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Antonio Castillo

(comp.)

Escribir y leer
en el siglo
de Cervantes
· · ·

Con prólogo
de Armando Petrucci

c o l e c c /0 / v

o o o
El ju icio de G iorgio R aim ondo Cardona de que «la
escritura puede ser tod o aquello que nosotros seamos
capaces de leer en ella» confirm a toda su profética
veracidad en los ensayos de este volum en, dedicado a
la historia de las prácticas del escribir y del leer.
El tiem po de Cervantes marca un paso adelante en la
afirmación de la lógica de la escritura co m o tecnología
de organización y vertebración social, un salto cualita­
tivo en la lenta m utación que se venía produciendo
desde los com ienzos del siglo XII, pasando de una cul­
tura esencialmente oral a otra marcadamente escrita.
Partiendo del aumento de la alfabetización en los
siglos XV I y XV II, los ensayos de este volum en exploran
los usos políticos, privados, contestatarios y mágicos
del escrito; la relación entre las formas de la escritura y
los niveles de educación y cultura gráfica, las múltiples
maneras de leer entre el público erudito y las clases
subalternas. Asim ism o, se considera la escritura y la
lectura desde la perspectiva del género, indagando
además las singularidades de la aproxim ación fem eni­
na a la cultura escrita.

Antonio Castillo Gómez se doctoró en Historia por


la Universidad de Alcalá, donde ejerce co m o profesor
de Historia de la Cultura Escrita. En el presente volu ­
men, resultado del sim posio internacional Escribir y
leer en el siglo de Cervantes, ha reunido las ponencias
de los más destacados estudiosos sobre el tema que
participaron en él: Antonio Viñao Frago, Femando
J. Bouza Álvarez, Rita Marquilhas, James S.
Amelang, Francisco M . Gimeno Blay, María del
M ar Grana C id, Roger Chartier, V íctor M.
Mínguez, Elisa Ruiz García, José Manuel Prieto
Bernabé y María Cruz García de Enterría.

CO ^C C'O /I,

OΘ O
Lenguaje ■escritura - Alfabetización
Dirigida por Emilia Ferreiro
Escribir y leer
en el siglo de Cervantes

James S. Amelang · Fernando J. Bouza Álvarez


Antonio Castillo Gómez · Roger Chartier
María Cruz García de Enterría · Francisco M. Gimeno Blay
María del Mar Graña Cid · Rita Marquilhas
Víctor M. Mínguez · José Manuel Prieto Bernabé
Elisa Ruiz García · Antonio Viñao Frago

C o m p ila d o r
Antonio Castillo Gómez

Prólogo
Antonio Petrucci
c O V-ECC|0yv

ΟΦΟ
Lenguaje escritura- Alfabetización

Dirigida por Emilia Ferreiro

La escritura, com o tal, no es el objeto de ninguna disciplina


específica. Sin embargo, en años recientes se ha producido un
increm ento notable de producciones que tom an la escritura como
objeto, analizándola desde la historia, la antropología, la
psicolingüística, la paleografía, la lingüística... El objetivo de la
colección LE A es difundir una visión m ultidisciplinaria sobre una
variedad de temas: los cambios históricos en la definición del lector
y las prácticas de lectura; las complejas relaciones entre oralidad y
escritura; los distintos sistemas gráficos de representación y de
notación; las prácticas pedagógicas de alfabetización en su contexto
histórico; la construcción de la textualidad; los usos sociales de la
lengua escrita; los procesos de apropiación individual de ese objeto
social; las bibliotecas y las nuevas tecnologías. Los libros de esta
colección perm itirán agrupar una literatura actualmente dispersa y de
difícil acceso, perm itiendo así una reflexión más profunda sobre este
objeto “ineludible”.

