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LOS SANGURIMAS

José de la Cuadra

EDICIÓN DIGITAL TOMADA DE


http://www.edym.com/books/esp/clas_ecu/cuentos/cuentos.html
Y REVISADA POR MARCO V. MANOTOA B.

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Prólogo a esta edición

La novelina (que él llamara así, como a La Tigra) Los Sangurimas es de


naturaleza bíblica, emblemática, sustancial en la creación literaria. Es novela casi
cabalística, exigente de cierta iniciación para comprenderla; es catequizante, se queda
en el espíritu del lector y lo caracteriza con algo nuevo, revelador e imborrable.
Difícilmente puede dársele a quien no sea un verdadero creador literario la posibilidad
de organizar el entramado dramático de una pieza a base de símbolos y que, sin
embargo, ese entramado resulte ser una tragedia tan humana como las entrañas de una
mujer, la mirada de un hombre o la descendencia de ambos. Los Sangurimas es un
edificio levantado sobre efigies montuvias, un bosque de fósiles de selva, de torrentes y
de tormentas, de naturaleza, en fin; pero un bosque fosilizado que toma vida a medida
que De la Cuadra lo va rebautizando con sus nombres de seres humanos,
impregnándolos de odio, de pasión, de avaricia, de apetitos, de vicios, de hermosura o
de sensualidad. Así la Naturaleza y los hombres se funden hasta dentro de sus mismas
raíces, se enredan en las ramas al punto de encarnar un género nuevo de seres, los
montuvios Sangurimas, puros, endogámicos, abstraídos de una creación distinta, de un
universo que, a buen seguro, el genio del novelista descubrió que existía dentro del caos
que formaron las culturas andinas ancestrales y las culturas ibéricas conquistadoras.
A muchos parecieron convincentes (y muchos otros no quieren admitirlas) las opiniones
de ese extraordinario erudito peruano que es Luis Eduardo Valcárcel, autor del cuño
Tempestad en los Andes, quien con su razón de historiador, antropólogo y sociólogo
dice que el laberinto andino ha forjado, en su tempestad milenaria, una raza de indio
genuina de rebeldía, acendrada en su resistencia a las adversidades y precoz en los
límites extremos de la vida, en la transición en ambos sentidos de la vida a la muerte. La
aguda inteligencia de José de la Cuadra comprendió este fenómeno en toda su
profundidad, muchos años antes de que lo hiciera Luis E. Valcárcel; y comprendió de
igual modo la aventura singular del mestizaje de la cultura extranjera en ese mismo
laberinto. Los mitos y los símbolos arcaicos del solar andino y costeño se entremezclan
en 1a fachada del edificio montuvio con los viejos blasones ibéricos, criollos, llegando
incluso a la hibridación más compleja, aquella que con los genes gringos le da al
montuvio patriarca sus ojos alagartados y su tez blanca. Si el mundo montuvio no

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hubiera existido antes de José de la Cuadra, lo recrea él con tal verosimilitud que
después de su obra habría comenzado a ser real y verdadero.

Darío Herreros
Valencia, España, 1993.

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Teoría del matapalo

El matapalo es árbol montuvio. Recio, formidable, se hunde profusamente en el


agro con sus raíces semejantes a garras. Sus troncos múltiples, gruesos y fornidos como
torsos de toro padre, se curvan en fantásticas posturas, mientras sus ramas recortan
dibujos absurdos contra el aire asoleado o bañado de luz de luna, y sus ramas tintinean
con viento del sudeste.
En las noches cerradas, el matapalo vive con una vida extraña, espectral y
misteriosa. Acaso ejecuta danzas siniestras. Acaso dirija el baile brujo de los arboles
desvelados.
De cualquier modo, el matapalo es el símbolo preciso del pueblo montuvio. Tal
que él, el pueblo montuvio, está sembrado en el agro, prendiéndose con raíces como
garras. El pueblo montuvio es así como el matapalo, que es una reunión de árboles, un
consorcio de árboles, tantos como troncos.
La gente Sangurima de esta historia es una familia montuvia en el pueblo
montuvio: un árbol de tronco añoso, de fuertes ramas y hojas campeantes, a las cuales,
cierta vez, sacudió la tempestad.
Una unidad vegetal, en el gran matapalo montuvio.
Un asociado, en esa congregación del campesinado litoral, cuya mejor designación
sería: MATAPALO, c.a.

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PRIMERA PARTE
El tronco añoso

I. El origen

Nicasio Sangurima, el abuelo, era de raza blanca, casi puro.


Solía decir:
—Es que yo soy hijo de gringo.
Tenía su pelo azambado, revuelto en rizos prietos, como si por la cabeza le corriera
siempre un travieso ciclón; pero era cabello de hebra fina, de un suave color flavo,
como el de las mieles maduras.
—Pelo como el fideo cabello de ángel, que venden en las pulperías, amigo. ¡Cosa linda!
De esa mata de hilos ensortijados, las canas estaban ausentes. Por ahí, en esa ausencia,
denotaba su presencia remota la raza de África.
Pero don Nicasio lo entendía de otra manera:
—¿Pa qué canas? Las tuve de chico. Ahora no. Yo soy de madera incorruptible.
Guachapelí, a lo menos.
Tras los párpados abotargados, enrojecidos, los ojos rasgados de don Nicasio
mostrábanse realmente hermosos. Su pupila verdosa, cristalina, poseía el tono tierno de
los primeros brotes en la caña de azúcar. O como la hierba recién nacida en los
mangales.
Esos ojos miran con lenta dulzura, plácidos y felices.
Cuando joven, cierta vez, en Santo Domingo de los Colorados, una india bruja le había
dicho a don Nicasio:
—Tienes ojos pa un hechizo.
Y don Nicasio repetía eso, verdadero o falso, que le dijera la india bruja, a quien fuera a
buscar para curarlo de un mal secreto.
Y se envanecía con ello.
—Aquí donde me ven, postrado, jodido, sin casi poderme levantar de la hamaca, cuando
mozo hacía daño... Le clavaba los ojos a una mujer... y ya estaba... No le quedaba más

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que templarse en el catre. ¡Hacía raya, amigo! ... Me agarraron miedo... ¡Qué monilla
del cacao ...! Yo era pa peor...
A pesar del sol y de los vientos quemadores, quedaba en su piel un fondo de albura,
apreciable todavía bajo las costras de manchosidad, como es apreciable en los turbios de
las aguas lodosas el fondo limpio de la arena.
Y su perfil se volteaba, en ángulo poco menos que recto, sobre la nariz vascónica, al
nivel de la frente elevada.
—Es que soy hijo de gringo, pues. ¿No creen?
—¿Y cómo que se llama Sangurima entonces, ño Nicasio?
Sangurima es montuvio, no gringo. Los gringos se mientan Jones, se mientan Juay;
pero Sangurima no.
—Que ustedes no saben. Claro, claro. Llevo el apelativo de mi mama. Mi mama era
Sangurima. De los Sangurimas de Balao.
—¡Ah...!

II. Gente de bragueta

—Gente brava, amigo. Los tenían bien puestos, donde deben estar. Con los
Sangurimas no se jugaba naidien.
Fijaba en el vacío su mirada de ojos alagartados y melancólicos, atrayendo recuerdos
perdidos.
Gente de bragueta, amigo. No aflojaban el machete ni pa dormir. Y por cualquier
cosita... ¡vaina fuera!
Hablaba, además, con el gesto tan brusco como podía.
—Eran del partido de García Moreno. Siempre andaban de acá pa allá con el doctor.
Cuando la guerra con los países de Colombia, ahí estuvieron.

III. Los amores del gringo

Si ño Nicasio estaba de buen humor, se extendía en largas charlas acerca de los amores
de su padre con su madre.

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—Mi mama era, pues, doncella cuando vino el gringo de mi padre y le empezó a tender
el ala. A mi mama diz que no le gustaba; pero el gringo era fregao y no soltaba el
anzuelo...
—Su señora mama querría no más, ño Nicasio. Así son las mujeres, que se hacen las
remolonas pa interesar al hombre.
—Mi mama no era así, don cojudo. Mi mama era de otro palo. De veras no quería.
Pero usté sabe que la mujer es frágil.
Así es, ño Nicasio. No monte a caballo.
De este jaez continuaba la narración, interrumpida por observaciones del interlocutor,
que colmaban de rabia al anciano.
A lo que contaba, el gringo aquel de su padre apretó tanto el nudo que al fin ató lo que
quería.
—Y ahí fue que me hicieron a mí. Y bien hecho, como usté verá.
—Así es, don Sangurima.
—¡Ah...!
—Claro que así es.
—Claro.

IV. Cuna sangrienta

—Pero ahí no fue que paró la vaina... Cuando Mi papás'aprovechó de mi mama,


nenguno de mis tíos Sangurimas estaban en la finca. ¡Andaban de montoneros con no sé
qué general...! Igualitos eran a mi tío Ufrasio... Al primero que regresó, le fueron con el
cuento.
—¿Y...?
—¡Nada! Mi tío Sangurima se calentó; buscó al gringo y lo mató. Mi mama no dijo
esta boca es mía. Nací yo. Cuando nací, mi mama me atendió como pudo; pero en
cuanto se alzó de la cama se fue a mi tío, lo topó solo, se acomodó bien y le tiró un
machetazo por la espalda que le abrió la cabeza como coco. Nada más.
—¡Barajo, qué alma!
—Así es, amigo. Los Sangurimas somoh así.
—¿Y no siguió más el asunto?

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—Hubiera seguido; pero el papás de mi mama se metió por medio y ahí acabó el
negocio. Porque lo que el papás de mi mama mandaba, era ley de Dios...

V. Leyendas

De Ño Nicasio se referían cosas extravagantes y truculentas.


En las cocinas de las casas montuvias, a la hora del café vespertino, tras la merienda,
contábanse acerca de él historias temerosas.
Los madereros de los desmontes aledaños encontraban en los presuntos hechos del viejo
Sangurima tema harto para sus charlas, entre el tiempo que va de la hora de la cena a la
hora de acostarse, cara al cielo, sobre la tierra talada.
Los canoeros, bañadores de fruta desde las haciendas arribeñas, al acercarse a la zona
habitada por los Sangurimas, se daban irremisiblemente a relatar las leyendas del
abuelo.
Pero donde más se trataba de él era en los velorios...

VI. Amistad de ultratumba

Habían tendido el cadáver sobre la estera desflecada, más corta que el cuerpo muerto,
cuyas extremidades alargadas sobresalían en las cañas desnudas del piso. Reposando en
la estera, antes que le sirviera de lecho, el difunto esperaba, con apropiada tranquilidad
de ultratumba, la canoa donde sería embarcado para el gran viaje.
El ataúd lo estaban construyendo abajo, en el portal, unos cuantos amigos que eran
dirigidos por el maestro carpintero del pueblo vecino.
Por la sala circulaban botellas de mayorga para sorber a pico.
—¡Vea que don Sofronio es bien éste pues!
Con eso, la vieja significaba, en sus palabras, una multitud de adjetivos.
—¡Ja, ja, ja! Bien éste pues...
Otra vieja, tras la bocanada de humo sacado al cigarro dauleño, sabroso como el pan,
aludía al muerto por lo pacífico que era:
—Vea cómo se ha muerto ño Vitorino...

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—¡Lo que semos...
—¡Tan fregao qu'era ño Vitorino!
—Así es, pues.
—Y ahora, con la cara josca...
—Es que la muerte da respeto.
—Así es, pues.
—¡Lo que le gustaba al difunto la agüita de coco!
—¿De veras?
—Pocos días, no más hace que Juanito le bajara una palma. El finadito mismo quería
subir. Ahora a la palma le ha caído gusano.
Y otra vez la seriedad de la muerte cautivaba la charla de las viejas.
—¿Y ven ustedes lo que hizo Sangurima, el viejo, una vez en Pechicha Chico?
—No...
—Cuente...
—¿Qué hizo?
—Se le había muerto su compadre Ceferino Pintado, ¿recuerdan?
—¡Ah!, ¿Ceferino? ... ¿que dicen que vivía con la misma mama?
—Ése... Era bien amigo con ño Sangurima... juntos se emborrachaban.
—Claro.
—Un día, en Chilintomo...
—No interrumpáis; dejá que cuente ña Petita.
Ña Petita proseguía:
—La tarde que murió ño Ceferino llegó al velorio ño Sangurima. Estábamos en el
velorio bastantísima gente. Porque Pintado, a pesar de lo malo que era, era bien
amiguero. Y llegó ño Sangurima:
Salgan pa juera, que quiero estar solo con mi compadre, dijo.
Y agarramos y salimos; se quedó adentro, en la sala y cerró las puertas. Entonces oímos
que se empezaba a reír y hablar despacito. Pero eso es nada. De repente oímos que
también Ceferino hablaba y –se reía. No entendíamos pues. Toditos nos bajamos
corriendo, asustados, y de abajo preguntamos:
¿Qué pasa, ño Sangurima?.
El se asomó a la ventana, con el muerto al lado, abrazado, y nos decía:

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No sean flojos, suban no más. Ya voy a ponerlo en la caja otra vez a mi compadre.
Estábamos despidiéndonos, pero ya se regresó a donde Dios lo ha colocado. Vengan pa
explicarles cómo es eso. Hay pa reírse.
Subimos. No Sangurima abrió las puertas y, cuando entramos, Ceferino estaba en su
canoa. En la cara tenía la mueca como si se riera todavía... Ño Sangurima se despidió
de él y, apretándole la mano: Hasta la vista, compadre, le dijo; que te vaya bien. Tiró
por su caballo y se fue. Yo me creo que estaba jumo.
—Jumo estaría.
Pero fuera de la sala, donde escuchaban también, se oyó decir:
—La que estaría juma sería ?a Petita. Ahora mismo el mallorca la ha mariado.
—Así es, pues.

VII. El capitán Jaén

No faltaba quien narrara de seguida otra historia del viejo.


—Pero la que diz que hizo en Quevedo, no la hizo jumo. Bueno y sano que estaba.
—¿Y cómo fue ésa?
—Ño Sangurima era liga del capitán Jaén, ¿se acuerda? Y la montonera de Venancio
Ramos tenía preso a Jaén en un brusquero lejísimo. Querían matarlo, porque Jaén era
de la rural y les metía a los montoneros la ley de fuga, como a los comevaca.
—¡Bien hombre, Jaén! ¿No?
—Ahá... El viejo Sangurima supo y rezó la oración del Justo Juez. Ya verán cómo se
les afloja Jaén, dijo. Después, sacó el revólver y disparó al aire. Se rió. Esta bala le ha
llegao al corazón al pelao Ramos. Al otro día llegó a Quevedo el capitán Jaén... ¿Cómo
te zafaste, Jaén? ¡Ahí verán, pues! ¡Ni yo mismo sé! ¿Y qué es del pelao Venancio?
Gusanera; una bala que salió del monte lo mató. Ño Sangurima preguntó: ¿Dónde le
pegó la bala? En la noble; me creo que el corazón habrá sido. Ño Sangurima se golpeó
la barriga de gusto. Todavía tengo buena puntería, carajo, dijo.
De esta laya eran las historias que se referían en tomo a la persona de ño Sangurima.

VIII. Pacto con el diablo.

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Los montuvios juraban que ño Nicasio tenía firmado un pacto con el demonio.
—¿De veras?
—Claro
—Eso sucedía en un tiempo antiguo. Ahora ya no pasa.
—Pero es que ustedes no saben. Ño Nicasio es viejísimo.
—¿Máh que la sarna?
—¡No arrempuje...! ¡Pero más que el matapalo grande de los Solises!
—¡Ah ...!
—El pacto estaba hecho en un cuero de ternero que no había nacido por donde tenía que
nacer. Mi abuelo, que fuera sembrador en la finca de ño Sangurima, lo vido.
—¿Cómo?
—Sí, de un ternero sacado abriéndole la barriga a la vaca preñada... Ahí estaba... y
escrito con sangre humana.
—¿De ño Nicasio?
—No; de una doncella menstruada.
—¡Ah!
—¿Y dónde lo tiene guardado el documento?
—En un ataúd. En el cementerio del Salitre, dicen. Enterrado.
—¿Y por qué, ah?
—El diablo no puede entrar al cementerio; es sagrado pa él.
Y no le puede cobrar a ño Sangurima. Ño Sangurima se ríe del diablo. Cuando va por
su alma, le dice: Trae el documento pa pagarte. Y el diablo se muerde el rabo de rabia,
porque no puede entrar al camposanto a coger el documento. Pero se desquita, haciendo
vivir a ño Sangurima. Ño Sangurima quiere morirse, pa descansar; ha vivido más que
ningún hombre de estos lados. El diablo no lo deja morir; así se desquita el diablo.
—Pero ño Sangurima está muerto por dentro, dicen.
—Así ha de ser, ¡seguro!

