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13 Los Limites Del Conocimiento Humano y El Problema de Lo Irracional PDF
13 Los Limites Del Conocimiento Humano y El Problema de Lo Irracional PDF
PROBLEMA DE LO IRRACIONAL
1. Introducción
No hay que identificar límite de certeza especulativa con el límite de conocer. Las
certezas especulativas que el hombre posee son muy pocas, afortunadamente el ámbito
del conocer se extiende mucho más allá. Cuanto mayores sean nuestras exigencias
críticas en el conocer humano, más estrechos serán los límites de nuestro conocimiento
y viceversa. Por tanto, hay que hablar de varios niveles de límites.
La configuración del tema de los límites del conocimiento es lenta y tardía en la historia
de la teoría del conocimiento. Así, en la filosofía griega y medieval, si cabe hablar del
límite, tal límite no estaba del lado del conocimiento mismo, sino del lado de las
realidades conocidas que, por sí mismas, carecían de las condiciones de
cognoscibilidad. Para poder hablar del límite desde el conocimiento mismo, hay que
esperar a la modernidad, cuando, al someterse el conocimiento a un autoanálisis
riguroso, se empieza a entrever que la capacidad cognoscitiva puede tener, en sí misma,
unos topes irrebasables. La actitud frente al conocimiento deja de ser una actitud
confiada para, desde Descartes, convertirse en una actitud cautelar, cuya mejor
expresión es la aceptación de que hay que contar con un método que embride las
“facultades” conque el hombre conoce. Pues, aunque, de acuerdo con la tradición, se
siga manteniendo que la razón, entendida como conjunto de los dinamismos de
conocimiento, es el lugar donde se lleva a cabo la revelación de la realidad, ya no se
trata de una revelación confiada, sino que requiere precaución y crítica.
Esta actitud crítica tiene como primer objetivo la propia razón o capacidad del hombre
para medir sus fuerzas y regular metódicamente su modo de funcionar.
Y en ese autoanálisis crítico resulta inevitable hacerse cuestión de los límites del
conocer. Para ello se hace preciso ganar la autonomía de la razón, sobre todo la
autonomía que liberase a la razón de su teologización medieval, por la que se
consideraba a la razón humana como participación de la razón divina. Porque,
obviamente, si la razón humana estaba respaldada por y apoyada en la razón creante,
hablar de límites, sobre todo de límite absoluto, sería ponerle, en cierta medida, límites
a la razón divina. Por eso el problema del límite adquiere su pleno sentido en una
razón secularizada, tal como Hume dice que debe ser el discurso filosófico en su ensayo
Sobre la inmortalidad del alma.
La pregunta que cabe plantear en torno al problema de los límites del conocimiento no
es si toda realidad es permeable al conocimiento humano (pues, sea cual sea la
respuesta a esta pregunta, se puede decir que carece de importancia), sino que la
pregunta obvia, desde una modernidad que se centra y se enclaustra en el yo y en la
razón, es ésta: ¿hasta dónde llega la capacidad del conocimiento humano?
Salta a la vista que el planteamiento del problema del límite y, sobre todo, la posible
admisión de un posible límite último del conocimiento humano, está indisolublemente
unido con el tema de lo irracional: si hay un límite absoluto del conocimiento, cabe
pensar, que no conocer, un más allá de ese límite. Con ello estaríamos en los dominios
de lo irracional. Esto significa que límites e irracionalidad son, en definitiva, dos caras
de un mismo problema.
Sin embargo, la pregunta no tiene una respuesta clara en sus obras, situación que era
de esperar debido a su teologismo gnoseológico, que recurre a Dios como garante de la
conformidad de mis ideas con las cosas en ellas representadas. Hay un claro
reconocimiento de límite en la finitud del hombre, límite que es más ontológico que
gnoseológico.
Si por esa investigación acerca de la naturaleza del entendimiento logro descubrir sus
potencias; hasta dónde alcanzan; respecto a qué cosas están en algún grado de
proporción, y dónde nos traicionan, presumo que será útil para que prevalezca en la
ocupada mente de los hombres la conveniencia de ser más cauta en meterse en cosas
que sobrepasan su comprensión, de detenerse cuando ha llegado al extremo límite de
su atadura, y asentarse en reposada ignorancia de aquellas cosas que, examinadas, se
revelan como estando más allá del alcance de nuestra capacidad. Quizá, entonces, no
seamos tan osados, presumiendo de un conocimiento universal, como para suscitar
cuestiones y para sumirnos y sumir a otros en perplejidades acerca de cosas para las
cuales nuestro entendimiento no está adecuado, y de las cuales no podemos tener en
nuestras mentes ninguna percepción clara o distinta, o de las que (como acaece con
demasiada frecuencia) carecemos completamente de noción. Si logramos averiguar
hasta qué punto puede llegar la mirada del entendimiento; hasta qué punto tiene
facultades para alcanzar la certeza, y en qué casos sólo puede juzgar y adivinar, quizá
aprendamos a conformarnos con lo que nos es asequible en nuestro presente estado
(ibid. , I, i, 4)
Porque, siempre que pretendemos avanzar más allá de esas ideas simples que
recibimos de la sensación y de la reflexión, y sumergirnos dentro de la naturaleza de
las cosas, de inmediato caemos en las tinieblas y en la oscuridad, en perplejidad y en
dificultades, y sólo descubrimos nuestra propia ceguera e ignorancia (ibid., II, xxiii, 32)
Sin embargo, nadie como Kant advirtió el problema de los límites del conocimiento.
Como el genuino conocimiento sobre el que Kant teoriza es el conocimiento objetivo,
resultado de la síntesis entre lo dado en las afecciones sensibles y lo puesto por el
dinamismo trascendental del sujeto con sus elementos aprióricos y la apercepción
trascendental del Yo pienso, la determinación de los límites se hará en función de ese
modo de entender el conocimiento objetivo. Es decir, estamos ante los límites dentro de
los cuales se puede llevar a cabo la objetivación en el sentido de Kant.
