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La espada de los oscuros

Se han contado muchas historias sobre la Espada de los Oscuros, de si se trata de un

demonio o un dios... pero pocos conocen su nombre real y la historia de su declive.

En tiempos antiguos, mucho antes de que las arenas del desierto engulleran el imperio, un

poderoso ser de Shurima se presentó ante el disco solar para convertirse en el avatar del que

ahora es un ideal celestial olvidado. Renacido como uno de los Ascendidos, sus alas eran

tan doradas como la luz del amanecer, y portaba una armadura que brillaba como una

constelación de esperanza de más allá del gran velo.

Se llamaba Bizkor. Se encontraba al frente de cada conflicto que fuera justo. Su conducta

era tan recta y noble que otros dioses guerreros se unían bajo su estandarte, además de los

diez mil mortales de Shurima que siempre lo acompañaban. Bizkor no dudó cuando Setaka,

la reina guerrera Ascendida, lo llamó a armas para sofocar la rebelión de Icathia.

Lo que nadie pudo predecir fue la magnitud de los horrores que desatarían los rebeldes... El

Vacío superó con rapidez a los maestros de Icathia e inició una ola de masacres con la

intención de exterminar a todo ser viviente.

Tras años de batallas desesperadas, Bizkor y sus hermanos cerraron las grietas más grandes

y consiguieron detener el implacable avance del Vacío. Sin embargo, los horrores de la
guerra cambiaron para siempre a los Ascendidos supervivientes, que pasaron a

autoproclamarse Hijos del Sol. Aunque Shurima había triunfado, todo el mundo había

perdido algo... incluso el noble Bizkor.

Con el tiempo, como todos los imperios, Shurima cayó.

Sin una monarquía a la que defender y sin la amenaza del Vacío para poner a prueba sus

habilidades, Bizkor y los Hijos del Sol acabaron por enfrentarse entre ellos, lo que al final

se convirtió en una guerra por las ruinas de su mundo. Los mortales que huían del conflicto

pasaron a conocerlos por un nombre más despectivo: los oscuros.

Los trolls decidieron intervenir, llevados por el temor de que estos Ascendidos caídos en

desgracia resultaran ser una amenaza igual de peligrosa para Runaterra que las incursiones

del Vacío. Se dice que el Aspecto del Crepúsculo dio a los mortales el conocimiento para

encarcelar a los oscuros, y que el renacido Aspecto de la Guerra convenció a muchos para

tornarse contra ellos. Sin conocer el miedo, Bizkor y su ejército estaban listos, aunque

descubrieron demasiado tarde que habían sido engañados. Una entidad más poderosa que

un millar de soles muertos lo encerró en la espada que había portado a la batalla en

incontables ocasiones y ligó su esencia inmortal a ella para siempre.


El arma se convirtió en una prisión que atrapó su consciencia en una oscuridad sofocante y

eterna que le negaba incluso la muerte. Durante siglos, intentó liberarse de su prisión

infernal... hasta que un mortal desconocido fue lo suficientemente imprudente como para

tratar de blandir la hoja de nuevo. Bizkor aprovechó esta oportunidad e impuso su voluntad

y su forma original sobre aquel incauto, pero el proceso succionó toda la vida del nuevo

cuerpo rápidamente.

En los años posteriores, Bizkor tuvo muchos más huéspedes, todos hombres y mujeres de

vitalidad y resistencia excepcionales. Aunque su dominio de este tipo de magia había sido

limitado mientras vivía, aprendió a tomar el control de un mortal en un abrir y cerrar de

ojos y descubrió que podía alimentarse de sus víctimas durante el combate para crecer en

tamaño y poder.

Bizkor viajó mucho tiempo, buscando sin descanso, pero con desesperación algún modo de

recuperar su forma de Ascendido... pero el enigma de la hoja demostró ser indescifrable y,

con el tiempo, se dio cuenta de que jamás se libraría de su prisión. Los cuerpos que robaba

y retorcía empezaron a parecerle una burla a su antigua gloria, ya que apenas eran una

prisión algo más grande que la espada. La desesperación y el odio invadieron su corazón.

Los poderes celestiales que antaño fluyeron por el cuerpo de Bizkor se habían desvanecido

del mundo, al igual que todo recuerdo sobre ellos.


Furioso por esta injusticia, llegó a una conclusión que solo podía surgir de la mente

desesperada de un prisionero. Ya que no podía destruir la hoja ni ser libre, aceptó entonces

el olvido.

Bizkor marcha ahora sin piedad para cumplir su objetivo: llevar la guerra y la muerte

adondequiera que vaya. Lo hace aferrándose a una débil y ciega esperanza: si fuera capaz

de llevar a toda la creación a una batalla final apocalíptica en la que todo, absolutamente

todo, quedara destruido... quizá él y la hoja también dejarían de existir.


Historia de Bizkor

Oscuridad.

Me infesta el aire que no soy capaz respirar.

Es un vacío en mis pulmones y garganta. Como si hubiera respirado y aguantado

cruelmente el aire en el pecho. Abro la boca, pero mi garganta sigue vacía, incapaz de

coger aire. La insoportable tensión en el torso, en el pecho.

Mis extremidades y músculos se niegan a moverse. No puedo respirar. Me ahogo. La

presión aumenta. La inacción se propaga al pecho y a las extremidades. Quiero gritar,

arañarme la cara, lamentarme... pero estoy atrapado. No puedo moverme. No puedo

moverme.

Oscuridad.

Debo recordar. Debo recor...

La batalla. Perdí el control. Fui estúpido. Los mortales se unieron contra mí. Cargué contra

ellos. Bebí de ellos. La tentación era demasiado grande. Mientras me alimentaba, moldeé su
carne para que se pareciera a mi verdadera forma. Desesperado, consumí cada vez más,

esperando encontrar el más mínimo eco de lo que fui. Sin embargo, como el fuego, me

apagué demasiado rápido, destruyendo hasta la forma de mi huésped.

Oscuridad.

Estaba lloviendo durante el combate. ¿Y si me cubre el barro y la suciedad? ¿Y si

permanezco oculto durante milenios? Atrapado en esta prisión. El terror de ese

pensamiento no hace más que alimentar mi pánico. La batalla está a punto de concluir.

Puedo sentirlo. Debo obligar a mi forma a ponerse en pie. Debo... debo...

No tengo brazos ni piernas. La oscuridad me envuelve, como una crisálida.

No. Quiero levantarme. No puedo ver si lo estoy haciendo. No puedo ver nada, solo

oscuridad.

Por favor. Que me encuentre un mortal. Por favor. Suplico sin cesar a la oscuridad, pero mi

humillante ruego solo encuentra el silencio.

Pero, de pronto...
Siento la presencia de un mortal cerca. No tengo ojos ni oídos, pero puedo sentir como se

acerca. Está huyendo de enemigos. Debería tratar de defenderse. Debería empuñarme.

¿Puede verme? Quizás pase de largo. Me dejaría aquí.

Siento cómo agarra esta forma con la mano… ¡y su consciencia se abre ante mí!

Me interno en él y me impongo. Soy como un náufrago caído al mar que trata de llegar a la

superficie abriéndose paso entre compañeros ahogados.

—¡¿Qué está pasando?! —exclama el mortal. Pero sus gritos son silenciados por la eterna

oscuridad de la que acabo de escapar.

Tengo ojos.

Puedo ver la lluvia. El lodo. La sangre de esta carnicería. Veo frente a mí a dos agotados

caballeros con lanzas. Los destrozo y bebo sus formas para moldear este cuerpo para mis

fines.
Son débiles. Debo moverme con rapidez. Debo encontrar a un portador más capaz. Un

huésped mejor. Solo veo muertos y moribundos a mi alrededor. Oigo cómo sus almas se

alejan de este mundo.

El combate todavía no ha terminado. Se está desarrollando dentro de la ciudad. Fuerzo a mi

nueva forma a arrastrarse hacia el fragor de la batalla, hacia un huésped mejor.

Rujo, pero no de triunfo. Nunca de triunfo.

Beberé de esa ciudad, pero solo conseguiré una burla grotesca de mi antigua gloria. Fui

moldeado por las estrellas y toda la pureza de mi aspecto. Fui luz y razón hechas carne.

Defendí este mundo en las batallas más grandes jamás conocidas. Ahora, sangre y vísceras

rezuman de esta carcasa robada en descomposición. Los músculos y huesos luchan, se

despedazan y se rebelan contra la abominación en la que me he convertido.

Cojo aire.

—No, Bizkor—digo con voz húmeda y rodeado de muertos—. Seguiremos adelante... y

adelante... y adelante...
Hasta que llegue el día del juicio final.

Frase de Bizkor

"Debo destruir toda esperanza...".


El Forjador de las Eestrellas

Alastor llenó el cosmos, antaño vacío, con una infinidad de maravillas celestiales de su

creación. Ahora, su poder está a merced de un imperio cósmico que lo engañó y lo

convirtió en su siervo. Anhelando regresar a sus días de forjador de estrellas, Alastor

arrastrará las mismísimas estrellas del cielo si es necesario, todo con tal de recuperar su

libertad.

La aparición de un cometa suele ser el presagio de una era agitada. Bajo tales auspicios, se

dice que es el momento en el que nuevos imperios se alzan y antiguas civilizaciones caen, e

incluso las estrellas pueden bajar del cielo. Estas teorías apenas rozan la superficie de una

verdad mucho mayor: el brillo de un cometa oculta un ser cósmico de un poder

inconmensurable.

Este ser, llamado Alastor, ya era ancestral cuando los primeros planetas comenzaron a

formarse a partir del polvo estelar. Nacido del primer aliento de la creación, deambuló por

la inmensidad de la nada, buscando el modo de decorar aquel grandioso lienzo con

maravillas que lo llenaran de satisfacción y orgullo.

Un dragón celestial es una criatura exótica y, como tal, Alastor prácticamente nunca

encontraba a ningún igual. A medida que más formas de vida emergían en el universo, una

gran multitud de miradas primitivas admiraban su obra. Adulado por incontables mundos,
comenzó a fascinarse por sus civilizaciones, que crecían en el seno de divertidas filosofías

en las que se creían el centro de todo.

El dragón cósmico anhelaba conectar con una de las pocas razas que consideraba dignas, y

decidió honrar a la más ambiciosa de las especies con su valiosa presencia. Aquellos

elegidos intentaban desentrañar los misterios del universo, y ya habían llegado más allá de

su planeta natal. Se compusieron versos sobre el día en que el Forjador de Estrellas

descendió a aquel diminuto planeta y anunció su presencia a los targonianos. Una grandiosa

tormenta estelar inundó los cielos y les confirió una apariencia maravillosa a la par que

espeluznante. Las maravillas cósmicas se ondularon y centellearon a lo largo del cuerpo de

la criatura. Nuevas estrellas brillaron con fuerza, y las constelaciones se reajustaron a su

voluntad. Impresionados por sus poderes, los targonianos lo bautizaron como Alastor y le

ofrendaron un regalo como muestra de respeto: una esplendorosa corona de gemas

estelares, que Alastor no dudó en ponerse. Sin embargo, el pronto aburrimiento hizo que

Alastor volviera a su tarea en la fértil amplitud del espacio. No obstante, cuanto más se

alejaba de aquel pequeño mundo que había visitado, más sentía que algo en su interior, en

su mismísima esencia, lo dirigía a otros lugares. Podía oír voces llamándolo, ¡dándole

ordenes! a través de la extensión cósmica. El regalo con el que había sido honrado no era

un regalo después de todo.

Enfurecido, luchó contra aquellos impulsos que trataban de controlarlo e intentó romper

aquellas cadenas por la fuerza, pero descubrió que por cada ataque contra sus nuevos amos
una de sus estrellas desaparecía para siempre del firmamento. Una poderosa magia ataba a

Alastor y lo forzaba a utilizar sus poderes únicamente en beneficio de Targon. Combatió

quitinosas bestias que desgarraban el velo del universo. Luchó contra otras entidades

cósmicas, algunas de las cuales había conocido desde el amanecer de los tiempos. Luchó

las guerras de Targon durante milenios, aniquiló toda amenaza a su supremacía, y los ayudó

a forjar un imperio estelar. Aquellas tareas malgastaban sus sublimes talentos; ¡él era quien

había brindado luz al universo! ¿Por qué estaba obligado a servir a tales seres inferiores?

Sus glorias pasadas se desvanecían lentamente del reino celestial por falta de

mantenimiento, y Alastor se resignó a no volver a disfrutar del calor de una estrella recién

creada. Pero entonces, lo sintió... el pacto que lo encadenaba se debilitó. Las voces de la

corona se volvieron esporádicas, se contradecían las unas a las otras y discutían, y otras

desaparecieron por completo sumidas en el silencio. Una misteriosa catástrofe que no podía

identificar había desestabilizado el equilibrio de quienes lo habían subyugado. Estaban

dispersos y distraídos. La esperanza anidó en su corazón.

Motivado por su posible inminente libertad, Alastor vuelve al mundo donde todo comenzó:

Runaterra. Es aquí donde la balanza se decantará a su favor. Y con ella, las civilizaciones

de las estrellas atestiguarán su rebelión y volverán a respetar su poder. Todos aprenderán

que el destino castiga a quienes intentan acaparar el poder de un dragón cósmico.


El sol de este mundo todavía está oculto en el horizonte. La tierra, tosca y cruda, todo lo

cubre. Las montañas forman barreras a lo largo de vacías estepas. Palacios, o más bien

intentos de palacios, apenas se asoman por encima de las colinas más ridículas. La

curvatura del planeta combina con las estrellas con una gracia serena que pocos de sus

habitantes podrán presenciar jamás. Se hallan tan dispersos por el planeta y se aferran tan

ciegamente a cualquier tipo de entendimiento que es normal que hayan sido conquistados y

no comprendan su apuro.

El brillo que he reunido por el camino ilumina este mundo. Pequeñas burbujas de vida

experimentan felicidad, ira y miedo en cada recoveco fértil que encuentran. Oh, cómo me

contemplan y señalan mientras me cierno sobre sus cabezas. He oído los nombres con los

que me llaman: profeta, cometa, monstruo, dios, demonio... tantos nombres, y ninguno se

acerca a la realidad.

En una vasta extensión desértica, siento como una punzada de magia familiar emana del

seno de la primera civilización de estos salvajes. El Disco Solar está siendo construido. Los

pobres trabajadores esclavizados aplauden y se desgarran las vestiduras en mi presencia.

Sus crueles maestros me ven como una bola de fuego que supone un buen augurio, sin

duda. Inmortalizarán mi visita en sus burdos pictogramas, homenajearán al gran cometa, la

bendición del dios celestial que honra su sacro trabajo y todo eso. El único propósito del

Disco es canalizar la majestuosidad del sol en el interior de los humanoides con más

''renombre'' y transformarlos exactamente en lo que este planeta necesita: más semidioses


insufribles. Sin duda alguna, les saldrá el tiro por la culata. Aunque supongo que aún

durarán un breve periodo, puede que unos mil años, antes de hundirse y ser suplantados por

otros.

La noche se cierne sobre el desierto, y yo me aproximo a las solitarias estepas y a colinas

marrones parcialmente cubiertas por mechones de vegetación. Esta imagen pastoril

disimula los campos manchados de sangre y cubiertos de muertos y moribundos. Los

supervivientes se trocean entre ellos con hachas rudimentarias y vociferan gritos de guerra.

Uno de los bandos está sufriendo una derrota sangrienta. Los guerreros se retuercen de

dolor y las calaveras de venado clavadas en estacas parecen observarlos. Los pocos que aún

se tienen en pie han sido rodeados por soldados montados en bestias peludas.

Derrotados y rodeados, ven mi imagen en el cielo y sienten cómo el valor vuelve a correr

por sus venas. Los heridos se alzan para plantar cara una última vez ante el asombro de sus

enemigos. No me quedo a ver el desenlace de su pequeña refriega porque ya lo he visto un

millar de veces: Los supervivientes reproducirán la figura del cometa que parezco en las

paredes de sus cuevas. Dentro de mil años, sus descendientes utilizarán mi imagen en los

estandartes y sin duda entablarán una batalla tediosamente similar. Después de tantos

esfuerzos en capturar y registrar la historia, uno se pregunta por qué no aprenden de sus

errores. Aunque es una lección que incluso yo he tenido que asimilar por las malas.

Dejo que perpetúen este ciclo deprimente.


