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RESUMEN CAPITULO 1

Los mitos ávidos de sangre de mestizos


«SANGRE DE MESTIZOS» son los trágicos fantasmas inmóviles del back round
de la traína, el maldito trasfondo inanimado, los desdecíoslos mitos crueles que
están detrás de sus cuentos, los dioses objetivos que miran a los personajes que les
sirven. Algo semejante ocurre con Céspedes en este libro. Son los zapadores los
que menos existen en la siniestra historia de Ia persecuci6n del agua en el buraco
de Platanillos. Su actividad se reduce a un dialogo desigual con la insolaci6n, a la
fatigada enumeraci6n del «bosque de Ionos plomizos, esqueletos sin sepultura
destinados a permanecer de pie en la arena exangüe», al único dialogo unánime del
agua y la excavaci6n, a una minería de visiones húmedas.
El Pozo, en cambio, fantasma subterraneo, «va adquiriendo una personalidad
paTorosa, sustancial y devoradora, constituyendose en el amo». Lo único viviente
es el Pozo, «enemigo estupido y respetable, invulnerable al odio comouna
cicatriz», el Pozo defendido como si realmente tuviese agua, considerando que era
ya la única vida de aquellos zapadores. El Pozo es el otro yo de la trama. Esta se
compone de actos pero el Pozo es siempre s6Io una potencia, una latencia.
K que sufren su subjetividad y que, para dejar el sufrimiento, se vacían en los
objetos que los solicitan y los hacen permanentes. De todas maneras, objetos
ausentes de la trama que viven los personajes-instrumento. Quiero decir que no se
trata de los sucesos delos personajes sino del propio Personaje
fundamento, inm6vil, como deificado,,- al que tributan los sucesos los personajes-
instrumento. Pero lo único que los hombres no creen jamás es la muerte.
Mocho mas arduo es darIe eficacia. Pero el arte es Ia calidad de la cantidad de Ia
vida. La enumeraci6n fracasa hasta el infinito porque el tiempo de la recaudad es
distinto del tiempo del arte. Los sucesos son tantos que si se los sigue
cuantitativamente, cronol6gicamente, inmovilizan, anulan al que los sigue.
Si tomamos un espacio, un tiempo, entre pocos personajes y enumeramos sus
sucesos concluimos en una suma enorme e incoherente, en un bulto
indescifrable. Para hacer comprensible Ia recaudad debemos elegirla y el tiempo de
arte consiste en tomar los momentos del tiempo de la recaudad que son
signos. Aprecio en Céspedes sobre todo este talento de la eficacia, esta maestría en
el manejo del tiempo propio del relato, esta exacta conciencia de que las cosas no
tienen una expresi6n directa sino una expresi6n sintetica, de que la recaudad en si
no existe, de que la recaudad es siempre según el hombre. «Ahora eres
patria, Chaco, de los muertos sumidos en tu vientre.
RESUMEN CAPITULO 2

Terciana Muda
Chaco, infierno pálido y lejano que te aproximas a mi lámpara: quiero
hallar tu corazón absorto bajo el beso del polvo o tal vez muerto en
la, alambrada de una lluvia negra.
Tu paisaje incurable es una tarde plana en que giraba el disco de
moscas que recaban un réquiem azul verde por los hombres y animales
muertos bajo la corona de espinas de tu arboleda enferma con terciana
muda.

II

Trae la brújula hermano muerto, y orienta el Chaco hacia la Vida.


Chaco: te contemplo en el atlas de mis sueños a mi patria clavada como
un cardo, aunque florezca el cardo, porque tos indios desterrados de los
Andes, caídos debajo de tus árboles en un otoño de uniformes, con
sangre lo regaron
RESUMEN CAPITULO 3

