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Este documento narra la historia de Walther, un niño cuyo padre es un brigadier de fuerzas aéreas. Walther a menudo se siente solo y evade la realidad. El narrador, maestro de Walther, descubre que Walther ha estado observando una pared cubierta de hiedras en el jardín, creyendo ver algo oculto entre las plantas. Finalmente, Walther revela que un mediodía vio un animal mitad águila y mitad caballo entre las hojas, sugiriendo que vio un hipogrifo.
Este documento narra la historia de Walther, un niño cuyo padre es un brigadier de fuerzas aéreas. Walther a menudo se siente solo y evade la realidad. El narrador, maestro de Walther, descubre que Walther ha estado observando una pared cubierta de hiedras en el jardín, creyendo ver algo oculto entre las plantas. Finalmente, Walther revela que un mediodía vio un animal mitad águila y mitad caballo entre las hojas, sugiriendo que vio un hipogrifo.
Este documento narra la historia de Walther, un niño cuyo padre es un brigadier de fuerzas aéreas. Walther a menudo se siente solo y evade la realidad. El narrador, maestro de Walther, descubre que Walther ha estado observando una pared cubierta de hiedras en el jardín, creyendo ver algo oculto entre las plantas. Finalmente, Walther revela que un mediodía vio un animal mitad águila y mitad caballo entre las hojas, sugiriendo que vio un hipogrifo.
Yo soy aquel maestro, y narraré la historia del hipogrifo, una bestia mitad águila, según el vuelo celeste, y mitad caballo, según las fugas terrestres. Una vertical aquilina y una horizontal de caballo: si eres hombre, tal es la síntesis de tu movimiento. En cuanto al niño Walther, su desaparición continúa en la noche de lo indecible. Pero, ¡cuidado, almas bue- nas! No todos los desaparecidos están ausentes. El niño Walther, sentado en su pupitre delantero: así lo miraré todavía. Si el teorema de Pitágoras lo tiene atado en el salón, todo él parece fugarse ahora por el ventanal con la mitad exacta de su enigma. El niño Walther está dentro, según el caballo, y está fuera, según el águila: será difícil entender su histo- ria sin la noción de Walther en esa ubicuidad. Su pa- dre me ha llamado: es el brigadier Núñez de las fuer- zas aéreas, un hombre volador sobre artefactos de metal a hélices o a turbinas. Me habla del niño Walther, y sus ojos grises parecen abismados en pla- fones de cielo que no conozco: sí, el brigadier Núñez también es un ausente, como el niño Walther cuando está y no está en el teorema de Pitágoras. —Un muchacho lúcido —me ha dicho el brigadier—, y usted lo sabe, profesor. Tiene solo dos fallas que me inquietan; un gusto arisco por la soledad, gue lo ha llevado a eludir toda compañía; y una inclinación a evadirse por la tangente de cualquier hecho real o imaginario. Naturalmente, hay algunas razones que justificarían esas dos fallas. —¿Cuándo perdió a su madre? —inquiero yo. —Muy tempranamente —se anubla el brigadier. —Ahí está la cosa. Brigadier, cuando nace una cria- tura, entre la madre y el hijo hay un cordón umbi- lical, el que se corta, y otro que no se corta ni debe cortarse, un cordón umbilical psíquico de funciones muy delicadas. —Por desgracia —se lamenta el brigadier—, las obligaciones de mi cargo me tienen lejos de la casa y Aparecido en Atlántida, Buenos Aires, octubre de 1968. 