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Los sofistas: el juego entre apariencia y realidad1

Andrés Covarrubias Correa


Facultad de Filosofía
Instituto de Filosofía
Pontificia Universidad Católica de Chile

1) Los sofistas: ‘realidad’ y palabra persuasiva

Si hay algo que caracteriza sobremanera al pensamiento griego es su absoluta


admiración por la belleza es decir, la armonía, el orden, la simetría y la delimitación , y
el adecuado uso de la palabra. En este sentido, y en especial durante la segunda mitad del
siglo V a.C., los sofistas ocuparon un lugar muy destacado, en cuanto a que ellos eran los
dominadores de la argumentación y del lógos persuasivo, además de pretender convertirse,
a partir de este dominio casi total, en los principales educadores de la excelencia (areté),
entendida esta última fundamentalmente como una aptitud intelectual y oratoria 2.
De hecho Jaeger 3 afirma que antes de la irrupción de la sofística no se habla para
nada de gramática, retórica ni dialéctica, y que, desde esta perspectiva, debieron de ser sus
creadores, cuando adquirieron conciencia de las leyes innatas de la escritura. Se puede
agregar a esto que el desarrollo de tales disciplinas se vinculó estrechamente con la súbita
extrañeza que produjo la distancia que los sofistas establecieron entre el lenguaje, por un
lado, y la realidad percibida, por otro. Es así como el dominio sobre las formas de
expresión y sus alcances se fue perfilando como una necesidad estratégica para influir en el
campo de las opiniones y decisiones de los ciudadanos, en el entendido de que el lenguaje
es capaz de proponer al interlocutor todo aquello que entendemos normalmente por lo ‘real’
y ‘la realidad’.

1
Este texto forma parte del proyecto Fondecyt n° 1071023.
2
Cf. Tomás Calvo, De los sofistas a Platón: política y pensamiento, Akal, Madrid, 1995, pp. 30-31, y Werner
Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, F.C.E., México, 1985, p. 267.
3
W. Jaeger, Op. cit., p. 287.
2

A esta celosa preocupación por el lenguaje se suma la actitud crítica que los sofistas
mostraron frente a muchas convicciones ya fuertemente establecidas entre los atenienses.
Este distanciamiento reflexivo es avalado, en gran medida, por el hecho de que la mayoría
de los sofistas, salvo algunas pocas excepciones, como Critias y Antifonte, fueron
extranjeros: Protágoras venía de Abdera, Gorgias de Leontini, Hipias de Élida, Pródico de
Ceos y Trasímaco de Calcedonia.
Esta crítica permanente de la sofística hacia la cultura griega afecta especialmente al
punto de arranque y desarrollo del problema de la distinción entre apariencia y realidad,
encarnado en este caso en la confrontación entre nómos y physis, esto es, entre lo
convencional y lo natural, donde el nómos fundamentalmente descansa en el criterio
práctico de la conveniencia y el interés4. En efecto, el ámbito del interés puede estar
vinculado, en muchas ocasiones, con la necesidad de ocultar, fingir sobre ciertos aspectos
inconvenientes, con el fin de lograr lo que un sujeto se propone, lo que en principio no
colisiona con la actitud práctica de un griego o un romano común, en el contexto de una
visión ética mucho más próxima a la ética agonal esto es, agonalis, en tanto es una
reflexión sobre la praxis ejemplificada tradicionalmente con los certámenes, luchas y
juegos públicos, tanto corporales como de ingenio , la que hunde sus raíces en los poemas
homéricos y su alta valoración de la nobleza y virtudes del guerrero. El campo del lenguaje
es visto como un campo de batalla, donde la estrategia, el posicionamiento en el lugar más
adecuado en ese momento, la buena elección de las armas que ofrece la palabra, la fortaleza
y sagacidad de quien las utiliza, cumplen, todas juntas, un papel de principal relevancia
para asegurar el éxito en el logro de los fines que se busca conseguir mediante la
persuasión, aspectos que pueden ser trasportados al ámbito desplegado por nuestra natural
inclinación a lo lúdico.
Un elemento especialmente destacable que colabora en este asunto de poder
argumentar con fuerza y consistencia las tesis contrarias lo que abre además la
posibilidad de persuadir en función de la necesidad práctica inmediata , es la fuerte
atracción que los sofistas sintieron por “la antítesis o emparejamiento de las partes
4
Para una revisión de las principales influencias de los sofistas en la segunda mitad del siglo V, y el contexto
socio-cultural donde se desenvuelven, lo que deviene en una lucha entre retórica y filosofía en la primera
mitad del siglo IV a.C., cf. Garardo Ramírez Vidal, “Oratoria y retórica”, en Oratoria griega y oradores
áticos del primer período (de fines del siglo V a inicios del siglo IV a.C). Ed. Universidad Nacional
Autónoma de México, 2004, pp. 27-34.
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opuestas”5. En efecto, la síntesis de contrarios, la posibilidad de argumentar con semejante


