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EL TEMA DE DIOS EN LA ENSEÑANZA DE

LA FILOSOFÍA
1. PRENOTANDOS
Se trata de exponer cómo debe enfocarse el tema de Dios en la enseñanza de la Filosofía
dentro de la metodología propia de la Educación Personalizada y en primer lugar se
deben exponer los contenidos fundamentales de dicha enseñanza, o sea, las cuestiones
relativas a la demostración de la existencia de Dios y las concernientes a la
determinación de los atributos divinos, tanto entitativos como operativos. Pero en
segundo lugar deben exponerse las consecuencias prácticas de los contenidos
doctrinales antes desarrollados, en orden a una vida verdaderamente humana
o personal, meta a la que tiende la Educación Personalizada.

2. EXISTENCIA DE DIOS
Por lo que se refiere a las demostraciones de la existencia de Dios es conveniente que,
respetando el esquema clásico de las cinco vías, se adopte un enfoque más
antropológico, implicando al propio sujeto humano en el punto de partida de tales
pruebas.
Así, la exposición de la «primera vía» se puede iniciar de este modo: «es manifiesto y
consta a nuestra experiencia, tanto interna como externa, que en el mundo hay seres que
se mueven, por ejemplo, nosotros mismos ...»y en cuanto a la formulación del principio
de causalidad eficiente, sería preferible adoptar la fórmula apuntada por algunos: «todo
lo que se mueve se mueve también por otro». No porque el principio aristotélíco-
tomísta, en el que no figura el adverbio «también», no tenga validez absoluta, sino
porque en el movimiento humano resulta más patente la dimensión activa que la pasiva,
y no parece conveniente plantear ya, en el primer momento, la dificultad que puede
suponer, para la admisión de dicho principio, la existencia de la libertad.

La «segunda vía» puede perfectamente recorrerse según el esquema clásico, pero


aduciendo ejemplos de la causalidad eficiente humana, tanto en el plano de
la generación natural, como, sobre todo, en el campo de la producción artificial
(máquinas producidas y activadas por el hombre, que a su vez producen otros
artefactos).
Por lo que atañe a la «tercera vía», la distinción entre «loposible» (lo corruptible) y
«lonecesario» (lo incorruptible), puede directamente ilustrarse con la distinción, en
el propio hombre, de lo corpóreo y lo espiritual. Es el momento de actualizar lo que se
haya enseñado anteriormente acerca de la inmortalidad del alma.
El alma humana, cada alma de hombre, es «un hecho para la eternidad»; por
consiguiente, una vez puesta en la existencia, es necesario que exista síempre; pero,
siendo un ser necesario, no tiene, sin embargo, la causa de su necesidad en sí misma,
sino en otro, y por eso resulta preciso, en último término, llegar a Dios. Incluso puede
aprovecharse la ocasión para recordar y corroborar el origen del alma humana por
creación inmediata de Dios. En cuanto a la «cuartavía»,los grados de perfección
de que se parte, también se pueden considerar mejor en el hombre que en el mundo
exterior, Porque el ser del hombre es de mucha mayor nobleza que el de las cosas
puramente corpóreas, que son pasajeras y corruptible, ya que está destinado a perdurar
siempre. Y la unidad del hombre, cuya cifra y compendio es su propia intimidad
personal, es muy superior a la unidad de los animales, de las plantas y de los
cuerpos inorgánicos. Y la verdad del hombre no es sólo la verdad material (verdad
tenida pero no conocida), única que se encuentra en los seres carentes de inteligencia,
sino que es también la verdad formal (verdad tenida y conocida), que es verdad en
sentido mucho más propio y más pleno. Y finalmente el bien del hombre no es sólo el
bien físico, único que se encuentra en los seres carentes de libertad, sino también el
bien moral, en el que resplandece mucho más claramente la razón de fin. Y esta escala
en los grados de perfección, tanto del ser como de las demás propiedades
trascendentales, que se hace así tan patente, es un punto de arranque muy sólido
de esa prueba, que ha de concluir en el máximo ser.
Por último, por lo que se refiere a la «quinta vía», se puede hacer comparación entre la
finalidad que manifiestan las obras del hombre, los artefactos producidos por él, y las
obras de la naturaleza, sobre todo los seres vivos. Y así como nadie osaría afirmar que
los artefactos han resultado del azar, sin intervención de la inteligencia humana, nadie
tampoco puede razonablemente pensar que . los seres vivos y sus especies procedan del
azar, y no de una inteligencia superior, ordenadora y directora de todas las cosas 'a sus
respectivos fines.
Y por lo que se refiere al término de las vías, se puede también, sin duda, dar una
versión más «humana» a nombres como «Primer Motor Inmóvil», «Causa Primera
Incausada-, «Ser Absolutamente Necesario», «Ser Máximo en toda Perfección», o
incluso «Inteligencia Directora Suprema». No veo inconveniente en que de entrada se
presente a Dios como Ser Personal, sumamente Inteligente y Sabio y sumamente
Amante y Poderoso, en el cual se identifican el Ser y la Actividad, Unidad por esencia,
Verdad por esencia, Bondad por esencia, que es el Origen Primero, y el Ejemplar
Supremo, y el Fin Último de todas las cosas y de todas las personas creadas. Así se
entenderá mejor, sin reduccionismos, el nombre de «Serpor Esencia», o de «Ser
Subsistente», expresivos del constitutivo formal de Dios.

3. ATRIBUTOS DIVINOS
Como preámbulo a todas las cuestiones relativas a los atributos divinos conviene aclarar
a los alumnos que el principio metafísico de la causalidad eficiente no tiene sólo un
alcance existencial, sino también esencial. No se trata sólo de hacer ver que, «como el
efecto depende de su causa, puesto el efecto, es necesario que la causa le preceda
», sino también de mostrar que, «como causar no es otra cosa que comunicar aquello
por lo cual 'el agente está en acto en cuanto esto sea posible, es necesario que todo el
que actúa produzca un semejante a sí».Es precisamente por esta dimensión esencial del
principio de causalidad por lo que podemos saber algo de lo que es Dios «en tanto que
se encuentra representado en las perfecciones de las criaturas, que de Él proceden».
Pero ese ascenso de las criaturas al Creador se ha de llevar a cabo por una triple vía: la
de afirmación, la de negación y la de eminencia.
La vía de afirmación consiste en afirmar de Dios, o atribuirle, todas las perfecciones
que se encuentran en las criaturas, pues todas son causadas por Él y nadie da
lo que no tiene. Pero esa afirmación o atribución exige, de entrada, una distinción
fundamental entre las perfecciones puras (que no entrañan en su concepto imperfección
alguna) y las perfecciones mixtas (que implican, de suyo, imperfección). Por lo que
hace a las primeras, se pueden y deben atribuir a Dios de manera formal, o sea, diciendo
que Dios las es: así Dios es sabio, y es bueno, y es poderoso, etc. En cambio, por lo que
toca a las segundas, sólo se pueden atribuir a Dios de manera causal, o sea, diciendo
que Dios es su causa: así, Dios es causa de la corporeidad y del movimiento y del
tiempo, etc.
