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Vía Láctea

Mi hermano y su mujer habían llegado dos días antes y nunca tenían tiempo de

contarme cosas de Alemania. La última vez me trajeron chocolate con avellanas y una

diadema roja que, por lo visto, allí era la última moda; pero ese día solo andaban de un lado a

otro con los brazos caídos y sin hacer ruido al caminar. Ni siquiera pude contarles que ya era

la más alta de mi clase, casi uno cuarenta. Desde un taburete de la cocina les veía entrar y

salir a la habitación de mamá, en la planta de arriba. Cuchicheaban sin hacerme caso, pero

no me importaba mucho: prefería migar la leche y comerme despacio las cucharadas de pan

dulce pensando en Neil Armstrong, la Luna y todo lo increíble que iba a pasar esa misma

noche. Me imaginé a Armstrong mirando la Vía Láctea por la ventana del Apolo XI igual

que yo miraba mi leche migada, girando una y otra vez la cucharilla hasta hacer remolinos de

pan con forma de galaxia. La Luna, iban a llegar a la Luna y parecía que a nadie en mi casa

le importara. Estaba tan centrada en girar la cuchara pensando en el alunizaje, en ese instante

en el que pisaran suelo estable, que se me aflojó la mano y la taza se escurrió hasta caer al

suelo y partirse en dos trozos, uno pequeño con el asa y uno grande. De verdad que no

entiendo cómo pudo ocurrir. Limpié rápido la leche y el pan con un trapo, pero el suelo se

quedó pegajoso al secarse. Era la única taza que tenía para desayunar, recuerdo de la abuela

Luisa, y se había roto de la forma más tonta. Me iban a regañar seguro, no podría jugar al
diábolo con Rosi durante años. Lo peor era que, si se enteraban, no me dejarían ir a ver la

llegada a la Luna en la tele del bar del vasco. Guardé los dos trozos de porcelana en un cajón

de la alacena antes de que nadie pudiera verlos. Era un puzle fácil de montar, pero no tenía

forma de pegarlo. Mi hermano no se dio cuenta de nada porque seguía resoplando mientras

subía y bajaba las escaleras; un rato después empezó a llegar gente y me dijo que había que

poner sillas plegables de madera por toda la casa.

Nunca imaginé que doña Aurora supiera dónde vivíamos; por eso, cuando la vi

aparecer por lo alto de la calle con su vestido marrón y el moño sin apretar, me imaginé lo

peor. Quizá venía a hablar con mis padres de mis notas, pero, aunque yo en la escuela no era

la mejor estudiante —esa era Rosi—, tampoco daba motivos a doña Aurora para que me

castigara por nada. Luego pensé que sería por la leche, la leche en polvo: siempre decía que

los americanos gastaban mucho dinero para alimentar a los niños españoles y yo contestaba

que esos americanos deberían probar la leche de cabra que ordeñaba mi madre. Por un

momento creí que igual venía a recordarme que esa noche llegaban a la Luna. Doña Aurora

no veía bien que yo sacara de la biblioteca los libros sobre el universo porque decía que una

niña como yo tenía que aprender cosas provechosas de verdad, pero sabía que yo llevaba

meses esperando ese día. Cuando por fin llegó a mi portal y me vio, no me regañó ni dijo que

llamara a mis padres. Solo me cogió la cara con las dos manos y me dio un beso flojo en la

cabeza que, en lugar de tranquilizarme, me asustó como nunca. Tenía que contárselo a Rosi

y, de paso, preguntarle si tenía pegamento Imedio y si vería conmigo el alunizaje, pero su

portón estaba cerrado y su madre siempre se enfadaba si llamaba porque estaba en silla de

ruedas y decía que no podía estar abriendo por cualquier tontería.

Mi padre se había puesto un traje oscuro y no se levantaba de la butaca. Todo el

mundo entraba y salía de la sala, pero a mí no me dejaban pasar; nadie me decía nada, solo se
agachaban a besarme. La barba de los viejos pinchaba y algunas señoras me apretaban la

mejilla con la mano una y otra vez dejando olor a pimienta; yo eso lo odio, pero no dije nada.