35 de Walther. En uno de mis regresos, observé que las atonías del muchacho se transformaban en una hostilidad no beligerante sino más bien "irónica". Por aquellos días el contralmirante Bussy nos acompañó en un almuerzo familiar. Sentados a la mesa, el con- tralmirante y yo discutíamos asuntos referentes a nuestras armas, cuando Walther, saliendo de su abs- tracción habitual, interrogó al marino intempestiva- mente. "Señor, ¿no derrocha usted su paga en aguar- diente, con los masteleros borrachos de Shangai?" El contralmirante y yo nos miramos en nuestro común asombro. Pero el marino lo tomó a broma, y dirigién- dose a Walther le advirtió: "Muchacho, desde la trac- ción a vapor no abundan los masteleros en el agua dulce ni en la salada. En cuanto al aguardiente, si yo fuera bebedor preferiría un whisky escocés madura- do en su pipa de roble". Walther lo estudió, al parecer defraudado: "Capitán —insistió—, ¿no ha hecho usted ningún desembarco en la isla Tortuga de los filibus- teros ?". "Te juro que no —le dijo Bussy—: creo, muchacho, que todavía estás en la cubierta de tu Salgari". "A propósito de Salgari —le anuncié yo riendo—, este muchacho ha escrito una historia titu- lada El bucanero rojo: la descubrí en un cajón de su pupitre y tiene algún mérito literario." Al oírme, Wal- ther se puso de todos los colores y temí que fuese a llorar: se puso de pie, dejó la servilleta junto a su plato y abandonó el comedor en busca de su escon- dite preferido. Advierto un sobresalto en las últimas palabras del brigadier. —¿Cuál es el escondite de Walther? —lo interrogo. El aviador me conduce a una ventana del estudio en que nos encontramos, y desde allí me indica el fondo mismo de la casa. Es un espectro de jardín cuyas líneas originales están desdibujadas por -un largo descuido y una invasión triunfante de malezas. En el centro distingo una piscina y el verdemusgo de su costra en la tez de un agua que no se ha renovado quizá desde muertos y felices días. —¿El refugio de Walther? —interrogo de nuevo. —Sí, en general, y no en particular —afirma y niega el brigadier—. No es el jardín en sí: observe 36 con atención aquella pared que sirve de fondo a la piscina. ¿Qué ve usted en ella? —Nada —le respondo—: es una pared vulgar, cu- bierta de hiedras o algo semejante. —¿Cree usted que un niño de once años, como Walther, encuentre diversión en observar una pared abstracta y cubierta de hojas uniformes? —No, señor. ¿Lo viene haciendo él? —A ciertas horas. —¿Cuáles? —Las del mediodía. Parece que sus "observaciones" requieren mucha luz. —¿Puedo ver al muchacho? —le digo entonces. —¡Háblele, profesor! —me autoriza el brigadier en su alarma—. Sí, a esta hora lo encontrará en el jardín y observando la pared que tanto lo atrae. Me digo a veces que unos azotes en las nalgas acabarían con sus rarezas. Desciendo a la planta baja y salgo al jardín o a su entelequia: no me será difícil interpelar a Walther si acato y sigo las reglas tácitas que ha impuesto él a sus relaciones con el mundo. Conozco esas normas y sé tender el medio puente que Walther necesita para construir la otra mitad o la suya, pontífice recatado. El almuerzo con el contralmirante, que acaba de referirme el brigadier, me parece antiguo en la his- toria de Walther; desde luego El bucanero rojo pue- de ser un relato del escolar, pero solo \m dibujo de sus primaras evasiones. Lo que ignora el briga- dier es que yo he descubierto los últimos poemas de Walther, escritos con tintas de colores diferentes, en una misma estrofa, según la "esencia" de cada vocablo. "¿Las palabras tienen colores distintos?", lo interrogo yo; y Walther enrojece de vergüenza. "Sí, hay una alquimia de las palabras —lo tranquilizo—: existió un poeta que lo sabía y que se llamaba Rim- baud". Desde que se lo dije, Walther construye su medio puente si le construyo la otra mitad. ¿Dónde se ha metido ahora ese pontífice, y ese Bucanero Rojo, y ese calígrafo de palabras coloreadas? No está en el jardín ahora, ni frente a la pared con su mortaja de hiedras. ¿Por qué "su mortaja"? Según lo veo, todo el jardín es un sepulcro de antiguos y amorosos días. Y de pronto Walther está junto a 37 mí, como si acabara de responder a un llamado sin voz. No me saluda, tal vez en la intuición de que su presencia es un acto continuo en mí: sólo eleva sus ojos grises a un ventanal de la casa donde un visillo recién levantado puede ocultar un dolor en acecho. —¿Habló con él? —me interroga sin inquietud—. Lo que mi padre le