Por su parte, la vía de negación consiste en negar o excluir de Dios todas las
imperfecciones que, según podemos observar, se hallan mezcladas en las criaturas con
las perfecciones que poseen. Ninguna de esas imperfecciones puede pertenecer
formalmente a Dios, e incluso la atribución causal de ellas a Dios habrá de hacerse con
tino. Finalmente, la vía de eminencia consiste en elevar al máximo grado todas las
perfecciones que se hayan atribuido o puedan atribuirse a Dios, insistiendo además
en la completa unidad de las mismas en el seno de la Divinidad, pues lo que se halla
multiplicado y dividido en las criaturas, se encuentra unificado y plenamente
identificado en "el piélago inmenso de la sustancia divina».

3.1. Atributos entitatívos


Pues bien, pasando ya a la determinación de los atributos divinos, habrá que comenzar
con los entitativos, entre los cuales hay que enumerar: la simplicidad, la perfección
(y la bondad), la infinitud (con la inmensidad y la omnipresencia), la inmutabilidad (y la
eternidad) y la unicidad.
Por lo que se refiere a la simplicidad, habrá que advertir que no es sólo negación de
composición, sino sobre todo riqueza o abundancia sin limitaciones. Se pueden buscar
analogías de ella en las operaciones de la vida intelectual humana: entender y amar, que
no tienen partes, como los cuerpos o los movimientos corpóreos, aunque están todavía
muy lejos de la simplicidad absoluta.
La perfección y la bondad hay que entenderlas en todas sus dimensiones, no sólo en la
moral, aunque también en ésta. La distinción que se da en nosotros entre la bondad
relativa, un buen médico, un buen profesor, y la bondad absoluta, un hombre bueno, no
se da en Dios.
La infinitud es también un atributo positivo (y no sólo una negación de límites): expresa
la necesidad de elevar al más alto grado todas las perfecciones divinas. Infinitud
significa plenitud en todos los órdenes de perfección.
La inmensidad es una manifestación concreta de la infinitud. Dios no tiene medida
alguna, pues es inabarcable. Una pálida imagen de esa inmensidad la podemos rastrear
en el ámbito del pensar humano, que no se deja aprisionar por límites o barreras
infranqueables.
La omnipresencia también se entiende mejor si se pone en relación con el espíritu
humano. Así como el alma humana está toda en todo el cuerpo humano y toda en cada
una de sus partes, así también, aunque de distinta manera, Dios está todo en todos los
lugares, sin quedar aprisionado por ellos, y lo está por esencia, presencia y potencia.
Por su parte, el atributo de la inmutabilidad tampoco debe entenderse en sentido
negativo, como paralización. Es más bien expresión de una plenitud de actividad,
sin pausas ni remisiones en su intensidad. y de la inmutabilidad se sigue la eternidad,
que no es un tiempo infinito, sino una duración en la que no hay pasado ni futuro, sino
interminable presente: "la posesión perfecta y simultánea de una vida interminable».
También puede encontrarse un pálido reflejo de ella en el espíritu humano, capaz de
retener el pasado, con la memoria, y de adelantar el futuro, con sus proyectos.
Por último, la unicidad expresa la unidad más perfecta que cabe, pues Dios es único, y
no hay ni puede haber otro Dios. Pero también debe evitarse el identificar la unicidad
con la soledad. La Filosofía poco puede avanzar en este punto; pero no deja de parecer
congruente que Dios, sin duda ser personal, se comunique a otras personas también
divinas, de suerte que su unicidad no implique soledad. Una trinidad de personas, que
no se oponga a la absoluta unidad de Dios, no sólo es posible, sino congruente
con el carácter comunicativo del ser personal.
3.2. Atributos operativos
Los atributos operativos de Dios son tres: el saber, el querer y el poder; pero cada uno
de ellos presenta distintas dimensiones, según nuestra manera de concebir.
El saber de Dios se identifica con su entender y éste, a su vez, con su ser. El saber de
Dios tiene por objeto primario a su propia esencia, y por objeto secundario, a todas las
demás cosas, tanto reales como posibles; por eso la ciencia de Dios es omnisciencia.
Dios no conoce las cosas porque existen, sino que existen porque Él las conoce; o sea,
que la ciencia divina es causa de las cosas, y por ello no conoce Dios las cosas en sí
mismas, sino en Sí mismo. Ese conocimiento que Dios tiene de todas las cosas puede
decirse ciencia, puesto que se trata de un conocimiento de las cosas por sus causas; y
más que ciencia, es propiamente sabiduría, ya que se remonta a la causa primera
de todo, que es precisamente Dios.
Dios es sumamente inteligente, lo penetra todo hasta su más oculto meollo, y también
sondea nuestra conciencia, hasta sus secretos mejor guardados, hasta sus pensamientos
y sentimientos más íntimos. Es el ordenador y conductor supremo de todas las
vicisitudes del universo y de la historia humana. Y en esa conducción no se nos revela
sólo como el más sabio, sino también como el más listo y el más agudo. Todo lo que
encontramos en un hombre de inmenso talento, y mucho más, habremos de atribuirlo a
Dios. Por ser inteligente en grado sumo tiene que ser persona en sumo grado, con
conciencia enteramente lúcida, con intimidad abismal, con voluntad y libertad, con una
capacidad infinita de comunicación. Así como es inconcebible que Dios no conozca lo
que hay fuera de Él, también lo es que no pueda comunicarse con ello, y concretamente
con los hombres, para manifestarles sus secretos o lo que deben hacer para acercarse a
Él. Por lo que se refiere a la voluntad divina hay que destacar sobre todo su libertad y su
amor. La libertad de Dios no tiene por objeto al propio Dios, como si Él pudiera elegirse
a Sí mismo, sino que tiene por objeto a las cosas distintas de Dios. Puede elegir y elige a
dichas cosas, tanto en su ser como en su esencia: depende de su elección tanto el que
existan (en el pasado, en el presente o en el futuro), como el que sean lo que son en cada
tiempo. El modo como esa libertad se compagine con la inmutabilidad, lo veremos
después. En cuanto al amor divino hay que entenderlo sobre todo como una fuerza de
difusión del bien infinito a todos los bienes creados; no es un amor egoísta, sino
enteramente entregado y generoso. La relación amorosa de Dios con sus criaturas sólo
busca conservar y aumentar el bien que ellas poseen, y si se trata de criaturas racionales,
de personas, el amor en cuestión es de amistad, que pide de suyo correspondencia, como
luego veremos.
