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TARAPOTO - PERÙ
2 019 - I
FG
PROGRAMA DE
FORMACIÓN GENERAL
ETICA Y MORAL
SITUACIÓN PROBLEMÁTICA / RECOJO DE SABERES
CAPACIDAD
Evalúa situaciones que generan
conflictos de decisión moral en
la actividad humana y
empresarial
REFLEXIONA Y COMPARTE...
Evalúa situacion ¿Qué tipo de reflexión está sucediendo?
¿Qué opinas sobre alguna situación de indecisión ético
moral?
¿Te ha ocurrido algo similar? ¿Cómo?
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Cuando se dice que algo «es ético» o que «no es ético», se está afirmando que es o no es
bueno. Ahora bien, si casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha de ser «ética», no
siempre estamos de acuerdo en «lo que» es ético. Lo que parece «ético» a unos, puede
resultar una monstruosidad a otros. Así algunos llaman «ético» a cierto tipo de abortos
provocados; lo cual, a otros parece uno de los peores crímenes, negación del más elemental
derecho de la persona, el derecho a la vida.
Este caso nos permite entender la enorme importancia de aclararnos sobre qué es y qué no es
«ético»; sobre qué es en realidad «lo bueno». Se trata no pocas veces de una cuestión de vida
o muerte, o de felicidad o infelicidad propia o ajena; y es preciso encararla con toda seriedad y
rigor.
¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre «lo que es bueno», al menos en lo
fundamental, o estamos condenados a una eterna duda o a opiniones sucesivas sin
fundamento racional, objetivable? ¿Existe un criterio objetivo de bondad que nos permita, sin
temor a equivocarnos, discernir el bien del mal? Con otras palabras, ¿el bien es una realidad
«objetiva» o «subjetiva»? ¿Depende de condiciones objetivables o meramente subjetivas
(percepciones, sentimientos, deseos, voliciones...)? ¿Nos encontramos en la situación de
inventores inevitables del bien y del mal, como quería Nietzsche, llevando al paroxismo el ansia
creadora, una vez «matado» a Dios? Jean Paul Sartre intenta seguirle por ese camino, pero no
puede dejar de poner de manifiesto que resulta una tarea angustiosa, más una condena que
una liberación. Si el bien y el mal no fueran objetivables, y hubiéramos de estar siempre
creándolos, «más allá», ¿no seríamos semejantes a Sísifo –el del mito clásico y de Albert
Camus-, inventando y destruyendo, para seguir inventando una y otra vez, inútilmente,
estúpidamente, «para nada»?
Muchas veces se confunden, sobre todo en el lenguaje coloquial, «subjetivo» y «relativo»,
quizá porque «subjetivismo» y «relativismo», en sentido gnoseológico, se implican. Por ello
pienso que es relevante situar la cuestión del bien en el orden ontológico; en el cual «subjetivo»
y «relativo» significan cosas muy diferentes. Concretamente, a mi juicio, ha de decirse que, a
diferencia de la verdad, siempre universal y objetiva, el bien es siempre relativo y sin embargo
a la vez objetivo.
¿Qué es el bien?
Es claro que el bien -lo bueno- es tal por contener alguna perfección que hace a la cosa
deseable, apetecible. Aristóteles decía que «el bien es lo que todos desean», aunque no quiere
esto decir, que todos deseemos explícitamente lo mismo. Pero, ¿por qué todos deseamos el
bien, o lo que entendemos por bien? Porque vemos en ello –lo que sea- algo que nos bene-
ficia, que «nos hace bien», nos «per-fecciona», nos mejora, «satis-face» nuestras necesidades
profundas, nos hace felices. En suma, el bien no es cualquier perfección, sino una perfección
que me perfecciona, una perfección perfectiva para mí, aunque puede no serlo para otros.
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el mal. Cada uno sería el «creador de valores», porque el valor o bondad de las cosas no
estaría en ellas, sino en mi subjetividad, en mi pensamiento, en mi deseo o en mi opinión.
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En el utilitarismo la vida buena para ellos es la misma que en los clásicos: la vida feliz.
Sin embargo Jeremy Bentham, el padre del utilitarismo decimonónico, no distingue ni
jerarquiza placeres a la hora de establecer su supremacía. Parecer que el placer es el
mismo más allá de la diversidad de situaciones, sentimientos o sensaciones que
puedan ocasionarlo. Sólo varía en su cantidad.
Crítica: Por supuesto, esta concepción es del todo básica y superficial, aunque hoy sea
la posición dominante. Los objetos del deseo humano son irreductiblemente
heterogéneos y, aunque no fuese así, igual no nos serviría, precisamente porque el
gozo, de por sí, no nos proporciona ninguna buena razón para emprender un tipo de
actividad antes que otra. El placer acompaña, puede confundirse con ella; pero no es el
fin, sino un adjetivo del fin.
