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James Joll, “Historia de Europa desde 1870”

Alianza Editorial, Madrid, 1983

Capítulo 4

EL IMPERIALISMO

A finales del siglo xix, un nuevo equilibrio de poder en Europa fue el resultado de la
unificación de Alemania y su creciente desarrollo industrial. Un nuevo concepto de la sociedad
y del papel del Estado estaba modificando la estructura social y política de los países
industriales de Europa y amenazando la creencia en los principios del laissez-faire y del libre
comercio. Pero el acontecimiento que tuvo el más profundo efecto histórico fue la expansión
de Europa en ultramar, que produjo nuevas rivalidades imperialistas entre las grandes potencias
y difundió la idea de que el equilibrio de poder había de considerarse como una cuestión
mundial y no solamente limitada a Europa. Esto abrió los. países de Africa y Asia a la
influencia europea en una escala mucho mayor que antes, dando a conocer a sus poblaciones
los males, así como los beneficios, de la tecnología, los métodos administrativos y las ideas
europeos. El mapa de Africa fue dividido como resultado de regateos entre las potencias
colonizadoras y con arreglo a sus intereses administrativos o diplomáticos. En el siglo xx, esas
líneas divisorias se convirtieron a menudo, e ¡lógicamente, en límites de Estados
independientes que no respondían a la realidad étnica o económica. Los efectos de este
movimiento que afectó a los pueblos de Africa y Asia han sido bien resumidos por el pensador
político inglés Leonard Woolf (1):

La civilización europea, con sus ideas de competencia económica energía, eficacia práctica, explotación,
patriotismo, poder y nacionalismo, cayó sobre Asia y Africa. Pero con ello llevó también, quizá
involuntariamente, otra serie de ideas que había heredado de la Revolución Francesa y de sus precursores del siglo
xviii.
Estas eran las ideas de democracia, libertad, fraternidad, igualdad y, humanitarismo, las cuales ejercieron sin
profundo efecto sobre la historia posterior del imperialismo, porque rebelaron a los pueblos sometidos en su
contra.

Ahora bien, la influencia no fue tan sólo unidireccional. Gracias a la experiencia


imperialista, los países de Europa tomaron contacto, como nunca hasta entonces, con culturas
primitivas y exóticas, y éstas ejercieron a su vez un profundo efecto sobre la sensibilidad
europea. A principios del siglo xx, el arte de Africa, por ejemplo, contribuyó a la revolución
pictórica europea iniciada por Pablo Picasso hacia 1907; y quince años antes Paul Gauguin ya
se había establecido en la colonia francesa de Tahiti, para encontrar en los Mares del Sur su
principal inspiración en los últimos años de su vida. Los sonidos de la música oriental -
escuchados en la gran Exposición Internacional de París de 1889 se abrieron camino en las
obras de compositores como Claude Debussy. Al mismo tiempo, la ciencia de la antropología
se desarrolló rápidamente cuando la colonización convirtió la observación de sociedades poco
conocidas en algo, a la vez, practicable Y de creciente importancia para gobiernos y
administradores. Y el estudio de pueblos poco conocidos v remotos contribuyó al desarrollo de
teorías éticas relativistas y al cuestionamiento de los valores morales y sociales característicos
del fin de siècle.
Este movimiento de expansión imperialista ha recibido diferentes explicaciones; y quizá
ninguna sea capaz, por sí sola, de dar cuenta de desarrollos que variaran convenientemente
según las distintas partes del mundo. La explicación más completa es la que atribuye el
movimiento imperialista a presiones económicas. Este punto de vista fue expuesto por una
serie de críticos del imperialismo durante los primeros años del siglo, especialmente el inglés J.
A. Hobson y algunos pensadores socialistas de Alemania y Austria; pero adquirió su forma más
popular e influyente en un panfleto escrito por Lenin en 1916: El Imperialismo, fase superior
del capitalismo. Aunque, como casi todas las obras de Lenin, fue escrita como un panfleto
político surgido en el curso de la controversia cotidiana, no obstante proporcionó una sencilla
explicación teórica general del imperialismo, que ha seguido siendo la base del análisis
comunista de las relaciones económicas entre los países industriales avanzados y las sociedades
subdesarrolladas, al igual que del «neocolonialismo» que, en su opinión, sigue todavía
practicándose incluso después de la independencia política de las colonias. Según Lenin, con el
desarrollo industrial de Europa y la progresiva concentración del capital debida a la creación de
trusts y cartels y al papel cada vez más importante de los bancos en la financiación de todo tipo
de empresas industriales y comerciales, a los financieros les resultaba cada vez más difícil
invertir su dinero de modo provechoso. El mercado europeo estaba saturado y, en
consecuencia, era esencial hallar nuevos campos de inversión en ultramar. Esta necesidad,
según Lenin, forzó a las potencias europeas a repartirse el mundo en una pugna por conquistar
nuevos mercados industriales y nuevas zonas en las que invertir, y esta pugna llevó en muchos
casos a la anexión directa de territorios como único medio de asegurar las inversiones
realizadas. El resultado fue una agudización de la rivalidad entre las potencias que hacía
inevitable la guerra.
Aunque ninguna teoría general da cuenta de cada caso específico de expansión imperialista,
v aunque los factores económicos por sí solos no son suficientes para explicar cada situación,
sin embargo, es cierto que los grupos de presión económica -ya fuesen financieros en busca de
nuevos campos de inversión, o comerciantes que buscaban nuevas salidas para sus mercancías
y nuevas fuentes de materias primas- desempeñaron un papel considerable a la hora de
persuadir a los gobiernos de Europa para que se embarcaran en la expansión colonial. Por otra
parte, los intereses económicos no siempre implicaron un control político directo. Gran
Bretaña, por ejemplo, poseía considerables inversiones en Argentina, y aunque Lenin la
describió como una semicolonia, la verdad es que su situación política distaba mucho de ser un
territorio verdaderamente colonial. Además, en general e incluso en el caso de los países
imperialistas, las inversiones en otras zonas industrializadas eran más importantes que las
inversiones en las colonias. Las inversiones británicas en América del Norte eran mucho
mayores que, por ejemplo, en Africa, mientras que las inversiones francesas en Rusia
representaban más del doble que en las colonias francesas.
Hubo, con todo, otros móviles, además de los económicos, que contribuyeron al movimiento
imperialista. El impulso de realizar descubrimientos científicos y de explorar territorios
desconocidos ayudó a abrir Africa. El deseo de los misioneros cristianos de convertir a los
paganos les llevó a establecer centros de influencia europea en partes remotas del mundo.
Todos estos móviles se entremezclaron entre sí y con otros menos respetables. La rivalidad
entre misioneros católicos y protestantes podía convertirse fácilmente, por ejemplo, en una
rivalidad entre los gobiernos francés y británico; y fue el asesinato de dos misioneros jesuitas
alemanes en China, en 1897, lo que proporcionó al gobierno alemán el pretexto para apoderarse
del puerto de Kiao-Chow. El comercio, la actividad misionera y la explotación estaban
inextricablemente unidos entre sí. Los comerciantes escoceses que fundaron la Imperial Britísh
East Africa Company estaban tan preocupados por la propagación del Evangelio como por el
establecimiento de puestos comerciales. “Cristianismo, comercio y civilización -según el gran
explorador Livingstone iban de la mano” (2). En Francia, el presidente de la Sociedad
Geográfica Francesa lo puso también de manifiesto en un discurso pronunciado en 1874 (3):

La ciencia abstracta, caballeros, no basta para la humanidad. La ciencia sólo es realmente fructífera cuando es
un instrumento de progreso v producción. La exploración y los descubrimientos no han sido realizados tan sólo en
aras de la curiosidad. El descubrimiento de América, las perseverantes exploraciones del interior de Af rica...
tienen, además de un fin científico, un objetivo político y comercial.

Hasta la más descarada explotación colonial se presentaba con el disfraz científico o


humanitario: el rey belga Leopoldo II, cuyo Estado Libre del Congo alcanzó notoriedad por su
brutal administración y por los malos tratos infligidos a la población africana, tuvo buen
cuidado de etiquetar su original empresa como Comité d'Etudes du Haut Congo, y proclamar
sus desinteresadas intenciones científicas y filantrópicas.
Una vez comenzado el movimiento imperialista, éste generó su propio impulso. Los
gobiernos ocupaban zonas a fin de impedir que otros gobiernos se instalaran en ellas; las
necesidades estratégicas de las colonias exigían la defensa de sus fronteras y de las rutas que
llevaban a ellas, de forma que las potencias imperialistas se sintieron obligadas a adquirir
todavía más territorios. Además, las cuestiones de prestigio desempeñaban un papel importante
y era un hecho generalmente aceptado, a menudo sin demasiada reflexión, que, según palabras
del estadista francés Léon Gambetta, para “seguir siendo una gran potencia, o convertirse en
una, se debe colonizar” (4).
Además de las nuevas conquistas coloniales de finales del siglo xix, muchos países europeos
poseían territorios ultramarinos adquiridas en siglos anteriores. Imperios antaño grandes
sobrevivían todavía de una forma disminuida: Portugal poseía importantes zonas en el oeste y
el este de Africa, que tanto Gran Bretaña como Alemania esperaban adquirir, si como parecía
posible en la década de 1890 Portugal caía en tal desorden financiero que se viera obligada a
desprenderse de sus colonias como garantía de los préstamos pedidos por su gobierno. España,
aunque había perdido la mayor parte del imperio que le quedaba después de su derrota frente a
Estados Unidos en 1898 (duro golpe para el orgullo español y fuente de una prolongada crisis
de conciencia entre los intelectuales españoles) cuando Cuba se independizó y Filipinas pasó a
estar bajo control norteamericano, todavía conservaba parte de Marruecos -una zona de cierta
importancia estratégica- y pequeños territorios en otros lugares. Los Países Bajos conservaron
hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial un vasto y rico imperio en el Sudeste asiático, que
aseguraba la prosperidad de este pequeño Estado, así como una carrera para muchos
holandeses.
Sin embargo, Gran Bretaña era la que poseía el mayor imperio adquirido en períodos
anteriores, y la posesión del mismo determinó en buena parte la naturaleza del posterior
imperialismo inglés en el siglo xix. Por una parte, en Canadá, Australia y Nueva Zelanda, Gran
Bretaña tenía colonias habitadas casi exclusivamente por poblaciones de origen europeo, y a
finales del siglo xix éstas habían alcanzado virtualmente el autogobierno. Por otra parte, en la
India, Gran Bretaña gobernaba sobre un enorme, variado y densamente poblado imperio, cuyos
habitantes diferían entre sí en religión, lengua y tradición cultural, y todavía más con relación a
sus gobernantes británicos.

La existencia de colonias autogobernadas con población británica (aunque, naturalmente,


existía una importante minoría francesa en Canadá) inspiró en muchos ingleses la visión de una
federación mundial de habla inglesa ligada por la creencia común en el gobierno parlamentario
y por lazos de intereses económicos mutuos. En la práctica, sin embargo, las discusiones para
la creación de una federación imperial con vínculos más estrechos -idea con la que Joseph
Chamberlain, ministro británico de las Colonias entre 1895 y 1903, estaba particularmente
asociado- no condujeron a nada. Los dirigentes de las colonias eran demasiado conscientes de
su recién ganado autogobierno y recelaban demasiado de todo lo que oliera a restablecimiento
del control central desde Westminster como para aceptar la idea de un parlamento imperial.
Por otra parte, la creencia en el libre comercio era aún lo suficientemente fuerte como para
impedir la adopción de tarifas preferenciales para el comercio dentro del imperio y de barreras
arancelarias frente al resto del mundo. Durante toda la primera mitad del siglo xx, sin
embargo, muchos políticos, funcionarios y publicistas británicos siguieron buscando una forma
de asociación que adaptara el viejo imperio a los nuevos conceptos políticos. Después de la
Primera Guerra Mundial, en la cual las colonias suministraron una importante ayuda militar a
Gran Bretaña, surgió la idea de una British Commonwealth -a la que finalmente se dio
expresión legal en el Estatuto de Westminster de 1931-, una asociación libre de estados
independientes vinculados por una lealtad común a la Corona. Este lazo, relativamente frágil,
aunque dio satisfacción a una necesidad emocional en una época en la que mucha gente creía
que el poderío británico estaba en declive y aunque proporcionó la maquinaria conveniente
para la discusión y coordinación de la política exterior, fue mucho más débil de lo que los
imperialistas de finales de siglo habían esperado y deseado. Pero la existencia de los lazos de
la Commonwealth, por tenues que fueran, supuso una constante en la política británica hasta la
década de 1960 que contribuyó a la renuencia de los gobiernos británicos a comprometerse de
lleno en Europa en los años que siguieron inmediatamente a la Segunda Guerra Mundial.

La posesión de la India creó problemas diferentes a Gran Bretaña. Mientras que los
problemas que surgían entre el gobierno británico y Australia, Nueva Zelanda o Canadá eran de
índole constitucional y económica, o naval y militar, la administración de la India planteaba a
la vez enormes problemas técnicos y cuestiones tan fundamentales como el derecho de un
pueblo a gobernar sobre otro o el objeto de tal dominación. Sin embargo, a finales del siglo xix
semejantes dudas todavía no poseían demasiado alcance. En la India los administradores
británicos eran, por lo general, eficientes, justos, abnegados y magnánimos; pero seguían
siendo una casta alejada de la sociedad que gobernaban. Sólo gradualmente fue fallando el
temple británico, v los liberales, en vez de atacar casos particulares de mal gobierno en' la
India, pusieron en tela de juicio el derecho de Gran Bretaña a permanecer allí. (Para este
cambio gradual de actitud, merece la pena comparar los relatos de Rudyard Kipling de la
década de 1890 con A Passage to India de E. M. Forster, publicado en 1924.) Durante
generaciones, la India había proporcionado un campo de entrenamiento para el ejército
británico, además de mantener un ejército indio con mandos diferentes, mientras que la
administración civil de la India ofreció una carrera a muchos de los graduados más capacitados
de Oxford y Cambridge. Había pocas familias de la clase media en Gran Bretaña que no
tuvieran algún contacto con el Imperio indio a través de un hijo en la Administración india o un
primo en el ejército.