En Dios, por lo demás, se compaginan admirablemente la justicia y la misericordia.
Dios, así como es legislador sapientísimo y supremo de todas las criaturas, y
especialmente del hombre, también es justo juez de todos, y remunerador, tanto de los
que obran el bien, con la felicidad completa, como de los que obran el mal, con el
castigo condigno a sus culpas. Pero la infinita misericordia de Dios atempera su justicia,
pues, sin dejar de ser justo, siempre premia más de lo que merecemos, y siempre castiga
menos de lo debido de Dios y los maravillosos planes de su infinito saber. Pero no se
puede decir que Dios esté obligado a crear el mejor de los mundos posibles, aunque al
crear el mundo por Él elegido lo haga de la mejor manera posible. Tampoco se puede
decir que, al ser creado el mundo, aumenta la perfección que ya existe en Dios: fuera de
Dios, tras la creación, hay, sin duda, más seres, pero no más ser. Pero pasemos ahora al
poder divino. Éste se manifiesta de tres modos: por la creación, por la conservación y
por la gobernación del universo.
Por la creación, Dios ha sacado al mundo de la nada; sin valerse de materia alguna
preexistente, y con sólo su poder, ha creado todos los cuerpos y todos los espíritus, con
un orden admirable. Los ha creado con entera libertad: ninguna necesidad tenía Dios de
crear, ni, puesto a hacerlo, tenía que crear este mundo y no otro. Ha creado porque ha
querido, y ha creado el mundo que ha querido. Por lo demás, su poder creador no es
distinto de su saber y de su querer: el saber divino unido a su querer es la única causa
de que el mundo exista y de que sea como es. Y la libertad de la creación divina no se
opone a la absoluta inmutabilidad de Dios, pues dicha libertad no consiste en que Dios
pueda poner o no su acto creador, sino en que, puesto el acto creador (que es idéntico
con el propio ser divino) resulte de él o no el mundo creado, y resulte si quiere que
resulte y cuando quiera que resulte y del modo que quiera. O sea, no se trata de que
Dios domine su acto creador, que es eterno, igual que lo es su propio ser, sino de que
domina los resultados de ese acto, y ello enteramente y en todos sus aspectos.
En la obra de la creación hay multitud y variedad de seres, unos materiales (los cuerpos
todos, tanto inertes como vivos), otros espirituales (los puros espíritus) y otros que son a
la vez materiales y espirituales (los hombres, cifra y compendio de la creación entera,
verdaderos microcosmos). La razón de ser de esta multitud y variedad, de seres creados
hay que buscarla en que con ellos se expresan mejor las múltiples y eminentes
perfecciones divinas: una sola realidad creada, por perfecta que fuese, no alcanzaría a
manifestar ni en escasa medida tanta riqueza como se contiene en Dios; en cambio,
tantas cosas creadas y tan variadas la manifiestan mucho mejor, aunque nunca
de modo exhaustivo. Y en cuanto a la finalidad de la creación es claro que Dios no
puede' obrar para adquirir algo que le falte, sino únicamente para dar o comunicar lo
que posee, o sea, para hacer partícipes a otros seres de las inmensas e infinitas
perfecciones que tiene. La finalidad de la creación no puede, por consiguiente, ser otra
que la difusión de la bondad divina, y ello según el soberano y generoso querer
La conservación divina hay que entenderla como una especie de creación continuada,
pues si cesara un instante el influjo creador de Dios sobre el mundo, éste volvería a la
nada de la que salió. Pero Dios no conserva de la misma manera a todos los seres
creados, sino a cada uno según su propia índole, porque a los seres corruptibles los
mantiene en su más radical sustrato, que es la materia, sin impedir sus cambios
sustanciales, que los hacen nacer y morir, ni menos sus cambios accidentales; pero a los
seres incorruptibles los mantiene en su ser sustancial e individual, de suerte que no
puedan morir, como ocurre, por ejemplo, con el alma de cada hombre, aunque puedan
darse, y se den, en ella, cambios accidentales.
Pero la creación y la conservación se culminan con la gobernación, por la que Dios
dirige y mueve a todos los seres creados hacia sus respectivos fines y hacia
el fin global de todo el universo. Veámosla con mayor detalle, pues se trata del atributo
divino que más directamente afecta a la marcha de nuestra propia vida.
Precisamente por esa mayor conexión con nuestra vida vamos a centrar en ésta la
consideración del gobierno divino del mundo. Porque no ofrece demasiadas dificultades
el admitir que Dios, con su infinita sabiduría y su insuperable poder, dirige y mueve,
según sus planes y sus leyes, los astros en sus órbitas y los átomos en sus torbellinos,
y las vicisitudes todas de los elementos, y también la germinación y el crecimiento de
las plantas, y el nacimiento y desarrollo de todos los animales. Pero cuando fijamos
nuestra atención en la vida humana, quedamos un tanto .suspensos, porque topamos
aquí con el gran misterio de la libertad.
Ante todo vaya por delante que la acción de Dios sobre todo lo que Él ha creado es
innegable. No sólo procede todo de Él por la creación a partir de la nada, sino que
también se mantiene en el ser por su acción conservadora.
Y las acciones que las propias criaturas realizan son también realidades creadas y
conservadas por Dios. Si nada puede comenzar a ser ni mantenerse en el ser sin la
acción divina, tampoco puede criatura alguna obrar sin esa misma acción. Como escribe
muy acertadamente Francisco Suárez: "los entes creados no dependen menos de Dios en
cuanto agentes que en cuanto entes, ya que no están menos subordinados a Dios por una
razón que por otra; y así como son entes por participación, así también son agentes;
pero en cuanto entes, son por completo dependientes de Dios intrínseca y
esencialmente; luego de igual modo dependen en cuanto agentes; luego, cuando obran,
no dependen sólo porque Dios los conserva en el ser, sino también porque, en su mismo
obrar, requieren esencial e inmediatamente el influjo de Dios" (Disputationes
Metapbysicae,
Disp. XXII, Sect. 1, n. 10).
Pero si esto es así, ¿que pasa con la libertad humana? Las líneas generales de la solución
a este problema son las siguientes. Primera, ninguna causa creada, y tampoco la
voluntad humana, realiza acción alguna sin el concurso (inmediato o mediato) de Dios,
Segunda, la moción divina en que consiste dicho concurso va siempre enderezada hacia
el bien, nunca hacia el mal. Tercera, no obstante hay muchas mociones divinas que,
porque Dios así lo quiere, son de suyo frustrables por parte de la criatura; es decir, que
puede ésta no secundadas, y de hecho no las secunda. Cuarta, cuando esto ocurre,
resulta un desorden en la acción creada, que, en el caso de la voluntad libre, constituye
el mal moral, del que también se derivan muchos otros males físicos. Quinta, de este
modo toda acción humana buena procede de la moción divina y de la cooperación
humana, mientras que toda acción humana desordenada procede sólo de la libertad del
hombre, en cuanto que éste no coopera (o no secunda) a la acción divina.