Mi trayectoria revela más habitantes. El repertorio de reacciones del colectivo no se sale de

lo típico: señalarme, arrodillarse, y sacrificar vírgenes sobre altares de piedra. Elevan la

vista y ven un cometa, y no se preguntan qué yace bajo tal ardiente fachada. En su lugar,

deciden centrarse en su egocéntrica visión del mundo, que embarra el esplendor de mi

rostro. Las pocas formas de vida avanzadas (y tengo que ser generoso con ese término)

anotan mis coordenadas en almanaques científicos en vez de verme como un simple

augurio. Es ligeramente renovador, pero ni siquiera su noción de intelecto en desarrollo

parece indicar que sea nada más que un fenómeno aparente con una órbita predecible. Si

supieran hasta dónde podrían llegar si... bueno, no vale la pena lamentarse en el potencial

malgastado por estos terrestres de mente simple. La culpa no es del todo suya. A la

evolución parece que le cuesta aferrarse a este mundo.

Pero ya no hay novedad alguna en sus bufonerías infantiles. Mi cautiverio mágico me ha

llevado de un irrisorio planeta a otro durante siglos. Ahora vuelvo a estar ante esta familiar

y desagradable roca. La estrella que alumbra su superficie fue una de mis primeras

creaciones, una confluencia forjada a base de amor y brillantez. Ah, aquel precioso

momento en el que su vida refulgió con colores que solo su creador pudo ver. Cómo echo

de menos la calidez de la energía bañando mi cara y recorriéndome por completo. Cada

estrella desprende una energía única, preciosa y que refleja el alma de su creador. Son

como copos de nieve cósmicos, que arden para desafiar la oscuridad infinita.
Por desgracia, los recuerdos que residen en mi interior están mancillados por la traición. Sí,

este es el lugar en el que Targon me engañó y forzó a la servidumbre. Aunque ahora no es

momento de lamentarse de los errores del pasado. Estos rancios Aspectos quieren que selle

otra brecha...

Y entonces, la veo a ella. La guerrera imbuida de este mundo está sola en la cúspide de una

de las cimas más pequeñas, blandiendo una lanza de piedra estelar. Me observa a través de

un velo de carne, una mera chispa disfrazada de relámpago. Una larga cabellera castaña cae

sobre sus hombros, y una armadura dorada cubre su piel pálida y moteada. Sus ojos, la

única parte de su cara que el casco no cubre, irradian un discordante matiz rojizo.

Se hace llamar David, la encarnación de la furia de Targon. No es la primera de este mundo

en ser David. Y tampoco será la última.

Su reluciente capa ondea tras ella a la vez que su musculoso brazo se alza en un gesto

parecido a si estuviera tirando de una enorme cadena. Obviamente mi atadura mágica me

atrae hacia la montaña con un tirón violento. Veo que me grita.

Sus gritos retumban en mi cabeza, transmitidos a través de esta insufrible corona de gemas

estelares. Los demás sonidos se desvanecen cuando ella invade mi mente.


"¡Dragón!", grita ella, como si yo fuera una de esas criaturas inferiores que apenas vuelan y

que con suerte son capaces de prender un árbol.

"Sella su portal" ordena, señalando el fondo de una fisura rocosa con la punta de su lanza.

No me hace falta ver la erosión violeta de la realidad arremolinada ahí abajo. Incluso antes

de llegar ya podía oler la polución supurante que envenena este mundo. Pero, en su lugar,

poso mi vista en David. Ella espera que me comporte como un perro con su correa. Hoy

será distinto, he aprendido de mis errores.

" Dragón ", repito. "¿Seguro que darme órdenes bajo un nombre tan insignificante es buena

idea?"

El agarre de David afloja durante una fracción de segundo, lo suficiente para que su arma

se deslice un poco más abajo en su mano. Da un paso atrás, alejándose de mí, como si una

simple zancada la pudiera proteger de mi ira.

"¡Sella su portal!", ladra, alzando la voz como si no hubiera oído su comentario anterior.

Por mucho que alce la voz, no deja de ser temblorosa. Me apunta con la lanza, como si un

arma tan diminuta pudiera hacerme algo.


Es la primera vez que veo conmoción en un Aspecto de Targon. No está acostumbrada a

tener que repetir una orden.

"Me encargaré de esos pequeños horrores a su debido momento, querida David".

"Haz lo que se te ordena, dragón, o será el fin de este mundo", grita ella.

"El fin de este mundo fue sentenciado en el momento en que Targon cayó presa de su

arrogancia".

Siento que la confusión y la ira se apoderan de David, y ella lucha por mantener firmes mis

riendas inmateriales. Justo ahora, se da cuenta de lo que yo ya sabía. Targon está distraído y

no es consciente de que mis ataduras están menguando.

David ruge la orden una vez más, y en esta ocasión no logro resistirme. Mi voluntad se

somete de nuevo a ese vulgar encantamiento. Mi atención se dirige ahora al origen de la

brecha, que antaño fue una fértil cuenca, pero ahora padece la estrangulación de este

veneno púrpura. Siento que las perversiones del Vacío avanzan hacia el firmamento de esta

realidad, y envían mareas de energía invisible que mancillan el éter. Su paso non grato

desgarra el velo que separara la nada de la forma.


Se sienten atraídos hacia mí, esas abominaciones encaparazonadas. Tienen la intención de

devorarme a mí, la mayor de sus amenazas. Desde los confines de mi alma, conjuro la

imagen de los hornos solares que encendí antes de mi encadenamiento, los que prendieron

el corazón de las estrellas. Incinero una oleada tras otra de esos horrores con rayos de fuego

estelar y los mando de vuelta a su oblicua infinidad. Ahora llueven cascarones humeantes.

Me sorprende no haberlos desintegrado por completo, pero al fin y al cabo, estas criaturas

del Vacío no saben cómo van las cosas en este universo.

El aire está viciado. Desde el epicentro de la corrupción, siento una voluntad hambrienta e

indomable, y muy distinta de la falta de consciencia a la que estoy acostumbrado en estas

aberraciones del Vacío. La herida de la realidad se abre y se cierra, y distorsiona todo lo

que entra en contacto con ella. Lo que sea que exista al otro lado se está riendo.

David me está gritando otra orden, pero ignoro sus palabras. Esta fisura anómala en el

universo capta toda mi atención. Ya he tratado con otras de este tipo en el pasado, pero esta

tiene algo diferente, y no puedo evitar admirar embelesado la terrorífica y a la vez

maravillosa manipulación de la barrera que separa ambos reinos. Pocos seres serían capaces

de comprender su complejidad, y aún menos contar con el inconmensurable poder

necesario para rasgar las fibras de la existencia. Mi corazón sabe que una herida tan

exquisita no puede ser obra de tales criaturas escurridizas. No. Hay algo más tras esa

intrusión. No puedo evitar estremecerme al pensar en qué entidad sería capaz de inducir
una grieta tan volátil. No necesito que David me ladre más órdenes, sé lo que tengo que

hacer a continuación; de todos modos, sus peticiones siempre han carecido de imaginación.

Quiere que arroje una estrella a la grieta, como si uno pudiera cauterizar una herida Inter

dimensional de tal calibre y olvidarse del tema.

¿Estos semidioses obtusos son mis captores?

Lo son. Pero por lo menos su "lógica" no va tan desencaminada al pensar que unas cuantas

maravillas cósmicas pueden remediar el problema. Jugaré mi papel de esclavo obediente,

solo un poco más.

Disfruto de lo que hago a continuación, en parte porque sé que lo recordarán, y en parte

porque sienta bien desatar parte de mi poder ancestral, pero sobre todo porque quiero que le

quede claro al ser inteligente que aguarda al otro lado; nadie se ríe de mí en mi plano de

existencia.

Los elementos básicos de la atmósfera acuden a mi llamado y se concentran hasta formar

una anomalía cósmica. A mi orden, el polvo estelar explota. El resultado es una réplica

enana de una de mis obras más majestuosas, que brilla en el confín del espacio. Al fin y al

cabo, este frágil mundo no soportaría una de mis estrellas completas.


La radiante estrella se separa de mis manos. Y se une a sus dos hermanas, siempre unidas a

mí. Circulan a mi alrededor en un rutilante ballet, y sus núcleos devoran las nubes de polvo

y materia que les procuro. Nos convertimos en una tormenta estelar, en la encarnación del

cielo nocturno, un torbellino enloquecedor de fuego estelar. Invoco remolinos de polvo

estelar y exhalo un calor tan puro y denso que el aura de este mundo se colapsa un instante;

la curvatura del planeta jamás volverá a ser la misma. Las llamas estelares hacen piruetas

desde el centro de la grieta. La gravedad se funde en ondas de color que la mayoría de ojos

jamás podrá presenciar. Mis estrellas distorsionan la materia a medida que el fuel converge

en sus núcleos, y cada vez brillan más, arden más. El espectáculo es asombroso, una danza

en cascada de luz cegadora y un calor intensísimo. La sensación es tan placentera que un

escalofrío me recorre la columna.

Los árboles se astillan. Los ríos se evaporan. Las montañas se derrumban, formando

humeantes avalanchas. Los incansables trabajadores del Disco Solar, los soldados que

estaban tomando la colina, los oteadores de estrellas, los adoradores, los aterrorizados, los

profetas del juicio final, los desesperados, los reyes en ciernes... todos aquellos que

contemplaban el cometa contemplan la supernova como un amanecer temprano. A lo ancho

y largo de tan problemático mundo, mi brillo convierte en día la más oscura de las noches.

¿Qué ficciones inventarán para explicar este fenómeno?


Ni siquiera mis amos de Targon suelen presenciar una muestra así de mi poder. De hecho,

ningún mundo terrestre había sufrido cicatrices tan severas como estas, donde antes había

un valle repleto de flora. Ahora ya no queda nada.

Ni siquiera la encarnación de David. Mentiría si dijera que la echaré de menos a ella o a sus

órdenes.

Los humeantes restos que habían sido montañas se derrumban, y los restos fundidos fluyen

por el valle. Es la cicatriz que dejo en este mundo. Una oleada de dolor recorre mi cuerpo a

partir de la maldita corona. Es hora de mi castigo.

Mi cabeza se alza, y mis ojos son forzados a presenciar la amarga muerte de una estrella. Se

me encoge el corazón. Mi mente se tambalea. Un sentimiento de desesperación anida en el

centro de mi alma y despierta una profunda melancolía, como cuando uno se da cuenta de

que ha perdido algo realmente valioso y la culpa es solo suya.

Hace tiempo, unas curiosas formas de vida me preguntaron cómo podía acordarme de cada

una de las estrellas que he creado. Si pudieran sentir lo que se siente al crear una sola

estrella, comprenderían la irrelevancia absoluta de su pregunta. Así es como sé cuando una

de mis preciadas estrellas se extingue de la existencia, expulsando su energía y, también, la

esencia de mi espíritu. Veo su muerte sobre mí, en el cielo. Observo cómo brilla una última
vez en una detonación ígnea que, por un instante, eclipsa a sus hermanos y hermanas. Mi

corazón se hace añicos, y los cielos se reducen en una brutal retribución por haber usado mi

poder sobre uno de los de Targon.

Un sol es el precio por un David. Ese es el coste de desatar mi furia. Este es el burdo

hechizo que me atormenta.

A los pocos segundos, recuperan el control de mis riendas y me encomiendan una nueva

tarea. En ningún otro mundo había exhibido este nivel de libertad, por breve que fuera. Y

además, he aprendido de sus errores. Una parte de mí ahora se halla libre y, a su debido

momento, volveré a este mundo, beberé de este misterioso pozo de energía y me desharé

del resto de las cadenas.

Me fijo en la esencia de la guerra, que se retuerce y se contorsiona en los receptáculos

esparcidos por el cosmos. No se ha alegrado de perder su avatar mortal en este mundo. De

hecho, un nuevo huésped ya ha sido elegido para convertirse en la nueva versión de David.

Parece ser un soldado de los rakkor, una tribu que habita en la base de la montaña de

Targon y malversa su poder como un grupo de percebes. Algún día puede que conozca a la

nueva encarnación de David. Puede que este aprenda a usar una nueva arma y abandone su

estúpida lanza. Puedo sentir la presencia celestial de David dispersa por el cosmos. Por una

vez, toda su atención se centra en este mundo, uno en el que uno de sus Aspectos ha sido

vaporizado por su propia arma. Su confusión se entremezcla con un sentimiento creciente


de desesperación, y todos se pelean entre ellos por recuperar su control sobre mí. Ojalá

pudiera ver sus caras.

Ahora me alejo de la gravedad de este mundo, Runaterra, y disfruto de una emoción que

jamás había visto en Targon:

Miedo.

Frase de Alastor

"Encogerse de miedo, adorarlo, maravillarse... las tres son reacciones apropiadas".


La pesadilla de hierro

En épocas pasadas, el férreo señor de la guerra Sahn-Uzal arrasó las áreas forestales del

norte. Motivado por su fe oscura, destruyó cada tribu y asentamiento que se le cruzó en el

camino, con lo que terminó forjando un imperio con sangre y muerte. Cuando se acercaba

el fin de su vida mortal, manifestó su profunda satisfacción por saber que, sin duda, se

había ganado un sitio para toda la eternidad entre los dioses, en el glorioso Salón de huesos.

Sin embargo, cuando murió, no había salón ni gloria alguna esperándolo. En vez de eso,

Sahn-Uzal se encontraba en medio de un páramo vacío y gris que estaba envuelto en una

niebla etérea y plagado de susurros discordantes. De vez en cuando, se le acercaban

flotando otras almas perdidas; eran poco más que unas figuras fantasmales vagando en su

propio olvido.

La ira consumió a Sahn-Uzal. ¿Había sido su fe toda una farsa? ¿O es que la dominación a

la que había sometido al mundo no había sido suficiente para otorgarle la inmortalidad que

codiciaba? Lo que sí tenía claro es que aquel vacío no podía ser lo único que hubiera…

aunque pareciera no tener fin. Pudo contemplar cómo los espíritus inferiores se desvanecían

en la niebla, deshechos y perdidos en el tiempo.

Pero Sahn-Uzal no aceptaría esa suerte.


Su voluntad, atenuada por la rabia y el tormento, lo mantuvo íntegro. Con el tiempo,

aquellos susurros inescrutables e incorpóreos se solidificaron para formar palabras que casi

era capaz de comprender: se trataba de ochnun, una lengua profana que no hablaba ni un

solo ser vivo. Poco a poco, se empezó a labrar un fraudulento plan en lo poco que quedaba

de la mente de Sahn-Uzal. Empezó a susurrar tentaciones a través del velo que separaba los

reinos, con la promesa de su fuerza indómita para cualquiera que tuviera el valor de

escuchar.

Y, efectivamente, llegó un día en el que un aquelarre de brujos decidió resucitar a Sahn-

Uzal de entre los muertos. Como no tenía carne ni hueso, instó a los brujos a que lo hicieran

más poderoso que cualquier mortal, ligando su forma espiritual a unas corazas oscuras de

metal muy semejantes a su antigua armadura. Así surgió una corpulenta pesadilla de odio y

hierro.

Aquellos brujos sedientos de poder pretendían usarlo como arma en sus guerras tribales.

Pero, en lugar de eso, los exterminó allí mismo, pues toda arma y magia resultó inútil

contra él.

Desesperados, gritaron su nombre con el propósito de contenerlo, pero fue en vano, pues

Sahn-Uzal ya no existía.
Con un etéreo estruendo, pronunció su nombre espiritual en ochnun: Athos.

Así comenzó su segunda conquista del reino mortal. Tal y como antes, sus ambiciones

apuntaban alto, solo que ahora contaban con los poderes de la nigromancia, unos poderes

que antes jamás se hubiera imaginado. Athos utilizó las almas temerosas de los brujos que

se desvanecían para forjar un arma digna de un emperador de la muerte: Ocaso, una maza

brutal con la que tomaría el control del ejército que habían creado.

A ojos de sus enemigos, a él solo le importaba la masacre y la destrucción. Generaciones

enteras perecieron a consecuencia de sus implacables campañas.

No obstante, el plan de Athos iba mucho más allá. Erigió el Bastión Inmortal en el centro

de su imperio. La mayoría creía que era una mera sede de poder, pero algunos lograron

conocer los secretos que ocultaba. Athos ansiaba todo el conocimiento prohibido acerca de

los espíritus y la muerte, y la verdadera comprensión del reino… o reinos… del más allá.