IX. El precio

Algún curioso interrogaba sobre el precio que tenían en este trato, o de qué iba la venta.

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—¿Y cuánto le dio el Patica a ño Sangurima por el alma?
—¡Uy! ... ¡Tierra! ... ¡Vacas! ... ¡Plata! ... ¡Mujeres! ¿Ustedes conocen cómo es ahora la
hacienda de ño Sangurima, La Hondura? Vega en la orilla, no más. Pa dentro, barranco
alto todito.
Terreno pa invernar. Lomiales. Pero antes no era sí.
—¿Y cómo era?
—Mi padre contaba que, cuando él era mozo, eso no era más que un tembladeral
grandísimo. Por eso la mentaban La Hondura, que le ha quedao de nombre.
—¡Ah...
—Cuando ño Sangurima se aconchabó con El Malo, compró el tembladeral,... ¿saben en
cuánto? ... en veinte pesos... Pa disimular él dice ahora que se lo dejó la mama... Pero no
es así... Y enseguida empezó a secarse el pantano y a brotar tierra solita... Mismamente
como cuando cría carne en una herida. ¿Han visto?
—¡Barajo!
—Fue por arte del diablo.
—Así tiene, pues, que ser.
—Diz que cuando se muera ño Sangurima, se hundirá la tierra de nuevo y saldrá el
agua, que está debajo, no más, esperando.
—Así ha de ser, pues.
—Así ha de ser.

X. El entierro

De riquezas llegadas por causas extrañas, había otras leyendas.


Aquí se trataba de un entierro que ño Nicasio habría descubierto.
—Claro que fue cosa del diablo también; como todo.
—¿Y cómo fue eso?
—Vea que ño Sangurima podía hablar con los muertos, de que firmara el pacto. Vido
pues, un día, que en una mancha de guadúa ardía una llama; entonces fue y le dijo a la
candela: ¿Qué se te ofrece? La llama se hizo un hombre y le contestó mismo: Yo soy el
mentado Rigoberto Zambrano, que vivía por estos lados hace un mundo de años. Tengo
una plata guardada, que es para vos. Sácala. Ño Sangurima dijo que bueno y preguntó

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que qué había de hacer. El muerto le pidió que le mandara a decir las treinta misas de
san Gregorio y las tres de la Santísima Trinidad; a lo que ño Sangurima se conformó. ¿
Y qué más, señor difunto?, le averiguó. Y entonces fue lo gordo. El mala visión le dijo
que para sacar el entierro había de regar la tierra encima con sangre de niño de tres
meses que no hubieran bautizado.
—¿Y qué hizo ño Sangurima?
—Pues se puso a buscar un chico así. Diz que le decía a la gente: Adiós, véndanmelo;
yo les pago bien. Más que por un caballo de paso. Pero la gente nunca quiso.
—Claro.
—Entonces ño Sangurima diz que agarró y dijo: Tengo que hacerlo yo mismo al chico.
Vea que él no tenía hijos ni mujer todavía. Estaba mocito, dicen.
—¡Ahá!
—Se sacó a la melada Jesús Torres, que era muchacha virgen, y la hizo parir. Parió
chico, mismamente. Y cuando el chico tuvo tres meses, ño Sangurima lo llevó donde
estaba el entierro; le clavó un cuchillo a la criatura, regó la tierra y sacó afuera el platal
del difunto. Diz que era un platal grandísimo, en plata bien gorda...
—¡Ah...
—¿Y la melada Jesús Torres, qué hizo ...?
—Cuando supo, se volvió loca, pues. La llevaron a Guayaquil. En el manicomio
murió, hace años.
—¿Cuántos?
—Según mis cálculos, a lo menos cien...
—Así ha de ser, pues.

XI. Rectificaciones

Cuando se le averiguaba a ño Nicasio Sangurima por la melada Jesús Torres, advertíase


en su rostro un gesto de contrariedad.
—A usté le han contado alguna pendejada, amigo. Yo no sé qué tienen los montuvios
pa ser tan hablantines. De veras les taparía la boca, como a los esteros pa coger
pescado. Igualito. Y todo andaría mejor.
No se privaba de sonreír, con un mohín como de un chico travieso.

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—Y vea usté que hay algo de cierto en eso; pero no como dicen.
—¿Y qué hay de cierto, ño Nicasio?
—Yo me saqué a la melada Jesús, que era hija de un padrino mío, de por aquí mismo no
más, y le hice un hijo. El chico era enfermón bastante. Una noche le dio un aparato
como que se iba a quedar muerto y yo lo agarré y corrí pa llevarlo a la casa de mi
compadre José Jurado, que era curandero; pero, en el camino, estiró la pata, el angelito.
Y así fue que lo regresé donde la mama. La melada que vido al chico muerto, lo
malcomo y no quiso soltarlo. Dos días lo tuvo apretado; que no había cómo quitárselo.
El muertecito ya apestaba y tuvimos que zafárselo a la fuerza. Entonces la melada se
puso a gritar: Dame a mi hijo... que no había quien la parara; se estuvo gritando un
tiempísimo... Y así fue que se volvió loca. Yo la mandé a Guayaquil, al manicomio
Lorenzo Ponce. Ahí rindió sus cuentas con Dios a los tres años de eso.
—Ah...
—Y vea, amigo, lo que cuenta la gente inventora...
—Así es, ño Sangurima.

XII. Mazorca de hijos

El viejo Sangurima se había casado en tres ocasiones. Sus dos primeras mujeres
murieron mucho tiempo atrás. La última vivía aún, inválida, chochando, encerrada en
un cuarto de la casa grande de La Hondura.
Además, don Nicasio se había amancebado un sinnúmero de veces, y tenía hijos suyos
por todas partes; en los alrededores y hasta muy lejos.
—Hasta en Guayaquil tengo hijos. Es pa que no se acaben los Sangurimas. ¡Buena
sangre, amigo! ¡Gente de bragueta, con las cosas puestas en su sitio!
—¿Y cuántos hijos tiene mismo, don Nicasio?
Si tenía a mano una mazorca de maíz, la mostraba, no más, al preguntón.
—Cuente los granos, amigo. ¿Ya los contó? ¡Esos!
—¡Barajo, don Nicasio!

XIII. Otras costumbres

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Conservaba don Nicasio una respetuosa –si se puede llamar así– memoria de sus dos
esposas fallecidas.
No había querido utilizar para sus cadáveres cementerio alguno.
—¿Por qué, ño Nicasio?
—Ahí que hay tanta gente, a la hora del juicio, ¿cómo iban a encontrar sus osamentas,
las pobrecitas? ¡Cómo iban a poder valerse! Pues yo tendré que ayudarlas.
Por aquello del auxilio en el futuro, las tuvo enterradas un tiempo en una colina de La
Hondura, cerca de la casa grande. Luego exhumó los cadáveres y metió los huesos en
cajas adecuadas; las guardaba bajo su cama, al lado del ataúd vacío que se hizo fabricar
expresamente para él.
Cada fecha aniversario de la muerte de una u otra, extraía los restos, los cepillaba y los
limpiaba con alcohol. Le ayudaba en esta labor, mientras le fue posible hacerlo, su
tercera y santa mujer.
El ataúd que se reservaba para él, elegante, labrado en madera de amarillo, lo mantenía
aforrado de periódicos.

XIV. Apariciones

Aseguraba ño Sangurima que sus dos mujeres muertas se le aparecían, de noche,


saliendo de sus cajones, y que se acostaban en paz, la una de un lado, la otra del otro, en
la cama, junto al hombre que fuera de ambas.
—Oigo chocar sus huesos, fríos, fríos; y me hablan. Me hacen conversación.
—¿Y no le da miedo eso, don Nicasio'?
—Uno le tendrá miedo a lo que no conoce; pero a lo que se conoce, no. ¡Qué miedo les
voy a tener a mis mujeres' No dirá usté que no las conozco hasta donde más adentro se
puede... Me acuerdo de cómo eran en vida. Y las sobajeo... ¡Lo malo es que donde
antes estaba lo gordo, ahora no tienen más que huesos, las pobres...

XV. El río

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La hacienda de los Sangurimas era uno de los más grandes latifundios del agro
montuvio.
Ni su propietario conocía su verdadera extensión.
—¿Por qué no lo ha hecho medir, ño Nicasio?
Cuando le hacían esta pregunta, procedía de alguien de ciudad, que no era sabedor de
ciertas creencias campesinas.
¡Y pa qué! Yo en eso, amigo, soy como el samborondeño come bollo maduro... Lo que
se mide se muere o se acaba. Es presagio pa terminarse.
En una línea de leguas, La Hondura se alargaba sobre el río de los Mameyes. Esa ribera
podía considerarse como el frente de la hacienda.
El río de los Mameyes es muy poco navegable por embarcaciones de algún calado. Se
hace menester, para surcarlo, disponer de canoas de fondo plano y ancho, resistentes, de
madera gruesa y dura, para soporte de los choques frecuentes con las piedras del lecho y
con los barrancos macizos.
El río de los Mameyes viene de la altura, rompiendo cauce bravamente. La tierra se le
opone; pero él sigue adelante, hacia abajo, en busca de la mar. A través de una serie de
confluencias, lanza, al fin, sus aguas por el Guayas al golfo de Guayaquil, al océano
Pacífico.
En la región de La Hondura, ya en zona costeña, el río de los Mameyes no pierde
todavía sus ímpetus de avenida serrana. Se enreda en reversas y correntadas. Va por
rápidos peligrosísimos. Forma cataratas y saltos anchos. Se encañona. Curva,
volviendo sobre su rumbo. No obstante, con alguna habilidad se logra recorrerle de la
casa de la hacienda para abajo, hacia Guayaquil.
Dicen los baquianos:
El que sabe, sabe. Lo mismo pasa con los potros. Si uno no sabe montar, lo tumba el
animal; pero si sabe montar, no lo tumba. Así mismo es el río. Hay que saber cómo se
lo monta.
El río los Mameyes debe más vidas de hombres y animales que otro río cualquiera del
litoral ecuatoriano.
Durante las altas crecientes, se ven pasar veloces, aguas abajo, cadáveres humanos,
inflados, y perros, terneros, vacas, caballos ahogados. En cierta época del año, para los
llenos del carnaval y la semana santa, sobre todo, se ven también cadáveres de monos,
de jaguares, de osos frenteblanca y más alimañas de la selva. Sin duda que es que por
entonces el río Mameyes hincha sus cabeceras y se desparrama por la selva lejana, ha

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Pero cuando está bien, canta el río una canción que le da a uno, de principio, gusto de
escuchar; luego fastidia; hasta casi no darse cuenta que se la oye. La canción la hacen
las aguas contra los pedruscos profundos.

XVI. Viejos amores

Acerca de esa canción del río, relatan los montuvios una historia pintoresca.
Figura, en tal leyenda, una princesa india, enamorada de un blanco, probablemente un
conquistador español. A lo que se entiende, la princesa se entregó a su amante, quien a
poco la abandonó. La princesa india llora, hoy todavía, la ausencia de su dueño.
En otros ríos de la costa –el Mameyes no es el único con tal leyenda– se oyen llantos de
otras princesas enamoradas.

XVII. Tierra pródiga

A La Hondura la cruzan varios riachuelos y pequeños esteros, que se alimentan uno de


otro, concluyendo todo por afluir, corno ya se ha dicho, al río de los Mameyes.
Gracias a esta irrigación natural, los terrenos de la finca son de una fertilidad
difícilmente imaginada y creíble. Diríase que se trata de tierra virgen, donde jamás
cultivo alguno se hubiera ensayado y donde las vegetaciones espontáneas se vinieran
sucediendo, desde los días remotos del paraíso terrenal, la una sobre la otra.
Hay montaña cerrada, donde abunda la caza mayor.
Hay cuarteles grandes para el ganado.
Huertas de cacao y de café.
Sembríos de plátanos.
Frutaledas.
... Y arrozales.
Don Nicasio Sangurima gustaba de decir, con todo su orgullo:
—En La Hondura hay partes pa sembrarlo todo. Hace uno un hueco, mete una piedra y
sale un árbol de piedras.

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Decían que en un bajial enterraron una vez a un muerto y al día siguiente lo encontraron
parado de pie.
—¿Había resucitado?
—¡No! Se había hecho árbol.
El árbol del muerto, le dicen. Ahí está; a la vuelta de los porotillos de Poza Prieta.
—Se hizo de un cuerpo difunto. No es un árbol como los otros.

XVIII. Acuerdos familiares

El caserío de La Hondura era nutrido y apretado.


Más de una docena de casas tamañas de madera, techadas de zinc, rodeaban el caserón
mayor de la hacienda, el cual estaba habitado por el viejo Sangurima.
En cada una de aquellas vivía la familia de uno de los hijos legítimos de ño Nicasio,
que, en total, fueron dieciséis.
Los demás hijos, si residían también en la hacienda, habían construido sus moradas por
los sitios distantes.
Se entendía, tácitamente, que el habitar cerca del abuelo Sangurima era como un
derecho reservado a sus parientes de sangre que legalmente lo fueran.
Empero, se sabía de antemano que todos los hijos, de cualquier calidad, tocarían a la
herencia de la tierra.
Ño Sangurima había dividido por anticipado la finca en tantas parcelas cuantos hijos
tenía. Nada de testamento. La orden, no más, transmitida de palabra al hijo mayor –
Ventura Sangurima– que era ya un sesentón.
—¡Pa qué papeles! Si estuviera vivo mi hijo abogado, bueno. Pero de no...
El hijo doctor en leyes había muerto tiempo atrás en circunstancias horribles.
—Corno el pobre Francisco ya no es de este mundo ¿pa qué papeleo? Lo que yo mando
se hace, no más... Ya sabes, Ventura... Cuando yo pele el ojo le das a cada uno de tus
hermanos, o a las familias de los difuntitos, su pedacito igualito de tierra y un poco de
vacas... Yo te diré, antes de irme, si queda plata, pa que la dividas lo mismo. Tú dejas
que la viuda siga viviendo aquí en la casa grande hasta que Dios se sirva de ella...
Entonces te vienes tú con tu manada... Más antes no.
—Está bien.

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Esas eran las disposiciones testamentarias del viejo Sangurima.
Si acaso añadía algo más, en voz baja.
—A los que viven amancebados entre hermanos, me les da una parte de todo, no más,
como si fueran una sola persona. ¿Me entiendes? Que se amuelen así, siquiera. Porque
dicen que eso de emparejarse entre hermanos es de criminal... Dicen, a lo menos los que
saben de eso...

XIX. La casa grande

Estaba situada magníficamente a la orilla del río. De sólida construcción, con maderas
finas, escogidas en los mejores bosques de la misma Hondura. Hicieron la obra alarifes
montuvios, siguiendo las instrucciones del viejo Sangurima.
La casa era enorme, anchurosa, con cuartos inmensos, con galerías extensísimas.
Las fachadas estaban acribilladas de ventanas, metiendo al interior aire y sol en
abundancia; se estaba dentro como en campo abierto. Pero en las horas calurosas de los
mediodías de invierno, el techo de tejas fomentaba un delicioso frescor en las estancias.
Sólo el piso superior estaba dedicado a habitaciones. En cuanto a la planta baja, era de
bodega para los granos y de patios empedrados y cubiertos para las cabalgaduras.
Coronaba el edificio un elevado mirador, donde había también una campana.
La campana llamábase Perpetua y tenía larga y tenebrosa historia, como casi todo en La
Hondura: gentes, animales y cosas.