El Pozo
Entretanto me aburro, vagando entre los numerosos fantasmas en calzoncillos que
son los enfermos de este hospital, y como nada tengo para leer durante las caudas
horas de este infierno, me leo a mí mismo, releo mi DIARIO. Diario la historia de
un pozo que está ahora en poder de los paraguayos. Para mi ese pozo es siempre
nuestro, acaso por lo mucho que nos hizo agonizar. En esta zona del Chaco, al norte
de Platanillos casi no llueve, y lo poco que llovi6 se va evaporado.
AI norte, al sur, a la derecha o a la izquierda, por donde se mire o se ande en la
transparencia casi inmaterial del bosque de lefios plomizos, esqueletos sin sepultura
condenados a permanecer de pie en la arena, no hay una gota de agua, lo que no
impide que _vivan aquí los hombres en guerra.
Tengo a mis ordenes unos 20 soldados, con los ros^
Incorporados al regimiento de zapadores a donde fui también
destinado, permanecemos desde hace una semana aquí, en las proximidades del foro
tan Loa, ocupados en abrir una picada. Picada. Sucio como el chofer, si 6ste se
distingue por la camisa en aquel sari los pantalones aceitosos que le dan
personalidad. El chofer me ha hecho saber que en Platanillos se piensa llevar nuestra
Divisi6n mas “adelante.
Esto ha motivado comentarios entre los soldados.
Durante el día el calor nos cerr6 como un traje de goma caliente. Otra vez la
calor. Me parece que debería abrirse una ventana en alguna parte para que entrase el
aire. Los fusiles quedan semienterrados bajo el polvo de las carpas y somos
simplemente unos camineros que tajamos el monte en la nea recta, abriendo una
ruta, no sabemos para que, entre la maleza inextricable que también se encoge de
calor.
Un pajonal que ayer por la mañana estaba amarillo, ha encanecido hoy y está
seco, pala todo, porque el sol ha andado encima de el. El suelo, sin la cohesi6n de la
humedad, asciende como la muerte blanca envolviendo los troncos con su abrazo de
polvo, empanando la red de sombra deshilachada por el ancho torrente del sol. La
refracci6n solar hace vibrar en ondas el aire sobre el perfil del pajonal pr6ximo, tieso
y pálido como un cadáver.
RESUMEN CAPITULO 4

La Coronela
y yo recordamos Ia triste historia del Teniente Coronel Santiago Sirpa, de cuyos
dramáticos destaques había sido testigo
Meses más tardereconstruiy amplié el diálogo de aquella noche en la siguiente forma
EL Autor. EL Testigo. Según lo que yo se debiera decir que siempre la llamaron
Bara, quedando lo de Bárbara como una curiosidad inscrita en algún libro bautizo- mal
de la parroquia de Santa Ana del Yacuma, pueblito del Beni, territorio vestido de
bosques maravillosos y cedidos de ríos sonoros que afluyen al Amazonas. Administraba
una pascana pr6xima a Santa Ana, donde pernoctaban los arrieros y ganaderos que
trasminados de barro aparecían, precedidos por la esquila de las mulas madrinas, en los
desfiladeros de los arboles elevados y enmarañados de ramas y de monos. Entonces
Bara tenía 11 años.
Después, puede decir que se traslad6 a Trinidad, y más tarde, cuando Bara tenia 14
años, a Villa bella, puerto fluvial en la frontera con el Brasil, típicamente tropical y casi
internacionalizado por la influencia brasileña. Casas de palma, gentes vestidas de
blanco, palmeras. Allí Vivian, en una casa de palizada, techo de hojas de palma y un
patio interior con un corredor cubierto de Carl ahuecas. Siendo su casa muy
concurrida, cuando Vara, con su cálida palidez de.
Cuerpo vertical y vibrante como el bambú, result6 el pararrayos de todas las miradas de
comerciantes, fleteros enganchadores, siringueros y militares de guarnici6n, qué se
descargaban sobre sus senos acumulados de electricidad negativa. Era una «paladina»
como dicen allá.
En aquella en que conoci6 a Santiago Sirpa, ella tenía unas zapatillas blancas con ribetes
negros, tacones altos y un lazo de mariposa. Allá estaba, recién llegado y en sitio de
honor, debajo de las banderitas de papel colgadas en el corredor del casino de
oficiales, el entonces Capitán Santiago Sirpa.
Muy alto, de cuerpo huesoso y rostro más huesoso aun. Por su seriedad aparentaba la
madurez, aunque no tenía más de 30 hijos. Su color cobrizo se acusaba
escandalosamente en el uniforme blanco, sobre el que contrastaban la negrura de su
rostro y de sus manos, y en sus hombros, las jinetas rojas con las tres estrellas de
plata. Solo el uniforme tenía claro.
RESUMEN CAPITULO 5