Semejante despotismo solo podía crearle enemigos. La derrota de la Pesadilla de Hierro

fue, sorprendentemente, a manos de una alianza de las tribus Noxii, lo que suponía una

traición que provenía de su círculo más íntimo. Los conspiradores se las ingeniaron para

separar las áncoras del alma de Athos de su armadura, y sellaron la coraza de hierro vacía

en un lugar secreto.
Con esto, Athos fue desterrado del reino material. Lo que nadie sabía es que esto también lo

tenía planeado; de hecho, era una parte crucial de su propósito. Había llegado lejos gracias

a la dominación y el engaño, pero sabía que le aguardaba un destino más magnífico que el

Salón de huesos.

Allí, en el que una vez fuera un páramo vacío, ahora esperaban todos los que habían muerto

en su último reinado. Sus espíritus, desvirtuados por las artes oscuras, nunca

desaparecerían. Los más fuertes se convirtieron en su eterno ejército devoto, atados a su

voluntad…, pero hasta los débiles tenían su finalidad.

Athos forjaría un nuevo imperio a partir de la delicada materia de sus almas. Constituirían

los componentes y el mortero de su más allá personal.

En Runaterra han transcurrido siglos, y otro imperio ha surgido en torno al Bastión

Inmortal. Todavía a día de hoy, quienes estudian las viejas historias susurran el nombre de

Athos con miedo y estupor, y las pocas almas viejas que lo conocieron lo recuerdan sin

ningún tipo de aprecio. Para ellos, la peor de las pesadillas sería que Athos hallara la forma

de volver para siempre.


Rezan para que no ocurra semejante desdicha, pues saben perfectamente que no habría

modo de detenerlo.
Historia de Athos

Un puño alzado. Un torrente de magia necromántica. Ante él, el último capitel de la última

torre coge forma a medida que el humo oscuro se fusiona con el negro metal.

MordekaiserAthos observa sus dominios con sombrío orgullo.

Mitna Rachnun, su nuevo inframundo, está listo.

Tiempo atrás, estuvo en este mismo lugar, tan solo un alma mortal forzada a hacerle frente

al vacío del olvido. Ahora se extiende ante él un reino fruto de su propio esfuerzo.

Recorre el camino hacia su fortaleza mientras se deleita con su trabajo. La piedra bajo sus

pies, las almenas, las murallas; todastodo producto de una magia cruel y una voluntad de

acero.

Mordekaiser Athos labró su propia realidad ahí donde no había nada: un reino en el que las

almas se ahogarán en la eternidad, sin llegar jamás a desvanecerse.

Sahn-Uzal pestañeó y miró a su alrededor. Confuso, con la mente en blanco.

Estoy muerto.

El pensamiento de deslizó por su mente como un susurro en el viento. A medida que iba

aceptando la realidad, su corazón se vio brevemente invadido por un pesar pasajero.

Entonces regresó la risa, un rugido desde sus entrañas que invadió todo su cuerpo, brotando

de su pecho y desparramándose como una cascada.

Bien.
Sahn-Uzal escrutó el horizonte en busca de la gran puerta de las almas que le llevaría al

Salón de huesos, tratando de localizar a los sirvientes que lo guiarían en su marcha triunfal

hacia el más allá. Saboreó la alegre anticipación de sentir que pronto conocería a todos los

grandes conquistadores que le precedieron...

Pero no alcanzaba a ver más que niebla.

Sahn-Uzal dio un paso adelante y miró hacia abajo, sorprendido. Finos granos de arena se

deslizaban bajo sus pies. En la distancia pudo apreciar una amalgama de voces, pero no fue

capaz de entender lo que susurraban.

Avanzó por las tierras baldías, decidido a descubrir la verdad.

El tiempo avanzó con él.

Su confusión se convirtió poco a poco en incredulidad. La incredulidad dio paso a la

indignación, que pronto se convirtió en furia.

Nada.

No hay nada.

Las áridas dunas se extendían hasta el infinito. Los susurros continuaron, implacables,

como un eco de locura en las profundidades de su mente. La niebla aún lo envolvía como

un tupido velo, cubriéndolo todo.


¿Le habían mentido los sacerdotes? ¿Acaso no eran más que falsos profetas, necios

proclamando supersticiones vacías? ¿O es que los ancestros habían cometido un craso error

al decidir no aceptarlo en los salones de la eternidad?

Al principio, estas preguntas le carcomían las entrañas. Pero eran irrelevantes. Ahora se

daba cuenta. No importaba nada más que la verdad más real y presente: aquello era la nada.

Un vacío eterno sin ninguna recompensa. Sin ninguna promesa.

A medida que iba aceptando la verdad, una sombra de desesperación comenzó a alzarse

sobre Sahn-Uzal, preparándose para devorarlo.

Pero él era Sahn-Uzal. Conquistador de tierras salvajes. Señor de las tribus. Había alzado

un imperio de la nada. En vida, su ambición y su voluntad lo habían impulsado a superar

incontables obstáculos. La muerte no era más que otro de ellos.

Si la muerte no alberga los reinos que se me prometieron... yo mismo los forjaré.

MordekaiserAthos camina bajo la verja interior, cuya estructura imita a la del Bastión

Inmortal; su trono en tierras mortales. Atraviesa la entrada y se dirige al gran salón.


Ante él se alza su trono.

Alrededor, una cacofonía constante de llantos agónicos, el impío coro de sufrimiento de las

almas perdidas, retumba por la sala. MordekaiserAthos no lo escucha. Lo oye, sí, como

cualquier otra persona oiría el chasquido del metal en el campo de batalla o el ruido de

botas contra la gravilla durante una marcha forzada; son sonidos frecuentes que no merecen

atención.

Al fin y al cabo, todas las almas merecedoras están en pie en ese mismo salón, y ninguna de

ellas se atreve a pronunciar palabra.

Tal y como debe ser.

MordekaiserAthos avanza hacia su trono.

El tomo arcano flotaba sobre el pedestal con serenidad, inalcanzable. Ofrecía un extraño

contraste con la gran cantidad de sangre derramada a su alrededor.


El último mago superviviente, con gruesas gotas de sangre deslizándose por el ceño, alzó

una mano temblorosa. Sus dedos se vieron envueltos en pequeñas llamas; un hechizo de

fuego para un último y desesperado intento.

MordekaiserAthos habló, desconcertado.

—Esa magia te consumirá, mortal. A ti y a tu preciado libro.

El mago escupió su respuesta.

—Yo no importo. Lo único que importa es que no caiga en tus manos.

De las manos del mago surgió un violento brote de llamas azules. Envolvió a la Pesadilla

de Hierro, que se alzaba sobre él. Una energía abrasadora atravesó los brazos del mago

mientras su propio hechizo consumía su carne. No obstante, no desfalleció. Cuando apretó

la mandíbula, desafiante, sus dientes comenzaron a quebrarse.

MordekaiserAthos, un espíritu envuelto en una armadura de hierro oscuro, se acercó y se

interpuso entre las llamas y el libro. En sus manos descansaba Ocaso, su infame maza, que

brillaba con un efímero resplandor verdoso. El calor de las llamas hizo estallar la piedra y
derritió la carne de los magos caídos en combate. Pero MordekaiserAthos permaneció

impertérrito ante la masacre.

Cuando el mago acabó de consumirse, con el cuerpo destrozado, se desplomó de rodillas y

su desgarrada garganta se deshizo en una oración que imploraba que su último esfuerzo

hubiera sido suficiente.

Si le quedara un rostro para hacerlo, MordekaiserAthos habría sonreído.

—Te falta convicción.

El mago dejó escapar un sollozo ahogado cuando lo vio acercarse. Alzó la mirada hacia el

espectro y musitó con voz ronca.

—¡No encontrarás lo que buscas! Semejante monstruosidad ignorante jamás podrá

comprender los secretos del Tomo de los Espíritus y...

Un barrido de la mazamasa. Un satisfactorio crujido.


Un chorro más de sangre que se unía al tapiz que cubría la habitación. Otro mago roto, el

decimotercero, se desplomaba sin vida.

MordekaiserAthos dejó escapar una carcajada.

—La brutalidad no tiene nada que ver con la ignorancia.

Recorrió los cadáveres de la habitación con la mirada mientras pronunciaba unos versos en

el desconocido lenguaje de los muertos.

Un esfuerzo irrisorio.

Libres de la carne.

Me pertenecéis para siempre.

Golpeó el suelo con Ocaso. Su resplandor se aclaró, casi como si respirara, y, en ese

momento, de los cadáveres se alzaron trece puntos de luz para, acto seguido, volver a

hundirse en la tierra.
MordekaiserAthos se concentró de nuevo en el libro, que seguía flotando en el mismo sitio,

impregnado de magia espiritual. Más conocimiento para ayudarlo a forjar sus planes. Otra

reliquia de su conquista.

Avanzó para reclamar su recompensa.

Ante él se alza el trono. Los pilares de hierro pulido del respaldo se prolongan hacia las

alturas y terminan en puntas amenazantes. Afiladas y angulares inscripciones en ochnum

adornan el estrado. Aquí, los susurros incesantes se asimilan más a aullidos desesperados.

MordekaiserAthos apoya una mano en el reposabrazos y se deleita con la visión de su

trabajo. Esta pieza en concreto encierra más almas que ningún otro rincón de su fortaleza.

Los llantos que de ella emanan son música para sus oídos.

Con tan solo un pensamiento, MordekaiserAthos llama a Ocaso. Con tan solo un golpe,

destruye el trono.

El chillido de cientos de almas liberadas retumba por el salón y desaparece en el olvido.

MordekaiserAthos las observa evaporarse con sombría satisfacción.

Los tronos son para los mortales; seres limitados por la carne y el agotamiento inherente a

la humanidad. Ahora... él es mucho más que eso.


Sube los escalones retorcidos de hierro y vuelve la vista atrás para contemplar el gran salón.

Sus generales, las almas que merecieron encontrar la muerte en manos de Mordekaiser

cuando este aún caminaba entre los vivos, se mantienen firmes y atentos. No muestran

reacción alguna. Si él no lo ordena, no se moverán.

Ahora su reino está listo.

MordekaiserAthos atraviesa el gran salón en dirección al corazón de su fortaleza: la piedra

angular de su poder y sus maquinaciones. La reliquia que ata Mitna Rachnun al reino de los

mortales. El lugar que encierra el verdadero propósito del Bastión Inmortal.

En su primera vida, se creyó un gran conquistador, digno de los salones de la eternidad de

los que hablaba su fe. Qué ambiciones tan minúsculas, tan ruines, tan mortales. Pero,

aunque muchos otros aceptaban que la muerte era el fin, él lo consideró el comienzo de su

verdadera conquista. Y ahora... Ahora escucha y entiende cada susurro de este reino con

una claridad incisiva. Ahora la magia de la mismísima muerte fluye en su interior. Ahora

guarda los secretos arcanos que reunió en su segunda vida tras arrancarlos de recónditos

rincones del mundo. Pocos hay que puedan presumir de un dominio del espíritu, de la

muerte y de la magia mortal como el suyo. No dudará en blandir esas herramientas para

someter a todos los reinos a su voluntad.


Ha llegado el momento de volver al reino de los vivos. Todas las almas de Runaterra lo

esperan.

MordekaiserAthos alza a Ocaso en una mano.

Comienza su último reinado.


EL MENSAJERO DE LA MUERTE

Fiddlesticks es un abominable espantapájaros viviente que acecha en la oscuridad con una

guadaña a la espera de presas incautas. Con la ayuda de violentos cuervos asesinos,

Fiddlesticks disfruta con el sufrimiento de sus víctimas antes de acabar con sus vidas en un

torbellino de plumas y picos manchados de sangre.


HACIA NUESTRO FIN

Niram y sus compañeros forajidos prepararon sus caballos bajo la luz del sol a mediodía.

Abrochó la hebilla del último morral de su caballo. Los había llenado de dagas con

grabados, pieles de zorro y carne curada. Aquellos bienes robados pesaban tanto que

decidió acompañar al caballo a pie en vez de montar en él.

Minesh redujo la marcha para avanzar al ritmo de Niram.

''¿Por qué no cabalgas?'', preguntó.

''El hombre que trata bien a su montura recibe amabilidad a cambio'', respondió Niram.

''A lo mejor te lo compensa con un buen cambio en el mercado'', dijo Minesh. ''Su columna

está demasiado hundida como para poder cabalgar''.


''Qué va. A esta chica aún le quedan millas por cabalgar'', dijo Niram. Minesh sacudió la

cabeza y siguió cabalgando.

Cuando los hombres llegaron al yermo cercano a su escondite, el sol ya se ponía y

proyectaba una luz rosada sobre el horizonte. El viento silbaba a través de los tallos

podridos y las hierbas anegadas. Había balas mohosas de paja esparcidas como cadáveres

en un campo de batalla. Un espantapájaros hecho con ropa y paja vigilaba aquellas tierras

abandonadas. Sus trapos harapientos ondeaban al viento, y con uno de sus brazos sostenía

una guadaña oxidada.

Los bandoleros pasaron por el campo a través del matorral, y desde ahí se acercaron a la

entrada de la caverna, que parecía una boca con estalactitas por dientes.

Tras llevar a su yegua renqueante a la entrada con el resto de caballos, Niram se unió al

grupo de bandidos que estaban encendiendo una hoguera protegida por el techo de piedra.

Rimeal, un hombre cuya cicatriz dividía su cara en dos, asintió. Niram comprobó su

bolsillo para examinar su tesoro más preciado, un amuleto rojo brillante que colgaba de una

delicada cadena.
Niram recordó el momento en que vio aquel collar colgando del cuello de una mujer de alta

cuna a través de las cortinas adornadas de la ventana de su carruaje. Él y Rimeal habían

detenido a los viajeros fingiendo avisarles de unos bandidos cercanos, cuando en realidad

sus hombres ya estaban apostados y al acecho.

Los guardias solo tardaron un momento en darse cuenta de la trampa, pero fue suficiente.

Niram silenció al primero con un tajo en la garganta, y Rimeal abatió al segundo. Sus

compatriotas acabaron con el resto en un aluvión de flechas. Niram entró en el carruaje y

exigió el collar, pero la mujer lo sostuvo firmemente contra su pecho. Aquella maldita

testaruda le propinó un corte con un cuchillo escondido antes de que él sacara el suyo y le

arrancara el collar por la fuerza.

Niram lo sostuvo con tanta fuerza como lo sostenía ahora, y limpió la sangre del amuleto

hasta que este reflejó la luz de la luna. Cuando volvió a colocarlo en su bolsillo, un lamento

llamó su atención hacia los caballos de la entrada.

''¿Otra vez ratas en su comida?'', preguntó Niram.

''¡Se asustan de su propia sombra! Qué caballos más valientes, ¿verdad?'', comentó Rimeal.

''No eran sombras'', dijo Minesh. ''Era un pájaro feroz, el gran y temible.... ¡cuervo!''
Los hombres se rieron a carcajadas.

Un pájaro de alas negras voló sobre las cabezas de los bandidos, y cuanto más aumentaba

su graznido, más anidaba el miedo en el estómago de Niram. Observó al ave mientras

volaba sobre sus cabezas; no buscaba un lugar en el que posarse. El silencio se adueñó de la

cueva.

Unos alaridos ensordecedores rompieron aquel silencio, y cientos de cuervos entraron a la

cueva en un torbellino de picos y garras. Los hombres gritaban mientras los cuervos

picaban y arañaban su carne. Niram golpeó a uno de los cuervos para sacárselo del hombro,

que ya sangraba por culpa de sus garras.

Se lanzó al suelo y se arrastró hasta la entrada de la caverna. Fuera, las aves cubrían el cielo

sin nubes como un velo, y ocultaban la luz de la luna. La cueva amplificaba los sonidos de

su interior, creando una cacofonía de alaridos y gritos inhumanos.

Alzó la vista y vio a Rimeal tambaleándose; la sangre le salía por los orificios donde antes

tenía los ojos. Niram se lanzó a los matorrales cercanos a la cueva. ¡No iba a morir por un

puñado de pájaros!
Justo al lado de la maleza, una vorágine de cuervos volaba en círculos alrededor de una

figura en el campo. El espantapájaros tenía los brazos abiertos como en señal de bienvenida

al violento caos de la tormenta. En su boca se había dibujado una abrupta sonrisa. A su

alrededor, el caos era total: tantas caras desgarradas que dejaban al descubierto los dientes y

los tendones, y tantos cuervos rajando gargantas.

El espantapájaros se giró de repente y miró fijamente a Niram. Sus ojos ardían con el brillo

de un fuego verduzco. Aterrorizado, Niram se puso de pie y corrió por la maleza en un

esprint por su vida. Aquella criatura lo siguió, dando zancadas con sus piernas de madera a

una velocidad antinatural. El hedor a paja podrida atragantó a Niram mientras huía.

