagado todavía ni podrá apagarse jamás.

2. F. Chabod, Del «Principe» di Niccoló Machiavelli, Milán, 1926; publicado de nuevo en el vol. Scritti
su Machiavelli, Turín, 1964.

65
La acusación de inmoralidad que se viene haciendo a Maquiavelo a través de los
siglos no puede considerarse a la ligera y deben analizarse las posibles causas de la
misma. Por un lado, nos encontramos con que recomienda al hombre de Estado
que «aprenda a poder ser no bueno», a «no preocuparse del nombre del miserable»
ni «de la infamia del cruel», que no haga caso de la fe debida a la palabra dada; en
resumen: que sepa «hacer uso de la maldad si se ve obligado a ello»; como observa
Meinecke,3 todo el acento recae sobre la palabra clave, necesidad, que condiciona
todo el pensamiento de Maquiavelo, incluida su noción de «arte de gobierno»
(virtú). Pero por otra parte debe tenerse en cuenta la afirmación de Croce según la
cual Maquiavelo aparece con una cierta ambigüedad afectiva y racional respecto de
la política, a la que considera «ya como una triste necesidad de mancharse las manos
tratando con gente indigna, ya como arte sublime de fundar y sostener esa gran
institución que es el Estado».4 Observación muy atinada, pues el más atento lector
de Maquiavelo no sabría decir si éste condenó íntimamente los «procedimientos
crudelísimos y contrarios a toda existencia no ya cristiana, sino simplemente
humana» que el hombre de Estado debe saber utilizar, o bien si, por el contrario,
pretendió instaurar una ética nueva en la que el bien del Estado sería el fin
supremo: «Procure, pues, el príncipe llevar a la victoria al Estado y mantenerlo en
ella: los métodos que emplee serán siempre juzgados honorables y alabados por
todos.» La ambigüedad es, por tanto, innegable, pero si bien se mira se trata de una
ambigüedad que se manifiesta en el plano valorativo, ligada íntimamente al carácter
primordialmente prescriptivo del pensamiento de Maquiavelo. La ambigüedad
aparecerá también en nuestras mentes si no sabemos establecer exactamente la
naturaleza de sus preceptos ni medir el alcance de los mismos.
En el plano descriptivo, en cambio, Maquiavelo no ofrece ninguna duda. La
realidad política es como es, y tiene que tomarse y estudiarse como tal. Aquí está
vigente la regla y el método de la «verdad de los hechos» o «verdad efectiva», que
Maquiavelo formula de modo rotundo y definitivo en el capítulo XV de El Príncipe,
que, traducido al lenguaje moderno, sonaría como una consciente afirmación del
carácter no valorativo de la ciencia política, al que

3. F. Meinecke, L'idea della ragion di Stato nella storia moderna, Florencia, 1942-1944, vol. I, cap. 1.
4. Croce, Elementi di política, II, 1: «Machiavelli e Vico. La política e l'etica»; publicado también en
el vol. Etica e Política, 4.a ed., Bari, 1956.

66
páginas atrás nos referimos. Maquiavelo, en efecto, manifiesta el propósito
deliberado de considerar el problema del Estado como un problema
exclusivamente fáctico, investigando «cómo se vive», no «cómo se debe vivir»: es
el problema de la fuerza, no del poder ni de la autoridad. A este respecto nos parece
muy elocuente la alabanza que Bacon, el padre del moderno empirismo, tributara
a la enseñanza de Maquiavelo: «Somos deudores en gran medida de Maquiavelo y
de cuantos escriben acerca de lo que los hombres hacen y no sobre lo que deberían
hacer. Porque no es posible armonizar la astucia de la serpiente y la candidez de la
paloma sino cuando los hombres conocen a la perfección todas las características
de la serpiente: su bajeza y su arrastrarse sobre el vientre, su volubilidad y su
lubricidad, su envidia y su mordedura.»5 Las dudas podrán afectar, todo lo más, a
la exactitud de la descripción de Bacon o Maquiavelo: ¿por qué el mundo de la
política va a poder compararse únicamente con un foso de serpientes?
No puede negarse que la idea que Maquiavelo tiene de la «verdad efectiva» está
marcada con un fuerte pesimismo, y parece como si en él —¡un hombre del
Renacimiento!— resucitara la antigua concepción de la maldad esencial de la
naturaleza humana, que alienta en el pensamiento de San Agustín y de Lutero. Sólo
que el pesimismo de Maquiavelo tiene un fundamento totalmente psicológico y
está claramente inspirado por la tristeza de lugares y tiempos «manchados con toda
suerte de indignidades». Los hombres, tal como los ve Maquiavelo, son malvados
y perversos (tristi), poseídos de una sed inextinguible de dominio («Cosa natural y
ordenada es, ciertamente, desear y poseer...»); para gobernar es preciso «partir del
supuesto de que todos los hombres son criminales en potencia y que van a usar su
maldad cada vez que tengan ocasión». Pero afirmaciones tan crudas más que
producir el escándalo deben mover a desmentirlas; y el propio Maquiavelo ofrece
algún argumento para refutarlas, como cuando habla de las virtudes de los antiguos
romanos o de aquellos «hombres de la montaña», todavía no emponzoñados por
la civilización corrompida y entre los que «podría establecer una república con toda
facilidad quien lo intentase en los tiempos presentes».
La interpretación de la «verdad de los hechos» o «verdad efectiva» es la premisa
sobre la que se asientan aquellas verdades ofensivas que Maquiavelo exponía bajo
la forma de preceptos, y no hay

5. F. Bacon, Advancement of Learning, ed. de 1629, II, cap. XXI, § 9.

67
necesidad de traer a colación la «autonomía de la política» o la noción de una
política que estaría «más allá del bien y del mal», u otras fantasías semejantes de
origen idealista, para darse cuenta de que tales preceptos están determinados y
condicionados por aquella peculiar «lección» de los hechos que es propia de
Maquiavelo. Tales preceptos, en efecto, no son en su mayor parte «imperativos» o
son, a lo más, como ha observado Cassirer,6 «imperativos hipotéticos», «normas
técnicas» que indican cómo hay que comportarse en una determinada situación y
con vistas a un determinado fin. Sólo en muy pocos casos —aunque, naturalmente,
hay que tenerlos en cuenta— el fin particular que tales normas contemplan (la
seguridad del Estado, la salvación de la patria) se concibe claramente como el fin
supremo, como un bien en sentido absoluto, transformándose entonces el
imperativo hipotético «si quieres salvar al Estado debes obrar de este modo», en el
imperativo categórico «salvar al Estado es el deber supremo».
Lo que elaboró Maquiavelo fue, pues, un arte más que una ciencia del Estado. Pero
como quiera que los preceptos de ese arte se fundan en el conocimiento de la
verdad de los hechos, y como quiera también que cada uno de sus preceptos puede
siempre y sin dificultad convertirse en una descripción (de modo semejante a como
la expresión «si quieres conservar la salud modera el uso del tabaco» se puede
traducir por «el abuso del tabaco es perjudicial para la salud»), el arte del Estado
del que se vanagloriaba Maquiavelo era, a su manera, una ciencia, y con él están
directamente relacionados los modernos teóricos de una ciencia política inspirada
rigurosamente en el método de la verdad de los hechos; ciencia política que, dicho
sea de paso, suele evitar la formulación de sus conclusiones en la forma preceptiva
que utilizaba Maquiavelo. ¿Acaso si así lo hiciera no aparecería la nueva preceptiva
política aún más escandalosa y diabólica que la de maese Nicolás?

Indicaciones bibliográficas

N. MAQUIAVELO, Parole da dirle sopra la provisione del danaio, 1503; El Príncipe,


Dedicatoria y caps. 1-3, 5-7, 10, 12, 15-19, 21; Discursos, I, caps. 3, 11, 26; II,
Proemio y cap. 19; III, cap. 41; Historias florentinas, II, 34.

6. E. Cassirer, Il mito dello Stato, Milán, 1950, cap. 12, págs. 299-330.

68
CAPÍTULO QUINTO
RAZÓN DE ESTADO Y MACHTSTAAT

Al mismo tipo de «arte» o preceptiva política que hemos examinado en Maquiavelo


pertenece una doctrina que, en la centuria inmediatamente posterior a éste,
contribuyó en gran manera a difundir sus enseñanzas: la que se conoce bajo el
engañoso nombre de razón de Estado. A finales del siglo XVI y comienzos del XVII,
la «razón de Estado» inspiró numerosas obras que yacen hoy olvidadas en nuestras
bibliotecas, aunque ilustres eruditos, como Croce, Meinecke y tantos otros las
hayan desempolvado para poner de manifiesto la aportación positiva que las
mismas hicieron al pensamiento político de la Edad Moderna.1
La doctrina de la «razón de Estado» se desarrolló principalmente en Italia
coincidiendo con uno de los períodos más tristes de su historia. Mientras en otras
partes de Europa la moderna teoría del Estado va tomando cuerpo al profundizar
en el problema del poder (en esa época nace o, por lo menos, se formula por
primera vez con claridad la teoría que sentará la base sobre la que se edifique la
constitución jurídica del Estado moderno: la teoría de la soberanía) o al efectuar
un planteamiento nuevo del problema de la autoridad (es el momento en que se
produce una vasta floración de teorías, frecuentemente contradictorias, acerca de
la legitimación del poder y el fundamento del deber de obediencia), en Italia se
pierde el tiempo en interminables disquisiciones sobre si es posible o no gobernar
los Estados «con arreglo a los dictados de la conciencia», sobre si es lícito al hombre
de Estado —y hasta qué punto— violar las normas de la justicia cuando lo exija el
interés del Estado, o sobre si es útil elaborar una ciencia o «razón de Estado» como
ciencia del

1. B. Croce, Storia dell'etá barocca in Italia, Bari, 1926, I, § 2, «Teorie della morale e della politica.
La ragione di Stato»; F. Meinecke, L'idea della ragion di Stato nella storia moderna, cit.

69
«obrar conforme a la esencia o forma del Estado que el hombre se haya propuesto
conservar o construir», según la definición de Zuccolo, tan alabada por Croce.
Claro que tales discusiones no carecen de todo valor y significado. A través de ellas
se revela nítidamente la disconformidad que una renovada sensibilidad moral
manifiesta con las «inicuas máximas» de Maquiavelo. La doctrina de la razón de
Estado distingue entre las exigencias de hecho de una determinada situación y el
juicio que acerca de esa situación y de sus exigencias puede y debe formularse; lo
cual implica, en cierto modo, el reconocimiento de los diferentes puntos de vista
cuya existencia venimos sosteniendo y que son causa de la diversa configuración
que presenta la realidad política, los distintos aspectos bajo los que el Estado se
manifiesta según que pretendamos conocer su mecanismo o valorar sus acciones.
De aquí la velada sensación de hipocresía que nos produce la lectura de los
«pedantes, despreciados y vituperados tratadistas italianos de la razón de Estado»
—son palabras de Croce—, que escriben como intentando disimular el arte
político en que se proclaman maestros y justificar tímida y recelosamente las
máximas que sobre aquél había osado formular su gran compatriota, «embustero,
sí, pero profundo», según el juicio del don Ferrante manzoniano. ¿Qué es la
hipocresía, como dice una famosa definición, sino el homenaje que el vicio rinde a
la virtud? Tampoco aquí es preciso recurrir al pretendido descubrimiento de una
«política pura», que no sería más que una «categoría del Espíritu», para entender lo
que dicen y lo que valen los teóricos de la razón de Estado.
Lo que dicen —si se traducen sus «prescripciones» en «descripciones»— es
sustancialmente lo que ya había dicho Maquiavelo: que la política es un mundo
dominado por la fuerza y que, por tanto, hay que contar con ésta si se quiere
fundar, conservar y hacer prosperar un Estado. Lo que valen, forzoso es
reconocerlo, es bien poco si se les compara con los autores contemporáneos de
otras naciones europeas, que precisamente en aquella época produjeron teóricos
políticos de la talla de un Bodino, un Hooker o un Grocio. El pensamiento de
aquellos hombres fue tan endeble como su fibra moral, que les permitió
conformarse con el papel de consejeros de príncipes aceptando una realidad que,
moralmente, era sólo un poco mejor que la que Maquiavelo analizó, e incluso en
ciertos aspectos más «triste» que ella. Fueron, si se quiere, maestros del realismo
político, pero no en el sentido severo y a la vez generoso en que lo fue Maquiavelo,
con la mirada puesta siempre en la finalidad de liberar a Italia de los invasores, sino
de for-

70
ma encogida y raquítica, como encogido es el horizonte de la vida política italiana
en esa época y raquítica la conciencia de un pueblo que se recuesta, cansado, en la
estabilidad formal del principado, ajeno a las grandes disensiones y a las feroces
contiendas que agitan a los otros pueblos de Europa en este comienzo de la Edad
Moderna. Afirmar, como afirma Zuccolo, que la razón de Estado «atiende tanto al
torpe como al honesto, se dirige al injusto como al justo», puede querer decir que
la realidad política debe considerarse en su existencia fáctica, en el juego de las
fuerzas que la determinan; pero también puede querer decir que son totalmente
indiferentes el modo como tales fuerzas se polarizan, la forma que asume el Estado
y los principios por éste invocados. El error de los teóricos de la razón de Estado
no estuvo en concentrar la atención sobre el plano puramente descriptivo, sino en
encerrarse en él como si allí radicase el secreto último del Estado, en haber
aceptado como definitiva la realidad política del momento, sin darse cuenta de su
rapidísima evolución y de que estaban surgiendo fuerzas y formas nuevas que harán
del «principado nuevo» de tipo italiano un ingrediente, sí, del Estado moderno,
pero no el único y exclusivo, como, por otra parte, había ya visto Maquiavelo con
toda claridad.
Los autores de la razón de Estado no ofrecieron, ciertamente, una contribución
positiva a la moderna teoría del Estado, pero por lo menos son un testimonio
elocuente de la profunda huella que las enseñanzas de Maquiavelo imprimieron en
el pensamiento europeo. La doctrina de Maquiavelo —escribe Meinecke— fue
como un puñal hundido en el organismo político de los pueblos occidentales, que
les hizo horrorizarse y soliviantarse.» El principio de la fuerza que Maquiavelo
había puesto crudamente al desnudo y, sobre todo, los preceptos que había
elaborado —con un rigor absoluto y verdaderamente despiadado— para el
«manejo» de aquélla, desafiaban abiertamente las concepciones tradicionales
propias no sólo de la conciencia cristiana, sino incluso de la cultura humanística.
Se hizo necesario, por ello, realizar un esfuerzo interpretativo para clarificar esa
doctrina y para extraer lo que de verdadero hubiera en ella: ese esfuerzo fue,
precisamente, el que hicieron los teóricos de la «razón de Estado», que, bajo esta
rúbrica, consiguieron hacer aceptables muchas de las afirmaciones de Maquiavelo,
mostrando que la política tiene sus leyes, frecuentemente contradictorias con las
de la moral, leyes que el hombre de Estado debe conocer y tener presentes. La
fuerza está aquí considerada —como creemos que la consideró el propio
Maquiavelo en la mayoría de los casos— como un

71
instrumento y no como un fin: el Estado es fuerza, pero fuerza manejada por
hombres que pueden hacer de ella un uso bueno o malo «según las necesidades».
Hay un aspecto del pensamiento de Maquiavelo al que hemos aludido sólo de
pasada cuando decíamos que, en ocasiones, parece que hace del bien del Estado el
bien supremo, y que los «imperativos hipotéticos» de la preceptiva política se
transforman a veces en «imperativos categóricos». Cuando tal ocurre, la fuerza deja
de ser un simple instrumento para convertirse en un fin, y el Estado, suprema
encarnación de la fuerza, es por eso mismo expresión de absoluta libertad: dicta
sus leyes, persigue sus fines y no se somete a los juicios corrientes de la moralidad.
Por supuesto, los timoratos teóricos de la razón de Estado estuvieron bien lejos de
esta entificación y glorificación de la fuerza, pero creemos que también el propio
Maquiavelo fue inmune a tal posición. Sin embargo, ha habido quien ha querido
ver en él al descubridor del «rostro demoníaco del poder» y al fundador de una
concepción «realista» del Estado, que sería, según Ritter (el autor al que aludimos),2
la dominante en la Europa continental, frente a la «legalista» y «moralista», que
habría sido la prevalente, por otras razones y en virtud de influencias muy diversas,
en Inglaterra y, en general, en los países anglosajones. Esta concepción del Estado-
fuerza (Machtstaat) se desarrollaría plenamente en Alemania (siempre según Ritter)
por los historiadores, filósofos y políticos germanos del siglo XIX, «desde Fichte
y Hegel, pasando por Ranke y su escuela, hasta Heinrich von Treitschke». Con ello
habría ocurrido en Alemania «algo nuevo y portentoso»: el maquiavelismo dejaba
de ser un arte, una preceptiva política, para convertirse en el semblante de una ética
nueva; la razón de Estado abandonaba la vida triste y precaria que había llevado en
la penumbra de los gabinetes para salir a cielo abierto saludada como «el alma del
Estado».
En realidad se trató de algo bastante más serio y grave que lo que Meinecke ha
llamado, con cierto eufemismo, «la legitimación de un bastardo». Se trató de un
verdadero y auténtico cambio diametral de posiciones: Trasímaco, San Agustín, el
mismo Maquiavelo, todos los que habían descubierto un problema de fuerza en la
realidad política, nunca habían confundido la fuerza con la justicia, la efectividad
con la legitimidad, el ser con el deber ser; incluso debemos al propio Maquiavelo
el crudo descubrimiento de hasta qué

2. G. Ritter, II volto demoniaco del potere, Bolonia, 1958.

72
punto están distantes el «cómo se vive» y el «cómo debería vivirse», el «camino del
bien» y el del mal. Y quién sabe, después de todo, si no hay un punto de verdad en
la interpretación que, desde la publicación misma de El Príncipe (posteriormente
sostuvieron la tesis Rousseau, Alfieri y Foseólo), quiso ver en la obra de
Maquiavelo una «admonición» escrita en clave, al modo de aquel predicador,
descrito por el propio florentino en una jocosa carta que escribió a Guicciardini,
que habría querido enseñar «el verdadero procedimiento para llegar al Paraíso:
conocer el camino del infierno para evitarlo».
He aquí cómo aquel mal al que el hombre de Estado debe «saber llegar, si se ve
obligado a ello», se convierte en el camino del Paraíso. Maquiavelo, dice Hegel en
un escrito de su época juvenil, decía la verdad y hablaba de veras; su Príncipe
encarnaba un imperativo supremo: hacer de Italia un Estado, por lo que resulta
absurdo juzgar sus acciones con el patrón de la moral privada. «El mayor o, mejor
aún, el único delito contra el Estado es la anarquía... El más alto deber del Estado
es mantenerse y destruir todo lo que ose atentar contra su existencia.» Y Treitschke,
el más conspicuo teórico del Machtstaat, afirma que «la gloria imperecedera de
Maquiavelo será siempre la de haber dado al Estado su auténtico fundamento... de
haber sido el primero en mostrar paladinamente que el Estado es fuerza... Las
consecuencias de esta verdad son trascendentales; pero ésta es la verdad, y quien
no tenga el valor de afrontarla no debe ocuparse de política».
En esta perspectiva absolutamente nueva quedan radicalmente alteradas todas las
relaciones entre moral y política, que tan profundamente preocuparon a los
teóricos de la razón de Estado. En ninguna parte aparece esto más claro que en
este célebre pasaje de Hegel: «Allí donde la política pretende violar la moral y ser
siempre injusta, la doctrina propende a apoyarse en ideas superficiales sobre la
moralidad, la naturaleza del Estado y la relación entre éste y la moral.» Lo que
fueran realmente para Hegel «ideas profundas» acerca de la moralidad y la
naturaleza es algo que aquí no nos interesa, pero ciertamente no fueron las de
Maquiavelo. Probablemente, Maquiavelo y sus primeros intérpretes quisieron
expresar de forma ruda lo que Hegel pretende decir al definir el Estado como
«realidad de la idea ética», «realización de la libertad», la «presencia de Dios en el
mundo». Su noción del Estado como algo fundado en la fuerza es, sin embargo,
puramente fáctica y no tiene nada de metafísica: no hace referencia al derecho, sino
a la fuerza, y resulta perfectamente claro que aquél no se vincula necesariamente a
ésta.

73
Indicaciones bibliográficas

G. BOTERO, Bella ragion di Stato, 1589, Introducción y libro II, §§ 6 y 15; L.


ZUCCOLO, Bella ragion di Stato, 1621; HEGEL, Bie Verfassung Beutschlands, 1802, §
9; Grundlinien der Philosophie des Rechts, 1821, §§ 257-8, anotaciones y adiciones, y
337; H. VON TREITSCHKE, Politik, Leipzig, 1897-8, libro I, cap. 3.
Sobre la doctrina de la «razón de Estado», las dos obras que primeramente se
ocuparon de ella son las de B. CROCE, Storia dell'etá barocca in Italia, Barí, 1926, I,
2; y E MEINECKE, Bie Idee der Staatsrason in der neueren Geschichte, Munich, 1924.
Acerca de los precedentes medievales de la doctrina de la «razón de Estado», véase
el excelente estudio de G. POST, Ratio Publicae Utilitatis, Ratio Status and «Reason of
State», 1100-1300, en el vol. Studies in Medieval Legal Thought, Princeton, 1964, cap.
V (anteriormente publicado en alemán en el vol. Die Welt ais Geschichte, 1961).

74
CAPÍTULO SEXTO

LUCHA DE CLASES Y ÉLITES DE GOBIERNO

La concepción marxista del Estado no está exenta de ciertos residuos metafísicos


y toda ella se halla salpicada de elementos valorativos, aunque marcada en sus
conclusiones por el más acérrimo realismo político y por una idea absolutamente
pesimista de la función de la fuerza en las relaciones humanas. Por una extraña
paradoja, los valores sobre los que se funda el juicio que el marxismo formula acerca
de la experiencia política se derivan precisamente de la interpretación dialéctica que
Marx tomó de Hegel, aplicándola a la realidad social a la que ya éste, y con él toda
la filosofía política de la era romántica, había señalado como el sustrato concreto
del Estado, contra el individualismo de la etapa precedente. Como es sabido, la
dialéctica hegeliana «vuelta del revés» vino a ser para Marx la ley inmanente, el
ritmo mismo de la realidad, y ofrece por ello la explicación de las «contradicciones»,
es decir, de los inexorables conflictos a través de los que se afirma el predominio
del hombre sobre el hombre. El Estado no es otra cosa que el resultado de la lucha
de clases. He aquí unas cuantas frases bien expresivas que se leen en el Manifiesto
comunista, publicado en 1848: «La historia de todas las sociedades que hasta ahora
han existido es una historia de lucha de clases.» «En su auténtico sentido, el poder
político es el poder de una clase organizada para oprimir con él a otra.» «El poder
moderno del Estado no es sino un comité que administra los negocios comunes
de toda la clase burguesa.» Y en un escrito anterior en pocos años al Manifiesto,
Marx y Engels habían afirmado que «el Estado... no es más que la forma de
organización, tanto hacia el exterior como hacia el interior, que los burgueses se
dan a sí mismos con el fin de garantizar recíprocamente su propiedad y sus
intereses... Porque el Estado es la forma en que los individuos de una clase
dominante hacen valer sus intereses comunes».

75
Hasta aquí parece que nos movemos en el plano de la consideración puramente
fáctica de las relaciones de fuerza existentes entre los hombres, que, como
sabemos, es propia del realismo político en sus múltiples versiones. La metafísica —
la consideración no del hecho, sino del valor— comienza en el momento en que
se pasa del reconocimiento de un antagonismo de fuerzas a una interpretación
dialéctica del mismo y a la predicción de su superación en la sociedad futura, en la que
acabará por desaparecer. Tales interpretación y predicción, que aparecen ya en el
Manifiesto, se repiten y desarrollan en las obras posteriores que exponen la doctrina
marxista en su forma más madura. El Estado, escribe Engels, es un producto
histórico, «de la sociedad que ha alcanzado un cierto grado de desarrollo», pero es
también y a la vez una manifestación de la dialéctica inmanente a la historia, por
cuanto «es la confesión de que esa sociedad ha llegado a una contradicción
insoluble consigo misma y se halla escindida en antagonismos inconciliables que
no puede eliminar». La solución de tales contradicciones está en la transformación
de todos los medios de producción en propiedad del Estado. Sólo con esa
conquista y esa transformación podrán eliminarse las diferencias y resolverse los
antagonismos de clase, y, en consecuencia, desaparecerá «el Estado en cuanto
Estado». Porque el Estado no será «abolido», sino que se extinguirá por sí solo con
todo su aparato de opresión y de represión. Por primera vez en la historia los
hombres serán plenamente dueños de su destino y se producirá «el tránsito de la
humanidad desde el reino de la necesidad al de la libertad».
Se sale así del campo propio de la descripción para entrar en el de la valoración: el
diagnóstico deja paso a una terapia y ésta al anuncio de una total regeneración. A
la previsión de que el advenimiento de la sociedad sin clases es el resultado
ineluctable de la dialéctica histórica se superpone el imperativo de realizarla:
«Cumplir este acto de redención del mundo: he aquí la misión social del moderno
proletariado.» Ciertamente, el valor de fin atribuido a la consecución de la libertad
da a ese imperativo un significado absoluto y categórico, pero ello no impide que
el reino de la libertad sea lejano, y que las relaciones sociales estén, hoy por hoy,
determinadas por otras leyes diferentes y por otros imperativos distintos.
El reino de la necesidad es el reino de la fuerza. Por esta razón, el Estado, como
producto de la lucha de clases, como instrumento de opresión del hombre sobre
el hombre, no es para los marxistas más que el monopolio del poder. La realidad
política tal como se presenta a los ojos de aquéllos no es sustancialmente diferente
de

76
como la había visto Maquiavelo. Es significativo a este respecto que volvamos a
encontrarnos con la palabra clave, necesidad, y más significativo todavía el
homenaje rendido a Maquiavelo por un marxista italiano, Antonio Gramsci, que
en las páginas de sus Quaderni del Carcere se refería a lo que llamaba el «mito» del
Príncipe, que no habría sido sino la representación «plástica» y «antropomórfica»
que Maquiavelo dio al «proceso de formación de una determinada voluntad
colectiva para un determinado fin político». Tal mito, según Gramsci, podía
trasladarse a la situación política actual, no encarnado ya en un individuo particular,
sino en la acción de hombres unidos para el logro de un fin, del supremo fin
político: la conquista del poder. Cuando así escribía, Gramsci pensaba en la acción
de aquellos a quienes asignaba la misión de realizar la revolución liberadora, de
«fundar un nuevo tipo de Estado»: el proletariado organizado en el Partido
comunista. A ese proletariado, al «nuevo Príncipe», habrían de aplicarse todos los
preceptos que, en su día, estableció Maquiavelo para el suyo: el mismo uso
indiferente de medios buenos o malos «según la necesidad», la misma posibilidad
de legitimar esos medios «por consideración al fin». El conocimiento de la «verdad
efectiva» se expresaría así en una preceptiva de la acción política, capaz a su vez de
sublimarse en una ética nueva, subversora de la moral tradicional.
Aunque, ciertamente, los marxistas sean unos teóricos de la fuerza, no corresponde
sólo a ellos, en el mundo moderno, el acierto o el error de reducir la realidad política
a un puro juego de intereses contrapuestos. Tan realistas como ellos, pero sin la
pretensión de alcanzar una catarsis liberadora, están —en el polo opuesto de la
doctrina marxista— quienes sostienen la teoría de la oposición de intereses y clases,
mas no con una finalidad revolucionaria, sino conservadora. Nos referimos a la
doctrina que, formulada por vez primera por dos autores italianos, Mosca y Pareto,
encuentra hoy amplio eco entre los tratadistas de las ciencias políticas: la doctrina
de la clase dirigente, de las élites políticas o élites de gobierno.
También esta posición se presenta como rigurosamente «realista», en cuanto parte
de un análisis, que quiere ser puramente descriptivo, de la relación política y de la
existencia del poder. He aquí cómo se expresa Mosca en sus Elementi di scienza
política (1896): «Entre las tendencias y hechos constantes que se encuentran en
todos los organismos políticos hay uno cuya evidencia es absolutamente
manifiesta: en todas las sociedades... existen dos clases de personas: la de los
gobernantes y la de los gobernados. La primera, que siempre es la menos
numerosa, realiza todas las funciones po-

77
líticas, monopoliza el poder y disfruta de las ventajas que ello comporta; mientras
que la segunda, más numerosa, está dirigida y regulada por la primera, ya de una
manera más o menos legal, ya de un modo más o menos arbitrario y violento, y
proporciona a ésta, al menos aparentemente, los medios materiales de subsistencia
y todos cuantos son necesarios para la vida del organismo político.» Casi idéntica
es la idea que formula Pareto en el Trattato di sociología genérale (1916): «Lo menos
que podemos hacer es dividir la sociedad en dos estratos: uno superior, en el que
normalmente están los gobernantes, y otro inferior, donde están los gobernados.
Este hecho es tan patente que en todo tiempo se ha manifestado ante los ojos del
observador menos perspicaz.» «En líneas generales, la clase gobernante y la
gobernada están... una frente a otra como dos naciones extrañas.»1
Si la constatación de la que parten Mosca y Pareto es tan evidente como ellos dicen,
habremos de preguntarnos en qué estriba la novedad de su doctrina, tan celebrada
por ciertos tratadistas contemporáneos. La novedad, si la hay, radica en el énfasis
con que subrayan el papel de la fuerza en la situación real que describen y en que
ponen sus argumentos al servicio de una posición conservadora y en contra de
cualquier cambio o innovación social. Con palabras de Pareto, «no es necesario
mantener la ficción de la representación popular. Al examinar el fundamento de las
varias formas de poder de las clases gobernantes encontramos que, aparte de
algunas pocas excepciones de corta duración, hay en todas partes clases
gobernantes integradas por un número de personas relativamente reducido, que se
mantienen en el poder en parte por la fuerza y en parte por el consentimiento de
la clase sometida, que es mucho más numerosa. La diferencia entre las diversas
formas de poder radica, materialmente, en la proporción en que se dan la fuerza y
el consentimiento y, formalmente, en el modo como la fuerza es empleada y el
consentimiento obtenido».
Evidentemente, el consentimiento es simple consecuencia de la fuerza, y ésta no
implica necesariamente el empleo de la fuerza física, sino que consiste más bien en
poseer una cierta habilidad por

1. La visión paretiana de las «dos naciones extrañas» tiene un curioso paralelo en el título de una
famosa novela del conservador Disraeli (Sybil, or The Two Nations, 1845), inspirada precisamente
en el contraste y la separación cada vez más acusada entre «ricos» y «pobres», que fue el resultado
de la revolución industrial en Inglaterra y que tanta impresión produjo en el joven Marx.

78
parte de quienes mandan. El único punto que destacan Mosca y Pareto es el hecho
básico de la sujeción del hombre por el hombre; y, a semejanza de otros autores
conservadores precedentes —páginas atrás mencionamos a De Maistre—, se
complacen en describir y subrayar la inevitable dureza de la función política: «Los
Estados no se gobiernan con devocionarios», sino con rígida disciplina.
La tendencia conservadora del punto de vista de Mosca y Pareto resulta más
evidente si se la compara con la concepción marxista. Su tesis fundamental guarda,
ciertamente, indudables semejanzas con la de Marx y Engels y, como éstos,
entienden que la razón de ser del poder político está en la lucha entre clases rivales
y antagónicas y que, por consiguiente, el Estado no es sino el monopolio —más o
menos estable y duradero— de los instrumentos del poder por parte de una
determinada clase, que siempre es pequeña numéricamente. Así, dice Mosca: «Toda
la historia de la civilización se encierra entre la tendencia de los elementos
dominantes a monopolizar permanentemente las fuerzas políticas... y la tendencia,
que evidentemente existe, al derrocamiento de estas fuerzas para sustituirlas por
otras nuevas.» Y Pareto se expresa en estos términos: «Las aristocracias no duran.
Cualesquiera que sean las razones, es indudable que desaparecen pasado un cierto
tiempo. La historia es un cementerio de aristocracias... Las revoluciones surgen
porque... se acumulan en los estratos superiores elementos decadentes que no
tienen más cualidades que las necesarias para mantenerse en el poder y que rehúyen
el uso de la fuerza, mientras en los estratos inferiores van creciendo elementos de
calidad superior que poseen las condiciones precisas para ejercer las funciones de
gobierno y que están prestos al empleo de la fuerza.» La resonancia de conceptos
marxistas en estos pasajes es innegable; sin embargo, la diferencia entre la
concepción de Marx y la de los autores italianos es patente, porque en éstos la
lucha, el antagonismo, la «contradicción» no es premisa que conduzca a una
«superación», ni a una salida, ni a una liberación: la realidad social ha sido siempre,
y siempre será, opresión y explotación de una clase sobre otra.
Por consiguiente, la «lección de los hechos» es clara para la doctrina de las élites,
hasta tal punto que no sin razón la ha definido un autor reciente como doctrina de
«defensa burguesa»,2 y se podría incluso calificar como un breviario para la
conservación del or-

2. J. H. Meisel, The Myth of the Ruling Class. Gaetano Mosca and the élite, Ann Arbor, 1958.

79
den establecido: estén en guardia las «clases dirigentes», aprovechen la experiencia
de la historia, aprendan el arte de fundar el poder sobre el consentimiento además
de sobre la fuerza —lo cual siempre es posible mediante un adecuado aparato
ideológico: la «fórmula política» de Mosca y las «derivaciones» de Pareto, ¿qué otra
cosa son sino la «noble mentira», de platónica memoria?—, pero, sobre todo,
permanezcan siempre vigilantes y prestas a defenderse por todos los medios, con
la fuerza y con la astucia, usando, como ya aconsejara Maquiavelo, «de la zorra y
del león» (una vez más resulta muy significativa la alusión a Maquiavelo). La
metáfora de las zorras y los leones es de Pareto, cuya doctrina de la fuerza se
manifiesta mucho más crudamente que en Mosca, en el que el panorama de la
realidad política es bastante más complejo y la noción de Estado está transida del
sentido de la legalidad y de la justicia. Sin embargo, tienen de común ambos autores
su oposición al «humanitarismo», que oculta la verdad de los hechos y no produce
otro efecto que disminuir la energía de las clases superiores deshabituándolas a
«tratar con los hombres de las clases inferiores y a imponerles directamente su
autoridad» (Mosca) y «debilitar la acción de resistencia de los gobernantes, dejando
el campo libre a la violencia de los gobernados» (Pareto).
Hemos dicho que la doctrina de los dos autores italianos representa una posición
de defensa y conservación social; mas lo cierto es que, hasta ahora, las afirmaciones
que hemos transcrito de esos «nuevos maquiavélicos»3 podrían interpretarse como
una simple preceptiva, como prescripciones del tipo siguiente: «Dado que la
realidad política es así, la clase dominante debe comportase de este modo para
conservar el poder.» Pero Mosca y Pareto afirman algo totalmente distinto;
también ellos se deslizan más o menos deliberadamente desde el plano descriptivo
hasta el valorativo y formulan no sólo una teoría, sino una justificación de la fuerza.
Ese tránsito de uno a otro plano aparece evidente, sobre todo, en el uso ambiguo
que hacen de la palabra élite, que permite referirse al mismo tiempo y con el mismo
rasgo de pluma tanto a la posición dominante del grupo o de la clase que detenta
el poder cuanto a la «legitimidad» de tal detentación. Porque, según Mosca, la «clase
dirigente» lo es por ciertas «cualidades» que posee, por ciertos «méritos»: «el hecho
de que [las clases dirigentes] son tales demuestra

3. La expresión es de un escritor americano que, bajo este título, trata de Mosca, Pareto y otros
modernos «realistas» en un libro que ha tenido cierto éxito (J. Burnham, The Machiavellians:
Defenders of Freedom).

80
que en una época dada y en un país determinado contienen los elementos más
aptos para gobernar»; o, como dice Pareto, la élite es, por definición, la «clase de
los que tienen los índices más elevados en el ámbito de su actividad». Afirmaciones
como éstas —no obstante su tono «fáctico» (Mosca) y no obstante la posibilidad
de que no haya correspondencia entre «élites de mérito» y «élites de hecho»
(Pareto)— encierran un juicio valorativo: no se habla sólo de lo que es, sino de lo
que debería ser; o, mejor aún, lo que es se corresponde o tiende a corresponderse
con lo que debería ser. En pocas palabras, debemos reverenciar a los «patrones del
barco» como a nuestros genios tutelares»; y, en verdad, ¿a qué otros genios
podríamos venerar en un mundo en que la fuerza es la última ratio? Mosca y Pareto
no se oponen solamente a los «sueños humanitarios» en nombre de la «realidad de
los hechos», sino también al «igualitarismo», a la soberanía del pueblo, a los
principios democráticos: en fin, a toda la ideología política de su tiempo, que ellos
—como tantos otros «neomaquiavélicos» que conocemos— se proponían socavar
y destruir. La historia de los últimos cincuenta años bastaría para demostrar que
los modernos maquiavélicos han realizado su intento en buena medida.
Esta crítica, si así puede llamarse, que hemos hecho a la teoría de las clases
dominantes y del gobierno de las «élites», no nos puede hacer olvidar la fructífera
controversia que en los últimos años se ha producido en torno a la correcta
interpretación y uso de tal teoría.4 En efecto, de un tiempo a esta parte se ha
discutido mucho, y se sigue discutiendo, acerca de la validez de la élite, es decir, de
si se corresponde o no con la realidad, asunto éste que concierne a la ciencia política
más que a la filosofía política. La cuestión de si el poder político está en manos de
pocos o de muchos y de si su distribución en una determinada sociedad responde
al modelo oligárquico o al de la democracia, es algo que sólo puede resolverse en
la práctica mediante una cuidadosa valoración de los hechos. Pero la discusión ha
afectado también al tema de si la doctrina de la élite puede conciliarse, y hasta qué
punto, con los ideales democráti-

4. P. Gobetti, Un conservatore galantuomo: Gaetano Mosca (1924), publicado después en Coscienza


libérale e classe operaia, Turín, 1951; G. Dorso, La classe dirigente nell'Italia meridionale (1944),
publicado después en Opere, vol. II, Turín, 1949; F. Burzio, Essenza e attualita del liberalismo, Turín,
1945, publicado después en Il Demiurgo, Turín, 1965; N. Bobbio, Teorie polinche e ideologie nell'Italia
contemporánea, en La filosofía contemporánea in Italia, volumen II, 1958; T. B. Bottomore, Élites and
Society, Londres, 1964.

81
cos, es decir, con la serie de valores corrientemente admitidos en Occidente,
aquellos ideales para los que Mosca en su juventud y Pareto durante toda su vida
no tuvieron sino una actitud de desprecio y mofa. Los esfuerzos se han dirigido a
poner de manifiesto que la noción de una élite política no es necesariamente
incompatible con una sana democracia si las élites se conciben como «abiertas», o
si está asegurada la presencia de una pluralidad de élites en competencia, o bien si
el proceso de «circulación de las élites», que el propio Pareto consideró, se acelera
hasta el punto de asegurar una constante renovación y control de la clase
gobernante, tan provechosa como la libre y deliberada aceptación de la estructura
del poder por parte de la comunidad.
Es evidente que los defensores de la doctrina de las élites, al traducirla en términos
de democracia moderna, le han dado una forma totalmente nueva,
transformándola en una teoría muy diferente de la que propusieron Mosca y
Pareto. Queda por ver si, al poner de relieve la igualdad de oportunidades existente
en las sociedades modernas, logran evitar el estigma de antiigualitarismo, que tan
acusado aparece en la genuina doctrina de las élites. La cuestión es también saber
si dicha igualdad se da realmente en nuestras sociedades o si lo que hay es una mera
apariencia de unas condiciones generales de riqueza, posición social y educación.
Mas al resaltar la necesidad del consentimiento para legitimar el gobierno de la élite,
realmente se va mucho más allá del tema principal de Mosca y de Pareto, para
quienes es la fuerza, y no el consentimiento, el factor determinante de las relaciones
entre los hombres, el elemento básico de la política. Los autores a que nos
referimos introducen, por tanto, una consideración axiológica en una doctrina que,
por lo menos en sus comienzos, intentó ser totalmente ajena a cualquier valoración,
como auténtica heredera del viejo realismo político. Sobre este especial valor
volveremos a su debido tiempo, cuando ya no tratemos de un enfoque realista,
sino de un análisis crítico de los fundamentos del Estado y de la esencia de la
política.

Indicaciones bibliográficas
MARX y ENGELS, Manifiesto del Partido comunista, 1848, §§ 1 y 2; La ideología
alemana, 1845-6, I, 2; F. ENGELS, El origen de la familia, de la propiedad privada y del
Estado, 1884, cap. IX; Anti-Dühring, 1878, parte III; A. GRAMSCI, Opere, vol. V,
Note sul Machiavelli, Turín, 1949; G. MOSCA, Elementi di scienza política, vol. I,
Roma, 1896,

82
vol. II, 1923; V. PARETO, Trattato di sociología genérale, Florencia, 1916, §§ 2031,
2047, 2053, 2057, 2174, 2178, 2185, 2227, 2244.
Sobre las élites, vid. Critique of the ruling élite model, de R. A. DAHL, en «American
Political Science Review», 1958, 2; y el simposio Le élites politiche, en el IV Congreso
mundial de Sociología (1959), Barí, 1961.

83
84
CAPÍTULO SÉPTIMO

LA MODERNA CIENCIA POLÍTICA Y LA DISOLUCIÓN


DEL CONCEPTO DE ESTADO

Dadas las numerosas referencias indirectas que hasta aquí hemos hecho a la «nueva
ciencia» que hoy se conoce con el nombre de «ciencia política», parece bastante
claro lo que la misma se propone hacer y, sobre todo, lo que se propone ser: esta
ciencia —radicalmente empírica y rigurosamente ajena a criterios axiológicos— se
propone aquella misma investigación de la «verdad efectiva» que se propusieron
Maquiavelo y la variada serie de los que hemos llamado «realistas políticos», a saber,
el estudio de las relaciones de fuerza que se dan entre los hombres, de las cuales es
expresión típica y fundamental el vínculo de autoridad y obediencia.
Sin embargo, entre los modernos cultivadores de la ciencia política y los «realistas
políticos» se aprecian dos diferencias importantes. La primera es que de la vasta
producción de aquéllos se destierra, o así se dice, cualquier intención preceptiva,
cualquier formulación «normativa» (en el sentido, claro está, de normas «técnicas»
o de «arte de gobierno»). La moderna ciencia política pretende «conocer», no
«enseñar»; quienes la cultivan dejan a los demás (al político y también a cada uno
de nosotros) la tarea de sacar las consecuencias prácticas de las investigaciones que
ellos realizan y de los datos de hecho que ellos recogen y organizan
sistemáticamente. La segunda diferencia está en que —como ya hemos apuntado
anteriormente, en la Introducción— la moderna ciencia política tiende a separar el
estudio del fenómeno político de la dedicación exclusiva al problema del Estado.
Atendiendo en general a las relaciones de fuerza existentes en un determinado
contexto social, puede desinteresarse del nombre específico con el que pueda a veces
designarse la fuerza organizada, en un cierto momento y en una cierta sociedad.

85
Esta disolución del concepto de Estado en la moderna ciencia política es un
fenómeno de tal interés e importancia que resulta sorprendente que no se haya
hecho todavía un estudio detallado y completo del mismo. Intentaremos en este
capítulo hacer alguna referencia a dicho problema con la mención de ciertas
doctrinas procedentes de los Estados Unidos, el país donde mayor altura alcanza
hoy la ciencia política. Parece obligado, ante todo, aludir a la obra de un autor —
A. F. Bentley— que es considerado unánimemente como el máximo precursor de
la moderna ciencia política americana. La obra en cuestión fue publicada en 1908
con el título The Process of Government, que ya de por sí es significativo, y la
imposibilidad de traducirlo exactamente a las lenguas latinas pone de relieve la
novedad del planteamiento de Bentley y la dificultad de su reconducción a
esquemas corrientes de nuestro lenguaje jurídico y político.
La tesis de Bentley es, expuesta resumidamente, la siguiente: el «gobierno», es decir,
la relación política —y casi estamos tentados de decir «la política» tout court, en vista
de que en el uso académico americano la expresión government designa todas
aquellas disciplinas que nosotros llamamos, lato sensu, «políticas»—, es un
«proceso», «una cosa que se hace»; y esta «cosa que se hace» es «una desviación en
otra dirección (shunting ... along changed Unes) de la conducta de los hombres por
obra de otros hombres [mediante] un complejo de fuerzas destinadas a vencer la
[eventual] resistencia opuesta a aquella modificación, o bien la dispersión de un
grupo de fuerzas por obra de otros grupos». Esto, y no otra cosa, es la «materia
prima del gobierno» o, como diríamos nosotros, la sustancia de la relación política.
Tal «materia prima» se presenta «bajo la forma de acciones dirigidas a un fin y
valoradas por otras acciones igualmente dirigidas a fines». Esta reducción de la
realidad política a un puro devenir (process) provoca la inevitable consecuencia de
tener que relegar a un plano de importancia secundaria a todo cuanto en ese
devenir signifique una cristalización o estancamiento. La «materia prima de la
política» (government) no puede, por tanto, buscarse en los «códigos» ni en el
«derecho que está contenido en los códigos», no está en las «constituciones» ni en
los tratados sobre las formas de gobierno, no se encuentra en los «caracteres de un
pueblo» ni en otras fantasías por el estilo. «La materia prima [de la política] no
puede hallarse más que en la actividad legislativa, administrativa y judicial que
efectivamente se produce en una nación, en el flujo y en las corrientes de actividad
que se van acumulando en un pueblo y de las que son vehículo aquellas esferas.»

86
Una vez definida la naturaleza del fenómeno político, Bentley procede al estudio
del mismo. La finalidad de la ciencia política —como de las ciencias sociales en
general— consiste en individualizar los «intereses» que determinan el obrar de los
hombres vinculándolos entre sí a través de una infinita variedad de relaciones o de
«grupos». No es posible distinguir entre grupo e interés, pues en realidad se trata de
dos términos equivalentes. Sin embargo, precisa Bentley que la noción de «interés»
debe entenderse en un sentido más amplio que el del mero interés económico,
como el principio cohesivo de un determinado grupo: cualquier principio de ese
tipo puede ser objeto de estudio y debe estudiarse «con la misma impasibilidad con
que estudiaríamos las costumbres o las funciones orgánicas de los pájaros, de las
abejas o de los peces». Lo que distingue al fenómeno político de los otros
fenómenos sociales es la presencia de la fuerza. Pero esta palabra hay que utilizarla
con sumo cuidado: imprecisa en las ciencias naturales, se identifica demasiado
fácilmente con la fuerza física y no es susceptible de ser aplicada a «factores de
carácter sentimental (sympathetic), moral e ideal». Por eso, Bentley propone, en su
lugar, la palabra presión, porque este término «concentra la atención sobre los
grupos mismos más que sobre cualquier mística "realidad" que se suponga que les
sirve de fundamento y de sostén, y porque sus implicaciones no se restringen a
sólo lo que es "físico" en sentido estricto». «En este sentido, una presión es siempre
un fenómeno de grupos: indica el impulso y la resistencia entre grupos. El
equilibrio entre tales presiones constituye la condición de existencia de la
sociedad.»
Sin embargo, para Bentley, la expresión «fenómeno político» no es equivalente a la
palabra «gobierno», sino que corresponde al «proceso de gobierno» en el sentido
en que antes lo definíamos; mientras que el término «gobierno» corresponde, por
el contrario, a una actividad política «diferenciada», aunque tal actividad no puede
ser entendida sino en el conjunto de las actividades genéricamente «políticas». Esta
es la razón de que Bentley no se decida a eliminar definitivamente la palabra
«Estado» del vocabulario de la ciencia política, pues si bien tal palabra puede ser
expresión cómoda para indicar una particular categoría de actividades políticas
determinada según ciertos criterios, el hecho es que esos criterios son
necesariamente variables y que aquellas actividades no difieren cualitativamente de
otras. La «noción de Estado», que ha constituido «uno de los mayores pasatiempos
intelectuales del pasado», puede haber servido «en circunstancias particulares de
tiempo y de lugar para expresar de forma coherente y especiosa (pretentious) la acti-

87
vidad de un cierto grupo»; pero en cualquier caso corresponde a «factores de muy
escasa relevancia» para merecer un lugar propio en la investigación política. Ya se
trate de la Administración, de la actividad legislativa, de la jurisdiccional o de la
Constitución, siempre será posible llegar hasta los «grupos de interés» que en
aquéllas y a su través se manifiestan, y sólo estos grupos constituyen el objeto de
la ciencia política.
Las avanzadas tesis de Bentley que hemos intentado resumir fueron expuestas por
su autor hace ya más de medio siglo. Si nos hemos detenido en ellas ha sido por
dos razones: porque, aunque olvidadas durante largo tiempo, han sido
«redescubiertas» no hace mucho y saludadas como las de un adalid del
pensamiento; y porque, a nuestro juicio, ilustran con suma claridad la que hemos
llamado disolución del concepto de Estado en la moderna ciencia política. El
desarrollo alcanzado por las tesis de Bentley ha sido favorecido sin duda por la
concurrencia de ciertas circunstancias particulares y específicas que se dan en
Norteamérica: la influencia del pragmatismo, que es notoria en Bentley y que
constituye un factor determinante de la mentalidad de aquel país; la aversión hacia
esquemas rígidos y fijos de un sistema constitucional ligado a ideologías superadas;1
y acaso también la falta de un uso preciso y unívoco de la palabra «Estado», como
páginas atrás quedó apuntado. Particularmente interesante sería, a este respecto,
establecer la relación existente entre la disolución del concepto tradicional de
Estado en la ciencia política y la del concepto tradicional de Derecho en la llamada
«escuela realista americana». Pero lo que nos importa subrayar aquí no son las
causas ambientales ni las razones contingentes que hayan podido producir tal
disolución, sino la lógica interna de la misma; lógica que se manifiesta con toda
evidencia en las varias direcciones actuales de la ciencia política, orientada hacia el
estudio del «poder» —o, como nosotros preferimos decir, de la «fuerza»— en las
relaciones sociales.
Así, en primer lugar, la investigación (cuya paternidad, con razón, se atribuye a
Bentley) de los grupos de presión, que ha producido una abundantísima literatura y
que comienza ya a extenderse también a Europa; investigación que conduce a una
concepción «pluralista» de la sociedad —pluralismo que llamaremos «político»

1. Para las dos circunstancias que se acaban de mencionar, remitimos al finísimo análisis de H.
S. Commager, Lo spiritu americano, Florencia, 1952, cap. XV.

88
para distinguirlo del pluralismo «jurídico», al que nos referiremos en otro lugar—,
reduciendo toda la realidad política a la dinámica de grupos en lucha o, al menos,
en concurrencia. En un panorama de este tipo no sólo queda excluida cualquier
posición de privilegio de un grupo respecto de los otros, sino que está implícita
también la reducción del problema del Estado a un mero problema de fuerza:
recordemos que, para Bentley, la noción de «presión» no era más que una extensión
de la noción de «fuerza».
Así también (la enumeración de estas corrientes es sólo ad exemplum) los estudios
en torno a los comportamientos (behavior), a las decisiones (decision-making) y a las
motivaciones (value-orientation), para los que la moderna ciencia política ha
desarrollado todo un conjunto de adecuados instrumentos y técnicas. Porque si la
realidad política no puede captarse más que en su devenir (process), y si tal devenir
viene constituido por un juego incesante de acciones ordenadas con vistas a un fin,
es evidente que para entender apropiadamente tal realidad habrá que estudiar —
en sí mismos o en sus recíprocas interferencias— esas acciones (los
comportamientos y las decisiones) y esos fines (las motivaciones, los «valores»). La
conexión entre aquéllas y éstos constituirá, precisamente, la «política» (policy),
entendida como el uso de la fuerza (no sólo la pura fuerza, se entiende) para la
realización de los «valores dominantes» en una determinada sociedad (valué
integration o implementation, authoritative allocation of valúes, etc.). Política que no
coincidirá necesariamente con la acción del Estado, sino que, todo lo más, se
manifestará a través de él. Si queremos usar la palabra Estado» sólo la emplearemos
como un término adoptado por razones de comodidad para indicar una cierta
«frecuencia de identificaciones, de demandas o de expectativas» acerca del uso de
la fuerza en un determinado contexto social.
Por ese camino puede llegarse a disolver no sólo la noción de Estado, sino todos
los conceptos que en el lenguaje político tradicional están ligados a él: de lo que se
trata es de rasgar el velo de los conceptos «formales» y contemplar la realidad
«efectiva» que se esconde tras ellos. Esto es lo que han hecho, con una especie de
fervor iconoclasta, Lasswell y Kaplan en su conocido libro Power and Society. Estos
autores nos presentan, en una especie de tabla, la «reducción» del «poder formal»
al «efectivo», teniendo en cuenta que «gobierno» significa «mando», «soberanía» —
«supremacía», «autoridad»—, «control», mientras que el «Estado» no es más que la
conceptuación de un cierto grupo territorial dotado de «supremacía», es decir, de
una fuerza superior a todas las demás.

89
A nuestro juicio, todo el secreto del realismo político, de la consideración empírica
de la política, está en la oposición entre concepto y hecho. Ciertamente, no seremos
nosotros quienes dudemos de que, desde un punto de vista radicalmente empírico,
el Estado no «existe» sino bajo la especie de una relación de fuerza. Pero cuando
la moderna ciencia política afirma que «el concepto de Estado es un concepto
formal», no puede querer decir más que esto: que la noción de Estado representa
una elaboración conceptual de un dato empírico (la relación de fuerza), un modo
particular de contemplar éste para dar del mismo una representación singularizada
y coherente que pueda identificarlo dentro de la infinita complejidad de las
relaciones existentes en el contexto social. Afirmar que, desde el punto de vista
empírico, el Estado es solamente una fuerza junto a otras fuerzas, no puede querer
decir sino que la noción de Estado no es deducible de una consideración
meramente «cuantitativa», sino sólo de una cierta «calificación» de la fuerza misma.
De entre las varias calificaciones posibles, la primera y de las más importantes es
la jurídica, es decir, la que responde al tipo «una fuerza que se ejerce con una cierta
uniformidad y regularidad, según determinadas reglas conocidas».
Expresada en estos términos, la calificación jurídica es, desde luego, estrictamente
descriptiva. Pueden pensarse otras fórmulas de tipo valorativo («una fuerza justa»,
«una fuerza encaminada al bien común»), y se podrá discutir si la calificación
jurídica pertenece a un grupo u otro. Se podrá objetar que al reducir la calificación
jurídica a términos puramente descriptivos se acaba por dejarla en simple
constatación de un dato empírico, pues no hay duda de que tal calificación está
ligada a una determinada experiencia, de la cual, además, se deriva. Pero lo que
importa es que gracias al empleo de esa calificación conseguimos salir de una vez
del plano de la «pura» fuerza, en el que nos pretendía encerrar la concepción realista
en nombre de su particular visión de la «verdad efectiva». El Estado es fuerza, pero
una fuerza «revestida» de un determinado carácter e «investida» de ciertas
cualidades que la distinguen de otros tipos de fuerza. No es sólo «fuerza», sino
fuerza «legal», fuerza «legítima»: poder, autoridad. Por consiguiente, debemos recurrir
al análisis del poder para darnos cuenta de un aspecto del problema del Estado que
escapa —como no puede ser por menos— al «realista político», pero no al jurista,
y para comprender el significado y el valor de aquella fina construcción jurídica
que, además de representar una preciosa herencia del pensamiento político,
constituye, en definitiva, la condición para poder hablar del «Estado» en sentido
propio.