Mayores precisiones sobre todos estos puntos, aunque deseables siempre, no pueden ser
desarrolladas aquí.
De todos modos hay que decir todavía que, en el gobierno divino del mundo y de la
historia y de cada hombre en particular, hay hechos que Dios positivamente quiere y
otros que Dios sólo quiere no impedir, o sea, que permite. Y sin embargo, como dice
San Agustín, "siendo Dios infinitamente poderoso, no permitiría la existencia
del mal en el mundo, a no ser tan bueno y poderoso como para sacar un bien mayor del
mismo mal" (Enchiridium, cap. 2)

4. APLICACIONES A LA EDUCACIÓN PERSONALIZADA


Los contenidos doctrina1es hasta aquí expuestos resultan sumamente provechosos en
orden al cumplimiento de una auténtica Educación Personalizada, por un doble motivo:
porque nos ayudan a conocer mejor a 1a persona humana y a sus propiedades, y porque
procuran n. '.levas energías para llevar a cabo más eficazmente la susodicha educación.
Vamos a considerar por separado cada uno de esos dos motivos.

4.1. La persona humana y sus propiedades


Los puntos más importantes que conviene desarrollar aquí son los siguientes: la esencia
humana, el ser o el existir del hombre, la unidad del hombre, la realidad humana, la
libertad, la verdad del hombre y en el hombre, y finalmente el bien humano. Dada la
complejidad y amplitud de las cuestiones aquí apuntadas, habremos de tratarlas de
modo esquemático, y, por supuesto, haciendo ver en cada caso la relación que tienen
con la existencia, la naturaleza y la actividad de Dios.
Comencemos por la esencia humana.
El hombre ha sido definido por muchas maneras, pero limitémonos a una de las más
conocidas y famosas: «animal racional». El contenido de esa definición es riquísimo.
Dice primero que el hombre es sustancia, una realidad básica y sustantiva, no un haz de
accidentes (cualidades, relaciones, acciones, etc.). En segundo lugar, que es corpóreo,
pero con animación o vida tanto vegetativa como sensitiva. En tercer lugar, que es
también espiritual y por ello es persona y tiene así vida racional, conocimiento
intelectual especulativo y práctico y también libertad, capacidad de elegir y de dominar
sus propias acciones. En cuarto lugar, es un ser capaz de Dios, porque puede
relacionarse con Él mediante su saber y su querer.
Sigamos con el ser del hombre.
Se trata de un ser inamisible o inmortal. En efecto, la inmortalidad del alma humana (el
que cada alma humana sea «un hecho para la eternidad-) es una consecuencia necesaria
de su espiritualidad. El alma humana es ciertamente alma, principio «animador» o
vivificador del cuerpo humano y, por ello, forma sustancial del mismo; pero no es
solamente alma, sino que también es espíritu; no agota su virtualidad o energía en
informar a la materia, dotándola de determinadas condiciones corpóreas y de vida
vegetativa y sensitiva, sino que le quedan reservas de perfección y de poder para dotar
al hombre de vida intelectiva y para mantener su ser y su actividad espiritual, aunque
quede dicha alma separada del cuerpo. En los otros cuerpos vivientes, como las plantas
y los animales brutos, el alma o el principio de vida realiza las funciones de informar
y animar a la materia y nada más; no le quedan reservas de energía para desempeñar
otras funciones. Por eso el ser de esos vivientes pertenece al compuesto de cuerpo y
alma, y así, desvinculada el alma del cuerpo, perece el alma, no conserva su ser. En
cambio, el ser del hombre pertenece de suyo al alma espiritual, la cual lo comunica al
cuerpo, al unirse a él; por eso lo retiene el alma cuando se separa del cuerpo y lo
conserva indefinidamente, y, junto con el ser, también la actividad puramente espiritual,
o sea, aquella que no necesita del cuerpo para desplegarse.
Esa misma índole espiritual exige que el alma humana se relacione inmediatamente con
Dios, tanto en su origen como en su destino. Cada alma humana, y por ello cada
hombre, ha sido llamada a la existencia de modo personal o individualizado, no de
modo anónimo, o como un número de serie; ha sido llamada por su nombre propio.
A cada hombre en particular Dios puede decir: «te he llamado por tu propio nombre: tú
eres mío».Por eso, su destino eterno está también inmediatamente ligado a Dios: está
destinado a unirse a Él, por el conocimiento y el amor, para siempre, juntándose así el
fin con el principio. Y éstas no son solamente verdades sobrenaturales, sino también
naturales.
Se vislumbra con esto la gran dignidad ontológica de la persona humana, cuya
expresión más adecuadase logra cuando se la describe como «imagen de Dios».
La«imagen»se diferencia del «vestigio».Si en todas las cosas creadas (también en las
puramente corpóreas) hay una huella de Dios, en las sustancias espirituales, la presencia
de Dios es más que una simple huella; es una imagen.
Porque las sustancias espirituales (y el alma humana lo es) representan directamente a
su causa, que es Dios, y no como las cosas materiales, que representan sólo la
causalidad de la causa, pero no a la causa misma. Por eso, las perfecciones propias de
las personas: su ser inmortal, su sabiduría, su amor, su libertad, etc., se dan formalmente
en Dios; mientras que las perfecciones propias de las cosas materiales: su corporeidad,
su espacialidad, su temporalidad, su impenetrabilidad, etc., no se dan formalmente en
Dios, sino sólo virtualmente o causalmente. Así resulta que el hombre es imagen de
Dios en cuanto a su alma espiritual; no en cuanto a su cuerpo, por el que sólo es vestigio
o huella. De aquí que el conocimiento de nuestra alma espiritual aprovecha más para el
conocimiento de Dios y nos acerca más a Él, aunque sea un conocimiento pobre y
deficiente, que el conocimiento de nuestro cuerpo y de todas las otras cosas corpóreas,
aunque llegue· a ser más rico y más preciso. Y asimismo él conocimiento que podemos
alcanzar de Dios repercute muy eficazmente en el conocimiento que antes hayamos
alcanzado de nuestra alma espiritual. Es ésta una de las grandes ventajas que el
conocimiento de Dios reporta a la educación personalizada.
Examinemos ahora la unidad del hombre.
Esta unidad es de varias clases. Se da en el hombre, ante todo, una unidad sustancial de
composición de cuerpo y alma espiritual, o mejor, de materia primera y forma sustancial
vivificante y espiritual. No es la unidad de dos sustancias completas, que estuvieran
simplemente yuxtapuestas, sino de una sola sustancia completa con dos partes
metafísicas, una de las cuales, el alma humana, puede llegar a existir separada de la otra,
el cuerpo, pero conservando su carácter de parte y su ordenación a dicho cuerpo.