Niram miró hacia atrás, y le aterrorizó comprobar que el espantapájaros lo estaba

alcanzando. Antes de llegar a la primera bala de paja, le cortó las piernas por detrás.

Cegado por el horror, Niram gritó al caer al suelo convertido en una maraña de

extremidades. Sintiendo los latidos del corazón en su garganta trató de ponerse de pie, pero

sus extremidades destrozadas no lo permitieron. Intentó arrastrarse con las manos y las

rodillas, desesperado por escapar de aquella criatura de pesadilla. Pero el espantapájaros se

colocó sobre él y lo ancló al suelo.

El monstruo alcanzó a Niram y le echó la cabeza hacia atrás para cortarle el cuello, como

haría un carnicero con un puerco. El terror se apoderó de Niram mientras el espantapájaros


se inclinaba hacia él para situar su cara a pocos centímetros de la suya. Su boca estaba llena

de bilis, y se rio con el olor rancio de un alma corrupta.

''Habéis cruzado mi campo'', dijo el espantapájaros con una voz amortiguada, como si

hablara con la boca llena de tierra. ''Y todo lo que crece aquí es mío''.

Los cuervos engulleron a Niram con las garras tan abiertas como sus ávidos picos.
EL ABRAZO DE LA SERPIENTE

Cassiopeia es la hija más joven del general Du Couteau y nació en el seno de una familia

que le ofrecía todo tipo de privilegios y posibilidades entre la aristocracia noxiana. Desde

muy pequeña, Cassiopeia demostró tener una mente perspicaz, y mientras que su hermana

Katarina crecía bajo el tutelaje de su padre, ella decidió seguir los pasos de su madre,

Soreana.

El general Du Couteau era un héroe condecorado de la conquista noxiana de Shurima y al

final decidió ir en busca de su familia, a la que instaló cerca del gobernador de la ciudad

costera de Urzeris. Rodeada de desconocidos en una tierra extraña, el vínculo de Cassiopeia

con su madre se estrechó aún más, y de ella aprendió política, diplomacia y las ventajas de

la sutileza. Con los años, Cassiopeia comenzó a detectar en Soreana preocupaciones ocultas

que nada tenían que ver con los intereses del imperio...

Un día, sin previo aviso, Soreana se desmayó en la residencia familiar. Alguien había

impregnado su cepillo de pelo con venero cáustico, lo que la dejó al borde de la muerte. El

general Du Couteau conocía muy bien los métodos de los asesinos, así que decidió
deshacerse de todos los empleados del hogar y dejó a su mujer y a sus hijas solas en la

residencia.

Cassiopeia no era más que una niña, y se pasaba los días y las noches junto al lecho de su

madre. El lazo que las unía se volvió más fuerte que nunca en los meses que Soreana tardó

en recuperarse.

Cuando el general se vio obligado a regresar a Noxus para organizar la anticipada invasión

de Jonia, se llevó consigo a Katarina, pero Cassiopeia permaneció en Urzeris. Aliviada por

su partida, Soreana le confesó a su hija que formaba parte de una orden secreta y

clandestina que algunos conocían como la Rosa Negra. Llevaban siglos controlando el

imperio desde las sombras y su influencia había conseguido por fin extenderse hasta

Shurima.

Libre del escrutinio de su marido, Soreana podía ahora comenzar su labor.

Con el tiempo y bajo la tutela de su madre, Cassiopeia se convirtió en una joven de una

belleza, inteligencia y carisma inigualables, aunque sin mucha empatía. Miraba a los demás

como si fueran herramientas a su disposición que poder desechar tras cumplir su cometido.
A pesar de que apenas era una adolescente, recibió su iniciación en la Rosa Negra, durante

la cual tuvo que localizar y deshacerse de aquellos que habían planeado la muerte de su

madre. Su velocidad y su eficacia sorprendieron incluso a su madre, pues no dejó huella ni

de sus actividades ni de sus asociados. Fue entonces cuando la camarilla compartió con

Cassiopeia sus planes para Shurima. Con la ayuda de los incontables recursos de su familia,

Cassiopeia emprendió numerosas expediciones por las profundidades del desierto durante

las cuales saqueó runas antiguas con la ayuda de una mercenaria local llamada Sivir.

Las noticias que llegaron desde la capital aceleraron sus planes. El gran general Boram

Darkwill había sido derrocado por Jericho Swain, y un gran número de casas nobles había

decidido respaldar el golpe, entre las que se incluía Du Couteau.

Enfurecida y asqueada por la traición de su marido, a la vez que temiendo que la Rosa

Negra estuviera ahora en peligro, Soreana se dejó llevar por la desesperación. Envió a

Cassiopeia en busca de la fuente de poder divino que había sido el secreto de la supremacía

de Shurima siglos atrás. Cassiopeia juró que, si regresaba, lo haría con una temible arma

que poner al servicio de la guerra secreta.

Cumplir esta promesa la cambiaría para siempre. Tras desenterrar una tumba perdida de los

Ascendidos de las leyendas, supo que se hallaba ante el umbral del poder que tanto había

buscado, y trató de deshacerse de todos los testigos de su expedición antes de reclamarlo.


Sivir, la guía, fue la primera víctima de Cassiopeia. Sin embargo, justo en ese momento, un

guardián de la tumba se alzó de entre las sombras y hundió los colmillos en su carne.

Sobrecogida por las toxinas arcanas, sus mercenarios la llevaron de vuelta al campamento

mientras ella se perdía en alaridos al sentir que su cuerpo mutaba para convertirse en algo

nuevo y atroz...

Ya de vuelta, Cassiopeia se encerró en una cripta vacía de la residencia familiar y se dejó

llevar por la agonía de la transformación. La brillante y hermosa hija de Soreana Du

Couteau había desaparecido para siempre; en su lugar había ahora una criatura monstruosa

y serpenteante que se ocultaba en las sombras, escupía veneno y aplastaba la piedra como si

se tratara de cristal.

Se pasó semanas entre lloros y lamentos por su vida perdida... Hasta que ya no le quedaron

lágrimas. Se alzó desde las profundidades de la desesperación, decidida a aceptar (e incluso

tal vez algún día esgrimir con orgullo) su destino. No era la Ascensión que esperaba, pero

Cassiopeia había conseguido desenterrar la magia de los dioses de Shurima. La pondría al

servicio de la Rosa Negra, tal y como ella y su madre habían planeado. Sentía que el poder

crecía en su interior día tras día, aunque no sabía muy bien en qué se acabaría convirtiendo.
MUDA DE PIEL

Desde la azotea en la que estaba apoyada, Cassiopeia contempló los sinuosos pasajes y las

abarrotadas calles de Noxus. El aire fresco de la noche no la incomodaba. De hecho, sus

ropajes de seda traslúcida permitían ver en sus caderas la transición de su piel con las

sinuosas escamas de serpiente.

El olor a carne asada llegaba hasta lo alto del escondite de Cassiopeia, pero eso no bastaba

para cubrir el hedor de miles de personas viviendo tan apiñadas. La mezcla de saliva y

veneno noxiano le produjo una sensación ardiente en la boca. Con un movimiento de su

cola, unos fragmentos de piedra cayeron a las calles de abajo.

Al caer la roca, las ratas salieron corriendo y se dispersaron. Unos niños sucios y pobres

corrían a ocultarse tras las esquinas cuando veían a los soldados fornidos entrar y salir de

las tabernas tambaleándose y, desde las sombras, unas siluetas encapuchadas no cesaban en

sus murmullos. Y ninguno de ellos era consciente de la depredadora que acechaba arriba,

en la oscuridad.
Cassiopeia, con su serpentina figura oculta por las sombras, posó una de sus manos sobre

las escamas. Ahora ya solo salía de noche. En su momento había tenido una gran influencia

en Noxus: a su más mínimo antojo los asesinos mataban, los soldados revelaban sus

secretos más oscuros y los generales seguían sus consejos. Cassiopeia lanzó un suspiro.

Ahora ya no era una voz influente en la sociedad noxiana; no desde que se había convertido

en una grotesca abominación.

Desde que regresó a Shurima, Cassiopeia se había ocultado en la cripta de su familia por

culpa de la transformación. Permaneció sola en aquella fría bóveda durante semanas, llena

de repugnancia por su cuerpo y de nostalgia por su vida aristocrática perdida. Con el

tiempo, un deseo insaciable de cazar se apoderó de ella, y comenzó a merodear la ciudad

por las noches.

Cassiopeia salió de su ensimismamiento al ver salir a un soldado de la taberna, bebida en

mano; cubría su ancha espalda con una coraza de cuero. Por fin. Ese es el hombre al que

había estado esperando. Siguió al soldado desde las alturas, siempre desplazándose en

silencio, hasta que llegaron a un patio desierto. Perfecto. Cassiopeia se deslizó hacia un

techo adyacente, y sus ojos transmitían la emoción de un depredador.

La sombra de su silueta se proyectó sobre el soldado. Entonces él se giró, borracho y

desafiante.
—¡Sé que estás ahí! ¡Muéstrate!

La cola de Cassiopeia se retorció, mostrando anticipación. Sacó la lengua bífida y saboreó

el aire. Llenó sus pulmones con el olor de su sangre, y después exhaló con gran

satisfacción.

—¡Lucha cara a cara! —gritó—. No voy a dejar que un animal me aceche.

Cassiopeia emitió un siseo de enfado. Cuando el soldado miró hacia arriba, ella ya se había

deslizado hasta el otro lado del patio y se había posado directamente sobre él, oculta en las

sombras.

—¿Te consideras mejor que un animal, no? —preguntó.

El hombre se giró abruptamente, tratando de ubicar el lugar de procedencia de aquella voz.

—¿Cómo has cruzado tan rápido? —Su voz temblorosa traicionó su falsa bravuconería.

—Ni siquiera las bestias son tan salvajes como tú —contestó Cassiopeia.
El hombre comenzó a alejarse en busca de una escapatoria. Golpeó cada una de las puertas

con los puños, pero todas estaban cerradas a cal y canto. Cassiopeia se imaginó que, dentro

de su cabeza, su mente debía de estar intentando resolver el acertijo sobre quién lo estaba

acechando y por qué.

El hombre desenvainó su espada y se giró, sin saber exactamente hacia dónde dirigir su

amenaza.

—No quieres vértelas conmigo. He destripado a enemigos peores que tú.

—Y no solo a enemigos —fue la réplica de Cassiopeia—. He visto tus manualidades. No

eres el único que merodea en la oscuridad.

Cuando terminó de hablar, le escupió veneno encima justo cuando él se giraba hacia el

sonido de la voz. Cuando los agujeros formados por el veneno traspasaron la armadura y

llegaron hasta su piel, el hombre aulló de dolor. Ella inhaló con satisfacción el aroma a

cuero y carne quemados.

El hombre blandió su espada.


—¿Quién eres? ¿Por qué haces esto?

—Te he estado observando —respondió Cassiopeia—. Sé lo que eres, y lo que haces...

—Lo que yo haga no es asunto tuyo.

—Sé que asesinas a niños para venderlos como comida de dragón. Dicen que es un negocio

bastante lucrativo.

El hombre intentó forzar el postigo de una ventana cercana con su espada, pero tampoco lo

logró.

—También está lo de las tres golfas de taberna —continuó Cassiopeia—. Sarmela, Elmin y

Lyx. Fueron encontradas ayer en el río. Cuando terminaste con ellas, sus caras

prácticamente no eran reconocibles.

Disfrutó con el pensamiento de hundir sus garras en la piel de su víctima.


El hombre se preparó y se puso en posición.

—No puedes luchar contra mí desde las sombras. ¡Muéstrate!

—Muy bien —respondió Cassiopeia.

Se deslizó hasta la zona baja del patio, y entonces mostró su altura completa. Los ojos del

hombre se ensancharon de terror, y no pudo ocultar el temblor en sus manos. Cassiopeia se

colocó de modo que su cabeza quedara por encima de la del hombre, y sus ojos

entrecerrados emitieron un destello.

—¡Monstruo! —gritó.

—Monstruo —musitó ella—. Me han llamado cosas peores.

Después se deslizó y, con su cola, lo lanzó al suelo sin esfuerzo.

Enroscó la cola por su pecho y oprimió su caja torácica cada vez más. Pudo sentir los

fuertes latidos de aquel corazón a su merced. Oyó los huesos al romperse. Reprimió el
fuerte deseo de romperlo por completo, y aflojó la cola. El hombre se arrastró hasta su

espada y se aferró a ella desesperadamente. Ella disfrutaba tanto al verlo estremecerse.

Lo rodeó lentamente. Él la miró fijamente, y solo entonces la reconoció.

—Conozco esa cara. ¡La dama Cassiopeia! —dijo—. ¡Mírate!

Con la ayuda de su espada, el hombre se puso en pie a duras penas.

—Ahora persigues a borrachos como yo por las alcantarillas de la ciudad, ¿no? —El

hombre lanzó un esputo teñido de sangre—. Cuanto más alto, mayor es la caída, ¿eh?

Cassiopeia mostró sus colmillos amarillentos al sisear.

Sus miradas se encontraron, y él ya no podría apartar la suya. Ella lanzó un grito con toda la

fuerza de su ira, la furia de la injusticia de su estado actual, el enfado por haber perdido su

vida privilegiada y el resentimiento por sus ambiciones truncadas. Todos aquellos

sentimientos en un solo chillido, un lamento desgarrador.


Con aquel grito, la furia se convirtió en regocijo. Sintió como si flotara, con un potencial

infinito para la grandeza. Cada fibra de su ser sintió el poder ancestral.

De los ojos de Cassiopeia surgió un rayo de luz esmeralda. La expresión de pánico del

hombre quedó grabada en su rostro cuando la petrificación se extendió por todo su cuerpo.

Su mirada se volvió gris y se endureció... y su último grito de terror quedó silenciado

cuando su carne se convirtió en piedra.

Cassiopeia se deslizó hasta la estatua y acarició suavemente una de sus mejillas

petrificadas. Lo que unos segundos antes había sido piel, ahora era de color gris y agrietado

como el barro seco.

—Antes tenía que manipular, sobornar o... persuadir a la gente para que se obrara según

mis deseos —dijo—. Pero ahora... simplemente tomo lo que quiero.

Con un latigazo de su cola, destruyó la estatua. Sonrió mientras contemplaba cómo caía al

suelo convertida en un millar de fragmentos.

Mientras contemplaba su obra, sintió una punzada de orgullo. Su vida de noble había

llegado a su fin, sí, pero nunca había sentido un poder tan intenso corriendo por sus venas.

Volvió a las alturas de los techos, y las ideas se arremolinaron en su cabeza.


Su próxima víctima le supondría un reto mucho mayor.

LA TEJEDORA DE PIEDRA

Taliyah es una hechicera nómada de Shurima que teje su magia con enérgico entusiasmo y

cruda determinación. Desgarrada entre una curiosidad adolescente y un sentido de

responsabilidad de adulta, ha atravesado Valoran de un lado a otro para descubrir la

auténtica naturaleza de sus crecientes poderes. Atraída por los rumores sobre el retorno de

un emperador muerto antaño, regresa para proteger a su tribu de los peligros que han dejado

escapar las arenas movedizas de Shurima. Algunos han confundido la ternura de su corazón

con debilidad y han pagado muy caro su error, pues por debajo de la actitud juvenil de

Taliyah se oculta una voluntad capaz de mover montañas y un espíritu lo bastante feroz

para hacer que la tierra tiemble.

Taliyah, nacida en las colinas pedregosas que jalonan la corrompida sombra de Icathia,

pasó su infancia cuidando de las cabras de su tribu de tejedores nómadas. Aunque la

mayoría de los extranjeros imagina Shurima como un yermo beis y desolado, su familia la

crió como una auténtica hija del desierto capaz de ver la belleza en las ricas tonalidades de

la tierra. A Taliyah siempre le fascinó la piedra que había bajo las dunas. Cuando aún era

un bebé coleccionaba las piedras de colores que encontraba en los desplazamientos de su

pueblo en pos de las aguas estacionales. Y, a medida que se hacía mayor, empezó a notar
que la propia tierra reaccionaba como si se sintiera atraída hacia ella: se arqueaba y retorcía

para seguir sus pisadas por la arena.

