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01.

cine, comunicación, cultura

Cualquier comprensión particular del cine parte de su entendimiento


general como un fenómeno comunicacional y un hecho cultural. Por eso, an-
tes de plantear las específicas cualidades que la historia ha otorgado al cine,
describiré sus características generales en el doble horizonte de la comuni-
cación y la cultura.
Aunque la descripción que sigue es en buena medida personal, no fun-
damentaré aquí las bases de las que parto. Baste decir que se trata del marco,
antropológico e historiográfico, en el que se inscribe el cine o cualquier otro
medio en tanto doble objeto textual y social. [Salvo que se especifique lo con-
trario, utilizo los términos «medio» y «medios» en el sentido genérico de
cada uno y el conjunto de los «medios de comunicación» definidos por la
cultura y la historia en un instante dado, sea cual sea —en contra de lo que
dicta el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española— el soporte
(natural o maquinal) y la finalidad (individual o grupal) de los mismos. El
concepto «medio» incluye, de este modo, tanto el cine comercial como la
foto doméstica; tanto la epístola como el e-mail].

el fenómeno comunicacional: artificio y praxis


Podemos definir la comunicación como el proceso y el producto de la
construcción cultural de la realidad a través de la apropiación textual y la circula-
ción social de los discursos y representaciones sobre la materia-espacio-tiempo del
mundo, sean cuales sean sus variados materiales expresivos (palabras, imá-
genes, sonidos, cuerpos) y sus diversas misiones comunicativas (artísticas,
informativas, educativas, publicitarias, recreativas…). De este modo, como
todo fenómeno comunicacional, el cine se define por ser, en cada ocasión y
al unísono, un artificio textual (la «película») y una praxis social
(«ir al cine»).
Esta doble faz (textual y social) de los medios implica reunir dos pers-
pectivas académicas que demasiadas veces se entienden como enfrentadas:
la semiología, o ciencia de los signos en discurso, y la sociología, o ciencia de
los individuos en sociedad. A esa insoslayable interpenetración —de lo tex-
tual y lo social o, si se quiere, de lo fílmico y lo cinematográfico— se aludirá
aquí con el término de lo cultural. En la comunicación, somos a un tiempo
sujetos de una apropiación (como creadores o receptores de un artificio tex-

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tual) e individuos en una circulación (como productores o consumidores en


una praxis social).
Ahora bien, este doblez textual y social de los fenómenos comunica-
cionales debe, a su vez, desdoblarse en aquello que ocultan cotidianamente
las perspectivas semiológica y sociológica [cfr. Esquema 1].

Esquema 1. La comunicación como artificio y praxis

la doble faz textual: lenguajes y aparejos


Si la apropiación es el proceso textual de interacción entre sujetos
y textos que generan formas expresivas (en la creación, la difusión y la re-
cepción), entonces, todo texto o artificio textual —de una conversa en
el mercado a un mensaje sms, pasando por una novela o una película— es
fruto de un doble trabajo: en los dominios semiológicos (de signos, códigos…
lenguajes) y en los entornos tecnológicos (de útiles, instrumentos… aparejos).
Ese inextricable doble trabajo sobre lenguajes y aparejos define la
especificidad y diferencialidad de las praxis comunicacionales como objeto
de estudio académico y trabajo profesional. Lo que quiere decir que la comu-
nicología o la filmología se abren y se cierran —y si no, son otra cosa: sociología
de la comunicación, tecnología audiovisual, narratología…— sobre esa doble

