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EL ANALISIS DE LA DEMANDA.

UNA DOBLE PERSPECTIVA,


SOCIAL Y PRAGMATICA
Manuel Villegas Besora
Universitat de Barcelona

Psychotherapy, as a professional activity, belongs to the group of helping professions,


but it differs from them in many ways regarding the analysis of the demand. In this article
analysis of the demand is considered from a social and pragmatic point of view.

INTRODUCCION
Una de las primeras cuestiones que debe abordar el psicoterapeuta en el
encuentro inicial con un paciente es la relativa a la acogida y análisis de la demanda
de ayuda. Ésta viene formulada discursivamente en términos no siempre psicoló-
gicamente viables, ni pragmáticamente apropiados; de modo que en la mayoría de
los casos se hace necesaria una reformulación. Entre las razones que probablemente
están al origen de este fenómeno se debe mencionar la naturaleza misma de la
psicoterapia, a medio camino de otras profesiones de ayuda o “cura” -en el sentido
etimológico del vocablo griego therapia-, lo que lleva fácilmente a confundirla con
ellas y a plantear, en consecuencia, demandas inapropiadas desde el punto de vista
psicoterapéutico.
No cabe duda de que por razones históricas la psicoterapia se ha asociado y
asimilado especialmente a la medicina, y más en concreto a la psiquiatría. En
algunas universidades las facultades de Psicología comparten con Medicina la
misma División y los curricula universitarios de Psicología y Medicina (psiquiatría)
se consideran los únicos adecuados para acceder a la especialización postgrado en
psicoterapia. Los mismos requisitos son exigidos por las asociaciones nacionales o
internacionales de psicoterapeutas, tales como la FEAP o la EAP. Incluso algunos
(Págs. 25-78)

profesionales reúnen en sí mismos la doble condición de psiquiatra y psicoterapeuta,


o colaboran estrechamente unos con otros tanto en el ámbito de la asistencia pública
como de la privada. Ambos colectivos comparten, además, la misma literatura

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científica, aceptando criterios diagnósticos comunes DSM-IV. Por último, los
tratamientos que combinan psicoterapia y farmacoterapia se consideran los más
efectivos para la mayoría de trastornos psicológicos (Breitman y Klerman, 1991) y
más en particular para la depresión (Hollon, 1992).
Estos y otros muchos factores, derivados particularmente del planteamiento
informativo, literario, cinematográfico y televisivo que se hace de estas profesio-
nes, contribuyen a crear un imaginario social según el cual la psicoterapia no es más
que el equivalente light de la psiquiatría, con lo cual la demanda que se puede dirigir
a ambas es también equivalente. Pero esta construcción social olvida el elemento
fundamental que diferencia psiquiatría de psicoterapia, a saber la cuestión del
pharmakon o agente terapéutico sobre el que se constituyen y diferencian como
disciplina o método de tratamiento. En efecto, ¿cuál es el factor, si es que existe, que
cura -en el sentido de sanar- en el caso de la psicoterapia?
No vamos a responder ahora a esta pregunta por dos razones fundamentales:
la primera porque no es el tema que nos proponemos desarrollar en este artículo; la
segunda porque probablemente la pregunta está mal planteada y, en consecuencia,
no tiene respuesta, tal como demuestra la discusión estéril que se viene produciendo
desde hace años a este propósito en el ámbito de la literatura especializada (Castillo
y Poch, 1991; Revista de Psicoterapia, todo el nº 4; Frankl, 1990). En efecto, esta
pregunta continúa basándose en la asimilación epsitemológica entre psiquiatría y
psicoterapia, donde está claro que para la psiquiatría existen fármacos, es decir
sustancias activas (agentes) que actúan sobre organismos pasivos (pacientes),
mientras que en psicoterapia no existen ni sustancias activas ni organismos pasivos,
sino agentes sociales (psicoterapeutas) que interactúan con otros agentes sociales
(clientes o usuarios).
La comprensión de esta diferencia fundamental relativa a los recursos y
objetivos propios de una disciplina con respecto a la otra constituye un aspecto
básico para encuadrar debidamente el análisis de la demanda. En efecto, el
psicoterapeuta sólo podrá trabajar como tal en el caso que la demanda venga
formulada o reformulada en términos coherentes con sus recursos específicos. Esto
que, a primera vista, puede parecer una tautología o petición de principio no lo es
si se tiene en cuenta la confusión existente, para cuyo esclarecimiento se exige,
quizás como en ninguna otra profesión, un planteamiento sistemático de análisis de
la demanda. En general la demanda que puede dirigirse a un notario, un arquitecto
o un agente de la propiedad inmobiliaria es bastante coherente con su especialidad,
sin que sea necesario discutir largamente sobre ello con el cliente. Sin embargo no
sucede lo mismo en psicoterapia, hasta el punto que para algunos (Carli, 1990), a
nuestro juicio exageradamente, el análisis de la demanda se convierte en el núcleo
central del trabajo psicoterapéutico. Nosotros, por el contrario, creemos que el
análisis de la demanda constituye su condición preliminar.
El tipo de ayuda, además, que viene solicitada en psicoterapia, no pertenece

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a un campo de intervención externa al sujeto, sino que le implica directamente a él
y al psicoterapeuta, de modo que da origen a una verdadera interacción psicosocial.
La demanda de ayuda emitida por el usuario pone al psicoterapeuta ante la situación
de plantearse qué puede hacer realmente por el demandante sin salirse de su rol
profesional. Esto es relativamente muy poco o nada, si no dispone de algún
instrumento o método de trabajo como, en nuestro caso, el análisis del discurso
(Villegas, 1992), del que el análisis de la demanda constituye su aspecto más
pragmático.
Tenemos pues dos dimensiones a considerar en el análisis de la demanda: la
interactiva, relativa al proceso mismo de solicitar y prestar ayuda, que debe
analizarse desde una perspectiva psico-social; y la discursiva, centrada en el análisis
de las modalidades expresivas y pragmáticas que determinan que una demanda de
ayuda pueda ser entendida y atendida psicoterapéuticamente. Ambas perspectivas
constituirán el horizonte de nuestra reflexión a lo largo de este artículo.

I.- LA DIMENSIÓN PSICOSOCIAL DE LA DEMANDA DE AYUDA


Para esclarecer la primera de las dimensiones que nos planteábamos en el
párrafo anterior, relativa al proceso mismo de solicitar y prestar ayuda, puede ser
útil el siguiente esquema conceptual. En toda situación de demanda de ayuda
tenemos, como mínimo tres elementos en juego:
a) un sujeto individual o colectivo con una necesidad o carencia, vividas
subjetivamente como tales;
b) unos recursos (supuestamente) apropiados para cubrir esta carencia o
necesidad;
c) un agente social especializado en la prestación de tales recursos.

a) La vivencia subjetiva de una necesidad


La prestación eficaz y no ofensiva de ayuda requiere un reconocimiento y
aceptación explícita de la misma por parte del demandante. Para ello es indispen-
sable que el posible beneficiario de la ayuda experimente una necesidad, no pueda
satisfacerla por sí mismo y emita un requerimiento manifiesto de ayuda. De lo
contrario la prestación de ayuda puede provocar rechazo y humillación. Unos
comentarios recientes de un indigente que vagabundea por la calle, aparecidos en
la prensa (Molist, 1996), lo vienen a confirmar:
“La gente de la calle no se deja pisar fácilmente, están cansados de lo que
han tenido que aguantar y son más duros. Van a un centro de acogida y se
sienten sometidos, presionados por los horarios, porque no les dejan beber
ni fumar. Una vez la Asociación X me invitó a su centro..., pero al cabo de
unos días me cansé y me fui. Querían cambiar mi modo de ser”.
Esta es la razón por la que muchas intervenciones bien-intencionadas de los
misioneros o de otras organizaciones humanitarias acaban con frecuencia en el

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fracaso o con la destrucción asimilativa de las poblaciones asistidas: la “ayuda”
prestada por estos agentes sociales no responde a una necesidad subjetivamente
sentida por los aborígenes o los componentes de un determinado ecosistema natural
o social. Esto causa muchas veces estupor y frustración en los esforzados ánimos
de quienes se entregan a una causa que consideran justa, tal como ponen de
manifiesto las declaraciones del representante de una asociación cívica de reinserción
social para indigentes, aparecidas en el mismo reportaje al que nos hemos referido
anteriormente (Molist, 1996)
“En Barcelona hoy en día nadie se muere de hambre. Es el contraste con
el Tercer Mundo. En el cuarto hay más medios, pero también más
aislamiento. Los pobres de Nicaragua se juntan para construir un pozo o
una cloaca. Los de aquí no tienen conciencia colectiva, no hacen cosas
juntos. Están solos. Por eso hablar con ellos es mejor que darles dinero.
Te aceptan mejor media hora de explicar chistes que de hacer un segui-
miento. Esto sorprende y hace daño, porque les ofreces ayuda y no la
quieren. Los procesos de reinserción no funcionan casi nunca”.
Existen ciertamente, también, situaciones en que el sujeto no puede expresar
sus necesidades por hallarse en un estado de desvanecimiento o inconsciencia. En
estos casos la intervención de un agente social externo constituye más bien una
acción de salvamento que de ayuda. Se trata de situaciones en las que la valoración
de la necesidad o del peligro viene determinada objetivamente, dando por supuesto
que la persona solicitaría y aceptaría la ayuda si le fuera posible hacerlo.
Se pueden señalar también ocasiones en que la persona puede atender por sí
misma a sus necesidades, pero por razones de comodidad prefiere hacerse ayudar
por otras personas a las que se recompensa en dinero o en especie por tales servicios.
Por ejemplo un camarero, un limpiabotas o el conductor de un transporte público.
No basta, sin embargo, la percepción subjetiva de una necesidad, ni la
sensación de incapacidad para afrontarla, para que alguien se anime a pedir ayuda
a una tercera persona o institución. Se requiere, con frecuencia, un largo proceso de
evaluación de los costes y beneficios de tal solicitud. En efecto, la demanda de ayuda
implica muchas veces una amenaza a la autotestima, así como el miedo a contraer
una deuda impagable o incluso desarrollar una dependencia infantilizante o sentirse
restringido en la propia capacidad de criterio y decisión. En tales casos las personas
pueden sentirse inhibidas o retraídas ante la eventualidad de solicitar ayuda a un
tercero. Igualmente el miedo a molestar o a resultar una carga para los demás puede
constituir un lastre notable para pedir ayuda. Una mujer que estaba explorando la
posibilidades de seguir una terapia con una psicóloga a la que había conocido en
ocasión de unos encuentros profesionales esporádicos escribió después de los
primeros escarceos a su posible terapeuta:
“Hoy tenía mi primera sesión formal contigo, pero te escribo para decirte
que no vendré... Creo que cuando te conocí me diste la impresión de que

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algún día podrías ayudarme, de que algún día conseguiría abrirme
contigo, de que me tirarías un salvavidas; no sé, por eso decidí llamarte
para la psicoterapia. Pero hoy me doy cuenta de que no vale la pena,... de
que cuando necesite a alguien me tomo dos o tres cubatas o hago cualquier
cosa de esas y, aunque luego me encuentre fatal, habré pasado un rato
feliz, olvidándome de todo, sin salir de donde me encuentro, pero sin que
nadie se dé cuenta... Sé que tengo a mi amiga X, sé que puedo contar con
ella y sé que te tengo a ti; pero también sé que las personas cansamos con
nuestros problemas y, a veces, sin darnos cuenta, agobiamos.”

b) La existencia de recursos apropiados


Cuando alguien acude a buscar ayuda a un profesional del tipo que sea,
generalmente ha recorrido previamente un largo camino repleto de bucles y estados
intermedios tal como puede verse reflejado en el diagrama de flujo del Gráfico 1.

Gráfico 1
MODELOS DE TOMA DE DECISIÓN DE DEMANDA DE AYUDA

CONCIENCIA DEL ESTIMULO NO, INHIBICION


(síntomas)
SI
CONCIENCIA DE LOS PROBLEMAS NO, INHIBICION
(normales/preocupantes)
SI
RELEVANCIA ACTUAL DEL PROBLEMA NO, ESPERA
(ineludible)
SI
RESOLUCION POR AUTOAYUDA SI, EXITO
(recursos propios)
NO
RESOLUCION AYUDA EXTERNA SI, EXITO
(recursos proximales)
NO
FRACASO SI, INHIBICION
(resignación)
NO
BUSQUEDA DE AYUDA PROFESIONAL SI, INICIO PROCESO
(recursos distales)

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La primera condición, en efecto, para que alguien se decida a solicitar una
ayuda es que exista una conciencia clara de una necesidad o carencia. Pero esto no
es siempre así, como queda dicho, a los ojos de quien experimenta una determinada
situación, aunque pueda serlo para los ajenos. Aun en el supuesto del reconocimien-
to de la existencia de un determinado problema, éste no siempre es valorado como
preocupante o dominante, de modo que su enfrentamiento o resolución se deja de
lado o para una mejor ocasión. Muchos son, en efecto los pacientes que acuden a
terapia con la conciencia de arrastrar un problema durante años, intentando quitarle
importancia, esperando que se solucione por sí solo o aplazando sine die su
enfrentamiento.
Sólo cuando un problema adquiere una dominancia relevante suele motivar la
atención del sujeto que lo sufre. Con muy buen criterio la reacción de un individuo
que se hace consciente de un problema tiende a ser la de buscar formas de hacerle
frente por sí mismo, es decir, la de poner en marcha sus propios recursos.
Únicamente cuando éstos se manifiestan insuficientes suele abrirse el sujeto a la
solicitud de ayuda externa, esto si mientras tanto no ha decidido abandonar de nuevo
o considerar como irresoluble su problema.
La búsqueda de ayuda externa se inicia habitualmente en los círculos más
próximos: familiares o amigos. Éstos pueden constituir una fuente de recursos
suficientes para hacer frente a las necesidades originales con los que restablecer un
estado de autonomía y bienestar. En ocasiones, no obstante, tampoco esta ayuda
basta; incluso a veces resulta indeseable, puesto que la fuente de problemática,
particularmente psicológica, puede estar en las relaciones con la propia familia, la
pareja, los amigos o compañeros del trabajo, etc. o bien éstos, a pesar de su buena
voluntad se sienten incapaces de hacer nada o se ven limitados a no decir más que
vaguedades. Caso de resultar infructuosa la búsqueda de ayuda eficaz en los
círculos proximales puede producirse de nuevo un abandono o resignación, con
evitación, premeditada o no, de acudir a otras fuentes de recursos más lejanas.
El acceso a los recursos distales suele hacerse también de forma graduada,
pasando de los profesionales más genéricos -médico de familia, servicios de
urgencias, sacerdote, etc.- al especialista. No es frecuente, todavía, que para los
asuntos de carácter psicológico la gente se dirija espontáneamente al psiquiatra o
psicoterapeuta. Ésta es una de las razones por las que muchos pacientes llegan a
psicoterapia solamente a través de la derivación.

c) La interacción con un agente social especializado


Cuando, finalmente, la demanda de ayuda, en nuestro caso psicológica, llega
a un profesional especializado, se inicia un proceso de negociación sobre las
modalidades de intervención que son posibles y factibles. Con frecuencia la
solicitud de ayuda no es directamente asumible en su presentación, habida cuenta
de los recursos de que dispone la psicología como tal. Por ejemplo, un psicólogo no

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puede llevar a cabo, por sí solo, un programa de desensibilización sistemática
respecto al miedo a volar en avión o a navegar en barco de vela, si no tiene a mano
un avión o un barco de vela. Por ello estos programas no funcionan, generalmente,
si no es en colaboración con una compañía aérea o con un club náutico.
Por otra parte, una demanda de este tipo, orientada a la modificación de un
hábito o a la desaparición de un síntoma, aunque debe considerarse genuinamente
psicológica, no por ello puede denominarse psicoterapéutica. Con muy buen
criterio, en efecto, en el ámbito de la modificación de conducta se ha evitado
tradicionalmente el uso de la palabra psicoterapia. Ésta, en efecto, es un tipo de
intervención psicológica dirigida fundamentalmente a producir un cambio en el
sistema epistemológico del sujeto. Los recursos de que dispone el psicoterapeuta
son de un orden distinto, aunque no incompatible, con los de la farmacología o los
de la tecnología conductual, tal como muestra el Gráfico 2 sobre los distintos niveles
de intervención terapéutica.
Imaginemos una situación de ataque de pánico, acompañada de todos los
síntomas neurovegetativos de rigor: constituye sin duda una situación que se acopla
bien con una intervención de tipo médico o farmacológico. Por eso muchas
personas que han sufrido este tipo de experiencias se tranquilizan a la vista de
símbolos que indican la proximidad de un hospital, un puesto de la Cruz Roja o una
farmacia, o llevando un ansiolítico en el bolso (Prata y Raffin, 1995). Algunas de
las personas que han sufrido un ataque de pánico desarrollan fácilmente después un
trastorno de tipo fóbico o evitativo, asociado a las circunstancias o contexto
inmediato donde se produjo. Para ellos puede ser indicado un programa de
desensibilización sistemática o un tratamiento de tipo conductual.
No siempre, sin embargo, tales tratamientos se demuestran suficientes. En
efecto, la eclosión de muchas crisis de pánico y la fobia subsiguiente no se produce
de forma puntual o espontánea, o condicionada, por ejemplo, al pánico experimen-
tado en el interior de un ascensor que se ha quedado bloqueado, sino que, con
frecuencia -como hemos tenido ocasión de valorar en otro trabajo (Villegas, 1995)-
tales crisis se manifiestan como la punta de un iceberg de características estructu-
rales mucho más complejas. En tales casos tiene sentido el planeamiento de una
demanda de ayuda psicoterapéutica. Ésta implica la transformación de una deman-
da focalizada en la mitigación de los síntomas neurovegetativos o en la superación
de los hábitos restrictivos de un comportamiento evitativo, hacia una demanda de
comprensión del significado del fenómeno, que permita una evolución o desarrollo
del sistema epistemológico del sujeto, lo que se considera el objetivo de toda
psicoterapia. Esta transformación se convierte en uno de los pasos constitutivos del
análisis de la demanda en la que se intenta definir en términos homogéneos las
necesidades del sujeto y los recursos del psicoterapeuta.
Tal adecuación es, con frecuencia, fruto de un largo proceso de negociación,
puesto que de lo que se trata es de llegar a un acuerdo sobre las bases de una

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32
Gráfico 2
NIVELES DE INTERVENCION TERAPEUTICA

Subsistemas
del S. N. Objetivo Procesamiento Estadios evolutivos Tratamientos terapéuticos

Regulación Neurotrasmisores y Bioquímico Constitución genética - químicos


fisiológica Sistema endocrino - físicos
- mecánicos

Regulación Reacciones Sensorial Sensorio-motor - relajación


somática neurovegetativas - terapias corporales
y musculares - desensibilización

Regulación Estabilidad afectiva Emocional Pre-operacional - catarsis


emocional - empatía
- psicoterapia de apoyo

Regulación Comportamiento Empírico Concreto - terapias comportamentales


comportamental - terapias cognitivo/conductuales
- problem solving

Regulación a) Sistema Cognitivo Formal - terapias racionales


cognitiva de creencias
b) Criterios Metacognitivo Post-formal - terapias hermenéuticas
epistemológicos

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definición común del problema que permita un abordaje psicoterapéutico, estable-
ciendo de este modo los presupuestos sobre los que asentar la alianza y el contrato
terapéuticos. La falta de explicitación de tales presupuestos, la creación de falsas
expectativas, la inadecuación de los recursos frente a la naturaleza de la demanda
son, con frecuencia, la causa del fracaso o el estancamiento en la psicoterapia.