Además se da en el hombre otra unidad accidental, o de la sustancia humana con sus
accidentes (con sus facultades, con sus operaciones, con sus relaciones, con sus hábitos,
etc.), que en muchos casos es una unidad muy estrecha y hasta irrompible. Y se da una
unidad de orden, con las otras personas humanas con las que convive, en el seno de la
familia y de la sociedad civil. Y se da otra unidad de individualidad, cuya cifra y
compendio es la mismidad o intimidad, por la cual cada hombre se distingue, no sólo
numéricamente, sino también "personalmente» de todos los demás hombres, pues cada
uno es único e irrepetible, y esto por siempre, para toda la eternidad. La unidad divina,
que es también unicidad, es el término de comparación más adecuado para esa última
unidad, la de la mismidad o intimidad humanas.
Digamos ahora algo de la realidad humana.
La realidad humana de una cosa es su distinción y oposición respecto de la nada o de lo
puramente pensado. Pues bien, el hombre tiene una especial razón de realidad, ya que,
por su ser inmortal, el ser de su alma espiritual, se distingue y se opone respecto de la
nada de una manera radical y en cierto modo absoluta, pues, una vez implantado en la
existencia por la acción creadora de Dios, el ser espiritual del hombre se distingue y se
opone por siempre a la nada. Además, tiene la posibilidad de tomar conciencia de esa
distinción y oposición, debido a su capacidad de tomar por objeto de conocimiento
intelectual a la nada absoluta, al puro no ser. Es un modo de subrayar la propia realidad
que le compete. Y no sólo en los momentos en que ejerce esa capacidad, pues el
hombre, cuando recobra su conciencia después de haberla perdido o de haber cesado en
ella, se sabe el mismo que antes de que su conciencia cesara, percibe de manera
indudable su identidad personal, a través de todas las mutaciones de su vida psíquica,
incluyendo las pausas o intermisiones de su conciencia.
Otro aspecto de esa realidad humana está en la conciencia de su distinción, no sólo
respecto de la nada absoluta o del puro no ser, sino también respecto del no ser relativo
de los demás seres. O sea, que el hombre se sabe y se percibe distinto de todo otro ser,
de los seres puramente corpóreos que constituyen el llamado «mundo exterior» y de los
seres de su misma especie, de los otros hombres junto a los que convive, porque cada
hombre es un «yo»enfrentado (y a la par abierto) a los otros hombres que se le
manifiestan como «tú»o como «él».También el hombre, cada hombre, se sabe distinto
de Dios, y llamado a entablar con Él una relación personal, de «yo»a «tú».
Por todo ello hay que decir que la realidad humana tiene una densidad y firmeza
ontológicas superiores a las meras cosas corpóreas, que tienen un ser perecedero,
que hoy es y mañana ya no es; y además esa realidad es lúcida respecto de sí misma, no
en el sentido de que se conozca plenamente, sino en el de no poder ignorar que su
distinción respecto del no ser y respecto de los otros seres es inseparable de su propia
realidad. Con esta conciencia de su realidad el hombre puede reconocerse más
fácilmente como «imagen de Dios».
Y pasamos ahora a la libertad humana.
Junto a la altísima dignidad que ostenta la persona, por su espiritualidad, su
inmortalidad, su individualidad y su realidad, hemos de señalar también la libertad,
por la que cada persona es dueña de sus propios actos. Como escribe Santo Tomás: «se
dice que el hombre está hecho a imagen de Dios, en cuanto que él mismo es principio de
sus propias obras, por tener libre arbitrio y dominio de sus obras» (S. Th., I-II prologus).
O sea, que el hombre se asemeja a Dios en esto, en que así como Dios es Señor y Dueño
de todas sus obras, y plenamente libre, así el hombre es también señor y dueño de sus
propias obras y goza de libertad, aunque no plena. Por ello la comparación con Dios es
de la mayor importancia para calar en el misterio de la libertad humana, ese gran
privilegio.
La libertad puede ser entendida de varias maneras: primero, de un modo metafísico,
como la apertura irrestricta que corresponde al ser espiritual; segundo, de un modo
psicológico, como la capacidad de elegir entre varias opciones y de dominar los propios
actos, y tercero, de un modo moral, como la liberación o el incremento de libertad que
puede lograrse con el buen uso de la libertad de elección.
La libertad metafísica, la ornnímoda apertura de la persona al ser sin restricción, se
identifica con la espiritualidad. «"Espíritu", escribe Antonio Millán Puelles, es, en su
acepción más positiva, el ente que vive de algún modo la infinitud del ser» (Millán
Puelles, 1967, 395). A esta libertad también se llama «metafísica», porque pertenece
más a nuestro ser que a nuestras operaciones; además es el fundamento de la libertad
entendida en cualquiera de las otras dos acepciones.
La libertad psicológica, también llamada libre albedrío, es la capacidad, abierta por el
conocimiento intelectual y protagonizada por la voluntad, de elegir entre las distintas
opciones, y que comporta también un dominio de los propios actos. Los requisitos de
ella son: ausencia de coacción física sobre los actos de la voluntad, indeterminación
respecto a todos los bienes particulares que pueden ser presentados por el intelecto a
dicha voluntad, y señorío sobre aquellos actos. Aunque el libre albedrío tiene
manifestaciones externas en los actos de las potencias motoras, actos imperados por el
intelecto y movidos por la voluntad, de manera más propia pertenece a los actos elícitos
de la voluntad y, más en concreto, a los actos electivos, preparados por la deliberación
de la razón práctica, pero ejercidos por la propia voluntad.
Finalmente la libertad moral, que es una conquista trabajosa y como un resultado del
uso correcto del libre albedrío, consiste en la posesión de las virtudes morales, que
ensanchan el horizonte del bien humano, y que impulsan al hombre antes al bien común
que al bien particular, antes al bien espiritual que al bien material, y antes al bien
racional que al bien pasional. Al decir «antes» no se quiere decir, como es obvio,
«exclusivamente», sino de modo preferente, siempre que esos dos tipos de bienes
entren en colisión. Y aunque la libertad humana es limitada, y por ello muy distinta de la
libertad divina, esta última puede servir al hombre de modelo, sobre todo en lo referente
a la libertad moral, que es la que se puede conquistar con el esfuerzo humano, contando
además con el concurso de Dios. y éste es también un camino para vislumbrar cómo la
libertad divina, lejos de entorpecer o de anular la libertad humana; 'es su defensa más
firme y su más radical fundamento.
Vengamos ahora a hablar de la verdad del hombre y en el hombre.
La verdad se entiende de dos maneras distintas: una puramente material, que es la
verdad de las cosas, y otra de modo formal, que es la verdad del intelecto.
