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Manual Quiebras
Manual Quiebras
EL JUICIO DE QUIEBRAS
TOMO I
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Se terminó de imprimir esta segunda edición de 1.000 ejemplares en el mes de noviembre de 1999
ISBN 956-10-1276-6
JUAN ESTEBAN PURGA VIAL
DERECHO CONCURSAL
EL JUICIO DE QUIEBRAS
TOMO I
A mi Elena Sofía
y a nuestro Samuel
PRIMERA PARTE
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PRIMERA PARTE
principio de la igualdad de los acreedores (art. 2469 del C.C.); de un atisbo del
denominado desasimiento de los bienes del fallido (art. 2467 del C.C.); de la
acción pauliana o revocatoria (art. 2468 del C.C.), y, por último, de la prelación o
preferencia en que deben ser cubiertas las obligaciones del deudor (arts. 2470 y
ss. del C.C.).
Nosotros no convenimos tampoco con esta segunda opinión, pero, al igual
que la anterior, no podemos dejar de acceder en que también aquí existe un haz
de verdad.
En vista del precedente análisis, volvemos nuevamente al principio. ¿Dónde
hemos de localizar la quiebra?… Porque no cabe duda de que la prelación de
créditos no es un capítulo especial del derecho. De hecho, se inscriben en un
capítulo más amplio que es aquel que se refiere a los resguardos legales contra
la insolvencia.
Existe, indudablemente, una cierta carencia terminológica en nuestra
legislación que acierte y reúna con una sola expresión a todo ese conjunto de
normas de las que participa el instituto de la quiebra. Porque, qué duda cabe, es
erróneo denominarlo derecho de quiebras (equívoco que no ha quedado en el
papel, sino que se ha extendido a la práctica judicial con consecuencias
nefastas).
Una primera y sólida réplica a dicha terminología es que la quiebra no es el
único de los remedios que nuestra ley contempla para poner coto a la
insolvencia; junto a ella podemos situar a la cesión de bienes, los convenios o
concordatos, la liquidación forzosa de un banco o institución financiera o de una
compañía de seguros, etc. Además, si bien es efectivo que la Ley de Quiebras
contiene la mayoría de las normas atingentes al tratamiento de la insolvencia,
existen otros textos legales, de menor o igual importancia, que proveen de otras
normas falenciales; como ser, el propio Código Civil, según lo hemos visto.
Para inscribirnos en la corriente dominante de las doctrinas y legislaciones
comparadas que siguen nuestra tradición, traemos a proposición la calificación
de las normas de contexto de la quiebra como derecho concursal. El derecho
concursal, nos dice Concha Gutiérrez, “es aquel que se constituye por un
conjunto de normas jurídicas que crean, organizan y desarrollan un sistema de
procedimientos, de naturaleza convencional, administrativa y jurisdiccional, cuya
finalidad genérica es la de erradicar la insolvencia de la vida de las transacciones
económicas”. Esta definición nos da ya una idea de la esfera donde operamos,
pero es incompleta e imprecisa, pues excluye todo ese conjunto de normas que
se denomina derecho penal concursal y, además, olvida que el derecho concursal,
más que erradicar la insolvencia en sí, es un verdadero tratamiento preventivo y
reparativo de los perniciosos efectos de la insolvencia; de forma que, afinando
una definición, el derecho concursal es más bien aquel conjunto de normas
jurídicas sustantivas y adjetivas, formales y materiales, que tienden a regular,
reprimir y aun evitar las secuelas de la insolvencia.
Creemos que la denominación para esta rama jurídica es susceptible de ser
adoptada en nuestro sistema, porque nuestra gran fuente de derecho privado, el
Código Civil, hace uso de la voz “concurso”, de forma que dicha expresión y su
sentido pertenecen ya a nuestro lenguaje jurídico positivo.
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PRIMERA PARTE
simplemente tendrá un perfil más nítido una vez que clarifiquemos cuáles son los
bienes jurídicamente protegidos por los concursos.
En todo caso, ya tenemos las coordenadas esenciales para adentrarnos en un
breve análisis del derecho concursal en general y de la quiebra en particular, y
en este último caso, al ver la naturaleza jurídica de la quiebra, daremos una
solución más especializada.
En suma, la quiebra se inserta en un conjunto de normas que denominamos
derecho concursal, que a su vez depende, en sus diversos aspectos, de las ramas
tradicionales del derecho y cuya especialidad le es proporcionada por los
caracteres de universalidad y colectividad que nacen de la naturaleza intrínseca
de la base fáctica de este derecho, a saber, de la insolvencia o cesación de pagos.
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sea de orden patrimonial para que constituya un crédito; tiene que ser un
derecho personal patrimonial sujeto a alguna modalidad.
Dicha modalidad no será la condición, porque suponiendo que fuera
resolutoria, no existe gesto alguno de confianza, ya que la obligación sería, en tal
caso, pura y simple. Tampoco será condición suspensiva, porque en este evento,
en tanto pende la condición, no existe obligación.
Sin duda, la modalidad aneja, por definición, a la obligación crediticia es el
plazo, el plazo suspensivo (esto es, aquel que suspende la exigibilidad actual del
derecho), pues esta modalidad es por antonomasia un acto de confianza. Es
cierto que en un acto jurídico crediticio pueden concurrir otras modalidades,
como la condición o el modo, pero para tipificar la obligación como de crédito es
indispensable la concurrencia de un plazo suspensivo. En la sola condición se
trataría más de un gesto de especulación que de un gesto de confianza.
Lo último que nos interesa afinar es la fuente jurídica que debe tener la
obligación para ser crediticia. Es verdad que en la vida comercial y también en el
comercio jurídico en general se emplea la voz crédito para referirse a cualquier
obligación pecuniaria, prescindiendo de su origen o fuente jurídica. Sin embargo,
para que exista un gesto de confianza se requiere de un acto voluntario de quien
lo hace, circunstancia que restringe con mucho el campo de la palabra crédito.
De ello concluimos que el crédito sólo puede tener su origen en un acto jurídico,
sea unilateral o bilateral, y muy en particular en un contrato.
Ahora, la confianza del acreedor, como lo expresara Fernández, “no se apoya
en meras suposiciones acerca de la responsabilidad y honestidad del deudor, sino
que se basa en algo concreto: si se trata de un crédito real, es la garantía que
supone la afectación especial de determinados bienes; si es un crédito personal,
es la capacidad objetiva del patrimonio (derecho de prenda general), y es la
capacidad subjetiva del deudor (competencia para administrar su patrimonio y
cumplir sus compromisos)”.
Por ello, podemos finalmente definir el crédito como aquel derecho personal
de contenido patrimonial, cuya exigibilidad está sujeta a un plazo suspensivo,
nacido con motivo del otorgamiento de un acto jurídico.
La importancia que juega hoy el crédito es un asunto de todos conocido;
mediante él funcionan casi todas las actividades productivas de relevancia en la
economía; mediante él se produce el encuentro entre ahorrantes e inversionistas,
lo que es la función misma del mercado de capitales, etc. Este crisol de
utilidades del crédito es lo que determina que su estudio presente más interés
para la ciencia económica que la jurídica, y por la misma razón es que de ser un
mecanismo de mero interés privado ha pasado a ser un instrumento cuyo manejo
distrae la atención pública. Sucede, como lo ha dicho Zalaquett, que en la
sociedad contemporánea, “el crédito tiene una importancia que supera
largamente el interés particular de los contratantes”.
Además de lo dicho, el crédito ha dado origen a un fenómeno denominado “de
la concatenación de patrimonios”, consistente en que las relaciones de crédito no
vinculan sólo a dos personas, sino que se extienden como una compleja red,
como un sistema circulatorio entre múltiples y variadas personas que se
encuentran así en una cierta dependencia. El ejemplo más ilustrativo lo
representan los bancos comerciales, que ligan a sí en calidad de acreedores y
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solventis, que significa acción o efecto de solventar, voz esta última definida
como “arreglar cuentas, pagando la deuda a que se refieren”, vale decir,
solventar es pagar. Luego, insolvente es aquel que no paga. Asimismo, la
expresión solucionar una deuda es equivalente a pagarla, como lo señala el art.
1567 Nº 1 del Código Civil. Así tanto en su origen etimológico cuanto por la
equivalencia que solventar tiene con pagar, es que lo único definitivo de la
insolvencia es que se refiere a los pagos y no a la composición del patrimonio del
deudor.
Nuestra jurisprudencia ha dicho que “la insolvencia se produce cuando un
individuo se haya incapacitado para pagar una deuda, o cesa en el pago de sus
obligaciones por comprometer su patrimonio más allá de sus posibilidades”.
Pero, lo que es más importante, en la práctica nada importa que un
patrimonio tenga más pasivo que activo si, en los hechos, es capaz de cumplir
oportuna e íntegramente sus compromisos por medios lícitos y normales.
Además, como señala Fernández, “el desequilibrio aritmético es, por otra parte,
un fenómeno interno que por ser tal no se divulga y, por ende, no afecta al
crédito del deudor”. El derecho es una disciplina de conductas exteriores y “a los
efectos de determinar si las deudas podrán ser o no pagadas, que es lo único que
interesa a los acreedores, debe tenerse muy en cuenta no sólo el monto del
activo, y en especial modo, del activo realizable, sino también el crédito de que
goza el deudor”. Bien puede ocurrir que un deudor tenga un activo muy inferior
a su pasivo y, no obstante, esté en condiciones de asumir sus deudas por medios
lícitos y normales; asimismo, es muy posible que estando en una situación
inversa no sea capaz de desinteresar a sus acreedores.
Otro tanto ocurre con la expresión mal estado de los negocios, que emplea
habitualmente nuestro derecho común.
De hecho, dicha expresión es utilizada con ocasión de la reglamentación de la
institución de la cesión de bienes (art. 1616 del C.C.) y, al mismo tiempo, con
ocasión del establecimiento de la acción revocatoria o pauliana (art. 2468 del
C.C.) dentro del párrafo “De la Prelación de Créditos”, en el cual también se
recurre a la voz insolvencia (art. 2466 del C.C.), todo lo cual nos quiere indicar
que se refiere a la objetiva incapacidad de pagar. Además, la Ley de Quiebras
asume dicha expresión para incorporarla al patrimonio lingüístico de dicha
reglamentación especial, dándole un significado equivalente al concepto de
cesación de pagos (arts. 42 Nº 5 y 75 L.Q.).
Pero pareciera que insolvencia es el fenómeno de impotencia patrimonial
cuando hablamos de deudores civiles y cesación de pagos, es lo mismo, pero
referido a los deudores calificados del art. 41 de la Ley de Quiebras. Sin
embargo, el trámite de fijación de la fecha de cesación de pagos de los arts. 61 y
ss. de la Ley de Quiebras es común a los deudores calificados y a los que no lo
son. Para ambos tipos de quiebra, la ley obliga a fijar judicialmente la fecha de
cesación de pagos, aunque para los deudores no calificados se remite al
vencimiento del primer título ejecutivo impago. De forma que los deudores no
calificados también incurren en cesación de pagos. Por otro lado, para deudores
típicamente calificados, como los bancos, instituciones financieras y compañías
de seguros, sus respectivos estatutos legales emplean indistintamente las voces
cesación de pagos o insolvencia.
