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El valor de la palabra

Cristian Palazzi
Julio 2008

(Pendiente de publicación)
"La Otra Mitad es la Palab ra. La Otra Mitad es un organismo. La Palab ra
es un organismo. La presencia de la Otra Mitad como un organismo
diferenciado y atado a tu sistema nervioso mediante una aérea línea de
palab ras puede ser aho ra demostrada científicamente. Una de las más
comunes "alucinaciones" de sujetos sometidos a supresión sensorial es el
sentimiento de otro cuerpo extendido dentro del suyo. Es la Otra Mitad
que ha trabajado durante muchos años de una man era simbiótica. De la
simbiosis al parasitismo hay un pequeño paso. La Palabra pudo estar una
vez en una célula n erviosa sana. Ahora es un o rganismo parásito que
invade y daña el sistema nervioso. El hombre moderno ha perdido la
opción del silencio. Intenta detener tu discurso sub-vocal. Intenta
conseguir al menos diez segundos de silencio interior. Te encontraras con
un un organismo resistente que te fuerza a hablar. Ese organismo es la
Palabra".

William S. Burro ughs, El ticket que explotó. 1962

§126. La filosofía expone meramente todo y no explica ni deduce nada. –


Puesto que todo yace abiertamente, no hay nada que explicar. Pues lo que
acaso esté oculto, no nos interesa.

Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas. 1954

2
Cuando uno se adentra en el terreno tan vasto como es el de la palabra se encuentra
con infinidad de posibilidades para empezar a hablar de ella. Muy pocos pensadores han dejado
de considerar este célebre tema. De hecho, entre tantos puntos de vista, corremos el riesgo de
perdernos si no somos capaces de dirigirnos hacia alguna parte. Es menester por tanto buscar
la manera de orientarnos entre tantas posibilidades. Es posible que muchas de estas
posibilidades puedan ser la correcta, pero no es nuestra intención aquí dar la razón a nadie.
Simplemente, vamos a intentar dejarnos llevar por la senda que ha ido construyéndose en
torno a la palabra de manera que, llegados a un punto, sepamos conducirnos al lugar donde
nos dirigimos, el valor de la palabra.

Sanchez Ferlosio, con esa fría ironía que le caracteriza, opina que toda solución es
sospechosa porque siempre aparece cuando la necesitamos. Nosotros no querríamos tratar este
tema desde el punto de vista problemático, como si al final de nuestra exposición tuviésemos
una definición precisa de aquello a lo que nos referimos. Más bien intentaremos que sea la
palabra misma la que nos dirija, que sea ella la que nos hable de si misma. Quizás así podremos
captar algo de lo que andamos buscando.

Salvando las distancias claro, podríamos decir que nos encontramos en la misma
situación en la que se encontró San Agustín cuando intentó explicar el tiempo. Al final de sus
Confesiones, Agustín se pregunta: “¿qué cosa es el tiempo?”, y responde, “si nadie me lo
pregunta, lo sé; pero si quiero explicarlo a quien me lo pregunte, no lo sé” (libro XI, capt 14).
A nosotros nos sucede lo mismo, vivimos inmersos en la palabra y eso hace que podamos
sentir como hablamos y en este sentido, si nadie nos pregunta lo que es la palabra sabemos lo
que es, pero esta situación no nos da ningún conocimiento sobre el habla, con lo que si alguien
nos lo pregunta no somos capaces de explicarlo. Para Agustín, como para nosotros, el primer
escollo que nos encontramos para hablar de la palabra es que vivimos inmersos en ella.

En este sentido, nuestro ejercicio debería ser, paradójicamente, el más sencillo y el más
difícil. Sencillo, porque su resultado no puede ser más que una obviedad para aquellos que
saben hablar, y que, espero, se reconocerán en lo que decimos, y difícil, ya su esclarecimiento
implica saber movernos a través las arenas movedizas del lenguaje usando el lenguaje como
vehículo, corriendo el riesgo de confundir el medio por el que nos transportamos con el fin, el
bien interno que, precisamente, estamos intentando mostrar. Como dice Heidegger, “el camino
de nuestro discurso debe ser de un modo y dirección tal que, donde quiera que nos dirijamos,
nos despierte interés, nos conmueva de verdad en nuestra propia esencia”

1. Representa

Hemos convenido que a priori todo lo sabemos de la palabra, pero nada somos capaces
de explicar de ella, así que lo mejor que podemos hacer para empezar es preguntarle a ella
misma. Tal y como nos enseña la etimología, el camino que en este momento podemos señalar
está justamente frente a nosotros y sólo por eso, porque lo tenemos delante, se nos hace difícil
de encontrar. Preguntamos sobre el valor de la palabra y damos la palabra “palabra” por
suficientemente expresada. Pero cuando dejamos de emplear la palabra “palabra” como un
rótulo, cuando en lugar de “palabra” oímos el origen de la misma, entonces suena así:
“parabállein”. La “palabra” nos habla ahora en griego. Lo griego es, en cuanto tal, un camino.

3
Lo griego constituye para nosotros un camino paradigmático. Es nuestro camino. El que
recorremos día a día. Un camino por el que transcurrimos desde hace casi treinta siglos1.

