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Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo

A mediados del siglo XVI un hombre que se acercaba a la vejez comenzó a escribir una
historia increíble: la historia de su vida, la de los hombres que conoció y las empresas
imposibles que realizaron juntos. Necesitó dieciséis años para redactarla, adquiriendo con
el tiempo proporciones gigantescas. La obra se publicó casi cincuenta años después de su
muerte con el título Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1632). Para
entonces ya nadie se acordaba de él. Ese hombre era Bernal Díaz del Castillo, uno de los
aventureros que acompañaron a Cortés en la delirante conquista de México (1521).
La conquista de América es tan apabullante como complejas sus consecuencias. Aquí casi
todo es desmedido, persistiendo un buen número de tópicos que oscilan entre la
glorificación de los capitanes que la hicieron posible y el descrédito de una empresa con
funestas consecuencias para los nativos. Uno de esos tópicos se afana en imaginar a
aquellos soldados regresando a España ricos y victoriosos o bien dueños de extensos y
productivos territorios (las encomiendas) cultivados por esclavos indígenas y negros. La
realidad, como siempre, es más compleja: este tipo de aventuras exigía inversiones muy
costosas no siempre reembolsadas; muchos de los conquistadores murieron en el intento o
lo hicieron más tarde entre penalidades; y en cuanto a la recompensa, esta se materializaba
a través del reparto del botín y de las encomiendas, pero los encomenderos fueron
perdiendo paulatinamente sus derechos merced a leyes como las de 1542, no siempre
eficaces.
El libro comienza con la salida al Yucatán en febrero de 1517, cuando Bernal cuenta apenas
veinte años, y ya las primeras páginas nos muestran un texto vigoroso y emocionante, pleno
de aventuras. El secreto está en la prolijidad de detalles que sitúan al lector en medio de
esta barahúnda de personajes a cada cual más peculiar, con sus miedos, sus historias
personales, su desconcierto y su intrepidez rayana en la inconsciencia. Por ejemplo,
dirigiéndose los conquistadores a la capital azteca, divisaron un volcán que estaba
arrojando “mucho fuego”. En estas, «un capitán de los nuestros que se decía Diego de
Ordás tomole cobdicia de ir a ver qué cosa era» (pág. 269). Solicitado el permiso Ordás y
otros dos soldados ascendieron hasta la misma boca del volcán, y casi no lo cuentan. Lo
hicieron porque al tal Ordás le entró curiosidad. Este volcán, el Popocatépetl, tiene una
altura de 5.465 metros. Quien haya estado en Puebla ya sabe a qué me refiero. Estos eran
los hombres que hicieron la conquista.
Enseguida el lector se ve inmerso en un universo mágico, en un Macondo total de
situaciones disparatadas o bien en una selva de pesadilla con grandes semejanzas al
universo onírico de Apocalipsis Now (Coppola, 1979), como cuando los expedicionarios se
enteran de que los aliados indios que les acompañan se están comiendo a otros indios
rezagados que les sirven de fresca despensa (pág. 849). En cierto sentido parece que los
años transcurridos en aquellos lugares remotos y cuasi fantásticos han calado en el autor, en
cuyas descripciones se observa una mirada distante, casi autista, donde lo imposible es lo
cotidiano, y sin que por ello los hechos narrados carezcan de veracidad pues Bernal,
hombre de acción, es poco dado a lo fantasioso.

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