Aparte de esto, el comercio británico con la India v las inversiones británicas en dicho país
daban a los británicos una buena razón para permanecer allí. (Se ha estimado que la India
consumía el 40 por 100 de los géneros de algodón exportados desde Lancashire durante las
últimas décadas del siglo xix, antes de que la industrialización convirtiera a este país en uno de
los principales competidores en el sector textil.) Este profundo compromiso con la India, así
como la necesidad de asegurar las rutas que llevaban a ella v de defender sus fronteras, se había
convertido en un axioma indiscutido de la política exterior británica y tuvo necesariamente una
gran influencia en la expansión imperialista británica en otras partes del mundo entre 1880 y
1900. Así, por ejemplo, la construcción del canal de Suez y la apertura después de 1869 de una
ruta marítima más corta para llegar a la India, hicieron que Egipto se convirtiese en una zona de
vital importancia para Gran Bretaña; y si la ocupación de Egipto en 1882 por Gran Bretaña fue
debida en parte al deseo de proteger los intereses de los inversores británicos en aquel país, su
retención fue debida a la necesidad de controlar un sector vital de la ruta a la India. Y una vez
en Egipto, los ingleses sintieron la necesidad de expansionarse por el Africa Central y Oriental
debido a su preocupación por la seguridad de Egipto y, especialmente, del Alto Nilo, pues se
pensaba que si otra potencia rival llegaba a controlarlo, amenazaría el suministro de agua del
cual dependía toda la vida económica egipcia.

Aquí, el imperialismo desarrolló de nuevo su propio impulso. La posesión por Gran Bretaña
de un imperio ya creado, y especialmente de la India, hizo que muchos políticos, funcionarios y
militares británicos desearan impedir la expansión de otras potencias europeas a zonas
adyacentes a territorios británicos o a lo largo de las rutas a las posesiones británicas, aun
cuando algunos estadistas, como lord Salisbury, se mostraron escépticos respecto a la necesidad
de tal proceder: “Yo no me dejaría impresionar mucho por lo que los militares dicen acerca de
la importancia estratégica de esos lugares -escribió en 1892, siendo primer ministro, al
representante británico en Egipto-. Si se les permitiera hacer todo lo que quieren, insistirían en
la importancia de guarnecer la Luna para protegernos de un ataque de Marte” (5). No fue sólo la
necesidad de proteger las colonias existentes lo que llevó a la expansión hacia nuevos
territorios. Las actividades de los comerciantes de vez en cuando forzaban a gobiernos
renuentes a contraer nuevas responsabilidades. Compañías comerciales como la Royal Niger
Company, en Africa occidental, o la Imperial British East Africa Company, en Uganda, se
enfrentaron con situaciones que no podían manejar por su cuenta (guerras con tribus locales
que les desbordaban, o la rivalidad de otros europeos, como fue el caso de británicos v
franceses en el Níger y con frecuencia fueron capaces de movilizar a la opinión pública de la
metrópoli, la cual forzaba al gobierno a actuar y a asumir la responsabilidad directa sobre el
territorio donde operaban las compañías. En Alemania, el propio Bismarck, pese a no ser un
“Kolonialmensch” (un “hombre colonias”), descubrió que, gracias al débil aliento que dio en
1884 y 1885 a los comerciantes y exploradores colonialistas en Africa, a fin de ganarse votos y
quizá para asegurarse que los intereses económicos alemanes no quedas en ningún caso
descuidados, había creado un poderoso grupo de presión que ni él ni sus sucesores pudieron
ignorar.
Paso a paso, y por varias razones, los británicos aumentaron enormemente su imperio entre
1880 y 1905, de modo que al final de ese proceso la población de las colonias británicas se
estimaba en más de 345 millones de habitantes, en una época en la que el Reino Unido tenía
unos 40 millones de habitantes. El imperialismo era una causa popular en la Inglaterra de la
década de 1890. Algunos lo han atribuido al hecho de que la posición industrial de Gran
Bretaña estaba decayendo con el aumento en poderío y capacidad productiva de Alemania y
Estados Unidos, y es cierto que la rivalidad comercial entre Gran Bretaña y Alemania se
convirtió en la década de 1890 en un lugar común para los propagandistas británicos, y que los
vendedores alemanes operaban con eficacia en zonas, tales como el Oriente Medio, donde los
ingleses habían mantenido hasta entonces una indiscutida supremacía comercial. Además, con
razón o sin ella, muchos ingleses creían que las posesiones coloniales reportarían ventajas
económicas inmediatas en forma de alimentos baratos, mientras que el hecho de que los rivales
de Gran Bretaña, especialmente Rusia v Francia, fueran proteccionistas les hacía temer que el
comercio británico fuera excluido de las áreas que estaban bajo su control.
La sensación de que la posición de Gran Bretaña en el mundo estaba siendo desafiada, no
sólo lo pone de manifiesto la “rebatiría por Africa”, donde las ganancias territoriales británicas
fueron mayores, sino que también lo confirmaba la política británica en China, donde Gran
Bretaña había sido, con mucho, la potencia comercial más influyente e importante desde que
forzó a China, tras dos guerras anteriores de aquel mismo siglo, a abrir sus puertos a los
comerciantes extranjeros. En la década de 1890, sin embargo, la aparición de Japón como una
eficaz potencia occidentalizada y la derrota que infligió a China en 1895 cambiaron la
situación. Francia, Alemania y Rusia al intervenir para salvar la integridad del Imperio Chino
frente a las aspiraciones japonesas, reclamaron su derecho a opinar sobre el futuro de China, y
esta intervención fue seguida por una carrera para obtener concesiones y esferas de influencia,
en la que cada una de las grandes potencias europeas desempeñó su parte. Así pues, la
preeminencia comercial y naval de Gran Bretaña en el Extremo Oriente fue desafiada, en
especial por Rusia, cuya expansión, a través de Siberia, hacia el Asia Central, facilitada con la
construcción del ferrocarril transiberiano (terminado en 1902), estaba a salvo de la interferencia
de la marina británica. El temor a las actividades rusas en Extremo Oriente se unió entonces al
tradicional temor británico a la amenaza rusa contra la India, al menos hasta que la victoria
japonesa en la guerra ruso-japonesa de 1904-5 puso un alto a la expansión rusa en el norte de
China y Corea.

Los intereses y aspiraciones mundiales de Gran, Bretaña, azuzados por- la nueva y barata
prensa popular con lemas como “El Imperio en el cual nunca se pone el sol”, hallaron su más
sorprendente expresión simbólica en las celebraciones del septuagésimo quinto aniversario de
la reina Victoria en 1897, cuando, según palabras del duque de Argyll, “no podemos dejar de
recordar que ningún soberano desde la caída de Roma pudo reunir súbditos de tantos y tan
distantes países de todo el mundo” (6). Una observadora menos favorable, Beatrice Webb, se
quejó del “Imperialismo en el ambiente; con todas las clases embriagadas de monumentos y de
lealtad histérica” (8).

Sin embargo, este espíritu de autocongratulación nacional no duró mucho. Al cabo de tres
años, Gran Bretaña se vio envuelta en una dura y enconada guerra en Africa del Sur contra los
boers, los descendientes de los colonos holandeses en Transvaal y el Estado Libre de Orange,
cuya independencia había sido reconocida por los británicos en 1881 y 1884, tras un primer
choque militar, y que trataban de afirmar su derecho a limitar en su territorio las actividades de
forasteros en la explotación de los ricos yacimientos de oro y diamantes, alterando así el
equilibrio social de las pequeñas y conservadoras repúblicas de granjeros. Aunque los
británicos ganaron la guerra y obligaron a las repúblicas boers a integrarse en la Unión de
Africa del' Sur, la contienda fue más larga y dura de lo esperado, y contribuyó notablemente a
cambiar los sentimientos populares en Gran Bretaña. Como escribió sir Edward Grey,
secretario del Foreign Office en el gobierno liberal que ocupó el poder a finales de 1905 (8):

Antes de la Guerra de los boers, ansiábamos una pelea. Estábamos dispuestos a luchar contra Francia por Siam,
con Alemania por el telegrama a Kruger*, y con Rusia por lo que fuera. Aquí, cualquier gobierno, en los últimos
diez años del pasado siglo, podría haber tenido guerra con sólo levantar un dedo. La gente la habría pedido a
gritos. Tenían ansia de emociones, y la sangre se les subía a la cabeza, Ahora, esta generación ya ha tenido
bastantes emociones, ha perdido un poco de sangre, y está cuerda y normal.

*Se trata del telegrama enviado en 1896 por el kaiser Guillermo II al presidente Kruger del Transvaal,
felicitándole por haber rechazado una incursión de pequeñas fuerzas irregulares salidas de la colonia de El Cabo,
al mando del doctor Jameson.

A pesar de que el entusiasmo general a favor del Imperio Británico siguió presente durante
años y de que el patriotismo resurgió de vez en cuando, sobre todo con ocasión del estallido de
la Primera Guerra Mundial, a partir de los primeros años del siglo xx la época del imperialismo
popular más estridente ya había pasado.
Aunque el imperialismo británico era el más notable ejemplo de este fenómeno, tanto por la
extensión del territorio adquirido, como por el entusiasmo popular que despertó, todas las
grandes potencias de Europa se vieron afectadas por el movimiento imperialista, con la
excepción de Austria-Hungría, demasiado preocupada por el conflicto de nacionalidades dentro
de sus fronteras como para levantar la vista hacia fuera (aunque, incluso allí, hubo algunos
políticos y burócratas que ansiaban posesiones coloniales en Oriente Medio, como forma de
reafirmar la posición de la monarquía en el mundo).
Durante el período que siguió a 1870, Francia amplió su imperio norteafricano, en el que
Argelia había atraído ya a muchos colonos franceses, con el establecimiento del protectorado
sobre Túnez en 1881, y luego sobre Marruecos en 1912, aprovechando en este último caso
como pretexto que los disturbios en la frontera argelina exigían una intervención de Francia en
Marruecos para mantener el orden. Mientras tanto, Francia adquirió también un gran imperio
en Extremo Oriente y Africa. En Extremo Oriente, a partir de 18,58, cuando los franceses
invadieron Annam y se apoderaron de algunos estados cuya estructura era demasiado débil para
resistir la penetración europea, y Annam, Conchinchina y Tonkín (las tres provincias que ahora
forman parte de Vietnam) fueron incorporados a Camboya para recibir el nombre de Indochina
francesa en 1887, y a la que fue agregado el protectorado de Laos seis años más tarde. En la
década de 1880, los franceses fueron activamente animados en sus aventuras coloniales por
Bismarck, quien esperaba que la expansión en ultramar desviaría la atención popular francesa
de las perdidas provincias de Alsacia-Lorena. En realidad, mientras que para Gran Bretaña el
mantenimiento de su hegemonía mundial constituía el cometido principal de su política
exterior, los franceses se veían desgarrados entre su deseo de imperio y su ansia de revancha en
Europa por la derrota de 1870 y la pérdida de territorio francés. Así, por ejemplo, la derrota en
1885 de tropas francesas en Indochina provocó la caída del gobierno de Jules Ferry y levantó
un clamor general porque las aventuras coloniales distraían a Francia de su verdadera tarea.
Como expresó un publicista nacionalista: “He perdido dos hijos y usted me ofrece veinte
sirvientes” (9). Sin embargo, a pesar de los reveses v de la rivalidad con Gran Bretaña (que se
había anexionado Birmania en 1886) -una rivalidad que permitió a Siam (Thailandia)
sobrevivir como Estado-tapón independiente-, el Imperio Francés en Extremo Oriente reportó
sustanciosos beneficios económicos, aunque sólo fuera para unos pocos banqueros y compañías
comerciales. junto con las Indias Orientales holandesas v los territorios británicos en Malasia,
la Indochina francesa producía una considerable proporción del suministro mundial de caucho,
por lo que las inversiones en las plantaciones y en la construcción de ferrocarriles rendían muy
buenos intereses. Así pues, los banqueros franceses de la metrópoli estaban directamente
implicados en el desarrollo del Imperio Francés en Extremo Oriente. Sin embargo y ante todo,
la dominación francesa sobre un pueblo antiguo y civilizado en Indochina hizo mucho por
mantener viva en Francia la autoconfianza de ser una gran potencia que había logrado rehacerse
con éxito de la humillación de 1870, y las colonias proporcionaron a Francia un campo donde
aún se podían alcanzar glorias militares y donde había oportunidades para los oficiales
ambiciosos que quisieran hacer carrera, cosa bastante difícil de lograr en la metrópoli en
tiempos de paz.
La participación francesa en la pugna por Africa fue también considerable, aunque gran parte
del territorio que conquistó era lo que lord Salisbury denominó en cierta ocasión “suelo
menudo” (las arenas del Sahara), con escasos alicientes para los inversores franceses. Si el
sueño de los imperialistas británicos en Africa, como Cecil Rhodes, era establecer un enlace
directo entre El Cabo y El Cairo que atravesara continuamente por territorio británico, los
franceses tenían esperanzas de unir sus nuevas colonias en Africa Occidental a través del Africa
Central con su base en Djibuti, en el mar Rojo. Durante la década de 1890, esta rivalidad
anglofrancesa en Africa Central fue el tema crucial de las relaciones diplomáticas entre ambos
países. Los franceses trataban de arrancar a los británicos concesiones v acuerdos comerciales
v fronterizos favorables, y los británicos procuraban mantener su posición y conservar un
máximo de Africa abierto al comercio y la influencia británica. Todo esto culminó en 1898 con
un enfrentamiento abierto en Fashoda (Alto Nilo). Una expedición francesa enviada a través de
Africa para reivindicar el territorio, se encontró cara a cara con una fuerza expedicionaria
brítánica que acababa de lograr la reconqtiista del Sudán, en poder de los seguidores del Malidi,
un jefe religioso musulmán. Los franceses se vieron obligados a admitir que oponerse a los
británicos en Africa era algo que estaba por encima de sus posibilidades, a menos que contaran
con el apoyo alemán en Etiropa, apoyo cuyo precio sería la renuncia para siempre a Alsacia-
Lorena, v éste era un precio que ningún gobierno francés podía permitirse el hijo de pagar.
Aunque el público francés se sintió amargado por los éxitos coloniales británicos y aunque la
prensa francesa dirigió una violenta campaña contra Gran Bretaña en la época de la Guerra de
los boers, es posible que en Francia ese enttisiasmo colonial sólido y continuo estuviese menos
extendido que en Gran Bretaña. En todos los países imperialistas hubo importantes grupos de
presión ansiosos de granjearse el apoyo popular; pero en Francia, si bien griipos con intereses
económicos, administrativos o militares en las colonias ínfliiveron en el gobierno en ciertos
momentos, rara vez contaron con el ápovo de las masas, v las inversiones en las colonias
ftieron, por ejemplo, mucho menos populares entre la clase media francesa jue los préstamos a
Rusia. Sólo en Argelia, conquistada por Francia entre 1830 v 1850, existía una gran población
de colonos franceses, y bajo la Tercera República, Argelia formó parte constitucionalmente de
la Francia metropolitana, y por lo tanto no era una colonia.
No obstante, en cierto aspecto el imperialismo francés sí ejerció un efecto más acusado, tanto
sobre los pueblos sometidos como en la metrópoli, que el británico. Mientras que los británicos
se contentaban con administrar sus colonias, ya fuese directamente con funcionarios británicos,
o bien, indirectamente, a través de los jefes locales con consejeros británicos (como en el norte
de Nigeria o en los principados de la India), en el primer caso con el fin confesado de preparar
con el tiempo a los pueblos sometidos para el autogobierno, los franceses estaban mucho más
decididos a que sus pueblos coloniales quedaran asimilados a la sociedad cultura francesas. La
colonización francesa se basaba en el supuesto de que los súbditos franceses en Africa o Asia
podían transformarse en franceses v que eso colmaría sus ambiciones. (Se ha dicho que a los
niños africanos, que aprendían de los mismos libros de texto que los mismos franceses, se les
podía escuchar repetir con solemnidad que sus antepasados gatos tenían ojos azules y cabellos
rubios y lacios.) Esto era tan ilusorio como la creencia británica de que los habitantes de sus
colonias podrían ser gradualmente adiestrados para un limitado autogobierno Y que se
sentiríais agradecidos por ello. En ambos casos, la experiencia de la dominación, los métodos v
las ideas extranjeras contribuyeron al movimiento para la independencia nacional en las
colonias: pero es discutible que los franceses dejaran en sus ex-súbditos una huella cultural más
profunda que los británicos.