Para empezar pondremos un sencillo ejemplo. Uno se pregunta por la etimología de la


palabra “simpatía”. Y sin saber lo que esta palabra significa reconoce perfectamente su
significado cuando sabe que, en griego, prefijo sin- significa “compartir” y pathos significa
“ánimo o sentimiento”: Simpatía es pues dos que comparten un mismo ánimo. No se me
ocurre ninguna definición mejor para la palabra “simpatía” que la que ofrece su propia
etimología.

Pues bien, en griego, el verbo paraballein indica movimiento: para “hacia”, ballein
“lanzar”, “lanzar hacia”, pero un movimiento concreto: “poner al lado”, es decir, “comparar”.
De paraballein provienen “palabra” y “parábola” y ambas están muy relacionadas con esta idea
de la comparación. La primera vez que el verbo parlar aparece en lengua catalana es en al año
1178 en forma de parabolari, que significa “fer comparacions”. De hecho, si nos fijamos, una
parábola es una figura geométrica que, comparativamente hablando, siempre mantiene los
mismos valores respecto de su foco y su eje. Mientras que si seguimos este símil podemos decir
que una palabra es la suma de fonemas que permiten la comparación entre aquello que
decimos y el mundo que nos rodea.

Comparamos lo que decimos con lo que nos vamos encontrando y, así, poco a poco,
vamos conociendo. Designamos palabras a las cosas y formamos con ello el universo que
entendemos. El universo de las palabras. A veces este universo que entendemos va más allá del
universo que vemos o que escuchamos y eso es porque la palabra no es, al modo de los
sentidos, un instrumento de captación de accidentes, sino que gracias a ella vamos
construyendo el mundo en que vivimos.

Tal como Foucault nos enseña, la comparación que establecemos mediante el habla
“no se opone al pensamiento como el exterior al interior o la expresión a la reflexión; no se
opone a los otros signos -gestos, pantomimas, versiones, pinturas, emblemas- como lo arbitario
o lo colectivo a lo natural y a lo singular, sino a todo esto como lo sucesivo a lo
contemporáneo. Es, con respecto al pensamiento y a los signos, lo que el álgebra respecto a la
geometría: sustituye a la comparación simultánea de las partes (o de las magnitudes) por un
orden cuyos grados han de recorrerse unos tras otros. En este sentido estricto, el lenguaje es el
análisis del pensamiento: no un simple recorte, sino la profunda instauración del orden en el
espacio” (Las palabras y las cosas, p. 88)

La palabra nos ayuda a ordenar el mundo. Mediante la palabra ponemos orden en los
pensamientos sobre la realidad, a la vez que ordenamos del mundo en for ma de pensamiento.
Mediante el uso de palabras clavamos sobre las cosas ciertos fonemas que después deben
servirnos para hablar de las cosas sin tenerlas delante, esto es, para representarlas. El orden de
la representación es entonces el orden del discurso y, a su vez, es el orden del mundo.

Entendemos mejor estas intuiciones si nos atenemos al uso que hacían los griegos de
las palabras. Tal y como podemos leer en Verdad y Método “la íntima unidad de palabra y cosa

1
El planteamiento de esta introducción bebe directamente d e la conferencia de Martin Heidegger titulada ¿Qué es
filosofia? pronunciada en Normandía en el año 1955.

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era al principio algo tan natural que el nombre verdadero se sentía como parte de su portador”
Gadamer considera que los griegos entendían la palabra desde el nombre. “Y el nombre es lo
que es en virtud de que alguien se llama así y atiende por él. Pertenece a su portador. La
adecuación de un nombre se confirma en que su portador atiende por él. Parece en consecuencia
que pertenece al ser mismo”. (Verdad y Método, p. 487)

En Grecia, las palabras poseen valor representativo porque se adecuan a la realidad.


Para el pensamiento griego, el mundo de la representación y el mundo real eran lo mismo, el
lenguaje era mymesis. El hombre descubre las cosas y las nombra como si ese nombre tuviese el
mismo peso ontológico que la cosa denominada. No en vano el terreno del lenguaje fue en la
época clásica el terreno de la metafísica, ya que cada vocablo poseía una fuerza paradigmática.
Tal y como antes hacíamos con la simpatía, podemos citar la psyche, por ejemplo, la mente, el
raciocinio, que no es más que esa potencia que “porta” (ochei) y “soporta” (echei) la “naturaleza”
(physis), o el placer (hedone) que tiene que ver con el sacar provecho (onesis) y se le ha insertado la
d, de forma que en vez de heone, se llama hedone. O la propia palabra “nombre” que proviene de
onoma, que corresponde al ser de on (el ser) sobre aquel que precisamente se investiga. Aunque
lo reconocemos mejor en aquello que llamamos onomastón (nombrable), que significa el ser del
que hay una investigación (òn hou másma estin)2 .

La palabra desde la perspectiva griega tiene la capacidad de representar el mundo


porque la semántica del lenguaje se corresponde con la realidad del ser, es significativa porque
se adecua al ser de las cosas. La palabra, para los griegos, es parabólica, comparativa,
correspondiente, adecuada a las cosas que nombra y de ahí proviene su fuerza y su capacidad
para componer un orden por medio de la representación. El orden del discurso que, como ya
hemos dicho, es también el orden del mundo.

2. Decide

Decimos entonces que, por medio de la representación, la palabra define el mundo.


Pero inmediatamente se nos aparece una inquietante cuestión. ¿Quien decide qué palabra debe
utilizarse en cada caso? ¿Quien es el gran taxónomo? (“Taxonomía” proviene de taxis:
ordenación, clasificación, y de nomos: ley, norma, regulación). ¿Quien es aquel que hace norma
de su clasificación y con ello decide que palabra le corresponde a cada cosa?