XX. Contemplaciones

Don Nicasio subía por las tardes, habitualmente, al mirador, a la hora de la caída del sol;
cuando no prefería acodarse en la galería fronteriza que se abría sobre el río.
Desde el mirador se gozaba de una vista hermosísima.
Veíanse, como un rebaño vivo, agrupadas las casas menores en tomo a la casa allá, las
covachas de la peonada, mayor y, más pegadas al suelo, disimulándose en los altibajos.
Entre las casitas, árboles frutales ponían sus conos verdes y sus luces doradas en tiempo
de la cosecha. Los caminos salían monte adentro, a los potreros, a perderse en el

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horizonte ensangrentado del sol atardecido. Hacia un lado, siempre monte adentro, las
manchas cerradas de las huertas...

XXI. El viento sobre el río

De ahí venía, constantemente o en amplias ráfagas, trayendo consigo un caliente


perfume de cacao, de café, de mangos para madurar. Cuando el viento soplaba desde el
río había de tomarse cuidado, pues solía desencadenar en tempestad y concluía en un
soberbio juego de rayos y centellas, acompañado de lluvias torrenciales.
Desde el mirador veíase el río como una lista movediza de plata.

XXII. Memorias

Este espectáculo de la Naturaleza engreída, vanidosa, le producía a don Nicasio


Sangurima un plácido efecto.
—Como si me tragara una infusión de valeriana, amigo.
Además, lo ganaba siempre el recuerdo.
En vez del paisaje, terminaba por ver transcurrir, allá abajo, su vida atrafagada, agitada
y sacudida como la arena de los cangrejales.

XXIII. La mama

Veíase chiquitín, prendido a la mano de la madre: una amorosa garra que se le ajustaba
al brazo, para llevarlo sorteando los peligros, salvándolo y librándolo de todos.
Entonces no era así La Hondura, como ahora...
Tampoco era el siniestro tembladeras que contaban otros fantasiosos montuvios. Era
una sabana inconmensurable que, hacia el lado derecho, contra el río, se arrugaba en
unas montañías prietas, oscuras, tenebrosas, donde fijaban albergue esas fábulas que
solían decirse.

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La mama venía de fuga; temía que sobre el mandato del padre, imposibilitado ya, saltara
la venganza de los hijos del hermano muerto por ella. Se hurtaba a los hombres como a
las fieras y huía a los lugares poblados, buscando la soledad agreste. Escapaba por
defender al pequeñín. Pensaba que sus sobrinos, antes que a ella misma, tratarían de
herirla en lo que más dolor le podía hacer.
El sitio de La Hondura lo halló propicio.
Al pie del algarrobo construyó, con sus propias manos, una covachita de caña, huronera
y escondite. Año tras año vivió metida allí. Formó una chacra y de los productos
alimentaba al chico.
Cómo ha cambiado todo l –pensaba don Nicasio.
Pasado mucho tiempo, en los terrenos aledaños se avecindaron otras gentes; y le
preguntaban a la mujer solitaria:
—¿De quién esta posesión, señora?
Desde la primera, ella respondió sin vacilaciones, enteramente:
—Mía, pues. ¿No ve? ¿No está viendo? Desde aquí hasta allá, hasta más allá. Se llama
La Hondura. Si quiere, viva, no más; no me opongo, pero ya sabe: tiene que pagarme el
arriendo; en cosecha o como quiera. Pero tiene que pagarme.
—Está bien, señora; así será.
Arreglado esto, amistaba con los recién venidos. Se dejaba hacer comadre. Iban al
pueblo lejano a bautizar a la criatura. Emparentaba así con los vecinos. Cuando fue de
confirmar a Nicasio, escogió para padrino al más poderoso de aquéllos.
—Esa gente desgraciada creía que mi mama vivía con el padrino. Pero mentira... Mi
mama era una santa.
Al cabo, murió santa.
Y su hijo, Nicasio Sangurima, la había sucedido en el dominio de La Hondura.

XXIV. De pleitos

—Cuando mi mama me dejó pa irse al cielo, yo era mocetón, no más. Pero, claro, era
un Sangurima enterito, sin que me faltara un pelo... Enseguida empecé a mandar. Me
dije: Lo que es en ésta posesión naidien me ningunea. Y naidien me ningunió...
—¿Y cómo fue eso del pleito, papá abuelo?

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—Eso fue otra cosa... A los añísimos de estar yo aquí, cuando ya había hecho hasta esta
casa misma donde estamos ahora, la junta parroquial del pueblo me vino con que era la
dueña de estas tierras... Ahá, dije yo... ¿Nos entriega a las buenas la hacienda?, me
preguntaron... Vengan por ella, les contesté... Y se la pegaron, y mandaron dos
delegados del municipio, diz que ... cuando llegaron les di posada fresca...
—¿Aquí en la casa, papá abuelo?
Don Nicasio soltaba la carcajada destempladamente:
—¡No, en el río! ... Y ahí están todavía, quizás, posando... Una vez, pa una creciente
fuerte, vide en la orilla un hueso de pierna. Y dije pa mí, quedito: Este hueso ha de ser
de alguno de los delegados esos. El hueso saldría a asolearse... Y pa que no se insolara,
lo tiré al agua de nuevo.
—¿Y el municipio no hizo nada, papá abuelo?
—¡Cómo no! Me metieron pleito. Querían que me fuera a la cárcel y les entregara las
tierras.
—Ah...
—Yo bajé a Guayaquil y busqué a mi doctor Lorenzo Rufo, que era un abogado
grandote. Quiero peliar de veras, doctor, le dije. Por la plata no le haga. Aquí hay
plata. Y seguimos el pleito.
—Ahá.
—Mi doctor Lorenzo Rufo se murió después, y entonces yo dije: No hay que darle de
comer a un extraño. Más mejor es que yo haga un abogado de la familia. Hice abogado
a Francisco, como ya sabéis, pero el pobre era bruto de nación; casi me pierde el pleito.
Al fin, otro abogado lo ganó pa siempre.
—¿Y quién fue ese abogado, papá abuelo?
—El billete, pues... A cada concejal le aflojé su rollo de billetes y, con el aceite,
empezaron a funcionar solitos. Hicieron una sesión en que me reconocieron como
dueño y todo. ¿Me entienden?
—Ahá.
—Y por esa mala maña y porque mis cosas están en su sitio, ahora ustedes tienen tierra
pa enterrarse con las piernas abiertas, si a mano viene...
—Ahá.

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SEGUNDA PARTE
Las ramas robustas

I. El acuchillado

El mayor de los hijos legítimos de don Nicasio, habido en su primera mujer, era
Ventura.
A Ventura Sangurima le decían El Acuchillado, por culpa de una profunda cicatriz que
le cruzaba el rostro de arriba abajo.
También le decían cara de caballo.
Seco, enjuto y larguirucho; su mentón se prolongaba en una barba encorvado, con la
punta a lo alto, lo que le daba, sin duda, un aspecto un tanto siniestro. No obstante su
apariencia, en el fondo era un pobre diablo.
Ventura jamás pensaba con su cabeza; se limitaba a obedecer las órdenes del padre, a tal
punto que, si el viejo Sangurima le hubiera mandado ahorcarse, Ventura cumpliría el
mandato de quitarse la vida. 0 a lo más, hubiera consultado antes con su hermano cura,
pero para hacer, en último término, lo que el padre ordenara.
En lo más profundo de su memoria, Ventura conservaba la certeza de que el padre
cumplía rigurosamente sus amenazas, por tremendas que fueran.
En cierta ocasión, cuando él era un chiquillo, el viejo Sangurima le hizo dar cincuenta
azotes de un peón negro que servía en La Hondura. Diz que a los primeros veinticinco
azotes, Ventura se desmayó, a pesar de que el negro se los había aplicado con mano
floja; compadecido, preguntó a don Nicasio si cesaba en castigarlo. El viejo Sangurima
respondió así: Aflójale los demás despacio, pero ajústate al medio ciento aunque se
muera, ¿no fue cincuenta bejucazos que te mandé que le dijeras? Y la falta cometida por
Ventura había sido tan corta como el no haber querido enlazar una yegua corretona para
que montara el padre. ¿Es que estoy cansado pues, acaso soy peón? Por eso el viejo
Sangurima le había mandado dar los palos.
Se había casado Ventura con una dauleña, de las que llaman pata amarilla; una
mujercita retaca, ancha de caderas, con vientre enorme y la proliferidad del cuy.
Veinticuatro hijos le había obsequiado al marido, en veinticuatro años. No tuvo tiempo

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para más. Vivían todos, pero no estaban presentes sino dos, los últimos, al lado del
padre; los demás se habían regado por el campo, como una semillada. Tres mujeres, tres
mujeres, únicas que había entre las dos docenas de hijos, estaban en Guayaquil,
encerradas en el colegio de las monjas marianas.
Ventura ligaba todas sus esperanzas a las tres hijas. Pretendía hacer de ellas damiselas
elegantes, que lucieran en la ciudad. Por eso trabajaba como una mula carguera.
No obstante disponer ya de una considerable fortuna personal, independiente de la
segura herencia de su padre, Ventura consagraba todas sus horas posibles a la labor. Iba
su existencia con el reloj de las aves de corral, y aun adelantaba. Se alzaba de la cama a
la hora en que las gallinas aburren el nidal y todo el día trabajaba; era peor que su peón
concierto. Practicaba, además, esa agria virtud que es el ahorro. Único en hacerle gastar
era su hermano el cura, con quien conservaba una estrecha amistad. Pero si alguien le
reprochaba que trabajara tanto, siendo rico, respondía fastidiado:
—Soy como el burro; esto de trabajar se me ha hecho una maña, maña de burro.
Ignoraba –o fingía ignorar– lo que se refería a sus hijos.
—Pa mis hijos hombres, yo soy como el peje y no como el palomo. El palomo anda
cuidando al hijo grandote. El peje hace al hijo y lo suelta en el agua, pa que corra su
suerte. Es más mejor ser como el peje.
Delirio sentía, por hacerse comparaciones zoológicas: Pa trabajar soy un animal, o soy
una bestia de bueno.
No friegues a esa criatura del Señor; reprendía a los chicos si maltrataban a un
animalico. Pero cuando se liaba a palos con un perro que le molestara, los chicos se le
volvían: Ya está Raspabalsa peliando con sus hermanos del Señor.
Por lo común, en el caserío de La Hondura se tenía en poca monta a Ventura
Sangurima, el mayor de los hijos del viejo.

II. El padre cura

Terencio era cura en San Francisco de Baba, la antigua aldea colonial. Nació en el
segundo matrimonio de don Nicasio, y aun siendo hermano de Ventura sólo de padre,
hacía con él mejores migas que con nadie.
Se veían a menudo.

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Ora Ventura viajaba al lejano pueblo, ora el clérigo venía hasta La Hondura.
Cuando El Acuchillado armaba camino a Baba, portaba grávidas alforjas con lo mejor
de su campo para regalo de la mesa del hermano. Y ya en el pueblo, se desvivía por
obsequiarlo, adquiriendo para su paternidad las más c aras zarandajas en las tiendas de
los chinos; sin perjuicio del gasto en cerveza, vinos y licores raros; gasto, todo ello, que
corría por cuenta de Ventura.
En La Hondura, el padre Terencio tenía casa propia, como todos los demás Sangurimas.
De continuo habitábale en la casa una hermosa muchacha, llamada Manuela, y un
demonio de chico, del que se ignoraban qué nombre de pila le dieran pero al que se
conocía por Perfetamente. Los dos figuraban como sobrinos del padre Terencio; lo cual
era en extremo curioso, porque ningún hermano del cura los reconocía como hijos. En
ocasiones se decía que eran ahijados del clérigo.
Cuando éste visitaba la hacienda, Manuela y el diablillo lo recibían zalameros;
frecuentemente lo trataban de papá.
—Vosotros mismamente no debéis llamarme papá, sino padrino, que es la parentela que
tengo con vosotros a de veras.
Mi hijo cura –decía don Sangurima– sería un gran cura, de no gustarle tres cosas: verija,
baraja y botija. De resto, es tan bueno como un cuaje podrido.

III. El abogado

No se le pudo utilizar buenamente ni para ensayar el filo de un machete nuevo. Murió


trágico en el sitio de Los Guacayes.
Eufrasio Sangurima, apodado coronel, acaso porque lo fuera en alguna de las muchas
montoneras en que estuvo, solía decir de su hermano el abogado:
—Con perdón de mi mama, Francisco era un hijo de puta. Bien hecho que lo haygan
muerto como lo mataron.
Éste era un dicho entre el grupo familiar, una acusación susurrada contra el coronel,
pero concretada en nada efectivo: El coronel se comió esa corvinita espinosa, pues.
El padre Terencio osó decir cierta vez, estando en sus copas consuetudinarias, –insinuar
mejor– al oído de su hermano Eufrasio, mirando al machete que le colgaba del cinto al
coronel:

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—Acaso esa arma sería la quijada del asno...
El coronel, que no había leído media línea siquiera ni del Antiguo ni del Nuevo
Testamento –por la razón elemental de que no sabía leer ni escribir–, quedó sin entender
la alusión. Pero pensando que su hermano se burlaba de él en alguna manera, lo mandó
al ajo y lo trató de mujerona, de boitachón y de hipócrita, entre una sarta más de insultos
obscenos.
Ninguna causa aparente existía para acusar de la muerte del doctor Sangurima a su
hermano el coronel. Pero la malicia montuvia anotaba ciertas tendencias e interpretaba
ciertos detalles.
Por ejemplo, dos días antes de aquel en que probablemente fue asesinado el doctor, el
coronel Sangurima desapareció del caserío de La Hondura, sin que se supiera por qué.
Al regresar, no se vio en él que le hiciera mayor impresión la tremenda noticia; aún
parecía como que la esperase.
—¡Ahá! Vean pues... ¿Y quién será que se lo ha comido, no?
Le valía tan poco el muerto que no se molestó en averiguar nada; cosa nada corriente en
el genio militar.
De éste y otros hilos sacados, dio abasto a murmuraciones campesinas.
—Que el coronel no lo haiga matado, bueno. Pero él arregló la cosa. Clarito.
—¿Y por qué? Se jalaban bien. ¿Por qué?
—Porque ño Sangurima, pues, el viejo... El viejo... El viejo fue que lo mandó a matar.
—¿El padre?
—¡Y mesmo... ! El doctor estaba perdiendo un pleito gordo y ño Sangurima le había
dicho: Déjame a mí ya. No te metas vos en nada. Pero el doctor Francisco no quería.
Diz que decía: Yo la gano, papás. Y no soltaba el poder que le había dado el viejo,
haciéndosele el gato bravo...
—Ah...
—Entonces el viejo diz que dijo: Yo no me jodo por naidien. Yo hice este abogao y yo
mismo lo deshago... Hay que desaparecer al pendejo éste... Y lo mandó a matar con el
coronel, que es el engreído del viejo...
—Ah...
—Así fue, pues, la cosa.
El doctor Francisco Sangurima había sido un hombre de extra as costumbres.
Así que se graduó, montó oficina en Guayaquil, socio con un colega que fue su
compañero en las aulas de la universidad y que, una vez instalados, era él quien hacía la

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labor profesional. El doctor Sangurima se encargaba no más que de mandar clientes y se
limitaba a cobrar la comisión de honorarios que pactaran. Su solo apellido, por lo
prestigioso que era en los campos y ser hijo del poderoso dueño de La Hondura, bastaba
para que todos los montuvios de los aledaños, buscando congraciarse con las gentes
Sangurimas, acudieran a sus servicios.
Así, el bufete producía dinero en abundancia.
El doctor Sangurima casi nunca estaba en él, ni siquiera en la ciudad. Prefería mejor
vivir en pleno monte. Se había hecho construir una casucha pajiza en el sitio abierto de
Los Guacayes, y ahí habitaba con un viejo peón que le daba servicios.
El doctor era de una acerba especie de cenobita. Por su modo de ser había ganado
algunas leyendas acerca de su naturaleza sexual.
Moró antes en el sitio de Palma Sola; pero como otros Pobladores acudieron a instalarse
en las vecindades, alzó con su construcción y la trasladó a Los Guacayes.
Gustaba, en forma exagerada, de la soledad. Era, más bien, una manía; pues se afirmaba
que a esa soledad tenía horribles miedos, temiendo siempre ser asesinado.
Su muerte se le presagiaba fatal. Terminó por cumplírsele.
Cierta tarde mandó por víveres que su peón trajera del caserío de La Hondura. Se
demoró el peón en el viaje más de la cuenta; dijeron que el mayor de los hijos del
coronel lo emborrachó contra su voluntad. Cuando regresó el peón, camino a la casa,
vio una mancha negra de gallinazas que voltejeaban sobre el techo y penetraban por las
ventanas de la casa pajiza. Disparó al aire su escopeta y las aves ahuecaron. En el
rellano de la escalera lo esperaba un cuadro horroroso: El cuerpo del doctor Sangurima,
pedaceado, medio comido, estaba allí, desprendiendo olor a cadaverina.
Se calculó que tenía ya dos días muerto, al ser encontrados sus despojos.
Acaso lo mataron la misma tarde que el peón salió de compras.
Los asesinos estarían espiándole tras los matorrales y, en cuanto quedó solitario, lo
acometieron.
Y así había acabado sus breves días el doctor Francisco Sangurima, abogado de los
tribunales y juzgados de la república... y gamonal montuvio.
Los moradores de La Hondura comentaron, al recordarlo: Como que lo pedaceen a
machete y se lo coman los gallinazos, es muerte de abogao...
—Cierto... A mi doctor Domingo Millán...
—Eso mismo iba a decir. ¡Me lo arrancó de la boca!
—A mi doctor Millán, en Yaguachi, le pasó igualito.