La colonización no era necesariamente el resultado de la expansión ultramarina. La potencia


colonizadora que tuvo más éxito, en el sentido de que su imperio ha durado v de que nunca ha
conocido un proceso de descolonización, fue Rusia. Ya hemos visto como, durante todo el siglo
xix, Rusia continuó su expansión hacía el este por el Asia Central y Siberia, colocando bajo su
dominio a las tribus musulmanas y paganas que habitaban estos vastos y potencialmente ricos
territorios. Entre 1880 y 1900, la administración fue reorganizada y, con la construcción del
ferrocarril transiberiano, se estimuló la emigración a Siberia, que alcanzó su momento
culminante en los años 1907-9, cuando se trasladaron allí más de medio millón de colonos al
año, creando una ruda sociedad de pioneros parecida a la del Oeste norteamericano en sus
primeros tiempos, desarrollando una importante industria textil y produciendo grandes
cantidades de trigo. Hubo además, entre los militares, funcionarios y negociantes con intereses
económicos en el Extremo Oriente ruso, algunos que esperaron extender la influencia rusa
todavía más allá, y penetrar en Cerca y Manchuria, donde existían importantes fuentes de
materias primas (madera y minerales), así como (según se creía) un creciente mercado para los
productos manufacturados. En 1898, Rusia ocupó Port Arthur, una base en la costa del norte
de China, con lo que obtuvo un puerto en el Pacífico que, a diferencia del puerto siberiano de
Vladivostock, estaba libre de hielos todo el año. Se esperaba con ello que el respetable poderío
naval de Rusia se hiciera sentir en el Extremo Oriente y proporcionar, además, sin nuevo
terminal para el ferrocarril transiberiano. Al mismo tiempo iba en aumento la influencia del
grupo favorable a la expansión, aun a riesgo de una guerra con Japón. Estas ambiciones
condujeron en 1904 i la guerra ruso-japonesa, en la que se luchó precisamente por el control de
Corea, país que los japoneses consideraban esencial para su seguridad nacional. La derrota de
Rusia frente a Japón supuso un desastre inesperado para el gobierno zarista, y puso fin a las
esperanzas rusas de un imperio extremo-oriental todavía más extenso, al tiempo que aceleró
todas las corrientes de inquietud que luego aflorarían en la revolución de 1905.

En Rusia, el imperialismo no sólo adoptó la forma de la colonización de Siberia v de la


expansión en Extremo Oriente, que llevaría al choque con Japón. También halló expresión en
un intenso programa de rusificación de los pueblos no rusos del Imperio. Contra esto,
mostraron particular resentimiento los polacos, los ucranianos y los fineses, aunque también
afectó a los pueblos tártaros musulmanes (del Volga y de Crimea, así como a los armenios
cristianos del Cáucaso. Incluso los alemanes de las provincias bálticas, cima de muchos de los
más leales y eficientes burócratas del Imperio, vieron cómo su universidad alemana de Dorpart
era cerrada y se vieron obligados a aceptar la sustitución del alemán por el ruso como idioma
de los tribunales de justicia, Con la excepción de un breve período entre las dos guerras, la
mayoría de los habitantes de esa región, los latvios o letones, lituanos y estonios, tuvieron que
soportar la supresión alternativa v a veces simultánea de su identidad nacional por alemanes y
rusos.

Gran Bretaña, Francia y Rusia poseían, cada una a su manera, vastos imperios que les
reportaban considerables beneficios económicos, aunque éstos no fueran siempre tan
sustanciosos como se había esperado. Las otras grandes potencias con aspiraciones
imperialistas, Alemania e Italia, mostraron hasta qué punto la posesión de colonias se había
convertido en un asunto de prestigio nacional más que de interés nacional o económico. En
ambos casos, el logro de la unidad nacional hizo que la generación siguiente se sintiera ansiosa
de algo más, de un nuevo quehacer nacional y de una nueva fuente de orgullo nacional. En la
atmósfera internacional del período de 1880 a 1900, tal ambición sólo podía ser satisfecha
mediante la adquisición de colonias, “una necesidad de la vida moderna” (10), como la calificó
el jefe del gobierno italiano, Crispi. Los italianos tenían por lo menos una buena razón para
desear colonias. Italia, especialmente en el sur, estaba superpoblada y cada año eran más los
italianos que se veían obligados a emigrar. En 1913 se alcanzó la cifra de 873.000 emigrantes,
unos en busca de un trabajo temporal en otros países de Europa, otros para establecerse
permanentemente o por largos períodos en América del Sur, y en número creciente en los años
anteriores a 1914, en Estados Unidos. Así, la idea de obtener un imperio en Africa del Norte (y
Túnez estaba a menos de 100 millas de Sicilia) resultaba muy atractiva, porque proporcionaría
territorios donde los europeos pudieran establecerse, como lo estaban demostrando los
franceses en Argelia, y porque haría realidad el sueño de fundar un nuevo Imperio Romano en
tierras que habían sido una de las más ricas provincias de la antigua Roma. Y así, se produjo
una amarga desilusión cuando, en 1881, los franceses, animados por Bismarck, establecieron su
protectorado sobre Túnez. Por ello, en los siguientes quince años la política exterior italiana
estuvo en buena medida dictada por los celos de Francia. Los italianos construyeron tina
importante marina de guerra y emprendieron una -guerra arancelaria contra Francia. A pesar de
ello, y a pesar de su Triple Alianza con Alemania y Austria-Hungría, firmada en 1882 v
renovada regularmente en los treinta años siguientes, que proporcionó cierta satisfacción a su
orgullo nacional al reconocer a Italia el status de gran potencia, los italianos no lograron
establecerse al otro lado del Mediterráneo hasta 1911, fecha en que consiguieron apoderarse de
Libia.
El primer territorio africano que Italia adquirió fue en 1882 en la costa del mar Rojo. Una
vez instaladas allí, los italianos creyeron que su prestigio estaba en juego, y que una política de
“renunciación” sería fatal para cualquier gobierno que la propusiera, incluso a la vista de
considerables dificultades militares. La alternativa a la retirada era la expansión, y en 1885
ocuparon Massawa, tras el asesinato de un explorador italiano. En 1890, los italianos estaban
en posesión de la colonia que ellos llamaron Eritrea (recalcando sus lazos históricos con la
antigua Roma, al tomar el nombre latino del mar Rojo), y habían establecido un protectorado
sol)re parte de Somalia. En el curso de estos acontecimientos, se vieron implicados con el
antiquísimo v un tanto decrépito imperio cristiano de Etiopía. Al principio, el emperador
Menelik, ansioso de fortalecer su precaria situación en el trono, estuvo dispuesto a la
cooperación e hizo concesiones a los italianos; pero en 1893 denunció el tratado que había
firmado con ellos, Y una vez más el sentimiento nacional italiano pidió avance antes que
retirada. Con referencias patrióticas a las campañas de Garibaldi (tanto Crispi, el jefe del
gobierno, como el gobernador de Erítrea habían sido compañeros de armas de Garibaldi en
1860) y afirmando que habían “renovado en Africa el esplendor de las victorias de Garibaldi”
(11), el ejército italiano se comprometió cada vez más y, a principios de 1896, sufrió una
inesperada y humillante derrota a manos de los etíopes en Adua, dejando casi dos mil
prisioneros italianos en poder de Menelik.
El desastre de Adua no sólo llevó a la caída del gobierno de Crispi y a una prolongada
crisis política y social en Italia. También condujo a un breve rechazo de toda empresa
colonial y al deseo entre los nacionalistas italianos de borrar a largo plazo la vergüenza de la
catástrofe etíope. Así, una expedición colonial, relativamente anodina, se convirtió en un
poderoso mito nacionalista, de modo que Adua no fue olvidada y el sueño de venganza v de
volver a fundar un imperio italiano en Etiopía siguió vivo para contribuir al programa
ecléctico del fascismo italiano e inspirar el ataque de Mussolini contra Etiopía en 1935.
En el caso de Alemania, el deseo de un imperio colonial fue reflejo del profundo
sentimiento de inquietud e insatisfacción sobre el lugar que ocupaba Alemania en el mundo a
finales del siglo xix. Bismarck, aunque a veces había animado a los grupos de presión
colonialistas para sus propios fines internos o diplomáticos, estaba fundamentalmente
desinteresado en la expansión colonial. Su política seguía estando firmemente centrada en
Europa. "Aquí está Rusia, y aquí está Francia, y nosotros estamos en el medio. Ese es mi
mapa de Africa” (12), dijo una vez. No obstante, tras su destitución en marzo de 1890 por el
joven emperador Guillermo II, hubo muchas fuerzas en Alemania dispuestas a emprender una
política más aventurera. La Welpolitik (política mundial) se convirtió en una de las consignas
del nuevo -reinado, como la Realpolitik lo había sido en tiempos de Bismarck. Las colonias
obtenidas por Alemania en el sudoeste de Africa, Tankanika y el Pacífico nunca fueron muy
importantes o económicamente rentables; pero la posesión de colonias parecía a muchos
alemanes simbolizar que habían alcanzado el status de potencia mundial. Por esta razón, la
adquisición de colonias estuvo estrechamente ligada, en la mente de los alemanes, con la
construcción de una gran marina de guerra, punto de vista que fue asumido de todo corazón
por el propio kaiser. en 1894, leyó la importante obra -del pensador militar norteamericano
Alfred Thayer Mahan sobre la influencia del poder naval en la historia, publicada cuatro años
antes, y desde entonces, como muchos de sus contemporáneos, se convenció firmemente de la
abrumadora importancia que el poderío marítimo tenía para el desarrollo y éxito de las
naciones, tanto en tiempos de paz como de guerra.
La Weltpolitik significó para los alemanes de la década de 1890 el descubrimiento de una
nueva misión universal para Alemania, digna de su fuerza industrial, tecnológica, cultural y
militar. Fue un ideal que atrajo a los seguidores de clase media del Partido Liberal Nacional,
cuyos padres habían luchado por la unificación alemana y que estaban buscando nuevos
objetivos para su entusiasmo nacional; y fue un ideal por cuya popularización importantes
grupos de presión estuvieron dispuestos a desembolsar grandes sumas. Así, los fabricantes
del acero requerido para construir los buques para la nueva flota de guerra y los propietarios
de las minas que producían el carbón para alimentar sus calderas sufragaron la inundación de
folletos y propaganda de todo tipo que la Liga Naval puso en circulación para despertar el
apoyo popular a favor de la idea de una gran marina de guerra alemana. En 1897, el
almirantazgo alemán, a las órdenes del almirante Tirpitz, se embarcó en un ambicioso
programa naval y, tres años más tarde, acometió una nueva expansión naval. Las
consecuencias, tanto en el interior como en el exterior, fueron graves. El costo de los
armamentos navales tenía que ser sufragado principalmente mediante los préstamos que
solicitaba el gobierno, y mediante el aumento de contribuciones a cargo de los recursos
financieros disponibles en los estados del Imperio para fines locales. (Ni siquiera durante la
Primera Guerra Mundial quiso el gobierno alemán aumentar los impuestos directos, mientras
que la clase terrateniente prusiana volcó toda su influencia contra cualquier impuesto
importante que gravara la tierra o la herencia.) Por lo tanto, en 1914 el gobierno alemán se
enfrentaba a un cierto número de problemas financieros y fiscales no resueltos.
Al mismo tiempo, la construcción de una gran marina alemana despertó recelos entre los
británicas, ya que en Inglaterra se opinaba que el propósito de la flota alemana sólo podría ser
el de desafiar la supremacía naval británica, que la mayoría de los políticos británicos
consideraban como un elemento vital para la seguridad v prosperidad de Gran Bretaña.
Aunque Gran Bretaña y Alemania podían llegar a acuerdos sobre casos particulares, y, por
ejemplo, resolver su rivalidad específica en el Próximo Oriente, donde un acuerdo sobre el
propuesto ferrocarril de Constantinopla a Bagdad estaba ya dispuesto para la firma cuando
estalló la guerra en 1914, la desconfianza general que sentían entre sí, debido a la rivalidad
naval y a la carrera de armamentos, imposibilitó el reconocimiento de una identidad real de
intereses.
La construcción de la flota alemana y el apoyo que ésta recibió de muchos sectores de la
sociedad alemana, y no sólo de los poderosos con un interés económico directo en el
armamento naval, fije una manifestación más potente del imperialismo reinante que el
desarrollo real de los territorios coloniales que Alemania consiguió adquirir. A muchos
alemanes, ansiosos de encontrar un nuevo papel para su país v desilusionados al ver que las
colonias potenciales más apetecibles estuvieran ya casi todas ocupadas, les parecía, dado el
ejemplo de Gran Bretaña, que una marina poderosa era el único medio disponible para
proceder a un reajuste en el equilibrio de poder mundial en favor de los intereses de
Alemania. Así, según este punto de vista, la marina alemana no estaba destinada a la
consecución directa de colonias, sino que más bien había de ser un medio de desequilibrar la
balanza del poder en favor de Alemania y de quebrantar el predominio mundial de Gran
Bretaña. Estas ideas, más bien confusas, eran sostenidas de una forma cruda y simple por el
kaiser y Tirpitz; pero también fueron expuestas con mayor sutileza y profundidad por ciertos
publicistas e historiadores, tanto si escribían en términos de equilibrio de poder como si
soñaban con una esfera económica alemana en Europa Central, que se desarrollara junto a una
expansión de la influencia alemana fuera de Europa.

