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ENRIQUE DE OBREGÓN

VIDA Y VIAJES
DE
SAN PABLO

Barcelona
1964

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Ilustraciones interiores: Juan Cobos.

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ÍNDI CE

PRÓLOGO....................................................................................................................5
CAPÍTULO I....................................................................................................................9
Pablo de Tarso...............................................................................................................9
CAPÍTULO II.................................................................................................................13
Jerusalén......................................................................................................................13
CAPÍTULO III................................................................................................................15
El sanedrín...................................................................................................................15
CAPÍTULO IV...............................................................................................................21
El martirio de San Esteban..........................................................................................21
CAPÍTULO V.................................................................................................................25
La conversión de Pablo...............................................................................................25
CAPÍTULO VI................................................................................................................29
Ananías........................................................................................................................29
CAPÍTULO VII..............................................................................................................32
Bernabé........................................................................................................................32
CAPÍTULO VIII.............................................................................................................37
El primer viaje.............................................................................................................37
CAPÍTULO IX...............................................................................................................48
La obligación de la ley................................................................................................48
CAPÍTULO X.................................................................................................................54
El segundo viaje..........................................................................................................54
CAPÍTULO XI...............................................................................................................62
Tesalónica....................................................................................................................62
CAPÍTULO XII..............................................................................................................66
Atenas..........................................................................................................................66
CAPÍTULO XIII.............................................................................................................71
Corinto.........................................................................................................................71
CAPÍTULO XIV.............................................................................................................80
El tercer viaje (Éfeso)..................................................................................................80
CAPÍTULO XV..............................................................................................................91
Viaje hacia Jerusalén...................................................................................................91
CAPÍTULO XVI...........................................................................................................102
La cautividad de Pablo..............................................................................................102

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CAPÍTULO XVII.........................................................................................................118
Malta..........................................................................................................................118
CAPÍTULO XVIII........................................................................................................124
Roma.........................................................................................................................124

PRÓLOGO

Los valores cristianos están hoy en crisis. Este hecho es palpable: con
él nos topamos al asomamos al panorama de la civilización actual; pero no
es incoercible: el triunfo de la Resurrección de Cristo anticipa y garantiza
la victoria del Cristianismo en el mundo. Y ésta es la tarea del cristiano de
hoy: poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas;
renovar y remozar, poner al día los valores del Cristianismo, que en su
esencia son eternos, pero cuya actualización diaria depende del esfuerzo
constante de cada cristiano, uno por uno y día por día.
Tres hechos juegan un papel importante en la perspectiva internacio-
nal actual y parecen herir con su potencia el vigor del Cristianismo. La
mancha roja del comunismo y la ola de sensualismo y materialismo son las
que parecen ahogar con su avance masivo la virtualidad de nuestra
religión.
¿Significa esto el fracaso de Cristo? ¿Es cierto que los valores
cristianos han perdido actualidad y vigencia? No; Cristo ni ha fracasado ni
puede fracasar: su Resurrección evidencia de modo palmario su triunfo en
y sobre lo terreno. Es tarea exclusiva de los cristianos esta revalorización
de los principios que informan el Cristianismo, este remozar sus verdades
y darle una concreción eficaz en la vida cotidiana.
En las épocas de transición, de crisis, en que la Cristiandad parecía
correr riesgos, un hombre santo parece siempre que nos sale al encuentro:
Pablo. Así, tanto al entrar en el ciclo grecorromano, como en la situación
crucial de las invasiones germánicas o en los comienzos de la edad moder-

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na, es el apóstol de las gentes quien ilumina con su luz y su doctrina los
fondos sombríos de la Historia.
Por esto, en nuestros días, la figura de San Pablo, su vida y su obra,
cobran relieves insospechados, capaces de despertar a los cristianos de su
modorra espiritual.
Es cierto que existen en el mercado numerosos libros sólidos y
profundos sobre la teología paulina y diversas biografías enjundiosas que
pintan con mano maestra los perfiles del apóstol. No podemos decir, por
tanto, que esta Vida de San Pablo venga a llenar un hueco en la biografía
actual. Pero no es menos cierto que la convivencia con los sucesos del
converso de Damasco, el visitar las ciudades en que nació, estudió y
predicó el Evangelio; las descripciones de sus largos y penosos viajes a
Antioquía, Atenas, Corinto, Éfeso, Roma, etc., y el resumen de su doctrina
epistolar, serán siempre rica fuente de fuerzas espirituales.

Nos trasladamos a Jerusalén en la tarde del jueves de Pascua. En su


discurso de despedida, Jesús habla amorosamente a sus discípulos, que le
escuchan apenados por el dolor de su marcha:
«—No se turbe vuestro corazón. Si me amáis, observad mis
mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador, para que
esté con vosotros eternamente» (Juan, XIV, 15-16).
Las palabras del Señor son claras, explícitas. Ha encomendado a los
apóstoles la misión maravillosa de predicar por toda la tierra la doctrina
que les ha entregado, sin cambiarla en un ápice, conservándola íntegra, tal
como la recibieron. No estarán solos; Jesús vuelve al Padre, pero les envía
el Espíritu Santo.
El Señor ha subido a los cielos y los apóstoles esperan confiados el
cumplimiento de la promesa. Y cuando pasada la fiesta de Pentecostés
empieza la predicación, Pedro habla a las turbas congregadas en Jerusalén
y se convierten cerca de tres mil personas.
A partir de este día, los apóstoles se transforman en otros hombres,
más audaces, más seguros de sí mismos; aquellos rudos pescadores se
dedicarán con valentía y audacia a propagar por el mundo el nombre y la
doctrina de Cristo, sin miedo a las dificultades, sin amedrentarse ante las
atroces persecuciones de que serán objeto.
Es indudable que la configuración histórica les facilitó la tarea: la
unificación política alcanzada por el Imperio romano dará a aquellos

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primeros apóstoles la oportunidad de viajar por Oriente y Occidente y así
extender la buena nueva por todas las tierras del mundo antiguo.
Una de las cuestiones primordiales, suscitadas desde el comienzo de
la predicación, fue la evangelización de los gentiles.
El hombre que hará realidad esta difícil misión será Pablo de Tarso,
llamado después «apóstol de los gentiles».
Es decir: un hombre que no pertenece al grupo de los doce apóstoles,
que no conoció a Jesús hasta el día de su conversión; un enemigo de la pri-
mera hora y un converso en el último instante, va a ser elegido, por
designio de Jesucristo, apóstol de su Iglesia, y está destinado a lograr
conversiones, a sentar los cimientos de la religión cristiana sobre las bases
universales que la Redención de Cristo implica.
La vida de San Pablo se estudia a través de tres fuentes: sus propias
epístolas, los Hechos de los Apóstoles y la tradición. Es suficiente, pero en
verdad no es mucho. Incluso las fechas que damos de los hechos más
importantes de su vida no se conocen con exactitud y las damos
aproximadas. En los Hechos de los Apóstoles ocurre como con los
Evangelios: dicen la verdad, nos cuentan todos los hechos esenciales, pero
al ávido lector le parecen cortos, se queda con ansia de saber más cosas.
Evidentemente los apóstoles y los evangelistas pudieron decirnos más. Tal
vez, atareados en su incansable labor de apostolado, no creyeron necesario
añadir más capítulos, pues los primeros cristianos tendrían un rico caudal
de tradiciones propagadas de viva voz, o bien en las terribles
persecuciones de los primeros siglos de la Iglesia se perdieron escritos
evangélicos inestimables. Lo cierto es que, como dice San Juan en el punto
final de su evangelio, «Muchas otras cosas hizo Jesús, que, si se
escribiesen una por una, creo que este mundo no podría contener los
libros». Lo mismo puede decirse de la vida de San Pablo. Un hombre tan
activo, tan inquieto, tan lleno de celo evangélico y siempre dispuesto a la
polémica, rompiendo lanzas en pro de su fe, que fue perseguido y
encarcelado, que hizo varios largos viajes, que visitó tantas ciudades e
incluso naufragó, podría habernos dicho mucho, mucho más de sí mismo.
Podría haberlo dicho igualmente su biógrafo San Lucas. Ni un solo punto
que toque a la fe queda descuidado ni poco comentado en los Evangelios,
en los Hechos de los Apóstoles o en las Epístolas. Ése fue el principio que
animó a aquellos escritores sagrados: sacrificaron lo superfluo o lo que
ellos consideraron secundario, para no cansar al creyente o al probable
converso, que muy bien podría ser una persona no muy docta, con una
maraña de datos, con un mar de hechos historiados, y se limitaron a
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predicarle escuetamente una fe, a la manera sencilla, cordial, que hace tan
atractiva nuestra religión para los sencillos de corazón.
Conformémonos, pues, con lo que San Lucas y el mismo San Pablo
nos dicen de su vida, de la vida del apóstol de los gentiles. Redondeemos
este relato con las referencias de la tradición e incluso permítasenos que
añadamos algo de nuestra parte para crear el suficiente ambiente de época
y de lugar. Y así tendremos la vida del glorioso apóstol, que selló con su
muerte el triunfo de la religión del amor, en la Roma pagana e imperial de
los primeros años de la era cristiana.

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Capítulo I

PABLO DE TARSO

Tarso, capital de Cilicia, es una animada y próspera ciudad en los


primeros años de nuestra era. Situada en una amplia planicie, entre las
montañas del Tauro y el mar, la cruzan varias importantes vías
comerciales. Una de ellas, empleada por las caravanas, cruza el desfiladero
llamado Puertas Cilicianas. Otra, hacia el este, atraviesa los montes de
Amano por las Puertas de Siria. Las calles de la ciudad se ven animadas
por una multitud formada por gálatas, griegos, romanos, egipcios, fenicios
y judíos. El puerto de Tarso está situado en un lago que cruza el río
Cydnus. La ciudad cuenta con hermosos palacios, teatros, foros y escuelas;
entre todos estos edificios se destaca el templo del dios tutelar,
Sardanápalo, un ídolo al que disfrazan de mujer y en cuyo pedestal se lee
la siguiente inscripción: «Bebe, come, goza. Lo demás no es nada.» La
ciudad tiene tanto de oriental como de occidental, de semítica como de
grecorromana; sus habitantes son en gran parte bilingües: hablan el arameo
y el griego. La misma disparidad existe en las formas de vestir: los
transeúntes llevan un abigarrado muestrario de túnicas, togas o velos.
La vida de Tarso es bulliciosa y acogedora: en los teatros se represen-
tan grandiosos dramas griegos, donde no faltan los espléndidos juegos
atléticos de procedencia griega.
En esta ciudad y en el año 12 de nuestra era nace Saulo, el apóstol de
los gentiles.
Apenas sabemos nada de su infancia. Perteneciente a una familia
judía de la secta de los fariseos —de la tribu de Benjamín, oriunda de
Gischala en Galilea—, Saulo conserva sin embargo el privilegio de
ciudadano romano, concedido a su abuelo por Pompeyo, en
agradecimiento a los servicios recibidos a su paso por la ciudad. Es fácil
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imaginar la niñez de Saulo, parecida a la de otros niños de su misma raza y
época. Desde pequeño hablaría indistintamente el arameo y el griego, y es
posible que muy pronto comenzase a aprender los rudimentos de la ley
mosaica y el significado de las grandes fiestas religiosas.
Pero esta formación no bastaba; necesitaba completar sus
conocimientos en la vieja ciudad santa, cuna del judaismo; por esto, el
padre de Saulo decide que su hijo acuda a Jerusalén para estudiar la
doctrina contenida en el Talmud, y de este modo hacer de él un perfecto
rabino, guardián eficaz de la fe religiosa de su pueblo.
Siguiendo el hilo de las suposiciones es posible que Pablo para ir a
Jerusalén tomase el camino de la costa y llegase a los pocos días a la rica
ciudad de Antioquía. Situada a orillas del río Orontes —cuya corriente baja
impetuosa de las montañas, para desembocar a poco en el Mediterráneo
por el puerto de Seleucia—, entre el monte Pieria y los montes Ansarieh,
últimas estribaciones del Líbano, posee una vega fértil y rica, y su
movimiento comercial es muy intenso. Los viajeros pasan por la avenida
Plateia, ancha y enlosada de mármol, de una longitud de unos treinta
estadios (aproximadamente siete kilómetros), que fue mandada construir
por Herodes el Grande, bordeada de soberbios edificios con pórticos de
mármol, adornados con estatuas griegas. Una cuádruple columnata de
mármol, formada por calles paralelas; la de en medio, más ancha, para los
carros; y las de la derecha e izquierda para los peatones, jinetes, carruajes y
literas de los elegantes. Después atravesó la parte baja de la ciudad, la
famosa Epifanía, donde están los monumentos más notables: panteones,
templos, foros, basílicas, baños, circos y teatros. La ciudad, muy bien
cercada de murallas, sube escalonadamente las faldas del monte Silpius,
donde abundan las fuentes y jardines y las copas de los laureles, en-
redándose en las pérgolas los retorcidos emparrados. Y en lo más alto de la
cima, una enorme estatua de Caronte, el famoso barquero del infierno.
Pablo se siente atraído sin duda por el aspecto de esta ciudad. En
Antioquía hay muchos judíos y una importante sinagoga. ¿Fue Pablo a
visitarla? Posiblemente va a saludar a algunos hermanos de raza, de parte
de su padre, y con esta ocasión empieza a tener amigos en una ciudad que
tan importante papel ha de tener en su vida.
De Antioquía Pablo pudo seguir el viaje bien por la costa o bien por
el interior. Ambos trayectos eran muy interesantes. Si fue por la costa, pa-
saría por Sidón y Tiro, las viejas metrópolis del comercio fenicio, donde se
rendía culto a los antiguos dioses semitas, El, Baal, Mot y Aleyin, y a las
diosas Acherat, Astart, Elat y la sanguinaria Anat, a todos los cuales se les
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ofrecían sacrificios humanos y de animales; los escasos espacios culti-
vables junto a los torrentes se aprovechaban para plantar viñas, olivos y al-
mendros. En los hermosos días despejados, que eran frecuentes, podía
verse a la derecha la inmensa extensión azul del Mediterráneo y a la
izquierda las montañas del Líbano, buena parte del año coronadas por la
nieve y que verdeaban por los espesos bosques de gigantescos cedros (los
árboles de madera-olorosa y casi imputrescible, de donde los fenicios
sacaban la madera para la construcción de sus navíos, con los cuales
habían descubierto en sus viajes de exploración todas las tierras hasta lo
que entonces se creía el confín del mundo).

Si Pablo tomó el otro camino, el del interior, pasaría por Damasco, la


ciudad que se preciaba de ser una de las más antiguas e ilustres del mundo,
al pie del Antilíbano, dominada a lo lejos por las nieves del monte Her-
món, rodeada hacia el oeste por el patético y triste desierto de Siria, en
medio de uno de los oasis más hermosos y fértiles del mundo. También
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esta ciudad había de marcar en el futuro un hito en su vida: el de la conver-
sión.
Tomara la ruta que tomase, habría de cruzar la Galilea, la hermosa
tierra de colinas verdeantes que encerraba el lago Genesaret, poblada de
gente humilde y sencilla, agricultores, pescadores o pastores, la tierra de
donde pocos años antes había partido Jesús de Nazareth.
El viaje termina en tierras de Judea. No es ésta ya una tierra tan ame-
na y fértil como las que hasta ahora ha cruzado. Árida, de colinas pedrego-
sas y desnudas, color yeso, color ladrillo, color ceniza, sin más que algu-
nos tristes matojos achaparrados, entre los que pastan los rebaños de ove-
jas; pero en Judea está Jerusalén, la ciudad santa celestial y una promesa
de eternidad.
A la izquierda, el Templo, con sus atrios, pórticos, puentes y terrazas
y sus techumbres cubiertas de láminas resplandecientes. En una esquina el
palacio de los Asmoneos, uno de los mejores de la población; enfrente, la
vieja ciudad de David, donde está la piscina de Siloé, y a la derecha el
palacio de Herodes. La ciudad está dominada por miradores, balcones,
azoteas, torres y palomares y por aquella odiada Torre Antonia, que había
sido elevada por los dominadores romanos para vigilar el recinto del Tem-
plo, foco de revueltas y sediciones; a su vez la ciudad preside, irguiéndose
como una extraña mole, el valle del torrente Cedrón, a cuyo otro lado se
levantan las colinas dispuestas escalonadamente para asentar algunos mo-
linos de aceite y huertos (uno de los cuales se llamaba de Getsemaní) y
algunas tumbas suntuosas. Finalmente el horizonte quedaba cerrado, por la
parte de oriente, por el monte de los Olivos, y frente de él, al oeste, el
rocoso y aplastado monte Moría, sobre el que se hallaba emplazado el
Templo.

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Capítulo II

JERUSALÉN

Jerusalén no se parecía en nada a su ciudad natal. Si bien era un


importante centro comercial, la ciudad destacaba especialmente como
centro sacerdotal y político, donde residía el procurador de Judea, que era
nombrado por el César de Roma. Ya hacía tiempo que Israel había perdido
su independencia y había pasado a ser una mera provincia del Imperio. A
no ser por las águilas y estandartes de la fuerte guarnición nadie hubiera
dicho que la ciudad pertenecía al Imperio romano. No había aquí teatros,
termas, circos o gimnasios; apenas si se veían estatuas de mármol o se
celebraban festivales, y la austera observancia del sábado se cumplía con
celosa formalidad. De este modo Pablo tiene que amoldarse a un género de
vida diferente. Pronto empieza a asistir a una de las escuelas más
destacadas de Jerusalén. La dirige Gamaliel, un hombre de ideas
moderadas, de carácter amable y bondadoso, que pertenece como Pablo a
la secta de los fariseos. Allí aprende el hebreo, la lengua litúrgica de los
libros sagrados, y quizá sus mismos condiscípulos comienzan a llamarle
Saúl o Saulo en lugar de su nombre griego.
Israel, y de modo especial Jerusalén, vive unos tiempos de exaltación
religiosa y de exasperación política. El pueblo hebreo, sabiéndose elegido,
se rebela contra la dominación romana y espera anhelante la llegada del
Mesías que le liberase y devolviese el antiguo poder político. Este fue el
gran error judío: su sueño de un Mesías guerrero de fuerte poder político
que vendría a la tierra exclusivamente a favorecer sus intereses nacionales.
Pablo vive intensamente esta atmósfera de mesianismo, de anhelos
fervientes, de odios, de apasionamiento teológico. En Israel se respira una
atmósfera de rebelión, que tras varios alzamientos fallidos arrastrará final-
mente al pueblo judío al desastre y la dispersión. El estudiante de Tarso
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frecuenta el templo y la plaza pública y escucha a los oradores que
predican desde los pulpitos. Inconscientemente se adhiere a los prejuicios
dominantes en el ambiente, y en su mentalidad entran en tropel los
ingredientes de una época en fermento de ideologías apasionadas.
Jerusalén es un hervidero de ideas y pasiones y aquella irresistible y
asfixiante atmósfera puede en él más que todo. Los consejos de
moderación, las doctas enseñanzas de un Gamaliel, quedan soterradas bajo
el apasionamiento callejero y el ambiente de polémica, que empapan su
exaltada mente juvenil.
En los años que vivió en Jerusalén, Pablo terminará sus estudios. No
se sabe si regresó a Tarso, pero sí puede afirmarse que no permaneció en la
Ciudad Santa durante la Pasión de Cristo ni tan siquiera llega a conocerle.
Sin embargo, el futuro apóstol de las gentes, imbuido en sus doctrinas
fariseas, alimenta un odio amargo hacia los cristianos y está obsesionado
por el tema de Jesús. No habiendo tenido ocasión de oír la voz del
Redentor, de conocer bien su doctrina o de presenciar uno solo de sus
milagros y viviendo en un ambiente fariseo, se intoxicó de su odio. Mas,
para exasperación suya, todos en Jerusalén, discípulos, partidarios o ene-
migos, todas las cosas de la ciudad, hasta las piedras, hablan de Jesús.
Aquí el palacio de Anás, allá el de Caifás, más lejos el Pretorio. En la ciu-
dad los fariseos y saduceos hablan en voz baja. Los discípulos del Maestro
proclaman a los cuatro vientos su Resurrección y su Ascensión a los cielos:
prueban con un sinfín de datos que es el Mesías, el Hijo de Dios. La
tensión es fuerte y hasta Poncio Pilatos, el procurador romano, siente ahora
terribles remordimientos por su cobarde debilidad al acceder a la condena.
Es inútil tratar de salir de la capital para huir de esta idea. Si se sale
por oriente por cualquiera de las tres puertas que se abren por aquel lado
de la muralla y se cruza el torrente Cedrón, allí está el huerto de Getsemaní
y el camino que lleva a Betania, lugar de la Ascensión. Si se toma el
camino del sur, todo recuerda que lleva a Belén, lugar de la Natividad; si el
del norte, en la memoria aparece Samaria y Galilea, escenario de las
predicaciones y milagros de Jesús. Por el oeste, bajando al valle Hinnom,
la muralla de la ciudad sobre la que destaca el Palacio de Herodes, se alza
la tenebrosa colina del Gólgota o monte Calvario.
Y cuando el siroco sopla y arroja nubes de polvo sobre Jerusalén y las
resecas colinas que miran hacia el mar

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Muerto aparecen más áridas y yermas que nunca, Pablo siente arder
su mente por la fiebre de las persecuciones y piensa que debe acabar de un
modo brutal e implacable con los discípulos de Jesús.

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Capítulo III

EL SANEDRÍN

Los discípulos de Jesús, entretanto, no están inactivos en Jerusalén.


Tras la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés y cumpliendo las
últimas palabras de Jesús momentos antes de la Ascensión: «Seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de
la tierra», los discípulos, con el corazón exultante, inician una intensa labor
de apostolado que no había de acabar hasta el día de su muerte. Ya en el
memorable día de Pentecostés, los fieles preguntan ansiosamente a Pedro y
a los demás apóstoles:
— ¿Qué hemos de hacer, hermanos?
Pedro, como reconocido príncipe de los apóstoles, es el que toma la
palabra: su sermón, quizás el primero de la Iglesia militante, es todo un
programa de evangelización a pesar de su sencillez:
—Arrepentíos —les contestó— y bautizaos en el nombre de
Jesucristo para remisión de vuestros pecados y recibiréis el don del
Espíritu Santo. Porque para vosotros es esta promesa y para vuestros hijos
y para todos los de lejos, cuantos llamare a sí el Señor, Dios nuestro.
He aquí claramente expresado en esta frase: «para todos los de lejos,
cuantos llamare a sí el Señor» el sentido católico, universal, de salvación y
redención de la manifestación de Jesús como Mesías.
El mismo día de Pentecostés, Pedro habla a la muchedumbre y se
convierten unas tres mil almas. Como las ondas que se forman en el agua o
en el aire, así la palabra de Dios se expande y aumenta vertiginosamente el
número de conversos. De unas docenas que son inicialmente, en aquellos
días en que el propio Jesús predica en Galilea, pasan a ser centenares, y
muy pronto millares, los que se sienten impulsados por la fe hacia el

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Crucificado. Y no transcurrirá mucho tiempo sin que se cuenten por
millones los seguidores de Cristo.
Estos primeros cristianos perseveran en oír la enseñanza de los
apóstoles. Viven entre sí unidos, la mayoría de ellos en el barrio de Ofel,
oran y comulgan juntos. Poseídos por un santo temor de Dios, a la vista de
los muchos prodigios y señales que hacían los apóstoles, desafían las
asechanzas del mundo y se sienten orgullosos de ser discípulos de Jesús:
venden sus posesiones y haciendas y las distribuyen entre todos, según la
necesidad de cada uno, teniendo todos sus bienes en común, al modo como
más tarde harán las comunidades de monjes y monjas. Ayudados por la
gracia sobrenatural pierden lentamente el miedo que algunos sentían a
manifestar públicamente su fe, y comienzan a acudir con asiduidad al
templo.
Un día, a la hora de nona, Pedro y Juan suben hacia el Templo. Las
calles están muy transitadas, como de ordinario en ciudad tan populosa
ahogada entre murallas y aglomerada de caserío. En la puerta llamada
popularmente la Hermosa, una de las que dan acceso al sagrado recinto, y
cuando Pedro y Juan se disponen a entrar en el Templo, un hombre de unos
cuarenta años, tullido de nacimiento, alarga su mano y les pide una
limosna. Los dos apóstoles fijan en él los ojos y le dicen:
— ¡Míranos!
El mendigo les mira, todavía con la mano alargada, esperando recibir
de ellos alguna cosa; Pedro le dice: —No tengo oro ni plata; lo que tengo,
eso te doy. En nombre de Jesucristo Nazareno: ¡anda!
Y diciendo esto, le toma de la diestra, le ayuda a levantarse y al punto
los pies y los talones del tullido se afirman y con un gesto instintivo, dando
un salto, se pone de pie y comienza a andar. El pobre mendigo no puede
resistir el gozo que le había producido semejante milagro: salta exultante y
agradecido alaba a gritos a Dios.
Los rumores se suceden. El relato de lo acaecido corre de boca en
boca y se esparce por Jerusalén.
— ¿Pero no es ése el tullido que se sentaba a pedir limosna en la
puerta Hermosa del Templo? —se preguntan los judíos que asistieron al
milagro. Pedro y Juan se abren paso y llevan al mendigo con ellos hasta el
pórtico de Salomón. Hecho el silencio, Pedro habla a la multitud:
—Varones israelitas, ¿a qué os admiráis de esto o qué nos miráis a
nosotros, como si por nuestro propio poder o por nuestra piedad
hubiéramos hecho andar a éste? El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob,
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el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien
vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilatos cuando éste
juzgaba que debía soltarle. Vosotros negasteis al Santo y al Justo y
pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida. Pedisteis la muerte para
el autor de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos, de lo cual
nosotros somos testigos. Por la fe en su nombre, éste, a quien veis y
conocéis, ha sido por su nombre consolidado, y la fe que de Él nos viene,
dio a éste la plena salud en presencia de todos vosotros. Ahora bien,
hermanos, ya sé que por ignorancia habéis hecho esto, como también
vuestros príncipes. Dios ha dado así cumplimiento a lo que había
anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de su Cristo. Arrepen-
tíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados, a fin de
que lleguen los tiempos del refrigerio de parte del Señor y envíe a Jesús, el
Cristo que os ha sido destinado, a quien el cielo debía recibir hasta llegar
los tiempos de la restauración de todas las cosas, de quien Dios habló
desde antiguo por boca de sus santos profetas. (Hechos, III, 12-22).
Estas palabras audaces, enérgicas y llenas de sentido sobrenatural son
la semilla fecunda que induce a la conversión de cinco mil personas; pero
también provocan la indignación de fariseos y saduceos, que logran encar-
celar a los apóstoles.
A la mañana siguiente se reúnen todos los príncipes, los ancianos y
los escribas en Jerusalén, y Anás, el sumo sacerdote, y Caifás, y Juan y
Alejandro y cuantos eran del linaje pontifical, para juzgar a los detenidos.
— ¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho esto vosotros?
—preguntan los jueces.
La pregunta es gratuita: ellos saben bien la respuesta. Pedro y Juan
son muy conocidos en Jerusalén: todos los han visto acompañando a Jesús
como sus más fieles discípulos y desde la Ascensión del Maestro son los
jefes visibles de la nueva comunidad de creyentes. Es obvia la respuesta a
«con qué poder» o «en nombre de quién» hacen esas cosas, pero los
príncipes, sacerdotes, ancianos y escribas cumplen las fórmulas oficiales y
fingen que lo ignoran todo. Entonces Pedro, inspirado por el Espíritu
Santo, aprovecha la ocasión que se le brinda y comienza un solemne
discurso:
—Príncipes del pueblo y ancianos. Ya que somos hoy interrogados
sobre la curación de este inválido, por quién haya sido éste curado, sea
manifiesto a todos vosotros y a todo el pueblo de Israel que en nombre de
Jesucristo Nazareno, a quien vosotros habéis crucificado, a quien Dios

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resucitó de entre los muertos, por Él, éste se halla sano ante vosotros. Él es
la piedra rechazada por vosotros, los constructores, que ha venido a ser
piedra angular. En ningún otro hay salud, pues ningún otro hombre nos ha
sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos
(Hechos, IV, 7-10).
El silencio pesa en el ambiente: nadie le ha interrumpido. Todos están
asombrados del contenido que encierran las palabras del apóstol y del tono
enérgico con que las ha expuesto.
Cuando se hallan solos, los príncipes del pueblo y los ancianos se
plantean la siguiente pregunta:
— ¿Qué haremos con estos hombres?
El milagro que han hecho es manifiesto, notorio, a todos los
habitantes de Jerusalén, y no puede ser negado; pero para que no se
difunda más el suceso entre el pueblo, acuerdan conminarles a que no
hablen del suceso. Los llaman a su presencia y los intiman a no enseñar a
nadie en el nombre de Jesús. Pedro y Juan se atreven a responderles:
—Juzgad por vosotros mismos si es justo ante Dios que os
obedezcamos a vosotros más que a Él; porque nosotros no podemos dejar
de decir lo que hemos visto y oído.
Aquella tenacidad desconcierta a los príncipes del pueblo y a los
ancianos. Por su gusto hubieran condenado a aquellos dos hombres que a
sus ojos eran unos rebeldes; pero viendo la tensión que reinaba entre el
pueblo y no hallando un motivo para castigarlos, los despiden con
amenazas.
Los apóstoles, despedidos, se reúnen con los suyos y les comunican
las órdenes recibidas de parte de los pontífices y ancianos. Aquel mismo
día, los discípulos de Jesús se alegran en sus corazones por aquel favor tan
manifiesto del cielo y elevan a una sus oraciones hacia el «Señor que hizo
el cielo y la tierra, y el mar y cuanto en ellos hay».
Aquella primera comunidad de creyentes, que ya podía admitir el
calificativo de «muchedumbre», tenía, según nos refieren los Hechos de
los Apóstoles, «un corazón y un alma sola, y ninguno tenía por propia cosa
alguna; antes todo lo tenían en común». La palabra de los apóstoles
anunciando la Resurrección del Señor había tenido una gran resonancia, un
gran poder, y por su vida modesta y virtuosa los fieles gozaban de gran
estima, contraste más notorio por el materialismo imperante en el mundo
que los rodeaba. No había entre ellos indigentes, pues cuantos eran dueños

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de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido a los
pies de los de los apóstoles y a cada uno se le repartía según su necesidad.
No tenemos ninguna referencia que nos permita saber cuál era la
actitud de Pablo en estas circunstancias, pero por lo más tarde ocurrido, no
hay duda de que mantuvo su odio contra los apóstoles y sus seguidores. No
obstante, ocurrió un hecho que a él debió causarle una gran conmoción:
José, un antiguo condiscípulo de la escuela de Gamaliel, sin duda
convencido por la actuación y la predicación de los apóstoles, cree en
Jesús y se hace discípulo suyo: será llamado Bernabé, que significa «Hijo
de la Consolación».
El autor de los Hechos de los Apóstoles cuenta que «eran muchos los
milagros y prodigios que se realizaban en el pueblo por obra de los
apóstoles». A pesar del incidente que habían tenido con el sanedrín, los
apóstoles vuelven a congregarse un día público en el mismo pórtico de
Salomón. Aquella vez nadie se atreve a unirse a los fieles de Jesús, por
temor a las represalias de las autoridades. El número de fieles crece cada
día más y ya forman una gran muchedumbre de hombres y mujeres. Pronto
se extiende la costumbre de sacar a la calle a los enfermos: los ponen en
lechos y camillas, para que, al pasar, Pedro les dé aunque sea tan sólo su
sombra, «y todos eran curados», nos dice San Lucas.
La situación había llegado ya a un punto de tensión intolerable para el
sanedrín. Encarcelados los apóstoles son libertados milagrosamente por un
ángel. De este modo, cuando al día siguiente el Sumo Sacerdote y el
Consejo se reúnen para juzgar a los presos se asombran de que no estén en
la cárcel.
El asombro se transforma en estupor cuando un hombre adicto a los
sacerdotes les comunica:
— ¡Los hombres esos que habéis metido en la prisión están en el
templo enseñando al pueblo!
El sumo sacerdote ordena al oficial que vaya con sus alguaciles y
traiga a los detenidos. Sin embargo, la fama de Pedro y Juan era ya tanta,
tan elevado su prestigio, que el oficial no se atreve a hacerles fuerza. Los
apóstoles se dejan conducir de nuevo ante el sanedrín.
—Solemnemente os hemos ordenado que no enseñéis sobre este
hombre, y habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina y queréis traer
sobre nosotros la sangre de ese hombre.
A las palabras del Sumo Sacerdote, Pedro y los apóstoles responden
con valentía y sentido sobrenatural:
19
—Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de
nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros habéis dado muerte
suspendiéndole de un madero. Pues a ése le ha levantado Dios a su diestra
por Príncipe y Salvador, para dar a Israel penitencia y la remisión de sus
pecados. Nosotros somos testigos de esto, y lo es también el Espíritu Santo
que Dios otorgó a los que le obedecen (Hechos, V, 29-31).
El discurso de Pedro suscita en los miembros del sanedrín un mayor
odio a los apóstoles, quienes se libran de la cárcel sólo por los consejos
llenos de ponderación y prudencia del maestro Gamaliel, hombre estimado
por todos, que empezó pidiendo sacaran por un momento a los apóstoles y
entonces habló así:
—Varones israelitas, mirad bien lo que vais a hacer con estos
hombres. Ahora os digo: dejad a estos hombres, dejadlos; porque si esto es
consejo u obra de hombres, se disolverá; pero si viene de Dios, no podréis
disolverlo, y quizás algún día os halléis con que habéis hecho la guerra a
Dios (Hechos, V, 34-39).
De este modo, los apóstoles, audaces y recios, van extendiendo,
suave pero eficazmente, la Buena Nueva de Cristo por todas las ciudades.

20
Capítulo IV

EL MARTIRIO DE SAN ESTEBAN

La perplejidad de San Pablo aumenta de día en día: en poco tiempo


había visto a su mejor amigo convertido en discípulo de Jesús, y a su
maestro Gamaliel aconsejar la moderación y la espera a la vista de las
actividades de los apóstoles, por si aquello «venía de Dios».
Pero el joven de Tarso hace tiempo que ha desbordado los límites de
las doctrinas de su maestro y ha adoptado todos los prejuicios y el odio de
los más exaltados fariseos; no se conforma con esa quietud conformista y
es uno de los cabecillas de las bandas juveniles de alborotadores, que
molestaban en todo lo posible a los discípulos de Jesús.
Su participación en el martirio de San Esteban es una muestra
palpable de este hecho.
Los Hechos de los Apóstoles relatan la investidura de Esteban, las
causas que motivaron su martirio y la actuación de Pablo ante su muerte.
Surgidas en el seno del naciente Cristianismo algunas disensiones y
discrepancias entre los helenistas y los hebreos acerca de la desigual
atención que recibían las viudas de unos y otros, convocan los doce a la
multitud de los discípulos y les proponen elegir entre ellos a siete varones
llenos del Espíritu Santo, con el fin de que atiendan a la alimentación de
todas las viudas. Uno de éstos fue Esteban, «varón lleno de fe y del
Espíritu Santo».
«Elegid pues cuidadosamente, hermanos, siete varones de entre vos-
otros, bien vistos, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a los cuales en-
comendaremos este servicio (servir las mesas), y nosotros perseveraremos
en la oración y en el ministerio de la palabra.» Y leemos en los Hechos que
«agradó la proposición a toda la multitud y eligieron a Esteban, varón

21
lleno de fe y del Espíritu Santo, y a Felipe y Prócoro, a Nicanor y a Timón,
a Pármenas y a Nicolás, prosélito antioqueno» (Hechos, A. VI, 1-6).
Todos eran judíos helenistas y los siete reciben las consagración
como diáconos, directamente de los apóstoles: «los presentaron ante los
apóstoles y orando les impusieron las manos» (Hechos, VI, 1-7).
La imposición de las manos, símbolo antiguo de transmisión de poder
o gracia, indica que los diáconos recibían poder espiritual, lo que se confir-
ma luego por su actuación.
Pese a la prohibición oficial del sanedrín, pequeño muro burocrático
y deleznable, la palabra de Dios fructificaba, torrente incontenible de la
verdad, y en Jerusalén se multiplicó grandemente el número de discípulos,
y hasta numerosos sacerdotes del antiguo culto, hecho grave para el sane-
drín, se sienten arrastrados por la fe en Cristo.
Esteban se muestra digno del nombramiento recaído en su persona.
Lleno de gracia y de virtudes, del fervor y la fogosidad de la juventud,
hace numerosos prodigios y grandes señales entre el pueblo. Quizás su
cultura griega le prestaría algo del amor a la libre discusión, de la habilidad
para la controversia, tan característica de la civilización helena. Lo cierto
es que los enemigos de Cristo, temerosos de su facilidad dialéctica y
recelosos de sus cualidades personales, tratan de que exprese una
confesión demasiado atrevida, que les diera pie para denunciarle como
blasfemo ante el sanedrín.
Los Hechos de los Apóstoles narran cómo se levantaron «algunos de
la sinagoga llamada de los libertos, cirenenses y alejandrinos, a disputar
con Esteban». Creyeron tener la partida ganada, abrumándole con
argumentos teológicos sacados de los libros santos, de las profecías, pero
no pudieron resistir a la sabiduría y al espíritu con que hablaba el joven
helenista.
Pero la confabulación ya estaba en marcha y esta vez sí que tenemos
pruebas de que Pablo participó en ella. Los derrotados polemistas buscaron
testigos falsos y en efecto encontraron algunos que se dejaron sobornar:
«Nosotros hemos oído a éste proferir palabras blasfemas contra
Moisés y contra Dios»; y una cosa era afirmar los milagros y la
resurrección de Jesús y otra cosa era el ser acusado de blasfemar contra
Dios. El pueblo, siempre ingenuo y pronto a las emociones, cree a los
falsarios y estalló un tumulto. Los más exaltados se apoderan a la fuerza de
Esteban y le llevan ante el sanedrín.
Hechas las preguntas pertinentes, los testigos falsos declaran:
22
—Este hombre no cesa de proferir palabras contra el lugar santo y
contra la ley; y nosotros le hemos oído decir que ese Jesús de Nazareth
destruirá este lugar y mudará las costumbres que nos dio Moisés.
«Todos los presentes fijaron sus ojos en el acusado y algunos testigos
manifestaron luego que su rostro estaba transfigurado como el de un
ángel» (Hechos, VI, 13-15).
— ¿Es como éstos dicen? —interroga el pontífice.
A la pregunta del Sumo Sacerdote, Esteban contesta exponiendo las
razones de su fe.
—Hermanos y padres, escuchad: Dios de la gloría se apareció a
nuestro padre Abrahán cuando moraba en Mesopotamia...
Su discurso comprende tres partes: la primera trata de los patriarcas,
citando a José, el escogido de Dios; la segunda parte resalta la excelsa
figura de Moisés, y habla de los planes de Dios para con el pueblo elegido;
finalmente en la tercera comienza por Josué y hace referencia a los últimos
tiempos del judaismo.
Esto nada tiene de blasfemia. En realidad, todos se hallan de acuerdo
en la interpretación de la historia bíblica. Pero ahora Esteban tiene que
pasar al punto más delicado: a la afirmación de la plenitud de la
revelación, del cumplimiento en Jesús de las profecías del Antiguo
Testamento.
—Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos —les increpa
—, vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo. Como vuestros
padres, así también vosotros. ¿A qué profeta no persiguieron vuestros
padres? Dieron muerte a los que anunciaban la venida del Justo, a quien
vosotros habéis ahora traicionado y crucificado, vosotros, que recibisteis
por ministerio de los ángeles la ley y no la guardasteis (Hechos, VII, 51-
53).'
A estas palabras valientes y enérgicas se une la visión que dice tener
en los cielos, que suscita una mayor indignación en los judíos:
— ¡Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre en pie, a la
diestra de Dios!
Sus palabras se toman por una blasfemia inaudita, insoportable para
ellos. Dan gritos y grandes voces; se tapan los oídos y se arrojan contra él.
Sin que nadie acuda en su defensa, le llevan a rastras y a empujones por las
calles y le sacan fuera de la ciudad por la puerta Dorada, frente a
Getsemaní. Nadie habla de hacerle un proceso regular, todos se deciden a
23
lapidarle, el viejo castigo hebreo para los blasfemos que prescribía el
Deuteronomio. Las manos de los testigos fueron las primeras en alzarse.
Pablo estaba allí; San Lucas nos dice que los testigos, para tener las manos
más libres, se quitaron lo mantos y los depositaron a los pies de un joven
llamado Saulo.
Mientras le apedrean, Esteban ora antes de que el fuerte golpe en el
cráneo le deje sin conocimiento.
—Recibe mi espíritu, Señor Jesús.
Aún tiene tiempo de ponerse de rodillas y de gritar con fuerte voz:
— ¡No les imputes este pecado, Señor!
Son las últimas palabras del mártir antes de caer desplomado. Una
vez muerto, su rostro sangrante muestra un gesto de tanta dulzura que le
creen dormido.
Pablo aprueba su muerte; al fin ve su rencor satisfecho.
Ha corrido la sangre del primer mártir del Cristianismo.