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faz de los lenguajes y los aparejos de los medios que toma por objeto. [Dejo
de lado que esas dos denominaciones que aquí utilizo de forma neutra y ge-
nérica —comunicología y filmología— no suelen ser aceptadas para nom-
brar, respectivamente, los estudios de comunicación y cine.]
Por desgracia, demasiadas veces lo semiológico y lo tecnológico son
concebidos, a pesar de su íntima relación, como dos universos insolubles. Así
ocurre cuando se segregan las historias de los «estilos» y las «técnicas» en
el Mundo del Arte, o cuando se oponen las perspectivas de la «teoría» y la
«práctica» en el Mundo del Cine y el Mundo de los Medios. Pero es obvio
que el lenguaje del cine está entreverado de principio a fin por su aparejo.
Basta echar un vistazo a su vocabulario: del «primer plano» al «travelling»,
pasando por el «fundido». Sin embargo, esa continua alusión tan solo suele
servir para despreciar la tecnología como aquel medio que sirve a un fin y
que, por tanto, desaparece —debe desaparecer, dicen los manuales— en la
creación y recepción de la película. Aquí, cada vez que digamos lenguaje (un
conjunto de signos y códigos) presupondremos un aparejo (un conjunto de
útiles e instrumentos) que hace posible —y constituye íntimamente— dicho
lenguaje. Haciendo un juego de palabras, todo artificio textual es producto
de un artefacto material.

el doble plano social de los medios: los usos


Si la circulación es el proceso social de intercambio de mensajes
entre individuos que generan prácticas comunicativas (en la producción, la
distribución y la consumación), entonces, toda praxis comunicacional
es, necesariamente, fruto de un acuerdo definido entre dos extremos varia-
bles en el tiempo: las conductas derivadas de los procesos mentales (cómo
sentimos, percibimos, conocemos, recordamos, imaginamos, soñamos…) y
las tradiciones derivadas de los contextos sociales (cómo trabajamos, dis-
frutamos, consumimos…).
Indudablemente, el largo devenir de los medios tiene una incidencia en
la formación de las conductas y las tradiciones que definen cada época
de la humanidad, de forma genérica, y la modernidad, de forma específica.
Somos, en cada período histórico, el resultado de los usos de los medios que
adoptamos y adaptamos: de los orígenes de los signos y los útiles a las termi-
nales de la red hipermedia. Aun así, se puede aceptar una cierta unidad —he-
cha de continuidades y rupturas— para dichos procesos mentales y contextos
sociales en lo que toca al cine en su corto pero intenso siglo de existencia.

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De este modo, sean cuales sean las propiedades internas de una for-
ma expresiva, toda práctica comunicativa se define por la atribución de unos
usos —más o menos abiertos o cerrados, libres o cautivos, únicos o múlti-
ples— para cada una de esas síntesis entre lenguajes y aparejos. Cada
uno de los llamados medios de comunicación a lo largo de la historia es exac-
tamente eso: el resultado de una compleja conjunción textual y social entre
lenguajes, aparejos y usos. De ahí que, aunque se puedan distinguir la forma
expresiva y la práctica comunicativa como objetos de perspectivas diferen-
tes, ambas quedan inextricablemente unidas como artificio textual y praxis
social en cada uno de los medios considerados.
[Adviértase que esta síncresis entre aparejos, lenguajes y usos hace de
cada uno de los medios unos forzados «aparatos ideológicos» o «disposi-
tivos culturales» —de los que la sociedad es más o menos consciente—. Y,
precisamente, por esta carga ideológica de esos dos términos en la comuni-
cología —aparato y dispositivo— nunca los utilizaré aquí para referirme a
las bases tecnológicas de un medio, que serán nombradas mediante los tér-
minos más neutros de artilugio, artefacto o aparejo.]
Resumiendo: más allá de la neutralidad y naturalidad que parece otor-
garle el término escogido, un medio se define —cultural, histórica e ideoló-
gicamente— en cada momento y lugar, según unas bases semiotecnológicas
y unos fines sociopsicológicos más o menos delimitados. Como el resto de
los medios —y en contra de las mitologías de la invención— el cine no se de-
fine entonces, de forma unívoca, por su lenguaje, su aparejo o su uso… sino
por la inextricable síncresis que se establece entre esos elementos en el doble
juego histórico de un artificio textual y una praxis social.