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seguridad del crédito público, aunque sin duda la misma insolvencia es caldo de
cultivo para los delitos concursales más graves contra dicho valor de la
seguridad del crédito público.
En suma, la insolvencia es sólo una condición para investigar la vida de
quienes la ley reputa significativos en el comercio del crédito público, pero no es
ella stricto sensu la reprimida penalmente, sino que las malas prácticas de
dichos agentes que atentan contra dicho bien, consumadas durante toda su vida
comercial, y especialmente las conductas atentatorias contra dicho objeto
jurídico que causan, incrementan o se cometen a propósito de la insolvencia.
El segundo bien jurídico resguardado por la quiebra vimos que era la
igualdad jurídica de los acreedores o par condictio creditorum. Este es un punto
pacífico en la doctrina, pero lo que no se ha afinado bien aún es la naturaleza
jurídica de este bien jurídico. Cabe señalar que en Chile dicho principio está
consagrado por el art. 2469 del Código Civil, que reza: “Los acreedores, con las
excepciones indicadas en el artículo 1618, podrán exigir que se vendan todos los
bienes del deudor hasta la concurrencia de sus créditos, inclusos los intereses y
los costos de la cobranza, para que con el producto se les satisfaga íntegramente
si fueren suficientes los bienes, y en caso de no serlo, a prorrata, cuando no haya
causas especiales para preferir ciertos créditos…”.
Es común ver que los autores califican a la par condictio como un principio
de derecho privado, considerando que es una regla que gobierna las relaciones
jurídicas entre particulares, sin avanzar más que eso. Cabría señalar que la par
condictio no es una regla contractual, sino metacontractual, pues sólo puede ser
violada por un contrato mediante el perjuicio que este acto significa para un
tercero que no es parte en él. Por ejemplo: si A y B celebran una compraventa
por la cual A enajena a vil precio parte importante de su acervo al tiempo que
mantiene deudas insolutas con C, deudas que devendrán impagas a causa de
dicho contrato, entre A y B no hay “delito” contractual y el contrato es legítimo
entre ambos, sin embargo ser ilegítimo respecto de C, quien podrá instar por la
revocación del acto. ¿En base a qué principios privados puede C obtener la
revocación del contrato? Nosotros simplemente pensamos que la par condictio es
una limitación a la autonomía de la voluntad que pesa sobre las partes de todo
acto jurídico, sea judicial o extrajudicial, que comprometa el patrimonio de una
de ellas o de ambas.
Entonces, si el orden público es el conjunto de normas estimadas como
necesarias para el correcto funcionamiento de la sociedad, es fuerza concluir que
la par condictio es un principio que se inscribe dentro de dicho concepto,
particularmente dentro de la noción más moderna de orden público económico.
Lo curioso es que el Código Civil para esta infracción de una norma de orden
público no contemple la nulidad del acto por ilicitud del objeto, sino su
revocación (o, como veremos, la inoponibilidad del mismo); ello responde al
carácter especialísimo de la ilicitud en que se incurre al violar la par condictio, lo
cual explica que en ciertas circunstancias la ley común no sancione con la
nulidad sino con una pena distinta, en aplicación de los principios del art. 10 del
Código Civil.
En conclusión, la par condictio es una norma de derecho privado, pero de
interés colectivo o de orden público.
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Por último, vimos que ciertos insolventes cultivan una amenaza para la
macroeconomía, al sistema crediticio global (y no sólo a la cadena inmediata de
acreedores vinculados al deudor) y a la circulación misma de la riqueza (caso en
que el haber del cesante es significativo relativamente dentro de la economía en
cuestión) o al funcionamiento mismo de la colectividad (caso de las empresas
que desarrollan una actividad de servicio público imprescindible), valor que
genéricamente denominamos “de la sana fluidez macroeconómica”. En este caso
el ordenamiento de la situación no puede ser confiado a las normas privatísticas
y menos aún al principio egoístico del prior in tempore, potior iure; muy por el
contrario, el Estado aquí debe actuar en su calidad de garante del bien común,
pero a diferencia de lo que acontece en el caso de la seguridad del crédito
público, su intromisión es de naturaleza eminentemente económica y no sólo
jurídica o moral. Esta situación es la que ha generado ciertos ordenamientos
falenciales especiales para determinadas empresas (v. gr., los bancos
comerciales, las compañías de seguros, las instituciones financieras, etc.).
Compulsando: la cesación de pagos resiente la par condictio creditorum; la
transparencia en la actividad jurídico-crediticia, o seguridad del crédito público,
y, por último, la fluidez de la actividad económica. El primer valor estimamos que
es de interés colectivo o de orden público, pero de naturaleza privatística; en
cambio, los dos segundos son principios de derecho público, pues se refieren a
dos funciones que normalmente las comunidades modernas atribuyen al Estado
en cuanto garante del bien común, lo que no necesariamente tiene que implicar
una exclusión en su defensa de los particulares, pero que aun éstos, en tal
actividad, ya no se desempeñan como tales sino como coadyuvantes del Estado o,
para utilizar la acertada expresión de Provinciali, como órganos impropios del
Estado.
Ahora, teniendo en cuenta la reflexión precedente, podemos incluso formular
algún principio de jerarquización de los valores descritos, los que, siguiendo el
criterio habitual de la doctrina, se ordenan subordinando los intereses públicos a
los intereses que, aun cuando colectivos, sean privados. Esta jerarquización nos
permite resolver los conflictos que puedan emanar de una situación concreta,
que no son nada escasos. Respecto de los principios que hemos denominado de
derecho público, cabe destacar que es prácticamente imposible que se suscite
una oposición entre ambos, pues obran en esferas distintas y yuxtapuestas.
3. TEORIAS ACERCA DE LA CESACION DE PAGOS
Es importante repasar lo que han sido las conceptualizaciones en torno a la
cesación de pagos, pues este fenómeno económico-social es el antecedente tanto
estructural como dinámico del derecho concursal. En efecto, es la base
estructural porque los institutos jurídicos son instrumentos informados por la
función que han de desempeñar y, dado que los concursos tienen por objeto
soslayar los males de la insolvencia, su peculiar conformación les es dada por
ella. De igual modo, la insolvencia es también el antecedente dinámico de los
concursos, pues constatada que sea, debe ponerse en movimiento alguno de los
concursos alternativos.
Las teorías que se han formulado para perfilar un concepto jurídico del
fenómeno que nos preocupa, han sido ordenadas magistralmente por el autor
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derecho concursal del derecho europeo continental hasta 1838; en todo caso, su
precisión moderna se debe principalmente a las obras del italiano Bonelli y del
argentino Fernández.
4. DEFINICION DE CESACION DE PAGOS
Acogida por nuestra parte la teoría amplia, estamos en condiciones de
arriesgar una definición del fenómeno que nos ocupa.
La cesación de pagos o insolvencia es un estado patrimonial vicioso y
complejo que se traduce en un desequilibrio entre su activo liquidable y su
pasivo exigible, de modo tal que coloca a su titular en la incapacidad objetiva de
cumplir, actual o potencialmente, los compromisos que lo afectan.
Explicaremos esta definición.
a) En primer término la insolvencia es un estado patrimonial, una situación
más o menos permanente, y no un mero hecho aislado como el incumplimiento
de una obligación singular.
b) Es además un estado vicioso, con lo que queremos señalar que si bien por
sí mismo no configura un ilícito, pues no implica necesariamente una infracción
concreta, es caldo de cultivo fértil en expedientes dudosos. Dicho de otro modo,
es un estado tal que impide a quien lo sufre sanear legítimamente su patrimonio,
con sus medios normales o anormales pero lícitos.
c) Es un estado complejo. Esta característica atiende a la circunstancia de
que su exteriorización no es un hecho simple, aun cuando sus “hechos
reveladores” lo sean (v. gr., el incumplimiento de una obligación). El patrimonio
es una masa viva cuyos elementos están interrelacionados y son
interdependientes, por lo cual su evaluación merece varios elementos de juicio.
Tal estado no puede entenderse perfilado por el solo hecho de una infracción a
una obligación o por la sola apreciación de un balance (que por sí mismo no da,
entre otras informaciones, una idea exacta del crédito de que goza el deudor, de
las perspectivas futuras de mercado, etc.). Importa tener en cuenta, para llegar a
una conclusión más o menos definitiva, la calidad personal del deudor, su acceso
al crédito, su activo, su pasivo al corto, mediano y largo plazo, las condiciones de
mercado, su capacidad productiva, etc.
Nuestra jurisprudencia así lo ha resuelto, señalando que “la cesación de
pagos es un hecho complejo de carácter jurídico, resultante de la apreciación de
diversos hechos particulares que tienden a demostrar que un deudor
determinado, por circunstancias fortuitas o no, se vería en la imposibilidad de
solucionar sus obligaciones, aun cuando la imposibilidad no sea general…”.
d) Es un estado de desequilibrio entre el activo liquidable y el pasivo exigible
correlativos. Esta es la manifestación económica específica de la cesación de
pagos. Habitualmente, en nuestro medio, los autores rechazan la adopción de la
teoría amplia, porque ven en ella una traba práctica para someter al deudor a
concurso, pues creen que la insolvencia civil es el desequilibrio aritmético entre
activo y pasivo a secas, lo que, según ellos, importaría una previa liquidación y
reducción a valores comunes del pasivo y del activo que dé un resultado
negativo, para sujetar al obligado a concurso. Lógicamente ello es imposible,
pero el raciocinio descansa en postulados falsos, pues lo que importa es la
manifestación externa del estado del patrimonio, esto es, su capacidad para ir
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que fijaba taxativamente las acts of bankruptcy que permitían la apertura del
concurso, sin que se contemplara una causa genérica, de forma que aquí la act of
bankruptcy no era propiamente hecho revelador, sino que causa de la quiebra,
sin posibilidad de contraprueba. Sin embargo, desde entonces, mucho ha
ocurrido en la Insolvency Law británico. Hoy por hoy lo que determina la
apertura de un procedimiento concursal es la “lack of ability to pay all debts,
taking account of contingent and prospective liabilities”, o simplemente que el
deudor es incapaz de satisfacer sus deudas, siempre que dicha incapacidad se
acredite de alguno de los modos previstos en el art. 123 de la Insolvency Act de
1986.
c) Sistema chileno: El sistema chileno es una mixtura del sistema francés y
del sajón, que analizado con la perspectiva del tiempo transcurrido desde la
primera edición de esta obra, no nos parece tan malo. Fija un número taxativo de
hechos reveladores –v. gr., no pago de obligación mercantil aparejada de título
ejecutivo, la existencia de tres ejecuciones por títulos distintos, la propia
confesión o petición del deudor, la declaración de nulidad o resolución del
convenio, el rechazo de la cesión de bienes, el rechazo de las proposiciones de
convenio preventivo judicial, la fuga del deudor y la circunstancia que dentro del
plazo de protección para acordar el convenio apoyado por el 51% del pasivo, no
se logre dicho acuerdo, etc., pero, y aquí lo interesante, no cabe duda que la
causa de la quiebra y de los concursos en general es, en nuestro país, la
insolvencia o cesación de pagos como veremos al tratar del denominado recurso
especial de reposición. El único reparo que aún nos merece el sistema patrio es
que la ley fije taxativamente los hechos reveladores, restringiendo sobremanera
la posibilidad de acreditar la cesación de pagos, aunque tal vez sea una forma de
evitar peticiones de quiebra especulativas.