24
Capítulo V

LA CONVERSIÓN DE PABLO

«Surgió en aquel día una gran persecución contra la Iglesia de


Jerusalén; y todos excepto los apóstoles se dispersaron por las regiones de
Judea y Samaría. Y a Esteban le enterraron unos varones piadosos, e
hicieron sobre él gran luto. Saulo, en cambio, asolaba la Iglesia entrando
por las casas, y arrastrando hombres y mujeres los hacía encarcelar»
(Hechos, VIII, 1-3).
De este modo, San Lucas nos habla de la actuación de San Pablo en
estas fechas: no le basta su participación en la muerte de San Esteban, ni se
ha conmovido por la santidad de este primer mártir cristiano; el odio y la
incomprensión que siente por los seguidores de Cristo le lleva a dirigir
personalmente la persecución.
Elegido jefe de un grupo de fanáticos fariseos —la mayoría jóvenes
como él—, entra en las casas de los cristianos, violenta los hogares y en-
carcela a numerosas familias.
La dispersión de los perseguidos llega a ser casi total; pero eso no
hace más que extender el número de prosélitos. Llegan noticias de la
ciudad de Samaría: el diácono Felipe ha conseguido grandes éxitos en su
predicación y ha logrado muchas conversiones. Pedro mientras tanto
recorre Judea, Samaría y Galilea.
Después de la huida de los discípulos de Jesús de Jerusalén, Pablo se
encuentra que en la ciudad no tiene a nadie a quien perseguir. Muchos de
aquéllos se han refugiado en Damasco; le llegan noticias no sólo de los
éxitos de Felipe en Samaría, sino también de los frutos de los apóstoles y
sus diáconos por otros lugares. Pablo decide ir a Damasco; llevará cartas
del Sumo Sacerdote con poderes para apresar a cuantos encuentre,
hombres o mujeres, que «sigan ese camino» (la fe de Cristo); solicitará el
25
permiso y la colaboración de las autoridades para traerlos atados a
Jerusalén.
Pablo toma de nuevo el camino por él tan conocido, el que cruza
Samaría por Siquem, y Galilea por Cafarnaúm, bordeando el lago de
Genesaret. Es agradable dejar atrás las tierras áridas y angustiosas de Judea
y trepar por las redondeadas y verdeantes colinas galileas, ver la cima del
monte Tabor a lo lejos, los reflejos del sol en las aguas del lago, la vida
pastoril y bucólica de sus habitantes, las aldeas encaramadas en los cerros
como si fueran decorados pintados en relieve. Cierto que el país ya no
conserva puras sus tradiciones y por todas partes aparecen templos
paganos y ciudades de costumbres griegas, como intrusos incrustados.
Hasta los nombres recuerdan quién era, quién gobernaba al mundo: aquí
Tiberiades, nombrada así en honor de Tiberio (el César viejo y calvo, con
el cuerpo cubierto de úlceras, que había muerto a poco en su refugio de la
isla de Caprea). Más allá, pasado el lago Merón, un camino se desvía a la
izquierda hacia Cesárea de Filipo. El nombre del César parece abarcarlo
todo, pero en realidad sólo puede coger con sus garras lo material; se le
escapa lo espiritual.
En aquellos orgullosos templos de piedra, de pórticos de mármol, se
veneraba como dios al emperador de Roma: un mortal con ínfulas divinas,
que precisamente por su egolatría y por su monomaniaca grandeza de ser
semejante a la divinidad, resulta tan incomparablemente ridículo. Cloaca
de miserias e inmundicias humanas. Eso era un Tiberio, como lo es
Calígula, su sucesor, como lo serán más tarde Claudio y Nerón. ¿Pero
cómo iban a saber aquellos ensoberbecidos tiranos que, como había dicho
Jesucristo, «si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el
servidor de todos»?
Dejada atrás Galilea, los campos vuelven a verse secos; se suceden
altozanos pedregosos, donde abundan los matorrales de espinos. Pablo y
los hombres que le acompañan han debido detenerse ante un arroyuelo que
baja saltando de las montañas. Hay que aprovecharlo porque ahora van a
atravesar una región semidesértica y sin manantiales. En un remanso, el
agua cristalina sirve de espejo a los juncos, las adelfas y los sauces. Pablo
se agacha a beber y se asusta de su rostro: polvoriento, arrugado; un rostro
contraído por el odio, una boca que sufre una sed que aquella agua clara no
logra apagar. Sed de algo más claro y más alto, de algo que quite la sed del
alma.
Prosiguen su camino por la vía Maris. Cruzan la Iturea, una vieja
zona volcánica de piedras de lava negra, cortadas a pico, de estrechas
26
gargantas, donde no se ve un pájaro ni un espacio de verdor. El sol cae a
plomo y el polvo reseca la lengua, A lo lejos, hacia la izquierda, la mole
lejana del monte Hermón, coronado de nieves relucientes. Hoy parece
brillar más que nunca.
«De repente le circundó un resplandor del cielo y cayendo a tierra
oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿a qué me persigues? Duro te es
dar coces contra el aguijón”» (Hechos, IX, 3-5).
Al sentirse llamar en hebreo por su nombre familiar, se incorpora un
poco, se descubre los ojos y contesta:
— ¿Quién eres, Señor?
No sabe quién le habla y espera expectante.
—Yo soy Jesús, a quién tú persigues. Levántate y entra en la ciudad,
y se te dirá lo que has de hacer (Hechos, IX, 5-7).
Pablo siente en lo hondo de su alma una paz inmensa que le inunda
por entero. ¡Es verdad que Jesús había resucitado! ¡Que es el Mesías tan
largos siglos esperado por el pueblo de Israel! La gracia sobrenatural
penetra en su espíritu, y de improviso en breves momentos disipa la negra
mente cargada de odio hacia los cristianos; es un milagro evidente: tal
cambio de actitud es explicable únicamente a la luz de la fe.
Los hombres que le acompañan están atónitos por lo ocurrido. Han
visto la luz; nada más. Los que están más cerca oyeron la voz, pero sin en-
tender las palabras. Pablo se incorpora con dificultad y se frota los ojos: la
luz seguía deslumbrándole. Ya no ve la figura que se le ha aparecido, y
excepto las palabras de asombro de sus acompañantes nada se oye. Vuelve
a frotarse los ojos y sigue sin ver nada. Se da cuenta de que está ciego. Dos
hombres le toman por el brazo y le ayudan a proseguir el camino.
Los pies le sangran cuando llega a Damasco. Cruzan la puerta de la
muralla y le conducen a una posada judía que pertenecía a un tal Judas,
situada en la calle Recta. Nada habló Pablo durante todo el camino. Todas
las potencias de su inteligencia las necesitaba para meditar, para que se
obrara en él el maravilloso milagro de su conversión.
En Damasco se han encendido las luces y el ruido se apaga en la
calles. Cuando la ciudad está envuelta en las sombras se siente iluminado
por una luz interior, hasta ahora desconocida para él.
Su vida recibe un viraje brusco pero fecundo: el perseguidor de los
cristianos ha recibido la llamada de Cristo, y como él mismo dirá más
tarde: su «única mira es ya, olvidando las cosas de atrás y atendiendo sólo
27
y mirando a las de delante, ir corriendo hacia la meta, para ganar el premio
a que Dios llama desde lo alto por Jesucristo» (Epístola a los Filipenses,
III, 13-14).

28
Capítulo VI

ANANÍAS

Al día siguiente la ciudad vuelve a la vida: las calles se llenan de


personas, de caravanas de camellos y de recuas de asnos. Las norias
empiezan a dar soñolientamente vueltas y más vueltas, y sacan las frescas
aguas del Barada y del Farfar.
Mientras tanto, Pablo permanece sin salir de su aposento. Ora y
medita. Es inútil que sus hombres entren una y otra vez y le lleven
alimento. San Lucas nos dice que «estuvo tres días sin ver y ni comió ni
bebió».
Son tres días de expectación y de espera en el cumplimiento de la
promesa de Jesús: «se te dirá lo que has de hacer».
Ananías, uno de los discípulos del Señor, hombre sencillo y temeroso
de Dios, que vive en Damasco, recibe un mandato expreso de Jesús:
— ¡Ananías!
Pasado el sobresalto del primer instante, arrodillado ante la extra-
ordinaria visión, responde humildemente:
—Heme aquí, Señor.
Volvió Jesús a hablarle:
—Levántate y vete a la calle llamada Recta, y busca en casa de Judas
a Saulo de Tarso, que está orando.
Ananías no creyó comprender en el primer instante, pero en seguida
repuso:
—Señor, he oído decir a muchos que este hombre ha causado muchos
males a tus santos en Jerusalén, y que ha venido aquí con poder de los

29
príncipes de los sacerdotes para prender a cuantos invocan tu nombre. Pero
Jesús le dijo:
—Ve, porque éste es para mí vaso de elección, para que lleve mi
nombre ante las naciones y los reyes y los hijos de Israel, Yo le mostraré
cuánto habrá de padecer por mi nombre (Hechos, IX, 10-16).
Presuroso sale Ananías de su casa. Las estrechas calles de Damasco,
algunas entoldadas de cañas o palmas secas para librarlas de los efectos de
los rayos del sol, están en una semipenumbra. De los patios viene el ruido
de las fuentes, de las esquinas, la voz estentórea de los vendedores
callejeros. Ananías llega a la calle Recta, como indica su nombre, de un
kilómetro de larga, bulliciosa y clara y adornada con columnatas de orden
corintio al gusto de la época.
Al llegar a la posada de Judas, Ananías pide ver a Saulo de Tarso. El
posadero cree que la visita es inútil, pues aquel extraño huésped no quiere
hablar con nadie.
Pablo oye sus pasos; aun sin verle, ya sabe de quién se trata. El
apóstol se arrodilla inmediatamente, con lágrimas en los ojos, y Ananías
tiene que impedir que se abrace a sus pies.
—Hermano Saulo —le dice—. El Señor Jesús, que se te apareció en
el camino, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno del
Espíritu Santo.
Y en seguida —prosigue San Lucas— «cayeron de sus ojos unas
como escamas y recobró la vista». Levantándose, deja que las manos
callosas de Ananías le viertan las aguas del bautismo. Poco después le
traen alimentos y agua y se restablece por completo.
No se sabe qué coloquio mantienen entre ellos, pero sí que ambos se
consideran ya hermanos en Cristo. En las jornadas siguientes, Ananías
presenta a Pablo a los discípulos residentes en Damasco, con los que
permanece unos días.
Un sábado —pasado un corto período de su conversión—, Pablo
decide presentarse en una sinagoga. Tiene necesidad de revelar
públicamente el cambio sufrido en su interior. Él, Pablo de Tarso, tan
notorio enemigo de los creyentes en Jesús. Se da cuenta de que propalar la
doctrina de Cristo le proporcionará desprecios, enemistades y
persecuciones. Por Ananías sabe que Jesús le va a mostrar cuánto tiene que
padecer. Como él dirá más tarde, «por la misma ley había muerto a la ley,
por vivir para Dios; y estaba crucificado con Cristo. Ya no vivía, sino que
era Cristo que vivía en él» (Gálatas, 2-14).
30
Pero se enfrenta con las dificultades con espíritu deportivo y alegre;
su meta es lograr que Cristo sea glorificado en su cuerpo.
Sus primeras predicaciones tratan de Jesús como Hijo de Dios.
Proclama la divinidad de Cristo abiertamente, con valentía y audacia. Sus
discursos suscitan la confusión de los oyentes, que no comprenden este
cambio.
Y se pasmaban cuantos le oían y decían:
— ¿No es éste el que en Jerusalén perseguía a cuantos invocaban este
nombre, y que a esto venía aquí, para llevarlos atados a los sumos sacerdo-
tes? (Hechos, A, 21).
Los judíos adictos a la ley le llenan de insultos y amenazas. Le
conminan para que no vuelva; pero él insiste una y otra vez sobre la
plenitud de las esperanzas mesiánicas del pueblo de Israel, en Jesús,
Redentor de toda la Humanidad sin distinción de razas.
Por otra parte, la comunidad de discípulos de Jesús en Damasco no
deja tampoco de sentir recelos contra Pablo, a pesar de las garantías y afir-
maciones de Ananías. Todos recuerdan al judío de Tarso como un terrible
perseguidor, como un implacable enemigo. Decide dejar Damasco, quizá
con un poco de pesar. A lo largo de su azarosa vida, ¡tendrá que dejar
tantas ciudades por él amadas! ¿Y adonde ir? ¿A Jerusalén? No. Él mismo
nos lo dice en su Epístola a los Gálatas: «no subí a Jerusalén a los
apóstoles que eran antes de mí, sino que partí para la Arabia». Es decir, al
desierto.
Tres años pasa en estas tierras yermas y de nuevo vuelve a Damasco.
Había muerto Tiberio, y el nuevo emperador Claudio no pudo impedir que
Siria se sacudiese la tutela de Roma. Entonces la ciudad pertenecía a
Aretas IV, un árabe de Petra, rey de los nabateos. Con el celo apostólico
que le caracteriza, reanuda su predicación con palabras convincentes que
provocan diversos roces con los rabinos. «Pero Saulo cobraba cada día
más fuerzas —nos dice San Lucas— y confundía c los judíos de Damasco,
demostrando que éste (Jesús) es el Mesías» (Hechos, A, IX, 22).
Las discusiones se suceden con frecuencia y toman cada vez mayor
acritud y aspereza; pronto se acuerda una conjuración contra el apóstol.
Advertido Pablo decide escapar de la ciudad; pero sus enemigos ya han
designado varios vigilantes que hacen guardia en las puertas de la muralla.
Por esto, el apóstol se ve obligado a atravesar en la oscuridad las calles
estrechas y apartadas que le conducen a la muralla, y desde allí le
descuelgan sus discípulos por encima del muro y dentro de una espuerta.
31
Una vez en tierra se dirige con paso firme a Jerusalén, adonde Dios le
llama.

32
Capítulo VII

BERNABÉ

Es inútil insistir en los deseos que debía sentir Pablo de conocer


personalmente a los otros apóstoles; le acucia la noble intención de beber
en la fuente de las tradiciones de la iglesia madre de Jerusalén: conocer sus
ritos y costumbres. Ansia oír de labios de Pedro o de Juan su versión
personal de los momento que pasaron junto a Jesús, tanto en Galilea como
en el huerto de los Olivos y en el Cenáculo.
Así es cómo en circunstancias tan diferentes vuelve a hacer el camino
de Damasco, pero a la inversa. Ahora es cuando, siguiendo por la vía
Maris, se complace en pensar en todos aquellos lugares de Galilea que
evocan el paso del Señor. Galilea era como un evangelio de piedra abierto:
el lago de Genesaret, donde Jesús escogió sus pescadores de hombres;
Cafarnaúm, cuya sinagoga había oído dentro de sus muros una doctrina
«nueva y revestida de autoridad»; Caná, donde había tenido lugar el
milagro de las bodas; Nazareth, patria del glorioso patriarca San José y la
bendita Virgen María, donde Jesús había vivido de niño; Naín, donde
resucitó al hijo único de una viuda; Corazeín y Betsaida, las ciudades in-
crédulas. Aquel camino que llevaba a Cesárea de Filipo, donde Pedro dijo
por primera vez a Jesús: «Tú eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios
vivo.» El Monte de las Bienaventuranzas...
Y luego Samaría. Cerca de Siquem pasaría por el pozo de Jacob en el
que la samaritana dio de beber a Jesús, y en el que éste profetizó:
«Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en
Jerusalén adoraréis al Padre.» ¡Qué sentido más sublime tienen ahora estas
palabras, cuando pasa por allí el hombre cuyo corazón le arde en ansias de
extender el Evangelio por todo un mundo de gentiles! Desde ahora no
habrá un Templo, habrá miles, luego millones de corazones que será cada
33
uno de ellos un templo consagrada a Jesús. Almas que conocerán a Dios
verdaderamente «y adorarán al Padre en espíritu y en verdad».
Es indudable que Pablo se ve afectado por los sentimientos más
contradictorios a su entrada en Jerusalén. Le asaltan los recuerdos del
pasado: sus persecuciones despiadadas y su inhumana participación en el
sangriento martirio de San Esteban. Pero el apóstol está firmemente
decidido a borrar con el ejemplo de su vida y la luz de su doctrina los
errores cometidos en otro tiempo.
Sin embargo, al entrar en la Ciudad Santa tropieza con la inevitable
desconfianza de los discípulos:
«Llegado a Jerusalén intentaba unirse a los discípulos, y todos le
temen no creyendo que fuera discípulo. Entonces Bernabé le tomó consigo
y le llevó a los apóstoles; y les refirió cómo en el camino vio al Señor y le
habló y cómo en Damasco había hablado paladinamente en el nombre de
Jesús» (Hechos, IX, 26 y 27).
En efecto, es Bernabé, el chipriota, su antiguo compañero de
estudios, el que acierta a introducirle en el círculo de los apóstoles.
Los días que está en Jerusalén, Pablo se muestra activo, y predica sin
cesar el nombre del Señor. Pero su situación es violenta y el ambiente le es
hostil. Los helenistas son los que más oposición y recelo le manifiestan: no
cabe duda que no han olvidado la muerte de Esteban. Es inútil que les
repita la historia de su conversión y trate de dar muestras de arrepenti-
miento, abnegación y buena fe. No le creen.
En estos días oye que el Señor le dice:
—Date prisa y sal pronto de Jerusalén, porque no recibirán tu
testimonio acerca de mí.
Responde el apóstol:
—Señor, ellos saben que yo era el que encarcelaba y azotaba en las
sinagogas a los que creían en Ti, y cuando fue derramada la sangre de tu
testigo Esteban, yo estaba presente, y me gozaba y guardaba los vestidos
de los que le mataban.
Mas Jesús insistió:
—Vete, porque yo quiero enviarte a naciones lejanas.
A su regreso a casa de los apóstoles, éstos le informan
confidencialmente que algunos helenistas intentan matarle y decide huir de
Jerusalén. Sus hermanos le conducen al puerto de Cesárea; Pablo
aprovecha el viaje para anunciar por toda la región de Judea la penitencia y
34
la conversión a Dios por obras dignas de penitencia (Hechos, XXVI, 20).
Sin embargo, sin duda siguiendo instrucciones de Pedro y para pasar
inadvertido, no saluda a ninguna de las comunidades de fieles, «que le
habrían tomado por enemigo, y de las cuales fue personalmente des-
conocido» (Gálatas, I, 22).
Era Cesárea una pequeña ciudad que Herodes el Grande había
convertido en un importante puerto marítimo, rodeándola de una amplia y
fuerte muralla.
«Quiero enviarte a naciones lejanas», le había dicho Cristo. Y aquí
está Pablo en el muelle de piedra, junto a montones de fardos y pilas de
cargamentos, esperando ir adonde Jesús quiera. Él, algún día, en sus ansias
de apostolado, querrá llegar hasta los confines del mundo conocido, hasta
el Extremo Occidente, hasta España.
Es el año 39 después de Jesucristo. Pablo ha subido río Cydnus arriba
en una frágil embarcación. Ha ido costeando las costas de Fenicia, de Siria
y de Cilicia, pasajero en pequeños barcos de cabotaje. De nuevo se halla
en Tarso, su patria. Otra vez pisa el pavimento de las calles amadas, vuelve
a ver a los parientes y a los amigos.
Pero tampoco aquí nadie comprende el cambio de ideas que ha
sufrido. ¿No es éste Pablo, el que se fue de aquí para estudiar el Talmud en
Jerusalén y hacerse rabino? ¿El hijo de aquel rico fariseo, fabricante de
lonas, que eran tan estricto en el cumplimiento de la ley?
Ignoramos si su padre había muerto. Sólo sabemos que los que le
atienden son sus amados parientes Andrónica, Junia y Herodiano, quienes
ya le habían precedido en la fe de Cristo (Romanos, XVI, 7).
En efecto, en Tarso, en Antioquía y en otras ciudades importantes de
la gentilidad ya había grupos de comunidades creyentes en Jesús. Los
primeros discípulos habían llegado a estas regiones con motivo de la
persecución desencadenada después de la muerte de Esteban (Hechos, XI,
19) y suponemos que Pablo entra en contacto con ellos.
Pasa varios años retirado en su ciudad natal. Quizá trabaja en algún
taller de tejedores de lonas, como obrero asalariado. Una tradición afirma
que se retiró a una cueva de las cercanías a llevar una vida de ermitaño y a
hacer penitencia.
Las dispersas comunidades de creyentes, brotadas del trono de la
iglesia madre de Jerusalén, han extendido sus actividades por la costa de
Fenicia, la isla de Chipre y Antioquía. Estos creyentes, judíos ellos
mismos, no predican más que a judíos; pero algunos cristianos, oriundos
35
de Chipre y de Cirene, al llegar a Antioquía, predican también a los
griegos, anunciando al Señor Jesús. Y dice San Lucas «que la mano del
Señor estaba con ellos y un gran número creyó y se convirtió al Señor».
No tardan en llegar estas buenas noticias a oídos de la iglesia de Jerusalén
y los apóstoles decidieron enviar a Bernabé como representante a
Antioquía.
Cuando Bernabé llega a Antioquía se lleva una grata sorpresa: aquella
comunidad era más numerosa, activa en su proselitismo y firme en la fe de
lo que él supone. Pronto sus trabajos apostólicos cuajan en fruto: las con-
versiones a la fe de Cristo aumentan prodigiosamente y la tarea de atender
espiritualmente a los nuevos creyentes se hace insostenible para un hombre
solo, para quien son pocas las veinticuatro horas del día.
Bernabé se acuerda de Pablo. ¡Aquél era el hombre que se necesitaba
en Antioquía! Un hombre decidido, inteligente, lleno del espíritu de
caridad, de fe ardiente. ¡Un hombre elegido por el propio Cristo!
Bernabé hace el viaje en pocos días: y es fácil hallar a Pablo: juntos
regresan a Antioquía.
¡Antioquía! He aquí a Pablo otra vez en la ciudad del Orontes, que se
había hecho famosa por sus vicios y que de ahora en adelante será redimi-
da, ganada para Cristo. Allá a lo lejos se ven las trescientas torres de su
muralla, sobre la cual hay la anchura suficiente para que pueda correr una
cuadriga; aquellas torres, algunas de las cuales tenían más de veinticinco
metros de altura. Y el Palacio Real, que habían construido los Seleúcidas,
herederos de Alejandro Magno, situado en una isla en medio del Orontes, y
que ahora ocupaba el gobernador romano. Antioquía, con su medio millón
de habitantes, la tercera ciudad del Imperio, sólo inferior a Roma y Ale-
jandría.
Pablo y Bernabé entran en la ciudad por la famosa avenida Plateia o
calle de las Columnas, que Pablo ya había pisado en su primer viaje. Ber-
nabé se dirige directamente con su amigo a la calle Singón, a una casa que
sirve de centro de reunión a los jefes de la comunidad de creyentes en
Jesús. El apóstol es presentado a Simeón, que también era llamado Níger,
y a Lucio de Cireno y a Manahem, quienes le aceptan como hermano y
como huésped. Un año se queda con ellos, según nos dice San Lucas, e
instruyeron a una muchedumbre numerosa, tanta, que en Antioquía reciben
los creyentes por primera vez el nombre de cristianos.
La vida de Pablo en la comunidad antioqueña discurre llena de
actividad y alegría. Pero en el año 44, reinando el emperador Claudio, se
36
extiende un hambre devastadora desde Antioquía a Judea. El hecho da
ocasión a los cristianos de ambas comunidades para llevar a la práctica la
virtud sobrenatural de la caridad. Al llegar a Antioquía la noticia de las
necesidades que sufren los fieles de la Iglesia de Jerusalén, resuelven los
cristianos antioqueños enviar a sus hermanos los oportunos socorros. Para
llevar a cabo tal empresa eligen a Pablo, Bernabé y Tito, gentil converso,
que había de ser más adelante uno de los discípulos más leales del apóstol.
Con prontitud y diligencia emprenden el camino hacia Jerusalén.
Poco antes había tenido lugar en la Ciudad Santa una sangrienta
persecución decretada por el rey Herodes Agripa I, nieto de aquel otro
Herodes, el infanticida de Belén. Educado en Roma, había recibido de
Calígula el reino que ya fue de su familia, y como rey vasallo sustituyó al
procurador Marcelo en el año 40. Herodes Agripa quiso congraciarse con
los judíos, mediante el hostigamiento de los cristianos. Algunos miembros
de la Iglesia fueron apresados y atormentados en sus mazmorras: el apóstol
Santiago el Mayor, hermano de Juan e hijo de Zebedeo, sufrió el martirio y
el mismo Pedro fue encarcelado. Esta vez Pablo fue recibido por Santiago
el Menor, hijo de Alfeo, primo de Jesús, que era llamado «el hermano del
Señor».
«Y Bernabé y Saulo —dice San Lucas— volvieron de Jerusalén,
cumplido su servicio, tomando consigo a Juan, apellidado Marcos»
Hechos, A, XII, 25).

37
Capítulo VIII

EL PRIMER VIAJE

En la primavera del año 45 la Iglesia cristiana de Antioquía es una


realidad floreciente y esperanzadora. El influjo beneficioso ejercido sobre
las comunidades de fieles de Siria, de Chipre y de Cilicia muestra su
crecimiento apostólico. Los creyentes se distinguen por sus costumbres
sanas y morales, así como por el amor fraterno que les une; celebran
cuidadosamente la liturgia en honor del Señor y guardan con esmero los
ajamos. La dirección espiritual la llevan entre Bernabé y Simeón (Níger),
Lucio de Cireno, Manahem y Saulo. Pero es preciso avanzar en la labor
emprendida: son muchas las almas que esperan la redención de Cristo. El
Espíritu Santo inspira a aquellos santos varones; separan a Bernabé y a
Pablo y los destinan a la obra para la cual habían sido llamados: la
conversión de los gentiles. Un día, después de orar y ayunar, celebran la
solemne ceremonia de la consagración y mediante la imposición de las
manos reciben la plenitud del sacerdocio.
Éste es conocido como el primer viaje de San Pablo: es su primera
expedición apostólica. Le acompañan Bernabé y Juan Marcos, el sobrino
de Bernabé que vino con ellos de Jerusalén. Toman el camino del puerto de
Seleucia. La vista de aquellos abigarrados muelles, de las naves ancladas,
del trajín de la carga y descarga, de los curtidos marinos que entraban y sa-
lían de las tabernas, es un espectáculo conocido de Pablo. Tras una corta
navegación llegan a la isla de Chipre. Desembarcan en el puerto de
Salamina; es la ciudad natal de Bernabé, y éste pronto tiene ocasión de
saludar a sus familiares y amigos y de presentarles a Pablo.
Esperan anhelantes la llegada del sábado: el día en que irán por vez
primera a una sinagoga chipriota a proclamar la divinidad de Jesús. Estas
sinagogas están construidas ajustándose a las líneas clásicas de dichos edi-
38
ficios; aún la Iglesia cristiana alimenta la esperanza de convertir a los
judíos, ansia que los fieles a la antigua ley mosaica crean que Jesús es el
Mesías. En estos primeros tiempos tienen prestado el local y el púlpito:
apenas si hay construidas iglesias cristianas. Forzadas a vivir rozando la
ilegalidad, las comunidades cristianas han de reunirse en edificios civiles:
en las casas de los fieles, en posadas, graneros, almacenes o fincas
retiradas; en épocas de persecución tienen que ocultarse en las catacumbas.
A la entrada, la pila de las abluciones, para cumplir con el rito de la
purificación, seguida del recinto dedicado a la oración; el altar está
recubierto de una cortina verde. Allí están colocados los estuches que
contienen los rollos de la Biblia, No falta el candelabro de los siete brazos,
fiel reproducción del que hay en el templo de Jerusalén. En el centro, sobre
una rampa, está el atril. Una especie de balconada, tras un enrejado o
celosía de madera, es el lugar destinado a las mujeres. De los techos
cuelgan lámparas votivas.
En estos templos que tantas veces habían sido testigos de las
explicaciones rabínicas sobre la ley mosaica, resuenan potentes las voces
enérgicas de Pablo, Bernabé y Juan Marcos, anunciando la Buena Nueva
del Hijo de Dios.
Una vez sembrada la semilla, los tres hombres reanudan su viaje.
Suben por el curso del río Pedeo, camino de las montañas: abundan
aquí los judíos desde que Herodes el Grande arrendó a Augusto la
explotación de las minas de cobre. A lo lejos el mar, cuna de la diosa
Venus, según el conocido mito griego. Los montes están cubiertos de
cipreses, a los que la isla debe el nombre: el Cyprus; están consagrados a
Plutón, a la muerte y a las divinidades infernales, y es símbolo de luto.
Más tarde será cristianizado y aparecerá su aguja verde, como símbolo de
la oración, dando sombra a las tumbas de los cristianos muertos. Toman la
antigua vía romana que lleva a Pafos. Al pasar cerca del monte Amato,
divisan a lo lejos el santuario de Venus. La ciudad está dividida en dos: la
vieja y la nueva. El gobernador romano de Chipre tiene su residencia en la
Nueva Pafos. Ocupa este cargo el procónsul Sergio Paulo, un romano de
noble estirpe, muy entendido en ciencias naturales, obras hidráulicas,
filosofía, religión y aficionado a la magia y al ocultismo; hombre de gustos
refinados, tiene el prurito de ser un gobernante justo y eficaz. Vive ro-
deado, según era la costumbre, de una corte de jóvenes romanos, hijos de
patricios, que de este modo aprenden el gobierno de las provincias y se
preparan para su futura carrera política. San Lucas no duda en decir de él

39
que «era un varón prudente». Le sirve un mago judío llamado Barjesús,
que enseña al procónsul las viejas artes de las ciencias ocultas.
Sin embargo, apenas llegados Pablo y Bernabé a la ciudad, Sergio
Paulo se siente interesado por la doctrina apostólica y —atraído siempre
por los temas filosóficos y religiosos— los llama a palacio. Es la primera
vez en la historia —a excepción del breve diálogo de Jesús y Pilatos— que
un alto funcionario romano escucha la palabra evangélica. Bs Pablo, como
ciudadano romano, quien le habla de Dios; con voz apasionada y enérgica,
expone los puntos fundamentales de la fe cristiana. Barjesús advierte el
interés con que el procónsul sigue las explicaciones, e interrumpe al
apóstol para apartar al gobernador de la fe. «Mas Saulo, llamado también
Pablo, lleno del Espíritu Santo, clavando en él los ojos, dijo: “¡Oh, lleno de
todo engaño, y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia,
¿no cesarás de trastornar los caminos rectos del Señor? Pues ahora, he aquí
la mano del Señor sobre ti, y quedarás ciego, sin ver el sol por cierto
tiempo.” Y al instante —dice San Lucas— cayó sobre él la oscuridad y las
tinieblas, y dando vueltas, buscaba quien le llevase de la mano» (Hechos,
XIÍ, 9-12).
En efecto, Pablo quiere dejar constancia de la superioridad del
Cristianismo y de su diferencia con la magia. Por esto, no vacila en pedir
un milagro al Señor. El procónsul permanece atónito ante la realidad
sobrenatural del hecho y ayudado por la gracia recibe la virtud de la fe: por
primera vez el Cristianismo ha penetrado en la alta sociedad romana.
Después de la conversión del procónsul, Pablo y Bernabé deciden
abandonar Chipre.
Otra vez se hacen a la vela y cruzan el mar: navegan cerca de la
desierta costa de Panfilia, que se despliega a la derecha, desabrigada de
refugios o puertos.
Unas horas más de navegación y llegan a Atalia, en la desembocadura
del Cestrus. En el puerto, unas descoloridas barcas pesqueras aparecen va-
radas indolentemente. Las casas están cerradas, las calles desiertas. Hace
calor. La malaria azota estas costas pantanosas; sus habitantes temen las
fiebres y abandonan sus tierras en verano. Pablo decide proseguir:
cruzarán las montañas del Tauro y llegarán al interior de] país. Ese interior
que Pablo ha tenido siempre tantos deseos de conocer, desde los años de su
infancia en Tarso; pero irán sólo Pablo y Bernabé: Juan Marcos vuelve a
Jerusalén.

40
De Atalia se dirigen, río arriba, a Perge de Panfilia. Otra ciudad
desierta. De aquí parte un estrecho y peligroso camino que franquea las
gargantas del Tauro. EJ camino es duro y penoso. Pablo y Bernabé tienen
que cruzar una región abrupta y peligrosa, entre las cuencas de lo ríos
Cestrus y Erimidón. Sólo encuentran en su camino a pastores, con sus
rebaños de ovejas y cabras; pero ninguno se muestra amistoso ni
hospitalario.
Al cabo de unos días, llegan a la otra vertiente, y admiran
entusiasmados el panorama: un extenso valle, con un apacible lago de
profundas aguas, encuadrado por un arco de lejanas montañas azules,
coronadas por el macizo del Sultán-Dagh.
Tal vez cruzan el lago en una de las barcas de los pescadores o quizá
bordean sus orillas hasta llegar a la ciudad de Antioquía de Pisidia.
La ciudad pertenece a la provincia de Galacia. Antiguamente
infestada de bandidos, los emperadores Augusto y Claudio habían fundado
ciudades y establecieron aquí como colonos a veteranos de las legiones. La
mayor parte de sus habitantes procedían de la legión Alauda, reclutados
por Julio César entre los celtas de las Galias. También vivían numerosos
judíos dedicados al comercio. La ciudad, dominada por la Acrópolis,
estaba consagrada al dios Men o Lunus, símbolo de la luna.
La conducta de Pablo y Bernabé es la acostumbrada. Esperan el
sábado y entran en la sinagoga, tomando asiento en uno de los bancos.
Uno de los ayudantes abre uno de los estuches y saca los rollos que
contienen los textos sagrados. Hecha la lectura de la ley y de los profetas,
los jefes de la sinagoga les invitan:
—Hermanos, si tenéis alguna palabra de exhortación al pueblo,
decidla.
Entonces se levanta Pablo, hace con la mano la señal de silencio y
comienza a hablar:
—Varones israelitas y vosotros los que teméis a Dios, escuchad.
Estas palabras que encabezan el discurso son una clara indicación de
que sus oyentes no sólo son judíos, sino también conversos y simpatizantes
gentiles, que eran conocidos con el ambiguo nombre «los que temen a
Dios». —El Dios de este pueblo de Israel —prosiguió Pablo— eligió a
nuestros padres y acrecentó al pueblo durante su estancia en la tierra de
Egipto y con brazo fuerte los sacó de ella. Durante unos cuarenta años los
soportó en el desierto; y destruyendo a siete naciones de la tierra de Canán
se la dio en heredad al cabo de unos cuatrocientos cincuenta años. Después
41
les dio jueces, hasta el profeta Samuel. Luego pidieron rey, y les dio a
Saúl, hijo de Cis, de la tribu de Benjamín, por espacio de cuarenta años.
Rechazado éste, alzó por rey a David, de quien dio testimonio diciendo:
«He hallado a David, hijo de José, varón según mi corazón, que hará en
todo mi voluntad.»
Este preámbulo de la Historia Sagrada da pie al apóstol para abordar
definitivamente el tema de su predicación: el cumplimiento de las prome-
sas mesiánicas en Jesús.
—Del linaje de éste (David), según su promesa, suscitó Dios para
Israel un salvador, Jesús, precedido por Juan, que predicó, antes de la
llegada de aquél, el bautismo de penitencia, a todo el pueblo de Israel.
Cuando Juan estaba para acabar su carrera dijo: «No soy yo el que
vosotros pensáis; otro viene después de mí, a quien no soy digno de
desatar el calzado. Hermanos, hijos de Abrahán y los que entre vosotros
temen a Dios, a nosotros se nos envía este mensaje de salud.»
»En efecto, los moradores de Jerusalén y sus príncipes le rechazaron
y condenaron, dando así cumplimiento a las palabras de los profesores que
se leen cada sábado, y sin haber hallado ninguna causa de muerte pidieron
a Pilato que le quitase la vida. Cumplido todo lo que de Él estaba escrito,
le bajaron del leño y le depositaron en un sepulcro; pero Dios le resucitó
de entre los muertos, y durante muchos días se apareció a los que con Él
habían subido de Galilea a Jerusalén, que son ahora sus testigos ante el
pueblo. Nosotros os anunciamos el cumplimiento de la promesa hecha a
nuestros padres, que Dios cumplió en nosotros, sus hijos, resucitando a
Jesús, según está escrito en el salmo segundo: «Tú eres mi hijo, yo te
engendré hoy», pues le resucitó de entre los muertos, para no volver a la
corrupción. También dijo: «Yo os cumpliré la promesas santas y firmes
hechas a David.» Por lo cual, en otra parte dice: «No permitirás que tu
Santo vea la corrupción.» Pues bien, David, habiendo hecho durante su
vida la voluntad de Dios, se durmió y fue a reunirse con sus padres y
experimentó la corrupción; pero aquel a quien Dios había resucitado, ése
no vio la corrupción.
»Sabed, pues, hermanos, que por éste se os anuncia la remisión de los
pecados y de todo cuanto por la ley de Moisés no podíais ser justificados.
Todo el que en £1 creyere será justificado. Mirad, pues, que no se cumpla
en vosotros lo dicho por los profetas:

42
»Mirad, menospreciadores, admiraos y anonadaos, porque voy a
ejecutar en vuestros días una obra tal que no la creeríais si os la contaran»
(Hechos, 17, 41).
Con voz firme y apasionada, Pablo ha sabido dar una exposición
completa, clara y rápida de la Historia Sagrada y de su culminación en
Jesús, el Mesías anunciado por los profetas. El discurso tiene favorable
acogida y los miembros más destacados de la sinagoga les ruegan que
reanuden sus explicaciones el sábado siguiente, y «disuelta la reunión —
leemos en San Lucas— seguían muchos judíos y prosélitos religiosos a
Pablo y a Bernabé, los cuales les hablaban persuadiéndoles a permanecer
en la gracia de Dios. Y al próximo sábado casi toda la ciudad se congregó
para escuchar la palabra de Dios» (Hechos, 43 y 44).
En efecto, el sábado siguiente los apóstoles se sorprenden de que casi
toda la población esté congregada en el templo para escuchar la palabra de
Dios.
Esta doctrina de esperanza, que por primera vez no hace distingos
entre judíos y gentiles, llena de caridad y de comprensión con el poderoso
y con el pobre, arrebata a todos. ¿Qué habitante de Antioquía de Pisidia
podría permanecer indiferente ante lo que iba a dilucidarse en la sinagoga?
Los presentes se muestran reservados y manifiestan cierto desagrado.
No era esto lo que ellos quieren. Este hombre viene a echar por tierra con
sus palabras la superioridad moral que ellos, como hijos de Israel, creen te-
ner. Los judíos, al ver la muchedumbre atraída por la nueva doctrina, se
llenan de envidia y empiezan a insultar y a contradecir a Pablo. Pero los
apóstoles, ayudados por el Espíritu Santo, responden con energía:
—A vosotros os habíamos de hablar primero de la palabra de Dios,
mas puesto que la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos
volveremos a los gentiles. Porque así nos lo ordenó el Señor: «Te he hecho
luz de las gentes para ser su salud hasta los confines de la tierra» (Hechos,
XII, 46-48).
Estas palabras provocan la ira de los judíos y a la vez una profunda
alegría entre los gentiles, quienes «glorificaban la palabra de Dios y
creyeron cuantos estaban ordenados a la vida eterna» (Hechos XIII, 48).
Pablo tiene ocasión de ver claramente lo que será el porvenir: se
ganará el odio de sus hermanos de raza, que le considerarán un apóstata;
en cambio ganará sus mejores prosélitos y amigos entre los gentiles; el
rebaño que le ha destinado el Señor.