fuerza y coherencia proposiciones contrarias, constituyen una característica central de la
retórica sofística, y un atributo ampliamente valorado por sus cultivadores. Esto nos
conduce indefectiblemente a la pregunta por el límite que sea posible establecer entre lo
aparente y lo real. De hecho una crítica central a la posición sofística es aquella referida a
su asombrosa capacidad de convertir, mediante el adecuado uso de las herramientas
retóricas que el lenguaje ofrece, el argumento más débil en el más fuerte6.
Los sofistas fueron especialistas en tales prácticas baste considerar como ejemplo
de esto los ejercicios lingüísticos, y a veces hasta banales, que hemos heredado a partir de
los Discursos Dobles , promoviendo un lenguaje que en lo posible aunara sabiduría y
elocuencia, y entremezclando además habilidad política e inteligencia en el ámbito de la
acción. Pero junto a estos encomiables objetivos, se filtra siempre el arduo problema de
poder establecer con claridad el referente que la sofística tiene respecto a sus pretensiones
de validez, en cuanto intenta constituirse en un discurso que logre, a fin de cuentas, un
auténtico saber. En relación con esto último, Aristóteles es muy claro y rotundo cuando
sostiene: “La sofística es un saber aparente y no real; y el sofista un negociante de sabiduría
aparente y no real”7. Esta dura crítica del Estagirita nos indica que la dupla ‘apariencia y
realidad’ se sitúa en el corazón de la sospecha frente a las prácticas sofísticas, en un plano
que, de un modo más neutro, podemos denominar ‘el asunto de la ilusión’.
Respecto a este asunto destaca especialmente Protágoras. Diógenes Laercio (IX 50
ss.) afirma que este sofista “fue el primero en sostener que sobre cualquier cuestión existen
dos discursos mutuamente opuestos. Y fue el primero en aplicarlos con aquellos con
quienes departía (…). (Protágoras) dice que el alma no es nada más que sensaciones, según
dice también Platón en el Teeteto, y que todo es verdadero”. Esto es sostenido por Platón en
el Crátilo (385 e ss.), a saber: “(…) tal como decía Protágoras cuando declaraba ‘el hombre
es la medida de todas las cosas’, queriendo decir que del modo en que a mi me parecen los
objetos, de ese mismo modo son para mí. Y del modo en que a ti te parecen, de ese modo

5
J.J. Murphy (Ed.), Sinopsis histórica de la retórica clásica, Gredos, Madrid, 1989, p. 12 s.
6
Antonio Melero, en Sofistas: testimonios y fragmentos, Gredos, Madrid, 1996, afirma: “En la educación el
sofista hace con palabras lo que el médico con las drogas: sustituye, no lo falso por lo verdadero, sino la
opinión más endeble por la más fuerte” (Introducción, p. 45). Así, según este traductor, “La controversia
nómos/Physis no tiene, por tanto, en sí misma nada de moralmente perverso” (p. 37).
7
Refutaciones Sofísticas, 165 a, 21.
4

son para ti”. Asimismo, Aristóteles en la Metafísica reafirma esta opinión de su maestro
(1062 b, 12): “En efecto, también (Protágoras) dijo que el hombre es medida de todas las
cosas, no queriendo significar con ello más que lo que a cada uno le parece, posee una
realidad firme. Y si esto acontece, sucede que la misma cosa es y no es, y es mala y
buena…”. Por último, Sexto Empírico (Escritos Pirrónicos I, 216 ss.) sostiene: “Y también
Protágoras pretende que ‘el hombre es medida de todas las cosas, de las que son en cuanto
son y de las que no son, en cuanto no son’ designando con ‘medida’ al criterio, y con
‘cosas’ a las realidades, de modo que afirma que el hombre es el ‘criterio de todas las
realidades’, de las que son, en cuanto que son, y de las que no son, en cuanto no son”.
Tanto Cicerón (Brutus 12, 46) como Quintiliano (Institutio Oratoria III, 1, 10)
agregan, además, que fueron Protágoras y Gorgias los primeros en tratar los lugares
comunes (tópoi, loci), y Quintiliano dice que Pródico, Hipias, Protágoras y Trasímaco,
fueron también los primeros en considerar los procedimientos que hacen relación con las
emociones. El tratamiento de los lugares comunes y las pasiones8, en efecto, facilitan
enormemente las argumentaciones contrarias, lo que permite convertir el argumento más
débil en fuerte, como consigna Aristóteles, en cuanto es una característica destacable de la
sofística, en la Retórica (II, 24, 1402 a, 23).
A partir de los testimonios expresados, podemos decir que la tesis de Protágoras de
que el hombre es la medida de todas las cosas, implica una posición novedosa y osada
respecto a la idea griega sobre la realidad. El ser es su apariencia y, de este modo, el sofista
suprime la distinción entre ser y apariencia, contraviniendo así la tradición parmenídea, en
la unidad férrea establecida por este entre ser, pensar y decir. Esto implica, pues, que todas
las opiniones, aunque muchas veces son contradictorias entre sí, son verdaderas. Así la
distinción entre apariencia y realidad, se desplaza hacia la que podemos establecer entre
verdad y utilidad: todas las opiniones son igualmente verdaderas, pero no igual de útiles.
Así, un individuo enfermo ha de ser persuadido en una determinada dirección, no porque la
opinión del médico sea la más verdadera, sino porque simplemente es más útil para su
eventual mejoría.