el campo cultural: reglas, rutinas, hábitos y costumbres


Una vez descrito su carácter comunicacional, el segundo posiciona-
miento general se refiere al estatuto del cine como un determinado campo
cultural. Más allá de cualquier posible especificidad y diferencialidad del he-
cho fílmico —como forma expresiva o base semiotecnológica—, los usos del
fenómeno cinematográfico —como práctica comunicativa efectiva según
unas condiciones sociopsicológicas— se definen siempre en el cruce de su
historia —tal como hoy podemos comprenderla— y su praxis —tal como
mañana podamos ejercerla—.
Ahora bien, esta globalidad de la cultura —en el presente, hacia el pa-
sado y el futuro— plantea dos consideraciones:

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• Por un lado, en la historia, toda definición posible del cine se inicia


y se cierra en aquello que, a lo largo de un siglo, hemos entendido y
practicado como cine. No vale pues inventarse desde el conocimiento
académico o ensayístico —incluido, claro, este ensayo académico—
una nueva definición ajena a la dada para un objeto ya centenario en
el saber cotidiano. Ni reclamar una «pureza de lo fílmico» (del lado,
por ejemplo, de la pintura o de la música) frente a una «impureza de
lo cinematográfico» (del lado, por ejemplo, del entretenimiento o de
la narración).
• Por otro lado, en la praxis toda idea del cine parte y acaba, en cada
instante, en todos aquellos que nos relacionamos con dicho objeto:
hacedores, espectadores, charladores y escritores. Poner al mismo ni-
vel estas cuatro categorías de individuos no implica otorgarles, inge-
nuamente, el mismo poder. Solo destaca que todos ellos forman parte
del llamado Mundo del Cine y que todos ellos tienen un papel en el
surgimiento y mantenimiento de aquello que concebimos como cine.
Por ejemplo, en el excluyente poder que se otorga a los directores y
actores como estrellas de su historia y su praxis. O en el valor que se
concede a los cinéfilos como ángeles custodios de su especificidad y
diferencialidad.
El cine, como cualquier otro hecho cultural, es lo que una época de-
cide —sin duda, de forma siempre harto conflictiva— a partir de la que re-
conoce y recuerda como su historia y de la que escoge e imagina como su
praxis. Este conglomerado de tensiones es lo que define el campo cinemato-
gráfico como un área cultural específica. Al menos, mientras se mantenga esa
diferencialidad que constituye el cine:
• Por un lado, como una forma expresiva, creada y recibida a partir del
cierre de unas determinadas reglas semiológicas y rutinas tec-
nológicas. Por ejemplo, esa extraña relación entre lo absolutamente
real («documental») de la filmación y lo absolutamente irreal («fic-
cional») de la proyección.
• Por otro, como una práctica comunicativa, producida y consumida
a partir de unos determinados hábitos mentales y costumbres
sociales, según unas determinadas intenciones (del autor), estrate-
gias (del texto) y expectativas (del espectador). Por ejemplo, vender la
película a los espectadores… o vender a los espectadores a los mejores
postores.

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la clausura del sistema institucional