43
Ya no asisten más a la sinagoga. Se buscan otro local y fundan una
iglesia en esta Antioquía, como la habían fundado en la otra. Pronto
tuvieron discípulos por toda la región. Pablo se referirá más tarde, en su
Epístola a los Gálatas, a los afanes que entre ellos pasó; afirma que le
recibieron con afecto, como a un ángel de Dios, como si hubiera sido el
mismo Cristo Jesús, y que de haber sido posible, hasta los ojos se habrían
arrancado para dárselos. ¡Qué amor no llegó a suscitar aquel apóstol de tan
ardiente celo apostólico!
Sin embargo, los judíos conspiran entretanto. Incitan a unas mujeres
«religiosas y nobles» para que promuevan un tumulto; después de
provocar los disturbios, acuden a las autoridades romanas, y se quejan de
que aquellos dos extranjeros suponen un peligro para la ciudad y
ocasionan trastornos entre el pueblo. La garra de la persecución recae
sobre Pablo y Bernabé. Pero los apóstoles, ayudados con la gracia, y
sabiendo ver los acontecimientos externos y las contradicciones desde un
prisma sobrenatural, se comportan con las virtudes propias de su cargo,
con estos rasgos que más tarde escribirá San Pablo: «en todo nos pre-
sentamos ministros de Dios, con una gran paciencia en las tribulaciones,
necesidades, angustias, en los azotes, cárceles, sediciones, fatigas,
desvelos, ayunos, en la castidad, ciencia, longanimidad, bondad, en el
Espíritu Santo, en caridad sincera, en la palabra de veracidad, en el poder
de Dios, mediante las armas de la justicia, en la derecha y en la izquierda,
en medio de la gloría y de la ignominia, de la calumnia y de la buena fama;
como impostores, aunque veraces; como desconocidos, aunque conocidos;
como moribundos, y he aquí que vivimos; como castigados, aunque no
condenados a muerte; como tristes, pero siempre alegres; como pobres,
pero enriqueciendo a muchos; como quienes nada tienen, poseyéndolo
todo» (II, Corintios, VI, 4-10).
Toman la vía Sebaste, dejan atrás la verde campiña de Antioquía;
ahora pisan una alta meseta, una estepa árida y gris, en que se alternan las
tierras pantanosas y salinas y donde las tormentas cubren de polvo la
llanura, rodeada de gigantescas montañas —algunas con cumbres nevadas,
o con volcanes apagados—: al norte el Sultán-Dagh, al sur la alargada
cadena del Tauro, al sudeste el Karadagh (volcán extinguido que se eleva
solo, mole cónica y gris en la llanura), y hacia al este el Karadscha-Dagh.
A unos 120 kilómetros de distancia, llegan a la cima de Iconio. En
medio de un oasis, como Damasco, la población estaba situada a 1.130
metros sobre el nivel del mar. Los habitantes procedían de una colonia de
veteranos romanos que mandó establecer aquí el emperador Claudio, de
44
gálatas helenizados y de judíos; se dedicaban a la agricultura y a la
fabricación de tejidos de lana. Los altos cargos estaban ocupados por
arcontes romanos. Por estas tierras había pasado el verano del año 51 antes
de Jesucristo el célebre orador romano Cicerón, cuando era procónsul de
Cicilia.
En la sinagoga, los apóstoles hablan de Dios a una numerosa multitud
de judíos y de griegos. También aquí los judíos, aferrados a la vieja ley, se
muestran incrédulos y excitan los ánimos de los gentiles contra ellos.

Sin embargo, Pablo y Bernabé, con la firmeza y energía de los que


poseen la verdad, deciden quedarse.
«Se detuvieron, sí —dijo San Lucas—, bastante tiempo, plenamente
confiados en el Señor, que testifica en favor de su gracia, concediéndoles
obrar signos y prodigios.»
A este respecto cuenta la tradición que en esta ciudad tuvo lugar la
conversión de una joven pagana que más tarde sufrirá el martirio: Santa
Tecla.
La dura oposición de los judíos provoca la división del pueblo: se
produce un tumulto y un grupo de judíos y gentiles deciden apedrear a los
45
apóstoles. Advertidos Pablo y Bernabé abandonan la ciudad y se dirigen a
Licaonia.
Se adentran de nuevo en la estepa solitaria, sólo cruzada por algún
pastor con su rebaño. Pronto alcanzan —quizás a través de un estrecho ca-
mino que bordea las Montañas Negras y el Kara-Dagh— otra de las
colonias establecidas por los romanos.
La ciudad estaba consagrada a Júpiter. La leyenda cuenta cómo el
dios romano había transformado en árboles a Filemón y Baucis, para que
siempre permanecieran juntos: en efecto, los dos tilos centenarios
entrelazaban sus ramajes, simbolizando de este modo la unión de los dos
ancianos.
Una familia judía, residente en la ciudad, se apresura a saludarlos y
les brinda hospitalidad. Es Loida, una anciana israelita, que guarda
piadosamente la fe de sus mayores, y vive con su hija Eunice, viuda de un
gentil, y un hijo de ésta de quince años de edad, llamado Timoteo.
Tomando aquella casa como centro de sus actividades, Pablo y
Bernabé extienden su apostolado a las regiones vecinas. El conocimiento
que Timoteo tiene del país debe ser muy útil a los apóstoles, a quienes sin
duda acompaña en sus idas y venidas por los alrededores. Pablo le toma
gran estima y el joven le paga con su solícita devoción, y será futuro
acompañante en los viajes del apóstol. De él escribirá más adelante «que
no tiene a nadie tan unido a él», y «que, como un hijo a su padre, lo sirvió
en el Evangelio» (Filipenses, II, 20-22).
Había en la ciudad un hombre inválido de los pies, cojo de
nacimiento; en una ocasión en que Pablo predicaba, éste fija los ojos en él
y, viendo por su expresión que tenía fe para ser salvo, le dice en alta voz:
—Levántate, ponte derecho sobre tus pies. —Y dio un salto y echó a
andar (Hechos, XIV, 10).
La muchedumbre se asombra de lo sucedido y todos los testigos del
milagro afirman en lengua licaónica que los dioses, tomando forma
humana, habían descendido a la tierra. En su puerilidad llegan casi a lo
cómico: toman a Bernabé, con su barba y su cabello oscuro, por Júpiter (en
griego Zeus) y a Pablo, más bajo de estatura, le identifican con Hermes, el
audaz e ingenioso hijo de Júpiter.
La multitud corre a informar al sacerdote del milagro ocurrido, con la
original y errónea conclusión que del mismo han sacado. A continuación
coronan dos toros con guirnaldas de flores, y tañendo flautas los llevan en
procesión hacia el templo de Júpiter, que estaba junto a una de las puertas
46
de la muralla. Los apóstoles logran salir de la perplejidad que les produjo
lo inesperado del hecho; y al saber que querían ofrecerles un sacrificio, se
rasgan las vestiduras y a viva fuerza se hacen con la multitud diciéndoles:
— ¡Hombres!, ¿qué es lo que hacéis? Nosotros somos hombres
iguales a vosotros, y os predicamos para convertiros de estas vanidades al
Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto hay en ellos;
que en las pasadas generaciones permitió que todas las naciones siguieran
su camino, aunque no las dejó sin testimonio de sí haciendo el bien y
dispensando desde el cielo las lluvias y las estaciones fructíferas, llenando
de alimentos y de alegría vuestros corazones.
«Apenas con estas palabras —prosigue San Lucas— desistieron las
turbas de ofrecerles sacrificios» (Hechos, XIV, 15-18).
A partir de este suceso el ambiente en Listra se hace hostil y el pueblo
adopta una actitud de recelo y desdén hacia los apóstoles. Si no eran
dioses, ¿qué eran? El odio crece por la llegada a la ciudad de unos judíos
procedentes de Antioquía de Pisidia y de Iconio, que al reconocer a los
apóstoles incitan a la muchedumbre en contra de ellos. Una vez más se
promueve el tumulto, pero en esta ocasión la masa sufre un contagio
colectivo y traspasa el límite de lo acordado en un principio: las turbas
apedrean a Pablo y le arrastran fuera de la ciudad, dándole por muerto.
Bernabé, Timoteo y algunos otros discípulos hallan a Pablo malherido;
aprovechando las sombras de la noche le conducen a casa de Loida para
curarle. Sin embargo ya no es posible quedarse en Listra. Al día siguiente,
Pablo sale con Bernabé camino de Derbe; posiblemente Timoteo les
acompaña también. Son 40 kilómetros sufriendo los violentos traqueteos
de un mal camino, a través de un desierto salino, en el que no hay po-
sibilidad de encontrar agua ni apenas existe vegetación.
Llegan a Derbe, una pequeña ciudad en las montañas, en los confines
de Galacia. Aquí parece que los dos apóstoles son acogidos en casa de un
tal Gayo, que más tarde será discípulo y compañero de viaje de Pablo.
(Hechos, XX, 4). Pablo tuvo que guardar cama muchos días. Quizá se le
reprodujeran las fiebres; pero nada pudo impedir que continuase su
admirable labor de evangelización. San Lucas dice que allí hicieron
muchos discípulos. Sin duda la casa de Gayo sería el centro de reunión y
Bernabé recorrería en misión los alrededores. Algunos autores afirman que
los dos apóstoles permanecen allí cosa de un año y Pablo aprovecha
aquella pausa para no perder contacto con las comunidades por él fundadas
en las ciudades que había cruzado anteriormente. Timoteo le sería en esto
de suma utilidad, como fiel mensajero.
47
No era necesario cruzar los montes Tauro y dirigirse hacia Tarso, o
tomar el camino del norte hacia Capadocia, donde ya había comunidades
cristianas (1, San Pedro, 1). Todo lo que les restara por hacer era regresar
por donde habían venido, visitar de nuevo las comunidades ya fundadas y
confirmarlas en la fe. Y así es como otra vez pasaron por Listra, Iconio y
Antioquía de Pisidia, desandando lo andado. Nadie les persigue en esta
ocasión. Han pasado muchos meses desde que los conocieron por primera
vez, y gracias a Timoteo y otros conversos, paisanos suyos, se dan cuenta
los habitantes de tales poblaciones de que aquellos hombres, que en un
momento de ofuscación habían hostigado tomándoles por seres malignos y
peligrosos, sólo pretendían predicar una religión de amor.
Es indudable que este viaje de regreso de los apóstoles es fecundo. El
evangelista nos dice que pasan «confortando los ánimos de los discípulos,
exhortándolos a permanecer en la fe y diciéndoles que por muchas tribula-
ciones hemos de entrar en el reino de los cielos» (Hechos, XIV, 22).
Posiblemente Pablo les repetirá una y otra vez las palabras que dirige
en su epístola Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum. Para los
que aman a Dios todas las cosas son para bien: frase que resume el porqué
de la alegría cristiana; su sólido cimiento en la filiación divina.
Asimismo, por la ceremonia de la imposición de las manos,
constituyen presbíteros en cada iglesia, y «después de haber orado y
ayunado, los encomendaron al Señor en quien habían creído» (Hechos,
XXV, 23).
Otra vez atraviesan las montañas de Pisidia. Llevan el corazón lleno
de gozo y en sus oraciones dan continuamente gracias a Dios. De nuevo, a
cruzar la llanura pantanosa de Panfilia. Ahora no hay epidemia de fiebres y
hallan a Perge habitado y lleno de animación. Pablo aprovecha la ocasión
para predicar la palabra de Dios. Bajan por el río Cestrus y alcanzan Ataba.
Daba gozo ver el puerto. De nuevo la tarea de siempre: buscar a algún
patrón que zarpe y quiera llevarles. Encuentran a uno que se dirige a
Antioquía y en su nave embarcan. El viaje es feliz. En los días largos y
monótonos de navegación, ven a la izquierda las costas de Cilicia y el te-
lón azul de los montes Tauro; y a la derecha la recortada costa de Chipre. Y
aunque el evangelista no lo exprese, estamos seguros que el largo viaje
está lleno de oración y de actos de amor a Dios, con los que ambos
encomiendan con fuerza las nuevas comunidades de fieles y los habitantes
de las regiones que divisan.

48
Al fin atracan en Seleucia. Unas horas más de camino y divisan el
monte Silpio. Cuando llegan a la ciudad, se presentan a los miembros de
su iglesia, y, en la primera reunión celebrada, cuentan cuanto había hecho
Dios con ellos, y cómo han abierto a los gentiles la puerta de la fe.
Y San Lucas nos dice «que moraron con los discípulos bastante tiem-
po» (Hechos, XIV, 2S).

49
Capítulo IX

LA OBLIGACIÓN DE LA LEY

Salta a la vista el prodigioso desarrollo alcanzado por la iglesia de


Antioquía en los cuatro años en que Pablo estuvo ausente. Por toda Siria y
Cilicia florecían las comunidades cristianas, nacidas todas ellas gracias a
los esfuerzos de esta joven Iglesia antioqueña, dinámica, llena de fe y
abandono en Dios. En efecto, la extensión del Cristianismo entre los
gentiles crece a tal ritmo, que la mayoría de los discípulos de Jesús
provienen ya de la gentilidad.
Pero los judíos conversos, especialmente los que proceden de la secta
de los fariseos, con su centro en Jerusalén, creen que los gentiles conversos
no son verdaderos cristianos y que no se debe administrar el bautismo sin
antes hacerles aceptar la ley mosaica. Para ellos, la vieja ley seguía
vigente.
De este modo algunos de estos judíos, procedentes de Judea, afirman
a los demás cristianos:
—Si no os circuncidáis conforme a la ley de Moisés, no podéis
salvaros.
Dice San Lucas que con esto se produjo «un altercado y discusión no
pequeña». Pablo y Bernabé rechazan tal mosaísmo: sólo el bautismo es
necesario, en los convertidos a la fe, para merecer el nombre de cristianos.
Este apego de los judíos conversos a la ley mosaica provoca una gran
agitación en la Iglesia de Antioquía. ¿Es que se va a producir un cisma?
Obligar a los cristianos de la gentilidad a aceptar la ley y someterse a la
circuncisión significa encerrar el Cristianismo en los estrechos límites de
la sinagoga y negar la universalidad de la Redención. Es volver al
nacionalismo religioso de los judíos. Tampoco se les puede admitir como
cristianos a medias o de segunda clase: es incompatible con las enseñanzas
50
de Jesús, que no hizo distingos y sólo pidió el arrepentimiento de los
pecados, la sencillez de vida, la humildad de corazón, el amor hacia el
prójimo y el abandonarse a los designios de Dios con fe absoluta.
De modo inconsciente, los cristianos procedentes de la secta farisaica
tratan de transmitir a la Iglesia toda la estrechez de miras que tenía su
secta. Eran cristianos que seguían observando escrupulosamente las pres-
cripciones de la ley: la circuncisión, la festividad del sábado, la abstención
de comer carnes inmoladas a los ídolos o de animales ahogados, sangre, y
todo lo demás considerado impuro.
Es cierto que Jesús ha nacido bajo la ley mosaica y la ha observado
con esmero; incluso en una ocasión advirtió que no venía a derogar la ley
sino a darle cumplimiento. Pero a estos cristianos de culto farisaico les
falta una perspectiva ancha y clara de la misión de Cristo y de los
cristianos en el mundo. Sin embargo, el Señor sabe cuidar de los suyos y
de la pureza de la doctrina: en estos momentos Pablo y Bernabé son meros
instrumentos de Dios. El Espíritu Santo les ha clarificado la mirada para
que tengan una visión amplia del problema: de este modo defenderán una
franca apertura a la gentilidad, sin ningún lastre innecesario.
Hoy, después de veinte siglos de historia del Cristianismo —en que la
evangelización se ha realizado en todos los lugares—, esta actitud abierta y
universal es fácil de mantener; pero en los tiempos de los primeros cris-
tianos la cuestión era espinosa y presentaba cierta dificultad.
Por tanto, se impone ir a Jerusalén y ponerse de acuerdo con los
miembros de la comunidad de la Ciudad Santa, y especialmente escuchar
la opinión de Pedro, jefe supremo de la Iglesia.
Pablo y Bernabé se dirigen a Jerusalén, acompañados de otros ilustres
miembros de la Iglesia antioqueña, entre ellos un joven llamado Tito, para
expresar la validez de la conversión de los gentiles que no se habían
sometido a las prescripciones de la ley.
Antes de iniciar la marcha les ruegan que se acuerden de los pobres
de Jerusalén. Toman el camino de Fenicia y de Samaría: por las ciudades
que pasan se detienen a saludar a la comunidad cristiana y transmiten a los
fieles la fecundidad del apostolado entre gentiles, hecho que es recibido
con gran gozo.
A su llegada a Jerusalén son acogidos cordialmente por los miembros
de su Iglesia, especialmente por los apóstoles y sus presbíteros. Hacía
catorce años que Pablo no pisaba las calles de la Ciudad Santa, ¡y qué
cambiado encontraba todo! Ya no era recibido con hostilidad ni con
51
sospechas; ahora se le reconocía como un ilustre apóstol, que se había
destacado por sus servicios a la Iglesia; como uno de los más firmes
discípulos de Jesús.
Pasado el breve preámbulo de las presentaciones y las visitas de
cortesía, sin faltar naturalmente un recorrido por los lugares santos,
obligado en todo cristiano que visita Jerusalén, no tardan en comenzar las
reuniones para debatir el problema que tenían planteado.
De este modo se celebra el Concilio de Jerusalén (año 48 o 49).
Pablo y Bernabé cuentan cuanto había hecho Dios con ellos. Su relato
de conversiones en masa de gentiles provoca una reacción contraria en al-
gunos creyentes de la secta de los fariseos, quienes sostienen que los genti-
les han de recibir la circuncisión y deben guardar la ley.
El grupo que defiende esta estricta observancia de la ley mosaica
trata de ampararse en Santiago el Menor. Aseguran que hablan en su
nombre cuando proclaman que la doctrina de Jesús era la culminación y el
cumplimiento de la ley, y que, por tanto, todo aquel que no observase ésta
no era digno de comer a la misma mesa con un circunciso, ni podía aspirar
a la Salvación. Extrañados de que Tito, gentil converso, es incircunciso,
tratan de obligarle a que reciba la circuncisión.
Tras una larga deliberación se levanta Pedro y nos cuenta San Lucas
que dijo:
«Hermanos, vosotros sabéis cómo, de mucho tiempo ha, determinó
Dios aquí entre vosotros que por mi boca oyesen los gentiles la palabra del
Evangelio y creyesen.»
En su papel conciliador es muy oportuna esta alusión de Pedro. En
efecto, él mismo, mucho antes que Pablo, ya ha comenzado la obra de la
predicación entre los gentiles. En Cesárea había convertido a un centurión
de la cohorte romana Itálica, llamado Cornelio. Más tarde había hecho una
campaña de evangelización en Joppe, y al regresar a Jerusalén, lo mismo
que ahora reprochaban a Pablo, le habían reprochado a él: «que había en-
trado en casa de los incircuncisos y comido con ellos». Pedro tuvo que
porfiar con ellos y convencerles, y al final reconocieron «que Dios había
concedido también a los gentiles la penitencia para la vida» (Apóstoles, 11,
18).
—Dios, que conoce los corazones —prosigue Pedro—, ha testificado
en su favor, dándoles el Espíritu Santo igual que a nosotros, y no haciendo
diferencia alguna entre nosotros y ellos, purificando con la fe sus
corazones. Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios queriendo imponer sobre
52
el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros
fuimos capaces de soportar? Pero por la gracia del Señor Jesucristo
creemos ser salvos nosotros, lo mismo que ellos (Hechos Apóstoles, XV,
7-11).
El silencio es el eco que recoge la última frase de Pedro. Esperan in-
quietos los discursos de Pablo y Bernabé, quienes refieren de nuevo cuán-
tas señales y prodigios había hecho Dios entre los gentiles por medio de
ellos.
Le corresponde hablar a Santiago: la expectación está en el ambiente.
¿Apoyaría, en efecto, el hijo de Alfeo a aquellos que se escudaban en su
autoridad o los desautorizaría allí mismo?
—Hermanos, oídme: Simón (él llamaba así a Pedro) nos ha dicho de
qué modo Dios por primera vez visitó a los gentiles para consagrar de ellos
un pueblo a su nombre. Con esto concuerdan las palabras de los profetas,
según está escrito: «Después de eso volveré y edificaré la tienda de David,
que está caída, y reedificaré sus ruinas y la levantaré a fin de que busquen
los demás hombres al Señor, y todas las naciones sobre las cuales fue
invocado mi nombre, dice el Señor, que ejecuta estas cosas, conocidas
desde antiguo» (Hechos, XV, 13-18).
Tras este preámbulo, Santiago expone que no debe inquietarse a los
gentiles conversos; en efecto ésta era la voluntad de Dios. Sin embargo,
propone escribirles, pidiendo a los nuevos cristianos que guarden todas
aquellas observancias de la ley que a él le parecen aún imprescriptibles: el
no comer carne sacrificada a los ídolos, ni de animales ahogados, ni comer
sangre, el llevar una vida honesta y alejada de las acciones impuras. «Pues
Moisés, terminó diciendo, desde antiguo tiene en cada ciudad quienes lo
explican, leyéndolo en las sinagogas todos los sábados.»
De este modo Santiago el Menor ha propuesto una solución de
compromiso que parece bien a todos. Los apóstoles y los ancianos la
aprueban con toda la Iglesia. Deciden que Pablo, Bernabé y Tito vuelvan a
Antioquía, pero acompañados de otros cristianos. Resultan elegidos Judas,
llamado también Barsabás —uno de los primeros cristianos que hubo en
Jerusalén y al que se cree hermano del apóstol Matías— y Silas o Silvano
—un helenista que, como Pablo, gozaba de la ciudadanía romana—,
ambos varones principales de la comunidad de Jerusalén.
San Lucas nos transcribe la carta que dirigen los apóstoles a los fieles
gentiles:

53
«Los apóstoles y ancianos hermanos a sus hermanos de la gentilidad
que moran en Antioquía, Siria y Cilicia, salud: Habiendo llegado a
nuestros oídos que algunos salidos de entre nosotros, sin que nosotros les
hubiéramos mandado, os han turbado con palabras y han agitado vuestras
almas, de común acuerdo nos ha parecido enviaros varones escogidos en
compañía de nuestros amados Bernabé y Pablo, hombres que han expuesto
la vida por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Enviamos, pues, a
Judas y a Silas para que os refieran de palabra estas cosas. Porque ha
parecido al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros ninguna otra carga
más que estas necesarias: que os abstengáis de las carnes inmoladas a los
ídolos, de sangre y de lo ahogado, y de fornicación, de lo cual haréis bien
en guardaros. Pasadlo bien» (Hechos, 23-30).
El tono familiar y fraterno de la carta pone de manifiesto el cariño so-
brenatural y humano que empapa las relaciones de los primitivos
cristianos.
Acompañados de un considerable séquito, los enviados vuelven a
Antioquía. Pronto reúnen a los fieles, quizás en el templo de la calle de
Singón, que más tarde recibirá los títulos de basílica «antigua o
apostólica». La carta les produce gran alegría y los llena de consuelo.
Judas y Silas también exhortan a los hermanos y los confirman en la fe.
Aquella Iglesia que ya tiene una labor crecida se afirma con el lazo de la
unidad.
Judas y Silas pasan algún tiempo con los hermanos de Antioquía;
después Judas decide regresar a Jerusalén; por el contrario Silas permanece
con Pablo y Bernabé en Antioquía, enseñando y evangelizando la palabra
del Señor. No hay duda de que sentirían un gran amor por aquella gloriosa
y floreciente Iglesia antioqueña, orgullo de la Cristiandad, a cuya
formación ellos tanto habían contribuido.
Poco después, los fieles antioqueños habrían de tener una gran
alegría. Se anunció una visita de Pedro. Pedro, Cefas o Simón, piedra
sobre la cual Jesús había dicho que fundaría su Iglesia, era quizás el más
venerado de todos los apóstoles, el que tenía la gloriosa primacía de haber
sido el primero en reconocer en Jesús al Mesías. Su visita a Antioquía
nacería del deseo de conocer a la comunidad cristiana numéricamente más
importante, más eficaz en la tarea de la evangelización y más fuerte
económicamente. Y también del deseo de dar las gracias por la continua
ayuda que ésta prestaba a la Iglesia de Jerusalén.

54
Pedro, que iba acompañado de Juan Marcos, fue muy bien recibido y
se amoldó con facilidad a los usos y costumbres de los gentiles
convertidos; fue invitado de honor en muchos hogares y comió con ellos.
Sin embargo, como llegaran poco después de Jerusalén algunos de los
llamados «de Santiago», fariseos convertidos, Pedro sintió inexplicables
escrúpulos de lo que pudieran pensar de él, y se retrajo y apartó del trato
con los gentiles, para que no le vieran con ellos los de la circuncisión.
Otros judíos que ahora eran discípulos de Jesús consintieron también en la
misma simulación, y el ejemplo fue tan fuerte, que hasta Bernabé se dejó
arrastrar por él.
Pablo se irritó y vio que no caminaban rectamente según la verdad
del Evangelio. Es curiosa esta actitud de Pedro, pero no es un caso único y
ya tenía antecedentes. Jesús, al elegir a este pescador de Galilea como
apóstol, sabía que era un hombre recto, valeroso, de corazón puro; pero
sabía también que de vez en cuando se sentía incomprensiblemente débil y
se comportaba como un niño. Ya Jesús le vaticinó que le negaría tres
veces. Éste era otro de esos extraños momentos de debilidad (nadie, ni los
caracteres más fuertes, están exentos de ellos). Y Pablo le recriminó
delante de todos los otros cristianos:
—Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿por qué
obligas a los gentiles a judaizar? Nosotros somos judíos de nacimiento, no
pecadores procedentes de la gentilidad, y sabiendo que no se justifica el
hombre por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo, hemos creído
también en Cristo Jesús, esperando ser justificados por la fe de Cristo y no
por las obras de la ley, pues por éstas nadie se justifica.
No hay duda de que Pedro rectificó. Aquel momento de debilidad
debió ser pasajero. Su sobrenombre de Pedro quería decir «Piedra». Sólo
un hombre de fuerte carácter puede merecer este título. Y se lo dio nada
menos que el propio Jesucristo, que no podía equivocarse respecto al juicio
que le merecían los hombres. La piedra, pues, volvería a ser piedra, y años
más tarde encontraremos a este apóstol en Roma, cerca de Pablo, sellando
ambos con el martirio el mutuo amor de hermanos que se profesaron.
No mucho después, Pablo, como ya veremos, también tuvo otro mo-
mento de debilidad y ante la fuerte presión de los judíos conversos
transigió con que su acompañante Timoteo fuera circuncidado, para evitar
mayores males. Tan fuertes eran aún aquellos prejuicios. La rebelión de los
judíos en el año 66 y la caída de Jerusalén en manos romanas en el año 70,
con su consiguiente destrucción y la dispersión del pueblo judío, al
acarrear asimismo la dispersión de la comunidad cristiana de Judea,
55
pondrá fin, al integrar a todos los cristianos en el mundo de la gentilidad, a
estas disputas sobre el cumplimiento de la ley.

56
Capítulo X

EL SEGUNDO VIAJE

Es un hecho evidente que la vibración apostólica crece al mismo


ritmo que se intensifica el amor a Dios y el afán de santidad: no se concibe
un hombre en contacto continuo con el Señor que no sienta la imperiosa
necesidad de transmitir a los demás ese amor que lleva dentro.
Así le sucede a San Pablo: ¡Ay de mí si no evangelizara!, dice en la I
Epístola a los Corintios (16-17). Una vez afianzada la labor de la Iglesia
de Antioquía propone a Bernabé:
— ¿Por qué no volvemos a visitar a los hermanos por todas las
ciudades en que hemos evangelizado la palabra del Señor y vemos cómo
están?
Bernabé acepta de buen grado, y manifiesta que quiere llevar consigo
a su sobrino Juan Marcos. Pablo juzga que no debían llevarle, puesto que
les abandonó en tierras de Panfilia. No es que sienta rencor personal, sino
que quizá no le considera maduro para realizar tal empresa. Por el
contrarío, Pablo, al final de su vida, cuando escribe a Timoteo desde la
prisión de Roma, solicita la ayuda de Marcos.
«Toma y trae contigo a Marcos, que me es muy útil para el
ministerio.» Pero es posible que Pablo piense que Marcos es aún
demasiado joven. No lo cree así Bernabé: juzga a su sobrino capaz de
grandes empresas; está seguro de que sabrá desenvolverse a pesar de sus
pocos años.
A la vista de ese desacuerdo deciden separarse. Bernabé se marcha a
Chipre con Juan Marcos. Entre sus queridos paisanos y condiscípulos ejer-
ce una admirable labor hasta su muerte, acaecida, según cuenta la
tradición, en su isla natal.

57
Pablo propone a Silas el viaje proyectado con Bernabé. Aquel
hombre fiel y generoso, que había seguido a Pedro, aceptó ilusionado.
Esta vez el recorrido lo harán por tierra. Se dirigen hacia el norte y
bordean el lago de Antioquía; suben por el monte Amano; cruzan la sierra
entre bosques de encinas y pinos. A 900 metros de altura, a la entrada del
desfiladero llamado «Puertas de Siria», estaba el imponente castillo
romano de Pagre. Atraviesan el desfiladero por una vía romana, cuyo
pavimento estaba compuesto de negras piedras de basalto. Después bajan
por un camino sinuoso y alcanzan la ciudad de Alejandreta, rodeada por un
arco de bellas montañas (importante puerto que había sido fundado por
Alejandro Magno, después de la batalla de Isos, que ganó en su
alrededores el año 333 antes de Jesucristo, sobre Darío de Persia). En esta
ciudad fuertemente helenizada visitan la comunidad cristiana y, tras dar a
conocer los acuerdos de Jerusalén, «confirmaban la iglesia», es decir, les
daban su refrendo y su aprobación. En todas partes tienen lugar las
emotivas ceremonias litúrgicas en las que participan todos los fieles, tanto
de origen gentil como judío.
Bordean el golfo y llegan a Mopsuestia, ciudad dominada por una
acrópolis y un castillo. De allí pasan a Adana; siguen por la fértil vega
hasta Tarso. En esta ciudad compran lo necesario para el viaje y se
disponen a cruzar el Tauro.
Es el año 49 y las caravanas se han puesto en movimiento
aprovechando la llegada del buen tiempo. El camino atraviesa estrechas
gargantas y cruza profundos desfiladeros. Al fin llegan ante el desfiladero
de las Puertas Cilicianas. En las rocas hay grabadas inscripciones que
recuerdan el paso de Jerjes, Darío y Alejandro, los grandes conquistadores;
pasadas las montañas, a la bajada, divisan la árida llanura de Capadocia,
con sus cráteres apagados y sus páramos. Sin embargo, aquí había estado
establecido el fabuloso imperio de los hititas. Quizás en alguna parte
vieran todavía una inscripción de su dios Sandán, una tosca figura con
racimos de uvas y espigas de trigo.
Pasan por Cibistra y Heraclea —dos poblaciones melancólicas y
pobres, donde tal vez ya había comunidades cristianas—, y al cabo de
muchos días de camino llegan a la hospitalaria Derbe. Gayo les recibe con
gran cariño. Los discípulos les acosan a preguntas sobre la doctrina de
Cristo. El tesoro de su fe lo conservan en la memoria: aún no existe ningún
documento cristiano que pueda orientarles acerca de la verdad; en efecto
quedan muchos puntos por aclarar y sobre todo los discípulos solicitan de
Pablo unas normas de conducta concreta para las diversas situaciones.
58
Aún mucho más entusiasta es la acogida que les proporcionan en Lis-
tra. Pablo encuentra de nuevo a Timoteo. El joven ha estudiado las
Sagradas Escrituras y habla y escribe el griego a la perfección. Timoteo
siente una ardiente vocación sacerdotal. Pablo habla con Loida y Eunice y
convence a las dos mujeres para que Timoteo le acompañe; será un
magnífico colaborador y secretario. Pablo le prepara debidamente para la
ordenación sacerdotal, y la asamblea de ancianos, junto con Pablo y Silas,
efectúa la ceremonia de la imposición de manos.
La elección es certera. Para Pablo este joven gálata será siempre un
verdadero hijo en la fe (1, Timoteo, 1, 2).
Sin embargo, el apóstol se ve sometido a una gran presión por parte
de los judíos conversos. ¿Cómo? ¿Un hijo de madre judía no estaba
circuncidado? Éste no es el caso de Tito, hijo de paganos, cuando fueron al
concilio de Jerusalén y allí le exigieron la circuncisión. Se niega en
principio, pero quizá tropieza con los posibles escrúpulos de raza de
Eunice y la anciana Loida. Pero aunque el hecho ocurriese así, Pablo el
apóstol sabe ya qué corresponde hacer. Es en la I Epístola a los Corintios
donde deslinda este tema espinoso.
«Cada uno ande conforme con lo que Dios le ha dado, según Dios le
ha llamado. Así lo dispongo a todas las Iglesias. ¿Ha sido llamado uno
circunciso? No pretenda aparecer incircunciso. ¿Ha sido uno llamado
siendo incircunciso? Que no se circuncide. Nada es la circuncisión y nada
el prepucio, sino la observancia de los preceptos de Dios» (18-20).
Al llegar a Apamea dudan sobre el itinerario a seguir: de aquí parten
dos carreteras, y una de ellas lleva a la rica y famosísima ciudad de Éfeso.
¿Qué camino tomar? Pablo deja Éfeso para más adelante y toma la vía
romana de la derecha, que pasaba por Sinada y Acroeno. Una vez cruzada
la provincia de Frigia, donde se rendía culto a Cibeles, se internaron de
nuevo en Galacia por Dorileo. Algunos comentaristas sugieren que aquí
debió recaer San Pablo de su enfermedad. San Lucas nos dice que «el
Espíritu Santo les prohibió predicar en Asia». En aquellos tiempos no se
llamaba Asia al mayor continente del globo, sino a una pequeña región del
noroeste de la península de Anatolia.
Dirigiéndose de nuevo hacia el oeste, Pablo y sus acompañantes
pasan por Aezani, donde había un soberbio templo dedicado a Júpiter y
una caverna erigida en santuario dedicada a la diosa Cibeles. Luego cruzan
el Rindaco por un sólido puente romano de piedra y pasan por Tiatira. En
Pérgamo es posible que admiren el templo colosal dedicado a Zeus,

59
construcción escalonada, los restos de cuyas soberbias columnas, estatuas
y relieves están hoy en gran parte en un museo de Berlín. Atraviesan
bosques, prados y campos cultivados; a su izquierda, en una profunda
bahía del Mediterráneo, divisan la pequeña villa de Adramittium,
dominada por el monte Ida, desde el que contemplaron los dioses —según
La Ilíada— la lucha de griegos y troyanos. A Bitinia tampoco le permite ir
el Espíritu de Jesús: sin duda aquéllas eran provincias secundarias, y los
designios de la Divina Providencia les ponían obstáculos insalvables para
encaminarles, como ya veremos, hacia poblaciones de muchísima más
importancia, donde su cosecha de almas sería más fructífera.
En estos momentos Pablo debió de tener la impresión de andar
errante, de que una fuerza irresistible le hace vacilar. Él y sus
acompañantes pasaron de largo por Misia y bajaron a Tróade. ¡Cómo había
cambiado el paisaje! Recorrían ahora una región verdaderamente amena y
fértil: la campiña de Troya que Homero había cantado en sus versos.
Tróade era un puerto muy activo, a la entrada misma del estrecho del
Helesponto, al que nosotros llamamos ahora los Dardanelos. Frente a él,
Pablo veía por primera vez las costas de Europa.
Los autores coinciden en afirmar que Pablo encuentra aquí a Lucas,
médico de profesión, natural de Antioquía, que al parecer era ya prosélito,
y que será en adelante un fiel compañero del apóstol. Tiene el nuevo
discípulo grandes aptitudes como escritor, y gracias a los informes
fidedignos que reciben dos personas que han conocido a Jesús y a las
confidencias e informes de San Pablo pudo escribir más tarde ese precioso
documento, inestimable legado de los primeros años del Cristianismo: Los
Hechos de los Apóstoles.
Como médico griego, Lucas ha recorrido bastante mundo y al parecer
tiene buenas amistades en Macedonia. En sus conversaciones con Pablo
sin duda habla de esta región. Pablo mismo tiene una visión: un varón
macedonio le ruega: «Pasa a Macedonia y ayúdanos.» Dice el evangelista
que «luego que tuvo la visión, al momento intentamos pasar a Macedonia,
deduciendo que Dios nos había llamado para evangelizarlos» (Hechos de
los Apóstoles, XVI, 10). No les sería difícil hallar una nave en la que
pudieran cruzar el mar. Pablo, al ver remar a los sudorosos esclavos, quizá
piense que nunca han sido más provechosos sus esfuerzos y que, sin duda,
aquellos trabajos y dolores les serán recompensados por Dios: sin saberlo,
eran los instrumentos de la introducción de la fe de Cristo en Macedonia.
Al zarpar de Tróade ven por el lado de estribor la bella embocadura
del estrecho de Helesponto; pero ellos se dirigen a Samotracia, isla donde
60
siglos después se hallaría una bellísima estatua alada de la Victoria. Sí
desde la cubierta la vieron elevada en alguna altura, la tomarían como
buen augurio de su propia victoria, una victoria de fe, de paz y de amor.
Al día siguiente llegan a Neápolis, poniendo, pues, por primera vez,
los pies en Europa. Neápolis estaba situada en un saliente rocoso y
dominada por un templo dedicado a Diana. Toman la vía Egnacia y luego
un camino rocoso a la derecha. Se dirigen a la ciudad de Filipos, que
algunos creen patria de Lucas: al llegar a la cumbre de los cerros de
Pangeu, sembrados de olivares, un admirable panorama se extiende a sus
pies; un verde valle ancho y fecundo de apretados huertos de manzanos y
ricos prados de flores blancas, en la parte más alta la grandiosa cantera de
mármol, y en la colina, apiñada, la pintoresca ciudad dominada por su
Acrópolis. Filipos es una ciudad que jugó un importante papel en la
Historia; en sus alrededores, junto al arroyo de Gongas o Cangites, mueren
Bruto y Casio en el año 42 antes de Jesucristo en defensa de la República y
la libertad de Roma. Allí se levanta ahora un Arco Triunfal conmemorativo
de la victoria alcanzada por Marco Antonio y Octavio; éste fue el primer
paso en pro del Imperio.
A su lado hay una pequeña sinagoga judía. Pablo y sus acompañantes
pasan unos días en esta atractiva ciudad. Al llegar el sábado cruzan la puer-
ta de la muralla y se dirigen junto al río a esta sinagoga.
El apóstol predica a los asistentes —-casi todos mujeres judías y
gentiles, temerosas de Dios—; emplea un lenguaje sencillo, directo al
corazón, apropiado al auditorio. El ambiente es de paz y de silencio; se oye
el rumor del riachuelo cercano; el viento mueve los ramajes de los árboles;
las plantas aromáticas exhalan su perfume. Las mujeres siguen interesadas
las explicaciones del apóstol. Una es Lidia, pagana piadosa, oriunda de
Tiatira de Lidia. El diálogo surge espontáneo entre Lidia y Pablo; la mujer
cuenta al apóstol detalles de su vida y de su familia, de su profesión de
purpuraría.
Lidia escuchó atentamente las palabras del apóstol; el evangelista
puntualiza que el Señor «abrió su corazón para que atendiese a las cosas
que Pablo decía». La gracia de Dios toca su alma y recibe el don de la fe.
Rápidamente corre presurosa a su casa y transmite a los suyos la fe de
Cristo, de tal modo que se bautiza ella y toda su familia. En su casa se
hospedan San Pablo y sus discípulos, quienes guardarán siempre un cariño
especial por estos fieles de Filipos.