Seis Muertos en la Campaña


Entre los papeles que logre traer están las notas del sargento Cruz Vargas, a quien me
toc6 asistir poco antes de su muerte, ocurrida al día siguiente del armisticio. Era hombre
de 25 años, aunque aparentaba 40.
Después me agitaba nuevamente la tos. Las manos, sintiendo debajo de ellas mi
estern6n, agudo como de un pollo, y metía la cabeza debajo de la frazada, y tosca ahí
adentro, para no molestar a los vecinos. Hay entre ellos, cuatro camas más allá, dos que
también tosen en dúo, toda Ia noche. Pero antes no era s6lo la tos.
Era también un tumor mi compañero. Me latían el coraz6n y el tumor y yo no podía
dormir, escuchándolos toda la noche, con los ojos fijos en los bultos de las cama donde
se alzan, como fantasmas, los sucios mosquiteros. Allá había también
picaflores. SANGRE DE MESTIZOS se esconda el enemigo, y un picaflor
indiferente, giraba entre las hojas.
Yo no se c6mo vivía allá, sin flores, Me gusta el naranjo, pero a veces no me dejan a dar
en el canch6n
No me gusta permanecer allá. Ojos, insoportables, ojos por todas partes. ^Porque son
tan terribles l05 ojos, de los hospitales?. Pares de ojos clavados encima de cabezas que
desaparecen.
S6lo quedan filas de ojos unánimes, brillantes, de derecha a izquierda, y todas son bolas
de vidrio negro, distribuidas de dos en do>s. Son ojos de mudos, de torturados, de
paralíticos, de resucitados. Yo debo ser también un par de ojos y seguramente molesto a
alguien si lo miro. Ardo, hiervo toda la noche, y por la mañana siento un frio
huesoso, especialmente en los punzones que me parecen dos trozos de hielo metidos en
mis espaldas.
Pero es tan difícil morir... Cuando caf prisionero y me hacían trabajar los »pilas« al sol
en Puerto Peñasco, cargando bolsas y troncos en la orilla del rio, ya debía morir. Una
mano me exprima los sesos y yo andaba sobre el vacío con la espalda que me
dolía, mordida por el peso de los troncos. Un día formábamos una pIataforma de
troncos sobre la orilla fangosa y caí en el barro. Cuando se concluy6 la
pIataforma, horas más tarde, me recogieron unos hombres semidesnudos y me echaron
a un cami6n.
Yo he visto morir a muchos, allá en el maldito Chaco.
Formábamos una secci6n de 25 hombres en medio del monte donde abrimos unas
zanjas. Delante dc nosotros se extendía el monte asfixiado de malezas y a través de ellas
tirábamos a ciegas, mientras los pilas hacían lo mismo con nosotros. A veces oíamos
gritos de los »pilas« y en esa d r recci6n disparábamos la pesada. Un sendero nos
comunicaba con la línea principal, detrás de la que estaba el comando de compañía.
yo una vez a que me viera el médico. El sendero era largo y, a cada paso, las ramas se
enredaban a mi fusil. «Regrese» por la picada y un poco mas allá encontré al cami6n de
rancho. Dos soldados de mi secci6n, Cliura y Huacho, un indiecito de Inquisivi, habían
venido a recogerlo en la acostumbrada lata de gasolina.
La llenaron de una huya espesa, y luego, por medio de un palo que sostuvieron en sus
hombros se pusieron a andar llevando la lata colgada entre los dos. Tomamos el
sendero. A los 500 metros se detuvieron, porque una rama quit6 la gorra a
Cliura. Volvieron a cargar la lata, por entre los árboles.
Cliura iba adelante. Acompasando su marcha, Huacho que se secaba el sudor con' la
mano libre, y yo detrás de ambos. Con el movimiento de los dos soldados, a ratos
rebajaba el rancho y corría por el exterior de la lata. En ese momento senté silbidos mas
pr6ximos y me incline mas, cuando vi caer a Huacho, de bruces.
Al resbalar el palo de su hombro hi20 que la lata de comida viniese a su encuentro en el
suelo. Le brotaba sangre del cuello, debajo del rancho, formando una
mescolanza. Quedaban restos de comida en la lata, pero, naturalmente, el rancho no
alcanz6 para toda la secci6n. Pero otras veces es muy difícil.
Pero ocurre que generabnente me olvido de lo que quiero y ahuyento las palabras para
quedarme mudo, por dentro y por fuera, siendo así que lo único que ya vive de mi
cuerpo son mis palabras y mis piojos. S6lo mis palabras lo desentierran de mi
coraz6n. Yo se que los hombres nacemos con un destino de palabras, y mientras no las
hayamos vaciado, no podremos morir, porque aun no habré-- mos vivido. Vengan a mi
las palabras.
Es de noche.
Advierto que me he acostumbrado a no escribir y ni siquiera a pensar con palabras. A mi
cabeza acuden, una sobre otra, no las figuras ni los nombres. Pero después&, ya en
Campo Jordán en mi zanja del «Campe-ro», cubierta de troncos y ramas, me acostumbre
tanto que ya no ora los cochanos ladridos. Pero después, en la enfermera de Puesto
Moreno, Lejos de la guerra, todos l03 ruidos depositados en mis nervios despertaban en
medio de la noche, me seguían en mi delirio, como si me acona penase el ruido del tren.
Alguna noche, si tengo mucha fiebre... ^A d6nde iba?... Ya no puedo retener mis
ideas. Es evidente que estoy mal de las ideas de la cabeza. Mi cabeza es una caja llena de
tierra árida, de arena sacudida.
RESUMEN CAPITULO 6