Los límites de la psicoterapia


Una de las funciones del análisis de la demanda es justamente la de definir
claramente qué es lo que puede y lo que no puede esperarse de una psicoterapia.
Ahora bien, de-finir cualquier disciplina teórica o práctica implica necesariamente
señalar sus límites o con-fines (delimitar). Esto es particularmente necesario en las
profesiones de ayuda, puesto que tanto el prestatario como el demandante pueden
verse fácilmente tentados a sobrepasar los límites de lo que resulta viable y eficaz.
Así por ejemplo, en alguna literatura psicoterapéutica, particularmente de corte
humanístico o existencial, se ha puesto el acento de forma romántica o mística en
lo que el terapeuta debe hacer por el paciente:
“El analista existencial, en tanto que psicoterapeuta, no debe disponer
solamente de una amplia comprensión de la materia desde el punto de vista
psicoterapéutico, sino que también, en lucha por la libertad de su interlo-
cutor existencial, debe estar dispuesto a arriesgar la seguridad de su
propia existencia” (Binswanger, 1954).
Un caso clamoroso de aparente extralimitación lo constituye el protagonizado
por M. A. Sechehaye (1958) en el tratamiento de su paciente René, a la que siguió
por espacio de casi ocho años continuados, llegando a desarrollar con ella una
auténtica maternización simbólica sustitutoria. Este concepto tomado de Rosen
(1953) entiende la intervención terapéutica, particularmente en las psicosis, en base
a una concepción de su etiología relacionada con las frustraciones de tipo oral en
la primera infancia por parte de la madre y, en consecuencia, define el trabajo
psicoterapéutico como la identificación de las necesidades básicas subyacentes
para proceder a su satisfacción no real, sino “simbólica” (las manzanas, el baño
antes de acostarse, un conejito de peluche, etc. del caso René).
El éxito del tratamiento de la Dra. Sechehaye no constituye una excepción al
principio que hemos enunciado de la no satisfacción directa de las necesidades del
paciente por parte del terapeuta, sino la confirmación de que con aquellas personas
que por su edad -como los niños- o por la gravedad de su perturbación psicológica
-como los psicóticos- no pueden beneficiarse de un análisis semántico, puede ser
más adecuada la utilización de un lenguaje simbólico o metafórico, que es en
definitiva una forma más primaria de análisis o representación del significado,
facilitando de este modo el pasaje del pensamiento mágico, al concreto y formal.
De forma sintética podemos decir que el objetivo de la psicoterapia no es
satisfacer directamente las necesidades del paciente, sino ayudar a analizarlas, para

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que pueda satisfacerlas por sí mismo o con los recursos a su alcance. Lo contrario
crea dependencia y frustración y pervierte la naturaleza de la psicoterapia. Cierta-
mente la psicoterapia se establece y desarrolla en el contexto de la relación entre
paciente y terapeuta. Esta relación adquiere una especial importancia, mucho mayor
y mucho más decisiva que la que puede representar cualquier otra relación. Esto
depende naturalmente del hecho que la finalidad de la psicoterapia es la exploración
y el cambio cognitivo de uno de los dos participantes; por tanto, los comportamien-
tos y las experiencias que entran en juego en la relación entre los dos protagonistas
de la experiencia terapéutica constituyen una interacción absolutamente distinta de
cualquier otra relación personal o profesional.
Desde nuestro punto de vista la psicoterapia puede concebirse como una
interacción social orientada a promover el desarrollo psicológico de un sujeto,
cubriendo de este modo déficits evolutivos, tal como hemos propuesto con la
utilización de la “entrevista evolutiva” (Villegas, 1993). Si concebimos la evolu-
ción psicológica como una serie sucesiva de construcciones epistemológicas -
sistemas de reglas y recursos cognitivos, afectivos y operativos- con que se
construye la realidad, y los pasos de unos sistemas a otros como crisis y reestruc-
turaciones de éstos a fin de ajustarlos a la complejidad creciente de sus interacciones
con el mundo, podemos entender por qué cualquier bloqueo en ese proceso de
reestructuración puede ser el origen de una disfunción o inadaptación psicológica.
En situaciones normales las crisis epistemológicas se resuelven generalmente
a través de un proceso dialéctico interno o externo que lleva a una ampliación del
sistema. Para un niño de seis o siete años la incongruencia entre el pensamiento
mágico y el realista origina una crisis respecto a sus creencias sobre los Reyes
Magos, que puede solucionar por sí mismo o con la ayuda de otros agentes sociales
coetáneos o de mayor edad. Una gran cantidad de estudios demuestra que en los
niños la interacción con los adultos promueve el cambio epistemológico de forma
mucho más rápida y eficaz que con los coetáneos o consigo mismos en solitario.
Probablemente una ventaja semejante es la que obtiene el paciente en psico-
terapia de la interacción con un agente social, en este caso el terapeuta, a causa más
que de sus conocimientos especializados en psicología, de una preparación
metodológica específica en el arte de favorecer el desarrollo epistemológico de un
sistema individual, familiar o de pareja.
Nos parece que la mejor imagen que se puede ofrecer de la interacción en
psicoterapia procede de la adaptación del pensamiento de Vygotsky a propósito de
la función pedagógica y socializante de la crianza o educación. Para Vygostky el
niño sigue un programa evolutivo marcado por sus propia capacidades innatas y las
necesidades inmediatas derivadas de su interacción con el mundo. Pero este
programa no se desarrolla espontáneamente sin la intervención de agentes sociales
que dialécticamente promueven su evolución, al tiempo que le trasmiten sus
instrumentos culturales de pensamiento y acción.

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Una representación gráfica de este tipo de interacción puede verse en el
Gráfico 3, donde la parte sombreada A representa el sistema epistemológico del
paciente que, en un momento determinado de su desarrollo o ante el cambio más o
menos brusco del ambiente, se experimenta como inadecuado o insuficiente -
disfuncional- para hacer frente a las nuevas exigencias de adaptación.

Gráfico 3

PACIENTE PSICOTERAPEUTA

A B C

Sistema Zona de Sistema terapéutico


epsitemológico del desarrollo Heurística negativa e
sujeto proximal interacción dialógica

La parte en blanco B representa la zona de desarrollo proximal que potencial-


mente puede conseguir el sistema epistemológico A sin pérdida de coherencia
interna ni autodestrucción de su identidad. Se trata de una zona de reestructuración
epistemológica que implica el desarrollo de una mayor complejidad autoorganizativa.
Vygostky llama a ésta “zona de desarrollo potencial o proximal”, y la define como
“la distancia entre el nivel de desarrollo real, determinado por la resolución de un
problema sin ayuda, y el nivel de desarrollo potencial, determinado por la resolu-
ción de un problema bajo la guía del adulto o en colaboración con compañeros más
competentes” (Vygotsky, 1978). Esto no significa ni en el campo de la pedagogía,
ni mucho menos en el de la psicoterapia, que el adulto o, en nuestro caso, el agente
social externo al sistema epistemológico que es el terapeuta, trasmitan fórmulas
elaboradas de resolución de problemas o, menos aún, la solución directa de los
mismos. Al contrario, la función del terapeuta es la de facilitar la reorganización
autónoma del sistema a partir de sus propios recursos, potenciados por la interacción
específica, propia de la psicoterapia.
La persona o sistema epistemológico que está en crisis intenta, como hemos
visto, por sí misma o con la ayuda de iguales, reestructurarse; pero no siempre lo

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consigue, y esto por dos razones: a) porque aplica las mismas operaciones o criterios
de siempre, “no hace más que dar vueltas”, o b) porque recibe de familiares y amigos
puntos de vista que no son suyos, que pretenden sustituir un sistema espistemológico
propio por otro ajeno, con lo cual se genera una resistencia al cambio.
Una intervención psicoterapéutica adecuada viene representada en la figura 1
por el Cuadro C. Éste representa un sistema terapéutico, idealmente vacío de
contenido, para posibilitar la recepción del sistema del paciente por parte del
terapeuta y la sucesiva interacción dialógica. De esta forma el terapeuta (agente
social externo) a partir de la reproducción comprensiva de la estructura del sistema
del paciente y, utilizando sus propios términos, se convierte en agente del diálogo
interno (proceso de interiorización), facilitando el proceso de cambio o de reestruc-
turación autoorganizativa, a través de la exploración de la estructura actual del
sistema y de sus posibilidades evolutivas.
Para que esta interacción pueda considerarse exitosa se requieren tres condi-
ciones previas al inicio de la psicoterapia, que con frecuencia forman parte ya de las
tareas específicas del análisis de la demanda. Estas condiciones previas son:
predisposición, motivación y colaboración.
a) Predisposición: Para que se produzca una demanda de ayuda tiene que
darse, como queda dicho más arriba, una conciencia de crisis o una necesidad vivida
como tal. Sólo esta circunstancia permite desarrollar en el ánimo aquella predispo-
sición que Platón denominaba paraskhesis y que podría traducirse como aceptación
de la ayuda o apertura del propio sistema a la influencia de un agente exterior. Este
agente, de acuerdo con algunos autores, deberá ser percibido como un validador de
confianza (Semerari 1991).
b) Motivación: La actitud del paciente debe implicar un deseo de superación
del sufrimiento y de la necesidad de introducir cambios con esta finalidad en su vida.
El sufrimiento, como han puesto de relieve diversos pensadores, entre los cuales
Buda ya varios siglos antes de Cristo, es el motor del cambio. La finalidad de la
psicoterapia no es evitar el sufrimiento, sino aliarse con él para promover el cambio.
Perls señalaba agudamente que los neuróticos eran aquellos que sufrían por evitar
el sufrimiento. Como tal el sufrimiento es experiencia de lo real que es lo contrario
de la ansiedad, anticipación de la experiencia o experimentación fantaseada de lo
que tiene que venir, para lo cual cualquier acción, excepto la evitación, resulta
ineficaz. Como observa Maturana (1996) “si no hay sufrimiento no hay deseo de
cambio”. De este modo puede decirse que el sufrimiento es el aliado inseparable de
la terapia, lo contrario del dolor, que sitúa al paciente en una actitud pasiva, y del
resentimiento que lo sitúa en una posición vengativa.
Generalmente el paciente acude a terapia en un estado de confusión y
desespero. Aunque la falta de moral o confianza constituye frecuentemente un
obstáculo para el trabajo terapéutico, uno de los efectos más inmediatos y univer-
sales de todas las terapias (Frank, 1990) suele ser el de la moralización, que se

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consigue habitualmente con la sola acogida de la demanda de ayuda y su evaluación
por parte de un terapeuta. Conviene aprovechar esta reacción favorable para
promover la tercera condición, la de colaboración, que tratamos a continuación.
c) Colaboración: La psicoterapia es una intervención de ayuda que exige, más
que ninguna otra, la colaboración del paciente, puesto que está orientada a restituir
precisamente la autonomía epistemológica del sistema. Con frecuencia los pacien-
tes están dispuestos a colaborar, pero de una forma pasiva, es decir a hacer lo que
se les mande con la fantasía mágica de que eso les curará. Algunas técnicas
terapéuticas por su intrínseca directividad refuerzan esta postura (véase Mariscal,
este mismo número), y aunque pueden ser útiles a corto plazo, se vuelven ineficaces
si lo único que consiguen es que el paciente “haga los deberes”.
Una página brillantemente escrita por Rollo May (1972), a partir de su propia
experiencia con la enfermedad, en este caso la tuberculosis, constituye un buen
exponente de esta actitud.
“Intenté hacer lo que los médicos me indicaron que hiciera, descansar y
dejar mi curación en manos de los demás. Lo único que podía hacer era
mirar las figuras que la luz dibujaba en el techo de mi habitación... Pero
para mi desconsuelo descubrí que los bacilos se estaban aprovechando de
mi inocencia, que había transformado mi desvalimiento en pasividad....
Mientras no llegué a presentar algún tipo de batalla, a desarrollar un
cierto sentido de responsabilidad personal por el hecho de que era yo
quien tenía la tuberculosis, a hacer valer mi propia voluntad de vivir, no
empecé a hacer verdaderos progresos. Aprendí que la curación es un
proceso activo en el que era necesario que yo mismo participara”.
No todos los pacientes se hallan en condiciones de dar algún tipo de respuesta
colaborativa, particularmente en el caso de los niños pequeños y de los psicóticos,
o de personas que se hallan bajo el efecto inmediato de un estrés traumático, de
ingesta de drogas o de un trastorno emocional muy intenso; pero aun en estos casos
es posible buscar la colaboración del sistema familiar o de las redes de apoyo social,
o incluso del mismo sujeto, poniendo en marcha otras formas de intervención que
ayuden a sentar eventualmente las bases para una psicoterapia futura.
La actitud colaborativa es la que permite llevar a cabo el tipo de interacción
psicológica que llamamos “psicoterapia”, a la que hemos definido en otra parte
(Villegas, 1990) como “colaboración profesional de ayuda en el proceso de cambio
y resolución de problemas psicológicos”, distinguiéndola, así, de otro tipo de
intervenciones psicológicas o psiquiátricas en el ámbito clínico, que no exigen la
colaboración del sujeto. Se trata, como dicen Frank (1973) o Goldstein (1980), de
una interacción unilateral, centrada en el cliente, en la que los problemas personales
o los asuntos privados del terapeuta son voluntariamente dejados fuera (lo que no
significa que no puedan estar influyendo de algún modo). Esta dirección unilateral
es la que la otorga su carácter profesional. Pero a la vez, requiere la colaboración

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 37
del paciente, puesto que la finalidad de la psicoterapia es activar la posibilidad de
desarrollo de la persona, a partir de sus propios recursos; es decir, volviendo a los
orígenes etimológicos de la palabra psico-terapia, facilitar “la curación de la psique
por la psique” (la curación de la psique con los recursos de la propia psique del
paciente, no con los de la psique del terapeuta, como se suponía en el magnetismo
de Mesmer); proceso en el que, como queda dicho, el psicoterapeuta no es más que
un agente social externo especializado.
En realidad se trata de activar las fuerzas o posibilidades de cambio presentes
en la estructura del sistema epistemológico de la persona. Devolver el poder a las
personas (May, 1972; Rogers, 1977) a través del trabajo psicoterapéutico es el fruto
de una colaboración profesional (Egan, 1986), donde el experto es o debería llegar
a ser el propio cliente. Esta transformación no es producto, sin embargo, de una
influencia mágica, sino de una conversión del propio sufrimiento en una ocasión de
cambio; proceso en el que terapeuta y cliente colaboran a través de la interacción
que se instaura a partir de la demanda de ayuda.