El incremento de las ambiciones coloniales e imperialistas de los principales Estados


significó que la diplomacia europea debía ocuparse a partir de entonces de una zona mucho
más extensa. Aunque Europa seguía siendo el centro del escenario internacional, el escenario
en sí era Mucho más grande. Y con la aparición de Estados Unidos y Japón como
importantes, potencias navales con crecientes intereses en el Pacífico, surgieron nuevos
factores que habrían de afectar profundamente al equilibrio mundial y ejercer una influencia
decisiva en la historia de las relaciones internacionales del siglo xx.
Los críticos del imperialismo de los años anteriores a 1914 predijeron que las rivalidades
coloniales v la pugna por nuevos mercados y campos de inversión llevarían inevitablemente a
la guerra. De hecho, cuando ésta estalló, se libró principalmente por intereses y fines
europeos, mientras que la esperanza de ganancias coloniales influyó tan sólo de forma
incidental. Sin embargo, el movimiento imperialista afectó directamente de tres maneras a las
relaciones entre los Estados europeos en los años anteriores a 1914, y contribuyó a la
atmósfera que hizo la guerra posible. En primer lugar, las alineaciones internacionales
creadas en torno a cuestiones coloniales chocaron a menudo con el esquema de relaciones
internacionales surgido en Europa durante los años posteriores a la Guerra franco-prusiana.
En segundo lugar, los acuerdos específicos sobre cuestiones coloniales particulares llevaron a
menudo a una entente más general, como fue el caso del arreglo de disputas coloniales entre
Gran Bretaña, Francia v Rusia. En tercer lugar, y quizás ésta fuera la más importante, las
rivalidades coloniales y la consiguiente carrera de armamentos (especialmente en el caso de
Gran Bretaña y Alemania) afectasen toda la vida internacional, estimulando doctrinas racistas
y dando apoyo, o al menos así parecía, a las toscas teorías evolucionistas que interpretaban las
relaciones entre estados en términos de la lucha por la supervivencia que, como entonces se
admitía ampliamente, gobernaba el mundo de la naturaleza.

De 1870 a 1890, el escenario internacional estuvo dominado por la política exterior


alemana, una política pensada para servir a fines puramente europeos. Con el logro de la
unificación alemana bajo la jefatura de Prusia, el propósito de la diplomacia de Bismarck fue
asegurarse de que Francia permaneciera aislada y fuera incapaz de planear un desquite bélico
para recobrar Alsacia-Lorena. Sí Alemania se veía envuelta en hostilidades con otra potencia
europea, siempre existía el peligro de que Francia se pusiera de parte del adversario. En
particular, si Austria-Hungría y Rusia chocaban como resultado de su rivalidad en los
Balcanes, y sí Alemania se veía obligada a alinearse junto a una de ellas, cabría la posibilidad
de que Francia se pasara al otro bando. En consecuencia, uno de los principales objetivos de
Bismarck fue evitar el tener que elegir entre Austria-Hungría y Rusia, y mantener, en el
sudeste de Europa, una situación estable que hiciera tal elección innecesaria.
Estos habían sido los móviles de la diplomacia de Bismarck antes y durante el Congreso de
Berlín de 1878. Le habían llevado a la firma de la Alianza Dual con Austria-Hungría en
1879, en parte porque, si Austria-Hungría era un aliado formal de Alemania, a ésta iba a serle
más fácil influir en su política exterior. Al mismo tiempo, Bismarck deseaba mantener
buenas relaciones con Rusia: primero, tratando de formar una Liga de los Tres Emperadores
de Alemania, Austria-Hungría y Rusia, ostensiblemente para demostrar la solidaridad
monárquica ante la amenaza de una revolución y luego, con ocasión de la crisis búlgara de
.1885-6, que demostró lo inestable que seguía la situación en los Balcanes, firmando
directamente un acuerdo secreto con Rusia en 1887 (más tarde conocido como «Tratado de
Reaseguro»), que al menos «mantendría abierta la línea con San Petersburgo», como rezaba la
expresión diplomática de entonces, y que en el caso de otra crisis balcánica daría tiempo para
entablar negociaciones antes de que Alemania se comprometiera con uno u otro mando.
Además, Bismarck había tratado de asegurar la estabilidad de Eutopa haciendo entrar a Italia
en la Triple Alianza con Alemania y Austria-Hungría en 1882, y estableciendo una alianza
con Rumania en 1883. En 1883 logró persuadir a Gran Bretaña para que ésta manifestara un
cauto interés en el mantenimiento del status quo en el Mediterráneo oriental mediante un
acuerdo con Austria-Hungría e Italia.
Muchos de estos acuerdos permanecieron parcial o totalmente secretos, y aunque en líneas
generales eran en su mayoría conocidos, siempre existía la sospecha de que había en ellos más
de lo que se veía, y fuese en forma de compromisos militares o bien en propuestas de reajustes
territoriales. Así, mientras el complejo sistema diplomático forjado por Bismarck sirvió de
momento para sus propósitos de mantener el equilibrio de Europa y la seguridad de Alemania.,
también dio a los radicales de todos los países nuevos motivos para atacar la diplomacia secreta
y un sistema internacional en el cual las cuestiones que implicaban la paz y la guerra, así como
el destino de millones de personas, eran arreglados a puerta cerrada y sin disensión pública.
Aunque el sistema de Bismarck logró temporalmente la estabilidad de Europa, también
contribuyó con sus métodos secretos al aumento de los recelos entre los gobiernos europeos.
La caída de Bismarck en 1890, resultado del antagonismo personal entre el anciano estadista
y el joven emperador Guillermo II, y del desacuerdo entre ambos sobre el modo de contener la
creciente fuerza del socialismo en Alemania, así como de las diferencias en materia de política
exterior, condujo a importantes cambios en la situación internacional. El Tratado de Reaseguro
con Rusia no fue renovado, pese a que los rusos estaban interesados en ello. A despecho de
todas las diferencias existentes entre el sistema político de la Tercera República y la autocracia
zarista, que entonces atravesaba una de las fases más represivas, Francia y Rusia se estaban
aproximando. Los rusos, con el inicio de su ferrocarril transiberiano, se habían embarcado en
una nueva etapa de su expansión en Asía y necesitaban seguridad en Europa. También
necesitaban capitales extranjeros para financiar éste v otros proyectos para la industrialización
y modernización de Rusia. En 1887, Bismarck, en parte quizás como resultado de su
característica falta de comprensión de los lazos existentes entre la economía y la diplomacia, y,
en parte, como resultado de su disgusto momentáneo con los rusos a causa de la recién
impuesta restricción a la posesión de tierras por extranjeros, que afectó a muchos alemanes
prominentes, había prohibido la flotación de préstamos a Rusia en la bolsa de Berlín. El
resultado fue que los rusos se volvieron hacia Francia, de modo que en los años siguientes
muchos miles de millones de francos fueron invertidos por franceses en obligaciones rusas, en
gran parte por inversionistas modestos, quienes, por ese motivo, adquirieron un interés directo
en la marcha de las relaciones franco-rusas y en la estabilidad interna de Rusia (más tarde,
factor importante en la actitud de los franceses hacia la Revolución Bolchevique),
Por lo tanto, había un terreno abonado para unas relaciones más estrechas entre Rusia y
Francia, especialmente si se tiene en cuenta que éstas habían de dar a' Francia tina sensación de
seguridad al sugerir a Alemania la amenaza de una guerra en dos frentes, algo que Alemania
estaba dispuesta a evitar a todo trance. En 1890 y 1891, se intercambiaron cortesías entre los
dos países, y lo que más llamó la atención del público fue el saludo del zar mientras era
interpretada «La Marsellesa», con todas sus reminiscencias revolucionarias, durante una visita
de la flota francesa a Rusia. En agosto de 1891, hubo correspondencia secreta entre los dos
gobiernos para tratar vagamente de una acción común en caso de guerra, y un año más tarde
hubo un acuerdo militar, ratificado a fines de 1893. Con la alianza franco-rusa, aparentemente
enfrentada a la Triple Alianza de Alemania, Austria-Hungría e Italia, se desvanecían muchas de
las ventajas que la diplomacia de Bismarck había conseguido para Alemania.

En efecto, el predominante interés de las potencias europeas, durante la década de 1890, en


la expansión imperialista hizo que la atención de sus gobiernos se centrase en los
acontecimientos de ultramar, y que los problemas europeos parecieran. temporalmente menos
importantes. Las ambiciones de Alemania por convertirse en una potencia mundial eran
contrarias a los principios de la política exterior bismarckiana, que siempre se habían orientado
a fines identificables y objetivos limitados, mientras que, bajo Guillermo 11, los objetivos eran
a menudo tan vagos e inciertos como grandiosos y ambiciosos. La expansión ultramarina llevó
a todas las potencias europeas a una competencia más directa con Gran Bretaña que cuando
habían estado implicadas tan sólo en cuestiones europeas. Francia y Gran Bretaña eran rivales
en Africa y Siam. Rusia parecía desafiar el predominio británico en Extremo Oriente. Para
Alemania, que miraba a su alrededor en busca de «un lugar bajo el sol» en el campo colonial,
Gran Bretaña parecía cerrarle el paso a la expansión en todas las partes del mundo.

Un gran desafío a la posición de Gran Bretaña en Extremo Oriente se produjo cuando


Francia, Alemania y Rusia, en una alineación que rompía con la naturaleza de las alianzas en
Europa, se coaligaron para intervenir en nombre de la preservación de la integridad de China al
finalizar la guerra chino-japonesa, con lo que dieron a la cuestión china una dimensión
internacional y pusieron fin a la posición rectora de Gran Bretaña en esta zona. En este caso,
los franceses, tras algunas vacilaciones, se mostraron dispuestos a colaborar con los alemanes a
pesar de todos los perjuicios que sentían contra ellos, tanto porque esperaban fomentar sus
propios intereses en China, como porque deseaban complacer a sus nuevos aliados, los rusos.
Ciertamente, cuando surgía la ocasión de una acción conjunta en el escenario colonial para
salvaguardar la posición europea contra amenazas locales, las potencias olvidaban de momento
sus diferencias. Cuando la sublevación de los boxers (un movimiento nacionalista dirigido
contra la influencia de los europeos en China) amenazó, en 1900, con provocar la expulsión de
los extranjeros, todas las potencias europeas (así como Japón) contribuyeron con sus fuerzas
armadas a aplastarla, y los franceses incluso permitieron que sus tropas actuasen bajo el mando
de un general alemán.

La intervención de las potencias para limitar las ganancias japonesas después de la derrota
de China en 1895 fue seguida por una tentativa de asegurarse zonas de influencia en China, en
las cuales su comercio gozara de un trato preferencial, y adquirir bases en la costa para
respaldar sus reclamaciones; así, después de que los alemanes se hubieran apoderado de Kiao-
chow y los rusos hubieran obtenido a su vez Port Arthur, el gobierno británico se sintió
obligado a apoderarse de Wei Hai-wei (un puerto que el almirantazgo alemán ya había
considerado y rechazado) como «consuelo cartográfico», para emplear la expresión de lord
Salisbury.

