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Terciana Muda
Chaco, infierno pálido y lejano que te aproximas a mi lámpara: quiero
hallar tu corazón absorto bajo el beso del polvo o tal vez muerto en
la, alambrada de una lluvia negra.
Tu paisaje incurable es una tarde plana en que giraba el disco de
moscas que recaban un réquiem azul verde por los hombres y animales
muertos bajo la corona de espinas de tu arboleda enferma con terciana
muda.
II
El Pozo
Entretanto me aburro, vagando entre los numerosos fantasmas en calzoncillos que
son los enfermos de este hospital, y como nada tengo para leer durante las caudas
horas de este infierno, me leo a mí mismo, releo mi DIARIO. Diario la historia de
un pozo que está ahora en poder de los paraguayos. Para mi ese pozo es siempre
nuestro, acaso por lo mucho que nos hizo agonizar. En esta zona del Chaco, al norte
de Platanillos casi no llueve, y lo poco que llovi6 se va evaporado.
AI norte, al sur, a la derecha o a la izquierda, por donde se mire o se ande en la
transparencia casi inmaterial del bosque de lefios plomizos, esqueletos sin sepultura
condenados a permanecer de pie en la arena, no hay una gota de agua, lo que no
impide que _vivan aquí los hombres en guerra.
Tengo a mis ordenes unos 20 soldados, con los ros^
Incorporados al regimiento de zapadores a donde fui también
destinado, permanecemos desde hace una semana aquí, en las proximidades del foro
tan Loa, ocupados en abrir una picada. Picada. Sucio como el chofer, si 6ste se
distingue por la camisa en aquel sari los pantalones aceitosos que le dan
personalidad. El chofer me ha hecho saber que en Platanillos se piensa llevar nuestra
Divisi6n mas “adelante.
Esto ha motivado comentarios entre los soldados.
Durante el día el calor nos cerr6 como un traje de goma caliente. Otra vez la
calor. Me parece que debería abrirse una ventana en alguna parte para que entrase el
aire. Los fusiles quedan semienterrados bajo el polvo de las carpas y somos
simplemente unos camineros que tajamos el monte en la nea recta, abriendo una
ruta, no sabemos para que, entre la maleza inextricable que también se encoge de
calor.
Un pajonal que ayer por la mañana estaba amarillo, ha encanecido hoy y está
seco, pala todo, porque el sol ha andado encima de el. El suelo, sin la cohesi6n de la
humedad, asciende como la muerte blanca envolviendo los troncos con su abrazo de
polvo, empanando la red de sombra deshilachada por el ancho torrente del sol. La
refracci6n solar hace vibrar en ondas el aire sobre el perfil del pajonal pr6ximo, tieso
y pálido como un cadáver.
RESUMEN CAPITULO 4
La Coronela
y yo recordamos Ia triste historia del Teniente Coronel Santiago Sirpa, de cuyos
dramáticos destaques había sido testigo
Meses más tardereconstruiy amplié el diálogo de aquella noche en la siguiente forma
EL Autor. EL Testigo. Según lo que yo se debiera decir que siempre la llamaron
Bara, quedando lo de Bárbara como una curiosidad inscrita en algún libro bautizo- mal
de la parroquia de Santa Ana del Yacuma, pueblito del Beni, territorio vestido de
bosques maravillosos y cedidos de ríos sonoros que afluyen al Amazonas. Administraba
una pascana pr6xima a Santa Ana, donde pernoctaban los arrieros y ganaderos que
trasminados de barro aparecían, precedidos por la esquila de las mulas madrinas, en los
desfiladeros de los arboles elevados y enmarañados de ramas y de monos. Entonces
Bara tenía 11 años.
Después, puede decir que se traslad6 a Trinidad, y más tarde, cuando Bara tenia 14
años, a Villa bella, puerto fluvial en la frontera con el Brasil, típicamente tropical y casi
internacionalizado por la influencia brasileña. Casas de palma, gentes vestidas de
blanco, palmeras. Allí Vivian, en una casa de palizada, techo de hojas de palma y un
patio interior con un corredor cubierto de Carl ahuecas. Siendo su casa muy
concurrida, cuando Vara, con su cálida palidez de.