Kant parte del hecho de que el sujeto se puede hallar en dos actitudes plenamente
diferenciadas entre sí: la actitud dogmática y la actitud escéptica, que se encuentran
separadas, además, entre sí por un especial campo intermedio –el del escepticismo–. De
este modo, la razón, en su encaminamiento a su plena mayoría de edad, pasa por tres
momentos: la razón dogmática, la razón escéptica y la razón crítica. Mientras que en su
primer estado no puede hablarse de crítica, ya que el dogmatismo no es otra cosa que
«el procedimiento dogmático de la razón pura sin previa crítica de su propia
capacidad» (B-XXXV), cuando alcanzamos el segundo nivel, el de la crítica escéptica, se
da un significativo paso adelante en las cuestiones de la razón, sin llegar a ser algo
decisivo y permanente: el motivo está en que en este estadio escéptico la razón se
censura a sí misma para evitar todo uso trascendente de los principios, encerrándose en
su propia intimidad, para llevar a cabo una «cierta fisiología del entendimiento» (A-IX).
Por eso, ya que ni el dogmatismo ni el escepticismo pueden significar un ideal estable
para la razón, ni son, con respecto al conocimiento, actitudes que nos permitan
entender la posibilidad y la justificación del saber científico, es preciso acceder a un
nivel nuevo, el de la actitud crítica, para que, con ella, la razón
Emprenda la más difícil de todas sus tareas, a saber, la del autoconocimiento, y, por
otra parte, para que instituya un tribunal que garantice sus pretensiones legítimas y
que sea capaz de terminar con todas las arrogancias, no con afirmaciones de autoridad,
sino con las leyes eternas e invariables que la razón posee. Semejante tribunal no es otro
que la misma crítica de la razón pura (A-XI, XII)
El primer paso en las cuestiones de la razón pura y el que señala su edad infantil es
dogmático: representa la actitud de quien confía plena e ingenuamente en el poder de
la razón, sin que se haya puesto en duda ni reflexionado sobre las propias capacidades
cognoscitivas. El dogmático avanza con “aire solemne, sin desconfiar de sus principios
objetivos originarios, es decir, sin crítica alguna”. Frente a ella, la razón escéptica
introduce un cambio de rumbo volviendo sus pasos sobre sí misma, constituyéndose
como una censura de la razón, que pone en duda la posibilidad de utilizar de forma
trascendente nuestros principios cognoscitivos. Esta censura conduce inevitablemente a
dudar de todo uso trascendente de los principios, poniendo de manifiesto la prudencia
de un juicio escarmentado por la experiencia. Sin embargo, su papel no resulta
satisfactorio ya que no nos instruye acerca de lo que se puede o no se puede conocer:
La censura de la razón, típica del escepticismo, nos lleva a poner en tela de juicio la
posibilidad de un conocimiento objetivo y científico acerca del mundo. Es una labor
restrictiva con respecto a las aspiraciones de la razón, dando como resultado una
desconfianza general acerca de las posibilidades reales de un conocimiento objetivo. A
pesar de todo, la crítica escéptica ejerce un papel de sana crítica. No siendo satisfactoria
es, sin embargo, instructiva:
El escéptico es, pues, el educador del sofista dogmático, el cual es inducido a efectuar
una sana crítica del entendimiento, y de la razón misma. [...] El método escéptico no es,
por tanto, satisfactorio en sí mismo en relación con las cuestiones planteadas por la
razón, pero sí es instructivo en orden a despertar en ella la cautela y a indicarle cuáles
son los medios adecuados para asegurar su legítima posesión (A-769, B-797)
Es un momento transitorio que debe reemplazarse por medio de una radical actitud
crítica. La crítica debe decir cuáles son los límites de derecho y dónde se encuentran las
razones de nuestra ignorancia respecto de todas las cosas, es decir de la ignorancia
necesaria –lo que debe quedar demostrado a partir de principios, no de conjeturas–.
Así pues, la crítica, en su más profundo sentido, es aquella que pretende someter a
examen no los hechos de la razón, sino la razón misma, atendiendo a su capacidad a
priori para los conocimientos. En definitiva, lo que busca la crítica de la razón pura no
es otra cosa que instituir un singular tribunal para dictaminar acerca del poder que
tiene la razón en general, en relación a todos los conocimientos a los que puede aspirar
desde sí misma, según su propia configuración a priori:
En primer lugar, la crítica pretende realizar un desbroce del campo de la razón, con una
labor de limpieza y allanamiento de un suelo que todavía no ha sido cultivado.
También la crítica ha de servir para encontrar un fundamento adecuado al conocer
científico y objetivo: así se dice explícitamente cuando Kant indica que la crítica «no se
propone ampliar el conocimiento mismo, sino simplemente enderezarlo y mostrar el
valor o falta de valor de todo conocimiento a priori» (A-12, B-26). Finalmente, esta
crítica debe delimitar con exactitud y profundizar en la estructura de la subjetividad,
para reparar en el fundamento de la objetividad:
Otro límite de Kant es el noúmeno, al que podemos llamar límite superior. Está fuera del
alcance del conocimiento, es decir, es un límite negativo, ya que negativo es el uso que
quiere que se haga de este concepto, puesto que, entendido en sentido positivo, sería el
objeto de una intuición intelectual, de la que el hombre carece. Así pues, la gnoseología
de la objetividad de Kant es una rigurosa gnoseología de límites. Sólo entre tales
límites estamos, según su alegoría, en la isla de seguridad del conocer objetivo.
Con las limitaciones del conocimiento tropezamos también ante el hecho frecuente de
los errores en que descubrimos haber incurrido. Son experiencias que nos alertan sobre
las deficiencias de nuestra capacidad o sobre el mal uso que de ella hacemos. Una
situación parecida es la duda, sobre todo en aquellos casos en que, por más esfuerzos
que hagamos, no somos capaces de fundamentar racionalmente ni siquiera una opinión
razonable.
En todos estos casos no estamos ante límites teóricos, sino ante límites o, más bien,
limitaciones situacionales o incluso circunstanciales, que, si bien pueden de hecho ser
irrebasables para los individuos o para comunidades o sociedades concretas, no
constituyen en modo alguno un límite teórico al conocimiento humano como tal.
Teóricamente esas situaciones o circunstancias son superables.
El tema se tiene que plantear de una manera más radical: ¿es posible saber hasta dónde
llega el conocimiento humano? ¿Existe un límite absoluto del conocer humano? Que
hay un límite del conocimiento humano, parece algo indudable y claro. Lo que ya no
tiene nada de claro es saber cuál es ese límite hasta dónde puede llegar el conocimiento
humano. El hombre ha progresado y sigue progresando en las conquistas del
conocimiento: ¿podría seguir haciéndolo indefinidamente o existe un límite a ese
progreso? Y, si lo hay, ¿dónde está el límite?