Los británicos ya no gozaban, pues, de una posición incontestable en China. Ahora otras
potencias europeas tenían allí la oportunidad de comerciar y de obtener ganancias
territoriales, y podían disfrutar de las ventajas que los británicos habían obtenido hacía algunas
décadas en cuanto a exención de las leyes chinas ordinarias y al derecho a ser juzgados sólo por
tribunales especiales, trato desigual que provocó gran indignación entre los chinos. Sin
embargo, los británicos vieron la mayor amenaza a su posición en la extensión de la influencia
rusa en el norte de China, y a finales de 1897 se esforzaron en conseguir un apoyo diplomático
local contra Rusia al fracasar sus intentos de llegar a un acuerdo con ella. Su primera idea,
cuando quedó claro que no era posible ningún entendimiento directo con Rusia, fue llegar a un
acuerdo con Alemania, que por entonces no era un rival peligroso para Gran Bretaña en el
campo colonial, ya que su carrera naval no había hecho más que comenzar v aún habrían de
pasar cinco años antes de que el almirantazgo británico empezara a inquietarse por ella. En
fecha tan reciente como 1890, los británicos habían concluido un acuerdo amistoso con
Alemania por el cual Gran Bretaña le cedía la pequeña isla de Heligoland, en el mar del Norte,
a cambio de la rica isla de Zanzíbar, frente a la costa de Africa Oriental. Aunque hubo
momentos de malestar, como por ejemplo cuando los alemanes mostraron su simpatía por los
boers de Africa del Sur, no destacaron problemas mayores entre ambos países ni tampoco había
razón alguna, así al menos lo entendía el gobierno británico, para que ambos países dejaran de
colaborar en Extremo Oriente.
Había, sin embargo, otros motivos que indujeron a algunos estadistas británicos, especialmente
a Joseph Chamberlain, a ver en Alemania un «aliado natural» de Gran Bretaña. En efecto, en
unos momentos en que la red de alianzas entre las potencias europeas había quedado
fuertemente tejida, algunos dirigentes británicos vieron en el aislamiento de su país un peligro
para la posición mundial de Gran Bretaña. Chamberlain estaba convencido, como señaló en un
discurso pronunciado en 1899, de que (13)
En el fondo el carácter... de la raza teutónica difiero muy poco del de la anglosajona... Nuestro sistema de
justicia, nuestra literatura, la propia base y fundamento sobre el cual se asienta nuestro idioma son los mismos en
los dos países, y si la unión entre Inglaterra y América es un poderoso factor para la causa de la paz, una nueva
Triple Alianza entre la raza teutónica y las dos grandes ramas de la raza anglosajona ejercería una influencia
todavía más poderosa en el futuro del mundo.

Por erróneas que sean las premisas de tal argumentación, sus elevados tonos racistas fueron
comunes a muchos imperialistas británicos. Quizás merezca la pena observar, por ejemplo, que
Cecil Rhodes, que amasó una fortuna en Africa del Sur, llegó a ser primer ministro de la
colonia de El Cabo y fue el promotor de la expansión británica en el país que ahora lleva su
nombre (Rhodesia), cuando dotó con sus famosas becas en la Universidad de Oxford, lo hizo
pensando en los estudiantes alemanes tanto como en los norteamericanos y en los ciudadanos
blancos de las colonias británicas.
Aunque el kaiser, cuya actitud hacia Inglaterra y hacía sus propios familiares ingleses (era
nieto de la reina Victoria) oscilaba entre la amistad sentimental y la celosa hostilidad, era
partidario de una alianza con Gran Bretaña, sus ministros y los funcionarios permanentes del
Ministerio de Asuntos Exteriores alemán no se dieron prisa alguna. No estaban particularmente
interesados en ayudar a Gran Bretaña en sus dificultades en Extremo Oriente, a menos que a
cambio los británicos estuvieran dispuestos a cooperar en Europa, bien adhiriéndose a la Triple
Alianza o, como mínimo, prometiendo una neutralidad benévola en caso de una (guerra de
Alemania y Austria-Hungría contra Rusia y Francia. Creían que el tiempo estaba de su parte y
que la rivalidad de Gran Bretaña con Francia y Rusia en el campo colonias forzaría finalmente
a Gran Bretaña a una alianza bajo las condiciones alemanas. En consecuencia, las tentativas
hechas en 1898 y de nuevo en 1901 para negociar una alianza angloalemana no dieron ningún
resultado, pues los alemanes deseaban un compromiso general que los británicos no estaban
dispuestos a conceder, y los británicos esperaban apoyo local en Extremo Oriente, algo que los
alemanes pensaban que les enfrentaría innecesariamente con los rusos y les obligaría, como
nunca se cansaban de repetir, a «sacarle las castañas del fuego» a Inglaterra. Al final, los
británicos encontraron lo que querían mediante una alianza con Japón, que firmaron a
principios de 1902 y que, al menos así lo parecía por aquel entonces, carecía de aplicaciones
para Gran Bretaña fuera del Extremo Oriente.

El fracaso en la consecución de una alianza anglogermana a principios del siglo xx ha sido


considerado por algunos historiadores, especialmente en Alemania, como una oportunidad
desastrosamente perdida que pudo haber impedido la Primera Guerra Mundial. En la práctica,
sin embargo, las negociaciones abortadas tenían pocas posibilidades de éxito, puesto que los
británicos estaban más atentos a sus intereses mundiales que a su involucración en Europa, en
tanto que los alemanes confiaban en que su táctica de esperar hasta que la posición
internacional de Gran Bretaña se debilitara todavía más, les reportaría una alianza inglesa en las
condiciones que ellos impusieran. Las negociaciones internacionales más afortunadas son las
que tratan de puntos detallados y específicos. Pero, en aquella época, entre Gran Bretaña y
Alemania no existían puntos específicos en disputa y, por lo tanto, nada en lo que basar un
acuerdo detallado y limitado. En los años posteriores a 1901 cuando el programa naval alemán
estaba plenamente en marcha, hubo un punto específico del que tratar: la cuestión del desarme
naval. Pero en este punto ninguna de las partes estaba dispuesta a hacer concesiones
importantes a la otra. Mientras los británicos deseaban un apoyo limitado fuera de Europa para
proteger sus intereses imperiales, los alemanes deseaban un compromiso británico en Europa
que garantizara la seguridad alemana mientras llevaban adelante sus vagos planes de
Weltpolitik, por lo que difícilmente cabía llegar a ningún acuerdo.
Hasta qué punto los acuerdos específicos sobre diferencias coloniales podían llevar a una
cooperación más general dentro de Europa es un problema que queda ilustrado por la Entende
Cordiale entre Gran Bretaña y Francia en 1904 y por el acuerdo anglo-ruso de 1907. La crisis
de Fashoda en 1898 había demostrado que los franceses no eran lo suficientemente fuertes
como para desafiar la posición de Gran Bretaña en Africa, sí los británicos estaban decididos a
mantenerla. Además, la crisis había demostrado también que Rusia, el aliado de Francia, no
deseaba dar a ésta ninguna ayuda inmediata y efectiva fuera de Europa. El acuerdo sobre las
fronteras del Sudán, que dio término a la crisis, significó que los franceses tenían que
abandonar toda esperanza de amenazar la posición británica en Egipto presionando desde el
Alto Nilo. Sin embargo, aún tenían considerable influencia en el propio Egipto, ya que cada
una de las principales potencias europeas tenía un voto en la Caisse de 1a Dette, que había sido
establecida en la época de ocupación de Egipto para regular las finanzas egipcias en interés de
],os inversionistas europeos. Cualquier cambio importante en la organización económica de
Egipto necesitaba el acuerdo de las potencias representadas en la Caisse, y en particular el de
Francia. En 1902 lord Cromer, representante británico en Egipto, se mostró dispuesto a
emprender un plan de reformas financieras de largo alcance, y esto significaba que más tarde o
más temprano habrían de celebrarse negociaciones con Francia.
Al mismo tiempo, resultó que el grupo de presión de los colonialistas franceses, que mantenían
estrechas relaciones con Delcassé, ministro de Asuntos Exteriores, ansiaba redondear el
imperio norteafricano de Francia con la adquisición de Marruecos, un plan que requería el
consentimiento de Gran Bretaña, que tenía intereses comerciales y, lo que todavía era más
importante, estratégicos en ese país, debido a la posición que ocupaba a la entrada del
Mediterráneo. Con arreglo a estos supuestos, se iniciaron en 1903 negociaciones entre Gran
Bretaña v Francia. Tras meses de intrincadas discusiones (modelo de negociación diplomática
que puede ser seguido en detalle en los volúmenes publicados con los documentos británicos y
franceses sobre política exterior) se llegó finalmente a un acuerdo en abril de 1904, por medio
de un tratado que daba a Gran Bretaña mano libre en Egipto, prometía apoyo británico para una
acción francesa en Marruecos y aclaraba cierto número de puntos conflictivos, como la
cuestión de los derechos de pesca en la costa de Terranova y las respectivas esferas de
influencia en Asia.

En apariencia, se trataba sencillamente de un amplio arreglo de disputas coloniales, realizado


en una nueva atmósfera de cordialidad, de la que la famosa visita del rey Eduardo VII a París
en 1903 fue más bien el símbolo que la causa; y cabe preguntarse si alguno de los dos
gobiernos albergaba otras intenciones que las acordadas. Sin embargo, pronto se puso de
manifiesto que la Entente Cordiale repercutía en las relaciones entre las potencias europeas en
general, y no sólo en la esfera de la política imperialista de Gran Bretaña y de Francia. En
marzo de 1905, el gobierno alemán precipitó una crisis cuando el kaiser desembarcó en el
puerto marroquí de Tánger y declaró que Alemania salvaguardaría sus intereses en Marruecos y
que reconocía al sultán como soberano independiente. Esta tentativa de afirmar los intereses
alemanes en uno de los pocos territorios africanos aprovechables que aún seguían siendo
independientes, y de romper la solidaridad de la reciente Entente anglofrancesa, fracasó
rotundamente.

Aunque los alemanes lograron provocar una situación crítica por la cual la guerra entre
Francia y Alemania pareció una vez más posible y aunque el gobierno francés se sintió lo
suficientemente alarmado como para forzar la dimisión de Delcassé, al que se achacaba la
responsabilidad de la crisis, de hecho el resultado fue una colaboración más estrecha entre
Francia y Gran Bretaña, tanto antes como durante la conferencia sobre la cuestión marroquí que
se celebró en Algeciras en 1906. En la conferencia fue Alemania, y no Francia, la que se vio
aislada, y Austria1-Iiingría fue la única potencia que apoyó las propuestas alemanas para una
reforma en Marruecos y la supervisión de la administración marroquí, mientras que, y esto
todavía es más importante, en los meses anteriores hubo conversaciones de tanteo, sin ningún
carácter oficial y sin compromiso alguno, entre los estados mayores británico y francés sobre
las medidas conjuntas a tomar en la eventualidad de una guerra con Alemania. Al cabo de dos
años de la firma del acuerdo anglofrancés, quedó claro que el nuevo gobierno liberal de Gran
Bretaña estaba tan ansioso por colaborar con los franceses como sus predecesores del Partido
Conservador que habían negociado el acuerdo, y que la firma de lo que había parecido un
tratado limitado referente tan sólo a cuestiones coloniales, de hecho tenía una significación más
profunda para las relaciones mutuas entre las potencias europeas y para el equilibrio de poder
en Europa.