90
Indicaciones bibliográficas

A. F. BENTLEY, The Process of Government. A Study of Social Pressures, 1908, reed. en


1948, parte I, cap. IV; parte II, caps. VI, VII, X v XII; D. B. TRUMAN,
Governmental Process. Political Interest and Public Opinión, Nueva York, 1951, 6.a ed.,
1959, I, 3, y IV, 16; H. D. LASSWELL y A. KAPLAN, Power and Society. A
Framework for Political Inquiry, New Haven, 1950, 5.a ed., 1963, Introducción y III,
8; H. D. LASSWELL y M. S. MCDOUGAL, The Comparative Study of Lavo for Policy
Purposes. Valué Clarification as an Instrument of Democratic World Order, en «Yale Law
Journal», vol. 61, 1962; D. EASTON, The Political System. An Inquiry into the State of
Political Science, Nueva York, 1953, 3.a ed., 1963, IV, 4, y V, 2-4.
Sobre las direcciones actuales de la ciencia política en los Estados Unidos, la
información más reciente y puesta al día se encuentra en el espléndido volumen de
D. WALDO Political Science in The United States of America, Unesco, 1956, y en el
artículo de S. NEUMANN, Die politische Forschung in den Vereinigten Staaten, en el
vol. Politische Forschung, Colonia, 1960. Vid. también B. CRICK, The American Science
of Politics, Londres, 1959; H. EULAU, The Behavioral Persuasión in Politics, Nueva
York, 1963.

Nota
Valdría la pena comparar la que hemos llamado «disolución» del concepto de
Estado, operada por la moderna ciencia política, con la tesis sostenida años atrás
por Benedetto Croce en el terreno filosófico.
Transcribimos a continuación algunos pasajes significativos de Croce a este
respecto:
«... ¿qué es, pues, el Estado en realidad? No es otra cosa que un proceso de acciones utilitarias
de un grupo de individuos o entre los componentes del grupo; por ello no hay por qué
distinguirlo de ningún otro proceso de acciones de ningún otro grupo e incluso de ningún
individuo, porque el individuo aislado no existe, y siempre vive dentro de alguna forma de
relación social. Y nada se gana con definir el Estado como conjunto de instituciones o de leyes,
porque no hay grupo social ni individuo que no posea instituciones y hábitos de vida y no esté
sometido a normas y leyes. En rigor, toda forma de vida es, en este sentido, vida estatal.»

91
«La palabra Estado, por otra parte, que fue utilizada por primera vez, con
significado político, por los italianos del Renacimiento, parece casi una paradoja
verbal, puesto que evoca lo estático en un sector como la vida política, que, como
toda vida, es dinámica o, mejor dicho, espiritualmente dialéctica.»
«... para quienes prefieren las concreciones a las abstracciones, el Estado no es más
que el gobierno: todo se da en el gobierno, y fuera de la cadena ininterrumpida de
las acciones del gobierno no hay sino la hipóstasis de la abstracta exigencia de esas
mismas acciones, la presunción de que las leyes tienen un contenido per se y estable,
distinto de las acciones que se realizan a su luz o a su sombra. »

Como puede apreciarse, estos conceptos guardan una notable analogía con los que
hemos encontrado en Bentley y en sus seguidores, y no deja de tener interés la
fecha a que se remontan: los pasajes transcritos pertenecen a los Elementi di Política,
que fueron escritos en 1924 y publicados en 1925 (ahora pueden encontrarse en el
vol. Etica e Política, 4.a ed., 1956, págs. 220-222).

92
PARTE SEGUNDA

EL ESTADO COMO PODER

93
94
CAPÍTULO PRIMERO

GOBIERNO DE HOMBRES Y GOBIERNO DE LEYES

Cuando se concibe el Estado jurídicamente o, lo que es lo mismo, se define el


poder como una fuerza que se ejerce en nombre de la ley, no se está formulando
necesariamente un juicio de valor acerca de lo que el Estado debería ser ni sobre
los fines que han de asignarse al ejercicio del poder, sino que se afirma simplemente
que el Estado no es definible en términos de pura fuerza y que para entender su
naturaleza es preciso trascender la constatación, fácil y obvia, de que de hecho
existen entre los hombres relaciones de mando y obediencia para llegar al análisis
de la estructura y de las modalidades de dicho mando. Volviendo a nuestras
definiciones del principio, es necesario considerar las «razones» que aseguran y
condicionan la capacidad de imponerse de una determinada voluntad; la particular
«cualidad» de aquel o aquellos de quienes el mando proviene, así como de aquellos
sobre los que se ejerce y a los cuales puede ser impuesto de modo coactivo en caso
necesario.
Esta precisión nos parece necesaria para evitar un posible equívoco, que subyace
en la contraposición entre gobierno de hombres y gobierno de leyes, contraposición que
se ha utilizado desde la antigüedad con un sentido de clara preferencia a favor del
gobierno de las leyes, como superior al de los hombres, del mismo modo que la
contraposición entre imperio de la fuerza e imperio del Derecho se ha entendido siempre
como la afirmación de la superioridad y mayor excelencia de éste sobre aquél. La
indicada preferencia es, en sí misma, expresión de un juicio de valor que no tiene
nada que ver con el análisis conceptual de la relación entre «leyes» y «gobierno» o,
para expresarnos en lenguaje moderno, de la relación entre el Derecho y el Estado.
Desde luego, no queremos excluir con ello la posibilidad de tal juicio de valor, es
decir, de la justificación del Estado porque representa un control de la fuerza, porque
garantiza la ley y el orden; pero el problema que aquí proponemos es distinto: se

95
trata de determinar cómo puede distinguirse el poder de la fuerza, de aclarar si el
respaldo de la legalidad modifica cualitativamente, además de cuantitativamente, el
ejercicio de ésta o, en otras palabras, si la noción misma de Estado está
íntimamente ligada a la de Derecho, no sólo en el sentido de que el poder del
Estado es un poder jurídico, sino también en el de que sólo partiendo del Derecho
puede llegarse a una construcción conceptual del Estado que sea coherente.
La especulación griega en torno al Estado se ocupó con frecuencia de la indicada
contraposición entre gobierno de hombres y gobierno de leyes. Y la divergencia de puntos
de vista de Platón y Aristóteles acerca de este tema constituye la primera muestra
dramática de un contraste de opiniones que se renueva sin cesar a través de todo
el desarrollo secular del pensamiento político en Occidente.
El ideal platónico manifestado en La República es el de un Estado gobernado por
sabios, por «filósofos reyes», es decir, por hombres que conocen lo que es el bien
y que, por consiguiente, no deben ni pueden someterse a ningún vínculo ni en sus
decisiones ni en sus mandatos. El elemento cohesivo del Estado no son las normas
preconstituidas e impersonales del derecho, sino, por un lado, las dotes personales
de los rectores de la comunidad y, por otro, la educación (hoy diríamos
«condicionamiento») de los ciudadanos. Como atinadamente hace notar Sabine en
su History of Political Theory, lo que, sobre todo, sorprende en La República es «la
omisión de la ley»: en realidad, es una omisión lógica y perfectamente coherente
con las premisas de que parte Platón, pero el hecho es que, por su causa, el diálogo
platónico resulta de escaso interés para la teoría jurídica del Estado.
En otras obras posteriores, El Político y Las Leyes, Platón parece abandonar aquella
clara preferencia por el «gobierno de los hombres», poniendo de relieve el valor
del «gobierno de las leyes», probablemente como concesión a las exigencias de la
realidad contingente, a la que baja desde las esferas del ideal. En Las Leyes habla de
la «ley común del Estado» como del «hilo dorado», del «hilo sagrado», «que todos
deben seguir siempre y no abandonar en ningún caso». En El Político, erige el
respeto a la ley en criterio con el que se distinguen las «formas puras» de las «formas
corruptas» de gobierno, siendo la peor de todas la tiranía, que es el gobierno
arbitrario de un solo hombre. Sin embargo, las formas de gobierno fundadas en la
ley siempre serán para Platón una exigencia de la realidad y considerará que el ideal
sigue siendo un gobierno fundado

96
no en la ley, sino en el conocimiento racional del bien: la búsqueda de éste y no el
establecimiento de la ley —o sea, la garantía del Derecho— es la razón de la
existencia del Estado.
Aristóteles, discrepando abiertamente de Platón, afirma que el gobierno de las
leyes» es superior a cualquier «gobierno de hombres». «La soberanía de la ley
equivale... a la soberanía de Dios y de la razón, la soberanía del hombre equivale a
la del animal: porque la codicia y las pasiones pervierten hasta a los mejores cuando
están en el poder. Mientras que la ley es inteligencia sin pasiones.» «Es mejor
confiar el gobierno a quien no está sujeto a pasiones que a quien se halla sujeto a
ellas, y la ley no tiene pasiones, en tanto que el alma humana las padece
necesariamente.» Por supuesto, no es preciso advertir que la doctrina aristotélica
de la supremacía de la ley es bastante más compleja de lo que podría hacer creer la
transcripción de estos breves pasajes. La condición que deben cumplir las leyes es
la de que estén sabiamente dictadas y sean justas; pero, además, es necesario que el
gobierno de las leyes se complemente con el gobierno de hombres —de uno o de
más— en todos aquellos casos en que la ley, por su generalidad, no puede regular
con precisión la realidad. Finalmente, Aristóteles opone una importante reserva
con respecto a la supremacía de la ley: la posible aparición de individuos
excepcionales, de hombres cuya calidad y méritos son «tan sobresalientes como
para sobrepasar a todos los demás». Tales hombres no pueden ser sometidos a lo
que se aplica a la mayoría, «son una ley en sí mismos» y es justo que se les dé poder
ilimitado y que se les obedezca.
Después de este breve recorrido por los fragmentos más significativos en que
Platón y Aristóteles expresan sus puntos de vista sobre el gobierno y las leyes,
parece lícito concluir que ambos autores, aunque manifiestan preferencias
opuestas, coinciden en cambio en que no pretenden establecer la naturaleza del
gobierno, es decir, del poder, sino la mejor manera como deba ejercerse. No
conciben el Derecho como un atributo esencial del Estado, sino como un
instrumento necesario o poco menos para el desarrollo de su actividad y para la
consecución de sus fines. Por eso parece que ni siquiera la concepción aristotélica,
a pesar del acento que pone en la necesidad de un gobierno de leyes en lugar de un
gobierno de hombres, puede considerarse como una concepción jurídica del
Estado.
Más cerca de ésta se encuentra el propio Aristóteles al comienzo de la Política,
cuando establece las diferencias que hay entre la asociación política y las otras
formas de vida social, como la familia y la aldea, diferencias que —Aristóteles
insiste en este punto—

97
no son sólo cuantitativas, sino también cualitativas, como el poder que ostenta el
hombre de Estado es distinto cualitativamente del que ejerce un cabeza de familia
o el amo respecto de los esclavos. La más destacada de estas diferencias es la
actuación de la justicia, que, a su vez, no es posible sin la presencia del Derecho.
«La justicia pertenece a la polis; porque la justicia, que es la determinación de lo que
es justo, es una ordenación de la asociación política.» Y esta misma idea la expresa
aún más claramente en la Ética: «La justicia se da sólo entre hombres cuyas
relaciones recíprocas están regidas por un sistema de leyes.» Pero en realidad
tampoco aquí es el Derecho la esencia del Estado, sino tan sólo un aspecto del
mismo; el fin último del Estado es un fin ético, no estrictamente jurídico: «La
sociedad civil existe por... las buenas acciones, no por la [sola] convivencia.» La
justicia que se da en el Estado no es sólo una justicia en sentido «particular»
(distributiva y correctiva), sino una justicia en sentido «general» o sustancial, un
bien que se alcanza no solamente a través de las leyes, sino también en la
constitución, que es «un modo de vida», y mediante la educación, que es «un
proceso de habituación moral que prepara el terreno para una bondad consciente».1
Basta lo indicado para poner de manifiesto hasta qué punto difieren la concepción
aristotélica del Estado y todo cuanto actualmente incluimos en la noción de un
Estado «jurídico», en contraposición a un Estado «ético», es decir, la noción del
Estado como garantía del Derecho, en contraposición al Estado como realización
de la plenitud de la vida moral.
Acaso el momento en que Aristóteles se aproxima más a la concepción moderna
del Derecho y del Estado es en una distinta definición de la constitución que
propone en otro lugar de la Política, sustituyendo el criterio ético —la constitución
como «modo de vida»— por un criterio puramente jurídico: «La constitución de
un Estado consiste en el modo como se articulan las autoridades públicas y, sobre
todo, la que es soberana.» Y un poco después precisa Aristóteles, con mayor
amplitud y rigor, que «por constitución... se entiende una ordenación de la ciudad
respecto de las magistraturas y el modo de distribuirlas, de la atribución de la
soberanía y de la determinación del fin de cada sociedad. Por el contrario, las leyes
no tienen más misión que la de señalar a los magistrados normas para ejercer la
autoridad y castigar a los transgresores, por lo

1. E. Barker, The Politics of Aristotle, 4.a ed., Oxford, 1952, apéndice II, página 364.

98
que son fundamentalmente distintas de la constitución». Recordemos que
Aristóteles se basa en la primera de las definiciones mencionadas para establecer
su famosa clasificación de las formas políticas, acaso uno de los temas más
conocidos de la Política, clasificación que, por lo demás, no carece de precedentes
en el pensamiento político griego y se encuentra también en Platón. El criterio lo
suministra la consideración de la estructura constitucional, y más concretamente
de la distribución de la «autoridad soberana», que puede estar «en manos de uno,
o de unos pocos privilegiados, o de la mayoría de los ciudadanos». Sin embargo,
junto a este criterio técnico-jurídico Aristóteles introduce también un criterio
moral, distinguiendo las formas de gobierno según que el poder se ejerza de manera
justa o injusta, buena o mala. Resultan así seis formas típicas, de las que tres —
monarquía, aristocracia y democracia— persiguen el bien común, mientras que las
otras tres —tiranía, oligarquía y demagogia— atienden únicamente a la utilidad
particular y son degeneraciones de las primeras. Tal clasificación se repetirá en toda
la doctrina política posterior, y sólo Maquiavelo y Montesquieu, como veremos, se
separarán de ella de modo radical.
Con la definición jurídica de la constitución que Aristóteles ofrece en la Política nos
acercamos bastante a la respuesta que buscábamos para contestar a la pregunta de
cuál es exactamente la relación entre el Estado y el Derecho, de qué es lo que
distingue el poder del simple ejercicio de la fuerza. La polis no puede existir sin una
constitución, es decir, sin una distribución del poder entre sus elementos
integrantes. El Estado es, por consiguiente, un ordenamiento jurídico, una
estructuración de las relaciones entre los hombres según reglas manifiestas,
cognoscibles y determinables.
Es evidente que corresponde a Aristóteles el mérito de haber propuesto por
primera vez una concepción del Estado en la que se reconoce el Derecho como
elemento constitutivo y como condición esencial de la relación política. Pero quizá
esta afirmación reduzca la importancia y rango de la concepción política
aristotélica, que si ha influido en la historia del pensamiento posterior no ha sido
tanto por su valor jurídico cuanto por su significado filosófico y ético. Por tanto,
nos conformamos, por el momento, con afirmar que el problema de la relación
entre Estado y Derecho no fue ignorado del todo por el pensamiento griego.
Aunque su definición en términos rigurosos y definitivos constituye gloria
imperecedera del pensamiento jurídico romano.

99
Indicaciones bibliográficas

PLATÓN, Las leyes, I, 645; El Político, XXX-XLI, especialmente 293-296.


ARISTÓTELES, Política, I, 2; III, 1, 6, 7, 11, 13, 15-17; IV, 1, 11; VII, 1 y
especialmente 1253a, 1274b, 1278b, 1281a, 1282b, 1284a, 1286a, 1287a, 1288a,
1289a, 1295a, 1323a; Ética a Nicómaco, V, 6, 1413a.

100
CAPÍTULO SEGUNDO

ESTADO Y DERECHO: NOCIONES FUNDAMENTALES

Las nociones fundamentales de las que todavía nos servimos hoy para tratar del
Derecho y del Estado son, en una gran parte, de origen romano.
En primer lugar, la definición del Estado en términos rigurosamente jurídicos. A
este respecto, es de capital importancia la definición ciceroniana, a la que hemos
tenido ocasión de referirnos anteriormente.1 Cualquiera que sea la interpretación
que se dé a la fórmula res publica res populi —nada sencilla, por cierto, a pesar de su
brevedad, o acaso por ella misma—,2 lo que no cabe duda es que en la definición
de Cicerón se contiene, con absoluta claridad y sin ambigüedad alguna, la
afirmación de que el Estado no es concebible fuera del Derecho: res publica res populi,
populus autem non omnis hominum coetus quoquo modo congregatus, sed coetus multitudinis iuris
consensu et utilitatis communione sociatus. Como se ve, Cicerón no olvida el móvil
utilitario —lo que hoy quizá llamaríamos el fundamento «económico» o
«sociológico»— de la sociedad política; pero junto a tal fundamento coloca, como
signo distintivo del Estado, el consensus iuris, el reconocimiento del

1. Vid. supra, págs. 47 y 51.


2. «Los antiguos operan, más que con abstracciones, con términos concretos, encarnaciones
vivas de los problemas y de los conceptos jurídicos: llegan a la representación y personificación
del Estado, de la res publica, como ordenamiento soberano, a través del populus Romanus, es decir,
el orden de los ciudadanos encarnado en la comunidad organizada; de aquí el significado de civitas
para designar el conjunto de hombres libres organizados en vida colectiva o la misma
organización jurídico-política en la que se integran; de aquí también el significado de populus [en
la definición ciceroniana] y la definición de res publica como res populi, y el uso de populus Romanus
donde nosotros traduciríamos como Estado» (G. Grosso, Lezioni di storia del diritto romano, 4.a
ed., Turín, 1960, pág. 245).

101
Derecho: quia primum mihi populus non est ... nisi qui consensu iuris continetur* Como
Aristóteles, Cicerón ve en el Estado un corolario de la naturaleza humana: eius autem
prima causa coeundi est non tam imbecillitas quam naturalis quaedam hominum quasi
congregado.** Pero, a diferencia de Aristóteles, carga el acento no tanto sobre el fin
de la asociación política, sobre las «buenas acciones», sobre el «vivir bien» que en
ella se fomenta, cuanto sobre la estructura del Estado, sobre el consilium que lo rige,
sobre la «normalización», que él garantiza, de las relaciones humanas: omnis ergo
populus, qui est talis coetus multitudinis, qualem exposui, omnis civitas, quae est constitutio
populi, omnis res publica, quae, ut dixi, populi res est, consilio quodam regenda est, ut diuturna
sit. Id autem consilium primum semper ad eam causam referendum est, quae causa genuit
civitatem.*** Podrán variar las formas de gobierno (el status rei publicae) según que el
poder (la summa rerum) esté en manos de uno, de pocos o de todos; podrá discutirse
cuál de ellas es la mejor; pero todas deben ostentar la nota característica de ejercer
la fuerza en nombre y sobre la base de una norma, de un criterio vinculante de
regularidad, porque un gobierno sólo es tal si teneat illud vinculum, quod primum homines
inter se rei publicae societate devinxit.**** Este vínculo es la ley: cum lex sit civilis societatis
vinculum.
Estos pasajes fundamentales del De re publica, que acabamos de transcribir, son
suficientes para poner de manifiesto el papel preeminente que tiene la noción de
Derecho en la concepción romana del Estado. Sin embargo, no es menos cierto
que, en la definición ciceroniana, la noción de Derecho está toda ella transida de
un contenido moral, porque el requisito del iuris consensus como condición de la
existencia del Estado no significa el reconocimiento de una norma cualquiera, sino
precisamente de una norma justa. En otras palabras, la justicia es, para Cicerón,
elemento esencial del

* N. E.: «... no creo que haya pueblo donde... no hay una comunidad de derecho» (Sobre la
República, III, 33, trad. citada de A. D'Ors).
** N. E.: «La causa originaria de esa conjunción no es tanto la indigencia humana cuanto cierta
como tendencia asociativa natural de los hombres...» (ibidem, I, 25).
*** N. E.: «Así, pues, todo el pueblo, que es tal conjunción de multitud, como he dicho, toda
ciudad, que es el establecimiento de un pueblo, toda república, que, como he dicho, es lo que
pertenece al pueblo, debe regirse, para poder perdurar, por un gobierno. Este debe servir siempre
y ante todo a aquella causa que lo es también de la formación de la ciudad...» (ibidem, I, 26).
**** N. E.: «... si sirve para mantener aquel vínculo que empezó a unir en sociedad pública a los
hombres...» (ib., loc. cit.).

102
Derecho, y por eso las leyes injustas no son leyes, y un Estado sin justicia no es tal
Estado. Esto es, por lo menos, lo que afirma San Agustín, a quien debemos —
dado que el tratado del jurista romano ha llegado hasta nosotros de forma
fragmentaria— un resumen de la interpretación que el propio Cicerón, por boca
de Escipión, habría hecho de su definición del Estado en el libro III del De re
publica. Precisamente, como sabemos, San Agustín se vale del hecho de la
introducción en tal definición de un criterio moral para realizar una reducción al
absurdo de la misma y proponer una nueva definición adiáfora, es decir, exenta de
todo elemento valorativo, en el sentido que más arriba se expuso.
Indudablemente, el consensus iuris de Cicerón puede entenderse como «respeto por
la justicia» o como «asentimiento a la ley»; en el primer caso, la definición
significaría un intento de justificación del Estado por la vía de la justicia natural o
ley natural, aquella «verdadera ley» que él mismo describe como «recta razón
conforme con la naturaleza, que a todos se extiende, inmutable y eterna». Sin
embargo, considerada como pura definición, lo que particularmente interesa es el
énfasis que pone en el elemento de la ley, no en la cualidad de ésta; e incluso en
este sentido restringido —es decir, atendiendo sólo a la inserción definitiva de la
noción de Derecho en el concepto del Estado—, el eco de la repetida definición
se escuchará a través de los siglos, y puede afirmarse que aún hoy se halla presente
en la mente de cuantos, contra la tesis que reduce el Estado a un simple fenómeno
de fuerza, ven en el poder estatal el ejercicio de la fuerza bajo el signo del Derecho,
de la legalidad.
En los pasajes que hemos transcrito se contienen también dos nociones que tienen
una importancia capital en la teoría jurídica del Estado. La primera es la de la
existencia en la sociedad política de un poder supremo (summa rerum, summa potestas)
del que emana la ley y que, según en quien resida, determina no sólo la forma de
gobierno, sino también la estructura del Estado (status rei publicae). En la tradición
romana, este poder supremo es el poder del pueblo; del pueblo, se entiende,
jurídicamente organizado.3 Por tanto, la ley es, en esencia, la emanación de la
voluntad colectiva del pueblo. Como dice Gayo, jurisconsulto del tiempo de los
Antoninos,

3. Véase, para lo que sigue, el espléndido estudio de P. Catalano, Il principio democrático in Roma,
en «Studia et Documenta Historiae et Juris», XXVIII, 1962. Deseo expresar a este joven colega mi
gratitud por las oportunas aclaraciones que me ha proporcionado sobre estos puntos, que me
han permitido modificar sensiblemente la interpretación de Cicerón que daba en la primera
edición de este libro.

103
la ley es lo que el pueblo manda y establece: lex est quod populus iubet atque constituit
(Instituta, I, 2-7); y Papiniano, de la época de los Severos, afirma que la ley es la
decisión general de la comunidad: lex est... communis rei publicae sponsio (fr. 1, Digesto
I, 3). La ley es, en cuanto tal, la fuente del Derecho por excelencia.4
Este principio de que todo poder deriva de la potestas originaria del pueblo (potestas
que es distinta del imperium, el poder propio de las magistraturas concretas) no nos
interesa, al menos de momento, en cuanto principio político, es decir, en cuanto
afirmación de una preferencia por lo que hoy llamaríamos un «régimen
democrático» fundado en la «soberanía popular». La inclinación de Cicerón se
manifiesta en favor de la tesis democrática extrema, que presenta con el clásico
argumento de que nulla alia in civitate, nisi in qua populi potestas summa est, ullum
domicilium libertas habet: qua quidem certe nihil potest esse dulcius* (si bien, como
tendremos ocasión de ver más adelante, en realidad se inclina por un régimen
«mixto»). En los juristas romanos, por otra parte, el aludido principio de que el
poder deriva del pueblo tiene un sentido predominantemente jurídico, no político.
El poder supremo del pueblo romano es el postulado que permite reducir a la
unidad las múltiples fuentes de producción jurídica, indicando su raíz común,
como hemos visto que ocurría en el caso de la ley y de la costumbre. Y a ese
postulado se aferrarán cuando, agotadas las diferentes fuentes jurídicas durante el
Principado, la constitución imperial venga a ser la única expresión del Derecho
positivo; porque entonces configurarán el poder del príncipe como una emanación,
como una concesión del poder originario del pueblo, según se dice en el famoso
pasaje de Ulpiano (fr. 1, Digesto, I, 4): Quod principi placuit, legis habet vigorem: utpote cum
lege regia, quae de imperio eius lata est, populus ei et in eum omne suum imperium et potestatem
conferat.**

4. «Juliano, jurisconsulto de la época adrianea, para justificar la eficacia de la costumbre,


entendida específicamente como fuente, lo hace equiparándola a la lex, de modo que en un caso
el populus expresa su voluntad suffragio, y en el otro rebus ipsis et factis, esto es, mediante lo que suele
llamarse declaración tácita de voluntad» (Grosso, op. cit., con referencia al fragmento 32, Digesto,
I, 3).
* N. E.: «...no encuentra acogida la libertad en ninguna otra forma de ciudad que no sea aquella
en la que la potestad suprema es del pueblo, y, ciertamente, ninguna más agradable que ella puede
haber...» (Sobre la República, I, 31).
** N. E.: «Lo que plugo al príncipe tiene fuerza de ley: así es, en efecto, dado que por la ley regia,
que se promulgó acerca del imperio del príncipe, el pueblo le confiere todo su imperio y
potestad» (versión castellana de A. D'Ors y otros, Arahzadi, Pamplona, 1968).

104
Este pasaje, que habría de suscitar tantas discusiones en siglos posteriores, expresa,
desde luego, el principio de que el poder deriva del pueblo, pero también, y sobre
todo, la idea de que en el Estado existe un poder —sea del príncipe o del pueblo—
que es la fuente de la ley y que, precisamente por ello, es superior a la ley, % sea,
como dice otro texto de Ulpiano, transmitido a través de la compilación
justinianea, que es legibus solutus (fr. 31, Digesto, I, 3). Pero esta noción no puede
entenderse adecuadamente sino en un sentido jurídico: no es un principio político,
sino jurídico. No quiere decir que en el Estado exista un poder arbitrario en el
sentido de que la última y definitiva palabra corresponda —por encima y más allá
de la ley— a la pura fuerza, en toda su desnudez y crudeza. Al contrario, la fórmula
debe entenderse como el reconocimiento de que la relación entre poder y Derecho
tiene que apreciarse necesariamente de diferente manera cuando se considera
desde la perspectiva de aquellos sobre los que se ejerce el poder legalmente o bien
desde el punto de vista de quien lo posee. En ambos supuestos el poder está
condicionado por el Derecho, lo que quiere decir que, en el caso del que lo ejerce,
puede ser «absoluto», pero no puede ser, por definición, arbitrario. Esta es la única
manera de comprender cómo en el pensamiento romano pudo concebirse el poder
como una fuerza controlada por el Derecho y sujeta a él y, al mismo tiempo, como
fuente del Derecho y así superior a lo que es creación suya. Y es también la única
vía posible para ofrecer una interpretación aceptable de un célebre texto referente
a las relaciones entre poder y Derecho, que procede de una época en que el poder
imperial, monopolizado por él todo el proceso legislativo, había llegado a ser, en
el pleno sentido de la expresión, legibus solutus.
El texto aludido, que se encuentra en una Constitución de Teodosio y
Valentiniano, recogida en el Código, es éste: Digna vox maiestate regnantis legibus
alligatum se principem profiteri; adeo de auctoritate iuris nostra pendet auctoritas. Et re vera
maius imperio est submittere legibus principatum; et oráculo praesentis aedicti quod nobis licere
non patimur indicamus (Cod., I, 14).* Es decir, que no sólo se proclama que el príncipe
debe someterse a la ley, sino que se afirma que su misma autoridad le viene de ella.
Es cla-

* N. E.: «Es manifestación digna de la majestad del que reina, que el príncipe se confiese obligado
por las leyes; en tanto que de la autoridad del derecho depende nuestra autoridad. Y en verdad
que más grande que el imperio es someter el principado a las leyes; y por el oráculo del presente
edicto indicamos lo que no consentimos que nos sea lícito a nosotros mismos» (edición de I. L.
García del Corral, reimpresa por Lex Nova, Valladolid, 1988).

105
ro que si el legislador es el creador de la ley, resulta sencillamente impensable que,
en esa actividad, proceda «ilegalmente»; por eso el Estado fue en Roma, en todo
momento, una «estructura legal». Lo cual aparece con toda claridad al comparar la
concepción —común a Platón y Aristóteles y, en general, a todo el pensamiento
griego— del individuo excepcional superior a las leyes porque él mismo es una «ley
viviente», con aquella otra, propia del Derecho romano bizantino, del Emperador
como lex animata o nomos empsychós (Novellae, CV, 4). En el primer caso (concepción
griega), son las cualidades personales de un individuo las que hacen superflua la
sujeción a la ley, mientras que en el segundo (concepción romana) es la función
ejercida por el legislador la que otorga a éste una especial posición respecto de la
ley. Pero como la función en sí misma es una creación del Derecho —de auctoritate
iuris nostra pendet auctoritas—, resulta que en tal concepción aparece el poder, la
fuerza ejercida en nombre del Derecho, como algo completamente impersonal,
siendo ésta una de las consecuencias (y no de las menos importantes) de la
construcción jurídica del poder y del Estado.
El último tema apuntado —la «despersonalización» del poder— nos conduce a la
segunda noción de las dos a que antes aludíamos con referencia a los textos de
Cicerón que transcribimos: la noción del status rei publicae como un cierto «modo
de ser» o estructura de la organización del populus. Ya anteriormente (en la primera
parte, capítulo 3) tuvimos ocasión de poner de relieve la importancia de la palabra
status en la formación de nuestro actual léxico político. Pero lo que ahora nos
importa es el uso que hicieron los juristas romanos de la fórmula status rei publicae
para distinguir, dentro del ámbito de las normas jurídicas propias de una
determinada comunidad, de un determinado «Estado», las que se refieren
especialmente a la distribución y regulación del poder, presentándolas, agrupadas
en una particular categoría, como la auténtica trama y la esencia del Estado. Lo que
con ello hicieron fue diferenciar la esfera pública de la privada y el poder que se da
en una y en otra, estableciendo así una distinción que todavía juega un papel
importante en la doctrina jurídica europea continental a la hora de trazar la línea
divisoria entre el Estado y los demás complejos de relaciones existentes dentro de
un contexto social.
Tal distinción se encuentra en otro pasaje muy conocido de Ulpiano, colocado
precisamente al comienzo del Digesto, que divide las normas jurídicas en dos
grandes categorías, las que atienden al interés de los ciudadanos y las que miran al
status rei publicae, es

106
decir, al orden del Estado: publicum ius est quod ad statum rei romanae spectat, privatum
quod ad singulorum utilitatem (fr. 1, Digesto, I, 1).* En esta distinción aparece
claramente individualizado el carácter público, es decir, impersonal, de todo cuanto
atañe al Estado, punto éste que será de capital importancia para la doctrina política
posterior. Podrán los juristas romanos vacilar entre una concepción más amplia del
Derecho público, como organización y estructura del Estado, y una concepción
más restringida, como un Derecho dado por el populus a través de la lex y demás
fuentes a ella equiparadas;5 pero lo que está clarísimo es que, para ellos, no toda
voluntad puede crear normas de carácter «público» (ius publicum privatorum pactis
mutari non potest; fr. 38, Digesto, II, 14)** y sólo, puede hacerlo una voluntad investida
de determinados caracteres y que realice una cierta función: una voluntad que,
dotada de fuerza, esté autorizada por el Derecho y dirigida al mantenimiento del
mismo. En otras palabras, el poder es un atributo exclusivo del Estado y de sus
servidores; existe en virtud de la ley y está condicionado por el respeto a la misma.
Muy significativo a este respecto es la relación que hace Justiniano de las misiones
que competen al poder imperial; la relación aparece en la Constitución Deo Auctore,
con la que se abre la gran compilación justinianea, y allí se dice que aquellas
misiones o finalidades no se agotan con «gobernar el Imperio», «conducir la guerra
a un término feliz» y «ennoblecer la paz», sino que culminan en garantizar el
ordenamiento jurídico del Estado: statum rei publicae sustentamus. Pudiera decirse que
en esta frase se encierra toda la noción jurídica del Estado. El Estado no coincide
ni puede coincidir con el puro ejercicio de la fuerza. La noción del poder como
fuerza garantizada por el Derecho y garante del Derecho mismo es la más alta
contribución que el pensamiento romano ha hecho a la teoría del Estado.

* N. E.: «Es derecho público el que respecta al estado de la república, privado el que respecta a
la utilidad de los particulares» (trad. citada).
5. Grosso, op. cit., p. 140; más concretamente, Silvio Romano, La distinzione fra «ius publicum» e
«ius privatum», etc., en «Scritti in onore di Santi Romano», Padua, 1939.
** N. E.: «El derecho público no puede ser alterado por los pactos de los particulares» (ibidem).

107
Indicaciones bibliográficas

CICERÓN, De re publica, I, 25 y 26, 31 y 32; III, 22 y 33; además del argumentum


Augustini del De Civitate Dei, II, 21, y XIX, 21.
Sobre la distinción entre ius publicum e ius privatum hay una abundante bibliografía;
entre los libros más recientes está el de H. MÜLLEJANS, Publicus und Privatus im
rómischen Recht und im älteren kanonischen Recht, Munich, 1961.
Por comodidad, hemos efectuado en el texto las referencias al Corpus iuris
justinianeo.

108
CAPÍTULO TERCERO

LA SUPREMACÍA DE LA LEY

Concebir el Estado en términos jurídicos significa, como hemos visto, considerar


el poder como fuerza «legal» y su ejercicio como despliegue de la fuerza bajo el
signo de la legalidad, por lo que resulta evidente que el sentido de la legalidad
depende directamente del significado que se atribuya a la «ley». Lo que mejor puede
ilustrar esta interdependencia es el análisis de la doctrina medieval acerca de la
relación entre Derecho y Estado, doctrina que puede compendiarse en una fórmula
escueta: la supremacía de la ley.
A primera vista no se aprecia en qué pueda diferir esta doctrina de la tesis
aristotélica que prefería el gobierno de las leyes sobre el de los hombres, o de las
afirmaciones que pueden encontrarse en Cicerón respecto de la subordinación del
poder a la ley. En efecto, hablando en el De Officiis (I, 34, 124) de los deberes de
los magistrados, los describe del siguiente modo: est igitur proprium munus magistratus
intellegere se genere personam civitatis debereque eius dignitatem eí decus sustinere, servare leges,
iura discribere, ea fidei suae commisa meminisse.* Las mismas ideas expuso, aún con más
vigor, en un pasaje del De Legibus (III, 1,2): Videtis igitur magistratus hanc ésse vim, ut
praesit praescribatque recta et utilia et coniuncta cum legibus. Ut enim magistratibus leges, ita
populo praesunt magistratus vereque dici potest magistratum legem esse loquentem, legem autem
mutum magistratum** Indudablemente, para entender

* N. E.: «La función propia del magistrado es ser consciente de que representa al Estado y de
que debe mantener su dignidad y honor, respetar las leyes, distribuir los derechos y tener
presentes las cosas que le han sido confiadas.»
** N. E.: «Ya veis, pues, que la esencia de la magistratura está en el gobernar y disponer órdenes
rectas, útiles y conformes a las leyes. Del mismo modo que las leyes gobiernan a los magistrados,
así el magistrado gobierna al pueblo, y puede decirse en verdad que el magistrado es una ley con
voz, y la ley un magistrado sin ella» (traducción citada de A. D'Ors).

109
el significado de estos textos sería necesario tener en cuenta la noción de la
magistratura de la Roma republicana, que es la que Cicerón tenía ante sus ojos.
Pero dejando a un lado la exégesis histórica, lo que importa poner aquí de relieve
es que en esos pasajes Cicerón no discute el poder del Estado, sino la respectiva
posición de los poderes en el Estado: se trata, por tanto, de un problema
esencialmente distinto del de la relación entre Estado y Derecho, que, en términos
generales, hemos examinado en el capítulo precedente.
La concepción medieval de la supremacía de la ley atañe no sólo al ejercicio del
poder, sino también a la noción del poder mismo; y en ella está involucrado el
problema de la relación entre Estado y Derecho, que realmente es el de la noción
de Estado. Gierke hizo una admirable síntesis de esta cuestión, que hasta hoy no
ha sido todavía superada ni invalidada: «La doctrina medieval —dice—, en tanto
siguió siendo auténticamente medieval, no abandonó nunca la idea de que el
Derecho es, respecto del Estado, algo originario e independiente. Siempre sintió la
necesidad de asentar el Estado sobre una plataforma jurídica y de estructurar su
desarrollo como un procedimiento jurídico; y tuvo en todo momento la convicción
de que la misión del Estado es hacer realidad una noción del Derecho preexistente
e inmutable. Jamás dudó de que existieran límites jurídicos que ni la más alta
potestad, sea espiritual o temporal, puede sobrepasar.»
Como se ve, esta postura respecto del Estado es completamente diferente de
cualquiera de las que hasta aquí hemos examinado. Los romanos, como hemos
visto, tenían una concepción jurídica del Estado: realmente, el Derecho y el Estado
eran para ellos nociones correlativas, y no concebían que pudieran disociarse. Un
punto de vista contrario al de los escritores medievales, que empezaron por separar
lo que los romanos habían unido: Derecho y Estado, aunque estrechamente
relacionados, son dos cosas distintas. Cuando se trata de proveer de fundamentos
al Estado, el Derecho debe entenderse como previo al Estado, como no
dependiente de él en cuanto a su existencia.
A este resultado se llega por dos caminos distintos: por la afirmación de un
Derecho natural diferente y superior a los demás Derechos de origen puramente
humano y por la particular concepción del Derecho que es característica de todo
el pensamiento medieval o, por lo menos, del más antiguo. Los escritores cristianos
del Medievo elaboraron todo un sistema de Derecho natural, sistematizando la
teoría que habían recibido como herencia del pensamiento clásico. La doctrina
iusnaturalista que construyeron contiene, sin duda, indicaciones concretas sobre la
naturaleza del Derecho, pero

110
lo que pretende de modo primario es establecer un criterio de valoración acerca de
la bondad o justicia de aquél, ofreciendo una respuesta al problema de la legitimidad
del poder, no al de la legalidad de la fuerza. Lo que aquí nos interesa es la
concepción del Derecho positivo, el concepto de «ley»: el modo como la Edad
Media plantea el problema de la ley nos dará la razón de aquella diferencia, tan
enérgicamente señalada por Gierke, que separa el mundo medieval del romano en
lo tocante al Derecho y el Estado.
Basta abrir un texto jurídico de aquellos siglos para darnos cuenta de esa diferencia.
En el proemio del Decretum Gratiani, la gran compilación de Derecho canónico
realizada por el monje Graciano hacia la mitad del siglo XII, se encuentran algunas
definiciones que pueden servirnos, las cuales proceden, a su vez, de las Etimologías
de San Isidoro (siglo VII). Se dice en el Decreto que humanum genus duobus regitur,
naturali videlicet iure et moribus: el género humano se rige de dos maneras, por el
derecho natural y por las costumbres. Como se ve, la distinción entre Derecho
natural y positivo se presenta como una escisión entre dos órdenes normativos: de
un lado, las normas universales y absolutamente válidas del Derecho natural, y, de
otro, las normas que rigen a los hombres en su convivencia, las cuales están
constituidas por los usos y costumbres de las diferentes comunidades humanas
(mores). Por eso considera Graciano, siguiendo a San Isidoro, que la variedad y aun
contradicciones de las leyes humanas se deben a la diversidad de los usos y
costumbres de los distintos pueblos: Humanae [leges] moribus constant, ideoque hae
discrepant, quoniam aliae alus gentibus placent. Graciano reconoce que el Derecho
humano no consiste sólo en mores, sino también en leges, y la ley, en sentido propio,
es una constitutio scripta; sin embargo, el Derecho humano, en su verdadera esencia,
es costumbre, y la legislación positiva no es sino esa costumbre puesta por escrito:
apparet, quod consuetudo partim est redacta in scriptis, partim moribus tantum utentium est
reservata. Quae in scriptis redacta est, constitutio sive ius vocatur; quae vero in scriptis redacta
non est, generali nomine, consuetudo videlicet appellatur.
Estas definiciones ilustran mejor que cualquier otro comentario cuál es la primitiva
y originaria idea que la Edad Media tuvo de la naturaleza del Derecho humano o
positivo, y sólo a través de ella puede entenderse la concepción medieval de la
relación entre Estado y Derecho. Frente a la tesis romana de que la ley y el Derecho
son creación de una voluntad legisladora que actúa consciente y deliberadamente,
ya sea voluntad de un gobernante particular o de una determinada comunidad, la
doctrina medieval parte de una

111
concepción que es la exacta antítesis de aquélla. El Derecho no trae su existencia
de un acto creador de la voluntad, sino que se concibe como un aspecto de la vida
colectiva, como costumbre: el acto legislativo no es manifestación de una voluntad
normativa, sino simple redacción o plasmación escrita de cuanto ya vive como
Derecho en el uso y costumbre de los hombres.
No es éste el momento de examinar la difícil y compleja cuestión del origen de esta
concepción. Generalmente se enlaza con la idea del Derecho propia de los pueblos
bárbaros, e incluso algunos autores no han dudado en ver en ella la contribución
más importante de las estirpes germánicas a la doctrina política medieval: una
concepción del Derecho radicalmente distinta, repetimos, de la romana. Sea como
fuere, nos limitaremos a observar que la concepción que nos ocupa corresponde,
sobre todo, a una visión ingenua y arcaica de la vida y de las instituciones políticas
que, como tal, se encuentra en todos los pueblos primitivos, para los que las
costumbres y tradiciones inmemoriales aparecen revestidas de un carácter religioso
y son objeto de veneración y de temeroso respeto. Junto a esta nota de arcaísmo
destaquemos también el carácter estático de aquella concepción, para la que el
Derecho aparece no como libre creación de los hombres, sino, al contrario, como
una limitación que una fuerza misteriosa y trascendente impone al
desenvolvimiento de la voluntad de aquéllos. En plena madurez de su conciencia
jurídica, los romanos habían afirmado con toda claridad la preeminencia de la ley
sobre la costumbre: la voluntad consciente y expresa del legislador puede y debe
prevalecer siempre, y es la verdadera y suprema fuente del Derecho. En la Edad
Media, en cambio, la idea se vuelve exactamente del revés: la legislación positiva
no es sino el reconocimiento de una norma preexistente, more approbata utentium, y
esta norma superior e impersonal es la fuente de donde procede en realidad todo
poder y, singularmente, el poder político.
Entendida en este sentido, la tesis de la supremacía de la ley es el principio
fundamental de que parte la especulación medieval acerca de la relación entre
Estado y Derecho, aunque cabría preguntarse —ya lo apuntamos a su tiempo—1
si el empleo de la palabra «Estado» es del todo apropiada al hablar del pensamiento
medieval, o por lo menos del más antiguo. A la impersonalidad de la ley se
contrapone la personalidad del poder: en los textos medievales no se habla del
Estado, sino del gobernante, como ligado a la ley. Entre estos textos merece
recordarse sobre todo uno famoso de

1. Vid. supra, parte I, cap. 3.

112
Bracton: Rex non debet esse sub nomine, sed sub Deo et sub lege, quia lex facit regem.
Dedicaremos la última parte de este capítulo a trazar un breve bosquejo de las
consecuencias más importantes que, en la teoría política medieval, se derivan de
esta singular combinación de la impersonalidad de la ley y la personalidad del
poder.
La primera y acaso más importante de esas consecuencias es la de concebir el poder
como limitado y responsable. Limitado, porque el gobernante no es sino el ejecutor
de la ley, y su misión corresponde a lo que hoy llamaríamos una función
exclusivamente administrativa y judicial. Responsable, porque la ley expresa y
representa el vínculo de la obligación recíproca que liga al gobernante con los
gobernados. No hay que confundir esta concepción contractual con la abstracta
construcción racionalista que, siglos más tarde, nos ofrecerá la doctrina del
contrato social: aquélla se asienta en una realidad constitucional concreta, en la
concepción típicamente feudal del vínculo que une al señor y al vasallo, y tiene su
reconocimiento y sanción en el juramento que los monarcas medievales prestan en
el momento de su coronación, comprometiéndose a mantener y hacer observar las
«antiguas leyes» y a respetarlas ellos mismos.
El segundo rasgo, y no menos importante, que caracteriza a la doctrina política
medieval es la ausencia en ella de una neta distinción entre el ejercicio «público» y
«privado» del poder, lo cual produce una confusión entre ambas esferas que suele
interpretarse, correctamente, como una secuela del feudalismo. De la misma
manera que el vínculo que liga el vasallo al señor es un vínculo personal, así también
el ejercicio del poder político es un asunto privado, no muy diferente en sustancia
del ejercicio de otros poderes, como la potestad familiar o la administración
patrimonial. El minucioso análisis que Aristóteles hizo de las diferencias entre el
poder político y los demás tipos de poder quedaba así olvidado. Pero la confusión
aludida no debe atribuirse por entero a la aparición de un determinado tipo de
organización social basado en el vínculo personal, sino que puede también
considerarse, y sin forzar mucho las cosas, como la inevitable consecuencia de no
existir una concreta determinación de la última fuente del Derecho: no había un
«Estado» al que referir o atribuir una especial supremacía, la supremacía de la ley.
Paralelamente, en cierto aspecto, a esa indistinción entre lo público y lo privado se
daba asimismo una confusión entre la esfera religiosa y la política, siendo éste el
tercer y decisivo punto que hay que tener presente al hablar de la supremacía de la
ley en la Edad

113
Media. Ya hemos señalado anteriormente que en el léxico medieval la palabra
respublica recibe un importante calificativo: christiana. Si en el Medievo hay un
«Estado» es, desde luego, un Estado cristiano, una res publica christiana. Pero esta
respublica christiana, como Figgis ha puesto de relieve, tiene caracteres a la vez de
Estado y de Iglesia. Se trata de la comunidad de fieles de Cristo, compuesta por
múltiples pueblos, pero constituyendo un único cuerpo místico bajo la guía suprema
del Pontífice y del Emperador, no distinguiéndose en él con precisión los intereses
y relaciones «temporales» o «seculares» de los «espirituales» o religiosos, y estando
en todo caso los primeros subordinados totalmente a los segundos. No puede
sorprender, por tanto, que la «ley» que los gobernantes se obligan a respetar y a
hacer cumplir no sea una ley exclusivamente «secular» o política, ni que, al no existir
una clara noción del poder público, falte también una distinción precisa entre lo
que hoy denominamos Estado y lo que llamamos iglesia.
Las cuestiones de que hemos tratado no son, sin embargo, más que puntos de
partida, de los que, por cierto, se apartará rápidamente el pensamiento medieval,
urgido por exigencias prácticas y factores ideológicos de inmenso alcance. Pero
sólo partiendo de ellos podremos saber la dirección que hay que tomar para
descubrir la aparición de conceptos nuevos y renovadores, los cuales, aunque sin
anular del todo aquellas nociones —que persistirán como precioso legado para el
pensamiento occidental—, abrirán el camino a la construcción jurídica del Estado
que es propia del mundo moderno.

Indicaciones bibliográficas
R. W. y A. J. CARLYLE, A History of Medieval Political Theory in the West, Edimburgo,
1903, vol. I; J. N. FIGGIS, «Respublica christiana», en Churches in the Modern State, 2.a
ed., Londres, 1914; C. H. MCILWAIN, The Growth of Political Thought in the West,
Nueva York, 1932.
El texto de Gierke que hemos transcrito pertenece a una sección relativamente
breve de su gran obra Das deutsche Genossenschaftsrecht (vol. III, cap. II, 11; en la ed.
de 1954, págs. 501 a 645), titulada Die publicistischen Lehren des Mittelalters.

114
CAPÍTULO CUARTO

A LA BÚSQUEDA DE LA SOBERANÍA

Durante los siglos de su mayor esplendor, el pensamiento político medieval se


mueve —al principio con un ritmo lento, y más rápidamente después— siguiendo
ciertas líneas de desarrollo, a su vez determinadas por apremiantes necesidades
históricas. La primera y más urgente necesidad era la de sustituir la concepción,
fundamentalmente estática, de la sociedad por un punto de vista más en
consonancia con la mayor complejidad que iban adquiriendo las relaciones
humanas. La segunda, pero no menos importante, fijar con precisión el auténtico
fundamento del poder y definir su naturaleza de suerte que pudiera distinguirse el
Estado de las otras instituciones sociales con las que, como hemos visto, se había
confundido durante algún tiempo. Esta evolución puede achacarse a un motivo
generador central y único, a un concepto que va abriéndose camino gradualmente
y para designar el cual los teóricos buscarán en vano un nombre durante largo
tiempo. Este nombre, que será «inventado» sólo después del período que llamamos
Medievo, es el de soberanía.
Se trataba ante todo de atender a las necesidades planteadas por una sociedad en
rápido desarrollo, como era la de los últimos siglos de la Edad Media; y una
concepción tan primitiva y arcaica como la de la absoluta inviolabilidad e
inderogabilidad de las normas tradicionales y consuetudinarias, de las «buenas
viejas leyes», tenía que aparecer como inadecuada para dar solución a esas nuevas
necesidades. El pensamiento medieval no abandonó, pura y simplemente, la
antigua idea de la supremacía de la ley, sino que la mantuvo en vigor, aunque
transformándola, por así decirlo, desde dentro. Durante mucho tiempo continuará
considerándose al «gobernante» como absolutamente ligado, en el ejercicio del
poder, por el respeto y cumplimiento de la «ley», pero se muda sustancialmente, en
cambio, el concepto mismo de ley, que poco a poco se transforma de expresión de
costumbres y usos inmemoriales en expresión

115
de una consciente y deliberada producción legislativa, susceptible de adaptarse a
situaciones nuevas para darles una reglamentación adecuada. Esta transformación
se vio favorecida ante todo por una noción más clara de la condición de validez de
las normas consuetudinarias, las cuales, como hemos visto, se consideraban válidas
en tanto en cuanto eran tácitamente aprobadas por los utenti, es decir, aceptadas
por la comunidad. Si la comunidad estableciera normas nuevas, el legislador no se
limitaría a «poner por escrito» las que ya existían como tradiciones y costumbres,
sino que bastaría asegurar para esas nuevas normas un requisito idéntico, o por lo
menos afín, al propio de las antiguas, es decir, que fuesen convalidadas por la
aprobación y sanción de toda la comunidad. Con palabras de una máxima famosa
—que tiene, por cierto, una curiosa historia—, la norma que afecta a todos, por
todos debe ser aceptada: quod omnes tangit ab ómnibus approbetur.
Hallamos aquí el germen de dos instituciones que alcanzarán una gran importancia
en la teoría del Estado moderno: la representación y la división de poderes. En
cuanto a la primera, nace de la exigencia de encontrar un mecanismo constitucional
a cuyo través pueda concretarse y manifestarse el consensus de la comunidad,
necesario para la validez de la ley. Algunos autores han querido ver en la «ficción»
de la representación, es decir, en la idea de que la voluntad de los individuos
asociados pueda ser expresada indirectamente mediante delegados designados para
ello, una de las manifestaciones más importantes de la doctrina medieval de las
corporaciones, que la elaboró y llevó a su culminación al determinar la función y
finalidad de las deliberaciones colegiales, así eclesiásticas (Concilios) como
propiamente políticas. Es, en efecto, en la Edad Media donde aparecen los orígenes
de las instituciones que hoy llamamos representativas o parlamentarias: no se
engañaba Rousseau, su feroz adversario, cuando veía en ellas una supervivencia de
la época «feudal».1 Los precedentes de tales instituciones pueden rastrearse en casi
todos los países europeos, pero es en Inglaterra donde mejor puede seguirse su
desarrollo ininterrumpido y, en cierto sentido, ejemplar. Allí encontramos la
máxima quod omnes tangit ab ómnibus approbetur invocada solemnemente en la
convocatoria del clero al Parlamento en 1295, así como la afirmación de que «el
Parlamento representa a toda la comunidad del Reino»; principios ambos que,
aunque expresados de otro modo, han permanecido como los pilares de la noción
moderna de Estado constitucional.