Según lo dicho hasta ahora lo correcto sería decir que ya que las palabras y las cosas se
corresponden naturalmente no puede existir un taxónomo más que aquel que ha creado las
cosas o, en el caso de no existir este algo o alguien, que es la propia intuición del lenguaje la
que capta la esencia de las cosas designándoles un nombre perfectamente adecuado. Ambas
opciones son imposibles de certificar, así que lo que vamos a hacer es, cómo mínimo, ponerlas
en duda.

Y para ello me gustaría sacar a colación al auténtico maestro de la duda que fue Sócrates.
Como sabemos, Platón escribió muchos diálogos y la mayoría de ellos son interpretados por su
mentor, el esquivo Sócrates, de quien se sabe que, según el oráculo de Delfos, era el hombre
más sabio de la antigua Grecia. Su método, el de la pregunta y respuesta, fue comparado en su
momento con el de la comadrona, que es aquella que lentamente va extrayendo el niño del

2
Ejemplos tomados del Crátilo de Platón.

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vientre de la madre, sin que ésta se de cuenta. Así lo vemos también en el Crátilo, diálogo de
Platón sobre el lenguaje, donde con sus constantes consideraciones no deja descansar al
impetuoso Crátilo en el ejercicio de encontrar la verdad sobre la palabra. Fijémonos en este
fragmento:

“Sócrates: Veamos, pues, Crátilo. Reflexionemos: si uno busca las cosas dejándose
guiar por los nombres –examinando qué es lo que significa cada uno-, ¿no
comprendes que no es pequeño el riesgo de dejarse engañar?
Crátilo: ¿Cómo?
Sócrates: Es obvio que tal como juzgaba que eran las cosas el primero que impuso
los nombres, así impuso éstos, según afirmamos. ¿O no?
Crátilo: Sí
Sócrates: Por ende, si aquel no juzgaba correctamente y los impuso tal como los
juzgaba, ¿qué otra cosa piensas que nos pasará a nosotros, dejándonos guiar por él,
sino engañarnos?
Crátilo: Más puede que no sea así, Sócrates, sino que el que impone los nombres lo
haga forzosamente con conocimiento. Y es que, si no, como te decía hace rato, ni
siquiera serían nombres. Sea ésta la mayor prueba de que el que pone los nombres
no erró la verdad: en caso contrario, no serían todos tan acordes con él. ¿O no te
has percatado, al hablar, que todos los nombres se originaban según el mismo
modelo y con un mismo fin?
Sócrates: Pero mi buen amigo Crátilo! Esto no es ningún argumento, pues si,
equivocado en el inicio el que pone los nombres, ya iba forzando los demás hacia
éste y los obligaba a concordar con él mismo, nada tiene de extraño. Igual sucede, a
veces, con las figuras geométricas: si la primera es errónea por pequeña y borrosa,
todas las demás que le siguen son acordes entre sí. Así pues, todo hombre debe
tener mucha reflexión y análisis sobre si el inicio de todo asunto está correctamente
establecido o no. pues, una vez revisado éste, el resto debe parecer consecuente
con él. Y, desde luego, nada me extrañaría que también los nombres concuerden
entre sí. Revisemos, pues, lo que hemos explicado al principio” (436b-d)

Es característico del método socrático el ir recogiendo una y otra vez las afirmaciones
que se van planteando a la luz de todo lo dicho para observar así su coherencia interna. Este
hecho hace que las afirmaciones de Sócrates vayan modificándose conforme avanza el diálogo
de manera que nunca llegan a decir lo mismo y siempre dudan un poco más intensamente
acerca de lo que se está hablando. La conclusión es conocida por todos, nada sabemos.

Y puesto que nada sabemos, seguimos dudando. El tema que se está tratando en este
fragmento es que si hace falta conocer la cosa para otorgarle un nombre. Y si es así, quien
posee un juicio tan recto como para no errar en su evolución ulterior. Hemos estado dándole
vueltas al asunto y creemos haber encontrado un ejemplo que se adecua perfectamente a los
presupuestos socráticos: es el caso del botánico que encuentra un nuevo tipo de orquídea o del
biólogo que descubre un nuevo tipo de rana. Examinemos el criterio que utilizan el científicos
para aplicar los nombres a las nuevas especies.

El sistema de clasificación jerárquico y de nombre de especie binomial (de dos palabras)


fue establecido por Linnaeus en 1758. Este sistema fue codificado en 1842 (Strickland et al.

6
1843), y ha llegado a ser el sistema usado por todos los zoólogos del mundo después de 1843,
con los cambios y las mejoras sucesivas.