II.- LA DIMENSIÓN DISCURSIVO PRAGMÁTICA EN LA DEMANDA DE


AYUDA
La solicitud de ayuda se reviste inevitablemente de alguna formulación verbal,
cuya comprensión remite necesariamente a su dimensión discursivo-pragmática.
Es decir, al tipo de representación mental de la situación de demanda de ayuda, que
se configura detrás de las formulaciones con que ésta viene solicitada. ¿Se espera
que el terapeuta tome la iniciativa; que adivine el origen de los problemas y los
solucione; que no haga más que confirmar las opiniones del propio paciente; que
le dé la razón aliándose en contra de otros; que satisfaga sus necesidades afectivas;
que le ayude a aclarar su ideas; que le demuestre que nadie puede hacer nada para
curarlo; que le escuche, le acepte, le comprenda y le sostenga; que refuerce su
personalidad; que le trasmita la energía y la motivación que le hacen falta; que
consiga que cambie su madre o que el marido le corresponda amorosamente?
La lista de suposiciones pragmáticas podría ser interminable, distinta para
cada caso. En este apartado buscaremos, sin embargo, algunas modalidades o
tipologías de demanda de ayuda que por su carácter más bien formal o estructural
puedan abarcar categorialmente la mayor parte de la casuística posible. Toca al
lector, si lo desea, identificar las demandas concretas con las categorías que aquí se
proponen, así como pensar otras posibles categorías que no hayamos descrito o ni
siquiera se nos hayan ocurrido. Este es un primer esbozo, sin pretensión de
exhaustividad, cuya justificación radica solamente en la posible utilidad que pueda
tener para la mejor comprensión del quehacer terapéutico.
El análisis de las intenciones implicadas en las fórmulas cómo se enuncia la
demanda de ayuda es una tarea de interpretación discursiva, que hace referencia
particularmente a la dimensión pragmática del lenguaje. A través de la dimensión

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pragmática del lenguaje las personas interactúan de forma muy intensa, implicándose
unas a otras en sus estados cognitivos, afectivos y operativos, según los contextos
en que los discursos vienen producidos, hasta el punto que los individuos implica-
dos pragmáticamente no pueden eludir tal interacción. Comprender pragmática-
mente los discursos significa explicitarlos, atendiendo particularmente a su contex-
to de producción: es decir, atendiendo a quién dice qué a quién en qué momento y
con qué finalidad. La expresión
- “¡cuánto pesa esta maleta!”,
pronunciada ante una tercera persona en el compartimiento de un vagón del tren
puede significar
- “¿por qué no me ayuda a subir o bajar la maleta (al/del portaequipajes)”?
Pero la misma expresión, dirigida por el adolescente que se va de campamen-
tos a la madre que le ha preparado la maleta o la mochila puede significar:
- “¿Por qué me has puesto tanta ropa en la maleta, si con la mitad tengo
bastante?”.
La adecuación de la respuesta pragmática guarda muy poca relación con la
cohesión lexical, hasta el punto que pregunta y respuesta pueden parecer dos frases
inconexas, sin ningún tipo de cohesión lexical:
- “¿Cuánto tiempo me queda?”
- “¡Tranquilo!”
es la transcripción literal de la interacción verbal entre un ponente y el presidente
de la mesa en un Simposium celebrado recientemente en el marco de un Congreso.
Está claro que el par adyacente, constituido por pregunta y respuesta, no son
inteligibles si no se comparte el mismo contexto de producción. La respuesta:
- “¡Tranquilo!”
no responde a la pregunta.
- “¿Cuánto tiempo me queda?”
De hecho en el caso concreto, dado que ponente (norteamericano) y presidente
(español) no compartían los mismos valores respecto al tiempo, se produjo una falta
de comunicación, con la subsiguiente necesidad de negociar en términos de tiempo
objetivo (reloj) no subjetivo (actitud interna) el significado de la respuesta (5
minutos, 3 minutos, etc.).
La interacción conversacional implica muchas veces una solicitud pragmática
de ayuda, que si no se comprende frustra la comunicación:
- “¡Dios mío, cómo llueve!”
- “No te preocupes, puedo acompañarte en coche”
La coherencia de ambas frases se puede entender sólo en su contexto
pragmático, donde el emisor hace esta observación ante un destinatario que conoce
sus necesidades, y puede y quiere satisfacerlas; no a nivel enunciativo, donde una
intervención coherente sería del tipo:
- “Sí, desde luego, es un auténtico diluvio”

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 39
Responder a los contenidos implícitos de las expresiones pragmáticas es,
desde luego, un ejercicio de interpretación, cuyas probabilidades de éxito no
siempre están garantizadas. Ello depende en gran parte del conocimiento que los
interlocutores tiene el uno del otro, y de la medida en que comparten el mismo
contexto de producción, tanto desde el punto de vista cultural como interpersonal.
Explicitar la dimensión pragmática de los discursos es un proceso de negocia-
ción del significado; en el caso de la psicoterapia, de negociación con el paciente.
Por ejemplo, la frase con que muchos pacientes dan inicio a su primer contacto con
el terapeuta - “no sé lo que me pasa”,
desde el punto de vista de la enunciación es una expresión que implica una
negación del “saber” por parte del sujeto que emite la demanda y a la vez una
afirmación de que “algo pasa”. Pragmáticamente esta frase, pronunciada delante del
terapeuta, es una solicitud de ayuda que podría reformularse de forma más explícita
de este modo:
- “Ayúdeme, usted que es especialista (psicólogo), a saber lo que me pasa
y por qué me pasa y qué puedo o se puede hacer al respecto”.
La dimensión pragmática otorga al lenguaje una complejidad tal -gracias a su
enorme capacidad de sintetizar los contextos-, que no permite una lectura literal de
los enunciados, dado que ésta sería totalmente inadecuada. Por ejemplo, a una
comprensión literal, en la que sólo se toma en cuenta el valor enunciativo de la frase
“no sé lo que me pasa”, le correspondería una respuesta del tipo:
- “si usted no lo sabe, ¿cómo quiere que lo sepa yo?”.
Tampoco sería aceptable, por elemental, una respuesta del tipo reflejo:
- “¿Así, usted no sabe lo que le pasa?”.
Ni siquiera sería adecuada una respuesta, por evidente, que pusiera de
manifiesto el significado implícito inmediato:
- “Así, usted no sabe lo que le pasa y viene a mí para ver si puedo ayudarle
a saber lo que le pasa”,
o sus equivalentes:
- “No se preocupe, lo averiguaremos entre los dos”,
o bien
- “En estos momentos usted se siente confuso y ha decidido sabiamente
buscar una ayuda profesional”.
La comprensión pragmática requiere siempre dar un paso más, ir más allá de
la obviedad de la frase. Por ejemplo:
- “y..., ¿desde cuándo se encuentra, usted, así (en este estado de confu-
sión)?”,
supone que el destinatario ya ha entendido (da por sentado) la solicitud (de ayudar
al paciente a saber lo que le pasa), implícita en la expresión “no sé lo que me pasa”,
dando origen al inicio de una ayuda efectiva, por ejemplo, focalizando la atención
sobre el aspecto temporal: “¿desde cuándo?”. Esto permitirá al paciente ampliar su

40 REVISTA DE PSICOTERAPIA / Vol. VII - Nº 26-27


discurso, saliendo del contexto pragmático, limitado a la interacción del momento,
y, en consecuencia, aumentar su comprensión (empezará a darse cuenta de que, en
realidad, sabe muchas cosas). La focalización sobre el aspecto temporal “¿desde
cuándo?” constituye desde el punto de vista pragmático la solicitud de “nueva
información”, mientras que el adverbio modal “así” es una forma concisa de
redundancia, de mantenimiento de la “información dada”, a través de la cual la
intervención del terapeuta guarda la coherencia con la del paciente.
La cuestión de la adecuación pragmática de la respuesta a la demanda es
fundamental en la interacción terapéutica por dos razones: a) porque es un indicador
inmediato de la competencia o incompetencia social del terapeuta; b) porque es, así
mismo, un indicador muy claro de la capacidad de comprensión empática del
terapeuta. El primer criterio es condición necesaria para que el paciente juzgue a su
terapeuta como persona autorizada o agente social de cambio, competente, (Semerari,
1991) de quien poder fiarse profesionalmente. El segundo, para poder establecer
una alianza de trabajo, puesto que con un terapeuta empático es mucho más fácil
entenderse personalmente. No puede olvidarse que, al fin y al cabo, la psicoterapia
es un caso especial de interacción, que Strong (1968) ha descrito como proceso de
influencia interpersonal y Goldstein (1980), social.
Si nos preguntamos de qué maneras, en concreto, intentan los pacientes con
su demanda influir sobre el terapeuta, particularmente al inicio de la psicoterapia,
cuando no se han definido todavía de una forma clara los términos del contrato y de
la alianza terapéutica, podemos encontrarnos con una variedad de situaciones que
permiten esbozar unos criterios de clasificación, que tal vez puedan resultar útiles
a los propósitos de un análisis de la demanda. Para establecer esta clasificación
hemos utilizado básicamente dos parámetros, relativos, el primero, al origen o
procedencia de la demanda que puede ser propia, la del sujeto que la presenta, o
ajena, la de una tercera persona que la emite a través del demandante. Por
demandante se entiende aquella persona que se presenta físicamente ante el
terapeuta o contacta con él por teléfono o cualquier otro medio para solicitar una
prestación profesional de ayuda. El segundo, criterio se refiere al objetivo o
finalidad que pretende el demandante y en la que intenta involucrar al terapeuta, tal
como se recoge en el gráfico 4.
Aunque en principio esa clasificación presupone que las categorías son
mutuamente excluyentes, las formas con las que los pacientes plantean sus
demandas no siempre son tan claras, sobre todo respecto a la procedencia de las
mismas. Con frecuencia, en efecto, se mezclan las iniciativas, propias y ajenas,
como en el caso siguiente, dando lugar a un tipo de demanda que se considera
derivada, que suele ser la más frecuente:
“He venido aquí porque me he dado cuenta de que era algo anórexica.
Aunque no había tomado conciencia de ello, en realidad lo sabía desde
hacía mucho tiempo. He continuado así durante años, aunque ha habido

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 41
Gráfico 4

MODALIDADES PRAGMATICAS DE DEMANDA TERAPÉUTICA

MODALIDADES PROCEDENCIA 0BJETIVO


No-demanda ajena hacer callar a un tercero
Confirmatoria propia asegurarse de los propios criterios o de-
cisiones
Mágica propia curar una enfermedad o solucionar un
problema fiándose de los poderes autori-
dad o prestigio del terapeuta
Sintomática propia curar una enfermedad somática o psico-
somática evitando cualquier cambio o
confrontación interna
Inespecífica propia buscar apoyo y orientación para enten-
der y hacer frente a los propios proble-
mas
Específica propia solucionar problemas psicológicos pre-
viamente identificados
Perversa propia satisfacer de forma directa necesidades
propias de apego, sexo o dominancia
Vicaria propia provocar la implicación de una tercera
persona en la terapia
Delegada ajena sacarse un paciente problemático de en-
cima para pasárselo a otro colega
Colusiva propia perjudicar a un tercero por diagnóstico o
tratamiento

momentos en que veía que estaba cayendo poco a poco en la anorexia.


Pero en general siempre se tiende a tapar algunas cosas y a decir que no
es un problema. Prácticamente he continuado así durante años hasta más
o menos el mes de abril de este año, cuando he empezado a sentirme mal
físicamente. He llegado a pesar 46 quilos y me encontraba muy mal
físicamente. No me he privado nunca completamente de comer, en el
sentido de que no he vomitado nunca, ni me he abstenido totalmente de la
comida. Pero comía muy poco; contaba como una loca las calorías; nada
de dulces ni de pasta durante años. Comía solamente las cosas que me
parecía que no engordaban. El problema es que a partir de un determinado

42 REVISTA DE PSICOTERAPIA / Vol. VII - Nº 26-27


momento aun comiendo, entre comillas, adelgazaba. Llegada a este punto
me he dado cuenta de que no asimilaba ya la comida y de que tenía una
serie de problemas a nivel físico. Me encontraba muy débil y anémica. Mi
médico me ha mandado prácticamente aquí y la doctora me ha abierto los
ojos en el sentido que me ha dicho que era un poco anoréxica.”
En general, podemos concluir que una demanda se considera derivada, si no
se hubiera producido caso de no mediar la intervención de alguna otra persona,
distinta del demandante (por ejemplo médico, familia, consorte, amistad, institu-
ción, etc.). Sin embargo, esto no es óbice para que la demanda pueda llegar a hacerse
en nombre propio, dado que el demandante se ha dirigido ya anteriormente con su
demanda a alguno de los derivantes más próximos. Según este criterio restrictivo
hemos considerado ajena, aquella demanda que se produce exclusivamente por
indicación de un tercero; propia, aquella que es producto de una decisión del sujeto
demandante, aunque pueda llegar a hacerlo por recomendación de un tercero

La no-demanda
Empezaremos, precisamente, por considerar un tipo de demanda que consiste
en pedir al terapeuta que no haga nada, que no intervenga en ningún modo; por eso
la hemos llamado la no-demanda. Un caso paradigmático puede constituirlo el de
una señora de unos 58 años que acude al psicoterapeuta, solicitada por los
requerimientos de su hija, estudiante de psicología. La mujer empieza su discurso,
después de los saludos de rigor, con estas palabras:
“Yo ya sé lo que tendría que hacer; ya me lo dice mi hija: ‘mamá, ¿por qué
no te separas de papá?’”.
Sigue a este exordio categórico un largo discurso donde la señora explica todos
los sufrimientos y sacrificios que ha tenido que hacer por el marido y la familia y
los maltratos que ha tenido que soportar. Lo mucho que todos le deben y lo
imprescindible que resulta para la buena marcha de la casa y lo absurdo que sería
romper la unidad familiar, puesto que toda su vida habría sido un fracaso. Ya casi
en el límite del tiempo de la sesión, el terapeuta interviene por primera y última vez
para decir:
T. “Si he entendido bien, señora, usted tiene problemas con su marido, no
se siente reconocida ni recompensada por él, ni siquiera bien tratada; ni
tampoco por sus hijos como debiera. Sin embargo usted se ha sacrificado
toda la vida por el bienestar de su familia, y ahora no tendría sentido
querer cambiar el rumbo de las cosas; usted viviría cualquier ruptura
como un fracaso. Por ello creo que el resistirse a destruir este matrimonio
es una postura coherente que obedece a sus sentimientos más profundos,
aunque su hija no esté de acuerdo”.
P. “Exacto”
T. “En este caso, señora, vaya usted con Dios. Y si en alguna otra ocasión

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 43
desea venir a comentar cualquier otra cosa, ya sabe, será bienvenida.
La pregunta espontánea que surge ante situaciones como la presente es relativa
a la utilidad de tales visitas al psicólogo. ¿Qué es, desde el punto de vista pragmático,
lo que la señora espera del psicoterapeuta? En realidad, nada. Ella empieza
anteponiendo de forma muy clara que “ya sabe”, en contraposición a los que dicen
que “no saben”, no sólo lo que le pasa, sino lo que “tendría que hacer”. Pero lo que
tendría que hacer no es lo que hará, puesto que este condicional no responde a su
criterio, sino al de la hija. Separarse evitaría, sin duda, muchos problemas y
disgustos, pero equivaldría, a su vez, a un fracaso, al fracaso de toda una vida.
Entonces ¿por qué esta persona acude al psicólogo? Porque se lo ha pedido su
hija, para contentarla y hacerla callar. Ni siquiera utiliza la visita al psicólogo para
confirmar su punto de vista, puesto que desde el primer momento ya no manifiesta
ninguna duda, ni deseo de cambio, nisiquiera plantea una demanda de ayuda. Si el
psicólogo le apoya y está de acuerdo con ella, mejor; podrá decirle a la hija que le
han dado la razón. Si no, da igual: al fin y al cabo
“usted cree que eso de la psicología sirve para algo?
Otras veces el pensamiento mágico sirve de coartada a una solicitud de terapia,
poniendo al terapeuta en la imposibilidad de acoger una demanda que, de entrada,
viene negada.
“En realidad no sé muy bien por qué he venido. Cada vez veo más claro
que lo mío no tiene remedio. De hecho una maldición me persigue. Soy hijo
de madre soltera y de padre alcohólico; mi madre murió internada en un
sanatorio psiquiátrico y con ello se cumplió el “mal de ojo” que le había
echado mi abuela. Este pecado lo tiene que pagar el que lo comete y su
descendencia. Por fortuna yo no tengo hijos y no creo que los vaya a tener
nunca. La maldición se acabará conmigo. Además no voy bien de dinero
y no me puedo permitir gastármelo en la terapia”.

La demanda confirmatoria
Este tipo de demanda se parece a la anterior, en el sentido de que el paciente
va a salir de la terapia igual que ha entrado, es decir sin ningún cambio, pero,
contrariamente a la anterior, va a utilizar al terapeuta para convencerse a sí mismo
de lo acertado de su posición. Querrá debatirla con él, valorar los pros y contras,
contemplar la posibilidad de otras alternativas, para finalmente decidir quedarse
donde estaba, que ya estaba bien. Por eso la demanda confirmatoria da lugar, en
general, a procesos de terapia más largos, incluso de varios meses, contrariamente
a lo que sucede con la no-demanda que, por definición no dura más de una sesión.
Se podría argüir que en la mayoría de terapias sucede esto, es decir que no se
producen cambios espectaculares, que las personas buscan funcionar mejor sin
modificar sus estructuras, que la finalidad incluso de la terapia, como decía Rogers,
tomando la expresión de Buber (1948), es la de confirmar la persona del otro. De

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acuerdo. Pero lo que determina que la demanda pueda ser considerada confirmatoria
es que desde el inicio, ya en su enunciación, se preanuncia el final, es decir no se
deja espacio para el desarrollo, para el cambio imprevisto. Entonces ¿por qué se
acude al psicólogo? Para utilizarlo, si se nos permite la expresión, de “sparring”.
Mónica es una mujer casada, madre de tres hijos, dos años mayor que su
marido. En el momento de la primera consulta tiene 38 años. Es una mujer atractiva
y como dice ella “da la impresión de comerse el mundo”. Describe su caso como
un problema con la pareja. El marido sólo vive para el sexo, con ella o con otras
mujeres. Viene a casa a cenar y pregunta si habrá “sarao”. Si la respuesta es que no,
él se marcha y no vuelve hasta el amanecer.
“Me acuesto sola y me levanto con un borracho en la cama, que ronca a
mi lado y huele a alcohol”.
A ella ya no le apetece la actividad sexual como antes. Se ha cansado de
sentirse utilizada por el marido, pero le tolera todas las juergas fuera de casa, así
como su comportamiento totalmente infantil e irresponsable: lleva una vida de
“soltero”. Aunque Mónica nació, según sus palabras, “para casarse y ser madre”,
gran parte de su actividad la dedica a dirigir, de forma muy eficiente, por cierto, los
negocios del marido que se desentiende totalmente de ellos y se queda a dormir en
la cama hasta la hora de comer; luego por la tarde sale con los amigos y por la noche,
si no hay función en casa, pues de juerga. Sin embargo ella está segura de que él no
es feliz; de que sólo puede serlo con ella y de que “volverá”, de que “será un buen
padre y esposo”. Para ello tiene un plan, trasladarse a Miami, donde tienen casa y
negocios, también:
“Allí la gente no sale por la noche; no tendrá la influencia de los amigotes.
Allí los hombres no salen solos. Sus mujeres no les dejarían. Yo sé que él
no es nadie; que se deja influir como un niño. Si estamos solos se porta
bien; es amable y simpático y se deja querer. Hasta puede llegar a ser un
buen padre y esposo”
La terapia se protrae durante un trimestre, aproximadamente, hasta las
vacaciones de Navidad en que la familia, finalmente se traslada a Miami. Durante
estos meses se valoran las opciones alternativas: separación, terapia de pareja,
resituación de Mónica en el seno de la pareja haciendo valer su dominio real de la
mayoría de los ámbitos: negocios, hijos, casa, etc. ¡Nada!. La decisión estaba ya
tomada antes del inicio de la terapia:
“Estados Unidos es la última posibilidad de salvación de la pareja. Si no
funciona, yo me iré.”
Al cabo de medio año, al inicio del período veraniego, Mónica está en España:
ha vuelto por unos meses para seguir de cerca la marcha de los negocios, ver a su
familia de origen, solucionar cuestiones de adaptación de los planes de estudios de
los hijos, visitar algún médico, encontrar algunas amistades. El marido se ha
quedado en Miami: se porta muy bien; hace de padre de los hijos, les acompaña en

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 45
coche al colegio; es un esposo atento y ejemplar; no sale de juerga; es fiel
sexualmente. Ella vuelve a tener apetencia sexual. Llama al psicólogo: está muy
contenta y agradecida. La terapia funcionó: ella tenía razón, Miami era la solución.
El psicólogo le sirvió de sparring.