Cuerpo vertical y vibrante como el bambú, result6 el pararrayos de todas las miradas de
comerciantes, fleteros enganchadores, siringueros y militares de guarnici6n, qué se
descargaban sobre sus senos acumulados de electricidad negativa. Era una «paladina»
como dicen allá.
En aquella en que conoci6 a Santiago Sirpa, ella tenía unas zapatillas blancas con ribetes
negros, tacones altos y un lazo de mariposa. Allá estaba, recién llegado y en sitio de
honor, debajo de las banderitas de papel colgadas en el corredor del casino de
oficiales, el entonces Capitán Santiago Sirpa.
Muy alto, de cuerpo huesoso y rostro más huesoso aun. Por su seriedad aparentaba la
madurez, aunque no tenía más de 30 hijos. Su color cobrizo se acusaba
escandalosamente en el uniforme blanco, sobre el que contrastaban la negrura de su
rostro y de sus manos, y en sus hombros, las jinetas rojas con las tres estrellas de
plata. Solo el uniforme tenía claro.
RESUMEN CAPITULO 5
El Milagro
Hay quienes aseguran que nuestra salvaci6n se debi6 a un milagro, pero la verdad es que
sin Porfié el milagro habría sido mucho mas difícil. Desplazaban se
regimientos, trasladaban se grupos dispersos dc soldados y desfilaban camiones que
Luego eran incendiados.
Allá en Santa Cruz mate muchos cambas como vos. El ánimo despertado por esta
noticia se apag6 con la que trajeron unos soldados que pasaron hacia el
camino, cargados de azúcar y de harina que habían robado en un puesto de
abastecimiento de la IV. Entregarnos a ese espectro desconocido, pálido y confuso
donde aguardaba lo ignorado, a ese laberinto de árboles anémicos, tejidos de
zarzas, desolado y sin agua, era una aventura a la que s6lo podrá precipitarnos un
impulso sin deUberaci6n. Pasaron corriendo unos soldados.
Silbaron balas entre los árboles. Al primer movimiento de Kruger que empez6 a
correr, el capelán, los sanitarios, los telegrafistas, los convalecientes, Landívar, Porfié y yo
nos introdujimos al monte, por un sendero quise dirigía en rumbo Sud. Desde ese
momento, Pone tom6 su lugar de guía y así empezamos la marcha a través del gran
bosque lívido.
El camba por delante y detrás de el, uno a uno, los fugitivos. Landívar llevaba un fusil
bajo el brazo. Roger un morral sobre la cadera y una pistola en el
cintur6n. Desarrollábamos en columna una sinuosa trayectoria de serpiente, siguiendo el
punto de menor resistencia que perforaba el machete del camba en la malla del bosque.
Marchábamos cautelosamente, doblando las ramas con las manos, sin quebrarlas, para
no delatarnos a las patrullas enemigas que podían haberse infiltrado por ese lugar. La
arboleda de la zona, en la primera etapa, rala y poco espinosa, nos permitía marchar
encogidos, doblados, deslizándonos como figuras transparentes que atravesaban los
arboles sin tocarlos. Anduvimos así todo el atardecer y parte de la noche, repitiendo la
misma acci6n de esquivar la cabeza a las ramas. Al día siguiente el monte se fue
poblando de un nutrido malezal de arbustos de dos a tres metros de altura, con hojas
diminutas y afiladas y ramas tejidas tan estrechamente entre si que se cerraban en un
bloque grisáceo, erizado de púas.
Lo que desviaba y retardaba el trayecto eran los rezagados, los otros que se extraviaban
como Landívar, cuya desaparici6n note. Entonces llame« a Pofie y le ordene que buscara
a Landívar. Pone dio media vuelta y lo huell6 para devolverlo, después de unas horas, e
incorporarlo al grupo como a un resucitado. Un soldado potosino meti6 la cabeza
debajo de un arbusto y se ech6 arena sobre lanuda, para morir con ese impulso de
inmersi6n hacia la sombra.