El binomio de una especie consiste en un nombre genérico y un nombre específico. Un


género puede contener más de una especie, y las especies son clasificadas en un género según
la afinidad genética percibida (principalmente a partir de las diferencias y similitudes
morfológicas, aunque las técnicas bioquímicas proporcionan hoy en día nuevas infor maciones
adicionales). En una primera etapa, los taxónomos descubren o describen la especie (1)
reuniendo especímenes recolectados sobre el terreno y/o prestados por las colecciones de los
museos, (2) estudiando la variabilidad de los caracteres, (3) agrupando los especímenes en taxa
de categoría especial, (4) comparando estas especies con las ya descritas, (5) nombrando las
nuevas especies según las reglas específicas y (6) publicando esta descripción asociada a este
nombre en las revistas científicas y en los libros. (International Code of Zoological Nomenclature. The
International Trust for Zoological Nomenclature, 1985, Londres)

Este método taxonómico, que tuvo su principal correctivo en el Origen de las especies de
Darwin, considera a los seres como una cadena relacionable y por tanto nombra cada tipo de
ser a partir de un nombre común (genérico) y uno específico. Aedes albopictus, que es lo mismo
que decir “mosquito tigre”. Utilizando este modo de clasificación mantenemos en cada
momento el origen del animal y además explicamos su peculiaridad. Darwin sostenía que este
tipo de sistemas debían reflejar la vida del ser que se está estudiando y que debía por tanto
ponerse en relación con sus antecesores. Y así se hace actualmente, una vez conocemos los
parentescos, la estructura genética, etc., enmarcamos la nueva especie dentro de una cadena de
seres y publicamos nuestros resultado de manera que pasan a formar parte del lenguaje
“oficial”.

Parece por tanto que, tal y como Sócrates advertía, para dar nombre a un nuevo animal lo
primero que debes hacer es “conocerlo”, científicamente en este caso. Pero ¿es que hay alguna
otra manera de conocer las cosas que no sea el modo científico?

Antes de desarrollar esta pregunta, empezamos por una simple constatación. Existen
toda una serie de palabras que escapan del modo de clasificación de la ciencia. Palabras como
chorrada, tío (en su acepción amistosa), peluco, fulas, mengano, subidón, trancazo, plasta, pero
tampoco alma, amor, esperanza, guer ra, no pueden ser explicadas según los criterios científicos
que acabamos de exponer. Estas son palabras son de uso corriente, callejero podríamos decir, y
son utilizadas mucho más frecuentemente que los vocablos latinos que sirven para clasificar el
mundo en el terreno de la ciencia. ¿Qué sucede entonces con estas palabras? ¿Cual es su
naturaleza y cual debe ser su modo de clasificarlas, teniendo en cuenta que no responden a
ningún criterio científico?

Decimos que estas palabras aparecen y desaparecen en función de su uso, y que su uso se
da en la calle y no en los libros de texto. Y esto es ya decir mucho. Pero ¿que tienen en común
la palabra “nube” y la palabra “cumuloninbus”? Muy sencillo, que ambas, a través de caminos
diversos, nos muestran una realidad.

3. Desvela

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La palabra desvela la realidad de las cosas sea por el camino de la ciencia sea por el
camino ordinario. La palabra deja ver aquello de lo que se habla de manera más o menos
inmediata. Como dice Heidegger, la estructura apofántica (que deja ver) de la palabra saca de
su ocultamiento al ente de que se habla y nos permitir verlo, descubrirlo, como no-oculto. (Ser y
Tiempo, 43-45).

Un “flipado” es aquel que se cree por encima de sus posibilidades y un chulo, del latín
sciolus, es un “enteradillo”. La segunda la encontramos en el diccionario, mientras que la
primera pertenece al uso social que hacemos de ella. Ambas, pero, nos revelan algo del sujeto
al que se refieren. Oficiales o no, las palabras, desvelan el ser del las cosas en forma de des-
ocultación (aletheia, en griego). Nos dicen cosas que en apariencia no se observan, pero que
están ahí.

El ser de las cosas se nos mantiene oculto hasta que conocemos la palabra que le
corresponde. La palabra, sea ordinaria, sea científica, se convierte así en el principal
instrumento que utilizamos para comprender las cosas. La palabra des-ambigua, des-oculta,
nos muestra que hay detrás del velo de la apariencia y dota de sentido a aquello que se nos
aparece a través de la comprensión que demostramos cada vez que la utilizamos. Podemos
conocer una palabra de la que desconocemos su significado, por ejemplo “zarandaja” (cosa
menor, sin valor, de importancia secundaria), pero si no la comprendemos no podemos
utilizarla. Comprendemos una palabra observando aquello que nos desvela, de manera que
conocimiento y comprensión se unen en el lenguaje en un círculo virtuoso que nos permite
descubrir el sentido del mundo.

Y no es extraño esto que estamos diciendo, muchas veces nos damos cuenta de qué
son las cosas, de cómo son, a través de la palabra. Uno esta fatigado, apático, desganado y no
sabe que lo que le sucede es que está deprimido. En el momento en que conoce la palabra y la
comprende toma cartas en el asunto porque entiende lo que le está sucediendo. Él notaba que
estaba mal, que algo no andaba bien, pero en el momento en que asimila la palabra es capaz de
ponerle remedio. Las palabras nos muestran el mundo porque van más allá de la apariencia
porque son capaces de relacionar los diferentes fenómenos que rodean a un hecho en una sola
palabra.

4. Prefigura

Pero la palabra nunca viene sola. Siempre está acompañada de otras palabras. En este
sentido debemos entender que la palabra prefigura nuestra mirada. Inventa el mundo. Y, de la
misma for ma que puede sernos muy útiles en muchos momentos, hemos de ir con mucho
cuidado con ella, porque su inercia nos arrastra mucho más de lo que nos pensamos.

Una excesiva confianza en la palabra puede llegar a hacernos creer que somos aquello
no en realidad no somos, pero eso no es lo peor, puede arrastrarnos a ser como se nos ha
dicho en una especie de alquimia relacional que nos posee sin que nos demos cuenta.