La demanda mágica
El estado de debilidad y confusión en que se encuentra el ser humano,
particularmente en los inicios de la experiencia de una crisis psicológica, conlleva
con frecuencia una regresión a los esquemas más primitivos de pensamiento y de
reacción emocional. No es extraño, por tanto, que los pacientes se vean tentados de
buscar soluciones mágicas, imaginando que sus problemas pueden desaparecer por
la acción del terapeuta, sin que ellos tengan que hacer nada por enfrentarlos.
Muchos, escribe a propósito de su proceso terapéutico Fabiola De Clercq (1995),
una ex-paciente, anoréxica durante veinte años,
“no tienen ni idea de lo que pueden encontrar en el trabajo psicoterapéutico:
la palabra misma les evoca la fantasía de una curación en poco tiempo,
como si se tratase de una fisioterapia que restablece el funcionamiento de
una articulación afectada por un traumatismo... La curación se concibe
como la desaparición de un mal, en lugar de una serie larga y lenta de
cambios, a veces imperceptibles, de las propias actitudes hacia la dificul-
tades, madurando una capacidad cada vez distinta para afrontarlas”.
Algunas películas han difundido la idea de que existen métodos casi milagro-
sos como la hipnosis, los productos homeopáticos, las esencias florales o las recetas
de herbolario chino capaces de descubrir y liberar de los traumatismos psíquicos,
las represiones infantiles o de infundir la energía y la capacidad de decisión de que
carece el sujeto. Así, no es extraño el caso del paciente que sugiere trabajar bajo
hipnosis, o pregunta la opinión del terapeuta respecto a los efectos de los tratamien-
tos florales. Aunque algo excepcional, también se da el caso del paciente que llega
a pedir una imposición de manos al terapeuta. Otros, incluso terapeutas, mezclan el
horóscopo y el Tarot con la psicoterapia. La mayoría de quienes buscan interven-
ciones milagrosas de este tipo, sin embargo, habitualmente ya seleccionan los
destinatarios adecuados para esta clase de demandas: magos, adivinos, curanderos,
etc.
Si bien de una forma no tan explícita, el carácter pasivo de las demandas de los
“pacientes” ante la psicoterapia encierra, con frecuencia, expectativas mágicas y
posiciones crédulas ya en su enunciado, como puede verse en la transcripción del
siguiente diálogo:
T.- ¿Qué te ha parecido el cuestionario?
P.- Bien, me he sentido muy identificado con algunas afirmaciones
T.- ¿Cómo te has sentido al rellenar el cuestionario?
P.- Yo lo he hecho para ti, para que me digas lo que tengo y lo que no tengo

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que hacer, para que me cures. Yo tengo mucha fe en ti y en que me cures.
Cabe señalar que después de esta sesión el paciente dio por interrumpida la
terapia ante la reacción de la psicoterapeuta, negando los poderes casi sobrenatu-
rales que la fantasía de aquél le atribuía.
No es infrecuente el caso de los pacientes que se acercan al terapeuta, sobre
todo derivados por amigos, conocidos, antiguos pacientes u otros profesionales,
atribuyéndole una aureola de probada eficacia y honestidad. Tales situaciones son
muy lisonjeras, pero conviene no caer en la trampa de la vanidad, puesto que ésta
podría ser la causa de posteriores fracasos.
P.- “He venido a usted porque me han dicho que es muy buen terapeuta.
Me lo han recomendado dos amigas mías que se trataron con usted y les
fue muy bien. Así que, aquí me tiene”.
T.- “Usted y sus amigas son muy amables en tener esta consideración a mi
respecto; pero, desde luego, si ellas han sacado provecho del trabajo
terapéutico que hicieron fue por el alto grado de implicación personal que
asumieron en todo este proceso. Supongo que ya le habrán explicado que,
en general, es un proceso que requiere tiempo y esfuerzo personal.”
Igualmente una actitud excesivamente optimista y adivinatoria por parte del
terapeuta puede alimentar falsas expectativas respecto a los poderes de la terapia o
del terapeuta, favoreciendo la posición mágica. Considérese, por ejemplo, el
diálogo siguiente entre la paciente, María, una chica de 26 años poco atractiva y con
una notable deformación en la espalda, y el psicólogo, un hombre muy mayor que
practica además la hipnosis y el quiromasaje. Para compensar sus déficits físicos la
paciente ha acumulado una gran cantidad de conocimientos enciclopédicos.
T.- Usted es muy culta, ha estudiado, ha leído mucho
P.- Usted es psicólogo, adivínelo
T.- Bueno, me lo han dicho sus padres, que usted se considera una enferma
a causa de esta deformación en la columna vertebral que le obliga a
caminar inclinada hacia delante y que tal vez le da un complejo de
inferioridad.
P.- Sí, desde luego; esto me hace sufrir. Y además está la incomprensión
de mis padres para conmigo.
T.- Todo ello le ha hecho sentir fuertes sentimientos de frustración y
humillación. Habrá sufrido mucho con la idea de que todos la rechazan,
¿no es cierto? De ahí la rebelión.
P.- Desde luego. He pensado incluso en suicidarme.
T.- Claro; usted no siente que pueda vivir sin el aprecio y afecto de los
demás, porque esto le quita cualquier tipo de seguridad; se siente terrible-
mente aislada y quiere quedarse sola con sus únicos amigos, los libros.
P.- Desde luego; así es.
T.- Por tanto, imagino que desde entonces, para compensar, ha nacido en

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 47
usted el deseo de saber, de aumentar sus conocimientos y ha empezado a
estudiar con ahínco. Es casi un deseo de revancha o venganza ¿no es
cierto? Ha apretado los codos y se ha forzado hasta quedar exhausta.
P.- Sí; he pensado a veces así: si me muero será por culpa de ellos.
T.- Convertirse en una intelectual y demostrar así su superioridad que
compensara los defectos que creía tener, aunque inconscientemente de-
seaba matarse con tanto esfuerzo para castigar a sus padres y a la gente
que la veía extraña ¿no es cierto?
P.- Usted parece un adivino.
T.- Bien, ahora tranquilícese; verá cómo todo cambiará.
Aunque no cabe duda que a través del diálogo el psicólogo se esfuerza en
captar a la paciente, queda claro que el primero le toma en todo momento la
delantera a la segunda, jugando al juego de adivino que ella le ha propuesto al
principio. Utilizando la información previa, facilitada por la familia, de que
dispone, el psicólogo se mantiene siempre en una actitud activa e interpretativa que
no da lugar a que la paciente tome en ningún momento la iniciativa; debe contentarse
con mostrar su acuerdo con el terapeuta y a dejarse sugestionar por éste, el cual lo
sabe todo, incluso lo que pasará en el futuro: “verá cómo todo cambiará”.

La demanda sintomática
La demanda sintomática, como bien indica su nombre, se centra sobre
síntomas que pueden tomar diversas manifestaciones: afecciones orgánicas de
distinta índole, trastornos neurovegetativos, reacciones de ansiedad, etc. Algunos
de estos síntomas son definidos como somáticos o psicosomáticos, otros como
psiquiátricos o psicológicos.
Respecto a los trastornos psicosomáticos se puede decir que, en general, el
paciente no los relaciona, en ningún modo, con una problemática de tipo psicoló-
gico. Sólo después de la consulta con varios médicos, los ingresos de urgencias, el
reenvío a varios especialistas, una serie de análisis y pruebas de resultado negativo
se llega a un diagnóstico definitivo: el enfermo no tiene nada; todo lo que le pasa
es de tipo psicológico.
La variedad de problemáticas somáticas y psicosomáticas que pueden reducir-
se a este diagnóstico es casi infinito: enfermedades del aparato digestivo, respira-
torio, sistema nervioso, sistema hormonal, afecciones de la piel, etc. La mayoría de
tales pacientes que llegan a terapia derivados por el especialista con este diagnóstico
tienen todos algo en común: vienen porque se lo ha dicho el médico, pero no se lo
creen. El éxito con tales pacientes depende en gran parte del modo cómo el médico
haga la derivación.
Un paciente, operado de una llaga en el estómago, fue derivado al psicólogo
durante el postoperatorio por el cirujano, que le acababa de operar, con estas
palabras:

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“Esta llaga que le hemos operado, se le ha producido a usted recientemen-
te. Las características del tejido que se le ha tenido que sacar demuestra
que no tiene más de un año. La llaga es limpia, no degenerativa. Ahora ha
quedado bien y no tiene por qué reproducirse. Pero si usted no considera
qué problemas le han llevado a desarrollar esta úlcera e intenta ponerles
remedio, es muy probable que vuelva a reproducirse. Nosotros le podre-
mos operar una y otra vez, pero llegará un momento en que ya no quedará
por dónde cortar. De modo, que si quiere un consejo, hágaselo mirar”.
El paciente llamó al psicoterapeuta desde el mismo hospital; a las pocas
semanas iniciaba un terapia que siguió con notable provecho, donde se abordaron,
entre otros, problemas familiares y profesionales que desembocaron en cambios
significativos, que aún perduran.
Conviene llamar la atención aquí sobre la existencia de una casuística inversa:
es decir, la de síntomas que son tratados como psicológicos, y que, sin embargo, son
de origen orgánico (cfr. en este mismo número el artículo de G. Jervis). Aunque no
son tan frecuentes como el caso contrario hay que estar muy atento a estos positivos
falsos por el peligro de enmascaramiento que presentan: impotencias sexuales que
responden a déficits hemodinámicos; cefalgias que no disminuyen con aspirinas ni
con técnicas de relajación, sino que son provocadas por tumores cerebrales;
arritmias cardíacas que no traducen estados de ansiedad, sino que son producto de
problemas estructurales en el pericardio; y un largo etcétera. Aunque el psicólogo
no tenga los recursos para diagnosticar tales trastornos la técnica de contextualizar
la aparición de los síntomas puede, al menos, ayudar a levantar sospechas sobre su
origen. Una paciente con una conjuntivitis alérgica, resistente a todos los tratamien-
tos, descubrió, gracias a la contextualización, el agente alérgico que no era otro que
el champú que usaba habitualmente. En los casos de duda o de sospecha el psicólogo
o psicoterapeuta hará bien en insistir en la necesidad de consultar a otros especia-
listas médicos, y, en general en diferenciar claramente lo que puede ser objeto de
tratamiento psicológico o psicoterapéutico de lo que no lo es.
Hay otros pacientes que presentan, en cambio, síntomas claramente psicoló-
gicos o psiquiátricos, como fobias, crisis de angustia, ataques de pánico, depresio-
nes, etc. Estos están generalmente más próximos a conceptualizar su problemática
como psicológica o psiquiátrica, dado que, por lo general han sido visitados por un
psiquiatra de urgencias o están siendo habitualmente tratados por él, y están
tomando ansiolíticos u otros psicofármacos. En general se puede decir que la
inmensa mayoría de ellos se lo creen, pero no lo entienden.
“Bueno, soy una persona que me trato con medicamentos contra la
depresión, esto ya hace años. La primera depresión fuerte la tuve a los 17
años y, desde entonces, con intermitencias, sobre todo en primavera, ha
habido años que no la he tomado. Pero a raíz de esta primavera sigo con
altibajos diarios. La explicación del psiquiatra, en la que creo bastante, es

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 49
que había mal tiempo... ¿sabes que hubo un mes y medio que hizo un tiempo
super asqueroso?... Yo a este psiquiatra ya hace tiempo que no iba, pero
cada primavera le llamo por teléfono y me da la medicación... Ahora estoy
ligeramente perturbado.. De las tres crisis importantes, la actual es la que
menos. La primera fue, como te he dicho a los 17 años. La segunda a los
19, cuando la chica con la que salía desde los 17 me dijo de dejarlo y tal.
Entonces, volviendo desde el almacén donde fui a verla y tal, tuve la idea
de pegarme un tiro. Fue en aquellos momentos que me asusté. Llegué a
casa llorando y le dije a mi madre “mañana pide hora para el doctor, el
que atiende de esto... A mí todo esto me llevó al psiquiatra... A base de leer
llego a la conclusión de que esto no es sólo biológico. Yo estoy convencido
de que puede haber algo fisiológico, pero se ve que está aumentado
muchísimo por mi estado psicológico. Esto es un convencimiento que
tengo yo, y estoy seguro de que hay algo biológico, pero si tuviera, no otro
carácter, sino otra manera de digerir las cosas... Por esto me gustaría
saber por qué pienso lo que pienso, saber por qué me vienen estos estados,
saber cómo parar estos estados y saber distinguir un poco la fantasía de
la realidad.
La argumentación de este paciente de 28 años es un claro exponente de cuanto
venimos diciendo: atribución a causas físicas de su estado depresivo, pero a la vez
sospecha de un componente psicológico. Sin embargo el componente psicológico
no se identifica con facilidad; requiere generalmente un trabajo de paciente
exploración. Considérese por ejemplo, el caso de una chica de 20 años, que asiste
a un grupo de terapia, derivada por la psiquiatra del centro con un diagnóstico de
agorafobia. Aunque está tomando medicación y consigue ir a todas partes, acom-
pañada siempre de algún familiar o compañero del grupo, persiste su sintomatología.
En la entrevista se intenta que la paciente cambie su discurso centrado en los
síntomas neurovegetativos a otro, donde estos adquieran un significado contextual.
T.- ¿Qué fantasía tienes si estás sola entre multitudes? ¿Qué es lo que te
pasa por la cabeza?.
P.- Es que no me pasa nada por la cabeza. Es todo en el cuerpo. Mucha
aceleración; me encuentro muy mal.
T.- O sea que en lugar de pensar, tu cuerpo reacciona y no llega a formarse
el pensamiento
P.- No; porque yo no me hago ninguna fantasía. Me pasa. O sea yo me lo
noto; cuando me pasa que el corazón me va más de prisa, que me siento
ahogada y malestar.
Como decía Dilthey (1894) la finalidad de la psicología es la de “comprender
por el contexto, dejar aparecer el contexto, todo el contexto, a fin de captar el
significado de cualquier fenómeno humano, puesto que la significación no se
encuentra en el conocimiento de las causas, sino en la relación entre los elementos

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del conjunto, en su conexión estructural”.
La continuación del diálogo con la agorafóbica, que podemos leer seguida-
mente, nos permite llegar a través de una técnica de escalamiento (Villegas, 1993)
a comprender el significado del síntoma en un contexto relacional y, en consecuen-
cia, a poder cambiar el foco de la demanda terapéutica, centrada sobre la persisten-
cia de los síntomas agorafóbicos, en la problemática evolutiva que se anuncia en la
última intervención de la paciente.
P.- Yo si salgo y voy con gente no me pasa nada. A mí me da igual el sitio.
No me da ahogo el sitio sino estar sola. Si no tengo al lado gente de
confianza, sí que me entra el ahogo. Si tengo a mi lado gente de confianza
no me molesta.
T.- Necesitas confiar en la gente, sino te sientes sola.
P.- Necesito que sepan lo que me pasa. Si no me daría vergüenza
contárselo a alguien que no lo sepa. Si no prefiero evitarlo, para no pasar
este mal rato. Para que no se rían de mí.
T.- ¿Cómo te sentirías si se rieran de ti?
P.- Mal, muy mal.
T.- ¿Qué quiere decir mal?
P.- A lo mejor ya no confiaría más en estas personas. No lo probaría otra
vez
T.- Pero estás diciendo lo que harías, no cómo te sentirías. Qué significa
sentirte mal.
P.- Sentirme mal en este momento, sentirme mal, y que no volvería otra vez
a pasar por ahí
T.- Claro pero eso ya nos lo has dicho. Pero en el momento en que te sientes
mal, qué pasa por tu cabeza.
P.- Yo pensaría: ¡qué tonta¡ Y ¿por qué me tiene que pasar a mí esto?
Entonces es cuando me enfado.
T.- O sea que te enfadarías.
P.- Sí, pero no con otra persona. Me enfadaría yo conmigo misma.
T.- Y ¿por qué te enfadarías contigo?.
P.- Pues porque yo entiendo que no es normal lo que me pasa. Y también
entiendo a la gente que entiende que no es normal lo que me pasa a mí. ¿Por
qué no puedo ser como los demás?.
T.- Y qué hay detrás de este ¿por qué no puedo ser como los demás?
P.- No lo sé, no lo sé
T.- ¿Cómo son los demás?
P.- Pues son como yo, pero no les pasan estas cosas... A mí me gustaría ser
como yo pienso que quisiera ser, o sea salir de mi casa, como yo era antes.
T.- Has dicho ser como era antes. Dónde está este antes
P.- Antes salía, no me pasaba nada

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 51
T.- Antes ¿cuándo?
P.- ¿Cuándo en el tiempo? Pues hace tres años... Yo cuando estoy así
pienso para atrás. De pequeña ya era miedosa, pero cuando crecí un poco
más lo iba venciendo. Cuando tenía que hacer algo nuevo buscaba una
compañía...
T.- ¿Entonces qué pasó hace tres años?
P.- Es que no lo sé. No, no; es que no sé. ¿Qué por qué me pasa esto?
T.- No, no, no, “porqué”; ¿qué pasó; qué cambios hubo, qué situaciones
nuevas?
P.- Ah! bueno sí, tuve muchos problemas...
T.- Por ejemplo.
P.- Yo tenía un novio, yo dejé a este novio y bueno en mi casa fue un
berenjenal y mi madre pues no se lo tomó bien... Fue todo un follón. Toda
la familia en contra de mi; yo tenía 17 años y mi madre me dijo: “pues tu
no vas a salir de casa y te voy a encerrar en un colegio”, se puso histérica.
Y entonces me fui a casa de mi tía y estuve un tiempo hasta que se pasara
el castigo. Ahí empezó todo.
Este proceso transformativo de la demanda de ayuda de un nivel de expresión
sensoriomotor a otro narrativo o concreto (Villegas, 1993), de sustitución de un
contexto sintomático por otro semántico, se convierte en uno de los pasos consti-
tutivos del análisis de la demanda, a través de los cuales se intenta definir en
términos homogéneos las necesidades del sujeto y los recursos del psicoterapeuta.
Este proceso de reformulación permite modificar la posición pasiva del demandan-
te, característica del modelo de interacción médica, en el sentido de promover una
actitud colaborativa, propia de la psicoterapia.
Hay casos, finalmente, en que la problemática del paciente exige un tratamien-
to psiquiátrico, combinado con otros tratamientos de terapia de apoyo, familiar, etc.:
“No sé porqué tenemos que venir aquí toda la familia, si el enfermo es él
y no nosotros. ¿Usted cree que la psicoterapia le servirá de algo? Yo no
creo que se trate de un problema psicológico, sino físico. En la familia por
parte de madre ya hay antecedentes de la misma enfermedad. Un tío de ella
ya estuvo muchos años internado en un hospital psiquiátrico. Allí le daban
electrochocs... Nosotros no podemos hacernos cargo de él. Y, aunque
debiéramos, no sabríamos cómo hacerlo. Así que lo hemos traído aquí
para que lo cuiden o lo internen o le hagan lo que haga falta”.
En este caso el análisis de la demanda requiere reconvertir una solicitud de
ayuda, centrada en el paciente designado, en una oferta de ayuda ampliada al marco
familiar o incluso a toda la red social, dado que quien hace la demanda de ayuda no
es el paciente designado, pero es a él y a la familia a quien puede beneficiar, con
frecuencia, la psicoterapia como parte integrante de un tratamiento más amplio.