8
Álvaro Vallejo, en Mito y persuasión en Platón, Ed. Er (Suplementos), Sevilla, 1993, p. 311, dice: “La
persuasión es lugar de encuentro entre lo racional y lo irracional (…) Es un instrumento de mediación de la
razón con las potencias irracionales de la naturaleza humana”.
5

Gorgias transita por una línea semejante. En su Tratado del no ser, plantea que el
lenguaje es incapaz de manifestar la realidad, ya que jamás nos es posible encontrar
significados que sean comunes intersubjetivamente. Es decir, también quiebra
abruptamente la identificación parmenídea entre ser, pensar y decir. Así, pues, nada existe;
si algo existiese, no sería cognoscible ni pensable por nosotros; y si lo pudiéramos conocer,
en fin, no lo podríamos comunicar. Esto significa que el ser es desconocido para nosotros,
porque no puede relacionarse con las apariencias, ni estas últimas, a su vez, con el ser. Así,
pues, las palabras siempre están referidas a la experiencia de quien las profiere, y esta
‘experiencia’ es radicalmente distinta de la del interlocutor. A esto se suma que hay una
distancia insalvable entre las cosas y las palabras, por tanto, lo comunicado siempre son
palabras y nunca la realidad, donde, además, lo visto y lo oído se captan por órganos
diferentes, por lo que cada uno de nosotros debe hacer la síntesis de la experiencia entre
percepciones que son inconmensurables entre sí, además de serlo entre los distintos sujetos
involucrados en la aparente comunicación.
Con lo anterior se cierra de un modo definitivo el carácter intencional del lenguaje,
quedando el reducto de la pura persuasión como único camino posible. En este contexto, y
como lo atestigua Gorgias en el Encomio a Helena, la palabra puede mitigar el miedo,
suprimir el dolor, producir alegría o compasión, afectando de manera directa nuestras
emociones y opiniones sobre lo que equívocamente llamamos ‘realidad’9. La palabra, en
este sentido, se hace presente como un pequeño soberano con facultades irrestrictas en lo
que hace relación con el ejercicio del poder sobre las mentes, la voluntad y las acciones.
Trasímaco extrema esta línea interpretativa, en lo que respecta al poder ubicuo de la
persuasión. De hecho, el nómos (que en Protágoras refleja el interés de todos), representa
en el sofista de Calcedón el apetito de los más fuertes, y lo justo, por su parte, es lo que
siempre conviene al más fuerte, pues es este último el que inventa las leyes. En este sentido
razona también Glaucón, en República II, al sostener, en contra de la opinión de Sócrates,
que cometer injusticia es algo bueno, e indudablemente mejor que sufrirla de los otros. Los
individuos, sin embargo, están dispuestos a soportar la ley como un mecanismo de

9
Para un análisis detallado de los elementos retóricos presentes en el Encomio a Helena de Gorgias y la
crítica platónica a este sofista, cf. Robert Wardy, The Birth of Rhetoric: Gorgias, Plato and their Successors,
Ed. M. Schofield, Issues in Ancient Philosophy, 1998, esp. Cap. 2, pp. 25-51: “In Praise of Fallen Women:
Gorgias’ Encomium of Hellen “.
6