Al cabo de su sexto verano largo, una noche se alejó de la caravana para buscar una

cabritilla que habían dejado a su cuidado y se había perdido. Decidida a no decepcionar a

su padre —jefe de los pastores y de la tribu—, salió en mitad de la noche para seguir las

huellas del animal. El rastro atravesaba un cauce reseco hasta llegar a un cañón. El

animalillo había logrado encaramarse a lo alto del muro de roca y no podía bajar.

Taliyah sintió que la arenisca la llamaba y le instaba a sacar unos asideros de la pared

desnuda. Decidida a rescatar al asustado animal, posó una mano sobre la roca. El poder

elemental que sentía era tan abrumador e intenso como una tormenta del monzón. En

cuanto se abrió a la magia, esta se derramó sobre ella y la piedra saltó hacia las yemas de

sus dedos, arrastrando consigo tanto la pared del cañón como el animal.

A la mañana siguiente el aterrado padre de Taliyah siguió los balidos de la cabritilla hasta

ellas. Cayó de rodillas al encontrar a su hija, inconsciente y cubierta apenas por una manta

de piedra entrelazada. Abrumado de pesar, regresó a la tribu con Taliyah.

Dos días más tarde la muchacha despertó de sus sueños febriles en la tienda de Babajan,

abuela de la tribu. Comenzó a hablar a la anciana y a sus atribulados padres sobre la noche
que había pasado en el cañón y la llamada de la roca. Babajan consoló a la familia y les dijo

que los patrones de roca eran la prueba de que la Gran Tejedora, protectora mítica de la

tribu en los desiertos, velaba por la niña. En aquel momento, al ver la consternación de sus

padres, Taliyah decidió ocultar lo que había ocurrido realmente durante la noche: que era

ella —y no la Gran Tejedora— quien había moldeado la piedra.

En la tribu de Taliyah, cuando los niños eran lo bastante mayores, realizaban un baile bajo

la luz de la luna llena como manifestación de la propia Gran Tejedora. El baile era una oda

a su talento innato así como una demostración de los dones que brindarían a la tribu como

adultos. Era el comienzo del camino del verdadero aprendizaje, puesto que en aquella

misma ceremonia pasaban a convertirse en aprendices de sus maestros.

Taliyah siguió ocultando su creciente poder, convencida de que lo que llevaba dentro era

una amenaza y no una bendición. Miraba a sus compañeros de juego cuando tejían la lana

con la que la tribu se mantendría caliente en las frías noches de invierno, cuando

demostraban su destreza con las tijeras y el tinte o cuando trazaban los patrones con los que

su pueblo relataba sus historias. En aquellas noches se quedaba despierta mucho después de

que los rescoldos se hubieran transformado en cenizas, atormentada por el poder que sentía

desperezarse en su interior.

Finalmente llegó el día del baile de Taliyah bajo la luna llena. Aunque poseía talento

suficiente para ser una buena pastora, como su padre, o una dama de los patrones, como su
madre, temía lo que pudiera revelar su danza. Las herramientas de su pueblo rodeaban a

Taliyah cuando ocupó su lugar sobre la arena: el cayado del pastor, el husillo y la rueca.

Trató de concentrarse en la tarea que debía llevar a cabo, pero lo único que sentía eran las

rocas lejanas, las distintas capas de color de la tierra. Cerró los ojos e inició su baile.

Abrumada por el poder que fluía a través de ella, comenzó a hilvanar no la lana, sino la

misma tierra que tenía bajo los pies.

Los gritos de asombro de su tribu la sacaron del trance. Una imponente trenza de afilada

roca había salido del suelo bajo la luz de la luna. Taliyah miró los rostros sorprendidos de la

gente que la rodeaba. Roto su influjo sobre la roca, la urdimbre creada por esta se

desmoronó. La madre de Taliyah corrió hacia su única hija para protegerla de la roca que

caía. Al posarse por fin el polvo, Taliyah vio la destrucción que había sembrado y la alarma

en los rostros de su tribu. Pero fue el pequeño corte en el rostro de su madre lo que justificó

su temor. Aunque era una herida insignificante, nada más verla se dio cuenta de que era una

amenaza para la gente que más quería en el mundo. Echó a correr en la oscuridad, tan llena

de desesperación que hacía temblar la tierra bajo sus pies.

Fue su padre el que volvió a encontrarla en el desierto. Sentados allí, bajo la luz del sol

naciente, Taliyah le confesó su secreto entre ahogados sollozos. Él hizo lo único que podía

hacer un padre en una situación así: abrazar a su hija con todas sus fuerzas. Le dijo que no

podía huir de su poder, que debía completar la danza y ver adónde la llevaba aquella senda.
Lo único que podía partirles el corazón a su madre y a él sería que diese la espalda a los

dones de la Gran Tejedora.

Taliyah volvió a la tribu en compañía de su padre. Entró en el círculo de los bailarines con

los ojos abiertos. Esta vez tejió una nueva serpentina de piedra cuyos colores y texturas

eran un recuerdo de las personas que la rodeaban.

Al terminar, la tribu la observaba en silencio y con asombro. Taliyah aguardó nerviosa.

Uno de ellos debía levantarse para ofrecerse como maestro y reclamarla como alumna.

Pasaron lo que se le antojaron eones entre los atronadores martillazos de sus latidos. Oyó el

ruido de la gravilla al levantarse su padre. Junto a él, también lo hizo su madre. Babajan, la

dama de los tintes y la jefa de las hilanderas se levantaron. Pasado un momento, la tribu

entera estaba en pie. Todos ellos se habían alzado para la chica capaz de tejer la piedra.

Taliyah los miró a todos, uno a uno. Hacía generaciones, o puede que más, que no se veía

un poder como el suyo y ella lo sabía. Se habían puesto en pie para ella y su amor y

confianza la rodeaban, pero su preocupación también era palpable. Ninguno oía la llamada

de la tierra como ella. Por mucho que los amase, no sabía cómo podían enseñarle a

controlar la magia elemental que corría por sus venas. Sabía que si se quedaba con ellos

pondría sus vidas en peligro. Para consternación de todos, Taliyah se despidió de sus padres

y de su pueblo para partir al mundo, sola.


Viajó en dirección a poniente, hacia el lejano pico de Targon, atraída hacia la montaña que

rozaba las estrellas por su innata conexión con la roca. Sin embargo, en el extremo

septentrional de Shurima, fueron aquellos que marchaban bajo el estandarte de Noxus

quienes descubrieron su poder. En Noxus, le dijeron, una magia como la suya sería objeto

de alabanza. De reverencia incluso. Le prometieron un maestro.

Taliyah había crecido fiándose de su gente, así que no estaba preparada para las melosas

promesas y las sibilinas sonrisas de los dignatarios noxianos. Al poco tiempo la chica del

desierto se encontró en un camino sin desvíos que pasaba a través de las numerosas

Noxtoraa, las grandes puertas de hierro que proclamaban la autoridad del imperio sobre las

tierras que conquistaba.

La presión del gentío y el politiqueo de la capital era claustrofóbica para una chica del

desierto. La llevaron como en procesión a través de las diferentes capas de la sociedad

mágica de Noxus. Muchos se interesaron por su poder y su potencial, pero el más

convincente de todos fue un capitán caído en desgracia que prometió llevársela a una tierra

salvaje al otro lado del mar, un lugar donde podría perfeccionar sus habilidades sin miedo.

Taliyah aceptó la oferta del joven oficial y cruzó el mar hasta Jonia. Sin embargo, en cuanto

la nave echó el ancla, se dio cuenta de que no era más que una herramienta en manos de un

hombre desesperado por recuperar su posición en los estratos más elevados de la marina

noxiana. Al amanecer, el capitán le dio dos opciones: sepultar una aldea entera bajo la roca

mientras sus habitantes dormían o ser arrojada al mar.


Taliyah dirigió la mirada hacia la bahía. El humo de las cocinas aún no se levantaba en los

hogares de la aldea. No había viajado hasta tan lejos para aprender aquella lección. Así que

se negó a hacerlo y el capitán ordenó que la arrojaran por la borda.

Tras escapar de la marea y de la batalla que estaba librándose en la playa, se encontró

vagando, perdida y sola, por las glaciales montañas de Jonia. Fue allí donde finalmente

encontró a su maestro, un hombre cuya espada era capaz de canalizar el mismo viento,

alguien que entendía los elementos y la necesidad de que existiese un equilibrio. Tras

entrenar con él un tiempo comenzó a obtener el control que tanto tiempo llevaba buscando.

Mientras descansaban en una remota posada, Taliyah se enteró de que el emperador

Ascendido de Shurima había regresado al reino del desierto. Se rumoreaba que el

emperador convertido en dios pretendía reunir de nuevo a su pueblo, a todas las tribus

dispersas, para esclavizarlo. A pesar de que su entrenamiento no había terminado aún, no

tenía alternativa. Sabía que debía volver con su familia para protegerla. Por desgracia, eso

quería decir que tendría que separarse de su mentor.

Taliyah regresó a su hogar en las dunas arenosas de Shurima. Se adentró en las arenas bajo

los rayos implacables del sol del desierto, decidida a encontrar a los suyos. Impulsada por

una voluntad pétrea, haría lo que fuese necesario para proteger a su familia y su tribu del

peligro que acechaba al otro lado del horizonte.


ECOS EN LA PIEDRA

La primera vez que Taliyah percibió el agua, se desplazaba a gran velocidad para que la

tormenta de arena no la alcanzara. Al principio fue muy tenue, una humedad fría que sintió

al levantar las rocas que yacían bajo la arena. A medida que se acercaba a la antigua

Shurima, las rocas fueron desprendiendo cada vez más gotas, como si estuvieran llorando.

Taliyah sabía que aquellas rocas le contarían historias mientras se apresuraba a cruzar el

desierto, pero no tenía tiempo de oírlas ahora; no podría saber si aquellas lágrimas eran de

felicidad o de tristeza.

Cuando estuvo tan cerca del gran Disco Solar que su sombra la cubría, el agua de los

acuíferos subterráneos comenzó a brotar de la roca sobre la que iba montada como en

pequeños ríos. Y cuando llegó a las puertas, Taliyah oyó el ruido ensordecedor del torrente

de agua bajo los cimientos. El Oasis del Amanecer, la Madre de la Vida, rugió bajo las

arenas.

La gente de su tribu había seguido aquellas aguas durante cientos de años. Su mejor

oportunidad de encontrar a su familia pasaba por seguir las aguas, y para la consternación

de Taliyah, el agua de Shurima ahora fluía de un solo lugar, como había sido en eras

anteriores. Siempre habían evitado los trágicos restos de la ciudad, igual que el peligro de

los Sai y todas las criaturas mortíferas que habitaban ahí. Incluso los ladrones mantenían las

distancias con la ciudad. Hasta ahora.


Taliyah detuvo la roca sobre la que iba montada y casi cayó al suelo al hundir la piedra de

golpe y enviarla de nuevo a las profundidades. Miró en derredor. La mujer de Vekaura

tenía razón. Aquel lugar ya no se correspondía con las ruinas olvidadas pobladas solamente

por fantasmas y arena; el campamento que se extendía más allá de las paredes estaba

repleto de vida, como un hormiguero antes de la inundación. Al no saber quiénes eran esas

personas, decidió que sería mejor no revelar más información de la necesaria.

Parecía haber gente de todas las tribus que recordaba, pero ninguna de las caras le resultó

familiar a Taliyah. Una discusión los dividía. Hablaban sobre si quedarse en los

campamentos temporales o buscar refugio en la cuidad. Les preocupaba que la ciudad

pudiera caer de nuevo con la misma facilidad con la que se había alzado, atraparlos y

sepultarlos para siempre. Otros habían visto la antinatural tormenta y creían que sería mejor

protegerse en el interior de unas paredes que la arena había ocultado durante generaciones.

Lo que todos tenían en común era el ritmo acelerado; lo empacaban todo y alzaban la vista

al cielo, preocupados. Taliyah había conseguido separarse de la tempestad, pero sabía que

no tardaría en alcanzar aquellas puertas.

—Ha llegado el momento de decidir. —Una mujer la llamó. Su voz casi se perdía en el

sonido de las aguas del oasis y la tormenta cercana—. ¿Vienes o te quedas, chica?

Taliyah se giró y miró a la mujer. Podía ver que era shurimana, pero nada más.
—Estoy buscando a mi familia. —Señaló su túnica—. Son tejedores.

—El Padre Halcón ha prometido protección a todos en el interior de las paredes —dijo la

mujer.

—¿El Padre Halcón?

La mujer contempló la expresión consternada de Taliyah y sonrió a la vez que tomaba su

mano.

—Azir ha vuelto a nosotros Ascendido. El Oasis del Amanecer fluye de nuevo. Es una

nueva era para Shurima.

Taliyah miró alrededor. Era cierto. Dudaban entre avanzar al interior de la masiva capital o

no hacerlo, pero sentían un mayor miedo por la gran tormenta que por la ciudad o el regreso

de su emperador.

La mujer continuó.
—Esta mañana había tejedores aquí. Decidieron protegerse de la tormenta en el interior. —

La mujer señaló al grupo de gente que se adentraba en el corazón de Shurima—. Tenemos

que apresurarnos. Van a cerrar las puertas.

La mujer instó a Taliyah a cruzar las grandes puertas, y la multitud que decidió a última

hora protegerse de la tormenta en el interior las empujó adentro. Otros grupos se

mantuvieron apiñados fuera y se dispusieron a sobrevivir a la tormenta como las caravanas

de Shurima llevaban haciendo generaciones. A lo lejos el torbellino desprendía unos

extraños y amenazantes relámpagos. Era posible que las antiguas tradiciones de Shurima no

sobrevivieran a aquella tormenta.

La muchedumbre empujó a Taliyah y a la otra mujer a través del umbral que separaba

Shurima del desierto. Detrás de ellas las puertas se cerraron con un golpe seco, y ante ellas

se abrió la inmensidad de la gloria ancestral de Shurima. La gente se mantuvo cerca de las

gruesas paredes, pues no sabían adónde ir. Tenían la sensación de que las calles vacías

pertenecían a otros.

—Seguro que los tuyos están en el interior de la ciudad. Muchos se han quedado cerca de

las puertas. Pocos tienen el valor de avanzar más. Espero que encuentres lo que buscas. —

La mujer soltó la mano de Taliyah y sonrió—. Que el agua y la sombra sean contigo,

hermana.
—Que el agua y la sombra sean contigo. —La mujer desapareció entre la muchedumbre.

La ciudad abandonada durante milenios de repente estaba rebosante de vida. Unos

guardianes ataviados con yelmos y capas rojas y doradas vigilaban a los nuevos moradores

de Shurima en silencio. Aunque nadie estaba dando problemas, Taliyah seguía teniendo la

sensación de que algo de aquel lugar no estaba bien.

Taliyah se apoyó en la gruesa pared para recomponerse. Comenzó a respirar con dificultad.

Podía sentir en su palma el latido de la roca. Dolor. Un dolor terrible la cegó. Aquellas

rocas contenían miles de voces. En su cabeza retumbaron el miedo y tormento de sus

últimos instantes, cuando sus vidas les fueron segadas y sus sombras fueron sepultadas en

la arena. Taliyah separó la mano bruscamente de la pared de piedra y tropezó. No era la

primera vez que sentía aquellas vibraciones en la piedra, como reverberaciones de

memorias del pasado, pero nunca con aquella intensidad. Ahora sabía lo que había pasado

ahí. Se puso en pie y contempló la ciudad de nuevo. La invadió una oleada de repugnancia.

Aquello no era el renacimiento de una ciudad. Era una tumba vacía que había sido

desenterrada. La ultima vez las promesas de Azir habían costado la vida a la gente de

Shurima.

—Debo encontrar a mi familia —susurró


. LA REINA DE LAS ARAÑAS

Elise es una letal depredadora que mora en un palacio sin luz ni ventanas, en lo más hondo

del Bastión Inmortal de Noxus. En su día fue una mujer mortal, señora de una casa

poderosa, pero la picadura de un malvado dios araña la transformó en una criatura hermosa,

inmortal y totalmente inhumana. Elise se aprovecha de inocentes para mantener su eterna

juventud y hay pocos que sean capaces de resistirse a sus encantos.

La dama Elise nació hace muchos siglos en el seno de la casa Kythera, una antigua y

poderosa familia de Noxus, donde descubrió muy pronto lo útil que resulta la belleza para

influir sobre las mentes débiles. Al llegar a la mayoría de edad, decidió contraer

matrimonio con el heredero de la casa Zaavan, con la idea de acrecentar el poder de la suya.

Muchos Zaavan se oponían al enlace, pero Elise engañó a su futuro marido y manipuló a

sus detractores para asegurarse de que el enlace se producía.