Dada la estructura relacional del conocimiento entre sujeto y objeto, parece que el
límite ha de buscarse o desde el sujeto, o desde el objeto, o desde la interrelación sujeto-
objeto. Buscarlo desde el objeto/cosa nos lleva a la discusión de la cognoscibilidad de
las cosas tal como son en sí. Este sería un planteamiento más metafísico que
gnoseológico. En la modernidad no hay que esperar a Kant para poner en crisis la
cognoscibilidad de las cosas tal como son en sí. Se fue imponiendo progresivamente el
fenomenismo, es decir, la reducción del conocimiento de las cosas a su modo de
dárseme a mí, a su modo de aparecer y presentarse. Ello supone renunciar al
conocimiento de la naturaleza o esencia de las cosas, quedándonos en sus fenómenos o
“apareceres”. No se niega que las cosas tengan su esencia o naturaleza, lo que se niega
es la idoneidad del conocimiento humano para acceder a ella. Esto quiere decir que
carece de sentido hablar de un límite radicado en la incognoscibilidad de la realidad en
sí misma, sino que el límite ha de buscarse de parte del sujeto, que no cuenta con
capacidad para penetrar en la realidad en sí misma, realidad que muy bien puedeser
cognoscible para una inteligencia superior o simplemente distinta de la humana.
4. El escepticismo griego
Pirrón de Elis muestra que las cosas 1) son de igual forma, sin diferencias, sin
estabilidad, indiscriminadas; por eso, nuestras sensaciones y nuestras opiniones no son
ni verdaderas ni falsas. 2) No es preciso, por lo tanto, otorgar nuestra confianza a éstas,
sino carecer de opiniones, de inclinaciones, de sacudidas, diciendo acerca de todas las
cosas “es no más de lo que no es” o “es y no es” , o bien “ni es ni no es”. 3) Aquellos
que se encuentran en esta disposición lograrán primero la apatía y luego la
imperturbabilidad.
En aquellas circunstancias en que sea preciso decidir con urgencia, nos tendremos que
contentar con la primera representación. Si tenemos más tiempo, trataremos de obtener
la segunda. Y si disponemos de todo el tiempo requerido para proceder a un examen
completo, conseguiremos la tercera clase de representación.
Pero con esta extensión a lo probable, la razón viene a ser la guía o disciplina de todo el
saber, por modesto que sea, y fuera de ella sólo quedan (según palabras de Locke)
aquellas opiniones humanas que son puros “efectos de la casualidad y de la fortuna”,
es decir, “de un espíritu que flota en el dominio de toda aventura, sin elección y sin
dirección”.
Locke entiende por razón no la facultad del entendimiento que forma el discurso y
deduce los argumentos, sino algunos determinados principios prácticos de los que
dimanan las fuentes de todas las virtudes y todo lo necesario para formar bien las
costumbres, «ya que lo que se deduce correctamente de estos principios, se afirma con
todo derecho, conforme a la recta razón».
La razón no es creadora ni omnipotente, sino que ha de contar con la experiencia. La
acción condicionante de la experiencia es la que establece los límites de los poderes de
la razón y, en último análisis, del uso que el hombre puede hacer de sus poderes en
todos los campos de su actividad. La experiencia condiciona a la razón en primer lugar
proporcionándole el material que ella es incapaz de crear o producir de sí misma: las
ideas simples, esto es, los elementos de cualquier saber humano. Y la condiciona, en
segundo lugar, proponiendo a la misma razón las reglas o modelos y, en general, los
límites con arreglo a los cuales se ordena o puede ser utilizado este material.
Pensar y tener ideas es la misma cosa. Y aquí introduce Locke la primera limitación
fundamental: las ideas proceden exclusivamente de la experiencia, es decir, son fruto
no de una espontaneidad creadora del entendimiento humano, sino más bien de su
pasividad ante la realidad. Y puesto que para el hombre la realidad o es interna (su yo
o conciencia) o es realidad externa (las cosas naturales), por esto las ideas pueden
derivar de una u otra de estas realidades y se llamarán ideas de reflexión si se derivan del
sentido interno, o ideas de sensación si se derivan del sentido externo.
Más allá del conocimiento cierto se extiende el ámbito del conocimiento probable. El
conocimiento cierto es muy restringido: consiste solamente en la intuición de nuestro
yo, en la demostración de la existencia de Dios, y en la sensación actual de las cosas
externas. El hombre está dotado de una facultad que suple la carencia de
conocimientos ciertos: el juicio. Éste, como el conocimiento, consiste en el acuerdo o
desacuerdo de las ideas entre sí. El juicio no da demostraciones, sino solamente
probabilidades; la probabilidad se refiere a las proposiciones que no son ciertas y sólo
ofrecen una pequeña persuasión; los fundamentos de la probabilidad son dos: a) la
conformidad de alguna cosa con el conocimiento, la observación y la experiencia; y b)
el testimonio de los demás hombres, que testifica sus observaciones y sus experiencias.
Por tanto, los límites del conocimiento racional vienen dados por:
1. La limitada disponibilidad del material empírico y la falibilidad de la misma
razón humana. La razón no puede hacer nada donde falten las ideas. Donde no
haya ideas, el pensamiento debe detenerse.
2. Aún disponiendo de ideas, la razón se ve limitada o impedida por su confusión
o imperfección.
3. Se ve limitada por falta de pruebas, es decir, por la falta de aquellas ideas que
deberían servir para demostrar la concordancia cierta o probable entre dos
ideas. Pese a esto, con todos sus límites, la razón es, según Locke, la única guía
de que dispone el hombre en todas las actividades de su vida.
¿Por qué es ello así? Debido a que nosotros no podemos conocer más allá de los límites
que nos marca la experiencia; pero mediante la experiencia nosotros percibimos
solamente hechos contingentes, y nunca inferencias demostrativas; ahora bien, son
estas inferencias demostrativas las que constituyen el verdadero conocimiento.