protección y, en este sentido, la legislación finalmente sirve para que la convivencia social
no se destruya.
Gorgias suscribe esta opinión cuando en el Encomio a Helena, 6, dice: “… lo
natural no es que el fuerte sea constreñido por el débil, sino que el más débil sea gobernado
y dirigido por el más fuerte”. Calicles, sosteniendo la tesis contraria, pero en tensión con su
opuesta (aspecto tan propio de la retórica y, en particular, de la retórica sofística), afirma
que el nómos es, a fin de cuentas, una invención de la masa, de los más débiles, con el fin
de poner freno a los impulsos avasalladores, y sin embargo naturales y esperables, de los
más fuertes.
La retórica sofística, entonces, juega con apariencia despreocupada en los linderos
entre realidad e ilusión, poniendo en jaque cualquier pretensión absoluta en torno a los
fundamentos mismos de lo real. Con esto, sin duda, se potencia hasta el extremo esa
característica de la retórica que le permite argumentar las cosas contrarias, aspecto que no
negará Aristóteles en su Retórica, ni Cicerón ni Quintiliano. Sólo Platón intenta poner el
dique antes de que el caudal sea demasiado torrentoso, a riesgo, eso sí, de hacer desaparecer
la tékhne rhetoriké bajo el protector, pero también eventualmente devorador, amparo de la
dialéctica. La objeción respecto a esta característica central de la argumentación retórica es,
fundamentalmente, ética: si dejamos todo al arbitrio de la argumentación de contrarios, el
lenguaje es solo ejercicio del poder, y, más aún, de un poder irrestricto porque tiene en sus
manos, y puede jugar, con la noción de realidad10.
Tanto Cicerón como Quintiliano intentaron frenar de algún modo este poder
omniabarcante, precisamente concibiendo un límite ético para la oratoria y el orador. Pero
este cerco incluye para ambos teóricos de la oratoria latina la aceptación de una ética
agonal, es decir, aquella que sea capaz de aceptar o promover, además de la virtud, el
ocultamiento, la sagacidad, la astucia, la estrategia, la oportunidad, el decoro, el esplendor,
la fuerza de doblegar, el ataque y la defensa, y, por último, una concepción móvil de la
realidad que permita su reconstrucción permanente por medio de las armas del lenguaje

10
Cf. Ch. Perelman y L. Olbrechts-Tyteka, Traité d L’Argumentation. La nouvelle rhetorique, Ed. Université
de Bruxelles, 1988, p. 248 ss., donde los autores tratan acerca de la dificultad que entraña la posible
determinación de juicios que podamos denominar propiamente ‘de valor’, a diferencia de los que son acerca
de ‘la verdad’. Asimismo, para una visión crítica contra la exageración de esta posición, cf. mi Introducción a
la retórica clásica: una teoría de la argumentación práctica, Ediciones Universidad Católica de Chile, 2003,
pp. 109-114.
7

persuasivo. La retórica, en este sentido, continúa moviéndose en un campo de batalla, el


que exige, sin duda, la aplicación de ciertas reglas prácticas, a saber; aquellas que son
exigidas en el contexto de la ética heroica que, por lo demás, fue tan admirada por griegos y
latinos, sobre todo a partir de los cantos homéricos.

2) Cicerón en el Brutus y los sofistas: apariencia y argumentación de contrarios

Cicerón en el Brutus, VI, 27-VIII, 33, relata las principales características de la


retórica y de sus primeros cultivadores:

“(VII, 27) Sin embargo, antes de Pericles, de quien se refieren algunos escritos, y de
Tucídides, quienes vivieron, no en la Atenas naciente sino ya adulta, ninguna letra hay que de veras
tenga algún ornato (ornatum) y parezca ser propia de orador (…). (28) Algunos años después de
esta época, como puede verse en las crónicas (monumentos) de Ático, vivió Temístocles, y consta
que éste aventajó en prudencia y también elocuencia (prudentia, eloquentia); después Pericles, que,
aunque floreciera en todo género de virtud (floreret omni genere virtutis), sin embargo fue clarísimo
(clarissimus) en esta alabanza. También consta que en aquellos tiempos vivió Cleón, aquel
ciudadano de veras turbulento (turbulentum), pero sin embargo elocuente (eloquentem). (29) Casi
contemporáneos Alcibíades, Critias, Teramenes; y qué género de decir tuvo vigor en esos tiempos
puede entenderse máximamente en los escritos de Tucídides, mismo que vivió entonces. Eran
grandes en las palabras (grandes erant verbis), abundantes en las sentencias (crebri sententiis),
breves en la comprensión de las cosas (compressione rerum breves), y por esa misma causa a veces
algo oscuros (subobscuri)”.

Este pasaje de Cicerón expresa, con concisión y claridad, varias de las


características más sobresalientes de la elocuencia, además de mostrar la cuna donde se
comienza a gestar parte del espíritu que caracteriza a la sofística. En efecto, el ornato o
decoro constituye un momento crucial de la oratoria 11, acompañado por la prudencia y la

11
Cf. para la noción de ornatus o kósmos, H. Lausberg, Manual de retórica literaria: fundamentos de una
ciencia de la literatura, Tomo II, Gredos, Madrid, 1967, pp. 50 ss. Señala que el ornatus es la virtud más
codiciada, por ser la más brillante y la más efectista, pues rebasa la corrección elocutiva (latinitas) y la
comprensibilidad intelectual de la expresión. El ornatus engendra una delectatio y sirve así a la causa, y, por
tanto, a lo aptum esencial del discurso, además de lograr que se alcance y mantenga la buena disposición del
8

elocuencia, todo esto además debe ser expresado mediante la abundancia de sentencias, en
el marco de una síntesis adecuada, en especial, la de los contrarios. Sin duda este ideal ya
arraigado entre los griegos debía de ser un norte hacia donde apuntar en lo que respecta a
los fundamentos sofísticos del discurso, aunque es cierto también que la prudencia en
algunos fue sustituida de un modo total por la sagacidad.