Nos dice Foucault “Lo que erige a la palabra como tal y la sostiene por encima de los
gritos y de los ruidos, es la proposición oculta en ella” (Las palabras y las cosas, p. 97). Uno no
es consciente de la carga existencial que poseen las palabras hasta que se da cuenta de que
detrás de ellas hay todo un horizonte metafórico de comprensión que las sustenta y las apoya

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generando todo un universo de significación. Un último ejemplo, yo digo “ojos” e
inmediatamente pensamos “el espejo del alma”, y decimos “pude ver el miedo reflejado sus
ojos” o “sus ojos se llenaron de rabia” o “vi la pasión en sus ojos”.

Es necesario convenir que estrictamente hablando ni la vida es juego de azar, ni el amor


una locura, ni los ojos un espejo, pero eso no quita que nosotros no estemos de acuerdo con
que la vida es una “ruleta rusa” o que el amor “nos ciega el alma”. Detrás de cada palabra hay
todo un conjunto de palabras que, al modo de una galaxia, prefigura nuestro modo de entender
el mundo en que vivimos.

En occidente, por ejemplo, entendemos la discusión como una guerra: tus afirmaciones
son indefendibles. Atacó todos los puntos débiles de mi argumento. Sus críticas dieron justo en el blanco.
Destruí su argumento. Nunca le he vencido en una discusión. ¿No estás de acuerdo? Vale, ¡dispara!
Si usas esa estrategia, te aniquilará3. Mientras que en oriente la discusión se concibe como un
baile y así a uno “le invitan a hablar” o “le llevan de la mano hasta la solución de un
problema”. Detrás de las palabras siempre se esconden otras palabras que unidas forman una
determinada manera de movernos en el mundo. La palabra implica movimiento, un
movimiento que condiciona nuestra for ma de posicionarnos ante las cosas. Por esto decimos
que las palabras ocultan un conjunto de palabras, una o más proposiciones, que dicen más de
lo que dice la palabra sola.

Las palabras prefiguran nuestra mirada. Antes creíamos que era el conocimiento el que
determinaba el valor de las palabras, pero ahora parece que esa es sólo una parte de la cuestión.
En efecto, conocemos la hipótesis de Sapir-Whorf (nombre compuesto de Edward Sapir y
Benjamin Lee Whorf, dos lingüistas americanos de principios del XX) que dice que el lenguaje
no sólo es un producto cultural, sino que es la cultura misma y que por tanto existe una cierta
relación entre las categorías gramaticales del lenguaje que una persona habla y la for ma en que
la persona entiende el mundo y se comporta dentro de él. Las palabras, como vemos,
prefiguran nuestra cultura relacionándose más allá del conocimiento científico. ¿Y como lo
hacen? Como ahora veremos, sobre la base de la semejanza.

5. Crea

Si antes hablábamos de denotación, ahora vamos a hablar de connotación, dicho de la


capacidad de la palabra para, además de su significado propio o específico, referirse a otro de
tipo expresivo o apelativo. El lenguaje, sea cultural o natural, posee un mecanismo de relación
propio que denominaremos el complemento metafórico. El primer hombre que dijo “el sol
muere cada noche” ¿que hizo sino alterar la correspondencia entre la palabra “sol” y la palabra
“muerte”? O cuando decimos, “este tío es un perla” ¿no estamos transfor mando la relación
esencial entre significado y significante, relación que en un principio nos servía cómo criterio
para analizar las palabras?

La palabra que hasta ahora no era más que denotativa, referencial, correlativa, se abre a
nuevas figuras que no necesariamente se corresponden con la díada referente-referenciado. La
palabra en este caso ya no es un nombre propio sino un signo que apunta hacia otra cosa, es
metafóra (metá: más allá, phorein llevar, transportar). La palabra se convierte en metáfora cuando

3
Algunos de estos ejemplos han sido extraídos del libro d e Lakoff y Johnson, Metáforas de la vida cotidiana.

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nos lleva del universo denotativo al terreno de la connotación. El denotar significa la cosa, y
cuando digo “perla” me refiero a la “concreción nacarada, generalmente de color blanco
agrisado, reflejos brillantes y forma más o menos esferoidal, que suele formarse en lo interior
de las conchas de diversos moluscos, sobre todo en las madreperlas”, mientras que el connotar
nos muestra una nueva faceta que no es posible transmitir desde el orden referencial. Yo digo
“la soledad es un sucio suelo” y no puedo decir que sea literalmente cierto, aunque sin
embargo puedo decir que lo es porque en el sentido en que a veces cuando estamos solos, sí
que nos sentimos sobre un terreno que no está bien, que nos molesta, que podríamos decir que
está sucio. Gracias a la metáfora la palabra desdobla su significado “oficial” para tomar otro
alternativo, aunque igual de real.

Dice Aristóteles en su Retórica “Las palabras corrientes comunican sólo lo que ya


sabemos; solamente por medio de las metáforas podemos obtener algo nuevo” (1410b). ¿Algo
nuevo? ¿A qué se refiere Aristóteles con “algo nuevo”?

