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Johannes Tinctoris: Liber de arte contrapuncti (1477)

Prólogo

Ahora, entre otras cosas, he decidido escribir con amplitud acerca de las cosas que
he aprendido del estudio cuidadoso del arte del contrapunto, el cual es creado a
través de consonancias, las que, de acuerdo a Boecius, regulan todos los placeres
de la música.

Antes de explicar esto, no puedo olvidar a aquellos filósofos como Platón y sus
sucesores, Cicerón, Macrobius, Boecius y nuestro Isidoro, quienes creían que las
esferas celestes giran según las reglas de la modulación armónica, esto es, de
acuerdo con las distintas consonancias.

Así dice Boecius que Saturno se mueve con el sonido más grave y los planetas
restantes en orden ascendente hasta la luna con el sonido más alto. Otros, por el
contrario, atribuyen el sonido más grave a la luna y desde ella ascienden los sonidos
hasta los más agudos que son provocados por las estrellas en su movimiento. Yo no
adhiero a ninguna de estas posiciones. Por el contrario, convengo exactamente con
Aristóteles y su comentador, y también con algunos filósofos de nuestra época, en
que no existe sonido ni probabilidad alguna real de sonidos en las alturas. Por esta
razón, no puedo ser convencido de que las consonancias musicales, las que no
pueden ser producidas sin sonido, sean la resultante del movimiento de los cuerpos
celestes.

Las concordancias de sonido y melodía, por lo tanto, de cuya dulzura, como decía
Lactanius, deriva el placer de los oídos, son creadas no por cuerpos celestes sino por
instrumentos terrenos, ayudados por la cooperación de la naturaleza.

Más aún, nos causa gran sorpresa que no haya música escrita más allá de los
últimos 40 años que pueda ser estudiada o digna de ser interpretada. En este tiempo,
sea debido a las virtudes de la influencia celestial o al ahínco y a la constancia, han
florecido, además de muchos cantantes que interpretan más que bellamente, una
infinidad de compositores como Johannes Ockeghem, Johannes Regis, Anthonius
Busnois, Firminus Caron y Guillaume Faugues que glorifican a aquellos maestros que
les inculcaron ese arte divino: Johannes Dunstable, Egidius Binchois y Guillaume
Dufay, todos recientemente fallecidos. Casi todos los trabajos de estos hombres
exhalan tal dulzura que, en mi opinión, tendrían que ser considerados los más dignos,
no sólo entre los hombres y los héroes, sino también como dioses inmortales.
Ciertamente nunca los escucho o estudio sin retirarme más renovado y sabio.

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