Nuestras inferencias son producto de la costumbre o el hábito, “pues siempre que la
repetición de un acto y operación particular produce una propensión a reconocer el
mismo acto y operación, sin estar impelido por ningún razonamiento o proceso del
entendimiento, decimos siempre que esta propensión es el efecto de la costumbre”.
Pero, la costumbre es lo que podríamos denominar un conocimiento de segundo grado,
un conocimiento útil para la vida, pero no es un verdadero conocimiento que penetre
en las causas últimas de las cosas ya que “la naturaleza nos ha tenido a gran distancia
de todos sus secretos y nos ha proporcionado sólo el conocimiento de algunas
cualidades superficiales de los objetos, mientras que nos oculta los poderes y los
principios de los que depende totalmente el influjo de estos objetos”.
La costumbre es un conocimiento útil para la vida humana, y es tanto más útil cuanto
que la crítica de la noción de causalidad nos ha privado de todo verdadero
conocimiento. En efecto, en función de la crítica a la causalidad hemos llegado a la
conclusión de que no hay ningún conocimiento cierto, pero sin certezas la vida humana
sería imposible. Así, yo no podría salir a la calle si no pudiese tener una certeza
razonable de que la tierra no se va a abrir delante de mí tragándome, pero a la vez no
podría permanecer en mi casa si no tuviera una certeza razonable de que no se va a
hundir atrapándome debajo. Esta certeza razonable, que es a lo más que podemos
aspirar no es verdadero conocimiento, y desde el momento en que no es verdadero
conocimiento estamos ante un escepticismo; pero tampoco es un escepticismo radical,
ya que el escepticismo radical es algo autocontradictorio.
Los objetos de la experiencia, dice Kant, son fenómenos. Los objetos de la experiencia
son apariciones o apariencias; ahora bien, la apariencia es lo que se opone a lo real.
Pero, si nuestro conocimiento de la experiencia son meras apariencias, nuestra
experiencia, nuestro conocimiento, será un conocimiento de engaños, una ilusión que
nos oculta la verdadera realidad.
Ahora bien, dice Kant, sólo pueden ser objetos de conocimiento aquellos que puedan
ser referidos a la unidad de la consciencia científica, aquellos que puedan ser intuidos y
pensados. Sólo pueden ser intuidos aquellos que lo sean en la intuición pura o en la
empírica; sólo pueden ser pensados aquellos que son sintetizados en las categorías. Los
objetos tienen, pues, que ser aparentes para ser conocidos; tienen, por tanto, que ser
fenómenos para ser objetos de conocimiento. Lo que no sea fenómeno no es objeto de
conocimiento posible.
Ahora bien, dado que el fenómeno es la realidad que percibimos, resulta que ésta, sólo
en parte, proviene del exterior. Es decir, la realidad es también producto de nuestra
manera de percibir y conocer aquello que percibimos. Todo aquello que es forma
fenoménica es puesto por nuestra razón, y nada nos permite suponer que el espacio, el
tiempo, o cualquiera de las categorías sean realidades existentes en sí mismas con
independencia respecto al sujeto.
Kant denomina noúmeno o “cosa en sí” a esta realidad independiente de nuestra razón.
Noúmeno sería la realidad externa de la que provienen las impresiones sensibles, y es
previa a la ordenación que realizan la sensibilidad y el entendimiento. Por definición
no conocemos en qué consiste el noúmeno. Cuando la razón conoce lo hace aplicando
las formas del espacio, tiempo y categorías, ya que no es posible conocer de otra forma.
Pero entonces transformamos la realidad, que ya no es noúmeno, sino fenómeno; ya no
estamos ante la realidad en sí misma, sino ante la realidad tal y como se nos aparece.
Sabemos que el noúmeno existe, pero no sabemos qué es: está más allá del espacio, del
tiempo y de las categorías y, por tanto, más allá de nuestra forma de conocer. El
noúmeno ni puede ser percibido ni puede ser conocido.
Por tanto, según Kant nuestro conocimiento es limitado, pues no podemos conocer lo
que las cosas realmente son, sino lo que nosotros ponemos en ellas, no conocemos
noúmenos, sino fenómenos; los límites de nuestro conocimiento proceden de dos
fuentes: por un lado de la experiencia, pues «todo conocimiento comienza con la
experiencia», de donde se sigue que todo aquello que no procede de la experiencia no
puede ser objeto de conocimiento cierto; pero, por otro lado, al afirmar que «no todo él
[el conocimiento] procede de la experiencia», Kant nos está diciendo que nosotros
conocemos de las cosas aquello que ponemos en ellas; es decir, nuestro conocimiento
está limitado por nuestra capacidad de conocer y por las estructuras subjetivas que nos
llevan a construir el conocimiento.
Sin embargo, Descartes y el ocasionalismo había afirmado que podemos tener una
especie de conocimiento intuitivo; este conocimiento intuitivo se caracteriza por su
evidencia y todo lo que es evidente es cierto. Con lo cual, parece que podemos alcanzar
un conocimiento absoluto, aunque no a través de un proceso intelectual, sino mediante
un proceso intuitivo. ¿Es esto cierto? Según Kant, es imposible que en el hombre pueda
darse una intuición intelectual.
Así pues, la intuición de nuestra mente es pasiva, y por ello mismo, sólo es posible en
tanto que algo puede afectar a nuestros sentidos. Pero la intuición divina que es
principio de sus objetos, y no es algo principiado, como independiente que es, es
arquetipo y por lo mismo intelectual (Dissertatio de 1770, Madrid, CSIC, 1950, parágrafo
10, p. 93)
La intuición humana ha de ser receptiva y sensible. Con ello quiere decirse que ésta
procede del pensar, del entendimiento. Ahora bien, dicha facultad del pensamiento no
puede ser ya intuitiva. Un “entendimiento intuitivo” vendría a ser una expresión sin
sentido o contradictoria. El entendimiento humano es una facultad que exige una
referencia a la intuición sensible: «Todo pensar tiene que hacer referencia directa o
indirecta a las intuiciones y, en consecuencia, (entre los hombres) a la sensibilidad, ya
que ningún objeto se nos puede hacer presente de otra forma» (A 19/B 33). Para la
compleción del conocer humano se exige el pensamiento, en cuanto facultad no
intuitiva, y los conceptos, “orientados a la posibilidad de un objeto”, así como las
intuiciones sensibles, las cuales nos habrán de dar y presentar algo que, subsumido
bajo el concepto, representa la auténtica y completa objetividad.