El Milagro
Hay quienes aseguran que nuestra salvaci6n se debi6 a un milagro, pero la verdad es que
sin Porfié el milagro habría sido mucho mas difícil. Desplazaban se
regimientos, trasladaban se grupos dispersos dc soldados y desfilaban camiones que
Luego eran incendiados.
Allá en Santa Cruz mate muchos cambas como vos. El ánimo despertado por esta
noticia se apag6 con la que trajeron unos soldados que pasaron hacia el
camino, cargados de azúcar y de harina que habían robado en un puesto de
abastecimiento de la IV. Entregarnos a ese espectro desconocido, pálido y confuso
donde aguardaba lo ignorado, a ese laberinto de árboles anémicos, tejidos de
zarzas, desolado y sin agua, era una aventura a la que s6lo podrá precipitarnos un
impulso sin deUberaci6n. Pasaron corriendo unos soldados.
Silbaron balas entre los árboles. Al primer movimiento de Kruger que empez6 a
correr, el capelán, los sanitarios, los telegrafistas, los convalecientes, Landívar, Porfié y yo
nos introdujimos al monte, por un sendero quise dirigía en rumbo Sud. Desde ese
momento, Pone tom6 su lugar de guía y así empezamos la marcha a través del gran
bosque lívido.
El camba por delante y detrás de el, uno a uno, los fugitivos. Landívar llevaba un fusil
bajo el brazo. Roger un morral sobre la cadera y una pistola en el
cintur6n. Desarrollábamos en columna una sinuosa trayectoria de serpiente, siguiendo el
punto de menor resistencia que perforaba el machete del camba en la malla del bosque.
Marchábamos cautelosamente, doblando las ramas con las manos, sin quebrarlas, para
no delatarnos a las patrullas enemigas que podían haberse infiltrado por ese lugar. La
arboleda de la zona, en la primera etapa, rala y poco espinosa, nos permitía marchar
encogidos, doblados, deslizándonos como figuras transparentes que atravesaban los
arboles sin tocarlos. Anduvimos así todo el atardecer y parte de la noche, repitiendo la
misma acci6n de esquivar la cabeza a las ramas. Al día siguiente el monte se fue
poblando de un nutrido malezal de arbustos de dos a tres metros de altura, con hojas
diminutas y afiladas y ramas tejidas tan estrechamente entre si que se cerraban en un
bloque grisáceo, erizado de púas.
Lo que desviaba y retardaba el trayecto eran los rezagados, los otros que se extraviaban
como Landívar, cuya desaparici6n note. Entonces llame« a Pofie y le ordene que buscara
a Landívar. Pone dio media vuelta y lo huell6 para devolverlo, después de unas horas, e
incorporarlo al grupo como a un resucitado. Un soldado potosino meti6 la cabeza
debajo de un arbusto y se ech6 arena sobre lanuda, para morir con ese impulso de
inmersi6n hacia la sombra.
Otros árboles se enlazaban con los vecinos, retorciéndose, carcomidos y apaulados
como momias de tarántulas gigantescas, acopladas, enredadas, contagiadas unas a otras
de bubones tumefactos y de lúes rosadas. Todo el bosque fosco, deshecho, parecía
haber sido asesinado por un huracán. Nos latigueaba los rostros, nos cogía de los brazos
con sus cufias, nos obligaba a girar sobre nosotros mismos, enredándose a los pies, se
cerraba alrededor de nuestros cuellos, nos prendía de los cabellos, nos extraviaba
alrededor de un matorral, nos metía espinos dentro de las botas, y todas sus ramas
flexibles, sus leños aguzados, sus malezas y sus púas conspiraban para
detenemos. Embolsados horas y horas, mientras Pone buscaba salida entre la
maraña, veíamos animarse el bosque con gesticulaciones, ondulando su ramaje como si
lo dedicase a un acto mecánico de aprehensi6n,para estrangularnos mediante sus
espinosos brazos esqueléticos o sus verrugosos tentáculos que se mofan
sordos, perversos, hambrientos de carne.
En un claro del monte, dos momias de soldados paraguayos, con pedazos del carcomido
uniforme azulenco, semienterrados de cara al suelo, yac{an en un meditabundo
holocausto de esqueletos. Kruger, al verlos, se puso a cantar una canci6n en
aleman. Esas momias eran probablemente de fugitivo& paraguayos en la retirada del
Kil6metro Doce, que el calor habia desecado desde marzo, cuando buscaban agua en
este mismo lugar. »Debemos -salir de aquí«, pense o gnte, aterrorizado.
Fuimos hacia alla y hallamos a Molina, de rodillas ante el cuerpo de
Kruger, fendido, desnudo de medio cuerpo arriba y con la cabeza dormida sobre una
aureola dc saiv gre. En la mano derecha de Kruger, cubierta de una pelusilla roja
mezclada con polvo, estaba la pistola. Landivar. El capellan rez6, bendijo al muerto y le
cubri6 el rostro con los pedazos de su camisa.