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—¿No?
—Me creo de que no fue en Yaguachi –decía otro–; me creo que más bien fue pa los
laos de Juján.
—Tar vez...

IV. El coronel

El presunto asesino del doctor Francisco, el coronel Eufrasio Sangurima, era el ojito
derecho de don Nicasio: Es que eso es hombre, amigo; se parece a mí cuando yo era
mozo. Recortados por una misma tijera somos; lo decía el viejo con toda la evidencia
del orgullo paterno.
El coronel Sangurima era un tipo verdaderamente original.
Su aspecto físico le daba una singular prestancia de hermosura varonil. Pelo untoso,
ondeado, venido en tufos sobre la frente anchurosa; tenía facha marcial y bandolera y en
todo él había un aire ruidoso de perdonavidas.
Poseía, además, una voz admirable. En esto residía mayormente su resorte con las
mujeres a quienes les jugaba, con su canto acompañado por la guitarra, su carta brava en
el amor.
Era fama que el coronel pulsara el instrumento y entonara pasillos tristones y valses
lánguidos, virando los ojos en blanco y haciendo muequitas apicaradas con la boca; no
había mujer ante él que lo resistiera.
—Se me vienen pa encima, como canoas que se les afloja el cabo en la correntada...
Para narrar sus aventuras, amorosas o no, el coronel era incansable. Si no lo hubiera
hecho como lo hacía, habría resultado insoportable; pero ponía tal gracia en referirlas
que siempre ganaba la atención complaciente de la audiencia.
—¿Y cómo fue que se sacó a la pimocheña, coronel?
—Verán... Ustedes saben que en la república de Pimocha, porque ustedes sí sabrán que
Pimocha, a pesar de ser pueblo chico, es república independiente... La república de
Pimocha... –a expensas de esta aldeílla fluminense, él iniciaba la risotada que coreaban
los oyentes–... Allá, en cuanto llega la noche, hasta el cura se vuelve lagarto y salen
toditos al río a pescar la comida. Cogen lo que cae, lo mismo un bagre cochino que un
cristiano...

28
Nuevas carcajadas.
—Por eso los bailes en Pimocha se hacen de día y en cuanto va a oscurecer, a los que no
son del pueblo los largan pa fuera...
—¿Y es de veras eso?
—¡Claro, pues, hombre... ! Si no, no lo mentara yo. Pues un día en Pimocha, yo estaba
en la matanza de un puerco y andábamos bailando jumísimos. Yo iba con todita mi
gente; y fue que entró en el baile la cholita Josefina Rivera que me cayó en gracia. A
boca chiquita, me dije: Lo que es éste fundillo va a ser pa mí. Entonces grité, a todo
pescuezo: Hoy es el día de nosotros, como dijo mi comadre Manonga pa el incendio de
Samborondón. Y le metí candela al baile y agarré y le dentré a la chola; pero nada; la
chola me creo que tenía su compromiso y estaba más seria que burro en aguacero...
—¿Y por qué no le cantaba, coronel?
—¡Aguántese, amigo... ! ¡Claro! Entonces manotié el instrumento y me puse a jalar
amorfinos... También le atizaba aguardiente a la chola, pa que se calentara prontito... Lo
que es la chola empezara a derretirse y ahí fue que le propuse... Me dijo como que sí, y
antes que se arrepintiera la agarré del costillar, la monté al anca del caballo, la
mancorné, y... ¡gud bay!, como dijo el gringo... En la casa armaron un griterío y
entonces yo le dije a mi gente: Denles a esos pendejos una rociadita de bala, pa que no
chillen; y aflojamos una andanada de fusilaría... Se callaron mismamente como cuando
a un coro de pericos se le echa agua... Creo que se jodieron unos cuantos... Del que sí sé
es del padre de la china, Anunciación Rivera, que murió en la refriega.—Pero hubo
refriega, coronel?
—Es hablar de soldado. Así se dice en los cuarteles.
—Ah...
Tales eran las historias interminables que contaba el coronel Eufrasio Sangurima.
Expresaba con orgullo la deuda de sus charreteras al general Pedro José Montero.
—El cholo Montero me hizo coronel en el campo de batalla. Fue en la revolución del
año once. Ustedes recordarán...
A ninguna revolución de los últimos tiempos había faltado de asistir el coronel Eufrasio
Sangurima.
En cuanto llegaba a sus oídos la noticia de que algún caudillo se había alzado en armas
contra el gobierno, ya se sentía aludido y llamado como inexcusable: Estoy con los de
abajo –decía–. Todo el que está mandando es enemigo del pueblo honrado.

29
Reunía en torno a sí veinte o treinta peones conocidos; gente amiga de tiros y
machetazos y sin otro bagaje que el arma a la espalda. Los aprovisionaba de frazadas,
fusiles y machetes, que poseía en abundancia, y los montaba en buenos caballos
criollos; con él a la cabeza, se botaban por los caminos del monte, lanzando vivas
estentóreos al caudillo levantisco.
Tan pronto como salvaba los linderos de La Hondura, la montonera Sangurima iniciaba
sus depredaciones. Para el coronel, sin más consideración, pasados los límites de la
hacienda comenzaba el campo enemigo.
Más allá de los contornos, hasta donde se había proclamado su prestigio siniestro, la
montonera del coronel la conocían como la montonera de los Sangurimas, o
simplemente los Sangurimas.
Así que en el agro montuvio sonaba el aviso de que los Sangurimas venían, todo se
volvía confusión y espanto. No respetaban potreros ni corrales; talaban sembríos,
quemaban sementeras o graneros... Su paso quedaba señalado por huellas indelebles. Si
trepaban una casa registraban cajas y baúles, cargando de ella cuanto podían.
Frecuentemente raptaban doncellas, cuya flor era sacrificada por el jefe y, a
continuación, iban sobre ella los demás montoneros, abandonándola luego, muerta a
medias, si no del todo, en cualquier parte, para que la recogieran sus deudos.
Por supuesto que en tales depredaciones no siempre sacaban para ellos las mejores
consecuencias.
Los montuvios no se sometían así como así. Se defendían a bala o machete; los
Sangurimas anotaban bajas nutridas en sus filas y, de vez en vez, salían obligados sin
botín del asalto.
Detenido en tales entretenimientos, el coronel Sangurima casi nunca llegaba a reunirse
con el grueso de las fuerzas revolucionarias que él saliera a apoyar. Pero cuando lograba
darles alcance y fomentarlas, incorporándose a ellas, sus gentes peleaban como bravos y
vendían caras sus vidas en las sangrientas luchas con las tropas regulares.
A la vuelta de sus campañas, jamás el coronel Sangurima regresaba por el mismo
camino de partida. Acaso sería una medida de conveniencia, sobre todo si volvía en
derrota, para evitarse el encuentro con sus víctimas, irritadas y dispuestas a la venganza
y al desquite.
Triunfadora o vencida la revolución, el coronel Sangurima regresaba, indefectiblemente,
a La Hondura. Y esperaba que se incendiara una nueva revuelta, para volver a salir con
su gente.

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A un mes y dos de la vuelta, aún se mostraba tranquilo; a más ya se impacientaba.
—Se me mojosea la gente –decía él.
Retirado un día, definitivamente, de las faenas de guerra, se puso a vivir en el caserío de
La Hondura, junto a su turba de hijos, de tantas madres distintas: Cocinados en hornos
diferentes; pero hechos con la misma masa.
Ahora, modestamente, se había dedicado al cuatrerismo. Con algunos de sus veteranos
de montonera, tenía una cuadrilla de abigeos que él capitaneaba. Generalmente,
planeaba el robo y los enviaba a ejecutarlo. Sólo si se trataba de una vacada numerosa o
la haza a le ofrecía peligros mayores, iba él mismo a la cabeza de su tropilla.
Todo esto se hacía en el más absoluto silencio; ya no sonaba como antes, a la hora de la
partida, el alarde gritón ni el zafarrancho de combate. La marcha de los Sangurimas se
hacía ahora bajo la noche, hacia la presa oliscosa y lejana.
En los juzgados de letras, en muchos de los provinciales, contra el coronel y su gente se
amontonaban juicios de abigeato. Por ello rentaba con un fuerte sueldo fijo a un
abogado de Guayaquil, el cual se entendía en defenderlo, juntamente con los suyos.
En instantes de la máxima dificultad, cuando algún juez amenazaba condenarlo, el
coronel Sangurima empleaba el mismo abogado que su padre. El billete, amigo, es el
mejor abogado. No le falla ni una; como dice mi taita, no hay quien le puje.
Se ha quedao así de una fiebre mala que le dio de chica.
Es lo que decía el coronel de su hija mayor, una bonita muchacha, pero con notable
escasez de inteligencia. Sospechábase que convivían maritalmente, padre e hija, desde
que ella era mujer.
Las mujeres montuvias aseguraban que Dios la castigaba por su pecado de incesto.
Heroína, se llamaba. Con su nombre recordaría, tal vez, al padre, turbulentas aventuras.
Después de todo, probablemente no sería verdad que el coronel Sangurima cohabitaba
con su hija. De serio, tampoco era una excepción entre los Sangurimas de La Hondura.
Felipe, apodado Chancho rengo, vivía con su hermana Melania, como hecho público y
notorio; de ella tenía varios hijos.
El padre Terencio no se atrevía a recriminar a sus hermanos incestuosos, a pesar de que
la Santa Madre Iglesia lo condenara y a pesar de que él ocasionalmente intervenía en
intimidades de la familia. La maldición de Jehová va a caer sobre esta hacienda. 0
amenazaba con el infierno o con el castigo de Sodoma y Gomorra. Pero no más, pues
sabía a lo que se exponía.

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El viejo don Nicasio, por su parte, aparentaba desenterado o salía voluntariamente de la
cuestión.
—¡Yo qué voy a hacer! Yo no mando en el fundillo de naidien. Le habrá gustado esa
carne pues.
Así justificaba a Felipe; y a Melania también.
—Le hace lo que les hacen a todas las mujeres; que se lo haga Chancho rengo, bueno;
pues que se lo haga.
Los demás hijos de don Nicasio eran montuvios rancios, con los vicios y las virtudes de
las gentes litorales y sin nada extraordinario. Se emborrachaban sábado y domingo, de
noche a noche; y el resto de la semana trabajaban en sus labores campesinas.
Las mujeres, casadas o ricamente amancebadas, parían incontenidamente, llenando de
nietos al viejo.
Gentes montuvias.
Vegetación tropical.

32
TERCERA PARTE
Torbellino en las hojas

A pesar de todo, en el caserío de La Hondura regía un preciso sistema patriarcal de vida,


condicionado al mandato ineludible del abuelo Sangurima, de cuya autoridad
omnipotente nadie se atrevía a discutir. El teniente político estaba sustituido por el
patriarca, en esa especie de aldeúca que venía a ser La Hondura.
Hijos y nietos establecieron allí negocios comerciales, cuyos clientes eran la dilatada
parentela y su numerosa peonada.
Carnicería, botica, pulpería; cantinas rivales entre sí, La Ganadora y El Adelanto;
cantinas donde se formaban grandiosos alborotos los sábados de tarde.
Cuando llegaron, criaditas ya, las hijas de Ventura Sangurima de vacaciones al caserío
de La Hondura, cobró el poblado un inusitado aspecto; constantemente se vivió
celebrando una fiesta popular.
Habían concluido sus estudios en el porte o colegio de las monjas, y antes de trasladarse
a Quito, donde pensaba su padre internarlas en los Sagrados Corazones –a fin de
completar allí la enseñanza superior–, pasaron los meses de descanso en el campo, al
lado de los suyos.
Eran de atractiva presencia, en nada pareciéndose a su dauleña madre pata amarilla y,
por demás, Sangurimas puras, tirando a blancas, como el abuelo.
De todos los hijos de Ventura era padrino el clérigo don Terencio, y las muchachas, por
ende, llevaban a María en su nombre: María Mercedes, María Victoria y María Julia.
La innata gracia campesina se había refinado en ellas con los atisbos ciudadanos que
pudieron aprender desde el convento cerrado. Por más que era elemental su instrucción,
les daba a ellas tono de exquisitez al lado de sus burdos y agrestes parientes. Sobre
bonitas, eran, además, coquetas.
Sin distinción, todos sus primos solteros, y aun varios de los casados o comprometidos,
las pretendieron de inmediato. Los escogidos fueron, sin embargo, los hijos del coronel
Sangurima, auténticos gallitos del caserío.
Pedro, Manuel y Facundo seguían las huellas de su progenitor, a quien bien sabían
acompañar en sus andanzas y secundarle en sus hazañas cuatreras. Muchachos valerosos

33
y arrojados, pero con el fondo canalla que se revelaba en ellos subidos de copas, cosa
más bien de diario. Por parte de la madre eran Rugel; y se enorgullecían de su apellido
ligado a las gentes consagradas a la aventura montuvia... Rugeles, Maridueñas,
Piedrahítas. Tanto se prevalecían de esta ascendencia suya que solían llamarse a sí
mismos y hacerse llamar Los Rugeles, para distinguirse, de paso, de los otros primos
Sangurimas.
A más de bravucones, eran los engreídos del viejo Sangurima, porque el coronel, su
padre, era el hijo predilecto de don Nicasio.
Por sus nietos había hecho el viejo sacrificios sin cuento, sacándolos de cuantos
atolladeros en que se metían.
—Ve que estos muchachos son jodidos –decía. No se dejan de naidien. ¡Bien hecho!
Así hay que ser, porque donde uno se deja pisar el poncho, está fregao...
Cuando don Nicasio supo de los amoríos de los Rugeles con las hijas de Ventura, llamó
a éste a capítulo, en su alto mirador:
Cuida a esas muchachas, Raspabalsa, porque lo que es los Rugeles te las van a dañar. Y
después no te andes quejando.
Ventura no le concedió importancia a la cuestión.
Sin solución de continuidad, las fiestas en el caserío de La Hondura se sucedían una tras
de otra.
Tras el bailoteo que duraba hasta la madrugada, saludada con vasos de leche de tigre,
ocurría el beneficio de una ternera y el almuerzo consiguiente; y tras un breve reposo a
la media tarde, un paseo a pie a los cocoteros, a las manchas de mangos, a las cercas
vivas de cerezos, vuelta a casa y vuelta al bailoteo.
Variaba en ocasiones el programa. Se hacían paseos de día entero a sitios distantes. En
canoa. A caballo...
Eran los Rugeles quienes provocaban los festejos. Incitaban a tíos y primos a que
hicieran el honor a las huéspedes; o ellos mismos lo arreglaban por su cuenta.
En toda ocasión los Rugeles buscaban lucirse ante sus primas.
Llegó un momento en que las muchachas se ilusionaron de veras; y entonces fue que los
Rugeles les propusieron salir a vivir con ellos, según la costumbre del campo montuvio.
—Casarnos, bueno –les dijeron las muchachas–; pero así como los perros, no...
Eran prejuicios fuera del alcance de sus primos.
—¡Nos casaremos! –Resolvió Facundo.
—¡Nos casaremos! –Repitieron como un eco los Rugeles.