No es posible cambiar el objeto: el cine. Pero sí corregir, despla-
zar, ampliar, ¿concentrar?… nuestra perspectiva sin cambiar de campo.
Especialmente, cuando la más parca redescripción de su historia y su praxis
desvela tantas trampas urdidas —conscientemente o no— por el mundo del
cine a lo largo de un siglo.
Tal redescripción del campo cinematográfico, sin embargo, implica en-
frentarse a una confabulación ideológica casi indestructible, pues todos for-
mamos parte de ella y, de algún modo, estamos en el mismo bando. Como en
otras ocasiones —¿merece la pena hablar de la radio, a la que una vez se lla-
mó la «octava arte»?— las posibilidades de un hecho cultural son reducidas
textual y socialmente a una sola forma de entenderla y practicarla, concebida
entonces como exclusiva y excluyente… a pesar de todas las fugas y huecos
que deja a su paso.
Todo campo cultural tiende compulsivamente a fijar —finalizar, en el
sentido digital— su objeto, en bien de la claridad y la simplicidad de su fun-
cionamiento interno y su rendimiento externo. Esa buscada y lograda clau-
sura es la que permitió el surgimiento y mantenimiento de lo que llamaré el
sistema institucional del cine, ampliando y afinando el sentido de un
concepto que no tuvo el desarrollo teórico que hubiera debido: el «Modo de
Representación Institucional, M.R.I.» de Noël Burch, finalmente utilizado
como un mal sinónimo del cine clásico.
Dicho sistema institucional actúa mediante la restricción, prime-
ro, y la sublimación, después, de un concepto estrecho y equívoco del cine
—tanto en lo económico como en lo estético— que poco tiene que ver con
el complejo cultural de modos de hacer, ver, hablar y escribir el cine en la
totalidad y continuidad de su acontecer y su devenir. Y conviene advertir que
ese doble plano de lo económico y lo estético no es una descripción neutra
de las posibles facetas del cine sino una enrevesada prescripción, ejecutada
por el sistema institucional, de las bases textuales y los fines sociales del cine
allí donde aparece el sempiterno latiguillo del doble carácter del cine como
«arte e industria».
De este modo, la construcción del sistema institucional del cine im-
plica una doble operación ideológica que acaba contaminado todo el campo
cinematográfico.
• Por un lado, una práctica dominante del cine que se impone so-
bre el resto de las prácticas, concebidas entonces como marginales o

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accidentales: de lo experimental frente a lo normal, de lo documental


frente a lo ficcional, de lo nacional frente a lo universal…
• Por otro, un discurso hegemónico sobre el cine que borra la capa-
cidad de hacer y pensar otros discursos, concebidos entonces como
disidentes o inconsistentes: los cines familiar, publicitario, científico,
experimental…

de la praxis a la semiotecnia: los oficios


Mostrar el carácter construido —y perpetuamente reconstruido—
de ese sistema institucional es, sin duda, el primer paso para una deconstruc-
ción reflexiva que saque al cine de donde lo mantenemos atenazado en sus
prácticas y discursos cotidianos. De ahí la pertinencia de empezar por situar,
externamente, al cine en el genérico ámbito de la comunicación y la cultura.
Es la vía de escape para redefinir el objeto fílmico lejos de las excesivas y
forzadas restricciones internas de un sistema institucional que ha terminado
por apoderarse del campo cultural en el que fue generado.
De este modo, recapitulando lo expuesto, el cine es, sea lo que sea, el
resultado al unísono —en la creación y la recepción, en la producción y la
consumación— de: (a) un trabajo semiotecnológico que define los lenguajes
y aparejos de su praxis a través de reglas y rutinas, más o menos reflexiva-
mente aceptadas; y (b) de un acuerdo sociopsicológico que define los usos de
su historia a través de hábitos y costumbres, más o menos conscientemente
asumidos.
Es en este conglomerado de posibilidades y limitaciones culturales
donde cristalizan lo que llamaré las semiotecnias como cada uno y el con-
junto de los saberes y haceres concretos de los oficios posibles de la comuni-
cación: del periodista al cineasta, pasando por el publicista; del operador al
montador, pasando por el microfonista… Si en este ensayo entendemos la
praxis como la doble relación que creadores y receptores —cada uno desde
su extremo— mantienen con las películas en su hacer, ver y hablar del cine,
es necesario entonces plantear un concepto específico para eso que suele
denominarse —en un cierto juego de aprecio y desprecio— los oficios del
cine. Era lógico, entonces —dada la especificidad de las praxis comunica-
cionales— unir en un solo término el doble plano semiótico/semiológico y
técnico/tecnológico que define las tareas y oficios de la comunicación.
Ahora bien, las semiotecnias y las praxis de cada momento y lugar,
de creadores y espectadores, se encabalgan —se textualizan y se socializan—

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sobre la historia, naturalizando así lo que por definición es un hecho cultural


de cabo a rabo. Conviene entonces relatar una mínima contra-historia de esa
naturalización tal como suele leerse, aún, en las harto caducas, pero conti-
nuamente reescritas y reeditadas, Historias Universales del Cine.

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