La nueva amistad entre Francia y Gran Bretaña fue puesta a prueba durante 1904 y 1905 por
la guerra entre Rusia, aliada de Francia, y Japón, aliado de Gran Bretaña. Los alemanes
aprovecharon la ocasión para adelantar propuestas para formar una liga continental integrada
por Alemania, Francia y Rusia, y dirigida contra Gran Bretaña. Tampoco entonces condujeron
a nada las tentativas alemanas para separar a Francia de Gran Bretaña, puesto que partían de la
creencia sostenida por el Ministerio alemán de Asuntos Exteriores de que la Entente no podía
ser en realidad algo serio. El fracaso se debió en buena parte a que Delcassé se había
comprometido a colaborar con Gran Bretaña. Fue también su mediación la que contribuyó a
resolver una grave crisis entre Inglaterra y Rusia cuando la flota rusa, al comenzar su viaje
alrededor del mundo que acabó en una derrota total frente a los japoneses, disparó sobre
algunos buques pesquemos británicos en la zona del Dogger Bank, en el mar del Norte,
tomándolos, al parecer, erróneamente por submarinos japoneses.
En 1906, por lo tanto, la Entente entre Gran Bretaña y Francia se vio fortalecida más que
debilitada, básicamente porque después del arreglo de sus principales disputas coloniales cada
uno empezó a preocuparse más por la situación en Europa. La crisis marroquí de 1905-6 no
sólo reveló el aislamiento diplomático de Alemania, sino que también reavivó la idea de que
era probable una guerra entre Francia v Alemania. En caso de que estallase tal guerra se
lucharía en Europa y en torno a objetivos europeos más que imperialistas. (En verdad, la crisis
de Marruecos fue seguida por un período durante el cual las empresas mineras francesas y
alemanas colaboraron, animadas por sus respectivos gobiernos, en los intentos de prospección y
explotación de los recursos de Marruecos.) Por aquel entonces, los británicos empezaban a
considerar el programa naval alemán como una grave amenaza, y en 1903 el gobierno decidió
construir una base naval en Rosyth (Escocia) para contrarrestar la creación de la flota alemana
del mar del Norte, y el temor al establecimiento de una base alemana en la costa atlántica de
Marruecos explica en buena medida el hecho de que los británicos apoyaron de todo corazón a
Francia en 1905 y 1906. Aunque en Gran Bretaña eran muchos los que no creían que Alemania
supusiera un peligro real para la posición de Gran Bretaña en el mundo; otros, entre ellos,
algunos miembros del gobierno liberal y algunos antiguos funcionarios del Foreign Office,
empezaban a opinar lo contrarío y, en consecuencia, sostenían que debían mantenerse los
estrechos lazos con Francia.
La derrota de Rusia frente a Japón tuvo también el efecto de desalentar a Rusia en sus planes
de expansión en el Extremo Oriente, así como de despejar la inmediata amenaza rusa a los
intereses británicos en China. Dadas estas circunstancias, parecía razonable que Gran Bretaña
y Rusia trataran de llegar a un arreglo sobre los principales problemas derivados de su rivalidad
imperialista en Asia. Ahora bien, este acuerdo, que los franceses no dejaron de estimular, tardó
mucho tiempo en negociarse. El gobierno liberal británico estaba preocupado por la
inestabilidad del sistema ruso, que la revolución de 1905 había puesto de manifiesto, y muchos
de sus partidarios radícales se oponían tenazmente a cualquier acuerdo con el gobierno zarista
que pudiera mejorar su imagen y credibilidad en el extranjero y contribuir a su fortalecimiento
interno. Los militares de ambos lados instaban a los civiles para que no hicieran concesiones,
dado que tanto el gobierno de la India como el estado mayor ruso estaban preocupados por la
posibilidad de perder influencia en Persia, una de las principales zonas en litigio. Sin embargo,
el acuerdo fue firmado finalmente en abril de 1907. Establecía la neutralización del Tíbet y la
retirada de la misión militar británica que había allí, mientras que los rusos reconocían la
pertenencia de Afganistán a la esfera británica. Persia fue mantenido como Estado
independiente, pero quedó dividido en zonas de influencia rusa y británica con una zona neutral
en medio.
Si bien Rusia no abandonó su interés por el Asia Central ni su intención de mejorar su
posición en Persia, el acuerdo de 1907 suprimió algunas de las causas inmediatas de fricción
con Gran Bretaña. También mantuvo a los rusos en la esperanza de que Gran Bretaña no se
opondría a sus propósitos en Europa en una época en la que, al buscar ventajas que
compensaran la humillante derrota en Extremo Oriente, el gobierno ruso había reavivado sus
ambiciones en los Balcanes y sus esperanzas de controlar la salida del mar Negro a través del
Bósforo y los Dardanelos. Aunque las relaciones de Gran Bretaña con Rusia nunca fueron tan
estrechas como con Francia, el final de la vieja hostilidad entre ambos países puede
considerarse como otro ejemplo más de cómo los acuerdos en la esfera imperial reflejaban la
creciente preocupación de las grandes potencias por los asuntos de Europa. Los alemanes
sospechaban, equivocadamente, un plan deliberado de Gran Bretaña para rodear y aislar a su
país, y nadie podía escapar a la sensación de que Europa se estaba dividiendo en dos campos
armados. Cuando había alcanzado la cima de su influencia en el mundo, las fuerzas
desintegradoras en su seno conducían a lo que algunos historiadores han considerado como el
primer round de una desastrosa guerra civil europea.

Los críticos del imperialismo que prevalecían a finales del siglo xix lanzaban sus ataques
desde diversos ángulos: los humanitarios se sentían ultrajados por la explotación de los
africanos en el Congo Belga, por la brutalidad con la que los alemanes reprimieron la rebelión
en Africa del Sudoeste en 1904, o por los «métodos de barbarie», como los llamó un destacado
estadista británico del Partido Liberal, que los británicos emplearon para combatir las guerrillas
en la Guerra del Transvaal, encerrando a los granjeros del veld en «campos de concentración»,
un concepto que habría de adquirir aplicaciones todavía más siniestras en el siglo xx.
Una crítica teórica más profunda del imperialismo v de sus efectos sobre la sociedad en su
conjunto fue desarrollada por escritores ansiosos de sacar a la luz los lazos existentes entre la
expansión imperialista y la estructura social y económica interna de los Estados europeos.
Entre éstos destacaron dos pensadores socialistas, el economista austríaco Rudolf Hilferding y
Rosa Luxemburg, quien, como ya hemos visto, fue, en los primeros años del siglo xx, una
figura importante e influyente de la izquierda del Partido Socialdemócrata alemán. Ambos
pensaban al igual que J. A. Hobson, y como Lenin había de repetir en su opúsculo de 1916,
sobre el imperialismo, que el imperialismo era un producto inevitable de las presiones
económicas del capitalismo y de su necesidad de hallar nuevas salidas para la inversión de
capitales; pero también sugirieron que la violencia y la injusticia inherentes al dominio colonial
hacían anticuada la ideóloga liberal de los defensores del libre comercio de tina generación
anterior, de modo que el imperialismo no se reducía únicamente al movimiento de expansión
ultramarina, sino que más bien se trataba de un fenómeno que lo penetraba todo y que afectaba
a casi todos los sectores de la sociedad.
El imperialismo del período 1880-1914 fue un aspecto de una revolución que estaba
impugnando las ideas de una generación anterior. Lo mismo que las virtudes del libre
comercio estaban siendo cuestionadas y la necesidad de la intervención estatal en muchos
campos empezaba a ser aceptada, también las relaciones entre los Estados y los móviles de sus
políticas se basaban ahora en nuevos supuestos sobre la naturaleza del hombre y la sociedad,
supuestos que afectaban a la política interna de muchos Estados, tanto como a sus relaciones
exteriores. Aunque es posible referirse a cada acto específico de imperialismo en términos
concretos (expectativas económicas, prestigio nacional, necesidades estratégicas), cierto
número de supuestos generales subyacen en todo el movimiento imperialista. Estos incluían la
creencia en un destino nacional y la a menudo genuina, y otras veces hipócrita, creencia en el
deber de los pueblos adelantados de llevar la civilización y la buena administración a los países
atrasados, de sobrellevar, según el más famoso de los lemas imperialistas británicos, «la carga
del hombre blanco»*.
* El poema de Rudyard Kipling La carga del hombre blanco (The Five Nations, Londres, 1903, p. 79) es una
exhortación a los norteamericanos para que acepten sus responsabilidades imperiales. Sus primeros versos dicen:
Toma la carga del hombre blanco
envía por delante a los mejores que criaste.
Obliga a tus hijos al exilio,
para que sirvan a las necesidades de tus cautivos;
espera con todos tus arreos,
tus aturdidos y salvajes pueblos,
tus recién capturados pueblos hoscos,
medio demonios y medio niños.
Merece la pena observar que el tono general del poema es pesimista: el funcionario colonial está allí «para
procurar el beneficio de otro y trabajar por las ganancias de otro», y su premio es «la reprobación de aquellos a los
que mejora, el odio de aquellos a los que guarda».

Sin embargo, las ideas más profundas que inspiraron el concepto de imperialismo fueron las de
aquellos que pueden ser clasificados como «socialdarwinistas». Estos concebían las relaciones
entre Estados como una lucha perpetua por la supervivencia en la que algunas razas eran
consideradas como «superiores» a otras, debido a un proceso evolutivo en el cual los más
fuertes siempre acababan por imponerse.

Charles Darwin, el científico inglés cuyos libros El origen de las especies, publicado en
1859, y La ascendencia del hombre, de 1871, provocaron controversias que afectaron a muchas
ramas del pensamiento europeo, no prestó mucha atención a cualesquiera aplicaciones sociales
que sus ideas pudieran tener, y sus observaciones sobre el lugar de la guerra en la sociedad, por
ejemplo, son a menudo contradictorias. Al desarrollar su teoría de la selección natural, se
ocupó primordialmente en demostrar que, en el mundo natural, una especie evolucionaba a
partir de otra y a menudo reemplazaba a otra en un continuo proceso de evolución, refutando
así la doctrina de que todo en el mundo, tal como ahora existe, procede de un único acto
simultáneo de creación. Sus puntos de vista tuvieron, por supuesto, una enorme influencia en
las ciencias naturales, especialmente en biología, aunque también desempeñaron un papel
crucial en la confrontación entre ciencia y religión que estremeció las conciencias de muchos
intelectuales a mediados del siglo xix, sobre todo en los países protestantes, donde la creencia
en la validez de la decisión individual y en el derecho de cada conciencia a escoger libremente
por sí misma coexistía con la creencia en una literal inspiración divina de las escrituras.
Hacia la década de 1890, este conflicto empezó a remitir, pues los métodos y conclusiones de
las ciencias naturales estaban siendo ampliamente aceptados y las doctrinas teológicas se
adaptaron con el fin de dejar al menos algún lugar a las verdades establecidas por la ciencia.
Las ideas de Darwin, sin embargo, y de algunos de sus contemporáneos como el filósofo inglés
Herbert Spencer, quien fue, al parecer, el primero que utilizó la frase «supervivencia de los más
aptos», fueron rápidamente aplicadas a cuestiones muy distantes de los problemas
exclusivamente científicos que habían preocupado a Darwin. Como en el caso de Marx, las
versiones popularizadas de las enseñanzas de Darwin inspiraron muchas ideas que el autor
quizá no habría aprobado, y propagaron otras que no se encontraban en el original, por lo
menos en la cruda forma en que, más tarde, serían propagadas. El elemento del darwinismo
que pareció más aplicable al desarrollo de la sociedad fue la idea de que el exceso de población
con relación a los medios de subsistencia obligaba a una lucha constante por la supervivencia,
en la cual vencían los más fuertes o los más «aptos». A partir de aquí, a algunos pensadores
sociales les resultó fácil dar un contenido moral a la noción de «aptitud», de modo que las
especies o razas que sobrevivían eran aquellas que tenían un derecho moral a ello.

La doctrina de la selección natural pudo, por lo tanto, ser fácilmente asociada con otra
línea de pensamiento: la desarrollada por el escritor francés Joseph-Arthur Gobineau, quien
publicó, en 1853, el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas. Gobineau recalcó que
el factor más importante en el desarrollo era la raza, y que aquellas razas que mantenían su
superioridad eran las que también mantenían intacta su pureza racial. De ellas, según
Gobineau, la raza aria era la que mejor había sobrevivido; pero se mostraba muy pesimista con
respecto al futuro y opinaba que la pureza racial era imposible de conservar en el siglo xix, y
que, en consecuencia, intenso para los arios se cernía una perspectiva de decadencia. La
extensa y sombría obra de Gobineau, con su apariencia de obra seria de ciencia etnográfica,
tuvo más influencia en Alemania que en Francia. Sus teorías fueron aceptadas, primero, por el
gran compositor Richard Wagner y su círculo, v tras la muerte de Wagner, en 1883, por su
viuda y amigos. Pero en realidad fue su yerno y admirador, Houston Stewart Chamberlain, de
origen inglés, quien contribuyó a llevar estas ideas un paso más adelante con su libro Los
fundamentos del siglo XX, escrito en alemán y publicado en 1899.
Este libro inmenso, pomposo y reiterativo, que hoy, en día parece casi ilegible, tuvo un
considerable éxito en Alemania durante un largo período, y el propio Hitler admiró al autor
hasta el punto de visitarlo en su lecho de muerte en 1927. Con una acumulación de detalles
históricos, teológicos y etnográficos, H. S. Chamberlain consideró que el desarrollo humano se
hallaba dominado por la necesidad de preservar el carácter esencial de cada raza. Las razas que
habían sobrevivido eran aquellas que habían logrado mantener este carácter, como la raza
germánica v los judíos. (No resulta fácil afirmar qué es lo que entendía por germánico; a veces,
Chamberlain es lo bastante realista como para ver de cuán diferentes estirpes descendían los
alemanes del siglo xix y se refiere a ellos como eslavo-celta-germánicos; a menudo parece
referirse tan sólo a los noreuropeos en general. Uno de los temas de su obra es el contraste y
conflicto entre estos dos pueblos, y por esta razón elaboró una demostración acrisolada de que
jesús no era judío. El mensaje del libro era la necesidad de conservar intactos los valores
germánicos en una época en la que los europeos se estaban esparciendo por el mundo, va que
sólo la sangre germánica había hecho de Europa una unidad orgánica y ésta se hallaba ahora
amenazada de disolución por varias causas. Para H. S. Chamberlaín, la doctrina de una raza de
amos que había desarrollado sus cualidades en la lucha por la existencia y que las mejoró a lo
largo de un proceso de selección natural, va unida a la creencia de que tal raza de amos posee
una misión específica. En un momento en que los alemanes buscaban una nueva misión en el
mundo y una nueva causa nacional que proporcionara a la generación joven la misma
inspiración que la lucha por la unificación nacional había dado a sus padres, es fácil
comprender cómo las doctrinas de superioridad racial pudieron reforzar las creencias
seudodarwinianas acerca de la necesidad que tenía Alemania de «un lugar bajo el sol».
Aunque las teorías raciales tuvieran una mayor aceptación en Alemania, no representaron un
factor desdeñable en los demás países. «¿Qué es el Imperio, sino el predominio de la raza?» (14),
se preguntó en 1900 lord Rosebery (ex primer ministro británico); y ya hemos visto cómo
Joseph Chamberlain (que no guardaba relación alguna con H. S. Chamberlain) y Cecil Rhodes
soñaron con una alianza de las superiores razas anglosajonas, y desearon algún tipo de
asociación con Alemania, en el supuesto de que existía cierta afinidad racial entre teutones y
anglosajones. Y lord Milner, entre otros destacados imperialistas británicos, no fue el único en
creer que «más fuerte, más primordial que... los lazos materiales es el vínculo consanguíneo, el
lenguaje, la historia y las tradiciones comunes» (15). La creencia de que las razas blancas eran
superiores a las negras o amarillas, aunque no fuera expresada con un ropaje teórico, fue un
supuesto básico del imperialismo. Pese a que algunas de las potencias imperialistas creyeron
que con el tiempo los pueblos sometidos podrían ser educados y elevados al nivel de sus
dominadores, en el terreno de los hechos esta creencia sólo fue aplicada a una elite muy
pequeña, y aun entonces (como en el caso de los británicos en la India) con considerables
reservas ' tanto sociales como prácticas. En resumidas cuentas, bajo toda actividad imperialista,
independientemente de la forma concreta que adoptara y cualesquiera que fuesen sus causas
inmediatas, subyacía una creencia en la inevitabilidad de una lucha por la supervivencia entre
las potencias, de un conflicto entre naciones vivas y naciones moribundas; y en esta lucha el
llamamiento a la creencia en la supervivencia natural de una raza en particular a menudo
desempeñaba un importante papel.
Hubo, sin embargo, un lado negativo y un lado positivo en las teorías racistas y
seudoevolucionistas del imperialismo. Junto a la enorme autoconfianza de los pueblos europeos
que se dedicaban a repartiese el mundo entre sí y a imponer su voluntad sobre las razas
sometidas, existía una creciente inquietud ante una posible amenaza a la posición de las razas
dominantes, y no sólo por parte de otros Estados europeos, considerados como iguales, sino por
pueblos, de dentro o de fuera de sus propias fronteras, a los que se consideraba inferiores. A
este respecto, reviste interés el hecho de que tantos escritores de la década de 1890 empezaran a
temer lo que se denominó «el peligro amarillo» (expresión adoptada entusiásticamente por el
kaiser alemán, que tenía el don de reflejar y expresar lo que muchos de sus súbditos pensaban).
El temor a que los chinos, que constituían una importante comunidad mercantil en todo el
sudeste asiático (y a veces eran significativamente llamados por los europeos «los judíos de
Asia») pudieran competir con éxito con el comercio europeo, se unió, tras la resonante derrota
de Rusia frente a Japón en la guerra de 1904-5, a la angustia de pensar en lo que ocurriría si los
pueblos de Oriente llegaban a ser tan eficientes, industrial y militarmente, como las naciones
occidentales. De momento, en los años anteriores a 1914, estos temores, aunque ampliamente
expresados, no eran aún muy graves, si bien conforme fue avanzando el siglo la amenaza
comercial y militar a la posición europea en Asia se convertiría en realidad. Y resulta
significativo que los mismos supuestos ideológicos que dieron al movimiento imperialista su
fuerza -la creencia en la desigualdad de las razas y en la lucha por la supervivencia- pudieran
llevar también a las gentes a cuestionar su propia posición, a expresar graves dudas sobre su
propio futuro y a pronosticar «La decadencia de Occidente» (título de un famoso libro de
Oswald Spengler, que fue publicado en 1918).