34
Sucedía cierta mañana, a la orilla del río de los Mameyes, bajo la sombra de los
porotillos...
En poco tiempo que transcurrió después, una noche los Rugeles se presentaron en casa
de Ventura. Iban trajeados con lo mejor que tenían.
—¡Se han echado el baúl encima! –Los recibió y embromó Ventura.
Según dicho de ellos, venían también sobre las armas. De sus cintos pendían los
yataganes; en la cadera derecha de Facundo se delataba abultado el enorme revólver.
Por añadidura, ostensiblemente entonados con aguardiente.
—Vea, tío... –empezó con voz nerviosa Facundo–; ¡pa qué decirle! Nosotros estamos
relacionados con sus hijas. Y queremos, pues, casarnos como Dios manda.
Las muchachas, silenciosamente acercadas a la escena, corrieron a esconderse en sus
dormitorios.
Facundo continuó.
Vamos, pues, a convidar al tío cura pa que nos case... ¿Qué le parece que nos casáramos
el sábado? Tamos jueves...
Estaba mudo el tío y pensó Facundo que no se había explicado del todo bien.
—Nos casaremos uno con cada una.
Creyó haber dicho una ocurrencia tan graciosa como para sacudiese de risa.
Ventura no supo qué contestar; salió con frases insulsas. Lo quería pensar todo
rápidamente sin ser capaz de atenerse a nada. Sabía de lo que eran capaces los sobrinos
y temía darles negativa violenta; pero le horrorizaba acceder.
—¿Qué les parece pues si le tomamos parecer a don Terencio y al coronel?
—Ah, ah...
Hizo Facundo un gesto de repulsa, suficiente para sí y para sus hermanos.
—¿Qué vela llevan en este entierro, mala la comparación, el tío cura y mi papás? Ellos
no son los que se van a acostar con las muchachas.
El gesto de Facundo era ahora de franco disgusto.
Ventura estaba aterrorizado. Pero se atrevió a hacerles comprender.
—A mí me parece bien, claro. Las muchachas no pueden caer en mejores manos. Y
ellas han de estar conformes, seguro. Pero es que yo, o mejor dicho, Terencio, que es el
padrino, quiere que completen estudios... Se van a ir pa Quito... ¡Cuando regresen,
claro! se casan con ustedes. ¡Qué mejor! De la misma sangre...

35
—Déjese de vainas, tío –volvió a cortarlo Facundo– ¿Pa qué mismo necesitan estudiar
más? La mujer, con que sepa cocinar, a parir aprende sola. ¡Resuelva de una vez y no
chingue, tío Ventura!
Razonó Ventura, atreviéndose hasta lo impensable, pero Facundo no convenía en nada.
—¡No apriete la beta al toro... Déjese de pendejadas y resuelva!
Aunque se llevaron una hora en la discusión, a la postre no acabaron de acuerdo. Los
Rugeles bajaron sin despedirse y con los rostros hoscos y amenazadores.
—¡Cuidado se arrepiente... !
Y más abajo, añadió Facundo, para sí... y para si le oyera.
—...Me la vas a pagar, Raspabalsa...
No pudo Ventura conciliar el sueño en toda esa noche.
Aconsejó largamente a las hijas y les recomendó no vieran para nada con los Rugeles.
Contestaron ellas con un sí a todo, pero ni este ofrecimiento tranquilizó al padre.
—...Estos malalma son capaces de cualquier...
La dauleña pata amarilla, su mujer, se tragaba el llanto en un rincón.
Como era de temer, las tres Marías no cumplieron con lo prometido a su padre y, a la
noche siguiente, se entrevistaron de nuevo con los Rugeles. Ellos insistieron en sacarse
juntos y aunque al principio las muchachas se sintieron inclinadas a acceder, después de
reflexionar, volvieron a negarse.
María Victoria, en secreto, le dijo a Facundo que ella aceptaba, y que bajaría de la casa
a reunirse con él cuando cantaran los gallos a la mañana.
Bajó, efectivamente, y se encontró a Facundo en el sitio que de antemano convinieron.
En el anca del caballo se la llevó por el campo aún anochecido.
A caballo también, sus dos hermanos le daban escolta.
La cosa se supo tarde; casi a la semana.
De los Rugeles desaparecidos, ni de ella, nadie daba noticias. Unos decían que los
habían visto por los linderos septentrionales de La Hondura; otros, en cambio, juraban
habérselos topado por abajo, hacia el sur.
Todo eran datos contradictorios.
Ventura se había acercado al coronel a inquirir pero no había obtenido otra clase de
respuestas como que...
—Vea, hermano, a mí no me meta en sus cojudeces... ¿Y si yo le pidiera que me diga
dónde están sus hijos? A usté se le ha perdido una, a mí se me han perdido tres... ¿Qué
le parece? Ventura no encontraba apoyo en ningún lado.

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—Yo te dije: Cuida a las muchachas... –Le recordaba don Nicasio.
¿Y por qué no les dejaste casar? ¡Más mejor hubiera sido!
Por un propio que mandó a Baba, le escribió al padre Terencio pidiéndole ayuda.
—Yo mismo seré la contestación.
Diz que dijo tan pronto recibió la carta.
Llegado a La Hondura salieron en busca de la muchacha, el clérigo y el padre.
—Mi estado les dará respeto...
—Así ha de ser, hermano.
Salieron en procura de la perdidiza, con los peones de más confianza. Meticulosamente
recorrieron enorme porción de la hacienda, andando día y noche, siguiendo enrevesadas
informaciones y orientándose en huellas tardías.
Cerca del sitio de Palma Sola, uno de los peones divisó una mancha de gallinazas.
—Mortecina –dijo. Ahí hay mortecina.
Los dos hermanos se intercambiaron temor en las miradas. A un tiempo, los dos,
volvieron a recordar al hermano común, muerto en estas mismas soledades.
Los Sangurimas se estremecieron.
—¡Alguna res! –Alcanzó a decir Terencio.
—Acá no llegan reses –cortó el otro peón–. Por acá no hay pasto ni agua.
A Ventura el corazón se le oprimía. Se le dificultaba la respiración. La cabalgata se
acercó al lugar, espantando las aves; cuando la negra nube de alas se levantó, dejó al
descubierto un cuerpo desnudo de mujer. Junto al cadáver estaban las ropas enlodadas y
manchadas de sangre.
Con el hilo de voz que le quedaba, Ventura Sangurima balbuceó:
—¡Es María Victoria!
No pudo hablar más. Rodó montura abajo, sobre el suelo sartenejoso... y se estiró en el
desmayo.
El padre Terencio constató el hecho bárbaro.
Una rama puntona de paloprieto le habían clavado en el sexo a la muchacha; y en la
parte superior, a la altura del pecho, un travesaño formando cruz la habían atado.
Estaba ahí la venganza de los Rugeles.
Entre la descomposición y los picotazos de las aves, habían desaparecido todas otras
huellas. ¡Quién sabe cuánto y qué le habían hecho!
Sólo quedaba ahí la sarcástica enseña de cruz, en su sexo ya podrido y miserable...

37
Don Nicasio llamó a Ventura cuando éste estuvo de vuelta en la hacienda, con el cuerpo
muerto de su hija.
—Hay que enterrarla aquí mismo, en La Hondura, a boca chica, pa que no friegue
naidien.
Ventura, que no contestó, habría querido oponerse, redargüir; pero no se atrevió a
hacerlo. Hubiera dado cualquier cosa porque estuviera allí el padre Terencio, en contra
de la prohibición lanzada por don Nicasio, que quería hablar a solas a Ventura.
—Vos tiene la culpa, por no cuidar a tus hijas. Yo te manoseaba el consejo y vos no lo
has oído. ¡Pero quién sería que mató a la muchacha! ... Porque lo que es los Rugeles no
han sido, seguro. Yo digo de que la chica se haya extraviado de ellos y caído en quién
sabe qué manos. Tal vez los mismos que comieron a mi hijo Francisco. ¡Sea como sea,
hay que dejar la cosa quedita, que no se enteren las malas lenguas, sobre to!
A pesar del llanto que le sacudía, Ventura hubo de conformarse.
En verdad que él no estaba seguro de nada.
Sabía que no contaba con el apoyo de su padre contra los Rugeles y temía de ellos más
que antes.
La noticia, a pesar de la ley del silencio impuesta por el viejo Sangurima, transcendió a
Guayaquil. No se sabe quién lo denunciara, pero lo cierto es que los periódicos porte os
dieron con la cuestión en extenso. Aparecieron largos artículos. Sé historiaba a las
gentes Sangurimas. Se daba, incluso aumentada, la lista de sus horrores, su genealogía
bañada en sangre, como si de una dinastía de salvajes señores se tratara...
Los Sangurimas eran tratados por la prensa como una estirpe de locos, vesánicos,
anormales temibles.
Los semanarios de izquierdas también se ocuparon, a su modo particular, de tal asunto;
nadie lo desestimó. Para estos, los Sangurimas estaban a ras de los crueles barones
feudales, dueños de vidas y haciendas, jefes de horca y cuchillo. En el agro montuvio –
decían– hay dos grandes plagas entre la clase de terratenientes: los gamonales de tipo
conquistador, los blancos propietarios, y los gamonales de raigambre campesina
auténtica tanto o más explotadores del hombre del terrón, del siervo, del montuvio
proletario, que no dispone más que de su salario en fichas y látigo. Tan explotadores los
campesinos como los de base ciudadana. Aristocracia rural paisana, que pesa mas
todavía que la aristocracia importada, a cual supera en barbarie.
Al cabo se movieron las autoridades para investigar el asunto y entró en funciones la
gendarmería montada de la policía rural.

38
De Babahoyo salió un piquete del regimiento Cazadores de Los Ríos.
Y comenzó la búsqueda tenaz de los criminales.
Semana tras semana, la labor iba a ser infructuosa, porque el montuvio aún teme más a
la policía rural que a los asesinos y ladrones. Odio por odio, nadie suministraba
información.
Al mes y medio de ocurrido, pocos eran quienes se acordaran del suceso, fuera de las
gentes de La Hondura.
Pero una noche el caserío despertó por un nutrido galopar que penetraba hasta en las
alcobas. Una cincuentena de jinetes armados se metía por los senderuelos, entre las
casuchas, enrumbando a la casa grande de la hacienda.
Llegada la cabalgata al portal, el que iba de jefe llamó a grito pelao:
—¡Don Nicasio!
Hubo silencio y espera.
—Soy yo, don Nicasio, el capitán Anchundia, de la rural.
Seguía el silencio, tan largo que el capitán Anchundia amenazó:
—Conteste, viejo del carajo, o le aflojo el fuego ... ! Usté tiene escondidos ahí a sus
nietos Rugeles... Entréguelos y no haremos más nada...
Habría seguido hablando el capitán; o quizás hubiera ordenado fuego, ... pero una bala
salida de la oscuridad le atravesó el pecho de parte a parte, derribándolo del caballo.
De su casa había salido el coronel Sangurima con gente armada. Cada peón de los suyos
agarraba el fusil o la escopeta y disparaba contra los policías.
En breve se ajustó una batalla campal bajo las sombras de una escolta del regimiento. Se
formó la escolta en cuadro y salió la noche cerrada.
Cosa de media hora duró el tiroteo.
Las gentes de los Sangurimas se habían dividido en dos bandos: el que apoyaba al
coronel salió a sostener el ataque de los rurales y el que tácitamente simpatizaba con
Ventura permaneció sin intervenir, en una aparente neutralidad.
Para los de este último bando fue una sorpresa extraordinaria el ataque policial. Algo, en
verdad, se había murmurado acerca de que don Nicasio sabía dónde estaban los
Rugeles, pero jamás se llegó a presumir que los tuviera escondidos en la propia casa
grande de La Hondura.
—¡Barajo con el viejo vaina!
—¡Es que cuando quiere, quiere!
—Y a los Rugeles los quiere...

39
—Así es, pues.
—Así es.
La policía esperaba refuerzos, pues no acendraban en la defensa; se arrumbaron en
rincones protegidos y disparaban desde allí, tras los macizos árboles o tras las cercas y
empalizadas, como tras murallas propicias.
En efecto, cerca de la madrugada se escuchó un nuevo galopar por el camino real.
A poco, junto con los primeros clarores en el cielo ennegrecido, llegó un grueso
destacamento de tropas regulares del Cazadores de Los Ríos.
Posiblemente atemorizado ante las fuerzas, muy superiores ya en número y armamento,
el coronel Sangurima, que dirigía a los suyos, se escapó con éstos, dejando libre el
acceso a la casa grande de La Hondura y evacuando el caserío.
Penetraron los policías al edificio, con poca más dificultad, y momentos después
sacaron atados con sogas, codo a codo, a los tres Rugeles. Los condujeron al palenque y
los entregaron a una escolta del regimiento. Se formó la escolta en cuadro y salió del
caserío.
—¿Adónde los llevarán pues?
—A Babahoyo pues. ¡A la cárcel!
—¡Ah...!

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Epílogo

El padre Terencio acudió a la casa grande, tan pronto se enteró de lo sucedido, y llegó
cuando todavía don Nicasio se agarraba al catre en una explosión de rabia impotente; en
sus ojos verdosos, ahora más alagartados que nunca, destellaba un brillo de locura feroz.
—Ya estará contento tu compadre Raspabalsa –dijo nada más ver al cura–, ¿no? Ya se
jalaron presos a esos muchachos inocentes...
Aún seguía mudo el padre Terencio.
Y ahora dicen que nos seguirán juicio a todos, por las muertes que ha habido anoche. La
tropa nos tiene vigilaos por eso. Naidien puede salir de La Hondura; naidien puede
entrar tampoco...
Le gritó más el viejo:
—¡Rebuzna algo, pues, don cojudo!
Habló el cura; sí. Procurando el acopio de su escasa ciencia cristiana para la consolación
de su anciano padre. Este le oía, arrobado más por un rumor misterioso que escuchaba –
mientras escuchaba al cura– y que parecía venir de abajo, de donde había llegado
siempre la canción del río de los Mameyes...
—¿Cuánto tiempo les caerá de prisión a los Rugeles, Terencio?
—Dieciséis años, papás; El comandante del Cazadores me dijo.
—¡Ah, no los alcanzo, pues! ... Moriré antes.
Era ésta la primera vez que el cura don Terencio veía llorar a su padre Sangurima; la
primera vez, tal vez, que alguien lo veía llorar; acaso la primera vez que lloraba en toda
su vida. Infundía miedo su llanto.
—¡Papás! ¡Papás! ¡Acomódese papás!
Llanto tremendo, en el que mordía las manos hechas puños y se desgarraba las ropas.
—¡Papás! ¡Hay que tener valor! ¡Hay que ser macho, papás!
—Yo soy más macho que vos, mujerona. ¡Más macho que todos! ¡Carajo!
... Se calmó.
—El pendejo de Ufrasio dañó todito. Yo tenía otro plan. Cuando vide la cosa perdida,
agarré y me dije: Debemos jodernos completos. Y le propuse lo que le propuse. Pero
Ufrasio no quiso... Yo le creía más hombre al coronel...
—¿Y qué le propuso, papás?

41
Le explicó largamente don Nicasio el plan que no pudo llevar acabo, lo que habría sido
el epílogo verdadero y que era, ahora, no más, el epílogo imaginario, viviente sólo en su
cabeza afiebrada...
Más abajo de La Hondura, el río de los Mameyes da vueltas en una revesa espantosa: la
Revesa de los ahogados. Don Nicasio hubiera dicho a los policiales:
—Más mejor es que nos vayamos con los presos por agua. Yo también quiero ir. Nos
embarcaremos en la canoa grande de pieza...
Los policías habrían aceptado sin desconfianza.
Al llegar a la Revesa de los ahogados, habría mandado sacar la tabla falsa del fondo de
la canoa y todos se hubieran hundido en dos minutos.
—De tierra los peones hubieran dado bala a los rurales, que estarían en el agua. Dios
habría querido que nos salváramos los Rugeles y yo... Los rurales se hubieran ido a
pique, si no les alcanzara un balazo... Y de salir mal, pa eso se llama el punto la Revesa
de los ahogados... Habríamos acabado toditos. Claro, más mejor... Más mejor que
presos ellos y yo solo. Ahí nos habríamos jodido completos... ¿No le parece, don
cojudo?
—Habría sido otro crimen horrendo, papás. Su alma mismamente se habría perdido...
—Usté lo creerá así, pero yo no. Pa mí las cosas son de ... Pa mí las cosas opongo. Pero,
aquí en confianza, otro modo le voy a decir que pa mí, si Ventura es un pendejo, usté es
otro más grande... Más grande...
Inició un gesto lento, con la mano hacia lo alto:
—Grande como un matapalo, amigo...