haya contado es la verdad y no es la verdad. —¿Cómo puede ser eso? —le digo yo. —Lo real y lo irreal son dos caras opuestas y equivalentes. —Tu padre sólo me habló de una pared vestida enteramente de hiedras —le confío. Y estudio sus ojos grises, en los cuales me parece advertir ahora una luz de recelo. No dura mucho: al fin y al cabo yo soy quien le nombró una vez la "alquimia de las palabras". Reservado y tranquilo, Walther me conduce hasta la piscina y luego me instala frente a la pared cubierta de hojas que sirve de fondo al jardín. Y es una pared abstracta y sin relieves: una triste y vulgar pared con su traje de hiedras adventicias. —Observe la pared, entre y sobre las hojas —me dice Walther al oído, como si temiese ahuyentar a un "alguien" o un "algo" con su voz. Concentro mis ojos en la pared: agrando y achico mis retinas y sólo veo un múltiplo cansador de ho- jas uniformes. ¡Qué pared tan imbécil! —Nada —le digo a Walther, que me observa con- teniendo su respiración—. No alcanzo a ver nada fuera de lo común. —Ensaye otra vez, pero sin forzar la vista —me ruega él. Así lo hago y nuevamente doy con la cara neutra de la pared. Entonces, como si debatiese una duda consigo mismo, Walther me dice o se dice: —No hay bastante luz ni afuera ni adentro. —¿Qué has visto en la pared a mediodía? —lo interrogo con tacto. No me responde, y en su mutismo "siento" la peligrosa tensión de una cuerda. En la misma tensión lo veo al día siguiente: sen- tado en su pupitre de la escuela, Walther es una 38 isla ensimismada en aquel archipiélago de veinti- séis cabezas infantiles. Reconozco en mi alma que la tarde anterior, frente a la pared y su mortaja vegetal, no he sabido tender a Walther el medio puente que requería su confidencia; y he transitado sin dormir toda la noche, en busca de un método útil que me abra las puertas de su revelación. Al terminar ei turno, lo acompaño a través de la Plaza Irlanda y sus alamedas otoñales: nuestra conversa- ción es trascendente, una palabra trae la otra, y hay resquicios posibles en aquella soltura de voca- blos. —Mi padre quiere que yo sea un aviador como él —anuncia Walther al fin. —Es lógico —le digo— que un padre volador quie- ra un hijo volante. Y no es malo ese oficio de volar. Una luz recelosa en los ojos de Walther: ¡atención! —Naturalmente —añado—, el brigadier, tu padre, solo vuela en máquinas de aluminio a reactores. Tal vez ignora que hay otros vuelos y otras máqui- nas de volar. En los ojos de Walther la luz recelosa da lugar a un relámpago del ansia. Y vuelvo a decirme: "¡Aten- ción!, ¡Atención!" —¿Qué le pedirías a un vuelo? —interrogo soslaya- damente—. Yo le pediría "la facilidad" y "la felici- dad". —¡Facilidad y felicidad! —estalla Walther en este punto—. ¡Eso anuncian las alas del animal que duer- me todavía en la pared y entre las hiedras! Y se muerde los labios en un gesto final de resis- tencia interior. —¿Has visto un animal en la pared? —le digo blan- damente, como tendiendo un camino de alfombras a la revelación de su secreto. —Lo descubrí un mediodía —confiesa él—: se hizo visible un mediodía. Yo miraba las hiedras que mi madre había plantado en su hora junto a la pared. ¡Es un animal del mediodía! —¿Qué forma tiene? Walther se concentra, y dice al fin en una suerte de monólogo alucinado: —El animal tiene la cabeza, el pecho y los alones de un águila. Todo lo demás en su figura se parece 39 a un caballo que duerme tendido sobre las hojas y con sus cuatro patas en flexión. —¿Has dicho que duerme? —Duerme "todavía": eso dije. Y despertará de un momento a otro. —¿Cómo lo sabes? —Ayer cuando vigilaba su sueño el animal desco- rrió los párpados y vi sus ojos, nada más que un instante. Son de pupilas verdes, con estrías doradas, que llenan casi totalmente la cavidad ocular. —¿Dirías que son "ojos crueles"? —Eso no —protestó Walther—. Son ojos de ave de rapiña, con la dulzura, el frío, la mirada y el