Esta asociación de ideas racistas con un temor neurótico a un pueblo extraño, destaca con
especial claridad en el desarrollo de] antisemitismo, que ya era un fenómeno notable en las dos
últimas décadas del siglo xix, aunque no alcanzó su horrible culminación hasta el intento
alemán de exterminar a los judíos europeos durante la Segunda Guerra Mundial. Desde la
Revolución Francesa, la mayoría de los países de Europa habían abolido los impedimentos y
desigualdades legales que las comunidades judías habían sufrido desde la Edad Media, v los
judíos estaban, legalmente, en pie de igualdad con los demás ciudadanos, en la medida en que
tenían derecho a votar, a presentarse como candidatos en las elecciones, a desplazarse
libremente y a ejercer cualquier profesión. Solamente en Rusia casi todos los judíos seguían
obligados a vivir en ciertos distritos y estaban sometidos a dificultades administrativas cada vez
mayores, no menores, en cuestiones tales como su derecho a elegir una profesión. Sin embargo,
la emancipación de los judíos trajo sus propios problemas. Aunque muchos de ellos ansiaban la
asimilación a las sociedades en las que vivían, estando incluso dispuestos, sí era preciso, a
convertirse al cristianismo, y aunque, como los miembros de otros credos religiosos, se vieran
afectados por las ideas del libre pensamiento científico, en su mayor parte seguían
perteneciendo a una comunidad separada, claramente identificable, con su religión, costumbres
y, en muchos casos, lenguaje propios (los judíos empleaban el hebreo para las ceremonias
religiosas; pero la mayoría de los judíos en Europa Oriental hablaban yiddish, un dialecto del
alemán).

Para los judíos, la dificultad consistía en cómo lograr que sus recién concedidos derechos
civiles se hicieran realidad y en cómo vencer prejuicios seculares que habían intensificado su
separación de sus conciudadanos v que en el siglo xix estaba cobrando nuevas formas.
Mientras persistía la antigua hostilidad cristiana hacia los judíos, como pueblo responsable de
la crucifixión de Jesús, entre algunos católicos, particularmente los jesuitas, y en la Iglesia
ortodoxa rusa se inventaron, además, contra ellos nuevos agravios que surgían de las
circunstancias de la sociedad industrial v de la misma libertad de movimientos que la
emancipación parecía ofrecer a los judíos. Debido a que en la Edad Media se había prohibido a
los cristianos prestar dinero a interés, los judíos figuraban entre los grandes prestamistas de
Europa. En el siglo XIX, los judíos ricos de Francfort, Viena, París o Londres, dirigidos por la
más famosa y afortunada de todas las dinastías judías los Rothschild, estaban estrechamente
asociados con los bancos en expansión de Europa, mientras el buhonero judío y el pequeño
prestamista de las zonas rurales de Hesse (Alemania) o Galitzia, la provincia polaca de Austria-
Hungría, seguían desempeñando su función tradicional.

Buena parte del antisemitismo que se desarrolló entre 1880 y 1900 tenía, por lo tanto,
fundamentos económicos. El jefe del Partido Socialdemócrata, August Bebel, denominó en
cierta ocasión al antisemitismo Der Sozialismus des dummen Kerls (el socialismo de los
estúpidos), y era muy fácil que cualquier ataque contra el poder de las altas finanzas y los
grandes bancos se convirtiese en un ataque contra los judíos, los cuales formaban un sector
fácilmente identificable de la clase capitalista. En otros sectores de la vida económica, los
judíos eran también el chivo expiatorio; en Viena, por ejemplo, los sastres judíos procedentes
de las aldeas de Galitzia se prestaban a trabajar por un precio inferior al de los sastres vieneses,
y se les culpaba del desempleo cuando corrían malos tiempos. En muchas zonas rurales, los
granjeros y terratenientes que habían pedido dinero a los prestamistas judíos locales los odiaban
cuando éstos les presionaban para que les pagaran en un año de malas cosechas.

Sin embargo, ni el odio contra los capitalistas judíos, ni la competencia


económica entre judíos y gentiles en las ciudades, ni el antisemitismo rural fundado en el temor
al prestamista entre los campesinos endeudados constituían las únicas bases del antisemitismo.
El antisemitismo económico, por erróneo y lamentable que fuera, tenía al menos una
explicación aparentemente racional. Más difíciles de comprender eran aquellas formas de odio
y temor a los judíos que no surgían del contacto diario, sino que eran experimentadas por
personas que apenas habían visto a un judío. En Francia, por ejemplo, donde la comunidad
judía sólo constaba de 80.000 individuos, y donde gracias a la atmósfera laica y liberal de la
Tercera República los judíos fueron, en buena medida, asimilados sin dificultad, existió, a
partir de la década de 1880, un vigoroso movimiento antisemita de carácter popular, con prensa
propia y una literatura muy difundida. En su origen, esto fue, en buena parte, obra de un
publicista llamado Edouard Drumont, quien aprovechó la indignación causada en 1882 por la
quiebra del banco Union Générale, que muchos consideraban equivocadamente propiedad de
judíos, para iniciar una agitación antisemita que adquirió notable extensión. En sus escritos, de
los cuales el más notorio fue La France Juive, una obra de la que vendió más de 100.000
ejemplares cuando fue publicada en 1886, Drumont combinó varios de los temas comunes a los
escritores antisemitas de todo el mundo. Drumont odiaba la vida urbana moderna y escribió
historias sentimentales sobre la vieja Francia, una Francia cuyos valores, según él, eran
minados por la omnipresente influencia de los judíos en la vida francesa.
La propaganda de Drumont sobre la conspiración judía recibió nuevo ímpetu merced a un
escándalo financiero que estalló en 1891. El famoso ingeniero Ferdinand de Lesseps, cuyo
gran logro fue la construcción del canal de Suez un cuarto de siglo antes, lanzó, ya anciano, la
idea de un canal a través del istmo de Panamá. Esta empresa tropezó con toda clase de
dificultades inesperadas, y sus partidarios fueron amenazados con la pérdida de todo su dinero,
que totalizaba unos 300 millones de dólares. Por lo tanto, los promotores, entre los que
figuraban dos judíos, el barón Joseph Reinach y el doctor Cornelius Herz, hicieron todo lo
posible para ocultar el fracaso inminente buscando el apoyo de políticos influyentes, v en 1888
el gobierno autorizó un préstamo estatal para el proyecto. Sin embargo, esto no pudo evitar la
bancarrota de la compañía. En su búsqueda de un chivo expiatorio, los accionistas acusaron de
corrupción a cierto número de miembros de la Cámara de Diputados, y a Drumont y a sus
asociados les fue fácil alegar que eran los judíos los que se encontraban tras aquel fracaso, con
lo que aumentó notablemente la circulación de su periódico antisemita, La Libre Parole.

Pocos años después, el asunto Dreyfus (véase también p. 88) brindó otra oportunidad para
reavivar los sentimientos antisemitas, ya que la agitación contra Dreyfus y los que pedían una
revisión de su condena por espionaje fue fácilmente convertida en un ataque contra los orígenes
judaicos de Dreyfus (era uno de los pocos judíos en el estado mayor) y el celo de sus
partidarios fue rápidamente atribuido a una conspiración judía. El caso Dreyfus logró unir a
todos aquellos que creían que la autoridad del Estado, simbolizada por los oficiales que le
condenaron, debía ser incuestionable, aun cuando sus decisiones fueran injustas. Hubo
personas cuyo ardiente nacionalismo les llevó a exigir que se prohibiese ocupar cargos públicos
a todos los ciudadanos de origen extranjero, y esto se refería a los judíos antes que a nadie.
Para ellos se trataba de un enfrentamiento entre «la verdadera Francia y el ejército, de un lado,
y la República y los judíos, del otro» (16).

Las pasiones que despertó el asunto Dreyfus forzaron a muchos franceses a reformular sus
creencias políticas y a tomar partido a favor o en contra de la República laica y liberal. En el
bando republicano hubo un movimiento para apoyar el gobierno de Waldeck-Rousseau, que se
había comprometido a salvaguardar la constitución y a revisar el caso Dreyfus, y fue este
movimiento el que se alzó con el triunfo, en parte porque la derecha, aunque vociferante, no
efectuó ninguna tentativa para derrocar el régimen, limitándose a realizar gestos sin sentido
alguno, como el del individuo que tiró al suelo el sombrero del presidente de la República en
una carrera de caballos. Sin embargo, entre los nacionalistas y los conservadores del ala
derecha, el caso Dreyfus llevó directamente a la fundación de un nuevo grupo monárquico
radical, la Action Française, que habría de tener una existencia continua hasta la Segunda
Guerra Mundial y que, aunque nunca gozó del apoyo masivo que esperaban sus dirigentes,
proporcionó una ideología coherente y bien difundida para la derecha antirrepublicana, en la
cual el antisemitismo ocupaba un lugar destacado.
La figura más importante en la elaboración de esta ideología fue Charles Maurras, quien er,.
la época del caso Dreyfus formuló unas ideas que mantuvo tenazmente durante una larga vida;
cuando, a la edad de setenta y siete años, fue condenado por haber apoyado el régimen de
Vichy (que debía mucho a sus ideas), se dice que exclamó: «¡Es la venganza de Drevfus!».
Maurras no sólo rechazó la democracia parlamentaria al preconizar un sistema representativo
de base corporativa o profesional en el marco de una monarquía restaurada, sino que se sintió
obsesionado por el peligro que para la seguridad de Francia encarnaban los elementos que,
según él, no estaban consagrados por entero al país: «los cuatro estados confesados», como él
llamaba a masones, protestantes, judíos y métèques, termino que acuñó para incluir a todas
aquellas personas de origen extranjero que vivían en Francia. Estas gentes debían ser excluidas
de la vida pública francesa, y ésta había de quedar restringida a quienes contaran, por lo menos,
con tres generaciones de antepasados franceses.