1. Rousseau, Contrato social, III, cap. 15.

116
Más compleja —y bastante más debatida— es la cuestión de si en la
transformación de la idea medieval de la supremacía de la ley puede encontrarse el
germen de la moderna doctrina de la división de poderes o, por lo menos, de la
distinción entre el legislativo y el ejecutivo. Tal distinción estaba ya implícita, en un
cierto sentido, en la concepción que hemos examinado del poder como
circunscrito a la tutela y aplicación del Derecho, y podría parecer lógicamente que
se acentuaba al colocar junto a aquel poder y por encima del mismo la potestad de
establecer leyes, a cuya disciplina debían someterse todos, incluso el mismo
gobernante. Sin embargo, la doctrina medieval se diferencia notablemente de la
moderna no sólo por la falta de toda separación neta y de toda contraposición entre
ambos poderes, sino también porque en vano se buscaría en aquélla una sola
afirmación o reivindicación de la absoluta necesidad y validez del rígido y abstracto
esquema constitucional que andando los siglos elaborarían Montesquieu y su
escuela. A este respecto nos parece definitivo el juicio de Mcllwain cuando dice
que «no existe una doctrina medieval de la separación de poderes; lo que sí hay es
una doctrina medieval, y bien definida, de la limitación de poderes».
Es indudable que la tesis medieval de la supremacía de la ley constituye uno de los
fundamentos principales de la moderna teoría constitucional. Sin embargo, esta
noción fue objeto de una interpretación muy diferente a la anterior durante las
grandes luchas constitucionales del siglo XVII en Inglaterra. En efecto, la fórmula
de Bracton Lex facit regem adquiere en sir Edward Coke un sentido completamente
nuevo. Sólo después de contestar a la pregunta «¿quién da la ley?» pueden
establecerse los límites entre promulgar la ley y llevar a efecto su contenido, y
atribuir unas consecuencias prácticas serias a esa delimitación. Como después
veremos con más detalle, la doctrina moderna de la separación de poderes es
bastante más que una teoría constitucional sobre la estructura de los poderes en el
Estado: es una recomendación acerca de los fines y modos de obrar del Estado-
poder, una teoría política estrechamente vinculada a elementos ideológicos que
habrían sido totalmente incomprensibles para la mente medieval.
Precisamente al mismo tiempo que la noción medieval de la supremacía de la ley
evoluciona para ajustarse a las necesidades de una actividad legislativa más intensa,
puede advertirse un esfuerzo paralelo para determinar con mayor precisión la
naturaleza de tal actividad y la clase de poder que supone. Una vez más, la noción
de poder aparece íntimamente ligada a la noción de Estado. Si la existencia del
Estado está condicionada por la existencia de un sistema

117
jurídico, la existencia de éste es, a su vez, indicio de la existencia del Estado. Éste
fue el descubrimiento capital que señaló a los juristas y tratadistas políticos
medievales el momento de emprender el análisis, desde el punto de vista jurídico,
de las nuevas instituciones que habían ido eclipsando poco a poco y reemplazando
gradualmente a la vieja respublica christiana, con su tendencia hacia la unidad y el
gobierno universal. Un paso importante en esa dirección se dio cuando quedó
delineado por la comunidad —o, más exactamente, por la aprobación de parte de
ella— el principio por el que se admitían leyes nuevas que se hacían necesarias para
integrar en ellas las buenas viejas leyes, e incluso para modificarlas o abrogarlas. Pero
el pensamiento político medieval no hubiera llegado nunca a determinar
rigurosamente el último fundamento del poder y las características de su ejercicio
sin el auxilio de las nociones concretas que iba ofreciendo el renovado estudio del
Derecho romano, iniciado en la escuela de Bolonia poco después del siglo XI y
extendido gradualmente por el resto de Europa.
Ya anteriormente nos hemos ocupado de esas nociones; aquí baste señalar que su
influencia fue tan decisiva que puede afirmarse sin exageración alguna que de no
haber sido por ellas no habría existido la moderna teoría del Estado moderno. Para
el filósofo de la Historia, tal influencia ofrece un argumento a esgrimir frente al
materialismo histórico e ilustra rotundamente el impacto de las ideas en los hechos
sociales y económicos. Para los historiadores de la Teoría Política, la aludida
influencia constituye una manzana de la discordia, pues siempre han estado
divididas las opiniones en torno a la interpretación —y todavía más en cuanto a la
valoración— del influjo del Derecho romano en la vida y el pensamiento
occidentales. Siempre hay autores dispuestos a hablar de una damnosa hereditas,
considerando al Derecho romano como la causa que más contribuyera al desarrollo
del absolutismo en Occidente; pero siempre, también, hay otros dispuestos a
asignar raíces romanas a la doctrina de la soberanía del pueblo, que constituye el
fundamento del moderno Estado democrático. Dejando a un lado cuanto de
exageración pueda haber en tales afirmaciones, es importante hacer notar que las
opiniones contradictorias aparecieron ya, marcando diferencias muy señaladas, en
la etapa más primitiva, puesto que incluso los primeros comentaristas estuvieron
divididos respecto a la interpretación de los textos romanos. En efecto, algunos
glosadores entendían que en el quod principi placuit... de Ulpiano se contenía implícita
una completa y definitiva «alienación» del poder, mientras que otros, al contrario,
consideraban que lo que allí se expresaba

118
era una simple delegación o «concesión», de suerte que el poder continuaba
subsistiendo en el pueblo, es decir, en su titular originario.
Pero la aportación más característica del Derecho romano a la teoría política
medieval no debe centrarse, realmente, en la atribución del poder a este o aquel
titular porque, a fin de cuentas, la noción romana de populus como fuente originaria
del poder podía combinarse fácilmente con la concepción, corriente en la Edad
Media, del consenso de la comunidad como elemento de validez de la ley. La
elección entre las dos alternativas —asignar al pueblo o al príncipe la titularidad
del poder— era, en el fondo, una elección de tipo político. Pero había una tercera
posibilidad: atribuir la summa potestas a toda la comunidad, integrados el príncipe y
los súbditos en un cuerpo único. La contribución decisiva era la nueva concepción
del Derecho como expresión de tal potestas, como un instrumento cambiante según
criterios de utilidad contingente, como conjunto de reglas que son válidas y eficaces
porque en su seno se inserta el imperio de una voluntad suprema que es legibus
soluta por razón de su supremacía.
Esta era la doctrina que, por citar de nuevo a Gierke, produciría una auténtica
revolución en el mundo de las concepciones arcaicas, con el que el pensamiento
medieval había luchado en vano hasta entonces. Al cargar el acento sobre la
consideración del Derecho como factor de cohesión de la sociedad política se
proporcionaba un instrumento sin igual para el análisis de la experiencia política; y
al centrar la atención en el tema de la fuente del Derecho quedaba claramente
señalado el camino para determinar la existencia de un orden jurídico, de un
«cuerpo político» distinto de todo otro tipo de sociedad humana. En adelante se
tratará de encontrar esa «voluntad que legalmente manda y no es mandada por
otra»: a esta y a toda clase de perífrasis tenemos que acudir para evitar el empleo
de una palabra que todavía no existía en el léxico político medieval. Pero podemos
ya afirmar y decir claramente que esta búsqueda de la summa potestas como elemento
distintivo y característico de la sociedad política no era otra cosa que la búsqueda
del atributo fundamental del Estado que un día se llamará soberanía. Una noción
como ésta debía acabar por destruir y disolver la idea de la respublica christiana: una
pluralidad de «soberanías» venían a sustituir no sólo de hecho, sino también de
derecho, a los únicos y exclusivos titulares de la summa potestas, el Pontífice y el
Emperador, resultado inesperado y casi podría decirse contradictorio del retorno
de las ideas romanas. Es evidente

119
que, en la formación del concepto de soberanía, el Derecho romano tuvo una
intervención decisiva.
Y no sólo en eso. Con el Derecho romano volvía una tesis acerca de las
características del poder político y de sus diferencias respecto de otras especies de
poder, que había sido totalmente ignorada por el pensamiento medieval más
antiguo. Como sabemos, en éste se daban una concepción «personalista» del poder
y la confusión entre las esferas pública y privada; pues bien: las definiciones del
Digesto, tan claras, contribuyeron más que cualquier otro factor a distinguir ambas
esferas y a despojar al poder de todo carácter personal. La distinción de Ulpiano
entre Derecho público y privado condujo a los juristas medievales a una noción
más depurada no sólo de la diferencia que existe entre lo que afecta a la utilidad
pública y a la privada, sino a la que se da entre las situaciones (res) y los sujetos
(personae) a que se refieren las normas jurídicas.2 Las normas que atienden al status
rei publicae son las normas que definen el poder; y el poder, cualquiera que sea su
titular, es algo intrínsecamente diferente de toda otra relación existente entre los
hombres. Los medios necesarios para su ejercicio son atributos de la función, no
de la persona que la ejerce: el «fisco», por ejemplo —afirman ya los glosadores—
es patrimonio público, no patrimonio privado del Emperador. En una palabra, el
poder es una función que no se puede enajenar ni transferir porque es inherente a la
estructura misma de la comunidad, al status rei publicae. Este status rei publicae no es,
en verdad, todavía el Estado; aún es una «condición», un «modo de ser» de la
comunidad, no una entidad abstracta, personificada y distinta de aquélla.
Pero lo que importa no es tanto la ausencia en el pensamiento medieval de un
concepto claro de Estado cuanto la aparición gradual de una idea que cada vez se
acerca más a él, a saber, la idea de que entre las múltiples formas de sociedades
humanas hay una que está dotada de un especial poder: un poder que administra,
promulga leyes, juzga e impone tributos, no en virtud de la simple posesión de la
fuerza material o por las cualidades personales de un jefe, sino por razón de un
conjunto de normas que, precisamente porque se refieren al status rei publicae, son
de Derecho público y no de Derecho privado. El problema ya no será sólo
determinar el titular del poder, sino más bien establecer exactamente la naturale-

2. F. Calasso, «Ius publicum» e «ius privatum» nel diritto comune classico, en «Studi in memoria di F.
Ferrara», vol. I, Milán, 1943.

120
za del mismo con el fin de puntualizar qué sociedad lo posee como atributo propio
y exclusivo. La respublica christiana, organización a un tiempo política y religiosa de
todo el orbe cristiano, acabará por ser sustituida por un nuevo tipo de organización
más restringida, pero también mejor definida y de índole marcadamente «laica»: la
civitas y el regnum. Una vez más el concepto de soberanía ofrece el fundamento y
prepara el advenimiento del Estado moderno.

Indicaciones bibliográficas

Además de las obras citadas en el capítulo anterior, A. F. POLLARD, The Evolution


of Parliament, 2.a ed., Londres, 1929; C. H. MCILWAIN, Constitutionalism Anciení and
Modern, Ithaca, Nueva York, 1940.
Otras obras más recientes podrían citarse, pero nos limitamos a mencionar dos
muy importantes y que ofrecen, ambas, una bibliografía detallada: E. H.
KANTOROWICZ, The King's Two Bodies, Princeton, 1957; y los estudios de G.
POST recogidos en el volumen, ya citado, Studies in Medieval Legal Thought
(Princeton, 1964), que lleva el sugestivo subtítulo de Public Law and the State, 1100-
1322.

121
122
CAPÍTULO QUINTO

EL NACIMIENTO DEL ESTADO MODERNO

¿Es posible señalar con precisión el momento en que nace el Estado moderno?
Semejante pregunta resulta, con sólo formularla, tan presuntuosa y a la vez tan
comprometida que no es preciso ser un sabio para darse cuenta de las grandes
dificultades que entraña.1 Por otra parte, preguntar cuándo y dónde surgió el
Estado moderno no tiene sentido si previamente no se ha definido lo que se
entiende por «Estado moderno» o, por lo menos, se ha llegado a concretar cuál de
entre sus notas peculiares debe considerarse como determinante para constatar la
existencia del mismo: la unidad territorial, la homogeneidad étnica o nacional, el
monopolio de la fuerza o cualquier otro rasgo que, aislada o conjuntamente,
caracterizan la compleja experiencia de la moderna estatalidad.
El interrogante en cuestión sólo adquiere un sentido más preciso cuando se
contempla al Estado desde el punto de vista del Derecho. El Estado moderno es
un ordenamiento jurídico. El poder que ejerce no es mera fuerza, sino fuerza que
se pone en práctica según un conjunto de normas de las que, precisamente,
deducimos que «existe» un Estado. Así, aquella pregunta se transforma en esta otra:
¿cómo y de qué manera se ha formado la idea moderna de un poder supremo y
exclusivo regulado por el Derecho y al mismo tiempo creador de éste, y no
sometido a otros poderes, al menos del modo en que están sometidos a él aquellos
sobre quienes se ejerce? Planteado de este modo, el problema del nacimiento del
Estado moderno no es otro que el del nacimiento y afirmación del concepto de
soberanía.

1. Entre los intentos recientes de dar respuesta a esa pregunta recordamos el de F. A. von der
Heydte, Die Geburtsstunde des souveránen Staates, Ratisbona, 1952.

123
Para apreciar en toda su extensión el influjo del concepto de soberanía sobre la
teoría jurídica y política, lo procedente es considerar por separado los dos
diferentes géneros de relaciones sobre los que su influencia es más ostensible: en
primer término, las relaciones de poder dentro de una comunidad dada (en la esfera
«interna», por así decirlo); en segundo lugar, las relaciones de poder entre diversas
comunidades en un plano «internacional».2
Por lo que se refiere a la elaboración «interna» del concepto de soberanía, nos
encontramos con el hecho, por demás singular, de que tal concepto no se aplicó
por primera vez ni se desarrolló coherentemente en relación con el «Estado».
Efectivamente, la tendencia a aplicar el concepto de soberanía y a extraer del
mismo sus lógicas y más extremas consecuencias se manifestó, antes que respecto
del Estado, en relación con la Iglesia, su organización y estructura y la posición de
su Cabeza como cabeza de todo el Cuerpo cristiano. Tal concepto se inserta,
acompañándolo, en el desarrollo de la llamada «doctrina teocrática», es decir, lá
doctrina que reivindica para el Pontífice romano la suprema autoridad en el
mundo, la plenitudo potestatis, expresión ésta que, precisamente, parece ser la que
mejor se corresponde en las fuentes medievales con el concepto moderno de
soberanía. De la atribución al Pontífice de la «plenitud del poder» se sigue que aquél
es la fuente suprema del Derecho: Romanus Pontifex iura omnia in scrinio pectoris sui
censetur habere; principio que era también, y al mismo tiempo, un programa político,
puesto que conllevaba una completa reforma de la tradicional estructura de la
respublica christiana. La más radical formulación de la doctrina se encuentra en la
ambiciosa reivindicación del señorío universal que hiciera Bonifacio VIII y en el
argumento sobre el que él y sus seguidores lo basaban. El argumento tenía una
lógica propia, que era, precisamente, la lógica de la soberanía: en una comunidad
sólo puede haber un detentador del poder, sólo un definitivo fundamento de
obediencia; había que rechazar como absurda y anticuada la vieja idea del gobierno
dual del mundo, guiado por el Pontífice y el Emperador. Porque, como

2. Para cuanto sigue pueden verse estos dos trabajos, aunque sus conclusiones no siempre
coinciden con las aquí expuestas: W. Ullmann, Principies of Government and Politics in the Middle Ages,
Londres, 1961, y M. Wilks, The Problem of Sovereignty in the Later Middle Ages, Cambridge, 1953. En
cuanto a mis puntos de vista discrepantes con los de estos dos autores, vid. las respectivas
recensiones en la «Rivista Storica Italiana», LXXV, fase. 2 (1963), y LXXVI, fase. 3 (1964).

124
decía Bonifacio VIII, con palabras que, sorprendentemente, son una anticipación
de Hobbes y de Rousseau, un cuerpo bicéfalo es un «monstruo» imposible.3
Pero la noción de soberanía no fue monopolio exclusivo de la doctrina eclesiástica
durante la baja Edad Media, y puede apreciarse también su presencia en el terreno
secular, si bien con menos claridad y efectividad. La transformación de las antiguas
estructuras sociales de acuerdo con el nuevo esquema de gobierno unificado se
realizó a través de un proceso lento y gradual que, en la Europa continental, no se
terminó totalmente hasta la Revolución francesa. Y es significativo que este
proceso se entendió muy pronto en términos tales que delatan la aparición de lo
que hemos llamado la lógica de la soberanía. Fue una lógica de esta clase la que
inspiró, ya a los gobernantes individuales, ya a las asambleas, a reclamar todo el
poder, que los autores medievales —a través de la lectura de los textos del Derecho
romano— llegaron a considerar como perteneciente a la «majestad» del Emperador
o del pueblo romanos. Ya en el siglo XIII afirmaba un autor —Alanus Anglicus o
Alanus ab Insulis— que quod dictum est de Imperatore, dictum habeatur de quolibet rege vel
principe qui nulli subest. Unusquisque enim tantum iuris habet in regno suo quantum Imperator
in Imperio. Aquí ya se ve claramente cómo se ha producido el tránsito del concepto
de soberanía desde la esfera interna hasta la exterior, que caracteriza los últimos
siglos del Medievo y que anuncia la disolución de la unidad medieval.
Efectivamente, fue en el orden internacional donde más rotundamente se
manifestó la fuerza del concepto de soberanía y donde se extrajeron sus
consecuencias lógicas, que fueron admirablemente utilizadas para explicar y
justificar lo que ya se estaba produciendo simultáneamente en los diferentes
territorios europeos: el fraccionamiento de la respublica christiana en Estados
diferentes, individuales e independientes. La soberanía en el orden internacional
llegó a ser así la condición necesaria para la soberanía en la esfera interna: para ser
verdaderamente soberano, el poder que dentro del Estado es la fuente suprema de
la ley no debe, a su vez, depender de ningún poder superior. Es en este período
cuando aparecen y se difunden ampliamente las fórmulas civitas superiorem non
recognoscens est sibi princeps y rex in regno suo est imperator, que

3. Bula Unam Sanctam, 1302. En cuanto al uso que Rousseau hace del mismo argumento, vid. más
adelante.

125
expresan y resumen las nuevas reivindicaciones del Estado particular, ya fuera el
Estado-ciudad, regido aún —por lo menos, en parte— democráticamente, ya el
Estado territorial, gobernado por nuevas y ambiciosas monarquías.
El origen de estas fórmulas ha sido objeto, recientemente, de numerosas
investigaciones y controversias. A la expresión rex in regno suo est imperator suele
asignársele un origen francés, atribuyéndose a Francia el dudoso honor de haber
sido la primera nación que se independizara —tanto de iure como de facto— del
Imperio. Pero algunos autores han manifestado sus dudas acerca de la exclusiva
responsabilidad que, respecto de aquella trascendental ruptura, pueda caber al que
ya en la Edad Media solía llamarse el orgullo nacional francés (superbia gallicana),
haciendo notar cómo fórmulas similares aparecieron simultáneamente no sólo en
Francia, sino también en otras partes de Europa. Otros autores, por su parte,
resaltan el hecho de que «las primeras y más firmes expresiones de la teoría de la
independencia, de iure y de facto, de los reinos proceden de los canonistas y teólogos».
Ha habido, en fin, quienes han ido más lejos y han considerado la invención de las
fórmulas rex imperator y civitas sibi princeps como un intento deliberado de la Iglesia
para socavar la unidad del Imperio: la «moderna idea del Estado», como dice uno
de esos autores, podría considerarse, por tanto, como una invención clerical (¡y
bien malhadada, por cierto!). De cualquier modo, una cosa es cierta: que ya sea de
origen «laico» o «clerical», ya haya nacido en Francia o en Inglaterra, en Italia o en
España, la idea de la soberanía llegó a alcanzar a fines de la Edad Media una
difusión y una aceptación casi generales en cuanto que mediante ella se afirma la
independencia del Estado particular y la existencia dentro de él de un poder único
y supremo, arbitro de toda la vida jurídica y social. Faltaba aún, sin embargo, un
término que expresase a la vez tal independencia y tal poder supremo; el mérito de
haberlo acuñado y de haber señalado a la soberanía como atributo esencial del
Estado desde el punto de vista jurídico pertenece a un escritor francés de la
segunda mitad del siglo XVI, que fue a la vez jurista y político: Jean Bodin.
République est un droit gouvernement de plusiers mesnages, et de ce qui leur est commun, avec
puissance souveraine. En esta definición, con la que se abre la gran obra de Bodino —
los Six livres de la République—, el concepto de soberanía aparece por primera vez
como atributo distintivo y característico del Estado. Bodino se jacta de ser el
descubridor de tal concepto y está en lo cierto; para apreciar su novedad, aun antes
de examinar su contenido, basta es-

126
pigar algunos temas que Bodino afronta y resuelve, mediante el empleo del nuevo
concepto, con una originalidad que le destaca netamente por encima de los teóricos
precedentes. En primer término, la definición del Estado: el elemento que
distingue al Estado de toda otra forma de sociedad humana es la soberanía. Lo cual
quiere decir que una familia (mesnage), por grande que sea, nunca llegará a ser un
Estado, mientras que un Estado, aunque sea exiguo, es tal en tanto en cuanto sea
soberano (un petit roi est autant souverain que le plus grana, monarque de la terre). En
segundo lugar, la definición de ciudadano. Lo que aquí cuenta es la relación
impersonal de sujeción; cualesquiera que sean las diferencias de posición social, la
soberanía exige una igualdad formal. Por poderoso que sea un individuo, en cuanto
ciudadano dépouille le titre de maítre, de chef, de seigneur, para someterse a una común
sujeción. Por último, la distinción entre «Estado» y «gobierno». También ésta,
según Bodino, est une reigle de pólice qui na point esté touchée de personne. La forma del
Estado viene determinada por la sede donde radica la soberanía y la de gobierno
por el modo como se ejerce el poder. Se trata de una distinción exquisitamente
jurídica cuya importancia se revelará sólo gradualmente en la posterior teoría del
Estado.
Examinemos ahora los varios aspectos del concepto de soberanía, de la que
Bodino nos ofrece una definición extraordinariamente breve y concisa: la
souveraineté est la puissance absolue et perpétuelle d'une République; en la traducción latina
que él mismo hizo de su obra, la definición reza así: Maiestas est summa in cives ac
subditos legibusque soluta potestas.

a) Anotemos en primer lugar lo que una vez más llamaremos la lógica interna de
la soberanía, que puede concretarse en las dos notas que Bodino menciona en la
definición francesa del concepto: el carácter perpetuo y el absoluto. La soberanía
es perpetua en el sentido de que la misma es atributo intrínseco del poder en cuanto
fundamento del Estado. El poder es aquí entendido en toda su integridad; puede
ser «transmitido», pero no «concedido», porque una concesión a término implicaría
que el verdadero soberano es el concedente, no el concesionario. La soberanía es
absoluta no sólo en el sentido etimológico de superioridad sobre la ley positiva (la
ley no es, para Bodino, más que el mandato del soberano), sino también en el
sentido ya indicado de su indivisibilidad y unidad, por lo que no tolera restricciones
ni condicionamientos; como ya habían afirmado los teóricos medievales, amat enim
unitatem summa potestas. A estos dos atributos de la perpetuidad y del carácter
absoluto po-

127
demos añadir un tercero, consistente en la originariedad; el poder soberano es, para
Bodino, aquel que no deriva de otro, correspondiéndose, por tanto, con la plena
independencia en la esfera internacional: Il n'y a que celuy absoluement souverain qui ne
tient rien d'autruy.
b) Por lo que se refiere a la naturaleza de la soberanía, observemos que ésta consiste
esencialmente, para Bodino, en la que hoy llamamos función legislativa: hoc igitur
primum sit ac praecipuum caput maiestatis, legem universis ac singulis civíbus daré posse. Sous
cette mesme puissance de donner et casser la loy, sont compris tous les autres droits et marques de
souveraineté: de sorte qu'd parler proprement on peut diré qu'il n'y a que cette seule marque de
souveraineté, attendu que tous les autres droits son compris en celuilá. Como se ha puesto de
relieve, la doctrina de Bodino se separa claramente en este punto de la de otros
autores de su tiempo, para los que el atributo principal de la soberanía no es la
función legislativa, sino la judicial. La influencia de Bodino sobre la posterior teoría
del Estado ha sido decisiva, representando en cierto sentido un giro en el
pensamiento jurídico y político europeo, cuyas consecuencias podremos juzgar
mejor más adelante.
c) Finalmente, el área en que se manifiesta la soberanía es la del Derecho positivo,
porque éste es para Bodino el mandato del soberano, el cual es como el canal a
través del cual discurre el Derecho en el que se manifiesta la soberanía. De suerte
que, desde el punto de vista de la legislación positiva, el soberano es técnicamente
legibus solutus, si bien esto no quiere decir que su poder sea arbitrario ni
desordenado, pues esto implicaría una contradictio in terminis. En efecto, el soberano,
para Bodino, está ligado por ciertas limitaciones: se halla sujeto a la ley divina y a
la natural, debe respetar la propiedad y las convenciones y no puede, en fin, alterar
ni derogar las leges imperii, es decir, aquellas normas constitucionales básicas, como
la ley sálica, que establece la línea de sucesión y determina, por consiguiente, las
condiciones de legitimidad de la propia soberanía.

Bastan estos breves trazos para mostrar que el concepto de soberanía es, en
Bodino, un concepto jurídico y no una teoría política. Para el autor francés, el
titular de la soberanía es el monarca; mas ello no es obstáculo para que, sobre la
base de ciertos criterios que él mismo señala, pueda aquélla encontrarse también
en otras

128
formas políticas en las que el titular de la soberanía sea toda la comunidad o un
número determinado de personas. Dicho de otro modo: el concepto de soberanía
es un «modelo», un esquema de interpretación de una realidad que, históricamente,
es la realidad del «principado nuevo», que Maquiavelo había contemplado en
términos de fuerza y que Bodino examina, por el contrario, a la luz del Derecho.
La palabra soberanía venía así a dar nombre a lo que ya habían entrevisto los teóricos
de la baja Edad Media: la aparición de un nuevo tipo de poder junto a un nuevo
tipo de organización política, es decir, la afirmación del Estado como ordenamiento
jurídico supremo y exclusivo.
Así se explica la fortuna que tuvo el neologismo, que entró con Bodino a formar
parte del vocabulario jurídico y político, como Maquiavelo había aportado al
mismo la palabra «Estado». Pero el éxito del nuevo vocablo no se produjo
demasiado rápidamente: la palabra soberanía, nacida en la lengua francesa, aunque
de procedencia directamente latina, penetró escasamente en las otras lenguas
europeas. Es dudoso que el equivalente latino del término se conservase durante
mucho tiempo, pese a que el latín continuó siendo durante más de un siglo el
idioma oficial de los tratadistas. Como hemos visto, Bodino utilizó, como
correlativa, la palabra maiestas en la traducción que él mismo hizo de su obra
algunos años después de su publicación en francés; pero en el texto latino aparece
también la expresión summa potestas con el significado de souveraineté. Grocio emplea
indistintamente las expresiones summa potestas y summum imperium, en De iure belli ac
pacis (1625), para referirse a la soberanía. Hobbes, en De Cive (1642), utiliza como
equivalentes, incluso en el mismo contexto, summa potestas sive summum imperium sive
dominium, mientras que en el Leviathan (1651) condensa esas varias locuciones en
una sola: sovereignty. Pufendorf —según ha observado Derathé— parece preferir
imperium a potestas. Será Barbeyrac quien, en sus traducciones de Grocio y de
Pufendorf, popularizará las palabras souveraineté y autorité souveraine, que acabarán
después por suplantar definitivamente en francés al término empire, todavía
utilizado por Bossuet en el siglo XVII. Locke se sirve preferentemente de la
expresión supreme power, evitando, acaso en implícita polémica con Hobbes, la
palabra sovereignty. Sólo con Rousseau alcanza la noción de soberanía la meta final:
al identificar el souverain con la totalidad del corps politique (Contrat Social, I, 7),
Rousseau hace confluir la noción (jurídica) de la soberanía con la doctrina (política)
de la soberanía popular. Aun hoy día subsisten las vacilaciones, y el concepto de
soberanía no es

129
siempre entendido en su específico significado jurídico,4 siendo significativo al
respecto el que muchos juristas prefieran utilizar la expresión potestad de imperio en
lugar de la palabra soberanía.
La verdad es que, por más que la teoría de la soberanía pueda aparecer clara y
coherente en Bodino, Les Six livres de la République son una introducción a la
moderna teoría del Estado más que una acabada sistematización de la misma.
Todos los problemas que van a plantearse los autores posteriores se apuntan, pero
no se resuelven en la obra de aquél; y al intentar buscar una solución a los mismos,
el pensamiento jurídico y político estará ya enriquecido con una infinita
complejidad de motivos y de preocupaciones ignorados en el tiempo en que
escribía Bodino. Pero, entre tanto, el Estado moderno había quedado fundado de
modo definitivo. Aureolado por el Derecho, el gigante recién nacido caminaba
seguro al encuentro de su destino. A menos de un siglo de distancia de Bodino,
será un filósofo y no un jurista quien extienda la definitiva acta de nacimiento del
Leviatán: el mito de Hobbes es el mito del Estado moderno. A él habrá que acudir
siempre para conocer la verdadera naturaleza del coloso creado por el hombre,
para entender su secreto y para medir sus oscuras venganzas.

Indicaciones bibliográficas

BODIN, Les Six livres de la République, I, 1-2, 6, 8-10; II, 1-2.


Una exposición clara y equilibrada del pensamiento político de Bodino puede verse
en la Introducción de M. ISNARDI PÁRENTE a la traducción italiana de su obra
(I sei libri dello Stato), Turín, 1964; en tal Introducción se contiene, además, una
bibliografía puesta al día y exhaustiva.
La bibliografía inglesa más reciente e importante sobre el desarrollo de la noción
de soberanía durante los últimos siglos de la Edad Media está integrada por las
obras siguientes: B. TIERNEY, Foundations of the Conciliar Theory, Cambridge, 1955;
W. ULLMANN, Principies of Government and Politics in the Middle Ages, Londres, 1961;
M. WILKS, The problem of Sovereignty in the Later Middle Ages, Cambridge, 1963; G.
POST, Studies in Medieval Legal Thought, Prin-

4. Un ejemplo de tales vacilaciones puede encontrarse en el trabajo de W. J. Rees, The Theory of


Sovereignty Restated, en el vol. Philosophy, Politics and Society, ed. por R Laslett, Oxford, 1956.

130
ceton, 1964. Merecen especial mención acerca del tema: J. N. FIGGis, From Gerson
to Grotius, Cambridge, 1907, y C. N. S. WOOLF, Bartolus of Sassoferrato, Cambridge,
1913.
Entre otros muchos libros, me siento especialmente deudor, en cuanto a los
problemas tratados en este capítulo, respecto de los siguientes: F. ERCOLE, Da
Bartolo all'Althusio, Florencia, 1932; F. CALASSO, I Glossatori e la teoría della sovranitá,
Milán, 1945 (3.A ed., 1957); S. MOCHIONORY, Fonti canonistiche dell'idea moderna
dello Stato (imperium spirituale-iurisdictio divisa-sovranitá), Milán, 1951; G. DE
LAGARDE, La naissance de l'esprit laique au déclin du Moyen Age, vol. I (3.A ed.),
Lovaina, 1956, vol. II (2.A ed.), Lovaina, 1958; P. MESNARD, L'essor de la
philosophie politique au XVIé siécle, París, 1936; F. A. VON DER HEYDTE, Die
Geburtsstunde des souverdnen Staates, Ratisbona, 1952.

131
132
CAPÍTULO SEXTO

LAS VENGANZAS DEL LEVIATÁN

Hobbes —que, además de jurista, y mucho más que jurista, es un gran filósofo—
ve en el problema del Estado una cuestión de autoridad antes que una cuestión de
poder. No pretende dar una descripción de la realidad, sino proporcionar un
fundamento racional a la existencia del Estado. Él sabía perfectamente que las
relaciones entre mandato y obediencia pueden asentarse sobre la pura fuerza, y que
las pautas de regularidad del comportamiento humano y de las relaciones entre los
hombres no dependen necesariamente de la consideración de sus fines o de
postulados racionales; pero tales consideraciones no eran para él más que una
simple introducción al auténtico tratamiento de lo político, cuyo último secreto
creyó que sólo podría desvelarse a través del concepto de obligación política que
él construyera. Este intento de explicación es totalmente distinto de la explicación
que busca el jurista o el realista político al encararse con el problema del Estado.
La construcción propuesta por Hobbes se presenta como un todo riguroso y
coherente en el que, con una lógica impecable, se extraen las consecuencias más
extremas a partir de unas pocas —aunque fundamentales— premisas acerca de la
naturaleza del hombre y de su capacidad para conocer y para obrar. Su teoría del
Estado, tanto por el objeto como por el método, es una teoría filosófica y no una
teoría jurídica o política; aunque todavía no ha llegado el momento de examinarla,
pues atacar o defender a Hobbes implica atacar o defender la validez de su teoría
de la obligación política y el valor de la legitimación de la autoridad, que él creyó
haber demostrado de manera inatacable y definitiva.
Mas la grandeza del Hobbes filósofo político ha impedido durante mucho tiempo
contemplar otro aspecto suyo igualmente relevante. Hobbes no es sólo el filósofo
de la autoridad, sino también un teórico extraordinariamente agudo del poder (del
poder en el

133
sentido en que empleo aquí la palabra, es decir, como fuerza institucionalizada o
fuerza regulada por la ley): no se propuso solamente justificar el Estado, sino
también examinar su naturaleza, constituyendo su doctrina sobre la soberanía una
piedra miliar en la moderna teoría del Estado. Puede decirse que hasta tiempos
muy recientes no han llegado los estudiosos a captar plenamente el especial valor
de aquel aspecto de la doctrina hobbesiana: aplacadas las antiguas polémicas y
remitidas a otro lugar las discusiones acerca de la «inmoralidad» y del «ateísmo» del
filósofo de Malmesbury, la doctrina política de Hobbes se ha contemplado bajo
una luz muy distinta y ha podido ser saludada como lo que realmente es, como «la
primera teoría moderna del Estado moderno».1 El hecho mismo de que tal teoría
fuese elaborada, por así decirlo, in vitro, es decir, sin referencia alguna a esta o
aquella particular experiencia concreta, da a la misma un significado que se podría
llamar ejemplar. El propio Hobbes pudo decir en una ocasión, con aquel
extraordinario lenguaje que empleaba, a veces irónico y a veces tajante: «Yo no
hablo de los hombres, sino, en abstracto, de la sede del poder; como aquellas
sencillas e imparciales criaturas del Capitolio romano que con su estrépito
defendieron a los que estaban dentro, no porque fueran precisamente aquellos
hombres, sino porque estaban allí.» Como teórico del poder, Hobbes no defiende
una causa, sino que, simplemente, analiza una situación, haciendo inventario de lo
que su tiempo le ofrecía: y acometer tal análisis significa, por sí solo, colocarse en
el centro de toda la problemática moderna del poder. Si señalamos sus límites y
defectos, ello no implica una «condena» de Hobbes, sino un intento de descubrir
lo que pudo estorbar su penetrante visión.
Para Hobbes, la soberanía no es, simplemente, un atributo del Estado, una función
que se ejerce dentro de él y en su nombre: es el alma misma del Estado, de aquel
Estado que él simbolizaba en el Leviatán, el monstruo invulnerable e indomable
del que se dice en la Biblia —y Hobbes transcribe esta frase en la primera página
de su principal obra política— que non est potestas super terram quae comparetur ei (Job,
XLI, 24-25). Pero este alma es un alma «artificial», de igual modo que el Estado es
también una persona artificial. Cualquiera que sea el mérito de Hobbes por haber
perfeccio-

1. N. Bobbio, Introducción a las Opere polinche di Thomas Hobbes, vol. I, 2.a ed., Turín, 1959, pág.
9.

134
nado la noción de personalidad del Estado,2 asesta un golpe mortal a la tradicional
analogía entre el Estado y un organismo: «Casi todos los escritores —dice— que
suelen comparar al Estado y sus ciudadanos con el hombre y sus miembros,
afirman que el soberano es al Estado lo que la cabeza al cuerpo humano. Por el
contrario, resulta claro de cuanto se ha dicho anteriormente que quien está
investido del poder soberano, sea un individuo o una asamblea, tiene en el Estado,
considerado como un cuerpo, no la función de la cabeza; sino la del alma. Pues, en
efecto, así como el hombre posee a través del alma una voluntad, es decir, puede
querer o no querer, así también el Estado manifiesta su voluntad, puede querer o
no querer, a través del soberano.» Siendo el Estado una creación del hombre y no
un producto natural, existirá en tanto en cuanto exista un acuerdo acerca de la
erección de un poder supremo, de un poder que «representa» o «personifica» a los
particulares asociados, de una voluntad que reduce a la unidad sus voluntades
singulares. «Los pactos y convenciones —dice Hobbes—, mediante los cuales las
partes del cuerpo político primero se crean y después permanecen conjuntadas y
unidas, se asemejan al fiat, al hagamos al hombre pronunciando por Dios en el
momento de la creación.» Por consiguiente, la soberanía, al igual que el Estado, es
un producto artificial, resultado de la «autorización» y de la «renuncia» al «derecho
a gobernarse por sí mismo» que constituyen el contenido del pacto social. La
soberanía está estrechamente ligada con la fuerza, pero no se confunde con ella:
como en el caso del alma y el cuerpo, su «separación» del Estado produce la
«muerte» de éste, y no una simple aminoración de su existencia física: «Puesto que
el soberano es el alma pública que da vida y movimiento al Estado, cuando
desaparece dejan de ser gobernados por él los miembros, como ocurre con el
cadáver de un hombre respecto del alma que se separa de él, a pesar de ser
inmortal.»
Parece lícito, pues, concluir que el Estado no es para Hobbes un puro fenómeno
de fuerza, y que el poder —cuya expresión suprema es la soberanía— es fuerza, sí,
pero fuerza de algún modo «cualificada» o «normalizada». La verdad es que, para
Hobbes, el nacimiento del Estado coincide con la aparición del Derecho. En efec-

2. Tal mérito es atribuido a Hobbes por Gierke, G. Althusius e lo sviluppo storico delle teorie politiche
giusnaturalistiche, Turín, 1943, pág. 148; para una ulterior discusión del problema, vid. el trabajo
citado de Derathé, J. J. Rousseau et la science politique de son temps, Apéndice III y IV.

135
to, el tránsito del «estado de naturaleza» al «estado civil» no es otra cosa que el paso
del reinado de la fuerza, donde no hay «seguridad», al imperio de la ley, donde las
relaciones humanas están reguladas por normas ciertas y predecibles. Pero el
reinado de la ley es precario sin la fuerza: «Los pactos, sin la espada, son meras
palabras». Por eso, además de un ordenamiento jurídico, el Estado es un sistema
de fuerza, aunándose en él «todo el poder y toda la fuerza» de los asociados. El
Leviatán, «este dios mortal al que debemos, después de al Dios inmortal, nuestra
paz y nuestra protección», debe ser dotado de «tanto poder y tanta fuerza... que
pueda disciplinar, con el terror que inspire, la voluntad de los particulares para
conseguir la paz interna y la defensa común contra los enemigos exteriores». El
paraíso está a la sombra de las espadas, pero poder y fuerza no son sinónimos, y la
espada por sí sola sería un arma inadecuada. En realidad hay una gran diferencia
entre la comunidad bien ordenada que el «terror» de la ley asegura a los hombres y
el verdadero reino del terror del que los hombres salieron y en el que volverían a
sumergirse de nuevo si el «poder» de la ley no fuera impuesto por la «fuerza» del
soberano; entre la ordenada convivencia que el Derecho asegura a los hombres en
el ámbito del Estado y el status naturalis en que viven los Estados en sus relaciones
recíprocas, condición tan miserable como la que padeceríamos los hombres si
faltase el poder soberano. Porque para Hobbes el «estado de naturaleza» no es una
situación imaginaria, sino una amenaza siempre presente que se esconde bajo la
brillante superficie de la vida civilizada: se encuentra en el «estado de guerra» en el
que están unos Estados respecto de otros, una situación que, incluso cuando no
desemboca en verdadera contienda, es, sin embargo, una situación de «guerra fría»
en la que los contendientes mantienen «sus armas levantadas y los ojos fijos uno
en el otro», «en actitud de gladiadores».
De esta suerte, el Estado soberano de Hobbes podría muy bien ser descrito,
parafraseando palabras de Dante, como «el jinete de la voluntad humana»;3 y el
Derecho mismo, en cuanto mandato del soberano, no es otra cosa que expresión
de una voluntad. El «voluntarismo» de Hobbes parece no conocer límites. Con
frecuencia se ha dicho que en él viene a refundirse toda la herencia del
nominalismo, de aquella tradición del pensamiento que negaba que tuvie-

3. Cavalcatore de la untaría volonta (Convivio, IV, ix, 10); la frase alude al Emperador como fuente
del Derecho, conforme con la doctrina romana.

136
ran algún significado, salvo como meros términos de referencia, las nociones de
verdadero y falso, de justo e injusto. «Donde no hay un poder común no existen
la ley ni la injusticia.» Y si, por otra parte, la ley no deriva su condición de tal de un
contenido intrínseco, sino simplemente de la voluntad del soberano, es obvio que
no hay modo alguno de condicionar su valor a través de normas objetivas, ya sean
las de la «justicia», ya las del Derecho natural, ya incluso las de la moralidad positiva.
Esto no excluye, desde luego, la posibilidad de valorar las leyes como «buenas» o
«malas»; lo único que implica es que nuestra aprobación o desaprobación no tienen
nada que ver con la «validez» de la ley, que es un criterio puramente formal. De
manera que Hobbes, que es el último nominalista, puede a la vez ser calificado con
igual propiedad como el primer positivista jurídico.
Después de cuanto se ha dicho, es muy importante mencionar también algunos
puntos conexos con lo anterior, que a menudo son descuidados. Del mismo modo
que el Estado no es para Hobbes pura fuerza, así tampoco la soberanía es mera
voluntad arbitraria. Muy al contrario. Por lo pronto, la ley no puede ser creada por
cualquier voluntad, sino sólo por aquella que haya sido «autorizada» para hacerlo,
esto es, la voluntad del «soberano representativo» actuando como persona civitatis.
Y si bien esta voluntad, en tanto en cuanto es soberana, es legibus soluta, no puede
actuar contradiciendo el motivo por el que le fue «confiado el poder soberano,
singularmente procurar la seguridad del pueblo». Esto puede parecer introducir un
juicio de valor en lo que hasta ahora aparentaba ser un enfoque puramente formal
y descriptivo, pero muy bien puede ser también explicado en términos de una mera
no contradicción: porque si la característica del estado civil, en contraste con el
estado natural, es la «seguridad» de la ley y la «previsión» que ello comporta, es
evidente que no puede haber ni estado civil, ni soberano, ni Estado cuando esa
seguridad y esa previsión faltan.
Acaso pudiera intentarse expresar estas observaciones en un lenguaje más
moderno. La noción hobbesiana de la soberanía es infinitamente más compleja y
sutil de lo que ordinariamente se cree y, desde luego, mucho más compleja que la
de Austin; no está basada en hechos, sino en principios: lo que «hace» al soberano
no es la «obediencia habitual», sino la «autorización». Concebir, como hace
Hobbes, que el Estado y el Derecho han surgido al mismo tiempo, significa afirmar
que el poder soberano está sujeto a limitaciones legales, por más que éstas
consistan más en imposibilidades de obrar que en deberes. Es decir, que el
soberano está cualificado para le-

137
gislar con arreglo a ciertas normas existentes, aunque tales normas estén dentro del
sistema y le confieran un poder ilimitado. Hobbes sanciona la posición del Estado
moderno como soberano qua independiente: independencia que no implica
simplemente una cuestión de mera fuerza, sino que quiere expresar la inexistencia
de un sistema normativo superior que confiera el poder al soberano nacional. En
resumen, la teoría hobbesiana de la soberanía es una descripción del Estado en
términos de poder, no de fuerza; constituye un intento de mostrar cómo el Estado
puede ser entendido tan sólo como un sistema legalizado.
Desde este punto de vista —y dentro de la perspectiva histórica en la que hasta
ahora hemos conducido nuestro estudio— la conclusión sólo puede ser la de que
la teoría de la soberanía de Hobbes no tiene nada de extravagante o insólito. Los
últimos grilletes con los que Bodino intentó sujetar al Leviatán se han abierto: la
ley natural y la ley de Dios no son leyes propiamente dichas hasta que son
interpretadas y sancionadas por el soberano; no hay más «ley fundamental» del
Estado que la que impone a los súbditos el deber de obediencia. Las notas de la
soberanía —unidad, indivisibilidad, carácter absoluto— son, sin embargo, en
Hobbes las mismas que en Bodino. Uno y otro postulan, en una época de amarga
guerra civil, una solución estable y duradera al problema de la lealtad dividida. Una
solución que no puede encontrarse sino fijando el locus del poder, aclarando de
quién proceden las leyes, a quiénes pueden válidamente dirigirse y con qué
propósitos y dentro de qué límites. Al acentuar la necesidad de un gobierno fuerte,
definido y centralizado, puede parecer que Hobbes se limita a seguir las huellas de
Maquiavelo, pero su punto de vista es totalmente distinto del que tuviera el
florentino. Porque, para él, el Estado moderno no descansa en el monopolio de la
fuerza, sino en el de la ley. Al hacer de la soberanía el atributo fundamental del
Estado estaba preparando el camino para la noción de Estado que es aún, nos
guste o no, la que manejamos: la del Estado que combina la unidad de poder en el
ámbito interno con la independencia en el exterior, esto es, el concepto de «Estado
nacional» bajo cuyo signo se ha movido el mundo durante los últimos tres siglos.
¿Cómo se explica entonces el escándalo promovido por la doctrina de Hobbes,
objeto de execración unánime para sus contemporáneos, combatida en su propio
país, y con igual denuedo, tanto por los conservadores como por los
revolucionarios? No vamos a referirnos al escándalo desatado por las premisas
filosóficas o religiosas de esa doctrina: su nominalismo, su carácter rigurosamente

138
agnóstico, su reto deliberado a todos los tabúes de su tiempo. Es verdad que tales
premisas son indispensables para un correcto entendimiento de la doctrina
hobbesiana, y nosotros mismos hemos subrayado hasta qué punto tal doctrina
alteró profundamente las posiciones tradicionales acerca de las relaciones entre la
justicia y el Estado, pero aquí nos interesa únicamente el análisis que Hobbes hace
del poder. Concretamente, la pregunta que nos hacemos es ésta: ¿en qué sentido
puede afirmarse que tal análisis haya sido innovador y qué es lo que del mismo ha
sobrevivido para entrar a formar parte definitivamente de la teoría del Estado? A
este interrogante sólo puede contestarse que lo que ha sobrevivido ha sido la parte
que correspondía al análisis correcto de una realidad fáctica, puesto que el Estado
moderno se ha asegurado el monopolio del Derecho y de la fuerza que Hobbes
trataba bajo el nombre de soberanía. En este sentido, las «verdades ofensivas» de
Hobbes aparecen hoy como tesis incontestables, al menos mientras una nueva
realidad —que acaso esté ya en proceso de elaboración— no se presente con un
aspecto más preciso y más definido. A nadie se le ocurriría hoy dudar de que las
leyes del Estado, sean «buenas» o «malas», son leyes «válidas»; nadie sostendría que
el ejercicio de la fuerza no pertenece exclusivamente al poder estatal; nadie
discutiría que la soberanía, la potestad de imperio, constituye la esencia misma —
el alma, como diría Hobbes— del Estado moderno.
Lo que ocurre es que, precisamente cuando la mirada de Hobbes parece penetrar
el porvenir y desvelar todos los secretos de la moderna noción de Estado, se
enturbia y se oscurece por el excesivo carácter lógico de su argumentación, por la
que casi me atrevería a llamar pasión de llevar el razonamiento hasta sus últimas
consecuencias; por eso no puede sorprender que la «lección de los hechos» no se
adapte enteramente al modelo demasiado abstracto, demasiado riguroso, que
construyó para interpretarla. A nuestro juicio, la moderna teoría del Estado se
separa de los esquemas hobbesianos especialmente en tres puntos.
En primer lugar, en la estructura del poder. Hobbes, como Bodino, subraya la
unidad de la soberanía, unidad que implica la indivisibilidad del poder. Excepto en
«tiempos de rebeldía y de guerra civil», el soberano —ya sea «un hombre» o «una
asamblea de hombres»— es siempre uno solo. Los «derechos de soberanía» no
pueden escindirse sino a riesgo de comprometer la existencia del Estado, como
ocurrió en Inglaterra durante the horrible calamities que llevaron a una gran nación al
borde de la ruina. Pero, a diferencia de Bodino, Hobbes no distingue entre la sede
del poder y su ejerci-

139
cio, cerrando así el camino abierto por aquél no sólo para una fructífera distinción
entre forma de Estado y forma de gobierno —y, por tanto, la posibilidad de
combinar la unidad de la soberanía con la pluralidad de modos como esta soberanía
puede ejercerse sobre los súbditos—, sino también para la teoría de la «división de
poderes» en el sentido constitucional moderno, de acuerdo con la doctrina que,
como veremos, iba a madurar en un período en que la noción de soberanía estaba
generalmente aceptada y prácticamente sin oponentes.
El segundo punto de separación se refiere al modo de concebir el ordenamiento
jurídico. La doctrina hobbesiana de que el Derecho aparece simultáneamente con
el Estado y de que no existe el Derecho cuando no existe un poder común —es
decir, la doctrina de que sólo hay un tipo de Derecho: el mandato del soberano—
contrastaba notablemente, ya en tiempos de Hobbes, con la teoría del Derecho
internacional a la que juristas de la talla de Grocio estaban dando su forma
definitiva. Para Grocio, el Derecho no se daba sólo a nivel del Estado, sino que se
extendía también a las relaciones internacionales. Los Estados son, sin duda,
soberanos en el sentido de que crean la ley dentro de sus fronteras; pero si el
Derecho es, esencialmente, una normación reguladora, una manera de usar y
controlar la fuerza, no es contradictorio afirmar que los Estados, en sus relaciones
recíprocas, puedan someterse —aunque voluntariamente— a una ley que
ordinariamente respetan y que, después de todo, confirma e incluso, por así decirlo,
legaliza más su soberanía. Al considerar la ley exclusivamente como mandato del
soberano, Hobbes no solamente se cerró a sí mismo la posibilidad de entender la
naturaleza del Derecho internacional, sino que empobreció el concepto mismo de
Derecho y simplificó excesivamente la noción de ordenamiento jurídico,
reduciendo todo ordenamiento a un ordenamiento estatal. Un eco de su postura
llega todavía hasta nosotros en la dificultad que encontramos para separar los
conceptos de Derecho y Estado al tratar de construir un modelo que pueda
aplicarse no sólo al Derecho internacional, sino también a otros tipos de
experiencias jurídicas. No obstante, algunas recientes teorías de las que más
adelante trataremos indican claramente que nos estamos distanciando cada vez más
de las enseñanzas del Leviathan. La doctrina moderna de la pluralidad de los
ordenamientos jurídicos ofrece, caso de ser aceptada, una visión mucho más rica,
más compleja y articulada, tanto del fenómeno jurídico como del estatal.
Por último —y éste es el aspecto quizá más innovador y radical, pero al mismo
tiempo el más ásperamente polémico, de la ense-

140
ñanza de Hobbes—, la concepción hobbesiana de la unicidad del Estado habría de
encontrar un obstáculo insalvable en la supervivencia de la fundamental
concepción cristiana de un tipo de asociación irreductible a la asociación política:
la noción de la Iglesia como organización visible y concreta de la comunidad de
fieles. La doctrina hobbesiana ha podido parecer, a este respecto, francamente
revolucionaria, negando como niega, con toda crudeza y sin reserva alguna,
cualquier posible dualismo dentro de la unidad del Estado soberano: «Gobierno
temporal y gobierno espiritual no son sino dos palabras introducidas en el mundo
para hacer que los hombres vean doble y se engañen sobre quién es su legítimo
soberano.» Oponer una autoridad espiritual frente a la civil equivale a crear un
«reino invisible», «semejante al reino de las hadas». «Un Estado cristiano y una
Iglesia son la misma cosa.» Esta radical negación hobbesiana del dualismo
tradicional fue elogiada más tarde por Rousseau, el primer teórico del «Estado
ético» en sentido moderno: de tous les auteurs chrétiens le philosophe Hobbes est le seul qui
ait bien vu le mal et le remede, qui ait osé proposer de reunir les deux tetes de l'aigle, et de tout
ramener a l'unité politique, sans laquelle jamáis état ni gouvernement ne sera bien constitué
(Contrat Social, IV, 8).
Sin embargo, debe procederse con la mayor cautela al hablar de la novedad de
Hobbes en este aspecto. La idea del Estado y la Iglesia como un cuerpo único
había sido ya claramente formulada en Inglaterra en la época de la ruptura con
Roma. De hecho, algunos de sus defensores, y quizá toda la «teoría Tudor» de la
Iglesia y el Estado, parecen predecir la idea de Hobbes y la presentan con el mismo
vigor y la misma claridad. Por otra parte, la tesis de una sociedad única en la que
Iglesia y Estado vienen a integrarse era una herencia directa de la concepción
medieval de la respublica christiana. En cambio, la que sí era moderna era la doctrina
que precisamente se estaba elaborando en tiempos de Hobbes y que afirmaba la
existencia de dos sociedades distintas, aunque ambas perfectas a su modo, el
Estado y la Iglesia; doctrina que preparaba el camino para nuestra sociedad
moderna, de carácter plural, una sociedad radicalmente distinta de la que pensó
Hobbes.
Unidad, unicidad, unitariedad: ni poder, ni Derecho, ni sociedad, sino con el
Estado y dentro del Estado. No podría hacerse una mejor descripción de la esencia
de la teoría política de Hobbes, ni mejor explicación de por qué esta teoría apuntó
directamente al núcleo del problema moderno de la política, contribuyendo más
que ninguna otra a dar forma al concepto contemporáneo de Estado;

141
pero es también su reductio ad absurdum y como su caricatura. El mito del Leviatán
fue una inspiración, pero también fue una advertencia. Al mirarlo de cerca
comprobamos que el «dios mortal» no es en realidad más que una espléndida
máquina creada por el hombre y para el hombre; sus venganzas pueden ser
oportunamente conjuradas; el delicado mecanismo puede controlarse, corregirse y
modificarse. Esta exigencia de perfeccionamiento, de corrección y de control es la
que dará origen a la moderna concepción jurídica del Estado. Podemos felicitarnos
de que ni el Derecho ni la sociedad hayan sido nunca estructurados de acuerdo con
el modelo que Hobbes trazó; mas tampoco debemos jamás olvidarnos de la deuda
que con él tiene contraída nuestra concepción del Estado como criatura de la ley,
como encarnación del poder y no sólo de la fuerza.

Indicaciones bibliográficas

HOBBES, Elementa Philosophica De Cive (1642), Prefacio y capítulos VI y X;


Leviathan, or Matter, Forme and Power of a Commonwealth (1651), Dedicatoria,
Introducción y caps. XIII, XVI, XVII, XVIII, XXI, XXVI, XXIX, XXX, XXXIX.
AUSTIN, The Province of Jurisprudence Determined, Conferencia VI.
No voy a enumerar los muchos libros, antiguos y modernos, que me han inspirado
en este capítulo: ocuparía mucho espacio y emplearía demasiado tiempo, puesto
que existen muy buenas bibliografías sobre estos temas. Sin embargo, me
complazco en recordar el especial estímulo que, para la interpretación de Hobbes
que he ofrecido, me han proporcionado las obras de dos relevantes filósofos del
Derecho: los profesores H. L. A. HART y N. BOBBIO. La Introducción de éste a su
traducción italiana del De Cive (2.a ed., Turín, 1959), me ha sugerido la mayor parte
de los puntos de vista que sobre la «modernidad» de Hobbes he expuesto en el
presente capítulo. En cuanto a HART, su tratamiento del problema de la soberanía
en The Concept of Law (Oxford, 1961, caps. IV, 3; VII, 4, y X, 3) me ha sido de gran
utilidad para confirmar y aclarar la interpretación del concepto de soberanía en
Hobbes.