Según Kant, sólo cabe pensar una intuición sensible en un intuitus derivativus como el
humano. En el caso de poderse dar una intuición intelectual en el hombre, ésta debería
situarse a nivel de entendimiento, a nivel del pensar. Pero el pensar implica una
actividad mediada por conceptos que han de ser referidos a intuiciones para alcanzar
su completud. De este modo se manifiesta que el conocimiento intuitivo intelectual, en
cuanto modo de conocimiento, no puede ajustarse a las limitaciones del conocer
humano.
Para Hegel no existe posibilidad de alcanzar ningún saber inmediato. Si alguien tiene, o
piensa tener, tal saber, en realidad lo que posee es un saber al que le falta la conciencia
de la mediación.
8. El conocimiento y lo irracional
No hacen falta especiales dotes de observador para darnos cuenta de que nos
encontramos ante un nuevo estilo de cultura. En efecto, estamos asistiendo a un
proceso de desracionalización de nuestra cultura, que no es incompatible con la
defensa de dominios de alquitarada racionalidad, como sucede con las ciencias
formales, los saberes científico-técnicos, etc. Frente a la razón, por la que los griegos
definieron al hombre, se han reivindicado y se siguen reivindicando en ese hombre las
dimensiones refractarias a esa razón: los instintos, lo vital, lo pulsional… Por otra parte,
estamos más interesados en la acción que en el pensamiento, en la actividad que en la
especulación racional. Las urgencias de la acción no dejan lugar a la reflexión de la
razón que, a lo más, viene tras la actuación con intentos justificatorios. Indudablemente
las urgentes actividades a que nos obliga una vida agitada no pueden esperar y
supeditarse a previas decisiones razonadas, ya que eso sería casi paralizar la vida.
Irracionales son asimismo las pasiones, los instintos o los sentimientos, los fenómenos
del inconsciente o los sueños, que no siguen las leyes del discurso racional. El
irracionalismo, en general, es visto como un defender lo irracional como una
característica del ser humano o de cosas relativas al hombre. Esta defensa consiste en la
valoración de otras fuentes de conocimiento distintas de la razón y la experiencia, y en
su grado máximo en la valoración del absurdo.
También respecto del irracionalismo hay que tener presente que la filosofía antigua y
medieval era una filosofía del ser, subordinando a él la explicación del conocimiento,
mientras que en la modernidad, con todos los titubeos previsibles, se invierten las
tornas.
Ante estas nuevas situaciones se han producido dos posiciones antagónicas: algunos
filósofos, considerando que tales realidades fundamentales no podían ser sometidas a
los cánones del conocimiento racional, desistían de supeditarlas a ellos, refugiándose
en el irracionalismo a la hora de dar cuenta de la realidad última (Nietzsche,
Unamuno). Pero hay otra posición antagónica, contraria a la aceptación de este tipo de
irracionalismo. Es la de aquellos filósofos que piensan que a nuevas concepciones de la
realidad, concretamente de la realidad humana, deben corresponder nuevas
concepciones de la razón que se ajusten al conocimiento de tales realidades. Así se
llega, por ejemplo, a la razón histórica y a la razón vital.
Una de las perspectivas más extremas del irracionalismo es la de los defensores del
absurdo, no tanto como carácter de la realidad misma, cuanto de la relación de la
realidad con el conocimiento del hombre. Modelos de esta perspectiva son Kafka y
Camus. Así, este último, en elMito de Sísifo, considera el absurdo como “punto de
partida”, para afirmar a continuación que «la creencia en el absurdo de la existencia»
debe servir de guía en una conducta consecuente del hombre. Así ha de ser si, según él,
“todo verdadero conocimiento es imposible”. El hombre se encuentra encadenado en
un universo que es incapaz de descifrar, y donde “una multitud de elementos
irracionales se ha alzado y lo rodea hasta su fin último”. Lo propiamente absurdo no es
el mundo, sino que el absurdo surge en la confrontación entre el mundo y el “deseo
desenfrenado” que tiene el hombre de conocerlo: hay un divorcio irreconciliable entre
el mundo y nuestro deseo de instalarnos racionalmente en él.
Tengo razón al decir que la sensación de la absurdidad no nace del simple examen de
un hecho o de una impresión, sino que surge de la comparación entre un estado de
hecho y cierta realidad, entre una acción y el mundo que la supera. Lo absurdo es
esencialmente un divorcio. No está ni en el uno ni en el otro de los elementos
comparados. Nace de su confrontación (El mito de Sísifo, Buenos Aires, Losada, 1959, p.
32)
Lo absurdo es el divorcio entre el espíritu que desea y el mundo que decepciona (o.c.,
p. 46)
Como consecuencia del fracaso de esta confrontación hay que llegar a la conclusión de
que “el mundo está lleno de irracionalidades” y que “el mundo mismo, cuya
significación única no comprendo, no es sino una inmensa irracionalidad”.
Dentro del racionalismo, sin embargo, sí hay un autor del que se puede decir que
admite explícitamente lo racional; éste es Pascal: «El último paso de la razón es
reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan. Débil debe de ser cuando
su conocimiento no alcanza estas cosas» (normal">Pensamientos, 188/278). «Todo lo que
es incomprensible no deja de ser» (ibid., 230/430).
Por su parte, el romanticismo es una rebelión contra el despotismo de la razón que, con
contadas excepciones, profesaron los ilustrados. Como dice Cassirer: «... aquel
‘irracionalismo’ tantas veces predicado por los románticos… no era, en el fondo, más
que un tópico y un grito de guerra lanzado contra el orgullo racionalista de los
hombres de la Ilustración» ( normal">El problema del conocimiento, México, F.C.E., 1948,
p. 280). Hay que romper el corsé de lo que ellos consideraban exceso de racionalidad,
aceptando que hay muchos casos en que la razón debe quedar relegada. Renuncian a lo
que consideraban como saturación de racionalidad. Los huecos que hay que conquistar
en la lucha contra el racionalismo ilustrado deben llenarlos el sentimiento, la
imaginación, la preferencia por la noche frente a la luz del Siglo de las Luces, la poesía
y el arte como modos privilegiados de acceder a determinadas realidades, el recurso a
los símbolos mitológicos, etc. Frente a la razón trascendental de Kant, o a la razón
impersonal de los ilustrados, se reivindica la subjetividad individual, la conciencia de
cada persona en su irrepetible individualidad. Estamos, pues, frente a una auténtica
quiebra de la racionalidad: más que un conocimiento dominador de la razón, se busca
un acercamiento casi contractual con la realidad, sea esto o no sea estricto
conocimiento.