61
Pablo y Silas consiguen fundar una entusiasta comunidad de
creyentes en esta excelente ciudad enclavada entre montañas. A veces los
hermanos en Cristo se reúnen en casa de Lidia, en otras ocasiones lo hacen
en un pequeño local con un huerto, a orillas del Gongas.
Un día en que Pablo y sus discípulos se dirigen al lugar de oración se
cruzan con una joven esclava, pitonisa, con cuyas adivinanzas obtenían sus
amos fuertes ganancias; el encuentro provoca en la alucinada una tremenda
crisis nerviosa y dando grandes gritos les sigue diciendo:
— ¡Estos hombres son siervos de Dios altísimo y os anuncian el
camino de la Salvación!
El hecho produce un gran disturbio en la ciudad, «y hacía esto
durante muchos días». Por esto Pablo decide intervenir; con la ayuda de la
gracia expulsa al espíritu satánico que tenía la posesa:
—En nombre de Jesucristo, te mando salir de ésta.
En el acto el demonio salió de la mujer: la pitonisa recupera la razón
y la paz de espíritu; su rostro, antes contraído y como hechizado, dulcificó
sus rasgos, su voz se hace más dulce y unos leves sollozos estremecen su
cuerpo.
Los amos de la esclava al ver que había perdido sus artes espirituales
temen perder esta segura fuente de ingresos. Son gente influyente, tal vez
vinculada con los sacerdotes paganos del templo de Apolo, y no desean
que sus intereses disminuyan por aquellos extranjeros desconocidos. Pero
acusar a Pablo de haber anulado las artes mágicas de una pitonisa carece
de fuste. ¿Qué motivos pueden achacar a Pablo y los suyos para castigarlos
y expulsarlos?
Con ayuda de unos amigos prenden a Pablo y a Silas y los llevan al
foro ante los magistrados. Los presentan a los pretores.
«Estos hombres perturban nuestra ciudad, porque siendo judíos predi-
can costumbres que a nosotros no nos es lícito aceptar ni practicar, siendo
como somos romanos» (Hechos de los Apóstoles, XVI, 20).
La acusación de tipo político es la más eficiente: ante asuntos de
religión los romanos se muestran indiferentes; pero las maquinaciones
políticas están brutalmente castigadas; una acusación de este tipo es
siempre bien recibida y escuchada por los jueces.
La muchedumbre, excitada por los sacerdotes paganos, insulta a los
apóstoles, manifestándose en contra de ellos. Los pretores no vacilan más
y ordenan que, desnudos, Pablo y Silas sean azotados con varas.
62
El cruel castigo se ejecuta en el pórtico, frente a la plaza pública. Los
apóstoles sangran abundantemente: sus cuerpos están llagados. Así, los
encarcelan e intiman al carcelero a que los guarde con cuidado; un
húmedo, sucio y oscuro calabozo excavado en la roca de la montaña será
su prisión; les meten los pies en un cepo de madera que aseguran con
tornillos; unas argollas de hierro en las muñecas y al cuello; les encadenan
al muro.

A media noche en aquella horrible prisión empieza a oírse algo


distinto de los gritos y maldiciones de los presos; algo que jamás se había
oído allí: es el murmullo de las oraciones y cánticos de Pablo y Silas que
están gozosos de sufrir por Cristo. Poco a poco, los demás presos,
admirados, cesan en sus gritos y lamentos y se disponen a escucharles.
¿Quienes son aquellos extranjeros que se comportan de un modo tan
insólito? ¿Quién era aquel Dios que les daba aquellas fuerzas de ánimo
para convertir sus dolores en gozo y para aceptar por él con alegría todos
los padecimientos?
De repente la prisión se estremece por un ruido ensordecedor; las
paredes se agrietan; el suelo tiembla; el techo parece que va a desplomarse;
las jambas de las puertas ceden y los cerrojos saltan con penetrantes chirri-
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dos; las cadenas se desprenden de las argollas; de todas partes se oyen gri-
tos de espanto y terror. Son segundos angustiosos; al fin el temblor y el
ruido han cesado. El carcelero al ver abiertas las puertas de la cárcel se
atemoriza por el castigo y saca su espada para darse muerte.
— ¡No te hagas ningún mal; que todos estamos aquí! —le dice Pablo.
«Pidió una luz —cuenta San Lucas—, entró, y se echó temblando ante
Saulo y Silas; los sacó fuera y dijo: “Señores, ¿qué debo hacer para
salvarme?” Ellos le dijeron: “Cree en el Señor Jesús y serás salvo tú y tu
casa.”» (Hechos de los Apóstoles, XVI, 29-31).
Esta vez es un fuerte terremoto el medio humano empleado por el
Señor para realizar la conversión del carcelero; y son San Pablo y Silas los
instrumentos a través de los cuales se transmite a este hombre la gracia de
la fe. Y de nuevo nos llama la atención la prisa que se da el recién
convertido en comunicar a todos los que forman su familia la luz de la fe.
Así leemos en San Lucas: «Y en aquella misma hora de la noche los
tomó consigo, les lavó las heridas y fue bautizado él y todos los suyos» (H.
A. XVI, 33).
«Y subiéndolos a su casa puso la mesa y se regocijó con toda su
familia por haber creído en Dios.» Es la alegría de los que se saben hijos
de Dios; este optimismo radical, pero no irreflexivo, que se cimenta en la
filiación divina.
Al día siguiente los pretores se han dado cuenta de la inocencia de los
reos. Envían unos lictores con la orden de libertad. Entra el carcelero en la
celda y les comunica con alegría:
—Los pretores han ordenado que seáis libertados. Ahora, pues, salid
y marchad en paz.
No, un hombre como Pablo no puede tolerar tal ligereza; sabe exigir
sus derechos con firmeza:
—Azotados públicamente sin juzgarnos, siendo ciudadanos romanos,
nos echaron en la cárcel, ¿y ahora nos sacan ocultamente? Pues no; que
vengan los pretores a sacarnos de la cárcel» (H. A., XVI, 37-38).
Así es el hombre que dirá de sí mismo: «He combatido con valor, he
concluido la carrera, he guardado la fe. Nada me resta sino aguardar aquel
día como justo juez; y no sólo a mí, sino también a los que desean su ve-
nida» (Epístola II, Timoteo, IV, 7-8). Pero Pablo sabe que como ciudadano
romano tenía derecho a un juicio: ha sido víctima de un atropello por parte

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de las autoridades civiles, y éstas han de ir personalmente a la cárcel a ro-
garle que se marche.
Los lictores comunican la noticia a los pretores, quienes, enterados de
que los dos forasteros maltratados eran ciudadanos romanos, sienten temor
de posibles consecuencias y acceden a ir a la cárcel. Les presentan excusas
y les ruegan que abandonen la ciudad.
Antes de dejar Filipos, Pablo y Silas se reúnen con los hermanos y los
exhortan a permanecer firmes en la fe. Así de este modo, con dignidad y
señorío, sale Pablo de la ciudad, en la que deja la Iglesia que considerará
«la más amada».

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Capítulo XI

TESALÓNICA

«Yo, hermanos, no pienso haber tocado el fin de mi carrera, mi única


mira es, olvidando las cosas de atrás y atendiendo sólo y mirando las de
delante, ir corriendo hacia la meta, para ganar el premio a que Dios llama
desde lo alto por Jesucristo» (Ep. Filipenses, III, 13-14).
Estas palabras, dirigidas más tarde a los filipenses, son una realidad
palpable en la diaria labor apostólica paulina.
Otra vez se halla en camino. De nuevo a recorrer leguas y leguas de
duros caminos de piedra; a cruzar bosques, subir montes o bajar llanos,
unos enfangados y otros polvorientos, soportando el sol o pisando la nieve.
Su vivir es el del caminante. Desde una perspectiva meramente humana,
estas salidas, huidas casi siempre, de ciudades hostiles, en las que ha sido
azotado y escarnecido, son un continuo fracaso.
Sin embargo, desde un prisma sobrenatural, no son derrotas, sino
triunfos, pues «el cristiano ha nacido para la lucha y cuando ésta es más
encarnizada, tanto con el auxilio de Dios es más segura la victoria» (León
XIII, ene. Sapientia Christianœ, N.° 19).
En efecto, en cada ciudad, Pablo, escarnecido y sangrante, deja una
comunidad de fieles, pequeña al principio, pero que dará pronto un
cuajado fruto.
Es la primavera del año 50; dolorido aún por los golpes recibidos y
con las señales del cepo marcadas en sus pies, camina dando gracias a
Dios por los fieles de Filipos, ahora bajo la guarda cuidadosa de Lucas. A
su izquierda, las aguas azules del golfo Estrimónico, cerrado hacia el este
por la pelada y rocosa isla de Thasos. Al cabo de dos días bajan de las
montañas, al valle del río Estrimón, que cruza el cristalino lago de
Taquino. A sus orillas, sobre una península, la pequeña ciudad de
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Anfípolis, rodeada de abruptas montañas y asomada al mar Egeo. Pablo y
Silas hallan una posada donde pasar la noche. La ciudad es muy rústica y
pobre; y deciden continuar.
Dos días de ruta, entre las montañas y el golfo Estrimónico, y atravie-
san la península Calcídica. En el valle de Aretusa, rodeado de árboles
centenarios, se levanta la tumba del gran Eurípides, el célebre autor
dramático griego; un lugar melancólico que habla de muerte, sin
esperanzas de vida ni resurrección. Al cuarto día, tras cruzar un bosque de
castaños, llegan a Apolonia, situada sobre una colina en la orilla sur de
otro lago, y muy cerca de la rocosa península de Athos.
Fatigados, pero animosos e incansables, cruzan por la comarca de los
pequeños lagos de Migdonia y al cabo de una semana de viaje, cuando el
sol se ocultaba, cruzan la última sierra, antes de dar al hermoso golfo de
Tesalónica. Enfrente el valle verde, ocupado por los cultivos y los huertos;
a la izquierda, más allá del mar profundamente azul, como surgiendo de un
mar de nubes misteriosas, la cumbre nevada del monte Olimpo, morada de
los dioses, brillante y reluciente como nunca.
Entran en la ciudad con las últimas luces. Tesalónica —llamada así
en honor de la hermana de Alejandro Magno— era entonces como ahora la
más importante ciudad de Macedonia. Su puerto es uno de los mayores del
Mediterráneo y quizás el más seguro del mar Egeo: centenares de navíos
atracan continuamente en él. Protegida por murallas ciclópeas, escalonadas
en terrazas frente al mar, tiene soberbios templos, teatros, estadios y arcos
de triunfo. Gobierna la ciudad un consejo de seis politarcas, elegidos cada
año por los ciudadanos libres, sometido a la autoridad del gobernador
romano. Los tesalonicenses tienen fama de ser informales en el comercio,
tramposos y demasiado curiosos. La abigarrada población se compone de
macedonios, griegos, oriundos del Asia Menor, egipcios, sirios, judíos y
los inevitables funcionarios del Imperio y legionarios romanos.
Pablo y Silas se dirigen al barrio de los judíos: buscan a Jasón, para
quien traen una carta de recomendación de los fieles de Filipos. Jasón es
propietario de una pequeña fábrica de paños y comercia en tejidos. Pablo,
Silas y Timoteo son acogidos amistosamente: reciben alojamiento, comida
e incluso trabajo.
El apóstol sólo en contadas ocasiones —por estar enfermo o
encarcelado— acepta la ayuda económica de los demás; aquí trabaja día y
noche en el oficio de hacer tiendas. Pablo entra en la sinagoga y durante
tres sábados discute con los judíos sobre las Escrituras: les explica la

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necesidad de que el Mesías padeciese y resucitase de entre los muertos, y
que este Mesías era Jesús, a quien él les anunciaba. Sus oyentes eran una
mezcla heterogénea de judíos, griegos, «temerosos de Dios» o simples
curiosos. Los sermones de la sinagoga sirven de preparación para una
intensa campaña de evangelización de la ciudad. Pablo logra convencer a
muchos de los miembros más ilustres de la sinagoga y a una gran
muchedumbre de prosélitos griegos y no pocas mujeres de la alta sociedad.
Aquella comunidad de Tesalónica —que habrá de pasar por muchas
vicisitudes y soportar grandes persecuciones— será más tarde elogiada por
el apóstol «por su paciencia y su fe». Allí encuentra también a dos de sus
más fieles colaboradores: Segundo y Aristarco.
Sin embargo, los judíos, movidos de envidia por el éxito alcanzado
por Pablo y Silas, organizan un motín; reclutan gente de los barrios bajos
—la canalla que se reunía en las tabernas cercanas al puerto—, que acuden
a casa de Jasón en busca de los apóstoles, para conducirlos ante el pueblo;
en vano registran la casa: no están; pero saquean la tienda y llevan a Jasón
y a sus hermanos a la presencia de los politarcas y acusan a los apóstoles:
— ¡Éstos son los que alborotan la tierra! Al llegar aquí han sido
hospedados por Jasón, y todos obran contra los decretos del César,
diciendo que hay otro rey: Jesús (Hechos, XVIII, 5-8).
Al fin se calma el alboroto, y los politarcas, tras exigir a Jasón y a los
demás una fianza, los dejan en libertad.
Sin embargo, no es conveniente permanecer en la ciudad. Los ánimos
están muy agitados y los judíos de la sinagoga maquinan contra ellos. Otro
tropiezo ante los politarcas podría tener muy graves consecuencias, y
aconsejados por los hermanos, Pablo y Silas deciden marcharse. En casa
de Jasón se despiden de todos los cristianos de Tesalónica y aquella misma
noche toman el camino de Berea.
Hace frío. La brisa del mar les acaricia el rostro; a la izquierda, en la
inmensidad oscura, como si fueran otras estrellas reflejadas, se ven las lu-
ces de las barcas de pesca. A mediados del día siguiente llegan a la
pequeña población de Berea. Muy pintoresca, con abundantes fuentes y
rodeada de espléndidas arboledas, viñedos y olivares, se recostaba en los
cerros que culminaban allá al sur, en la mole nevada del Olimpo.
Las gentes son más sencillas y nobles que en Tesalónica; algunos son
de buena posición; los más pobres trabajan en las próximas canteras de
mármol. Cuando Pablo inicia la predicación, reciben con avidez sus
palabras y consultan diariamente las Escrituras, para ver si todo es tal
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como el apóstol les ha dicho. Muchos de los judíos creen en Jesús, y
además algunas mujeres griegas distinguidas y un grupo de gentiles. Funda
el apóstol una comunidad, no numerosa, pero sí homogénea y muy unida
por la fe.
Sin embargo, comerciantes de Berea tienen estrechos contactos con
los de Tesalónica y sin duda por alguna indiscreción informan a los judíos
de la capital de Macedonia de la misión del apóstol y de la labor que viene
realizando en Berea. Pronto mandan a unos enviados que agitan y
alborotan a la plebe. Ante la amenaza de otro incidente, Pablo decide aban-
donar Berea.
¿Adonde dirigirse? Si siguen la vía Egnaciana pueden ir hasta el
puerto de Dyrrachium, y cruzar el mar Adriático, hasta Italia; pero Pablo
escoge tomar el camino del mar. Además ahora debería de caminar solo,
pues Silas y Timoteo se quedan con los hermanos de Berea para
confirmarlos en la fe. Otros discípulos se ofrecen para acompañar al
apóstol en su viaje a la ciudad ateniense.
Algunos de sus biógrafos creen que Pablo recayó de sus fiebres en la
ciudad de Pydna, situada entre el Olimpo y el mar. Lo cierto es que, tras
una breve jornada de unos 50 kilómetros, llegan al puerto de Dion, en el
golfo Temaico, frente por frente a Tesalónica, situada al norte. De allí
parten para Atenas.

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Capítulo XII

ATENAS

Durante tres o cuatro días, Pablo navegó por el mar Egeo. Tras el
Olimpo, divisan las cumbres del Osa y el Pelión. Después se adentran en el
ondulado y largo estrecho de Euripo, costeando a babor la alargada y
rocosa isla de Eubea y a estribor las sinuosas costas del Ática, corazón de
las tierras de Grecia. Pronto avistan la famosa llanura de Marathón, donde
los griegos se cubrieron de gloria el año 490 antes de Jesucristo en defensa
de su patria contra la „ invasión dirigida por Darío de Persia.
Pablo, mecido por los suaves oleajes del estrecho, siente en lo más
hondo de su alma una profunda paz, después de los últimos
acontecimientos. Al vislumbrar estas tierras paganas es seguro que el
apóstol encomienda a sus habitantes, pidiendo al Señor que pronto tengan
la alegría de conocerle.
En la mañana del último día de navegación, la nave dobla el cabo
Sunión. E1 oleaje es más fuerte: hay un cambio de corriente. Desde una
cima les saluda el templo del dios de los mares: Poseidón (o Neptuno).
Lentamente, hinchadas las velas al viento, haciendo su último esfuerzo los
remeros cruzan el golfo Sarónico y dejan atrás las famosas islas de Egina y
Salamina, escenario ésta de la célebre batalla naval que los griegos
ganaron a la flota persa el año 4S0 antes de Jesucristo. Finalmente arriban
al puerto del Pireo.
Cuando logran atracar y anclar en aquellos celebérrimos muelles,
entre aquel bosque de mástiles y velas, reconocen en él a uno de los
puertos de más antigua y hermosa tradición marinera. Lugar de donde
salieron navegantes que, rivales de los de Sidón y Tiro, llevaron la
civilización y el comercio a los más remotos países descubiertos hasta
ahora. Hasta más allá de las mismas columnas de Hércules.
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Aquí tuvo que despedirse Pablo de los que le habían acompañado
desde Berea. Su corazón debió contristarse un momento al tener que
quedarse solo y de su boca salió un postrer ruego:
—Decid a Silas y a Timoteo que vengan lo antes posible.
Un cuidado camino enlosado, rodeado de tumbas, los lleva a Atenas:
ciudad madre de la cultura griega, intelecto del mundo, foro de la filosofía,
cuna de la democracia, museo de arte, patria de los nobles deportes. Allá a
lo lejos dominándola, reluciente bajo los rayos del sol, la colina de la
Acrópolis, lugar en el que había más dioses que hombres. Cruzan el puente
sobre el Cefiso y entran por la doble puerta llamada Dipilón. Por la calle
de los Pórticos se dirigen sin duda al Cerámico, barrio donde habitan
alfareros y judíos.
La ciudad, aunque en plena decadencia política, reducida a ser una
población más de la provincia romana de Acaya, seguía siendo el centro de
la cultura del mundo conocido. Todos los intelectuales de la época tienen a
gala visitar la ciudad, e incluso los grandes filósofos, historiadores o
poetas, tales como Horacio, Virgilio, Cicerón y Ovidio, encuentran en ella
la fuente de su inspiración.
La Acrópolis preside la ciudad; Plutarco escribe que en su colina
había más dioses que hombres. En el Partenón recibe culto la diosa Palas
Atenea o Minerva. En el interior del templo estaba la imagen de la diosa:
el rostro y las partes visibles de su cuerpo eran de marfil, los ojos de
piedras preciosas y sus vestidos de oro puro; el edificio está rematado por
otra estatua de la diosa de 20 metros de altura, hecha de cobre por el
mismo Fidias. Á la luz del sol el casco y la punta de la lanza de la diosa
brillaban de tal manera, que servían de señal para los buques que se
acercaban al puerto del Pireo desde alta mar. Por todas partes colosales
edificios, de los que no se sabía que admirar más, si su grandeza o su ex-
quisita belleza. En el Erecteón arde sin interrupción una enorme lámpara
de oro suspendida de una palmera de bronce; en su jardín está el olivo sa-
grado. Y hay un altar dedicado a la compasión.
A la salida del Acrópolis, los Propileos, obra de Mnesiclés; cada
cuatro años en este lugar se celebran las fiestas llamadas las Panateneas —
en memoria de la fundación de la ciudad—; abundando los espectáculos
con música, declamación y representación de obras dramáticas y los
encuentros deportivos. Los vencedores reciben como trofeo las nobles
coronas de laurel.

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Atenas era una ciudad hecha por entero para recreación de los
sentidos: el templo de Nike; la fuente de Clepsidra; la gruta de Pan; la
Akademos (Academia) de Platón; el Valle del Iliso, sombreado por
plátanos, donde los discípulos de Sócrates escuchaban admirados las
novedades del método de enseñanza del Maestro; el Liceo de Aristóteles;
el jardín del voluptuoso Epicuro; el pórtico de Zenón, etc. Y por todas
partes estatuas, estatuas maravillosas de los más finos mármoles,
cinceladas por lo mejores escultores de la Historia, que luego serán repe-
tidas en infinitas copias y enviadas al mundo entero. Vista su grandeza mo-
numental, Pablo tiene que sentir un dolor más intenso por el contraste con
la idolatría que llena la ciudad. La religión era aquí mera cuestión de esta-
tuaria, de superstición y de magia. La metrópoli es floreciente en filósofos
y poetas, pero navega entre sofismas y mitos. Ignoran a Dios, cegados por
sus falsos dioses, y sin embargo lo presienten, al modo como un niño
presiente verdades que sólo conocerá cuando ya sea un persona mayor.
Pablo descubre en uno de los templos un altar dedicado «al Dios
desconocido»: será la idea básica y originaria para explicar la divinidad de
Jesús. Tal vez en uno de sus paseos pase cerca de la prisión de Sócrates, y
tenga un recuerdo para el filósofo que había creído en la inmortalidad del
alma y había sabido combatir y morir por sus convicciones.
Siguiendo su costumbre, Pablo se dirige a la sinagoga. Durante varios
sábados disputa y porfía en ella con los judíos y los prosélitos. Los hebreos
de Atenas, muy influidos por el ambiente pagano de la ciudad, no se
mostraron muy deseosos de proseguir las discusiones. El materialismo les
tenía ganados; ocupados con el comercio, habían colocado sus creencias
religiosas en un lugar secundario. Pablo piensa pues que Atenas había que
ganarla en el ágora. En aquel famoso lugar, en una colina consagrada a
Marte, donde habían hablado los filósofos más famosos de la antigüedad,
él se dirige a los transeúntes y a todo aquel que le salía al paso. Pablo sube
con gesto digno los dieciséis peldaños de la escalinata abierta en la roca,
desde donde se arista en una honda caridad el terrible Santuario de
Euménides. Por allí hay siempre curiosos, que iban a escuchar a los
oradores, al modo como hoy lo hace el público en el Hyde Park de
Londres. Ciertos filósofos, tanto epicúreos como estoicos, se detienen a es-
cucharle, y unos decían:
— ¿Qué es lo que propala ese charlatán?
Y otros contestan:
—Parece ser un predicador de divinidades extranjeras.

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Aquellos sofisticados atenienses, escuchando así, al paso, sin prestar
mucha atención, toman a Jesús por un nuevo dios que aumentaría el
número de sus dioses. Incluso algunos de los que allí están hacen burla de
la figura de Pablo y de su acento de Tarso. La incomprensión es manifiesta
ante el anuncio de la resurrección, algunos creen que con la palabra
anastasis (resurrección) hace referencia a una diosa. Pablo, triste aunque
no desalentado, abandona el ágora tras aquellas infructuosas jornadas.
Quizá dirige una mirada a las estatuas de Licurgo, el legislador, de
Píndaro, el poeta de las odas, de Demóstenes, el más famoso orador de
Grecia, y piensa que sus oyentes tienen una cabeza aún más dura que
aquellas estatuas de frío mármol.
Unos días después arriba una nave al puerto del Pireo, y Pablo tiene
la inmensa alegría de recibir a Timoteo, que viene de Berea, trayéndole
noticias satisfactorias sobre aquella comunidad. Pablo cobra nuevo
impulso y lleno de ilusión y de entusiasmo decide proseguir incansable en
la predicación. Después de enviar a Timoteo a Tesalónica reanuda sus
discusiones en la sinagoga los sábados y sus visitas al ágora. Un día, un
grupo de filósofos le invitaron a hablar en el Areópago, el más antiguo
tribunal de Atenas, que había condenado a Demóstenes.
El Areópago de Atenas se reunía de noche en la colina de Ares.
Una vez en el Areópago la pregunta fue:
— ¿Podemos saber qué nueva doctrina es esta que enseñas? Pues eso
es muy extraño a nuestros oídos: queremos saber qué quieres decir con
esas cosas. Todos los atenienses y los forasteros aquí domiciliados no se
ocupan de otra cosa que en decir y oír novedades.
Ante estas palabras, Pablo, orgulloso de sentirse hijo de Dios,
contempla el hermoso cielo estrellado del Ática; una mezcla de aroma de
jardines y de sales marinas le trae la brisa. Es un momento solemne: se
enfrentan por primera vez, de un modo oficial y académico, el nuevo
cristianismo y el ya viejo y caduco paganismo.
—Atenienses —dice—, veo que sois sobremanera religiosos; porque
al pasar y contemplar los objetos de vuestro culto, he hallado un altar en el
cual está escrito: «Al dios desconocido». Pues ese que sin conocerle
veneráis es el que yo os anuncio. El dios que hizo al mundo y todas las
cosas que hay en él, ése, siendo Señor del ciclo y de la tierra, no habita en
templos hechos por la mano del hombre, ni por manos humanas es servido,
como si necesitase de algo, siendo Él mismo quien da a todos la vida, el
aliento y todas las cosas. Él hizo de uno todo el linaje humano, para poblar
73
toda la haz de la tierra. Él fijó las estaciones y los confines de los pueblos,
para que busquen a Dios y siquiera a tientas le hallen, que no está lejos de
nosotros porque en Él vivimos y nos movemos y existimos, como algunos
de vuestros poetas han dicho: «porque somos linaje suyo».
»Siendo, pues, linaje de Dios no debemos pensar que la divinidad es
semejante al oro o la plata o a la piedra, obra del arte y del pensamiento
humano. Dios, disimulando los tiempos de la ignorancia, intima ahora en
todas partes a los hombres que se arrepientan, por cuanto tiene fijado el día
en que juzgará la tierra con justicia, por medio de un Hombre, a quien ha
constituido juez, acreditándole ante todos por su resurrección de entre los
muertos» (H. A, XVII, 22-32).
Hasta entonces habían oído con atención, pero al oír lo de la resurrec-
ción de entre los muertos unos se echan a reír y otros dicen:
—Otra vez nos hablarás de esto.
Ni siquiera le dejan pronunciar el nombre de Jesús. Los asistentes
pierden interés en el discurso de Pablo. ¡Habían oído tantos discursos en su
vida! Atenas estaba llena de discípulos de Aristóteles o Platón, de
seudofilósofos pertenecientes a las escuelas epicúreas y estoicas. Creen
que Pablo intenta crear otra escuela filosófica.
Pablo abandona el Areópago, dejando tras sí una aburrida tertulia, en
la que no faltaban grupos de cínicos que comentaban con ironía aquel
lance. De regreso a la posada donde se alojaba, en el barrio de los
alfareros, siente con sorpresa algunos pasos tras él y volviéndose ve que
varias personas le seguían. ¡No! Sus palabras no han caído en el vacío.
Incluso en la Atenas, saturada de filosofía y hastiada de doctrinas, la
semilla de Cristo ha arraigado. Se presentaron ellos mismos: uno era un
hombre de mirada serena llamado Dionisio, miembro del Areópago, por lo
que era conocido como Dionisio Areopagita. Ella, una dama envuelta en
un manto, de ojos profundos y mirada pensativa; se da a conocer como
Damaris, y algunos otros más. Ellos fueron el escogido núcleo de una
nueva gloriosa y floreciente comunidad cristiana, pequeña pero selecta.
Después de todo esto, Pablo decide marcharse de aquella ciudad.
Atenas, demasiado orgullosa de su cultura y de su fama, no ha tenido la
mirada limpia para ver humildemente al Señor.

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Capítulo XIII

CORINTO

Otra vez a bordo de una nave griega, Pablo tiene tiempo de ordenar
sus pensamientos en la corta travesía de El Pireo al puerto de Cencreas. El
golfo Sarónico parece un lago rodeado casi por todas partes de orillas
rocosas, sembrado de islas. A babor se ven las montañas de la isla de Egina
con el alto templo de Afaia; se decía que en días claros se dominaba a la
vez desde aquí la Acrópolis de Atenas y la ciudadela del Acrocorinto, en
Corinto. A estribor las colinas de la isla de Salamina, y más allá los
acantilados de Megara. Enfrente, las montañas de la Argólida, con sus
bosques de pinos.
Posiblemente Pablo va pensando en los obstáculos que la soberbia
humana le ha opuesto en Atenas a la gracia de Dios. No será la única ni la
última vez que la fe en Cristo se enfrente a la autosuficiencia de los
hombres.
En la lejanía se dibuja cada vez con más claridad la ciudad de
Corinto. Situada estratégicamente en el istmo de su nombre —con dos
puertos, uno en el mar Egeo y otro en el golfo de Corinto en el mar Jónico
—, la ciudad había sido destruida por el general romano Mumio, el año
146 antes de Jesucristo. Julio César la reconstruyó y estableció en ella una
colonia de libertos y veteranos de las legiones, a los que más tarde se
agregan griegos, sirios, africanos y judíos. La ciudad se había desarrollado
bajo la protección del águila romana y sus dos puertos de Lechaeum y
Cencreas muestran un activo movimiento de naves mercantes con un
floreciente comercio.
En la época paulina, la ciudad posee una muralla de 21 kilómetros de
circuito y ocupa unas 600 hectáreas. En su interior se levanta un abigarra-
do conjunto de edificios: veintitrés templos —entre los que destaca el
75
famoso templo del dios de la medicina Asklepios o Esculapio—, cinco
grandes pórticos de columnas, varios mercados, cinco termas, dos
basílicas, varios teatros y anfiteatros, uno de ellos con capacidad para
veintidós mil espectadores sentados, etc. Y presidiéndolo todo, la
ciudadela de Acrocorinto, donde se alza el templo de Afrodita a quien la
-ciudad estaba consagrada.
La nave se acerca a Cencreas, y poco después el apóstol pudo
desembarcar. Cruza el pinar de Poseidón y camina tres horas a lo largo a lo
largo del ameno valle de Haxamilia; a su derecha deja el recinto sagrado,
donde se celebraban los famosos Juegos Istmicos; sube una suave cuesta,
que atraviesa excelentes viñedos (las famosas uvas y pasas de Corinto), y
entra en la ciudad.
En el barrio judío hace amistad con un hebreo originario de Ponto,
llamado Aquila, y con su mujer Priscila, quienes le ofrecen alojamiento en
su casa. El matrimonio tiene un taller y una tienda de lonas y tapices,
donde el apóstol trabaja. Ambos le cuentan su historia. También ellos han
sufrido persecuciones: el emperador Claudio en el año 49 había ordenado
la expulsión de los judíos residentes en Roma, por los alborotos
promovidos por un tal Cresto: según refiere Tácito, hay fundados motivos
para creer que se trata de las discusiones producidas en la sinagoga,
originadas entre los que creen o no en Cristo.
El apóstol sigue en esta ciudad el mismo plan apostólico empleado en
otros lugares: los sábados deja su trabajo en el telar y se dirige a la sina-
goga, donde «discutía y persuadía a judíos y griegos» (Hechos, XVII, 4).
Un día tiene la alegría de recibir a Silas y Timoteo, que regresan de
Macedonia; le traían buenas noticias de Tesalónica, así como una cantidad
en dinero, fruto de la aportación de aquella noble comunidad de fieles. Él
también les da buenas noticias: la situación ha cambiado y las conversio-
nes menudean: Estéfanas, un hombre de posición acomodada, se ha
convertido con toda su familia y algunos otros.
Silas y Timoteo tienen pronto ocasión de presenciar nuevas
conversiones: asisten al bautismo de Fortunato y Acaico, al que siguen
otros de diversos ciudadanos, entre ellos Ticio Justo, dueño de una casa
vecina a la sinagoga.
Con la llegada de Silas y Timoteo, el apóstol puede dedicarse
plenamente a la predicación, testificando a los judíos que Jesús era el
Mesías. Los judíos se resisten y le insultan. Estos hijos de Israel no son tan
sutiles, irónicos y escépticos como los atenienses; se apasionan ferozmente
76
y llegan fácilmente a la discusión violenta y al odio. Un día Pablo, en el
curso de una de aquellas amargas controversias, se sacude sus vestiduras y
con voz enérgica les dice:
—Caiga vuestra sangre sobre vuestras cabezas: limpio soy yo de ella.
Desde ahora me dirigiré a los gentiles (Hechos, XVIII, 6).
Con paso firme y el orgullo santo de poseer la verdad, sale el apóstol
de la sinagoga. Pasa la noche en casa de Ticio Justo y allí acude Crispo, el
jefe de la sinagoga, a manifestarle su conversión y la de su familia.
Son muchos los corintios que acuden a las reuniones celebradas en
casa de Ticio Justo, donde la semilla de la fe fructifica abundantemente.
Una noche, Pablo tiene una visión. Se le aparece el Señor y le dice:
—No temas; habla y no calles; yo estoy contigo y nadie se atreverá a
hacerte mal, porque tengo yo en esta ciudad un pueblo numeroso (Hechos,
XVIII, 9-10).
Aquella dulce visión infunde un vivificante calor en el alma del
apóstol. Su abnegación evangélica se acrecienta de un modo extraordinario
en aquellos momentos de místico éxtasis, confortado por las promesas de
apoyo de Jesús.
San Lucas nos dice que Pablo «se detuvo (en Corinto) un año y seis
meses, enseñando entre ellos la palabra de Dios» (Hechos, XVIII, 11). Tan
larga estancia se tradujo en el esplendor y cohesión de la comunidad
cristiana de Corinto, que pudo ser bien adoctrinada y organizada. Aquellos
cristianos, que el apóstol llamará más tarde «los santificados en Cristo
Jesús, llamados a ser santos» (1 Corintios, 1, 2), dieron un hermoso
ejemplo a sus hermanos de las demás ciudades, y más adelante podrán
vencer las dificultades con que tuvieron desgraciadamente que luchar.
—Maran atha (el Señor viene). La gracia del Señor Jesús sea con
todos vosotros...
Así inicia Pablo sus exhortaciones a los fieles corintios. Aquí es
donde la comunidad cristiana comienza a guardar la festividad del primer
día de la semana —el domingo—, en lugar del sábado hasta entonces
tradicional entre los judíos.
Los actos de culto en el primitivo Cristianismo emocionan por la
sencillez de sus fórmulas y la caridad que empapa las relaciones de los
fieles. Las ceremonias se celebran a última hora de la tarde; asisten juntos
—a diferencia de las sinagogas— hombres y mujeres; se narran hechos de
la vida de Jesús y seguidamente Pablo o el que oficie la ceremonia
77
pronuncia un sermón sobre algún punto de la doctrina; los fieles cantan a
coro algunos salmos e himnos; finalmente los asistentes se sientan en tomo
a una mesa para cenar juntos: es el ágape o comida de fraternidad en la que
participan pobres y ricos, esclavos y hombres libres, sin discriminación
alguna, presididos por el oficiante y los ancianos más respetados. Tras la
bendición de la mesa, se procede a tomar los sencillos alimentos. Al
terminar el ágape, los catecúmenos, todavía no bautizados, se alejan y los
bautizados se trasladan a otra sala principal, para celebrar el «banquete
eucarístico». Se encienden las luces, y hombres y mujeres se acercan al
altar con sus ofrendas, mientras el coro entona el Kyrie eleison. El ofi-
ciante toma parte del pan y del vino que ve en las ofrendas y hace la con-
sagración. Al final de la función religiosa, los fieles se acercan uno tras
otro, comulgan con las dos especies —pan de trigo consagrado y vino de
uva—; reciben un ligero abrazo y el ósculo de paz. Los hombres se besan
entre ellos y las mujeres igualmente entre sí. Lo sobrante de aquel santo
banquete se reserva a los enfermos.
La ceremonia se cierra con un himno de acción de gracias, llamado
Eucaristía, del cual recibe su nombre toda la solemnidad.
Las primitivas comunidades cristianas ya han tomado conciencia de
que forman parte del cuerpo místico de Cristo. Dedicados todos durante el
día a los más diversos menesteres, muchos de ellos esclavos condenados a
un miserable destino, sólo al llegar el anochecer pueden aislarse de aquel
mundo injusto y egoísta, que ha sustituido las más puras esencias
religiosas por una parodia teatral y vana, y sentirse en sus banquetes
eucarísticos verdaderamente hermanos de sus hermanos, en comunicación
con Dios. A ellos, igual que a Pablo, todo aquel endiosamiento de la piedra
y del mármol les deja indiferentes; es una sociedad que ha rebajado la
espiritualidad hasta el punto de rendir culto a algunos animales o celebrar
escandalosas orgías, so capa de ceremonias religiosas.
Mucho consuela a Pablo la fidelidad de sus discípulos de Corinto;
pero no por eso olvida a los de Macedonia, especialmente a los de
Tesalónica, expuestos a tantos peligros. Por Timoteo sabe que siguen
firmes en la fe; pero que algunos han interpretado mal las palabras de
Pablo y creen que es inminente la vuelta del Señor y la resurrección de los
muertos.
Esta confusión de los fieles induce al apóstol a dirigirles su primera
epístola. Escrita entre los años 50 y 52, son las primicias de Pablo y los
primeros escritos del Nuevo Testamento. A través de sus páginas, se
manifiesta la rica y extraordinaria psicología paulina y sus grandes
78
preocupaciones apostólicas, junto a su atención a los pequeños detalles de
la vida íntima y de la organización de la naciente Cristiandad.