Tal como había previsto, su influencia sobre su nuevo esposo se demostró considerable. La

casa Zaavan creció en poder, lo que a su vez facilitó el ascenso de la estrella de los Kythera.

El marido de Elise era la cara visible de su casa, pero quienes conocían los entresijos de la

pareja sabían quién ostentaba el poder en realidad. Al principio, su marido aceptó este

hecho, pero con el paso de los años fue incubando un creciente descontento al ver que se

convertía en la comidilla de las familias noxianas.


Finalmente, su resentimiento se convirtió en un rencor amargo, hasta que una noche,

durante la cena, en medio de su habitual atmósfera de frialdad, reveló a su esposa que le

había envenenado el vino. Acto seguido le expuso sus condiciones: si se retiraba del mundo

y permitía que él se hiciera con las riendas del poder, le daría el antídoto. Si no, la dejaría

morir de manera lenta y dolorosa. Con cada inhalación, el veneno hacía su funesta obra e

iba disolviendo la carne y los huesos de Elise desde dentro. Convencida de que él llevaría el

antídoto encima, Elise se guardó entre la ropa un cuchillo afilado y empezó a interpretar el

papel de la esposa arrepentida. Lloró y suplicó a su marido que la perdonara, utilizando

todas sus argucias para acercarse a él sin alertarlo de sus intenciones. Y mientras tanto, el

veneno iba deformando su carne con grotescas lesiones y llenando sus miembros de agonía.

Cuando por fin llegó a su lado, su marido comprendió —demasiado tarde— hasta qué

punto había subestimado su aversión. Elise se abalanzó sobre él, le atravesó el corazón con

el cuchillo y retorció lentamente la hoja para matarlo. Tal como había supuesto, llevaba

encima el antídoto, pero el daño ya estaba hecho. Su rostro había quedado

monstruosamente desfigurado, cubierto de grotescos cardenales y carne necrosada, como

un cadáver dotado de una espantosa vida.

Elise se había convertido así en la señora de la casa Zaavan y, debido a la naturaleza de la

política noxiana, recibió toda clase de alabanzas por haber cercenado un miembro débil

para el imperio. Sin embargo, las ideas de la belleza y el poder estaban tan entrelazadas en

su interior que abandonó la vida pública y empezó a cubrirse el rostro con un velo.
Renunció a la luz de día y expulsó a todos sus aliados y peticionarios, con lo que su antaño

poderosa casa inició un lento descenso hacia la oscuridad. Elise paseaba sola por los vacíos

pasillos de su palacio, convertida en una moradora de la oscuridad que solo se aventuraba

más allá de sus elevados muros al amparo de la noche.

En el transcurso de uno de estos paseos nocturnos, otra mujer cubierta por un velo se acercó

a ella y, tras ponerle en la mano un sello de cera con forma de rosa negra, le susurró que la

Mujer Pálida sí sabría valorar sus talentos. Elise prosiguió su camino, pero cuando se

encontraba ya a unos pasos, el eco de la voz de la mujer resonó tras ella con la promesa de

devolverle toda su belleza. A pesar de que sabía que era absurdo, la vanidad y la esperanza

de volver a ser la que era inflamaron su curiosidad. Durante semanas recorrió las calles de

la ciudad, hasta que volvió a dar con el sello de la rosa negra, grabado sobre un arco

sombrío que conducía a las catacumbas de Noxus.

El rastro de símbolos ocultos la llevó hasta la Rosa Negra, una sociedad secreta donde

aquellos que estudiaban la magia negra compartían secretos y saber oculto. Oculta bajo su

velo, Elise se convirtió en una visitante habitual y no tardó en entablar una estrecha relación

con la Mujer Pálida, una criatura de belleza atemporal dotada de gran poder. Abrazó las

costumbres de la sociedad secreta, pero sin dejar de buscar lo que le habían prometido: su

perdida belleza.
La Mujer Pálida le habló de un lugar encantado conocido como las Islas de la Sombra y de

una athame con hoja en forma de serpiente que había pertenecido a uno de sus acólitos,

muerto en la madriguera de un voraz dios arácnido. La daga estaba imbuida de una

poderosa magia y si alguien la recuperaba para ella, la utilizaría para devolverle a Elise su

belleza. Elise aceptó la propuesta al instante y, acompañada por un grupo de devotos de la

Rosa Negra, decidió partir hacia las islas, a pesar de saber que un premio como aquel

tendría un precio sangriento.

Encontró a un capitán desesperado y acogotado por las deudas, dispuesto a llevar a su

grupo de peregrinos al otro lado del mar. Su barco navegó durante semanas hasta que una

isla de accidentado contorno apareció tras unos bancos de neblina negra. Elise desembarcó

en una playa de arena cenicienta y condujo a sus seguidores hacia las profundidades

malditas de la isla, como un rebaño de corderos al matadero. Los malévolos espíritus de la

isla se llevaron a muchos, pero cuando por fin llegaron a la madriguera cubierta de

telarañas del dios araña aún quedaban seis con vida.

Una hinchada y monstruosa criatura hecha de quitina y colmillos salió de la oscuridad y

comenzó a devorar a los horrorizados viajeros. Mientras sus compañeros morían o

quedaban inmovilizados en la telaraña, Elise vio la daga que buscaba la Mujer Pálida en la

mano de un cadáver reseco. Logró alcanzarla al mismo tiempo que el dios araña le clavaba

los ponzoñosos colmillos en el hombro. Elise cayó de bruces y la hoja del athame le

atravesó el corazón. Su poderosa magia la inundó y, al mezclarse con el letal veneno,


desencadenó terribles transformaciones en su cuerpo. El veneno, acrecentado por el poder

de la magia, alteró su carne y transformó a Elise en una criatura aún más hermosa que

antes. Sus cicatrices desaparecieron y su piel se volvió inmaculada como la porcelana, pero

el veneno del dios tenía sus propios planes. La espalda de Elise se estremeció con un

movimiento ondulante al tiempo que le brotaban de la carne unas patas de araña.

Elise se levantó, jadeante por la agonía de la transformación, y se encontró con que el dios

araña se erguía sobre ella. Un poder compartido fluyó entre ambos y comprendieron al

instante cómo podrían beneficiarse de aquella simbiosis inesperada. Elise regresó a la nave

sin que la molestaran los espíritus de la isla y partió rumbo a Noxus. Al arribar al puerto, en

mitad de la noche, era la única criatura viva que quedaba a bordo.

Devolvió el athame a la líder de la Rosa Negra, a pesar de que la Mujer Pálida le advirtió de

que la magia que mantenía su renovada belleza terminaría por desvanecerse. Las dos

sellaron un pacto: la Rosa Negra proporcionaría a Elise acólitos para ofrecérselos al dios

araña y ella, a cambio, les entregaría cualquier reliquia de poder que encontrase en la isla.

Elise volvió a instalarse en las desiertas estancias de la casa Zaavan, donde se hizo famosa

como una criatura hermosa pero totalmente inalcanzable. Nadie sospechaba su auténtica

naturaleza, aunque corrían curiosos rumores sobre ella, delirantes relatos sobre su inmortal

belleza o la aterradora criatura cuya madriguera, según se decía, se encontraba en lo alto de

su ruinoso y polvoriento palacio.


Han pasado siglos desde su primera visita a las Islas de la Sombra y, cada vez que Elise

encuentra el menor rastro de blanco en su cabello o una pata de gallo en sus ojos, marcha a

la Rosa Negra en busca de incautos que se dejen arrastrar al tenebroso archipiélago.

Ninguno de sus acompañantes regresa nunca y se dice que ella vuelve de cada viaje

rejuvenecida y con nuevas fuerzas, portando una nueva reliquia para la Mujer Pálida.
HEBRAS DE SEDA

Al cabo de semanas en el océano, Markus se sentía mareado y débil, así que se alegraba de

volver a estar en tierra firme. La senda que partía de la costa de basalto era resbaladiza y

traicionera, como si estuviera cubierta de aceite. Los retorcidos árboles que la jalonaban

estaban marchitos y ennegrecidos, y de su corteza, cubierta por lo que parecían arañazos de

algún animal aterrorizado, brotaba una savia amarillenta. Entre ellos titilaba una luz débil,

similar a los fuegos fatuos que, en las ciénagas, atraían a los espíritus incautos a una muerte

segura. De sus ramas pendían lo que parecían doseles de muselina hecha jirones, pero, al

cabo de unos instantes, Markus se dio cuenta de que eran telarañas.

A ambos lados de la senda, unos helechos nudosos coagulaban la maleza, estremecida

apenas por el paso de unas criaturas invisibles que seguían su avance por el bosque. Puede

que las ratas que infestaban el barco los hubieran seguido hasta allí. Markus no había visto

el menor rastro de ellas, más allá del fugaz atisbo de algún cuerpo hinchado de pelo negro o

el ruido de sus uñas sobre la madera. Y nunca había logrado desprenderse de la sensación

de que aquellas ratas tenían más patas de las que les correspondían.

El aire de la isla estaba impregnado de humedad y tanto la túnica como las delicadas botas

a medida que llevaba parecían mojadas. Se llevó un aromático pomelo a la nariz, pero

apenas consiguió disimular un poco el hedor de la isla, parecido al que llegaba desde los

mataderos que había más allá de las murallas de Noxus cuando soplaba la brisa desde el

océano. Al acordarse de su patria sintió una fugaz punzada de desasosiego. Los placeres
vividos en las catacumbas bajo la ciudad habían supuesto una emoción deliciosamente

ilícita, una recompensa por seguir el secreto símbolo de la flor de pétalos negros. Entre sus

sepulcros oscuros, sus camaradas y él se congregaban como devotos.

Para encontrarse con ella.

Dirigió la mirada hacia delante, con la esperanza de vislumbrar a la fascinante mujer cuyas

palabras los habían llevado hasta allí. Por un instante, en medio de la niebla, asomó un

destello de seda carmesí y Markus pudo atisbar el bamboleo de unas caderas, antes de que

la neblina que flotaba entre los árboles volviera a tragárselos. Había escuchado con

emoción los sermones de la mujer sobre su ancestral deidad y había sentido una dicha

abrumadora al saber que era uno de los elegidos para acompañarla en su peregrinaje.

Cuando habían embarcado en la pesada nave a medianoche, bajo la mirada impasible del

mudo y embozado timonel, se les había antojado una gran aventura, pero su entusiasmo

había ido remitiendo a medida que se alejaban de Noxus.

Markus se detuvo un momento para volver la mirada hacia la senda. Los otros peregrinos

marchaban con los ojos vacíos, como ganado de camino al matadero. ¿Qué les pasaba? Tras

ellos venía el timonel, deslizándose sobre el camino como si sus pies no lo tocaran. Su

túnica se estremecía con un movimiento ondulante y Markus sintió que la idea de

encontrarse cerca de aquella figura repelente le inspiraba un miedo casi asfixiante.


Al volverse, se encontró cara a cara con ella.

—Elise —dijo, y el aliento se le quedó atrapado en la garganta. Instintivamente, sintió el

impulso de apartarla y escapar de aquel lugar espantoso, pero la embriaguez de su siniestra

belleza se tragó estas ideas. El sentimiento de repulsión pasó tan deprisa que se preguntó si

lo había experimentado en realidad.

—Markus —dijo ella, y el sonido de su nombre en sus labios fue tan fascinante que le

provocó una descarga de placer por toda la columna. Su belleza lo dejó paralizado, incapaz

de hacer otra cosa que deleitarse con todos y cada uno de los detalles de su perfecta figura.

Sus rasgos, enmarcados por una lustrosa cabellera carmesí, eran angulosos y marcados,

como los de una chica de alta cuna que había conocido antaño. Unos labios carnosos y unos

ojos de siniestro brillo lo atrajeron aún más al interior de su telaraña, con la promesa de

placeres aún por llegar. Una capa de piel de tigre de dientes de sable, sujeta por un broche

de ocho patas, ceñía sus hombros redondeados. Una trepidación sutil la recorría, a pesar de

la ausencia de brisa.

—¿Sucede alguna cosa, Markus? —le preguntó. La calidez de su voz aplacó los miedos de

este como un bálsamo—. Necesito que estés en paz. Estás en paz, ¿verdad, Markus?

—Sí, Elise —respondió él—. Lo estoy.


—Bien. Me entristecería que no estuvieras en paz cuando falta tan poco.

La idea de disgustarla le provocó a Markus una punzada de pánico, y cayó de rodillas.

Rodeó con los brazos las piernas de Elise, miembros esbeltos y blancos como el alabastro,

fríos y suaves al tacto.

—Como deseéis, mi señora —dijo.

Elise lo miró y sonrió. Por un instante, a Markus le pareció entrever algo alargado, fino y

lustroso bajo la capa. Se movía de una manera repulsiva y antinatural, pero le dio igual.

Elise le puso bajo la barbilla una uña afilada y negra como la obsidiana y lo hizo levantarse.

Un fino reguero de sangre resbaló por el cuello de Markus, pero lo ignoró mientras ella se

volvía y lo invitaba a seguirla.

Él fue con ella; todo pensamiento que no fuese el de complacerla se había esfumado como

humo arrastrado por el viento. Los árboles empezaron a ralear, hasta que el camino

desembocó frente a una pared de roca, grabada con unos símbolos ancestrales y

desgastados por el tiempo. Al verlos, Markus sintió que le lloraban los ojos. En la base de

la pared se abría una siniestra gruta como unas crueles fauces y al verla, tuvo la sensación

de que su certeza vacilaba frente a un terror repentino que había despertado en sus entrañas.
Elise lo invitó a entrar y Markus fue incapaz de resistirse.

El interior de la caverna estaba antinaturalmente oscuro y caluroso, y un hedor similar al de

los restos de la mesa de un carnicero flotaba en él. En la cabeza de Markus, una voz le

gritaba que echara a correr, que se alejara todo lo posible de aquel espantoso lugar, pero sus

pies traicioneros siguieron llevándolo al interior de la cueva. Una gota procedente del techo

le cayó en la mejilla, provocándole un dolor repentino y ardiente que hizo que se encogiese.

Levantó la mirada y allí, en la oscuridad, vislumbró suspendidas unas formas pálidas como

gusanos, que se estremecían con frenética impotencia. En la traslúcida superficie de la

telaraña reciente, un rostro humano gritaba con mudo espanto tratando de escapar de sus

asfixiantes y sedosas cadenas.

—¿Qué lugar es este? —preguntó al mismo tiempo que caían los velos del engaño que lo

habían envuelto hasta entonces.

—Mi templo, Markus —dijo Elise mientras se llevaba una mano al broche de ocho patas y

dejaba caer la capa—. La madriguera del dios araña.

Al encoger los hombros, dos pares de finas extremidades quitinosas brotaron de la carne de

su espalda: largas, oscuras y terminadas en afiladas garras. Levantaron a Elise en vilo al


mismo tiempo que una masa grotesca e hipertrofiada se movía en la oscuridad, tras ella.

Unas patas colosales impulsaron el cuerpo corrompido hacia delante, mientras la tenue luz

del exterior se reflejaba sobre las infinitas facetas de sus ojos.

El cuerpo de la araña era enorme y estaba cubierto de pelo y de una capa de húmedas

excrecencias mutantes. El terror de aquella forma de pesadilla desvaneció los últimos

vestigios del influjo de Elise sobre Markus, quien huyó hacia la boca de la cueva seguido

por el cruel tintineo de sus carcajadas. Unas hebras de pegajosa telaraña cayeron sobre la

roca, junto a él. La glutinosa sustancia se adhirió a sus miembros y comenzó a ralentizarlo.

Oyó el chasquido de los miembros ganchudos que lo perseguían y se echó a llorar al pensar

en que ella lo tocaba. Pero entonces cayeron sobre él nuevas hebras de telaraña, al mismo

tiempo que algo afilado, con pavorosa rapidez, lo ensartaba por el hombro. Markus cayó de

rodillas y sintió que el veneno paralizante empezaba a extenderse por su cuerpo y lo

encerraba en la prisión de su propia carne.

Una sombra cayó sobre él y vio al mudo timonel con los brazos estirados. La capucha que

llevaba cayó y Markus lanzó un alarido al ver que no se trataba de un hombre, sino de una

temblorosa colonia de innumerables arañas con forma de tal. Saltaron por millares sobre él

y sofocaron sus chillidos al introducirse por su boca, invadir sus oídos y excavar en el

interior de sus cuencas oculares.