142
CAPÍTULO SÉPTIMO
ESTADO MIXTO Y DIVISIÓN DEL PODER

¿Es posible controlar el poder sin contradecir la lógica misma de la soberanía, que
considera como atributos esenciales del poder la unidad, la indivisibilidad y el
carácter absoluto? Evidentemente, esta pregunta presupone un previo
conocimiento de dicha lógica, y no podía plantearse sino después de que la teoría
de la soberanía hubiese sido formulada con claridad. El malestar provocado por la
teoría de Hobbes es un signo evidente de cómo la misma sacudió hasta sus raíces
los puntos de vista tradicionales que juzgaban necesario que el poder estuviera
sujeto a límites precisos e infranqueables, y contradijo de lleno la antigua y arraigada
convicción de que —por decirlo con la célebre frase de lord Acton— «todo poder
corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente».
Los escritores políticos se impusieron la tarea de «dominar» al Leviatán: intentaron
por todos los medios restaurar la supremacía de la justicia y del Derecho natural,
que Hobbes había puesto en peligro, y se dedicaron a definir de nuevo la misión y
los fines del Estado explorando las raíces profundas del vínculo político, si bien en
este aspecto no quisieron apreciar lo que de aprovechable había en algunos de los
fundamentos de Hobbes. Los juristas, en cambio, siguieron otro camino y
prefirieron ir al encuentro de Hobbes en su propio terreno, centrando su atención
sobre el problema del poder. La cuestión para ellos no era tanto refutar a Hobbes
como sacar provecho de su enseñanza. Se trataba de determinar si el poder puede
ser ordenado de tal forma que garantice de la mejor manera posible aquella
«seguridad» que Hobbes consideraba como la mínima condición necesaria para la
existencia del Estado. Con ello quedaba planteado in nuce el problema
constitucional del Estado moderno: controlar el poder sin destruir la soberanía. La
moderna teoría de la división de poderes, que dio una respuesta a tal problema, es
un típico producto posthobbesiano,

143
pero ello no autoriza a ignorar algunos de sus más interesantes e ilustres
precedentes.
La idea de regular la actividad del Estado mediante un mecanismo constitucional
capaz de asegurar su estabilidad y de prevenir la arbitrariedad se remonta, como
tantas otras, al pensamiento clásico; concretamente, al intento de combinar de
alguna manera las ventajas de las diferentes formas simples de constitución de tal
modo que se impida la «degeneración» del Estado, es decir, el tránsito de las formas
«buenas» a las «corruptas».1 Trátase de la teoría de la constitución mixta, que, difusa
en todo el pensamiento griego, fue ampliamente desarrollada por Platón en el libro
III de las Leyes y por Aristóteles en el libro IV de la Política. Este tipo de constitución
no representa, para ninguno de los dos autores, la constitución mejor o «ideal»; y
el propio Aristóteles no duda en afirmar que «la mejor constitución es la que está
administrada por los mejores». Sin embargo, como un sistema adaptable y práctico
«para la mayoría de los Estados y de los hombres», Aristóteles recomienda «un tipo
de constitución media o mixta», o politeia, una forma moderada de democracia que
él considera como la forma de gobierno más estable y, por muchas razones, la más
beneficiosa. En este punto, no obstante, Aristóteles se muestra más preocupado
por motivaciones de carácter ético-político que por criterios estrictamente
jurídicos, puesto que esa constitución mixta que propone no es tanto una
combinación de las características de las formas simples por lo que se refiere al
ejercicio del poder, cuanto una atemperación de los principios informantes de cada
una; su finalidad, más que asegurar el «gobierno de las leyes», el control del poder,
es garantizar una justa proporción entre la virtud, la riqueza y el número.
De bastante mayor interés, desde el punto de vista jurídico, es la teoría de la
constitución mixta desarrollada por Polibio en el libro VI de su Historia de Roma.
Después de una profunda crítica de las formas simples, y tras haber descrito el
ciclo conforme al que éstas se suceden en un perenne devenir, Polibio exalta la
sabiduría de las constituciones en que se reúnen los elementos de las diversas
formas simples, proponiendo el ejemplo clásico de la constitución espartana, obra
del genio de un legislador individual, y aduciendo también el caso concreto y actual
de la constitución romana, que es, por el contrario, producto de una experiencia
secular. Según Polibio, en la Koma republicana está representado el elemento mo-

1. Vid. supra, parte II, cap. 1.

144
nárquico por los cónsules, el aristocrático por el Senado y el democrático por las
asambleas populares; y es a esta combinación de los tres tipos de gobierno a lo que
atribuye la fuerza, la solidez y la grandeza del Estado romano. Muchos intérpretes
han creído ver en esta teoría la más antigua expresión de la idea del equilibrio y del
control recíproco de los poderes dentro del Estado.
Alrededor de un siglo después de Polibio —y de modo no muy diferente—
desarrolla Cicerón, en los libros I y II del De re publica, la idea de la constitución
mixta como optimus status rei publicae. A su juicio, las mayores alabanzas a la
constitución de la Roma republicana debían reservarse para la feliz combinación
de las tres formas básicas de gobierno que se dio en ella. Hay un comentario de
Cicerón muy interesante sobre este punto, aunque la forma fragmentaria en que su
tratado ha llegado hasta nosotros no nos permite estar seguros de la correcta
interpretación del pasaje. Según éste, la constitución mixta descrita en el De re
publica parecería consistir no sólo en una combinación de las formas simples, sino
en una determinación de las tareas y funciones equilibradas de aquéllas, funciones
que están descritas con precisa terminología jurídica: Id enim tenetote, quod initio dixi,
nisi aequabilis haec in civitate compensado sit et iuris et officii et muneris, ut et potestatis satis in
magistratibus et auctoritatis in principum consilio et libertatis in populo sit, non posse hunc
incommutabilem rei publicae conservan statum* El punto de vista aquí expresado es más
significativo que el que se expone en otro famoso pasaje ciceroniano del De Legibus,
en el que se dice que por la buena distribución de los derechos —estando el poder
en el pueblo y la autoridad en el Senado— es posible mantener al Estado en un
régimen de concordia y moderación.2 La última fuente del poder para los romanos
era, como sabemos, el pueblo; pero esto no parece excluir —y hasta es
perfectamente compatible con ello— el que la realización de las funciones de
gobierno se llevara a cabo por diversos medios apropiados.
La doctrina del «Estado mixto» o de la «constitución mixta» (la distinción entre
uno y otro concepto no tiene ningún especial significado antes de Bodino) iba a
ser aceptada y desarrollada con

* N. E.: «Recordad lo que he dicho al principio: que la república no puede conservar su


estabilidad a no ser que se dé en ella un equilibrio de derecho, deber y poder, de suerte que los
magistrados tengan la suficiente potestad, el consejo de los hombres principales tenga la
suficiente autoridad, y el pueblo tenga la suficiente libertad» (II, 33, trad. citada).
2. III, 28. Vid. supra, Introducción, pág. 25.

145
gran fervor por los teóricos políticos medievales. Valga por todos el ejemplo de
Santo Tomás de Aquino, que vuelve una y otra vez sobre esa idea siguiendo la
típica preferencia de su tiempo por la monarquía como forma óptima de gobierno,
pero precisando que esa monarquía debe ser temperata precisamente en el sentido
de un regimen commixtum, quod est optimum y apuntando varios modos por los que esa
«conmixtión» puede alcanzarse. Dos puntos son de especial interés en la teoría
tomista de la constitución mixta: la afirmación de que el pueblo debe tener una
participación en la designación de los gobernantes, y la de que las leyes deben
establecerse por toda la comunidad; posturas que adquieren una especial relevancia
cuando se contrastan con las opiniones medievales sobre la naturaleza del Derecho
y la fuente del poder.
La teoría del Estado mixto sirvió especialmente para explicar e interpretar las
complejas estructuras constitucionales que se fueron formando en varios países
europeos al final de la Edad Media, estructuras que eran el resultado de la paulatina
transformación de viejas ideas acerca de la relación entre el poder y el Derecho y
que estaban estrechamente unidas a la presencia y a la colaboración de varios
«estamentos» en el «cuerpo político». No es de extrañar, por ello, que la idea de la
constitución mixta alcanzase tan gran popularidad y éxito a comienzos de la Edad
Moderna. Para limitarnos a sólo un país, recordemos la amplia acogida que la
doctrina tuvo en Inglaterra, donde aparece mantenida por los primeros teóricos de
la constitución inglesa, como sir John Fortescue, un escritor de la segunda mitad
del siglo XV, el cual toma directamente de Santo Tomás la concepción del régimen
mixtum, sirviéndose de ella para demostrar las excelencias de la monarquía
constitucional inglesa. En el siglo siguiente, otro escritor sobre temas políticos,
Richard Hooker, describe el Estado inglés como una «cuerda de tres cabos»
compuesta por el rey, por la nobleza y por el pueblo, y añadía —en un tono, por
cierto, muy medieval— que el poder del rey estaba limitado por el Derecho, siendo
éste formulado por «todo el cuerpo político». Otro autor de este período, sir
Thomas Smith, llegaba a afirmar que «la mayoría de los gobiernos no son simples,
sino mixtos», afirmación que no le impedía decir, con una clara visión del concepto
de soberanía, que «el más alto y absoluto poder» en Inglaterra reside en el
Parlamento, «donde todos los ingleses se consideran presentes». Pero no sólo en
Inglaterra, sino en todo el continente europeo, la doctrina de la constitución o
Estado mixtos es un lugar común en la teoría política del Renacimiento y persistirá
tenazmente durante los siglos XVII y XVIII.

146
Es precisamente esta doctrina, arraigada en la tradición y —al menos en
apariencia— corroborada por la experiencia, la que Bodino y Hobbes critican con
dureza y rechazan abiertamente partiendo del concepto de soberanía. La crítica que
hacen se basa, sobre todo, en consideraciones de tipo práctico, porque, como ya
indicara Maquiavelo, los Stati di mezzo están condenados a la inestabilidad y a la
disolución. Pero, además, la rechazan también como lógicamente inadmisible
teniendo en cuenta la unidad y la indivisibilidad del poder. Para Bodino, una forma
de Estado compuesta acaba siempre por producir un conflicto de poderes que no
podrá resolverse sino por la fuerza, y su existencia es una pura ilusión, puesto que
en realidad la soberanía está siempre en las manos de un único titular. No menos
categórico es Hobbes, quien, si bien en De Cive parece admitir la posibilidad de que
existan formas mixtas de Estado, afirma después en el Leviathan que las formas de
Estado son siempre simples: monarquía, aristocracia o democracia. «No puede
haber otras —dice—, porque la soberanía, que, como he demostrado, es
indivisible, no puede pertenecer más que a uno solo o a todos en conjunto.» Sin
embargo, se cometería una injusticia con Bodino y Hobbes si se omitiera advertir
que esta rígida posición que adoptan no sólo se deriva de una exigencia teórica,
sino que es también un reflejo directo de la trágica experiencia que vivieron. Ambos
escriben teniendo ante sus ojos la visión de sus países lacerados por la guerra civil;
unas guerras que los contendientes intentaban justificar como una lucha por la
antigua constitución «mixta» o en nombre de la tradicional «supremacía de la ley»,3
pero que para ellos no eran sino una lucha por la soberanía: «la división en ejércitos
enfrentados» nunca se habría producido si previamente no se hubieran dividido
«los derechos soberanos». Y tal división conduce a que, como se ha dicho, un reino
dividido contra sí mismo no puede mantenerse.
Pero si Bodino y Hobbes coinciden en la condena de la idea del Estado mixto,
aquél, en cambio, discrepa, como hemos visto, de éste al distinguir entre forma de
Estado y forma de gobierno. Para Bodino la forma del Estado es simple en todo
caso; pero la forma de gobierno puede ser compleja: una monarquía, por ejemplo,
puede gobernarse democráticamente (populairement) si el príncipe hace

3. Como característica ha quedado una famosa frase de sir Edward Coke, el gran jurista inglés
que fue el primer líder de la oposición parlamentaria al absolutismo de los Estuardos: Magna
Charla is such a fellow that he will have no sovereign.

147
participar en las tareas de gobierno «a todos por igual», o aristocráticamente si lo hace
sólo con unos pocos; de modo análogo, una aristocracia puede gobernarse
monárquica o democráticamente, etc. Con esta distinción entre el locus de la soberanía
y el ejercicio del poder, Bodino estaba preparando el camino al reconocimiento de
que, no obstante la unidad y la indivisibilidad del poder en cuanto soberano, éste
puede estar distribuido o estructurado de diversas maneras según las particulares
situaciones de tiempo y de lugar y de conformidad también con los fines que el
propio Estado se proponga. En este importante reconocimiento está el germen de
la teoría moderna de la distribución del poder: «distribución», y no todavía división
propiamente dicha, pues la teoría de la división de poderes nacerá ante todo como
doctrina política, como ideología concreta relativa a los fines del Estado, y sólo
después se traducirá en una teoría jurídica del poder y del Estado.
Para Locke y para Montesquieu, fundadores de la teoría moderna de la división de
poderes, la finalidad de tal división estriba en la realización de un cierto valor, un
valor que examinaremos más adelante bajo el nombre de «libertad negativa», es
decir, la aspiración a asegurar una esfera de independencia del individuo respecto
del Estado. Pero esta doctrina, con su minuciosa descripción de los tres poderes,
legislativo, ejecutivo y judicial, no era una abstracta deducción de un esquema
preconcebido (lo que hoy llamaríamos una «ideología»); al contrario, la división de
poderes se presentaba -—implícitamente en Locke y explícitamente en
Montesquieu— como la propia de una concreta realidad constitucional que, con
razón o sin ella, Montesquieu creía ver realizada en Inglaterra. Tampoco significaba
esta doctrina, como suele afirmarse,4 un deliberado ataque a la tesis de la soberanía,
una vuelta a la idea de la soberanía fraccionada y dividida, supuesto que la teoría
del Estado mixto hubiese implicado tal fraccionamiento, sino más bien una
concepción nueva y original sobre el modo como puede organizarse el poder y
distribuirse dentro del Estado, concepción que llegaría a ser la clave de la
concepción moderna del Estado como ordenamiento jurídico. El problema que se
plantearon Locke y Montesquieu no fue un problema de soberanía, sino de
constitución. La

4. Tal es la opinión de Gierke (Giovanni Althusius, cit., pág. 147), comúnmente aceptada por los
historiadores de las doctrinas políticas, como puede verse, por ejemplo, en el excelente capítulo
sobre «La théorie de la souveraineté», en el volumen de Derathé sobre Rousseau, que hemos
citado repetidamente.

148
cuestión no era para ellos —o no lo era solamente— determinar dónde reside la
soberanía o a quién pertenece en último término, sino cómo puede ejercitarse la
soberanía del mejor modo posible por diferentes agentes de la misma. Como
Madison parece insinuar en sus célebres páginas sobre Montesquieu,5 sería más
apropiado hablar de «división del poder», que de «división de los poderes».
Veamos esta cuestión más detenidamente. Según Locke, para que los hombres
vivan en un estado civil —y no en un estado de naturaleza, donde no hay seguridad
jurídica— son necesarias tres condiciones: una ley positiva establecida por el consenso
general, un juez imparcial y un poder que haga cumplir las sentencias y las leyes. Estos
son, por tanto, los canales por los que el «poder de la sociedad» se manifiesta sobre
sus miembros; pero constituyen también el medio necesario para que se cumpla el
fin de la sociedad, que es la defensa de las «vidas, libertades y bienes» de dichos
miembros. Montesquieu, en cambio, entiende que para que la libertad de los
ciudadanos esté garantizada —libertad que es cette tranquillité d'esprit qui provient de
l'opinion que chacun a de sa süreté— es necesario que el Estado sea moderado, que no
pueda abusarse del poder; y para lograr esto, il faut que, par la disposition des choses, le
pouvoir arréte le pouvoir. En su célebre capítulo sobre la «Constitución de Inglaterra»,
Montesquieu dice claramente que en todos los Estados se encuentran tres poderes:
el legislativo, el ejecutivo y el judicial; pero la libertad política, agrega en seguida, sólo
existe en aquellos Estados en que dichos poderes no están concentrados en la
misma persona o en el mismo «cuerpo de magistrados». Las formas o tipos de
Estado son para Montesquieu esencialmente dos: abandonando o corrigiendo,
sobre las huellas de Maquiavelo, la clasificación tripartita de Aristóteles, divide los
«gobiernos» en repúblicas y principados, pudiendo ser estos últimos, a su vez,
«monarquías» o «despotismos», según que el poder de uno solo sea ejercitado
conforme a leyes establecidas o de manera caprichosa y arbitraria. Por
consiguiente, la «naturaleza» de un gobierno queda determinada por la sede de la
soberanía, por la atribución de la souveraine puissance, bien a todo el pueblo o a una
parte del mismo en las repúblicas, bien a uno solo en el principado.
Pero si los tres poderes se distinguen en todos los Estados, es obvio que el
mecanismo para su separación y contraposición deberá poderse aplicar tanto a las
repúblicas como a las monarquías, como

5. The Federalist, n. XLVI-XLVII.

149
un medio para conseguir no el fraccionamiento de la soberanía, sino la
reglamentación del propio poder, que es garantía de la seguridad jurídica en la que
consiste la libertad. Únicamente no podrá aplicarse aquel mecanismo al
despotismo, dado que éste es, por definición, un gobierno arbitrario y refractario
al Derecho. Por eso es perfectamente razonable suponer que tanto en las
monarquías como en las repúblicas pueda fructificar con igual vigor la libertad,
entendida en el sentido de imperio de la ley garantizada por la división del poder.
En Montesquieu no se encuentra ninguna especial preferencia por una «forma» de
Estado u otra. Su afirmación, de que dans un Etat libre ... il faudrait que le peuple en
corps eüt la puissance législative no debe interpretarse en el sentido de una concesión al
dogma de la soberanía popular. La razón de ello es muy sencilla: Montesquieu
estaba profundamente imbuido del Derecho, era un jurista mucho más que un
teórico de la política. A diferencia de Bodino, no consideraba que la totalidad de la
soberanía estuviera contenida en el poder legislativo;6 y a diferencia de Rousseau,
no rompió ninguna lanza en favor de la democracia. La soberanía, para
Montesquieu, parece estar igualmente presente en el legislativo, en el ejecutivo y
en el judicial; los tres, en su discordante concordia, constituyen la vida del Estado:
ces trois puissances ... seront forcees d'aller de concert. Así como, en tanto que estructura
jurídica, el Estado es uno, su poder, en cambio, está dividido.
La tesis fundamental que mantengo es que la división de poderes no es
incompatible con una clara noción de la soberanía, sino que en realidad la
presupone. Semejante afirmación es, en muchos aspectos, absolutamente
heterodoxa, pero creo que ofrece la única solución posible para desentrañar
numerosos enigmas planteados por la moderna teoría del Estado.
En primer lugar, porque es el único medio de dar explicación al hecho de que la
doctrina de la división de poderes se enunciase y alcanzase el éxito que obtuvo en
un tiempo en que la idea de la soberanía del Estado había ya triunfado y era
generalmente aceptada. Desde el momento en que se afirma que la soberanía es el
rasgo por el que se distingue el Estado de otras instituciones y el Derecho positivo
de otros Derechos, es difícil creer que la división de poderes

6. La posición de Locke es más insegura, pues si bien concibe al legislativo como «supremo
poder», admite que en algunos casos el poder ejecutivo radicado en la persona del monarca
«puede también llamarse supremo». Por supuesto, por encima de ambos, legislativo y ejecutivo,
está, para Locke, el «supremo poder de toda la comunidad».

150
pueda haberse concebido con la intención de poner en duda la verdadera existencia
del Estado haciendo saltar en pedazos la noción de soberanía.
En segundo término, debe tenerse en cuenta que, en cualquier caso, la tesis de la
división de poderes, en sus detalles técnicos, no es una teoría política, sino jurídica,
según hemos intentado demostrar: no responde a la pregunta de quién sea el titular
de la soberanía, sino solamente a la cuestión de cómo debe organizarse el poder en
orden a la realización de ciertos fines cualquiera que sea dicho titular. La doctrina
es conciliable con toda forma política excepto, por supuesto, con un sistema
arbitrario. La Constitución de los Estados Unidos ofrece el mejor ejemplo de ello,
comenzando con la frase «Nosotros, el pueblo...» y haciendo conciliables la más
rotunda vindicación de la soberanía popular y la más vigorosa afirmación de la
división de poderes. Por lo demás, las constituciones que establecen tal división no
son sólo privilegio exclusivo de las modernas democracias, puesto que monarcas
ilustres —algunos de ellos, por lo menos— la aceptaron en el pasado e incluso
hicieron cuanto pudieron para asegurarla.
Por último —y este punto es acaso el más importante de todos, aunque con
frecuencia sea pasado por alto—, la auténtica finalidad perseguida por la doctrina
de la división de poderes, asegurar la realización de los fines para los que se
instituyó, nunca hubiera podido alcanzarse de no asegurarse al mismo tiempo la
soberanía del Estado. Sólo conociendo exactamente quién tiene el poder de
mandar puede lograrse aquella «tranquilidad de espíritu» tan alabada por
Montesquieu como condición de la libertad política. Pero la tranquilidad de
espíritu, es decir, la «certeza jurídica», no puede darse salvo que conozcamos los
diferentes canales a través de los cuales se nos impone el poder a quienes somos
los legítimos intérpretes del poder del Estado; y salvo también que el Estado, a su
vez, sea lo suficientemente fuerte como para no permitir que otros poderes
soliciten nuestra sumisión. Todos estamos de acuerdo en que la división de poderes
constituye la médula de la noción liberal de Estado, pero pocos tienen en cuenta
que la erección del moderno Estado soberano fue una condición esencial para la
libertad que hoy disfrutamos y apreciamos.
No es fácil aceptar estos puntos de vista, y la dificultad se manifiesta sobre todo
en el pensamiento anglosajón. Los ingleses suelen citar la famosa frase de sir
Edward Coke a la que páginas atrás nos hemos referido, y los americanos gustan
de repetir la no menos famosa declaración del juez Wilson en el caso Chesholm v.
Georgia

151
(1793), según la cual, «en la Constitución de los Estados Unidos es totalmente
desconocido el término soberano». Sin embargo, tanto Gran Bretaña como Estados
Unidos son Estados soberanos exactamente en el sentido en que Hobbes entendía
la soberanía; y lo mismo los británicos que los americanos conocen perfectamente
cuál es el fundamento de su sumisión al poder, en nombre de quién se establecen
las leyes, se toman las decisiones y se formulan los mandatos. Ellos dicen
orgullosamente que lo suyo es una democracia. La división de poderes que
practican y respetan las modernas democracias asegura el predominio del Derecho,
que es, después de todo, la verdadera condición del poder. Mediante el control y
la regulación del poder han conseguido hacer realidad y garantizar la seguridad de
los ciudadanos, que es condición de la libertad. Pero el necesario sostén de tal
seguridad es, como Hobbes vio perfectamente, la soberanía, siendo expresión de
la misma, cada uno a su modo, el legislativo, el ejecutivo y el judicial. La armonía
—y, a veces, incluso la rivalidad— entre ellos constituye la mejor garantía frente al
«abuso de poder».

Indicaciones bibliográficas

PLATÓN, Leyes, III, 691d-692c, 693d y e; ARISTÓTELES, Política, III, 1265b,


1288a; IV, caps, viii-xi; V, 1302a; POLIBIO, Historia de Roma, VI; CICERÓN, De
Re Publica, I, 35 y 45; II, 23 y 33; De Legibus, III, 28; SANTO TOMÁS DE
AQUINO, De Regimine Principum, I, cap. VI; Summa Theologica, I-II, q. XCV, art. 4;
II-II, q. CV, art. 1; SIR JOHN FORTESCUE, De natura legis naturae, cap. XVI; De
laudibus legum Angliae, passim; The Govemance of England, capítulos 2 y 3;
MAQUIAVELO, Discurso sobre la reforma del Estado de Florencia; RICHARD
HOOKER, Ecclesiastical Polity, VII, XVIII, 10; VIII, viii, 9; SIR THOMAS SMITH,
De Republica Anglorum, I, 6; II, 1; BODIN, De la République, II, 1; HOBBES, De Cive,
capítulo VII, 4; Leviathan, caps. XVIII, XIX, XXIX; LOCKE, Second Treatise of
Government, cap. IX, 123-6; cap. X, 132; cap. XII; capítulo XIII, 151;
MONTESQUIEU, Esprit des Lois, II, 1; XI, 4 y 6.
La «heterodoxia» de los puntos de vista expuestos en el presente capítulo queda
mucho más patente si se los compara con la opinión radicalmente contraria que,
respecto de la relación entre el concepto de soberanía y la doctrina de la división
de poderes, manifiesta GIERKE en el cap. III, apartado iii, 1, de su obra, ya clásica,
Johannes Althusius und die Entwicklung der naturrechtlichen Staatstheorien.

152
CAPÍTULO OCTAVO

LA PLURALIDAD DE LOS ORDENAMIENTOS


JURÍDICOS

¿Agota el Derecho del Estado toda la experiencia jurídica? O lo que es lo mismo:


¿sólo el «terror» inspirado por el Leviatán es capaz de establecer la normalidad en
las conductas y la regularidad en las relaciones que hasta ahora hemos asociado a
la noción de Derecho? Para quienes atienden al proceso de formación del Estado
moderno desde un punto de vista histórico, la tesis hobbesiana parecería, a primera
vista, plenamente confirmada por los hechos: un progresivo monopolio del poder
por el Estado, con completo control sobre la producción, tutela y ejecución del
Derecho, viene a corresponder al monopolio de la fuerza por parte de lo que
Maquiavelo llamaba el «principado nuevo». A este respecto, quizá ningún
testimonio sea más elocuente que el de Montesquieu, el teórico por excelencia del
poder controlado y dividido: Autrefois chaqué village en France était une capitule; il n'y en
a aujourd'hui qu'une grande: chaqué partie de l'Etat était un centre de puissance; aujourd'hui
tout se rapporte á un centre; et ce centre est, pour ainsi diré, l'État méme. Para Montesquieu,
el Estado moderno surgió de entre las ruinas del particularismo feudal, cuando
Europa se partagea en une infinité de petites souverainetés; y es en esta unicidad que
sustituyó a la pluralidad de los antiguos ordenamientos —a las prérogatives des corps,
a los priviléges des villes— donde se oculta precisamente, para el autor del Esprit des
lois, el peligro del despotismo moderno.1

1. Por esta razón, Montesquieu recomienda la conservación o renovación de pouvoirs intermédiaires


que «canalicen» el poder y aminoren su ímpetu, como «los juncos y las piedrecillas de la playa»
aminoran la fuerza del mar; idea que se conservará en una exigua fracción del mejor liberalismo
del siglo XIX y que anticipa y preludia la aspiración moderna a la descentralización y a dar nueva
vida a las autonomías locales y regionales.

153
Cabalmente eran aquellas prerrogativas y privilegios —aquellas libertades, en el
sentido medieval de la palabra— las que Hobbes había denunciado como
precursoras de la disolución del Estado: la soberanía del Estado no tolera ningún
imperium in imperio. Para Hobbes, el Leviatán, y sólo él, es fuente y arbitro supremo
del Derecho. El ordenamiento jurídico o es uno solo o no es tal. El Derecho, como
disciplina de la convivencia, nace y muere con el Estado, porque es el Estado el
que impone a los súbditos la ley, que es obligación, reivindicando frente a los otros
Estados su Derecho, que es libertad.2 «Sobre los bastiones de la ciudad de Lucca
se lee aún hoy, escrita en grandes caracteres, la palabra libertas; pero nadie puede
deducir de este hecho que el individuo goce allí de mayor libertad o esté dispensado
de servir al Estado en mayor medida que lo están en Constantinopla.» «La libertad
del Estado es la misma que poseería cada hombre si no hubiera leyes positivas y
no existiese un Estado. Y las consecuencias son las mismas... Todo Estado es libre
de hacer... cuanto considere lo más útil a sus conveniencias. Los Estados viven,
por ello, en situación de guerra perpetua, siempre a punto para entrar en combate,
con las fronteras guarnecidas y los cañones apuntando hacia los vecinos que les
rodean.»
El carácter único del ordenamiento jurídico estatal no implica, pues, para Hobbes,
que no existan otros ordenamientos. Hay otros ordenamientos en cuanto que hay
otros Estados, pero estos ordenamientos son irrelevantes para el Estado; son
rivales suyos y potencialmente enemigos. La pluralidad de ordenamientos significa
tan sólo que el poder del Leviatán está limitado en el tiempo y en el espacio: afecta
a determinados individuos y se hace presente sobre un concreto ámbito territorial,
pero no más allá, lo cual no arguye nada en contra de la sustancial unicidad de la
experiencia jurídica, sino que es, simplemente, una consecuencia del
fraccionamiento político en diferentes Estados y de la anarquía de las relaciones
internacionales. Para Hobbes no hay Derecho donde no haya

2. La antítesis que Hobbes establece entre Derecho (right) y ley (law) es, en cierto
sentido, un unicum en la historia de la Filosofía del Derecho (vid. al respecto nuestra
obra La dottrina del diritto naturale, 2.a ed., Milán, 1962, páginas 84 y ss.). Pero para
entenderla exactamente hay que tener en cuenta que la lengua inglesa no posee un
verdadero equivalente de nuestra palabra Derecho (= ius, diritto, droit, Recht), sino que
emplea el término right siempre en el solo significado de lo que nosotros
llamaríamos «derecho subjetivo», no disponiendo más que de la palabra law para
expresar el significado de Derecho en sentido «objetivo».

154
un «poder común», una voluntad superior a las demás y capaz de imponer por la
fuerza la obediencia a sus mandatos.
La reducción de todo el Derecho al Derecho estatal es la consecuencia directa de
la concepción imperativista del Derecho, estando también, podría añadirse,
estrechamente vinculada con la estructura «autoritaria» de la relación política como
relación mando-obediencia. No podrá hablarse de una propia y auténtica pluralidad
de ordenamientos jurídicos sino cuando, junto a aquella concepción imperativista,
se admitan otras posibles interpretaciones de la experiencia jurídica, y cuando se
reconozca, además de aquella estructura autoritaria, la existencia de otras diferentes
estructuras de relaciones humanas. La posibilidad de reconocer la presencia del
Derecho al margen de la situación de mando y de obediencia que es propia de la
relación política, no significa impugnar la construcción jurídica del Estado, sino
sólo señalar los límites de la misma; ni implica tampoco rechazar, sino simplemente
determinar, la esfera propia del concepto de soberanía al que, como hemos visto,
se reduce el concepto de la fuerza «legalizada», del «poder» propio del Estado.
Esta existencia del Derecho fuera y por encima del Estado, negada por Hobbes de
forma tan radical, fue sin embargo sostenida en su misma época, con fuerza y
convicción incomparables, por Grocio, fundador del moderno Derecho
internacional. Para él, en efecto, las relaciones internacionales no son relaciones de
pura fuerza y los actos de los Estados no se rigen únicamente por el interés y la
voluntad de poder: Nulla est tam valida civitas quae non aliquando aliorum extra se ope
indigere possit, vel ad commercia, vel etiam ad arcendas multarum externarum gentium iunctas
in se vires; unde etiam a potentissimis populis et regibus foedera appeti videmus, quorum vis omnis
tollitur ab his qui ius intra civitatis fines concludunt. Verissimum illud, omnia incerta esse simul
a iure recessum est.* Estas palabras, aunque parecen una respuesta a la tesis de
Hobbes, en realidad se escribieron cerca de veinte años antes de la publicación del
Leviathan. Para Grocio, es perfectamente concebible un ordena-

* N. E.: No hay ninguna ciudad tan fuerte y autosuficiente que no precise a veces ayuda externa,
bien en cuanto al comercio, bien para defenderse contra las fuerzas unidas de muchas naciones
extranjeras coaligadas contra ella. Vemos, por tanto, que los más poderosos pueblos y reyes
siempre han deseado participar en Ligas o Confederaciones, las cuales serían de escasa utilidad
o fuerza si todo el derecho estuviera únicamente confinado dentro de los límites de cualquier
ciudad. Más cierto es que a medida que nos alejamos del derecho no existe nada que con
seguridad podamos llamar nuestro.

155
miento jurídico no basado en la autoridad, sino en la igualdad, como es la que existe
entre los Estados, cuyas relaciones no se regulan conforme a esquemas de
autoridad. Es decir, que afirma la existencia de un Derecho que no se resuelve en
el mandato de un «soberano»: el Derecho internacional, el ius gentium, id est quod
gentium omnium aut multarwn volúntate vim obligandi accepit (aquel que recibe su fuerza
de obligar de la voluntad de todas o de muchas naciones).
Adviértase que, en la doctrina grociana, este Derecho tiene su origen, al igual que
la ley positiva estatal, en la voluntad de los hombres, es decir, que es un ius
voluntarium; con otras palabras, que no es —o no es sólo— una exigencia racional,
una construcción de Derecho natural. Es verdad que, no pudiendo el Derecho
internacional derivar su validez de un poder superior o «soberano», la deriva, según
Grocio, de un postulado de justicia: la norma de Derecho natural que prescribe
pacta sunt servanda. Pero, como Derecho positivo, únicamente es válido en tanto en
cuanto, de hecho, los Estados se consideren vinculados por él y lo respeten,
regulando y uniformando sus conductas y sus relaciones con arreglo a sus normas:
en una palabra, en cuanto pacta sunt servata.
El caso del Derecho internacional, que hemos querido ilustrar yendo directamente
a las fuentes de todas las teorías modernas acerca del mismo, sigue constituyendo
hoy el ejemplo clásico de un ordenamiento jurídico no estatal o, más exactamente,
de un ordenamiento de distinto tipo que el que el Estado dicta dentro de sí y que
se apoya en el principio de soberanía. Pero no es, desde luego, el único supuesto
que puede aducirse para sostener la pluralidad de los ordenamientos jurídicos y
para demostrar la falsedad de la tesis hobbesiana de su unicidad. Efectivamente, la
doctrina de la pluralidad de los ordenamientos jurídicos ha sido difundida y
popularizada, en tiempos más próximos a nosotros, por la «teoría de la institución»,
a la que ya hemos tenido ocasión de referirnos,3 que reconoce la existencia del
Derecho allí donde haya una «institución», esto es, un grupo social organizado.
Según esta teoría, es posible hablar de ordenamiento jurídico no sólo respecto de
la comunidad internacional o de la Iglesia, sino dondequiera que unas «relaciones
sociales» se concreten en una determinada «organización»; lo cual puede darse en
toda forma de asociación (de carácter cultural, económico, deportivo, etc., e
incluso en una asociación para delinquir)

3. Vid. supra, pág. 40.

156
cuyos miembros constituyan una «unidad concreta» en virtud de un conjunto de
normas que regulen sus conductas y sus relaciones. El ordenamiento jurídico no
estará constituido, sin embargo, por esas normas —por lo menos, según el parecer
de Santi Romano—, sino por la organización misma, puesto que aquél es anterior
a las normas, a las que mueve «como peones en un tablero de ajedrez».4 La teoría
institucional, tal como hoy resulta acogida —muy favorablemente, por cierto—
por la doctrina contemporánea, constituye un abierto desafío no sólo a uno, sino
a dos de los postulados fundamentales de la concepción hobbesiana de la
soberanía. Porque, en efecto, de un lado afirma de modo rotundo el principio de
la pluralidad de ordenamientos jurídicos frente a la noción hobbesiana de la
unicidad del ordenamiento estatal: puede haber Derecho fuera del área del Estado
y al margen de la existencia de un «poder común». Y, de otra parte, conduce a una
visión pluralista de la sociedad, que es radicalmente antitética de la concepción que
Hobbes tenía de la necesaria y esencial estructura unitaria del Estado. Cabría
preguntarse si la teoría que nos ocupa no representa una deliberada subversión de
todo el proceso histórico que hemos examinado y descrito como característico de
la formación de la moderna noción de Estado. Con razón se ha visto en ella,
además de una teoría jurídica, una tesis política, «una de tantas vías a través de las
cuales los teóricos del Derecho y de la política han intentado resistir frente a la
invasión del Estado»5 y su pretensión de ser el único arbitro de todas las relaciones
humanas. En el presente capítulo nos referiremos sólo al primero de los dos
mencionados aspectos de la teoría institucional, esto es, el que más claramente se
opone a la doctrina de la unicidad del ordenamiento estatal.
Los defensores de la teoría institucional sostienen abiertamente que para llegar a
entender la verdadera naturaleza del ordenamiento jurídico es preciso abandonar
la idea del Derecho formada «únicamente sobre el modelo del Derecho del
Estado»; y si algo puede criticárseles es el no haber sacado todas las conclusiones
lógicas de esta premisa. Para ellos, el Estado es «la más importante de las
instituciones», el «macrocosmos jurídico», la forma «más evolucionada» de la
sociedad humana, pero sin que haya ninguna diferencia cualitativa o estructural
entre el ordenamiento estatal y los otros or-

4. Esta cita y las demás de este capítulo, salvo cuando se indique otra cosa, son de Santi Romano,
en la obra mencionada en la bibliografía.
5. N. Bobbio, Teoría della norma giuridica, Turín, 1958, pág. 16.

157
denamientos; porque todo ordenamiento es, por definición, «organización», y «el
concepto de organización» implica por sí mismo una relación «de superioridad y
de correlativa subordinación». Ahora bien, esta última afirmación sitúa a la doctrina
institucional al lado de Austin y de Hobbes, en lugar de contradecirles. Aun
admitiendo que Hobbes estaba equivocado al no reconocer la posibilidad de la
existencia de ordenamientos jurídicos distintos del estatal, lo cierto es que no por
ello queda invalidado su análisis de las características del ordenamiento del Estado
mientras aceptemos el modelo autoritario en que se basó. Afirmar la pluralidad de
ordenamientos jurídicos e incluso concebirlos como ajustados al esquema estatal
puede tener dos sentidos: o bien sostener la existencia de otros «poderes
soberanos» distintos del Estado y rivales de éste, o bien plantear la cuestión de
cómo tales ordenamientos se relacionan —como ocurre en el Estado federal—
con la sede última de la soberanía; pero en ninguno de los dos casos puede
significar una negación de la posición ciertamente peculiar que el Estado tiene
respecto de la producción y ejecución del Derecho, que es la tesis más característica
de la doctrina de la soberanía.
Los sostenedores de la doctrina institucional tienen sin duda derecho a decir —lo
cual, por otra parte, es una observación muy certera— que «toda fuerza que sea
efectivamente social y esté, por tanto, organizada, se transforma por ello mismo en
Derecho». Pero habrá de admitirse, sin embargo, que sólo en el poder del Estado
se realiza aquella perfecta ecuación entre fuerza y Derecho que los antiguos
teóricos designaban con el nombre de soberanía. Podrán también decir —y esto
es igualmente indudable— que en toda organización está implícita una relación de
superioridad y de subordinación. Pero siempre habrá que reconocer que la relación
de mando y de obediencia se manifiesta en la organización estatal con
características propias que la distinguen de toda otra. Podrán, en fin, si les parece
oportuno, hablar de ordenamientos que «mueven» las normas jurídicas «como
peones en un tablero de ajedrez». Pero ello no desvirtúa el hecho de que
únicamente el Estado tiene posibilidad de crear o «producir» normas jurídicas
mediante una simple actuación imperativa y de no sólo «moverlas», sino también
«imponerlas», teniendo para ello la fuerza a su disposición. Sólo respecto de estos
dos últimos atributos —la creación y la imposición del Derecho— se destaca el
ordenamiento jurídico del Estado de forma verdaderamente singular en una
pluralidad de ordenamientos. Habiendo alguna duda sobre si el monopolio de la
fuerza es prerrequisito del monopolio del poder, el realista político está

158
siempre dispuesto a apoyar la doctrina de la soberanía. Mientras estemos situados
en el terreno imperativo, el patrón hobbesiano y austiniano permanecerá
inexpugnable.
Sin embargo, hay mucho que aprender de la teoría institucional, que,
indudablemente, ha contribuido a ampliar el horizonte de nuestra comprensión del
Estado y del Derecho poniendo de relieve —como ya lo hizo el viejo adagio ubi
societas ibi ius— que el fenómeno jurídico no es exclusivo de la esfera del Estado y
que la conducta sometida a control es una característica de toda experiencia social.6
Además, estando correctamente construida, conduce inevitablemente al abandono
de la concepción imperativa del Derecho o, en cualquier caso, al reconocimiento
de que la simple relación de mando y de obediencia no explica adecuadamente la
complejidad del Derecho —ni siquiera del estatal—, puesto que hay normas que
son «directivas» más que «imperativas», que son «aceptadas» más que «impuestas»,
y con «sanciones» que no consisten necesariamente en el posible uso de la fuerza
por parte de un «soberano». Si yo me someto (¡quizá más disciplinadamente que a
las leyes del Estado!) a las reglas de un juego como el tenis o el bridge, o al
reglamento de una asociación, o a los preceptos de mi Iglesia, no adapto mi
conducta a tales normas sólo porque hayan sido estipuladas en las convenciones
internacionales relativas al tenis o al bridge, o porque hayan sido acordadas en la
asamblea de socios o porque hayan sido establecidas por la autoridad eclesiástica,
sino porque para mí —probablemente a diferencia de otros conciudadanos—
dichas normas son «válidas», aunque no sean «coactivas», sometiéndome a ellas
espontánea y voluntariamente. Hoy por hoy, no podré ser compelido a la
observancia de esas normas, o por lo menos no podré serlo del mismo modo como
lo sería si las mismas fueran «leyes del Estado». Acaso sólo la Mafia o el Ku-Klux-
Klan estén preparados para aplicar sanciones tan eficaces, si no más, que las que el
Estado tiene a su disposición. Pero ¿podemos decir en tales casos que estamos ante
un verdadero imperium in imperio?
Mas se podrá objetar que nada impide que la «fuerza social organizada» de una
determinada «institución» acabe por alcanzar un vigor y una eficacia iguales —o tal
vez superiores— a los del Estado; que una organización se oponga y se sobreponga
al Estado discutiéndole el monopolio del poder o subrogándose en él, instalán-

6. Este último punto ha sido tratado muy acertadamente por Peter Winch, The Idea of a Social
Science and its Relation to Philosophy, 3.a ed., Londres, 1963, capítulo II.

159
dose en la misma área espacial (en «todo el territorio») y extendiéndose sobre todos
los que están sometidos al poder estatal (sobre toda la «población» del Estado). En
tal caso, parece indudable que dicha institución llegaría a constituir un Estado o,
mejor aún, «el Estado» y procedería a reclamar para sí (o, para hablar con más
propiedad, lo harían sus juristas en su nombre) los mismos atributos que, durante
siglos, la doctrina jurídica del Estado ha venido considerando como propios de
éste: la plenitudo potestatis, la soberanía en su unidad, en su indivisibilidad y en su
carácter absoluto. Una vez más, la lógica implacable de Hobbes rubricaría su
triunfo; sería la última venganza del Leviatán, aunque, a lo que parece, es por ahora
una venganza lejana e improbable.
Creemos que las mismas observaciones serían aplicables al caso —quizá más
probable que el que hemos apuntado— de que una nueva y distinta organización
de las relaciones internacionales sustituyera a la actual, creándose un «poder
soberano» que impusiera de modo autoritario las normas que hoy regulan las
relaciones entre los Estados y otras muchas más, transformando así la estructura
de la actual comunidad internacional y haciéndola muy semejante e incluso idéntica
a la de un «Estado». Pero también en tal supuesto ese «superestado» llegaría a ser
el Estado y no podría sustraerse a la misma lógica de la soberanía que hasta ahora
se ha utilizado exclusivamente en relación con el Estado particular y su estructura.
Esperemos que, en ese caso, la organización del nuevo Leviatán tenga en cuenta la
experiencia del antiguo, estableciendo todos los necesarios y delicados mecanismos
mediante los que el poder de éste ha sido frenado, compensado y controlado en la
compleja estructura constitucional del Estado moderno.

Indicaciones bibliográficas

MONTESQUIEU, Esprit des Lois, II, 4; VIII, 6; XXIII, 24; HOBBES, Leviathan,
caps. 14, 18, 21, 26, 29; GROCIO, De iure belli ac pacis, Proleg., 22; lib. I, xiv, 1.
En cuanto teoría jurídica, la «teoría institucional» examinada en este capítulo ha
tenido mucha más influencia en la Europa continental que en los países de habla
inglesa, aunque en ciertos aspectos guarda gran analogía con las teorías pluralistas
que fueron popularizadas en Inglaterra por Harold J. Laski. Las referencias que
hago lo son a la versión italiana de la teoría, especialmente representada por Santi
Romano, más que a la versión francesa, encabe-

160
zada por Maurice Hauriou, que es el auténtico fundador de la doctrina. A diferencia
de Hauriou y de su discípulo Georges Renard, Romano presenta su teoría como
una teoría jurídica estrictamente «positiva», sin referencia alguna a aspectos
religiosos o a premisas iusnaturalistas. Los pasajes citados en el texto pertenecen a
la conocida obra de SANTI ROMANO, L'ordinamento giuridico, 1917 (2.a ed. con
adiciones, Florencia, 1945), I, 5, 10, 12-14, 19; II, 25-32. N. E.: Hay una versión
española de esta obra: El ordenamiento jurídico, traducción de Sebastián y Lorenzo
Martín-Retortillo, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1963.

161
162
CAPÍTULO NOVENO

ESTADO E IGLESIA

Distinto de las cuestiones de la unidad del poder y de la unicidad del ordenamiento


jurídico es el problema de si el Estado requiere o no una estructura unitaria de la
sociedad, es decir, una estructura en la que no haya lugar para otros tipos de
asociación humana al margen de la que se resume en el vínculo formal e impersonal
de la soberanía. El juicio de Hobbes al respecto es, como acostumbra, tajante y
alegórico: «Los pequeños Estados dentro de las entrañas de un gran Estado» son
«como los gusanos que los médicos llaman ascárides» dentro del cuerpo humano.
Igualmente categórico es Rousseau: Il importe done, pour avoir bien l'énoncé de la volonté
genérale, qu'il n'y ait pas de société partielle dans l'état; et que chaqué citoyen n'opine qu'aprés
lui. El esquema es claro: a la soberanía única e indivisible del Estado debe
corresponder una sociedad unitaria, que a su vez se resuelva en la totalidad de los
ciudadanos, igualados y nivelados por una común sujeción. Debe haber una sola
sociedad como hay un solo Derecho y un solo titular del poder. Pero, como hemos
visto, el Estado moderno ha tolerado una situación muy distinta: el poder ha sido
dividido y se ha reconocido como posible otro Derecho junto al del Estado. Y la
pregunta que nos formulamos es ésta: ¿es la sociedad en que vivimos pluralista o
unitaria? Creemos que el «monista» más convencido deberá conceder que, a tres
siglos de Hobbes, sus esquemas no se han realizado por completo tampoco en este
punto.
La primera y más solemne demostración de que el Estado moderno no ha
conseguido realizar el esquema hobbesiano de una sociedad unitaria es la
supervivencia de una organización distinta del Estado, rival y a veces antagónica
del mismo: la Iglesia o las Iglesias. La visión cristiana del mundo es esencialmente
dualista: el hombre, en cuanto cristiano, es ciudadano no de una, sino de dos
ciudades. Su pertenencia al «Estado», su «ciudadanía» terrena, no

163
impide la existencia de otra y más valiosa ciudadanía. El alma inmortal está
destinada a una sociedad muy distinta:

O frate mió, ciascuna é cittadina


d'una vera cittd; ma tu vuo'dire
che vivesse in Italia peregrina...1

Desde Maquiavelo a Hobbes, desde Rousseau a ciertos modernos «laicistas», esta


situación ha sido deplorada en vano como una amenaza contra el Estado. Jésus —
observa Rousseau— vint établir sur la terre un royaume spirituel: ce qui, séparant le systéme
théologique du systéme politique, fit que l'état cessa d'étre un, et causa des divisions intestines qui
n'ont jamáis cessé d'agiter les peuples chrétiens. Podría contestarse a esta acusación que en
esta «división de sistemas» ha radicado, precisamente, el destino particular de
Occidente y tal vez, incluso, una de las máximas razones de su grandeza. El hecho
es que el Estado moderno ha acabado por adaptarse a tal división. En tanto nuestra
sociedad siga siendo una sociedad cristiana no podrá dejar de ser, por definición y
fundamentalmente, una sociedad «dividida», una sociedad «pluralista».
Pero hay que distinguir —como ya lo hemos hecho al tratar de la teoría
institucional— entre dos especies de pluralismo. Un pluralismo jurídico no implica
necesariamente un pluralismo de sociedades. En otras palabras, que una cosa es
reconocer la existencia de normas no estatales que pueden ser vinculantes para
nosotros y otra distinta considerar la sociedad dividida en dos o más conjuntos
organizados. Admitir la posibilidad de leyes con una estructura diferente de la del
Derecho del Estado y con un fundamento de validez también diferente, es distinto
que afirmar la existencia de hecho de tipos de asociaciones humanas diversos unos
de otros no sólo formal, sino sustancialmente. Entendemos que es necesario tener
en cuenta estas precisiones al tratar del dualismo Estado-Iglesia, que ha jugado tan
importante papel a lo largo de los siglos y que ha sido tomado en dos sentidos
distintos: como dualismo de poderes y como dualismo de sociedades. En su larga
existencia, aquel binomio ha sido entendido unas veces de un modo y otras de
otro, o de ambas maneras conjuntamente, como lo entendió, para atacarlo, la
crítica radical de Hobbes.

1, Dante, Divina Comedia, «Purgatorio», XIII, 94-96: «¡Oh, hermano mío! Todas somos
ciudadanas de una ciudad auténtica, pero tú quieres decir que viviese peregrina en Italia» (N. E.).

164
Ahora bien, a nosotros nos parece que la doctrina tradicional, contra la que en gran
parte se dirige la polémica hobbesiana, es esencialmente una doctrina del dualismo
de poderes. Contrariamente a lo que se cree y se repite continuamente, la visión
medieval de la sociedad —al menos por lo que se refiere a la relación entre Estado
e Iglesia— no es una visión pluralista, sino unitaria. Estado e Iglesia coinciden en
la respublica christiana. El «poder espiritual» y el «poder temporal» son dos puntales
necesarios, dos «secciones» de una única sociedad integrada por los mismos
miembros, unidos por una sola fe. Ciertamente, hay una diferencia sustancial entre
las normas que emanan de uno y otro, puesto que las del Estado miran a la temporalis
tranquilinas civitatis, mientras que las de la Iglesia atienden ad finem felicitatis aetemae.
Pero precisamente por esa misma diferencia de fines pudieron concebirse como
complementarios el poder temporal y el espiritual. La armonía y cooperación entre
ambos constituyó para nosotros la condición sine qua non para la prosperidad y
bienestar del mundo.
Mas hubo un momento en que, so capa de un nuevo análisis del poder, entró en
crisis aquel dualismo, y los viejos simbolismos con que era expresado (el sol y la
luna, las dos espadas, etc.) empezaron a resultar poco a poco anticuados, como
puede observarse en el uso curiosamente enrevesado que de ellos hace Dante en
la Monarchia. La crisis definitiva llega cuando los «teócratas» lanzan la afirmación
de que el dualismo debe reducirse a la unidad en la plenitud del poder del Papa.
Pero la premisa obligada de la que parten los teóricos políticos medievales es
siempre la de una sociedad religiosamente homogénea, que excluye de su seno a
los qui foris sunt, como, por ejemplo, los hebreos, que constituyen un cuerpo
extraño, aunque tolerado, en la Ciudad cristiana. La ortodoxia es el presupuesto de
la unidad política y toda amenaza contra tal ortodoxia, es decir, contra la Iglesia, se
transforma automáticamente en una amenaza contra el Estado. La persecución de
los herejes no es sólo un deber para el príncipe cristiano, sino también una
exigencia de la «razón de Estado», puesto que la herejía es el mayor desafío para la
unidad y uniformidad.
En esa misma premisa se fundamenta, al menos en sus comienzos, la Reforma
protestante, que encomienda a los «príncipes», al «poder temporal», la misión de
reformar la Iglesia precisamente en nombre de la homogeneidad religiosa. Donde
la guía espiritual falla, la dirección temporal debe ocupar su lugar. Lo que importa,
sobre todo, es salvaguardar la unidad de la sociedad aun a costa de romper la
unidad de la cristiandad y de destruir de una vez para

165
siempre el dualismo de poderes que, en la concepción medieval, fue su obligada
contrapartida. Dos solemnes documentos que consagraron la reforma —o más
exactamente dicho: el cisma— de Enrique VIII de Inglaterra, el Statute of Appeals
(1533) y el Act of Supremacy (1534), iban encaminados, precisamente, a defender la
estructura unitaria de la sociedad afirmando el principio de la unidad del cuerpo
político. El preámbulo del Statute merece un atento examen, aunque la idea que
expresa no deja de tener precedentes medievales.2 La primera y básica afirmación
es una vindicación de la soberanía: «Este reino de Inglaterra es un Imperio»; el rey
de Inglaterra goza de «la dignidad y condición regia de la Corona imperial del
mismo». Pero la soberanía no significa sólo una total independencia en el plano
internacional, sino que tiene una especial significación cuando se considera desde
el punto de vista interno, esto es, cuando la noción se aplica a una sociedad cuya
estructura es fundamentalmente unitaria a pesar de su aspecto dúplice. En efecto,
en el documento que examinamos se dice que Inglaterra está gobernada «por una
sola y suprema Cabeza y Rey..., al que, después de a Dios, es debida una natural y
humilde obediencia por parte de un cuerpo político constituido por toda clase y
grados de población, dividida en las clases y por los nombres de espiritualidad y
temporalidad».
He aquí, por tanto, las consecuencias de la unidad de la sociedad, claramente
manifestada. La distinción entre «espiritualidad» y «temporalidad» no es una
distinción entre dos organismos, sino una simple distinción de «nombres». La
postura de Enrique VIII, reclamando para sí toda la soberanía, precisamente para
que la sociedad sea y permanezca una, es a la vez una reminiscencia de Bonifacio
VIII y una anticipación de Hobbes: representaba un paso más hacia la unidad, en
la misma línea que habían seguido los «teócratas» medievales, pero era también una
aspiración hacia el control de la sociedad nacional y única en el sentido que
apuntaba el modelo hobbesiano. Una vez rota la unidad de la cristiandad, la unidad
de la sociedad sólo podía entenderse como una Iglesia nacional exactamente
coincidente con el Estado nacional, que fue la doctrina es-

2. Dos de los principales conceptos vertidos en el Statute fueron ya claramente perfilados en


Francia dos siglos antes que en Inglaterra: la idea de la soberanía absoluta del poder nacional (rex
in regno suo est imperator) y la de que el reino es un cuerpo unitario (omnes et singuli, clerici et laici, regni
nostri tamquam membra sicut in uno corpore veré viventia). Sobre este último punto, vid. Wilks, The
Problem of Sovereignty, Cambridge, 1963, pág. 431 y nota 2.

166
tablecida en la Paz de Augsburgo (1555): cuius regio eius religio. Tal fue también la
tesis que inspiró la entronización de Isabel y que el arzobispo Whitgift expresó en
una fórmula que anticipa casi, palabra por palabra, la opinión de Hobbes: «No veo
ninguna diferencia entre una comunidad cristiana y la Iglesia de Cristo.» Disentir
de la religión establecida es un crimen laesae maiestatis y, por ello, la suerte de los
reformadores evangélicos en la Inglaterra isabelina será sólo un poco mejor que la
de los católicos romanos: éstos serán considerados traidores y aquéllos rebeldes
contra la autoridad constituida.
No es sorprendente que una doctrina como ésta —a la que sus enemigos más
radicales denunciaron como machiavellistica et turcica— provocara profundo recelo
en los espíritus. La libertad religiosa surgió como una consecuencia de la protesta
de la conciencia cristiana contra el control del Estado sobre la Iglesia. En
Inglaterra, como en otros países europeos, católicos y reformados coinciden en
sostener la misma batalla al afirmar la existencia de «dos reinos» (el de Cristo y el
de la reina o del «príncipe nuevo»), negar la coincidencia de las «dos sociedades» y
reivindicar la libertad y la autonomía de la Iglesia respecto del Estado. Pero la
doctrina de los «dos reinos» no significaba para ellos el reconocimiento de una
posible separación del Estado y la Iglesia, la licitud del disenso y la posibilidad de
una sociedad inspirada en la heterodoxia antes que en la ortodoxia. Lejos de admitir
la independencia recíproca del Estado y de la Iglesia, coincidían en afirmar la
necesidad de su íntima compenetración y el deber del Estado de constituirse en
dócil y respetuoso servidor de la Iglesia y en ejecutor de las leyes divinas, de las que
aquélla es custodio e intérprete.3
La libertad religiosa se originó, por consiguiente, no sólo en el «dualismo cristiano»,
sino también en la voluntad y la experiencia vivida del «disenso» y del «no
conformismo». En cuanto reivindicación de la incoercibilidad de la fe y de los
derechos inviolables de la conciencia, la libertad religiosa había sido ya entrevista y
anhelada por un grupo de espíritus selectos, que osaron oponerse a la

3. Incluso cuando, especialmente por obra de los jesuitas (y entre ellos de modo muy notable
Belarmino), se afirmaba la naturaleza esencialmente espiritual del poder eclesiástico y el carácter
rigurosamente «secular» de la sociedad política, el principio de la potestas indirecta restablecía el
vínculo de interdependencia entre Iglesia y Estado y de subordinación de éste a aquélla; tesis que
la doctrina católica no ha abandonado jamás. Como observa un crítico de aquella época, quod
una manu abstulit Papae Bellarminus, id altera dat.