La originalidad radica en su carácter práctico y familiar. La forma


literaria es intuitiva y gráfica. El tema central es —como hemos dicho— el
relativo a la parusía. Se inicia la epístola con una salutación y tras la
acción de gracias al Señor, les recuerda la forma en que realizó su
ministerio entre ellos: «que nunca usó de lisonjas, ni procedió con
propósitos de lucro, ni buscó la alabanza de los hombres»; les trae a la
memoria sus penas y fatigas y cómo trabajaba día y noche para no ser
gravoso a nadie. «Vosotros y Dios sois testigos —continúa el apóstol— de
nuestra conducta sana, justa, irreprochable para con los que creíais. Sabéis
que como un padre a sus hijos, así a cada uno os exhortábamos y
alentábamos, y os conjurábamos a andar de modo digno de Dios, que os
llamó a su reino y gloria» (Epístola I a los Tesalios, II, 10-12).
A continuación el apóstol les manifiesta su deseo de volver a verles y
la alegría que ha tenido al recibir buenas noticias de sus amados
tesalonicenses.
En la segunda parte de la epístola les hace una exhortación a la
santidad, a la caridad y al trabajo:

79
«Tocante a la caridad fraterna no tenéis necesidad de que se os
escriba, porque de Dios mismo habéis aprendido cómo debéis amaros unos
a otros; y en efecto, así lo hacéis con todos los hermanos que viven en toda
Macedonia. Sin embargo, todavía os exhortamos a que progreséis más y
más y a que os afanéis en vivir pacíficamente, ocupándoos en lo vuestro y
trabajando con vuestras propias manos, conforme os lo tenemos
recomendado, a fin de que viváis decorosamente a los ojos de los demás y
no padezcáis necesidad» (Epístola I a los Tesalios, IV, 9-12).
Viene luego la parte más delicada de la epístola, aquella en que se
refiere a la parusía, es decir, la segunda venida de Cristo y la resurrección
de los muertos, problema que tanto turbaba a los cristianos de Tesalónica.
Sobre esto Pablo les dice:
«No queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte de los
muertos, para que no os aflijáis como los demás que carecen de esperanza.
Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios por Jesús
tomará consigo a los que se durmieron en Él.»
Y más adelante continúa: «Pues el mismo Señor, a una orden, a la voz
del arcángel, al sonido de la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los
muertos en Cristo resucitarán primero; después nosotros, los vivos, los que
quedamos, junto con ellos, seremos arrebatados en las nubes, al encuentro
del Señor en los aires, y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos,
pues, mutuamente con estas palabras.»
Finalmente les advierte que «en cuanto al tiempo y las circunstancias,
no hay, hermanos, por qué escribir». Y les recuerda que el Señor llegará de
improviso. (Epístola I a los Tesalios, V, 1-11).
Cierran la epístola las amonestaciones y saludos de rigor:
«Os rogamos, hermanos, que acatéis a los que laboran con vosotros
presidiéndoos en el Señor y amonestándoos, y que tengáis con ellos la ma-
yor caridad por su labor, y que entre vosotros viváis en paz»... Mirad que
ninguno vuelva a nadie mal por mal, sino que en todo tiempo os hagáis el
bien unos a otros y a todos. Estad siempre gozosos y orad sin cesar. Dad en
todo gracias a Dios, porque tal es su voluntad en Cristo Jesús.
»No apaguéis al Espíritu. No despreciéis las profecías. Probadlo todo
y quedaos con lo bueno. Absteneos hasta de la apariencia de mal. El Dios
de la paz os santifique cumplidamente, y que se conserve entero vuestro
espíritu, vuestra alma y vuestro cuerpo sin mancha, para la venida de
Nuestro Señor Jesucristo... Hermanos, orad por nosotros. Saludad a todos
los hermanos con el ósculo santo. Os conjuro por Jesucristo que esta
80
epístola sea leída a todos los hermanos. La gracia de Nuestro Señor
Jesucristo sea con vosotros» (Epístola I a los Tesalios, V, 12-28).
A los tres meses de escribir esta admirable epístola, Pablo juzga
conveniente enviar una segunda a los mismos fieles de Tesalónica, que
siguen inquietos por el tema de la parusía.
En esta segunda, Pablo, tras dar gracias a Dios y hacer los elogios y
recomendaciones acostumbradas, pasa inmediatamente al tema que les
preocupa:
«Por lo que hace a la venida de Nuestro Señor Jesucristo y a nuestra
reunión con Él, os rogamos, hermanos, que no os turbéis de ligero,
perdiendo el buen sentido, y no os alarméis ni por espíritu, ni por discurso,
ni por epístola, como si fuera nuestra, que digan que el día del Señor es
inminente. Que nadie en modo alguno os engañe porque antes ha de venir
la apostasía y ha de manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la
perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es
adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios a sí
mismo» Epístola II a los Tesalios, II, 1-5).
Es una referencia a la aparición del anticristo, de quien el apóstol ya
ha hablado a sus discípulos en anteriores ocasiones.
Termina Pablo exhortándolos, y en nombre de Nuestro Señor
Jesucristo les manda apartarse de todo hermano que viva
desordenadamente y no siga las enseñanzas que de él habían recibido.
Insiste en que deben imitarle y no vivir en la ociosidad, ni comer de balde
el pan de nadie. «Que el que no quiera trabajar que no coma», les vuelve a
advertir. Y el apóstol se duele de «que ha oído que algunos viven entre
vosotros en la ociosidad, sin hacer nada, sólo ocupados en curiosearlo
todo». A éstos les aconseja que trabajen y si no lo hacen ruega a los demás
que los corrijan «no como a enemigos, sino como a hermanos» (Epístola II
a los Tesalios, III, 6-15).
La despedida es afectuosa. «El mismo Señor de la paz os conceda
vivir en paz siempre y dondequiera. El Señor sea con todos vosotros. La
salutación es de mi puño y letra: Pablo. Y ésta es la señal en todas mis
epístolas. Así escribo. La gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea con todos
vosotros» (Epístola II a los Tesalios, III, 16 y 17).
Como no escribe sus cartas, sino que las dicta, se ve obligado a
añadir unas palabras de su puño y letra, para que sirvan de señal y eviten
que algún falsario trate de falsificar alguna epístola. Los frutos apostólicos
del año y medio de estancia en Corinto crecen de día en día con admirables
81
resultados. De vez en cuanto acaecen conversiones de personas destacadas
y de la clase alta de la ciudad. Después de un tal Gayo, que más tarde le
daría hospedaje durante su estancia en Corinto, se convierten Sostenes y
Zenas, un judío docto en derecho, y la viuda Cloe con su servidumbre; la
conversión más resonante es la de Erasto, tesorero de la ciudad de Corinto,
el cual solicita ser bautizado. Sin embargo, la mayoría de los nuevos
discípulos pertenece a las esferas más bajas de la sociedad, tales como
Tercio y Cuarto, ambos de condición modesta.
Es la primavera del año 52. De Roma han venido noticias que
parecen esperanzadoras: Claudio, por fin, se ha decidido a nombrar
heredero del trono a su hijastro Nerón, a instancias de Agripina. Esta
ambiciosa mujer, deseando lo mejor para su hijo, había mandado llamar al
filósofo Lucio Anneo Séneca de su destierro en la isla de Córcega, y le
nombra preceptor de su hijo. El nombre de Séneca, filósofo estoico,
conocido por su moderación y bondad, era una garantía de que los asuntos
públicos iban a mejorar en el Imperio. Roma, tras tanta irresponsabilidad,
arbitrariedad y sadismo sanguinario, parece que por fin va a abrirse a un
horizonte de justicia, de paz y de esperanza.
El acceso de la familia Séneca al favor imperial no tarda en repercutir
en Acaya. Cayo Gallón, el hermano del filósofo, fue nombrado nuevo pro-
cónsul. Los judíos, que confían en que el nuevo procónsul se ponga a su
favor —dispuestos a todo trance a terminar con las actividades del apóstol
(la defección de Crispo, jefe de su sinagoga, les ha exasperado
especialmente) —, traman una conjuración y provocan un levantamiento
del populacho contra él. Se apoderan de Pablo y le conducen a la fuerza
ante el tribunal. Cayo Galión ya ha oído hablar de la propensión de los
judíos a las querellas y al alboroto; pero le sorprende desagradablemente
que, apenas iniciado su mandato, ya le planteen una de aquellas cuestiones
que a él le parecen absurdas.
El nuevo jefe de la sinagoga. Sostenes, se adelanta y formula la
denuncia, con la inevitable implicación política:
—Éste —dice señalando a Pablo— persuade a los hombres a dar
culto a
Dios de un modo contrario a la ley.
—Si se tratase de alguna injusticia —responde Cayo Galión— o de
algún grave crimen, ¡oh judíos!, razón seria que os escuchase; pero
tratándose de cuestiones de doctrina, de nombre y de vuestra ley, allá

82
vosotros lo veáis, yo no quiero ser juez en tales cosas» (Hechos, XVII, 14-
16).
Y los echó del tribunal. El prurito de ser justos de los gobernadores
romanos ha salido una vez más por sus fueros. Lo que no sabía Cayo
Galión es que este pequeño incidente le confiere el honor de ser el único
español citado en el Nuevo Testamento.
Expulsados de aquel modo del tribunal romano, no atreviéndose a
agredir a Pablo, a quien amparaban en cierto modo las palabras
pronunciadas por el procónsul, los judíos arremeten contra Sostenes; le
golpean a la puerta del tribunal hasta dejarlo casi muerto, sin que Cayo
Galión se cuidase de ello, ni hiciese intervenir a la guardia.
Después de pasar «aún bastantes días» en la ciudad, Pablo decide
proseguir su viaje. Se despide de los hermanos y en el puerto de Cencreas
se rapa la cabeza en cumplimiento de un voto. Acompañado tan sólo de
Priscila y Aquila, embarcan en una nave con rumbo a Siria. Cruzan el mar
Egeo, pasan el puerto de Panormo, en la desembocadura del Caistro, y de
allí un bote, por un canal de dos kilómetros de longitud, les conduce a
Éfeso.
Pablo se separa de sus acompañantes y se dirige a la sinagoga; aquí
dialoga con los judíos más notables, quienes le ruegan que se quede más
tiempo, pero el apóstol se despide de ellos con estas sencillas palabras:
—Si Dios quiere, volveré a vosotros:
La nave parte de Éfeso, dejando atrás la silueta de una ciudad rica y
soberbia en edificios; pero no era éste el momento a ella destinado. Cruza
el Mediterráneo oriental, y llega sin novedad a Cesárea. Pablo hace una
vez más el camino de subida a Jerusalén y allí, tras tanto tiempo de
separación y ausencia, saluda a los de su Iglesia. Después baja de nuevo y
se dirige a su amada Antioquía.

83
Capítulo XIV

EL TERCER VIAJE (ÉFESO)

Todo hace suponer que Pablo pasó el invierno en Antioquía,


confortando con su presencia a sus hermanos en la fe. Aquí se encuentra
probablemente con Pedro, Juan, Marcos y tal vez con Bernabé. Pero su
inquietud apostólica le aguijonea de nuevo y busca un nuevo compañero.
Silas ha vuelto al servicio de Pedro, Timoteo no está aquí. Entonces escoge
a Tito, que ya le había acompañado, como sabemos, al Concilio de
Jerusalén. Así es cómo inicia su tercer viaje de misión. Se despide
emocionado de los hermanos antioqueños y de su amada ciudad, dejando
tras de sí una floreciente comunidad de cristianos.
Pablo atraviesa de nuevo el Tauro; aprovecha la primavera para
cruzar otra vez las altas y áridas tierras del país de Galacia y de la Frigia,
que tan bien conocía. Es el verano del año 53. En todas partes es bien
acogido por los hermanos. En Derbe se le une Gayo de Derbe, que le
acompaña en sus predicaciones, y Pablo confirma a los discípulos.
Entonces tiene noticia de que estas regiones han sido recorridas por
adversarios suyos, que trataron de destruir su obra. Asimismo cristianos a
pseudocristianos entusiastas, llenos de buena fe, pero ingenuos y mal
preparados —que no habían recibido órdenes sagradas ni eran enviados de
los apóstoles—, habían predicado el Cristianismo a su manera. Uno de
éstos era un alejandrino llamado Apolo, que enseñaba con exactitud lo
tocante a Jesús, «pero sólo conocía el bautismo de Juan». Pablo, tras
atravesar las regiones altas, decide llegarse a Éfeso, la hermosa ciudad del
Asia griega.
Éfeso, reconstruida totalmente por el rey Lisímaco, uno de los
sucesores de Alejandro, era entonces una de las ciudades más bellas del

84
Imperio. Muchas poblaciones ha visto Pablo en sus viajes, pero pocas
podían competir con ésta.
La joya de la ciudad es el Artemisión o templo de Diana —una de las
siete maravillas del mundo—; construido en las afueras de la ciudad, el
edificio posee enormes proporciones; el techo está sostenido por ciento
veintisiete columnas jónicas, que descansan sobre figuras de mármol muy
artísticamente labradas. El santuario de la diosa es rico en obras maestras
de arte. Hay esculturas de Fidias, Praxíteles y Apeles; la talla de la diosa
hecha sobre madera ennegrecida poseía cierto poder sugestivo. Sirven a
Diana un sinnúmero de sacerdotisas, cantores, músicos, hechiceros y
guardianes, bajo la autoridad de un sumo sacerdote. Muchos peregrinos
acuden al templo a depositar sus ofrendas. En la ciudad abundan talleres
donde fabrican y venden imágenes de Diana, de oro, de plata o de madera.
Recostada en las vertientes del Prión, del Gallesión y del Coressus, la
ciudad se escalona hacia el lago azul, comunicada por un canal con el mar.
Por todas partes aparecen villas rodeadas de jardines. Destacan por su
grandiosidad y belleza el Serapeum y el Anfiteatro; la famosa vía
Magnesia; el Pritaneo; el Foro y el templo de Apolo; el Gimnasio principal
y el Gimnasio de Vedio, situado junto al Estadio; y en las inmediaciones de
éste, la puerta Corésica, que por la avenida procesional conduce al templo
de Diana.
El viajero curioso que hoy quiera llegar a Éfeso no encuentra más que
lamentables ruinas: nada ha quedado de aquella activa y abigarrada pobla-
ción de griegos, egipcios, judíos, romanos, sirios, gálatas y asiáticos de
todo origen. Parece como si la hubieran devastado los siete jinetes del
Apocalipsis. Lo único que permanece son los pantanos de las cercanías del
lago, tan cantados por los poetas efesios.
En la época paulina, la ciudad ofrecía una favorable acogida a
cuantos se llegaban a ella: incluso era el refugio favorito de criminales y
ladrones: el asilo que brindaba la diosa era inviolable. Sin embargo, en
aquella ciudad tan paganizada esperan al apóstol sus amigos Aquila y
Priscila y algunos discípulos; por otra parte en la sinagoga judía ya era
conocido del viaje anterior y le muestran cierta deferencia.
Pablo, informado acerca del confusionismo religioso que reina en
esta región, pregunta a los cristianos:
— ¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe?
Y ellos le contestaron:
—No hemos oído nada del Espíritu Santo.
85
Les pregunta:
—Pues ¿qué bautismo habéis recibido?
Le sigue la respuesta escueta:
—El bautismo de Juan.
En el acto Pablo se aplica a deshacer el equívoco en que viven:
—Juan —les explica— bautizó un bautismo de penitencia, diciendo
al pueblo que creyese en el que venía detrás de él, esto es, en Jesús.
Aclaradas estas cuestiones los fieles se apresuraron a recibir el
bautismo en nombre del Señor Jesús. Pablo les impone las manos y en ese
instante desciende sobre ellos el Espíritu Santo (Hechos, XIX, 2-7).
Poco después Priscila y Aquila le refieren lo ocurrido con Apolo. Este
alejandrino había hablado en Éfeso con gran fervor de espíritu, y enseñó
con exactitud lo tocante a Jesús —si se exceptúa su malentendido respecto
al bautismo de Juan—; pero Priscila y Aquila, después de oírle, le exponen
a solas el camino de Dios. Apolo reconoce noblemente su equivocación y
les prometió rectificar aquel error en que había incurrido. Más tarde, al
marchar a Acaya, lleva consigo diversas cartas para que los discípulos de
esta ciudad le reciban. Posteriormente llegan noticias de aquella provincia,
diciendo que hizo mucho provecho con su gracia, porque vigorosamente
argüía a los judíos en público, demostrándoles por las Escrituras que Jesús
era el Mesías. Cuando Pablo llega a Éfeso, los hermanos de aquí saben que
Apolo se hallaba en Corinto.
Entre los industriales efesios tiene el apóstol ocasión de trabajar en su
oficio: alterna las horas destinadas al telar con las dedicadas a la labor
apostólica. San Lucas nos dice que por «espacio de tres meses habló con
libertad en la sinagoga, conferenciando y discutiendo acerca del reino de
Dios. Pero así que algunos endurecidos e incrédulos comenzaron a
maldecir del camino del Señor delante de la muchedumbre, se retiró de
ellos separando a los discípulos» (Hechos, XIX, 8-10).
Aquí, como en tantas otras ciudades, acaba por no poder utilizar la si-
nagoga como centro de sus predicaciones. Tiene que buscar otro local: en
adelante enseñará en casa de un gramático llamado Tirano, que le alquila
su espaciosa aula. Dos años estuvo predicando allí, «de una manera que
todos los habitantes de Asia oyeron la palabra del Señor, tanto los judíos
como los griegos» (Hechos, XIX, 8-10).
La repercusión de sus sermones y enseñanzas será enorme. Por mano
de Pablo obra Dios milagros extraordinarios, de suerte que «hasta los
86
pañuelos y delantales que habían tocado su cuerpo, aplicados a los
enfermos, hacían desaparecer de ellos las enfermedades y salir a los
espíritus malignos» (Hechos, XIX, 11-12).
Aquel éxito tuvo una derivación insospechada: algunos exorcistas
judíos, ambulantes, comienzan a invocar sobre los que tenían espíritus
malignos el nombre del Señor Jesús, diciendo:
—Os conjuro por Jesús, a quien Pablo predica.
Descubren que quienes exorcizan de este modo son los siete hijos de
Esceva, un judío de familia pontifical. Aquel blasfemo intento de invocar
el nombre de Jesús para fines personales les falla estrepitosamente. Un día,
dos de ellos se presentan a exorcizar a un enfermo que padece espasmos,
una crisis nerviosa o algún estado de parálisis, pero el enfermo reacciona
negativamente contra ellos diciéndoles indignado:
—Conozco a Jesús y sé quién es Pablo; pero vosotros, ¿quiénes sois?
Y arrojándose sobre ellos, se apodera de los dos en un alarde de
fuerza muscular y los sujeta de modo que desnudos y heridos tienen que
huir de aquella casa. Final con ribetes cómicos de un burdo intento de
vulgar hechicería.
«El hecho acaecido a los dos hijos de Esceva fue conocido por todos
los judíos y griegos que moraban en Éfeso, apoderándose de todos un gran
temor, siendo glorificado el nombre del Señor Jesús. Muchos de los que
habían creído, venían, confesaban y manifestaban sus prácticas
supersticiosas, y bastantes de los que habían profesado las artes mágicas
traían libros y los quemaban en público, llegando a calcularse el precio de
los quemados en cincuenta mil monedas de plata; tan poderosamente
crecía y se robustecía la palabra del Señor» (Hechos, XIX, 17-20.)
La iglesia de Éfeso, entretanto, ha crecido tanto en número y se halla
tan robustecida, que Pablo piensa en una más perfecta organización. Para
ello instituye una corporación de presbíteros, a los cuales da el título
episkopoi. Esta palabra, que en un principio tenía un significado de
«superintendentes» en la vida civil de las ciudades griegas, toma desde
entonces un significado religioso, que es como llega a nosotros.
La comunidad cristiana de Éfeso tiene ya una noble tradición, que
muchos comentaristas suponen anterior incluso a Pablo. Es cierto que el
Espíritu Santo le prohibió a Pablo predicar en Asia en el curso de su
segundo viaje. Una razón muy plausible que se alega es que allí ya había
fundado una comunidad cristiana el propio San Juan, uno de los más
ilustres apóstoles y una de las columnas de la Iglesia de Jerusalén. Como
87
San Juan recibió el honrosísimo encargo de Jesús, cuando pendía de la
cruz en el Calvario, de que se hiciera cargo de la guarda y protección de su
Madre Santísima, la tradición indica con insistencia que la Virgen María
fue llevada por San Juan a Éfeso, y que hacia el año 48 tuvo allí lugar su
Asunción en cuerpo y alma a los cielos. Hoy día se enseña en las ruinas de
Éfeso la Casa de la Virgen, en el lugar conocido como Panaya Kapulu.
Sin embargo, la estancia del apóstol en Éfeso fue muy fructífera para
la Iglesia en toda Asia. Las Iglesias de Grecia y Macedonia le envían
emisarios, y así es como Pablo recibe a Gayo, Aristarco, Segundo de
Tesalónica y Sópatro de Berea. De Galacia no cesa de recibir mensajes, y
Lucas, desde Filipos, le envía relaciones puntuales sobre la situación de
aquella floreciente comunidad. Apolo, el alejandrino, regresa desde
Corinto deseoso de conocer al apóstol, y asimismo vienen a ofrecer sus
respetos dos personajes tan eminentes como Erasto, tesorero de la ciudad y
Sóstenes, el antiguo presidente de aquella sinagoga. Pablo no carece de
colaboradores y de amigos. «Os mandan saludos las Iglesias de Asia»,
podrá decir en una de sus epístolas a los corintios.
Entretanto el territorio de misión de la Iglesia se había extendido
mucho. En todas las ciudades grandes e incluso pequeñas había ya
predicadores del Evangelio. Una de ellas, Colosas, se distingue por su
floreciente comunidad cristiana, fundada por Epafras, un griego ganado a
la fe de Cristo por San Pablo. Los colosenses merecerían más tarde el
singular privilegio de recibir una de las contadas epístolas del apóstol. A
través de Epafras, Pablo se hace amigo de Filemón, distinguido ciudadano
de Colosas, así como de su esposa Apfia, quienes ponen su casa a dispo-
sición de la comunidad. A su vez Filemón hace la presentación a Pablo de
un pariente o amigo suyo llamado Arquipo, que por sus buenas cualidades
llegará a ser el presbítero de Colosas. Pablo le llamará más tarde «su
amado y colaborador» (Filemón, 2). Epafras funda asimismo en la ciudad
de Laodicea una comunidad de creyentes, que se reúne en casa de un
llamado Linfas, y que fue objeto más tarde de graves amonestaciones. La
última fundación misionera del incansable Epafras fue la comunidad de
Hierápolis.
Pablo, generoso, se había desprendido de sus mejores colaboradores:
Timoteo, Tito y Erasto habían ido a Macedonia y Grecia. No es extraño
que a veces tenga momentos en que toca de cerca la soledad v siente el
abatimiento. Sobre sus hombros pesan las tribulaciones que sufren algunas
de las comunidades fundadas por él. Para desahogar los sentimientos que
en tropel agitan su alma, Pablo recurre de nuevo a la pluma: se suceden de
88
este modo varias de sus epístolas dirigidas a los fieles de las comunidades
cristianas.
La Epístola a los Gálatas obedeció al cambio acaecido en aquellas
Iglesias por la predicación de ciertos cristianos judaizantes; eran éstos una
minoría de fariseos medio convertidos, que predicaban la necesidad de la
circuncisión para obtener la salvación, aquellos con los que Pablo y
Bernabé habían tenido que discutir y que resistir en el Concilio de
Jerusalén. Colaboradores inconscientes de los judíos puros, estos
pseudocristianos lograron convencer a los gálatas de que aceptasen la
circuncisión como un complemento del Evangelio.
Algunos autores creen que la Epístola a los Gálatas fue escrita en
Antioquía, incluso antes del Concilio de Jerusalén, pero la mayor parte de
los comentaristas presumen que la escribió en Macedonia o en Corinto.
San Pablo insiste en ella en que sólo hay un Evangelio; reafirma que los
judíos convertidos están exentos del cumplimiento de la ley, y que por la fe
y no por la ley recibieron los judíos el Espíritu Santo. «Cristo nos redimió
de la maldición de la ley», aclara el apóstol, y, tras hacer una breve alusión
a la situación de los hombres hasta el advenimiento de Jesucristo, afirma
que «someterse a la ley, seria volver a la servidumbre», y que «El
Evangelio reemplaza a la ley». En la tercera parte, en sus exhortaciones,
llega a varias conclusiones: ya no caben mixtificaciones ni confusiones: o
se es judío o se es cristiano, y finalmente acaba con la aseveración de que
la caridad suple a la ley: «Porque toda la ley se resume en este solo
precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Epístola a los Gálatas, I-
VI).
Como se ve, una epístola eminentemente doctrinal, como fueron casi
todas las de San Pablo. Sólo más tarde, cuando escriba a Timoteo, a Tito, a
Filemón, el apóstol adoptará un estilo más familiar, más íntimo, en cuyas
breves páginas casi sentimos el palpitar de aquel corazón tan noble, tan
generoso, tan grande, como fue el de Pablo de Tarso.
En la primera Epístola a los Corintios —escrita en Éfeso, durante la
estancia de tres años en esta ciudad, en el curso del tercer viaje—, el
apóstol, se propone subsanar la situación poco satisfactoria por la que
atraviesa esta cristiandad y responder a las consultas propuestas por sus
fieles.
Tras la salutación —que dirige en su nombre y en el del amanuense
Sóstenes, antiguo presidente del consejo de la sinagoga—, y después de la
acción de gracias por los dones concedidos a los corintios y una

89
exhortación a la caridad, les recuerda el contraste entre la sabiduría del
mundo y la de Dios. En la primera parte no faltan las reprensiones a los
corintios. «¿Dónde está el sabio?», pregunta. Los judíos piden señales, los
griegos buscan sabiduría. La predicación de Cristo Crucificado resulta
escándalo para los judíos y locura para los gentiles. Pero la locura de Dios
es más sabia que la de los hombres y la flaqueza de Dios más poderosa que
la de los hombres. «Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los
fuertes... y lo que no es nada, lo eligió Dios para destruir lo que es, para
que nadie pueda gloriarse ante Dios. Por Él sois en Cristo Jesús, que ha
venido a seros, de parte de Dios, sabiduría, santificación y redención...»
(Epístola I a los Corintios, I, 1-3).
Casi atropelladamente, Pablo dicta las frases con dicción clara y tono
cálido:
«Yo, hermanos —prosigue—, llegué a anunciaros el testimonio de
Dios no con sublimidad de elocuencia o de sabiduría, que nunca entre
vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo...» (Epístola a
los Corintios, II).
Pablo pasa seguidamente a enjuiciar con visión paternal los roces sur-
gidos en la iglesia de Corinto: si, pues, hay entre vosotros envidia y dis-
cordias, ¿no prueba esto que vivís a lo humano?» Fustiga luego a los que
dicen: yo soy partidario de Pablo o soy partidario de Apolo, el alejandrino;
«¿Qué es Apolo y que es Pablo?
»Unos ministros de Aquel en quien habéis creído, y eso según el don
que a cada uno ha concedido el Señor. Yo planté, Apolo regó, pero Dios es
quien ha dado el crecer y hacer fruto. Y así ni el que planta es algo ni el
que riega, sino Dios, que es el que hace crecer y fructificar. Tanto el que
planta como el que riega vienen a ser una misma cosa. Pero cada uno
recibirá su propio salario a medida de su trabajo. Porque nosotros somos
unos coadjutores de Dios: vosotros sois el campo que Dios cultiva, sois el
edificio que Dios fabrica.
»Yo, según la gracia que Dios me ha dado, eché, cual perito
arquitecto, el cimiento del edificio: otro edifica sobre el. Pero mire bien
cada uno cómo alza la fábrica o qué doctrina enseña. Pues nadie puede
poner otro fundamento que el que ya ha sido puesto, el cual es Jesucristo»
(Epístola a los Corintios, III, 1-12).
De este modo rebate la absurda creencia acerca de la distinta fe en
Cristo predicada por Apolo y por él.

90
A continuación les exhorta a la humildad y enumera las dificultades y
tribulaciones de los apóstoles:
«¡Oh!, ¿qué cosa tienes tú que no la hayas recibido de Dios? Y si
todo lo que tienes lo has recibido de Él ¿de qué te jactas, como si no lo
hubieses recibido?... Pues yo, para mí, tengo que Dios a nosotros, los
apóstoles, nos trata como a los últimos hombres, como a los condenados a
muerte: haciéndonos servir de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los
hombres. Nosotros somos reputados como unos necios, pero somos de
Cristo; mas vosotros sois los prudentes en Cristo: nosotros flacos, vosotros
fuertes, vosotros sois honrados, nosotros viles y despreciados. Hasta la
hora presente andamos sufriendo el hambre, la desnudez, los malos
tratamientos, y no tenemos dónde fijar nuestro domicilio. Y nos afanamos
trabajando con nuestras propias manos; nos maldicen y bendecimos;
padecemos persecución y la sufrimos con paciencia; nos ultrajan y
retornamos súplicas; somos, en fin, tratados hasta el presente como la ba-
sura del mundo, como la escoria de todos.
»No os escribo estas cosas porque quiera sonrojaros, sino que os
amonesto como a hijos míos muy queridos» (Epístola a los Corintios, 7-
14).
Se extiende después prolijamente sobre el estado moral de la Iglesia
de Corinto, y les insta a que glorifiquen a Dios con la pureza de su cuerpo;
responde luego a las preguntas de los corintios sobre el matrimonio y
acerca de las carnes sacrificadas a los ídolos. El mismo apóstol se propone
como ejemplo a los corintios con estas frases ardientes:
— ¿No soy libre yo? ¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús Nuestro
Señor? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?... Siendo del todo libre, me
hago siervo de todos para ganarlos a todos... Me hice flaco con los flacos,
por ganar a los flacos. Me hice todo para todos, por salvarlos a todos. Todo
lo cual hago por amor al Evangelio, a fin de participar de sus promesas.
(Epístola a los Corintios, IX, 1-23).
Finalmente, hace una breve alusión a la historia de Israel, para
enseñanza de los fieles; se refiere al papel de la mujer en la Iglesia y
recomienda que se cubra con un velo en el templo, como señal de respeto
propio de su sexo; da instrucciones sobre el modo de celebrar los ágapes y
se refiere a los dones espirituales, la caridad, el don de lenguas y el de
profecía y la resurrección; y acaba con un epílogo, en que recuerda el
deber de una colecta en favor de los fieles de Jerusalén, cerrando la
epístola con sus ya típicos encargos, exhortaciones y saludos : «La gracia

91
del Señor Jesús sea con todos vosotros. Mi amor está con todos vosotros
en Cristo Jesús.»
Es ésta una de las epístolas más completas, riquísima en doctrina,
verdadero filón, no sólo para aquellos fieles corintios, sino para todos los
cristianos de todos los tiempos.
Pero ha llegado el momento de emprender otro viaje de misión. Este
hombre incansable, para quien las leguas y la fatiga parecen no suponer
nada, se decide a ir primero a Jerusalén, atravesando Macedonia y Acaya,
y planea desde allí ir a Roma. Roma era para él una obsesión; la sabía
capital del mundo, del mundo antiguo se supone. Roma era la plataforma
indispensable que había que conquistar pacíficamente, con las armas
típicas del Cristianismo; el proselitismo por el amor y la esperanza en una
vida eterna. Pero Pablo aún tuvo que quedarse cierto tiempo en Asia,
aunque hizo un corto viaje a Corinto, y mandó delante de sí, preparándole
el camino, a sus dos colaboradores Timoteo y Erasto. Este retraso estuvo a
punto de serle fatal, como ahora veremos.
Es el mes de mayo del año 57. En este mes se celebraban en Efeso,
cada cuatro años, las fiestas de Artemisión, en honor de la diosa Diana o
Artemisa. Millares de peregrinos de todas las ciudades del Asia y de
Grecia solían acudir por entonces; las posadas se llenaban de huéspedes, y
muchos visitantes tenían que alojarse en casas particulares. Durante todo el
mes se hacían sacrificios a la diosa, y se celebran procesiones, mascaradas,
luchas atléticas, y por las noches serenatas, bailes y banquetes. Para
sufragar los gastos de Artemisión se nombraba una junta de diez ricos
ciudadanos, llamados los diez asiarcas. El dinero corría abundantemente
en estos días. Los que hacían más pingües ganancias —aparte de los
sacerdotes, adivinos, magos, astrólogos y comediantes— eran los co-
merciantes del gremio de plateros, que en aquellas jomadas vendían miles
de imágenes de la diosa o reproducciones del templo hechas de metal.
Cada peregrino quería llevarse un recuerdo; pero aquel año el negocio fue
malo, no acudieron los peregrinos como solían. Parte de la población se
había hecho cristiana, y por tanto se mantuvo apartada de aquellas
celebraciones paganas, que tan a menudo acababan en escandalosas orgías.
Además perduraba el recuerdo de la quema de los libros de magia, y
después de los éxitos resonantes obtenidos por las predicaciones de Pablo,
el ocultismo había quedado bastante desacreditado.
Un platero llamado Demetrio, en cuyo taller se fabricaban
reproducciones en plata del templo de Artemisa, fue el que reaccionó
primero, demostrándose muy sensible ante aquella situación, y dio la voz
92
de alarma a sus congéneres. Pronto se armó un gran alboroto y Demetrio,
convocando a todos los artífices, así como a todos los obreros de aquel
ramo, les dijo:
—Bien sabéis que nuestro negocio depende de este oficio. Asimismo
estáis viendo y oyendo que no sólo en Éfeso, sino en casi toda el Asia, este
Pablo ha persuadido y llevado tras sí a una gran muchedumbre, diciendo
que no son dioses los hechos por manos de hombres. Esto no solamente es
un peligro para nuestra industria, sino que es en descrédito del templo de la
gran diosa Artemisa, que será reputada en nada, y vendrá a quedar
despojada de su majestad aquella a quien veneran todo el Asia y el orbe
entero.
Al oír esto se llenaron de ira los presentes y comenzaron a gritar:
— ¡Grande es la Artemisa de los efesios!
Primero en el barrio de los artesanos y luego en toda la ciudad se
produjo una gran confusión. Alguien gritó:
— ¡Al teatro! ¡AI teatro! ¡Vamos a por Pablo! ¡Llevémosle ante el
tribunal popular!
Otros gritaban desaforados:
— ¡Echemos a Pablo a las fieras del circo!
Los efesios habían adoptado la costumbre romana de las luchas de
gladiadores y de fieras en el circo, y en las jaulas de aquél rugían en aquel
momento leones, tigres, osos y otras bestias feroces traídas de los más
remotos lugares de Africa y Asia.
La muchedumbre, enloquecida, atraviesa el barrio de los judíos, asola
y devasta lo que encuentra en su camino: tiendas y puestos de mercaderes.
Salen de las casas hombres y mujeres de todo tipo y se añaden al motín.
Los amotinados se apoderan de Gayo y Aristarco, los dos macedonios
cristianos, colaboradores de San Pablo; les golpean hasta hacerles sangrar;
y les obligan a ir con ellos hasta el teatro, enclavado en la colina de Pion.
Pablo, que seguramente en aquel momento estaba en la escuela de
Tirano, se salva de que le linchase el populacho en lo primeros momentos
de furor, cuando se precipitó a saquear su casa. Cuando le llevan noticia de
lo que pasaba, en vez de pensar en huir o en esconderse, quiso partir
inmediatamente para el teatro, y tratar de hablar a la muchedumbre y
calmarla; pero sus discípulos se oponen: ir allí en aquellos instantes es
exponerse a una muerte segura.

93
Entre los asiarcas encargados de las fieras hay algunos amigos de
Pablo, y éstos, asimismo, tuvieron el gesto noble de mandarle recado,
rogándole que fuese prudente y no se presentase en el teatro.
Mientras tanto, en el teatro del Pion la confusión es cada vez mayor.
Todos gritan y nadie escucha: cada uno dice una cosa diferente. Muchos de
los asistentes ignoran por qué están allí y el motivo de la reunión.
Los intentos del judío Alejandro de hacerse escuchar fracasan. Al
iniciar las señas de que quiere hablar le reprenden:
— ¡Ése es un judío!
Todos levantan la voz y por espacio de dos horas gritan:
— ¡Grande es la Artemisa de los efesios! ¡Grande es la Artemisa de
los efesios!
Por fin un secretario logra calmar a la muchedumbre, y cuando, con
gran dificultad, se hace el silencio dice a las inquietas turbas:
—Efesios, ¿quién no sabe que la ciudad de Éfeso es la guardiana de
la gran Artemisa y de su estatua bajada del cielo? Siendo esto incontestable
conviene que os aquietéis y no os precipitéis. ¿Por qué habéis traído a es-
tos hombres que ni son sacrílegos ni blasfemos contra vuestra diosa? Si
Demetrio y los de su profesión tienen alguna queja contra alguno, públicas
asambleas se celebran y procónsules hay; que recurran a la justicia para
defender cada uno su derecho. Si algo más pretendéis, debe tratarse eso en
una asamblea legal, porque hay peligro de que seamos acusados de sedi-
ción por lo de este día, pues no hay motivo alguno para justificar esta re-
unión tumultuosa (Hechos, XIX, 35-39).
Seguidamente, el secretario ordena disolver la asamblea.
Al anochecer ya ha cesado el alboroto. La ciudad enciende sus luces
de fiesta, y pronto sobre todos los ruidos nocturnos se oye el pulsar de
cítaras, el resonar de flautas y el entrechocar de copas en los alegres
brindis que en terrazas y jardines celebran los efesios.
En una casa, sin embargo, no hay fiesta. Pablo ha hecho llamar a los
discípulos: los cristianos más responsables de la comunidad tienen ocasión
de oír las palabras de despedida del apóstol. Su estancia en la ciudad ya
resulta arriesgada: no quiere poner en peligro la obra que tanto le ha cos-
tado. Hoy su nombre en Éfeso es signo de abierto desafío al paganismo,
simbolizado en Artemisa. Además le esperaban sus amadas iglesias de
tantos lugares y aquella Roma que era su deseo y la lejana España..., y
antes ha de ir a Jerusalén.
94
Cuando deja Efeso, para no volver más a ella, acompañado de
Timoteo, Gayo de Derbe, Aristarco, Segundo y los asianos Tíquico y
Trófimo, quizás con las luces del alba se volviera desde las colinas para
ver por última vez aquella ciudad tan orgullosa de sus piedras. Nueve
concilios había de celebrar la Iglesia dentro de sus muros y en el año 431
se definirá aquí la Maternidad Divina de María. Por sus miserias y sus
grandezas Éfeso pagará un alto precio: testimonio de ello son sus ruinas
melancólicas.