La primera no es más que la realidad misma de las cosas, de cada cosa, en cuanto
fundamento de una relación de conveniencia al intelecto, ya humano, ya divino. En
cambio, la segunda es la que se expresa en la famosa definición clásica: «adecuación de
la cosa y del intelecto». De la cosa, es decir, de la realidad misma que es entendida en
cada caso, y del intelecto, o sea, de lo entendido en cuanto entendido o en cuanto
presente al intelecto. Por lo demás, esta segunda verdad se encuentra en el intelecto
humano de dos maneras: como poseída, pero no conocida, en el acto de la simple
aprehensión, y como poseída y, además, conocida, en el acto del juicio verdadero.
Según esto, en el hombre se da la verdad en el sentido más propio y formal. No sólo la
verdad de las cosas, que corresponde a la entidad del propio hombre, que es, sin duda,
un ente, sino también la verdad del intelecto, que en algunos casos el hombre solamente
posee, pero que en otros posee y conoce, como en todo juicio verdadero.
Este último es el grado más elevado de la verdad en nosotros, y es la auténtica
perfección de nuestro intelecto, que es «lo verdadero como conocido» (Santo Tomás ,
S. Tb., 1 16 3). Con ella se asemeja más el hombre a la verdad divina, aunque ésta le
supere inmensamente , pues no sólo es ad-ecuación, sino ecuación o identidad, entre lo
entendido (la esencia de Dios) y el mismo entender (el ser divino), y además la verdad
divina no es causada por las cosas, sino que es precisamente la causa de ellas. De todos
modos la verdad se encuentra de forma mucho más eminente en el hombre que en las
meras cosas, porque «en el intelecto divino está la verdad propia y principalmente; en
el intelecto humano lo está propia y secundariamente; pero en las cosas está de manera
impropia y secundaria, pues sólo está en ellas por relación a las otras dos verdades»
(Santo Tomás, De Veritate, 1 4). Como ocurre con tantas otras perfecciones divinas, el
conocimiento de la verdad divina nos ayuda más a conocer bien la verdad humana
que el solo conocimiento de la verdad de las cosas.
Por lo demás, la verdad de Dios es inmutable y eterna, lo que no puede decirse de la
verdad humana, ni de ninguna verdad creada; pero, esto no obstante, los hombres
«podemos alcanzar la verdad inmutable. En la medida en que nos elevamos de lo
material a lo espiritual y de lo creado a lo divino, dejamos la región de lo mudable y
contingente y accedemos a la de lo invariable y necesario. En el mismo orden abstracto
y universal, que no es propiamente espiritual, pero sí inmaterial, existen ya verdades,
como las atañederas al ser en general, que no pueden cambiar, ni en sí mismas ni
respecto a nosotros, No pueden cambiar en sí mismas, porque expresan unas relaciones
absolutamente necesarias. Y tampoco pueden cambiar por respecto a nosotros, porque
son tan claras y evidentes que no caben acerca de ellas ni la ignorancia ni el error. Y si
de este orden abstracto pasamos al reino de lo espiritual propiamente dicho, y nos
elevamos incluso a tocar el cielo de la verdad divina, más todavía habremos alcanzado
la verdad absolutamente inmutable. Asentados en ella nos sentimos seguros y fuertes. Y
no sólo eso, pues precisamente por este contacto con la verdad inmutable es como
llegamos a tomar conciencia de la condición espiritual e indestructible de nuestro propio
ser. La sola posibilidad, que nos es connatural, de acceder a esta región de lo
imperecedero es señal cierta de que hay algo en nosotros que tampoco perecerá. Pues
¿cómo podríamos entrar en comunión con lo que nunca muere, si no hubiera en
nosotros un aliento ínmortal (García López, 1965,42-43).
Pasemos finalmente a hablar del bien humano
En un proceso ascendente lo bueno se nos presenta, primero, como lo apetecible,
deseable o amable, después, como lo perfectivo a modo de fin, después, como
lo perfecto o actual, y finalmente, como lo que existe o tiene ser. Por esto todo ente, en
cuanto tal, es bueno, pues es de algún modo perfecto, y por ello perfectivo de algo, por
su esencia y por su ser, y capaz de finalizar un movimiento apetitivo. De donde se sigue
que el mal no es algo positivo, sino negativo, a saber, la privación en un sujeto (siempre
bueno en su ser sustancial) de alguna perfección accidental que ese sujeto debería tener
y no tiene. Por eso ocurre que lo que es ser en sentido absoluto, es decir, sustancial, es
bien en sentido relativo, o sea, en un aspecto determinado; pero lo que es bien en
sentido absoluto, es decir, completo, es ser en sentido relativo, o sea, accidental. Así, por
su sustancia, un hombre es bueno relativamente tan sólo, pero por determinados
accidentes (por las virtudes morales) un hombre es bueno en absoluto, en sentido cabal
y completo.
Pues bien, entre las divisiones del bien se encuentran estas dos: primera, bueno como fin
y bueno como medio, y segunda, bueno físicamente y bueno moralmente.
Lo que es bueno como fin lo es en sentido mucho más alto y noble, pues es valioso por
sí mismo; pero lo que es bueno como medio lo es en sentido derivado, pues no es
valioso por sí, sino porque lleva al fin. Por su parte, lo físicamente bueno es lo que
pertenece al ámbito de la naturaleza, mientras que lo moralmente bueno es lo que
corresponde al ámbito de la libertad; así, en un hombre, el vigor o la salud son bienes
físicos, pero la prudencia o la justicia son bienes morales. Y también, en esta segunda
división del bien, hay un orden de prioridad y posterioridad, pues lo que es moralmente
bueno es de suyo más valioso que lo que es bueno sólo físicamente.
Y entrando ya a tratar del bien humano, claramente se advierte la superioridad del bien
del hombre, o que el hombre es capaz de encarnar, con respecto al bien de las meras
cosas. Porque el bien propio del hombre es el bien que corresponde a los fines, no a los
medios, y es asimismo el bien moral, no el meramente físico. Mas para comprender esto
mejor conviene referirse al amor, cuyo objeto es precisamente el bien.
Y comencemos con el siguiente texto de Santo Tomás: "Dice Aristóteles que amar es
querer el bien para alguien, y siendo esto así, el movimiento del amor tiene dos
términos: el bien que se quiere para alguien, ya sea uno mismo, ya otra persona, y ese
alguien para quien se quiere el bien. Al susodicho bien (una mera cosa) se le tiene amor
de concupiscencia (o de dominio), mientras que a la persona para quien se quiere ese
bien se le tiene amor de amistad (o de comunión). Por lo demás, esta división es análoga
o con orden de prioridad o posterioridad. Pues lo que se ama con amor de amistad es
amado de manera absoluta y directa, mientras que lo que se ama con amor de
concuspicencia es amado de manera relativa e indirecta, es decir, en orden a otro
(...). En consecuencia, el amor por el que se ama algo que es en sí mismo bueno, es
amor en sentido pleno, pero el amor con que ama algo que sólo es bueno en orden a otro
es amor en sentido deficiente y derivado» (S. tr; I-II 26 4).