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La demanda inespecífica
Dada la dificultad en construir de modo viable la demanda de ayuda psicoló-
gica, no sólo en su formulación verbal, sino incluso de aceptar que alguien pueda
ayudarnos en algo que, en el fondo intuimos que nos incumbe sólo a nosotros
personalmente, la mera enunciación de tal solicitud se vuelve especialmente
embarazosa. Esta es la razón, probablemente, de las oscuras fórmulas iniciales con
que las personas suelen envolver sus primeros requerimientos al terapeuta, mezcla
de vergüenza y desconfianza, a la vez que de auténtica confusión:
“no sé por dónde empezar”; “no sé lo que me pasa”; “estoy confuso y
desesperado”; “últimamente no doy pie con bolo”; “me han recomendado
que venga a usted; pero no estoy muy seguro de que me pueda ayudar:
¿usted cree que la psicología sirve para algo?.
Superados, generalmente sin mucha dificultad, estos primeros tanteos, mues-
tra de la necesidad de explorar el terreno donde se va a desarrollar o no un trabajo
muy personal e íntimo, suele venir el intento de definir el problema de una forma
operativa para la psicoterapia. Esto, como hemos visto en el caso de la demanda
sintomática, no suele ser fácil. Allí existe la dificultad añadida de conceptualizaar
una sintomatología somática o psicosomática en términos psicológicos cuando no
se tiene ninguna conciencia de ello. En el caso que consideramos ahora de la
demanda inespecífica ya no existe esta dificultad inicial. El sujeto sabe o intuye que
su problema es psicológico, pero no consigue darle una forma operativa. Por eso su
demanda es muy vaga:
“no me siento feliz”; “siento que algo debería cambiar en mi vida”; “me
encuentro estancado y sin ilusión”; “necesito mejorar mi estado de
ánimo”; “últimamente me siento inquieto e inestable”; me gustaría
conocerme un poco más”.
Ya hemos indicado anteriormente que estas fórmulas vagas no eran otra cosa
que modalidades pragmáticas, orientadas a obtener del terapeuta una actitud
activamente exploradora:
“¿desde cuándo se encuentra usted así”; “¿qué es lo que le hace pensar
que algo debería cambiar en su vida?”; “¿a qué atribuye este estado de
ánimo?”
Veamos un caso del desarrollo inicial de una estas demandas inespecíficas:
T.- ¿Cuáles son los motivos que te han llevado a pedir una ayuda
psicológica?
P.- Para tener la oportunidad de conocerme mejor. Me gustaría conocer-
me mejor y si este es un medio para ello, pues adelante.
T.- Por lo tanto, tienes la impresión de no conocerte suficientemente.
P.- No, probablemente no me conozco lo suficiente. A veces tengo salidas
de tono; parecen tonterías. Otras paso períodos, que pueden durar días,
semanas en las que atravieso crisis de identidad, si es que se pueden llamar

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 53
así, o de nerviosismo.
T.- Cuáles son los aspectos más inmediatos de tu vida cotidiana que te
preocupan más. Me has dicho que hay momentos durante la semanas en
que experimentas crisis de identidad.
P.- Sí, pero también pueden durar una hora, o media hora.
T.- ¿Qué pasa en estos momentos?
P.- No me encuentro bien, me siento angustiado, no sé cómo definirlo.
Como ayer cuando volví a casa: una sensación de ansiedad, de tristeza, de
no tener ganas de hacer nada. Me bebo dos cervezas y me voy a la cama,
pero no consigo dormir, pico algunas cosas de la nevera; me pongo a leer;
miro la televisión... Miedo a salir, no lo sé
T.- ¿Te has planteado los motivos por qué te pasa?
P.- Sí, desde luego que me lo pregunto; casi siempre me lo pregunto
T.- ¿Y que explicación te das?
P.- Si lo supiera no estaría aquí
El diálogo continúa hasta que el paciente es capaz de contextualizar más
concretamente estas sensaciones. Pero la especificación de los aspectos concretos
implicados en estas preguntas tampoco lleva por sí misma necesariamente a la
formulación de una demanda psicológicamente operativa. Suele dar, por el contra-
rio, paso al desplegamiento de la queja.
Una paciente de 30 años, a la que llamaremos Marisa, casada desde hace tres,
se presenta con una petición inespecífica del tipo “necesito mejorar mi estado de
ánimo”, que poco a poco va especificando al considerar que su estado de ánimo
actual es el
“resultado de un cúmulo de cosas ante las cuales, finalmente, me he dado
cuenta de que no puedo salirme sola. He probado de convencerme de que
las podría superar con paciencia y que el tiempo ayudaría, que si ponía de
mi parte algún esfuerzo, sacaría algún provecho; pero no consigo llegar
a nada. También he intentado encontrar trabajo, ilusionarme con las cosas
de la casa, buscar otras salidas; pero nada me sirve. Creo que si tuviera
más fuerza de ánimo, podría salir adelante”.
La expresión de la queja es algo habitual y esperable en una persona que se
siente mal, y generalmente cubre una función, la de justificar ante un agente social
-el psicoterapeuta- un estado de enfermedad psicológica que socialmente suele ser
poco aceptable, o al menos esto cree el sujeto. Pero la queja no es todavía operativa
desde el punto de vista psicoterapéutico. Analicemos por un momento qué significa
a nivel discursivo en nuestro caso, presentándolo en forma de un silogismo:
a) (premisa mayor) la expresión “yo no puedo salirme sola”, implica pragmá-
ticamente que necesito a alguien para salirme. Este alguien es la persona a quien va
dirigida la demanda.
b) (premisa menor o condición) el medio para salirme de este estado de cosas

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es conseguir “más fuerza de ánimo”
c) (conclusión) “ayúdeme usted a tener más fuerza de ánimo”.
Se trata, evidentemente, de una demanda imposible de satisfacer. Aludíamos
a ello cuando afirmábamos que el objeto de la psicoterapia no es satisfacer
personalmente las necesidades de los pacientes, sino analizarlas a fin de encontrar
el modo de que puedan satisfacerlas por sí mismos.
La única respuesta que puede efectivamente el psicoterapeuta aplicar ante la
queja del paciente es la del análisis de los elementos discursivos implicados en ella,
sin caer en la trampa de implicarse personalmente en las alusiones pragmáticas. Esto
es lo que le diferencia de los familiares y amigos, los cuales tienden a responder
pragmáticamente, es decir como solicitados por la queja del enfermo, con lo cual
su reacción es de mayor ansiedad y preocupación, o de intentar escurrir el bulto:
“y yo ¿qué quieres que te haga?; a mí ¿qué me cuentas?; ¡esto tienes que
solucionarlo tú mismo!”.
En el caso de Marisa, la paciente, los elementos discursivos de carácter
enunciativo versaban sobre cómo todas sus energías se iban en ayudar a los otros,
incluso económicamente a uno de sus hermanos, y las repercusiones que ello tenía
en el empobrecimiento de su propia economía familiar:
“Los otros siempre van por delante de mí, siempre están antes que yo. La
semana pasada mi marido se rompió los ligamentos de tobillo y le tengo
que ayudar en todo. Pero además mi madre da por sentado que la tengo
que acompañar a los médicos. Ayer le dije que por la tarde la acompañaría
al médico, pero que por la mañana fuera sola. Ella lo aceptó porque tenía
que hacerme cargo de mi marido; sin embargo me sentí culpable. Mi
madre también daba por supuesto que teniendo a mi marido con el pie
escayolado hoy no vendría aquí a terapia... A veces discuto con mi madre,
pero no creo que esto sea hacerle daño. Sin embargo, no acompañarla al
médico cuando no tengo nada más importante que hacer, esto sí que pienso
que puede hacerle daño: se puede sentir sola o abandonada”.
El análisis del discurso pone de manifiesto que Marisa se siente obligada a
ayudar a los otros, aunque sea en detrimento suyo, cuando no tiene nada más
importante que hacer; que además su madre se puede sentir sola y abandonada si
ella no la acompaña no teniendo nada más importante que hacer (la asistencia a la
sesión de psicoterapia no está entre las cosas más importantes que hacer; cuidar al
marido, sí). Sin embargo la madre no se sentiría sola si ella tuviera algo importante
que hacer (el sentirse sola o abandonada no depende pues de la presencia física, sino
de la justificación; de ahí el sentimiento de culpabilidad). La queja está derivando
hacia la explicitación de un sistema epistemológico que es el que determina el modo
de pensar, sentir y actuar de Marisa. La fantasía de que el terapeuta llegue a
trasmitirle mágicamente la fuerza de ánimo que necesita se ha desvanecido.
Es normal, no obstante, que cuando los pacientes acuden a psicoterapia no

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 55
hayan superado, en general, el estadio de la queja, involucrando voluntaria o
involuntariamente en ella al propio terapeuta. Por ello su demanda, aunque no
expresada en estos términos, continúa siendo mágica. En efecto: ¿qué puede hacer
el terapeuta para ayudar a alguien a tener más ánimos?, ¿darle unas palmaditas en
la espalda? Se plantea pues la necesidad de transformar la queja en una demanda
psicológicamente operativa. Como dice Maturana (1996) la queja hay que acogerla
y escucharla:
“A lo mejor el paciente dice que quiere cambiar algo, pero no es eso
necesariamente lo que quiere cambiar. Usualmente, en el relato de la
queja va a aparecer todo; lo que pasa es que uno se demora en escuchar”.
Para ello hay que evitar centrarse en los aspectos pragmáticos de la demanda
y desarrollar, como hemos visto en este último caso, los discursivo-enunciativos.
Algunos autores creen que hay que enfrentar directamente al paciente con sus
pretensiones pragmáticas:
“¿qué es lo que espera usted de mí? ¿qué cree que puedo hacer yo por
usted?”.
A nosotros esta práctica, centrada en el enfrentamiento directo yo-tu, nos
parece inapropiada y de mal gusto, nacida de un resentimiento ante el paciente,
precisamente por sentirse de alguna manera interpelados por él. Que el paciente pida
ayuda no significa que le debamos prestar la ayuda mágica que imagina, o que
imaginamos que imagina.
El análisis de la dimensión pragmática de la queja hay que guardárselo para
los adentros, considerándola fruto de un estado de necesidad que no sabe expresarse
de otro modo. Sólo hay que focalizar la atención en los aspectos pragmáticos cuando
éstos no forman parte de la queja, sino de la demanda misma.
Un paciente de unos 52 años de edad inicia una terapia con una demanda que
se expresa aproximadamente en estos términos:
“Me siento mal; estoy triste y sin ganas de hacer nada. Me cuesta mucho
dormir por las noches. No tengo ninguna ilusión”.
Todos estos síntomas se habían precipitado a raíz de un problema en el trabajo
donde se sintió injustamente degradado y fue apartado de sus funciones habituales.
Ello le situaba, además, en desventaja respecto a su mujer, que desempeñaba un
trabajo de mayor categoría que el suyo. Terminó por abandonar el trabajo y ponerse
a desarrollar una actividad artesanal como autónomo. Durante las primeras sesiones
se desahoga explicando su historia que parece guardar una estrecha relación con
todos sus problemas de tipo depresivo. Hacia la octava o novena sesión da por
terminada su colaboración y dirigiéndose a la terapeuta, que es una psicóloga
mucho más joven que él, le suelta:
“Bueno, ahora ya no tengo nada más que explicar, no sé que más decirte”,
como diciéndole, ahora te toca a ti hacer algo por mí; yo ya he hecho lo que me
tocaba (explicar la historia). Al final de la siguiente sesión, al levantarse para salir

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de la sesión se vuelve a la terapeuta y casi desde la puerta le dice:
“Y cuándo vas a empezar a reforzar mi personalidad”
Aquí aparece la demanda del paciente. En las sesiones siguientes se intenta
elaborar esta demanda de un forma más explícita:
T.- “¿Qué esperas de la terapia?
P.- Siento que no estoy grave, pero sí que necesito ayuda; pero lo que pasa
es que a veces dudo de la efectividad de esto.
T.- ¿Qué tipo de ayuda?, ¿qué esperas?
P.- Tal vez esté esperando algo que yo note cómo que me ha hecho
cambiar... Si yo vengo aquí es en el sentido de que me indiquen una fórmula
o un camino para llegar a lo que yo busco.”
Los requerimientos de “reforzar la personalidad” y las quejas dirigidas a la
terapeuta sobre la ineficacia de la psicoterapia se reiteran en sucesivas sesiones.
Mientras tanto, se trabajan otros aspectos más prácticos de su vida actual. Algunas
iniciativas tomadas por él, junto al cambio de algunas actitudes debido a unos
mejores logros conseguidos en sus actividades laborales, posibilitan que en la
sesión 23 se pueda finalmente trabajar la demanda de una forma explícita:
P.- “Tengo una imagen que últimamente me viene mucho a la cabeza. Es
una imagen del primer colegio donde yo estudiaba: nosotros jugábamos
al fútbol en un sitio donde había una pared muy alta. El campo tenía una
portería en cada extremo; a un lado había esta pared, en el lado contrario
no había pared, estaba a campo abierto. Yo siempre que cogía el balón,
chutaba a la pared para recoger el rebote y marcar goles.
T.- ¡Muy astuto!, ¿y bien?.
P.- A lo largo de mi vida siempre me he comportado así, siempre ha habido
alguien que me ha hecho de pared para poder coger el rebote y marcar
goles. En la otra escuela no jugaba a fútbol, pero ya tenía la fama, y por
eso recibía un trato preferencial. Por eso creo que he buscado siempre una
pared en mi vida.
T.- ¿Cuántas paredes has tenido en tu vida?
P.- Mi madre, mis jefes
T.- ¿Y ahora?
P.- Mi mujer.
T.- Ahora que te oigo decir esto a mí también me ha dado la sensación de
que buscabas en mí una pared cuando me decías que lo que tenía que hacer
era reforzar tu personalidad.
P.- Es posible que haya buscado también en ti una pared... porque yo te
tenía como a un médico... que tenía que darme la solución... la respuesta
a mis porqués.
T.- Y ¿qué ha pasado para que ahora digas esto?
P.- Pues esta vez tengo que ser yo,... hasta llegar ahí. Tengo que ser yo sin

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 57
ninguna pared donde apoyarme.