“(VIII, 30) Pero cuando se entendió cuánta fuerza tenía la oración cuidada y hecha con
alguna medida, entonces surgieron muchos maestros del decir. Entonces estuvieron en honor magno
Gorgias de Leontini, Trasímaco de Calcedonia, Protágoras de Abdera, Pródico de Ceos, Hipias de
Élida, y en los mismos tiempos otros muchos confesaban, con palabras ciertamente arrogantes
(adrogantibus), que ellos enseñaban (eisdem docere) cómo, por el decir, una causa inferior (pues así
hablaban) podía hacerse superior. (31) A éstos se opuso Sócrates, que con alguna sutileza para
discutir (qui subtilitate quadam disputandi refellere eorum…) solía refutar con palabras las
enseñanzas de aquéllos (…). Así pues, siendo ya ancianos aquellos que poco antes dijimos,
sobresalió Isócrates, cuya casa de veras se abrió a toda Grecia como una escuela y oficina (officina)
del decir; fue gran orador y perfecto maestro, aunque careció de la luz forense y dentro de paredes
alimentó aquella gloria que de veras nadie, según mi juicio, alcanzó después. Este mismo escribió
muchas cosas muy claramente, y las enseñó a otros, y entendió las demás cosas mejor que sus
predecesores, y también fue el primero en entender que en la oración suelta (in soluta oratione)
conviene, sin embargo, conservar la medida y algún ritmo, mientras escapes del verso (dum versum
effugeres). (33) Pues antes de él no había ninguna, por decir, construcción de palabras y ninguna
terminación de frase en ritmo, o si alguna vez hubo, no parecía que ésta hubiera sido buscada con
trabajo intencional, que acaso fuera alabanza; pero sin embargo entonces se hacía más por
naturaleza (natura) y alguna vez por acaso (casu), que con alguna razón o con cierta observación”.

Me parece capital, a partir de los dos textos antes citados, recuperar ciertos
elementos que la retórica aporta a la cultura, y que ningún otro ars puede ofrecer, sobre
todo aquellos que tienen relación directa con la distinción entre apariencia y realidad. En
efecto, las exigencias de ornato, prudencia y elocuencia cobran especial importancia ya en
el momento originario de la constitución del arte persuasivo. A esto se suma, como
exigencia general, la abundancia de palabras y de sentencias, y la brevedad en la

oyente. Así, pues, la voluptas engendrada por el ornatus conduce a la fides, evitando principalmente el
taedium, conmoviendo en definitiva los ánimos (movere). El ornatus, finalmente, puede ser tanto del lenguaje
como espiritual, los que confluyen en la dignitas, siempre evitando el orador caer en la mala affectatio.
9

comprensión. Sin embargo, los sofistas surgen principalmente cuando aplican medida
consciente a la frase y ponen cuidado en la oración. Sin embargo, Cicerón recuerda la
arrogancia de aquellos que enseñaban que por medio de la palabra persuasiva se puede
conducir una causa inferior haciéndola parecer superior12. Posteriormente Isócrates,
distanciándose del género judicial, aplica el arte a la frase suelta, dándole medida y cierto
ritmo.
Luego Cicerón (Brutus IX, 35) alaba a Lisias, por su sutileza y elegancia, “que ya
casi te atreverías a llamarlo orador perfecto” (oratorem perfectum dicere). Pero, en
definitiva, Demóstenes es en realidad el rétor perfecto, y nada le falta.

Es también digno de ser considerado el pasaje de Brutus, XII, 46-48, que describe
otros aspectos relevantes de Gorgias, Lisias, Teodoro e Isócrates, en lo que hace relación
con la retórica:

“(XII, 46) Y así Aristóteles dice que en Sicilia, después de sacados los tiranos, como las
cosas privadas se perseguían en juicios de largo tiempo, entonces por primera vez, porque aquella
gente era aguda y nacida para la controversia (controversiae nata), los sicilianos Córax y Tisias
escribieron un arte y preceptos, pues que antes nadie había solido decir con método ni arte (via nec
arte), pero la mayoría, sin embargo, cuidadosa y ordenadamente, y que Protágoras escribió y
preparó discusiones (disputationes) de cosas ilustres (illustrium), que ahora se llaman lugares
comunes (quae nunc communes apellantur loci). (47) Y que esto mismo hizo Gorgias, cuando
escribió alabanzas y vituperaciones de cosas singulares, porque juzgaba que lo máximamente
propio del orador era esto: poder aumentar la cosa alabándola y, por el contrario, disminuirla
vituperándola (adfligere) (…) (48) Que Lisias, pues, que al principio solía declarar que había arte
del decir (artem esse dicendi); que luego porque Teodoro era más sutil en el arte, pero más escaso
(ieiunior) en las oraciones, él comenzó a escribir oraciones para otros; que quitó el arte (artem
removisse). Que, igualmente, Isócrates al principio negó la existencia del arte de decir, pero que
solió escribir para otros oraciones (orationes) que usaban en los juicios; mas que dejó de escribir
oraciones para otros y se dedicó por entero a componer artes (artes componendas), porque a