Semejante falencia en lo antropológico no son menores en lo político. El utilitarismo, en
su formulación más simple, sostiene que el acto o la política moralmente correcta es
aquella que genera la mayor felicidad entre los miembros de la sociedad. "La mayor
felicidad para el mayor número". El potencial democrático del principio es
incuestionable, pues hay un único criterio para definir el bien común: lo que establezca
la mayoría. ¿Y si la mayoría se equivoca? Esta es la debilidad del planteamiento
rousseauniano al encerrar un peligroso relativismo. Y no digo peligroso porque si:
puede ser el caldo de cultivo para el nazismo o para otros “excesos políticos” similares.
El bien común no puede ser, solamente, lo que diga la mayoría.
En Bentham, el carácter metafísico y mecanicista en la concepción de la moralidad
(“aritmética moral”) se completa con la apología franca de la sociedad capitalista, por
cuanto se declara que la satisfacción del interés particular (“principio del egoísmo”) es el
medio que permite “lograr la mayor felicidad para el mayor número de personas”
(“principio del altruismo”). Criticaba la teoría del derecho natural. Negaba la “religión
natural”, que construía el concepto de Dios por analogía con los soberanos de la tierra,
y defendía la “religión revelada”. En la teoría del conocimiento, era nominalista. Sobre
la base de los manuscritos de Bentham, Boole formuló la teoría de la cuantificación del
predicado. Obra principal: “Deontología o ciencia de la moral” (1834).
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más atractiva. Si consideramos el bien únicamente como objeto de deseo, como fin a
perseguir, el bien aparente podrá llamarnos acaso con sonrisas seductoras, en tanto que el
bien verdadero señalará gravemente el camino más arduo. Y es el caso que estamos
obligados a seguir el bien verdadero y no el meramente aparente.
¿Cuál es la naturaleza de este deber ser moral que nos manda con semejante autoridad?
Es una especie de necesidad que es única e irreductible a ninguna otra. No se trata de una
necesidad lógica o metafísica basada en la imposibilidad de pensar contradicciones o de
conferirles existencia. No se trata de una necesidad física, de un deber que nos empuje
desde fuera destruyendo nuestra libertad. Ni se trata tampoco de una necesidad biológica
o psicológica, de una imposibilidad interna, incorporada a nuestra naturaleza y destructora
asimismo de nuestra libertad, de actuar en otra forma. Es, antes bien una necesidad moral,
la del deber ser, que nos guía hacia aquello que reconocemos constituir el uso apropiado
de nuestra libertad. Es una libertad que es una necesidad y una necesidad que es una
libertad.
La necesidad moral me afecta a mí, el sujeto actuante, pero proviene del objeto, en
cambio, la clase de acto que yo, el sujeto, realizo en su ser real, el acto es algo contingente
que puede ser o no ser; pero, en su ser ideal, en cuanto es presentado a mi razón y mi
voluntad para deliberación y elección, asume una necesidad práctica que requiere
decisión. La exigencia es absoluta. El mal uso de mis capacidades artísticas, económicas,
científicas y otras particulares, es penalizado con el fracaso, no con la culpa, porque yo no
tenía obligación alguna de realizar dichos esfuerzos y, por consiguiente, no tenía
obligación alguna de llevarlos a buen fin. En cambio, no puedo dejar de ser hombre y de
haber de triunfar absolutamente como tal. Si fracaso en ello, es culpa mía, porque el
fracaso ha sido escogido deliberadamente. No resulto ser malo en determinado aspecto,
sino que soy un hombre malo. Todo lo que hago expresa en alguna forma mi
personalidad, pero el uso de mi libertad es el ejercicio real de mi personalidad única en
cuanto constitutiva de mi ser más íntimo.
Tomemos el caso de un individuo al que se ofrece una gran cantidad por el acto de
asesinar a su mejor amigo. Reduzcamos los peligros y subrayemos las ventajas lo más
que podamos. Hagamos que el acto sea absolutamente seguro. Sin embargo, no debería
hacerse. ¿Por qué no?
a. Eliminemos la sanción legal. Supongamos que el individuo está seguro no sólo de que
no será detenido, sino que encuentra también alguna escapatoria en virtud de la cual ni
siquiera vulnera ley civil existente alguna, de modo que no podrá ser perseguido por
delito alguno. Y sin embargo, se ve a sí mismo como asesino y no puede aprobar su
acto.
b. Eliminemos la sanción social. Puesto que nadie lo sabrá, no ha de tener la
desaprobación de nadie. Sin embargo, merece la desaprobación, aun si no la sufre.