ÚLTIMOS TÍTULOS PUBLICADOS

A n to n io C a s t illo G óm ez Escribir y leer en el siglo


(c o m p ila d o r ) de Cervantes

A rm an d o P e tru cci Alfabetismo, escritura, sociedad

R o y H a r r is Signos de escritura

C la ir e B la n c h e -B e n v e n is te Estudios lingüísticos sobre


la relación oralidad-escritura

D a v id R . O ls o n El mundo sobre el papel

Continúa en pag. 363


La presente edición recoge las ponencias del Simposio Internacional «Es­
cribir y leer en el siglo de Cervantes», celebrado en Alcalá de Henares del
17 al 20 de noviembre de 1997, organizado por el Centro de Estudios
Cervantinos y la Universidad de Alcalá, con motivo de la conmemoración
«Cervantes 1547-1997, Alcalá por Cervantes, 450 años después».

© Antonio Castillo Gómez


© Editorial Gedisa, 1999
Muntaner, 460, entio., Ia
08006 Barcelona, España
Tel. 93 201 60 00. Fax 93 414 23 63
correo-e: gedisa@gedisa.com
http: / / www.gedisa. com

ISBN: 8 4 -7 4 3 2 -7 4 4 -X
Depósito legal: B. 50.097-1999

Impreso por Carvigraf


Clot, 31. Ripollet

Impreso en España
Printed, in Spain

Derechos reservados para todas las ediciones en lengua castellana.


Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio, en
forma idéntica, exacta o modificada de esta edición.
fi
Indice

C olab oradores.............................................................................................................. 9

Prólogo
Armando Petrucci......................................................................................................... 13

Introducción
Antonio Castillo Góm ez................................................................................................ 19

A lfabetización y prim eras letras (siglos xvi-xvn)


Antonio Viñao F ra g o .................................................................................................... 39

Escritura, propaganda y despacho de gobierno


Fernando J. Bouza Alvarez ...................................................................................... 85

Orientación m ágica del texto escrito


Hita M arquilhas........................................................................................................... 111

Form as de escritura popular: las autobiografías de artesanos


James S. Amelang ...................................................................................................... 129

«A m anecieron en todas las partes públicas...» U n viaje al país


de las denuncias
Antonio Castillo Gómez ............................................................................................. 143

«...m issives, m ensageras, fam iliares...» Instrum entos de


com unicación y de gobierno en la España del 500
Francisco M. Gimeno B l a y ........................................................................................ 193

Palabra escrita y experiencia fem enina en el siglo xvi


María del Mar Grana Cid ......................................................................................... 211

Escribir y leer la com edia en el siglo de Cervantes


Roger Chartier .............................................................................................................. 243

Im ágenes para leer: función del grabado en el libro del


Siglo de Oro
Víctor M. M ínguez......................................................................................................... 256

7
El artificio librario: de cóm o las form as tienen sentido
Elisa Ruiz G a r cía ......................................................................................................... 285

P rácticas de la lectura erudita en los siglos xvi y xvil


José Manuel Prieto B erna bé...................................................................................... 313

¿Lecturas populares en tiem po de Cervantes?


María Cruz García de Enterría ............................................................................... 345

8
Colaboradores
JAMES S. A m e l a n g (Louisville, Kentucky, 1952). Profesor de Historia Moderna en
la Universidad Autónoma de Madrid. Se ocupa de historia social y cultural de la Edad
Moderna, con particular atención a la difusión de la escritura entre las clases popula­
res. Aparte de numerosos artículos, ha publicado, entre otros, los siguientes libros: La
formación de una clase dirigente: Barcelona, 1490-1714 (1986); y The flight o f Icarus:
artisan autobiography in Early Modern Europe (1998). Junto a Maiy Nash, cuidó la edi­
ción de Historia y género: las mujeres en la Europa Moderna y Contemporánea (1990).

F e r n a n d o J. B o u z a Á l v a r e z (Madrid, 1960). Profesor titular de Historia Moder­


na en la Universidad Complutense de Madrid. Sus investigaciones se centran en la
cultura cortesana en la España de los Austrias, especialmente durante el reinado de
Felipe II. Entre sus publicaciones destacan: Locos, enanos y hombres de placer en la
corte de los Austrias (1991); Del escribano a la biblioteca. La civilización escrita euro­
pea en la alta Edad Moderna (siglos xv-xvn) (1992); Los Austrias Mayores. Imperio y
Monarquía de Carlos I y Felipe II (1996); e Imagen y propaganda. Capítulos de his­
toria cultural (1998).