Para superar esta dualidad kantiana, Jacobi afirma que únicamente la fe o la creencia, y
no la razón discursiva, nos permite conocer la realidad de una forma intuitiva y directa;
la fe es un constitutivo esencial del hombre, un dato a priori en la estructura humana,
que es superior al entendimiento, pues éste únicamente puede llegar hasta los
fenómenos, mientras que la creencia logra acceder al noúmeno con una certeza
indudable.
“El mundo es mi representación”. El hombre es el único ser que tiene conciencia refleja
de que lo que se le da del mundo son representaciones, no realidades; él no conoce
directamente el sol, la luna, ... sino que tiene un ojo que ve el sol, la luna…; el mundo
no existe pues más que como representación, es decir, con relación a otra cosa que es el
sujeto pensante. Todo cuanto existe para el conocimiento, es decir, el mundo entero, no
es objeto sino con relación al sujeto. Los presupuestos de esta postura están en
Descartes, Berkeley y la filosofía hindú. Descartes encontró en el yo el punto de partida
esencial y legítimo del conocimiento, el cual es algo subjetivo y tiene su asiento en la
conciencia; sólo este conocimiento del yo es inmediato; cualquier otro es mediato y
dependiente; Berkeley fue más allá y afirmó que todo lo que es extenso en el espacio y,
por tanto, objetivo, material, etc., no existe como tal, sino que existe simplemente en
nuestra representación. Del mismo modo la filosofía hindú cree que no hay
conocimiento ni ciencia independiente de nuestra representación. El punto de partida
de la filosofía de Schopenhauer es un hecho concreto: la representación; no arranca
pues ni del sujeto ni del objeto, sino de la representación, la cual implica a ambos. Los
que han partido del objeto como realidad primigenia y absoluta han tenido el problema
de cómo explicar el origen de ese objeto que es la totalidad del mundo percibido y su
orden; así los materialistas puros han recurrido a la materia, Spinoza y los eleatas a los
conceptos abstractos como el ser, la naturaleza o la sustancia; otros han recurrido a la
creación divina; pero todos ellos caen en el defecto de explicar el sujeto por el objeto.
Lo contrario hicieron los idealistas como Fichte para quienes el sujeto, el yo, es la base
del no-yo; pero esto sólo vale en el orden fenoménico y sólo por una ilusión del espíritu
que atribuye al yo un valor absoluto por el que crea el objeto. Schopenhauer, en cambio,
no parte ni del objeto ni del sujeto, sino de la representación que implica a los dos: no
hay representación del mundo sin sujeto a quien pertenece y sin objeto con contenido
propio y diferente del sujeto como tal. Ahora bien, ¿qué es esta representación? Un
fenómeno cerebral; el mundo, tal y como lo percibimos, es una representación mental
que pertenece a un sujeto; el que conoce todo sin ser conocido de nadie es el sujeto y,
como tal, es el fundamento del mundo. La dependencia del objeto respecto al sujeto es
la idealidad del mundo como representación; todos los cuerpos del mundo, incluido el
cuerpo humano del sujeto, en tanto objeto conocido, son fenómenos cerebrales, no
existen más que para el sujeto que conoce.
Ese acto de fe, donde se concentra toda la “sustancia de la vida”, implica una
resignación infinita, para “recobrarlo todo en virtud del absurdo”. Por esto la fe es algo
paradójico, irreductible a la razón humana. La paradoja y el absurdo se refieren a lo
incomprensible del misterio de Dios. En Migajas filosóficasKierkegaard pretende mostrar
la diferencia entre la verdad como la concebían los griegos, o la verdad socrática, en
que el maestro no es más que la ocasión del descubrimiento rememorativo por el
discípulo de la verdad que ya existía en él, y la verdad religiosa, en la cual el Maestro, o
Dios, engendra, al contrario, en el alma del discípulo, al que salva de sí mismo por un
nuevo nacimiento. Y para que el Maestro sea accesible al alumno, este maestro, también
paradójicamente, debe ser Dios y hombre a la vez (Cristo). De este modo, de nuevo
aparece la paradoja.
Dios no puede ser probado, sino sólo creído. Desde la fe, Dios sigue siendo el
“Desconocido”, del que el frío pensamiento racional, desprovisto de pasión, nada
puede decir. Dios es el “Totalmente Otro”, el “Diferente”.
Los conceptos más importantes alrededor de los que gira la filosofía vitalista son:
irracionalidad, temporalidad, historia, vivencia, instintos, perspectiva, muerte, finitud,
individualismo, etc. En este sentido, se puede entender la filosofía de Nietzsche como
un intento radical de hacer de la vida lo absoluto. Y la vida entendida en su dimensión
biológica, instintiva, irracional, la vida como ámbito de alegría y dolor.
Para Nietzsche las leyes de la razón son leyes del mundo. Los principios básicos a los que la
razón se somete cuando ésta se usa adecuadamente (la lógica) son también los
principios básicos de la realidad; son principios onto-lógicos. Así si queremos ser
racionales, debemos evitar la contradicción; y ello es así en virtud del respeto del
principio de no contradicción. Frente a esto, Nietzsche afirma el carácter irracional del
mundo: la lógica, la razón, son un invento humano. El no poder afirmar y negar
simultáneamente algo, según él, no expresa ninguna necesidad, sino simplemente una
incapacidad. Las cosas no se someten a regularidad alguna, el mundo es la totalidad de
realidades cambiantes, esencialmente distintas y separadas, sin relación, y acogen en su
seno la contradicción. La explicación de esta aberración racional, según Nietzsche, es la
aceptación de un mundo suprasensible (platónico), ideal, al que el mundo humano
debería adecuarse; pero no hay tal.