Perú siguió nuestro sistema en su denominada Ley Procesal de Quiebras, que
se inspiró en nuestra ley anterior, Nº 4.558. Pero en este punto su redacción
resultó más feliz, pues redactó la norma respectiva señalando que “cualquiera de
los acreedores podrá solicitar la declaratoria de quiebra en los siguientes casos:
1. Cuando el deudor comerciante se sobresea en el pago corriente de sus
obligaciones”; con esta redacción el sistema peruano se encontró en mejor pie
para corregir la interpretación en torno al concepto de cesación de pagos,
acogiendo la teoría amplia. Por ello, a fin de cuentas, puede ya casi equipararse
al sistema francés.
Argentina adoptó en su última Ley de Concursos Nº 19.551/72, el sistema
que nos parece más afortunado, y en esto ha sido seguida por la Ley Nº 24.522,
que derogó la normativa de 1972. El art. 85 dispone que “el estado de cesación
de pagos debe ser demostrado por cualquier hecho que exteriorice que el deudor
se encuentra imposibilitado de cumplir regularmente sus obligaciones,
cualquiera sea el carácter de ellas, y las causas que lo generen”, disposición que
se complementa con la del art. 86, que señala que “pueden ser considerados
hechos reveladores del estado de cesación de pagos, entre otros… 1) el
reconocimiento judicial o extrajudicial del mismo efectuado por el deudor”, y así
otros siete ejemplos, sin ser taxativos. Así la ley define la cesación de pagos
como la causa única de la quiebra, y lo que en nuestro medio se conoce como
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otra cosa y que tiene manifestaciones externas más o menos unívocas, de forma
que para conocer la insolvencia de un deudor no es menester liquidar su activo y
luego compararlo con su pasivo, amén de que el valor de liquidación de cualquier
activo no es un criterio contable real para evaluar el valor de una empresa. Si el
fenómeno de la insolvencia hubiere sido mejor comprendido, no habría sido
menester llegar a confundir a tal extremo la prueba con el hecho probado.
Luego el mensajista de 1929 define la justificación de la Ley Nº 4.558 (que
sigue sustancialmente la ley actual), esto es, la cesación de pagos como “el
estado del deudor, sea o no comerciante, cuyo patrimonio hace muestra de un
evidente desequilibrio entre su activo y su pasivo” (párrafo 7), y dijo también que
la causa de la quiebra era “toda situación de ruinosa fortuna… que detenga, en
manos inhábiles, la producción y circulación de la riqueza”. Vale decir, de la
lectura del mensaje de la Ley Nº 4.558, se desprende que el legislador tenía en
mente la noción amplia de la causa de la quiebra en particular y de los concursos
en general.
Pero también dicho mensajista se encarga de reiterar que “el proyecto (de la
Ley Nº 4.558) mantiene en todo su rigor el principio según el cual el comerciante
que ha cesado en el pago de una obligación mercantil, se encuentra en estado de
ser declarado en quiebra” (párrafo 12). Esta norma estaba en el antiguo art. 37,
Nº 1, de la Ley Nº 4.558, y fue sustancialmente repetida por el actual Nº 1, del
art. 43, de la Ley Nº 18.175.
Sin embargo, nuevamente al explicar la normativa relativa a la fijación de la
fecha de cesación de pagos, el mensaje expresa que “será el síndico quien fijará
en adelante la fecha de la cesación de pagos del fallido, porque dada la índole de
sus atribuciones, estará, sin duda, más capacitado que el juez para penetrar en
el secreto de los negocios y para apreciar mejor el momento en que se ha
iniciado el período de descalabro económico…” (párrafo 29). Vale decir, se insiste
nuevamente en que la cesación de pagos es un fenómeno general y complejo y
que es independiente de la fecha del incumplimiento de una obligación.
La Ley Nº 18.175 siguió sin apartarse de los principios a su precedente, la
Ley Nº 4.558, vale decir, también conceptúa la insolvencia como la causa de los
concursos, pero fija hechos reveladores absolutos y taxativos para acreditar su
existencia y abrir la quiebra. Pero ya dijimos que estos hechos reveladores se
encuadran dentro de la teoría de la prueba de la cesación de pagos y no
pretenden identificarse necesariamente con ella. Son presunciones simplemente
legales de insolvencia instituidas sólo para la apretura, en el sentido de que
verificadas que sean el juez debe declarar la quiebra.
Sin embargo, estas presunciones absolutas de cesación de pagos están
ordenadas para la apertura de la quiebra en base al principio de la celeridad
procesal que requiere la sujeción a quiebra de un deudor insolvente. Pero nada
impide que en el contradictorio postergado del proceso de quiebras y aun en el
procedimiento para determinar la fecha de cesación de pagos, se vuelva a
discutir nuevamente si existe tal estado de “descalabro económico” y en qué
momento se produjo.
En efecto, como tendremos oportunidad de ver, el denominado recurso
especial de reposición a la sentencia de apertura de la quiebra (sentencia
declaratoria), es el verdadero contradictorio del juicio de quiebra, al igual que la
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En todo caso, como causal de quiebra, esto es, como hecho revelador o
presunción iuris tantum de insolvencia, esta causal es bastante completa. La
misma celebración del convenio es prueba contundente de la existencia de
insolvencia o cesación de pagos. Su declaración de nulidad o de resolución
implica que el mecanismo concursal convencional alternativo a la quiebra ha
fracasado, por lo que se impone la ejecución como medida extrema para salvar o
regular la insolvencia del deudor.
Recordemos, sobre este particular, que este convenio extrajudicial requiere
de la unanimidad de los acreedores y que al deudor omitido no le es oponible, de
forma que, no obstante el convenio, él puede solicitar la quiebra del deudor aun
sin esperar su resolución o nulidad, si su título singular es bastante (art. 172
L.Q.).
Esta causal permite que cualquier acreedor, aun los que adhirieron al
convenio extrajudicial, solicite la quiebra del deudor, si ese convenio ha sido
declarado nulo o resuelto, porque la existencia y posterior ineficacia del
convenio justifican sobradamente la apertura de un concurso necesario o
quiebra. Pero estos acreedores, en tanto el convenio no haya sido declarado
ineficaz, no pueden solicitar la quiebra del deudor, salvo que haya incurrido en
incumplimiento de las obligaciones del convenio mismo, pero en este caso si no
se quiere aguardar un juicio de resolución, el acreedor deberá fundar su
solicitud en los Nos 1 y 2 del art. 43 y siempre que se reúnan las demás
condiciones, invocando como título el convenio mismo.
f) La sexta causal reconocida en nuestra ley es la contemplada en el art. 207,
que preceptúa que rechazadas que sean, en forma definitiva, las proposiciones
de convenio preventivo judicial, debe ser necesariamente declarada la quiebra.
Respecto de ésta caben las mismas consideraciones que de la anterior, pues
estamos ante un hecho revelador completo.
La expresión rechazo del convenio comprende dos situaciones distintas: por
un lado se refiere al rechazo formal de los acreedores en votación y, por el otro,
se refiere a que prospere la acción de nulidad o impugnación del convenio con
arreglo a las normas de los arts. 186 y ss. de la Ley de Quiebras. Se trata de
situaciones muy distintas, pero asimiladas.
f.1) Rechazo por votación. Sólo aquel procedimiento en el cual los
acreedores, en la junta llamada a deliberar y votar las proposiciones, rechazaban
formalmente el convenio, conduce a la quiebra ex oficio. Pero cuando el deudor
retira sus proposiciones o cuando se desiste de ellas, no procede la quiebra de
oficio a que se refiere el art. 207 de la ley. Lo mismo, en nuestra opinión, si el
deudor no comparece a dicha junta, ello es signo de abandono de convenio, pero
no de rechazo del mismo, de forma que no procede la quiebra oficiosa tampoco
en este caso, como tampoco si en la junta el deudor formalmente decide no dar
su consentimiento al texto sujeto a votación.
f.2) Rechazo por impugnación. Asimismo, la ley presume rechazo del
convenio cuando prosperan algunas de las acciones de nulidad o impugnación
del art. 186 de la Ley de Quiebras. Nosotros sostuvimos, dado el carácter
imperativo del inciso final del art. 207 de la Ley de Quiebras, que cualquiera
fuera la causal de impugnación acogida, el juez debe declarar de oficio la
quiebra, quedando a salvo el derecho del deudor de reiterar sus proposiciones si
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A su vez, dicha ley agregó una letra b) al art. 130 del D.F.L. a fin de
determinar la fijación del valor de los créditos de la nómina, según devenguen o
no reajustes e intereses.
5) Liquidación forzosa y convenio preventivo
Es interesante anotar la diferencia esencial que registra la liquidación
forzosa con el convenio.
Ambas herramientas concursales especiales tienen una causa distinta, como
hemos podido apreciarlo, pero, a su vez, el empleo de ambas persigue distintos
fines.
La causa del convenio es la insolvencia de la empresa financiera, pero esta
insolvencia debe revestir características tales que permita, aunque sea mediante
la inyección de capitales ajenos, revertir la crisis en un plazo prudente. La
calificación de dicha situación compete a la Superintendencia de Bancos e
Instituciones Financieras, la cual recurrirá a los instrumentos de análisis
financiero y económico ordinariamente utilizados.
En cambio, la liquidación forzosa entra en juego cuando la situación es
definitivamente desesperada, cuando no se justifica mantener viva la empresa,
circunstancia que también califica la Superintendencia referida en la resolución
de dicho organismo que ordena la liquidación. Así se desprende del artículo 127
de la ley, que, aunque establece varias causales típicas, en el fondo se resume en
lo dicho.
En la esfera de los fines también se registra una diferencia esencial: la
liquidación forzosa entraña la terminación de la empresa financiera respectiva
(art. 127 inc. 1º); en cambio, el convenio justamente persigue rescatar la
empresa de su desarreglo patrimonial. Observando los fines del convenio
consignados en el art. 120 de la ley, se desprende que todos ellos no importan la
liquidación de la empresa, sino la concesión a la misma de ciertas facilidades o
ayudas que le permitan seguir funcionando. Por ello creemos que no sería un
objeto lícito dentro de las proposiciones de dicho convenio cualquier estipulación
que signifique, de hecho, la imposibilidad para el banco o institución financiera
de seguir operando en el mercado financiero (v. gr., el abandono de sus activos a
los acreedores).
Entre las semejanzas que tienen ambos institutos, está su naturaleza
eminentemente administrativa. No sólo porque es un órgano administrativo el
encargado de velar por su ejecución y aplicación, sino porque ambos están
concebidos para la tutela directa del interés público. Estas empresas son de
derecho privado pero administran intereses públicos, de forma que su
operatividad está bajo la tutela de la Administración. Por ello, en el caso del
convenio, el art. 121 inc. final se encarga de aclarar que el convenio “financiero”
no se rige por las normas de los convenios ordinarios que reglamenta la Ley de
Quiebras.
Sin embargo, dentro de esta naturaleza administrativa de ambos institutos,
cabe destacar que el convenio también puede encuadrarse en los concursos
“convencionales”, porque, en el fondo, su contenido es fijado, con determinadas
limitaciones ciertamente, por la autonomía de la voluntad. Pero a diferencia de lo
que ocurre con los convenios ordinarios, el organismo encargado de velar por su
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Sólo una vez acordado el convenio, éste impide la quiebra, pues aunque no se
acuerde por unanimidad, tiene aplicación para todos los acreedores (art. 77 inc.