A n t o n i o C a s t il l o G ó m e z (Moral de Calatrava, Ciudad Real, 1963). Profesor de


Historia de la Cultura Escrita en la Universidad de Alcalá. Centra sus investigacio­
nes en el estudio de las prácticas de la cultura escrita en la Alta Edad Moderna, así
como en los problemas que afectan a la producción y transmisión de la escritura y de
la memoria popular. Ha publicado, entre otras, las siguientes obras: Alcalá de Hena­
res en la Edad Media. Territorio, sociedad y administración (1118-1515) (1990); Es­
crituras y escribientes. Prácticas de la cultura escrita en una ciudad del Renacimien­
to (1997), con la que obtuvo el Primer Premio Internacional «Agustín Millares Cario»
de Investigación en Humanidades (1995); y «Como del pan diario». De la necesidad de
escribir en la Alcalá renacentista (1446-1557) («Scrittura e Civiltá», 1999). Para Ge-
disa ha realizado la revisión del libro de Armando Petrucci, Alfabetismo, escritura y
sociedad (1999). Actualmente prepara la obra De las tablillas a Internet. Una histo­
ria social de la cultura escrita.

R o g e r C h a r t ie r (Lyon, 1945). Director de estudios en l’École des Hautes Études


en Sciences Sociales de París. Historiador del libro y de la lectura. Su trabajo actual
está dedicado a las formas de publicación de las obras teatrales en la Europa de los
siglos XVI y XVII. En lengua castellana ha publicado: El mundo como representación.
Estudios de historia cultural (Gedisa, Barcelona, 1992); Libros, lecturas y lectores en
la Edad Moderna (Madrid, 1993);E l orden de los libros. Lectores, autores, bibliotecas
en Europa entre los siglos xrvy xvm (Gedisa, Barcelona, 1994); Espacio público, crí­
tica y desacralización en el siglo xvm. Los orígenes culturales de la Revolución fran­

9
cesa (Gedisa, Barcelona, 1995); Sociedad y escritura en la Edad Moderna. La cultura
como apropiación (México, 1995); Escribir las prácticas. Foucault, de Certeau, Marin
(Buenos Aires, 1996); Pluma de ganso, libro de letras, ojo viajero (México, 1997); y
Escribir las prácticas: discurso, práctica, representación (1999). Además, junto a Gu-
glielmo Cavallo, ha dirigido la Historia de la lectura en el mundo occidental (1998).

M a s í a C r u z G a r c í a d e E n t e r r í a y M a r t í n e z - C a r a n d e . Profesora titular de Li­


teratura Española en la Universidad de Alcalá. Se dedica sobre todo a la literatura
de los Siglos de Oro y, con especial interés, a la literatura (y lectura) popular de los
siglos xvi y x v ii. Autora y editora de numerosos libros y artículos relacionados con su
especialidad, ha intervenido en congresos nacionales e internacionales y los ha orga­
nizado también. Imparte desde que llegó a la Universidad de Alcalá de Henares en
1987 la asignatura «Cervantes y su tiempo». Ha publicado entre otros títulos: So­
ciedad y literatura de cordel en el Barroco (1973); Literaturas marginadas (1983).
Asimismo se ha encargado de la edición de Las relaciones de sucesos en España (1500-
1750) (1996) y de la co-dirección del Catálogo de pliegos sueltos poéticos de la Biblio­
teca Nacional: siglo x v i i (1998).

F r a n c i s c o M. G im e n o B l a y (Algimia de Almonacid, Castellón, 1957). Catedrático