¡Cuan distinto es esto cuando las sanciones sociales son inmerecidas! No nos
acusamos a nosotros, si somos inocentes, sino que acusamos a la sociedad que nos
condena injustamente.
c. Eliminemos la sanción psicológica. Los sentimientos de depresión, disgusto y
vergüenza, la incapacidad de comer o dormir a causa de las punzadas de
remordimiento o culpa, todo esto podrá molestarle a él, pero los demás serán inmunes a
semejantes sentimientos, e inclusive en él podrán provenir acaso de otras causas. El
elemento moral subsiste, con todo. Si en alguna forma los sentimientos de culpa
pudieran eliminarse, de modo que ya no percibiera trastorno psicológico alguno por
causa de su acto, aun así juzgaría el individuo su acto, con toda sinceridad, como malo,
y sabría que es culpable, a pesar de la ausencia de dichos sentimientos.
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Todo fin es un bien y todo bien es un fin, un fin no se perseguiría a menos que fuera algo bueno
para el que lo persigue, y el bien, al ser perseguido, es el fin o propósito del afán de quien lo busca.
Ninguna actividad es posible, como no sea para la consecución de algún fin, por amor de algún
bien. Este es el principio de finalidad o teleología, que Santo Tomás explica como sigue:
“Todo agente actúa por necesidad por algún fin. Porque, si en un número de causas ordenadas una
con respecto a otra la primera es eliminada, las otras han de eliminarse también necesariamente.
Ahora bien, la primera de todas las causas es la causa final. La razón de la cual es que la materia
no recibe forma alguna, excepto en la medida en que es movida por un agente; porque nada se
reduce por sí mismo de la potencialidad al acto. Pero es el caso que un agente no mueve, excepto
con la intención puesta en un fin. Porque si el agente no estuviera condicionado con respecto a
algún efecto particular, no haría una cosa con preferencia a otra; por consiguiente, con objeto de
producir un determinado efecto, el agente ha de estar determinado necesariamente con respecto a
uno particular de ellos, lo que constituye la naturaleza del fin.”
En otros términos, antes de actuar, el ser con capacidad para hacerlo está en un estado indefinido y
puede ya sea actuar o no, actuar en una determinada forma o en otra. Ninguna acción tendrá jamás
lugar, a menos que algo elimine dicha indeterminación, mueva el ser a actuar y oriente su actividad
en una determinada dirección. De aquí que el principio de finalidad, esto es, "todo agente actúa con
miras a un fin", está implícito en los conceptos de potencia y acto, así como en la noción entera de
casualidad. Si todo agente actúa con miras a un fin, el agente humano también lo hace ciertamente
así.
La descripción que precede se basa en Aristóteles, quien confirió a la teleología su expresión
clásica. Pero nuestro interés está en el hombre. Sea lo que sea lo que se piensa de la teleología en
el universo conjunto, ningún individuo en su cabal juicio puede negar que los seres humanos actúan
con miras a fines. Inclusive aquel que se propusiera demostrar que no lo hacen, tendría esta
demostración como su fin. El dejar de adaptar el individuo su conducta a fines racionales constituye
el signo reconocido de trastorno mental. Por consiguiente, el solo supuesto de que hay algo como
actos humanos racionales constituye el reconocimiento de que los seres humanos actúan con miras
afines.
Se plantea esta cuestión: si todas las cosas, incluido el hombre, buscan un fin que es también el
bien, ¿cómo puede dejar un acto de ser bueno, cómo puede la conducta humana equivocarse? El
bien como fin, como perfeccionante, como bien para, posee varios significados, de entre los cuales
debemos aislar el bien moral.
La tesis del metafísico, en el sentido de que "todo ser es bueno", se refiere únicamente a la bondad
ontológica o metafísica. Significa solamente que todo ser, por el solo hecho de ser un ser, tiene en
sí alguna bondad y es bueno para alguna cosa, contribuyendo en alguna forma a la armonía y la
perfección del universo. Todo ser posee cierta cantidad de bondad física, que consiste en una
integridad de sus partes y en una competencia de actividad. Aunque algunas cosas son físicamente
defectuosas, son buenas en la medida en que tienen el ser, y defectuosas en el sentido de que les
falta ser. Pero, del hecho de que todo ser sea bueno para algo, no se sigue que todo ser sea
bueno para todo. Lo que es bueno para una cosa podrá no serlo para otra, y lo que es bueno para
una cosa en determinadas circunstancias o desde un determinado punto de vista podrá no serlo en
circunstancias distintas o desde otro punto de vista. La metafísica considera el bien en su sentido
más amplio y puede encontrar así, en alguna forma, bien en cada cosa; la ética, en cambio,
considera el bien bajo el aspecto limitado de la conducta humana voluntaria y responsable, y
encuentra a menudo este aspecto extrañamente alterado. El asesino apunta la pistola y derriba a su
víctima. Se trata de un buen tiro, pero de una acción mala. Desde el punto de vista de la ejecución
es admirable, pero en cuanto acto di conducta humana es condenable. Hay algún bien en todas las
cosas, pero éste no es necesariamente el bien ético o moral.