Hay, pues, dos clases de amor: el de persona, que tiene por objeto a una persona, y el de
cosa, que tiene por objeto a una cosa. Y a la persona se la ama por sí misma, por el valor
que en sí misma tiene, o sea, como un fin; en cambio, a la cosa se la ama en orden a una
persona, para su provecho o utilidad, o sea, como un medio. El bien propio de la
persona es, por tanto, el del fin, mientras que el bien de la cosa es el del medio. Y en
esto se asemeja la persona a Dios, que es el último fin de todo el universo. Ningun
na persona humana es ciertamente fin último, pero tampoco es nunca un puro medio.
Dios, en efecto, al crear y ordenar todos los seres del universo, ha puesto a las cosas al
servicio de las personas, y a las personas las ha destinado a unirse a Él por el
conocimiento y el amor; de modo que tampoco Dios considera a las personas como un
medio, sino como una imagen de Sí mismo, cuya finalidad está en unirse a Él en
amistad. Pues bien, el amor de Dios es el que infunde la bondad en todos los seres
creados, ya que dichos seres no son amados por Dios porque son buenos, sino que son
buenos porque Dios los ama, y tanto más buenos cuanto más los ama. Pero Dios ama a
las personas por sí mismas, ya las cosas, en orden a las personas. Luego las personas
poseen en sí mismas un bien muy superior al que poseen las cosas. Además de esto,
como decíamos, el bien moral es superior al bien físico, pues lo que exige una causa
superior es, sin duda, más elevado que lo que sólo necesita una causa inferior, y el bien
moral exige una causa libre, una persona, mientras que el bien físico sólo requiere
una causa no libre, una mera cosa. Y la persona es superior a la cosa. Por lo demás, ese
bien moral, que no es otra cosa que la virtud moral, no consiste en algo superficial y
pasajero, que la persona pueda fácilmente perder, sino en un hábito arraigado, que, por
la función que desempeña, puede acertadamente ser llamado una «segunda naturaleza".
En suma, siendo el bien moral la perfección propia de la persona, y el bien físico, la
perfección propia de la cosa, y siendo la persona muy superior a la cosa, también el bien
moral está muy por encima del bien físico.
Por todo ello resulta clara la superioridad del bien humano sobre el bien de las meras
cosas, y también se ve que dicha superioridad se basa en la mayor cercanía del hombre a
Dios, puesto que es su imagen, que la de las meras cosas, que son sus vestigios.
y pasemos ya al segundo de los motivos por los que el conocimiento de Dios resulta
provechoso para la Educación Personalizada.

4.2. Venero de energías para la Educación Personalizada


Para llevar a cabo una tarea humana de gran alcance, como lo es, sin duda, la Educación
Personalizada, se requiere, ante todo, una fuerte motivación, pero, en segundo lugar, se
requiere también un acopio de energías apropiadas, que nos garanticen el éxito de esa
tarea, si sabemos y queremos usarlas bien.
Pues bien, ninguna motivación mayor para la Educación Personalizada que la que nos
proporciona el conocimiento de Dios, y el de la misma persona, con todas sus
perfecciones. Sabemos, en efecto, que el hombre, en cuanto persona, es imagen de Dios,
y que su destino último está en asemejarse cada vez más a Él. Ayudar, pues, a descubrir
las riquezas que la persona encierra es ayudar a hacer más viva esa imagen de Dios en el
hombre, y ayudar a que el hombre se acerque cada vez más a Dios, o que se le asemeje
más. Porque son tan admirables y tan deseables esas riquezas, que conocerlas es
amarlas, y amarlas es cultivarlas. Y ese cultivo es acercarse a Dios, asemejarse cada vez
más a Él, caminar derechamente hacia el último fin. Es decir, a cada hombre: ¡Conoce
tu dignidad! Y llega a ser, con tu conocimiento y con tus obras, lo que ya eres, con las
riquezas ocultas de tu ser. Y junto a esa poderosísima motivación están las energías con
que puede cumplirse una tarea tan atractiva. Veámoslas.
El primer objetivo concreto de una educación personalizada estriba en el conocimiento
y la ponderación de la gran dignidad ontológica de la persona humana.
Y para ello nada mejor que insistir en que el hombre, en cuanto persona, es imagen de
Dios. Pero sólo conociendo a Dios, en la medida en que es posible al hombre, y
ponderando la inmensidad de sus perfecciones, puede caerse en la cuenta del gran
privilegio que supone ser imagen de Dios, y no sólo un vestigio suyo. Por lo demás, ese
conocimiento de Dios, aunque dificultoso, es sumamente deseable y gratificante. Como
escribe Santo Tomás, «el hombre desea, ama y se deleita más en el conocimiento de las
cosas divinas, por poco que de ellas pueda alcanzar, que en el conocimiento, por
perfecto que sea, de las cosas ínfimas» (S. C. G., III 25).
El deseo natural de saber, que habita en lo más hondo del ser humano, hace que el
hombre no se contente con lo superficial y aparente, sino que indague las causas de las
cosas, hasta llegar a las últimas y más elevadas. Pues bien, ese mismo deseo de saber es
la energía más poderosa con la que el hombre cuenta para adentrarse sin
desfallecimiento s en el mar sin orillas de su propia dignidad ontológica, en cuanto
reflejo, a modo de imagen, de la grandeza de Dios.
Otro de los objetivos concretos de la Educación Personalizada es hacer aflorar y
descubrir, ante la mirada del educado, la propia e intrasferible individualidad
personal. Ese darse cuenta del carácter singular de nuestro ser, de su irreductible
mismidad, de su particular misión y destino, en los que ningún otro puede sustituimos
y percatarse que todo ello es para siempre, un hecho para la eternidad, comporta, en
primer lugar, un componente de asombro y sobrecogimiento, pero, inmediatamente, otro
componente de profunda estimación y agradecimiento hacia la Persona que nos ha
amado antes de que existiéramos, y nos ha elegido y llamado a la existencia, con
nuestro propio nombre, por puro don. Y esa estimación y agradecimiento
son el pábulo para un sincero amor a sí mismo, y más todavía a la Persona que nos amó
primero, y que sin duda sigue amándonos.
y ahí, en ese amor asombrado a sí mismo y en ese amor agradecido a Dios, se encuentra
la fuente de las energías más poderosas para cultivar las propias riquezas
y tratar de responder fielmente a la llamada, y de cumplir, lo mejor posible, el propio
destino. Más todavía si se considera que ese amor de Dios no se extiende sólo al inicio
de nuestro ser, sino también al cuidado permanente a lo largo de toda nuestra vida, y a
las ayudas necesarias para lograr nuestro fin.