167
doctrina dominante de la uniformidad y de la intolerancia política y religiosa.4 Pero
muy probablemente no se habría realizado prácticamente esa doctrina ni se hubiera
traducido en una nueva estructura de la sociedad sin la resistencia y la lucha
obstinada de los «grupos independientes», de aquellas «sectas fanáticas» contra las
que Hobbes disparara unos dardos casi tan venenosos como los que dirigía contra
la Iglesia de Roma. Los puntos fundamentales de la nueva doctrina se resumían en
estos dos: afirmar la necesidad para los creyentes de proceder a la reforma religiosa
sin demora y sin esperar al «mandato del Magistrado» y proclamar la naturaleza
puramente espiritual de la Iglesia y, en consecuencia, la absoluta incompetencia del
poder secular en los asuntos de fe, suprimiendo así la razón misma de la
intolerancia y de la tiranía civil y religiosa. Pero estas actitudes básicas de los
«independientes» —de entre los que surgió un hombre de Estado de la talla de
Cronwell— eran también las premisas para una renovación radical de la noción
«monista» y unitaria de Estado. Eran los principios que un día harían posibles el
respeto y la tutela de las minorías disidentes, al mismo tiempo que la independencia
recíproca del Estado y de la Iglesia, y que permitirían no sólo garantizar la libertad
de cultos y de organización religiosa en el Estado moderno, sino también
abandonar la quimera hobbesiana de una sociedad unificada y homogénea,
reconociendo que la libertad del ciudadano no se realiza plenamente sino allí donde
cada uno sea libre de obedecer a su conciencia y de adorar y servir a su Dios como
mejor lo estime. De tales principios se derivará la gran fórmula de Cavour: libera
Chiesa in libero Stato.
Por supuesto, el reconocimiento de la independencia del Estado y de la Iglesia no
sólo fue el origen de nuestra moderna visión pluralista de la sociedad, sino que
contribuyó más que ninguna otra cosa a producir el colapso final de la noción de
«una sociedad». En efecto, una sociedad en la que Iglesia y Estado son concebidos
como separados, una sociedad en que las minorías son respetadas y tienen libertad
para organizarse de acuerdo con sus deseos y necesidades, una sociedad en la que
la absoluta uniformidad de conductas y de ideas no viene exigida por el bien del
Estado, una sociedad así, decimos, ya no es una sociedad monista. Sin duda el
esquema hobbesiano 'de Estado moderno se desacreditó por completo en ese
sentido. Rousseau, en cambio, como ya dijimos, era de

4. Sobre este tema escribió páginas inolvidables nuestro primer y siempre llorado maestro
Francesco Ruffini.

168
otra opinión. A juicio de muchos autores actuales, él siempre creyó que la única
sociedad aceptable era aquella en la que no existieran otros vínculos que los
establecidos con el Estado y en la que la democracia pudiera sustituir a la
unanimidad. Pero, como Tocqueville advirtió en su memorable viaje ultramarino,
la democracia ha tomado otros rumbos en los países en que ha existido una sólida
tradición de disidencia y de grupos de vida autónoma, en los que se ha permitido
a las minorías intervenir en todas las esferas, desde la religión a la organización
económica, desde el autogobierno a la educación y cultura. A diferencia de los
países que siguen el modelo de la uniformidad, aquéllos muestran un sin igual vigor
y vitalidad, así como la máxima capacidad de resistencia en los momentos de
prueba. En cualquier caso, el progreso social durante los dos últimos siglos parece
haber caminado más por la senda del pluralismo que por el camino de la unidad.
Sin embargo, nunca podremos estar seguros de que el fantasma de Hobbes
descanse para siempre. Dos preguntas nos asaltan al comparar nuestra noción de
Estado con el modelo por él forjado. La primera es ésta: ¿qué cambios ha
experimentado el Leviatán para adaptarse a una sociedad pluralista? Y la segunda:
¿no estamos advirtiendo en nuestros días signos inquietantes de resurrección de
aquel modelo que habíamos considerado como desaparecido de una vez para
siempre? Es incuestionable que en muchos sitios el sol está dejando de brillar sobre
los grupos independientes y la sombra de un control estatal absorbente, aunque
necesario, se va extendiendo poco a poco sobre las cuestiones que solían estar
reservadas a la iniciativa particular. Los gobiernos van asumiendo progresivamente
el papel que más temía Tocqueville: el de proveer a todas nuestras necesidades con
un «poder inmenso y tutelar»,5 y aunque en las sociedades occidentales no ha
decrecido el vigor de las actividades de los individuos y de los grupos, queda en
pie, sin embargo, el problema de cómo conciliar la unidad del Estado con el
pluralismo que aquéllos pretenden defender.
Esta cuestión no parece poder resolverse sino volviendo una vez más al análisis
del poder y de la naturaleza jurídica del Estado, que ha sido el argumento a que
nos hemos venido refiriendo hasta aquí.

5. Es interesante encontrar, en vísperas de la Revolución francesa, la expresión autorité tutélaire,


utilizada por el abate Siéyés para describir su ideal de una sociedad en la que todos los ciudadanos
son iguales ante la ley y donde no hay más «jerarquía de poder» que la del Estado.

169
Es un hecho que la soberanía del Estado no es menor en los países de estructura
pluralista que en los de estructura monista; como tampoco es menor en aquellos
en que el poder está constitucionalmente dividido o en los que está reconocida la
pluralidad, y no la unicidad, de ordenamientos jurídicos. La Constitución italiana,
por ejemplo, sanciona la división de poderes y reconoce la validez del Derecho
internacional, así como garantiza la independencia y la soberanía de la Iglesia
católica y la libertad de asociación y de culto. A pesar de lo cual, a nadie se le
ocurriría negar que el Estado italiano es un Estado «independiente y soberano». Lo
que quiere decir que el Estado no ha abdicado hasta hoy de ninguno de los
atributos que bajo el nombre de «soberanía» ha venido considerando la teoría
moderna del Estado como propios y exclusivos de éste a través de una larga
evolución. Decir que el Estado es soberano significa que todavía se concentra en
él la «plenitud del poder» y que puede, cuando sea preciso, hacer uso del monopolio
de la fuerza, el cual va unido al monopolio del Derecho, que nadie piensa discutirle,
al menos en las actuales circunstancias. Podría observarse, por otra parte, que
precisamente porque el Estado moderno es fuerte (quizá más fuerte que el mismo
Leviatán hobbesiano) y porque su ley es la única que puede hacerse valer por
medios propiamente coactivos, es por lo que ha podido consentir la división de
poderes, el reconocimiento de otras «leyes» y la constitución pluralista de la
sociedad; y una prueba elocuente de ello sería el hecho de que el propio Estado
moderno ha podido asegurar y garantizar algunos «bienes» que serían negados al
individuo en el Estado de Hobbes: las «libertades del ciudadano» —incluso la
libertad religiosa— que la teoría política de la edad moderna ha señalado como la
razón de ser del Estado, el fundamento de su poder y el fin de su actividad.
Nos encontramos así con el problema de los valores, que hasta ahora hemos
intentado evitar cuidadosamente. El hecho de admitir una sociedad pluralista
plantea esta cuestión: ¿cómo distinguiremos un grupo de otro, una organización
de otra?; ¿cuál es, en definitiva, la esfera propia del Estado?; una vez establecida la
distinción entre Estado e Iglesia como sociedades independientes, ¿cómo
podremos diferenciarlos a menos que conozcamos qué fines pueden perseguir uno
y otra? Es muy acertada la expresión que emplean los americanos, que hablan de a
wall of separation, pero ¿cómo levantaremos esa «pared» si no conocemos
exactamente dónde hay que situarla? Preguntas como las que anteceden no pueden
contestarse apelando a recursos puramente descriptivos, como definir el Estado
como el último fundamento del poder, o circunscribiéndose a

170
constatar el hecho de que ejerce el monopolio del Derecho coactivo. Las mismas,
y otras semejantes, ponen de manifiesto las limitaciones de la concepción
puramente jurídica del Estado, aunque tan importante concepción provenga,
conjuntamente, de los puntos de vista de la historia y de la teoría, y evidencian la
necesidad de plantear el problema del Estado en un plano totalmente distinto de
aquel en que hasta ahora nos hemos movido. No se trata de determinar si la fuerza
es puramente fáctica o legal, sino de si el poder está legitimado o, en otras palabras,
si se ejerce con título adecuado y dentro de su esfera propia.

Indicaciones bibliográficas

SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica, I-II, q. XCVIII, 1; II-II, q. X,


8 y 11; q. XI, 3, q. XII, 2; JOHN WHITGIFT, Of the Authority of the Civil Magistrate
in Ecclesiastical Matters (en Works, 1851, III, 313); ROBERT BROWNE, A Treatise
of Reformation without Tarying for Anie (1582); SAN ROBERTO BELARMINO,
Tractatus de Potestate Summi Pontificis (1610), cap. V; HOBBES, Leviathan, cap. XXIX;
ROUSSEAU, Contrat social, II, cap. 3, y IV, capítulo 8; E. SIÉYÉS, Essai sur les
priviléges (1788); A. DE TOCQUEVILLE, De la démocratie en Amérique, parte II
(1840), IV, capítulo 6.
Sobre la teoría de la Iglesia y el Estado y el desarrollo de la libertad religiosa existe
una abundantísima bibliografía que no es posible recoger aquí; pero sí quiero dejar
constancia de mi débito con dos ensayos de LORD ACTON, ya antiguos pero
siempre valiosos: The History of Freedom in Christianity y The Protestant Theory of
Persecution, así como con el trabajo de J. N. FIGGIS Respublica Christiana, en
«Churches in the Modern State».

171
172
CAPÍTULO DÉCIMO

LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD

En el lenguaje jurídico corriente, las palabras legalidad y legitimidad no tienen un


significado claramente definido y diferenciado, hablándose indiscriminadamente
de legalidad y de legitimidad para señalar la conformidad de determinadas
actividades del Estado con las normas vigentes del ordenamiento jurídico. Para
evitar equívocos empecemos por decir que usamos la expresión legitimidad para
indicar, en términos generales, el criterio de «validez» del poder, el «título» en virtud
del cual éste dicta sus mandatos y exige la obediencia a los mismos por parte de
aquellos a quienes se dirigen, los cuales, a su vez, se consideran «obligados» por
ellos.1 En este sentido, la legitimidad presupone la legalidad, es decir, la existencia
de un ordenamiento jurídico y de un poder que dicta mandatos de acuerdo con sus
propias normas. La legitimidad, sin embargo, también justifica la legalidad, puesto
que confiere al poder el carisma de la autoridad: es un signo más que se añade al
poder, a la fuerza que el Estado ejerce «en nombre de la ley». Si no estamos
equivocados, la raíz etimológica de la palabra «autoridad» —del latín augere
(aumentar)— sugiere claramente la idea de la atribución o posesión de una especial
cualidad que «autoriza» a quien esté «investido» de ella al ejercicio de un
determinado derecho o de un determinado poder. Para eliminar del fenómeno
político toda consideración de legitimidad sería preciso abstenerse por completo
del uso del término «autoridad» y hablar sólo de «fuerza» y de «poder» al referirnos
al Estado.

1. Éste es el sentido, con ligeras variantes, en el que Max Weber definió los conceptos de
«validez» y «legitimidad» en la obra Wirtschaft und Gesellschaft, cit., parte I, cap. I, 5.

173
No hay que retroceder mucho en la historia para descubrir que en la teoría política
tradicional la relación entre legalidad y legitimidad ha sido considerada como uno
de los problemas básicos planteados en torno al Estado. Durante los siglos XVI y
XVII se manejaban todavía las sutiles distinciones que la doctrina medieval
estableciera acerca del poder «injusto» o «tiránico», y especialmente la hecha entre
las dos especies de tiranía: ex parte exercitii y ex defectu tituli. Según esta teoría —cuyos
máximos expositores fueron Bartolo de Sassoferrato y Coluccio Salutati—, el
poder puede ser injusto, es decir, tiránico por razón de la manera como se ejerce,
según el uso que del mismo se hace; pero también, y especialmente, puede serlo
por un vicio de origen, por una falta de «título», esto es, de legitimidad. Las
consecuencias prácticas de tal distinción —las normas que se daban para la
resistencia a uno u otro tipo de tiranía— eran diferentes, como también eran
diversas las opiniones relativas a la «legitimación» del poder, sosteniendo algunos
que ésta sólo podía consistir en una «investidura» realizada regularmente, en tanto
que otros entendían que el vicio de origen podía ser «sanado» por el uso mismo
del poder.
El eco de tales discusiones todavía perdura hoy en la conciencia del común de los
hombres, y este dato bastaría para demostrar —si no tuviésemos en la memoria
recientes ejemplos de «resistencia» que lo confirman plenamente— que el
problema de la legitimidad no puede encerrarse, sin más, tras las vetustas rejas del
pensamiento jurídico y político. Los hombres de nuestra generación recuerdan
todavía los tiempos en que el principio de «legitimidad dinástica» era normalmente
aceptado en Europa, y aun hoy la apelación a la «legitimidad nacional» ha sido uno
de los argumentos favoritos del presidente De Gaulle.2 En los regímenes
democráticos modernos no suele faltar la respetuosa referencia a la «soberanía
popular», por más que, al menos para los juristas, se trate de una referencia
puramente formal, puesto que al definir el poder se apresuran a declarar que la
fórmula «la soberanía pertenece al pueblo» no tiene más que un mero valor político,
debiendo sustituirse -—sin advertir la tautología en que incurren— por la única
que a su juicio es «jurídicamente correcta», la de la soberanía del Estado.
Es precisamente en este punto donde la línea argumental que hasta aquí hemos
seguido parece tocar a su fin. La teoría jurídica

2. Sobre la «crisis de la legitimidad» en Francia ha escrito espléndidas páginas M. Duverger, De


la dictature, París, 1961, parte I, cap. 2.

174
nos ha servido para concebir y construir la noción de Estado como un
ordenamiento jurídico, pero el problema del último fundamento de tal
ordenamiento no es otra cosa sino la misma teoría que pretende explicar. La
relación entre legalidad y legitimidad no acostumbra a estar entre las cuestiones
normalmente tratadas por los juristas, para quienes los problemas de la obediencia,
sus límites y, en general, el problema de la obligación política suelen ser, junto con
el tema de la justicia, cuestiones «metajurídicas», es decir, materias reservadas a los
filósofos cuando no a las opiniones personales o a las preferencias políticas,
problemas desterrados de la doctrina jurídica juntamente con toda la parafernalia
del Derecho natural y de los derechos naturales. Nada habría que objetar a esta
actitud negativa si se ciñera sólo a una cuestión de definición: la definición del
contenido y fines de la ciencia jurídica. Es obvio que no puede censurarse a los
juristas —acostumbrados como están a limitarse estrictamente al estudio y
valoración del Derecho positivo— el que se nieguen a tratar cuestiones que no
puedan resolverse desde dentro de ese mismo Derecho positivo. El caso del poder
injusto o tiránico, por no hablar del caso de la resistencia, no está contemplado en
los textos constitucionales. El ordenamiento jurídico no contiene ninguna
disposición al respecto. Aunque, de todos modos, si la cuestión no queda
abandonada al terreno de las opiniones personales, aquellas disposiciones
corresponderían siempre al Derecho positivo, no al Derecho natural.
Esa sería, poco más o menos, la respuesta que darían la mayoría de los juristas si
se les preguntara a quemarropa si es correcto concebir el Estado como un
ordenamiento jurídico y por qué tal ordenamiento deriva su validez del Estado.
Como hemos señalado al principio, la estricta fidelidad de los juristas al Derecho
tiene, aparte de otras cosas, una cierta dignidad, pues garantiza que la misión de
interpretar y aplicar el Derecho se realiza con la máxima devoción; y en verdad que
nadie podría negar que, en nuestro mundo civilizado, esa tarea se lleva a cabo
superlativamente bien. Pero detrás de esa total adhesión al Derecho por parte de
los juristas se descubre fácilmente un profundo aferramiento a la legalidad,
entendida como defensa a toda costa de un cierto valor. En otras palabras, la
defensa de la legalidad (dura lex sed lex) indica en sí misma una elección, la
aceptación de un valor considerado por el jurista como inherente a la existencia
efectiva de un ordenamiento jurídico que, como tal, ofrece a su vez la justificación
última del Estado.
La observación de Max Weber sobre este punto es fundamental y decisiva: «Hoy
—dice— la forma más corriente de legitimidad es

175
la fe en la legalidad: la aceptación de preceptos formalmente correctos y
establecidos conforme a procedimientos determinados»; añadiendo que la
característica del mundo moderno es concebir la autoridad como autoridad legal:
«El mando se ejerce no en nombre de una autoridad personal, sino en nombre de
una norma impersonal; y a su vez el ejercicio del mando no es arbitrio ilimitado, o
gracia, o privilegio, sino que consiste en obedecer a una norma.» De donde
concluye que la «legitimidad racional», que él identifica con la legalidad, es el único
tipo de legitimidad que sobrevive en el mundo moderno, en el que «todo titular del
poder de mando está legitimado por un sistema de normas racionales, estando su
poder legitimado en el mismo grado en que se ajusta, al ejercitarlo, a dichas normas.
La obediencia es, por tanto, someterse a normas y no a personas».
Las observaciones de Weber arrojan mucha luz, a nuestro juicio, sobre el problema
que aquí nos interesa, y contribuyen a explicar las razones por las que el «culto de
la legalidad» ejerce hoy tan gran influencia no sólo sobre la doctrina jurídica, sino
también sobre las opiniones corrientes acerca del Estado. Y hay que reconocer que
existen buenas y sólidas razones para ello: el principio de legalidad está
íntimamente ligado a la moderna concepción del Estado como Estado
constitucional, que nació precisamente, como hemos visto, de la lucha contra el
poder arbitrario y del empeño por encerrar la acción del Estado dentro de límites
jurídicos muy precisos. La antigua idea de la supremacía de la ley se ha convertido,
en el Estado moderno, en instituciones concretas creadas expresamente con el fin
de tutelar la legalidad contra los abusos del poder ejecutivo (la llamada «justicia
administrativa») y, en los países de Constitución rígida, contra los mismos abusos
del poder legislativo (control de constitucionalidad de las leyes). La idea de que la
legalidad debe ser el fundamento del Estado fue, precisamente, la que inspiró
fórmulas como las de Estado de Derecho, Rechtsstaat o rule of law, que son hoy
comúnmente aceptadas para designar las características del Estado moderno.
Fijándose en este respeto por la legalidad, que ha llegado a constituir para el
hombre moderno el íntimo principio de justificación del Estado y de la obligación
política, un gran iusfilósofo americano, Roscoe Pound, advertía —con
complacencia y fina ironía a un tiempo— que podría aplicarse al Estado moderno
el verso del Salmista: Propter legem tuam sustinui te, Domine! La legalidad parece haber
llegado a ser, en verdad, como Weber apuntaba, la versión moderna de la
legitimidad.

176
Pero la cuestión que ahora se nos plantea es ésta: ¿qué clase de legitimación es la
que ofrece la legalidad? Si el análisis que hasta aquí hemos hecho es correcto, la
legalidad es inherente a la noción de poder entendido como fuerza ejercida de
acuerdo con la ley y en nombre de ella. No puede dudarse de que la
«normalización» de la fuerza es por sí misma un bien, un «valor». ¿Acaso no vimos,
al analizar la doctrina hobbesiana, que precisamente el establecimiento y garantía
de la «regularidad» de las relaciones humanas constituía para Hobbes el valor
fundamental de la sociedad política, la «paz» y la «conservación de la vida»? La
legalidad es, pues, un valor, pero importa subrayar que en el mismo momento en
que se empieza a hablar de un «valor» asegurado por el Estado se abandona el
criterio puramente formal que es el propio de la consideración jurídica de aquél: ya
no nos preguntamos cómo se ejerce el poder, sino por qué. La discusión no girará ya —
o no girará sólo— en torno a la estrecha correlación entre la noción de poder y la
existencia de la ley, sino acerca del objeto, del fin y, en una palabra, del «contenido»
de la ley. Por consiguiente, el principio de legalidad sólo en apariencia puede asumir
la misión que en el pasado se confiaba al principio de legitimidad. Para que la asuma
realmente es preciso que el principio de legalidad aluda no sólo a la estructura
formal del poder, sino también a su contenido: en otras palabras, es preciso que se
diga de qué legalidad se trata.
Esta indicación de «contenido» se manifiesta claramente en la fórmula del rule of
law —que es la que expresa el principio de legalidad en los países anglosajones y
en los que más directamente se inspiran en la tradición anglosajona— y más
todavía en la del due process of law, que la acompaña y corrobora. En el Coloquio de
Chicago de 1957 «pareció admitirse generalmente que el rule of law, tal como se
entiende en Occidente, implica algo más que la mera sumisión del poder soberano
del Estado al Derecho positivo del mismo, pronunciándose una amplia mayoría
por la opinión de que el rule of law tiene algún contenido positivo capaz de ser
expresado en valores fundamentales».3 Menos de dos años después, la Comisión
Internacional de Juristas, en el Congreso de Nueva Delhi, acordó definir el rule of
law como «la realización de las condiciones apropiadas para el desarrollo de la
dignidad humana», poniendo el

3. J. A. Jolowicz, «Digest of the Discussion, Chicago Colloquium on The Rule of Law as understood
in the West (sept. 1957)», en Annales de la Faculté de Droit d'Istamboul, t. IX, 1959.

177
énfasis, como se ve, en el contenido del Derecho y en los efectos de la legalidad.
No se trata simplemente de exigir la corrección formal de las normas particulares
o de las decisiones singulares que componen un ordenamiento jurídico, sino la
conformidad de tales normas y decisiones con los valores que se consideran
necesarios para la existencia de una sociedad libre.4 Disponemos así de la piedra de
toque que nos permite contrastar la «calidad jurídica» del Derecho, el aspecto
sustantivo de la legalidad. Legalidad y legitimidad se identifican, pero sólo en tanto
en cuanto la legalidad consista en una afirmación de valores. Por lo que se refiere
a la noción del due process of law, apenas es preciso recordar lo dispuesto en las
enmiendas V y XIV de la Constitución de los Estados Unidos, que sancionan que
«ninguna persona... puede ser privada de la vida, de la libertad y de la propiedad
sin el correspondiente procedimiento legal». Está claro que la «legalidad» se
entiende aquí como ejecución no de una ley cualquiera, sino sólo de la ley que
asegure la tutela de ciertos valores establecidos (la vida, la libertad, la propiedad o,
más genéricamente, la dignidad del hombre), que son precisamente los que
proporcionan el título justificativo, la legitimación, del poder del Estado.
De muy distinta manera han discurrido las cosas en Europa, donde hay que
reconocer que la fórmula «Estado de Derecho», cuando no ha sido arteramente
deformada para justificar las formas más perversas de tiranía, ha acabado, en
manos de los juristas, por vaciarse precisamente de aquel «contenido de valor» que
es lo único que justifica la identificación de legalidad y legitimidad. La teoría del
«Estado de Derecho» (Rechtsstaat) fue elaborada en el siglo XIX por obra
principalmente de los juristas alemanes, se difundió por Europa con varia fortuna
y fue recibida con gran fervor en Italia. Originariamente, la teoría aludía a «la
organización del Estado moderno fundado sobre el respeto a la personalidad, a la
representación y a la división de poderes; en una palabra, al liberalismo y a la
democracia».5 Mas posteriormente, y por influencia sobre todo de la llamada
doctrina «positiva», sufrió hondas transformaciones, porque, separados el
«Derecho como hecho» y el «Derecho como valor», y eliminada de la consideración
del Derecho toda referencia

4. N. S. Marsh, «The Rule of Law as a Supra-National Concept», en Oxford Essays in Jurisprudence,


ed. por A. G. Guest, Londres, 1961, págs. 240-245.
5. R. Treves, Stato di diritto e Stati totalitari, en «Studi in onore di G. M. de Francesco», vol. II,
1957.

178
axiológica o de contenido, la única y exclusiva condición para la existencia de un
ordenamiento jurídico es su «eficacia», es decir, su existencia de hecho, y todo
Estado, en cuanto ordenamiento jurídico, es por definición un «Estado de
Derecho». El problema de la legitimidad aparece así radicalmente alterado: el
«principio de efectividad» se convierte en «nueva regla de legitimidad»6 y, cuando
más, se podrá distinguir entre una legitimación jurídica y una legitimación moral
del poder.7 Por lo que se refiere a la legitimación «jurídica», es indiferente que ésta
se base en una «norma fundamental» o en una concreta existencia «institucional»
del Estado. De este modo, «normativismo» e «institucionalismo», las dos escuelas
en que actualmente se divide el positivismo jurídico en Italia —y no sólo allí—, se
dan la mano en este punto. Según Kelsen, «la validez de las normas está únicamente
determinada por el ordenamiento al que pertenecen». Cuando, como en el caso de
una revolución triunfante, «la totalidad del ordenamiento jurídico... ha perdido su
eficacia», ello sólo quiere decir que se ha establecido una nueva legitimidad: «el
principio de legitimidad está condicionado por el principio de efectividad».8 Y
Romano, el más firme defensor en Italia de la teoría institucional, llega a idéntica
conclusión: «Un ordenamiento ilegítimo —dice— es una contradictio in terminis: su
existencia y su legitimidad son una sola cosa.»9
Sería demasiado fácil repetir contra estas recientes direcciones de la doctrina
institucional la vieja acusación de que reducen el Derecho a la fuerza y justifican el
fait accompli. Entre los partidarios de aquéllas hay hombres de profundas
convicciones morales y no dispuestos, por cierto, a ofrecer una legitimación moral
a cualquier poder. Y si bien sus teorías conducen lógicamente a reconocer el
carácter de ordenamiento jurídico, es decir, de «Estado de Derecho» a cualquier
ordenamiento «efectivo» —también, por consiguiente, a un Estado como el nazi,
o al fundado como consecuencia de una revolución victoriosa que instaure una
nueva legitimidad—, rivalizan, sin embargo, con los más fervientes iusnaturalistas
al condenar las leyes injustas y al afirmar que, aun siendo éstas «válidas», no deben
en modo alguno obedecerse. En ellos hay, simplemente,

6. P. Piovani, Il significato del principio di effettivitá, Milán, 1953.


7. N. Bobbio, Teoría dell'ordinamento giuridico, Turín, 1960, pág. 64.
8. H. Kelsen, Teoría general del Derecho y del Estado.
9. S. Romano, Principi di diritto costituzionale genérale, 2.a ed., Milán, 1946, págs. 192-193.

179
una exigencia de claridad y rigor metodológico. Una cosa es, dicen, la consideración
científica y otra la valoración moral. Y tienen razón cuando observan que, en cierto
sentido, todo jurista es un «positivista», desde el momento en que no puede por
menos que aceptar que en cuanto un ordenamiento «existe», sus normas son
«válidas», aunque en conciencia se sentirá obligado a combatirlo y, eventualmente,
a negarse a su aplicación. Como se ve, el concepto de validez se distingue aquí
netamente del de obligatoriedad o, por lo menos, del de obligatoriedad moral.
Debemos reconocer expresamente que los razonamientos que hasta aquí venimos
haciendo están en gran parte inspirados por la dirección metodológica a que
acabamos de aludir. Convengamos en que, ya se trate del estudio del Estado como
fuerza, ya del análisis del Estado como poder, no pueden hoy plantearse uno y otro
sino como investigaciones de naturaleza científica, es decir, como investigaciones
basadas en el presupuesto de la eliminación —o mejor sería decir la suspensión—
de los juicios de valor, en nombre de la «no valorabilidad» que actualmente suele
reconocerse como posible, y hasta necesaria, en el estudio de los comportamientos
humanos. Creemos que los resultados que pueden alcanzarse por este camino no
son pocos ni de escasa importancia. Entender el Estado como fuerza significa
entender la «verdad» del realismo político; entender el Estado como poder significa
darse cuenta del nexo indisoluble que existe entre el Derecho y el Estado. Pero la
determinación del Estado como poder, si puede valer para aclarar la importancia
del Derecho y la función de la legalidad en la fenomenología política, no nos dice
ni nos puede decir si hay y cuál es un Derecho «justo» (salvo que se quiera decir,
con Hobbes, que «justo» es todo lo que manda el Estado), ni por qué la legalidad
—esto es, la seguridad y la paz— es un «bien» (porque, como observaba Kant, la
«paz perpetua» es un lema que podría muy bien servir también para un cementerio).
Creemos que la vieja noción de legitimidad puede ser todavía útil precisamente
para formular ese juicio de valor acerca del poder «justo o injusto», acerca del «bien»
de la legalidad y de los «bienes» que la misma asegura: sólo aquella noción, en
efecto, puede dar cuenta no solamente de la validez de las leyes, sino también de
su obligatoriedad, la cual, en cuanto se traduce en una determinada conducta de
los ciudadanos, viene a ser la condición y garantía de la eficacia de aquéllas y, por
tanto, de la existencia misma del Derecho y del Estado.
Nuestro disentimiento de la doctrina «positiva» está todo aquí. Querer encontrar
una legitimación al poder no es algo vano y sin

180
sentido, sino la tarea fundamental de la filosofía política. Una teoría del Estado que
no la tenga en cuenta es, necesariamente, una teoría incompleta. Y no vale objetar
que nociones como la de «poder legítimo» o la de «autoridad» son nociones
cargadas de elementos «emocionales», irracionales incluso y no siempre definibles
con la precisión y el rigor del lenguaje científico. Ese carácter emocional e irracional
jamás ha sido negado por aquellos (aunque son muy pocos) que se han detenido a
meditar sobre la noción de legitimidad. Il y a quelque chose de miraculeux dans la
conscience de la légitimité, escribía Constant después de una grave crisis del Estado
francés. Y Guglielmo Ferrero; en medio de una crisis más reciente, llegado el
momento de invocar a los «genios invisibles» que mantienen unidos a los Estados,
y de restaurar el «poder legítimo» sin el que «el mundo no tendrá salvación». Es un
lenguaje lleno de imaginación y acaso hasta retórico. Pero el hecho de que el
lenguaje retórico no sea preciso no le impide que pueda tal vez ser certero. ¿Existe
una «legitimidad democrática»? ¿Puede el Estado moderno invocar la autoridad,
además de la fuerza y el poder? De la respuesta a estas preguntas depende, en
última instancia, la posibilidad de construir en nuestro tiempo una teoría del Estado
digna de tal nombre.

Indicaciones bibliográficas

Las citas de WEBER han sido tomadas de sus obras Wirtschaft und Gesellschaft, cit.,
y «Die Wirtschaftsethik der Weltreligionen», en Gesammelte Aufsatze zur
Religionssoziologie, vol. I, 1922, páginas 267-268.
Como he señalado en el texto, considero las observaciones de Weber de suma
importancia para el tratamiento del problema discutido en este capítulo y bastante
más ilustrativas que mucho de lo que se ha escrito sobre el tema en los últimos
tiempos. En efecto, la noción que el cultivador de la ciencia política tiene del
«poder legítimo» no es en muchos casos más que una descripción de la adecuación
existente, en una sociedad dada, entre la estructura del poder y la «fórmula política»
o «ideología» dominantes. Parece como si la actitud estrictamente behaviorista
hiciese imposible o dificultase a la ciencia política empírica el apreciar la
importancia del esquema normativo, es decir, de la legalidad, como un paso
necesario para la adecuada comprensión del problema de la legitimidad.

181
Véanse, sin embargo, para una amplia discusión del tema de la legitimidad, las
obras clásicas de LASSWELL y KAPLAN, Power and Society, Londres, 1952, VI, 6-
3 a 6-5, y de S. M. LIPSET, Political Man, Londres, 1960, cap. III, así como los
artículos sobre el tema en el volumen Authority, ed. por C. J. FRIEDRICH (Nomos,
I, Cambridge, Mass., 1958). Sobre la relación entre legalidad y legitimidad, C.
SCHMITT, Legalitat und Legitimitat, Munich-Leipzig, 1932; G. BURDEAU, Traite
de Science Politique, III, París, 1950, §§ 57-63; M. DUVERGER, Droit Constitutionnel
et Institutions Politiques, París, 1955, capítulo I; y el artículo de O. H. VON DER
GABLENTZ, «Autoritát und Legitimitat im heutigen Staat», en Zeitschrift für Politik,
N. F, V (1958). El profesor C. J. FRIEDRICH ha vuelto recientemente a discutir
con amplitud el tema en un capítulo de Man and his Government, Nueva York, 1963,
parte II, cap. 13.
Sobre el uso que el marxismo hace de la noción de legitimidad es revelador un
pequeño artículo de LUKACS. Según este autor, el único poder legítimo es el del
proletariado, cuya sola misión estriba en conseguir desprenderse del cretinismo de
la legalidad y del romanticismo de la ilegalidad (G. LUKACS, «Légalité et Illégalité»,
1920, en Histoire et Conscience de Classe, París, 1960).
Sobre el planteamiento del problema de la legitimidad pueden considerarse como
clásicas las obras de BENJAMIN CONSTANT, De l'esprit de conquéte et de l'usurpation
dans leurs rapports avec la civilisation européenne (1814), y de G. FERRERO, Pouvoir
(1942).
En este capítulo se han hecho referencias también a De Tyrannia (c. 1350), de
BARTOLO DE SASSOFERRATO, y a De Tyranno (c. 1400), de COLUCCIO
SALUTATI.

182
PARTE TERCERA

EL ESTADO COMO AUTORIDAD

183
184
CAPÍTULO PRIMERO

EL VALOR DEL ORDEN

La primera justificación del poder, la más sencilla y más difundida, es la que invoca
la necesidad del «orden», considerando a éste como el valor fundamental realizado
a través de la institución del Estado. Basta atender al lenguaje corriente para
encontrar la palabra «orden» empleada en este sentido. La «tutela del orden», las
«fuerzas del orden», el «orden nuevo» contrapuesto al antiguo, son expresiones con
que nos tropezamos cotidianamente en los diarios y en las conversaciones, y no
sólo, por cierto, cuando nos hallamos dentro de sectores de matiz claramente
conservador. El orden es una palabra mágica, exquisitamente política, cargada de
significados emocionales que no posee la palabra «legalidad», y acaso esté ahí la
razón de la atracción que ejerce y el eco que nunca deja de provocar en la
imaginación y en el corazón.
Para la mentalidad popular, el orden se contrapone al desorden o, como también
se dice, a la «anarquía»: el orden encarna la normalidad, la seguridad, la paz (la paz,
incluso a cualquier precio); pero, así entendido, el orden no coincide
necesariamente con la legalidad. El general que comunicaba al Zar que «el orden
reina en Varsovia» no era, con toda probabilidad, un jurista; todo el Derecho se
reducía para él a la ley marcial, y el recurso a la fuerza se justificaba en nombre de
aquélla. Hace falta un cierto grado de perspicacia, o mejor una cierta deformación
profesional, para sostener que el orden, a su modo, no es más que una forma rústica
y primitiva de la legalidad y para ver en él una traducción, aunque sea grosera, de
aquel concepto de normalidad, de juridicidad, que identificamos como atributo
intrínseco del Estado. Invocar el orden como fundamento del Estado es
transportar al plano valorativo la noción, por sí misma adiáfora, del poder como
fuerza legalizada.
El ejemplo clásico de una traslación de esta clase sigue siendo el que nos ofrece
Hobbes. Para él, como vimos, el Estado se identifi-

185
ca con la legalidad, es decir, con un orden que garantice la seguridad y la paz. Pero
este orden es, al mismo tiempo, un valor, el valor supremo que los hombres pueden
realizar en este mundo, y por ello constituye no sólo la esencia, sino también la
justificación del Estado. No hay, empero, que ser hobbesiano —no es menester
partir de las premisas de Hobbes, de su concepción radicalmente pesimista de la
naturaleza humana— para dar ese paso desde la constatación de que el Estado
existe como garantía del orden a la exigencia de que tal orden sea establecido por
ser un bien. Hay un cierto sentido en que todo teórico de la política —y casi podría
decirse que todo ciudadano, esto es, todo hombre que obedezca a las leyes— hace
suya implícitamente la postura de Hobbes en cuanto que «acepta» el orden no sólo
como un hecho, sino como un valor, y como un valor positivo, es decir, como algo
que no sólo es, sino que es bueno que sea.
El mito del «estado de naturaleza» no es un mito «anárquico»: ni lo es para Hobbes,
que se sirve de él para demostrar la necesidad del Estado, ni tampoco para

quelli ch'aníicamente poetaro


l´eta dell'oro e suo síato felice.1

Los hombres, en aquella condición de feliz inocencia, obedecían espontáneamente


a las leyes, convivían en paz y armonía, pero insertos —como ocurre con las
propias jerarquías celestes— en un orden, en ese orden que, según decía San
Agustín, es condición para la paz: pax omnium rerum tranquillitas ordinis. Tampoco
puede llamarse anárquica a la Utopía, que «proponía con toda convicción modelos
de sociedad perfecta»,2 en los que los hombres, en determinados momentos de la
historia, buscaron una evasión y un refugio para huir de la realidad presente. En el
fondo, toda Utopía es anhelo de un Estado perfecto; no pretende negar el orden,
sino sustituir el del Estado concreto existente por un orden distinto, aunque sea
más riguroso y exigente (piénsese en la Ciudad del Sol).
Se podrá objetar que una cosa es dejar volar la fantasía en torno a la perdida
felicidad de una edad fabulosa o imaginar constitu-
1. Dante, Divina Comedia, Purgatorio, XXVIII, 139-40: «los que antiguamente
poetizaron sobre la edad de oro y su estado feliz» (N. E.).
2. L. Firpo, Lo Stato idéale delta Controriforma: Ludovico Agostini, Barí, 1957, página
242; vid. también en este libro toda su parte II, que es un espléndido estudio de
«La utopía política en la época de la Contrarreforma».

186
ciones perfectas en tierras lejanas y desconocidas, y otra justificar el Estado como
aparato coactivo: en un caso se presume un orden que se impone por la misma
evidencia de la razón, mientras que en el otro se nos presenta un ordenamiento
caracterizado por el uso de la fuerza. Mas la objeción no es válida, porque el valor
del orden es algo totalmente distinto e independiente del modo como se establezca,
y siempre habrá que determinar si es o no deseable antes de decidir si puede o debe
ser impuesto coactivamente. Sobre este punto parece que todos —hobbesianos y
antihobbesianos, realistas y utópicos— están de acuerdo: el orden es deseable y
necesario, el orden es un bien y constituye un valor positivo; es, en definitiva, lo
que distingue al hombre de la bestia.
Hay que llegar a los umbrales de nuestro mundo moderno para encontrar una
actitud diferente, que consiste en una deliberada desvalorización del orden o, más
exactamente, en la afirmación del carácter puramente negativo del mismo, no sólo
por considerarlo como una limitación de la posibilidad de obrar del individuo —
limitación implícitamente contenida en el propio reconocimiento del orden como
valor—, sino también porque se entiende que es contrario a la «verdadera
naturaleza» del hombre, que provoca su «desnaturalización», que es un mal y, lo
que es peor, un mal no necesario y acaso evitable. Es ésta una idea que aflora en el
siglo XVIII y como en contraste con la constitución definitiva del Estado moderno
y su completo monopolio del poder; idea que, de acuerdo con el gusto de la época,
se plasmó en ciertas fábulas y mitos que pueden parecemos hoy ingenuos o
trasnochados, pero que no han perdido del todo una cierta «verdad poética» que
en su día encarnaron. Merecen ser recordados, no sólo porque prefiguran y
simbolizan doctrinas posteriores, tanto anarquistas como liberales,
deliberadamente hostiles al Estado, sino también porque expresan ciertas
posiciones respecto del orden y el Derecho que han venido a formar parte de
nuestra actitud frente al poder.
Nos referiremos especialmente a tres de esos mitos: la historia de los trogloditas,
de Montesquieu; la fábula de las abejas, de Mandeville; y el mito del «buen salvaje»,
de Rousseau. Los tres autores discurren por caminos distintos, cada uno cuenta
una historia diferente, pero los tres llegan a conclusiones parecidas: que el orden
no es necesariamente algo bueno, que el hombre puede vivir sin él y que hay un
cierto número de valores que se realizan al margen de las leyes y sin que éstas
puedan ni asegurarlos ni impedirlos.
De los tres apólogos, el de Montesquieu es el que menos se aleja de las ideas
tradicionales. Los trogloditas, un pequeño pueblo

187
imaginario, que sitúa en Arabia, matan a su rey y deciden vivir de acuerdo sólo con
sus intereses particulares. Ello produce la confusión y la inseguridad totales; se
encuentran en el estado de naturaleza que describiera Hobbes. Sobreviene una
epidemia, pero el médico se niega a atenderles porque rehúsan abonarle sus
emolumentos, y los trogloditas quedan diezmados. Los pocos supervivientes se
convierten a la «humanidad», a la «justicia» y a la «virtud», con lo que renacen la
felicidad y el bienestar, la concordia entre los hombres, el valor contra los
enemigos. Pero los trogloditas deliberan entonces sobre la conveniencia de tener
de nuevo un jefe y se fijan en un venerable anciano, que llora apenado al conocer
su elección. «Moriré de dolor —dice— al ver que los trogloditas, nacidos libres,
van a estar ahora sometidos... Ya veo claramente lo que pasa: vuestra virtud
comienza a pesaros. En la situación en que os encontráis, sin tener una autoridad,
tenéis que ser virtuosos a pesar vuestro, porque de otro modo no podríais subsistir
y caeríais en la desventura de vuestros padres. Pero este yugo os parece demasiado
pesado y preferís estar sometidos a un príncipe y obedecer sus leyes, menos severas
que vuestras costumbres, sabiendo que de este modo podréis satisfacer vuestras
ambiciones, conquistar riquezas y languidecer en una abyecta voluptuosidad, no
necesitando ya de la virtud para evitar la comisión de los mayores delitos.» Y el
anciano, con gemidos aún más fuertes, concluye: «¿Qué pretendéis de mí? ¿Cómo
podré mandar nada a un troglodita? ¿Pretendéis que, sólo porque yo lo ordene, va
a realizar una acción virtuosa quien la realizaría sin mí et par le seul penchant de la
nature?»
La moraleja de la historia de Montesquieu es muy clara: la autoridad es superflua
cuando los hombres son verdaderamente virtuosos. En efecto, la autoridad puede
constituir una excusa para que los hombres se encuentren dispensados de practicar
la virtud. Si los hombres siguen los dictados de la razón no será necesario el Estado.
Esta moraleja no es sustancialmente distinta de la expresada en la fábula de la edad
de oro: es superflua la máquina coactiva del Estado, pero no el orden en cuanto
tal. Todo lo contrario: el imperio de la razón es lo que produce la coexistencia
pacífica y feliz de las criaturas humanas, que son mejores fuera del Estado, pero
sólo en tanto en cuanto sean razonables.
La necesidad del orden de coexistencia está, en cambio, puesta en duda en el mito
del buen salvaje, con el que Rousseau establece un radical contraste entre la
absoluta independencia, que es la perfección de la naturaleza, y la absoluta
dependencia, que es la per-

188
fección del Estado. Ésta es la antítesis que se desprende de las tesis, en apariencia
contradictorias, mantenidas en el Discurso sobre d origen de la desigualdad y en el Emilio,
por un lado, y en el Contrato social, por otro.
La condición humana, para Rousseau, no conlleva ni la guerra de todos contra
todos, como en Hobbes o Spinoza, ni una sociedad rudimentaria y pacífica, como
en la mayoría de los teóricos del estado de naturaleza. El hombre, dejado a sí
mismo, no tiene «ninguna necesidad de sus semejantes» ni «ningún deseo de
dañarles»; una rústica cabana y los pocos utensilios precisos para el uso de cada día
es todo lo que necesita para vivir una vida «libre, sana, honesta y feliz». Ha sido el
interés, el aumento de las necesidades y el contacto con los otros hombres lo que
ha forjado «las cadenas de la servidumbre»: en una palabra, lo que «ha depravado
y pervertido a los hombres» ha sido la sociedad. La historia de la humanidad no es,
por tanto, más que la historia del progreso de la desigualdad.
Pero no para aquí esa historia, porque el Discurso sobre el origen de la desigualdad
encuentra su réplica en el Contrato social, donde se trata —ése es el problema
fundamental de la política— de encontrar el medio de que el hombre en sociedad
pueda ser «tan libre» como lo era en el estado de naturaleza, de manera que llegue
a tener «bajo la forma de libertad civil el equivalente de su independencia natural»; 3
problema que Rousseau resuelve consiguiendo para el ciudadano la garantía de
estar a cubierto «de toda dependencia personal» mediante «la total alienación» del
hombre a la comunidad, es decir, al Estado. Como vemos, Rousseau, en el Contrato
social, acaba por volver la espalda definitivamente al «buen salvaje», preparando el
camino al «Estado ético», si no incluso al moderno totalitarismo.
Mas la peculiar interpretación rousseauniana del estado de naturaleza no pierde por
ello su carácter de negación de aquel valor intrínseco del orden que hemos creído
reconocer hasta en la semblanza tradicional de la edad dorada. De otra parte, el
mito del buen salvaje continuó alimentando la fantasía de aquel siglo a impulsos
del éxito alcanzado por el evangelio rousseauniano del «retorno a la naturaleza»,
hasta desembocar en un auténtico elogio de la anarquía, como el que se contiene,
por ejemplo, en el Supplé-

3. R. Derathé, J. J. Rousseau et la science politique de son temps, cit., página 159. Sobre la «culpa» de la
sociedad, vid. el clásico estudio de E. Cassirer, Il problema di Gian Giacomo Rousseau, trad. italiana,
Florencia, 1938, páginas 60-62.

189
ment au Voyage de Bougainville, de Diderot. En él se expresa, en una perfecta forma
literaria, todo el deseo de evasión y la afición por lo exótico de una época que, bajo
el velo de una refinada urbanidad, estaba atormentada por un profundo temblor
de rebeldía y un anhelo insaciable de renovación. «Considerad atentamente —dice
Diderot— todas las instituciones políticas, civiles y religiosas; acaso me engañe,
pero encontraréis a la especie humana encorvada durante siglos bajo el yugo que
un puñado de bribones ha procurado poner sobre ella. Méfiez vous de celui qui veut
mettre de l'ordre. Ordonner, c'est toujours se rendre le maítre des autres en les génant.»
Diderot encontraba el ejemplo de la «feliz anarquía», además de entre los salvajes,
en los calabreses (¿por qué precisamente en ellos?), los únicos que jamás se dejaron
engañar por las «seducciones de los legisladores»; y estaba dispuesto a apostar que
«su barbarie es menos viciosa que nuestra civilización», porque sus «grandes
delitos» palidecen ante nuestras «pequeñas perfidias». Quizá en este pasaje —más
aún que en Maquiavelo— se inspirase Alfieri, uno de los primeros profetas del
nacionalismo italiano, cuando, pocos años después, hacía aquella abierta defensa
de los «enormes y sublimes delitos», cuyo privilegio ostentaba Italia, lo cual
probaría que allí «abundan aún hoy día, y más que en cualquier otro país de Europa,
espíritus violentos y feroces, a los que no les falta para hacer grandes cosas más
que el terreno y los medios». Aparece aquí por primera vez el anuncio de la «moral
heroica», que sería un tema caro a los románticos y que conduciría un día a la
exaltación de la violencia y al culto del superhombre.
Sólo quedaba, después de haberse hecho el elogio de la anarquía, hacer la apología
de la misma naturaleza antisocial del hombre, del egoísmo, de la búsqueda del
provecho personal, olvidándose de las «virtudes» tradicionales y de aquella
«justicia» que los trogloditas habían aprendido, a sus expensas, a conocer y respetar
Ese es el tema del más cáustico de los apólogos del siglo XVIII, la Fábula de las
abejas, de Mandeville. Su intención es demostrar que los «vicios de los individuos»
se convierten en «beneficio de todos que «el engaño, el lujo y el orgullo» son, junto
con el hambre, los cimientos de toda convivencia humana; que la prosperidad del
Estado, como la de la colmena, se funda en la rapacidad de sus miembros y en la
explotación de unos por parte de otros: Such were the blessings of that State; Their Crimes
conspir'd to make them Great. Adviértase, sin embargo, que, pese a su cinismo,
Mandeville utiliza las palabras dándoles su significado tradicional: el vicio sigue
sien-

190
do vicio, el mal continúa siendo mal. Sólo que «lo que en este mundo llamamos
mal... es el principio que nos hace sociables». En Mandeville se produce, pues, una
auténtica subversión de valores y. a partir de él, los vicios serán llamados «virtudes
económicas»4 y el «mal» se convertirá en un «bien». La antigua aspiración a un
orden como garantía de pacífica y feliz armonía entre los hombres ha sido
sustituida por la exaltación de la competencia y de la lucha por la conquista de la
riqueza y del poder. Es, en suma, el estado de naturaleza hobbesiano vuelto del
revés, puesto que la voluntad de imperio ya no es un obstáculo para la constitución
de la sociedad, sino una fuerza constructiva y fecunda de progreso. En una
concepción como ésta, el Estado se reduce a algo puramente negativo: un medio
de dominio para quienes se apoderan de él y una simple garantía de supervivencia
para quienes estén sometidos a su yugo.
Tres mitos, tres mundos distintos. El lector actual puede reconocer en cada uno
de ellos, como en un espejo deformante, rasgos que le son familiares, puesto que
en cada uno se hallan elementos que de algún modo han contribuido a determinar
la actitud del hombre moderno frente al Estado. Puede parecer paradójico hablar
de una desvalorización del Estado en una época que, como la nuestra, ha conocido
y conoce las formas más extremas de estatolatría. Pero habría que preguntarse si
no se basan precisamente en dicha desvalorización las dos tesis que hoy dominan
en la teoría del Estado: el realismo político, que reduce el Estado a la fuerza, y el
positivismo jurídico, que reconoce la presencia del Estado en todo ordenamiento
efectivo. Ciertamente no debe hablarse de «desvalorización» ni de «valoración»
respecto de doctrinas que se colocan deliberadamente en el terreno de la
«avaloración», ni respecto de una argumentación que se preocupa (como hemos
advertido repetidamente) de mantenerse rigurosamente en un plano descriptivo y
de evitar toda actitud prescriptiva. Mas ello no es óbice para que, como hemos
visto anteriormente, se encuentre frecuentemente implícito un juicio de valor
también en las posiciones de los «realistas» y de los «positivistas» (recuérdese el
caso de Maquiavelo y de Hobbes), juicio que se contiene sin duda en la sustitución
de la noción de legalidad por la de orden que se produce, según antes vimos, en el
lenguaje corriente.

4. Sobre esta «subversión», que culminarán los utilitaristas, y sobre la relación de éstos a la
paradoja de Mandeville, vid. el trabajo fundamental de E. Halévy, La formation du radicalisme
phisolophique, parte I, cap. 1.

191
En cualquier caso, un juicio de valor se encuentra en todos aquellos —y son la
gran mayoría de los «filósofos políticos»— que en el curso de los siglos, uniendo
bajo un solo nombre los conceptos de orden y de legalidad, han visto en el Estado
la realización de la justicia, y en la justicia la legitimación del poder y el fundamento
de la autoridad. A este respecto, más significativa que ninguna otra es la definición
que San Agustín da del orden: ordo est parium dispariumque rerum sua cuique loca tribuens
dispositio* No es difícil reconocer en estas palabras el eco de la célebre definición
romana de la justicia: constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. Lo
importante es que en estas definiciones no se carga el acento sobre lo que es, sino
sobre lo que debe ser: el orden no es una simple situación de hecho, sino la
determinación de una estructura ideal. En otras palabras, el orden, en cuanto valor,
se llama justicia, y precisamente por ello el Estado, si es el custodio del orden, debe
tener su razón de ser en la realización de la justicia: iustitia fundamentum regnorum. Es
éste un modo de concebir el Estado completamente distinto de los que hasta aquí
hemos visto, porque, en efecto, desde este punto de vista, el Estado ya no será
solamente una fuerza capaz de imponerse, o un poder que se ejerce en nombre de
la ley, sino que será un poder «autorizado» a exigir la obediencia para la consecución
de un orden definido como «justo», y como tal —y sólo como tal— susceptible de
obligar a aquellos a quienes dirige sus mandatos. Parece, por consiguiente, que la
noción de orden, a la que se recurre casi espontáneamente al buscar una
justificación para el Estado, obliga a cambiar por completo la clave del
razonamiento político, a abandonar todo propósito de «no valoración» y a dar el
salto desde lo descriptivo a lo prescriptivo.

Indicaciones bibliográficas

SAN AGUSTÍN, De Civitate Dei, lib. XIX, cap. 13; MONTESQUIEU, Lettres
Persanes (1721), cartas XI-XIV; MANDEVILLE, The Fable of the Bees, or Private Vices,
Publick Benefits (1723): «The Grumbling Hive. or Knaves turn'd Honest», estr. 11;
«A Search into the Nature of Society», in fine; ROUSSEAU, Discours sur l'origine et
les fondements de l'inégalité parmi les hommes (1755); Emile (1762), lib. IV; Contrat So-

* N. E.: El orden es una disposición de cosas iguales y desiguales que di a cada una
su propio lugar.

192
cial, lib. I, caps. 6 y 7; DIDEROT, Supplément au Voyage de Baugainville (1772), en
Oeuvres, ed. Pléiade, página 1029; ALFIERI, Del Principe e delle lettere (1778-86),
capítulo XI.
Para la significación atribuida al utopismo y al anarquismo remito, respectivamente,
a R. RUYER, L'Utopie et les Utopies, París, 1950, y a G. WOODCOCK, «Anarchism:
The Rejection of Politics», en el vol. Power and Civilization, ed. por D. Cooperman
y E. V. Walter, Nueva York, 1962.

193
194
CAPÍTULO SEGUNDO

NATURALEZA Y CONVENCIÓN

¿En qué sentido y bajo qué condiciones puede llamarse «legítimo» y «justo» al orden
realizado en el Estado mediante el ordenamiento jurídico? La pregunta, formulada
así, puede sonar como absurda a los oídos modernos. Sin embargo, se trata de una
cuestión que ha venido planteándose continuamente, aunque con distintas
formulaciones, desde los albores de la civilización hasta nuestros días y que ha
inquietado siempre al espíritu del hombre, entendiendo los filósofos de la política
de todas las épocas que el principal cometido que les incumbía era ofrecer una
respuesta a aquel interrogante en los dos temas que plantea. En efecto, preguntar
en qué sentido son «legítimos» el Derecho y el orden es, obviamente, una cuestión
que afecta a la definición del Estado, es decir, equivale a admitir que, en cierto
aspecto, en nuestro intento de definir el Estado como custodio del orden y del
Derecho hemos abandonado la visión puramente fáctica, introduciendo alguna
referencia a los valores. Y, por otro lado, preguntar bajo qué condiciones es «justo»
el orden implantado por el Estado nos lleva a una consideración cualitativa de tales
valores. Para proceder con lógica, antes de examinar la naturaleza y carácter de
esos juicios de valor, será preciso investigar cuándo y cómo han aparecido en la
definición del Estado.
El problema de la definición será, por tanto, el que primero reclame nuestra
atención. Afirmar que el Estado es un «orden justo» puede querer decir dos cosas:
o bien que es la encarnación de la justicia o bien que es un instrumento para ello.
En el primer caso, el Estado aparecerá como portador en sí mismo de valores
morales, y en el segundo, como un simple medio para la realización de los mismos.
En ambos supuestos, Estado y justicia aparecen inseparablemente ligados. La
posición de Aristóteles en este punto puede considerarse como paradigmática,
cuando dice que «la justicia perte-

195
nece a la polis; porque la justicia, que es la determinación de lo que es justo, consiste
en ordenar la sociedad política».
El propio Aristóteles, al comienzo de la Política, afirma que sólo en el Estado puede
el hombre encontrar «la perfección inherente a su naturaleza». Fuera del Estado, el
hombre «es un ser por encima o por debajo de la humanidad», una bestia o un dios.
El hombre es, por naturaleza, un animal político, lo que significa que la vida política
es la condición «natural» de la humanidad, en tanto que la ausencia es una
condición imposible o monstruosa, de la misma manera que un hombre que no
participase de los beneficios de la sociedad política o no tuviera necesidad de ella
difícilmente podría ser llamado hombre. Porque «el hombre, en la perfección de
su naturaleza, es el mejor de los animales, pero es el peor cuando no está regido
por las leyes y la justicia».
Adviértase que en el razonamiento aristotélico todo gira en torno del concepto de
«naturaleza». Para Aristóteles, es el fin lo que determina la naturaleza de los seres:
la naturaleza de una cosa es su condición en el estadio último y perfecto de su
desarrollo. Por consiguiente, decir que el Estado es «natural» no significa sólo
afirmar que, de hecho, los hombres viven en asociaciones políticas. Ciertamente,
Aristóteles no tiene inconveniente en recurrir a la confirmación empírica para
probar la «naturalidad» del Estado. La experiencia, dice, nos enseña que el hombre
es el más sociable de los animales, que es el único dotado de lenguaje, que los
hombres son desiguales entre sí y que la misma sociedad familiar, con sus
desigualdades, es el núcleo a partir del cual se origina históricamente la Ciudad.
Pero en la consideración del fin, es decir, en la justificación del Estado, se invierte
el orden cronológico. Aunque la naturalidad de la vida política encuentra su
confirmación empírica en la realidad histórica, es posible superar el punto de vista
puramente historicista gracias al concepto de naturaleza descrito más arriba, que
pone el centro de gravedad en el punto de llegada y no en el de partida. Porque,
cualquiera que sea el proceso cronológico, el Estado es lógica y moralmente
anterior —es decir, más «natural»— a la familia y a la aldea, de las que se ha
originado, pues es la condición de la existencia y bienestar de dichos grupos
sociales, del mismo modo que el todo es condición de la existencia de las partes.
El Estado es portador de un bien que tiene valor de fin respecto del individuo y
respecto de los grupos sociales inferiores. Este fin no es otro que la justicia: «La
justicia —recuerda Aristóteles en la Etica nicomáquea— se da sólo entre hombres
cuyas relaciones recíprocas están regidas por un ordenamiento jurídico.»