8º del D.F.L. 251), en lo que hace excepción a las reglas generales de los
convenios extrajudiciales.
Otro punto que interesa aclarar es si puede una compañía de seguros
solicitar su propia quiebra. La ley no lo dice expresamente, pero estamos por la
afirmativa, ya que el art. 87 del D.F.L. 251 señala que en todo lo no previsto por
dicha reglamentación se aplica la Ley Nº 18.175, sobre Quiebras, y atendida la
circunstancia de que no existe norma expresa que lo prohíba.
En la práctica, es difícil que se concrete una petición de propia quiebra,
atendidos los diversos mecanismos que contempla la ley para impedir y sanear
las situaciones de riesgo patrimonial de la sociedad. Sin embargo, la medida
extrema de la quiebra siempre es una opción de la compañía, porque incluso
cumpliendo con los trámites de capitalización y readecuación, la sociedad puede
verse imposibilitada de remontar su falencia, aun en el caso extremo de que se le
revoque su autorización de existencia y pase a un proceso de liquidación. Lo que
sí es claro es que en tanto no estén agotados por la compañía los recursos de
saneamiento contemplados en los arts. 65 y siguientes del D.F.L. 251, no puede
solicitar su propia quiebra.
En suma, en materia de causal de quiebra las modificaciones que la Ley Nº
18.660 introdujo al D.F.L. 251 no son sustancialmente distintas a las normas del
antiguo art. 37, hoy derogado. Sólo se establecieron mecanismos preventivos
para evitar la insolvencia irreversible, pero la causal sustantiva, la noción amplia
de cesación de pagos, subsiste en el nuevo texto.
– El convenio de acreedores de las compañías de seguros
La Ley Nº 18.660 creó un sistema especial de convenios extrajudiciales para
las compañías de seguros o reaseguradoras. Este convenio puede presentarse
como una fórmula alternativa para resolver el déficit de patrimonio, déficit de
inversiones o bien endeudamiento, o ambas crisis. A nuestro juicio no es
incompatible con el convenio extrajudicial regulado por la Ley de Quiebras ni
con la alternativa del convenio preventivo judicial, que pueden preferirse por la
compañía a este convenio especial, el art. 80 expresamente acepta el convenio
preventivo judicial para las compañías de seguros. En todo caso, la propia ley lo
declara improcedente en el caso de quiebra de la sociedad (art. 76 inciso
primero D.F.L. 251), caso este último en que sólo es posible el convenio
simplemente judicial.
Otro aspecto que debe mencionarse es que se trata de un convenio que
persigue solucionar los problemas de la compañía, de forma que no puede
traducirse en un abandono de bienes o liquidación ordenada. Los objetos del
convenio que menciona el art. 76 –capitalización de créditos, remisión, prórroga
o cualquier objeto lícito destinado a resolver los problemas de la compañía–
discurren en reestructurar la empresa, pero no en liquidarla.
Este convenio es una modalidad de convenio de acreedores por mayoría, pero
celebrado con exclusión de cualquier injerencia de la judicatura. Sólo la
Superintendencia de Valores y Seguros (SVS) que debe aprobar previamente el
texto antes de ser propuesto a los acreedores.
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servitium; vale decir, sufría una capitis deminutio. Junto con este instituto existía
la addictio, que “implicaba una prisión por deudas, decretada por el magistrado
judicial’.
Con la Lex Poetelia se eliminó la ejecución privada de las obligaciones,
quedando su control entregado a los magistrados.
El derecho del pretor vino a crear luego el instituto de la pignoris capio. Con
ella podemos datar el origen de las ejecuciones patrimoniales. Mediante la
pignoris capio se permitía a ciertos acreedores hacerse de bienes del deudor
para constreñirlo al pago de sus obligaciones; no podían vender dichas especies
“pignoradas”, pero sí retenerlas y hasta destruirlas para forzar la desidia del
obligado.
Sin embargo, un procedimiento ejecutivo patrimonial propiamente tal no lo
conoció Roma sino hasta la creación pretoriana de la missio in possessionem.
Este instituto se creó para satisfacer a los acreedores de un deudor fugitivus o
que hubiere hecho cesión de bienes en fraude de sus acreedores. El pretor
autorizaba que los acreedores entraran en posesión de dichos bienes para
compeler al deudor al pago, pero sin posibilidad de venderlos. Mas esta orden
del magistrado era dictada en mérito al imperium y no a la jurisdictio; era el
poder del Estado el que autorizaba dicho secuestro general, en virtud del poder
del mismo sobre los bienes de los cives. Junto con desapoderar al deudor, se
nombraba por el magistrado un administrador de dichos bienes en interés de
todos los acreedores.
Siguió a la missio la bonorum venditio, que prescribió ahora directamente
una ejecución universal; no ya sobre bienes singulares como la missio, sino sobre
la universalidad jurídica del patrimonio del deudor. Se designaba un magister
que adjudicaba el patrimonio del deudor a un sucesor, bonorum emptor, en las
condiciones fijadas en el acto de adjudicación. Este bonorum emptor
reemplazaba ficticiamente a la persona del deudor. El procedía a la venta de los
bienes y al pago de los acreedores “como si el deudor mismo voluntariamente
estuviera pagando”, esto para no contradecir el carácter personal que los
romanos atribuían a la obligación.
El procedimiento de la bonorum venditio suponía la muerte y la infamia del
deudor y si, además, de ella no resultaban pagados todos los acreedores, se
sometía a prisión al decoctos.
Con el progreso de la civilización romana y de la ciencia jurídica, nuevamente
los pretores crearon un sistema menos doloroso para el insolvente: la cessio
bonorum, creada por la Lex Julia de tiempos de César. Esta no era otra cosa que
el abandono que hacía el deudor de todos sus bienes en favor de sus acreedores,
por un acto ritual practicado ante un magistrado. Los acreedores adquirían el
derecho de vender dichos bienes y pagarse con el producto, sin por eso perder el
deudor su dominio sobre los bienes cedidos, hecho que ocurría sólo si se
enajenaban dichos bienes por los acreedores.
Como aquí se contaba con la voluntad del obligado, se lo premiaba
sustrayéndolo de la infamia, con el beneficio de competencia y con el beneficio
de que no podían perseguirse las acreencias sobre las que operaba la cessio en
los bienes futuros del deudor, salvo que adquiriese bienes de gran importancia o
valor.
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que hayan sido ocasionados por su culpa. El deudor puede liberar la cosa
pignorada y evitar la venta, pagando la deuda. De todos modos, la ejecución
patrimonial germánica fue una forma de autodefensa en la primera época. Es
una forma de autodefensa de carácter particular; similar a la antigua ejecución
personal de las XII Tablas”.
Su carácter punitivo provenía de la circunstancia de que si el insolvente o
decoctos cesaba en sus pagos y dejaba impagos a sus acreedores, era sujeto de
persecución criminal. El cesante debía concurrir ante el juez y declarar bajo
juramento sus deudas y vencimiento y el nombre de los acreedores; sus bienes
eran enajenados en pública subasta y repartido el producto a prorrata entre sus
acreedores. Si éstos quedaban insatisfechos y el decoctos no contaba con un
vindex o fiador que pagara o asegurara los pagos, caía en servidumbre. Es de
anotar que los germánicos conocían el instituto del secuestro, sea de bienes, sea
de la persona del deudor. Cuando este último era el secuestrado, permanecía
privado de libertad hasta el pago completo.
Con el crepúsculo del Imperio y el ocultamiento del refinamiento cultural
emergieron nuevamente los instintos jurídicos primitivos, olvidándose del
fatigoso progreso romano desde la noción corporal o personal a la noción
patrimonial de la sanción a la infracción de una obligación. En los lugares donde
primaba el derecho romano vulgar se retornó al castigo corporal de los
insolventes aun cuando como anota Alauzet, se distinguía en algunos sitios entre
fallido de buena y mala fe, permitiéndosele al primero salvarse siempre que
efectuara la cessio bonorum.
En el derecho galo, distinto del germánico, también se tenía una noción
personalista de la obligación. Existía la institución de la obnoxatio de textura
análoga al nexum romano, por la cual el obligado pignoraba su propia persona,
que, para el evento de no cumplir, se convertía en siervo. También en estos
pueblos se conocía la infamante regla de que el cesante debía vestir o cargar con
signos distintivos de su miserable condición. Esta tradición cruel fue conocida en
Francia hasta la misma dictación de la Ordenanza General de 1673.
Con la estabilización del régimen feudal, con el que se tranquiliza el baile de
las migraciones e invasiones germánicas, vuelven a tener vigencia los institutos
concursales romanos, aunque aditados con “las ideas crueles de los germánicos
sobre la compulsión personal de las deudas”.
Nos es difícil establecer una continuidad lógica e histórica entre cada uno de
estos institutos, pues las múltiples fuentes que aportaron a la creación del
derecho occidental fueron matizadas de distinta forma en los diversos pueblos, lo
que hasta hoy ha significado dispares sistemas jurídicos entre pueblos tan
vecinos como España y Francia o como ésta y Alemania.
c)Derecho concursal en la baja Edad Media. Las repúblicas italianas. Las
Siete Partidas
Pero como nuestro sistema entronca con las repúblicas italianas, a ellas
debemos remitirnos para restablecer la continuidad quebrantada por la tan
injustamente llamada “edad oscura”.
Con el afianzamiento de las provincias y burgos, el poder público recuperó el
imperio para intervenir en los procesos de ejecución. Con ellas también surgió la
institución de la datio in solutum, una suerte de abandono de bienes, o el mero
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porqué de los diez días extras del período sospechoso de los arts. 74, 75 y 76 de
nuestra ley). Con la ley de 1838 se fijó el inicio del desasimiento en el día de la
sentencia de apertura y el período sospechoso empezaba, entonces, el día fijado
en la sentencia de quiebra, correspondiente al inicio de la insolvencia o diez días
antes, en su caso.
En cuarto lugar, para soslayar muchos fraudes nacidos de las quiebras sin
activo, se creó el instituto de la clausura por insuficiencia de activo (arts. 527 y
528), fuente de nuestro sobreseimiento temporal.
Tres textos legales franceses, posteriores a 1838, merecen un especial
comentario.
El primero de ellos fue dictado en 1889, que vino a crear el instituto de la
liquidación judicial, consistente en una quiebra atenuada para los comerciantes
honestos, la cual se tramitaba con absoluta prescindencia de calificación
criminal. Esto vino a separar, al menos en principio, la quiebra de los delitos
concursales.
El segundo de ellos fue el Decreto Ley 55.583, de 1955, cuyo art. 11 previene
que “a falta de sentencia declaratoria, la quiebra o arreglo judicial no se produce
por el solo hecho de la cesación de pagos. Sin embargo, puede pronunciarse una
condenación por bancarrota simple o fraudulenta sin que la cesación de pagos
haya sido establecida en una sentencia declarativa”. Esta reglamentación eliminó
para siempre el conflicto suscitado en el derecho francés en orden a la
admisibilidad de la quiebra virtual o de hecho y, al mismo tiempo, vino a
independizar absolutamente el derecho penal concursal de la ejecución colectiva
o quiebra civil.
