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UN ARTÍCULO PARA REFLEXIONAR SOBRE LA ARGUMENTACIÓN

Argumentar es más que opinar

Cuando alguien argumenta algo, nos toma en serio. Y se agradece. Porque argumentar
es ofrecer razones que tienen en cuenta no sólo de qué se trata, sino con quién se habla. No para
decir exclusivamente lo que el otro quiere oír, sino para tener presente su inteligencia y su sensibilidad.

Pero todo resulta acuciado por la prisa. No hay espacio ni tiempo, no sólo que perder sino
apenas que ganar. El espacio y el tiempo parecen arrasados. Nada de demorarse. Y para colmo de
despropósitos, llamamos “rodeos” a los argumentos. Importa la opinión, la posición y se
desatienden las razones. En tal caso, la polémica no es la controversia entre ellas, sino el choque
frontal de las posiciones. Y no está mal que se encuentren, pero esgrimiendo los argumentos. Y en el
festín de los topetazos, el cuidado se considera tibieza. Para tal faena de exhibición bastan unas dosis
de prejuicios, una somera información, algunos tópicos, con los correspondientes intereses, para
proponer certezas supuestamente incontestables. Eso sí, y para airearlas con firmeza. (...)

Hay cuestiones que pueden resolverse, asuntos que pueden dilucidarse y demostrarse. La
demostración se asienta sobre una serie en gran medida deductiva a partir de determinados elementos
propuestos. Y conduce a una conclusión. Pero no siempre las cuestiones de la vida, personal, social y
política se clausuran de ese modo. La argumentación no es una simple demostración. Busca influir
por medio del discurso, busca la implicación de un auditorio, tiene que ver con la vinculación efectiva
de personas y precisa de una serie de buenas razones para alcanzar, no tanto una conclusión, cuanto un
espacio abierto en las que ellas reclamen, propicien y permitan una decisión, una buena decisión. Y
esta suele estar envuelta en incertidumbres, en argumentos encontrados. Y no es de extrañar que
algunos consideren que tiene este componente “trágico”. A lo que se añade el hecho de que no basta
persuadir, hay que convencer. Y aquí no es suficiente con estar convencido, lo que ya es una conquista,
hay que ser convincente. Se argumenta para alguien. Los argumentos no tratan de imponerse, se
ofrecen.

Cicerón nos enseña que las grandes decisiones de la vida, “¿con quién viviré?”, “¿a qué
dedicaré mi vida?”, “¿me empeñaré o no en esta batalla?” no se dilucidan con una demostración y
precisan argumentación. Exigen decisiones, que no son soluciones, sino resoluciones.

La prisa no puede ser una coartada para el descuido o la desatención, para el atajo que
margina los argumentos. Resultaría ofensivo. Sin embargo, en ocasiones, los formatos, los espacios,
los escenarios que nos otorgamos para la escucha y para la palabra no parecen apropiados para la
argumentación consistente, lo cual no significa necesariamente que haya de ser premiosa o cargante.
La palabra se encuentra, entonces, perdida entre palabras, algo extraviada entre dichos, dimes y diretes,
entre eslóganes y titulares que nos arrojamos unos a otros, unos contra otros, sin más posibilidad que
impactarnos. No, desde luego, de convencernos.

Todo ello no es un argumento contra la brevedad, contra la brillantez argumentativa de


quienes nos ofrecen fuerzas y razones, de quienes nos informan directa y claramente, de quienes
ajustan extraordinariamente su verbo y a quienes tanto admiramos y con quienes tanto aprendemos.
Pero la capacidad de conmover, de deleitar y de convencer requiere sus argumentos, no
necesariamente convencionales. Su olvido propicia un enorme deterioro, personal, social y político, e
impide el efectivo diálogo y la imprescindible comunicación.

Ángel Gabilondo

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