196
Al identificar el Estado con la realización de la justicia, Aristóteles no pretendía,
por supuesto, justificar cualquier tipo de Estado. Conocía demasiado bien la
variedad y la relatividad de las formas políticas concretas y hasta qué punto estaban
lejos del modelo ideal, que sería el único que justificaría la plena identificación de
la justicia y el Estado. Tal identificación no se produce, ni puede producirse, sino
en el Estado óptimo, del mismo modo que la virtud del ciudadano no coincide ni
puede coincidir con la del hombre bueno, esto es, con la virtud en general, salvo
en una situación ideal. Lo que quería decir Aristóteles es que la justicia es un bien
del que el Estado es no sólo instrumento, sino auténtica y verdadera encarnación;
un bien inmanente, por así decirlo, al Estado, no trascendente a éste, y que no es
alcanzable por el hombre sino a través de su participación activa en la vida política.
Corolario de tal inmanencia es la «eticidad» del Estado, es decir, la idea de que el
Estado no es solamente el custodio de un orden exterior y formal, como es el que
para los juristas constituye el Derecho, sino que también garantiza la realización de
la vida virtuosa, la plenitud de la vida moral. De este modo, Aristóteles asigna al
Estado la más alta misión, pero a costa de empequeñecer la moralidad, porque la
realización de la idea moral, limitada como está a la Ciudad, hace adquirir a dicha
idea un matiz peculiar y parcial privándola del carácter universal que solemos dar
a valores de esa clase.
Una relación completamente distinta entre Estado y justicia es ofrecida por la
filosofía política que ha dominado, mucho más que la de Aristóteles, el
pensamiento occidental durante largas centurias y que ha determinado, también
bastante más que aquélla, nuestra historia y nuestro destino. ¿Cómo se produjo tal
mutación en los siglos inmediatos a Aristóteles, cómo y por quién fueron revelados
nuevos valores a la conciencia? No es ésta la ocasión de narrar una vez más aquella
historia dramática. Lo que nos interesa por el momento es poner de relieve que el
descubrimiento y afirmación de estos nuevos valores condujo a una nueva y
diferente justificación del Estado, reflejada en la antítesis entre naturaleza y
convención. Si para Aristóteles la atribución de valor al Estado se expresaba en la
fórmula de su «naturalidad», ahora el Estado ya no va a aparecer como algo
«natural», sino como algo «convencional» de lo que se podría incluso llegar a
prescindir, pero que resulta necesario, o útil, o deseable en situaciones anormales
o para la consecución de determinados fines. El esquema de esta nueva posición
es el elaborado por los sofistas y que recogieron después los estoicos: la
contraposición entre physis y nomos, entre lo que es verdaderamente na-

197
tural y permanente y lo que es convencional y mutable. Desde este punto de vista,
la naturaleza ya no es —como en Aristóteles— el término último del desarrollo,
sino, al contrario, la condición inicial y originaria de una cosa. La antítesis entre
physis y nomos ponía en evidencia el carácter convencional del Estado y de las
instituciones políticas, en el sentido de su no correspondencia con las condiciones
«naturales», esto es, originarias, de la humanidad y de su instrumentalidad respecto
de los valores que son auténticamente «naturales» —es decir, universales y
permanentes— y que tienen su expresión en la «ley de la naturaleza»; en aquella ley
de la que, según Cicerón, Dios es autor y la razón intérprete, que no es una en
Roma y otra en Atenas, que no cambia ni hoy ni nunca.
A primera vista, semejante actitud parece constituir una posición negativa y resultar
una casi deliberada minusvaloración del Estado, que es despojado de su valor de
ser fin en sí mismo para quedar reducido a un simple medio de realización de unos
valores que le son sustancialmente ajenos. La justicia ya no es, en esta concepción,
inmanente al Derecho y al orden, sino que trasciende el nivel de lo político y se
realiza sólo en tanto que el Estado esté orientado por un Derecho y un orden
superiores. Pero un examen más detenido pone de manifiesto que no es correcto
interpretar aquella postura como una devaluación del Estado. Antes bien, implica
una positiva apreciación de las posibilidades ofrecidas a los hombres para instaurar
un orden «justo» y de la responsabilidad que les va en ello. La «verdadera ciudad»
—para decirlo con la bella imagen de Dante— podrá no estar acabada, pero al
menos siempre será posible contemplar desde lejos sus torres.1 Siendo el Estado
una construcción humana, el problema central es el de su origen. Sólo conociendo
el origen del vínculo político puede el hombre llegar a saber por qué ha de elegir
vivir en el Estado y obedecer sus leyes.
Tan numerosas son las interpretaciones que a lo largo de los siglos se han dado del
origen del Estado —ofrecidas en las diferentes versiones de la «convencionalidad»
del mismo—, que harían falta varios volúmenes como éste para dar cuenta de ellas.
En la Edad Media cristiana, la noción de pecado pudo ofrecer una explicación

1. Onde convenne legge per fren porre;


convenne rege aver che discernesse
de la vera cittá almen la torre. (Purg., XVI, 94-96)

Y es necesario el freno de la ley;


y es necesario un rey que vea
de la verdadera ciudad al menos la torre (N. E.).

198
perfectamente adecuada del tránsito desde el estado de inocencia a las condiciones
actuales de la humanidad, agrupada en sociedades políticas, y colorear con un cierto
tinte de resignación la necesidad que los hombres tienen de someterse a las leyes y
al Estado. A comienzos de la Edad Moderna, la reivindicación de la autonomía
individual llevará, por el contrario, a postular la necesidad de un acto de voluntad,
de un «contrato social», para explicar y justificar la aparición de las instituciones
políticas y para determinar sus límites y fines. Sólo en nuestros tiempos ha podido
parecer contradicha, y de manera definitiva, la doctrina de la convencionalidad de
la vida política por las enseñanzas de las llamadas ciencias sociales —y de modo
especial por la antropología—, que coinciden en afirmar que la existencia de
formas, aunque sean embrionarias, de organización política es un fenómeno
empíricamente comprobable en todos los pueblos y en todas las épocas. A la vista
de ello, parece que no hay duda de que puede hablarse del Estado como algo
natural y no convencional o artificial.
Pero quien así razonase demostraría no haber entendido el significado de la
doctrina de la convencionalidad de la vida política, de la contraposición entre
convención y naturaleza, así como su contribución a la moderna teoría del Estado.
Es cierto que los estoicos y los Padres de la Iglesia, y los juristas romanos y
bizantinos que se inspiraron en unos y otros, así como los filósofos políticos
medievales, que —por lo menos hasta Santo Tomás— no manejaron conceptos
aristotélicos, concibieron el «estado de naturaleza» y el Estado (o status politicus)
como dos momentos de una sucesión cronológica, seguramente impulsados por la
antigua fábula de la edad dorada o por la lectura del relato bíblico sobre el Paraíso.
Es también cierto que más tarde, en la época del contrato social, algunos siguieron
considerando el estado de naturaleza como un estadio inicial correspondiente con
la infancia feliz del mundo, aquella infancia feliz que se creía hallar de nuevo en las
tierras recién descubiertas, llenas de virginales promesas («al principio, todo el
mundo era América», escribe Locke).
Pero, como ocurría en Aristóteles, así como en los teóricos del estado de naturaleza
o del contrato social, la confirmación empírica o histórica de la hipótesis de la
«naturalidad» del Estado no tiene más que una importancia relativa. Lo que
realmente importa es el valor «normativo» de la hipótesis misma. Para Aristóteles,
decir que el Estado es una institución natural significaba atribuirle un valor de fin;
y para los estoicos, la Patrística, los filósofos medievales, los contractualistas y los
modernos utilitaristas, decir que el Estado

199
no es una institución natural, sino convencional, significaba atribuirle el valor de
simple medio para alcanzar determinados fines. Por consiguiente, carece de
importancia el que el estado de naturaleza haya o no existido alguna vez o el que
el contrato social haya o no tenido lugar en algún momento. Un juicio de valor no
puede formularse nunca sobre la base de una mera referencia a situaciones de
hecho. Estado de naturaleza y contrato social son conceptos normativos, y ahí
reside su importancia. Porque, por ejemplo, sólo concibiendo el Estado como una
creación humana tiene algún sentido refrenar al Leviatán y reducirlo a sus medidas
reales, delimitando con claridad su naturaleza, fines y límites, sin perjuicio de la
posibilidad de encontrar en una esfera más alta principios de justicia
verdaderamente universales.
La prueba de que esto no es posible cuando se concibe el Estado como fin en sí
mismo y como realizador de valores supremos, se nos ofrece clara en la moderna
doctrina del Estado ético, a la que con anterioridad hemos tenido ya ocasión de
referirnos, la cual ha acabado por incurrir en una contradicción aún más grave que
aquella en que incurrieron los contractualistas; porque si la justificación del Estado
se pone en el hecho mismo de su existencia, pueden aplicarse a tal doctrina todas
las consideraciones que en su momento hicimos respecto de la glorificación de la
fuerza como respuesta última al problema de la legitimidad y de la autoridad.
Tal es, en efecto, el resultado final a que llega Hegel, que puede considerarse como
el máximo representante de la teoría moderna del Estado ético y en quien se
inspiran de hecho todos los que en la actualidad conciben el Estado como
encarnación suprema de la justicia. A primera vista, la doctrina de Hegel parece
reproducir, con pocas variantes, la tesis de Aristóteles, pues ambos consideran que
el Estado representa la plenitud de la vida ética, es decir, que no sólo es
instrumento, sino también condición, de la perfección humana. «El individuo, dice
Hegel, sólo posee objetividad, verdad y eticidad en cuanto forma parte del Estado.»
Pero, a diferencia de Aristóteles, Hegel —y con él los idealistas que le siguen— no
admite la posibilidad de un divorcio entre lo ideal y lo real, entre lo que es y lo que
debe ser: «Todo Estado, aunque se le califique como malo con arreglo a ciertos
principios o aunque se reconozcan en él esta o aquella imperfección, tiene siempre
en sí, especialmente si se trata de los Estados perfeccionados de nuestro tiempo,
los momentos esenciales de su existencia... Lo afirmativo, la vida, existe a pesar de
los defectos, y es lo afirmativo lo que importa.» Por esta razón, el Estado —el
Estado nacional moderno— no es sólo la culmi-

200
nación de toda nuestra historia, sino la más alta forma en que se expresa
concretamente la vida moral. El «Derecho» del Estado no reconoce más límite que
el de la fuerza con la que se enfrenta a los otros Estados. Como para Hobbes, el
paraíso está a la sombra de las espadas; pero, a diferencia de aquél, esas espadas no
son para Hegel sólo garantía de supervivencia y de paz, sino también símbolo de
una nueva moralidad, de valores que se realizan únicamente en el Estado y a los
que el individuo se encuentra totalmente subordinado. «En un tiempo se discutió
mucho acerca de la antítesis entre moral y política y sobre la exigencia de que la
segunda se adecué a la primera. A este respecto baste observar que el bien de un
Estado tiene un derecho totalmente distinto del derecho del bienestar del
individuo, y que la sustancia ética, el Estado, tiene su existencia, es decir, su
derecho, directamente incorporado en una existencia no abstracta, sino concreta,
y que sólo esta existencia concreta —no una de las muchas proposiciones generales
tenidas por preceptos morales— puede ser principio de su obrar y de su conducta.»
La relación tradicional entre Estado y justicia aparece aquí completamente
invertida. Se anuncia una nueva filosofía política —o acaso sería mejor decir una
nueva religión—, que afirma entre sus dogmas que el individuo no es más que un
instrumento en manos del Estado, que la guerra es la salud del mundo y que un
pueblo no tiene que responder de sus actos más que ante el tribunal de la Historia.
Los trágicos acontecimientos que han conmovido a Europa serían suficientes para
juzgar de una vez para siempre a esta funesta filosofía política, y no habría motivo
para referirse a ella si no contuviese la indicación de una condición histórica y
psicológica, que, sin duda, es propia del Estado moderno o, por lo menos, lo ha
sido hasta ayer mismo. No tendría sentido, para combatir esta doctrina, limitarse a
exhumar la vieja tesis de que el Estado es una construcción humana, un
instrumento para conseguir ciertos fines y no un fin en sí mismo. En la actualidad,
el Estado no se concibe ya como algo que viene a remediar las consecuencias del
pecado, ni tampoco como una máquina construida precisamente para la
consecución de determinados fines, sino que se le contempla como expresión de
un vínculo cohesivo anterior a la propia organización jurídica del poder. En cuanto
a la obligación política, hoy no es, como en la Edad Media, objeto de una
convalidación religiosa, ni tampoco, como aparecía a los ojos de los
contractualistas de los siglos XVII y XVIII o de los utilitaristas del XIX, el
resultado de un simple cálculo de adecuación entre ciertos medios y fines, sino que
es un fenóme-

201
no complejo cargado de elementos emotivos y sentimentales. En definitiva, para
la mayoría de los hombres de hoy, el Estado —encarnado antes en el monarca y
actualmente en el pueblo— ha sido y es siempre objeto de una sumisión y un culto
capaces de inspirar los mayores sacrificios. Esta sumisión y este culto tienen un
nombre: el amor patrio. El espíritu cohesivo es, efectivamente, como había
señalado Hegel, el espíritu nacional. El halo emotivo y sentimental que circunda al
Estado moderno se basa en las ideas de patria y de nación, introducidas en la
definición del Estado. Procede, por tanto, examinar de qué modo y con qué
fundamento el valor del Estado se ha intentado buscar en tales ideas más que en
la de justicia o juntamente con ella.

Indicaciones bibliográficas

ARISTÓTELES, Política, lib. I, caps. I y II; lib. III, cap. IV; CICERÓN, De Re
Publica, III, 22, 33; LOCKE, Segundo Tratado sobre el Gobierno civil, cap. V, 49;
HEGEL, Filosofía del Derecho, 258, 324 y 337.
Para un análisis más detallado de las nociones de naturalidad y convencionalidad
de la vida política, remitimos a nuestro libro La filosofía política medioeval, parte
I, cap. 2, y también a R. W. y A. J. CARLYLE en su monumental History of Medieval
Political Theory in the West.
Acerca del «Estado ético», H. MARCUSE —en la última parte de su libro Reason
and Revolution. Hegel and the Rise of Social Theory, 2.a ed., Londres, 1955— niega toda
conexión entre la filosofía política de Hegel y la noción del Estado del fascismo y
del nazismo. Está, desde luego, en lo cierto al resaltar el «modelo racional» y la
aspiración a la «libertad individual» —en una palabra, los elementos liberales— en
los que descansa la teoría hegeliana del Estado, al paso que la ideología nazi fue el
resultado de otros muchos factores, algunos de los cuales examinaremos más
adelante en este libro. Pero la idea hegeliana del Estado ético jugó indudablemente
un papel decisivo en la Italia fascista e incluso recibió el respaldo oficial en
solemnes documentos y declaraciones de aquel tiempo.

202
CAPÍTULO TERCERO

NACIÓN Y PATRIA

Durante las últimas décadas se han publicado numerosos y notables estudios


acerca de la nación y la nacionalidad, lo cual es indicativo de que la materia es una
de las que más preocupan a nuestro tiempo. De tales estudios daremos cuenta en
la discusión que sigue en torno a la cuestión que vimos aparecer al final del capítulo
anterior: la relación entre patria, nación y Estado.
Un importante punto conviene aclarar desde el principio; a saber: que las ideas de
nación y nacionalidad no figuran en absoluto en los escritos de los tres grandes
pensadores que fueron los primeros en pergeñar el nuevo paisaje del mundo
político moderno: Maquiavelo, Hobbes y Bodino.
En cuanto al primero, es claro que el Estado no era para él algo distinto y diferente
de la nación. El gran discurso retórico del último capítulo de El Príncipe no puede
engañarnos: Maquiavelo no era un «nacionalista», en el sentido moderno del
término. En lo que él pensaba era en la instauración de una sólida unidad política
en la Italia central como único medio de asegurar la liberación de la península de
sus invasores «bárbaros», y hay razones para dudar que concibiera a toda Italia
como una «nación», palabra que, por lo demás, usa raras veces. El Estado es para
él, exclusivamente, una cuestión de fuerza, y si es cierto que el Estado puede verse
en grandes dificultades cuando sus súbditos no son todos della medesima provincia e
della medesima lingual tales dificultades pueden vencerse con gobernantes hábiles.
Los romanos estaban en aquellas circunstancias y Roma siempre tuvo prosperidad.
En otras palabras, que para Maquiavelo la homogeneidad del elemento personal
del Estado no es condición indispensable para su existencia.

1. El Príncipe, cap. III.

203
Hobbes parece sostener un parecido punto de vista. Admite, desde luego, que
cuando el «derecho de gobernar» está en manos de strangers pueden surgir «grandes
inconvenientes», pero añade que éstos no provienen necesariamente de la sumisión
a un gobierno extranjero, sino de la impericia de los gobernantes, ignorantes de las
verdaderas reglas de la política. En cambio, cuando esas reglas se cumplen
adecuadamente y aunque los Hombres «no vivan bajo un mismo gobierno o no
hablen la misma lengua», pueden reunirse en un vínculo común de ciudadanía: «y
así ocurrió con nuestro más sabio monarca, el rey Jacobo, cuando realizó la unión
de los dos reinos de Inglaterra y de Escocia».2 Ni la homogeneidad lingüística ni la
étnica figuran entre los elementos que, según Hobbes, constituyen el Estado, lo
cual es muy significativo y pone de relieve que para él el Estado no es el Estado
nacional.
En cuanto a Bodino, excluye aún más claramente la homogeneidad nacional como
requisito del Estado; lo único que cuenta es la soberanía: «De muchos ciudadanos...
se hace un Estado (république), cuando están gobernados por el poder soberano de
uno o de varios señores, por mucho que discrepen en sus leyes, en la lengua, en las
costumbres, en la religión o en las nacionalidades.»3
Las referencias que acabamos de hacer a los tres autores —cuya importancia para
la formulación del moderno concepto de Estado destacamos en su momento— es
suficiente para demostrar que tal concepto no está en ellos ligado necesariamente
a la idea de nación.
Entonces la pregunta que hacemos es ésta: ¿cuándo, de qué modo y por qué
razones llegaron a unirse aquellos dos conceptos —Estado y nación—, de suerte
que el principio de nacionalidad vino a ser un verdadero y auténtico principio de
legitimidad del Estado moderno?4 Pero esta pregunta presupone otra: ¿qué se
entiende por «nación»? En fecha todavía reciente subrayaba Sestan el «carácter
huidizo, plurisignificativo y equívoco» de tal concepto;5 juicio que invita a la
meditación y que plantea problemas que sólo los historiadores pueden resolvernos.

2. Hobbes, Leviathan, Introd. y cap. 19, in fine.


3. Bodin, De la République, I, 6.
4. La formulación definitiva (y tal vez también la más clara) de esta tesis se debe a Pasquale
Stanislao Mancini, Della Nazionalitá come fundamento del diritto delle genti (1851); pero se la puede
encontrar, implícita o explícita, en innumerables estudios relativos al Estado.
5. E. Sestan, Stato e nazione nell'alto Medioevo, Napóles, 1952.

204
Y son ellos precisamente los que afirman unánimemente que, contra lo que de
ordinario se cree, la idea de nación es un producto histórico relativamente reciente,
lo cual no quita que su formación sea el resultado de un largo y oscuro proceso,
que nos retrotrae hasta los mismos orígenes de la comunidad europea. Sería
absurdo negar que ya en la Edad Media hay conciencia de las diversidades étnicas,
lingüísticas y, en una palabra, nacionales existentes en Europa. Aunque la palabra
«nación» la utiliza el lenguaje medieval en un sentido muy impreciso (prevaleciendo
la indicación territorial, la referencia al país donde se ha nacido, cómo en la
expresión de Dante: Florentinus natione, non moribus), la constatación de las grandes
divisiones nacionales de Europa se pone de relieve en fórmulas antiquísimas, como
Romanae nationis ac linguae, y hasta se podría entrever ya en el tratado del 887, que
sancionó la división definitiva del Imperio carolingio inter Teutónicos et Latinos
Francos.
Sin embargo —y esto bastaría para indicar la distinción entre una simple
«conciencia de la diversidad» y la conciencia nacional en sentido moderno—, el
reconocimiento de las diferencias étnicas, lingüísticas y, en suma, nacionales, no
implica la renuncia, al menos durante mucho tiempo, a la idea universalista propia
de la respublica christiana: esas diversidades se conciben más bien como diferencias
propias de una gran familia o como «distribuciones de funciones» en relación con
el bien común, incluso si esta o aquella nación concretas reivindican para sí una
misión superior a la de las otras o una función especial que le ha sido atribuida por
Dios, como el caso típico de la Gesta Dei per Francos. Quizá la mejor ilustración de
este peculiar modo de concebir la nacionalidad nos la proporciona Dante. Nadie
puede negarle una verdadera y sólida conciencia nacional. Italia constituye para él
una unidad perfectamente definida, con fisonomía propia, con una lengua y una
herencia de sus mayores. Pero todo su amor por Italia no le impide abogar por un
programa de política supranacional: la unidad del Imperio, en el que se conformaba
con reservar a su país un lugar simplemente privilegiado. El caso de Dante, como
vemos, ofrece una prueba más de la disociación entre los dos conceptos de Estado
y nación, que antes hemos señalado en Maquiavelo. Ambos, Dante y Maquiavelo,
aunque por distintas razones, conciben el vínculo de la nacionalidad como algo
distinto, y acaso incluso irrelevante, del vínculo de la ciudadanía, es decir, de la
relación política.
Con lo cual no se quiere decir que precisamente en el tiempo que separa a Dante
de Maquiavelo no se empiecen ya a advertir clara-

205
mente los síntomas de una progresiva confluencia entre la idea de nación y la de
Estado; aunque tal vez sería preferible, para entender bien ese proceso, evitar el
empleo de términos tan precisos y modernos como estos de «nación» y «Estado».
El historiador suizo Werner Kaegi ha sostenido recientemente6 que probablemente
no habría habido en Europa «naciones» en el sentido moderno sin la acción
unificadora y centralizadora de un poder político, y que el elemento determinante
de nuestra historia no es la existencia de la «nacionalidad», sino de «centros de
poder». La tesis es audaz, pero los hechos la confirman. A comienzos de la Edad
Moderna, el «principado nuevo» —y de ello ofrece claro testimonio el propio
Maquiavelo— supo indudablemente valerse del sentimiento nacional como de un
poderoso incentivo para perseguir sus propios fines, tendiendo a la vez a plasmarlo
y a potenciarlo: disfrutando, por así decirlo, de su dinamismo y determinando
ulteriormente sus reglas. El motivo de la «redención» de Italia, invocado en el
último capítulo de El Príncipe, es especialmente significativo al respecto.
El programa político esbozado por Maquiavelo se frustraría en el caso italiano,
pero, en cambio, se estaba ya realizando prácticamente desde hacía tiempo en otras
partes de Europa. Francia nos ofrece el ejemplo típico de una unidad forjada
lentamente a través de la obra paciente de una dinastía tenazmente empeñada, «con
grandiosa mentalidad aldeana», en asegurar, en unificar, en redondear aquel pré carré
que era el reino francés; obra paciente, continuada durante ochocientos años y que
aún en el siglo XIX arrancaba palabras de admiración a historiadores nada
favorables al ancien régime. Semejante, y a la vez distinto, es el caso de Inglaterra,
donde el elemento cohesivo lo constituyó el Parlamento, verdadera y auténtica
fragua de la nación inglesa. «Fue precisamente el Parlamento —escribe Pollard—
el instrumento que creó la nación inglesa al tiempo que el Estado inglés, surgiendo
a la vez que ellos. Es verdad que había ya una Inglaterra siglos antes de que existiese
un Parlamento, pero aquella Inglaterra era poco más que una expresión geográfica.
Apenas era una nación y mucho menos un Estado.»7 Ya en el siglo XVI se produce
una verdadera explosión de una conciencia que es al mismo tiempo política y
nacional, de aquella conciencia que se expresa en los versos inmortales de
Shakespeare: This blessed plot, this

6. W. Kaegi, «L'origine delle nazioni», en el vol. Meditazioni storiche, Barí, 1960.


7. A. F. Pollard, The Evolution of Parliament, 2.a ed., Londres, 1926, página 4.

206
earth, this realm, this England.8 A ello contribuyeron varios factores —la situación
geográfica, la reforma religiosa y la separación de Roma—, pero, sobre todo, la
personalidad excepcional de aquel típico «príncipe nuevo» que fue Isabel I, maestra
consumada en el arte de servirse, aun en su gobierno personalísimo, del
nacionalismo naciente respetando a la vez de modo escrupuloso aquella tradición
política inglesa, de la que ya hemos tenido ocasión de hablar, que veía en el
Parlamento la representación de toda la nación reunida en torno a la Corona.
Parece paradójico, a primera vista, que escritores como Maquiavelo y, sobre todo,
Bodino y Hobbes hayan silenciado en sus definiciones del Estado un elemento tan
importante como es, ya en su siglo, el de la nacionalidad. Pero la paradoja
desaparece si se tiene en cuenta que la fusión de Estado y nación, que ciertamente
estaba ya realizada en parte en su época, era esencialmente el resultado —según
antes dijimos— de un concreto programa político, de la «voluntad de poder» del
príncipe nuevo. Y bastará que tal programa se modifique, abandonando la meta de
la unificación nacional para orientarse decididamente hacia la expansión territorial,
para que los dos conceptos vuelvan a separarse y se produzca un compás de espera
en el desarrollo de la idea nacional. Esto es lo que acontece durante los siglos del
absolutismo, cuando nuevos principios —el del equilibrio de poder, el de la
sucesión dinástica, el de las fronteras naturales— sacrificarán parcialmente o del
todo el principio de la nacionalidad: el del equilibrio, con su doctrina de las
«compensaciones», en virtud de la cual los «pueblos» se pueden cambiar como los
rebaños; el de la sucesión dinástica, con la formación de grandes Estados
plurinacionales mediante las solas artes de la diplomacia y los matrimonios (tu felix
Austria nube!); el de las fronteras naturales, en fin, de las que se empieza a hablar
con creciente insistencia y en nombre de las cuales se pretenderá incluir en el
Estado a grupos étnicos y lingüísticos heterogéneos. Un compás de espera.
Paradójicamente, la idea de nacionalidad parece sufrir un eclipse precisamente en
el momento en que está forjándose el «Estado moderno» y se fijan sobre el mapa
de Europa las fronteras que, en parte, se mantendrán hasta nuestros días. El siglo
XVIII separa completamente la teoría y la práctica políticas de toda idea nacional.
Es el siglo del cosmopolitismo, de la Razón y de las «luces». Y, sin embargo, es
cabalmente en esta centuria cuando se acelera el

8. Ricardo II (1597), acto II, escena 1.a.

207
proceso de formación del Estado nacional, irrumpiendo con una fuerza hasta
entonces desconocida el principio nuevo, moderno, de la nacionalidad.
Según una tesis propugnada por Meinecke, Antoni y Chabod, el «sentimiento de
nacionalidad» no sería otra cosa que el «sentimiento de individualidad histórica».
«Frente a las tendencias cosmopolitas, universalizadoras, tendentes a dictar leyes
abstractas válidas para todos los pueblos, la nación significa un sentimiento de
singularidad de cada pueblo, el respeto por sus propias tradiciones, la custodia
celosa de las particularidades de su carácter nacional.» Esto explicaría por qué no
puede hablarse de nacionalidad en sentido moderno hasta que no se difunde por
Europa un nuevo clima cultural, ya anunciado en el siglo XVIII, pero que sólo
aparece en plenitud en el XIX y que se conoce con el nombre de romanticismo. A
esta tesis se le puede, objetar —y de la objeción se han hecho cargo los propios
mantenedores de aquélla— que el descubrimiento y la reinterpretación del pasado,
en que el romanticismo consiste, no explican por sí solos el advenimiento de una
nueva conciencia política, ni tampoco la irrupción de una nueva pasión, la pasión
nacional, con una fuerza casi igual a la que en siglos pasados tuvieran las pasiones
religiosas; y no explican, sobre todo, la definitiva inserción del principio de
nacionalidad en la idea del Estado. En una reciente publicación,9 el profesor Akzin
nos pone justamente en guardia contra una «superficial» equiparación entre
romanticismo y nacionalismo. El irracionalismo, el tradicionalismo, el organicismo,
todo el bagaje de la nueva filosofía que inunda el pensamiento europeo del siglo
XIX no conduce necesariamente al nacionalismo o, en todo caso, no conduce a
sólo el nacionalismo. En cierto sentido, la Santa Alianza es tan «romántica» como
la Joven Europa de Mazzini. Lo que las separa y contrapone es una distinta
concepción de la naturaleza y fines del Estado. Para que el nacionalismo
transformase el principio de nacionalidad de hecho histórico en ideología política,
en el principio único y exclusivo de legitimación del Estado, era necesario afirmar
no sólo que las naciones existen como unidades separadas y perfectamente
determinadas, sino que la unidad nacional es un ideal que debe perseguirse y
alimentarse, y que el único Estado «bueno» es el Estado-nación. De esta manera,
la nación quedaba investida de una dignidad que jamás había poseído
anteriormente o, mejor dicho, de una dignidad a la que en el pasado, cuan-

9. B. Akzin, State and Nation, Londres, 1964.

208
do se trataba de aludir a la última esencia de la fidelidad y la lealtad, al más alto bien
por el que se puede pedir a los hombres que sacrifiquen la vida, se le daba el
nombre de patria. Ni el más acendrado nacionalista ha hablado nunca del deber de
«morir por la nación», mientras que todos aceptamos la existencia de un deber de
«morir por la patria». El concepto de patria es un concepto mediador entre los de
nación y Estado, y sin duda de él procede ese halo emocional y sentimental que
circunda al Estado nacional moderno.
Al igual que los conceptos de nación y Estado, la idea de patria tiene también una
larga historia que comienza en los albores de la civilización europea. Heredada de
la cultura clásica, ligada a algunas famosas formulaciones nunca olvidadas por
completo en épocas posteriores,10 la idea de patria no fue en verdad ignorada en la
Edad Media ni aun en los momentos de mayor fraccionamiento territorial, y se
refuerza al renovarse la conciencia política y nacional a fines del medievo y
comienzos de la Edad Moderna.11 En ciertos países de Europa, la idea en cuestión
se asoció muy pronto tanto a la de nación como a la de Estado, o por lo menos a
la de poder político (como, por ejemplo, en la expresión, corriente en la Edad
Media, pugnare pro Rege et Patria). A pesar de ello, no aparece necesariamente ligada
a la idea moderna ni de nación ni de Estado, como lo prueba, una vez más, el
ejemplo de Maquiavelo. Su patria era Florencia, la Ciudad-Estado; su nuevo
príncipe, un solitario personaje, confiado sólo a su espada. Y, sin embargo, sus
páginas están llenas de expresiones de amor apasionado a su tierra, y aunque
pretende ser un realista, la emoción del patriotismo está presente en su obra. Baste
recordar sus palabras a Guicciardini —-«amo a mi patria más que a mi alma»— y
su famosa afirmación: «Cuando se trata de la salvación de la patria no cabe ninguna
consideración sobre lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo
ignominioso.»12

10. Uno de los textos más famosos y más frecuentemente citados es el de Cicerón en el De Officiis
(I, 17, 57): Cari sunt parentes, cari liberi, propinqui, familiares, sed omnes omnium caritates patria una
complexa est, pro qua quis bonus dubitet mortem appetere, si ei sit profuturus?
11. Dos escritos recientes contribuyen notablemente al estudio de este problema: G. Post, Two
Notes on Nationalism in the Middle Ages: I. «Pugna pro Patria»; II. «Rex imperator», en «Traditio», vol.
IX, 1953 (publicado de nuevo en el volumen Studies in Medieval Legal Thought, cit., cap. X); y E.
H. Kantorowicz, «Pro patria morí», en «American Historical Review», vol. LVI, 1951 (reelaborado
y ampliado, con una espléndida bibliografía, en el vol. The King's Two Bodies, cit., págs. 232-272).
12. Discursos, III, 41.

209
Afirmaciones como ésta son, como más arriba señalábamos,13 las que transforman
el imperativo hipotético de Maquiavelo en un imperativo categórico. La seguridad
de la patria es el fin y la justificación del Estado.
Pero, una vez más, la identidad entre nación, Estado y patria es meramente fortuita.
Oigamos a un típico escritor del siglo XVIII, un ciudadano del mayor y más
poderoso Estado de la Europa de entonces; ¿qué es Francia para él? Un grand
Royanme, et point de Patrie!4 Y otro europeo del mismo siglo afirmaba: «Mi nombre
es Vittorio Alfieri; el lugar donde he nacido, Italia; ninguna tierra es patria para
mí.»15 Para estos hombres, los tres conceptos de Estado, nación y patria no
coinciden. El Estado, por grande y poderoso que sea, nunca será para ellos una
patria. Tampoco lo es la nación a la que pertenecen por el solo hecho del
nacimiento. La patria será solamente el lugar, la comunidad, el Estado en que el
hombre pueda encontrar las cosas que para él tienen valor. Por eso, como se lee
en la Grande Encyclopédie, el patriotismo no puede existir bajo el yugo de un tirano.
Por eso también dice Voltaire con no poco cinismo que la patria es para cada uno
el lugar donde puede vivir bien y felizmente: ubi bene, ibi patria. Así como la nación
es el fruto de las circunstancias y el Estado una institución convencional, la patria
es el resultado de un simple acto de elección: tout homme est libre de se choisir une
patrie.16 Tal era el mensaje de la época de las luces, la conclusión contra la que
Edmundo Burke lanzara uno de sus más violentos ataques.
Pero fue precisamente ese énfasis en la elección, que en definitiva encierra un juicio
de valor, el que dejó la puerta abierta al cambio que se iba a producir. Ya Burke dio
una nueva y distinta noción de Estado al definirlo como una «comunidad... entre
los que viven, los que han muerto y los que han de nacer». Faltaba sólo explicar
cómo esa comunidad (partnership) puede ser «sagrada» y por qué razón debe ser
objeto de sumisión y de amor, y eso es, precisamente, lo que va a aportar la doctrina
del nacionalismo. Nunca llegaremos a apreciar la gran importancia de la
Revolución francesa mientras no tengamos bien presente que fue la revolución que
dio al con-

13. Vid. supra, parte I, cap. 4.


14. D'Aguesseau, Oeuvres, vol. I, 1787, cit. por Kohn (véase bibliografía de este capítulo), cap. V,
nota 38.
15. «Vittorio Alfieri al Presidente della Plebe Francese», 18 de noviembre de 1792, en el Misogallo,
documento I.
16. Voltaire, Dictionnaire Philosophique, art. «Patrie».

210
cepto de nación una significación totalmente nueva, convirtiéndolo, por así decirlo,
de un mero producto histórico en una realización deliberada y consciente, en una
comunidad no sólo de mores, sino también de voluntades. Éste es el momento en
que se produce la síntesis final de las tres ideas cuyo curso independiente y errático
hemos seguido.
«La nación se convierte en patria —escribe Chabod—, y la patria se convierte en
la nueva divinidad del mundo moderno. Nueva divinidad, y como tal, sagrada. Ésta
es la gran novedad que aporta la época de la Revolución francesa y del Imperio.»
La nación se convierte en patria: y el Estado, el aparato jurídico y de fuerza en el
que se afirma y se organiza la nación, polariza en sí todo el amor y toda la sumisión
reservados a la patria, supremo bien que ya no se concibe en términos abstractos
e individuales, sino que es un bien que se ha revelado y se revela concretamente en
la historia, en la vida colectiva de una nación, y que al mismo tiempo se conquista
en la organización de ésta en instituciones libres, en la participación de todo el
pueblo en aquellas decisiones que antes eran patrimonio de unos pocos como
resultado de la aplicación del frío cálculo de la razón de Estado. Chabod tiene toda
la razón: la clave para entender la confluencia de las tres ideas de nación, Estado y
patria es Rousseau, «padre de la democracia moderna, pero padre también del
sentido nacional moderno y hasta de sus excesos». Una vez más nos sale al paso,
en los umbrales de nuestro mundo, la enigmática figura del ginebrino. La
conciencia política del nuevo siglo se inspirará en los motivos que él fue el primero
en proclamar: no más ubi bene ibi patria, sino ubi libertas ibi patria, y ubi patria ibi bene.
Surge un nuevo mundo en el que la democracia se da la mano con el nacionalismo
y en el que el Estado concentra en sí mismo un poder hasta entonces desconocido.
A nuestro juicio, había razones para que la nacionalidad se convirtiese, en el Estado
moderno, en una de las principales bases de legitimación. Y, sin embargo, también
en este mundo nuevo iba a aparecer en seguida, como en ocasiones anteriores, una
bifurcación de caminos, como una consecuencia del desarrollo totalmente
diferente que experimentan los Estados y naciones en las diversas partes de
Europa, según ha observado agudamente sir Lewis Namier.17 Allí donde la síntesis
de Estado y nación se produjo de modo total,

17. «Nationality and Liberty», ensayo escrito en 1948, actualmente en el volumen Avenues of
History, Londres, 1952.

211
el patriotismo pudo hallar expresión en una orgullosa afirmación de libertad, de
una libertad conseguida y ejercida por medio de instituciones libres que causaron
la admiración del mundo. Éste puede decirse que fue el caso de Inglaterra, «madre
de Parlamentos», y también de la Francia revolucionaria: Ici commence le pays de la
liberté!, anunciaba un letrero colocado por los revolucionarios en la orilla izquierda
del Rin. Pero en aquellas otras naciones en que su unidad estaba todavía
fraccionada en una pluralidad de entidades políticas, el patriotismo adoptó la forma
primaria de una aspiración hacia la unidad y la independencia. La causa de la
libertad podía esperar. «Alemania no es un Estado», escribe Hegel en 1802, y la
exigencia suprema —en la que Fichte insistirá de nuevo pocos años después en sus
Discursos a la nación alemana— es que lo llegue a ser. En cuanto a Italia, la prioridad
de la independencia sobre la libertad constituirá una de las elecciones más
angustiosas del Risorgimento. Quizá sea ésa una de las causas de que las instituciones
expresivas de la libertad tengan en ese grupo de naciones unos fundamentos tan
precarios.
Pero puede haber otras causas de esa bifurcación de rumbos. Como muy bien ha
mostrado Chabod, la distinción entre ambos grupos de Estados se produciría
porque, desde el principio, hubo dos modos posibles de concebir y de considerar
la nación: uno basado en factores puramente «naturales» y otro en elementos
«espirituales»; aquél basado en algo real, éste basado en algo simplemente deseado.
La primera de estas dos concepciones comenzó haciendo hincapié en las
diferencias étnicas y lingüísticas como factores distintivos de la nacionalidad y
terminó por ensalzar los factores biológicos, la sangre y la raza. La segunda, al
contrario, se fundamentó en el reconocimiento de la importancia que tienen los
lazos culturales, resaltando la necesidad de la participación activa de los individuos
en la nación para hacer de ésta una comunidad de vida y una unidad espiritual. En
realidad, la nación es, según la conocida frase de Renán, un plebiscito cotidiano.
Tal concepción de la nacionalidad no conduce necesariamente al antagonismo y al
odio. Al contrario, permite reconciliar las diferencias nacionales con la complejidad
de la civilización humana considerada como un todo; posibilidad que debe tenerse
en cuenta a la hora de formular un juicio definitivo sobre lo que hoy suele llamarse
la «ideología del Estado nacional».
Ciertamente, tal ideología, aunque no se condene o se rechace expresamente, no
puede dejar de aparecer a nuestros ojos —al menos en Europa— como algo ya
pasado. Pero creemos que, por lo

212
menos, es posible sacar una consecuencia del análisis que, aunque sumario, hemos
hecho de la misma: que el «Estado» no puede entenderse tan sólo como una
estructura de poder ni justificarse apelando únicamente a abstractas fórmulas
filosóficas. Su legitimidad está integrada por elementos históricos y por factores
irracionales y afectivos. El nuevo Estado, el Estado supranacional que por tantos
se invoca y se desea, señalará el ocaso definitivo de aquellos nacionalismos que
llevaron a Europa al borde de la ruina. Una cosa es, no obstante, indudable: que
cuando el nuevo Estado surja y se afirme como vivo y vital necesitará de una
ideología en la que apoyarse y de una fe capaz de encender la fantasía y de enardecer
los corazones. En otras palabras, tendrá que inspirar a los hombres una adhesión
no menor que la que inspiraba el antiguo, pudiendo así encarnar, a los ojos de sus
nuevos ciudadanos, el valor de una «patria», nueva y mejor.

Indicaciones bibliográficas

DANTE ALIGHIERI, De Vulgari Eloquentia, I, VI y ss.; Monarchia, II, iii, 16 y


passim; Epístolas VI y VII; Divina Comedia, passim; MAQUIAVELO, Carta a
Guicciardini de 16 de abril de 1527; ROUSSEAU, Considérations sur le Gouvernement
de Pologne, cap. IV; BURKE, Reflections on the Revolution in France (1790); HEGEL,
Die Verfassung Deutschlands (1802); RENÁN, Qu'est-ce qu'une nation (1882).
Entre los muchos estudios que en los últimos años se han publicado sobre nación,
nacionalismo y patriotismo, citamos a continuación únicamente los aludidos en el
texto —aparte de los mencionados a pie de página—, junto con otros cuya lectura
consideramos indispensable. Los citamos por orden cronológico de publicación:
F. MEINECKE, Cosmopolitismo e Stato nazionale, Perugia, 1930; F. CHABOD, L'idea
di nazione, Bari, 1943-44, y ed. postuma de 1961; H. KOHN, The Idea of Nationalism,
Nueva York, 1944; F. HERTZ, Nationality in History and Politics, Londres, 1944; J.
HUIZINGA, «Sviluppo e forme della coscienza nazionale in Europa sino alia fine
del secólo decimonono», en el vol. Civiltá e Storia, Módena, 1946; O. VOSSLER,
L'idea di nazione nell'alto Medioevo, Napóles, 1952; B. C. SHAFER, Nationalism. Myth
and Reality, Londres, 1955; E. KEDOURIE, Nationalism, Londres, 1960.
Para más amplias referencias bibliográficas, vid. el libro de KEDOURIE, y el vol.
Nation-Building, Nueva York-Londres, 1963 (editado por K. W. Deutsch y W. J.
Foltz).

213
214
CAPÍTULO CUARTO

EL DERECHO DIVINO

Los conceptos de orden, justicia y patria no agotan en modo alguno la lista de valores
a los que se ha apelado —y aun hoy todavía se apela— para justificar o legitimar
el Estado, pero son las palabras que más frecuentemente se emplean en el léxico
político, siendo esa misma frecuencia un signo de hasta qué punto, cuando se habla
de Estado, se introduce un criterio axiológico junto a los criterios empíricos.
Debemos ahora referirnos a otro tipo de legitimidad que no atiende sólo, en
general, a la existencia del Estado, sino al ejercicio del poder. No se trata ya de
definir los requisitos del Estado, sino de determinar las condiciones y modalidades
de su acción, la cual no puede ejercerse más que a través de los hombres, o grupos
de hombres, que de hecho detentan el poder y dictan mandatos a los otros
hombres. La pregunta que se formula una y otra vez a lo largo del secular camino
de la filosofía política es ésta: ¿es posible determinar lo que hace obligatorios
aquellos mandatos? Sólo por el hecho de formularla hoy, parece que se está
empleando un lenguaje anacrónico, y, por otra parte, resulta fácil darse cuenta de
que, tal como se plantea el interrogante, es susceptible de dos respuestas distintas
o, por mejor decir, se contienen en él otras dos preguntas: la primera de ellas se
refiere a la fuente última del poder de la que derive el derecho que el hombre se
arroga sobre el hombre; la segunda, por el contrario, se interesa por las condiciones
a que el poder está sometido, cuáles son sus límites y cómo debe ser ejercido. El
hombre moderno suele ser sensible, aunque de modo atenuado, a esta segunda
cuestión, mientras que contempla la primera con indiferencia, cuando no con
escepticismo o abierta ironía.
Ante la pregunta acerca de cuál es la fuente del poder, el pensamiento político
occidental ha proporcionado múltiples respuestas, matizadas de diferentes modos
según las circunstancias de tiempo

215
y de lugar en que la cuestión se ha planteado o en que se hallaban quienes, al
formularla, han pretendido responder a ella de cualquier manera. En el presente
capítulo vamos a examinar una doctrina que ocupa un lugar destacado en el
pensamiento político por estar íntimamente vinculada a la religión dominante en
Europa y fundada en ciertas proposiciones dogmáticas de la fe cristiana.
Advertimos de que, por supuesto, no nos proponemos abordar en tan breve
espacio el tema, mucho más vasto y complejo, de si el cristianismo tiene o no una
doctrina política propia. Lo único que pretendemos es poner de manifiesto que el
pensamiento cristiano da una respuesta al problema de la legitimación del poder:
es la respuesta contenida en un célebre pasaje de la Epístola a los Romanos, de San
Pablo.1 Este texto constituye el obligado punto de partida para toda interpretación
cristiana del problema político, hasta el punto de que podría decirse que todo el
pensamiento del cristianismo posterior sobre este tema no ha sido sino un
ininterrumpido comentario del citado pasaje. La enseñanza paulina es clara y
categórica: todo poder procede de Dios, non est potestas nisi a Deo. La sanción divina
es lo que transforma el poder en autoridad, la sujeción en deber. Quien ostenta el
poder es «ministro de Dios», y quien obedece debe hacerlo no sólo porque está
obligado jurídicamente, sino propter conscientiam. El orden político es una ordinatio
Dei, y participar en

1. Omnis anima potestatibus sublimioribus subdita sit: non est enim potestas nisi a Deo: quae autem sunt, a
Deo ordinatae sunt. Itaque qui resistit potestad, Dei ordinationi resistit. Qui autem resistunt, ipsi sibi
damnationem acquirunt: Nam principes non sunt timori boni operis, sed mali. Vis autem non timere potestatem?
Bonum fac; et habebis laudem ex illa: Dei enim minister est tibi in bonum. Si autem malum feceris, time: non
enim sine causa gladium portat. Dei enim minister est: vindex in iram ei qui malum agit. Ideo necessitate subditi
estote, non solum propter iram, sed propter conscientiam (Epístola a los Romanos, XIII, 1-5; cfr. también los
pasajes paralelos de la Epístola a Tito, III, 1, y de la Epístola de San Pedro, II, 13-17).
N. E.: «Todos deben acatar la autoridad constituida. Dios es la fuente de toda autoridad, y, en
consecuencia, por Él han sido establecidas las que actualmente existen. Se rebela, pues, contra
lo que Dios ha dispuesto el que se opone a la autoridad, y los que así se comportan recibirán su
merecido. Los gobernantes, en efecto, no tienen por oficio intimidar a los buenos, sino a los
malos. ¿Te interesa no temer a la autoridad? Pues pórtate bien, y sólo elogios recibirás de ella, ya
que está al servicio de Dios para ayudarte a hacer el bien. Pero, si te portas mal, es razón que
temas, pues no por nada está dotada de poderes eficaces. Como agente de Dios, la autoridad
imparte justicia y castiga al malhechor. Es preciso, por tanto, que acatéis la autoridad, y no sólo
por miedo al castigo, sino como un deber de conciencia» (edición de La Biblia interconfesional.
Nuevo Testamento).

216
el mismo significa participar en un orden providencial querido y preestablecido por
el mismo Dios.
¿Qué sentido tiene exactamente esta doctrina? A pesar de que las palabras de San
Pablo son claras y terminantes, no es fácil determinar su significado concreto.
Nótese que no se dice a quién corresponde el poder ni se nos ilustra demasiado
acerca de la naturaleza del poder ejercido por unos hombres sobre otros. El pasaje
en cuestión no explica de qué modo se ha constituido el poder y ha venido a
concentrarse en este o aquel titular, limitándose a afirmar que el cristiano debe ver
en el poder algo que no es puramente humano y que trasciende a los mismos que
lo ejercen, algo que lo reviste de un carácter particular, que es la autoridad. Por
consiguiente, en el pasaje de la Epístola a los Romanos se contiene una doctrina acerca
del carácter sagrado de la autoridad, no una doctrina sobre la divinidad del poder
en sí mismo. La distinción es de capital importancia, tanto desde el punto de vista
de tesis más antiguas como de otras más recientes. La antigüedad había conocido
y practicado ampliamente la divinización del poder. Importada de Oriente, la
deificación del gobernante llegó a ser una institución fundamental de las
monarquías helenísticas, y más tarde del Imperio romano. Y fue contra esta
doctrina pagana contra la que el cristianismo se mostró claramente antitético, de
modo semejante a como en tiempos más recientes se opondrá, con no menor
firmeza, a la divinización del Estado. Para la doctrina cristiana el poder no está
vinculado a la divinidad sino de manera refleja; lo que procede de Dios no es el
poder en sí mismo, sino la autoridad con la que el poder está investido. La
autoridad —incluso etimológicamente— es un atributo, un carisma, un don, no
una cualidad intrínseca del poder o del titular del mismo. Como dice un emperador
cristiano, Justiniano, el autor, el dispensador de la autoridad es sólo Dios: Deo
Auctore nostrum gubernantes Imperium, quod nobis a Caelesti Maiestate traditum est («Por la
gracia de Dios, gobernando Nos este imperio que Nos encomendó la Majestad del
Cielo»).2
La doctrina del carácter sagrado de la autoridad, fundamental en la visión política
cristiana, se presta, sin embargo, a las interpretaciones más diversas; diversidad que
se hace patente, sobre todo, en el contraste entre la interpretación propia del
cristianismo medieval y la del cristianismo antiguo. En éste prevalece, por varias
razones, la tendencia a interpretar el pasaje paulino en un sentido que podríamos
llamar absolutista, poniendo el acento sobre la pro-

2. Digesto, Preámbulo, trad. citada.

217
videncialidad del poder, que, en ese terreno providencial, ha de aceptarse
cualquiera que sea la forma de manifestarse. La sanción divina no está
condicionada por el uso que se haga del poder: bueno o malo, todo poder procede
de Dios. De donde se sigue que incluso el poder malo debe ser pacientemente
soportado mediante la obediencia pasiva, que, si bien puede en ocasiones negarse
a obedecer, siempre será obediencia en cuanto se somete a las consecuencias
derivadas de tal negativa. Esta interpretación está influida, en parte, por la
mentalidad política dominante en el Imperio romano tardío, donde el principio del
carácter sagrado de la autoridad llega incluso a combinarse con ciertas
supervivencias del antiguo culto imperial, como atestigua, por ejemplo, el uso por
parte de emperadores que ya son cristianos de fórmulas como riostra divinitas,
divinum verbum, sacratae leges. Pero la interpretación que nos ocupa responde también,
y sobre todo, a la influencia de un radical pesimismo acerca de la vida y de las
instituciones políticas. Es el pesimismo que, como dijimos, penetra la visión
agustiniana de la historia y que, posteriormente, alcanza su máxima expresión en
Lutero, para quien los gobernantes y príncipes son el azote de Dios; y, en efecto,
los primeros reformadores protestantes dan del texto de San Pablo una
interpretación que no difiere sustancialmente de la del cristianismo antiguo.
Completamente distinta es la interpretación del texto paulino que prevalece en
otras épocas y que fue ilustrada con toda claridad por los escritores políticos
medievales. El punto de partida para esta nueva posición está en aquel inciso del
pasaje en el que se afirma que el titular del poder es ministro de Dios para el bien:
Dei minister est tibi in bonum. Estas palabras, conforme a este punto de vista, lejos de
afirmar el carácter divino de todo poder, quieren decir que el poder sólo procede
de Dios y la autoridad sólo es sagrada cuando procuran el bien o, como algunos
autores dicen, están fundados en la justicia. El camino para esta nueva
interpretación había sido iniciado ya por un autor de la Patrística, un autor que,
como romano versado en el Derecho, manejaba con precisión el lenguaje y las
sutiles distinciones jurídicas, San Ambrosio, quien distingue entre la ordinatio Dei y
la actio administrantis, entre lo que está ordenado por Dios y lo que es mera
ordenación humana. El uso que se haga del poder es lo que determina su carácter.
Sólo el munus, el cargo, procede de Dios, y sólo es ministro de Dios el gober-

3. San Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, V, 29, en Migne, Patrología Latina, volumen
XV, col. 1620-1621.

218
nante que haga buen uso del poder, qui bene utitur potestate.2.
Esta interpretación permitía distinguir entre la sanción divina de la autoridad y los
distintos aspectos históricos en los que el poder se manifiesta en concreto. En el
pensamiento medieval, el carácter sagrado de la autoridad aparece condicionado
por el ejercicio de la misma: más que fuente de derechos, es fuente de deberes. Al
mismo tiempo que el poder político se circunda de un halo religioso, se delimita
su acción en el sentido de una misión bien definida. Fácil es suponer las
posibilidades que se abrían por este camino. En el polo opuesto de la doctrina de
la obediencia pasiva —y sin contradecir del todo, sin embargo, el texto paulino, e
incluso apoyándose en el mismo— los autores cristianos medievales, a los que
siguieron otros de siglos posteriores, elaboraron una doctrina sobre la licitud e
incluso obligatoriedad de la resistencia. Si el ejercicio del poder constituye una
función, un fin que cumplir, a la realización del mismo corresponde, de parte del
súbdito, el deber de obediencia; pero éste cesa en el momento en que dicho fin no
se realiza. Porque no puede admitirse que un poder proceda de Dios, y, por tanto,
deba ser obedecido, por el mero hecho de su existencia fáctica; o que una persona
esté investida del carisma de la autoridad por el simple hecho de que detente el
poder.
Esta última observación es importante a los efectos de distinguir la doctrina del
carácter sagrado de la autoridad de otra doctrina con la que en ocasiones se la
confunde: la doctrina del «derecho divino» propiamente dicha. Si con tal expresión
se quiere designar, simplemente, el carácter providencial que el poder tiene, como
hemos visto, en la concepción cristiana, no habría que objetar nada al empleo de
la misma. Pero, tal como suelen usarla los historiadores, la expresión «doctrina del
derecho divino» posee de ordinario un alcance más restringido, y con ella se
acostumbra a designar una doctrina que, aunque ya aparece en la Edad Media, no
llegará a su pleno desarrollo y completa formulación hasta el comienzo de la Edad
Moderna. La apelación al «derecho divino» encierra en esta doctrina una triple
significación: a) la exaltación de la monarquía como la mejor e incluso la única
forma de gobierno sancionada por Dios; b) la reivindicación de un poder absoluto
para el monarca, que sólo a Dios debe dar cuenta de sus acciones, pudiendo exigir
a los súbditos una obediencia incondicionada, y c) la afirmación de que el monarca
«legítimo» ostenta un derecho inalienable e independiente de la voluntad de los
súbditos (por lo que en esta doctrina tiene suma importancia el principio de
«legitimidad dinástica», es decir, la idea de un derecho al poder derivado del hecho
del na-

219
cimiento).
Considerando cada uno de estos tres aspectos de la doctrina del «derecho divino»,
se comprende fácilmente que proporcionara la base ideológica al absolutismo
monárquico, como la doctrina de la soberanía le ofreció el fundamento legal. Al
igual que toda ideología, respondió a las necesidades de una época. Formulada por
primera vez en todos sus aspectos por Jacobo I de Inglaterra,4 fue posteriormente
adoptada por Bossuet5 —por citar sólo algunos de sus máximos representantes—
y perduró hasta el Congreso de Viena, sobreviviendo aún hoy en ciertos tardíos
adalides del «legitimismo». Es fácil comprender, por otra parte, las razones por las
que la doctrina en cuestión no está necesariamente vinculada con la del carácter
sagrado de la autoridad y conduce a conclusiones completamente diferentes de las
de ésta.
La primera idea implicada en la doctrina del derecho divino es, como se ha dicho,
la de la excelencia de la monarquía sobre cualquier otra forma de gobierno, en
cuanto que es una institución ordenada por Dios. Indudablemente, esto no se dice
en el pasaje de la Epístola a los Romanos, ni la idea de que todo poder procede de
Dios conduce necesariamente a la monarquía teocrática. La prevalencia de la
monarquía y la preferencia por ésta en determinadas épocas no son sino el
resultado de particulares circunstancias históricas y políticas. En la Edad Media, tal
preferencia estaba incluso respaldada por argumentos religiosos y filosóficos,
como, por ejemplo, el paralelo observado por algunos autores entre la función del
rey en su reino y la de Dios con respecto al universo, argumento utilizado por
Santo Tomás y por Dante.6 Además, el carácter sagrado de la autoridad parece
manifestarse mejor y con más fuerza en el gobierno de un solo hombre que en el
de muchos, siendo posible incluso en aquel caso plasmar la autoridad en formas
tangibles recurriendo a instituciones especiales e «investiduras» de carácter
simbólico y carismático. Grandes ceremonias litúrgicas, como las de la unción y la
coronación del rey, eran dispuestas por la Iglesia para patentizar dicho carácter
carismático y, al mismo tiempo, con el fin de subrayar la estrecha relación entre el
poder espiritual y el temporal y la dependencia de éste respecto de aquél.