Mi madre me riñe si me quejo delante de un desconocido porque, aunque yo no sepa quién

es, ella seguro que lo conoce.

También llevaba traje mi hermano. No era raro siendo domingo, pero sí a las seis de

la tarde. Me dijo que me cambiara de zapatos y me pusiera una rebeca de punto.

—¿Dónde vamos?

Él era quince años mayor que yo y siempre tenía una respuesta para todo.

—A ningún sitio —dijo—. Tú ponte ahí y organiza la comida.

Yo no sabía ni pelar un huevo duro, pero todo el mundo traía montones de comida

que olía muy bien. Al llegar, me preguntaban apurados dónde la ponían y yo iba

amontonando las cacerolas y tarros en la cocina. El suelo seguía pegajoso y empezaba a salir

una mancha de suciedad en las baldosas, pero nadie se había dado cuenta. Miré con disimulo

en el cajón de la alacena: allí seguían los dos trozos de porcelana, detrás de una bolsa de arroz.

Los vecinos trajeron tres ollas de caldo espeso y el veterinario dos bandejas de petisús. ¡Dos

bandejas enteras! Fui corriendo a decírselo a Rosi, pero su portal seguía cerrado. La vi por la

ventana de su habitación y me saludó con la mano. Quise preguntarle a gritos si tenía

pegamento y que bajara a comer petisús antes de que llegara Neil a la Luna, pero los hombres

que fumaban fuera estaban tan callados que no me atreví a levantar la voz.

Casi se había puesto el sol cuando empezaron a llegar las flores, sobre todo claveles

rojos y blancos. Había mucha gente en casa. Todos hablaban como a murmullos, pero nadie

me decía nada. La luz de la habitación de Rosi estaba apagada, quizá había bajado al pósito a

pintar la rayuela. Le estuve dando la lata a Rosi con la llegada a la Luna durante meses. Ella

decía que eso del Universo era una tontería y que seguro que sería mentira lo de la Luna, pero

vaya si era verdad. Al día siguiente no tendría más remedio que ver las imágenes y aceptar la

noticia más importante de nuestras vidas, del mundo entero. Decidí salir a buscarla sin decir
nada, con tanta gente nadie se daría cuenta de que no estaba en casa. Además, el olor de los

claveles se me metía hasta el fondo de la garganta, era horrible. Me tomé un vaso de caldo,

cogí dos petisús y caminé por el pueblo no sé cuánto tiempo. Apenas había nadie en la calle y

tampoco encontré a Rosi. Me senté en un banco del parque y miré al cielo. Aunque sabía que

no se veía la Luna, quizá el Apolo estaba pasando por allí.

Cuando volví había más gente que nunca. Reconocí a la estanquera y al cura, que

siempre caminaba muy despacio; así decían en la radio que caminaría Neil por la superficie

lunar debido a la gravedad, como a cámara lenta. También estaban los Pancorbo, los de la

tienda de ultramarinos, y la madre de Rosi con su silla de ruedas.

—Doña Encarna—le dije—, ¿está Rosi en casa?

—Ay, hija mía, ven aquí.

Me hizo acercarme a la silla y que me agachase para darme un beso. Doña Encarna

me da un poco de asco porque siempre tiene la cara sudada y huele mal. La gente seguía

hablando en voz baja. No quise mirar dentro del salón; subí directa a mi cuarto, estaba

cansada de andar y no quería ver a nadie ni comer más petisús.

Al día siguiente, la casa estaba casi vacía, sin vecinos ni sillas plegables. No sabía

cómo había ido la misión y mi taza para desayunar seguía rota. Era un día horrible. Mi tía

Miguela, la hermana de mi padre, barría el salón y había colocado de nuevo la mesa en el

centro. El suelo de la cocina ya no estaba pegajoso.

—Con lo que sobró ayer, tenéis comida para hoy —me dijo—. Se han ido ya a la

iglesia. Yo voy ahora, pero les he dicho que era mejor que te quedaras durmiendo.