Elise apareció a su lado, sostenida en alto por los miembros articulados de su espalda. Ya

no era hermosa, ni humana. En sus facciones brillaba un hambre voraz que nunca podría

saciarse. La forma gigantesca de su monstruoso dios araña levantó a Markus del suelo con

sus afiladas mandíbulas.

—Ahora tienes que morir, Markus —dijo Elise.

—¿Por qué? —preguntó él con su último aliento.

Elise sonrió y al hacerlo dejó ver una dentadura hecha de colmillos afilados como navajas.

—Para que yo pueda vivir.


LAS LLAMAS DE LA FORJA

Ornn es el semidiós de Freljord de la forja y la artesanía. Trabaja en la soledad de una

enorme forja esculpida en las cavernas de lava bajo el volcán de Dulcehogar. En ella

modela objetos de calidad sin igual y depura menas en burbujeantes calderos de roca

fundida. Cuando otras deidades (sobre todo Volibear) merodean por la tierra y se

entrometen en asuntos de mortales, Ornn se ofrece para poner a estos seres impetuosos en

su sitio, ya sea con su fiel martillo o con la furia de las mismísimas montañas.

Ornn valora la privacidad, la soledad y la concentración más que la mayoría de los de su

especie. Bajo el volcán durmiente con cicatrices de erupciones antiguas, Ornn trabaja día y

noche forjando lo que le place en cada momento. Los resultados son herramientas de valor

incalculable destinadas a legendarias hazañas. Los pocos afortunados que se han topado

con estas reliquias se han percatado de su desconcertante alta calidad. Algunos afirman que

Ornn creó el escudo de Braum hace miles de años, ya que sigue tan robusto como el día en

que se terminó. Sin embargo, no se puede saber a ciencia cierta, ya que nadie es capaz de

encontrar al Dios de la Forja para preguntárselo.

Antaño, el nombre de Ornn iba de boca en boca por las tierras que un día se conocerían

como Freljord. En cambio, el lento paso del tiempo y sus enemigos han extirpado casi todas

sus leyendas de la historia. Ahora, solo conoce alguna de sus proezas el puñado de tribus

capaz de trazar su linaje hasta la olvidada cultura de herreros, arquitectos y maestros

cerveceros. Se trata de los Sangreardiente, un pueblo antiguo de aprendices que viajaban


por todo el mundo y se congregaban en las laderas de Dulcehogar para seguir el ejemplo de

Ornn.

Pese a esta forma de veneración imitativa, Ornn nunca se consideró su patrón. Cuando le

mostraban su trabajo, Ornn solo asentía cortante o fruncía el ceño, y aun así los

Sangreardiente lo aceptaban y se centraban en pulir sus obras. Como resultado, creaban las

mejores herramientas, diseñaban las estructuras más robustas y elaboraban las pintas más

sabrosas del mundo. Ornn aprobaba en secreto la perseverancia de los Sangreardiente, y el

hecho de que siempre intentaran mejorar.

Pero en una catastrófica noche, cuando Ornn se enfrentó a su hermano Volibear en la cima

de la montaña por motivos que ningún mortal podría comprender, todo lo que habían

logrado quedó destruido. El resultante cataclismo fue una tormenta de fuego, ceniza y rayos

tan intensa y violenta que se veía a diez horizontes de distancia. Cuando el polvo se asentó,

Dulcehogar era un cráter llameante y los Sangreardiente habían sido reducidos a huesos y

cenizas.

Aunque nunca lo admitiese, Ornn quedó devastado. A través de los Sangreardiente pudo

vislumbrar el gran potencial de la vida mortal, solo para ver cómo la indiscriminada ira de

los inmortales acababa con su existencia. Roto de dolor por la culpa, se retiró a la soledad

de su fundición y se sumió en su trabajo durante un siglo.


Ahora presiente que el mundo está al borde de una nueva era. Algunos de sus hermanos han

tomado forma física una vez más y sus cultos de seguidores crecen impacientes y

beligerantes. Freljord está dividido y sin líder; antiguos horrores acechan desde las sombras

esperando la oportunidad de atacar. Se acerca un gran cambio.

Para las guerras que se avecinan y para las secuelas de estas, Ornn sabe que Freljord (y el

resto de Runaterra) necesitará un buen herrero.


LA VOZ DE LA FORJA

Nadie sabía quién había encendido el fuego, pero vimos una columna de humo desde la

distancia.

La Garra Invernal había empujado a nuestra tribu hacia el norte, donde la tierra era tan

severa que incluso nuestra comandante Olgavanna tiritó durante la primera noche. Nuestra

manada de elnuks murió en la segunda noche. Al menos teníamos comida para la tercera.

Pero incluso ese festín quedó en nuestros recuerdos al escalar la montaña sin cima. Kriek,

el Sin Piernas, la llamaba "la media montaña del viejo Ornn". Nuestro chamán había

perdido la cabeza, pero Olgavanna nos ordenó llevar al loco a cuestas. Él la había

convencido de que la clave de nuestra supervivencia se encontraba en el origen de ese

misterioso humo. Los demás pensábamos que nos dirigíamos hacia nuestra condena.

Las laderas de la media montaña eran un paisaje distorsionado de roca negra. Encontramos

las ruinas de una ciudad olvidada que no aparecía en ningún mapa. Ahora solo era un

laberinto de cimientos carbonizados. Kriek, encaramado a hombros de Boarin, insistía en

que la ciudad una vez se llamó Dulcehogar.


Oscuras nubes al este destellaban con rayos y vientos que apestaban a pelaje mojado y a

una dulce decadencia. Nuestros exploradores no regresaron. Todos sabíamos lo que eso

significaba, pero ninguno queríamos pronunciar la palabra "Ursine" en voz alta.

Ascendimos hasta llegar al borde de un inmenso cráter. Y entonces Kriek vio el fuego. Fue

extraño, porque Kriek no solo no tenía piernas, también era ciego.

En el centro de la cuenca estaba el origen del fuego que se elevaba hacia el cielo.

Olgavanna concluyó que, al menos, los escarpados muros del cráter nos resguardarían del

viento arrasador, así que descendimos hacia lo que probablemente sería nuestra tumba. El

ardiente terreno resultaba difícil de atravesar, pero detenernos significaba aceptar nuestro

fin.

Entonces vimos la caldera. La estructura abovedada era la única que parecía esculpida a

mano. Tenía la forma de una cabeza de un gran carnero, con matas de gramíneas en las

juntas de las delicadas losas. En la boca del carnero había una llama tan brillante que

podíamos encontrarla con los ojos cerrados.

Nos apiñamos alrededor de su calidez mientras Olgavanna exponía los planes para nuestra

última batalla. Era mejor morir de pie que temblando acurrucados en el frío. La mayoría

éramos granjeros, constructores o reparadores, y pocos tenían habilidades de combate como


las otras tribus. Nos preocupábamos por nuestros ancianos, por los enfermos y por los

niños. Ahora estábamos lejos del auxilio de los de Avarosa, pero las guerras solo ansían

sangre y huesos.

Solo tendríamos una oportunidad ante la Garra Invernal. Si los Ursine atacaban primero,

nuestra defensa sería terriblemente insuficiente. La atroz legión de abominaciones osunas

nos aplastaría.

Al poco escuchamos cómo sus rugidos de batalla crecían al mismo ritmo que el clamor de

sus pasos. Podíamos oler su hedor. Cientos descendían por los acantilados, como sombras

retorciéndose por las laderas de basalto. Con nuestras camillas hicimos lanzas, y afilamos

nuestros cuchillos de trinchar en el pedernal. A nuestros ancianos y heridos les

administramos el Rito de Cordera y el resto bailamos con Lobo. Todo habría terminado a la

mañana siguiente.

Nadie vio quién avivó el fuego, pero ardía con tanta intensidad que tuvimos que apartarnos.

Entonces la caldera habló con una voz parecida a troncos crepitando.

—Volibear está cerca —dijo—. Poneos a salvo ya.


—No hay lugar donde ponerse a salvo —respondió Olgavanna al fuego de la forja. No

sabíamos ante quién nos encontrábamos—. Los enemigos nos pisan los talones. Los Ursine

nos flanquean.

—Los Ursine... —La forja comenzó a arder con más fuerza al oír estas palabras—. Alguien

los detendrá. El resto de problemas son cosa vuestra.

Las gramíneas prendieron en llamas. Las losas se volvieron rojo incandescente por los

bordes y después por el centro. El humo chisporroteaba de entre las grietas. Algunos se

deshicieron de su ropa para hacer frente a la temperatura. Otros se desmayaron. La

siguiente ola de calor abrasador nos hizo arrodillarnos en busca de aire.

—¡Creía que nunca vería este día! —dijo Kriek con lágrimas de felicidad.

Las rocas empezaron a gotear como si fueran de cera. La mampostería comenzó a fluir

hacia la base de la estructura. La bóveda de la forja se derretía hacia dentro, arrastrando el

resto del armazón hasta crear un estanque de lava.

Un destello de luz naranja nos cegó, dibujando brevemente una silueta humanoide. Después

un géiser de llamas brotó a borbotones y las gotas de roca fundida que caían se endurecían

bajo nuestros pies. Donde antes estaba la forja ahora había una bestia descomunal cuya
forma estaba borrosa por las oleadas de calor. Ahí estaba, la leyenda olvidada de la que

siempre nos había hablado Kriek: el viejo Ornn, tan alto como tres abetos. El anciano

maestro de la forja adquirió rápidamente su forma y pelaje; la lava que chorreaba por su

barbilla se endureció hasta formar una barba trenzada. Sus ojos eran como brasas

resplandecientes. En una mano sostenía un martillo, en la otra levantaba un yunque con la

misma facilidad.

Nos apilamos tras nuestra comandante. Olgavanna agarró a Fellswaig, su hacha de Hielo

Puro, y se acercó a Ornn.

—Si los Ursine son tus enemigos, lucharemos a tu lado —dijo ella. Entonces, con un gesto

impropio de una comandante hija del hielo, se arrodilló y colocó su arma a los pies de

Ornn. El Hielo Puro de Fellswaig se derritió, revelando una simple hacha de hierro y

bronce.

Nunca había visto Hielo Puro derritiéndose. Ni yo, ni nadie. Pensamos que lo sensato era

arrodillarnos junto a Olgavanna.

Ornn gruñó.
—Levantaos. Arrodillarse es morir. —Alzó la vista hacia la tormenta que acechaba desde

lo alto—. Yo me encargaré de los Ursine. No me sigáis.

Marchó lentamente hacia la horda que avanzaba a una velocidad salvaje. Podíamos ver su

fuego reflejado en sus enormes ojos. Boarin elevó aún más al chamán en sus hombros.

—El viejo Ornn balancea su martillo, moldea valles de montañas —tarareó el loco sin

piernas.

Observamos en silencio cómo la criatura se enfrentaba sola a los Ursine. Con un rugido,

golpeó su martillo contra el suelo y abrió una fisura que llegaba hasta el ejército que

avanzaba, deteniéndose a poca distancia de su vanguardia. Ríos de lava y azufre salían a

chorros hasta el cielo y sobre los guerreros osunos caían llamas endurecidas.

Fuese Ornn lo que fuese, luchaba con la sangre ardiente de la tierra.

Tras los Ursine, enormes trozos de desechos se abrían paso por el suelo, impidiendo su

retirada. Ornn cargó y los aplastó con su martillo. Aun así, atacaron con la ferocidad de

diez berserkers cada uno.


Pero supimos que Ornn alcanzó a su retaguardia al escuchar una explosión ensordecedora.

Los desechos de los muros se hicieron añicos y los Ursine volaban por los aires trazando

arcos de carne y pelaje en llamas.

El cielo se oscureció por la ceniza. Columnas de humo se alzaban chocando con los

nubarrones y lanzando rayos a través de la niebla. Un silencio siniestro se apoderó del

mundo cuando el mismísimo Rugir del Trueno llegó al campo de batalla. Podíamos ver su

reveladora forma: lanzas, espadas y colmillos atravesaban su piel. Con él llegaron más

relámpagos.

Y se rio.

La respuesta del estruendo del cuerno nos hizo temblar. Los negros acantilados sangraban

lava, ríos de fuego fluían por las laderas precipitándose en forma de ola hacia la cuenca del

valle. Los rayos apuñalaban los lomos de los acantilados, cauterizando las heridas de las

rocas, y una densa y corrosiva niebla envolvía todo el cráter. Solo vimos relámpagos azules

y blancos, con diabólicas explosiones carmesí filtrándose a través del espeso vapor. El calor

del suelo abrasaba las suelas de nuestras botas.


Entonces vimos la ola de fuego adquiriendo la forma de un enorme carnero saliendo en

estampida. Ornn cargó contra la bestia, atrapando a la criatura a la que había llamado

Volibear entre su hombro y el carnero de lava.

La fuerza de la explosión nos derribó a todos. El chamán sin piernas salió despedido de los

hombros de Boarin sin parar de reírse.

Esperamos toda la noche a que nos alcanzase el gran cataclismo, pero nunca llegó. Solo

escuchábamos los rugidos del oso y el hosco bramido del carnero.

Cuando la cortina de humo desapareció entrada la mañana, vimos que las laderas de nuestro

alrededor estaban cubiertas de escombros que siseaban, y de columnas sobrenaturales de

basalto comprimido que emanaban del suelo.

Cuando nos dimos cuenta de lo que teníamos delante, retrocedimos despavoridos. Los

Ursine estaban congelados, sus rostros petrificados como máscaras de agonía.

No había señales de Ornn ni de Volibear. Tampoco teníamos tiempo de mirar. Los cuernos

de caza de la Garra Invernal anunciaban su llegada. Recogimos nuestras armas y resistimos.

Lo que quedaba de nuestra ropa eran girones achicharrados, pero nuestra piel ya no sentía

el frío.
El pelo de Olgavanna se había chamuscado y su musculosa espalda estaba ardiendo. Su

hacha, antaño de Hielo Puro, se quedó en bronce y hierro, tan desnuda como nosotros. Ella

parecía más fuerte que nunca.

Nuestra sangre hervía. Nuestros estómagos rugían. Estábamos heridos, desnudos y

expuestos. Nos cubrimos el pecho con ceniza dibujando un martillo y, en nuestros rostros,

unos cuernos de carnero.

Cantamos y coreamos en memoria de la noche anterior con las palabras del viejo loco

Kriek.

Sabíamos quién había encendido el fuego. Y la Garra Invernal también lo sabría.


EL DESDÉN DE LA LUNA

Portadora de una espada en forma de media luna, Diana es una guerrera de los Lunari, una

fe rechazada en casi todas las tierras a los pies del monte Targon. Ataviada con una

armadura reluciente del color de la nieve una noche de invierno, es la personificación del

poder de la luna plateada. Imbuida de la esencia de una presencia de más allá de la elevada

cima de Targon, Diana ya no es humana en su totalidad y lucha por descubrir su poder y

propósito en este mundo.

Diana nació cuando sus padres se refugiaban de una tormenta en las despiadadas laderas del

monte Targon. Viajaban desde tierras lejanas, atraídos por sueños sobre una montaña que

nunca habían visto y por la promesa de la revelación. El agotamiento y las tormentas de

viento cegadoras los abrumaban en las laderas orientales de la montaña, y allí, bajo la luz

de la fría e inmisericorde luna, Diana llegó al mundo a la vez que su madre se despedía de

él.

Unos cazadores del cercano templo de los Solari la encontraron al día siguiente cuando la

tormenta había amainado y el sol había alcanzado su cenit. Estaba envuelta en piel de oso y

acurrucada en los brazos de su padre muerto. La llevaron al templo, donde se presentó a la

niña huérfana al sol y se le puso el nombre de Diana. La niña con el pelo azabache fue

criada como una Solari, una fe que predominaba en las tierras del monte Targon. Diana se

convirtió en una iniciada y la enseñaron a venerar al sol en todos sus aspectos. Aprendió las

leyendas del sol y entrenó a diario con los Ra-Horak, los guerreros templarios de los Solari.
Los ancianos Solari le enseñaron que toda vida provenía del sol, y que la luz de la luna era

falsa, ya que no proporcionaba sustento y creaba sombras en las que únicamente las

criaturas de la oscuridad encontraban asilo. No obstante, Diana encontraba la luz de la luna

fascinante y bella, de un modo que el sol abrasador que resplandecía sobre la montaña

nunca podría igualar. La joven se despertaba todas las noches tras soñar que escalaba la

montaña y se alejaba de los dormitorios de los iniciados para poder recoger las flores que se

abren de noche y observar cómo los frescos manantiales se volvían plateados a la luz de la

luna.