La demanda específica
Existen pacientes que por diversas circunstancias -experiencias anteriores, su
propia formación, etc.- acuden a psicoterapia con una idea mucho más formada
sobre los objetivos y ámbitos de aplicación de la psicoterapia, como el caso de una
chica de veintiséis años, la décima de once hermanos, cuya formulación inicial de
la demanda es como sigue:
Bueno, yo en principio venía porque ya he ido a un psiquiatra hace tiempo,
pero me daba pastillas. Entonces él lo que me dijo es que yo tenía crisis de
angustia y, realmente, es que tengo mucha angustia, pero es porque tengo
miedo de muchas cosas. Tengo miedo sobre todo de lo social; también me
da miedo cruzar un puente; antes cuando era más joven no me daba miedo,
pero ahora me da cada vez más. El psiquiatra me daba pastillas y me
dejaban como muy dormida, y como sin reflejos. Y entonces decidí no
tomar más. Y luego, hace poco, he ido a un terapeuta que utiliza remedios
florales y me los estoy tomando; no es que lo note mucho. Y entonces, al
final, decidí ir a un psicólogo, que creo que me hace falta y eso. Mas que
nada lo que tengo es tanta angustia que al final una forma de descargarme
es, en casa, llorando...; pero vamos, quizás lo que pasa es que le doy
muchas vueltas a las cosas, y tengo inseguridad, y entonces ante la gente
me quedo como bloqueada
La demanda que plantea la paciente del caso viene claramente dirigida a un
psicólogo, distinguiendo, en base a la propia experiencia, los medios físicos de los
medios psicológicos. Se especifica además el problema en términos de crisis de
angustia o ansiedad generalizada, particularmente en contextos sociales, aunque no
queda muy determinado si como causa o como efecto. Sin embargo, tales especi-
ficaciones, tanto en este caso como en otros, no suelen superar el nivel diagnóstico,
que responde todavía al modelo médico. Atender a este tipo de demanda exige, de
nuevo, reformular sus supuestos en términos semánticos, no sólo sintomáticos, ni
siquiera cuando los síntomas son psiquiátricos o entran en las clasificaciones del
DSM-IV.
Nos viene a la memoria el caso de un paciente de unos treinta años, médico de
profesión, al cual se le había diagnosticado en su juventud una patología neurológica
muy poco frecuente: tremor essentialis. En consonancia con su formación médica
y con el diagnóstico, el paciente había consultado innumerables especialistas
nacionales y extranjeros sin encontrar un tratamiento eficaz. La patología, que
implicaba particularmente temblores en las manos, le impedía el ejercicio de la
medicina clínica y, con mucho más motivo de la cirugía. Una psicóloga le había
ayudado con técnicas conductuales a hacer frente a algunas dificultades de actua-
ción en público. Por razones profesionales se vería pronto obligado a hablar en

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público y esto le atemorizaba particularmente. De modo que con este historial se
presentó a psicoterapia con un demanda específica para superar el miedo a hablar
en público. El psicoterapeuta se extrañó de que la ayuda sintomática que el paciente
había recibido de la anterior psicóloga, que él consideraba muy válida, no le hubiera
sido suficiente. El análisis del discurso permitió contextualizar este miedo, relacio-
nándolo con las figuras de autoridad. Era distinto hablar ante compañeros que ante
superiores o un público especializado desconocido; esto aumentaba sus temblores
y bloqueaba el habla y el pensamiento. Esta diferenciación permitió además cuestionar
el diagnóstico médico prevalente hasta aquel momento: ¿cómo es posible que un
tremor sea essentialis si aparece condicionado a determinados contextos? La
perplejidad generada por este cuestionamiento facilitó reconstruir el contexto de
aparición del síntoma en una situación disociativa acaecida en su adolescencia. La
demanda de superar el miedo a hablar en público fue sustituida por la de salir de una
experiencia disociativa. Los temblores desaparecieron, el paciente pudo desarrollar
con notable eficacia sus empeños profesionales, incluidos los de la oratoria.
Como se aprecia en este y otros casos el análisis de la demanda específica
implica un cambio de diagnostico o, al menos, una redefinición del mismo en
términos no sintomáticos si se quiere superar el tratamiento puramente diagnóstico,
y emprender otro propiamente psicoterapéutico. Esta tarea no siempre resulta fácil,
pero con frecuencia se hace absolutamente necesaria ante la insuficiencia de
muchos de los tratamientos sintomáticos sean éstos farmacológicos o
comportamentales. (Lo contrario también vale: en muchos casos el tratamiento
psicoterapéutico es insuficiente o inadecuado y, en su lugar se imponen los
farmacológicos o comportamentales, o la combinación de todos ellos, no siempre
bien integrados, por desgracia).
Considérese en el siguiente caso la solicitud de intervención por parte de una
familia, a propósito de una fobia alimentaria en un niño de unos ocho años, que
rechazaba cualquier tipo de ingesta sólida y aún poco espesa, como purés o papillas,
y sólo admitía líquidos muy ligeros (agua, naranjada; pero no leche, batidos, etc.).
Éste había empezado a seguir un tratamiento comportamental intensivo, dada la
gravedad del caso, pero sin conseguir los efectos deseados a corto plazo. De modo
que la intervención del terapeuta fue introduciendo elementos discursivos y
sistémicos en el tratamiento. En efecto, el contexto en que se producía el síntoma
era el de una relación problemática entre los padres, que amenazaba separación
(angustia de separación: elemento motivacional); el texto, la conducta evitativa en
relación a los alimentos sólidos constituía una acción simbólica, más que instru-
mental; el pre-texto fue prestado por una noticia de la televisión “un niño se muere
porque se le atraganta una golosina”. El discurso en estas condiciones equivalía a
“si mis padres se separan me dejarán y no se ocuparán de mi; si no puedo tragar se
preocuparán”. En el tratamiento llevado a cabo a nivel concreto/operatorio (cognitivo/
conductual) se fueron introduciendo estrategias de realización simbólica muy

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 59
interesantes: la terapeuta se inventó una enfermedad similar para establecer una
especie de competencia con el niño: “a ver quién se traga antes la comida”.
Favoreció, así mismo, una mediación entre padres e hijo y de los esposos entre sí,
implicándoles en el juego, haciéndoles ver los videos grabados durante las sesiones
y enseñándoles los trucos para hacerle comer. Con la llegada de las vacaciones los
padres asumieron la iniciativa terapéutica. Al regreso del verano el niño ya comía
normalmente; los padres querían subrayar este logro ante el terapeuta, el niño, en
cambio, se empeñaba en querer explicar las cosas que habían hecho “juntos”. Una
visión más compleja permitió integrar y dar razón epistemológica de lo que sucedía
en los niveles más concretos tanto del comportamiento fóbico del niño como de la
intervención de la terapeuta.
En efecto lo importante de los síntomas es el contexto simbólico en el que se
producen, lo cual remite a su dimensión semántica. Los síntomas constituyen el
texto, el análisis del contexto permite entenderlos en términos discursivos. Un
alcohólico social puede, sin duda, intentar superar su dependencia de la sustancia
evitando los contextos físicos, llamados “ambiente” por los conductistas, en que se
produce la toma; pero si no los comprende en su dimensión semántica o significativa
no llegará a producirse un cambio epistemológico en su sistema de construcción de
la realidad. Esta evitación podrá subsistir solamente en un contexto protegido y/o
coercitivo -comunidad terapéutica, alcohólicos anónimos- porque no será el fruto
de un cambio epistemológico. Las personas construyen la realidad de una manera
determinada, y esto genera toda una serie de conductas, porque la construcción es
una anticipación connotativa de la experiencia, por la que las diversas situaciones
se consideran positivas o negativas antes de que se produzcan. De alguna manera
puede decirse que nacen de la experiencia, pero niegan, o al menos dificultan, la
posibilidad de experiencia; de modo que quedan estancadas en una estructuración
epistemológica determinada y dificultan el cambio. El alcohólico social, por
ejemplo, aquel que bebe únicamente en compañía, nunca de forma solitaria, parte
de la experiencia que beber en compañía es un modo de relacionarse; relacionarse
es un modo de no sentirse solo; sentirse solo sería un indicador de fracaso social;
el fracaso social consiste en no ser reconocido por los demás; no ser reconocido por
los demás significa que uno no vale nada. La identificación del reconocimiento por
parte de los demás con el valor propio es el núcleo de esta construcción que
imposibilita el cambio epistemológico en términos de “yo puedo tener un valor,
aunque los demás no me reconozcan”.
Si por ejemplo alguien piensa que la felicidad es la finalidad de la vida y
encuentra la felicidad -generalmente confundida con el placer como estado fisioló-
gico- en la droga, no podrá dejarla hasta que ésta le produzca un mayor grado de
infelicidad que de felicidad o hasta que cambie su construcción de la felicidad como
consecución inmediata y sin esfuerzo del placer por otra, donde la consecución de
objetivos a largo plazo a través del esfuerzo personal sea más gratificante que la

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primera. Todo lo demás serán cambios aparentes, a no ser que esté dispuesto a
admitir, como postulaban los estoicos, que la felicidad no es la finalidad de la vida.

La demanda perversa
Denominamos demanda perversa a aquella que, de acuerdo con la etimología
de la palabra “per-versus”, va en una dirección contraria o enfrentada a la original,
bruscamente apartada de su finalidad, vuelta del revés. Si hemos dicho que la
finalidad de la psicoterapia era la de analizar las necesidades del paciente para que
éste pudiera llegar a satisfacerlas por sí mismo, utilizando o desarrollando sus
propios recursos, consideraremos una demanda perversa aquella que tenga por
objeto la satisfacción directa de estas necesidades a través de la psicoterapia, y más
en concreto de la relación terapéutica implicada en ella. Naturalmente esto puede
suceder inversamente por parte del terapeuta, en cuanto éste pretenda utilizar la
situación de indefensión de sus clientes para satisfacer sus necesidades propias de
afecto, poder o dinero.
La denominación de perversa a este tipo de demanda del paciente, o de
intervención del terapeuta, no supone la emisión de un juicio moral ni legal por
nuestra parte. Simplemente describe la dirección inversa que sigue la interacción
entre paciente y terapeuta. Naturalmente tampoco lo excluye. El grado de moralidad
o inmoralidad que pueda prejuzgarse en cada caso pertenece al ámbito de la
intencionalidad más o menos consciente, y no vamos a entrar en ello en este artículo.
Sólo añadir que, aunque aquí consideramos preferentemente la demanda del
paciente, por ser el objeto de nuestro estudio, la atribución de responsabilidad moral
o legal, en general, debería afectar más al terapeuta que al paciente por su situación
de privilegio en una relación de clara asimetría.
Las necesidades cuya satisfacción se ponen en juego en la demanda terapéu-
tica pueden agruparse en grupos motivacionales como los descritos por McClelland
(1955), recogidos también por Carli (1990) en su artículo antes citado, de motiva-
ciones de afiliación, poder y logro. Una clasificación semejante se puede extraer de
la concepción más etológica de Liotti (1996; véase en este mismo número) el cual
distingue cuatro motivaciones básicas o sistemas comportamentales de origen
innato que se activan en cualquier relación, y naturalmente también la terapéutica.
Estos son: los sistemas de apego, de sexualidad, de dominación y de colaboración.
De acuerdo con estas clasificaciones podemos establecer una casuística
categorial donde se tengan en cuenta la diversidad de demandas perversas posibles,
considerando como tales a las demandas de satisfacción directa en terapia o a través
de ella de las necesidades de apego, de sexualidad y de poder o dominancia. Los
sistemas de colaboración son, en cambio, los que hemos postulado para definir la
terapia; por lo que, a no ser que estén disfrazando otra cosa, son los adecuados para
activarse en sintonía con el tipo de interacción que exige la psicoterapia.

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 61
a) demanda de apego
Algunas personas tienen en su vida una carencia real de relaciones afectivas
familiares o amistosas. Esta es una necesidad auténtica, a no ser que se trate de
individuos solitarios, pero que, como hemos dicho, no puede satisfacerse directa-
mente en la terapia, so pena de pervertirla.
El caso que vamos a considerar se produjo en el ámbito de una terapia de grupo,
lo que potenciaba aún más las posibilidades o, al menos, la fantasía de satisfacer
directamente tal necesidad con diversos miembros del grupo. El paciente, al que
llamaremos Alberto, de unos 30 años de edad, es soltero y vive con sus padres. Como
no tiene ninguna relación amorosa ni de amistad, se dedica de forma compensatoria
al trabajo, donde hace innumerables horas extras, sábados incluidos, además de una
actividad extralaboral, generalmente no remunerada, como director de una coral,
así como algunas clases particulares de música. El primer día del grupo, al hacer su
presentación, enuncia claramente cuál es su demanda respecto al grupo de terapia.
“Yo he venido para a ver si hago amistades en el grupo”.
La demanda es claramente perversa, aunque hecha de forma inocente, sin
trampa ni cartón. El equipo terapéutico toma nota de esta enunciación perversa, pero
decide que es todavía pronto para trabajarla y que hay que esperar a que los
acontecimientos pongan a prueba la posibilidad de satisfacción de la demanda.
Desde luego, el grupo no se puede interrumpir por él, ni se le puede echar sin darle
la oportunidad para elaborar su demanda.
Efectivamente Alberto empieza a manejar al grupo, sobre todo fuera del
ámbito estricto de las sesiones, para satisfacer sus necesidades. Se ofrece a hacer
favores, acompaña con su coche a los pacientes fóbicos, organiza fiestas y
encuentros, se convierte en la centralita telefónica por donde pasan todos los
mensajes y comunicaciones entre los miembros del grupo. A los tres meses de
iniciado éste, y durante el período de vacaciones de Navidad, se produce un
acontecimiento particular: una chica, a la que llamaremos Sandra, va a ser
intervenida quirúrgicamente de una grave afección en la columna vertebral. Alberto
organiza con la enferma y los demás miembros del grupo una cena de despedida y
celebración de la Navidad antes de la operación, se propone como el coordinador
de cualquier interacción del grupo con la paciente operada. Venciendo además su
aversión a los hospitales se decide a visitar a Sandra en el hospital, cuando todavía
se halla en el período postoperatorio. Esta se encuentra en un estado muy débil y con
fuertes dolores por todo el cuerpo y no desea ver a nadie, de modo que reacciona con
disgusto a la visita de Alberto. Éste, al sentirse rechazado empieza a notar los
síntomas físicos de opresión que ejercen sobre él los hospitales y cae desmayado en
la habitación misma, dándose la paradoja de que la enferma tiene que asistir al
visitante. Unas semanas más tarde, en coalición con otra compañera, pero excluyen-
do a otros miembros del grupo, decide hacerle un regalo. No se le ocurre mejor idea
que entregárselo como obsequio de bienvenida al inicio de la sesión en que Sandra

62 REVISTA DE PSICOTERAPIA / Vol. VII - Nº 26-27


vuelve a reincorporarse al grupo. Sandra no sabe cómo manifestar sus sentimientos
ambivalentes: por una parte se trata de un objeto que ella aprecia mucho y que en
otras ocasiones había manifestado la ilusión que le hacía, así como las dificultades
económicas que tenía para conseguirlo; por otra, no le parece bien que se le haga
un regalo en el grupo y, menos, excluyendo a una parte de éste. El grupo reacciona
dividiéndose, aliándose unos con el reproche de Sandra, excusándose los otros en
base a su buena voluntad. Alberto reacciona quejándose de que
“la gente malinterpreta las cosas y encima es desagradecida. Esto no es
lo que me esperaba, ni éste es el concepto de amistad que yo tenía”.
Sin embargo las cosas no se detienen ahí: otra compañera del grupo, a la que
llamaremos Mónica, que por cierto es la que le había aconsejado en la elección del
regalo, se encuentra en una necesidad económica imprevista y urgente. Enterado
Alberto, se presta voluntariamente a satisfacer la cantidad que Mónica precisa. Pero
las cosas se complican porque existen dificultades para devolver el dinero, y además
resulta que no es sólo la cantidad declarada inicialmente, sino una superior la que
se precisa. Estos conflictos vuelven a estallar en el grupo y Alberto reacciona de
forma similar con sus discursos sobre el desagradecimiento y la falta de correspon-
dencia a sus intentos de establecer amistad. Aprovechando estos acontecimientos
se trabaja lo que él entiende por amistad y la futilidad de sus esfuerzos por forzarla.
Sin embargo él reacciona pesimísticamente aduciendo que ha sido ingenuo en fiarse
de los demás y que en adelante deberá aprender a ser más desconfiado. Otros
acontecimientos se suceden a éstos, que no vamos a narrar para no hacernos
interminables. Sin embargo merece destacarse uno, producido fuera de la terapia y
con una persona ajena al grupo, por el valor indirectamente terapéutico que tuvo.
Ya hemos indicado más arriba que Alberto desempeñaba como actividad comple-
mentaria la de profesor de música. Se acercaban los exámenes de junio y una alumna
suya, mujer ya adulta y casada que trabajaba como maestra, a la que preparaba para
el examen en el conservatorio, se mostraba, por diversas razones familiares y otras
ocupaciones, poco motivada en el estudio, faltando a clases, cambiando horas, no
preparando las lecciones, etc. A ello respondía Alberto ofreciendo más horas de
clase, alargando exageradamente el tiempo de las clases, proporcionando horas
extras gratuitamente, etc., hasta que un día la alumna respondió a uno de sus
frecuentes requerimientos de mayor dedicación al estudio con estas palabras:
“Oye, ¿tú tienes algo personal conmigo? Si quiero presentarme ahora al
examen y aprobar es un problema mío. Tal vez me convenga no ir tan
deprisa en sacarme la carrera. Tú limítate a darme las clases que te pida
y pague. No pretendas nada más ni te pases”.
Esta vez, a la tercera o más, fue la vencida. Alberto trajo a terapia esta situación,
declarando que se había dado cuenta que no es que la gente sea desagradecida o no,
que puede serlo, sino que él pretendía forzar a la gente a ser amiga suya y que se
había equivocado al plantear sus relaciones personales o profesionales, tanto en la

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 63
terapia como fuera de ella, como un medio para conseguir amistades. Y que esto era
una demanda equivocada. Por primera vez Alberto analizaba su necesidad de
apego, en lugar de intentar satisfacerla directamente a través de la terapia.

b) Demanda de satisfacción sexual


La relación terapéutica es un tipo de relación personal privilegiada, en la que
el grado de confianza, aceptación y comprensión puede llegar a ser muy íntimo, lo
cual junto con la proximidad física y la alta frecuencia de las visitas puede, sin duda,
favorecer la fantasía de la satisfacción de necesidades sexuales o de amor erótico.
Una paciente, aquejada de síntomas psicosomáticos y fóbicos, le contaba al
psicólogo las innumerables correrías por los despachos de los más diversos
especialistas en medicina y psiquiatría con los resultados siempre negativos
respecto a su curación. El último médico consultado, sin embargo, un anciano
profesional, perteneciente a la vieja escuela de exploración clínica manual, había
terminado su visita, después de indicar a la señora que se vistiera y se sentara ante
la mesa del despacho, con estas lacónicas palabras:
“Usted, señora, lo que necesita es que la toquen”.
La paciente al relatar lo sucedido asentía con la cabeza mientras añadía:
“Creo que es el único médico que ha entendido lo que de verdad me
pasaba”
La pregunta que nos podemos hacer, en este caso, es evidentemente relativa
a la pragmática de la frase no del médico a la paciente, sino de la paciente al
psicólogo. Qué pretendía la paciente que hiciera el psicólogo con un mensaje
pragmático como éste:
“Mi auténtica necesidad es la de ser toqueteada eróticamente; esto es lo
que busco con tantas visitas a médicos. Usted, si es que ha entendido mi
demanda, como buen psicólogo que es, ¡a ver qué hace!”.
Todo esto en un contexto en que la formulación más clara de su problemática
psicológica era la de una profunda insatisfacción matrimonial. Naturalmente se
trataba de una necesidad que la psicoterapia -no sabemos si el psicoterapeuta- no
puede satisfacer, sino sólo analizar.
Un diálogo transcrito por Carl Rogers (1951) con una de sus clientes muestra
bien a las claras el pulso mantenido entre ambos por delimitar o pervertir el sentido
de la demanda en el ámbito de la satisfacción sexual. Se trata de una paciente, a la
que Rogers bautiza como Miss Tir, que se ha quitado el abrigo antes de entrar por
miedo a que el terapeuta le ayudara a hacerlo, ella se sintiera impulsada a girarse
hacia él y besarle:
T. Usted ha pensado que estos sentimientos la podían llevar a besarme si
no se protegía de ellos.
C.- Bien, otra razón por la que me he quitado el abrigo fuera es porque
quiero ser dependiente, pero quiero mostrarle que no lo necesito... Nunca