Después interrogamos a Poner y dste manifest6 que no había perdido la esperanza de


encontrar una aguada. Y me dio la pistola. Cada paso pesaba como si llevase pantalones
de plomo, botas de plomo. El capellán rezaba en alta voz y a ratos entonaba un himno
litúrgico.
RESUMEN CAPITULO 7

Humo de Petróleo
Se encogió, sumiéndose todo el hacia adelante y recién pe r cibi6 el
estallido de ráfagas de ametralladora contra el cami6n. El camión siguió
rodando, penetro al monte y dio un golpe contra un árbol, donde
quedo detenido, entretanto que la bocina aullaba con un clamor
interminable, sin fin, porque la frente del Pampino, clavada sobre el
volante, segura apretando el bot6n. Treo uno al camión. Es gasolina.
Se inflama la gasolina y desaparecieron en el seno de la arboleda, a la
carrera. Patas rutilantes de enormes arañas amarillas y blancas
anduvieron por el suelo y por encima del cami6n, multiplicándose en
una generaci6n de formas aliadas
RESUMEN CAPITULO 8

Las Ratas
Usted, sus papeles. No podía sacarlos rápidamente del bolsillo, porque llevaba un
paquete de pasteles y dos revistas en las manos y una cartera debajo el brazo. Niqui, para
resolver arm6nicamente la situaci6n de los objetos que llevaba en las manos con su
situaci6n de reservista no movilizado, opt6 por entregar la cartera al manco, no
atreviéndose a entregarla al otro que entornaba el parpado con impaciente y progresiva
ferocidad. Logr6 extraerlos de un bolsillo y los exhibi6 recogiendo al mismo tiempo la
cartera, de modo que fue precisamente el otro, el que le era más antipático, quien los
cogi6 y los ley6 con aire de entendido en documentos militares.
El fornido Niqui fue incorporado a una larga fila de indios reclutados y pese a sus
protestas, conducido por en medio de la calle, repartiendo sonrisas y señales de protesta
y asombro a los espectadores que contemplaban desde el filo de las aceras la desquicios
sorpresa. Felizmente fue visto por Ruben Quiroga, Secretario del Ministro de mas
influencia en el gobierno. Aproximándose a la comitiva, logr6 que el sargento cicl6peo
que comandaba la patrulla, se tomase nuevamente el trabajo de verificar con ojo propio
la correcci6n de los documentos de Niqui, según los cuales estaba mas libre del servicio
de las armas que el propio Jefe de Estado Mayor Auxiliar. Hoy mismo voy a decirle
cuatro cosas al Ministro.
Se separaron y Niqui qued6 con la cruda impresi6n del atropello, que le descubri6 con
la violencia del sargento los tentáculos invisibles del Estado que intentaron
atraparlo. Estado exige de los hombres pobres el impuesto en época de paz, y la
muerte, o por lo menos la amputaci6n de un miembro, en tiempo de guerra. Niqui, ni a
través de la pantalla de los funcionarios con quienes mantenía s6lidas relaciones entendía
al Estado que para su concepci6n practica s6lo existía en for nia de Ministros amigos, de
Intendentes de Guerra o jefes de secci6n. Naturalmente que su práctica de hombre de
negocios Ie mostraba ciertas diferencias entre las empresas particulares y la empresa
fiscal, entre equis la de que en esta última había mas longanimidad en los pagos, poca
proejada en las compras y un estándar de solomo inferior al de las empresas privadas.