4. Sus obras pueden consultarse en la excelente edición de Mcllwain, The Political Works of James
I, Cambridge, Massachusetts, 1918.
5. Politique tirée des propres paroles de l'Écriture Sainte, II-VI.
6. SANTO TOMÁS, De Regimine Principum, I, 2; Summa Theologica, I, q, CIII, 3; Summa contra
Gentiles, IV, 76; DANTE, Monarchia, lib. I, caps. 7 y 8.

220
Pero, con todo, la tesis de la primacía de la forma monárquica no puede deducirse,
sin más, de una doctrina que, esencialmente, se limita a afirmar que todo poder
legítimamente constituido posee un carácter sagrado, es decir, un elemento que no
se resuelve en la sola voluntad humana, sino que deriva de un principio
trascendente, de una sanción divina. Que esta doctrina haya podido subsistir
incluso cuando las monarquías han periclitado, es prueba de la disociación
producida entre las dos concepciones a lo largo de la historia. El principio del
carácter sagrado de la autoridad y del deber de obediencia ha sobrevivido a la teoría
del derecho divino, de la que durante siglos pareció ser el corolario. Quien quiera
convencerse de ello no tiene sino que reflexionar sobre la enseñanza actual de la
Iglesia católica, que inculca el respeto a la autoridad y no duda en aceptar como
válida cualquier forma de gobierno con tal de que respete los derechos de Dios y
de la Iglesia.
Tampoco la segunda de las ideas contenidas en la doctrina del derecho divino —
la atribución al monarca de un poder absoluto— constituye una consecuencia
lógica e inevitable del principio de que todo poder procede de Dios. Ciertamente,
tal principio fue interpretado en los primeros siglos en un sentido próximo al de
los modernos teóricos del absolutismo, hablándose de obediencia pasiva y de
poder responsable sólo ante Dios y llegándose incluso a ver en el príncipe no ya al
«ministro de Dios», sino nada menos que al vicarius Dei. Pero la interpretación que
la Edad Media elaboró de la doctrina del carácter sagrado de la autoridad basta
para demostrar que dicha doctrina no estaba necesariamente vinculada ni a la tesis
de la obediencia pasiva ni a la de un poder absoluto e irresponsable del gobernante.
Al contrario: al afirmar la licitud e incluso el deber de la resistencia, el pensamiento
medieval rechazó resueltamente el principio de la irresponsabilidad del poder,
sometiendo su ejercicio a toda una serie de limitaciones no sólo de índole ética,
sino de concreto carácter jurídico y constitucional. La idea del poder
constitucionalmente limitado, nota característica de la doctrina moderna sobre el
Estado, nacerá al correr de los tiempos, como hemos visto, a partir de dichas
limitaciones, y se afirmará precisamente como antítesis del absolutismo
monárquico.7
En cuanto a la tercera idea, que corona y completa la doctrina del derecho divino
—el principio de la legitimidad dinástica—, es, desde luego, totalmente extraña al
texto de San Pablo, represen-

7. Vid. supra, págs. 110-111, 114-115, 146-150.

221
tando un añadido relativamente reciente a la interpretación dada a aquella doctrina,
en el curso de los siglos, por los escritores políticos cristianos. Tal principio no fue,
por supuesto, desconocido para el pensamiento .político medieval, y aun adquirió
una creciente importancia al consolidarse las monarquías territoriales,
desarrollándose al compás de éstas: piénsese en las invectivas de Dante contra la
mala pianta y el sarcasmo con que habla de los sacrate ossa de la dinastía francesa.8
Por otra parte, el principio de la legitimidad dinástica deriva directamente del
Geblütsrecht germánico, de la idea de la superioridad de la sangre y de la especial
nobleza de una estirpe, que atribuye a ciertos hombres un auténtico y verdadero
derecho al poder. Contra esta tesis reaccionarán en diferentes épocas las más
diversas concepciones: ante todo, la ya presente en el pensamiento clásico y
renovada por la exégesis del texto paulino de la necesidad de una adecuada
correspondencia entre la persona y el cargo, entre el minister y el munus; y, en un
momento posterior, la teoría —implícita, como hemos visto, en la noción medieval
del Derecho y avalada por la obra de Justiniano— de que el último fundamento
del poder es la voluntad de toda la comunidad. Asistimos así a una verdadera lucha
entre los diversos criterios de legitimidad: el dinástico, el de la idoneidad y el
electivo. A este respecto es significativa la actitud de la Iglesia medieval, que jamás
ocultó sus preferencias por el principio electivo sobre el dinástico, no dudando
tampoco en oponerse, en un famoso caso, a la consolidación de la sucesión
imperial en una sola familia.9 La colusión de la doctrina de la Iglesia con el
legitimismo monárquico constituye, por tanto, un fenómeno ocasional y, por así
decirlo, periférico, sin que en ningún caso pruebe una interdependencia necesaria
de una y otro.
Podríamos, pues, concluir que la contribución esencial del cristianismo al problema
de la legitimación del poder es, en términos generales, una doctrina en torno a la
fuente última de éste y a la sanción divina que lo consagra como autoridad, pero
que, en definitiva, deja sin resolver el problema de cómo se constituye en concreto
ese poder. Apelando a una distinción escolástica, podríamos decir que tal doctrina
atiende a la forma, no al contenido del poder: formalmente, el poder en cuanto tal
(secundum suam formam) procede siempre de Dios; materialmente, salvo el caso
improbable de una directa investidura divina, no es sino una creación puramente

8. Purgatorio, XX, 43-60.


9. Decretal Per Venerabilem, de Inocencio III, 1202.

222
humana. Una y otra afirmación no son contradictorias, como fácilmente se
demuestra con sólo recordar la fórmula breve y concisa con la que
tradicionalmente ha sido traducida la concepción cristiana del poder y que ha
perdurado hasta nuestros días: la fórmula por la gracia de Dios, que se remonta a
Carlomagno (Karolus Dei Gratia Rex), y que todavía hoy puede verse grabada en las
monedas de algunos países europeos. En el siglo XIX, soberanos que reconocían
que el origen de su poder estaba en la voluntad popular no dudaron en invocar
dicha fórmula, y no por ello incurrían en contradicción. Un Napoleón III o un
Víctor Manuel II podían proclamarse reyes o emperadores «por la gracia de Dios
y la voluntad de la nación», sin que, al hacerlo, se separaran de la antigua tradición
a la que hemos venido refiriéndonos. El reconocimiento del carácter sagrado de la
autoridad no excluye, sino que, al contrario, exige la apelación a un principio
superior que la legitime. Excluida la derivación a partir de Dios, no quedan más
que dos posibles soluciones, que son las que examinamos en el capítulo siguiente.

Indicaciones bibliográficas

Para los textos paganos relativos a la divinidad del poder y los cristianos sobre el
carácter sagrado de la autoridad, es utilísima la antología de BARKER, From
Alexander to Constantine. Passages and Documents illustrating the History of Social and
Political Ideas, 336 B. C. -A. D. 337, 2.a ed., Oxford, 1959.
Sobre la teoría de la monarquía e instituciones conexas en la Edad Media, M.
BLOCK, Les rois thaumaturges, 2.a ed., París, 1961 (libro I, cap. 2 y Apéndice III); P.
E. SCHRAMM, A History of the English Coronation, Oxford, 1937, parte II; E. H.
KANTOROWICZ, The King's Two Bodies, ya citado.
Acerca del derecho divino de los reyes siguen siendo básicos tres bien conocidos
libros: A. FALCHI, Le moderne dottrine teocratiche (1600-1850), Turín, 1908; E
KERN, Gottesgnadentum und Widerstandsrecht im früheren Mittelalter, Leipzig, 1914; J.
N. FIGGIS, The Divine Right of Kings, 2.a ed., Cambridge, 1922.
La interpretación que hacemos en este capítulo del pasaje de San Pablo y de su
impacto en el pensamiento político cristiano difiere bastante de la de W.
ULLMANN en su obra, ya citada, Principies of Government and Polines in the Middle
Ages. Nuestro propio punto de vista y la disensión respecto del de ULLMANN
están expuestos

223
en la recensión que hicimos del libro en la «Rivista Storica Italiana», vol. LXXV
(1963). Aquí basta con decir que nuestra mayor discrepancia está en que dicho
autor considera la monarquía teocrática directamente vinculada con el texto
paulino y como manifestación de una «concepción descendente del gobierno y del
Derecho», diametralmente opuesta —y, por tanto, incompatible— a la
«concepción ascendente» del origen humano o popular del poder.

224
CAPÍTULO QUINTO

FUERZA Y CONSENTIMIENTO

La afirmación de que el poder tiene un origen humano puede encerrar dos sentidos
distintos: o bien quiere decir que un hombre o un grupo de hombres tiene derecho
a ejercer el mando con exclusión de todos los demás, o bien que tal derecho no
pertenece a ningún hombre en particular, sino que corresponde potencialmente a
todos y cada uno de ellos. Esta alternativa parece dividir el pensamiento político
en dos bandos y, al decir de Mosca, sitúa como adversarios irreconciliables «el
principio aristocrático y el democrático, en el presente y en el porvenir». La tesis
que nos proponemos sostener —volviendo sobre algo ya apuntado
anteriormente—1 es que el principio aristocrático, esto es, la afirmación de que los
hombres no son iguales, sino desiguales, no puede ofrecer una legitimación del
poder y que, contra lo que se cree ordinariamente, el postulado fundamental de la
relación política es la igualdad y no la desigualdad.
Al hablar de la desigualdad, es inevitable y casi espontáneo recordar a Aristóteles,
pues la doctrina de la desigualdad «natural» de los hombres constituye —junto con
la del carácter natural de la vida política y como corolario de ella— la pieza clave
de la Política aristotélica. Decir que los hombres son desiguales por naturaleza no
significa sólo afirmar que tal desigualdad está atestiguada por la experiencia, sino
también que la diversidad y la diferenciación son intrínsecas a cualquier conjunto
social en cuanto todo integrado de partes. «En todos los casos —dice Aristóteles—
en que hay un conjunto constituido por más de una parte pero formando una sola
entidad unitaria..., pueden descubrirse un elemento dominante y un elemento
dominado.» Por tanto, si «la naturaleza ha hecho distin-

225
tos a uno y otro y con fines igualmente diferentes..., es necesario, para que el
consorcio humano se conserve, que haya una relación entre quien por disposición
natural es apto para el mando y quien lo es para la obediencia. El ser dotado de
inteligencia y previsión es dominador y señor por naturaleza; el que, por sus
condiciones naturales, es apto para realizar lo que el otro manda, está destinado a
servir». En virtud de estas premisas, Aristóteles justifica, como es sabido, la
institución de la esclavitud, aunque con la importante reserva de que su existencia
de hecho pueda no corresponder a las «disposiciones naturales», pues «hay algunos
que son esclavos intrínsecamente y en todas partes y otros que en todas partes e
intrínsecamente son libres».
¿Qué papel juega en Aristóteles, exactamente, la desigualdad entre los hombres en
las relaciones políticas y qué importancia reviste en cuanto a la determinación de
la naturaleza del poder? Se ha dicho anteriormente2 que Aristóteles menciona
expresamente el caso de individuos que «son absolutamente superiores a otros» y
a quienes debe prestarse obediencia porque «en ellos hay una ley». Este caso puede
darse respecto de una sola persona, o de varias, o incluso de una familia o raza, si
bien Aristóteles pone buen cuidado en advertir que tal caso es excepcional y que
situaciones de ese tipo están totalmente fuera de lo común, siendo lo normal la
situación contraria, a saber, que los hombres vivan en condiciones de igualdad
aproximada, puesto que la polis es una asociación de hombres libres, no de esclavos
y señores, y «debe tender a estar compuesta por elementos que sean iguales y
homogéneos entre sí lo más posible». Por consiguiente, el concepto de ciudadanía
está ligado, en Aristóteles, al de igualdad: «Son ciudadanos, en el sentido usual del
término, todos los que en la vida ciudadana tienen, a la vez, condiciones para
mandar y para obedecer.» De aquí que el problema principal de la política sea,
precisamente, el de cómo gobernar mejor a esos hombres libres e iguales, a esos
«ciudadanos» igualmente aptos para el mando y la obediencia; y, con vistas a ello,
Aristóteles sugiere diversos esquemas prácticos que expone amplia y
minuciosamente en el libro IV de la Política. Pero lo que nos importa subrayar aquí
es que, para Aristóteles, el vínculo político es, sin duda, un vínculo entre iguales,
no entre desiguales.
Se trata, desde luego, de una igualdad que brota, por decirlo así, de la desigualdad
y que la presupone, porque no sólo quedan ex-

226
cluidos de la dignidad de ciudadanos los esclavos, sino también todos cuantos
realizan trabajos serviles, como los menestrales y labradores, que proveen a la polis
de los productos básicos necesarios para su desenvolvimiento. Participar de la vida
ciudadana, por tanto, está reservado a unos seres afortunados, aunque, desde luego,
los tales deben ser aproximadamente iguales en capacidad y aptitudes. Parece como
si la relación política fuera para Aristóteles una señal distintiva, y como si el criterio
de igualdad fuera lo que diferenciara el poder político de cualquier otra forma de
poder. Porque, en efecto, el poder que se ejerce sobre seres que son esclavos es
distinto del que se ejerce sobre los libres, ya que el primero es el poder de un amo
(poder despótico), mientras que sólo el segundo es auténtico poder político. Por
eso este poder político es un signo de distinción reservado a los pueblos civilizados,
a los griegos, no a los bárbaros, los cuales, por su condición servil, sólo son aptos
para ser gobernados por regímenes despóticos, no estando preparados en ningún
caso para un pleno desarrollo de la vida política. Orgullosa distinción ésta que
veremos repetida a través de los siglos, como en San Gregorio Magno, autor
romano y cristiano, que establece la diferencia entre el poder del emperador, que
es señor de hombres libres, y el de los reyes bárbaros, que son dueños de esclavos;
o como, andando los siglos, en Montesquieu y Burke, quienes exaltan y elogian el
«espíritu de libertad» que ha configurado el modo de ser europeo, en contraste con
el despotismo que ha esclavizado y degradado a las naciones orientales.
Seguramente hay en estas actitudes, más que la simple afirmación de una
superioridad racial, una profunda intuición de lo que es la verdadera naturaleza del
poder político y de la función que desempeñan la igualdad y la libertad en la
configuración de éste.
Pero la doctrina que habría de dominar en el pensamiento político occidental no
sería la aristotélica, sino otra radicalmente distinta, que, en total antítesis con la
doctrina de la «desigualdad natural», afirma la «igualdad natural» de todos los
hombres. A pocos siglos de distancia de Aristóteles, filósofos, teólogos y juristas
estarán de acuerdo en proclamar que quod ad ius naturale attinet, omnes homines aequales
sunt.3 A este respecto dice Carlyle que «no hay en toda la teoría política un cambio
tan sorprendente y tan total como el que se produce de la tesis aristotélica a la
actitud filosófica posterior, representada por Cicerón y Séneca. Frente a la doctrina
de

3. Digesto, I, 17, 32.

227
Aristóteles de la desigualdad natural de la naturaleza humana aparece la teoría de
la igualdad natural de esa naturaleza... Ahí está el origen de la tesis sobre la
naturaleza humana y la sociedad que encontró su expresión moderna en el lema de
la Revolución francesa: Libertad, Igualdad y Fraternidad». Esta conocida opinión
de Carlyle —la continuidad de pensamiento desde la época inmediatamente
posterior a Aristóteles hasta nuestros días— ha sido abiertamente combatida,
aunque es, desde luego, de mucho peso; pero no pretendemos aquí discutir una
vez más su validez, que, por otra parte, ya hemos tenido ocasión de examinar y
comentar ampliamente en otros lugares.4 Lo que nos importa ahora es depurar el
significado político del principio de igualdad y establecer su exacta incidencia en la
determinación del fundamento del poder, cuestión que nos parece tanto más
importante cuanto que vivimos en un mundo construido sobre el «principio
democrático», es decir, sobre el supuesto de que, en lo tocante a la relación política,
la igualdad es la regla. Resulta imprescindible aclarar ese supuesto para poder
averiguar si hay algo así como una «legitimidad democrática», esto es, un sistema
de valores capaz de ofrecer una justificación de la democracia, cuando no de
construir un mundo seguro de una vez para siempre.
Por lo que se refiere al significado del principio de igualdad, sorprende que haya
dado lugar a tantas dudas y discusiones, pues debería ser obvio que se trata de un
principio que no es susceptible de verificación empírica ni puede confirmarse
apelando a los hechos. Si algo enseña la experiencia es que los hombres no son
iguales, sino desiguales, y que también lo son en la esfera política, donde unos
mandan y otros obedecen, unos tienen poder y otros no. Lo primero que hay que
puntualizar, por consiguiente, es algo tan simple como esto: que el principio de la
igualdad entre los hombres, referido al terreno político, no es una proposición
descriptiva, sino normativa, es decir, una afirmación acerca de una regla a adoptar y
una dirección a seguir, no acerca del estado de cosas existente. A nuestro juicio,
esto es, precisamente, lo que subyace en las formulaciones más antiguas del
principio de la igualdad entre los hombres, aludidas en expresiones como «por
naturaleza» o «natural», que indicaban claramente el carácter normativo del
principio y que concebían las desigualdades como algo «contrario a la naturaleza»

4. La filosofía política medievale, parte I, cap. 2; La dottrina del diritto naturale, caps. 1-3.

228
o infravaloraban el hecho mismo de la desigualdad como irrelevante desde el punto
de vista normativo y en relación con las nuevas perspectivas que descubría. El
aserto de que, conforme al Derecho de la naturaleza o de la razón, todos los
hombres son iguales, no se entendió nunca en el sentido absurdo de que los
hombres son, o pueden ser, iguales en todos los aspectos y en todas las cosas; al
contrario, lo que quiere decirse es, simplemente, que ciertas desigualdades
sancionadas por la sociedad son injustas y que, en cualquier caso y a pesar de ellas,
todos los hombres pueden exigir ciertos derechos que el Derecho de la naturaleza
o de la razón les confiere en cuanto hombres. De modo muy semejante, algunas
Constituciones modernas consagran el principio de igualdad al establecer que
todos los ciudadanos tienen idéntica dignidad humana y son iguales ante la ley «sin
distinción de sexo, raza, lengua, religión, opiniones políticas o condiciones
personales o sociales».5 El principio de igualdad tiene aquí un valor esencialmente
polémico, opuesto a toda «discriminación», un valor más negativo que positivo, y
ése es el sentido que siempre ha tenido cuando no haya pretendido afirmar algo
tan absurdo como que los hombres son iguales en todo y por todo, fungibles
numero, pondere et mensura.
Si esta observación es correcta, podemos explicarnos el que la idea de igualdad
haya podido mostrarse, por un lado, como bastante menos corrosiva de las
estructuras sociales de lo que suele creerse, al tiempo que, de otra parte, ha sido un
poderoso fermento de cambio y de progreso en el terreno de la política. Así, vemos
cómo la esclavitud y otras desigualdades sociales perduraron por largo tiempo aun
después de que la idea de la igualdad de los hombres hubo alcanzado general
aceptación. Pero también apreciamos a lo largo de la historia la tendencia a
disminuir la importancia de tales desigualdades e incluso a suprimirlas o, al menos,
a no considerarlas como una radical incapacidad para cuanto es propio del hombre.
De esto a exigir que tales desigualdades no fuesen tenidas en cuenta a efectos
políticos no había más que un paso, el cual se dio con sorprendente facilidad al
aparecer un nuevo tipo de poder: el poder centralizador e igualatorio del Estado
moderno. La soberanía, como sabemos,6 implicaba una igualdad formal entre
todos los sometidos a ella. Era cuestión, simplemente, de transformar la sumisión
en participación, y ello se efectuó al aumentar el número

5. Art. 3.° de la Constitución italiana de 27 de diciembre de 1947.


6. Vid. supra, parte II, cap. 5.

229
de los participantes en la vida política. Se necesitaron siglos para que este paso
fuera dado, pero es consolador pensar (aunque pueda sonar un poco retórico) que
nunca se marchitó en Europa el ideal de hacer de cada hombre un ciudadano, ideal
que Roma persiguió y que la hizo acreedora del elogio del poeta: urbem fecisti quod
prius orbis erat.1
Es un hecho que aquel «signo de distinción» —vida política como sociedad en
igualdad y libertad— que los griegos negaron a algunos hombres y no quisieron
reconocer en otros pueblos, se ha ido extendiendo a casi todos los hombres y en
casi todos los países. Pero ello no se ha producido porque los hombres, de repente,
hayan descubierto que son iguales, sino porque se han convencido de que pueden
llegar a serlo mediante la abolición de los privilegios y la creación de instituciones
libres y democráticas. El principio de igualdad no es afirmación de un hecho, sino
expresión de una elección, reivindicación de un valor que se remonta a los orígenes
de nuestra civilización y del que no podemos renegar sin renunciar a ser nosotros
mismos.8

7. C. Rutilius Namatianus, De reditu suo, I, 66: «hiciste una ciudad de lo que antes era un mundo»
(N. E.).
8. Como confirmación de la interpretación que aquí proponemos del principio de igualdad,
transcribimos la opinión de uno de sus mayores apóstoles, Abraham Lincoln, que explicaba así
el significado de la afirmación del principio contenida en la Declaración de independencia de su país:
«Yo creo que los autores de aquel gran documento querían referirse a todos los hombres, pero
no pretendían decir que los hombres son todos iguales bajo todos los puntos de vista. No querían
decir que todos los hombres son iguales por el color de la piel, la estatura, la inteligencia, el
desarrollo moral o la capacidad social, sino que definieron con suficiente claridad bajo qué
aspectos consideraban que los hombres fueron creados iguales: iguales en ciertos derechos
inalienables, entre los que se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Esto es
lo que dijeron y esto pensaban. No pretendieron afirmar algo tan evidentemente falso como que
todos los hombres disfrutaban ya en aquel momento de tal igualdad ni que estuviesen a punto
de otorgársela, lo cual, por otra parte, no habrían podido hacerlo. Simplemente, pretendían
declarar un derecho de modo que su reconocimiento pudiese hacerse tan pronto como las
circunstancias lo permitieran. Pretendían establecer una máxima fundamental para una sociedad
libre, máxima que pudiese llegar a ser familiar a todos y por todos reverenciada, teniéndola
siempre presente, siguiéndola de continuo y acercándose a ella constantemente aunque nunca
pueda ser alcanzada del todo, difundiendo así y profundizando continuamente su influencia y
aumentando la felicidad y el valor de la vida para toda la gente de cualquier color y en cualquier
parte.»

230
Estrechamente vinculada con la idea de igualdad está la cuestión de la incidencia
que la misma haya podido tener sobre el fundamento del poder. También en este
aspecto ha actuado el principio de igualdad como eficaz acicate, moviendo a los
teóricos políticos a buscar una legitimación del poder capaz de justificar las
desigualdades propias de la relación política, pero manteniendo intacta la exigencia
(normativa) de la igualdad. Las soluciones que se ofrecían eran muchas, y a algunas
de ellas nos hemos referido ya al tratar de la doctrina del carácter convencional de
la vida política —con la que estaba estrechamente ligado el principio de igualdad—
y de las diferentes teorías propuestas para explicar el tránsito desde las condiciones
«naturales» a las actuales de la humanidad. Pero hay, entre todas, una afirmación
que puede decirse que tiene el sello inconfundible del principio igualitario: para que
las diferencias y las desigualdades que existen de hecho, y son, incluso, inevitables
en la vida social, puedan considerarse legítimas es necesario que sean reconocidas
y aceptadas, o, más exactamente, consentidas. Si no se da tal reconocimiento o
aceptación, el poder, privado de consentimiento, que el hombre ejerza sobre el
hombre equivaldrá a una pura relación de fuerza, por más que responda a una
mayor habilidad o aptitud para el mando que pueda tener un hombre o un grupo.
Como observa Hume, «el sultán de Egipto o el emperador de Roma podían
conducir como a bestias, contra sus propios sentimientos e inclinaciones, a
aquellos de sus súbditos que eran inofensivos; pero, por lo menos, tenían que
gobernar a sus mamelucos o a su guardia pretoriana como a hombres con opinión».
En este punto puede caber la duda de si la cuestión se plantea no tanto acerca de
la relación entre igualdad y desigualdad cuanto respecto de la función que la fuerza
y el consentimiento desempeñan en el poder.
Ahora bien, la afirmación de que el poder se basa en el consentimiento puede tener
dos sentidos muy distintos. Puede describir, simplemente, lo que se da en la
realidad cuando el poder está efectivamente establecido, pues, como diría Hume,
hasta el gobierno más despótico se funda en último término en la aceptación,
aunque sólo sea la aceptación de un puñado de hombres. Pero puede también
querer expresar que el consentimiento debe considerarse como el único y solo
medio de justificar lo que, en otro caso, sería el resultado de la mera fuerza; a saber:
las desigualdades inherentes a las relaciones sociales y políticas. Ambas
interpretaciones se han dado en el largo desarrollo de la teoría política de
Occidente, al compás del cambio producido en la manera de concebir el consen-

231
timiento. Ya hemos comentado páginas atrás9 la importancia que la idea del
consentimiento tuvo en la Edad Media. Sus implicaciones, como sabemos, fueron
durante mucho tiempo más jurídicas que políticas. No había nada de
revolucionario en la afirmación de que el Derecho trae su fuerza del hecho de su
aceptación por todos aquellos a los que se dirige. Las líneas características de la
teoría democrática moderna sólo aparecerán cuando la noción de consentimiento
acabe por asociarse con la idea de que todos los hombres tienen derecho a
participar en la erección y ejercicio del poder. Donde mejor se aprecia este cambio
de perspectiva es, sin duda, en el uso habilidoso —y, en muchos aspectos,
perverso— que Locke hace, en el Segundo tratado sobre el Gobierno civil, de unas
cuantas citas de Hooker, un autor al que justamente considera como representante
del pensamiento tradicional.10 Lo que durante siglos fue admitido como verdad
incontestable, que los hombres son potencialmente iguales y que el consentimiento
es la única convalidación admisible del poder, se convirtió en una nueva e
imperiosa teoría del Derecho y del Estado. El gobierno fundado en el
consentimiento es el único gobierno legítimo, porque es el único que hace justicia
a los derechos fundamentales del hombre.
Estamos ya en condiciones de valorar adecuadamente el papel decisivo que la idea
de la igualdad humana ha jugado en nuestra historia. En efecto, reflexionando
sobre ella, no podemos dejar de sorprendernos por el hecho de que la doctrina de
la desigualdad fuera perdiendo tanto terreno entre nosotros. Lo perdió en Santo
Tomás, que, pese a aceptar en cuanto le fue posible el punto de vista aristotélico
sobre materia política, nunca pudo suscribir la afirmación de que la desigualdad
natural es suficiente para justificar el poder del hombre sobre el hombre. 11 Y lo
perdió también —lo cual es más significativo todavía— en la época en que
comenzaba la ex-

9. Parte II, cap. 4.


10. He aquí sólo dos muestras de cómo Locke altera por completo el pensamiento de Hooker:
la igualdad es para Hooker fuente de deberes, no de derechos; y el consentimiento es la expresión
de la existencia «corporativa» de la sociedad, no de la voluntad individual. Por supuesto, el
palmario falseamiento que Locke hace de Hooker estriba en presentarle como un precursor de
su teoría del contrato social.
11. Para Santo Tomás, como para todos los autores cristianos, la desigualdad no justifica la
esclavitud, sino que ésta es consecuencia del pecado. Lo cual proporciona una sólida
fundamentación del poder, poniendo la legitimación en una de las dos únicas vías que admite
Santo Tomás: o una investidura desde arriba (auctoritas superioris), o desde abajo (consensus
subditorum).

232
pansión ultramarina de Europa, cuando la tesis aristotélica de la superioridad
natural podía ofrecer un espléndido argumento en favor del derecho de las
naciones europeas a conquistar y someter el mundo recién descubierto. 12 Sólo en
tiempos relativamente recientes ha sido abiertamente discutida la idea de la
igualdad humana como manifestación tradicional del pensamiento político, pero
entendemos que no es demasiado difícil defenderla teniendo en cuenta todos los
argumentos que hasta aquí hemos aportado.
Dejamos a un lado, por supuesto, la forma extrema del antiigualitarismo que es el
racismo, puesto que en modo alguno puede ofrecer una justificación del poder: al
mismo tiempo que reclama para ciertas razas o naciones el derecho a dominar,
rechaza como irrelevante todo reconocimiento de ese derecho a aquellos a quienes
se impone tal dominio; y así, abierta o encubiertamente, viene a afirmar que la
fuerza es el único factor que importa en política. Por fortuna, esta doctrina no ha
alcanzado el suficiente arraigo como para asegurar su triunfo en Europa, aunque
sí ha conseguido encender en llamas nuestro viejo continente. El racismo es una
teoría totalmente ajena a la tradición política de Occidente. Como Tocqueville
escribía a Gobineau después de haber leído su ensayo sobre las desigualdades de
las razas humanas, «entre sus teorías y las mías media todo un universo intelectual».
Pero hay otra versión del antiigualitarismo cuya posición es más sutil e insidiosa y
que, precisamente por ello, exige una mayor atención. Nos referimos a la teoría de
las élites, que, comenzando por constatar las desigualdades existentes en la sociedad,
acaba por ser una justificación de las mismas al destacar la «superioridad» y los
«méritos» de quienes pertenecen a la clase dominante o élite. Pero los mantenedores
de la teoría de las élites no están de acuerdo en cuanto a la explicación de cómo han
llegado éstas a constituirse y por qué caminos alcanzan o han alcanzado el poder
que detentan. Porque, en efecto, hay, como ha notado Bruzio, 13 dos únicas
alternativas: o que la élite sea impuesta, o que sea propuesta. En el primer caso, es claro
que no se trata de méritos o superioridades intrínsecas de la élite, sino de su
capacidad para hacerse con el poder, si fuese necesario por la fuerza. En la otra
alternativa —que es, obviamente, el caso que puede presentarse en las sociedades
moder-

12. La existencia de tal derecho fue solemnemente negada por la Junta de juristas y teólogos
españoles convocada por Carlos V en Valladolid en 1550.
13. Essenza e attualitá del liberalismo, Turín, 1945.

233
nas—, dado que esos méritos y superioridad se ofrecen al reconocimiento y
aceptación de aquellos sobre los que la élite ejercería el poder, hay así un punto al
menos en el que dominantes y dominados están en pie de igualdad. Ni en una ni
en otra versión ofrece la doctrina de las élites una tercera solución que venga a
añadirse al viejo binomio de fuerza o consentimiento. La desigualdad humana no
es justificación del poder; antes bien, es esa propia desigualdad la que necesita ser
justificada.
Pudiera, pues, parecer que el principio de igualdad, junto con la noción del
consentimiento como fundamento del poder, son los componentes esenciales de
la idea de legitimidad en el mundo moderno. Y, sin embargo, voces responsables
nos advierten que, aun reconociendo todos sus méritos, la igualdad no es bastante.
«Las naciones de nuestro tiempo —escribía Tocqueville como conclusión de su
famoso estudio sobre la democracia— no pueden influir sobre las condiciones de
los hombres para que éstos lleguen a ser iguales, pero de ellas depende el que el
principio de igualdad conduzca a la servidumbre o a la libertad, a la civilización o
a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria.» ¿No significa esto que la igualdad
tiene sus peligros y que el consentimiento no es suficiente garantía para la defensa
de los valores fundamentales de la democracia desde el momento en que se puede
consentir en cualquier cosa, incluso en no ser igual o libre para siempre? Al llegar
a este punto, el problema de la legitimación del poder se muestra desde una nueva
perspectiva y bajo una luz diferente. La atención ya no hay que dirigirla hacia el
origen del poder, sino hacia su ejercicio. De lo que se trata ahora es de atender a la
peculiar actuación del poder y a la manera como pueda asegurarse la libertad, que
es tan importante como la igualdad.

Indicaciones bibliográficas

ARISTÓTELES, Política, libro I, caps. 1-6 y esp. 1252a y b, 1254a, 1255a; libro III, 13, 1283b,
1284a, 17, 1288a; libro IV, 11, 1295b; y libro VII, 7; SAN GREGORIO MAGNO, Epístolas,
XIII, 34; SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comm. in quatuor libros Sentent. P. Lomb., 11, xliv, q. 2,
art. 2; Summa Theologica, I, q. 96, art. 4; Summa contra Gentiles, III, cap. 81; R. HOOKER,
Ecclesiastical Polity, I (1594), cap. 10; LOCKE, Second Treatise of Government (1689-90), §§ 5, 15, 74,
90, 91, 94, 134, 135; HUME, Political Essays (1741-42), iii, «Of the First Principies of
Government»; MONTESQUIEU, Esprit des Lois (1748), libro

234
XVII, cap. 6; BURKE, Reflections on the Revolution in France (1790); A. DE
TOCQUEVILLE, De la démocratie en Amérique, vol. II (1840), Conclusión;
Correspondance entre A. de Tocqueville et le Comte de Gobineau (1843-59), París, 1909; J.
A. DE GOBINEAU, Essai sur l'inégalité des races humaines, París, 1854; A.
LlNCOLN, Reply in the Alton Joint Debate, 1858; G. MOSCA, Il principio aristocrático
ed il democrático nel passato e nell'avvenire, 1902, actualmente en el volumen Partiti e
sindacati nella crisi del regime parlamentare, Bari, 1949.
Sobre la discusión en torno al concepto de igualdad debemos un especial
reconocimiento al capítulo «Justice and Equality» de la obra de S. I. BENN y R. S.
PETERS Social Principies and the Démocratie State, Londres, 1959.
Para un estudio de la historia de la idea de igualdad, vid. S. A. LAKOFF, Equality
in Political Philosophy, Cambridge, Massachusetts, 1964.

235
236
CAPÍTULO SEXTO

LA LIBERTAD NEGATIVA

¿Qué significa exactamente asignar al poder la libertad como fin? ¿Cómo y por qué
razones ha podido llegar a ser la realización de este fin uno de los más eficaces
principios de legitimación del Estado moderno? He aquí unas preguntas esenciales,
a las que en verdad no es fácil dar en breve espacio una respuesta segura y
exhaustiva, aunque siempre será posible fijar algunos puntos que puedan servir
para ilustrar y orientar nuestro juicio acerca de un tema cuya importancia no es
preciso ponderar.
Si contemplamos la historia, se diría que ésta no nos ofrece demasiados
argumentos para afirmar que el nacimiento del Estado moderno, está vinculado de
alguna manera a alguno de los varios conceptos que el hombre actual se forja de la
libertad. La «libertad del Estado» consiste para Hobbes, como sabemos, 1 en su
independencia. Y cosa no muy distinta es lo que Maquiavelo entiende por vivere
libero, que quiere decir, ante todo, ausencia de dominio extranjero, y sólo en un
sentido más restringido (en los Discursos más que en El Príncipe) oposición a la
tiranía.2 Lo cual, por otra parte, parece lógico, pues es obvio que el «príncipe
nuevo» difícilmente habría podido recurrir nunca a una ideología de tipo liberal
para justificar y consolidar su poder. Sin embargo, merece la pena detenerse un
momento a reflexionar antes de aceptar como definitivo este juicio, pues cabe
preguntarse si la misma exigencia del Estado fuerte, de la tutela y la garantía del
Derecho —que se manifiesta tan viva en los comienzos de la Edad Moderna y
contribuye a explicar el éxito y la fortuna alcanzados por el «principado nuevo»,
por las monarquías absolutas europeas—, no es ya por sí misma, y pese a

1. Vid. parte II, cap. 8.


2. Véase sobre este punto el glosario compilado por Walker como apéndice a su traducción
inglesa de los Discorsi (Londres, 1950), vol. II, tabla XVI.

237
todas las apariencias en contrario, una exigencia de libertad. Reléase atentamente,
al principio del capítulo XVII de El Príncipe, esta frase, una de las más famosas y
terribles de Maquiavelo: «César Borgia era tenido por cruel; y, sin embargo, esa
crueldad suya consiguió restaurar la Romana, unirla y restablecer en ella la paz y la
fidelidad.» Obsérvese cuáles son los fines cuya realización legitima, para
Maquiavelo, la conducta despiadada del príncipe nuevo: la unión, la paz, la
fidelidad. Se trata de bienes o valores que ya conocemos, puesto que son los
mismos invocados por Hobbes para demostrar la necesidad del paso desde el
estado de naturaleza al «estado civil»: el orden, la seguridad, la observancia de las
leyes.
Más significativa todavía es la relación que Hobbes hace de los beneficios que el
Estado asegura, en contraste con la infelicidad del estado de naturaleza. Donde
falta el Estado —escribe en uno de los pasajes más conocidos y bellos del
Leviathan—, «no hay posibilidad de que haya industrias por lo incierto de su
rendimiento; como consecuencia de ello, no hay tampoco trabajos agrícolas, ni
navegación, ni el provecho de las mercaderías importadas por mar; no existen
edificios cómodos, ni instrumentos para mover y transportar los objetos que
exigen el empleo de una gran fuerza, ni se da el conocimiento de la faz de la tierra,
ni el cómputo del tiempo; no se cultivan las artes, ni las letras, ni forma alguna de
sociedad; y, lo que es peor, se vive con un temor incesante y bajo la amenaza de
muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y
breve». Se nos ofrece así, como en un negativo fotográfico, la descripción de los
valores que, según Hobbes, se alcanzan en el Estado, y que son tanto materiales
como espirituales, es decir, los que con terminología moderna se conocen como
«valores culturales». Pero, en realidad, ¿qué son los valores de la cultura sino valores
de libertad?
Desde luego, el Estado de Maquiavelo y el de Hobbes no son el Estado liberal
moderno. El «príncipe» de aquél y el «soberano» de éste no conocen límites a su
poder; y si la libertad no es más que independencia, sólo ellos serán «libres», puesto
que su poder no está constreñido más que por la fuerza y su voluntad es ley
suprema. Sin embargo, tal poder y tal ley no van, de hecho, más allá de un cierto
punto, que no es otro que aquel más allá del cual impedirían el disfrute de los bienes
que son fruto de la seguridad y de la paz. La justificación de aquel poder y de
aquella ley está precisamente en esto: que gracias a ellos son removidos los
obstáculos que se opondrían a tal disfrute en el momento en que la seguridad y la
paz se deterioraran. «La libertad del súbdito —dice Hobbes— se ex

238
tiende... sólo a aquellas cosas que el soberano le tolera al regular sus acciones.» En
otras palabras, los ciudadanos solamente son libres en la esfera que no está regulada
por el Derecho: silentium legis, libertas civium. Llamemos a esta libertad por su propio
nombre, libertad negativa, pero con la condición de incluir a Hobbes, bajo este
aspecto, entre los autores liberales,3 pues él, el máximo teórico del absolutismo,
enumera entre las libertades que los súbditos tienen en esa esfera no regulada
jurídicamente «la libertad de comprar y de vender y, en general, de contratar los
unos con los otros; de elegir su residencia, su régimen de vida y su profesión; de
educar a sus hijos como tengan por conveniente, y otras cosas semejantes».
Libertad negativa: ésa nos parece la primera y más característica justificación del
Estado moderno cuando se pasa de considerar el problema del origen del poder a
atender al del ejercicio del mismo. Bajo el nombre de libertad negativa se
comprenderá, ante todo, la remoción de los obstáculos que se opongan al
desarrollo individual y el aseguramiento de una esfera de independencia que haga
posible tal desarrollo, que Hobbes considera como un fin atribuido al Estado. Pero
es evidente que tal libertad no podrá llamarse segura ni completa hasta que a esos
dos elementos no se agregue un tercero: la determinación del punto exacto donde
el poder debe detenerse, es decir, los límites de la acción del Estado. No deja de
ser paradójico, una vez más, que sea Hobbes quien puntualice este extremo, como
lo hace cuando analiza las condiciones para que las leyes sean «buenas» (porque,
como sabemos,4 las leyes pueden ser buenas o malas para Hobbes, aunque, por
definición, todas son «justas», ya que «no puede haber una ley injusta»). Entre esas
condiciones figura la de que las leyes sean «necesarias», pues entiende Hobbes que
no debe haber leyes que impongan restricciones o gravámenes innecesarios. «Dar
leyes... no es atenazar al pueblo para impedirle realizar toda acción voluntaria, sino
dirigir a los súbditos e impedirles que observen ciertas conductas, tales como
perjudicarse unos a otros por causas de sus personales deseos desenfrenados, de
su audacia o de su falta de discreción; de la misma manera que las vallas no se
ponen para detener a los caminantes, sino para mantenerles en el camino.» Esta
analogía entre las leyes y las vallas es muy elocuente. Leyes «buenas» son sólo, por
tanto, aquellas que

3. Según Leo Strauss, notable estudioso del pensamiento de Hobbes, el Estado de éste no sería
sino el Estado liberal in statu nascendi.
4. Vid. parte II, cap. 6.

239
resulten indispensables para asegurar la pacífica coexistencia de los hombres,
debiendo actuar como hitos que delimiten la esfera reservada a las decisiones del
individuo. Nos encontramos otra vez con el concepto de libertad negativa, si bien
ahora la noción es usada en cuanto patrón legal, en cuanto determinación de los
límites que el Estado no debe traspasar (aunque, por supuesto, para Hobbes nada
hay que temer en este punto). Locke utiliza la misma metáfora hobbesiana. Para él,
el gran mérito de las leyes y su misión específica es actuar a modo de vallas: «es un
error —dice— llamar impedimento a lo que no es sino una barrera que defiende
contra los precipicios y cenagales. Aunque pueda parecer lo contrario, la finalidad
del Derecho no es abolir o restringir la libertad, sino protegerla y extenderla...
Porque la libertad significa ser libre respecto de la presión y violencia de los otros,
lo cual no puede conseguirse donde no hay Derecho».
Locke fue, y sigue siendo hoy, el máximo teórico de esta libertad negativa, y puede
afirmarse que su Segundo tratado sobre el Gobierno civil no ha sido igualado —en cuanto
formulación acabada de la concepción liberal del Estado— más que, si acaso, por
otro libro clásico, el Ensayo sobre la libertad, de John Stuart Mill, que se limita a
replantear, actualizándolo, el problema de la defensa de la libertad individual contra
la interferencia de fuerzas sociales que eran desconocidas todavía en tiempos de
Locke. Común a ambos, y a todos los autores liberales, es la preocupación por
asegurar aquella esfera de independencia individual que Hobbes y toda la escuela
absolutista consideraban como graciosa concesión del soberano. Pero, en cambio,
uno y otro apelan a principios distintos a la hora de establecer los fines del poder
y los límites de la acción del Estado, pues mientras Locke recurre a los derechos
naturales del hombre, anteriores al Estado, inalienables e imprescriptibles, Mill
parte del principio de utilidad «entendido en el sentido más amplio», es decir, como
expresión de «los intereses permanentes del hombre en cuanto ser susceptible de
progreso». También se separan uno y otro al determinar el fin que el Estado debe
realizar. Para Locke, la razón de ser del Estado —o, para utilizar su propio lenguaje,
el objeto del «contrato social»— es la conservación de la vida, de la libertad y del
patrimonio, los tres «bienes» que engloba bajo el nombre único de «propiedad».
Mill, por su parte, ofrece una larga lista de libertades que deben ser respetadas y
que resume así: «Ninguna sociedad puede llamarse libre» si no se tutela «la única
libertad que merece este nombre, que es la de perseguir nuestro bien a nuestro
modo mientras no pretendamos privar a los otros del suyo ni impi-

240
damos sus esfuerzos por conseguirlo». A pesar de las diferencias que señalamos,
en ambos autores el criterio de legitimación del poder es la noción de libertad, pero
una noción negativa, claramente individualista, de libertad. El fin y, al mismo
tiempo, los límites de la acción del Estado vienen determinados por el único y solo
valor que debe realizarse y asegurarse, a saber, el desarrollo libre y sin trabas del
individuo. Se lleva así a sus últimas consecuencias aquel individualismo que estaba
ya presente en Hobbes cuando afirmaba que el «deber de obediencia de los
súbditos para con el soberano dura lo que dura el poder con el que aquél es capaz
de protegerles, y no más».
De acuerdo con cuanto hemos dicho, parecería lógico concluir que el concepto de
libertad negativa y la concepción liberal del Estado fundada sobre dicha noción no
son sino el producto de la particular ideología de una determinada época histórica.
Afirmación que se oye con frecuencia en nuestros días cuando se define la
concepción liberal del Estado como la típica expresión de la época que contempló
el triunfo de una clase y de una estructura social en la que la «libertad negativa»,
entendida como defensa a ultranza de la libertad individual, tenía que aparecer
necesariamente como el bien supremo. Ciertamente hay mucho de verdad en esto,
pues no puede olvidarse que el éxito de la doctrina de Locke correspondió,
históricamente, al advenimiento de la burguesía comercial en Inglaterra, lo mismo
que la concepción de Mill está ligada especialmente al apogeo del laissez faire y a los
principios liberales de la sociedad del siglo XIX. Mas como la definición del
liberalismo como «ideología burguesa» esconde con frecuencia una actitud
claramente polémica, cuando no decididamente hostil, parece conveniente afrontar
la cuestión en sus términos más generales y examinar hasta qué punto la
correspondencia entre una doctrina política y ciertas circunstancias históricas
puede valer como argumento para afirmar la relatividad y caducidad de aquélla, así
como para dudar de sus méritos y validez en un mundo cambiante y cada vez más
complejo como el que vivimos.
Para empezar, es preciso hacer una observación en relación con el carácter
«burgués» de la libertad negativa y de la concepción liberal del Estado, y es que,
aunque sean «ideologías burguesas», son desde luego muy distintas —en sus
afirmaciones e implicaciones— e incluso opuestas a la teoría de las élites de
gobierno, que también se considera como burguesa y que examinamos a su debido
tiempo. A diferencia de ella, el liberalismo clásico aparece ligado, lógica e
históricamente, al principio de igualdad humana, reclamó

241
siempre para todo individuo una igual participación en los derechos del hombre y,
lejos de ser una actitud reaccionaria o conservadora en relación con la estructura
social existente, fue un instrumento de progreso e incluso alentó la subversión
contra dicha estructura o, más exactamente, contra los privilegios y
discriminaciones que la misma implicaba.
Pero no es éste el único mérito de la teoría liberal del Estado. Su mayor mérito
estriba en haberse traducido en instituciones concretas que, todavía hoy,
constituyen el firme andamiaje del Estado moderno y que, lejos de aparecer
decrépitas, han demostrado ser capaces de adaptarse a las más radicales mudanzas
de la estructura social, cada vez con redoblado vigor, como si se fortaleciesen con
los ataques de sus enemigos, que intentan negarlas y destruirlas. Nos referimos a
las doctrinas de la división del poder, de la libertad religiosa, del Estado de
Derecho, que hemos examinado en otros lugares poniendo de manifiesto junto a
su origen histórico su significado ideológico y presentándolas como «ideologías»
relativas a los fines del Estado.5 Dichas ideologías han sido objeto de
formulaciones solemnes, pues las «declaraciones de derechos» que desde hace casi
dos siglos se acostumbra a poner al frente de las Constituciones de los Estados
modernos no son sino determinaciones de los fines y de los límites de actuación
del Estado. Estos «derechos de libertad» no han salido, como Minerva armada, de
la cabeza del hombre moderno, sino que detrás de ellos, como detrás de las
instituciones fundamentales del Estado liberal, hay toda una larga preparación que
profundiza sus raíces en la concreta realidad histórica del mundo occidental. Y
precisamente el hecho de que tales derechos hayan nacido, por así decirlo, del
mismo suelo que hoy nos nutre (ce beau systéme, dijo Montesquieu en una ocasión,
a eté trouvé dans les bois!) debería inducirnos a contemplarlos como una preciosa
conquista y no a considerarlos exclusivamente como algo inherente a una época
determinada y a una particular estructura social.
Es importante, por consiguiente, tener en cuenta, cuando se trata acerca de la teoría
política liberal, que la noción de libertad negativa no es producto exclusivo ni de
una teoría abstracta ni de condiciones sociales de épocas relativamente recientes.
Los «derechos de libertad» no son un producto exclusivo del racionalismo y del
iusnaturalismo modernos. Los «derechos de los ingleses», que ha-

5. Vid. parte II, caps. 7, 9 y 10.

242
brían de inspirar muchas Declaraciones de derechos de diferentes países, tienen
una larga historia y, antes de llegar a ser derechos «naturales», fueron derechos
«históricos». Conquistados a través de luchas seculares, quedaron consagrados en
documentos famosos, de los que la Magna Carta Libertarum —concedida por Juan
sin Tierra a sus Barones en Runnymede, en 1215— no es más que el primero en
el tiempo. Histórica y jurídicamente, la Carta Magna es una típica «carta de
franquicias» medieval que no consagra la «libertad» en sentido moderno sino
privilegios feudales; pero los consagra de tal suerte que permitiría interpretarlos en
un sentido moderno. Así, por ejemplo, la afirmación de que el Rey no puede
imponer tributos superiores a los pactados nisi per commune Consilium regni, que se
transformará en el principio de que todo impuesto debe ser autorizado por el
Parlamento; así también el principio conforme al cual los «hombres libres» deben
ser juzgados por sus «pares» y «según la ley del país», que se convertirá en el
postulado de la garantía de la justicia penal (prohibición de detenciones arbitrarias,
institución del jurado, due process of law); así, finalmente, la libertad de entrar y salir
del reino a voluntad, la «libertad» de la Iglesia, etc.
El siglo XVII será el siglo de las grandes enunciaciones de los derechos de los
ciudadanos británicos, pero tales declaraciones no tienen carácter abstracto ni
universal. Al contrario, encontramos esos derechos afirmados todavía como
«históricos», es decir, como ya existentes y sancionados en el pasado y ahora
solemnemente reafirmados y garantizados. Entre tales reafirmaciones y garantías
recordemos la Petition of Rights de 1628, presentada por el Parlamento a Carlos I y
aceptada por éste sólo después de tenaz resistencia, que somete el poder del
monarca a concretas limitaciones de rango constitucional; el Bill del Habeas Corpus
de 1679, que garantiza a toda persona que haya sido detenida una seguridad
personal y un juicio rápido (en evidente contraste con el procedimiento francés de
las lettres de cachet, por las que una persona podía ser encarcelada por tiempo
ilimitado en virtud de una orden del soberano); el Bill of Rights de 1689, en el que,
tras la «gloriosa (segunda) Revolución», se fijaban definitivamente los principios de
la monarquía constitucional limitada. En ninguno de estos textos hallamos
proclamaciones abstractas y universales, sino solamente reafirmaciones de antiguos
derechos e instrumentos concretos para su defensa.
Hay que llegar a la independencia americana para encontrar tales derechos
«históricos» transformados en derechos «naturales». Esta transformación estuvo
influida, sin duda, por el nuevo clima espiritual y por la construcción racionalista
del Estado, factores am-

243
bos presentes en la obra de Locke. Pero también por las exigencias de la lucha
política, pues los colonos que se habían separado de la metrópoli no podían invocar
los derechos de los «ciudadanos ingleses», de modo que hubieron de reclamarlos
en un plano universal y en cuanto «derechos del hombre». A este respecto es
característico el cambio operado desde la Declaración y resolución del Primer Congreso
continental, de 14 de octubre de 1774, en la que todavía se invocan «todos los
derechos, libertades e inmunidades de los súbditos nacidos libres en el reino de
Inglaterra», hasta la Declaración de Independencia, de 4 de julio de 1776, donde se
afirman como «verdades evidentes por sí mismas» la existencia de «derechos
inalienables», como el «derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la
felicidad», y la legitimidad únicamente de aquellos gobiernos que garanticen y
aseguren tales derechos. De manera muy semejante se expresaban los
revolucionarios franceses en la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano,
adoptada en la Asamblea Nacional el 26 de agosto de 1789, cuyo artículo segundo
afirma que «el fin de toda asociación política es la conservación de los derechos
naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la
propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión».
Hemos llegado ya al punto más extremo de la libertad negativa y su abstracta
reivindicación iusnaturalista. Pero, aplacada la tormenta revolucionaria, los
«derechos de libertad» volverán a presentarse en seguida como derechos históricos
o «positivos»: como derechos del ciudadano más que como derechos del hombre. Ése es el
carácter que tienen los derechos enunciados en las diez primeras Enmiendas de la
Constitución norteamericana (ordinariamente designados con el nombre de Bill of
Rights, 1791), los sancionados en los artículos 24 a 32 del Estatuto albertino de
1848 y, en general, en todas las Constituciones modernas que contienen expresas
«Declaraciones» de derechos. Rasgo común a todas ellas es intentar definir con la
mayor claridad posible los límites del poder, de la acción y de la competencia del
Estado y la correspondiente esfera de independencia del individuo, de modo que
quede asegurado el más completo y libre desarrollo de la personalidad individual.
Se reclama, pues, una libertad negativa, que se concreta, en primer lugar y en la
mayoría de los casos, en libertad respecto de toda clase de impedimentos,
interferencias o cualquier otra intromisión superflua del Estado y demás fuerzas
sociales.
Pero aquí no quedó la evolución, pues en la determinación de los mencionados
límites y, correlativamente, de la esfera de independencia individual ha habido
variaciones muy importantes, y aún hoy

244
puede decirse que estamos asistiendo a una profunda transformación. Cuando en
el siglo XIX se hizo un análisis crítico de la ideología revolucionaria francesa y del
extremado individualismo iusnaturalista, se inició una revisión de la noción misma
de los «derechos de libertad», revisión que, cuando no acabó en pura y simple
negación, llevó a la gradual afirmación y reivindicación de una nueva categoría de
«derechos» y de «libertades», llamados en adelante, con fórmula universalmente
aceptada, derechos y libertades «sociales». No es fácil definir, con una fórmula
concisa, la naturaleza de estos nuevos derechos. Sustancialmente, se dirigen a que
todos los ciudadanos estén, de hecho, en condiciones de utilizar y disfrutar de las
libertades que, de derecho, son iguales para todos. Pero una exigencia de tal índole
tiene que terminar por alterar por completo la noción tradicional de la libertad
negativa como no interferencia del Estado, pues es evidente que la efectividad de
los «derechos sociales» reclama no la abstención, sino la intervención estatal, como
claramente se ve, por ejemplo, en el artículo 3 de la actual Constitución italiana
cuando dispone que «es misión de la República remover los obstáculos de orden
económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los
ciudadanos, impidan el pleno desarrollo de la persona humana y la efectiva
participación de todos los trabajadores en la organización política, económica y
social del país».
Aquí se encuentra, a nuestro juicio, el nudo de la discusión —a la que más arriba
aludimos— en torno al concepto de libertad negativa y su necesaria correlación
con un determinado tipo de organización económica y social, pues es indudable
que resulta difícil conciliar este nuevo concepto de la libertad con la interpretación
que del ideal liberal dieron sus teóricos de la edad «burguesa», desde Locke hasta
Mill, y que inspiró las Cartas constitucionales de los siglos XVIII y XIX.
Interpretación que culminaba, como hemos visto, en la consagración de la
propiedad privada como derecho absoluto e intangible y en la libertad económica
más plena y completa. Precisamente lo que actualmente está en tela de juicio es esa
«santidad» de los derechos, que habrán de ser sacrificados si quiere realizarse la
«justicia social». El conflicto, para llamarlo por su nombre, se produce entre el
individualismo y el socialismo, y el problema de la supervivencia de la idea liberal tiene
que aparecer como especialmente crítico en sociedades que, como la actual italiana,
se encuentran a medio camino entre los dos sistemas, como lo prueba el hecho de
que dos de los más conspicuos personajes del liberalismo italiano discrepen
precisamente en este punto. El economista Einaudi sostiene que el liberalismo está
indisolublemente ligado a

245
la estructura social del laissez faire, en tanto que el filósofo Croce mantiene la tesis
de que el ideal y las instituciones liberales pueden y deben sobrevivir a los radicales
cambios sociales que se están produciendo en el mundo de nuestros días.
Frente a tan seria alternativa —la supervivencia o no de la ideología liberal en el
mundo moderno—, no basta con invocar la experiencia de ciertos países
concretos, como Inglaterra, donde el abandono del liberalismo económico y la
realización de vastas y profundas reformas sociales no han debilitado, al parecer,
el viejo ideal de libertad negativa que tan acertadamente se expresa en la frase
inglesa my house is my castle. Hay que remontarse a los orígenes mismos de dicha
noción de libertad para verla concretarse, en el momento de formación del Estado
moderno, en los tres requisitos de remoción de los obstáculos, aseguramiento de
una esfera de independencia individual y confinamiento de la acción del Estado
dentro de límites claros y precisos. Y sólo cuando fallara uno de estos tres
elementos podría empezar a hablarse, en nuestra opinión, de una amenaza a la
noción de libertad inspiradora de las Constituciones modernas. Mientras no se
vuelva a atribuir al Estado un poder absoluto e ilimitado, mientras la vida y la
independencia de los ciudadanos no dependan de nuevo de la arbitrariedad del
poder, mientras que, en una palabra, no se atente contra las garantías
constitucionales que son la salvaguarda de la moderna libertad, no creemos que
pueda decirse que el Estado no es liberal cuando actúa removiendo los obstáculos
que se opongan al pleno desarrollo de la persona humana y a la efectiva
participación de todos los ciudadanos en la vida política derivados de la situación
económica o social de éstos o de la posición de privilegio de determinados grupos
dentro del propio Estado. Al contrario, tal actuación estatal nos parece una
continuación y un reforzamiento de aquella misión liberadora que supone el mayor
timbre de gloria del Estado moderno.
No deja de ser significativo que, durante la segunda guerra mundial, el presidente
de una nación libre y poderosa6 se refiriese, precisamente, a esa misión liberadora,
a esa remoción de obstáculos en que consiste la libertad negativa, proclamando
aquellas que se llamarían las cuatro «libertades atlánticas» como una promesa
dirigida a los pueblos que, todavía entonces, estaban oprimidos por la más atroz
tiranía que la historia haya conocido jamás. De esas cuatro libertades, la primera y
la segunda —la libertad de palabra y la libertad de conciencia— estaban, por
supuesto, en la línea de la más

6. F. D. Roosevelt, en el Mensaje al Congreso de 6 de enero de 1941.

246
pura tradición liberal y podían haber sido formuladas por John Stuart Mill. Pero la
cuarta —la libertad del miedo (freedom from fear)— expresaba una necesidad mucho
más elemental y parecía evocar la sombra de Hobbes, como apuntando a la
abyección en que necesariamente cae el mundo cuando desaparece el Derecho y la
vida vuelve a ser, como lo fue en aquellos años, «solitaria, pobre, desagradable,
brutal y breve». En cuanto a la tercera libertad —la libertad de la necesidad (freedom
from want)—, es también, en verdad, una «libertad negativa», pero creemos que
difícilmente puede calificarse como libertad «burguesa»: en ella se inspiran las clases
y pueblos, hasta ahora desheredados, que se asoman hoy a las puertas de la historia
de la misma manera que, sólo pocos siglos atrás, se asomaron los antepasados de
las clases y pueblos (¡afortunadamente, pocos!) que en nuestros días prefieren
encerrarse en un estéril egoísmo, soñando imaginarias «desigualdades naturales» e
inexistentes privilegios de «raza» o de élites.