Otros árboles se enlazaban con los vecinos, retorciéndose, carcomidos y apaulados
como momias de tarántulas gigantescas, acopladas, enredadas, contagiadas unas a otras
de bubones tumefactos y de lúes rosadas. Todo el bosque fosco, deshecho, parecía
haber sido asesinado por un huracán. Nos latigueaba los rostros, nos cogía de los brazos
con sus cufias, nos obligaba a girar sobre nosotros mismos, enredándose a los pies, se
cerraba alrededor de nuestros cuellos, nos prendía de los cabellos, nos extraviaba
alrededor de un matorral, nos metía espinos dentro de las botas, y todas sus ramas
flexibles, sus leños aguzados, sus malezas y sus púas conspiraban para
detenemos. Embolsados horas y horas, mientras Pone buscaba salida entre la
maraña, veíamos animarse el bosque con gesticulaciones, ondulando su ramaje como si
lo dedicase a un acto mecánico de aprehensi6n,para estrangularnos mediante sus
espinosos brazos esqueléticos o sus verrugosos tentáculos que se mofan
sordos, perversos, hambrientos de carne.
En un claro del monte, dos momias de soldados paraguayos, con pedazos del carcomido
uniforme azulenco, semienterrados de cara al suelo, yac{an en un meditabundo
holocausto de esqueletos. Kruger, al verlos, se puso a cantar una canci6n en
aleman. Esas momias eran probablemente de fugitivo& paraguayos en la retirada del
Kil6metro Doce, que el calor habia desecado desde marzo, cuando buscaban agua en
este mismo lugar. »Debemos -salir de aquí«, pense o gnte, aterrorizado.
Fuimos hacia alla y hallamos a Molina, de rodillas ante el cuerpo de
Kruger, fendido, desnudo de medio cuerpo arriba y con la cabeza dormida sobre una
aureola dc saiv gre. En la mano derecha de Kruger, cubierta de una pelusilla roja
mezclada con polvo, estaba la pistola. Landivar. El capellan rez6, bendijo al muerto y le
cubri6 el rostro con los pedazos de su camisa.
Humo de Petróleo
Se encogió, sumiéndose todo el hacia adelante y recién pe r cibi6 el
estallido de ráfagas de ametralladora contra el cami6n. El camión siguió
rodando, penetro al monte y dio un golpe contra un árbol, donde
quedo detenido, entretanto que la bocina aullaba con un clamor
interminable, sin fin, porque la frente del Pampino, clavada sobre el
volante, segura apretando el bot6n. Treo uno al camión. Es gasolina.
Se inflama la gasolina y desaparecieron en el seno de la arboleda, a la
carrera. Patas rutilantes de enormes arañas amarillas y blancas
anduvieron por el suelo y por encima del cami6n, multiplicándose en
una generaci6n de formas aliadas
RESUMEN CAPITULO 8
Las Ratas
Usted, sus papeles. No podía sacarlos rápidamente del bolsillo, porque llevaba un
paquete de pasteles y dos revistas en las manos y una cartera debajo el brazo. Niqui, para
resolver arm6nicamente la situaci6n de los objetos que llevaba en las manos con su
situaci6n de reservista no movilizado, opt6 por entregar la cartera al manco, no
atreviéndose a entregarla al otro que entornaba el parpado con impaciente y progresiva
ferocidad. Logr6 extraerlos de un bolsillo y los exhibi6 recogiendo al mismo tiempo la
cartera, de modo que fue precisamente el otro, el que le era más antipático, quien los
cogi6 y los ley6 con aire de entendido en documentos militares.