color de la inteligencia. —¿La inteligencia tiene un color y un sabor? Walther no me responde: ¡oh, alquimias olvidadas! Está deshecho y feliz tras el parto de sus revelacio- nes. En adelante, y hasta el rapto último, quedará tendido entre nosotros un puente sin roturas. Aquella misma noche trato de conocer y definir la naturaleza del animal que se ha manifestado a Walther en una pared. Recordando su descripción y acudiendo a la zoología mitológica, no tardo en decirme que sin duda se trata de un hipogrifo, Busco en mi diccionario: "Hipogrifo, animal fabuloso, mi- tad caballo y mitad grifo, que suele aparecer en los romances de caballería". Recuerdo entonces una es- cena de Orlando Furioso donde Rugiero logra mon tar el hipogrifo que le ha enviado Atlante. Sí, el hipogrifo es un vehículo de caballeros embarcados en una empresa de caballería. ¡Bien! Pero, ¿a qué aventura es invitado el alumno Walther con la ma- nifestación de un hipogrifo en la pared abstracta de su jardín? ¿Qué sentido tendrá una bestia fabu- losa en Buenos Aires, ciudad que todavía no ha entrado en la leyenda, y en un mundo que parece haber cortado en sí todas las raíces de la subli- midad? Han seguido tres días en los cuales mi alumno del pupitre delantero no da muestras de novedad alguna. Pero al cuarto Walther me incita y me urge con su mirada gris: hay en sus ojos una invi- tación perentoria; un cuidado insomne y también 40 cierta dolorida perplejidad. Concluido el turno, nos volvemos a encontrar en los álamos tembladores de la Plaza Irlanda. Tal como él ya lo sabía, el animal ha despertado entre las hiedras de la pared. —No solo abrió los ojos —me dice—: además re- movió sus patas entre las hojas, y vi sus cascos de potro, duros y brillantes como las uñas de un bui- tre. También desplegó una de sus alas y la volvió a recoger sobre su grupa y su costillar. —¿Eso fue todo? —le pregunto. —No, señor —me responde—. Yo entendí que sus movimientos adormilados querían inspirarme con- fianza. Luego me habló. —¿Te habló el animal? —Sí, me habló, aunque no abriera él su pico de águila. Todo el animal se hizo "una voz" que me ha- blaba desde su pecho emplumado, sus alas quietas y sus remos de caballo en reposo. Era como una guitarra inmóvil y sin guitarrero, de la cual, sin embargo, brotase una música. —¿Qué te dijo "la voz"? —Me hablaba de galopes y vuelos. Naturalmente —reflexiono en mi alma—: galopes abajo, según el ofició de su mitad caballuna, y vue- los arriba, según el oficio de su mitad alada. ¡Un animal extrañamente lógico en su natura monstruosa! —¿Era una voz "neutral" o sugería un propósito deliberado? —le pregunto. —JSfo entiendo —vacila él. —Te pregunto si en la voz del animal había solo una "descripción" de viajes o algo más. —Mucho más. Toda su música era una incitación al viaje o una proposición de viajes. Y no era una descripción del viaje, ¡sino el viaje mismo con sus temperaturas, colores, aromas y sabores! ¡Alquimia de la palabra! En el principio es el Verbo. El animal ha despertado y habla en su escon- dite de hiedras. En el tiempo que sigue, la historia de Walther y del monstruo mimético disimulado en la pared me avasalla y desvela. Si me siento a veces como "prisionero de un anacronismo", reflexiono en seguida que para los entes creadores e instalados fuera de la condición temporal el anacronismo es del 41 todo imposible. Deduzco entonces que la reaparición de tales criaturas no responde a un caso de supervi- vencia mitológica sino de "necesaria oportunidad". ¿Y cuál es aquí la oportunidad del hipogrifo ante un pueril bucanero de galeones hundidos e islas ol- vidadas? "Animal fabuloso, mitad caballo y mitad grifo, que suele aparecer en los romances de caballe- ría". ;Eureka! La moción de las patas, o caballería terrestre; la moción de las alas, o caballería celeste. ¡Walther está entrando en una sabrosa peligrosidad! Aquella mañana el alumno Walther ocupa su