Que la metáfora crea algo nuevo significa que nuestro lenguaje no sólo trabaja con
referencias fijas, sino que hay en él un lugar para la imaginación y para la libre asociación de
ideas. Es en el terreno de la libre asociación donde el hombre crea nuevos lenguajes, no
convencionales, ni científicos, pero igual de significativos para él, hasta el punto que la única
nor ma a la que nos podemos atener es que lo dicho sea comprensible. Cuán lejos estamos del
método taxonómico de la ciencia en estos momentos. La ciencia dice, todo lo real es racional, y
nosotros decimos todo lo comprensible es real. Veamos un poco más que queremos decir que
esto.

Volvamos a Aristóteles, esta vez a la Poética, que dice “es ciertamente una cosa grande
hacer un uso propio de las formas poéticas...Pero lo más grande con mucho es ser un maestro
de la metáfora. Esto es, en efecto, lo único que no se puede tomar de otro, y es indicio de
talento; pues hacer buenas metáforas es percibir la semejanza” (Poética, 1459a) ¿Percibir la
semejanza?

Voy a leer un poema que pertenece al libro Poeta en Nueva York de Federico García
Lorca, poemario que como todos sabéis fue escrito durante los años 1929 y 1930 en su
residencia en la Universidad de Columbia. Ya que este es un libro muy conocido me he
permitido añadiros uno de los poemas que no se editó en su momento y que por tanto no ha
entrado en la selección oficial que se hizo para el libro. El poema, se titula, Infancia y muerte y
dice así:

Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!,


comí naranjas podridas, papeles viejos, palomares vacíos,
y encontré mi cuerpecito comido por las ratas
en el fondo del aljibe con las cabelleras de los locos.
Mi traje de marinero
no estaba empapado con el aceite de las ballenas, pero tenía la eternidad
vulnerable de las fotografías.
Ahogado, sí, bien ahogado, duerme, hijito mío, duerme,
niño vencido en el colegio y en el vals de la rosa herida,
asombrado con el alba oscura del vello sobre los muslos,
asombrado con su propio hombre que masticaba tabaco en su costado siniestro.

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Oigo un río seco lleno de latas de conserva,
donde cantan las alcantarillas y arrojan las camisas llenas de sangre,
un río de gatos podridos, que fingen corolas y anémonas
para engañar a la luna y que se apoye dulcemente en ellos.
Aquí solo con mi ahogado,
aquí, solo con la brisa de musgos fríos y tapaderas de hojalata,
aquí, solo, veo que ya me han cerrado la puerta.
Me han cerrado la puerta y hay un grupo de muertos que busca por la cocina las
cáscaras de
melón
y un solitario, azul, inexplicablemente muerto,
que me busca por las escaleras, que me mete las manos en el aljibe,
mientras los astros llenan de ceniza las cerraduras de las catedrales
y las gentes se quedan de pronto con todos los trajes pequeños.

Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!,


comí limones estrujados, establos, periódicos marchitos,
pero mi infancia era una rata que huía por un jardín oscurísimo,
una rata satisfecha, mojada por el agua simple,
una rata para el asalto de los granes almacenes
y que llevaba un anda de oro entre sus dientes diminutos.

La torsión poética que Lorca imprime a las palabras explica por si misma el valor de la
metáfora: comer palomares vacíos, el traje empapado de aceite de ballena, donde las
alcantarillas cantan y un río de gatos podridos fingen corolas y anémonas, astros que llenan de
ceniza las cerraduras de las catedrales... El poeta es aquel que con su libre asociación es capaz
de captar la semejanza escondida entre cosas que en principio no tienen ningún parecido. El
poeta nos muestra aquello que el significado convencional no nos deja ver. Todos entendemos
las palabras de Lorca y ninguna de ellas se corresponde con su significado convencional. La
palabra del poema no posee un significado único, sino que plantea, de manera diversa a la
habitual, aquello que nos define a través relaciones insospechadas, de atribuciones magníficas,
de comparaciones totalmente inesperadas. La palabra poética nos enseña que la palabra es
ambigua. Que genera más que representa. Que despierta más que define. Que hace más que
delimita.

Decía un profesor mío que los hombres frágiles inventan historias que son familias de
mitos para esclarecer el mal. El hombre recurre a la metáfora cuando el lenguaje de la ciencia
no le basta. Quien hace metáforas las hace porque es capaz de producir sentido y a la vez no lo
domina suficiente. Es por eso que cuando alguien lee una buena poesía se aclara sobre el amor
o sobre la muerte y a la vez mantiene su misterio.

La metáfora viva, nos enseña Ricoeur, es aquella que tiene fuerza para hacer aparecer el
sentido. Los hombres, a través de la metáfora, producimos nuevo sentido. La metáfora aclara,
incita, conmueve, pero no define, delimita, no exige a las cosas ser lo que se supone que son.
La metáfora nos transporta de aquello visible a aquello inteligible rebasando los límites de la
referencia. La metáfora altera la correspondencia entre significado y significante y apela al
sentido existencial de las palabras por medio de la semejanza.

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Dice Derrida: “no hay nada que no pase con la metáfora y por medio de la metáfora.
Todo enunciado a propósito de cualquier cosa que pase, incluida la metáfora, se habrá
producido no sin metáfora”. (La retirada de la metáfora, p. 2). Y es que toda palabra es metáfora
de otra cosa. Palabra que se desplaza hacia otra palabra. La rosa va hacia el amor, cómo la
espada hacia la valentía y ambas nos muestran aspectos escondidos del amor y de la valentía.
La infancia es una rata que huye por un jardín oscurísimo, una rata satisfecha, una rata, mojada
por el agua simple. A veces, es muy posible que lo sea.