La razón humana no puede justificarse a sí misma. Si, la razón es algo propio del
hombre, pero es un mero accidente; es así, pero pudo ser de otro modo. De hecho, la
llamada “inteligencia” humana es un epifenómeno casual de la naturaleza, y significa
sólo un instante en el devenir del mundo caótico. La razón pasará, como lo hará el
hombre, de tal forma que si durante millones de años no hubo razón sobre la tierra, su
existencia actual es efímera, y también pasará y la tierra seguirá su curso caótico
durante toda la eternidad sin que deje la razón huella alguna de su paso. Además,
desde la herejía filosófica que encumbra a la razón, hay que afirmar otras dimensiones
propias del hombre finito, que la filosofía no ha tenido en cuenta o que incluso ha
despreciado, tales como el instinto, el sentimiento de poder, la imaginación, la
capacidad del asombro estético, etc. También estas instancias, y no ya el apelar a la
razón, son valiosas para justificar las creencias del hombre. La razón no tiene un
estatuto superior al de estas otras instancias. Por esto, la ciencia yerra de raíz, pues la
razón no puede justificar la ciencia, ni puede dar cumplida cuenta de la realidad.
En definitiva, no existe nada que pueda ser llamado conocimiento objetivo, que
supuestamente sea estéril de la influencia subjetiva del hombre. Éste no puede describir
las cosas como éstas son en realidad; no existe ninguna sustancia que esté frente al
hombre dispuesta a ser desvelada de forma impacial y certera. Pero esto es, justamente,
lo que caracteriza al intento filosófico que pretende, desde su origen, aprehender la
realidad, sea la objetiva (realismo), sea la ideal (platonismo). Nietzsche se pone de lado
de la corriente sofista que afirmaba el relativismo, el subjetivismo y el escepticismo, y
que se enfrentaba al supuesto objetivismo, a la aprehensión de la verdad tal y como
ésta es; no hay verdad que captar, ni hay razón capaz de captar lo que no hay, por lo
que cualquier intento de conocimiento objetivo está frustrado en su raíz.
En la realidad no hay esencias en espera de ser captadas por la razón humana, ni hay
características que sean comunes a ninguna especie. Por no existir, no existen ni las
cosas en tanto que sustancias; no hay propiamente objetos, ya que la consistencia que
los hombres atribuimos a los objetos, su permanencia como seres a través del tiempo no
es una cualidad de los objetos mismos, sino un acto de reificación sustancialista que la
mente atribuye a las cosas. Con Heráclito, Nietzsche piensa que todo fluye sin
consistencia, en un caos irracional que se resiste a ser aprehendido, porque no hay nada
que descubrir como consistente. La abstracción que la mente realiza prescindiendo de
las cualidades transitorias e individuales de las cosas es un acto ilegítimo que violenta
la realidad, que es móvil e inaprehensible. No existen los universales, por tanto, ya que
una misma palabra no puede ser utilizada para referirse idénticamente a dos cosas.
La filosofía griega, desde Sócrates, estimó que la realidad puede ser racionalidad en
tanto que pensó que la realidad puede ser atrapada en el concepto; el conceptualismo
afirma dogmáticamente que representa a lo real. Del mismo modo afirma que no
puede caerse en contradicciones, sobre todo no puede nada transgredir el principio de
no contradicción, al sostener que “A y ¬A” no se pueden sostener simultáneamente y
en el mismo sentido. Estas creencias, según Nietzsche, se fundamentan en la convicción
–infundada– de que la razón puede representarse la realidad, y además, sosteniendo
que la propia realidad no es autocontradictoria. Es decir, no existe en la realidad una
silla que sea roja y que no sea roja a la vez, por lo que la conceptualización, la razón, no
puede afirmar simultáneamente las dos cosas. Pero, según Nietzsche, la realidad no es
racional, sino irracional, caótica, contradictoria e inaprehensible, por lo que cae de raíz
cualquier conceptualización de la misma. La verdad no existe, sino que sólo es “un
error irrefutable”. El principio de no contradicción no es un principio de la realidad,
sino una expresión de la incapacidad de la razón para dar cuenta de la realidad. El
mundo es esencialmente contradictorio, no tiene ninguna regularidad, sino que es la
suma de una infinidad de cosas cambiantes, que no pueden ser conceptualizadas
porque son intrínsecamente irracionales. En opinión de Nietzsche el platonismo está a
la base de estas creencias. En efecto, pareciera que existe un mundo perfecto, donde
todo es racional y todo está estructurado, siendo perfectamente lógico. En ese mundo
de las ideas la realidad racional es absoluta y sin contradicción. Y la realidad más
patente del hombre, la muerte, es negada con la postulación de la existencia en el
hombre de un alma inmortal, que “vuelve” al “verdadero” mundo del que salió para
meterse en un cuerpo. Pero esto no es sino una renuncia a lo más peculiar del hombre,
que es un ser finito que muere al final de una vida que se vive en un mundo caótico,
irracional e imprevisible, “subjetivo” pero no objetivo ni absoluto en ningún sentido.
Pensar que existe un ser, que ese ser es inmutable, que ese ser existe en un mundo
alejado del terreno, que ese mundo es el verdadero, y que en ese mundo vive lo mejor
de el hombre que es su alma, he aquí el error capital en el que la filosofía se asienta
desde el principio en Grecia.
En una primera etapa (anterior a 1923) Freud coloca en el inconsciente los deseos
reprimidos, que son la expresión psíquica de excitaciones somáticas o pulsiones,
generalmente constituidos por deseos infantiles censurados o reprimidos, que tienden
a ejercer una fuerte presión sobre la conciencia, pero que solamente pueden
manifestarse a través de mecanismos como los del desplazamiento o la condensación.
La energía del inconsciente está regida por el principio del placer, que se opone al
principio de la realidad, y sus manifestaciones más destacables son los sueños y los
actos fallidos. A partir de 1923 Freud distinguió tres instancias formadoras de la
personalidad: el ello, el superyó y el yo. El ello representa las tendencias inconscientes e
instintivas, regulado por el mencionado principio del placer, pero no se confunde con
todo el inconsciente, que abraza también algunos aspectos del propio yo y del superyó.
1. No existen contradicciones lógicas. Las leyes lógicas sólo rigen para la mente
consciente. Y el principio de no-contradicción es una categoría propia del
consciente. Pero en el inconsciente predomina la ambivalencia, pues una cosa
puede darse al mismo tiempo que su contraria.
2. Es atemporal. También el tiempo, el saber el antes, el ahora y el después, es
propio de la mente consciente. El inconsciente, por el contrario, es atemporal.