El tercer texto es la Ley Nº 67-563, del 13 de julio de 1967, que hizo
extensivos el reglamento judicial y la liquidación de bienes (quiebra) al
comerciante y a toda persona moral de derecho privado (art. 1º).
Luego de la Ley Nº 67-563 de 1967, se dictaron las Leyes Nº 85-98 sobre
saneamiento y liquidación judicial de empresas y Nº 85-99 sobre los funcionarios
de los nuevos procedimientos concursales, que derogan la legislación anterior,
creando un sistema absolutamente novedoso. Se reúnen en un mismo
procedimiento los tres procedimientos existentes hasta la fecha. El
procedimiento parte por un período obligatorio de “observación de la empresa”,
en que el deudor permanece en la gestión pero bajo estricto control o
coadministración judicial para determinar si el tribunal saneará la empresa o irá
por su liquidación. Esta determinación depende esencialmente del informe de los
expertos previstos en la ley que evalúan la viabilidad de la unidad económica. El
experto es quien propone un plan de saneamiento y reestructuración o quien
determina la liquidación. La junta de acreedores desaparece y es reemplazada en
todo por el tribunal, quien en definitiva es el órgano que dispone la liquidación o
la aprobación del plan de saneamiento.
e) El derecho concursal en España
Con todo, será España la cuna del primer autor que trata del derecho
concursal como una disciplina autónoma. En efecto, con la publicación del
Labyrinthus Creditorum Concurrentium ad Litem per Debitorum Inter Illos
Causatam, de Salgado de Somoza, se inicia la doctrina concursal, siendo ya esta
obra un documento útil aun para nuestros tiempos.
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En otra parte afirma que “hay muchos estados jurídicos que para su
constitución requieren de un proceso y de una resolución judicial. Por ejemplo, el
estado de divorcio requiere de un proceso y de una resolución judicial que
declare la preexistencia de una de las causales señaladas en los arts. 21 y 22 de
la Ley de Matrimonio Civil y constituya tal estado. No por ello alguien se ha
atrevido a sostener que el divorcio sea una situación o institución procesal. El
fenómeno descrito se produce toda vez que nos encontramos con una sentencia
constitutiva.
En base a lo que ya hemos avanzado a lo largo de esta obra, nos resulta más
expedito controvertir los fundamentos que invoca Concha Gutiérrez en rechazo
de la teoría procesalista y en afirmación de la teoría dual.
En primer lugar, se manifiesta una confusión, también lamentable, entre lo
que es la quiebra propiamente tal y la Ley de Quiebras. La quiebra es uno de los
temas contenidos en la Ley Nº 18.175 y no el único. De manera que las
precisiones que hicimos al inaugurar el tema de la naturaleza jurídica de este
instituto, corren para replicar a este autor. En el ejemplo que él utiliza, podemos
señalar lo siguiente: en primer término, los presupuestos de la quiebra por
supuesto que pertenecen al derecho material, como sucede con la mayoría de los
presupuestos de toda acción jurisdiccional, pero, utilizando sus propias palabras,
dichos presupuestos “no invaden su naturaleza”; en segundo término, el
convenio es incompatible con la quiebra, existe uno o la otra, pero no ambos
como medio concursal para rescatar a un deudor de la insolvencia, lo que
significa que son procedimientos concursales alternativos y que, claro,
responden a normas jurídicas de dispar naturaleza, siendo el convenio
instrumento propio del derecho sustantivo y la quiebra un instrumento ejecutivo
procesal. El estudio de la nulidad y resolución del convenio tiene, en efecto, un
aspecto material y otro formal, pero las causales de resolución y nulidad son, al
igual que en toda convención, atributo del derecho sustantivo y la ritualidad para
obtener del órgano jurisdiccional la declaración de la existencia de dichas
causales al derecho procesal, como ocurre con la acción de nulidad y resolución
de cualquier otro contrato. Que la nulidad y resolución de un convenio arrastren
la quiebra del deudor respectivo, deriva no propiamente de dicha nulidad o
resolución, sino de la circunstancia de que está patente la cesación de pagos y de
que ha fracasado el convenio como medio concursal alternativo para solucionar
el desarreglo hacendario del deudor.
En segundo lugar, se cae nuevamente en la falacia de que la quiebra
constituye un estado. Ello, como veremos al tratar de los efectos de la
declaración de quiebra, no es real. Existe el estado económico del deudor, de
hecho pero no de derecho, denominado cesación de pagos, allí está el “estado”,
pero no en la situación de “los bienes” del deudor respecto del cual se abrió el
concurso. La comparación entre el estado de divorcio y el “estado de quiebra”
que hace el autor es equívoca. Dentro de su razonamiento olvida que el “estado
de quiebra” si por eso queremos entender el desasimiento de los bienes del
fallido –que, como veremos al tratar de los efectos del sobreseimiento temporal,
no es el sentido legal de dicha expresión–, sólo existe dentro y durante un
proceso, pues antes y después de él no existe, en circunstancias de que el estado
de divorcio tiene vida justamente y sólo luego de terminado el juicio por
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para obtener el pago de los créditos de un deudor insolvente dentro de las reglas
de la par condictio creditorum.
Sin embargo, la quiebra presenta características que distorsionan los
principios generales en materia procesal y que confunden a quien efectúa un
estudio superficial de las leyes respectivas.
En primer lugar, es un procedimiento ejecutivo, lo que altera las doctrinas
procesales que normalmente se han construido en base a los procesos de
cognición.
En segundo lugar, dentro del género de las ejecuciones patrimoniales,
presenta también diferencias sustantivas con el juicio ejecutivo de obligaciones
de dar (que en muchas legislaciones comparadas constituye el juicio ejecutivo
ordinario), pues sus atributos de universalidad y colectividad desvían y hasta
ocultan los principios esenciales en materia de juicios ejecutivos.
Finalmente, también extraña y confunde el hecho de que la intervención del
órgano jurisdiccional en el juicio de quiebra es insignificante comparada con las
gestiones administrativas del curador respectivo (el síndico), al punto de que
cuantitativamente las normas propiamente jurisdiccionales representan una
franca minoría dentro de la Ley de Quiebras. Pero aún la actividad administrativa
del síndico no es del tipo sustantivo, sino que una administración procesal, que
opera dentro de un proceso civil y ejecutivo.
Existen también otras circunstancias que lleva a error.
Cabe recordar que la quiebra antes era un instituto exclusivo de los
comerciantes, lo que por mucho tiempo se interpretó como que era una
herramienta del derecho mercantil.
Asimismo, de la noción del derecho procesal como adjetivo del derecho
sustantivo, se extrajo, por otra vía, que la quiebra era un instituto mercantil.
Pues bien, hoy, con la autonomía conceptual de que goza el derecho procesal,
el carácter procesal de la quiebra resulta manifiesto y así lo iremos demostrando
en la medida que vayamos desarrollando esta obra y explicando los mecanismos
de la quiebra. Casi toda argumentación en contrario hoy no tiene asidero; en
cambio, la armónica interpretación que obtienen las normas integrantes de este
instrumento concursal sólo se logra aceptando que es un proceso, un proceso de
ejecución universal.
Entre los autores que participan de nuestro parecer destacan Provinciali,
Satta, Vivante y Guasp. Vivante reconoce un hecho simple, al expresar que “el
instituto de la quiebra no pertenece a las leyes sustantivas, porque no se
propone determinar cuáles son los derechos; pertenece más bien a las leyes
procesales, puesto que su objetivo esencial es hacer reconocer los derechos ya
existentes a la apertura de la quiebra”. Y Satta, más arrogante, sencillamente
pasa diciendo que “no creemos útil detenernos en la demostración de que la
quiebra es un proceso”. Guasp, asimismo, nos dice que “el concepto de la
quiebra demuestra que es un verdadero proceso y que, por lo tanto, la figura se
encuadra dentro del derecho procesal y no dentro del derecho sustantivo.
También Ripert apunta en el sentido de que “la quiebra es esencialmente un
procedimiento de liquidación”, y Garrigues, expresa que “la nota esencial del
derecho de quiebras consiste, pues, en que regula un procedimiento de ejecución
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aspectos del proceso. Pero, como en toda ejecución, la realización de los bienes y
la distribución entre los acreedores es competencia de los órganos de la quiebra.
Lo que sí compartimos con el autor citado es que el deudor, si bien es ejecutado,
no siempre es “demandado”, pues hay veces que es “demandante” de la quiebra.
Pero ello no debe sorprendernos, porque el interés de la quiebra no es de los
acreedores o del deudor, es un procedimiento de interés para ambos y ambos
pueden ocurrir a la justicia en busca de tutela judicial de dicho interés. La acción
de quiebra es la acción para obtener la liquidación con arreglo a la ley y a la par
condictio de un patrimonio insolvente, y respecto de dicha acción tiene interés
tanto el deudor contra sus acreedores, como los acreedores contra el deudor y,
es más, hasta los terceros en contra tanto de acreedores como del deudor. En la
etapa en que se discute la procedencia o no de la quiebra constituida por la
petitoria, la declaración y el recurso especial de reposición, lo que se debate es
la acción de quiebra, y el demandante es quien solicita la quiebra y los
demandados los demás legitimados en la reposición especial. Pero una vez
agotado este proceso, cada verificación es una demanda ejecutiva singular
dirigida contra todos los acreedores y el deudor, pues ambos no tienen interés en
el aumento del pasivo con derecho a reparto. La confusión habitual de la
doctrina es confundir la acción de quiebra con las acciones ejecutivas singulares
de cada acreedor representadas por las verificaciones de crédito, que son
acciones distintas que obran en este continente procesal que es la quiebra.
Por último, Maffía ve en el síndico un elemento ignoto en la ejecución
singular, cuyos poderes no dimanan de los sujetos privados del proceso, sino de
la ley. Pero no vemos ninguna oposición entre la existencia de este órgano
concursal con el carácter ejecutivo de la quiebra. Al contrario, dado el universo
ejecutado –el patrimonio del deudor– nos parece natural que exista un órgano
especial innecesario en la ejecución singular, aunque no del todo inexistente,
pues el depositario del juicio ejecutivo cumple funciones análogas al síndico en la
ejecución colectiva.
A nuestro entender, las críticas a la noción de juicio ejecutivo de la quiebra
estriban en un exagerado paralelismo entre la ejecución singular y la colectiva.
No cabe duda de que tienen factores comunes y un mismo patrón procesal, pero
se dirigen a funciones distintas y tienen como precedente un hecho distinto. La
diferencia de la cesación de pagos con el incumplimiento de una obligación y la
importancia que la ley le atribuye a la par condictio como valor de orden público
económico, son las que determinan la diferente estructura procesal de ambas
ejecuciones, pero no nos asisten dudas de que en lo posible el legislador adaptó
el juicio ejecutivo singular al fenómeno de la cesación de pagos.
e) Es un procedimiento ejecutivo extraordinario y no especial
Este punto, de marcado interés, es otro factor de roce con que se encuentra
la doctrina. ¿Es especial o extraordinario el juicio de quiebra?
La importancia que reviste dicha determinación es que tratándose de un
procedimiento extraordinario se le aplican los arts. 1º, 2º y 3º del Código de
Procedimiento Civil, no así en el caso de ser especial.