Mediante la transposición (hacer presente una palabra tomada de otro campo que
sustituye a una palabra posible, pero ausente) la metáfora designa una cosa que en principio
pertenece a otra pero que se nos revela como verdadera en ese momento. La metáfora es una
epifora (epi: sobre phorein: transportar). La metáfora nos transporta y gracias a este movimiento
que se nos permite vivir a base de una serie de paradojas, contradicciones, absurdos, que la
ciencia nunca aceptaría, pero que nos per miten, por ejemplo, coger el tren por los pelos.

La metáfora engendra perplejidad porque siempre es una sorpresa. Y en el momento


en que deja de producir sorpresa se dice que la metáfora muere. Eso no significa que
desaparezca, sino que pierde su originalidad y pasa a formar parte del lenguaje ordinario.
Vemos ahora cómo el lenguaje ordinario, ese que habíamos dicho que era convencional, que se
sustentaba en el uso que hacíamos de él, encuentra su latido en el corazón en la metáfora.

5. Hace

Así pues, hemos dicho que existen dos clases de palabras, las de carácter científico, que
son elaboradas en función del conocimiento que poseemos sobre la realidad en base a unos
criterios racionales bien definidos, y las de carácter ordinario, que beben directamente del
poder de la metáfora para crear nuevos sentidos y que obedece a nuestra imaginación libre. A
este par de clases de palabras les hemos atribuido la función denotativa a las primeras y
connotativas a las segundas, pero veamos más funciones que podemos descubrir en la palabra.

En 1960 fallecía en Oxford a los 49 años John Langshaw Austin, un estudioso de las
lenguas clásicas del que, como anécdota podemos decir, siempre de acuerdo con la Wikipedia,
que colaboró con el MI6, el Servicio de Inteligencia Británico durante la Segunda Guerra
Mundial.

El punto de partida de Austin es la crítica a aquellos que suponen que el lenguaje


solamente sirve para describir un estado de cosas o enunciar algún hecho. Frente a esta
posición Austin desarrolló su famosa teoría de los actos del habla (speech-acts) según la cual
cuando uno emite un enunciado puede estar realizando uno de estos tres actos:

1.- Acto locucionario, “acto que de forma aproximada equivale a expresar cierta
oración con un cierto sentido y referencia, lo que a su vez es aproximadamente
equivalente al “significado” en el sentido tradicional”
2. Acto ilocucionario, “tales como informar, ordenar, advertir, comprometernos,
etc., esto es, actos que tienen una cierta fuerza (convencional)”
3.- Acto perlocucionario: “los que producimos o logramos porque decimos algo,
tales como convencer, persuadir, disuadir, e incluso, digamos, sorprender o
confundir” (Como hacer cosas con palabras, p. 155)

12
Según Austin el primero de estos actos se corresponde con la función denotativa o
constatativa del lenguaje ya que se limita a apelar al binómino significado y significante que el
diccionario considera oficial. Mientras que a los actos ilocucionarios y perlocucionarios les
correspondería lo que él denomina la función “performativa” del lenguaje.

Veamos un ejemplo de acción performativa: uno levanta la vista y ve a un hombre a


punto de suicidarse encima de un edificio. Inmediatamente, corre hacia allí y con mucho
cuidado consigue colocarse en una posición más o menos cercana al tipo en cuestión. A partir
de allí se inicia un diálogo en el que el angustiado, lentamente, acepta nuestras consideraciones
acerca de la muerte voluntaria y finalmente se convence del valor de la autonomía personal que
le hemos transmitido. Las palabras se han convertido en actos que han conseguido doblegar la
voluntad del otro hasta que finalmente se aleja de su peligrosa situación y se encamina en
dirección a casa.

El contenido performativo de las palabras se explica cuando algo sucede por el mero
hecho de decirlo. Si no hubiésemos estado allí probablemente el tipo se hubiera dejado caer del
sexto piso de ese edificio, pero una vez allí ¿qué es exactamente lo que hemos hecho? Hablar y
nada más. Cuando uno consigue que la palabra libere su potencia creativa es capaz de
modificar el interior de una persona hasta que comprenda su situación y modifique su hábito.
Las palabras nos implican con el otro y por eso decimos que son perfor mativas. No solo nos
dicen lo que son las cosas, o lo que implican, sino que también nos obligan, nos ayudan, nos
fuerzan a actuar.

Este es el verdadero sentido de una terapia psicoanalítica. Cuando uno habla con el
psicólogo repetidamente sin saber exactamente de qué está hablando, no se da cuenta pero
poco a poco deja que las palabras vayan causando un efecto hasta que es capaz de entrar en
razón y reconocer cuales han sido las verdaderas razones para estar allí. La palabra conforme
se desarrolla nos compromete. De ahí, que podamos fir mar un contrato “de palabra” o que
alguien sea “un hombre o una mujer de palabra”. La palabra nos compromete en el sentido en
que nos coloca en el mundo frente a los demás.

7. Une

Y es que la palabra no sólo deja ver aquello de lo que se habla, sino también a aquel
que nos habla.