Indicaciones bibliográficas

MAQUIAVELO, El Príncipe, cap. 17; HOBBES, Leviatán, caps. 13, 21, 30;
LOCKE, Second Treatise of Government, §§ 57, 123 y passim; J. S. MlLL, On Liberty
(1859), Introd. y caps. IV y V.
Para las «Declaraciones» y «derechos de libertad» mencionados en el texto
remitimos a la compilación de E BATTAGLIA, Le Corte dei diritti, 2.a ed., Florencia,
1947, y especialmente al volumen de E RUFFINI, Diritti di liberta (1926), en la
nueva edición, con introducción y notas a cargo de P. CALAMANDREI,
Florencia, 1946.
Para los documentos americanos son útiles los dos volúmenes de la obra La
formazione degli Stati Uniti d'America, a cargo de A. ACQUARONE, G. NEGRI y C.
SCELBA, Pisa, 1961.
Sobre el concepto de «libertad negativa», las observaciones más notables hechas
recientemente son, sin duda, las de SIR ISAIAH BERLÍN, en su lección inaugural
Two Concepts of Liberty, Oxford, 1958; véase también M. CRANSTON, Freedom: A
New Analysis, Londres, 1953, y el excelente ensayo de N. BOBBIO «Della liberta
dei moderni comparata a quella dei posteri», en el volumen Política e Cultura, Turín,
1955.
Los escritos de CROCE y EINAUDI sobre la relación entre el liberalismo político
y el económico se pueden encontrar reunidos en el vol. B. CROCE-L. EINAUDI.
Liberismo e Liberalismo, a cargo de P. SOLARI, Nápoles, 1957.

247
248
CAPÍTULO SÉPTIMO

LA LIBERTAD POSITIVA

El concepto de libertad negativa y la teoría liberal del Estado que sobre ella se
funda pueden criticarse utilizando argumentos distintos, y aún mejores, que los
expuestos en el capítulo precedente. Cabe preguntarse, en efecto, si tal concepción,
al cargar el acento demasiado exclusivamente sobre los límites del poder, no acaba
por relegar a un segundo plano, o al menos por minimizar, el problema de cómo y
por quién debe ser ejercido el poder. El paradigma del Estado liberal sigue siendo
el que estableció de una vez para siempre Montesquieu al afirmar que «la libertad
política en el ciudadano es la tranquilidad de espíritu que proviene de la convicción
que cada uno tiene de su propia seguridad», y que tal libertad «no se encuentra más
que en los gobiernos moderados», es decir, sólo en aquellos en que «no pueda
abusarse del poder». Pero tal paradigma no exige que la idea del Estado liberal esté
necesariamente ligada a esta o aquella forma de gobierno. No se trata de si el
gobierno debe ser republicano o monárquico. Lo único que importa es que la
«libertad negativa» quede asegurada. Hablando estrictamente, incluso un déspota
ilustrado podría hacerlo. Kant no regateó sus elogios a Federico de Prusia por
haber puesto a sus subditos en condiciones de usar su razón y expresar su
pensamiento, eliminando así cuanto impedía la difusión de la cultura.
Pero la reivindicación que el hombre moderno plantea bajo el nombre de libertad
es bastante más amplia y compleja. Así nos enfrentamos con la que hoy suele
denominarse libertad positiva, en correspondencia —si no incluso en contraste—
con la libertad negativa. Para mostrar la diferencia conceptual entre una y otra,
seguramente nada mejor que reproducir el siguiente pasaje de sir Isaiah Berlín: «La
pregunta ¿quién me gobierna? es lógicamente distinta de ¿hasta qué punto puede el gobierno
interferir mi vida? En la diferencia que media entre ambas radica, realmente, la razón
del profun-

249
do contraste entre los dos conceptos de libertad negativa y de libertad positiva. El
significado positivo de la libertad se manifiesta cuando buscamos respuesta, no a
la pregunta de qué soy libre de hacer o de ser, sino a la de por quién soy gobernado, o quién
decide lo que debo o no debo hacer o ser... El deseo de gobernarse por sí mismo, o por lo
menos de participar en el proceso a través del cual es controlada la propia vida,
puede representar una aspiración tan profunda como la de asegurarse una esfera
de independencia, y tal vez es también más antigua; pero no es una aspiración a la
misma cosa: más aún, es tan diferente que ha terminado por conducir al gran
contraste ideológico que hoy domina al mundo... El sentido positivo de la palabra
"libertad" deriva del deseo que el individuo tiene de ser dueño de sí mismo.»1
La distinción tan claramente formulada por Berlín no es nueva, y ya Constant la
había establecido con igual nitidez, a comienzos del siglo XIX, en su célebre ensayo
De la liberté des anciens comparée á celle des modernes (1819). También podemos
encontrarla, implícitamente, en la contraposición entre «escuela liberal» y «escuela
democrática» dentro de la literatura política italiana del siglo XIX. Y hace pocos
años ha estado presente, igualmente en Italia, en una interesante polémica que
Bobbio titulaba intencionadamente Della liberta dei moderni comparata a quella dei
posteri.2 La relación entre libertad positiva y libertad negativa constituye, en fin, uno
de los problemas más delicados y actuales de toda la teoría del Estado.
En su formulación más simple, la libertad positiva entronca con el «principio
democrático» que hemos examinado en un capítulo precedente y que, como ya vio
Aristóteles, presupone la igualdad como fundamento de la relación política. La
definición del ciudadano como «el que participa en la administración de la justicia
y en el ejercicio del poder» es, como expresamente reconoce Aristóteles, una
definición que conviene sólo a la democracia, puesto que sólo en ésta se da la
noción de «libertad» como «reciprocidad en el gobernar y en el ser gobernados».
En este sentido, puede decirse, ciertamente, que la «libertad positiva» corresponde
a la «libertad de los antiguos» y que es algo totalmente distinto de la «libertad
negativa», sobre la que, como hemos visto, insisten los autores liberales

1. I. Berlin, Two Concepts of Liberty. An Inaugural Lecture, Oxford, 1958, páginas 14-15.
2. Se trata de la polémica entre N. Bobbio y G. Della Volpe sobre «Nuovi Argomenti», 1954.
Los artículos de Bobbio están recogidos en el volumen Política e Cultura, cit.

250
modernos. La libertad positiva implica posibilidad de determinar la propia suerte,
capacidad de participar en el mando, libertad de darse leyes y de no obedecer más
que a éstas. La libertad positiva postula la soberanía popular, como claramente
advierte Aristóteles y repite Cicerón: nulla alia in civitate, nisi in qua populi potestas
sumiría est, ullum domicilium libertas habet.3
Mucho se ha escrito sobre la soberanía popular y muchas han sido las tesis
formuladas por los historiadores acerca de la misma, habiendo ido algunos de ellos
demasiado lejos al afirmar que, en este punto, hay una línea continua e
ininterrumpida desde la antigüedad clásica hasta nuestros días. En lo que a
nosotros nos importa, los puntos que interesan son dos: la reivindicación de la
soberanía popular como título supremo y exclusivo para la legitimación del poder,
y la afirmación de un nexo necesario e indisoluble entre la noción de libertad y la
de democracia. Esclarecer ambos puntos significa establecer el acta de nacimiento
del Estado democrático moderno, o, más exactamente, penetrar en el secreto de la
ideología que todavía lo sostiene.
Por lo que se refiere al primer punto, es indudable que la reivindicación de la
soberanía popular está estrechamente ligada a la reivindicación de los derechos
naturales, originarios e imprescriptibles del individuo, de donde trae su origen
también la idea del Estado liberal, bastando para confirmarlo apelar al ejemplo de
Locke. De suerte que una doctrina nueva se enlaza con el pasado y florece, por así
decirlo, en el tronco de doctrinas más antiguas. Porque antiguas eran la tesis del
consenso como fundamento del poder, característica del pensamiento medieval, y
la de la derivación del poder a partir del pueblo, tan claramente enunciada en el
pensamiento romano. Pero, en cambio, es absolutamente nueva la afirmación de
un «derecho originario» del pueblo, paralelo al «derecho natural» del individuo,
corolario característico de los cuales fue la doctrina del contrato social.4
Se trata de una verdadera y auténtica revolución en el campo de la filosofía política,
una «revolución copernicana», diríamos utilizando la célebre alegoría de Kant. Pero
una revolución que se produce contemporáneamente a otras no menos preñadas
de consecuencias: las revoluciones políticas de las que surgen, en el hemisferio
occidental, los primeros regímenes democráticos dignos de tal

3. Vid. supra, parte II, cap. 2.


4. Para un tratamiento más extenso del tema remitimos una vez más a nuestra obra La dottrina
del diritto naturale, cit, cap. III.

251
nombre. Los hombres que hicieron aquellas revoluciones no sólo creían en el
principio democrático, en la igualdad humana y en la voluntad popular como única
fuente legítima del poder, sino que estaban dispuestos a construir una sociedad
basada en tales postulados y a luchar por ellos si fuera preciso. «Yo creo
firmemente que el más humilde individuo que exista en Inglaterra tiene una vida
que vivir, como el más poderoso; y por eso, señores, es claro que cualquiera que
haya de ser sometido a un gobierno debe antes aceptarlo por su propio
consentimiento.» Así se expresaba el coronel Rainborough, un oficial de Cromwell,
en octubre de 1647, durante los debates desarrollados en Putney, en el Consejo
general del ejército revolucionario victorioso. Sus palabras son recordadas todavía
hoy, como se recuerdan las pronunciadas por Lincoln en 1863, sobre el campo de
batalla de Gettysburg, y que suenan también como reivindicación, incitación y
promesa: «Que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no
desaparezca de la faz de la tierra.» La democracia, así concebida, es algo que
compromete: definirla es ya prescribirla; es un ideal que hay que aceptar o rechazar
antes, incluso, de poder dar una justificación racional del mismo.
De entre todos los argumentos que pueden esgrimirse, y que se han esgrimido, en
favor de la democracia, la noción de libertad positiva es, con mucho, el más
atractivo y convincente, aunque también, al mismo tiempo, el más ambiguo y el
más expuesto a ser mal interpretado. Es Rousseau, de todos los escritores políticos,
el que ha utilizado ese argumento de forma más sólida, extrayendo de él, con lógica
impecable, sus últimas consecuencias. El problema central de la política es, para
Rousseau, el de «encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con
toda la fuerza común la persona y los bienes de todo asociado y a través de la cual
cada uno de ellos, uniéndose a todos, no obedezca sin embargo más que a sí mismo
y permanezca tan libre como antes». Y añade: «Tal es el problema fundamental
para el que el contrato social nos da la solución.» Mediante el contrato social, el
hombre, al entrar en un «estado civil», renuncia a su «libertad natural», pero
encontrando con ello su verdadera libertad, que es «civil» y «moral» y que consiste
en la obediencia a la ley: porque el hombre sólo es libre cuando es «verdaderamente
dueño de sí mismo», y l'obéissance á la loi qu'on s'est presente est liberté.
La idea del contrato social aparece aquí despojada de toda referencia histórica
concreta. Como dirá Kant, no es un acto, sino una idea, un principio normativo
que permite concebir la relación política en sus verdaderos términos, no como
sacrificio de la libertad,

252
sino como conquista y adquisición de la misma. La libertad positiva, en efecto, no
es otra cosa que autogobierno, autonomía, y no puede realizarse más que cuando
el poder que manda es el mismo que el de quien obedece. La condición para que
se realice la libertad en el Estado es, por tanto, la soberanía de la voluntad general.
Los súbditos se transforman en ciudadanos en tanto en cuanto participen de esa
voluntad general. Su entrega total al Estado, a la «patria», les «garantiza contra toda
dependencia personal». Tal es la «condición que constituye la trama y la regla del
mecanismo político y que es la única que puede hacer legítimos los vínculos civiles,
que de otro modo serían absurdos, tiránicos y susceptibles de los más graves
abusos».
Nunca se ha ofrecido una justificación más coherente y completa de la doctrina
democrática que ésta de Rousseau. Tal es la razón de que haya que volver a ella
siempre que se quiera entender el concepto de libertad positiva y su relevancia para
la justificación ideológica de la democracia moderna. Pero es también la razón de
que esta doctrina, desde su aparición y en no pocas de sus realizaciones posteriores,
haya podido constituir a los ojos de muchos un peligro y una amenaza para la
libertad. Efectivamente, Rousseau, el mayor teórico de la libertad positiva, ha
representado para muchas personas el sacrificio del liberalismo a la democracia.
Un escritor liberal del siglo XIX, Constant, denunció el Contrato Social como «el
más terrible auxiliar de toda clase de despotismos». Y, más recientemente, Berlín
definía a Rousseau como «el más torvo y formidable enemigo de la libertad en toda
la historia del pensamiento moderno».
La libertad amenazada por la democracia de tipo rousseauniano es, más que nada,
la libertad negativa, que era la preferida de los «liberales» a la antigua usanza. El
peligro provenía de la que podríamos llamar «democracia igualitaria», que
preocupaba a los hombres del siglo XIX, ignorantes de otros peligros que habrían
de surgir en tiempos más próximos a nosotros. Con especial aprensión miraban,
como amenaza a la libertad, la «tiranía del número» derivada de una rígida
aplicación del principio de igualdad. Lógicamente, tal principio es inseparable de la
idea misma de democracia, que, al proclamar que todos participan en la formación
del gobierno, había de conducir inevitablemente a la progresiva extensión del
sufragio, a la presunción de que todos los votos tienen igual valor, a la necesidad
de resolver las eventuales divergencias mediante un simple cálculo numérico que,
normalmente, es el de la mayoría no cualificada. El recelo hacia «el despotismo de
la mayoría, que no es

253
otra cosa que el derecho del más fuerte», es algo que se encuentra en escritores del
más rancio liberalismo, desde Mallet du Pan a Constant y Mill. Y no les dictaba
esta actitud ningún sentimiento de reacción antidemocrática, sino la preocupación
de laborar en pro de las instituciones liberales y de preservarlas contra un nuevo
despotismo, más exigente acaso que el antiguo.
Una segunda amenaza que la crítica liberal descubría en la democracia igualitaria (y
hablamos sólo de la crítica constructiva, no de la negación pura y simple a que se
entregan los escritores reaccionarios) era la que en términos modernos llamaríamos
«equiparación de valores». Se pensaba que tal equiparación habría de ser el
resultado inevitable de desconocer la desigualdad real de los hombres, sus
diferentes aptitudes, el papel de autodiferenciación en la dinámica de la vida social.
El autor que con mayor énfasis denunció, en el siglo XIX, la gravedad de este
peligro fue Tocqueville, que se debatía —como él mismo confesó— entre sus
sentimientos aristocráticos y su preferencia racional por la democracia. Su
preocupación le condujo, en un primer momento, a apoyarse en su conocimiento
de la «democracia en América» para hacer un penetrante diagnóstico de la
democracia en general, y, después, a rastrear el proceso de nivelación operado en
Francia antes de la Revolución, encontrando sus raíces en la estructura misma del
ancien régime y en la formación del Estado moderno, burocrático y centralizador. Y
si bien frente al progreso imparable del igualitarismo confesaba Tocqueville que se
sentía invadido de una especie de «terror religioso», no por ello su juicio dejaba de
ser firme: «No se trata de reconstruir una sociedad aristocrática, sino de hacer nacer
la libertad en el seno de la sociedad democrática en la que Dios nos ha llamado a
vivir.»
El último y más grave peligro derivado de la aplicación rígida e incondicionada del
principio democrático es el de que tal aplicación pueda conducir ni más ni menos
que a la renuncia, total y definitiva, de la libertad. Tal peligro ya había sido advertido
por el propio Rousseau al hacer la crítica de algunas doctrinas contractualistas y,
especialmente, de la de Grocio. Efectivamente, el contrato social concebido como
irrevocable no es, para Grocio, más que el punto de partida para justificar el
absolutismo o, como dice Rousseau, «para despojar a los pueblos de todos sus
derechos e investir a los reyes con ellos por todos los procedimientos imaginables».
Y en la historia del siglo XIX, por no hablar de la nuestra, no faltan casos en que
la soberanía popular fue invocada, precisamente, para establecer una dictadura. Los
plebiscitos, los referendos, las apelaciones

254
directas al electorado, han servido, como sabemos, no sólo para proporcionar un
título jurídico, sino también como justificación ideológica de regímenes bastante
más absolutos que todos los absolutismos del pasado.
Son éstos unos argumentos graves que mueven a la reflexión, tanto más cuanto
que, al menos en parte, vienen confirmados por la realidad. La experiencia histórica
parece dar validez e las observaciones que hiciera Tocqueville sobre la diferencia
entre las democracias igualitarias y equiparadoras de tipo latino y la llamada
democracia «diferencial», de corte anglosajón. En los países anglosajones, y
especialmente en Gran Bretaña —que, a diferencia de las naciones continentales,
no sufrió la enorme subversión del movimiento revolucionario francés—,
cualquier observador se siente sorprendido por lo que podría llamarse la
supervivencia de no pocos elementos aristocráticos en la estructura de la sociedad,
los cuales, junto con los esquemas de pensamiento que traen consigo, actúan como
correctivo de la lógica rígida del igualitarismo democrático, aunque acaso el
correctivo más eficaz esté en el sentimiento de independencia que de siempre ha
existido en aquellas islas. Como quiera que sea, el caso de la Gran Bretaña
constituye una prueba de que es posible conciliar la libertad positiva y la negativa,
la democracia y el liberalismo. Además de salvaguardarse los derechos individuales
y una esfera para el libre desenvolvimiento del individuo, se pone límite a la «tiranía
de los números». Esa salvaguardia es condición para que la democracia cumpla su
misión: sin libertad negativa, el logro de la libertad positiva, de un real y no ilusorio
autogobierno, se verá inevitablemente retardado, cuando no impedido.
Como ha observado Bobbio, la libertad positiva exige una situación de libertad
como no impedimento, que permita a los hombres pensar, discutir y juzgar
libremente, es decir, una situación que les ponga en condiciones de elegir
libremente sus propios gobernantes, convalidando con el consentimiento el poder
de las verdaderas y reales élites, que, para ser tales, deben aceptar el proponerse de
continuo en lugar de imponerse de una vez y para siempre. Pero para que esto suceda
es preciso que esté asegurado dentro del Estado el libre juego de las fuerzas
políticas, el cual no es posible sin el respeto de las opiniones particulares; es preciso
también que el criterio de igualdad sea verdaderamente respetado, garantizando a
las minorías la posibilidad de transformarse en mayoría; es necesario, en fin, y sobre
todo, que no se atribuya a las decisiones de la mayoría más que un valor
«pragmático» —recordando que, como dice

255
un adagio inglés, la única razón por la que se cuentan las cabezas es que es más
fácil contarlas que cortarlas— y no un valor absoluto que implique el deber de
someterse a ellas como a verdades inconcusas y definitivas. Por todas estas razones,
la democracia igualitaria no debe confundirse con otra forma muy distinta de
democracia a la que llamaremos —utilizando la designación con que hoy a menudo
se la conoce— «democracia totalitaria», o quizá pudiera decirse «unánime», la cual
constituye una amenaza aún más grave y radical para la idea de libertad sobre la
que, históricamente, se ha fundado el Estado moderno.
La clave para entender la significación de este tipo de democracia se encuentra, sin
duda, en Rousseau y en el equívoco a que puede dar lugar la «libertad positiva»,
que, como hemos visto, se realiza según él en el Estado. La razón del equívoco —
que ha tenido posteriores desarrollos divergentes del principio democrático y en
algunos casos hasta contradictorios con él— puede muy bien estar en la
ambigüedad del lenguaje de Rousseau, en lo que alguna vez se llamó su
«misticismo» y que en realidad no es otra cosa que «juego de palabras», hecho o no
de forma deliberada. Porque hay, en efecto, algo de místico y hasta de religioso en
la interpretación que el propio Rousseau da del contrato social, conforme a la cual
éste exige del individuo una «total alienación», prometiéndole a cambio una especie
de renacimiento que lo transforma de un animal stupide et borne en un étre intelligent et
un homme. Hay algo de místico, y en verdad mucho de oscuro, en el concepto
rousseauniano de voluntad general, en torno al cual se ha escrito lo suficiente para
llenar bibliotecas enteras. La voluntad general, para Rousseau, no es solamente el
titular de la soberanía, sino, además, la encarnación de un supremo valor ético,
porque sólo ella es «siempre recta» y sólo obedeciéndola encuentra el hombre la
plenitud de su vida moral. Precisamente por ello la voluntad general no coincide
para Rousseau —o, por lo menos, no coincide simplemente— con la «voluntad de
todos», la cual puede ser expresión de intereses particulares, en tanto que aquélla
es «siempre constante, inalterable y pura». La voluntad general no puede
manifestarse a través de la discrepancia o de largas discusiones, sino que se revelará
sobre todo en la unanimidad, en la adhesión concorde de los espíritus. Es
necesario, por tanto, que terminen las «divisiones» debidas a los «hombres de
partido» y a las «sectas» (son palabras que Rousseau toma de Maquiavelo): «No
debe haber sociedades parciales dentro del Estado», para que «el pueblo no sea
engañado» y nada pueda impedir la arcana revelación de la verdad

256
al ciudadano, que sólo debe enfrentarse «con sus propios pensamientos».
Pero no es esto todo. La «multitud ciega», dice Rousseau, necesita ser «guiada». «El
pueblo, de suyo, quiere siempre el bien, pero no siempre sabe dónde se encuentra.
La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no es siempre
luminoso. Es preciso hacerle ver las cosas como son, y a veces como deben ser
vistas, señalarle el buen camino... Todos tienen necesidad de guía: a unos hay que
obligarles a conformar su voluntad a su razón, a otros hay que enseñarles a conocer
lo que quieren.»
No hay duda alguna de lo que Rousseau entiende por tal guía. En el Emilio afirma
que las mejores instituciones son aquellas que en mayor medida «desnaturalizan»
al hombre; y en el Contrato Social sostiene que la conformación de una nación puede
exigir que la naturaleza humana sea cambiada, pudiendo llevarse a cabo semejante
empresa sólo mediante el adiestramiento y la coacción: los espíritus tienen que ser
educados tanto como forzados. «Todo aquel que se niegue a obedecer a la voluntad
general será constreñido a ello por todo el cuerpo social, lo cual no significa sino
que se le obligará a ser libre.» Porque aunque la voluntad general pueda aparecer
contraria a mis convicciones y a mi voto, «ello prueba solamente que yo estaba
engañado y que lo que creía ser la voluntad general no era tal. Si hubiese triunfado
mi parecer particular habría hecho algo distinto de lo que quería, por lo que no
habría sido libre».
Todo el bagaje de las doctrinas totalitarias de nuestro siglo —abolición del disenso,
necesidad de «guía», reconocimiento de errores, reeducación en la libertad—
parece estar claramente contenido en las afirmaciones de Rousseau que acabamos
de transcribir.5 Se puede comprender que, buscando un chivo expiatorio, no pocos
autores modernos, muy respetables, se han acogido a Rousseau, utilizándolo para
explicar todos nuestros problemas, como ya fuera utilizado siglo y medio antes.
Considero que tal punto de vista implica un cierto grado de exageración, pero no
puedo entrar aquí a discutir acerca del tema. En cualquier caso, debe destacarse
que precisamente con Rousseau se inicia la monstruosa manipulación de las
palabras que ha podido conducir al mundo moderno a tan profundas
contradicciones en torno a los conceptos de li-

5. Sobre este tema, objeto hoy de viva discusión entre los estudiosos, recordemos las espléndidas
páginas de L. Einauidi, G. G. Rousseau, le teorie della volontá genérale e del partito guida e il compito degli
universitari, en la entrega 4.a de las «Prediche inutili», 1957.

257
bertad y de democracia. Palabras que han sido despojadas de su contenido
tradicional, sustituyéndose su significado corriente por uno nuevo que es el
opuesto, cuando no constituye una negación radical del mismo.6
Los ejemplos que podrían aducirse en nuestros días de tales manipulaciones
verbales son numerosos, bastando la referencia a cierta prensa y a cierta
propaganda política para encontrar cuantos se quieran.7 Sin embargo, forzoso es
reconocer que una parte, por lo menos, de responsabilidad por estas confusiones
terminológicas corresponde a los seguidores de una filosofía política que,
enlazando, a través de Hegel, con Rousseau, contribuyeron a falsear la fórmula
liberal convirtiendo al Estado de «instrumento» en «encarnación» de la libertad.
Ese es el error —sobre el que muchas veces hemos llamado la atención— del
«Estado ético», es decir, del Estado que, de medio para la realización de
determinados valores, llega a ser un valor en sí mismo. Y no deja de sorprender,
por ejemplo, leer en De Ruggiero, un escritor de indudable fe liberal y autor, por
añadidura, de una Historia del liberalismo europeo, un juicio como éste: «Actualmente
estamos tan acostumbrados a la idea del Estado liberal que se nos escapa su
carácter paradójico, que no pasó inadvertido a sus primeros e inexpertos
observadores. El Estado, órgano coactivo por excelencia, ha llegado a ser la
máxima expresión de la libertad.»
Por mi parte, además de apuntar la confusión que el hegelianismo puede producir
incluso en una mente latina y perspicaz, creo que la única respuesta que cabe dar a
una tesis de esta clase es que, contrariamente a la opinión de De Ruggiero, los
«primeros observadores» no estaban, después de todo, tan lejos de la verdad o, por
lo menos, razonaban en términos de lenguaje corriente y de sentido común. Al
igual que sucede con la oposición de fuerza y consentimiento, ningún artificio
dialéctico ha conseguido superar la existente entre coacción y libertad. «Obligar a
los hombres a ser libres» podrá parecer a algunos el supremo oráculo de la política,
pero a los hombres de nuestra generación la frase no hace sino evocar
dolorosamente aquellas otras, no muy diferentes, que se podían leer a la entrada de
los campos de concentración. Es preferible llamar a las cosas por su nombre y
reconocer la realidad tal cual es. «El órgano coactivo por excelencia» no ha sido en
el pasado ni es

6. Una terrorífica descripción de las posibles manipulaciones en un Estado totalitario es la de G.


Orwell, en su conocida novela 1984.
7. Vid. el volumen La propaganda política in Italia, a cargo de P. Facchi, Bolonia, 1960.

258
necesariamente hoy «la expresión de la libertad». Puede haber y hay democracias
radicalmente negadoras de la libertad individual, como puede haber Estados
«liberales» en los que sólo una mínima parte de los ciudadanos participa en el poder.
El Estado, en cuanto expresión de la libertad, sólo puede existir a condición de
que sean respetadas determinadas «reglas de juego». Reglas que son, precisamente,
la libertad negativa y la libertad positiva. Esto, y no otra cosa, significa atribuir al
Estado la libertad como fin.
Pero si efectivamente las cosas son así, resulta evidente que todavía no hemos
alcanzado el término de nuestro trabajo, pues habrá que ver si, además de exigir el
respeto de ciertas reglas, es posible descubrir la apuesta que se cruza en ese juego.
Metáforas aparte, se trata de examinar cuál es el bien o conjunto de bienes del que
el Estado es instrumento y si es posible establecer —como se creyó durante mucho
tiempo— un criterio valorativo objetivo y seguro para la legitimación del poder: el
criterio del bien común. Autores de las más varias procedencias nos aseguran que en
ese criterio debe buscarse la respuesta final a todos los problemas que hasta aquí
nos han ocupado.

Indicaciones bibliográficas

ARISTÓTELES, Política, III, i, 1275a, b; xiii, 1283b, 1284a; VI, ii, 1317a, b;
CICERÓN, De Re Publica, I, 31, 47; LOCKE, Second Treatise of Government, cap. XI,
134; MONTESQUIEU, Esprit des Lois, XI, 4 y 6; ROUSSEAU, Contrat Social, I, 6-
8; II, 1-3, 6-7; IV, 1-2; KANT, Beantwortung der Frage: Was ist Aufklarung? (1784);
Metaphysische Anfangsgründe der Rechtslehre, II, 46, 47; B. CONSTANT, Principies de
Politique (1815), cap. I; De la liberté des anciens comparée á celle des modernes (1819); A.
DE TOCQUEVILLE, De la Démocratie en Amérique, vol. I (1835), introducción; vol.
II, iv, cap. 7; L´Ancien Régime et la Révolution (1856); G. DE RUGGIERO, Storia del
liberalismo europeo, Bari, 1925, página 384.
Sobre Mallet du Pan, vid. el artículo del autor «Mallet du Pan, a Swiss Critic of
Democracy», en The Cambridge Journal, I (1947).
Para una información sobre la discusión acerca del llamado «totalitarismo» de
Rousseau, J. W. CHAPMAN, Rousseau, Totalitarian or Liberal?, Nueva York, 1956.
Sobre el problema de la definición de la democracia, G. SARTORI, Democrazia e
definizioni, 2.a ed., Bolonia, 1958; H. B. MAYO, An Introduction to Democratic Theory,
Nueva York, 1960.

259
260
CAPÍTULO OCTAVO

EL BIEN COMÚN

Determinar con precisión el bien o conjunto de bienes que, bajo el nombre de bien
común, debe realizar el poder para que pueda llamarse legítimo, es una tarea no muy
distinta de aquella otra con la que en ocasiones anteriores nos hemos tropezado y
que, hasta ahora, está aún sin respuesta: la de definir los principios de justicia. Se trata,
en ambos casos, de penetrar más allá de una contemplación puramente formal de
los problemas del Derecho y de la política. El bien común debe ser el fin hacia el
que tiene que apuntar el poder si pretende ser llamado legítimo. Para que el
Derecho sea justo, el ordenamiento jurídico debe acomodarse a ciertos principios
básicos de la justicia. Ya anteriormente señalábamos lo inadecuada que es la pura
y simple identificación del orden y de la justicia. El orden, decíamos, en cuanto
valor, se llama justicia, pero establecer las condiciones a que el Estado debe
sujetarse para promover un orden «justo» no nos dice nada acerca de la estructura
concreta de dicho orden, de la misma manera que definir la justicia como suum
cuique tribuere no nos indica cuál sea el suum que el Derecho asegura a cada uno.1 A
este deseo de hallar un criterio no ya sólo formal, sino sustancial de la justicia,
obedece el esfuerzo realizado continuamente a través de los siglos por descubrir el
Derecho verdadero, el Derecho justo o, como normalmente se decía en otro tiempo
y aún se dice por muchos, el Derecho natural. Análogamente al deseo de establecer
la naturaleza del bien o conjunto de bienes que se realiza en el Estado corresponde
el esfuerzo por conocer, definir y fijar de una vez para siempre la noción de bien
común. Casi espontáneamente se viene a las mientes el paralelo entre las dos
exigencias, cuando no entre ambas soluciones: el bien común representa

1. Vid. págs. 187-188.

261
para la teoría del Estado lo que el Derecho natural representa para la teoría del
Derecho.
La fascinación producida por la noción de bien común tiene que ser muy grande
desde el momento en que, como señalábamos al final del capítulo anterior, la
encontramos en escritores de la más variada procedencia. Si quisiéramos hacer una
lista de ellos, el primer lugar correspondería, como es obvio, a Platón, que en la
República confía la función del gobierno precisamente a los «guardianes» por la
razón de ser ellos quienes únicamente «conocen lo que es el bien de la Ciudad».
Pero el autor que —aparte de Aristóteles—2 ha puesto de relieve más que ningún
otro la importancia del bien común para la teoría del Derecho y del Estado es el
maestro de la doctrina católica, Santo Tomás de Aquino. Para Santo Tomás, la
noción misma de Derecho está postulando la de bien común: lex proprie, primo et
principaliter, respicit ordinem ad bonum commune (propiamente, el objeto primero y
principal de la ley radica en la ordenación del bien común). Establecer esta ley,
ordinare ad bonum commune, es, según la buena tradición medieval, una misión que
compete a toda la comunidad o a quienes la representen. El bien común consiste
en la consecución del bienestar temporal (utilitas communis in temporalibus rebus), en
el logro de la felicidad terrenal (beatitudo huius vitae), en la plena y completa
realización del bien terreno que sea compatible con la aspiración a un fin
ultraterreno. El Estado, que es la forma más alta y perfecta de sociedad en el orden
puramente natural, es el instrumento y la garantía de tal realización. Es evidente
que, entendida en este sentido, la definición de bien común tiene que acabar por
coincidir con la de Estado, y a esta enseñanza se adhiere todavía hoy, como es
sabido, la doctrina política católica, en la que «el bien común viene descrito con
expresiones siempre nuevas y solemnes».3 Tal doctrina puede, con toda justicia,
reivindicar para sí el mérito de ser heredera de la concepción clásica del Estado y
de haberla insertado en el tronco de la filosofía política cristiana.
Pero la tradición aristotélico-tomista no es la única que apela a la noción de bien
común a la hora de definir el Estado, y tal actitud la encontramos también allí
donde menos podíamos esperar: en escritores de orientación claramente
individualista, como, p. ej., Hobbes y Locke. El primero incluye el bien común (o,
más exactamente, el «bien del pueblo») entre los tres requisitos por los que puede
juzgarse de la bondad o maldad de las leyes —los otros dos

2. Vid. supra, parte II, cap. 1, y parte III, cap. 2.


3. Vid. H. Rommen, El Estado en el pensamiento católico, cap. XIII.

262
son la «necesidad» (o «indispensabilidad») y la «claridad»4—; y si bien invoca el
«bien del pueblo» teniendo a la vista sobre todo el «bien del soberano»,5 no por ello
deja de ser significativa su apelación a la doctrina tradicional, debiendo este dato
hacer meditar a quienes se obstinan todavía en ver en dicho autor el adalid más
destacado del poder absoluto.
En cuanto a Locke, ya en las primeras páginas del Segundo tratado sobre el Gobierno
civil, así como en otros pasajes posteriores, pueden hallarse expresas menciones del
bien común, lo cual ha parecido a algunos intérpretes difícilmente compatible con
su concepción del Estado como una organización destinada exclusivamente a la
tutela de los «derechos» y los «intereses» de los particulares, idea sobre la que insiste
también en otras obras, especialmente en Letter concerning Toleration. Hay quien ha
querido ver en esa referencia al bien común un ejemplo de las muchas
contradicciones en que incurre Locke,6 mientras que otros la consideran como un
caso típico de lo que con frecuencia se llama la «ilusión liberal», es decir, la ilusión
de creer que los conflictos de intereses se resuelven automáticamente abandonados
a sí mismos, por una especie de «armonía natural» semejante a la que presidiría la
combinación de fuerzas opuestas en la naturaleza. Con una interpretación más
sencilla cabría decir que el tributo que Locke rinde al bien común no es,
seguramente, más que la confirmación de la tenaz supervivencia de dicha noción,
tradicionalmente asociada a la definición de Estado.
La idea de bien común, en fin, estaba llamada también —aunque bajo otro
nombre— a desempeñar un papel muy importante en una doctrina que
precisamente se caracteriza por su oposición radical a toda reivindicación abstracta
de «derechos», a toda metafísica del «bien» y de lo «justo»: la doctrina utilitarista,
que, a su modo, rinde el mayor tributo posible a la noción de bien común. Toda
«medida de gobierno» puede y debe evaluarse, en opinión de Bentham, según el
patrón del principio de utilidad, esto es, por su capacidad de contribuir a la felicidad
común. Es verdad que «el interés de la comunidad» no es más que «la suma de los
intereses de

4. Vid. pág. 235.


5. «El bien del soberano y el del pueblo no pueden separarse. Es débil el soberano que tiene
súbditos débiles; y es débil el pueblo cuyo soberano exige el poder de gobernarle arbitrariamente»
(Leviathan, cap. 30).
6. Uno de los ejemplos que con más frecuencia se citan es el que se refiere al Derecho natural,
por la presunta imposibilidad de conciliar las afirmaciones apodícticas del Segundo Tratado con las
posiciones filosóficas adoptadas en el Ensayo sobre el entendimiento humano.

263
los miembros individuales que la componen», pero, lejos de caer en la «ilusión
liberal», Bentham obtiene, a partir de su premisa individualista, las más radicales
consecuencias reformistas, llegando a subrayar —a treinta años de distancia de la
fecha de publicación de su principal obra— los resultados que se siguen de afirmar
que «el único fin justo y justificable del poder [es] la mayor felicidad del mayor
número». Esta doctrina, escribe Bentham, ha sido llamada una «doctrina peligrosa»,
y «es ciertamente peligrosa», pero sólo lo es para un gobierno «que se proponga
como fin real u objeto la mayor felicidad de un individuo» solo, o de pocos, con
exclusión de los demás. Una vez más, como se ve, el bien común reafirmaba sus
exigencias en pleno florecimiento de la época individualista y liberal.
Si nos preguntamos ahora por el valor que pueda conservar o asumir tal noción a
la luz de la investigación que venimos realizando acerca de los problemas relativos
al Estado, creemos que puede responderse partiendo de tres órdenes de
consideraciones diversos.
La primera consideración se refiere a la posibilidad de restaurar la noción de bien
común sobre la base del reconocimiento de los valores individuales, que, como
hemos visto, constituyen la principal premisa de la concepción moderna del
Estado. Es el problema que hemos visto presentarse tan crudamente en Locke y
que envolvería a los utilitaristas —como por otra parte, envuelve todavía a la
doctrina liberal— en no pequeñas ni leves dificultades. Las relaciones entre el bien
individual y el bien común se resuelven con frecuencia, en la práctica política
cotidiana, acudiendo al juego sutil de compromisos siempre renovados, pero es
evidente que, a la postre, es preciso decidir acerca de la prioridad de uno u otro, y
so pena de situarse decididamente en la dirección del Estado ético o incluso
totalitario, afirmando la absoluta prioridad del Estado sobre el individuo, se
acabará siempre por volver a la tesis, que el sentido común dictaba a Bentham, de
que el interés de la comunidad no es otra cosa que la suma de los intereses de los
particulares y que es absurdo, por consiguiente, hablar de bien común allí donde el
bien particular sea sacrificado o lesionado. Lo que se requiere es que las
pretensiones de cada individuo sean cuidadosamente ponderadas y consideradas
en relación con sus propios méritos. Como muy bien observan Benn y Peters, decir
que el Estado debe buscar el bien común «es decir, simplemente, que las decisiones
políticas deben atender a los intereses de sus miembros con espíritu de
imparcialidad».7

7. Benn y Peters, Social Principies and the Democratic State, Londres, 1959, página 273.

264
A este respecto vale la pena recordar que el problema que nos ocupa no fue
ignorado por el pensamiento político medieval, en el que se suscitan perplejidades
y tensiones que tienen su significado incluso para la moderna teoría del Estado.
Santo Tomás, por ejemplo, no duda en afirmar que el bien común tiene valor de
fin para el individuo y que la «bondad» del ciudadano depende de la medida en que
esté proportionatus al bien común. Parece, por tanto, que acepta enteramente la
concepción aristotélica de la integración del individuo en el Estado como la parte
en el todo. Sin embargo, si consideramos más detenidamente la manera como
Santo Tomás concibe esta integración nos daremos cuenta en seguida del esfuerzo
que realiza para salvaguardar el valor de la personalidad individual frente a los
peligros de la concepción aristotélica —es decir, pagana— del Estado.8 Hay en el
hombre una parte que no está ni puede estar en modo alguno subordinada al
Estado: el propio espíritu del cristianismo se opone a que el individuo pueda ser
degradado a simple medio para el cumplimiento de un fin, aunque este fin sea el
bien común. Desde este punto de vista, por tanto, es la doctrina moderna, la
doctrina liberal del Estado, la que puede invocar para sí el mérito de ser
continuadora y heredera de la más pura tradición cristiana.
Una segunda consideración que puede hacerse en torno a la eventual apelación a
la noción del bien común en la doctrina política moderna es la siguiente. Tal noción
implica, como hemos visto, la necesidad de determinar con precisión el bien o
conjunto de bienes que el poder debe proponerse como fin. Pero aparte de que
ello es una cuestión muy compleja y que entraña no pocas dificultades, se plantea
la siguiente pregunta: ¿a quién compete en el Estado moderno la misión de definir
el bien común y cuál sería, en la estructura estatal, la posición de poder de aquel o
de aquellos a quienes se confíe tal misión? El problema es muy semejante al que se
plantea al intentar restaurar, en el campo de la teoría jurídica, el concepto de
Derecho natural, cuya afinidad con la noción de bien común hemos subrayado
anteriormente. Porque, efectivamente, si se concibe el Derecho natural
«ontológicamente», como un conjunto de proposiciones ciertas y definibles y a la
vez absoluta e incondicionalmente válidas y obligatorias, es claro que aquel o
aquellos a quienes se confíe o reconozca la misión de determinar y definir tal
Derecho serán, como no podría por menos de ser, los verdade-

8. Para un más amplio tratamiento de este tema remitimos a la Introducción a


nuestra edición de los Scritti Politici di S. Tommaso d'Aquino (Bolonia, 1946) y al
ensayo de J. MARITAIN La persona e il bene comune, Brescia, 1948.

265
ros legisladores. De modo paralelo, aquellos a quienes se confíe o reconozca la
función de decidir acerca del bien común —los técnicos, los expertos o como
quiera que se llamen en la nomenclatura moderna—, y cuya actuación estaría
después garantizada e impuesta mediante el poder del Estado, serán los
detentadores últimos del poder, los nuevos y auténticos soberanos.
Precisamente aquí está la razón del recelo que muchos experimentan en nuestro
tiempo hacia ciertas tendencias de la vida política actual inclinadas a la
«tecnocracia» o «gobierno de los expertos», como también se dice; expertos que,
gobernando el timón del Estado e investidos de las «decisiones últimas», no serían,
después de todo, muy distintos de los «guardianes» de Platón o de las «guías» de
Rousseau9 y acabarían, en definitiva, por ser los árbitros de nuestra vida y de
nuestro destino. Es verdad que todos debemos felicitarnos de que al tomar tales
decisiones y al proveer en favor del bien común se dé audiencia a la voz de los
«sabios» y no a la de los necios. Pero no creemos que por ello se deba sacrificar el
ideal del «autogobierno» al del «buen gobierno», ni renunciar al derecho —que
únicamente está asegurado en la democracia liberal— de participar en las
decisiones «fundamentales» para tener la seguridad de que las mismas no
conculcarán jamás los valores fundamentales de la libertad. En tiempos aún
recientes se ha hecho patente el precio que se paga por estas renuncias y sacrificios.
Es una lección que los hombres de nuestra generación no olvidamos y
aconsejamos a las nuevas generaciones que no la olviden jamás.
Hay, en fin, una tercera y última observación que cabe hacer al intento siempre
renovado de hacer consistir el bien común en el criterio de legitimidad del poder.
Se trata de la objeción seguramente más grave, pero a la que de ordinario se presta
menos atención. Suponiendo que sea posible, pese a todas las dificultades
señaladas, determinar exactamente en qué consiste el bien común y formular, en
consecuencia, una serie de proposiciones rigurosas y precisas, la pregunta que surge
es ésta: ¿qué significa exactamente la afirmación de que el poder está obligado a
traducir tales proposiciones en normas y de que aquellos a quienes éstas se dirigen
están obligados a observarlas? Desde el principio de nuestra investigación hemos
puesto de relieve que no es posible, so pena de realizar un salto lógico, deducir una
proposición prescriptiva a partir de una descriptiva, ni un

9. Entre los trabajos recientes que mejor ilustran este recelo recordamos especialmente uno que
ha tenido gran resonancia en el mundo anglosajón: K. R. Popper, The Open Society and its enemies,
cit.

266
juicio de valor a partir de un juicio de hecho. Ahora bien, supuesto que fuera
posible determinar exactamente y con detalle todas las condiciones que, en un
tiempo y lugar dados, constituyen el bien común, ¿qué sería ello sino constatar una
situación de hecho, fijar un conjunto de condiciones «favorables» o «desfavorables»
respecto de un fin determinado? El problema, en otras palabras, está planteado,
pero no resuelto: habrá que decidir, primero, si la «riqueza», o el «poder», o la
«gloria», o cualquier otro de los innumerables fines que puede proponerse el
Estado son bienes en sí mismos, y después se tendrá que concretar qué
«comportamientos», que «estructuras», qué «planes» son necesarios para convertir
dichos bienes en el bien común. Fácil es comprender que son imaginables las
situaciones más diversas: en un Estado pacífico, el bien común consistirá en un
comercio floreciente y en la prosperidad material, mientras que en un Estado
belicoso el bien común exigirá sacrificar la mantequilla a los cañones. En cualquier
caso, la descripción del bien común significa señalar una elección ya realizada y
valorar una situación de hecho sobre la base de dicha elección: es decir, significa
agregar un predicado —el predicado del «bien»— a un orden que, en realidad,
depende de aquella elección y está condicionado por ella.
Es oportuno acudir de nuevo al paralelismo entre el bien común y el Derecho
natural. Se ha observado acertadamente que concebir el Derecho natural como un
conjunto de proposiciones concretas y definibles con la misma precisión con que
se concretan y definen las proposiciones de Derecho positivo, significa concebirlo
como algo fáctico y contraponer entre sí dos ordenamientos de los que no puede
afirmarse sin contradicción que ambos sean al mismo tiempo válidos o, como
también se dice, «normativos». Con lo cual resultaría que son igualmente
sostenibles la tesis de los positivistas y la de los iusnaturalistas: en efecto, quien
circunscriba la noción de Derecho tan sólo a la experiencia del Derecho positivo
deberá necesariamente negar el carácter jurídico del Derecho natural, de la misma
manera que quien sostenga la validez absoluta del Derecho natural tendrá
necesariamente que negar la condición jurídica de una norma que se oponga a
aquél. Pero si esto es así, resulta evidente que la noción de Derecho natural sólo
puede conservar algún significado si se abandona la concepción del mismo como
una «ontología» del Derecho, entendiéndolo, en cambio, «deontológicamente»,
esto es, no como un hecho, sino como un valor. En este sentido, el Derecho
natural no será sino la indicación del valor o desvalor atribuido al Derecho
«existente», así como del eventual «deber» de someterse a las leyes, que, en el plano
de los hechos, no son más

267
que simples proposiciones en torno al uso de la fuerza por parte del Estado. Pero
este marchamo puesto a las leyes es importante y en cierto sentido, decisivo incluso
para su concreta existencia. Porque la «obligatoriedad» de las leyes no consiste en
la capacidad —que indudablemente poseen— de imponerse por la fuerza, sino en
la posibilidad, que no todas tienen, de ser aceptadas y observadas por el «buen
ciudadano» como un conjunto de normas que deben ser obedecidas no sólo propter
iram, sino propter conscientiam.
De modo parecido ocurren las cosas en relación con el bien común. Para conocer
el bien común no basta el testimonio de los «expertos», sino que el verdadero
testimonio, el que realmente cuenta, es el del «buen ciudadano». Paralelamente a
como el Derecho natural es la medida de la obligatoriedad del Derecho, el bien
común es la medida de la autoridad del Estado, la cual es tanto más sólida, fundada
y «verdadera» cuanto más sólido y fundado sea el consenso acerca de la bondad de
los fines seleccionados, el acuerdo sobre las «decisiones últimas» y el vínculo de
solidaridad entre los ciudadanos. En este punto hay que reconocer que la palabra
definitiva es la dicha por Rousseau: en el «Estado mejor», la ley es la expresión de
la «voluntad general» y sólo puede llamarse legítimo un gobierno fundado sobre
aquella ley, porque sólo él ofrece una garantía segura de que se perseguirá un bien
verdaderamente común.
Hemos llegado al término de nuestro largo caminar, al momento en que, como
suele decirse, se echan las cartas sobre la mesa y se enseñan los triunfos, por
modestos que sean. ¿Existe en el Estado moderno un principio de legitimidad capaz
de investir al poder con el carisma de la autoridad? ¿Es dicho carisma, como opina
la mayoría, totalmente superfluo o simplemente impensable en el clima de
indiferencia y de escepticismo que parece rodear hoy a todo lo concerniente a la
política? Este libro ha pretendido demostrar que tal principio existe: el principio
de la legitimidad democrática es el único que, aunando la libertad de los antiguos y la
de los modernos, puede elevar a los hombres de la vil condición de súbditos a la
dignidad de ciudadanos.
Para probar nuestro aserto hemos intentado por todos los medios servirnos de un
lenguaje actual, aunque tampoco hemos dudado en recurrir, en ciertos casos, a un
léxico desusado. Puede en verdad sorprender al lector de hoy oír hablar del «buen
ciudadano» y del «Estado mejor». No es necesario advertir que, si hemos empleado
tales expresiones, lo hemos hecho sabiendo lo que hacíamos y sin alentar
demasiadas ilusiones de que el «Estado mejor», salvo en breves etapas felices, se
haya realizado ni pueda realizarse jamás.

268
Pero, como nos advertía un maestro eminente, los «esquemas» construidos sobre
las experiencias pretéritas son los que nos permiten establecer una «jerarquía» de
los acontecimientos del pasado y del futuro, añadiendo que quien no reconozca o
no quiera reconocer esta jerarquía «ni es un buen historiador ni un buen filósofo».
Ni por temperamento ni por profesión era Luigi Einaudi hombre dado a dejarse
llevar por los vuelos de la fantasía y a alejarse de un sano sentido de la realidad. Y,
sin embargo, nada encuentro mejor para concluir este libro que recurrir al modo
como él cerraba una de sus principales obras sobre economía, aplicando a la
materia política el «modelo de Pericles», que empleaba como piedra de toque para
medir «la más humilde categoría de hechos del pasado relativos a los impuestos y
a la hacienda».
Es posible, por supuesto, que el atractivo de la Ciudad de Pericles haya sido
sobrevalorado durante mucho tiempo y que lo que de verdad se conserva en
nosotros no sea más que su nostálgica apología en el famoso pasaje de Tucídides.
Pero las palabras de la gran oración fúnebre vuelven constantemente a nuestra
memoria siempre que pensamos en una democracia modelo. Respeto a la ley y al
orden, gobierno basado en el consentimiento, amor a la patria, orgullo de ser libres:
he aquí los elementos que evoca, incluso para nosotros, modernos, la imagen del
«buen Estado». Esta imagen puede resultar alterada cuanto se quiera por lo que los
realistas llaman «la verdad de los hechos», pero puede servir para comprender
muchas cosas que el realismo no puede explicar. El ideal, decía Einaudi, es lo único
que vive «en el corazón de los hombres». Parafraseando sus palabras, diremos
también nosotros que para la teoría del Estado la Ciudad de Pericles es la
«verdadera realidad».

Indicaciones bibliográficas

TUCÍDIDES, Oración fúnebre de Pericles, en la Historia de la guerra del Peloponeso,


II, 37-41; SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica, I-II, q. 21, a. 2; q.
90, a. 2-4; q. 92, a. 1; II-II, q. 97, a. 3; HOBBES, Leviathan, cap. 30; LOCKE, Second
Treatise of Government, §§ 3, 131, 134 y passim; A Letter Conceming Toleration (1689), ab
in.; ROUSSEAU, Contrato Social, II, 6; BENTHAM, An Introduction to the Principies
of Moráis and Legislation (1789), 2.a ed., 1823, cap. I; L. EINAUDI, Miti e paradossi
della giustizia tributaria, 2.A ed., 1940, cap. XII.

269
Impreso en el mes de junio de 2001
En Talleres LIBERDÚPLEX, S. L.
08014 Barcelona

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