de Ciencias y Técnicas Historiográficas (Paleografía y Diplomática) en la Universi-
tat de Valéncia. Sus investigaciones se centran en la historia del alfabetismo y de la
escritura medievales, en el estudio de los procesos de aprendizaje del escribir en las
épocas medieval y moderna, así como en la historia de la erudición y en la historio­
grafía de la Paleografía y de la Diplomática. Entre otras, ha publicado las siguientes
obras: La escritura gótica en el País Valenciano después de la conquista del siglo XIII
(1985); «Una aventura caligráfica: Gabriel Altadell y su De arte scribendi (ca. 1468)»,
(en «Scrittura e Civiltá», 1993); y «Escribir, leer y reinar. La experiencia gráfico-tex­
tual de Pedro IV el Ceremonioso (1336-1387)» (en «Scrittura e Civiltá», 1998). Ade­
más ha cuidado la edición de Erudición y discurso histórico: las instituciones europe­
as (s. xvm y xix) (1993); Escribir y leer en Occidente (1995); y «Los muros tienen la
palabra». Materiales para una historia de los «graffiti» (1997). Dirige el Seminario
Internacional de Estudios sobre la Cultura Escrita de la Universidad de Valencia.

M a r í a d e l M a r G r a ñ a C id (Madrid, 1964). Profesora de Historia de la Iglesia


Medieval en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid. Premio Extraordinario
de Licenciatura. Se ocupa de la religiosidad medieval, el monacato femenino y, últi­
mamente, de la educación y cultura escrita femenina. Actualmente prepara su tesis
doctoral bajo el título Creatividad femenina y experiencia conventual: las francisca­
nas del reino de Córdoba (ss. xin-xvi). Ha publicado: Las órdenes mendicantes en el
obispado de Mondoñedo: el convento de san Martín de Villaoriente (1374-1500)
(1990). Asimismo se ha encargado de la edición de Religiosidad femenina: expectati­
vas y realidades (ss. vrn-xvi) (1991); Las clarisas en España y Portugal (1994); Las
sabias mujeres: educación, saber y autoría (siglos ni-xvil) (1994); y Las sabias muje­
res, II (siglos lli-xvn). Homenaje a Lola Luna (1995).

M a r í a R it a B r a g a M a r q u i l h a s (Lisboa, 1960). Profesora del Departamento de


Lingüística General y Románica en la Universidad de Lisboa. Como investigadora-
docente del Centro de Lingüística de dicha Universidad ha participado en diferentes
proyectos del mismo. Ha desarrollado sus investigaciones en el ámbito de la historia de

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la lengua portuguesa, la lingüística histórica, la bibliografía material y la historia
de la cultura escrita. Aparte de diversos artículos sobre dichos temas, entre sus obras
destacan: Norma Gráfica Setecentista. Do Autógrafo ao Impresso (1991); y A Facul-
dade das Letras. Leitura e escrita em Portugal no século xvn, en curso de publicación
por la Imprensa Nacional.

V í c t o r M . M í n g u e z (Valencia, 1960). Profesor titular de Historia del Arte en la


Universitat Jaume I de Castellón de la Plana. Su investigación se ha centrado en el
análisis de la fiesta barroca y el arte efímero, la cultura emblemática, la imagen del
rey y la iconografía colonial. Es autor de varios libros: Art i arquitectura efímera a la
Valéncia del segle XVJII (Valéncia, 1990); Los reyes distantes (Castellón, 1995); y Em ­
blemática y cultura simbólica en la Valencia barroca (Valéncia, 1997).

J osé M anuel P rieto B ernabé (Madrid, 1952). D octor en Historia por la Univer­
sidad Complutense de Madrid. En la actualidad está adscrito al Departamento de
Historia Moderna del Centro de Humanidades del CSIC. Sus investigaciones y pu­
blicaciones se centran especialmente en las prácticas sociales de la escritura, la pro­
ducción, distribución y consumo del libro en el Madrid de los siglos XVI y xvn. Su te­
sis doctoral, Lectura y lectores en el Madrid de los Austrias, 1550-1650, leída en 1999,
le ha permitido ahondar en la singularidad de la cultura escrita en los dos primeros
siglos de la Edad Moderna,

E l i s a Ruiz G a r c í a (Ciudad Real, 1937). Profesora Titular de Ciencias y Técni­


cas Historiográficas (Paleografía y Diplomática) en la Universidad Complutense de
Madrid. Entre sus líneas preferidas de investigación se encuentra el universo de los
manuscritos: Manual de Codicología (1988); Los Triunfos de Petrarca (1996); Catá­
logo de la Sección de Códices de la Real Academia de la Historia (1997); y el estudio
de los aspectos simbólicos, antropológicos y sociales de la expresión gráfica: Hacia
una semiología de la escritura (1992). En la actualidad está preparando dos mono­
grafías sobre el hecho gráfico como instrumento de propaganda: Los libros de Isabel
la Católica: una encrucijada de intereses y La función de la escritura en el monaste­
rio de Guadalupe durante el s. xv.