Para abordar este tema querría sacar a colación la teoría de la acción comunicativa que
desde hace varias décadas vienen desarrollando dos filósofos, aún vivos, llamados Karl-Otto
Apel y Jürgen Habermas. Según ellos, el valor de la comunicación radica en que ésta posee, sin
que nos demos cuenta, una dimensión trascendental que aceptamos cada vez que nos
comunicamos con otro. Cito:

“En la medida en que (el hablante) quiera participar en un proceso de


entendimiento, (el sujeto) no puede menos de entablar las siguientes pretensiones
universales de validez (precisamente estas y no otras):
la de estar expresando inteligiblemente, la de estar dando a entender algo, la de

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estar dándose a entender, y la de entenderse con los demás
(...) Meta del entendimiento es pues la producción de un acuerdo, que ter mine en la
comunidad intersubjetiva de la comprensión mutua, del saber compartido, de la
confianza recíproca y de la concordancia de unos con otros” (Teoría de la acción
comunicativa: complementos y estudios previos, p. 134)

La palabra también posee su punto de vista moral. Nos comunicamos orientados hacia
acuerdo a través del entendimiento mediante la valoración de las diferentes posiciones
interpretativas del mundo, las cuales únicamente pueden ser comunicadas y reconocidas en
base a sus pretensiones universales de validez. Las normas válidas no ‘existen’ sino en el modo
de ser aceptadas intersubjetivamente como válidas. Y así la validez de una proposición necesita
de un reconocimiento a través de la vinculación de todos por medio de razones. La palabra, en
cuanto personas morales que somos, nos obliga a unirnos para crear la realidad conjuntamente.

La teoría de la palabra intersubjetiva, vista desde la perspectiva de Apel y Habermas,


elabora la idea de un sujeto cuya finalidad es alcanzar un acuerdo que le permita habitar en paz
mediante el ejercicio de su comunicabilidad. Un sujeto que debe aceptar el acuerdo a través del
reconocimiento intersubjetivo de pretensiones de validez susceptibles de crítica.

La palabra, en este caso, nos une para construir un mundo común en el que la opinión
de cada uno es importante, cosa que no significa que todo el mundo tenga razón. Según lo
dicho uno no puede comunicar sin tener en cuenta a aquel a quien se está dirigiendo y
esperará, si es honesto, la reacción que corrija su argumentación de manera que el resultado sea
una suma de partes y no un monólogo dogmático y dictatorial.

8. Conclusión

Pues bien, no queda más que ir acabando. Llegados a este punto citaré tan sólo los
títulos que han precedido cada capítulo y así, de manera, parabólica, quizás hagamos coincidir
todo lo expuesto con la verdad que hemos intentado transmitir.

Hemos dicho que la palabra representa, en el sentido en que otorga orden a nuestro
pensamiento; también hemos hablado de que la palabra decide, en el sentido en que delimita el
nombre de las cosas; hemos comentado que la palabra desvela, nos corre el velo de la
apariencia y nos deja ver las cosas tal como son; hemos discutido también la idea de que la
palabra, en función de su propio desarrollo, prefigura el mundo en que vivimos y nos lo hace
vivir, en cierto sentido, a su manera; también hemos comentado que la palabra crea, mediante
la metáfora, nuevos significados que amplían nuestro horizonte de comprensión del mundo;
hemos tratado de ilustrar como la palabra tiene el poder de hacer cosas y en ese sentido, para
finalizar, hemos destacado que la palabra nos une a todos en una comunidad lingüística cuya
máxima aspiración debería ser la consecución de un acuerdo que nos permita a todos vivir
mejor.

Sin duda alguna no hemos desvelado por completo el valor de la palabra y


probablemente nuestro discurso se haya desviado de nuestras intenciones en muchos casos. Sin
embargo, confío en que esta pequeña charla haya sido de provecho para conocer al menos
algunas de las funciones de la palabra que nuestro día a día esconde sin que nos demos cuenta.

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Recuperar una mirada compleja sobre la palabra, una mirada profunda, nos hace ver la
palabra como aquella que nos permite captar lo esencial, a saber, la capacidad de atender al
otro, de ser atentos con él, de construir entre todos una idea común del mundo en que
vivimos.

Sin nada más que añadir, muchísimas gracias por vuestra asistencia.

Bibliografía utilizada:

Agustín, Confesiones. Madrid: Austral: 1988


Aristoteles, Poética, Madrid: Gredos, 1992
Retórica, Madrid: Gredos, 2000
Austin, J. L.; Cómo hacer cosas con palabras. Barcelona: Paidós, 1971
Derrida, J.; La retirada de la metáfora. Madrid: Cuaderno gris, Nº. 2, 1997 (pp. 209-238)
Foucault, M.; Las palabras y las cosas. México: Siglo XXI, 1968
Gadamer, H-G.; Verdad y método. Salamanca: Sígueme, 1977

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Garcia Lorca, F.; Edición conmemorativa del quincuagésimo aniversario de la primera edición de Poeta en
Nueva York. Granada: Fundación Garcia Lorca, 1990
Habermas, Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos. Madrid: Cátedra, 1984
Heideg ger, M.; Ser yTiempo, México: FCE, 1998
International Code of Zoological Nomenclature. The International Trust for Zoological Nomenclature, 1985,
Londres
Lakoff, G., Johnson, M.; Las metáforas de la vida cotidiana. Madrid: Cátedra, 2004
Luciano de Samosata, Converses de meuques. Martorell: Adesiara, 2008
Platón, Crátilo. Madrid: Gredos, 2000
Ricoeur, P.; La metáfora viva. Madrid: Trotta, 2001
Sapir, El lenguaje. México: FCE, 1991

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