pu- pitre: desde hace cuarenta y ocho horas aguardo los hechos que, a mi juicio, tendrán que darse ne- cesariamente junto a la pared. Y sus ojos me ade- lantan la señal que ha de reunimos afuera entre los álamos. Conozco allá la nueva: el animal se ha desprendido ahora de la pared, como un dibujo que abandonando su naturaleza de "figura" cobrase de pronto las tres dimensiones de un "volumen". —Se arrancó a sí mismo de la pared —me dice Walther— y se instaló junto a mí como lo hace un caballo en relación con su jinete. —¿Firme sobre sus cuatro patas? —inquiero yo. —i Tremendamente sólido! —me responde. Y en sus ojos leo todavía la sorpresa que ha re- cibido no hace muchas horas ante la contradicción de un animal que ya no es una figura plana sino un terrible mecanismo de viaje y ante la agresiva combinación de formas que ha resuelto la mitad de un caballo al unirse con la mitad de un águila. —¿Qué hizo el animal no bien se ubicó a tu lado sobre sus patas y con todo su volumen? —le pre- gunto. —Yo miraba su cabeza —responde Walther— er- guida sobre un cuello de plumas erizadas. —¿Erizadas como en un "escalofrío"? —Eso es. Y miraba sus ojos verdes, relampa- gueantes y sin humedad como la inteligencia. —¿Por qué mirabas al animal en la cabeza y en los ojos? —Porque de allí venía "la orden". —¿Una orden? —O una tentación, la de montar en el animal que me lo rogaba o exigía. 42 —¿Y lo montaste? —Sí. No hay pánico alguno en Walther cuando me na- rra su primer vuelo, jinete del hipogrifo. —¿Has volado con él sobre la ciudad? —Como sobre un mapa en relieve de Buenos Ai- res. Y solo hicimos tres picadas: una sobre la Ca- tedral, otra sobre la Pirámide de Mayo, la tercera y final hasta el vértice del Obelisco. Y no hay pánico alguno: tal vez una excitación en sus palabras, y en sus ojos una hez de imágenes que se dislocaron, vistas desde ciertas alturas. Aun- que previsible, aquella novedad me ha transformado: es evidente que se trata de un rapto inicial e ini- ciador; y aquí no es el jinete quien está sacándole los miedos a su cabalgadura, sino la cabalgadura quien está sacándole los miedos a su jinete. Bien sé yo que los próximos días le traerán a Walther otras roturas de horizontes; y me dispongo a seguir- lo de cerca y observar las crecientes de su aventura. Durante una semana lo veo llegar todos los días a su pupitre, abrir su cartera y ordenar los útiles con su alineo de siempre. Busco sus ojos, ¡pero ahora me los está negando como si respondiera él a una consigna! El pontífice ya no construye la mi- tad unitiva del puente: ¿qué habrá ocurrido y estará ocurriendo en el fantasma de jardín y en la pared engañosa de hiedras? Estoy indeciso en mi alarmada responsabilidad: ¿tendría que buscar al brigadier Nú- ñez y alertarlo sobre los acontecimientos? ¿Y qué le diría? ¿Que un animal fabuloso, mimetizado en- tre las hojas de una pared, está seduciendo a Wal- ther con promesas de altura? El brigadier no lo creerá: él sólo vuela en máquinas de aluminio con dos o cuatro turbinas. Así llegan el lunes, el martes y el miércoles de la otra semana: el alumno Walther no se ha presenta- do esos días, y su asiento vacío ya es una gran au- sencia. Tres noches hace que no duermo: ¡alguien tiene que llamar desde la casa! El jueves por la tarde, y a su requerimiento, estoy frente al briga- dier, que me anuncia la desaparición del escolar: sucedió el domingo, casi a mediodía, y las investiga- 43 dones acerca de su paradero han resultado inútiles. El brigadier está consternado, yo como sobre as- cuas. Y entonces bajamos al jardín o a su espectro, al otoño creciente de sus flores y hojas, a la pis- cina en su marco de lodo blanduzco, a la pared im- bécil donde no había nada. —Todo está igual —comenta el brigadier. El no ha observado que junto a la pared y gra- badas en el lodo de la piscina se ven unas huellas como de animal solípedo, unas improntas recientes de cascos de caballo.