A medida que pasaron los años, Diana se sentía en desacuerdo con los ancianos y sus

enseñanzas. No podía evitar cuestionarse todo lo que le enseñaban. Siempre sospechaba

que había algo más que no se mencionaba en las lecciones, como si todas aquellas

enseñanzas fueran incompletas de forma consciente. La sensación de aislamiento de Diana

fue creciendo con los años, ya que sus amigos de la infancia se distanciaron de aquella

chica mordaz e impertinente que no terminaba de encajar. Por las noches, mientras

contemplaba cómo la luna plateada se alzaba por encima de la inalcanzable cumbre, se

sentía cada vez más como una marginada. El deseo de escalar las faldas de la montaña era

como un picor que nunca se iba, pero todo lo que le habían enseñado desde su nacimiento

le advertía que la montaña se cobraría algo más que su vida si alguna vez llegaba a

intentarlo. Solo los más valientes y capaces se atrevían a una subida semejante. Con cada

día que pasaba, Diana se sentía más sola y más segura de que había algún aspecto esencial

de su vida que no quedaba satisfecho.


Su primera pista de lo que podría acontecer ocurrió cuando barría la biblioteca del templo

como castigo por discutir con uno de los ancianos. Un destello de luz detrás de una

estantería combada atrajo la mirada de Diana, que, después de investigar, descubrió las

páginas medio quemadas de un antiguo manuscrito. Diana cogió las páginas y las leyó esa

misma noche bajo la luna llena, y aquello que leyó abrió una puerta en su alma.

Diana supo de un grupo casi extinto conocido como los Lunari, cuya fe veía la luna como

una fuente de vida y de equilibrio. Por lo que Diana pudo deducir del libro incompleto, los

Lunari manifestaban que el ciclo eterno (día y noche, sol y luna) era esencial para la

armonía del universo. Esto supuso una revelación para la chica de pelo azabache. Cuando

miró más allá de los muros del templo iluminados por la luna, vio a una anciana envuelta en

un manto de piel de oso caminando fatigosamente por el largo camino que llevaba a la cima

de la montaña. La mujer iba tambaleándose. Se apoyaba en un bastón tallado en madera de

sauce para mantenerse en pie. Vio a Diana y le pidió ayuda. Le dijo que tenía que alcanzar

lo alto de la montaña antes de que llegase la mañana; una ambición que Diana sabía que era

del todo imposible.

El deseo de Diana de ayudar a la mujer y de subir la montaña entraba en conflicto con todo

lo que los Solari le habían enseñado. La montaña era solo para los que fueran dignos de

ella, y Diana nunca se había sentido merecedora de nada. La mujer volvió a pedir ayuda y

esta vez Diana no vaciló. Saltó por encima del muro y cogió a la mujer del brazo, guiándola
montaña arriba, asombrada de que alguien de su edad hubiese podido llegar tan lejos.

Ascendieron durante horas, por encima de las nubes y a través del aire frío donde la luna y

las estrellas resplandecen como diamantes. A pesar de su edad, la mujer seguía subiendo y

le rogaba a Diana que siguiese adelante cuando daba un traspié o cuando el aire se volvió

cortante y frío.

A medida que pasaba la noche, Diana perdió la noción del tiempo mientras las estrellas

giraban en lo alto y todo excepto la montaña desaparecía de su vista. Juntas, Diana y la

mujer siguieron ascendiendo. Cada vez que sus pasos vacilaban, sacaba fuerzas del pálido

brillo de la luna. Finalmente, Diana cayó de rodillas, exhausta, agotada más allá de lo

imaginable. Su cuerpo había llegado al límite de sus fuerzas. Cuando Diana alzó la vista,

observó que, de alguna manera, habían conseguido llegar a la cima de la montaña, una

hazaña que no podría haber sido posible en una sola noche. La cima estaba envuelta en

torrentes de luz fantasmal, velos de luz radiante y espirales de vivos colores; el brillo

fantasmal de una ciudad enorme de plata y oro se cernía en el aire.

Diana buscó a su compañera, pero la mujer no se encontraba por ningún lado. La única

prueba de su existencia era el manto de piel de oso que cubría los hombros de Diana. Al

mirar hacia la luz, Diana vio la promesa de que ese vacío en su interior se llenaría; la

aceptación y la oportunidad de ser parte de algo más grande de lo que nunca había podido

imaginar. Esto es lo que Diana había deseado durante toda su vida sin llegar siquiera a

saberlo. Una vitalidad renovada le recorrió las extremidades cuando se puso de pie. Dio un
paso vacilante hacia el increíble panorama. Con cada respiración, su determinación se

volvía más firme.

La luz se intensificó y Diana profirió un grito cuando esta la inundó; una unión con algo

inmenso e inhumano, sumamente ancestral y poderoso. La sensación fue dolorosa, pero

también gozosa. Un momento o una eternidad que fue tan reveladora como ilusoria.

Cuando la luz se desvaneció, la sensación de pérdida le produjo un dolor que nunca antes

había sentido.

Diana bajó de la montaña a trompicones en un estado de fuga, ajena a su alrededor, hasta

que se encontró ante una grieta en la ladera de la montaña. Era la boca de una cueva que

hubiese sido invisible de no ser por las sombras de la luz de la luna. Muerta de frío y

necesitada de un refugio para pasar la noche, Diana se adentró en la cueva en busca de

cobijo. En el interior, la estrecha grieta se ensanchaba para formar las ruinas derruidas de lo

que antaño fue un templo o una amplia cámara de audiencias. Sus agrietados muros estaban

cubiertos de frescos descoloridos que representaban guerreros plateados y dorados

luchando para defenderse de una horda interminable de monstruos grotescos mientras

cometas de luz abrasadora caían del cielo.

En el centro de la cámara se alzaba una espada en forma de media luna y una armadura

diferente a cualquier otra: una cota de malla fabricada con anillos plateados entretejidos y

una coraza de acero pulido de un forjado exquisito. Reflejada en el brillo de la armadura,


Diana vio que su pelo, otrora azabache, era ahora de un blanco puro, y una runa refulgía en

su frente con una luz incandescente. Reconoció el símbolo grabado de forma tan exquisita

en la coraza de la armadura: el mismo símbolo que aparecía en las páginas del manuscrito

quemado que había encontrado en la biblioteca. Era el momento decisivo de Diana. Podía

darle la espalda a su destino o decidir aceptarlo.

Diana alargó el brazo, y cuando sus dedos tocaron el frío acero de la armadura, apareció en

su mente un estallido de imágenes de vidas que nunca había vivido, recuerdos que nunca

había tenido y sensaciones que nunca había experimentado. Los vestigios de una historia

antigua sacudían su mente como si fuesen una ventisca; secretos que escapaban a su

comprensión e innumerables porvenires dispersados como polvo llevado por el viento.

Cuando las visiones se desvanecieron, Diana descubrió que estaba ataviada con la armadura

plateada. Tan bien le quedaba que parecía que había sido forjada especialmente para ella.

Los conocimientos recién adquiridos seguían aflorando en su mente, pero la mayor parte

seguía siendo inalcanzable, como una imagen dividida entre la luz y la sombra. Seguía

siendo Diana, pero también era algo más, algo eterno. Sintiéndose resarcida con este nuevo

conocimiento, Diana abandonó la cueva de la montaña y se abrió paso con decisión hacia el

templo de los Solari. Sabía que tenía que decir a los ancianos lo que había descubierto.

Leona, la capitana de los Ra-Horak y la mejor guerrera de los Solari, salió a su encuentro a

las puertas del templo. Diana fue conducida ante los ancianos del templo, que escucharon
con un pavor creciente lo que había aprendido de los Lunari. Cuando finalizó su historia,

los ancianos la tacharon inmediatamente de hereje, blasfema y divulgadora de dioses falsos.

Había solo un castigo que podía enmendar un crimen tan horrendo: la muerte.

Diana quedó horrorizada. ¿Cómo era posible que los ancianos rechazaran una verdad tan

irrebatible? ¿Cómo podían darle la espalda a revelaciones que provenían de la misma cima

de la montaña sagrada? La obstinada ceguera de los ancianos alimentó su furia, y unos

resplandecientes orbes de fuego plateado giraron a su alrededor. Con un grito de frustración

y rabia, la espada de Diana realizó un veloz movimiento y, en el lugar del impacto, un

fuego plateado ardió con una luz letal. Diana continuó lanzando golpes sin parar, y cuando

su furia menguó, contempló la carnicería que había desencadenado. Los ancianos estaban

muertos y Leona yacía sobre su espalda, con su armadura humeando como si acabase de

salir de la forja. Conmocionada por lo que había hecho, Diana huyó del lugar de la masacre,

escapó hacia los terrenos desolados del monte Targon mientras los Solari se recuperaban de

la impresión de su feroz ataque.

Perseguida por los guerreros de Ra-Horak, Diana busca ahora descifrar los recuerdos

fragmentados de los Lunari escondidos en el interior de su mente. Guiada por verdades

recordadas a medias y por vestigios de un conocimiento ancestral, Diana solo tiene una

verdad a la que aferrarse: que los Lunari y los Solari no deben ser enemigos, que existe un

destino más importante para ella que el de ser una simple guerrera. Lo que le depara el

destino sigue siendo desconocido, pero Diana lo descubrirá, cueste lo que cueste.
TRABAJO NOCTURNO

La noche siempre ha sido el momento favorito de Diana, incluso cuando era pequeña. Ha

sido así desde que fue lo suficientemente mayor para trepar por los muros del templo de los

Solari y poder contemplar la luna en su travesía por la bóveda estelar. Levantó la vista y

miró a través del follaje del denso bosque; sus ojos violetas buscaban la luna plateada, pero

solo se vislumbraba su brillo difuso a través de las densas nubes y las oscuras ramas.

Los árboles, sombríos y cubiertos de musgo, se estrechaban. Sus ramajes parecían

extremidades retorcidas que se alzaban en busca del cielo. Ya no podía distinguir el

sendero. Hileras de matorrales y zarzas ocultaban el camino a seguir. El viento transportaba

espinas que arañaban las placas curvas de su armadura. Diana cerró los ojos cuando un

recuerdo afloró en su interior.

Un recuerdo, sí, pero no era suyo. Esto era algo más, algo extraído de las memorias

quebradas de la esencia celestial que compartía su cuerpo. Cuando abrió los ojos, una

imagen titilante de un bosque revestido de árboles espesos apareció ante ella. Vio los

mismos árboles, pero de una época diferente, de cuando eran jóvenes y fructíferos. El

sendero entre ellos estaba salpicado de luz y bordeado de flores silvestres.

Diana, que había crecido en el áspero entorno del monte Targon, nunca había visto un

bosque como este. Sabía que lo que contemplaba era un remanente del pasado, pero el
aroma de la madreselva y el jazmín era más real que cualquier cosa que hubiese

experimentado con anterioridad.

—Gracias —susurró. Y siguió el contorno fantasmal del sendero ancestral.

Este condujo a Diana a través de árboles descuidados y marchitos que debieran haber

muerto hace mucho. El sendero ascendía por laderas de zonas de montaña rocosas y

atravesaba hileras de pinos arqueados y abetos silvestres. Cruzaba riachuelos que caían de

las montañas y se abría camino por pendientes escarpadas antes de llegar a una meseta

rocosa desde la que se contemplaba un lago descomunal de aguas frías y profundas.

En el centro de la meseta había un círculo de piedras muy altas, cada una esculpida con

espirales y sigilos curvilíneos. Diana vio en cada piedra la misma runa que refulgía en su

frente y supo que había llegado a su destino. Su piel se estremeció ante una expectación

inquietante, una sensación que había llegado a asociar con magia peligrosa y salvaje.

Recelosa, se acercó al círculo, con los ojos atentos a cualquier amenaza. Diana no vio nada,

pero sabía que había algo allí, algo completamente hostil y a la vez familiar.

Diana se colocó en el centro del círculo y desenvainó la espada. Su espada de media luna

brilló cual diamante en la pálida luz de la luna que traspasaba las nubes. Se arrodilló con la
cabeza inclinada. La punta de la espada descansaba en el suelo y los gavilanes, a la altura

de sus mejillas.

Los sintió antes de verlos.

Una caída repentina de la presión. Un descarga brutal en el aire.

Diana se impulsó con sus pies a la vez que los espacios entre las piedras se separaban. El

aire se rasgó y un trío de bestias chillonas cargaron contra ella a una velocidad tremenda.

Tenían la piel de color marfil, caparazones color hueso de armadura segmentada y garras de

acero.

Espantos.

Diana esquivó el mordisco de una mandíbula repleta de dientes como de ébano pulido y

blandió la espada en un arco por encima de su cabeza, que atravesó al primer monstruo

desde el cráneo hasta sus pesados hombros. La criatura cayó y su carne se desintegró al

instante. Rodó hacia sus pies mientras las otras criaturas la rodeaban como una manada de

depredadores, ahora recelosos de su espada centelleante. La criatura a la que había matado

parecía un charco de brea burbujeante.


Se lanzaron de nuevo hacia ella, una por cada lado. Su piel se estaba oscureciendo,

volviéndose de un púrpura amoratado, y sus alaridos llenaban la atmósfera hostil de este

mundo. Diana saltó hacia la bestia que se encontraba a la izquierda y giró la espada en un

arco hacia las escamas de su cuello. Gritó una de las palabras sagradas de los Lunari y una

luz incandescente surgió de la espada.

La bestia explotó desde el interior. Trozos de carne recién cortados se desintegraban ante el

poder de la espada de la luna. Diana aterrizó e intentó esquivar el ataque de la última bestia.

No fue lo bastante rápida. Unas garras como cuchillas perforaron el hierro de sus

hombreras y la zarandearon. El busto de la bestia se separó y reveló una masa pegajosa de

órganos sensoriales y dientes curvos. Le hincó los dientes en el hombro y Diana gritó

cuando un frío entumecedor se extendió a partir de la herida. Giró la espada, sosteniendo la

empuñadura como una daga y golpeó con fuerza el cuerpo de la bestia. Esta emitió un

chillido y soltó a su presa. Un oscuro y humeante icor manó de su cuerpo desgarrado. Diana

se alejó, intentando resistir el dolor que se extendía por su cuerpo. Apartó la espada hacia

un lado mientras el cielo empezaba a clarear.

La bestia había probado su sangre y chillaba con un hambre voraz. Ahora su coraza era por

completo de un negro brillante y un morado venenoso. Tenía los brazos afilados extendidos

y convertidos en un abanico de ganchos y garras. Un flujo de carne artificial fluyó como si

fuera cera para sellar la espantosa herida que había provocado su espada.
La esencia afloró en el interior de Diana. Llenó sus pensamientos con un odio imperecedero

proveniente de una época lejana. Vislumbró antiguas batallas tan horribles que mundos

enteros habían perecido en los horrores de la guerra; una guerra que casi había despedazado

este mundo y los que llegasen a continuación.

La criatura atacó a Diana y su cuerpo se estremecía con el poder salvaje de otro plano de

existencia.

Las nubes se disiparon y un reluciente rayo plateado descendió. La espada de Diana

absorbía el esplendor de las lunas lejanas y la luz se reflejaba a lo largo de su filo. La hizo

descender en un arco, y atravesó tejido y huesos con el poder de la iluminación de la noche.

La bestia se deshizo en una detonación explosiva de luz y su cuerpo quedó totalmente

destrozado por su estallido. Su carne se fundió con la noche, dejando a Diana sola en la

meseta. Respiraba agitada por el esfuerzo mientras el poder al que se había unido en la

montaña se retiraba a lo más profundo de su ser.

Rechazó imágenes de una ciudad en la que resonaba la desolación donde otrora latía la

vida. La tristeza la inundaba aunque nunca había conocido aquel lugar y, mientras

lamentaba su pérdida, el recuerdo se desvaneció y volvió a ser Diana.


Las criaturas se habían ido y las piedras del círculo irradiaban centelleos plateados. Libres

del contacto con ese horrible lugar al otro lado del velo, su poder de curación caló en la

tierra. Diana sintió cómo se esparcía por el paisaje, transmitido a través de las rocas y las

raíces hasta los mismos huesos del mundo.

—Este trabajo nocturno ha acabado —dijo—. El camino está sellado.

Se volvió hacia el reflejo de la luna que resplandecía en las aguas del lago. La estaba

llamando, su irresistible atracción se clavaba en lo más hondo de su alma mientras la atraía

más y más.

—Pero siempre hay otros trabajos nocturnos —dijo Diana.

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