64 REVISTA DE PSICOTERAPIA / Vol. VII - Nº 26-27


le he dicho a una persona que es el ser más maravillosos que he conocido,
pero a usted sí que se lo digo. No es simplemente sexo, es mucho más que
eso.
T.- Usted se siente muy ligada a mí.
C.- Creo que emocionalmente me muero de ganas de tener relaciones
sexuales con usted, pero no hago nada al respecto. Deseo tenerlas, pero
no me atrevo a pedírselo por miedo a que sea no directivo.
T.- Siente esta horrible tensión y desearía tener relaciones conmigo.
C.- ¿No podría hacer usted algo?. Esta tensión es excesiva. Me sentiría
liberada. ¿Puede darme una respuesta directa? Creo que nos ayudaría a
los dos.
T.- La respuesta sería, no. Puedo comprender lo desesperada que está,
pero yo no desearía hacerlo.
C.- Creo que esto me ayuda. Sólo cuando estoy trastornada me siento así.
Usted es fuerte y me da fuerzas.

c) demanda de satisfacción de la necesidad de poder o dominancia


A veces la interacción psicoterapéutica se convierte en un campo de batalla
para poner a prueba la capacidad de poder o de dominio sobre adversarios
teóricamente más fuertes. Carli (1990) relata el caso de un profesor de media edad
que pide una entrevista por teléfono. En esta llamada se entretiene hablando sobre
las expectativas que la terapia podrá satisfacer, sobre todo lo bien que le han hablado
del terapeuta, así como sobre la gravedad y la urgencia de su caso. Se presenta a la
cita, hablando no tanto de sus problemas, cuanto del modo cómo ha intentado
resolverlos, confiándose a una larga serie de profesionales, médicos, psiquiatras,
psicólogos y psicoanalistas, sin haber encontrado todavía la persona adecuada a su
caso. A continuación inicia una serie de consideraciones fuertemente críticas sobre
las diversas escuelas de psicoterapia, buscando suscitar acuerdo y colusión con el
terapeuta. Este último le pregunta qué es lo que le hace pensar que las cosas irán de
manera distinta que con el resto de psicólogos y psicoterapeutas que hasta aquel
momento ha consultado. El paciente lo mira perplejo y desilusionado, y después de
unos segundos de silencio se levanta y se va. Al cabo de unos meses pide una nueva
entrevista con el mismo psicoterapeuta. En ella cambia el planteamiento del
discurso, aceptando hablar de sí mismo y cuestionándose su modo de proceder.
Aparecerá, entonces, que el objetivo de la primera entrevista había sido el demostrar
que tampoco el enésimo profesional interpelado podía hacer nada por él. Recono-
cerá también la cuidadosa atención con que escogía a sus “víctimas ilustres”. Dirá,
por otro lado, que la pregunta que le hizo el psicólogo, sentida como una verdadera
exigencia de cuestionamiento, lo había desconcertado y profundamente irritado. De
hecho se esperaba, como generalmente había sucedido en los otros encuentros, un
enfoque inmediato de la entrevista hacia la búsqueda de elementos y dimensiones

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 65
psicodiagnósticas, una exigencia de definición de su caso, dentro de los parámetros
de nosografía psicopatológica. Enfoque hacia el cual se habría desplegado su gran
habilidad para confundir al interlocutor, desbaratar cada una de sus hipótesis,
llegando al final a la conclusión que, en su caso, no había nada que hacer. El
cuestionamiento que se le hizo, en cambio, había desmontado su proyecto implícito.
Ahora había vuelto a terapia para retomar aquel cuestionamiento y entender el
sentido de su necesidad de medirse con la persona a la cual se había dirigido, para
después invalidar su intervención.

La demanda vicaria
No es infrecuente el caso en que la persona no viene a terapia para solucionar
sus problemas ni para satisfacer sus necesidades, sino para poner una demanda cuyo
posible beneficiario no se halla presente y ni siquiera ha delegado esta función en
el demandante. Generalmente se trata de madres que solicitan ayuda para sus hijos;
o de esposas, más raramente ellos, que lo hacen por sus esposos. A este tipo de
demanda la llamamos vicaria en cuanto se hace en sustitución de otra persona.
El discurso suele seguir siempre el mismo esquema: se describe un problema
que se atribuye a la persona ausente y se pide alguna ayuda psicológica del tipo:
“¿qué puedo hacer yo para ayudarle?; ¿cómo podría conseguir que
viniera aquí?; ¿cómo podría hacer para que dejara de beber o jugar?;
¿cómo le puedo convencer para que se deje ayudar?; ¿qué puedo hacer
para que cambie o para que me haga caso?”
Quien hace la demanda suele atribuir al sujeto ausente el origen de todos los
males, para cuya solución se requeriría su participación y compromiso, aunque se
considera altamente improbable. Tal es el caso de una mujer de treinta años, casada
desde hace cuatro, madre de dos hijos de tres años y cinco meses respectivamente,
que acude al terapeuta con la siguiente queja:
“Soy enfermera, pero mi marido no me deja trabajar. Por ejemplo, este
mes debería hacer dos semanas de turno y él me atosiga tanto que estoy
siempre en ascuas. Dice que mi puesto está en casa con los niños. De
acuerdo, pero yo quisiera..., necesito unas vacaciones. Siento necesidad
de alejarme de ellos. De estar con otra gente. No puedo estar siempre
cerrada en casa... Pero no es sólo esto. Para empezar hay un montón de
cosas que no sabía de mi marido antes de casarme y que debería haber
sabido; al menos pienso que debería haber sabido. Creo que es un
alcohólico crónico. Bebe cada día y parece que no puede evitarlo. El dice
que sí, que lo consigue, pero no es cierto. No lo ha conseguido nunca,
exceptuando cuando el doctor lo puso a dieta, y entonces se puso a comer
caramelos... Desde que me casé; ya durante la luna de miel bebía cada
noche. No quería ir a ninguna parte; sólo quería quedarse en casa a beber;
y yo no lo soportaba. Tengo la impresión de que terminará por destruirme

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a mí o a los niños, o a todos juntos. Y no quiere dejarse ayudar. Éste es el
mal. No quiere admitir que sea un problema... Trabaja de camionero. Ya
sé que es un trabajo duro, pero él llega a casa y se desahoga con nosotros.
Empieza a gruñir sólo entrar en casa... Siempre pienso en el divorcio, pero
sería otra muerte emocional. Y no quiero hacerlo ahora con los niños. Son
demasiado pequeños... Si se muriera él creo que me sentiría feliz. Estoy
segura de que sí”.
Está claro que el terapeuta no puede atender directamente a esta demanda.
Necesita más bien transformarla en una demanda personal. En efecto, no puede
conseguir por sus limitados medios que el marido acuda a terapia, reconozca su
problema de alcoholismo y ni siquiera, tal vez, el de pareja. No puede simplemente
aceptar una demanda vicaria. Existen, sin embargo, en el discurso de la demandante
algunos elementos que permiten enfocar la atención sobre el estado de ella, su
frustración por no poder trabajar, por depender del marido y de sus hijos, sus
sentimientos ambiguos hacia el divorcio, o los deseos de muerte respecto al esposo.
En otras ocasiones el discurso de la persona demandante incluye referencias
más explícitas al propio malestar, dando a entender que el propio sujeto podría
beneficiarse de la intervención terapéutica, aun en el caso de que la persona que se
considera problemática no esté dispuesta a participar en la terapia. Esta demanda
implícita de ayuda terapéutica puede entreverse en el discurso de la siguiente
demandante, casada, madre de tres hijos, que acude al terapeuta con una demanda
del tipo “mi marido no me hace caso”
Sí, soy casada y tengo tres hijos: un varón, el pequeño, y dos niñas. Mi
marido es ingeniero y trabaja en una empresa de maquinaria eléctrica. No
ha venido porque no quería pedir permiso ni quería decir para lo que era.
Me alegro, porque no sabría cómo decirle a él que prefería entrar yo sola.
Si hubiera pasado con él habría estado más cohibida. Y la verdad es que
no creo que tenga nada que ocultarle, pero siempre es mejor ¿no lo cree
usted así? No me encuentro bien desde pocos meses después de nacer mi
hijo. No soy como era antes, estoy aburrida. Yo antes tenía ilusión por todo.
¡Qué poco me interesa ahora mi marido, los niños, todo!. No es que no los
quiera, pero también me aburren. ¡Qué vida esta!. No sé de qué me quejo
en realidad. Tengo de todo, estamos bien. Pero es que una ¿qué tiene que
hacer?. Usted dirá que nunca ha tenido una enferma tan estúpida, porque
ahora le iba a decir una tontería: que me molesta ya todo lo que hace mi
marido. Todo no; pero, por ejemplo, cuando llegaba él de la fábrica, yo,
antes, tenía ilusión, pero ahora, ya se lo he dicho, no tenemos nada de qué
hablar. ¿Es posible que no tenga nada de qué hablarme?. Él dice que está
cansado, que lo que quiere es estar tranquilo, y se pone a leer el periódico.
Le gusta mucho el fútbol y a mí eso me pone frenética. Que esté deseando
salir del trabajo para venir a casa a leer los deportes... Yo se lo decía a mi

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 67
hermana: mira déjate de tonterías, tú piensas que el matrimonio es una
cosa y luego es otra, muy distinta. Cuando me dijo que no sabía de qué me
quejaba, me callé. Ya sabrá ella por qué lo digo yo”.
Como hemos indicado ya en la introducción de este caso, la paciente mezcla
en la demanda las expresiones de malestar personal con los requerimientos
explícitos sobre el comportamiento del marido y la conveniencia o no de una terapia
de pareja. Aun así, la posición de la demandante es muy pasiva y está orientada a
provocar un posicionamiento del terapeuta en su favor y en contra del esposo,
induciéndole, no se sabe cómo, a que cambie de conducta, esté menos por los
deportes y más por la casa, la mujer y los niños.

La demanda delegada
Hemos tenido ocasión de comprobar que en la mayoría de los casos los
pacientes llegan a psicoterapia a través de una derivación. A veces es una
recomendación de algún familiar o amigo que ha tenido alguna experiencia similar;
con frecuencia no es más que la indicación de qué terapeuta se considera más
adecuado o de confianza, como respuesta a una iniciativa propia; en otros casos son
los parientes -particularmente los padres o consorte- quienes insisten y a veces
chantajean al paciente para que acuda a terapia. Así nos encontramos con expresio-
nes relativas a la derivación como éstas:
“He venido porque según mi mujer tengo muchos problemas”; “mi esposo
me ha dado el ultimatum: o dejo de mostrarme celosa o me planta”; “mis
padres están preocupados por mí, porque dicen que últimamente me ven
muy encerrado en mí mismo y de mal humor”; “una amiga mía me ha
recomendado que acuda a usted”.
En muchas otras ocasiones, sin embargo, es algún otro profesional de la salud
quien ha tomado la iniciativa de hacer la derivación sin que el paciente esté muy
convencido ni llegue a veces a entender el por qué tiene que ir al psicólogo. Ya
hemos observado antes que el éxito o fracaso de una derivación depende mucho de
cómo se lleve a cabo por parte del profesional derivante. Este puede hacer una
derivación clara, razonada y prestigiosa para el psicoterapeuta, como en el caso que
hemos considerado más arriba de derivación por parte de un médico cirujano, o
puede hacer una derivación muy genérica:
“esto es psicológico” o “son los nervios”,
acompañada con frecuencia de una valoración previa invalidante:
“usted no tiene nada; más valdría que se lo hiciera mirar por un
psicólogo”,
de donde se deduce que lo psicológico “no es nada (importante, se entiende)”.
Naturalmente también pueden ser otros colegas psiquiatras o psicólogos
quienes por razón de falta de tiempo o de especialización, o por proximidad de
parentesco o amistad con el demandante, por traslado o cese en la actividad

68 REVISTA DE PSICOTERAPIA / Vol. VII - Nº 26-27


profesional hacen una derivación, generalmente muy bien orientada, de un paciente
a psicoterapia. Estos casos no tienen mejor ni peor pronóstico que los anteriores,
pero pueden considerarse dentro del ámbito de las derivaciones comunes.
Existe, sin embargo, una situación en que la derivación reviste un carácter muy
particular y que requiere un análisis específico de la demanda, pues se trata, en
realidad, de una delegación. Hablamos de delegación en aquellos casos en que una
institución o un profesional del campo de la salud mental se quita de encima, por
decirlo en pocas palabras, a un paciente aduciendo razones generalmente inconsis-
tentes, aunque revestidas de racionalizaciones aparentemente aceptables. Existe,
además, el agravante de que el terapeuta delegado se ve moralmente obligado a
hacerse cargo del caso, para no dejar desatendida la demanda, y al demandante en
situación de desamparo.
Una psicoterapeuta decidió por razones que afectaban a su vida matrimonial
interrumpir bruscamente de un día para otro su trabajo profesional, delegando en un
colega los seis pacientes que en aquel momento seguía. De los seis cuatro llamaron
por teléfono al nuevo terapeuta para concertar una visita; dos nisiquiera lo hicieron.
De los cuatro que habían llamado sólo dos se presentaron a la cita; los otros se
excusaron en llamadas posteriores, aduciendo dificultades de horario o de transpor-
te. Uno de los que asistió aprovechó la sesión para quejarse del modo en que había
sido despedido por la anterior terapeuta, objetando que le iba a resultar muy difícil
generar una nueva relación de confianza cuando la que había construido con la
terapeuta se había roto de forma tan poco justificada; después no volvió más. Sólo
uno de los seis pacientes, un muchacho joven, con dificultades de aceptación o
autoimagen, con problemas en los estudios y escasas relaciones sociales continuó
y llevó adelante con provecho la psicoterapia por espacio de dos años.
En otros casos el motivo de la delegación es la existencia de una problemática
del terapeuta o de la institución con el paciente, aduciendo que otro profesional
mejor preparado o más disponible podrá hacerse cargo del caso. Esta delegación
pone con frecuencia al terapeuta receptor en una difícil tesitura por la situación
enormemente privilegiada que esta derivación le confiere a los ojos del paciente o
su familia y, a la vez, extremadamente condicionada, puesto que viene acompañada
del diagnóstico y de las indicaciones del tratamiento a seguir. En estas circunstan-
cias lo que esperan paciente y familia es que el terapeuta delegado ejecute
magistralmente las prescripciones de la institución delegante, como si se tratara de
un superespecialista. Como puede advertirse en estos casos la demanda delegada se
interpone entre paciente y terapeuta y no queda más remedio, si se quiere evitar caer
en la trampa, que replantear todo el proceso.
Un adolescente de 13 años -al que llamaremos Juan- es enviado al psicoterapeuta
por el servicio de psiquiatría de un hospital, donde el muchacho en cuestión venía
siguiendo una terapia de grupo desde hacía tres años, a causa de una persistente
fobia escolar que no remitía y daba origen a numerosos incidentes escolares y

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 69
familiares. El terapeuta recibe, un mes escaso antes del verano, sendas llamadas de
la familia y del psiquiatra con la indicación prescriptiva de “hacerle al chico
urgentemente dos sesiones semanales de psicoterapia en profundidad”. El terapeuta
“delegado” aduce a la familia que ésta no es su forma de trabajar, que si ellos quieren
asumirá el estudio del caso, pero que dada las limitaciones de tiempo accede
solamente a evaluar la situación y a valorar las posibilidades de otro tipo de trabajo
más bien de carácter familiar que individual. Durante la exploración se toman algunas
decisiones de carácter práctico, que ya estaban en el ánimo de los padres, se contextualizan
los conflictos del chico y se intenta convertir la ansiógena preocupación de los padres
en compromiso colaborativo: para ello ya durante el proceso de evaluación se cita varias
veces a los padres solos, e incluso se les propone actividades conjuntas, como la
ejecución de esculturas familiares (Onnis, 1990). Al final del período evalutivo el
terapeuta les escribe y lee esta carta en la que se intenta redefinir toda la situación, a fin
de posibilitar una demanda distinta de aquella que fue delegada.
Ante la inminencia del período estival deseo escribirles unas líneas que
sirvan de recordatorio de las consideraciones que hemos compartido
durante las sesiones de evaluación psicológica, durante las cuales he
tenido la oportunidad de admirar la puntualidad, interés, responsabili-
dad, espontaneidad y franqueza con que han participado y colaborado.
Todas estas cualidades han hecho fácil, y espero que fructífera, la relación
con ustedes. En nuestra exploración se han puesto de manifiesto otras
cualidades personales, que sin embargo, llevadas a sus extremos, consti-
tuyen polaridades semánticas familiares que pueden dificultar el posicio-
namiento de su hijo Juan respecto a la constelación parental, tales como
idealismo-materialismo, pensamiento abstracto - concreto.
Juan presenta también esta dualidad en su forma de pensar y construir el
mundo, con evidentes dificultades de integración de ambas perspectivas.
Él es un chico sensible, que se ha visto rodeado de un medio escolar hostil
al que no se ha adaptado del todo. Posiblemente no ha encontrado el
necesario apoyo y comprensión en las estructuras, ni ha desarrollado las
estrategias para hacer frente a los problemas que se le han presentado en
la escuela. Por eso creo que la decisión de cambiarle de colegio es sabia:
le da, al menos, una oportunidad para empezar de cero.
Juan es hijo único, le faltan amistades y con frecuencia se queja de
aburrimiento. Parece, igualmente, que capta unas expectativas de parte de
sus padres algo exageradas conforme a sus posibilidades y a su rendimien-
to. Todo ello, habida cuenta además que es nacido en diciembre, le pone
frecuentemente en una situación de exigencia respecto al rendimiento
escolar y a la madurez personal, que pueden ser causa de tensión y de
evitación de la escuela. Se encuentra, por otra parte, en un momento de
transición de su proceso de maduración personal: la adolescencia o pre-