¿Qué se entiende por procedimiento extraordinario? El art. 2º del referido
Código explica que es ordinario un procedimiento que se somete a la tramitación
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SEGUNDA PARTE. BASES DEL JUICIO DE QUIEBRAS
común ordenada por la ley, de manera que extraordinario sería el que se rige por
las disposiciones especiales que para determinados casos ella establece.
¿Qué se entiende por juicio especial? Queremos señalar con esta
denominación a aquellos procedimientos contenciosos que son creados por leyes
especiales y que se aplican para hipótesis muy específicas, exorbitantes del
derecho común; vale decir, un procedimiento excepcional que de no existir una
norma particular, la acción correlativa se tramitaría sea conforme al
procedimiento ordinario, si es meramente declarativo; sea conforme a alguno de
los procedimientos extraordinarios que establece el Código de Procedimiento
Civil.
La diferenciación esencial entre un juicio especial y uno extraordinario
consiste en que al procedimiento extraordinario se le aplican supletoriamente las
normas del Código de Procedimiento Civil, de conformidad al art. 1º de este
cuerpo de leyes; no así al juicio especial, por cuanto dependerá de si la ley
especial misma hace envío o no a las reglas generales. Expresado de otro modo,
un procedimiento por naturaleza extraordinario encuadra dentro de la norma del
art. 1º del Código de Procedimiento Civil; a un juicio por su naturaleza especial,
para serle aplicables las normas de dicho Código, es necesario que contenga una
norma expresa que así lo autorice.
La Ley de Quiebras no se remite al Código de Procedimiento Civil
expresamente, y considerando que ambas leyes tienen igual rango de
importancia, bien podría concluirse que ella constituye un juicio especial, de
aplicación restringida, a la que no podrían aplicarse supletoriamente las normas
del Código de Enjuiciamiento nacional.
Sin embargo, la quiebra es un procedimiento extraordinario, pues es la única
acción de ejecución universal que se conoce en nuestra legislación, que se aplica
de modo general contra todo deudor insolvente, sin importar para nada la
especialidad de éste; cierto que es un procedimiento especial comparativamente
al juicio ordinario, pero lo es tanto como el juicio ejecutivo de obligaciones de
dar tratado entre los arts. 434 y siguientes del Código de Procedimiento Civil. Es
la ejecución universal por antonomasia y de aplicación general contra la
insolvencia. Existen procedimientos concursales especiales, pero la quiebra es
precisamente la ejecución universal “ordinaria”. Su carácter de extraordinario lo
obtenemos comparando su estructura con la del juicio ordinario de mayor
cuantía.
Esta también ha sido la solución adoptada por Guasp para el derecho
hispánico, quien, partiendo de la base de que un juicio especial es aquel que no
está pensado para una hipótesis general o indeterminada, sea ordinaria o
extraordinaria, sino para una hipótesis particular y concreta, clasifica tanto al
concurso civil de acreedores como a la quiebra (juicios de ejecución universal
para el deudor común y para el deudor comerciante, respectivamente, en el
derecho español) como procedimientos de carácter extraordinario, mas no
especiales.
f) Es un procedimiento ejecutivo de realización de bienes
Lo esencial del juicio de quiebra es realizar el patrimonio del deudor, sea
desmembrándolo, sea como unidad económica, para con el producto de dicha
realización pagar a los acreedores en el orden de preferencia legal. Esto obedece
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DERECHO CONCURSAL. EL JUICIO DE QUIEBRAS
a que la única forma, aunque por cierto imperfecta, de representar los valores de
reparto en un común denominador, es por la vía del dinero. Por ello la
contrapartida del activo liquidado a dinero es el pasivo líquido en dinero –no
existen verificaciones de créditos no dinerarios o de obligaciones de hacer o no
hacer, como lo veremos más adelante–. Por ello, el fin natural de un juicio de
quiebra, como toda ejecución civil, es la venta de los bienes del fallido.
No siempre ocurrirá así, es cierto. A veces por convenio alzatorio, por
sobreseimiento definitivo civil ordinario o por sobreseimiento temporal, se
interrumpirá el proceso de liquidación, pero dichos procesos no son de la esencia
del juicio, sino que accidentes que impiden la liquidación, como puede también
ocurrir en una ejecución individual que no siga su curso porque se produzca
transacción, porque no haya bienes o porque un tercero pague por el deudor.
La única excepción a esta regla es el caso de la continuidad de giro, en que
los acreedores no se pagan con la venta de los bienes concursados, sino que con
el fruto de la explotación de los mismos, pero este instituto tiene también su
paralelo en la ejecución individual representado por el resorte de la prenda
pretoria.
En la última década se han levantado voces criticando esta finalidad tan
drástica y socialmente tan dolorosa de la quiebra. Para algunos autores antes
que la par condictio y el beneficio de los acreedores, está la conservación de la
empresa. Estos principios han sido acogidos en las legislaciones que siguieron a
la dictación, en los Estados Unidos de Norteamérica, del Código de Quiebras
(Bankruptcy Code) de 1978, en particular del famoso esquema del Capítulo Once
sobre reestructuración de dicho Código federal, aunque en la legislación italiana
de Mussolini existían mecanismos asimilables. Así en Francia con el instituto del
Redressement Judiciaire de 1985, y el sistema de la Administration Order
Proceeding británico, y otros más aislados, como el D.L. 1509, de 1976, chileno,
y leyes análogas trasandinas. Sin embargo, este sacrosanto principio de la
“conservación de la empresa” no tiene una definición clara, aunque pareciera
tener dos acentos esenciales: la empresa es un bien social que hay que
conservar, sin perjuicio de privar a los dueños de sus derechos y administración,
y, por el otro, la empresa es también fuente de trabajo digno para los
trabajadores, fuente que la comunidad debe proteger.
A nuestro juicio, todos esos esquemas, que en Chile tuvieron corta vida, han
resultado un fracaso, y permiten que los deudores posterguen su colapso, que los
acreedores reciban aun menos por sus créditos y, en la mayoría de los casos, que
la sacrosanta empresa finalmente concluya liquidada. El mercado es mucho más
eficiente, y de hecho en Chile, sin esos esquemas, las empresas que tienen valor
normalmente encuentran una salida negociada. Además, la liquidación de la
empresa incluye su venta como unidad económica, que, si la empresa es digna de
ser conservada, será la fórmula normal que los acreedores escogerán, dado que
por regla general una empresa integrada vale más que sus partes y una empresa
funcionando más que una paralizada, de forma que habitualmente lo primero
será sujetarla a continuidad de giro. Pero a nuestro juicio nada mejor que los
acreedores y el deudor para encontrar la mejor solución para la empresa, sea
para liquidarla sea para conservarla.
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La ley no dice qué debe entenderse por una actividad comercial, industrial,
minera o agrícola. Para dar un concepto dogmático no puede perderse de vista el
origen y significado de esta calificación especial, esto es, su analogía con el
antiguo deudor comerciante. En otras palabras, debe tratarse de un deudor
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Nos parece que dicha tesis es discutible. En efecto, bajo la antigua legislación
una sociedad mercantil, aunque no ejerciera el comercio, estaba sujeta al
concurso más drástico de los comerciantes. Recordemos que la intención del
legislador de 1982 fue ampliar a otros sujetos el concurso restringido a los
comerciantes.
En cambio en una sociedad civil cuyo destino es el laboreo de minas o la
actividad agrícola, según sus estatutos, el asunto nos parece más dudoso, si, de
hecho no ejercieron dichas actividades, porque dichos objetos estatutarios no
definen la naturaleza del deudor de conformidad a la ley. Dichas sociedades
serían simplemente civiles y sus actos civiles, pero no serán actos mineros o
agrícolas. Aquí la forma de la persona jurídica o sus estatutos no determinan la
naturaleza de la actividad, como ocurre con las sociedades colectivas o limitadas
mercantiles y anónimas. Una sociedad por constituirse como mercantil pasa a
ser un comerciante y su actividad estará revestida por esa naturaleza inicial. En
cambio, una sociedad constituida como minera o agrícola no por ello ejecutará
actividades mineras o agrícolas.
Un caso especial y distinto son las sociedades anónimas, porque, la verdad
sea dicha, estas personas jurídicas tienen poco de sociedad y mucho de
anónimas.
El texto original del art. 2064 del Código Civil señalaba que “las sociedades
civiles anónimas están sujetas a las mismas reglas que las sociedades
comerciales anónimas”, norma que fue reemplazada por el art. 138 Nº 2 de la
Ley Nº 18.046, por el texto actual del art. 2064 del Código Civil, que preceptúa
que “La sociedad anónima es siempre mercantil aun cuando se forme para la
realización de negocios de carácter civil”. Hay que señalar que esta regla es un
principio general aplicable a todo tipo de sociedades anónimas, conforme al art.
1º de la Ley Nº 18.046.
¿A qué se debe esta modificación? La razón es evidente. La naturaleza
mercantil o civil de las sociedades, conforme al criterio del art. 2059 del Código
Civil, depende de los objetos para los cuales fueron formadas. No tiene interés si
los ejecutan o no. Sólo tiene interés que sean tales. Pues bien, de conformidad al
art. 2064, las sociedades anónimas siempre son mercantiles, siempre se reputan
formadas para una actividad que la ley presume de derecho mercantil, aunque
sean civiles. Ya no se trata, como antes de la dictación de la Ley Nº 18.046, que
las sociedades anónimas formadas para objetos civiles se rijan por las normas de
las sociedades anónimas mercantiles. Se trata de que la ley las presume de
derecho mercantil. Así lo sostiene también don Alvaro Puelma Accorsi, quien
interpretando el art. 2064 del C.C. señala que “es indudable que en virtud de la
normativa en examen, una sociedad anónima, en términos generales, debe ser
considerada comerciante para todos los efectos en que la ley considera tal
calidad. Se le aplicarán entonces las obligaciones que para los comerciantes
establecen el Código de Comercio, la Ley de Quiebras y la legislación tributaria.
Lo mismo señala don Luis Morand Valdivieso al decir que “las sociedades pueden
ser civiles o comerciales, dependiendo del objeto que persigan. Las que tienen
sólo un objeto civil son civiles, las que de alguna forma participan de un objeto
comercial son comerciales y las anónimas son siempre comerciales” y más
adelante anota que “la sociedad anónima es siempre mercantil, aun cuando se
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que se efectúen con el Fondo, depósito que se forma con los excesos de
rentabilidad de las inversiones del Fondo, calculados por sobre el margen de
rentabilidad mínima fijada por la ley. Con esta reserva se cubren las diferencias
entre la rentabilidad real de las inversiones del Fondo durante el mes y la
rentabilidad mínima legal, cuando aquélla es menor (art. 39).
El Encaje es asimismo una suerte de depósito de garantía que debe mantener
la Administradora y que también es inembargable y asciende al 5% del total del
Fondo. Pero dicho Encaje lo debe efectuar la Administradora con recursos
propios (arts. 38 y 40).
Si se produce una caída bajo el mínimo legal de la rentabilidad de las
inversiones que haya hecho la Administradora con bienes del Fondo, la
diferencia debe cubrirse con la Reserva de Fluctuación de Rentabilidad, la que
debe ser nuevamente restablecida dentro de cinco días, en cumplimiento de lo
cual podrá echar mano al Encaje, el que, a su turno, debe ser restablecido dentro
de quince días. Si aun con el Encaje no se cubre la diferencia, el Estado lo hace;
vale decir, el Estado es el garante marginal y final de este Fondo.