Debido a que no todo es bueno para todo, corresponde al juicio humano decidir cuáles cosas son
buenas para él. Los juicios humanos están sujetos al error y, por consiguiente, el individuo podrá
tomar el bien aparente por el bien verdadero. Al menos que una cosa parezca, ser buena, no
podríamos buscarla en absoluto, porque no podría constituir atractivo alguno para nuestros apetitos;
pero podemos confundir fácilmente lo que es bueno para otra cosa por lo que es bueno para
nosotros, o aquello que sería bueno para nosotros en otras circunstancias con lo que es bueno para
nosotros, aquí y ahora. Si algún bien menor hace imposible la consecución del bien absolutamente
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necesario, entonces este bien menor no es para nosotros el verdadero bien. El bien moral ha de
ser siempre el verdadero bien.
Así, pues, hay grados en cuanto a la bondad. Buscaremos acaso un bien no por amor del mismo,
sino como medio para otro bien: es deseable únicamente en cuanto conduce a otra cosa más
deseable. Este es el bien útil o instrumental, y es bueno solamente en un sentido calificado o
análogo, tal como lo son los utensilios e instrumentos. Podemos buscar un bien por la satisfacción o
el placer que procura, sin considerar si habrá de ser o no provechoso para nuestro ser conjunto; nos
deleita ahora y podrá ser acaso inocuo, pero no ofrece garantía alguna de que no pueda
perjudicarnos a la larga, incapacitarnos para el bien mayor. Ese es el placentero, y es el que nos
atrae de la manera más viva. O bien, podremos perseguir un bien, en fin, porque contribuye a la
perfección de nuestro ser en su conjunto, porque es adecuado al individuo como tal éste es el bien
apropiado, lo justo y lo honorable lo noble y virtuoso, y es bueno en el sentido más pleno de palabra.
Es no sólo bueno para nosotros, como el término apropiado lo implica, sino también bueno en sí
mismo, en cuanto valor independiente, aparte de su efecto sobre los demás; desde este punto de
vista se le designa como bien intrínseco. El bien moral, además de poder ser también útil y
placentero, es siempre y necesariamente el bien apropiado.
Este análisis de las clases del bien muestra que la conducta humana ha de estar dirigida siempre en
algún sentido hacia el bien, pero que éste no siempre es el bien moral. El hacerlo bien moral, tal es
el propósito de la vida y tal nuestra responsabilidad.
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Ética a Nicómaco
(Aristóteles)
Libro Segundo, Capítulo V
Tras de esto habemos de inquirir qué cosa es la virtud. Y pues en el alma hay tres géneros de cosas solamente:
afectos, facultades y hábitos, la virtud de necesidad ha de ser de alguno de estos tres géneros de cosas. Llamo
afectos la codicia, la ira, la saña, el temor, el atrevimiento, la envidia, el regocijo, el amor, el odio, el deseo, los celos, la
compasión, y generalmente todo aquello a que es aneja tristeza o alegría. Y facultades, aquellas por cuya causa
somos dichos ser capaces de estas cosas, como aquellas que nos hacen aptos para enojarnos o entristecernos o
dolernos.Pero hábitos digo aquellos conforme a los cuales, en cuanto a los afectos, estamos bien o mal dispuestos,
como para enojarnos. Porque si mucho nos enojamos o remisamente, estamos mal dispuestos en esto, y bien si con
rienda y medianía, y lo mismo es en todo lo demás. De manera que ni las virtudes ni los vicios son afectos, porque, por
razón de los afectos, ni nos llamamos buenos ni malos, como nos llamamos por razón de las virtudes y vicios.
Asimismo por razón de los afectos ni somos alabados ni vituperados, porque ni el que teme es alabado, ni el que se
altera, ni tampoco cualquiera que se altera o enoja comúnmente así es reprehendido, sino el que de tal o de tal
manera lo hace; pero por causa de las virtudes y los vicios somos alabados o reprehendidos. A más de esto, en el
enojarnos o temer no hacemos elección; pero las virtudes son elecciones o no, sin elección. Finalmente, por causa de
los afectos decimos que nos alteramos o movemos; pero por causa de las virtudes o vicios no decimos que nos
movemos, sino que estamos de cierta manera dispuestos. Por las mismas razones se prueba no ser tampoco
facultades; pues por sólo poder hacer una cosa, ni buenos ni malos nos llamamos, ni tampoco somos por ello
alabados ni reprehendidos. Asimismo las facultades, naturalmente las tenemos, pero buenos o malos no somos por
naturaleza. Pero de esto ya arriba se ha tratado. Pues si las virtudes ni son afectos ni tampoco facultades, resta que
hayan de ser hábitos. Cuál sea, pues, el género de la virtud, de esta manera está entendido.
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BIBLIOGRAFIA
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