El otro portavoz de este nuevo nacionalismo (aunque afirmaba ser más republicano que
monárquico, y tampoco estaba de acuerdo con la abjuración que Action Française hacía de toda
la historia de Francia desde 1789) era Maurice Barrès, novelista y crítico de talento que rompió
con la mayoría de sus amigos en los círculos literarios avanzados de París en los tiempos del
caso Dreyfus. Para Barrès, los judíos estaban casi automáticamente excluidos de la vida
francesa, ya que la nacionalidad era una cuestión de «la tierra y los muertos», un asunto de
generaciones que habían vivido y habían sido enterradas en el suelo de Francia. Lo mismo que
Maurras contemplaba la presencia judía como una amenaza para la seguridad de Francia,
Barrès los consideraba, y especialmente su participación en la agitación durante el caso
Dreyfus, como una amenaza para la solidaridad social de Francia, solidaridad que, en su
opinión, siempre era más importante que el logro de la justicia en un caso individual.
Y sin embargo, pese a toda la virulencia de la actividad panfletaria de Drumont, y de la
inteligencia y elocuencia de retóricas nacionalistas como Maurras y Barrès, el antisemitismo no
afectó profundamente (al menos hasta el régimen de Vichy durante la Segunda Guerra
Mundial) a la vida de los judíos en Francia. Los judíos alcanzaron éxitos en la política y la
administración, si bien los prejuicios contra ellos nunca desaparecieron en el ejército y en el
servicio diplomático. El antisemitismo tendía a juzgarse a menudo como «un tema de
discusión propio de los clubs y las carreras de caballos», para citar una frase de Léon Blum. El
propio Blum era un típico judío francés asimilado. En la época del caso Dreyfus, era un joven
que se estaba labrando una reputación como crítico y escritor. Más tarde se dedicó a la política
y llegó a ser dirigente del Partido Socialista después de la Primera Guerra Mundial y jefe del
gobierno del Frente Popular en 1936. Hizo muy buena cartera, a pesar de las repetidas pullas
de la derecha, empellada en que «volviera a Jerusalén», se sentía identificado con Francia.
«Soy un judío francés -señaló hacia el final de su vida, después de las horrendas experiencias
de la Segunda Guerra Mundial- con una larga línea de antepasados franceses que sólo hablaron
el lenguaje de mi país, y cultivado fundamentalmente en su cultura, que no quiso abandonar
Francia ni siquiera cuando se enfrentó a los mayores peligros» (17).
Tal carrera hubiera sido imposible en Alemania o Austria-Hungría, donde el antisemitismo
conoció un desarrollo mucho más vasto, tanto en el aspecto ideológico como en el político, si
bien fue en Rusia, a partir de 1881, donde los judíos no sólo se vieron expuestos a la
discriminación y a la negación de los derechos civiles, sino, además, sometidos periódicamente
a la violencia física. A partir de 1880, se desarrolló en el mundo de habla alemana un
movimiento antisemítico con una profusa literatura que atacó a los judíos desde puntos de vista
muy diferentes. En Berlín, un movimiento socialcristiano protestante, dirigido por el capellán
de la corte, Adolf Stöcker, unió al, antisemitismo un ataque puritano contra los elementos más
ostentosos y rimbombantes de la nueva clase capitalista alemana, mientras que en Viena el
movimiento socialcristiano católico, bajo la dirección del alcalde reformista Karl Lueger,
combinó también esfuerzos genuinos a favor del bienestar social con un llamamiento a los
prejuicios antijudíos de la clase media baja vienesa, inquieta ante lo que ella entendía como una
amenaza económica de sus rivales judíos.
Estos fueron, esencialmente, movimientos prácticos que explotaban sentimientos ancestrales
contra el estereotipado financiero o prestamista judío, y ni Lueger ni Stöcker se preocuparon
mucho del antisemitismo ideológico. En realidad, Lueger siguió una línea pragmática, pues
cuando fue criticado por recibir a judíos en su casa, replicó: “Yo decido quién es judío”. Otros,
sin embargo, produjeron obras seudocientíficas que recalcaban la diferencia total entre judíos y
alemanes, o entre arios y semitas, con la aplicación de que los judíos eran un cuerpo extraño
que debía de ser extirpado del Volk alemán. Estas ideas formaron una parte importante del
pensamiento nacionalista antiliberal de finales del siglo xix, de modo que, a partir de entonces,
era obvio que cualquier movimiento nacionalista en Alemania había de ser, en mayor o menor
medida, antisemita.
Fue este supuesto de que el antisemitismo formaba parte intrínseca de cualquier partido
derechista o nacionalista en Alemania, lo que hizo virtualmente innecesaria la formación de un
partido político específicamente antisemita. En 1907 se fundó sobre esta base un partido que
llegó a tener 25 diputados en el Reichstag; pero su influencia directa estaba ya declinando por
entonces, de modo que el dirigente socialista Bebel pudo afirmar confiadamente en 1-906: «Es
un consuelo pensar que no tiene perspectivas de ejercer jamás una influencia decisiva en la vida
política y social de Alemania» (18). Por desgracia, sería más cierto decir que el partido nunca
llevó a tener una influencia decisiva, precisamente porque sus doctrinas habían quedado
absorbidas en los supuestos de muchos otros partidos y grupos. También en Austria, el
movimiento antisemita se fundió con otros grupos nacionalistas alemanes; el partido fundado
por Georg von Schönerer, uno de los antisemitas más fanáticos de Austria (aunque era
igualmente anticatólico), halló su fuerza entre los alemanes de Bohemia y combinaba el
antisemitismo con un odio y un temor no menos racista hacia los eslavos, en general, y los
checos, en particular.
En Francia, el ejercicio efectivo de los derechos civiles por parte de los judíos apenas se vio
menoscabado por causa del antisemitismo. En Alemania y Austria, en cambio, los judíos se
desenvolvían constantemente bajo una sensación de humillación y discriminación; y aunque
Guillermo II recibió en la corte en alguna ocasión a financieros e industriales judíos, ni siquiera
los más afortunados de ellos podían olvidar por mucho tiempo que se les consideraba como
pertenecientes a una raza inferior. «Siempre llega un momento doloroso en la vida de todo
joven judío alemán -escribió el industrial Walther Rathenau, uno de los más destacados- que
recuerda toda su vida; es cuando se da cuenta, por primera vez, de que ha llegado al mundo
como un ciudadano de segunda clase, y que ninguna virtud ni mérito pueden liberarle de esa
situación» (19).
Sin embargo, en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, fue en Rusia donde el
antisemitismo tomó a veces la forma de violencia física. Allí, unos cinco millones de judíos
(casi una quinta parte de toda la población judía del mundo) vivían en zonas muy determinadas
de Rusia occidental, el denominado «Asentamiento vallado», y a partir de 1882 se produjeron
insistentes pogroms contra ellos. En uno de los peores, en Kischiven, en 1903, fueron
asesinados 45 judíos y heridos 400, y 1.300 casas y tiendas fueron arrasadas. Estos ataques
eran a veces organizados deliberadamente por la policía, ansiosa de desviar el descontento
contra el régimen zarista hacia otro blanco, y otras veces por particulares. Además, fue en
Rusia donde se originó la más tosca literatura antisemita (también inspirada en parte por la
policía), en la cual figuraba la conocida obra Los protocolos de los sabios de Sion, documento
que tenía el propósito de ofrecer pruebas de primera mano sobre la existencia de una
conspiración mundial judía, pronto traducido y muy propagado en lo que Norman Cohn calificó
de «mundo subterráneo donde las fantasías patológicas disfrazadas de ideas fueron agitadas por
fulleros y fanáticos semieducados en beneficio de los ignorantes y supersticiosos» (20). Lo más
siniestro fue que, en uno de los grupos nacionalistas y antisemitas rusos, la Unión del Pueblo
Ruso, fundada en 1905, se lanzó la idea del exterminio físico de los judíos, idea que fue
también compartida por unos pocos fanáticos patológicos de Viena entre 1909 y 1913, cuando
vivía allí el joven Adolf Hitler, por aquel entonces pintor de brocha gorda con ambiciones
artísticas frustradas.
Los judíos trataron de responder de varios modos a esta creciente amenaza del antisemitismo en
Europa. Muchos, sobre todo entre los más ricos y afortunados, confiaban en lograr asimilarse a
las clases entre las que vivían. Muchos también (especialmente los de Rusia, donde sus
condiciones materiales de vida eran cada vez más precarias) emigraron al East End de Londres
o a Estados Unidos, llevando consigo a menudo utópicas ideas revolucionarias surgidas de su
desesperación. Otros, en cambio, sacaron conclusiones diferentes de sus experiencias y
pensaron que, en una época de creciente nacionalismo, la única esperanza para los judíos
consistía en afirmar su propia identidad nacional y establecer su propio Estado nacional. Esta
idea fue propuesta por primera vez en la década de 1860 por Moses Hess, judío socialista
alemán y asociado de Marx; pero tuvo poca influencia inmediata. Posteriormente, la primera
oleada de pogroms en Rusia, en 1882, llevó a un judío ruso, Leon Pinsker, a abogar por la
«autoemancipación» de los judíos y dio nuevo ímpetu al movimiento para el establecimiento de
colonias agrícolas judías en Palestina. Sin embargo, el creador del movimiento sionista como
organización política efectiva, que finalmente logró crear el Estado de Israel medio siglo
después, fue el periodista y comediógrafo judío Theodor Herzl, quien, por lo visto, sin conocer
los escritos de Pinsker, publicó en 18 96 su opúsculo El Estado judío, en una época en la que
sus experiencias como periodista en París, durante el proceso Dreyfus, reforzaron sus temores
de una avalancha de sentimientos antijudíos en Europa. Aunque Herzl murió prematuramente
en 1904, a la edad de cuarenta y cuatro años, logró crear una organización sionista
comprometida en el establecimiento de un Estado judío autónomo en Palestina, y a pesar de la
oposición de muchos judíos que pensaban que tal plan significaría el fin de su posibilidad de
integración, logró ponerse en contacto con los gobiernos alemán, británico y turco, con la
esperanza de lograr su apoyo, así como explicar sus puntos de vista al papa, quien lo recibió
fríamente, y al rey de Italia. Aunque no logró un éxito inmediato en cuanto a obtener
concesiones de los turcos o el apoyo de alguna de las grandes potencias (si bien el gobierno
británico ofreció a los judíos territorio para su establecimiento en Africa Oriental), el congreso
sionista fundado por Herzl continuó acrecentando su influencia y, durante la Primera Guerra
Mundial, su dirigente, doctor Chaim Weizmann, pudo arrancar del secretario británico del
Foreign Office, Arthur Balfour, la promesa de que los judíos tendrían un «hogar nacional» en
Palestina.
Fueron los supuestos raciales que subyacían en el movimiento imperialista lo que
intensificó el desarrollo del antisemitismo, de forma que no es sorprendente que Herzl y los
sionistas reaccionaran, en términos raciales y nacionales, con un plan para el regreso a Palestina
que daría a los judíos raíces tan profundas y antiguas como las que Barrès ensalzaba en el
pueblo francés. En una época en que la adquisición de territorios ultramarinos era una de las
principales preocupaciones de los Estados europeos, era también natural que Herzl se volviera
hacia las grandes potencias con a esperanza de lograr su ayuda para obtener concesiones
territoriales en Turquía. Para bien o para mal, Herzl había alineado los destinos del
movimiento sionista con los de las potencias imperialístas, y al no lograr el apoyo que había
esperado obtener del kaiser, se volvió hacia Gran Bretaña: «Inglaterra, la libre y poderosa
Inglaterra -como él dijo-, cuya vista abarca los siete mares, comprenderá nuestras aspiraciones»
(21). El hecho de que incluso la respuesta de los perseguidos fuera expresada en el mismo
lenguaje de los imperialistas, indica hasta qué punto las visiones colonialistas y nacionalistas
habían afectado el pensamiento y acción europeos.

1. Leonard Woolf, Imperialism and Civilisation (Londres, 1928), pp. 34-5.


2. L. Brunschwig, Mythes et réalités de I'impérialisme colonial français (París, 1960), p.
9.
3. Brunschwig, Mythes et réalités, p. 23.
4. Brunschwig, Mythes et réalités, p. 24.
5. Salisbury a sir E. Baring, 5 de febrero de 1892. Gwendolen Cecil, Robert, Marquis of
Salisbury (Londres, 1931), 111, p. 218.
6. The Letters of Queen Victoria 1896-1901 (Londres, 1932), III, p. 181. Max Beloff,
Imperial Sunset (Londres, 1969), 1, pp. 20 y ss.
7. Beatrice Webb, 25 de junio de 1897, 0ur Partnership, ed. Barbara Drake y Margaret I.
Cole (Londres, 1948), p. 140.
8. Sir E. Grey al presidente Theodore Roosevelt, diciembre de 1906, en G. M. Trevelyan,
Grey of Fallodon (Londres, 1937), pp. 114-15.
9. En Guy Chapman, Tbe Third Pep blíc of Fra ce: 7'he First Phase 1871-1894 (Londres,
1962), p. 247.
10. En Christopher Seton-Watson, Italy from Liberalism to Fascism (Londres, 1967), p. 138.
William L. Langer, The Diplomacy of Imperialism (Nueva York, 1951), p. 272.
11. Seton-Watson, Italy from Liberalis to Fascispi,, p. 179.
12. En A. J. P. Taylor, Bismarck (Londres, 1961), p. 221.
13. Garvin, Life of Joseph Chamberlain (Londres, 1933), 111, p. 508.
14. Lord Rosebery, Alocución, Universidad de Glasgow, 16 de noviembre de 1900.
Wolfgang J. Mommsen, «Nationale und ökonomische Faktoren im britischen
Imperialismus vor 1914», Historische Zeitschrilt, 206/3 (junio 1968).
15. A. M. Gollin, Proconsul in Potitics (Londres, 1964), p. 131.
16. Jeunesses royalistes de France, diciembre de 1898, en Eugen Weber, Action Française
(Stanford, 1962), p. 25.
17. André Blumel, Léon Blum, Juif et Zioniste (París, 1951), p. 5. Citado en James Joll,
Intellectuals in Politics (Londres, 1960), pp. 5-6.
18. Peter G. J. Pulzer, The Rise of Political Anti-Semitism in Germany and Austria
(Londres, 1964), p. 204.
19. Walther Rathenau, 'Staat und Judentum', en Gesammelte Schriften (Berlín, 1918), 1, pp.
188-9. Joll, Intellectuals in Politics, p. 65.
20. Norman Cohn, Warrani for Genocide (Londres, 1967), p. 18. Hay trad. al castellano
publicada por Alianza Ed.: El mito de la conspiración judía mundial.
21. Theodor Herzl, 13 de agosto de 1900, M. Lowenthal (ed.), The Diaries of Theodor Herzl
(Nueva York, 1956), p. 330. Walter Laqueur, A History of Zionism (Londres, 1972), p.
112.

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