Esto explica que un conflicto, o un trauma provocado en la primera infancia,
actúa –o puede hacerlo– en el individuo aunque hayan pasado muchísimos
años, si todavía no ha sido resuelto. Su existencia, reprimida, hará que
despliegue toda su fuerza dinámica en nuestro inconsciente y que incluso se
nos presenten síntomas –como los históricos– en nuestra vida cotidiana,
produciendo la sintomotalogía neurótica. Para el mundo inconsciente cualquier
dato está archivado en la psique y puede “despertar” cuando se reciban los
estímulos apropiados.
3. No existen las abstracciones. El inconsciente no sabe filosofar, ni realiza
abstracciones, sino que, por el contrario, es concretista. La abstracción es propia
de la mente consciente. Por esto el inconsciente recurre a símbolos que
concreten hic et nunc lo que quiera simbolizar, teatralizando o dramatizando
situaciones y personajes.
4. Es primitivo y ancestral. No presenta las sutiles gradaciones de la mente
consciente. Así, conscientemente podemos distinguir entre sentirse frente a una
persona con una cierta antipatía o aversión, pero a nivel inconsciente existe una
sola reacción (sin matices), que es más primitiva: matarla o agredirla.
5. Es mágico. Dos cosas que han estado en contacto (magia de contacto) o dos
cosas que se parecen (magia de analogía) forman unidades cerradas en el
inconsciente. También se considera omnipotente: v.gr. si se piensa en alguien, y
junto a ese pensamiento se tiene un sentimiento de odio, sólo con pensar en esa
persona, cree que se le dará la muerte.
Esta filosofía se pone frente a aquellos que han preferido las ideas abstractas al hombre
concreto. A estas ideas es a lo que Unamuno llama ídolos, los cuales deben ser
destruidos. La primera tarea que Unamuno se propone es romper esas ideas para
hacerlas nuestras; es decir, vivir las situaciones que dieron lugar a esas ideas para
hacerlas nuestras; de lo contrario, éstas resultan un peso muerto sobre nosotros. Hay
que romperlas como las botas, haciéndolas nuestras y usándolas. Si no hacemos esto, se
convertirán en una carga aplastante y tiranizadora para nuestra acción. En este sentido,
la eliminación de las ideas es el primer paso para encontrarse a sí mismo y para
encontrar a los seres humanos que sufren y gozan de una vida auténtica.
Las ideas, por el momento, aparecen como una mentira cuyo mecanismo debe ser
desmontado; pues lo peor de ellas no es lo que son, algo contrario a la vida, sino lo que
pretenden ser: el reflejo externo que ciega la fuente de donde proceden. Por eso el
hombre de carne y hueso, el que piensa para vivir y no simplemente para reflejar los
perfiles de las cosas, comienza por romper esas ideas con el fin de apoderarse de
aquello que ellas ocultan sin saberlo: los ideales. Éstos son verdaderos porque la
verdad, lejos de ser la adecuación de la mente a la cosa, es la consecuencia del
movimiento mismo de la vida; de ahí la verdad existencial y no sólo esencial de todos
los ideales aun lo más aparentemente absurdos. Un ideal podrá ser erróneo, pero nunca
será una mentira. En esta distinción entre ideal e idea reside el sentido del hombre de
carne y hueso. Éste es el punto de partida de la crítica de Unamuno a la filosofía y los
filósofos. En primer lugar, contra el intelectualismo de la escolástica: ésta quiso
racionalizar las sustancias y lo que consiguió fue convertirlas en ideas muertas, en
conceptos abstractos. Pero también contra el racionalismo moderno y contra Descartes,
su fundador, por haber disuelto el yo concreto, existente y haberlo idealizado. El
“cogito ergo sum” es una inversión de lo verdadero que es “sum ergo cogito”, es decir,
“vivo luego pienso”; la conciencia de pensar es ante todo conciencia de ser, de vivir. El
error de Descartes estuvo en prescindir de sí mismo, del hombre real, para convertirse
en mero pensador, en una abstracción. Y también contra el Idealismo alemán que
reduce lo real a ideas absolutas, especialmente Fichte que hace del yo un reducto
trascendental e impersonal. De otro lado, el positivismo materialista, aunque reaccione
contra el Idealismo postulando la primacía del dato empírico, niega toda metafísica y,
con su método analítico, pulveriza al hombre concreto reduciéndolo a un
conglomerado de hechos muertos, sin conciencia, sin vida.
9.6.2 Esencia del hombre concreto: la lucha entre la razón y la fe
Unamuno es antifilósofo porque rehuye Edad Media método usado por los filósofos; él
parte de la realidad del hombre de carne y hueso para decir de él que su auténtica
existencia reviste un carácter trágico por estar atenazado entre dos instancias
inconciliables: la voluntad de ser y la sospecha de dejar de ser, la razón y la fe, la fe y la
duda, la seguridad y la incertidumbre, la esperanza y la desesperación, el corazón y la
cabeza, la vida y la lógica, lo irracional y la razón. En esto reside la esencia y el motivo
de vivir de la existencia humana. El hombre siente que su fe es incompatible con su
razón, pero que no puede prescindir de ninguna de las dos. No podemos prescindir de
la razón porque, si no, haríamos de nuestra vida un sueño, ni podemos prescindir de lo
irracional porque la razón común, la de las verdades universales y necesarias, ha sido
definitivamente vencida. Aquí no existe victoria final: cuando el hombre se sumerge en
la irracionalidad deleitándose en su propio sueño, viene la razón a despertarle
advirtiéndole que el mundo de las abstracciones también tiene sus derechos. El hombre
de carne y hueso, agitado por la tragedia, no es el que huye de la sinrazón para
acogerse a la luz, ni el que ha escapado del universo racional para habitar el mundo
cálido de la fe, sino el que oscila perpetuamente entre uno y otro, el que está
constituido por el uno y por el otro; ambos constituyen los abismos y no los principios
a partir de los cuales se construye una determinada existencia; el hombre unamuniano
vive en guerra contra sí mismo, sin dejar por un instante de ansiar la paz.
La fe es crear lo que no vemos; de modo que no es creer por la autoridad de otro, sino
crear en fuerza de la propia voluntad; en ella predomina el elemento irracional y
afectivo.
10. Bibliografía