95
Capítulo XV

VIAJE HACIA JERUSALÉN

Tras dejar Éfeso, Pablo cruza, acompañado de sus fieles compañeros,


las tierras de Asia y de Lidia. Al pasar por Pérgamo —es la segunda vez
que pisa sus calles— las grandezas arquitectónicas de esta ciudad le
recuerdan algo Éfeso que acababa de dejar. Finalmente llega al puerto de
Tróade a la entrada del Helesponto. Siente no haberse encontrado aquí con
Tito, que estaba en Corinto con cartas para los fieles de aquella ciudad,
preciosos documentos que se perdieron y no han llegado a nosotros.
Acordaron encontrarse a la salida de Éfeso, en el puerto de Tróade; pero
como el motín del platero Demetrio había anticipado la marcha del
apóstol, Tito aún no había llegado. En su corta estancia en Tróade Pablo se
hospeda en casa de un tal Carpio.
Impaciente, el apóstol abandona Tróade a los siete días y se encamina
a Macedonia, adelantándose así al encuentro con Tito. La primera ciudad
que visita es Filipos, y allí tras largos años de separación tiene la alegría de
encontrarse de nuevo con su amigo Lucas.
Otro momento feliz es su risita a casa de Lidia, la generosa mujer
cristiana que había entregado su fortuna en bien de los hermanos. En
Filipos es donde Tito encuentra a San Pablo; le trae buenas noticias de
Corinto: las dificultades por que ha pasado aquella comunidad estaban ya
arregladas, aunque seguía existiendo la amenaza de los enemigos de San
Pablo, que le injuriaban y calumniaban constantemente. Pablo se alegra y
da gracias a Dios, y poseído de entusiasmo escribe su segunda Epístola a
los Corintios.
La epístola es irregular. Pablo la escribió a trozos con diversos
estados de ánimo. Ora quisiera amonestar, ora quisiera bendecir, ora
quisiera enseñar. Algunos comentaristas creen que en realidad es una
96
composición de varias cartas paulinas. Tras la salutación y la invocación
de los consuelos de Dios, hace una protesta de la sinceridad de sus
sentimientos para con ellos. Les explica el plan de su viaje: ir a Corinto
para pasar a Macedonia, y desde allí volver a Corinto para embarcarse con
destino a Judea; les explica que no quiso ir a Corinto primero porque
«había hecho propósito de no ir otra vez a vosotros en tristeza»...; «les
escribe en medio de una gran tribulación y ansiedad de corazón»; perdona
a los que se han mostrado rebeldes; les cuenta sucesos gratos que le han
acaecido; se presenta a sí mismo como ministro de la nueva alianza, y hace
un canto de la libertad cristiana: «Donde está el espíritu del Señor, está la
libertad.» Se reitera a sí mismo como heraldo de la verdad y comenta la
debilidad y fortaleza de los ministros del Evangelio, «que llevan un tesoro
en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no
parezca nuestra». Pablo desahoga más adelante su corazón, pues les habla
como a hijos, y como a hijos les pide que le confiesen sus tribulaciones.
Les aconseja que huyan de la sociedad pagana; elogia las buenas
cualidades y virtudes de los corintios; a continuación les invita a una
colecta para los pobres de Jerusalén, animándoles con el ejemplo generoso.
Más adelante, en un párrafo que trasciende amargura y a la vez un santo
orgullo de haber padecido por Cristo, Pablo enumera, como si hubiera
recibido condecoraciones a lo divino, que «cinco veces recibí de los judíos
cuarenta 5 menos uno. Tres veces fui azotado con varas, una vez fui
apedreado, tres veces padecí naufragio, un día y una noche pasé en los
abismos del mar; muchas veces en viaje me vi en peligros de los gentiles,
peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros
entre los falsos hermanos, trabajos y miserias, en prolongadas vigilias, en
hambre y en sed, en ayunos frecuentes, en frío y en desnudez; esto sin
hablar de otras cosas, de mis cuidados de cada día, de la preocupación por
todas las Iglesias» (Epístola II a los Corintios, XI, 24-29).
Abruma esta lectura de las vicisitudes que sufrió el apóstol. Sigue di-
ciendo con solicitud de padre, refiriéndose a sus discípulos todos, no sólo
éstos de Corinto a quienes escribía esta epístola:
«¿Quien desfallece que no desfallezca yo? ¿Quién se escandaliza que
yo no me abrase?»
Y declara que se complace en las enfermedades, en los oprobios, en
las necesidades, en las persecuciones, en las angustias, por Cristo; «pues
cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte». Y les anuncia que
por tercera vez va a ir a visitarles, y que no les será gravoso...; «yo de muy
buena gana me gastaré hasta agotarme por vuestra alma, aunque,
97
amándoos con mayor amor, sea menos amado» (Epístola II a los Corintios,
XII, 10-15).
Y así llega a la conclusión, especialmente tierna y optimista:
«Por lo demás, hermanos, alegraos, perfeccionaos, exhortaos, tened
un mismo sentir, vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz será con
vosotros» (Epístola II a los Corintios, XIII, 11).
Esta carta, como anuncia Pablo, fue enviada por medio de Tito, al que
tal vez acompañan en este viaje Lucas y Aristarco.

El apóstol, incansable, al cabo de pocos días se dispone a proseguir


sus campañas de evangelización. Por él mismo sabemos que llegó
cruzando el norte de Grecia, siguiendo la vía Egnacia, hasta el puerto de
Dyrrhachium (hoy Durazzo), en la costa del Adriático. También parece ser
que fundó una congregación en Nicópolis del Epiro, en la que diez años
más tarde pasaría un invierno. A últimos del año 57 se sabe que recorrió
Macedonia y Grecia, acompañado por Sópatros de Pirro, originario de
Berea, los tesalonicenses Aristarco y Segundo, Gayo de Derbe, Timoteo y
los asianos Tíquico y Trófimo.
Precedido por su segunda Epístola a los Corintios, Pablo llega a
Corinto, donde es recibido por un grupo de amigos. Los corintios le
acogen con cariño y Pablo se aloja en casa de Gayo, al que él mismo había
bautizado durante su estancia anterior en la ciudad del istmo.
98
Lo más crudo del invierno lo pasó allí. Pero si sus músculos
descansaban, no así su mente. No deja de pensar en Roma; tiene el
presentimiento de que aquella ciudad está destinada por Dios para ser el
centro de su Iglesia. Desde el año 54 es emperador Nerón y el edicto de
Claudio, expulsando a los judíos, se considera ya prescrito. La comunidad
cristiana vuelve a florecer. Por aquella época se supone que ya está en
Roma el apóstol San Pedro, acompañado de su fiel Marcos. Pablo, que ya
hacía tiempo deseaba conocer nuevas tierras de misión, se decide a escribir
una epístola a los fieles romanos, para entrar en contacto con ellos. A falta
de trato directo con aquellos cristianos, la epístola de Pablo resulta menos
familiar que las otras, aunque sí más rica en doctrina.
La obra de Pablo era ya conocida en Roma. Como veremos en la
despedida de esta carta, muchos amigos del apóstol habían emigrado a la
capital del Imperio hablando de él. Viviendo por lo general en los mismos
barrios y aun en las mismas casas, aquellos discípulos habían hecho
fructificar firmemente la semilla de Cristo en la capital del Imperio, y de
este modo prepararon el terreno para la visita de Pablo.
Tras saludarles, Pablo les expone en su carta cuánto desea verlos,
para comunicarles algún don espiritual, para confirmarles o, mejor aún,
para consolarse con ellos por la mutua comunicación de su fe común. «No
quiero que ignoréis, hermanos —les dice—, que muchas veces me he
propuesto ir a veros, pero he sido impedido hasta el presente para recoger
algún fruto también entre vosotros, como en las demás gentes. Me debo
tanto a los griegos como a los bárbaros, tanto a los sabios como a los
ignorantes. Así que en cuanto en mí está, pronto estoy a evangelizaros
también a vosotros los de Roma» (Epístola I a los Romanos, I, 12-14).
La epístola tiene una larga parte dogmática, a la que sólo podemos
aludir brevemente aquí. El apóstol escribe abundantemente sobre los temas
de la gentilidad, la ley, la salud, otorgada a la humanidad por Cristo, la
potencia maligna del pecado, la vida del espíritu, el plan de Dios sobre los
elegidos, la obediencia a los poderes públicos, y la perfección de la
caridad.
En resumen: puede afirmarse que es un tratado teológico sobre la
nueva situación planteada al género humano respecto de Dios y el
advenimiento de Cristo.
En el epílogo, Pablo advierte que se ha predicado el Evangelio donde
Cristo no era conocido, pero que ahora, no teniendo ya campo en estas

99
regiones y deseando ir a verlos desde hace bastantes años, espera verles al
pasar cuando vaya a España.
Anuncia su próxima marcha a Jerusalén, para llevar la colecta hecha
por las gentes de Macedonia y Acaya, y que una vez cumplido este oficio,
pasando por Roma se encaminaría hacia España.
Finalmente, les recomienda a la hermana Febe, diaconisa de la Iglesia
de Cencres, que por tener que ir a Roma por asuntos particulares era la
encargada de llevar la carta. Al comenzar las recomendaciones y saludos
que cierran la epístola, nos enteramos que Aquila y Priscila (a la que él
llama familiarmente Frisca) habían vuelto de nuevo a Roma, lugar donde
sin duda su negocio tenía mejores posibilidades y en cuya casa habían
establecido un centro donde se reunían cristianos. Manda Pablo también
saludos para Epéneti, uno de los primeros conversos de Asia, que
asimismo se había ido a vivir a la capital del Imperio, y a una tal María,
«que soportó muchas penas por nosotros», a Andrónico y a Junia, sus
parientes, a Ampliato, Urbano, «cooperador en Cristo», a Estaquis, a
Apeles, «probado en Cristo», a los de la casa de Aristóbulo y a su pariente
Herodiano; a la familia de Narciso, a Trifena y a Trifosa, «que pasaron
muchas penas en el Señor», a Pérsida, «muy amada», a Rufo, «el elegido
del Señor», y a su madre, que el apóstol tenía por suya; a Asíncrito y
Flegón, Hermes, Patroba, Hermas y a los hermanos que vivían con ellos, a
Filólogo y a Julia, a Nereo y a su hermana, y a Olimpia y a todos los her-
manos que vivían en la misma casa. ¿No sugiere esto la existencia de una
comunidad muy unida por los sentimientos fraternos inspirados por la
misma fe? Igualmente cariñosos son los saludos que mandan los compa-
ñeros del apóstol que en aquellos momentos le rodeaban en Corinto: Timo-
teo, su colaborador y Lucio, Jasón y Sosípatro, sus parientes, y Cayo,
huésped de Pablo y de toda la Iglesia; Erasto, tesorero de la ciudad, y el
humilde hermano Cuarto. Y no falta, detalle ingenuo y conmovedor a la
vez, la frase: «Os saludo yo. Tercio, que escribo esta epístola en el Señor».
Este Tercio, quizás un esclavo, tuvo la suerte de pasar a la Historia con el
honor de haber sido elegido por Pablo, como amanuense de una de sus más
importantes epístolas, y añadió tal frase para que se supiera que también é\
quería saludar a los cristianos de Roma. Un bello ejemplo de la sencillez
de costumbres de aquellos primitivos fieles en Cristo.
Tres meses dice San Lucas que Pablo permaneció en Grecia. A la
llegada de la primavera decide abandonar Corinto, acompañado de los
mismos colaboradores antes citados: ha pensado embarcarse como otras
veces en alguna nave que se dirija a Siria. Los barcos que salen por
100
aquellos días están llenos de judíos, que se dirigen a celebrar la Pascua en
Jerusalén. Pero advertido Pablo de que los judíos intentan asesinarle
decide tomar el camino de tierra y dirigirse por Macedonia. Para disimular
y despistar a sus enemigos, sus acompañantes se embarcan hacia Efeso, y
quedan luego en salir en su busca en el puerto de Tróade. Pablo tiene que
partir solo; pero en Filipos se le agrega, solícito, Lucas. Después de
celebrar la fiesta de los Ácimos, ambos parten de Filipos —tras despedirse
de la fiel Lidia—, y en el puerto de Neápolis hallan una pequeña nave de
carga que les llevó a Tróade. Cinco días les lleva el viaje. En Tróade hallan
a los demás que les estaban esperando. Todos juntos, permanecen allí una
semana.
El último día de su estancia era domingo —al día siguiente debía Pa-
blo partir muy temprano—, y estaban todos reunidos para practicar la cere-
monia de la fracción del pan; Pablo, que está con ellos, prolonga su discur-
so hasta la medianoche. Había muchas lámparas de aceite encendidas en la
habitación donde la reunión se celebraba. La plática se ha alargado mucho,
¡tenía tantas cosas que decirles y el tiempo de que disponían era tan breve!
Un joven llamado Eutico, que estaba sentado en una ventana, tuvo sueño:
rendido de cansancio, no comprendiendo muchos de los puntos de la
plática de Pablo se durmió, perdió el equilibrio y cayó a la calle desde un
tercer piso.
Todos le dan por muerto. Pablo baja presto y abrazando al muchacho
les dice:
—No os turbéis, porque está vivo.
En efecto, el joven se incorpora como si sólo hubiera sufrido un lige-
ro desvanecimiento. Le acuestan y Pablo reanuda la ceremonia de la parti-
ción del pan hasta el amanecer. Cuando el sol aparece sobre los montes de
Misia, se despide de todos. Toma el camino de Assos o Asón, bordeando la
costa. Unos 25 kilómetros a pie, cruzando bosques de encinas, bordeando
el Ida, el monte sagrado de los dioses. En Assos embarca hasta Mitilene,
en la isla de Lesbos. El mar Jónico es como un lago salpicado de islas. Los
navegantes que lo cruzan se sorprenden cada día del aspecto siempre cam-
biante de sus panoramos. A babor, a estribor, a popa y a proa, surgen y
desaparecen islas e islitas fantasmales, rocosas, de las formas más
caprichosas y extrañas, y es raro ver libre la redondez del horizonte del
mar. Incluso la costa de Asia se recorta aquí en alargados y estrechos
golfos, penínsulas, calas y rías. Los amaneceres y atardeceres son
especialmente de una belleza increíble, y los oros del sol reflejándose
sobre el mar y el aroma salino, quizás influyan algo en la belleza
101
nostálgica y melancólica de las canciones que cantaban los pescadores y
marineros de aquellos archipiélagos.
De Mitilene, donde pasan la noche, navegan al día siguiente, pasando
frente a la isla de Quío. Dos días más tarde se les aparece Éfeso por la
banda de babor, coronada allá en la colina por el templo de Artemisa
(Diana), y Pablo quizá piensa con tristeza en los sucesos ocurridos el año
anterior. Al tercer día llegan a la isla de Samos y al cuarto día atracan la
nave en Mileto, en la costa de tierra firme. Ha resuello pasar de largo por
Éfeso, a fin de no retardarse en Asia, pues quería, a ser posible, estar en
Jerusalén el día de Pentecostés.
Desde Mileto manda llamar a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso.
No quería dejar de saludarles y darles sus postreras instrucciones. El
recado quizá fuera llevado por sus fieles Tíquico y Trófimo. El discurso de
despedida es largo, solemne y emocionante. Pablo les dice cuando
estuvieron todos reunidos ante él:
—Vosotros sabéis bien cómo me conduje con vosotros todo el tiempo
desde que llegué a Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, con
lágrimas y en tentaciones que me venían de las asechanzas de los judíos;
cómo no omití nada de cuanto os fuera de provecho, predicándoos y
enseñándoos en público y en privado, dando testimonio a judíos y a
griegos sobre la conversión a Dios y a la fe en Nuestro Señor Jesús
(Hechos, XX, 19-22).
Al leer los discursos y escritos paulinos resalta la insistencia que
tiene el apóstol en justificarse y en poner de manifiesto lo honesto de su
conducta: de este modo pone de relieve la diferencia que hay entre la
conducta de un verdadero apóstol de Cristo y un falsario, uno de aquellos
taumaturgos aventureros que entonces tanto abundaban, o de los enviados
de los pseudocristianos judaizantes de Jerusalén, que, pegados como la
sombra al cuerpo, iban por todas partes tratando de destruir la obra de
Pablo.
Pablo se siente ahora encadenado por el Espíritu, «que le lleva a Jeru-
salén», y, con palabras que harían correr un escalofrío de emoción por el
espinazo de sus oyentes, dice «que no sabe lo que allí le sucederá». Él
tiene tristes presentimientos, pues confiesa que en todas las ciudades el
Espíritu Santo le advierte que le esperan cadenas y tribulaciones. Pero
Pablo declara entonces ante sus atónitos oyentes:
—Mas yo no hago ninguna estima de mi vida con tal de acabar mi
carrera y el ministerio, que recibí del Señor Jesús, de anunciar el Evangelio
102
de la gracia de Dios. Sé que no veréis más mi rostro, vosotros todos por
quienes he pasado predicando el reino de Dios; por lo cual en este día os
testifico que estoy limpio de la sangre de todos, pues os he anunciado
plenamente el consejo de Dios. Mirad por vosotros y por todo el rebaño,
sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos, para apacentar la
Iglesia de Dios, que Él adquirió con su sangre. Yo sé que después de mi
partida vendrán a vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño, y
que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que enseñen
doctrinas perversas, para arrastrar a los discípulos en su seguimiento.
Velad, pues, acordándoos de que por tres años, noche y día, no cesé de
exhortaros a cada uno con lágrimas. Yo os encomiendo al Señor y a la
palabra de su gracia; al que puede edificar y dar la herencia a todos los que
han sido santificados. No he codiciado plata, oro o vestidos de nadie.
Vosotros sabéis que a mis necesidades y a las de los que me acompañan
han suministrado estas manos. En todo os he dado ejemplo, mostrándoos
cómo, trabajando así, socorréis a los necesitados, recordando las palabras
del Señor Jesús, que Él mismo dijo: «Mejor es dar que recibir» (Hechos,
XX, 24-36).
Tras decir estas palabras inolvidables, Pablo se pone de rodillas, y
con él todos los asistentes, y comienzan a hacer oración. San Lucas nos
dice que «se levantó un gran llanto de todos, que echándose al cuello de
Pablo le besaban, afligidos sobre todo por lo que les había dicho de que no
volverían a ver su rostro. Y le acompañaron hasta la nave» (Hechos, 36-
38).
Separándose de ellos, Pablo y sus acompañantes se embarcan y poco
después zarpó la pequeña nave.
Es el mes de abril, sopla una brisa suave, y gracias a aquel viento
favorable, ponen proa a la isla de Cos, teniendo a babor la estrecha y
alargada península del Quersoneso de Gnido, especie de dedo acusador de
una mano descamada. Al día siguiente, la nave, velas blancas hinchadas al
viento, llega a Rodas, la llamada «Isla de las Rosas», de la que se decía
(parece un slogan moderno de turismo) que en ella no había ningún día del
año sin sol. Tras un breve descanso, aprovechando el bonancible estado del
mar aquellos días, Pablo y los suyos reanudan la navegación; llegan hasta
Páttara, en la costa de Licia, donde terminan las últimas estribaciones del
Tauro. Aquí ya había que dar el gran salto a través del Mediterráneo
Occidental, y una pequeña nave de cabotaje les resulta inadecuada.
Encuentran una nave de más alto bordo que hace la travesía de Fenicia; se
ajustan con el patrón y se hacen a la mar.
103
Ahora, en los largos días de serena navegación, sólo cielo y agua
infinitos les sirven de dosel y de base. El silencio del atardecer sólo es
interrumpido por los varoniles cánticos de los marineros o por los
fantásticos relatos de aventuras increíbles en remotas tierras o de sirenas o
fabulosos monstruos marinos hallados en ignotos mares. Algunos de ellos,
en la espumosa cresta de las olas, asegurarían haber visto al mismísimo
dios Neptuno en su carro tirado por corceles impetuosos, armado de su
tridente. Y se producirían las discusiones de siempre.
Un día avistan las costas de la isla de Chipre. Al ver a lo lejos el
blanco caserío de Pafos, Pablo se acuerda del procónsul Sergio Paulo.
¿Habría perseverado en la fe de Cristo? También piensa en su querido
amigo Bernabé. ¿Qué haría en estos momentos?
Viniendo del sur, se cruzan con alguna nave egipcia procedente de la
rica y fabulosa Alejandría, la del enorme faro, una de las siete maravillas
del universo. Todo el mundo habla con respeto de la tierra de Egipto, de su
religión misteriosa, de sus cultos inteligibles sólo para los iniciados, de su
ciencia, de sus médicos y magos poderosos, de sus templos, palacios y jar-
dines de maravilla. Nadie se explica cómo se producen las crecidas del
Nilo y se cuentan historias fabulosas acerca de las gigantescas pirámides y
esfinges de piedra.
La nave prosigue ligera, rompiendo veloz con su proa las olas ahora
algo más crecidas. Chipre queda atrás, a la izquierda. De nuevo, sólo mar y
cielo. Pero muy pronto, el vuelo de bandadas de gaviotas, los alegres saltos
de bandadas de delfines: la aparición en el horizonte de numerosas velas
de naves fenicias indica a los viajeros que ya están cerca de las costas de
Siria. Un amanecer, con gran gozo, divisan la mole nevada del bellísimo
Líbano, tan cantada por los poetas, y luego, la cosía casi rectilínea de
Fenicia, en cuyos promontorios se apiñan las ciudades madres del
comercio internacional. La nave se acerca majestuosa, apresurándose en un
último esfuerzo los remeros, y aquella misma tarde anclan en Tiro, el rico
emporio de los astilleros y el comercio de la púrpura. Aquí es donde la
nave debía dejar su carga.
Pablo y sus discípulos pisan satisfechos el muelle y las empedradas y
empinadas calles de la ciudad. En las floridas terrazas de las blancas casas
se asoman bellas mujeres y elegantes caballeros ociosos, que se distraen
viendo a los recién desembarcados. Por todas partes hay un intenso ajetreo
y los vendedores ambulantes abundan. Y a pesar de que los tiempos de
esplendor de Tiro eran ya mero recuerdo y habían pasado a la historia,
cada hueco es una tienda: se venden sedas y alfombras del Oriente,
104
bellísimas cerámicas y vajillas de plata y cristal, collares y pulseras de
ámbar, pomos y pebeteros con perfumes de la lejana Arabia, perlas de la
exótica Etiopía, pulidos espejos de plata o cobre reluciente. En algunas
calles se oye el continuo ricrac en los aserraderos que trabajan la madera
de cedro traída del cercano Líbano. Camellos y asnos andan por las calles
y algún rebuzno distrae al comerciante que está haciendo cuentas con su
abaco, contando los sacos de trigo o de sal o los pellejos de vino y aceite
que acaban de entrar o salir de su almacén. En ningún lugar el innegable
talento de la raza semita para los negocios tenía una más cabal expresión
que aquí en la rica Tiro.
Pero aún en un lugar tan dedicado pura y exclusivamente a afanes tan
materialistas hay una comunidad de cristianos y Pablo y sus acompañantes
se dirigen a saludarles. Con ellos permanecen siete días.
Cuando Pablo les dice que quiere ir a Jerusalén, aquellos cristianos,
movidos del Espíritu Santo, le ruegan encarecidamente que desista de su
propósito. Jerusalén se ha vuelto cada vez más una ciudad siniestra: su
ambiente de odio y rebelión es claramente amenazador y los sicarios
cometen innumerables asesinatos. Pero Pablo insiste: le acucia el Espíritu
Santo. Los cristianos, acompañados de sus mujeres e hijos, le despiden en
la playa. La nave zarpa haciendo proa hacia Tolemaida, puerto situado ya
en la costa de la evangélica Galilea.
Allí también van a saludar a los hermanos, con los que se quedan un
día. Al amanecer siguiente reanudan todos el viaje, esta vez por tierra y a
pie. Dos semanas antes de Pentecostés llegan a Cesárea, la antigua Torre
de Estratón, puerto secundario, dominado por el siniestro castillo de
Herodes, donde Pablo se embarcó un día hacia su ciudad natal de Tarso.
Pablo se dirige a casa de Felipe, llamado modestamente «el
evangelista», o sea, apóstol de segundo orden, también conocido por «uno
de los siete», que fue discípulo de Esteban. Felipe les invita cordialmente a
aposentarse en su casa, y Pablo y los suyos aceptan gustosos.
Más tarde, sentados en la terraza de su casa, que tenía vistas al mar,
Felipe les presenta a sus cuatro hijas; éstas viven intensamente el ambiente
cristiano, casi monástico.
Un día, estando todavía allí Pablo, baja de Judea un profeta llamado
Apolo, el cual visita a Felipe y al ver a Pablo —al que conocía desde el
tiempo de su estancia en Antioquía— y enterado de sus propósitos trata de
disuadirle de que vaya a Jerusalén, y para dar más fuerza a sus palabras

105
hizo un gesto dramático. Tomó el cinto de Pablo y se ató los pies y las
manos con él diciendo:
—Esto dice el Espíritu Santo: así atarán los judíos en Jerusalén al
varón cuyo cinto sea ése, y le entregarán en poder de los gentiles.
Al oír esto, tanto los acompañantes de Pablo, como Felipe y otros del
lugar allí presentes, instaron al apóstol a que no subiera a Jerusalén.
— ¿Qué hacéis con llorar y quebrantar mi corazón? Pues pronto
estoy, no sólo a ser atado, sino a morir en Jerusalén por nombre del Señor
Jesús.
Todos insisten, y al final uno de los allí presentes dijo:
—Hágase la voluntad del Señor.
Y esta frase fue coreada por todos.
El último día de su estancia en Cesárea, Pablo y lo suyos lo pasan
comprando cosas que necesitan para el viaje, y una vez que ya se
consideran lo suficientemente provistos, despidiéndose de todos, inician la
marcha.
«Subía a Jerusalén». Esta frase era muy empleada por los judíos, que
le daban dos sentidos: uno real y otro figurado. Situada en la meseta de
Judea, para ir a Jerusalén, cualquier viajero que acceda a ella desde el
Mediterráneo, el mar Muerto o cualquier otro camino por la parte de tierra,
tiene que «subir» a ella, subir cuestas, trepar montes. Pero en sentido
figurado, el peregrino que iba a la Ciudad Santa no podía «ir» hacia ella
simplemente, tenía que «subir», escalando las etapas que le separaban de
la colina santa donde el Templo de Dios se asentaba.
Unos cien kilómetros separan a Cesárea de Jerusalén, y Pablo y sus
compañeros los cubren en tres días. Dejada atrás la fértil llanura de Sarón,
donde el viento ondulaba los trigales, ya prestos para la siega, en
Antipútrida se despiden de algunos de los de Cesarea, que amables se han
brindado a acompañarles hasta aquí, mientras otros de la misma ciudad
insisten en seguir con ellos.
Luego el camino empieza a retorcerse en vueltas y más vueltas. A
pesar de ser primavera, los arroyos están secos y las barrancas parecen
fauces que claman por la sed. La rocosa y árida tierra de Judea se
despliega a la vista. Algunos olivos achaparrados permanecen tristes en los
bancales construidos dificultosamente acarreando piedras. Se agradece la
vista de un pozo o una cisterna, indicados a lo lejos por los penachos de
algunas palmeras, sombreados por algunas higueras.
106
Los caminos que llevan a Jerusalén se ven cada vez más y más llenos
de una jubilosa muchedumbre de peregrinos venidos de todas partes,
dispuestos a celebrar alegremente la Pascua, como habían hecho sus
antepasados durante siglos. Algunos, arreando delante sus rebaños de
cabras, ovejas y temeros; otros, llevando gavillas de espigas de trigo en los
brazos; las mujeres, con velos multicolores en la cabeza y ramos de flores
en sus manos; muchos, cantando cánticos de alabanza.
Al ver por fin en la lejanía alzarse las murallas de Jerusalén la
muchedumbre irrumpe en gritos de júbilo:
— ¡Jerusalén! ¡Jerusalén!
Pero Pablo piensa en lo que ha dicho en su Epístola a los Gálatas:
«La Jerusalén actual es, en efecto, esclava con sus hijos. Pero la Jerusalén
de arriba es libre, ésa es nuestra madre.»
Bella alusión a la Jerusalén celestial, que siempre será un ideal
cautivador en el ánimo de la Cristiandad, en contraposición a la Jerusalén
terrenal y deicida, «la ciudad que apedreaba a los profetas».
Por quinta vez en su vida Pablo cruza una de las puertas que dan en-
trada a la Ciudad Santa.

107
Capítulo XVI

LA CAUTIVIDAD DE PABLO

El grupo de discípulos de Cesárea, que ha acompañado a Pablo y a


los suyos hasta Jerusalén, les conduce a casa de Mnasón, chipriota, y
antiguo discípulo. La noticia de la llegada del apóstol se extiende pronto
por la ciudad.
Pablo recibe una gran alegría al poder abrazar y besar a su hermana,
residente en Jerusalén, y a su sobrino, muchacho muy despierto, que
pronto le será muy útil en sus labores apostólicas.
Muchos cristianos acuden presurosos a la casa en que se hospeda
para presentarle sus respetos y besar su mano. Le advierten que los zelotes
están aquellos días agitados y le recomiendan que no vaya solo por las
calles. Al día siguiente, Pablo, acompañado de todo su pequeño séquito, va
a visitar al apóstol Santiago; a la reunión acuden también todos los pres-
bíteros de la Iglesia local. Pablo, después de saludarles con afecto, empieza
a contarles todas las cosas que Dios había obrado entre los gentiles por su
mano.
Sus oyentes le escuchan en silencio y cuando Pablo termina todos
alaban a Dios; le dicen:
—Ya ves, hermano, cuántos millares de creyentes hay entre los
judíos.
El Cristianismo ha tomado su punto de arranque en Jerusalén y hay
en efecto una floreciente comunidad cristiana. Los judíos han sido
llamados por Jesús para ganar la salvación, como otro pueblo cualquiera;
más aún, han sido llamados primero: es el pueblo elegido para conservar y
transmitir durante milenios el mensaje de la divinidad del Mesías; pero el
orgullo les ciega; así como entre los griegos su admirable filosofía era
como un bosque que no les dejaba ver los árboles, los judíos en su
108
mayoría, incluso los cristianizados, eran incapaces de desprenderse de los
prejuicios de la ley.
—Pero todos esos creyentes son celadores de la ley —le dicen.
Por esto los judaizantes le advierten al apóstol que todos esos
creyentes son celadores de la ley. «Ahora, pues —prosiguen los asistentes
—, éstos han oído decir que tú enseñas a los judíos de la dispersión, que
hay que renunciar a Moisés y les dices que no circunciden a sus hijos ni
sigan las costumbres mosaicas. ¿Qué es pues lo que se ha de hacer? Sin
duda se reunirá toda esta multitud de gente, porque luego han de saber que
has venido» (Hechos, XXI, 21-22).
La Iglesia de Jerusalén, en efecto, aún no es libre, vive sojuzgada por
la sinagoga, lo mismo que la sinagoga vive cohibida por la Torre Antonia,
desde la que los soldados romanos vigilan constantemente el Templo.
—Haz lo que vamos a decirte —continuaron diciéndole—. Tenemos
cuatro varones que han hecho el llamado voto de nazareato; tómalos,
purifícate con ellos y págales los gastos para que se rasuren la cabeza, y así
todos conocerán que no hay nada de cuanto oyeron sobre ti, sino que
sigues en la observancia de la ley. En cuanto a los gentiles que han creído,
ya les hemos escrito nuestra sentencia de que se abstengan de las carnes
sacrificadas a los ídolos, de la sangre, de lo ahogado y de los actos impuros
(Hechos, 23-25).
Pablo trata de oponerse con energía; pero ve fijas en él las miradas
ansiosas y severas de toda la asamblea. Lo del voto del nazareno —
tradicional costumbre judía— no es grave en sí; él mismo había hecho
voto en Corinto y se había rapado la cabeza en el puerto de Cencreas;
tampoco le importa —aunque siempre andaba escaso de dinero— tener
que pagar los gastos a los otros cuatro, además de los suyos: unas quince
ovejas, varios cestos de pan, tortas y pasteles de aceite, unos quince
cántaros de vino y la manutención de cinco personas durante una semana.
Lo que le indigna es tener que someterse exteriormente a los ritos de la ley
judía a la que él ha renunciado desde hace tiempo ¿Qué dirían sus fieles
discípulos de Galacia, de Asia, de Macedonia y de Grecia si lo vieran? ¿Es
que estos judaizantes de Jerusalén no ven que sólo existe un tipo de
cristianos sin distinciones entre judíos y gentiles?
Pero Pablo accede; ama a la Iglesia de Jerusalén y sabe que ésta le
corresponde; sin embargo, siente tristeza al comprobar la dificultad del
pueblo de Judea para que en él brote el Cristianismo: es su apego a la letra

109
de la ley lo que le incapacita a remontar esta letra y ahondar en su espíritu,
que es el que vivifica.
En efecto: es tradicionalismo ritualista y formal el que obstaculiza al
hebreo para comprender plenamente la divinidad de Cristo, impidiéndole
su apertura franca al Cristianismo.
Al día siguiente, una vez cumplido el rito de la purificación, entra en
el Templo; le acompaña un amigo suyo de Éfeso, llamado Trófimo.
Penetran en el atrio de los gentiles; reina una gran confusión de gente:
cambistas de moneda, comerciantes, peregrinos y curiosos; se oyen los
balidos y mugidos de las reses destinadas al sacrificio. Una escalinata de
mármol de catorce peldaños conduce a la puerta Hermosa, donde Pedro
había curado al paralítico de nacimiento; la escalinata da acceso al Atrio de
los Judíos: un gran patio cuadrangular adornado con columnatas, con un
lugar reservado para las mujeres; este atrio guarda el arca de las ofrendas.
Ante el edificio del Templo —situado en un lugar algo elevado— se
levanta el altar de los holocaustos: es el llamado Atrio de los Sacerdotes.
La puerta que daba acceso del recinto exterior al interior era de bronce y
sólo podía ser movida por veinte hombres.
En una barrera cercana hay varios postes con tablas, en las que en
latín y griego se advierte a los extranjeros que se abstengan de penetrar, so
pena de incurrir en la pena de muerte, ley ratificada por las autoridades
romanas.
Pablo deja a Trófimo en el recinto exterior y penetra hasta el altar de
las ofrendas; hay en el ambiente un fuerte olor a sangre. Los sacerdotes
con sus vestiduras celebran los sacrificios; los levitas les servían de
ayudantes. El apóstol anuncia a los sacerdotes la fecha de cumplimiento de
la consagración; pregunta también el día correspondiente a la ofrenda suya
y a la de sus acompañantes. Con este ritual testificaba el apóstol sus deseos
de penitencia, según las reglas jurídicas. Cuando se acerca la fecha de
terminación, unos judíos de Asia reconocen a Pablo, e incitan a la
muchedumbre contra el que ellos creen un renegado peligroso. Se organiza
el inevitable motín: algunos, los más exaltados, se abalanzan sobre él y
empiezan a gritar:
— ¡Israelitas, ayudadnos; éste es el hombre que por todas partes anda
enseñando a todos contra el pueblo, contra la ley y contra este lugar, y
como si fuera poco, ha introducido a los gentiles en el Templo y ha
profanado este lugar santo!

110
Al decir esto, se refieren a Trófimo : erróneamente creen que el
apóstol le ha introducido en el recinto interior del Templo.
El tumulto aumenta en intensidad; la muchedumbre estaba excitada y
furiosa; los levitas tocan las trompetas; los guardas cierran la puerta de
bronce. Pablo, arrojado al suelo, es golpeado con saña por la multitud.
Sin embargo, el hecho de que aquél es un lugar santo hace vacilar a la
multitud. Los centinelas romanos de la Torre Antonia dan la voz de alarma;
informan en seguida al tribuno de la cohorte sobre el tumulto. Llegan las
fuerzas romanas; la muchedumbre se aparta aterrorizada; los soldados
encadenan a Pablo y le conducen al cuartel en medio del vocerío de la
multitud que grita:
— ¡Que maten a ése! ¡Que le maten! El tribuno se siente por un
instante confundido; Pablo aprovecha la confusión para rogarle en griego:
— ¿Me permites decirte una cosa? El tribuno se queda sorprendido, y
le contesta en la misma lengua:
—Pero ¿hablas griego? ¿No eres tú acaso el egipcio que hace algunos
días promovió una sedición y llevó al desierto cuatro mil sicarios?
Pablo comprende que el tribuno Claudio Lisias le permite hablar; él
se apresura a contestar:
—Yo soy judío, originario de Tarso, ciudad ilustre de la Cilicia. Te
suplico que me permitas hablar al pueblo.
Claudio Lisias se siente a su vez aliviado. Todo lo que pudiera
aplacar a aquel monstruo de mil cabezas, que era la muchedumbre
excitada, le parece bien. A los funcionarios romanos no les hace gracia
tener que enfrentarse con un pueblo tan polemista como el judío: a más de
uno le había costado el cargo el chocar contra la multitud en uno de los
tumultos. Si aquel detenido, que no parece un delincuente, habla a la
muchedumbre, quizá se disuelva el motín. Sin duda debe tratarse de un
asunto religioso, o de algún punto doctrinal, que tantos litigios provocaba
entre los judíos.
—Habla al pueblo, si quieres. Te lo permito —dijo el tribuno.
El poder tomar la palabra le da a Pablo una buena oportunidad de
defenderse.
Asciende a lo más alto de las escaleras; logrado el silencio, habla en
hebreo:
—Hermanos y padres, escuchadme la defensa que ahora os dirijo.

111
Al oír la multitud que les habla en lengua familiar, el silencio se hace
completo. Pablo prosigue:
—Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, educado en esta ciudad e
instruido a los pies de Gamaliel, según el rigor de la ley patria, celador de
Dios, como todos vosotros lo sois hoy... (Hechos, XXII, 1-21).
Pablo les cuenta su historia. Los allí congregados le escuchan con
atención; su dialéctica es sugestiva y convincente. Pero cuando refirió la
visión que había tenido en el templo de Jerusalén, a su regreso a esta
ciudad después de su conversión, en la que Cristo le dijera: «Vete, porque
yo quiero enviarte a naciones lejanas», la muchedumbre se escandaliza y a
grandes voces dice:
— ¡Quita a ése de la Tierra, que no merece vivir!
Y San Lucas escribe que «prosiguiendo ellos en sus alaridos, y
echando de sí enfurecidos sus vestidos, y arrojando puñados de polvo al
aire», inducen al tribuno a actuar con rapidez: ordena el encarcelamiento
de Pablo y que sea azotado.
Llevan al apóstol a través de patios y corredores hasta la sala del
tormento y allí le atan las manos a unas argollas incrustadas en una
columna de piedra, que servía para azotar a los condenados. Llaman al
verdugo; le arrancan las vestiduras, dejándole al descubierto la espalda y la
cintura; en el momento en que el verdugo empuña el látigo para
descargarlo con furia sobre Pablo, éste sereno y enérgico advierte en
griego al centurión que dirige el castigo:
— ¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano sin haberle juzgado?
Al oír esto, el centurión queda perplejo: ordena al verdugo que retrase
la flagelación hasta que vuelva de hablar con el tribuno.
Advertido Claudio Lisias acude inmediatamente a la sala del
tormento; el respeto a la ley, o por lo menos a las formalidades de la ley,
ha sido muy inculcado a los funcionarios del Imperio, y Claudio Lisias
teme en aquel momento cometer una infracción que luego afecte a su
carrera política. Pregunta a Pablo:
— ¿Eres romano?
—Sí —responde el apóstol.
El tribuno vacila. No es probable que el prisionero le mienta: hacer la
declaración de ciudadanía en falso está castigado con la pena de muerte.
—Yo adquirí esta ciudadanía pagando una gran suma —dice Claudio
Lisias. A lo que Pablo responde:
112
—Pues yo la tengo por nacimiento.
Al oír estas palabras se apartan de él los que iban a darle tormento; el
mismo tribuno se siente atemorizado: ha encadenado a un romano.
Al día siguiente, el tribuno quiere saber con seguridad cuál es la
acusación hecha por los judíos; manda que le pongan en libertad. Ordena
que se reúnan los príncipes de los sacerdotes y todo el sanedrín, y llevan a
su presencia a Pablo, escoltado por los soldados.
Tampoco aquí pierde el apóstol su presencia de ánimo. Nada de esto
puede sorprenderle. Él ya sabe que al venir a Jerusalén le esperan muy
duras pruebas.
Pablo clava su mirada en el sanedrín, aquel consejo de setenta y un
miembros, y en los jefes de los sacerdotes. Era el mismo tribunal religioso
que en otro tiempo había condenado a Jesús y al primer mártir cristiano:
Esteban. El sumo sacerdote era entonces Ananías. A pesar de su aparente
gravedad, la autoridad y prestigio del sanedrín han decaído.
Seguro de que las miradas de todos aquellos personajes sacerdotales
le eran hostiles y de que en muchos ojos brillaba un intenso odio, Pablo,
con la seguridad que sólo el estar haciendo la Voluntad de Dios confiere,
dice:
—Hermanos, siempre hasta hoy me he conducido delante de Dios
con toda rectitud de conciencia.
Al oír esto el pontífice Ananías ordena a uno de los soldados que abo-
fetee al reo en la boca.
El apóstol reacciona en el acto con dignidad:
—Dios te herirá a ti, pared blanqueada. Tú, en virtud de la ley, te
sientas aquí como juez, ¿y contra la ley mandas herirme?
Aquellas frases suenan enérgicas en el silencio del juicio.
— ¿Así injurias al pontífice de Dios? —le responden.
Y Pablo, que hasta entonces no ha reconocido a Ananías, se excusa:
—No sabía, hermanos, que fuese el pontífice. Escrito está: «No
injuriarás al príncipe de tu pueblo.»
Pablo se da cuenta de que la situación está tomando unos derroteros
delicados; sabe que entre los miembros del tribunal hay fariseos y
saduceos, divididos entre sí por opiniones contrarias sobre los dogmas
religiosos. El apóstol aprovecha con oportunidad tal separación religiosa:

113
—Hermanos, yo soy fariseo e hijo de fariseos. Por la esperanza en la
resurrección de los muertos soy ahora juzgado.
Apenas acaba de decir esto se produce un gran alboroto en la sala, y
fariseos y saduceos comienzan a disputar entre sí: la asamblea se divide.
Los saduceos porfían en negar la resurrección y la existencia de ángeles y
espíritus, mientras que los fariseos creen en ambas cosas. En medio de un
gran griterío se levantan algunos doctores de la secta de los fariseos y
dicen:
— ¡Este hombre no es culpable! ¿Es que acaso no le puede haber
hablado algún espíritu o ángel? ¿Y si fuera verdad lo que dice?
El tumulto se agrava y algunos saduceos e incluso fariseos exaltados
tratan de agredir a Pablo; el tribuno ordena a los soldados que le lleven
fuera de aquella confusión y le conduzcan al cuartel. Una vez más se da el
caso de que un funcionario romano se declare impotente para comprender
los matices y complejidades de un tumulto entre judíos.
Otras dos noches pasa encerrado Pablo en el mismo calabozo de la
Torre Antonia; pero en la del segundo día, en medio de sus terribles
pesares y sufrimientos, cuando vuelven a aquejarle las flaquezas de su no
muy robusta salud, tiene el consuelo de la aparición del Señor:
«Ten ánimo, porque como has dado testimonio de mí en Jerusalén,
así también has de darlo en Roma.»