A n t o n io V iñ a o F r a g o (Albelda, Huesca, 1943). Catedrático de Teoría e Historia


de la Educación en la Universidad de Murcia. Desde 1984 pertenece al Comité Eje­
cutivo de la International Stading Conference for the History of Education (ISCHE)
y asimismo es miembro de la Junta Directiva de la Sociedad Española de Historia de
la Educación. Sus campos de investigación preferentes son la historia de los procesos
de alfabetización (la lectura y la escritura como prácticas sociales y culturales), es­
colarización y profesionalización docente, la historia del curriculum (el espacio y
tiempo escolares) y la de la enseñanza secundaria. Entre otras obras ha publicado:
Política y educación en los orígenes de la España contemporánea (1982); Innovación
pedagógica y racionalidad científica (1990), Estadística escolar: proceso de escolari­
zación y sistema educativo nacional en España (1750-1850) (1996); Tiempos escolares,
tiempos sociales (1998); La investigación histórico-educativa: tendencias actuales
(1998); y Leer y escribir. Historia de dos prácticas culturales (México, 1999).

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Prólogo
A rm ando P etrucci

Los ensayos reunidos en este volumen constituyen las actas de un


congreso celebrado en noviembre de 1997 en Alcalá de Henares, en el
que, desgraciadamente, no pude participar; de modo que este texto
introductorio, en cierta medida, corre el riesgo de resultar externo (in­
cluso tal vez extraño) al desarrollo real del evento, hecho de pregun­
tas y de respuestas, de discusiones, de intervenciones críticas, de
propuestas, que, ciertamente, implicaron asimismo a los numerosos
asistentes. Por lo tanto, también en este caso, a los que estaban allí
les será fácil confrontar entre sí expresiones diversas de nuestra glo­
bal y variada capacidad comunicativa, desde la oral improvisada a la
escrita y comunicada a través de la lectura, desde la que se contras­
ta en la discusión a la que se fija ne varietur en la página impresa.
El tema aquí propuesto tiene al menos dos precedentes relati­
vamente recientes: el del congreso ericino de septiembre de 1989 so­
bre Pratiche di scrittura e pratiche di lettura nell’Europa moderna
(cuyas actas fueron publicadas en los «Annali della Scuola Normale
Superiore di Pisa», serie ill, XXIII, 2, (1993), págs. 375-823); y el va­
lenciano de junio de 1993, dedicado al tema Escribir y leer en Occi­
dente (cuyas actas fueron publicadas en un volumen monográfico en
Valencia en 1995). Respecto a estos dos antecedentes, debe hacerse
notar que la contribución de Alcalá, de modo original, está delimi­
tada a un siglo, el XVI, y a un país de Europa: España. Pero, ¡qué
país y qué siglo! El Quinientos, que, como muchos saben (si no to­
dos), representó el período decisivo de un nuevo (después de aquel
de los siglos x i i -x i i i ) e impetuoso crecimiento de las prácticas del
leer y del escribir en toda Europa, con un aumento muy fuerte de la
producción y de la difusión generalizada del escribir y de lo escrito.
En España, el fenómeno iba acompañado, en el plano político, de la
expansión imperial, y, en el literario, de un desarrollo excepcional;
la centuria, dominada por la figura europea de Miguel de Cervan­
tes, fue calificada «Siglo de Oro».