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adolescencia. Seguramente sería beneficioso para él encontrar formas de
ampliar el círculo de amistades, desarrollar nuevos contactos sociales y
descargar la tensión de formas creativas y sanas.
Ustedes, como padres, se han preocupado mucho por él, hasta el punto de
desarrollar una notable ansiedad e inseguridad. Esta no es, probablemen-
te, la manera más eficaz de enfocar sus problemas, tanto más cuanto que
contribuye a aumentar las ansiedades e inseguridades de él, dado que esto
puede ayudar a provocar una escalada interactiva (a mayor inseguridad,
mayor explosión ansiosa en el chico). Juan necesita un punto de referencia
sólido y estable en el seno de la propia familia. La óptima predisposición
de ustedes a colaborar creo que es la mejor garantía para que se puedan
crear las condiciones favorables a un desarrollo integral: para ello es
bueno aumentar el grado de comunicación interna en el seno de la familia,
la solidez del dúo parental, las áreas de expansión social y, también, de
diversión lúdica. Si creen que estas consideraciones pueden ser útiles,
posiblemente nuestra colaboración podrá serlo igualmente en un futuro
próximo.
Otro caso claro de delegación lo constituye el que relatan Manfrida y Melosi
(1996), en el que el posicionamiento del terapeuta se resuelve con una negativa
inicial al tratamiento.
Una joven madre de veintiocho años llega enviada al psiquiatra con una
indicación de urgencia por una amiga psicóloga. En la entrevista aparece bastante
deprimida, con intensa ansiedad, sentimientos de culpa (por una presunta incapa-
cidad para criar con la propia leche una niña de pocos meses), insomnio, ideas
autolesivas y de daño para la hija. Llama la atención en particular la petición
incongruente, dado que ha sido derivada a un médico psiquiatra, de no tomar
medicinas, justificada con el hecho de que no soportaría la interrupción del
amamantamiento, experiencia para ella extraordinariamente gratificante y absolu-
tamente indispensable, hasta el punto de verla como el objeto del embarazo: su leche
puede ser mala, pero tener la niña al pecho es para ella, más que un deber moral, una
experiencia irrenunciable. El marido, que la acompaña, insiste inútilmente en la
suspensión del amamantamiento, que ya va por el quinto mes, y después se
conforma pidiendo al psiquiatra que haga lo que pueda.
La petición de esta pareja es la de que se ayude a esta señora, pero sin
medicamentos, en un tiempo tan breve que no permite profundizar en las problemá-
ticas individuales, de pareja o de familia, con el objetivo de eliminar el síntoma. Se
trata de una estrategia de delegación, que persigue volver hiperactivo al terapeuta,
probablemente destinada a transformarse en una delegación para el fracaso.
Frente al requerimiento paradójico o, si queremos, a la delegación para el
fracaso, presentada por la petición de curar a la paciente de la depresión sin darle
fármacos y sin psicoterapia, la respuesta del psiquiatra fue la de comprensión, pero

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 71
de rechazo de intervenir. Se le dijo que la preocupación por los otros que impedía
a la señora curarse (para no suspender el amamantamiento) y le daba también una
especie de altruista satisfacción, demostraba en realidad que ella no quería recono-
cer un estado de enfermedad”.
Algunos días después la paciente telefoneó, aceptando una terapia
farmacológica. Cuando los síntomas más inhabilitantes empezaron a remitir se le
indicaron dos posibles caminos: el primero seguir en su posición pasiva, el segundo
emprender una psicoterapia, eventualmente individual, de pareja o de familia.

Colusión:
Puede definirse la colusión como una alianza con otra persona o institución en
detrimento de una tercera. En el ámbito psicoterapéutico esta situación no es
infrecuente, sobre todo cuando son los familiares de un paciente “designado”
quienes presentan la demanda de ayuda que, muchas veces no es otra cosa que la
demanda de un diagnóstico y un tratamiento (coercitivos) no precisamente terapéu-
ticos. En estos casos la terapia sistémica, con muy buen criterio, incluye en la terapia
o “tratamiento” a demandantes y demandado para diluir con este planteamiento el
efecto colusivo. Generalmente la demanda colusiva lo es en perjuicio de una tercera
persona distinta del demandante, pero puede darse el caso, como tendremos ocasión
de ver en el segundo de los ejemplos, que el demandante, sin darse cuenta, entre en
colusión consigo mismo. Vamos a considerar pues los dos casos separadamente.

a) Colusión en perjuicio de un tercero


El caso que vamos a analizar aquí viene protagonizado por la madre adoptiva
de un chico, al que llamaremos Ricardo, que en el momento de los hechos tenía 23
años. Por razones profesionales, el terapeuta anteriormente había trabajado de
psicólogo escolar, el conocimiento del chico se retrotraía a la edad de 6 años en que
fue adoptado. En aquel momento, Ricardo, que hasta entonces había estado acogido
en una institución pública, presentaba un notable retraso evolutivo, tanto a nivel
cognitivo como psicosocial y un lamentable estado físico. Su inserción en la escuela
fue muy problemática y su aprendizaje escolar muy dificultoso. Con el paso de los
años y un trabajo de seguimiento reeducativo Ricardo fue mejorando en todos los
aspectos, aunque persistía una personalidad algo infantil, una emotividad impulsiva
e inmadura y un desarrollo cognitivo medio-bajo dentro de la normalidad. Los
cuidados de los padres consiguieron que desarrollara los hábitos de higiene y
cuidado personal, vistiera incluso con elegancia, y ayudara a su padre en un oficio
de tipo manual.
Todos estos avances psicosociales habían propiciado que la asistencia psico-
lógica ya no fuera necesaria, de modo que el terapeuta había perdido el contacto con
la familia desde hacía casi siete años. En estas circunstancias una llamada hecha al
domicilio particular a las 8.20 de la mañana solicitando una entrevista con carácter

72 REVISTA DE PSICOTERAPIA / Vol. VII - Nº 26-27


de urgencia, acompañada de lloros y manifestaciones de extrema preocupación por
parte de la madre, como la de llevar cuarenta y ocho horas sin comer ni dormir,
alarmó al terapeuta, el cual accedió a verla inmediatamente. Ya en la sesión la madre
explicó el motivo de su intensa preocupación.
Dos días antes Ricardo había protagonizado una escena de violencia. Unos
vecinos discutían en la calle a propósito de un aparcamiento. Las reyertas entre estos
dos vecinos venían siendo últimamente frecuentes y Ricardo los observaba a través
de los cristales. Su paciencia se había ido agotando hasta el punto que, aquel día,
dirigiéndose a ellos e increpándoles desde la ventana les lanzó dos macetas -sin
intención de darles- llamándoles “hijos de p...” y cominándoles a tomar las de
Villadiego. La madre se asustó por esta explosión de violencia de su hijo, que
encontraba exagerada y desproporcionada, y empezó a preguntarse si se había
vuelto loco. De modo que la demanda de la madre se concretó en estas dos preguntas
dirigidas al terapeuta:
- “¿Estará loco? ¿Lo tendremos que recluir en un manicomio?”
Ésta era claramente una demanda diagnóstica. Parecería que la respuesta en un
sentido o en otro es lo que la madre esperaba del especialista. Pero ¿cuál sería el
efecto de una respuesta afirmativa o, en el caso contrario, de una respuesta negativa?
Un episodio aislado de este tipo tampoco permitía sacar ningún diagnóstico
concluyente. Como lo que era evidente era el estado de agitación de la madre, el
terapeuta enfocó su intervención no en satisfacer el nivel enunciativo de la pregunta
de la madre, sino en elicitar las implicaciones pragmáticas. ¿Por qué le preocupaba
tanto este acontecimiento?
La respuesta de la madre fue una exclamación acompañada de intensos
sollozos:
“¡Qué vergüenza!
Sentía vergüenza del comportamiento de su hijo, que no se podía explicar sino
atribuyéndolo a un ataque de locura; pero a la vez si su hijo estaba loco, esto sería
un “castigo de Dios”. Un castigo de Dios ¿a quién y por qué?. A ella, la madre, y
a causa de su “orgullo”. Orgullo de madre porque había conseguido convertir, en un
ambiente familiar muy hostil, caracterizado por unos parientes muy exitosos tanto
escolar como socialmente, a un niño casi selvático, rechazado desde el principio por casi
toda la familia, en un hombrecito de bien. Y ahora se comportaba de un modo en el
que ella no le podía reconocer como a su propio hijo. Su agitación tenía pues que
ver no tanto con esta conducta puntual, sino con la sensación de fracaso en haberlo
educado a su imagen, a pesar de no ser su hijo natural. Pero justamente, el hecho de
no ser su hijo natural alimentaba la fantasía de una doble exclusión: o no es mi hijo
o está loco. Precisamente, la expresión utilizada por Ricardo “hijos de p...” para
recriminar a los vecinos que alborotaban en la calle, fue reutilizada por la madre
(adoptiva) para recriminarle a él su conducta violenta diciéndole:
“No llames a nadie hijo de p...; porque si alguien es hijo de p..., ese eres

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 73
tú, que tu madre (natural) lo era”.
El (falso) dilema era pues asfixiante: o Ricardo no es mi hijo (sino hijo de p...)
cuando se comporta de forma agresiva, mal hablada y egocéntrica; o bien Dios ha
castigado mi orgullo, por creer que podía convertir un trozo de carbono en un
diamante, solamente con mi voluntad y en reacción de envidia con los otros
familiares, tíos y primos (Gráfico 5). La respuesta a la demanda se dirigió pues a
explicitar este dilema subyacente y a facilitar una construcción distinta, no sólo de
lo sucedido cuarenta y ocho horas antes, sino de todo el proceso de adopción, con
tanto de amor y de lucha, pero también de éxitos y fracasos: un hijo, como cualquier
persona, reúne en sí aspectos positivos y negativos que pueden ser vividos de forma
integrada, no necesariamente excluyente.

b) Colusión en perjuicio del propio demandante


Sergio Cingolani (1996) explica el siguiente caso, donde se puede valorar el
peligro de colusión en perjuicio de la propia persona cuando el objeto de la demanda
lo constituye el diagnóstico. Podríamos hablar aquí de peligro de alianza del
terapeuta con el paciente contra él mismo.
Valentina, una mujer de 38 años, que ya había seguido una terapia de pareja
diez años antes, vuelve a presentarse con su marido en la consulta por un motivo
aparentemente banal. La paciente, que ha adelgazado mucho, con los pómulos muy
salidos y unas enormes ojeras, cuenta con un tono muy preocupado, que durante este
último año ha padecido un molesto trastorno gastro-intestinal y que ésta había sido
la causa de su adelgazamiento:
“el dolor cuando digería era tan fuerte que me dolía tan sólo al pensar que
tenía que sentarme a la mesa y a comer”. La terapia farmacológica (a base
de antiácidos y espasmolíticos) había funcionado bastante bien hasta
hacía dos meses. Después,... era el día de mi cumpleaños y entre los regalos
había una caja de galletas. Me gustaban mucho y me las terminé en dos
días. Nunca había sido tan golosa, más bien lo contrario. Y aquel hecho,
no haber tenido freno, me sorprendió. Recuerdo que aquella noche,
pensando en ello, me dio miedo de poder engordar: no me había contro-
lado, podía volverme a ocurrir... y ya me veía yo gorda como mi madre.
Pero por fortuna duró sólo un instante. Algunas noches después me
invitaron a cenar. Me sentía bien respecto al estómago. Había un pollo con
arroz buenísmo, y me lo he comí a gusto. Pero mientras volvía a casa pensé
de nuevo en ello, y otra vez me volvió el miedo a engordar sin fin. Esta vez
no fue sólo un flash. Desde entonces he empezado a darle vueltas y a
angustiarme. Pensaba que no había ningún motivo para asustarme por la
gordura y que..., es más, nunca había tan estado delgada... De repente me
pasó por la cabeza la anorexia... Esta palabra me retumbaba en la
cabeza..., y entonces me acordé de un episodio que vi hace algún tiempo

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Gráfico 5

Análisis del discurso en el contexto pragmático de la demanda

CONTEXTO PRAGMATICO

Llamada urgente madre


Solicitud de entrevista inmediata
Llanto, desespero
Agitación, insomnio, inapetencia

PRETEXTO

Hijo de 23 años tira


dos macetas por la ventana contra
vecinos que discuten en la calle

TEXTO

¿Estará loco?
¿Lo tendremos que recluir
en un manicomio?

DISCURSO

¡Qué vergüenza! (locura)


¡Castigo de Dios! (orgullo)

ORGULLO VERGÜENZA
hijo de madre (adoptiva) hijo de p...

limpio, elegante sucio


trabajador holgazán
bien hablado mal hablado
educado agresivo

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 75
en un reality show de la televisión. Había una chica anoréxica que contaba
su historia. Usted me conoce bien, doctor..., me preocupé en seguida y no
pude dormir durante toda la noche. Pero, después, al día siguiente me
había pasado todo.. Una chica anoréxica que no comía. Estaba muy
delgada, pero no quería comer, porque si se sentaba a la mesa entonces no
era capaz de controlar, habría comido tanto, y se habría engordado sin
fin... ¡Doctor! ¡Justo como yo pensaba que me podía suceder a mí! He
pensado que me había cogido la anorexia. Y después me he acordado de
Antonio, el amigo médico que me envió a usted hace diez años...: me he
acordado que cuando aún padecía del estómago (antes de que hiciesen
efecto los fármacos) me había dicho riendo que, según él, todo esto era una
cuestión mental, que el estómago no tenía nada que ver y que si continuaba
así podía volverme anoréxica. Pensé que era una broma... ¿Y si, por el
contrario, hablaba en serio? En fin, he empezado a sentirme confusa. cada
vez más angustiada...; me parecía enloquecer...; y de nuevo el pánico. No
podía evitarlo...; lo sé ¡doctor! que usted es contrario..., pero he tenido que
ir a leerme la enciclopedia médica..., y ¡menos mal que esta vez no me lo
he creído! Allí decía que la anorexia quita el apetito. Yo en cambio no he
perdido el apetito. Por favor, doctor, no me diga usted también que soy
anoréxica. ¿SOY ANORÉXICA, DOCTOR?... ¡DOCTOOOR!... ¿QUE
ESTA PENSANDO?
Es evidente que en este texto la demanda está dirigida claramente a obtener del
doctor, en el cual además se tiene una gran confianza por experiencias anteriores,
una confirmación o desconfirmación del autodiagnóstico de anorexia. Ahora bien,
¿cuál sería el efecto de una respuesta directa a esta demanda? Con razón se interroga
Cingolani en el artículo que hemos mencionado más arriba, sobre ello. Posiblemen-
te, una respuesta directa a estos angustiosos interrogantes de la paciente no haría
más que aumentar el efecto iatrogénico del autodiagnóstico. Si la respuesta fuera
positiva, la ansiedad y el pensamiento recurrente sobre la patología contraída no
harían más que aumentar; si fuera negativa sonaría posiblemente a falso, con el
agravante de aumentar las dudas sobre la fiabilidad y sinceridad del terapeuta. ¿Qué
hacer en estos casos? Como siempre, ir más allá de la obviedad de la demanda: si
la paciente pide al doctor que “no le diga también él que es anoréxica”, el doctor,
evidentemente, no tiene que decírselo, pero tampoco negárselo.
Para trascender la obviedad de la demanda puede resultar apropiada la
estrategia de desequilibración que hemos descrito en la entrevista evolutiva
(Villegas, 1993), que persigue mover el sistema eipstemológico del cliente hacia
estructuras más evolucionadas de significado, coherentes con su mundo de expe-
riencias personales, pero distinto, al menos en su organización, del presentado por
el cliente. En este último caso, por ejemplo, el análisis de la demanda puede
centrarse sobre la ampliación del contexto en que se ha producido esta sensación de

76 REVISTA DE PSICOTERAPIA / Vol. VII - Nº 26-27


descontrol -a propósito del cual no se afirma ni se niega si es un presagio de anorexia
o bulimia, o el indicador de cualquier otra patología-, puesto que no se considera que
la respuesta directa a la demanda de diagnóstico pueda tener un valor terapéutico,
sino, al contrario, desencadenante de más patología.

CONSIDERACIONES FINALES
Hemos intentado establecer sin ánimo de exhaustividad una clasificación para
algunas de las modalidades más frecuentes de demanda de ayuda y las hemos
ilustrado con una casuística, necesariamente muy limitada. Nuestro punto de vista
nos ha sido prestado por la perspectiva discursivo-pragmática, perspectiva deriva-
da, como se sabe, de la lingüística textual, lo que le otorga una carta de neutralidad
frente a los diversos modelos terapéuticos que, si lo desean, pueden beneficiarse
indistintamente de ella.
Se ha señalado que por lo general la demanda de ayuda en psicoterapia sigue,
desde el punto de vista discursivo-pragmático, idénticos esquemas que la planteada
en un contexto médico, razón por la cual se hace necesaria casi siempre su
reformulación en términos psicológicos. Por ello nos hemos referido al demandante
utilizando sistemáticamente la palabra paciente, puesto que su conversión en cliente
es el efecto de un cambio sufrido desde una posición inicialmente pasiva y centrada
en la queja a otra colaborativa, orientada a la exploración y el cambio, efecto que
se considera ya en sí mismo un producto del análisis de la demanda.
A lo largo del artículo hemos podido comprobar cómo el análisis de la
demanda resulta siempre una tarea a tener en cuenta en el decurso de la psicoterapia,
particularmente en sus fases iniciales, y cómo la no evolución de la misma se erige
con frecuencia en el mayor obstáculo del progreso terapéutico. Al utilizar el punto
de vista discursivo-pragmático el análisis de la demanda evita convertir la interacción
terapéutica en un fin en sí mismo, desplazando la atención hacia las estructuras
discursivas que la fundamentan. La explicitación de los motivos implícitos en la
demanda y su adecuación a los recursos psicoterapéuticos hacen del análisis de la
demanda un medio para facilitar o promover el cambio del sistema epistemológico
del sujeto, que es el fin de toda psicoterapia.

La psicoterapia, como actividad profesional pertenece al grupo de las profesiones


de ayuda. Comparte con ellas algunos aspectos comunes, a la vez que presenta aspectos
diferenciales propios, entre los que se encuentra la especificidad de la demanda. Este
artículo considera el análisis de la demanda desde dos perspectivas: psico-social, la
primera, relativa al proceso mismo de solicitar y prestar ayuda; y pragmática, la
segunda, centrada en el análisis de las modalidades discursivas, que determinan que
una demanda de ayuda pueda ser entendida y atendida psicoterapéuticamente.

INTERACCIÓN EN PSICOTERAPIA 77
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