12
P. Albert Duhamel, en “The Function of Rhetoric as Effective Expression” (en Philosophy, Rhetoric and
Argumentation, Ed. M. Natanson and H.W. Johnstone, The Pennsylvania State University Press, 1965, cap. 4,
pp. 80-92, realiza un sugerente desarrollo de las aproximaciones y distanciamientos de la retórica sofística, y
luego, la de la Segunda sofística, respecto a la tradición platónica.
10

menudo él mismo era llamado a juicio, ya que, por decir así, infringía la ley, por “engañar a alguien
en el juicio” (quo quis iudicio circumveniretur)”.

Es de especial importancia que Cicerón destaque, a partir de la opinión de


Aristóteles, que ya Córax y Tisias, es decir, quienes trajeron e impulsaron la retórica en
Grecia, eran agudos y naturalmente dotados para la controversia, y que, sin embargo,
entendieron además la necesidad de escribir un arte con método. Esto ya encamina, sin
duda, a la tékhne rhetoriké hacia su más potente desarrollo, pero el arte no puede estar
completo sin el desenvolvimiento de los lugares comunes, labor fundamental atribuida por
Cicerón a Protágoras como iniciador.
Gorgias, por su parte, practicó dentro del arte la amplificación y la disminución,
pues una cosa pude parecer mayor o menor dependiendo de cómo se plantee el argumento,
siempre dentro de las coordenadas del elogio y el vituperio, que corresponden en propiedad
a la retórica ‘epidíctica’. Así la oratoria va consolidándose gracias a las principales
herramientas aportadas por la sofística.
Sin duda, estas discusiones o disputas sobre cosas ilustres, permiten a quienes
aprenden adquirir el arte de debatir, tal como lo atestiguan los ‘discursos dobles’ (dissoi
lógoi, cf. 90 D.K.), ejercicios que permitían a los aprendices dar cuenta de temas contrarios,
con una fuerza de convicción equivalente para las dos caras del asunto. Así, pues, estos
discursos se referían a aspectos de principal importancia como lo son el bien y el mal, lo
bello y lo feo, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso, o si la sabiduría y la virtud son
enseñables o no lo son (dura controversia que, por lo demás, enfrentó a los sofistas con
Sócrates). Evidentemente la culminación y puesta en escena de estos ejercicios la
encontramos en obras mucho mejor logradas como el Elogio a Helena de Isócrates que,
sin embargo, intenta conciliar retórica y ética, en Antídosis, 84, lo que le permite avanzar
un paso respecto a la sofística más radical o el Encomio a Helena de Gorgias, donde se
busca exculpar a Helena de la acusación de ser causante de la guerra de Troya.
De especial interés para el asunto que aquí tratamos es el discurso doble acerca de
lo verdadero y lo falso. Aquí se enfrenta, por una parte, quien sostiene que el discurso
verdadero y el falso son distintos, y por otra parte, quien está dispuesto a defender que son,
por el contrario, idénticos. El autor anónimo de este discurso en particular, defenderá,
11

contra la opinión común, lo segundo. El argumento es sugerente desde el inicio: ambos


discursos son pronunciados con las mismas palabras. En este sentido, estas últimas no
sirven en absoluto para dirimir la verdad o falsedad del asunto. Asimismo, un idéntico
discurso cuando enseña falsedad es falso, y cuando verdad, verdadero.
Según lo anterior el discurso se mueve fundamentalmente para la sofística en el
horizonte de la apariencia, donde el hecho de que toque o deje de alcanzar el ámbito de la
verosimilitud dependerá finalmente de la interpretación que demos a los distintos sucesos.
Así, pues, parece que las palabras rozan tenuemente una realidad que se caracteriza por ser
siempre interpretada e interpretable, y que va estructurándose, en buena medida, gracias a
la estructura del discurso.
Cicerón, en definitiva, intenta establecer un ideal de orador, lo que queda plasmado
en su obra del 55 a.C., el Orator. En ella defiende al orador como un hombre completo y
que siente efectivamente la pasión que pretende, a la vez, comunicar, en una suerte de
autoconvencimiento. En este sentido, Cicerón propone las bases de una coherencia ética
que se consolida en la Institutio oratoria de Quintiliano13. Solo las barrunta tímidamente,
puesto que en el Orator manifiesta, a pesar de su inicial adscripción al platonismo y las
Formas, una fuerte vacilación, hacia el final del libro, respecto a la posibilidad de que el
rétor pueda conocer la verdad, y esto hace que sea una tarea muy difícil la búsqueda del
orator perfectus, si es que existe verdaderamente.