114
Aquella noche hay muchos que no duermen en Jerusalén. En casa de
Mnasón las lámparas de aceite no se apagan, y mientras la luna clara del
cielo de Judea arranca pálidos reflejos azulados de las encaladas terrazas y
fulgores misteriosos a las lejanas colinas desnudas, los fieles Lucas,
Timoteo, Tito y Trófimo están en oración. En otras casas de la vieja ciudad
de David, o en las callejuelas en torno a las terrazas del Templo, grupos de
judíos traman la muerte del apóstol. Es una conjuración en toda regla.
Aquella noche, las calles iluminadas por la luna ven pasar figuras extrañas
y silenciosas. Más de uno abre cauteloso el ventanuco de su alcoba para
verlas pasar, y por rendijas y celosías, misteriosos ojos orientales ven
cómo los conjurados van a visitar a los pontífices y ancianos.
Como pronto se supo, cuarenta hombres conjurados se habían com-
prometido a no gustar cosa alguna, ni a comer ni beber, hasta matar a Pa-
blo y pidieron a los altos sacerdotes, a los ancianos y por medio de estos al
sanedrín, que rogaran al tribuno romano que condujese a Pablo ante ellos,
alegando que necesitaban averiguar con más exactitud algo acerca de él, y
que ellos estarían prontos para matarle antes de que se acercara.
El sobrino de Pablo tiene noticia de esta asechanza.

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En la confusión e inquietud que predomina en Jerusalén nadie se da
cuenta de la presencia del muchacho. Éste acude al cuartel romano y mani-
fiesta al centinela que tiene que hablar urgentemente con su tío.
Informado Pablo de lo que traman contra él llama al centurión y pide
a éste que lleve el joven al tribuno, porque tiene algo importante que
comunicarle:
—El preso Pablo me ha llamado y rogado que te trajera a este joven,
que tiene algo que decirte —explicó el centurión.
Claudio Lisias se muestra amable: — ¿Qué es lo que tienes que de-
cirme?
El sobrino le explica lo que ocurre y le ruega que no acceda a la
petición de los judíos de llevar a Pablo ante el sanedrín.
El tribuno llama a dos centuriones: —Preparad doscientos infantes,
setenta jinetes y doscientos lanceros, para que vayan por el camino de Ce-
sárea. Harán el viaje de noche para más seguridad. Asimismo preparad ca-
balgaduras para Pablo. Le llevaréis al procurador Félix, al que haréis
entrega de él.
San Lucas nos transcribe el texto de la carta:
«Claudio Lisias al muy excelente procurador Félix, salud:
«Estando el hombre que te envío a punto de ser muerto por los judíos,
llegué con la tropa y le arranqué de sus manos. Supe entonces que era ciu-
dadano romano, y para conocer el crimen de que le acusaban le conduje
ante su sanedrín, y hallé que era acusado de cuestiones de su ley, pero que
no había cometido delito digno de muerte o prisión, y habiéndome sido
revelado que se habían conjurado para matarle, al instante resolví
enviártelo a ti, comunicando también a los acusadores que expongan ante
tu tribunal lo que tengan contra él. Ten salud.» (Hechos, 26-30).
Antes de las diez de la noche, la pequeña comitiva estuvo preparada,
y con el máximo sigilo posible cruza una de las puertas de la ciudad. La
noche es cerrada y oscura; el grupo avanza en silencio; sólo se oyen los
aullidos de los perros en alguna casa de campo, el sonar de los cencerros
de algún rebaño y los entrecortados relinchos de los caballos, junto con el
pausado y rítmico entrechocar de sus cascos. Ninguno de los hombres
tiene ganas de hablar. Tras casi doce horas a caballo, por campos
pedregosos, para acortar camino, utilizando sólo a trozos la empedrada
calzada romana, la comitiva llega a Antipátrida. Aquí Pablo está a salvo.

116
En aquella población, al pie mismo de las montañas y asomada al
mar, pasan todo el día siguiente. Los doscientos infantes tenían que
regresar a Jerusalén, cumpliendo las órdenes que les había dado Claudio
Lisias; pero los setenta jinetes y los lanceros prosiguen el camino. Pronto
cruza la pequeña comitiva los límites de Samaría y cabalga con viveza por
la llanura de Sarón. A la izquierda se oye de continuo un sordo rumor: son
las olas que rompen en la alargada playa arenosa.
A últimas horas de la tarde llegan a Cesárea. La comitiva entra en la
pequeña ciudad y el chocar de los cascos de los caballos en el empedrado
anuncia su llegada a este importante puesto militar romano, guarnecido por
cinco cohortes de infantes y un ala de caballería.
El centurión de la caballería se presenta ante Antonio Félix, el procu-
rador, y saludándole con el brazo en alto, al estilo romano, le entrega la
carta de Claudio Lisias y le presenta el preso.
Félix lee la epístola sin demasiado interés y pregunta a Pablo:
— ¿De qué provincia eres?
Cuando se enteró de que era de Cilicia, le dijo secamente:
—Te oiré cuando lleguen tus acusadores.
Inmediatamente da orden de prisión en uno de los calabozos del
palacio. Conocido con el nombre de Pretorio de Herodes, el palacio tenía
una fama siniestra y todo el mundo contaba en voz baja los crímenes que
Herodes cometía dentro de sus muros. Tampoco él procurador Félix goza
de buena fama: había sido un esclavo al que Antonia, la madre del
emperador Claudio, había concedido la libertad. Con el apoyo de su
hermano Palante —favorito y ministro todopoderoso de Claudio y de
Nerón— había hecho una rápida y brillante carrera política; su mujer,
Drusila, era judía, hija del rey Herodes Agripa I y hermana de Herodes
Agripa II y de Berenice; famosa por sus vicios y su amor al lujo, morirá en
Pompeya, sepultada por la erupción del Vesubio.
Cinco días después llega a Cesárea el sumo sacerdote Ananías con
algunos ancianos y un orador llamado Tértulo, como portavoz. Acuden a
palacio, y, tras rendir sus respetos al procurador, le presentan la acusación
contra Pablo. Félix manda citar a Pablo: Tértulo se apresura a recitar su
alegato entretejido de adulación hacia el gobernador romano:
—Gracias a ti, óptimo Félix, gozamos de mucha paz y por tu
providencia se han hecho en esta nación convenientes reformas, que en
todo y por todo hemos recibido de ti con suma gratitud. No te molestaré

117
más; sólo te ruego que me escuches con tu acostumbrada bondad. Pues
bien, hemos hallado en este hombre una peste que excita a sedición a todos
los judíos del orbe y es el jefe de la secta de los nazarenos. Le prendimos
cuando intentaba profanar el Templo, y quisimos juzgarle según nuestra
ley; pero llegó Lisias, el tribuno, con mucha fuerza y le arrebató de
nuestras manos, mandando a los acusadores que se presentasen a ti.
Puedes, si quieres, interrogarle tú mismo, y sabrás así por él de qué le
acusamos nosotros» (Hechos, XXIV, 2-9).
Los judíos que acompañan a Ana- nías se apresuran a confirmar lo
dicho por Tértulo en su declaración.
Félix, por su mujer, conoce bastante la mentalidad y los problemas de
los judíos. No obstante, simula interesarse en el asunto y trata de aparecer
ante la asamblea con la dignidad de un juez: alza la mano, e indica a Pablo
que le corresponde defenderse.
—Sabiendo que desde hace muchos años eres juez de este pueblo —
le dice el apóstol— hablaré confiadamente en defensa mía. Puedes
averiguar que sólo hace doce días que subí a Jerusalén para adorar, y que
ni en el Templo, ni en las sinagogas, ni en la ciudad, me encontraron
disputando con nadie y promoviendo tumultos en la turba, ni pueden
presentarte pruebas de las cosas de que ahora me acusan.
»Te confieso que sirvo al Dios de mis padres con plena fe en todas las
cosas escritas en la ley y en los profetas, según el camino que ellos llaman
secta, y con la esperanza que ellos mismos tienen en la resurrección de los
justos y de los malos. Según esto, he procurado en todo momento tener
una conciencia irreprensible para con Dios y para con los hombres.
Después de muchos años he venido para traer limosnas a los de mi nación,
y a presentar mis obligaciones. En esos días me encontraron purificado en
el Templo, no con turbas, ni produciendo alborotos. Son algunos judíos de
Asia los que deberían hallarse aquí presentes para acusarme, si algo tienen
contra mí. Y si no, que estos mismos digan si cuando comparecí ante el
sanedrín hallaron delito alguno contra mí, como no fuera la declaración
que hice en medio de ellos: «Por la resurrección de los muertos soy
juzgado hoy ante vosotros» (Hechos, XXIV, 10-22).
Félix se queda perplejo; ha oído hablar antes de aquella «secta de los
nazarenos», como algunos judíos llaman a los cristianos; tal vez sienta
hasta simpatía por ellos: al menos son distintos del detestado sanedrín; sin
embargo, no quiere enemistarse con los judíos: teme el espíritu de
venganza de los sicarios (él mismo se había servido de ellos para sus

118
inconfesables fines particulares), y además, codicioso, quiere averiguar si
puede sacar dinero a Pablo.
Por estas razones decide diferir la causa:
—Cuando venga el tribuno Lisias examinaré vuestra causa. —A
continuación los despide.
Manda que Pablo permanezca en prisión preventiva dentro del
recinto del Pretorio: le da cierta libertad y le permite recibir visitas.
El procurador cuenta a su esposa lo ocurrido: Drusila se interesa y
quiere conocer al reo. El apóstol en presencia de ambos aprovecha la
ocasión para hablarles de la fe en Cristo. Drusila no parece conmoverse: el
materialismo que empapa su vida pagana no le permite un hueco para las
inquietudes espirituales. Por el contrario, Félix dialoga con el apóstol sobre
la justicia, la continencia y el juicio venidero; en algún momento llega a
sentir temor en su alma. Pero sacude esta pequeña inquietud y sin recato
propone a Pablo un cambalache en toda regla. Pero el apóstol no tiene
dinero, el que trajo de Jerusalén lo entregó a la Iglesia de la Ciudad Santa.
—Por ahora, retírate —terminó por decirle Félix, con su
característico gesto de fastidio—; cuando tenga tiempo volveré a llamarte.
En varias ocasiones le llama y cada vez se muestra más exigente con
respecto al dinero.
Así transcurren dos años. Meses de forzado reposo, de meditación y
oración. Desde las torres del Pretorio de Herodes, Pablo ve las naves del
puerto, los relevos y las marchas de las cohortes de la guarnición. En la
llanura de Sarón, el paso de las estaciones colorea los campos: se suceden
el pardo de las tierras aradas, el verde de los sembrados de cereales y el
amarillo de los trigales maduros, a punto para la siega.
La política romana era cruel. Palante pierde el favoritismo del
emperador romano y Félix es destituido. Todos esperan ansiosos la llegada
del nuevo procurador Porcio Festo.
A principios del otoño del año 60 Porcio llega a Cesárea. Al
desembarcar en el puerto recibe los máximos honores militares de la
guarnición; tiene fama de ser un hombre firme y recto, descendiente de
una ilustre familia de senadores.
Le informan del asunto de Pablo, pero decide no actuar hasta no
conseguir una información más completa.
Al cabo de tres días, Porcio Festo, acompañado de una fuerte escolta
militar, sale de Cesárea y emprende el camino de Jerusalén. En la capital
119
de Judea, los príncipes de los sacerdotes y los principales de los judíos le
presentan sus respetos y aprovechan la ocasión para reiterar sus
acusaciones contra Pablo. Le piden que le reintegre a Jerusalén: de este
modo, el ambiente hostil de la ciudad favorecería la condena. Festo no
accede a su petición; por el contrario, apegado a los procedimientos
judiciales romanos, cree más conveniente que los principales jefes judíos
vayan con él para acusarle.
Con esta tajante decisión, Pablo Festo, si bien tolerante y
contemporizador, deja claro dónde reside la autoridad.
Ocho o diez días permanece Porcio Festo en Jerusalén; al cabo de los
cuales emprende el camino descendente hacia la costa. Al día siguiente de
su llegada abre una sesión.
De nuevo Pablo se presenta ante el tribunal; los judíos que han
venido de Jerusalén le rodean, le amenazan y le insultan. Sin duda quieren
influir en el ánimo del procurador romano. Al fin, Pablo se hace escuchar y
se defiende mediante la afirmación de que ni contra la ley de los judíos, ni
contra el Templo, ni contra el César ha cometido delito alguno.
Festo oye estas declaraciones, pero tiene lagunas difíciles de
subsanar: él no es judío sino romano y por tanto difícilmente puede
comprender el asunto. Para librarse de él por vía legal propone al apóstol:
— ¿Quieres subir a Jerusalén y ser allí juzgado ante mí de todas estas
acusaciones?
Con este traspaso de jurisdicción, Porcio Festo delega en un tribunal
religioso judío toda la responsabilidad. Pero Pablo, que sabe que el
sanedrín ya le ha condenado de antemano, responde consciente de sus
derechos: —Estoy ante el tribunal del César; en él debo ser juzgado.
Ninguna injuria he hecho a los judíos, como tú bien sabes. Si he cometido
alguna injusticia o crimen digno de muerte, no rehúso morir. Pero si no
hay nada de todo eso de que me acusan, nadie puede entregarme a ellos.
Apelo al César (Hechos, XXV, 10-12).
Estas solemnes palabras causan un impacto profundo en el tribunal.
La apelación al César —la máxima autoridad de Roma— no se puede
negar a ningún ciudadano romano.
Festo consulta con los de su consejo, y por fin dice con la misma so-
lemnidad:
—Has apelado al César; al César irás.
Porcio Festo respira. De todos modos, se ha librado del asunto.
120
Ahora ya sólo le queda ordenar el traslado de Pablo a Roma; tiene
que esperar que se organice algún transporte de presos a Roma, y escribir
un informe. De todas las provincias se envían, regularmente, a la capital
expediciones de reos, que luego luchan contra las fieras en el circo. Aquel
espectáculo sangriento exige víctimas de continuo y, sin embargo, para
aquellos desgraciados siempre hay una esperanza de salvar la vida y
recobrar la libertad.
Entretanto Pablo sigue preso. Aquellos dos años pasados en Cesárea,
en semicautividad y en semilibertad, no son estériles para el apostolado
cristiano. En los largos momentos de ocio forzado, quizá paseando junto a
las almenas de aquella fortaleza que miran al mar, tiene frecuentes
conversaciones con Lucas, su amigo fiel; en estos diálogos recibe el
evangelista una amplia información de la vida y de las actividades del
apóstol, que serán transcritas en los Hechos de los Apóstoles, ese precioso
documento que es ahora de un valor inestimable para todo cristiano,
verdadero complemento, con las epístolas apostólicas, del Evangelio de
Jesús.
Transcurridos algunos días llegan a Cesárea dos visitantes de alta
categoría: el rey Herodes Agripa II y su hermana Berenice. Reyezuelo del
norte de Palestina, por graciosa concesión de Roma, Herodes, monarca
feudatario, cuñado del anterior procurador Félix, ha intercedido en Roma
para que Porcio Festo sea el nuevo procurador. Ahora viene en visita de
cortesía a saludar a Festo. Al llegar a aquel sombrío palacio todos
recuerdan los hechos acaecidos entre sus muros a la dinastía herodiana. En
esta fortaleza había muerto Herodes Agripa I, el que mandó matar al
apóstol Santiago y persiguió a Pedro. Toda esta familia parece destinada a
tratar de oponerse a los designios de Dios y a chocar con la religión de
Cristo: su bisabuelo, otro Herodes, mandó la degollación de los niños de
Belén; sus tíos Herodes Antipas, el tetrarca, y la tristemente famosa
Herodías, llevaron a cabo la decapitación de Juan el Bautista. V ahora, de
nuevo el palacio encierra a un discípulo de Cristo.
Porcio Festo pide consejo a Herodes sobre el asunto paulino. Agripa
se siente atraído por el caso:
—Tendría gusto en oír a ese hombre.
—Pues mañana lo oirás —promete el procurador romano.
Al día siguiente se celebra una brillante fiesta en el palacio del
gobernador. Festo vestido con su toga blanca recibe a los visitantes: los
tribunos y personalidades de la ciudad acompañados de sus esposas. Poco
121
después sube la escalinata del palacio el joven rey, vestido con su manto de
púrpura, recamado de oro y plata, acompañado de su hermana Berenice. Se
celebra un banquete; tras los numerosos brindis, Festo ordena a uno de los
centuriones de la guardia que Pablo comparezca ante ellos. El procurador
romano se levanta al ver a Pablo; inmediatamente se hace un absoluto
silencio.
—Rey Agripa —dice dirigiéndose a Herodes— y todos los que estáis
presentes. He aquí a este hombre, contra quien toda la muchedumbre de
los judíos, en Jerusalén y aquí, me instaba gritando que no es digno de la
vida. Pero yo no he hallado en él nada que le haga reo de muerte. Del cual
nada cierto tengo que escribir al señor. Por esto le he mandado conducir
ante vosotros y especialmente ante ti, rey Agripa, a fin de que con esta
inquisición tenga yo qué poder escribir; porque me parece fuera de razón
enviar a un preso y no informar acerca de las acusaciones que sobre él
pesan (Hechos, XXV, 24-27).
El rey Agripa hace un gesto con la mano y dice a Pablo:
—Se te permite hablar en tu defensa.
Pablo se irguió, con aquel gesto de nobleza que tanto le caracterizaba.
Con sus ropas estropeadas, atado por una cadena a un soldado, tenía sin
embargo tanta majestad como aquel rey judío y como aquel gobernador
romano juntos. Y el apóstol, sereno, extiende la mano en gesto de saludo y
expone:
—Por dichoso me tengo, rey Agripa, de poder defenderme hoy ante ti
de todas las acusaciones de los judíos; sobre todo, porque tú conoces todas
las costumbres de ellos y sus controversias. Te pido, pues, que me
escuches con paciencia. Todos los judíos conocen cómo he vivido yo
desde el principio de mi juventud en Jerusalén, en medio de mi pueblo; y
si quisieran dar testimonio saben que de mucho tiempo atrás viví como
fariseo, según la secta más estricta de nuestra religión. Al presente estoy
sometido a juicio por la esperanza en las promesas hechas por Dios a
nuestros padres, cuyo cumplimiento nuestras doce tribus, sirviendo
continuamente a Dios, día y noche, esperan alcanzar. Pues por esta es-
peranza, ¡oh, rey!, soy yo acusado por los judíos.
»¿Tenéis por increíble que Dios resucite a los muertos? Yo me creí en
el deber de hacer mucho contra el nombre de Jesús Nazareno, y lo hice en
Jerusalén... (Hechos, XXVI, 1-9).
Pablo hace un relato de las persecuciones a que sometió a los
cristianos y de su conversión en el camino de Damasco; después resume la
122
doctrina cristiana de modo adecuado a la mentalidad de los asistentes. Le
escuchan con atención; pero no disimulan su incredulidad al decir el
apóstol: «...y no enseñando otra cosa sino lo que los profetas y Moisés han
dicho que debía suceder; que el Mesías había de padecer, que siendo el
primero en la resurrección de los muertos, había de anunciar la luz al
pueblo y a los gentiles...». Festo le interrumpe:
— ¡Tú deliras, Pablo! Las muchas letras te han sorbido el juicio.
Es una exclamación típica de un pagano. No conoce apenas nada de
la religión de los judíos; comprende sólo a medias lo que Pablo ha dicho:
aquella oratoria del apóstol a él le resulta fastidiosa.
Pero Pablo le contesta con tono razonable:
—No deliro, nobilísimo Festo; lo que digo son palabras de verdad y
de sensatez. Bien sabe el rey estas cosas, y a él hablé confiadamente,
porque estoy persuadido de que nada de esto ignora, pues no son cosas que
se hayan hecho en un rincón.
Y dirigiéndose de pronto hacia el rey, le dirige una pregunta que
ningún judío podía contestar negativamente:
— ¿Crees, rey Agripa, en los profetas? Yo sé que crees.
Herodes Agripa se revuelve incómodo en su sillón, y forzando una
sonrisa repuso:
—Poco más, y me persuades a que me haga cristiano.
Pablo le contestó con un tono de exaltación en su voz:
—Por poco más o por mucho más pluguiese a Dios que no sólo tú,
sino todos los que me oyen se hicieran; hay tales como lo soy yo, aunque
sin estas cadenas (Hechos, XXVI, 9-29).
—Este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte o la prisión.
Agripa está bien impresionado de la entrevista y expresa su opinión
sobre el preso:
—Se podría poner en libertad a este hombre, si no hubiese apelado al
emperador.
El gobernador hace según esto el dictamen para Roma, facilitando así
la absolución de Nerón.
Los escritos de San Lucas destacan por la delicadeza y la fuerza de
sus descripciones psicológicas. Se leen entre líneas los aldabonazos de la
gracia sobrenatural y la llamada del Señor al corazón humano. De nuevo
presenta el empuje de lo sobrenatural frente a lo natural: las dos leyes, los
123
dos mundos, los dos hombres que San Pablo describe en su Epístola a los
Romanos. Festo es el hombre autosuficiente con valores humanos, pero
materialista y apegado a lo mundano y a sus comodidades; lo sobrenatural
está cerrado para él, como para el ciego el mundo de los colores. Por el
contrario, la personalidad de Agripa dibujada por San Lucas es la del
espíritu refinado, hirviente de inquietudes espirituales, pero frío y
escéptico respecto a lo religioso. Se puede ser un gran teólogo y a la vez
carecer de piedad, y no ser santo; tener un espíritu que penetre hasta lo
profundo de los problemas religiosos, sin que estos principios informen
operativamente nuestra vida diaria. La razón obedece a que el Cristianismo
no es una mera filosofía, sino un modo de vida. Por esto, Agripa ha sabido
seguir interesado el hilo del discurso de Pablo, pero no traspasó la frontera
de lo intelectual a lo religioso, y su conversión no se realiza.

124
Capítulo XVII

MALTA

Ha comenzado el otoño del año 60; y al fin el tribuno Porcio Festo,


ansioso de terminar con el sumario de Pablo, organiza un envío de presos a
Roma. Reúne un abigarrado grupo de criminales y de presos políticos, al
que añade al apóstol. Encarga al centurión Julio, de la cohorte Augusta,
jefe de la expedición, que trate a Pablo con especiales consideraciones;
incluso permite que le acompañen sus amigos Timoteo, Lucas y Aristarco
de Macedonia. Las tropas acordonan el muelle y comienza el embarque de
presos en una nave de Adramicia, que lleva el rumbo de los puertos de
Asia. Hechas las operaciones de desatraque, la nave leva anclas y hace
proa a la bocana del puerto.
Costeando la acantilada costa de Samaría, los viajeros ven a estribor
la ingente mole del monte Carmelo. Poco después costean la recortada
Fenicia; pasan de largo por la rica Tiro —cuyas luces vieron en el
horizonte—; cerca de Sidón (la rival de Tiro en el comercio) amanece. La
nave fondea en este puerto; el centurión Julio permite a Pablo y sus
acompañantes que visiten a sus amigos.
Tras descargar y cargar mercancías, la nave leva anclas y deja atrás
las costas de Asia.
Profundos sentimientos deben arder en el alma de Pablo mientras
contempla, desde la cubierta de popa, el perfil cada vez más desdibujado
de las montañas del Líbano, verdadero trono de la gloria del Antiguo
Testamento. Allá atrás, muy atrás, queda Damasco, y hacia el sur, Galilea y
Jerusalén; sin embargo, una mirada hacia el norte le hace presentir la
cercanía de Antioquía y Tarso.
Otra noche en el mar; esta vez sin tener tierra a la vista. El viento se
les muestra contrario: hay marejadilla. La proa de la nave se alza y baja
125
rítmicamente al compás de las olas; la quilla cruje con suaves gemidos
bajo la presión de los embates del oleaje.
Varios días luchan contra los vientos del oeste. Además la nave está
demasiado cargada de mercancías y trigo y sobrecargada por las
numerosas personas que van a bordo; sus movimientos son lentos y
pesados; a veces las olas barren la cubierta.
Avistan, por la banda de estribor, la costa de Chipre; navegan a lo lar-
go de ella favorecidos por una corriente. La dejan atrás y cruzan ante las
costas de Cilicia y de Panfilia; al cabo de quince días llegan a Mira de
Licia —pequeño puerto comercial del trigo—, lugar de arribada de la
nave. Pronto el centurión Julio hace gestiones y encuentra una nave
alejandrina que se dispone a zarpar rumbo a Italia.
Una vez trasladados los presos y los pasajeros, el centurión se hace
cargo del mando de la nave.
Durante varios días navegan lentamente y con dificultad: cruzan el
peligroso estrecho entre la isla de Rodas y la costa de Licia; arriban frente
a Gnido, pero el viento les es contrario y rechazados hacia el sudoeste,
cruzan el laberinto de islas que salpican el mar Egeo, en tomo a Rodas;
con constante peligro de ser arrojados contra una costa y de naufragar
pueden alcanzar la isla de Creta, junto al cabo Salmona; después de costear
penosamente esta alargada isla, se ponen a salvo de las tempestades del
norte, y arriban a Kaloí Limenes —conocida por Puerto Bueno, junto a la
pequeña ciudad de Lasea—, donde echan el ancla: esperarán que mejore el
tiempo.
Es ya el mes de noviembre. El 28 de octubre han celebrado los judíos
del mundo entero la fiesta de Yom Kippur, fiesta de la Expiación o Gran
Ayuno. Existe una tradición marinera que prohíbe lanzarse a la
navegación, pasadas esas fechas, y recomienda invernar en cualquier
puerto seguro hasta la llegada de la primavera. El centurión Julio se
impacienta por la espera y consulta sobre la conveniencia de reanudar el
viaje con el patrón de la nave, el capitán y el timonel; también pide
consejo a Pablo, pues lo ve hombre de letras y muy sensato. El patrón es
partidario de proseguir, en pro de la venta de su cargamento. Por el con-
trario, el apóstol aconseja aguardar la vuelta de la primavera.
Julio da más crédito a la opinión del piloto y decide continuar, al
menos hasta Fenice, puerto más abrigado contra los vientos del nordeste y
del sudeste.

126
Levan anclas y favorecidos por el viento solano costean los
doscientos kilómetros de Creta; pero de repente se levanta un impetuoso
viento del nordeste llamado euroaquilón, que arrastra la nave sin rumbo
fijo. El monte Ida —principal cumbre de la isla de Creta— aparece
cubierto de negras nubes. Doblan el cabo de Matala y se ven empujados
hacia la acantilada y peligrosa isla de Cauda. La bordean y protegidos por
ella parece que el viento se ha calmado. La nave arrastraba hasta entonces
un pequeño esquife; pero por el temor de naufragar, deciden ceñirla por
debajo con cables, y así aseguran un poco más su tablazón.
Pasan una noche angustiosa. El cielo está nublado; no hay estrellas
que sirvan de guía en la ruta. El patrón manda plegar velas y se deja
arrastrar por los vientos y las corrientes. En la oscuridad, el temor que
ahora les asalta es el de encallar o chocar contra las costas africanas de la
Sirte, la actual Cirenaica. Suavemente amanece el día: como la tempestad
arrecia, el patrón ordena arrojar por la borda todo lo que no sea
imprescindible; tiran una buena parte de cargamento. Al tercer día de
navegación advierten que esto no es suficiente, y arrojan los aparejos;
pértigas, vergas y jarcias se hunden bajo las aguas. Cansados, sin poder
dormir, sin haber apenas comido en varios días, refugiados en la bodega,
pues las olas barren la cubierta, apenas tienen esperanzas. En varios días
no ven más que la tempestad gigantesca que parece no cejar hasta
destruirlos.
En tan difíciles momentos sólo un hombre conserva la alegría y la
serenidad; Pablo. No deja de encomendar la situación que padecen, y
abandonado en los brazos de Dios, espera anhelante la ayuda de su padre
del Cielo. La actitud del apóstol asombra a cuantos le rodean: cuando la
desesperanza muerde en el ánimo de todos, la esperanza de Pablo cobra
nuevas fuerzas con las palabras del Señor: «No temas, Pablo, tú has de
comparecer ante el César», y San Lucas describe cómo el apóstol anima y
exhorta a los viajeros:
—Mejor os hubiera sido, amigos, atender a mis consejos; no
hubiéramos partido de Creta, y nos hubiésemos ahorrado estos peligros y
daños. Pero cobrad ánimo, porque sólo la nave perecerá. Esta noche se me
ha aparecido un ángel de Dios, a quien sirvo, y me ha dicho: «No temas,
Pablo; comparecerás ante el César y Dios te hará gracia de todos los que
navegan contigo.» Por lo cual, cobrad ánimo, amigos, que yo confío en
Dios que así sucederá como se me ha dicho. Sin duda, no tardaremos en
dar con una isla... (Hechos, XXVII, 21-26).

127
Es la decimocuarta noche de viaje sin rumbo. El patrón y el timonel
creen que están en aguas del Adriático. Hacia la medianoche, los
marineros sospechan, por algunos indicios, que se hallan cerca de tierra y
para cerciorarse echan la sonda: da veinte brazas. El oleaje es aquí un poco
menos fuerte, aunque se oye el ruido de las olas al chocar en los
rompientes. Los marineros, temerosos de ir a dar contra algún bajío, echan
a popa cuatro áncoras, para detener un poco la nave, y esperan a que se
haga de día. Pero algunos sienten cobardía, y con el pretexto de que
necesitan maniobrar para echar las áncoras de proa tratan de botar el
esquife al agua y huir en él de la nave.
Pablo advierte al centurión y a los soldados diciéndoles:
—Si éstos no se quedan en la nave, vosotros no podréis salvaros.
Entonces Julio manda a los soldados cortar los cables del esquife, que
cae al agua y se aleja, arrastrado por las revueltas olas. Mientras aguardan
el amanecer, el apóstol exhorta a todos a tomar alimento;
—Catorce días hace hoy que estamos ayunos, pues no hemos comido
casi nada. Os exhorto a tomar alimento, que nos es necesario para nuestra
salud, pues estad seguros de que ni un solo cabello de vuestra cabeza
perecerá (Hechos, XXVII, 33-35).
Amaneció poco a poco un día oscuro. La cubierta del buque está
húmeda por las olas que la han mojado durante tantas jornadas. Está muy
nublado y cae una ligera llovizna; a lo lejos se ve una isla rocosa, de
aspecto árido. Nadie la reconoce; tiene una ensenada con playa, y deciden
encallar aquí la nave: sueltan las anclas, desatan las amarras de los
timones, izan el arrimón, y empujados suavemente por la brisa se dirigen a
la playa. Todos tienen tenso el ánimo; el momento del choque se aproxima.
La brisa los empuja hacia un saliente arenoso de la costa, y de pronto,
con una violenta sacudida, que derribó al suelo a algunos, encalla la nave,
hincando la proa en la arena, quedando inmóvil, mientras que la popa es
azotada violentamente por el oleaje. Algunos de los soldados proponen al
centurión Julio matar a los presos para que ninguno escape a nado; pero el
centurión se opone a tal propósito y ordena que quienes sepan nadar se
arrojen los primeros y salten a tierra; los demás, ayudados por los despojos
de la nave, también alcanzan la isla: ninguno ha perecido.
Los náufragos se encuentran en una playa desconocida. Están
mojados, tiritan de frío, pálidos, debilitados por el hambre y los esfuerzos
en el manejo de la nave. De nuevo es Pablo el que conserva la serenidad de
ánimo y la claridad de ideas.
128
Llegan en tropel los habitantes de la isla, atraídos por la noticia del
naufragio; son bárbaros, es decir, hablan una lengua desconocida. Con
gran trabajo logran entenderse y se informan que están en la isla de Malta.
Los «bárbaros» se muestran compasivos: encienden varias hogueras y les
invitan a acercarse a ellas para que sequen sus ropas; les traen alimentos y
bebidas calientes. Las hogueras consumen pronto la leña que hay en la
playa; el apóstol con otros va a buscar más leña; cerca hay una viña de
donde coge sarmientos secos; junta un buen montón de ramaje; calentada
por el calor del fuego, una víbora venenosa salta y le muerde en la mano.
Cuando los habitantes supersticiosos ven el reptil colgado de su mano
piensan que es un homicida, a quien la diosa de la venganza persiguió en
el mar y ahora en la tierra. Pero Pablo, con un gesto enérgico, sacude al
reptil sobre el fuego; pasan unos minutos de violenta tensión. Los malteses
le miran con ojos muy abiertos, esperando que se hinche el brazo y caiga
muerto al suelo. Al ver que nada extraño le sucede, llevados de sus
infantiles supersticiones, llenos de asombro, toman a Pablo por un dios.
Quizás esta ingenua superstición de los isleños da pie al apóstol para
predicar acerca de que los que creen en Cristo cogerán las serpientes sin
daño alguno (Mc. XVI, 18). Lo cierto es que los piadosos malteses creen
todavía hoy que por la oración del apóstol han desaparecido las serpientes
venenosas de su isla.
Malta es una parte de la provincia de Sicilia. El supremo funcionario
romano les da una favorable acogida y se muestra dispuesto a ayudar a los
náufragos: durante tres días se albergan en su casa hasta que hallan un
cuartel de invierno, al cual se trasladan todos. De modo especial Publio
hace amistad con Pablo: le comunica que su padre está enfermo, afligido
por fiebres y disentería. El apóstol se ofrece a visitarle: ora ante el
enfermo, le impone las manos y le sana. La noticia de este suceso,
rápidamente propagada por la isla, facilita la labor de almas. Nada nos dice
San Lucas sobre el intento de fundar aquí una comunidad de cristianos.
Sólo nos transmite cómo todos los que padecían enfermedades «acudían a
él (Pablo) y eran curados».
Tres meses permanecieron en Malta. Al cabo de ellos, el clima
característico de la zona mediterránea mejora y favorece el viaje.
Últimos días de febrero del año 61. Una nave alejandrina que había
invernado en la isla iba a zarpar pocos días después con un cargamento de
trigo. Anclada en el puerto de La Valetta lleva en su popa, como signo de
buen augurio, la divisa de los dióscoros Castor y Pólux —divinidades
protectoras de la navegación—; en ella embarcan Jos náufragos. Pablo ha
129
vivido un nuevo episodio; ha escrito, otra vez en el libro de su vida, unas
páginas apretadas y densas de amor a Dios y de caridad con los demás.
Ahora va rumbo a Roma con el alma llena de vibración y de celo por los
gentiles que le aguardan.