En los ojos alagartados de don Nicasio, la luz de la locura prendió otro fuego...

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SOBRE EL AUTOR
José de la cuadra, el mayor de los cinco

ALFREDO PAREJA DIEZ-CANSECO


Quito, julio, 1958

Cuando en un día de febrero de 1941, en su querida capital montuvia de Guayaquil, se


daba sepultura a José de la Cuadra, Enrique Gil Gilbert exclamó ante sus despojos:
Éramos cinco, como un puño.
¡Fui uno de ellos!.
Por haberlo sido, pude tener la certidumbre de que, en aquellos días grávidos de
entusiasta creación, yo era parte, más que de la pequeña sociedad de cinco jóvenes, cuya
amistad fraterna habíase hecho y persistía por sobre la literatura, de una generación, de
un síntoma de crisis colectiva, de una necesidad de cambio; parte, actor y espectador,
todo en uno, de una causa reajustada por lo subjetivo del ánimo a los grandes problemas
de la realidad social y humana que nos circundaba.
Adolecido de algo violento, y acaso con pocas ganas de quedarse por aquí, Cuadra
murió poco después de haber cumplido los treinta y siete años de edad. Era el mayor de
los cinco entrometidos -con tan débiles armas, lo sé- en el universo incalculable y
oscuro, del que no se alcanza jamás otro perecedero beneficio que el esfuerzo en sí por
escudriñarle su inalcanzable sabiduría. Era el mayor, mas no por los años vividos sino
por la maestría. Los otros éramos -duele emplear el tiempo de pretérito, pero así está
dicha la verdad- Joaquín Gallegos Lara (al que también se le acabó prematuramente la
vida, en 1947, antes de cruzar la cuarentena, en pleno carácter de suscitador y como
nunca de clara y poderosa su inteligencia), Demetrio Aguilera Malta, Enrique Gil
Gilbert y yo.
A estos cinco se dio en llamar "Grupo de Guayaquil". Años más tarde, se agregaron
Ángel Felicísimo Rojas, que venía de la Loja sureña y lejana, Pedro Jorge Vera, de la
misma capital montuvia, y Alberto Ortiz, de la mágica Esmeraldas.
Nadie va a decir aquí que el grupo creó obras extraordinarias. Pero sí hay quien diga
que, guardadas las distancias, conocidos el móvil y el deseo de una instancia histórica y
apreciada la circunstancia vital en que entonces nos movíamos, es preciso reconocer

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que, para el Ecuador y el menester de su cultura, la generación de 1930 vale como un
momento de lucidez en común, apto para recibir el mandato de eso que, a veces
inexplicablemente, se impone desde los desconocidos torrentes de la intimidad social,
por manera que deja de pertenecer a los dominios del azar y se establece como una
consecuencia de antecedentes no vislumbrados antes. Bien puede que esto sea, en la
historia de la sociedad, como pasar de la casualidad a la ciencia, de la libertad a la
necesidad.
Digo pues que, si se considera la validez de la época y si se esfuerza uno por
comprenderla, es fácil explicarse la arquitectónica condición del lenguaje expresivo de
José de la Cuadra. Pues todo lo que dijo y todo lo que dejó escrito tiene la solidez de la
piedra, la brevedad tajante de ciertas líneas en los edificios majestuosos y la verdad de
un descubrimiento al que todos los ojos, más tarde o más temprano, hubieron de abrirse.
Esto último, en todo caso, conviene a los que hicieron literatura en esos años, movidos
por idéntico afán, tanto en la Costa como en la Sierra. Pero, claro está, el primer
descubridor es quien realmente descubre.
Por otro lado, la misma época y su pujante ansiedad por expresarse han de explicar a
satisfacción el sobrante de factores externos, la exageración y la proclividad por las
escenas sexuales. Trópico encendido y rijoso, de altas voces y malas palabras, llenó su
aire; y valiente nobleza para denunciar el crimen social. Unid ambos ingredientes al
sacudimiento crítico de pasar de una a otra edad histórica y sabréis muy bien por qué se
hizo la literatura de esos años y a qué necesidades legítimas del alma respondía.
De la Cuadra, que, al comenzar su tarea de escritor, no hacía sino soñar como un
adolescente, enderezó pronto el fervor hacia el áspero territorio de la pasión humana:
donde se tiene fe en alcanzar justicia en la convivencia. Y cuando su instrumento estuvo
presto y logrado, llegó a lo más alto que la técnica narrativa del cuento ha llegado en la
lengua por estos lados de América y también -no será mucho atreverse- de la España
contemporánea.
Así fue De la Cuadra, limpio y terso de estilo, profundo y audaz de pensamiento. Hasta
cuando se equivocaba.
Cuando lo conocí, andaría él rondando los veinte o veintidós años; yo los quince o
diecisiete. No hubo presentación ni saludos. Fue en un teatro, un viejo y feo teatro
guayaquileño, durante una fiesta lírica de beneficencia, de esas que suelen organizar las
señoras distinguidas para un puñadito de pobres. Caigo ahora en que tal vez no se trató
de función de caridad sino de alguna velada estudiantil, pero no hace al caso dilucidar

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tan pequeña cuestión. Pepe salió a escena, muy ceñido de negro, la faz de niño -así la
habría de conservar hasta que le fue cortada la vida-, el paso en puntillas, por manera
que parecía que el aire no pasaba entre sus miembros al moverse o que el sigilo de estos
era una forma más del aire; salió a escena Pepe y recitó, con los pies juntos y la mirada
soñadora, una simpleza de esas que tanto gustaba entonces a todos y que ahora siguen
gustando a los cándidos.
Recuerdo que aplaudí mucho, no sólo por lo adorable que me resultaban las cabecitas
rubias y esquivas, sino porque sabía que De la Cuadra era un distinguidísimo estudiante
de la Universidad de Guayaquil y que, hombro a hombro con mozos tan bien dotados
como Colón Serrano, Antonio Parra, Teodoro Alvarado Olea, hacía literatura en
revistas, al mismo tiempo que propugnaba soluciones radicales a tremendos problemas
sociales y políticos. Mostraba así un contradictorio apasionamiento por lo inmediato, él,
que vivía soñando y contaba, con suave lírica, cuentos del amor oscuro y de la
decepción taciturna, del lánguido abandono y del spleen semi-importado de París.
De ambas naturalezas participaba su carácter: soñador y realista. Lo cual, por cierto, no
significaba condiciones antinómicas, sino, todo lo contrario, complementarias.
Pero entonces, a la altura de esos señores tan jóvenes, escribía de un modo y vivía,
como en una militancia vigilante, de otro. Pues el hombre había partido primero y la
literatura le seguía. Hasta que se juntaron en una combinación admirable, en una
ósmosis perfecta, hombre y asunto, hombre y poeta, conducta y vocación.
Ayudará a comprender el proceso de Cuadra -y con eso el que corresponde a todo el
movimiento literario de su época- el recuerdo de dos acontecimientos: una huelga de
trabajadores en Guayaquil, en noviembre de 19223, y una revolución de jóvenes
militares, en julio de 1925. La primera terminó, obvio es suponerlo, en una organizada
matanza de más de un millar de hombres, mujeres y niños; en fin, diremos, en una
cuestión de fuero militar, como la insolencia se atreve a proclamar de vez en vez, entre
himnos, glorificaciones y todo lo demás. La segunda, en broma de doble fondo para los
jóvenes ideólogos de charreteras, pues fracasaron en la administración y fueron burlados
por su inutilidad, pero quedaron por ellos abiertas las puertas a lo contemporáneo, a lo
que llamo, por cierto interés que hoy no debo explicar, "los nuevos años".
En 1925, con un retraso que volvíalo apresurado, el Ecuador entró en la modernidad.
Apresuradamente también, se hizo la literatura que pudo comprender el fenómeno.
De la Cuadra nació a la vida del espíritu entre esas dos fechas: 1922 y 1925, en tanto
pasaba de sus diecinueve años a sus veintidós años de edad; es decir en el más

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importante momento de la vida, cuando desde la triste y arriesgada encrucijada de la
adolescencia se arriba al camino ancho y duro de la responsabilidad, también a los
vericuetos fáciles en los que se hace de todo por no hacer nada ni responder por nada. Y
es aquí, si cabe alguna vez, la elección.
Pepe, ni a qué decirlo, eligió bien: entró en la responsabilidad de su época con una
valentía poco común.
Dos o tres noches después de aquella de lirismo circunstancial, empecé a dialogar con
Pepe. Y no he terminado aún ni terminaré de hacerlo hasta que me alcance a mí lo que a
él llegó tan anticipadamente, con esa precoz estupidez con que se placen en proceder las
fuerzas sin gobierno de la naturaleza. Siempre sin gobierno, conviene añadir, fuerzas
casuales y no causales, absurdas, incomprensibles para el entendimiento que nos ha sido
dado a entender, y sin el orden y la armonía aparentes que el afán de la semejanza con el
deseo les otorga por conveniencia.
Acaso ahora mi conversación con Pepe me repara más provecho, pues los menudos
incidentes y discrepancias han sido tragados por el tiempo, y sólo queda el monumento
de su obra artística, a la que es necesario ver y rever si se quiere comprender como se
debe el gran salto de fortuna que, especialmente desde 1930, dio la literatura
ecuatoriana de ficción.
Entre 1927 y 1928, Pepe se doctoró en leyes.
Al paso de estas líneas, valga que diga que yo lo admiraba como a un campeón, y no
principalmente por lo que escribía sino porque en la Universidad él, y yo con otros más
jóvenes fuera de ella, capitaneábamos actitudes rebeldes contra cierta dictadura
centralista, que hoy nos parece -¿verdad, Pepe?- uno de los buenos gobiernos de verdad
que ha tenido el Ecuador en los últimos cuarenta años. Por cierto que lo de dictadura
provenía sólo de que no había ordenación jurídica aún, pues gobernábase con las
secuelas de novedad que dejara la revolución juliana; y lo del centralismo, de que se
estaba procurando organizar el Estado con métodos modernos. Habría que añadir, al
margen y especialmente para quien, no siendo de este país, lea este libro y, lo que es
más difícil, este prólogo, que en el Ecuador, exceptuados sean Gabriel García Moreno,
mucho menos Veintimilla y el caso del primer Flores -que es otro problema-, no han
crecido a mayores las flores nocturnas y malolientes de la tiranía. No lo ha permitido
nunca el pueblo. Aquí llamamos dictadura, como se debe, a la carencia transitoria del
orden legal.

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Perdonada la disgresión, quisiera que se recordara a Pepe como organizador del primer
intento de Universidad Popular, en Guayaquil, tarea a la que se consagró con admirable
fervor. Esta fue su principal virtud: el fervor. La encontraréis en las mejores páginas de
sus libros.
Por esos años, y antes de que se diera a la renovación del tema y de la forma, muy joven
él, más joven yo, leí su cuento -uno de los muchos que con tema de amor escribiera- "Si
el pasado volviera", éste ya de estructura noblemente conseguida; y me pareció su
condición de autor-personaje más auténtica, por él comenzada a ser restablecida, de
adentro hacia afuera, en el claroscuro de esta descripción que pone en palabras de su
heroína: "Usted tenía veinte años; comenzaba a escribir y estudiaba jurisprudencia.
¿Recuerda? Vivía usted en mi mismo barrio y pasaba siempre por frente a mi casa. Yo
lo miraba, pero usted andaba siempre con la cabeza inclinada, y no me veía".
Se estaba empezando, pues, a meter con sus criaturas, a encarnarse en ellas, y por el
único medio que tamaña osadía puede ser acometida por un autor: sin que se le advierta
intruso ni perorante. La cabeza inclinada, pisando levemente, meditando, así solía Pepe
trajinar por las calles; imagen física muy evocadora de cómo recogía el espíritu para
abrirse a la creación, cada vez que su demonio le movía las preocupaciones contra las
exigencias profesionales y los diarios apetitos bastardos de la vida.
La gente habla muy fácilmente de la habilidad de los escritores. Y la gente no sabe lo
que dice. Porque duro y hasta despiadado es el oficio, y cada vez más, así se va en él
adelantando. ¿Inspiración? Por cierto que todo esfuerzo sobraría sin ella, buena musa
intemporal, a ratos desnuda y terrible, en otros sin carne y sin huesos al alcance,
reducida sólo a medias sonrisas amargas. De todos modos, complaciente o esquiva de
favores, tremenda aventura la de buscarla y someterla, deslinde entre morir y amar,
como lo hacen los hombres y las mujeres en la realidad de todos los días.
Pepe no era, a Dios gracias, un escritor fácil. Componía calculando (¿no consiste en
cálculos toda magia?), se angustiaba, veníanle malas palabras a la boca, maldecía del
estilo y estaba preso en él. Y luego, una buena tarde, al último golpe de sol, frente a un
jarro de cerveza helada, venían a nosotros sus cuartillas, nítidas ya, amartilladas a
párrafos secos como el buen trabajo en buena plata. ¡Y qué cosas y cómo las decía!,
merced, acaso, o sin duda, a esa trabajada depuración. Todo hacer requiere de
filtraciones y eliminación de substancias nocivas: ley de existencia orgánica, de la
química pura, de la mecánica exacta; ley, por eso mismo y con mayor razón, de la
expresión hablada y escrita, pues lo que se ha dicho no admite compostura. Poca gente,

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es la verdad, se ha dado cuenta como De la Cuadra que hablar puede valer tanto como
actuar, porque, multitud de veces, sólo al enunciar un modo íntimo ya ha surgido el
acto. Y él entendía a la perfección que el estilo es el único medio de alcanzar la precisa
correspondencia entre la intención, consciente o no, y la expresión, el único
procedimiento para que forma y fondo sean lo que en sí mismos son por naturaleza: una
sola gran unidad, verbo y acción, y tanto que al nombrar el uno ya se ha dicho la otra, y
así recíprocamente.
Para cumplir con tamaño propósito, Cuadra buscaba con mucho ahínco las palabras.
Hay formas en relatos de Pepe que tienen el sabor y el aroma de lo clásico. Dábase en él
esa contradicción de la que tanto padeció y se aprovechó, a un tiempo, Goethe, aunque a
Cuadra no le tocara muy de cerca la tormenta romántica, sí el barroquismo de nuestra
cultura mestiza. Que superara la contradicción y salvarse de los excesos barrocos del
tropicalismo, es su mérito como estilista.
Habitaba Pepe un departamento de planta baja -¿1931?, ¿1932?- en una transversal de la
Avenida Rocafuerte; me parece que hacia el barrio de Cangregito. Disponía para él solo
de un cuarto grande, lleno de libros por todas partes y atravesado diagonalmente por una
hamaca. Meciéndose en ella, durante esas tardes sofocantes de la canícula guayaquileña
de febrero o marzo, nos leía a dos o tres amigos sus últimas cosas, ajustadas, de una
gran elegancia formal. Sonreía. Advertíasele la fatiga en el rostro. No; claro que no le
había sido nada fácil hacerlo, pero qué fácilmente se le podía leer. Secreto, después de
todo y ante todo, de gran artista.
De la Cuadra empezó a publicar -artículos, poemas, breves crónicas de amor- a los
diecisiete años de edad. En 1930, al cumplir los veintisiete, apareció de él una selección
de cuentos bajo el título del primero, EL AMOR QUE DORMÍA. Son cuentos bien
hechos, de buena fábrica argumental, hasta de sugestivo poder narrativo, pero todavía
débiles y candorosos, trabados por restos de altisonancia adjetiva y de un sí es no es de
afectación romántico-modernista, lo cual no quiere decir que Cuadra fuera víctima de la
ampulosidad verbal -mal llamada, en ciertos círculos de entonces, parnasianismo,
cuando no era ni mas ni menos que los deshechos de un romanticismo trasnochado,
llegado con retraso a incorporarse a lo nativo- ni que se hubiera dado tampoco a la
endeble, casi enfermiza, sutileza a la que el modernismo, después de Darío y los
principales epígonos, rindió tributo por estos sitios, muy colonias espirituales aún.
Cuadra no estaba en lo uno ni en lo otro: salía indemne del maleficio decadente, pero no
acababa tampoco de forzar la puerta de lo que su inteligente visión de la época