El fornido Niqui fue incorporado a una larga fila de indios reclutados y pese a sus
protestas, conducido por en medio de la calle, repartiendo sonrisas y señales de protesta
y asombro a los espectadores que contemplaban desde el filo de las aceras la desquicios
sorpresa. Felizmente fue visto por Ruben Quiroga, Secretario del Ministro de mas
influencia en el gobierno. Aproximándose a la comitiva, logr6 que el sargento cicl6peo
que comandaba la patrulla, se tomase nuevamente el trabajo de verificar con ojo propio
la correcci6n de los documentos de Niqui, según los cuales estaba mas libre del servicio
de las armas que el propio Jefe de Estado Mayor Auxiliar. Hoy mismo voy a decirle
cuatro cosas al Ministro.
Se separaron y Niqui qued6 con la cruda impresi6n del atropello, que le descubri6 con
la violencia del sargento los tentáculos invisibles del Estado que intentaron
atraparlo. Estado exige de los hombres pobres el impuesto en época de paz, y la
muerte, o por lo menos la amputaci6n de un miembro, en tiempo de guerra. Niqui, ni a
través de la pantalla de los funcionarios con quienes mantenía s6lidas relaciones entendía
al Estado que para su concepci6n practica s6lo existía en for nia de Ministros amigos, de
Intendentes de Guerra o jefes de secci6n. Naturalmente que su práctica de hombre de
negocios Ie mostraba ciertas diferencias entre las empresas particulares y la empresa
fiscal, entre equis la de que en esta última había mas longanimidad en los pagos, poca
proejada en las compras y un estándar de solomo inferior al de las empresas privadas.
El, Nicanor Lanza Frece, "trampeador" experto y "malero" de reputaci6n en los
prostíbulos de Chirino, ya jubilado de esas actividades, tuviese algún compromiso para ir
a la campana.
El amigo de Bolivia se hizo amigo de Niqui.
Yacuiba y Puerto Linares para hacer luego su travesía en camiones al
Chaco. Niqui representaba a la sociedad abastecedora en La Paz, entretanto
que Lorenzana, vuelto a sus pagos, compraba a precio alzado la producci6o
del norte argentino. En mayo de 1933 el gobierno argentino se tom6 la
humanitaria misi,6n de evitar que comiesen los soldados bolivianos, para
ponerlos asi en igualdad de condiciones con los soldados paraguayos que
comían poco y pertenecían a un país más chico. Cuanto más nutridas eran
estas, mas se resentía la rigidez de eV te, pero, de todas maneras, la acci6n de
Lorenzana, como la de otros proveedores se desarrollaba con graves
dificultades.
Los contratiempos nacionales trajeron consigo contratiempos personales a
Niqui, tan vinculado a la suerte de la patria. Ese mismo mayo, a consecuencia
del envió de nuevos destacamentos al Chaco, se intensific6 la camparía contra
los "emboscados". Niqui sinrl6 comprometido su ser en el oleaje de las
denuncias, las diatribas y Ia> ironías.
La prensa opositora poblo sus ediciones de iniciaIes y conjeturas
"Por qué el barbilindo acompañante de damas e hijo del líder guerrista Doctor
K no sigue dos consejos patricios del autor de sus días que aconseja
h, necesidad de tomar Nanaya a todo trance?". Toda esa masa gobernante, al
refrendar los reclutamientos de soldados, parecía olvidar que le herma
directamente.
Aquella tarde fue a exponer la fraguada de su situaci6n ante el Ministro de
Harinas. - desde un banco de la Cámara respondi6 a un diputado opositor que
anunci6, en una célebre interpelaci6n al gabinete, el hecho de que 12.000
soldados paraguayos ro1 dejaban en Boquerón a 600 bolivianos.
RESUMEN CAPITULO 9
La Paraguaya
Aquella fotógrafa de mujer perfecta un paraguayo muerto. E1 Teniente
Paucara la había obtenido una
Tarde, después del ataque sorpresivo con que los "pilas"
Ocuparon un sector de 400 metros de las trincheras bolivianas en el
Oeste de Nanawa y llegaron hasta la picad
RESUMEN CAPITULO 10