Un tercer objetivo de la educación personalízada se refiere a nuestra libertad, tanto para
reconocer sus posibilidades, como para aprender a usada de modo correcto. Ya hemos
dicho que la libertad que se conquista es la libertad moral, pues la libertad psicológica y
la metafísica nos son dadas sin esfuerzo alguno. Pero también hemos señalado que esa
libertad moral se conquista y se aumenta con el buen uso de la libertad psicológica.
Pues bien, ese buen uso de la libertad psicológica debe comenzar por excluir dos
extremos igualmente falsos: el primero, que nuestra voluntad no tiene límites y la
autonomía que nos confiere es absoluta, porque no hay normas superiores a las que
tengamos que ajustar nuestra conducta, ni tribunal alguno por encima de nuestro
propio juicio ante el que tengamos que rendir cuentas. Y el segundo, que nuestra
libertad es tan pequeña, está tan debilitada y entorpecida por las mil trabas que la
asedian, que nada podemos hacer para usarla .correctamente, sino sólo dejamos llevar
de las circunstancias y de las presiones ambientales.
Ni una cosa ni otra. Hay leyes morales de valor absoluto a las que debemos plegamos si
queremos alcanzar nuestro fin último, y existe asimismo un elevado grado de autonomía
y de posibilidades reales de nuestra libertad. Para las dos cosas, sin embargo, es Dios la
mejor garantía. Esas leyes morales no son leyes tiránicas, sino leyes sapientísimas y
providenciales, emanadas del más sabio, del más prudente, del más justo y del más
amoroso de los legisladores. Y además, Dios no sólo respeta nuestra libertad, sino que la
ama y la defiende, y la potencia y la ayuda, y siempre en el sentido del bien, aunque
también permite o no impide el mal uso que de ella hagamos. Dios, lejos de ser un
obstáculo o una cortapisa para la libertad del [1hombre, es el único fundamento seguro
de ella, y el baluarte en el que defenderse de todas las tiranías. Dentro de ese marco de
las leyes divinas, por una parte, y de las posibilidades reales de nuestra libertad,
por otra, se despliega la correcta autonomía de nuestro libre arbitrio en orden a
conquistar la libertad moral: ese señorío sobre nosotros mismos que viene dado por la
superación del egoísmo y la apertura al bien común. y ello de una manera peculiar y
propia de cada uno, como corresponde al singular destino que cada uno debe cumplir, y
a la especial vocación que también cada uno de nosotros ha recibido.
Finalmente, para no alargamos demasiado, consideremos este otro objetivo concreto de
la educación personalizada: el fomento de la dimensión social de la persona humana.
El hombre no está hecho para la soledad; la reclusión dentro de sí, aquella especie de
espléndido aislamiento que algunos pensadores antiguos concibieron como ideal de una
vida feliz, no se compagina con las exigencias más profundas de la naturaleza humana.
El hombre está de hecho abierto al mundo que lo rodea y a los otros hombres, y entabla
con uno y otros múltiples relaciones. De modo principal esa apertura se verifica por el
conocimiento y el amor, que se manifiestan así como dos fuerzas unitivas, aunque
el amor es más unitivo que el conocimiento. Consideremos aquí solamente la apertura y
la unión que respecto de los otros hombres nos proporcionan el conocimiento y el amor.
Y primeramente, el conocimiento, y su fruto más logrado, que es la verdad. Uno de los
grandes bienes que acarrea a los hombres la posesión de la verdad es el unimos en
acordada convivencia. La verdad, en efecto, nos une, mientras que el error nos separa.
Esto es debido al carácter comunitario de la verdad, que es esencialmente un bien
común, un bien abierto a todos y que desborda la posesión privada.
Tampoco la verdad se amengua cuando se la comparte, sino que más bien se acrece. Por
eso no tiene sentido el que alguien pretenda guardar la verdad para sí solo, en posesión
privada. Lo único que es propio de este o aquel hombre es el hallazgo de la verdad y la
forma de presentarla. Pero la verdad misma, que se ofrece a todos los que la buscan,
está por encima de ellos, y no se deja encadenar por nadie. Más aún, el querer gozar de
la verdad en privado es abocarse a quedar privado de la verdad, porque el mero hecho
de creerla algo propio es ya un error. Nada hay que una tanto a los hombres como la
posesión de una mismas verdades fundamentales. Ellas son la base de la verdadera
convivencia, que es bastante más que la pura coexistencia pacífica. Pero esa unidad
en la verdad no hará en los hombres verdadero asiento si no se la entiende como
participación de la verdad primera y divina, que siendo de suyo una, se distribuye sin
mengua en todos los que la conocen. San Agustín escribe: "Si los dos vemos que es
verdad lo que tú dices, y asimismo vemos que es verdad lo que yo digo, ¿en dónde,
pregunto, lo vemos? No ciertamente tú en mí, ni yo en ti, sino ambos en la misma
inmutable verdad, que está sobre nuestras mentes" (Confesiones, L.XII,c. 25).
La segunda fuerza unitiva entre los hombres es el amor. Por supuesto, el amor de
persona, que es un amor de comunión y de entrega. Por él cada hombre es estimado por
sí mismo, por su valor intrínseco, no por la utilidad que pueda reportamos. Es lo mismo
que apreciar siempre a cada hombre como un fin, y nunca como un medio. y de ese
amor mutuo, de persona a persona, que liga a los miembros de una comunidad, resulta
el mutuo servicio, en el que se expresa y concreta la verdadera convivencia. Porque
amar es querer el bien para alguien, y ese bien que se quiere para los otros hombres son
precisamente las cosas que les proporcionamos con nuestros servicios, sean cosas
materiales, como el alimento, el vestido, la vivienda, etc., o sean bienes espirituales,
como la ciencia, la cultura o la virtud.
Por último, la convivencia humana se apoya en el amor al bien común, y, como
consecuencia de él, en el esfuerzo por procurarlo. Pero el bien común por antonomasia
es el bien común trascendente, que es Dios, fuente y paradigma de todo bien común, y
de todo bien. Cuando amamos, pues, el bien común inmanente de la sociedad
civil, y nos esforzamos por promoverlo, estamos amando en última instancia a Dios, y,
de modo correlativo, cuando amamos a Dios, estamos amando también lo que a Él
conduce, y, por consiguiente, al bien común inmanente, que es "el conjunto de las
condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus
miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (Concilio Vaticano II,
Gaudium et spes, n. 26). El amor al bien común, en su doble concreción de bien común
inmanente y bien común trascendente, es también la forma mejor de hacer eficaz el
amor a cada hombre y a todos los hombres.

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