Ahora, si la Administradora no alcanza los mínimos de rentabilidad, aun
aplicando la Reserva y el Encaje, o no restablece estos “depósitos” en los plazos
señalados, se produce su disolución por el solo ministerio de la ley y pasa, de
inmediato, a ser liquidada por la Superintendencia de Administradoras de
Fondos de Pensiones, organismo público autónomo de la Administración, que
tiene por objeto el control de las Administradoras. Por lo tanto, en esta situación
sui géneris de insolvencia de la Administradora no se sigue el juicio de quiebra,
sino una liquidación forzosa administrativa.
Vale decir, cuando la Administradora no es capaz de cubrir dicho mínimo
legal, aun con la ayuda de la Reserva y el Fondo, se produce la disolución y
liquidación de la misma.
También se disuelve y liquida administrativamente la sociedad
administradora, cuando su capital y reservas propias (no del Fondo) no alcanzan
al mínimo legal y ella no es capaz de enterarlo dentro del plazo de seis meses
(art. 24).
En consideración a las causales de disolución y liquidación de una
Administradora de Fondos de Pensiones que establece la ley, es difícil aceptar la
posibilidad de una quiebra de estas entidades. La ley no ha dicho expresamente
que quedan fuera de las reglas generales, pero, en definitiva, en la práctica, es
imposible que se anticipe la quiebra a la liquidación administrativa. En todo
caso, sería conveniente una aclaración legislativa en este sentido.
El Fondo no es persona jurídica y, por consiguiente, no es sujeto de quiebra. A
mayor abundamiento, dicho Fondo es inembargable.
6) Quiebra de personas jurídicas sin fines de lucro
Las fundaciones, cooperativas y las corporaciones son personas jurídicas de
derecho privado sin fines de lucro (art. 545 del C.C. y art. 1º del D.S. 502, del 1º
de septiembre de 1978, texto refundido de Cooperativas). Por lo mismo, sujetos
de derechos y obligaciones. Por lo tanto, son susceptibles de ejecución colectiva.
La responsabilidad de los miembros de una corporación se extiende sólo al
activo de la misma y no al de los asociados (art. 549 del C.C.). En consecuencia,
el activo concursal se limitará a los bienes corporativos.
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declarado en quiebra aunque tenga un solo acreedor, siempre que concurran los
demás requisitos legales”. Igual disposición contemplan el art. 9º de la Ley
Procesal de Quiebras peruana y el art. 85 de la Ley Nº 19.551 argentina, que
expresamente dispone que “no es necesario la pluralidad de acreedores”.
Sin embargo, la doctrina y algunos textos legales (v. gr., Código de Comercio
español) postulan esta exigencia como necesariamente concurrente al concurso;
para ellos, la pluralidad de acreedores es considerada de la esencia de la
quiebra, lo que según muchos autores deriva de su propio carácter de juicio
universal y colectivo.
La verdad es que la pregunta debió haber sido formulada con relación al
concepto mismo de cesación de pagos, eje definitorio de todos los extremos del
procedimiento destinado a erradicarla de la vida económica. Pero la tratamos
aquí por motivos didácticos.
El art. 40 de la ley, con todo, no es claro, toda vez que contrasta con otras
disposiciones de la misma que reclaman, cuando menos, la existencia de dos
acreedores para que funcione el proceso. Así, la junta de acreedores requiere de
un quórum de asistencia de a lo menos dos acreedores para sesionar (art. 102
inc. 2º L.Q.); y los votos conformes de también dos acreedores para adoptar
acuerdos (art. 102 inc. 3º L.Q.). Además, el art. 108 de la ley en su numerando
cuarto impone que en la reunión primera de acreedores se designen, de entre
ellos mismos, un presidente y un secretario, titulares y suplentes. Basta con
señalar que en esta junta la ley radica la facultad de disposición suprema de los
bienes del fallido (art. 64 L.Q.), como asimismo la facultad resolutiva de
pronunciarse y aprobar, respectivamente, las proposiciones de convenio que
haga el deudor. Si existe un solo acreedor, este órgano quedaría incompleto y, en
consecuencia, nadie podría en el proceso respectivo ejercer dichas facultades
esenciales a todo proceso de ejecución.
De estas disposiciones, y aplicando el art. 22 del Código Civil (elemento
sistemático de hermenéutica jurídica) sería concluyente terminar que en nuestro
derecho tampoco es posible someter a concurso a quien, no obstante estar en
cesación de pagos, tiene un solo acreedor. La interpretación que cabría darle al
art. 40 de la ley es que aquél constituye sólo una presunción simplemente legal
que libera al acreedor solicitante de la necesidad de acreditar que el fallido
cumple con este requisito de tener múltiples acreedores, invirtiendo así el onus
probandi. En efecto, incumbe probar las obligaciones o su extinción a quien
alega aquéllas o ésta (art. 1698 del C.C.), porque el tener obligaciones es una
alteración del orden normal de las cosas. Ahora, el acreedor solicitante, para
cubrir los requisitos de su demanda, habría de probar que el deudor tiene otros
acreedores o, lo que es lo mismo, otras obligaciones. Resulta enojoso y
entorpecedor dar esta carga al acreedor y, además, habitualmente un deudor
tiene otros acreedores. Entonces la ley traslada al deudor la carga de probar que
él no tiene otros acreedores. Esta misma solución han adoptado otros autores
donde rige una disposición análoga a nuestro art. 40. Por ejemplo, Santiago
Fassi, al analizar la disposición correlativa del derecho argentino, ha concluido
que “el art. 85 se propone liberar al que provoca la quiebra de la prueba de la
existencia de otros acreedores”.
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porque prohíbe, sin excepción, la realización de los bienes del deudor durante
dicho período.
Esta norma es rica desde el punto de vista de la doctrina y su aplicación e
interpretación por los tribunales irán perfilando sus consecuencias en todas las
esferas.
En nuestro texto dedicado a los convenios tratamos latamente la naturaleza y
efectos jurídicos de los convenios, de forma que no nos extenderemos más sobre
ellos. Lo importante es señalar que ellos constituyen un contrato de transacción
concursal nominado y que debe atribuírseles los mismos efectos que a una
transacción ordinaria, reconociendo, eso sí, su carácter colectivo y universal.
Para nuestro efecto, dicha norma viene a confirmar el carácter de concurso
alternativo que reviste el convenio. Si bien no se trata de un convenio
perfeccionado, en la práctica es un reconocimiento del legislador a las virtudes
de la solución negociada de la insolvencia.
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Pero en Chile, por regla general, el proceso de quiebra, salvo las excepciones
expresadas en la ley, se rige por el principio dispositivo propio de todo proceso
civil contencioso, principio que se ve complementado por la estructura ejecutiva
del mismo, que hace de la mayoría de sus controversias, principales (reposición
de la quiebra) o accesorias (procesos de verificación), sólo eventuales y
normalmente postergadas.
d) Principio del orden consecutivo legal
También este principio está consagrado en el instituto que nos retiene, en el
sentido de que el proceso de quiebra está ordenado por etapas, aun cuando éstas
en el tiempo se confundan y se diligencien en forma superpuesta y simultánea.
En general, tiene una estructura procesal análoga a la de su paralela singular, el
juicio ejecutivo de obligaciones de dar, reglamentado en los arts. 434 y
siguientes del Código de Procedimiento Civil. En la tercera parte de esta obra se
enuncian y explican las diversas etapas procesales de la quiebra.
Ciertamente esta regla observa una excepción respecto de los actos
destinados a la realización del activo, ya que ellos no tienen un orden
preestablecido regular, atendiendo que la ejecución de los mismos queda
entregada a la discrecionalidad de los órganos en los cuales las leyes depositan o
“crean” las facultades de disponer y administrar el patrimonio sujeto a ejecución.
Pero aun en este caso, la ley en vigor prescribe un plazo máximo para que se
finiquiten los actos de realización. En efecto, el art. 130 de la ley fija un plazo
máximo de seis meses, que se prorroga a nueve meses si la quiebra incluye
bienes raíces, para que se termine la fase de liquidación del activo.
Deplorablemente, esta norma es meramente programática, pues su
incumplimiento no trae consigo sanciones de ningún tipo; para ser eficaz es
menester que se implemente con sanciones tanto para el síndico como para los
acreedores. Lo más engorroso y enojoso del juicio de quiebra está precisamente,
amén de la etapa de apertura, en toda la actividad de realización del patrimonio
falencial, y este escollo no perjudica solamente a los sujetos privados movilizados
por la quiebra, sino a toda la comunidad.
e) Principio de la concentración
El principio de la concentración (que lleva a trastienda el principio de la
economía procesal) o de la celeridad procesal también ha sido recibido por el
juicio de quiebra, lo que constituye un verdadero deber de fidelidad a los
principios.
Existen varias manifestaciones concretas de esta regla en todo el juicio de
quiebra: la misma etapa de apertura que acoge el mecanismo propio de los
juicios de ejecución, en que posterga el contradictorio para después que cause
ejecutoria la sentencia definitiva del mismo proceso, contradictorio que está
representado por el denominado recurso especial de reposición; la facultad del
juez de proceder inquisitiva u oficiosamente en la determinación de la veracidad
de la causal de quiebra invocada; el procedimiento de realización sumaria del
activo de ciertos deudores; la ritualidad de los juicios incidentales de verificación
de créditos; etc.
En dos órdenes la ley actual atenta contra la celeridad indispensable que
debe tener este proceso, a saber: en la circunstancia de no fijarle al juez un plazo
perentorio para resolver la solicitud de quiebra y lo ya mencionado en el sentido
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Se caracteriza este principio porque las partes deben aportar por una sola
vez todos los medios de ataque y de defensa, como medida preventiva para el
caso de que alguno de ellos fuera rechazado.
Este principio tiene importancia desde luego en la etapa de apertura en lo
que dice relación a la audiencia informativa que el art. 45 de la ley le concede al
deudor para desvirtuar el hecho revelador fundante de la solicitud de quiebra
por un acreedor, pues como la ley no da espacio a incidentes, es en dicha
audiencia que el deudor debe concurrir con todos sus argumentos y medios de
prueba. Sin embargo, este principio se ve atenuado por la circunstancia de que
la ley obliga al juez a cerciorarse, por todos los medios de su alcance, de la
efectividad de la causal invocada.
También tiene aplicación en los procesos de verificación, pues la demanda
respectiva del acreedor debe ir acompañada de todos sus títulos justificativos al
momento de presentarse, en razón de que estos títulos cumplen la función del
título ejecutivo correlativo a toda demanda ejecutiva, aunque, quede claro, no
requieren ser títulos ejecutivos. La ley no señala la sanción ante la omisión de
acompañar el título (sólo contempla una sanción puramente procesal para el
evento de que no se acompañen las copias de la solicitud de verificación y la
minuta correspondiente, art. 133 L.Q.), pero a nuestro juicio, sin título
justificativo no puede tenerse por verificado el crédito.
En este orden de ideas, cabe formular un principio general, que diga que
toda vez que esté solamente involucrado el interés privado, el principio de la
eventualidad, en materia falencial, tiene aplicación estricta; pero concurriendo
un interés público, el juez no es sólo movilizado por la actividad de las partes
(principio de la pasividad de los órganos procesales), sino que él pasa a cumplir
un rol activo, al punto que representa un interés estatal.
i) Principio de la preclusión
Este principio significa que la ley concede ciertas oportunidades precisas,
dentro del proceso, para que las partes puedan hacer valer sus derechos, de
manera que no ejercitándolos en esa oportunidad, sufren una sanción, que puede
ser la privación de dicho derecho u otra. Es razón de este principio impedir las
infaltables dilaciones que se producen en los procesos civiles.