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presentía. Por eso EL AMOR QUE DORMÍAes un libro en el que se despide de su
primera forma de soñar; una despedida que no fue propiamente adiós, sino advertencia
de volver con otras cargas de sueños.
En el pie de imprenta del libro EL AMOR QUE DORMÍAno hay sino el año y no sé
concretar más la fecha de su publicación. En el mismo 1930, el 11 de octubre,
inmediatamente después -así debo suponerlo- del libro de Pepe, apareció uno terrible y
arbitrario: LOS QUE SE VAN, cuentos de Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera
Malta y Enrique Gil Gilbert. Yo leí los dos en 1931, a la vuelta de un viaje, y por eso no
puedo cotejar las fechas exactas.
Con el libro de Cuadra -simultáneo o anterior, poco importa en fin de cuentas-
despedíase una literatura fatigada, huidiza, bella, pero inadecuada a los valores
esenciales de la cultura en formación. Con el de los jóvenes recién llegados nacía otra,
cuya belleza no consistía en lo que normalmente suele consistir, sino en la profundidad
casi heroica con que alcanzaba una parte de la verdad, brutalmente revelada desde el
subsuelo, inclemente y ríspido, de nuestra diaria condición vital. Era esto lo que el
nuevo país reclamaba, gustase o no gustase a los melindrosos.
Decir cosas en las que nadie quería creer es ya un atrevimiento. Decirlas con violencia,
sin duda, un exceso. Y era obvio que la forma, en esos días, correspondiese a la
magnitud del exceso y, por tanto, deformase en algo o en mucho la verdadera identidad
del problema y el personaje. Con todo, bienaventurado "feísmo", como se ha dicho; no
por pensar siquiera que deba hoy continuarse escribiendo como entonces, sino porque
en haberlo hecho consistió el acierto de abrir el camino a la identificación de nuestra
cultura -o de nuestro proyecto de cultura, por mejor decir- con el mundo de todos los
hombres.
Me diréis que abrir el camino no es haberlo hecho. Desde luego. Sólo que sin empezar
no es posible recorrerlo. Me diréis que la forma adoleció de quebrantamientos y
debilidades que la disminuían. Por cierto que habréis acertado en la crítica, y nadie os lo
discute. Hay, empero, que reparar en que, a una distancia de casi treinta años4, el
pequeño libro de los tres, de bronca tipografía y mal hablado, excesivo y "feísta",
magnífico y potente, ha adquirido tal solidez de enunciado que ya puede afrontar el fallo
histórico con entera tranquilidad. En la literatura, como en cualquiera de los dominios
del arte, los elementos formales son casi todo, pero no lo son todo; y hay formas de
formas e ideas de ideas: las unas sin las otras poco tienen que hacer en la vida terrestre o

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en cualquier otra. La idea es territorio abstracto; la forma, realización concreta. ¿Qué
podría ésta realizar, si la idea que ha de vestir le es opuesta?
No se trataba tampoco de un golpe de audacia que daba un grupo de advenedizos, sin
padre y sin madre conocidos. Ni LOS QUE SE VAN, ni los posteriores libros de Cuadra
y de otros escritores de la generación treintista, nacieron por generación espontánea.
Veamos por qué.
El Ecuador es un país mestizo. No ha de volver, ni lo quisiera, a la trunquedad del
pasado indígena, ni mucho menos ha de procurar convertirse en lo que nunca estuvo en
su sangre ni en su deseo: un país de blancos.
Si reparáis en la historia, advertiréis que las luchas que ha librado el Ecuador son luchas
mestizas, ya debido a la sangre de los rebeldes, ya a la influencia decisiva de una nueva
naturaleza humana crecida y desarrollada en un paisaje inédito e insólito para el blanco;
de todos modos, a la indiscutible presencia de una mezcla del alma, que pudo haber sido
forastera, con la tierra y el aire distintos.
Así ocurrió durante la Colonia, así en la República. Pero cuando el hecho, preparado
largamente por el fermento histórico -tiempo, espacio y hombre- aparece más corpóreo
y conclusivo es en la gran revolución ecuatoriana, triunfante en 1895, conducida por un
heroico y genial mestizo: Eloy Alfaro.
Cuadra empezó a escribir una vida de Eloy Alfaro, de cuyos originales, si existen, no se
tiene noticia. Tenía también proyectada -y creo que empezada- una vida a gran lirismo
épico -válgame la expresión- del líder mulato Pedro Montero, un montuvio suyo con
todo derecho, pues nadie como él conoció y amó mejor a ese personaje inolvidable del
litoral ecuatoriano.
Alfaro, lo sabéis, es uno de los héroes hispanoamericanos de mayor estatura moral.
Montero, un lugarteniente valeroso y de anécdota, un montuvio que vivió con suerte.
Cuando la alfareada triunfó, el mestizo comenzó a subir en el conglomerado social con
una velocidad que contrastaba con el lento reptar que, en dos o tres siglos, había
empleado para destacar sólo individualmente y como casos de excepción.
Poco después del triunfo liberal, apareció A LA COSTA -1904-, que es, ahora sí, la
primera novela verdadera que dio el género en el Ecuador, no obstante los ensayos
afortunados anteriores, entre los cuales necesariamente ha de contarse CUMANDA, de
Juan León Mera. Algo más tarde, y ya entrado en adolescencia el siglo, empezaron a
publicarse los relatos maestros del maestro José Antonio Campos (Jack the Ripper)
cuyo humor y alegría perfeccionó Cuadra hasta el límite de lo posible, añadiéndole el

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ingrediente que faltaba, la ironía, muchas veces amarga, y la inmersión decidida en el
universo oscuro de aquellos personajes montuvios que, antes de Campos, habían estado
olvidados.
De la Cuadra es nieto, en línea recta, de Martínez y de Campos. Toda nuestra
generación del treinta proviene de la semilla de estos dos abuelos grandes. Y, a su vez,
ellos son los hijos de la pujanza mestiza del acontecer histórico nacional.
Los hombres del treinta están más cerca de esos dos escritores de principios del XX que
de los inmediatamente anteriores, pues estos habían sobrenadado -muchos con altas
virtudes y capacidades- por el realismo naturalista de sus predecesores y buscado la
corriente fácil de un modernismo simplificado, del simbolismo, del post-romanticismo o
el parnasianismo.
Hace tres décadas, esa literatura dejó de interesar.
Sobre una diferencia conviene insistir: el libro nuevo, LOS QUE SE VAN, suscitador y
campeador de nuestra literatura contemporánea, era formalmente deficiente, muy
vacilante; el de José de la Cuadra, del mismo año, EL AMOR QUE DORMÍA, de forma
ya casi lograda con el virtuosismo que después adquiriera el autor.
¿Pero qué decía el uno y qué el otro?
Cuadra quiso contestarse la pregunta; y a poco, un año después, en 1931, publicó, con el
título de REPISAS, una rigurosa selección de los que hasta entonces eran sus mejores
relatos. Es lástima que no sepamos la fecha en que escribió cada uno de ellos. Y bien
pudiera ser que, antes de LOS QUE SE VAN, hubiera escrito Pepe de temas y valentías
que luego -como un cuento de Leopoldo Benites, publicado en 1927, "La Mala Hora"-
tomaran carta de filiación definitiva en el pequeño libro de los tres.
Disgresiones y suposiciones aparte, lo verdadero es que en REPISAS José de la Cuadra
es ya, de un golpe, el maestro del relato breve ecuatoriano.
Hay en este libro varios asuntos y varios métodos de realización. Cuentos elegantes,
irónicos, melancólicos. Cuentos rudos. Y de la amenidad deliciosamente sencilla, como
"La Muerte Rebelde", donde el hastiado don Ramón quiere morirse, pero no matarse, un
cuento muy a la manera noveladora de Anatole France, maestro, según propia
confesión, de Pepe; no, claro está, porque el ecuatoriano imitase al genial francés, sino
porque la capacidad de ironía -gran virtud de gran arte- se acomodó, por coincidencia
más que por influencia, al temperamento criollo de nuestro autor.
Casi al final de este libro, y agrupados en el subtítulo de "Las Pequeñas Tragedias", hay
unos cuentos que reproducen fielmente el temperamento contradictorio y la conducta

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desigual que con frecuencia se advertía en Cuadra. Pero salía victorioso de esas luchas,
aunque con desgarraduras profundas; y entonces su espíritu alcanzaba la clarividencia
poderosa, o se daba en olas sucesivas de ternura poética tan fina como en "Maruja:
Rosa, Fruta, Canción". A ratos, entristecido por el agotamiento que debía producirle su
íntima y dolorosa tensión, resolvió el problema por la catarsis, y salían de su
inteligencia cosas violentas, excesivas, como "Chumbote".
La inclinación por el amor-sexo y el amor-violencia fue una característica general, casi
inevitable, de los primeros encauzadores de la literatura realista contemporánea. Cuadra
no había de ser una excepción. No obstante, no exageró con la misma frecuencia que
otros; se medía. La fascinación de su pulcritud era, muchas veces, más poderosa que la
corriente literaria de esos días y servíale de contrapeso al entusiasmo que sentía por el
relato de aventuras.
Desde luego, ni el autor de estas notas, ni nadie que las lea con buena propensión han de
creer que se trata de reemplazar una cuestión de orden natural y vitalísimo por la
gazmoñería gárrula de los santurrones. Por otra parte, la insistencia en lo sexual
proviene, sin duda, del primitivismo de la sociedad montuvia, no depravada pero sí
sumida aún en las fuentes naturales de la vida: incesto, amor con forzamiento, lucha
física para el placer, travesura constante y burla agria de la sensualidad... Cuadra y los
autores de LOS QUE SE VAN, vivieron cerca del montuvio, conocieron sus penas, sus
valentías, sus derrotas, su altanería de alma y su picardía. Y tenían, por tanto,
empeñados como estaban en el reto a la circunspección estéril e hipócrita, que ofrecer el
personaje-acción de su batalla en la única forma en que se pueden hacer las
revoluciones: sin transacciones, con declaración de guerra a muerte.
Sólo que el exceso tiene un precio: ciega un ojo y se ve con lo poco que resta del otro,
inundado ya por un riego tumultuoso de sangre. Y la fragmentación de la verdad
reclama luego un retorno a formas más equilibradas de la vida, para ahondar más en ella
y para empezar de nuevo con una nueva insolencia.
La más grave censura, pues, que puede hacerse a la literatura treintista es la de que,
debido al natural deslumbramiento de la parte terrible que de la verdad descubriera, no
llegó a ser todo lo realista que pretendió: faltábale, a más de la externa, la de adentro.
De los escritores de entonces, Cuadra es, no haya duda alguna, el que penetró más en la
vida interior de sus personajes. Fue, por eso, el mayor de los cinco, como ya se ha
dicho.

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REPISAS es un libro en el que así lo demuestra y en el que apunta, con las lógicas
limitaciones del tiempo en que fue escrito, cómo debían hacerse las cosas algunos años
más tarde.
A partir de 1932 y 1933, mi amistad se hizo más estrecha con Pepe. Él era Vicerrector
del Colegio Nacional Vicente Rocafuerte; yo profesor de literatura hispanoamericana.
Casi siempre, una vez por semana, nos reuníamos en la buhardilla de Joaquín Gallegos
Lara, bebíamos un poco de cerveza, leíamos originales de cada quien y los
censurábamos con franqueza provechosa.
Cuadra ejercía de abogado. Tenía clientes montuvios a quienes defendía por pocos
centavos, cuando los cobraba. Ausentábase con frecuencia, por los mil ríos costeños, a
sus queridos pueblos -Samborondón, Daule, Balzar, Colimes, Vinces, Paján- para
recoger historias, conocer hombres de leyenda y hembras hermosas y bravías y
mezclarse, hasta la saturación, en ese olor y sabor purificados, pero ácidos, de la tierra
campesina.
Cuando volvía a Guayaquil, dejaba sosegar por un tiempo su acumulación de historias -
¿sorprendidas en otros? ¿vividas por él?- y luego se ponía a escribir, sazonando la
experiencia con su amor por Baroja y sometiéndola, para eliminar residuos de mala
materia, al filtro depurador de France, y salían por fin sus magníficos cuentos
montuvios.
Pero no haya quien piense en un recetario. Pepe era un artista de verdad, descontento de
sí mismo y de las cosas que le rodeaban; original, en la única forma en que se puede
serlo: remodelando ideas con propias inspiraciones; y muy experto conocedor del oficio
y de lecturas para que hubiese sido un imitador.
Sólo para mojigatos quiso decir la Biblia que no hay nada nuevo bajo el sol. Nada
nuevo, sí, pero en las esencias; y las esencias no existen con verdad terrestre. Dolor,
amor, llanto, risa, pasión cualquiera, son categorías abstractas, inherentes al corazón
humano; no son nuevas, no son viejas, no cuentan principio ni fin. Mas, ¿qué diablos
tiene que hacer un artista en el universo de lo abstracto, como no sea callar, contemplar
y acumular fortaleza para ponerse a revolver todo lo que al modelo inmutable se
parezca?
Cuadra sabía bien eso. Aprendía y enseñaba, se hacía para sí mismo su forma y oscilaba
entre la esperanza y la angustia, entre lo blanco y lo negro, entre lo malo y lo bueno,
sencillamente fáustico, que es el vaivén magnífico de la dulce y sagaz ignorancia en que
se desarrolla la vida y nos alcanza la muerte.