3) Quintiliano: la Institutio oratoria y la sofística

Por su parte Quintiliano, en la Institutio oratoria, es explícito en el sentido de que es


necesario aceptar muchas veces la mentira, tratándose de oyentes inconstantes, pues a quien
ha sido apartado del camino recto se le debe volver a traer por un recodo (cf. II, XVII, 29).
Así, la retórica dice a veces cosas falsas en lugar de la verdad, aunque no por esto se ha de
afirmar que ella misma , ni el orador que la practica, está situada en una percepción falsa,
“… porque es algo muy distinto que una cosa sea mera apariencia para uno mismo, y otra el
hacer que parezca a otro”. (Ibid. 18). De aquí Quintiliano concluye que el orador, cuando

13
Cf. David Pujante, Manual de retórica, Castalia Universidad, Madrid, 2003, p. 54.
12

usa lo falso en lugar de lo verdadero, sabe que eso es falso y que, por ende, utiliza esto en
vez de la verdad de un modo consciente y controlado. Por lo tanto, “él no tiene una opinión
falsa, sino que engaña a otro”, al igual como ocurre con un pintor cuando imita una
perspectiva sobre una superficie que en realidad es plana (cf. 19).
El texto anterior, en efecto, permite la aceptación de una de las tesis básicas de la
sofística, a saber, la posibilidad de engañar por medio del discurso, a sabiendas de que una
opinión recta, en sentido absoluto y sin concesiones, aconsejaría argumentar en la dirección
contraria.
Sin embargo, no todo en Quintiliano apunta a la aceptación irrestricta de la posición
sofística. En este sentido, es destacable el hecho de que ni el orador ni su arte están
orientados hacia la consecución del éxito, en lo que el orador de Calahorra sigue más bien
la posición de Aristóteles, para quien la finalidad del orador no consiste en persuadir sino
en buscar los medios más adecuados para hacerlo 14. En esto también se distancia
significativamente de su maestro Cicerón, quien define la tarea del orador como “hablar
adecuadamente para persuadir”15, y antes, de Isócrates, cuando este define la retórica como
obradora de persuasión (peithous demiourgós).
Quintiliano, en efecto, avanza una tesis fuerte en torno al fundamento y los destinos
de la oratoria: el nombre oratoria debe aplicarse solamente a aquellos que son buenos
(bonis) (Inst. orat. II, XV, 1-2), y no a los sujetos malos que utilizan el arte en provecho de
causas inaceptables16. Entonces, ni los malos pueden persuadir con arte, y, en lo que
respecta a la finalidad de la retórica, también el dinero, la influencia, la autoridad de quien
habla, su rango, la presencia sin palabras, el recuerdo de los méritos de alguien, el rostro
digno de compasión o la belleza de una figura, pueden en este sentido causar también cierta
persuasión. Pero, en efecto, nada de esto es parte del arte de la retórica.

14
Sugerente en este punto es la argumentación cuidad de George A. Kennedy, en “Peripatetic Rhetoric as It
Appears (and Disappears) in Quintilian” (en Peripatetic Rhetoric after Aristolte, ed. W.W. Fortenbaugh and
D.C. Mirhady, Transaction Publishers, U.S.A., London, 1994), cap. 10, pp. 174-182, donde concluye que
Quintiliano tuvo cierto conocimiento de la Retórica de Aristóteles, pero que no es su fuente directa principal,
en puntos que son relevantes en nuestro tiempo.
15
Cf. De inv. 1, 5, 6: De orat. 1, 31, 138.
16
Cf. George A. Kennedy, en “Historical Survey of Rhetoric” (en Handbook of Classical Rhetoric in the
hellenistic Period, Ed. S.E. Porter, Brill, 1997, cap. 1, pp. 31-32, donde muestra la dimensión moral que ha de
ostentar el orator. Sin embargo, estoy en desacuerdo con este comentarista cuando afirma taxativamente que
el orador de Calahorra no fue un gran innovador (“He is not highly innovative…”), aunque aplicó su buen
juicio y experiencia para evaluar la teoría y práctica de la retórica romana.
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Insuficiente, asimismo, para definir la retórica, aparece la definición de Gorgias, en