A la iglesia en lunes. Estornudé porque el salón seguía oliendo a claveles. Con ese

olor, a mí no me apetecía comer nada. Solo quería escuchar por la radio qué había sido de

Neil, pero no estaba en donde siempre y me puse a buscarla por toda la casa.
Por fin vi a Rosi por la tarde, estaba más seria que nunca. Ella y su padre me dieron

dos besos y nos quedamos las dos calladas mientras nuestros padres hablaban. Fue tan

incómodo que se me olvidó pedirle pegamento y preguntarle por el Apolo, aunque

seguramente ella no sabría nada. Cuando salieron, recordé que una vez mi madre pegó un

trozo de papel que se había caído de la pared de mi habitación utilizando gachuela. Encontré

agua y harina y las mezclé bien para formar una masa que extendí sobre los dos trozos de la

taza. Apreté hasta que se secó el mejunje. Quedó perfecta. Ni siquiera se notaba la rayita que

había en la junta.

Coloqué la taza reparada en un estante de la alacena. Esa noche cenamos más caldo

y mi hermano empezó a empaquetar las pocas cosas que había traído. Cuando acabó, se

agachó delante de mí y también me acarició la cara.

—Mañana viene la tía Miguela. Tú no te preocupes.

Pero a la mañana siguiente, cuando se fueron, no vino nadie. Mi padre dijo que se

iba a ordeñar a las cabras, que si se quedaba ahí dentro se iba a morir, eso dijo. Me pidió que

preparara algo para comer y salió arrastrando los pies. Mi padre no es de mucho hablar.

Estuve toda la mañana asomada a la ventana esperando a la tía Miguela.

A mediodía tenía un poco de hambre pero no quedaban petisús. Mi tía seguía sin

venir. Seguro que mi madre me diría cómo se hacía un guiso de carne o un cocido, pero no

quería entrar en su habitación porque necesitaba descansar. No quería pensar en eso, en su

habitación. Vi por la ventana que la madre de Rosi estaba en su cocina.

—¡Doña Encarna! —grité—. ¿Qué hago para comer?

—¡Pero hija! ¿Y tu tía?

—No sé. ¿Qué hago?

—Coge unas patatas.

—¿Dónde hay?
—Tu madre las tenía en un saco, en la despensa.

En el fondo de la despensa había talegas de frutos secos y bolsas de papel con arroz,

garbanzos y lentejas. Encontré las patatas y cogí tres.

—Busca una navaja, pélalas y después las hierves. Luego las machacas con un poco

de leche.

Doña Encarna hizo el gesto con la mano y yo asentí. Nunca había pelado una patata.

No sabía cocinar nada, solo hacía bocadillos de chocolate y nueces para merendar. Mi padre

iba a llegar y no tendría nada hecho. Busqué en la gaveta algún cuchillo, pero lo que encontré

fue el asa de la taza sobre la repisa, quebrada por el mismo sitio y con hilillos secos y blancos.

Cada vez respiraba más fuerte. Volví a esconder rápido los dos trozos y encontré un cuchillo

tan grande como mi brazo, con un mango de madera oscura. No sabía si coger la patata con

la mano derecha o con la izquierda.

Mientras arrancaba trozos de piel, intenté no pensar en la taza. Después la volvería a

pegar, no pasaba nada. Las patatas se me escurrían todo el rato, pero, más o menos, pude

pelar dos. Se había roto la taza, se había roto otra vez. Y no sabía si Neil seguía entero o el

Apolo se había estrellado sobre la superficie lunar. Cuando empecé a pelar la tercera, se me

escapó el cuchillo y me corté un poco el pulgar. Contuve la respiración mientras veía salir un

hilo de sangre. Corrí a echarme agua del grifo y me tapé el dedo con un trapo pensando que

luego no iba a saber quitar esa mancha. Una vez leí que la sangre era roja porque tiene hierro

que se formó hace millones de años en una explosión de supernova. El trapo seguía

manchándose. Sin dejar de apretar, me senté en el suelo. Se había roto mi taza de porcelana

blanca. Cogía y soltaba el aire por la boca, más y más rápido, mirando cómo se extendía por

el tejido esa mancha tan oscura. Luego levanté la cabeza y grité lo más fuerte que pude:

“¡mamá, mamá!”. Sonó eco por la escalera y empecé a llorar.

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