Por supuesto que la quiebra, dado el tamaño de este procedimiento, tenía que
acogerlo. Lo vemos latente en la consagración del mecanismo del contradictorio
diferido (que es propio de todos los procesos civiles de ejecución), representado
por el mal denominado “recurso especial de reposición”, a la sentencia
declaratoria de quiebra. También se asoma en la etapa de verificación, en que la
ley sanciona a aquellos acreedores negligentes que no se insinúan en el período
ordinario de verificación, omitiéndolos eventualmente de los repartos ya hechos
y aun con la posibilidad de que nunca lleguen a participar del proceso de quiebra
y a perder sus acciones correlativas, si no lo hacen antes de terminar el proceso.
Además, la misma contestación de la demanda de verificación –la mal llamada
demanda de impugnación– tiene un plazo fatal para interponerse y, dada la
estructura ejecutiva de las acciones de verificación, su no interposición oportuna
implica la aceptación de la demanda de verificación, al igual que la no oposición
oportuna en la ejecución singular comporta la confirmación del mandamiento de
ejecución.
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Sin embargo, para tener derecho a ejercitar todas las funciones de parte en
el proceso de quiebra no es necesario que la demanda de verificación haya sido
aceptada y el crédito correspondiente adquirido la calidad de reconocido. Basta
con la demanda de verificación y durante todo el proceso de verificación podrá
actuar como acreedor, quedando excluido del concurso sólo si dicha insinuación
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es rechazada en todas las instancias de forma tal que conste por sentencia firme
y ejecutoriada que no es acreedor. Sin embargo, para algunos efectos, los
titulares de verificaciones impugnadas tienen sus facultades restringidas, a
saber, para participar en las juntas de acreedores y eventualmente para votar
proposiciones de convenio simplemente judicial o alzatorio (ver arts. 102 y 179
L.Q.).
En lo que dice relación con los terceros interesados el problema es más
complejo aún. Adelantaremos que para nosotros sólo son partes del juicio de
quiebra los terceros que se han apersonado en él y no todos los terceros, aunque
de entre éstos existan algunos que se vean afectados por las resoluciones
judiciales que en él se despachen.
Nos parece absurdo sostener que a los terceros pueda afectarles la cosa
juzgada de las sentencias respectivas, si han permanecido marginados de dicho
proceso. Los terceros no se encuentran en igual condición que los acreedores
concursales, porque éstos son efectivamente emplazados en el juicio de quiebra
(art. 52 L.Q.), lo que no ocurre con los terceros.
Lo lógico sería sostener que los terceros, a falta de norma especial diversa, se
sujetan a las reglas generales en materia de tercerías que consagra nuestra
legislación procesal civil; no la especial del juicio ejecutivo singular, sino la
general contenida en los arts. 22 y siguientes del Código de Procedimiento Civil.
Que la Ley de Quiebras los legitime en ciertas actuaciones especiales para
intervenir no significa que su intervención está restringida a esos casos y
tampoco, por otro lado, que la cosa juzgada emanada de las resoluciones
respectivas les sea oponible bajo todo respecto.
Vimos que la quiebra se regía supletoriamente por las normas del Código de
Procedimiento Civil, por las reglas comunes a todo procedimiento y por las
normas procesales del juicio ordinario de mayor cuantía. Como la ley no hace
excepción especial para los terceros, creemos que debe recurrirse a dichas
reglas.
El interés del tercero, conforme a las reglas generales (art. 23 del C.P.C.),
para intervenir en el juicio, debe ser actual y dicha actualidad importa que se
trate de un derecho y no de una mera expectativa lo que dicha causa esté
afectando, salvo que la ley dé una regla diversa. Justamente, en los dos casos en
que la Ley de Quiebras autoriza expresamente a los terceros a intervenir en el
juicio de quiebra, se cumple con esta última exigencia. En efecto, los terceros
están especialmente autorizados para intervenir en juicio interponiendo la
reposición especial contra la sentencia de apertura y en la diligencia de fijación
de la fecha de cesación de pagos. En ambas situaciones, las resoluciones
respectivas no afectarán sino meras expectativas del tercero, pues él, sólo
eventualmente, sufrirá un perjuicio si, a posteriori, se declara la revocación de
algún acto del deudor; pero la quiebra y la fecha de cesación de pagos no
producen directa y actualmente dicha revocación, de forma que no resienten un
derecho o interés actual del tercero. Sin las legitimaciones procesales específicas
que la Ley de Quiebras contempla expresamente en dos situaciones para los
terceros, ellos no podrían actuar en dichas instancias procesales, que lo único
que resienten son meras expectativas de los terceros. Lo dicho no hace sino
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resulta muy cierto el art. 39, que previene que “la quiebra podrá ser declarada a
solicitud del deudor o de uno o varios de sus acreedores”.
Debemos hacernos cargo, entonces, de la tradicional aseveración de que en
nuestra ley concursal se contempla la declaración de quiebra ex officio.
De oficio, significa que el ejercicio de la jurisdicción se pone en movimiento
por un acto autónomo del órgano jurisdiccional (la iniciación del proceso
criminal por delito de acción pública mediante el denominado “auto cabeza de
proceso”, es un ejemplo típico, como también la corrección de vicios de nulidad
procesal por parte del juez civil en un proceso en que ellos son manifiestos y
determinantes). Si la jurisdicción actúa a instancia de parte, se incurre en una
impropiedad al calificar el actuar del tribunal de oficioso u oficial.
En la generalidad de los casos que en Chile se conocen como “quiebra de
oficio”, lo característico es que el tribunal proceda como consecuencia de su
requerimiento por un particular. Dichos casos dicen relación con el rechazo, la
nulidad o la resolución del convenio y con la denegación de la cesión de bienes,
en todos los cuales el órgano jurisdiccional debe, acto seguido, declarar la
quiebra del deudor.
Todos ellos se caracterizan porque la prueba de la cesación de pagos le ha
sido dada al tribunal por el propio deudor, quien al pedir la cesión de bienes o
proponer un convenio, está, a su vez, confesando su estado patrimonial morboso.
Vale decir, el juez no actúa inquisitivamente, sino a instancia de parte; no llega a
los hechos motivantes de la acción por su ciencia privada, sino por un medio de
prueba proporcionado por las mismas partes de la ejecución universal. No hay
actividad discrecional del juez.
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SEGUNDA PARTE. BASES DEL JUICIO DE QUIEBRAS
revelador especial en que se funda, entre los que la ley contempla taxativamente
para abrir el concurso.
Deben acompañarse a esta solicitud, además, los documentos fundantes de la
misma o bien ofrecer los medios de prueba de que intenta valerse el acreedor
para acreditar la verdad de la causal (art. 44 L.Q.).
Asimismo, la solicitud de quiebra del acreedor puede incluir una lista de tres
síndicos que figuren en la Nómina Nacional de Síndicos, para que de entre ellos
el juez designe al síndico provisional, proveyéndolo en los cargos de titular y
suplente.
Nuestra ley establece una modalidad peculiarísima. Pues junto a la solicitud
de quiebra, “el peticionario deberá acompañar vale vista o boleta bancaria a la
orden del tribunal por una suma equivalente a 100 unidades de fomento, para
subvenir a los gastos iniciales de la quiebra. Dicha suma será considerada como
un crédito del solicitante en contra del fallido, que gozará de la preferencia
establecida en el número 4 del artículo 2472 del Código Civil” (crédito de
primera clase).
Esta exigencia es un atentado contra los fines de la quiebra, una impudicia
jurídica. En efecto, es doblemente arbitraria, porque, por un lado, significa, en la
práctica, la imposibilidad de quebrar a un deudor de poca monta, pues nadie
arriesgaría por él una suma como la indicada, y, por el otro, porque favorece sólo
a los acreedores potentes, ya que sólo ellos pueden prescindir y distraer una
suma de dicho monto para ejercer la acción de quiebra, constituyendo una
verdadera prohibición para los acreedores menores. Es una infracción legal a la
par condictio creditorum.
c) Demanda o solicitud refleja de quiebra
Los casos que hemos denominado “de solicitud refleja o indirecta de quiebra”
son los siguientes:
1)Impugnación de las proposiciones de convenio;
2)Oposición a la cesión de bienes;
3)Nulidad del convenio, y
4)Resolución del convenio.
Estos casos, tradicionalmente denominados “quiebra de oficio”, son en
verdad juicios distintos al proceso de quiebra mismo, pero pueden ser
denominados “procesos de prequiebra” en razón de que la acogida de las
acciones respectiva arrastra la quiebra del deudor, precisamente porque ya la
cesación de pagos está acreditada de un modo satisfactorio y los procedimientos
concursales alternativos se han frustrado. Por ello, la ley impone al juez que
inicie en dichos casos, inmediatamente de haber acogido el reclamo del
acreedor, un proceso ejecutivo universal.
El carácter oficial de la quiebra que sigue a estos procedimientos de
prequiebra es dudoso, por cuanto tanto el impulso procesal como la prueba de
los supuestos materiales de la acción de quiebra, les son dados al juez por
actividad de los particulares.
Veamos ahora cada caso en particular.
1)Impugnación del convenio judicial preventivo ya acordado, pero aún no
aprobado por resolución judicial
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bienes) importan una solicitud tácita de quiebra por parte de los acreedores,
pues es, a la postre, su impulso procesal el que determina la quiebra y no el del
tribunal.
Sólo en los casos de rechazo del convenio preventivo judicial propuesto por el
deudor o que dentro de los 90 días de suspensión de actuaciones o ejecuciones a
que se refiere el inciso primero del art. 177 bis de la Ley de Quiebras no se
acuerde el convenio preventivo, tenemos claramente una situación en que el
tribunal no declara la quiebra a instancia de parte, o, si se quiere, como
consecuencia del ejercicio de acciones por los sujetos privados, sino que por
mandato directo de la ley. Pero en ambos casos tenemos que la prueba de la
cesación de pagos le viene dada al tribunal por las mismas proposiciones de
convenio preventivo, y además que el tribunal no tiene ninguna potestad
discrecional para no decretar la apertura, pues la ley es imperativa sobre el
asunto: debe declarar la quiebra. Se podría sostener que estos dos casos
equivalen a una solicitud refleja de quiebra por parte del deudor. Es más, es
habitual encontrarse con proposiciones de convenio preventivo judicial que como
solicitud subsidiaria piden la propia quiebra del proponente. Pero a nuestro
juicio, el procedimiento de formación del convenio preventivo judicial es un
asunto no contencioso, esto es, es una formalidad para obtener el
perfeccionamiento del convenio en tanto transacción concursal, de forma que en
ningún caso la formulación de proposiciones de convenio pueden asimilarse a
una acción procesal y, por lo mismo, no son equiparables estas hipótesis a las
denominadas solicitudes reflejas de quiebra.
Por ello, el eufemismo de que nosotros también contamos con la institución
de la quiebra de oficio, no tiene mucho respaldo positivo; responde más bien al
vasto acervo de nuestra mitología jurídico-concursal.
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