el sentido de que ella es “la fuerza de persuasión por medio del discurso” (Gorgias, 452 e)
y la de Teodectes, quien sostiene que se trata de “llevar a los hombres por medio del
discurso a lo que su autor quiere”. En efecto, estas definiciones son insuficientes en el
sentido de que los aduladores y seductores persuaden, y los oradores, por el contrario, a
veces no logran esta finalidad (Inst. orat., II, XV, 10-11). En el mismo sentido de una
definición insuficiente, Apolodoro sostiene que el fin principal del discurso judicial es
persuadir al juez y hacer llevar su sentencia a lo que quiere el orador. Incluso, según este
último, si no llega a persuadir, no puede seguir utilizando ese nombre (orator). En la misma
línea está Hermágoras, que sostiene que el fin de la retórica es hablar persuasivamente, y
nada más, por lo tanto centrando el arte, en general, en todo lo que convenga para
persuadir.
Sin embargo, Quintiliano se distancia también de la posición de Aristóteles, pues
este define la retórica como una fuerza (vis) de encontrar (inveniendi) todo lo que en el
discurso puede persuadir. Esta definición, además de ser demasiado laxa, arrastra el defecto
de centrarse exclusivamente en la invención (inventio), en detrimento de la elocución,
aspecto sustancial en la búsqueda del bene dicendi y del dicendi peritus.
En fin, Eudoro se acerca más a la posición de Quintiliano, pero al definir el primero
la retórica como la fuerza para encontrar y decir con ornato en todo discurso lo que puede
ser creíble, abre la puerta a que se pueda aplicar su definición al que persuade a abrazar la
delincuencia.
Por otra parte, hubo quienes circunscribieron la oratoria a los asuntos populares,
como Teodoro de Gádara, al definirla como el arte que encuentra, juzga y expresa (ars
inventrix et iudicatrix et enuntiatrix) en conveniente ornato, de conformidad con la
importancia de lo que en cada cosa puede tomarse como persuasivo, en asuntos civiles
(Inst. orat. II, 15, 21). Quintiliano, frente a esto, reserva una buena opinión para aquellos
que entendieron como propiedad de la retórica el sentir y hablar rectamente (recte sentire et
dicere), y así, poder finalmente entender la retórica como bene dicendi scientia (Inst. orat.
II, 15, 37).
Vemos que en Quintiliano, así como ocurre con la sofística y en su maestro Cicerón,
es posible conservar el principio hermenéutico de la fuerte presencia en el arte retórico de
14

una ética agonal17. Esto significa que el orador, como el buen guerrero, puede mentir,
engañar al juez, siempre y cuando esta mentira no lo enceguezca a él mismo. Es decir, el
orator debe ser consciente del engaño como estrategia, como simulación que finalmente
posibilita la persuasión del oyente hacia lo que él estima adecuado de ser elegido. El vir
bonus dicendi peritus definición que Quintiliano reserva solamente al buen orador en el
significativo libro XII de la Institutio oratoria implica un sujeto bueno, capacitado para
hablar con arte.
Esta bondad, sin embargo, exige en ciertos casos que el rétor aplique todos sus
conocimientos en el ocultamiento de la verdad, precisamente para cautelar la misma
bondad de su opinión sobre las cosas. Es en este plano donde la bondad del orator es
salvaguardada en virtud de la sagacidad y la astucia. Pero hay un límite que este orador no
puede sobrepasar, a saber; el hecho de que la estrategia termine por asfixiar la bondad
misma, símbolo del esplendor, la virtud, la sabiduría y el valor del rétor, en tanto guerrero
bien entrenado en las armas del discurso.
De manera que la retórica no puede consistir para Quintiliano en vencer a toda
costa, ya que en este caso hay un precio que el buen orador no podría estar dispuesto a
pagar sin dejar de ser un orator, a saber: su calidad de vir bonus, donde, por una parte, vir
indica la fuerza, el tesón, la capacidad de sobreponerse en la lucha, la potencia que permite
sobrevivir y también ser derribado con dignidad, y, por otra parte, bonus, que representa la
garantía del decoro máximo en los pensamientos y las acciones, lo que le permite al orador
formarse como un sujeto capaz de ser admirado en tanto que es prudente, virtuoso y
confiable por la comunidad. Todo esto mediante el uso de la palabra bella y adecuada,
con lo que el buen orador puede conservar su calidad de dicendi peritus en el severo campo
de batalla donde campean, se lucen y a veces también mueren los argumentos.

17
Mi afirmación de la presencia en la visión de Quintiliano de una ética agonal, que eventualmente puede
implicar tanto una confrontación seria como lúdica, puede también ser refrendada desde la vinculación y la
tensión (pólemos) entre páthos y éthos. En efecto, el primero, según Quintiliano (cf. Inst. orat. VI, 2, 1 ss.),
describe las más violentas pasiones, en cambio el éthos se refiere, de un modo reflejo, a la forma de calmarlas,
con arte, como si en realidad se tratara de una lucha. Cf. para este aspecto Richard A. Lanham, A Handlist of
Rhetorical Terms, University of California Press, 1991, p. 111, donde Páthos es traducido como emotion.

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