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Por eso mismo, Pepe era un ser difícilmente precisable. Un día era de un modo; otro, de
muy distinto. Vivía en lucha consigo mismo, se equivocaba y enmendaba, acertaba y no
era feliz. Sin haber sido jamás un neurótico, Pepe era un hombre difícil. Escuchaba con
benevolencia, mas, de pronto soltaba un exabrupto. Demetrio Aguilera Malta fue de
nosotros quien más cerca estuvo de él. "Pepe es genial y es bueno", decía de él. Decía
verdad. Poseía rasgos geniales y era, fundamentalmente, bondadoso, por más que, de
vez en vez, cometiera pequeñas maldades humanas; condición, después de todo, una
veces más y otras menos, inseparable de los hombres.
HORNO es la prueba de fuego de José de la Cuadra.
Aparecido en 1932, es el mejor libro de literatura de ficción publicado hasta entonces en
el Ecuador.
La primera edición contiene once relatos. La segunda, doce. De esta docena, diez son
pequeñas obras maestras. El mejor de todos -gusto mío, si así lo estimáis ; gusto de
todos, tal vez-, "La Tigra", no se incluye en la edición de 1932, lo cual parece indicar
que fue escrito bastante más tarde, pues la segunda impresión del libro es de 1940.
"La Tigra" es una novela corta, una novelina con todas las exigencias del género. Se
desarrolla en un pequeño fundo montuvio llamado Las Tres Hermanas, que son Pancha,
Juliana y Sara María. No resisto a la tentación de reproducir el epígrafe que Pepe
antepuso, como un pórtico lleno de gracia, al relato: "Los agentes viajeros y los policías
rurales no me dejarán mentir -diré, como en el aserto montuvio-. Ellos recordarán que
en sus correrías por el litoral del Ecuador -¿en Manabí?, ¿en el Guayas?, ¿en Los Ríos?-
se alojaron alguna vez en cierta casa de tejas habitada por mujeres bravías y lascivas...
Bien; esta es la novelina fugaz de esas mujeres. Están ellas aquí tan vivas como un pez
en una redoma; sólo el agua es mía; el agua tras la cual se las mira... Pero, acerca de su
real existencia, los agentes viajeros y los policías rurales no me dejarán mentir".
Sara María vive allí secuestrada por la dos mayores -Pancha, la Tigra, y Juliana- para
preservarle la virginidad y evitar con ello una maldición, según sentencia del demonio
dicha por labios de un brujo, el negro Masa Blanca, que se presentaba así: "Aquí está en
mi modesta persona un médico vegetal"; y que reaparece en la novela inconclusa del
mismo autor, LOS MONOS LOCOS.
La Tigra maneja fusil y machete, toca guitarra, es borracha y se acuesta con el huésped
de que gusta, lo goza y lo despide. Es una hembra de mucho traer. Juliana síguela en el
ejemplo y en la competencia por el hombre, hasta la saciedad. Y la tercera es la prenda
para que "el patica", el diablo, no les enderece la desgracia sobre ellas. Yo, la verdad, no

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he leído nunca en literatura nativa una mejor presentación de la conducta femenina
sadomasoquista ni tan bella ni tan magistralmente conseguida, como tampoco recuerdo
nada que se haya escrito aquí que de con más fidelidad la imagen del baile montuvio.
Entre la batalla anímica, brutal y primitiva, terriblemente bella, dulcifícase la tensión
con la historia de un músico, huésped indemne de la casa del encanto, que hace decir -¿a
la hembra bravía y enamorada?, ¿al autor?-: "La marea ha de estar subiendo en el río, en
este instante, porque, como cuando refluyen las basuras, vienen a la memoria cosas
pasadas".
Debiera dejaros solos con la inquietud y el deseo por leer la magnífica invención de
Cuadra, en la cual se encuentra la perfecta transposición del tropo y la metáfora del
idioma a la sabiduría del montuvio; debiera hacerlo así, pero no me contengo en acabar
con dos asuntos: que el diablo condena a una mujer a doncellez eterna, lo cual es una
venganza al revés de las caóticas fuerzas naturales, pero también una burla de las
predestinaciones de la divinidad, interesada en que no haya mujer sin parir en este
mundo, y una contribución al placer competidor de las hermanas; una contradicción,
pues, de las propias e íntimas fuerzas de la vida. Y el final casi increíble, y ajustado,
empero, a la verdad: un telegrama al intendente de Policía, dirigido por el jefe de un
piquete de gendarmes rurales comisionado para dominar al trío de hembras, pues el
secuestro de la menor había sido denunciado por quien quería tenerla en matrimonio.
Derrotada la tropa a bala limpia por las dos mujeres y los peones, dice el informe
telegráfico: "De Balzar - enero 28 de 1935 - intendente - Guayaquil - regresamos en este
momento comisión ordenada su autoridad - peonada armada hacienda tres hermanas
ataconos balazos desde casa fundo - señor comisario herido pulmón izquierdo sigue
viaje por lancha "bienvenida" - un gendarme y tres caballerías resultaron muertos -
ruégole gestionar baja dichas acémilas en libro estado respectivo - espero instrucciones -
atento subalterno - firmado jefe piquete rural"
Del gendarme no se solicitaba baja alguna en ningún libro. ¿Para qué? Antes bien, se le
había dado de alta en el registro cantonal de defunciones".
"Ayoras falsos" es una descripción acertada de la vida interior y la conducta del indio
serrano, aunque hay demasía en señalar el lado negro de la conciencia. Al final, el indio
ofendido y vengador se contenta con arrojar a la casa del patrón, contra la tapia, una
piedra y luego rápidamente esconde la mano bajo el poncho.
De truculencia innecesaria acusaría yo a "Merienda de perro", sino fuera
intencionalmente provocada para desafiar al lector.

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"Banda de pueblo" es, como "La Tigra", más novela corta que cuento. Historia de
músicos trashumantes en la que cuando llega la tragedia con la muerte del tocador de
bombo, Ramón Piedrahita, ¡qué profundidad, qué juego más sobrio en blanco y negro y
qué desgarrante intromisión en el sosegado terror de ciertas almas de hombre! Hay en
ello, de una manera tranquila, suave y terrible, un relato de lo que es morir, destinado a
la antología de nuestro idioma. Cornelio, el joven hijo del difunto, muchacho tristón y
silencioso que odiaba cargar el enorme instrumento cuando tenía que aliviar la fatiga del
padre, se levanta de pronto y se pone a acompañar con él la sinfonía, a cuyo sortilegio
todos, involuntariamente, como llevados por el aire sombrío de la noche, se han
rendido, así como el viento del azar los juntó, los hizo andar juntos y hacer la música de
los pueblos olvidados en los caminos. Gran unidad humana del hermoso relato.
Hombres dispares, echados aquí o allá a vivir, vagando por cualquier lado, atando y
desatando historias, supliendo, como fuera posible, a las exigencias benigna y malignas
de la vida, trabajo en común, música en común, sueño en común, muerte en común.
"Banda de pueblo" es un relato de realización técnica colmado de dificultades,
afortunadamente resueltas.
"Olor de cacao" es nada más una nota, una mancha dulce, una breve y primorosa
acuarela.
"Honorarios" es un alegato en favor de la justicia -toda la obra de Cuadra lo es-, hecho y
conducido con dominio de personajes y situaciones, y también con la hipérbole de
predicador encubierto que es la característica inevitable de la literatura de la época.
Aguilera Malta, con mucha fortuna, puso el cuento en teatro.
"La soga", por fin, otro alegato más por la justicia, es un breve cuento en el que la
peripecia llega y se precipita como una tormenta tropical, súbita, estremecida, y así
también, con brevedad febril, desaparece y deja el triste olor de la tierra enfangada.
LOS SANGURIMAS es la gran obra de José de la Cuadra, aquella en donde todo lo
dio, todo lo supo, todo lo que tenía en la cabeza y el corazón se le alivió.
Es una novela. No es un cuento largo, menester es afirmarlo categóricamente. Una
novela completa, por más que sea corta. Cuadra nunca quiso o nunca pudo escribir con
latitud: le daba la gana de hacer, gozar y largarse. Cuestión de temperamento y de
ansiedad. Muchas veces me dijo que no le gustaban morosidades pero sí el destello, la
llama que de una sola vez ilumina, el grito que revela mil pasiones del alma, cuyo
detalle no conseguiría ni acentuarlas ni hacerlas más patéticas.

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Sí, todo esto es porque Cuadra es cuentista y no realmente un novelador. Empero, LOS
SANGURIMAS es una novela, de las mejores que el género americano,
hispanoamericano, ha producido. Lo cual podría comprobar que Pepe no estuvo en la
verdad completa y que hubiera podido detenerse apenas un poco, un momento más, y
darnos otras novelas. Tal vez. Lo cierto es que la forma, la técnica, la osadía y el
símbolo hacen de LOS SANGURIMAS una novela típicamente española de América.
Esto es lo que yo creo.
Empieza con unas palabras acerca de la "Teoría del Matapalo", árbol montuvio, ave de
presa vegetal, de muchas raíces, que todo se lo va comiendo, que mata, hiere, se
extiende, muere y resucita de mil modos arbitrarios. "El pueblo montuvio -dice Pepe- es
así como el matapalo, que es una reunión de árboles, un consorcio de árboles, tantos
como troncos. La gente Sangurima de esta historia es una familia montuvia en el pueblo
montuvio: un árbol de tronco añoso, de fuertes ramas y hojas campantes a las cuales,
cierta vez, sacudió la tempestad. Una unidad vegetal, en el gran matapalo montuvio. Un
asociado en esta organización del campesinado del litoral, cuya mejor designación sería:
MATAPALO, C.A.".
En apenas un centenar de páginas -siempre tu prisa, Pepe- viven una gloriosa sinfonía
tres partes, tres grandes tiempos, y un epílogo, una coda brillante que, como el
matapalo, abatido por la tormenta o la ancianidad, aún se debate en herir y derribar a
otros árboles. Quisiéramos ver extenderse hasta las consecuencias, anticipadas en los
arranques orquestales del primer movimiento, donde la cauta y vigorosa repetición de
los temas profundos y ligeros, majestuosos y efímeros, prometen y comprometen un
desarrollo final caudaloso. Pero De la Cuadra, ya lo sabemos, cumplía antes del
vencimiento. Cosa de gustar o no gustar, más que de verdadera frustración.
Es "El tronco añoso" la obertura y la primera parte, todo en uno. Don Nicasio, don
Nicasio Sangurima, mestizo de español, de indio y de alguna travesura gringa, aparece
con ojos de hechizar a mujeres. Cien veces abuelo, gran fornicador bíblico, exuberante,
emancipado de leyes que no le cuadran, dicenle que no puede ser de sangre gringa,
porque "los gringos se mientan Juay, se mientan Jones, pero Sangurimas no"; y él
responde: "Es que yo llevo el apellido de mi mama... de los Sangurimas de Balao, gente
de bragueta". Y a la alusión de intimidades no santas, sin perder el humor, el viejo
pícaro replica: "Mi mama no era así, don Cojudo".
Así empieza la versión artística -transusbtancia de realidad en símbolo, secreto
ontológicamente verdadero de la buena literatura, ser y condición hechos de nuevo por

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la energía creadora-, la versión del fondo histórico mestizo de una región ecuatoriana
inmensa, prodiga y, por lo menos entonces, todavía en gran parte primitiva. El montuvio
tipifica, como ningún otro poblador nuestro, el mestizaje fragoso e indómito de los
comienzos de la formación cultural, una operación de espíritu y de cuerpo de
mancomún hecha, violenta y pesarosa, pero necesariamente vital e histórica aunque
parezca de naturaleza opuesta a ciertas formas civilizadas de la coexistencia. El incesto
y la ilegitimidad, por ejemplo.
Y bien, Nicasio, el viejo, era un valiente, pero también -montuvio, pues- ladino. Y supo
hacerle trampa al diablo, al "patica". Todos los hombres han querido burlarse del
demonio alguna vez. Todos han querido lo que él ofrece sin pagar el precio justo y
convenido. Argumento, claro, de El Fausto. Sí y no; porque en el drama goethiano la
trampa la hace Dios desde el comienzo, con el propósito de explicar los designios del
Creador y la razón por la cual el demonio y el mal son indispensables al juicio teológico
de la vida. Sangurima el viejo se ha metido y ha engañado al diablo por su propia
cuenta; y tanto que, por sorna, por mejor reputar la burla tremenda, deja contar a la
gente que el desquite del demonio ha consistido en no dejarle morir nunca. Y el pobre
Nicasio, que tanto gusta de vivir y engendrar, hace creer que el descanso es lo único que
ansía, pues, a la verdad, y por culpa de sus tratos con el maligno, hace tiempo que está
completamente muerto por adentro.
El matapalo vive también de trampas, por dentro hueco y carcomido, pronto a doblarse
si el viento lo ataca, pero siempre poderoso, dador de vida y muerte con sus mil
tentáculos nutricios. Don Nicasio, hombre de muchas hembras y muchos hijos, "tantos
como granos de maíz", nunca dejó, como el matapalo, de fecundar, pero tampoco, como
el árbol increíble, de jugar con lo macabro, pues que lo orgiástico no se alcanza sino al
llegar al filo paroximal de la muerte, y en el placer cada minúscula fecundación va en
compañía de un estertor. Amor y muerte son amigos y se necesitan, uno y otra, para
afirmarse. Y Sangurima el viejo está sembrado en un lugar donde "los muertos se
convierten en árboles", donde, con más fertilidad que en cualquier oro lado, de la
muerte crece el fermento del amor y de la vida.
La segunda parte, el segundo gran tiempo de esta novela, está compuesto por "Las
ramas robustas"; los hijos más queridos y cercanos: Ventura, de mote Raspabalsa,
tacaño y servil, apaleado cierta vez por orden de don Nicasio y, además, como el viejo
solía decir, "un grandísimo pendejo"; don Terencio, cura de San Francisco de Baba, que
se administraba grandes borracheras con el hermano Ventura; el doctor Francisco,

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abogado, asesinado misteriosa y salvajemente; el Coronel Eufrasio, presunto asesino del
hermano abogado, "ojo derecho de don Nicasio, militarote de montonera, guapo,
mujeriego, oficial del general montuvio Pedro Jota Montero, saqueador, capaz de todo
y, como el padre, autor de muchos hijos "cocinados en hornos diferentes, pero hechos
con la misma masa"; Felipe, llamado "Chancho Rengo", que cohabitaba faraónicamente
con su hermana Melania, hablillas tal vez de las que el viejo Nicasio decía, al ser
interrogado para que pusiera remedio: "Tenían que hacerle (a Melania) lo que les hacen
a todas las mujeres... Que se lo haiga hecho Chancho Rengo... bueno, pues que se lo
haiga hecho...".
Así fue la vida montuvia; y sigue, excepto en los sitios en que determinado tabú, de
origen desconocido, lo impide.
"Torbellino en las hojas" llámase la tercera parte. Aquí todo se funde y se prepara el
acto final de la tragedia, a la que vienen condenados los Sangurimas.. Tres hijas de
Raspabalsa, bonitas y coquetas, se enamoran de tres hijos del coronel Eufrasio,
llamados, por la madre de ellas, los Rugeles, y turbulentos como el padre y el abuelo.
Quisieron casarse, pero Raspabalsa se negó a dar las hijas. Entonces, una de las
muchachas se fuga con Facundo Rugel. Luego, por venganza contra el orgulloso y
temeroso padre de ella, es asesinada de forma pavorosa, casi imposible de reproducir...
Vienen los rurales. Hay batalla sangrienta. Y los Rugeles, por fin, son presos.
Al cabo, la coda, el brillante y vivaz final con fuego y largas cadencias viriles. El
matapalo va a morir. Por primera vez se lo ve llorar y sacudirse con un llanto que
infunde miedo, un llanto de loco. Este es el epílogo y se titula "Palo abajo".
Una vez leída, por vosotros y por mí, LOS SANGURIMAS, poco nos queda por decir,
¿no es cierto?. La obra de Cuadra es fecunda, no obstante los pocos años que vivió.
Escribió otros relatos hermosos, de maestría técnica, pero que no llegan, ni a distancia,
a LOS SANGURIMAS.
Se ha de destacar "Galleros", cuento que yo colocaría entre los más logrados, muy cerca
de "Banda de pueblo". Y otros, llenos de humor trágico, como "Candado", o truculentos
como "Shishi la chiva" y "Sangre expiatoria", donde la trama se conduce con habilidad
junto a un personaje tan difícil como Ña Macaria, epiléptica, terrible y fáunica.
Lo último que publicó Cuadra en relato de ficción fue el libro GUÁSINTON, título del
primer cuento del volumen, en el que se encuentran varios temas de distintas fechas,
según presume, con razón, Jorge Enrique Adoum. En "Guásinton" ensaya De la Cuadra

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el personaje animal, un gran lagarto cebado, que ama y odia y sabe luchar con una
valentía y astucia casi humanas.
Cuadra era abogado. La mayor parte de su tiempo estuvo dedicada a ganar para vivir en
tareas diversas y hasta opuestas a la literatura. Fue profesor universitario, desempeñó
altos cargos públicos, viajó por el Sur del Continente, hizo muchas cosas que le
privaron del tiempo para escribir; pero fue fiel con la vocación, a costa de heridas y
dolores casi físicos, de tanto como le dolían. No pudo soportar la tensión, y se murió.
Así fueron los cinco; así tienen que ser, para su pena y sufrimiento, los escritores
ecuatorianos.
Joaquín Gallegos Lara, paralítico de ambas piernas, terriblemente enfermo, era capitán
de un camión que cargaba piedras.
Demetrio Aguilera Malta fabricaba fideos y galletas.
Enrique Gil Gilbert daba clases en un colegio de segunda enseñanza.
Yo vendía productos de farmacia.
Y después, Ángel Rojas, abogado, como Pepe, con quien compartiera el estudio
profesional, y sembrador de banano.
Pedro Jorge Vera, librero en cierta ocasión, de mil oficios para ganar la vida.
Alberto Ortiz, funcionario, maestro...
El mayor de los cinco está en nosotros vivo. Cuando nos llegan momentos de desaliento
y se abren ante la fatiga los abismos insondables de la inutilidad, oímos su exclamación
desafiante: "¡Maldita sea la literatura!". Sí, maldita, pero, dime, Pepe, ¿qué podemos
hacer con ella si su maleficio gozoso se nos metió muy adentro en los misterios de la
sangre? Al fin y al cabo, escribir también, es vivir.

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