130
Capítulo XVIII

ROMA

Otra vez Pablo está en el mar. Pasea por la cubierta de la


relativamente espaciosa nave alejandrina; respira con agrado el aire
marino; el mar y el cielo son deliciosamente azules, y hacia el norte, muy
pronto empieza a dibujarse la recortada costa de la montañosa isla de
Sicilia. Antigua tierra colonizada y civilizada por lo griegos, más tarde
poseída por los cartagineses, conquistada finalmente por los romanos, en
ella confluyen las civilizaciones griega y latina como en ninguna otra re-
gión del Imperio.
Doblado el extremo de un cabo, pronto arriban al puerto de Siracusa.
Escalonada del mar a las montañas, rodeada de huertos y jardines, con be-
llos edificios de soberbias columnatas de mármol, Siracusa era una bella
ciudad que conservaba el recuerdo del desastre de la expedición del
general griego Alcibíades y de la gloria y los inventos del célebre
matemático Arquímedes. Pablo permanece tres días en esta ciudad. Las
famosas canteras de las colinas tal vez le traen a la memoria la gruta de los
alrededores de Tarso, donde él se retiró un tiempo a meditar. Hechas las
labores de carga y descarga, la nave continúa muy pegada a la costa; a la
izquierda, surge majestuosa la mole nevada del volcán Etna. Después, el
paso del estrecho de Mesina. A la derecha, ya se ve la costa de Italia. Allí
tocan en el puerto de Regium (hoy Reggio Calabria), donde aguardan un
día; a la mañana siguiente favorecidos por el viento del sur se hinchan las
velas y reanudan la navegación: al cabo de dos días se adentran en el golfo
de Nápoles. Por la banda de estribor han dejado la bellísima isla de Capri
(en la que estaba el famoso palacio de mármol del emperador Tiberio)...
Cuando al doblar un cabo se presenta ante su vista el golfo de
Neápolis (hoy Nápoles), quedan asombrados de tanta belleza. Aún existe el
131
dicho: «ver Nápoles y después morir». Como una concha dorada en la que
Dios hubiera derramado sus gracias, la comisa napolitana era una sucesión
ininterrumpida de playas deliciosas, de acantilados de formas caprichosas,
sobre los que colgaban las flores de las terrazas de las innumerables villas
de placer que aquí se habían mandado construir los patricios y los ricos
romanos. Pueblos a cual más bonito y pintoresco. Allá a lo lejos el monte
Vesubio cubierto de bosques de pinos y a sus pies, Pompeya y Herculano,
las elegantes ciudades donde los ricos comerciantes y los afortunados iban
a pasar su veraneo. ¡Qué ajenas estaban al desastre que pocos años después
les esperaba, cuando el volcán tuviera una erupción de repente que las
sepultaría bajo sus cenizas! Al norte del golfo de Nápoles, el de Pozzuoli,
igualmente bello, cerrado por las islas de Prócida, Isquia y Nisida. Al
acercarse a esta costa, venían a La memoria noticias horribles oídas en los
puertos últimamente tocados. En una villa situada junto a este golfo, Nerón
había hecho, poco antes, asesinar a su madre Agripina. La vieja intrigante,
que antes había hecho a su vez asesinar al desgraciado Británico para dar
paso al trono a su hijo, se había vuelto últimamente contra éste y Nerón
decidió acabar de una vez para siempre con el peligro que ella
representaba. Más tarde, en el promontorio Miseno, fue ahogado el
emperador Tiberio bajo un montón de ropas por su liberto Macrón. Acer-
carse a Roma era como acercarse a la cloaca de la política y aquellos tiem-
pos, especialmente, fueron ricos en ofrecer monstruos humanos, que tenían
en sus manos un poder absoluto sobre vidas y haciendas.
Pero en aquel día de cielo azul y temperatura agradable, cuando la
nave enfiló majestuosamente, con velas desplegadas, enarbolando
orgullosamente su bandera, la bocana del puerto de Pozzuoli, los pasajeros
ven desde cubierta que el pueblo se aglomera en el muelle para recibirlos.
La llegada de las naves alejandrinas siempre se consideraba un
acontecimiento de buen augurio, y el arribo de una flota era uno de los
espectáculos favoritos de los ciudadanos ociosos. Además, la llegada de
aquellas naves suponía la llegada de trigo, y una garantía de que no habría
carestía de pan y por tanto no habría la amenaza del hambre. Pero en
aquella nave, y eso nadie de los que estaban allí en el muelle aguardando
podía saberlo, iba también otro «pan de vida», cuyas virtudes tenían un
sentido muchísimo más profundo y espiritual.
El puerto de Pozzuoli estaba muy ajetreado aquel día. No sólo se
descargaban víveres. Roma era como un parásito insaciable que todo lo
devoraba. En unas jaulas se estaban desembarcando de una nave fieras
salvajes destinadas al circo. ¡Qué estremecimiento recorre los cuerpos de
132
algunos presos! ¿Morirían desgarrados por aquellas garras y devorados por
aquellas fauces que rugían? De otro barco desembarcan, con el auxilio de
rodillos, bellas estatuas de puro mármol, venidas de los más afamados
talleres de Grecia; en el muelle se apoya un obelisco egipcio, con piedras
talladas de curiosos jeroglíficos, que espera sin duda el traslado a algún
lugar de Roma, para servir como motivo de adorno; ánforas y fardos con
las mas heterogéneas mercancías se apilan en un rincón. No en vano Roma
era la más grande consumidora del mundo.

Al pisar tierra, Pablo tiene una sensación extraña. Acostumbrado al


mundo y al ambiente griegos, aquí por primera vez sólo oye hablar en
latín. El centurión Julio se muestra generoso con él y le deja en libertad
para que salude a la comunidad cristiana de Pozzuoli. Pablo y sus
acompañantes son bien recibidos; les ruegan que permanezcan con ellos
algunos días. El centurión Julio accede: se quedarán allí una semana,
mientras él arregla todo lo necesario para proseguir el viaje. Los cristianos
de Pozzuoli, entretanto, envían cartas a los hermanos de Roma anunciando
la buena nueva de la próxima llegada de Pablo.
De Pozzuoli a Roma (208 kilómetros) se va por una magnífica
calzada empedrada con grandes losas. En Capua, «la ciudad de las
delicias», alcanzan la ancha y magnífica via Appia, la más famosa, sin
duda, de todas las vías de piedra construidas por los romanos. Cruzan
ahora una campiña amena y fértil: olivares, viñedos, trigales muy bien

133
cuidados, forman parte de extensas fincas propiedad de los grandes
terratenientes romanos; en estas tierras trabajan miles de esclavos, a las
órdenes de capataces, pobres hombres embrutecidos que reciben un trato
peor que si fueran animales.
La abolición de la esclavitud proclamada por el Cristianismo será uno
de los puntos doctrinales que más cueste aceptar a los conversos y la pie-
dra de escándalo de los paganos.
El viaje de Pozzuoli a Roma se hacía en seis o siete etapas. En una de
ellas, Pablo, Julio y los demás se detienen en Formia. Aquí estaba la casa
en que vivió Cicerón, el célebre orador, y se enseñaba su sepulcro; a lo
lejos se ve el hermoso panorama del mar, con el golfo de Gaeta.
Más allá de Terracina empezaba la serie de pantanos conocidos como
Lagunas Pontinas. Ya estaban cerca de la llanura del Lacio, en la que se
asienta Roma. A lo lejos se ven los montes Albanos y Sabinos, amoratados
por la lejanía, con las manchas verdeoscuras de sus frondosos bosques de
encinas y castaños, que tantas veces inspiraron al poeta Virgilio. No
muchos años antes, a lo largo de la via Appia fueron crucificados dieciséis
mil esclavos, prisioneros tras el fallido levantamiento de Espartaco. Roma
no sabe que el que ahora se acercaba paso a paso hacia ella trae consigo un
significado muy diferente para aquel madero en cruz, que hasta entonces
no había sido más que un ignominioso instrumento de suplicio.
Ya llegan a Forum Appi (el Foro de Apio). Al lado de la carretera,
cruzando los pantanos, iba un canal recto que Augusto había mandado
construir. La puesta del sol tiene una belleza serena en la campiña romana
y las Lagunas Pontinas, teñidas por el ocaso, parecían espejos de sangre.
En el Foro de Apio, otra estación 4e posta con posadas, buscan un al-
bergue para pasar la noche. Avisados por carta, por los hermanos de
Pozzuoli, un grupo de cristianos de Roma se ha adelantado a saludar al
apóstol. Aquella noche, sobre los ruidos vulgares de aquella posada, se oye
el rumor de las oraciones de estos hermanos en la fe que se han
encontrado. A muchos los conoce Pablo sólo de nombre. Puede que entre
ellos se encuentren gozosos los siempre fieles Aquila y Priscila, a quienes
abrazaría afectuosamente.
A partir de aquí el viaje hacia Roma tiene un aire casi triunfal. La
siguiente estación de posta era Tres Tabernæ (Tres Tabernas), donde le
saluda otro grupo de cristianos aún más numeroso. Pablo cobra ánimos al
verlos y da gracias a Dios. El centurión Julio está asombrado del influjo
espiritual de aquel hombre, al que cualquiera, al verle mal vestido y
134
encadenado, tomaría por un hombre vulgar si no se fijaba bien en su rostro
o no le oía hablar.
Cerca de aquel lugar estaba la hermosa casa que poseía el filósofo
estoico Séneca, preceptor y consejero de Nerón, a cuyos buenos influjos se
atribuían los mejores actos de clemencia y buen gobierno del emperador.
En Aricia, penúltima etapa de su viaje, hacen noche. Ya están en el
sagrado suelo del Lacio, la tierra de donde brotó la cultura latina.
A la mañana siguiente, bien temprano, se disponen a recorrer la
última etapa. En la pequeña caravana hay cierto nerviosismo. Pocas horas
más, pocas leguas más, y estarían en la capital del mundo conocido. La via
Appia, ancha y espléndida, resulta sin embargo más pequeña por el tránsito
cada vez mayor de carros de todos tipos, desde los más rústicos a los más
refinados y elegantes, y de jinetes montados en hermosos caballos de raza.
Tolos los viajeros parecen contagiados de la misma nerviosidad por
alcanzar cuanto antes la capital del Imperio.
La via Appia, muchas leguas antes de llegar a Roma, aparece ya
como una verdadera via triumphalis del Imperio, antesala que prepara el
ánimo del viajero para contemplar la grandeza de Roma. A ambos lados
había suntuosos sepulcros de mármol, con inscripciones conmovedoras, de
las familias más ilustres. La primavera había cubierto las cunetas de flores
y soplaba una brisa muy agradable. En los montículos, la graciosa silueta
en forma de parasol de los pinos piñoneros. Gigantescos acueductos de
piedra: el Aqua Appia, el Claudia, el Marcia, zigzagueaban por la llanura,
proclamando orgullosos el ingenio de los arquitectos romanos. al fin Roma
se deja ver, confusa, poco a poco; más claramente luego, encaramada sobre
las siete colinas en las que se asienta, con un color amarillento oscuro, del
que sobresalen, majestuosos, dorados por el sol, el templo Capitolino y el
Palacio Imperial. Las villas son cada vez más suntuosas y sus tapias se
unen de modo que la via Appia se ve limitada a ambos lados por dos muros
sin solución de continuidad. Las terrazas son espléndidas; la vegetación,
lujuriante c incluso exótica: árboles raros, como aquellos naranjos y
limoneros que atrevidos aventureros habían traído de lejanos países de
Asia, y cuyos frutos estaban relacionados con las leyendas de las manzanas
de oro.
Finalmente la via Appia pasa junto a una hondonada en la que había
unas célebres catacumbas. No pasará mucho tiempo sin que los cristianos
se refugien en ellas, para escapar de las sangrientas persecuciones. Por ahí
está el lugar donde, como hoy recuerda la iglesia de Domine Quo Vadis?,

135
Jesús se aparecerá más tarde a Pedro, reprochándole dulcemente su huida
de la ciudad en aquellos momentos.
Pablo y los que iban con él entran en Roma por la puerta Capena. La
ciudad parece sucia y ruidosa; sus calles están congestionadas por la
innumerable multitud, junto con los caballos, literas, carrozas y pesados
carros, que a veces se atascan en los pasos más estrechos. A pesar de la
célebre Cloaca Máxima, de la que Roma se enorgullecía, lo cierto es que la
capital del Imperio huele mal. Abundan las tabernas. ¿Cuántos habitantes
tiene aquella ciudad inmensa? ¿Es cierto, como se afirma, que un millón?
Muchísimos miles de entre ellos eran vagos profesionales, la canalla más
numerosa e indeseable del Imperio, que viven de aclamar y adular al
emperador y de los repartos gratuitos de trigo.
El rápido crecimiento de la población hizo que se añadiesen a las
casas cada vez más y más pisos, que hacían más sombrías y estrechas las
calles. Los ricos romanos viven en hermosos palacios que ocupan
manzanas enteras: poseen patios cuadrangulares, atrios, en cuyo centro hay
estanques; más allá los peristilos, rodeados de hermosas columnatas de
mármol. Ninguna casa rica carece de un aposento donde se guardan en
cera las imágenes de los antepasados; los penates o genios familiares se
guardan en pequeños armarios en forma de capillitas, empotrados en la
pared; se les rinde un supersticioso culto.
Julio hace atravesar a Pablo parte de la ciudad para llegar al
campamento de los pretorianos en el monte Celio. Allí entrega el
prisionero al jefe del mismo o estratopedarca; es entonces prefecto de los
pretorianos Afranio Burrho, amigo de Séneca, hábil estadista, buen general
y hombre muy querido del pueblo por su moderación y prudencia. A
presencia de éste fue llevado Pablo. Burrho oye el relato del centurión
Julio y lee la carta de Porcio Festo —ambos favorables al apóstol— y
ordena que le traten con cierta consideración. Durante diez días le custodia
la guardia del campamento; para estas fechas ya estará constituido el
tribunal que investigará el derecho del reo a apelar al César. Le conceden
la gracia de la custodia libera, es decir: que podría irse a vivir al lugar de
Roma que eligiera, pero bajo la vigilancia constante de un centurión. Pablo
alquila un piso en una casa humilde, no lejos del campamento, y como
carece de recursos los cristianos de Roma se ofrecen gustosos a sufragar el
alquiler.
Los dos días siguientes los dedica Pablo a recorrer un poco la ciudad
de Roma y a aprender y a orientarse por ella. Entre visita y visita de los
hermanos en la fe, Pablo tiene ocasión de admirar los grandiosos
136
monumentos de aquella capital: el Circo Máximo, con cabida para cien mil
espectadores, siempre ebrios de sangre, lugar en donde muy pronto tendría
lugar el martirio de los cristianos. Allá el monte Palatino, con el palacio de
los Césares; la vía Sacra, la más rica y populosa de la ciudad; el Forum, el
famoso
Foro romano, con sus pórticos, templos y basílicas, estatuas y más
estatuas, que son como la Plaza Mayor del Imperio; como fondo el
Capitolio, la Colina sagrada sede del templo de Júpiter Capitolino, el de
Saturno, el de la Concordia y el Tabulario o Archivo de Estado. Esparcidos
por la ciudad hay otros monumentos notables como el mausoleo de
Augusto y la Ara Pacis. Los famosos jardines de Mecenas, la vía Longa,
con el Viminal a un lado y al otro el Quirinal, ya en las cercanías de la
Suburra, el barrio de peor fama de Roma; pasada la muralla de Servio
Tulio se encuentra el cuartel general de los pretorianos, en la vía
Nomentana. Algunos autores afirman que es aquí donde fue llevado Pablo,
y no al campamento del monte Celio.
El apóstol, acompañado de Timoteo y Lucas, se ha establecido
definitivamente en una humilde casa romana. Al cabo de tres días convoca
en su domicilio a los primates de los judíos. Muchos de ellos acudieron
extrañados, pues ni siquiera habían oído hablar de Pablo. Recuperándose
poco a poco del antiguo decreto de expulsión, la comunidad judía de Roma
cuenta entonces con unos veinte mil o treinta mil judíos. Todos están muy
unidos, y la novedad de una convocatoria, aunque fuera la de un
desconocido, les hace acudir. Una vez reunidos, Pablo cuenta a todos su
historia, y les dice:
—Yo, hermanos, no he hecho nada contra el pueblo ni contra las
costumbres patrias. Preso en Jerusalén, fui entregado a los romanos, los
cuales, después de haberme interrogado, quisieron ponerme en libertad,
por no haber en mí causa ninguna de muerte; oponiéndose a ello los judíos,
me vi obligado a apelar al César, no para acusar de nada a mi pueblo. Por
esto he querido veros y hablaros. Sólo por la esperanza de Israel llevo estas
cadenas.
El más ilustre miembro de la comunidad judía toma la palabra y le
contesta:
—Nosotros ninguna carta hemos recibido de Judea acerca de ti, ni ha
llegado ningún hermano que nos comunicase cosa contra ti. Querríamos
oír de ti lo que sientes, porque de esta secta sabemos que en todas partes se
la contradice.

137
Le señalaron entonces un día, para que les diese una conferencia
acerca de los principios defendidos por lo que ellos llamaban «secta», y
San Lucas nos dice que vinieron muchos a su casa. Sin duda, dado que el
piso donde residía Pablo no podía ser muy espacioso, la reunión se
celebraría en algún patio. Pablo expuso la doctrina del reino de Dios y de
la mañana a la noche les estuvo persuadiendo en aquella memorable
reunión acerca de la verdad de Jesús por la ley de Moisés y por los
profetas. Como ocurría siempre, unos creyeron lo que les decía y otros
rehusaron creer. Como no llegaran a un acuerdo entre ellos se separaron, y
Pablo les dijo como despedida las siguientes palabras:
—Bien habló el Espíritu Santo por el profeta Isaías a nuestros padres,
diciendo: «Vete a ese pueblo y diles: Con los oídos oiréis, pero no enten-
deréis; mirando miraréis, pero no veréis; porque se ha embotado el corazón
de este pueblo y sus oídos se han vuelto torpes para oír, y sus ojos se han
cerrado, para que no vean con los ojos ni oigan con los oídos, ni con el
corazón entiendan, y se conviertan y los sane.
»Sabed, pues, que esta salud de Dios ha sido ya comunicada a los
gentiles y éstos oirán.»
Dicho esto, los judíos salieron de aquella casa, y durante un buen tre-
cho fueron discutiendo entre sí hasta que sus ecos se perdieron en la calle.
«Dos años enteros permaneció en una casa alquilada, donde recibía a
todos los que venían a él, predicando el reino de Dios y enseñando con
toda libertad y sin obstáculo lo tocante al Señor Jesucristo» (Hechos,
XXVIII, 16-30).
Con estas palabras termina San Lucas su relación de los Hechos de
los Apóstoles. Al lector, a quien queda en su mente la hermosa y duradera
impresión de estas páginas, no puede por menos de dolerle que la historia
no continúe. Uno tiene derecho a preguntarse: Y bien, ¿qué es lo que pasó
después? Esto sólo lo sabemos por la tradición, por conjeturas y por las de-
ducciones sacadas de los últimos escritos evangélicos de Pablo: sus epís-
tolas de la cautividad.
Porque en aquellos años de forzado reposo, la mente de Pablo estuvo
más despierta que nunca, y por manos de sus amanuenses, o bien por su
propia pluma, nos dejó una colección de escritos edificantes y admirables,
llenos de la emotividad más entrañable.
Roma se afana de día, y festeja sus escandalosas orgías por la noche,
donde corría con abundancia el vino de Falerno: los músicos y danzantes
divierten a los ociosos ricos, sintiéndose aún en las calles las charangas de
138
los sacerdotes mendicantes de Isis y Cibeles que hacen sonar platillos y
cascabeles; los esclavos y los libres sufren y gozan en medio de aquel
triste mundo pagano. Entretanto, los primeros cristianos desarrollan una
gran labor apostólica y se extienden por toda la ciudad imperial. Roma
oficialmente los ignora, pero la semilla de Cristo ha sido plantada en buena
tierra y aquí, regada pronto con su propia y generosa sangre, ha de
fructificar espléndidamente para florecer en miles de millones de
cristianos. Corren rumores de que incluso entre la servidumbre del Palacio
Imperial y la guardia pretoriana hay ya hermanos en la fe. Cada día viene
un nuevo soldado a mantener a Pablo bajo su vigilancia, y así no es de
extrañar que el apóstol llegue a influir en algunos de ellos y por tanto se
conviertan al Cristianismo.
A Lucas la presencia de Marcos en Roma le es útil. En sus constantes
conversaciones con él toma valiosísimos datos sobre la vida de Jesús,
transmitidos por vía oral. Así es como en la Roma de los Césares se
preparan estos dos valiosos documentos: el segundo y el tercer evangelio.
Lucas también pudo prestar muy buenos servicios a la comunidad
cristiana por su calidad de médico. Los romanos no tenían mucha fe en la
medicina, que casi siempre era ejercida por esclavos o por individuos pro-
cedentes de Oriente. A pesar de que en Roma aún perduraba el recuerdo
del famoso médico Celso y de las obras médicas de Plinio y Dioscórides
no hacía muchos años había publicado su libro Materia médica, los
romanos se aferraban al uso de las hierbas medicinales y de las recetas
caseras y se apreciaba más el libro de Escribonio Largo en que reunía una
colección de recetas farmacológicas.
Pablo y sus amigos hacen una \ida sencilla. Casi no permite otra cosa
la deficiente iluminación de las lámparas de aceite: los hachones de cera
son un lujo para ricos; pero en tan penosas circunstancias, semipreso,
Pablo sigue siendo la cabeza de una ramificada organización. Muchos
cristianos en muchas ciudades oraban por él y le enviaban afectuosas
cartas. También recibe emisarios: Aristarco de Macedonia; Timoteo de
Galacia; Tíquico de Éfeso; Epafras de Colosas; y Epafrodito de Filipos.
Fruto de estos contactos permanentes es en primer lugar la Epístola a los
Efesios, que es llevada a éstos por Tíquico, «hermano amado y fiel
ministro en el Señor, quien recibe el encargo de informarles del estado de
su causa. Esta epístola resulta muy valiosa, porque entre los temas de doc-
trina que toca están los referentes al matrimonio y a los deberes de los
cónyuges. El matrimonio, considerado hasta entonces como institución

139
puramente natural, en que el papel de la mujer resultaba bastante
menospreciado, tendrá a partir de ahora el carisma de la santidad cristiana.
La visita de Epafras a Roma, adonde fue a pedir consejo al apóstol,
dio a éste la ocasión para escribir su Epístola a los Colosenses, En ella
pide a los fieles de Colosas que perseveren inconmovibles en la fe; habla
del misterio de la cruz; los exhorta a que se guarden de los errores y de los
vicios antiguos; finalmente ensalza las virtudes cristianas y les recuerda los
deberes familiares, exhortándoles a la oración y a la prudencia. La carta la
lleva Tíquico, que regresaba a Asia.
Por esta carta nos enteramos que Epafras se quedó en Roma con
Pablo, junto a los fieles Lucas y Marcos.
Antes de que Tíquico parta para Éfeso, en casa de Pablo se recibe una
insólita visita: un joven esclavo huido se presenta al apóstol y le pide
socorro y protección. Se llama Onésimo, y pertenece a Filemón y a su
esposa Apia. Afortunadamente, estos dos eran cristianos de Colosas, y tal
vez habían sido convertidos por el propio Epafras. El apóstol le tranquiliza
y le acoge en su casa. Si le descubren le marcarán en la frente la efe de
fugitivus con un hierro candente, y devuelto a su amo, éste podía hacerle
azotar hasta matarle.
Onésimo entra al servicio de Pablo y queda deslumbrado por el
ambiente de aquella santa casa; pronto se convierte: el apóstol mismo le
administra el bautismo. Cuando Tíquico ya estuvo listo para partir, manda
al muchacho que vuelva con sus amos, a los que escribe la emocionada
carta conocida hoy por la Epístola de Filemón,
El cuerpo central de la carta lo constituye la petición del perdón para
el esclavo. A esto añade algunas observaciones doctrinales y varios
consejos a los fieles de Colosas.
La cautividad de Pablo causaba muchas congojas a los fieles de todas
las comunidades por él fundadas. Quizás una de las más adictas era la de
Filipos: sus fieles, informados de las dificultades del apóstol, le envían un
emisario: Epafrodito, portador de una importante ofrenda en dinero. Casi
se percibe en este gesto que detrás estaba el alma sensible y femenina de
Lidia. Pablo acepta aquel dinero; el emisario trae instrucciones de
quedarse al servicio del apóstol, pero el clima de Roma perjudica la salud
de Epafrodito, que enferma gravemente. La noticia aflige mucho a los
filipenses, y Pablo aprovecha el regreso de Epafrodito para enviar una
carta a los fieles de esta ciudad.

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En la Epístola a los Filipenses, el apóstol afirma que sus cadenas
contribuyen a la difusión del Evangelio y los exhorta a vivir dignamente e
incluso a olvidarse de sí mismos en el servicio al prójimo. Anuncia que en-
viará pronto a Timoteo, de quien elogia su probada fidelidad a Jesucristo.
Les advierte que deben guardarse de los judaizantes y los exhorta a la ale-
gría y a la paz, dándoles las gracias por la generosidad que con el habían
demostrado.
Llevaba Pablo ya cuatro años en Roma y su situación no había
cambiado. El noble Afranio Burrho había muerto (el pueblo decía que
envenenado) y Nerón repartió el cargo de prefecto de los pretorianos entre
Tigelino, cómplice de sus peores crímenes, y Fenio Rufo, hombre honrado,
pero de carácter débil, verdadero hombre de paja del emperador. Séneca se
había retirado de la vida pública.
Es el verano del año 63 y Pablo obtiene al fin la absolución. La
cuestión religiosa entre judíos no interesa en Roma y no se considera
crimen de Estado. Tuvo suerte: si hubiera caído en manos de Tigelino, un
año más tarde, habría sido arrojado a las fieras del circo.
Pablo ha dejado de ser vigilado día y noche por un soldado. Lucas ya
no está en Roma para contar su liberación. ¿Adonde se dirigió el apóstol?
Parece ser que retrasó su plan primitivo de ir a España. Su obsesión era el
Oriente, donde la situación de las comunidades cristianas le causaba mu-
chos desvelos. Se cree que navegó hasta la isla de Creta, donde dejó a Tito
para que continuase su labor. Entretanto el apóstol Pedro había ido a
Roma.
Pronto llegan noticias terribles de la capital. Entre julio y agosto del
año 64, en los barrios pobres de Roma se dieron gritos de fuego. Las
llamas densas se elevan de un barrio, por la parte del Circo Máximo, entre
los montes Palatino y Celio. Allí había muchos almacenes con mercancías
y pronto empezaron a derrumbarse techumbres y a crujir vigas. Entre el
ruido que formaban en el empedrada los carros que se retiraban, los pasos
de la gente que huía, los relinchos de los caballos, los gritos, los ayes de
dolor, el humo y el crepitar de las llamas, el pánico se extendió por Roma.
Hacía calor y el Tíber iba escaso de agua. El fuego se extendió de manera
rapidísima. Mucha gente murió asfixiada o aplastada en las estrechas
callejas. Las angustiadas madres buscaban a sus hijos. Pronto los barrios
próximos al Palatino —el Velabro, el Foriun y las Carinas— fueron un
montón de cenizas humeantes. Las bocas monstruosas del fuego avan-
zaban y se tragaron el Santuario, consagrado a la Luna por Servio Tulio, el
altar de Hércules, el templo de Júpiter Stator, el palacio de Numa, el sa-
141
grado templo de Vesta, los Penates del Pueblo, los trofeos y los libros
sibilinos. Roma entera se consumía con su pasado glorioso.
Nerón, entretanto, contemplaba entusiasmado d espectáculo, mientras
tocaba la lira y cantaba versos de La Ilíada referentes al incendio de Troya.
Al sexto día, el fuego ha llegado ya a las proximidades do las
Esquilias. La gente se refugia en los jardines del Vaticano o en barracones
improvisados en las afueras. El pueblo se alegró al enterarse de que
también había ardido la casa del odioso Tigelino.
Cuando terminó el desastre, tres cuartas partes de la ciudad estaban
reducidas a carbón y cenizas o a paredes ennegrecidas sin techo. La gente
de los barrios miserables, como el Transtaverio, la Suburra o la Puerta
Capena, estaban desesperadas. Empezaron a correr rumores ominosos; se
decía que la ciudad había sido incendiada por orden de Nerón y que se
había visto a sirvientes del palacio imperial propagando las llamas con an-
torchas. Cuando estos rumores llegan al Palacio Imperial, Nerón se asusta:
el monstruo es cobarde; sabe que el mismo populacho que le aclama cuan-
do se presenta disfrazado para actuar como actor en los teatros, no vacilará
en sublevarse y asesinarle. Hace falta encontrar pronto un culpable. Los
rumores hablan ahora de los cristianos. ¿Quiénes eran los cristianos? Se
dice que forman una secta extraña, cuyos miembros se reúnen de noche
para adorar algo desconocido. En las paredes de Roma se ven numerosos
letreros burlescos e insultantes contra ellos.
Nerón ordena que los cristianos sean arrojados a las fieras. Tigelino
se apresura a cumplir la orden. Para diversión de los romanos, el genio sá-
dico de Nerón imagina escenas sacadas de la mitología, y los cristianos le
sirvieron a pedir de boca para tal objeto. El Circo Máximo necesitaba
nuevos espectáculos sangrientos, y así a los mártires cristianos se les
obliga a representar a Hércules en las llamas; Orfeo devorado por un oso;
Pasifae entregada a las furias de un toro, arrastrada por el suelo. Otros,
desnudos o vistiendo pieles de animales, son arrojados a la voracidad de
los tigres, leones y perros salvajes que hacía varios días no habían comido.
AI llegar la noche, aún se ofreció al populacho romano otro terrible
espectáculo en los jardines del Vaticano. Atados o crucificados a los
postes, con los vestidos embreados, a los cristianos se les prendió fuego
para que sirvieran de antorchas vivientes. Aquella noche Roma olió a carne
humana quemada.
¿Cuántos murieron en aquellas terribles jornadas? Nunca se sabrá.
Cayeron muchos; hombres, mujeres y niños. En el desastre, en el que
142
quedó casi aniquilada la cristiandad romana, pereció el apóstol Pedro,
crucificado cabeza abajo, pues no se consideró digno de morir como el
Señor.
Tan terribles noticias le llegan a Pablo a Oriente. Con lágrimas en los
ojos se acuerda de todos aquellos hermanos a quienes él ha saludado en su
Epístola a los Romanos.
Su misión ha terminado en Oriente y parece ser que desde Éfeso se
dirige a España, pasando por Massilia (Marsella). Casi nada sabemos de
este viaje, que conocemos por una referencia de Clemente de Roma, que
afirma que Pablo llevó la fe «hasta el término o confín de Occidente». En
España existen diversas tradiciones paulinas y se cree que Pablo
desembarcó en Tarraco (Tarragona) o quizás en Tortosa. El que Lucas no
continuara su obra de biógrafo es un gran obstáculo al tratar de explicar
este período de la vida del apóstol.
En la primavera del año 66, Pablo se halla de nuevo en Oriente: visitó
Creta, donde deja a Tito. Luego fue a Corinto y de allí pasa a Macedonia, y
por Éfeso y Mileto llega a Tróade, donde mora en casa de Carpo, regre-
sando de nuevo a Macedonia. Desde aquí, al parecer, escribió su primera
epístola personal a Timoteo, que había quedado como legado suyo en Éfe-
so y que terminaba con aquellas palabras de paternal exhortación:
«¡Oh Timoteo!, guarda el depósito a ti confiado, evitando las
vanidades impías y las contradicciones de la falsa ciencia, que algunos
profesan extraviándose de la fe.»
Pablo se nota ya cansado y anciano. Su voz se ha debilitado y so sien-
te incapaz de hacer largos viajes a píe. Las amarguras y las persecuciones
han acrisolado su fe, pero han arruinado su salud.
Corría el año 66 y ya el otoño daba un matiz dorado al color de los
campos. Las noticias que recibe Pablo son más bien melancólicas: Trófimo
ha enfermado en Mileto, pero se halla rodeado de fieles amigos entre los
que destaca el noble Lucas. Estaba en Nicópolis, la ciudad y colonia
romana más importante del Epiro. Allí decidió pasar el invierno. Luego
quería ir a Iliria (hoy Dalmacia, en la costa de I mar Adriático), y de allí
pasar a Roma. Esta comunidad, diezmada, estaba muy necesitada de
consuelo.
En el camino de Nicópolis, Pablo escribió una Epístola a Tito
pidiendo que viniera a verle en esa ciudad, prometiendo enviarle un
sustituto, que al perecer fue un tal Artemas. En esta carta, Pablo habla de la
condición de los obispos; acerca de los cretenses y da normas para tratar a
143
los ancianos, a los jóvenes y a los siervos; le manda que inculque en todos
la sujeción a las autoridades y dedica dos líneas a los falsos doctores que
tanto abundaban en Asia.
Tito llegó finalmente y pasó el resto del invierno con Pablo. El
apóstol arde en deseos de regresar a Roma, a pesar de los peligros que
lleva consigo la entrada en la ciudad; pero ya nada puede sorprenderle.
Algunos biógrafos sospechan que Pablo es detenido en Nicópolis;
pero lo más probable es que Pablo fuera a Roma, cruzando el Adriático y
tomando de nuevo la vía Appia, por su propia voluntad, en la primavera
del año 67. En la capital del Imperio se esforzó por restablecer la
maltrecha comunidad. Una antiquísima tradición nos dice que Pablo se
albergó en una casa del distrito 11, en la orilla izquierda del Tíber, y que
predicaba en un almacén de trigo vacío cerca de la Porta Ostiensis, en un
barrio habitado por curtidores, alfareros, hortelanos, barqueros y
comerciantes al por menor. Con esta actitud apostólica abierta, el apóstol
se está adentrando personalmente en las puertas del martirio. Detenido por
la policía imperial, muy celosa entonces a la caza de enemigos, le
encierran en la cárcel Mamertina, al pie del Capitolino. Esta vez no es tra-
tado bien: atado con cadenas, como un criminal, le arrojan a una mazmorra
inmunda, junto con otros muchos detenidos, faltos de luz, en medio de una
suciedad insoportable, siendo objeto de malos tratos y recibiendo una
comida pésima. Es ya anciano, y le falta de todo; sus amigos cristianos van
a visitarle; Eubulo, Prudente, Lino y Claudio entre otros; otro cristiano,
Demas, hace apostasía para librarse de la persecución y se marcha a
Tesalónica. Sólo Lucas va a visitarle regularmente. Pablo no puede escribir
ni leer, y esto para él debió ser un gran tormento. Un día recibe una visita
consoladora: era Onesíforo, un ciudadano de Éfeso, que no se había
olvidado de él y que buscó en todas las cárceles hasta encontrar al apóstol.
Los días se suceden largos y pesados: monótonos. Pero el apóstol
sabe renovar cada jornada con numerosos actos de amor a Dios que
colorean las horas con tonos distintos. En medio de aquel sufrimiento
continuo, con el cuerpo dolorido, mal alimentado y poco cuidado, este
anciano sabe conservar la reciedumbre, la valentía y el optimismo que
siempre poseyó. En estos momentos de forzosa inactividad Pablo continúa
creciendo para dentro: su vida interior es ahora más poderosa que nunca.
Después de tantos años de acción apostólica y de oración continua, Pablo
se siente seguro y firme en su fe. Ha combatido con valor y espera
anhelante el premio: ha corrido en el estadio y desea ganar el trofeo.

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Por fin se celebra la vista del proceso de Pablo ante el tribunal del
emperador. Nerón está ausente de Roma; recorre Grecia como comediante
en un teatro, cubriéndose de ridículo y recibiendo los seguros aplausos de
su clan de aduladores.
El tribunal lo preside Elio. La primera actuación judicial se celebra en
uno de los grandes edificios tipo basílica, en el Foro, destinado a los tri-
bunales. En el ábside se sentó el tribunal y Pablo en el lugar destinado a
los presos. No tuvo abogado defensor, ni testigos de descargo. Fue acusado
del «crimen» de ser cristiano y de «encubridor» o «incitador» de los incen-
diarios de Roma. Pablo se defendió con serenidad y su brillante oratoria no
dejó de impresionar a sus jueces. El proceso fue demorado hasta la
celebración de una segunda vista. De vuelta a su infecto calabozo, Pablo
dedica unos pensamientos a Timoteo, al que escribió la segunda de sus
epístolas, que puede considerarse como su testamento. En ella exhorta a su
discípulo a conservar la sana doctrina que recibió. «Vela tú en todo,
soporta los trabajos, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio.» Luego
Pablo escribe su despedida: «En cuanto a mí a punto estoy de derramarme
en libación, siendo ya inminente el tiempo de mi partida. He combatido el
buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Ya me está
preparada la corona de la justicia, que me otorgará aquel día el Señor, justo
Juez, y no sólo a mí, sino a todos los que aman su venida.»
Pero a continuación, como si su fin no fuera tan inminente, dice a Ti-
moteo, adivinándose en estas palabras una nota de angustia: «Date prisa a
venir a mí, porque Demas me ha olvidado por amor de este siglo, y se
marchó a Tesalónica, Crescente a Galacia y Tito a Dalmacia. Sólo Lucas
está conmigo. A Marcos tómale y tráele contigo que me es muy útil para el
ministerio. A Tíquico le mandé a Éfeso. Luego vienen las
recomendaciones personales: «El capote que dejé en Tróade, en casa de
Carpio, tráelo al venir, y asimismo los libros, sobre todo los pergaminos.»
Vienen a continuación las noticias amargas: «Alejandro, el herrero, me ha
hecho mucho mal. El Señor le dará la paga según sus obras. Tú guárdate
de él, porque ha mostrado gran resistencia a nuestras palabras. ¿Sería éste
Alejandro quizás el que denunció al apóstol o uno que actuó como testigo
de cargo? «En mi primera defensa nadie me asistió, antes me
desampararon todos», se queja amargamente el apóstol. «No les sea
tomado en cuenta», escribe seguidamente, otorgándoles su cristiano per-
dón. «El Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida
la predicación y todas las naciones la oigan. Así fui librado de la boca del

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león. El Señor me librará de todo mal y me guardará para su reino ce-
lestial. A El sea la gloría por los siglos de los siglos. Amén.»
Las lágrimas acudirán a los ojos de Timoteo al recibir este mensaje, y
se apresta para partir inmediatamente en dirección a Roma (Hebreos, 13,
23).
En la segunda vista de su causa, Pablo es condenado a muerte. El ser
cristiano ya era un delito imperdonable en la Roma de Nerón. Una mañana
muy temprano le sacan de su celda y le conducen por el camino de Ostia.
Cruzan la muralla por la Porta Trigémina, pasando junto a la célebre pirá-
mide de Cestio. Toman un camino lateral, hacia la izquierda: atraviesan
campos de pastoreo y llegan a la via Laurenciana, Al cabo de media hora
de caminar, sin que mediasen palabras entre el prisionero y sus guardianes,
bajan a la hondonada donde está la laguna Salvia, llamada Aqiue Salvice;
allí, Pablo es decapitado.
Unos piadosos cristianos recogieron el cuerpo de Pablo y le
sepultaron a dos millas del lugar de su suplicio, en la hacienda de una
matrona romana llamada Lucina. En este lugar se alza ahora la basílica de
San Pablo Extramuros.
Así acaba la vida terrenal del glorioso «Apóstol de los Gentiles»,
pero su obra ha perdurado hasta nuestros días y perdurará siempre apoyada
en la firme promesa de Jesucristo.
Lo mismo que su vida había sido un tejer y destejer de intranquilida-
des, tampoco en la muerte su cuerpo halló el reposo absoluto. En el siglo
III, en tiempos del emperador Valeriano, se hizo una tentativa de robarlo y
profanarlo, como parte de la persecución entonces desatada. Los paganos
creían que en las tumbas cristianas había enterrados tesoros. Los fieles
trasladaron los cuerpos de los apóstoles Pedro y Pablo a las catacumbas de
San Sebastián, cerca de la vía Apia. El papa San Silvestre I devolvió
ambos cuerpos a sus sepulturas primitivas y en el año 395 se terminó la
hermosa basílica de San Pablo Extramuros, uno de los edificios más bellos
de la Cristiandad antigua. En el año 1823 este templo resultó destruido por
un terrible incendio, pero se salvó el sepulcro del apóstol, siendo
reconstruida la basílica. Todavía los bombardeos aéreos en la Segunda
Guerra Mundial (1939-1945) la pusieron en peligro.
Pablo participa con brillo especial de la gloria de los santos. En
efecto, tal como él vaticinó, el Señor le ha guardado para su reino celestial.
Su valimiento nunca ha faltado a la Iglesia, y ya poco después de su
muerte, su doctrina aún inspiró a un discípulo o discípulos suyos para
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nosotros no bien conocidos, que escribieron este importante tratado que es
la Epístola a los Hebreos. Esa doctrina, desarrollo lógico de las enseñanzas
de Jesús, que él puso al alcance de todos los humanos. Si Pablo no hubiera
existido, Dios sin duda habría suscitado a otro u otros hombres para que
hicieran su misma labor. Pero el Señor lo quiso así; el mérito es pues de
aquel infatigable Pablo de Tarso. El hombre santo que fue el heraldo del
Evangelio, el hombre sencillo que nunca tuvo vanagloria, alcanzó la gloria
inmarcesible que solamente alcanzan los hombres auténticamente grandes:
no sólo la palma del martirio, sino más bien la heroicidad de vivir día a
día, minuto a minuto, entregado al servicio del Señor. Su vida y su muerte
fue rica y fecunda: supo dejar en todas sus acciones, grandes y pequeñas,
el paso firme y seguro que sólo el Amor de Cristo logra infundir.

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