El, Nicanor Lanza Frece, "trampeador" experto y "malero" de reputaci6n en los
prostíbulos de Chirino, ya jubilado de esas actividades, tuviese algún compromiso para ir
a la campana.
El amigo de Bolivia se hizo amigo de Niqui.
Yacuiba y Puerto Linares para hacer luego su travesía en camiones al
Chaco. Niqui representaba a la sociedad abastecedora en La Paz, entretanto
que Lorenzana, vuelto a sus pagos, compraba a precio alzado la producci6o
del norte argentino. En mayo de 1933 el gobierno argentino se tom6 la
humanitaria misi,6n de evitar que comiesen los soldados bolivianos, para
ponerlos asi en igualdad de condiciones con los soldados paraguayos que
comían poco y pertenecían a un país más chico. Cuanto más nutridas eran
estas, mas se resentía la rigidez de eV te, pero, de todas maneras, la acci6n de
Lorenzana, como la de otros proveedores se desarrollaba con graves
dificultades.
Los contratiempos nacionales trajeron consigo contratiempos personales a
Niqui, tan vinculado a la suerte de la patria. Ese mismo mayo, a consecuencia
del envió de nuevos destacamentos al Chaco, se intensific6 la camparía contra
los "emboscados". Niqui sinrl6 comprometido su ser en el oleaje de las
denuncias, las diatribas y Ia> ironías.
La prensa opositora poblo sus ediciones de iniciaIes y conjeturas
"Por qué el barbilindo acompañante de damas e hijo del líder guerrista Doctor
K no sigue dos consejos patricios del autor de sus días que aconseja
h, necesidad de tomar Nanaya a todo trance?". Toda esa masa gobernante, al
refrendar los reclutamientos de soldados, parecía olvidar que le herma
directamente.
Aquella tarde fue a exponer la fraguada de su situaci6n ante el Ministro de
Harinas. - desde un banco de la Cámara respondi6 a un diputado opositor que
anunci6, en una célebre interpelaci6n al gabinete, el hecho de que 12.000
soldados paraguayos ro1 dejaban en Boquerón a 600 bolivianos.
RESUMEN CAPITULO 9

La Paraguaya
Aquella fotógrafa de mujer perfecta un paraguayo muerto. E1 Teniente
Paucara la había obtenido una
Tarde, después del ataque sorpresivo con que los "pilas"
Ocuparon un sector de 400 metros de las trincheras bolivianas en el
Oeste de Nanawa y llegaron hasta la picad
RESUMEN CAPITULO 10

Opiniones de Dos Descabezados


El monte se obscurecio y el viento del sur tendi6 acuosos alambres de
frescura, que a través de las ramas llegaban a enredarse alrededor de la
carpa. Me acosté debajo de mi carpa, tendido en mi lecho, y a través
del mosquitero vi desaparecer la vaga claridad aprisionada entre los
árboles. Sobre la carpa tamborileaba la Huevia, también intermitente
como un tiroteo de ametralladora. Cuando ya me introducía en el
suelo, escuche primero un vago rumor de pasos sobre la hierba y luego
un tropez6n en una de las cuerdas que sujetaba la carpa de una
estaca, junto con el sonido metálico de mi jarro de aluminio colgado del
árbol inmediato.

A1 mismo tiempo la mano del viento derram6 de lo alto del árbol a la


carpa un pifiado de gotas de agua.

Como tampoco obtuve respuesta me incorpore a medias y mire a través


del mosquitero
SANGRE DE
MESTIZOS
AUTOR: Augusto
Céspedes

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