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Además, debe observarse que las temáticas afrontadas en este
congreso, es decir, las prácticas, históricamente entendidas, del
escribir y del leer, desde hace algún tiempo encuentran en Espa­
ña una atención siempre creciente entre historiadores (bastará
recordar la obra del gran Maravall), paleógrafos, como Francisco
Gimeno Blay (y el llorado J. Trenchs Odena y su escuela valen­
ciana), antropólogos sociales, filólogos e historiadores de la li­
teratura, como Francisco Rico, pedagogos e historiadores de la
educación, como Antonio Viñao Frago, o lingüistas, con un amplio
movimiento que actualmente implica a numerosas instituciones
universitarias y culturales y a muchos jóvenes estudiosos. El vi­
raje, que, bajo la sugerencia de modelos historiográficos externos
y de un cambio no superficial de los horizontes, de las preguntas y
de las problemáticas socioculturales, ha concitado, en los últimos
decenios, una porción no desdeñable de los estudios españoles del
ámbito de las ciencias auxiliares de la historia, ha sido puesto de
relieve muchas veces y encuentra confirmación no solamente en el
citado congreso, sino en muchas publicaciones y también en la ac­
tividad, cada vez más abierta y ambiciosa, de una revista como
Signo (desde 1994, por mérito de Carlos Sáez y de Antonio Casti­
llo Gómez).
Naturalmente, hoy el panorama de estos estudios es mundial, no
solamente ítalo-ibérico; y los modelos provienen de lugares y cultu­
ras diversas: desde la anglosajona (sobra con pensar en H. J. Graff,
R F. Grendler, W. W. Harris, el neozelandés D. F. McKenzie -por
desgracia recientemente desaparecido- y así sucesivamente) hasta
la francesa, que tiene sus raíces en el giro socio-antropológico de la
revista Annales, en un personaje como Michel de Certeau y hoy, so­
bre todo, en un historiador de las prácticas culturales original e in­
ventivo como Roger Chartier y en su directa e indirecta escuela. Sin
embargo, precisamente esta expansión, este cruce de experiencias,
estos diferentes orígenes también pueden hacer temer dispersiones
y retrocesos, conversiones y estancamientos imprevistos en el plano
del método, sea a nivel general, sea a nivel de grupos concretos e in­
vestigaciones puntuales.

* * *

Los doce ensayos editados en este volumen son reagrupables en


dos secciones: la primera comprende ocho contribuciones dedicadas
a la difusión social del escribir y de lo escrito y a las prácticas de
producción de los textos; y la segunda, que abarca las otras cuatro,

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concierne, más bien, a las estrategias del uso de lo escrito y la his­
toria de la lectura.
El cuadro general de la alfabetización y de las prácticas educati­
vas en la España de los siglos XVi y XVII, que ofrece Antonio Viñao
Frago en su ensayo introductorio, expone, con autoridad y extrema
claridad, los problemas de método de una indagación global de tipo
cualitativo, que trata de superar las estrecheces del método cuanti­
tativo; el autor, además, anticipa algunas conclusiones de fondo so­
bre la singularidad de la situación española entre el siglo XVI y el
XVII, que conoce un movimiento de progreso, seguido, con la entrada
en el Seiscientos, de una involución. En contraste con una situación
general como la delineada por Viñao Frago, de evolución contradic­
toria e incierta de la alfabetización de masas, la producción pública
de la escritura documental por parte de las autoridades centrales y
locales del gobierno, interesadas en obtener un control escrito de un
territorio paulatinamente más dilatado y consistente, parece alar­
garse cada vez más. De la formación y de las prácticas de una buro­
cracia moderna en el reino de España tratan tanto la contribución
de Fernando Bouza, que recoge e ilustra importantes testimonios
contemporáneos sobre la difusión y el papel del libro y aclara la só­
lida función de los «ministros de pluma», en el marco de la que es de­
finida felizmente como la «escritofilia de Felipe II»; como la de Fran­
cisco Gimeno Blay, que, sobre la base del Tratado llamado Manual
de Escribientes de Antonio de Torquemada (del 1552), estudia la pro­
fesión clave del secretario y la difusión funcional de la epistologra-
fía administrativa en el reino, e ilustra, además, la dicotomía gráfica
que en España aún dividía los territorios de las dos coronas: Aragón,
bajo influencia italiana; y Castilla, caracterizada por las arduas cur­
sivas «cortesana» y «procesada», y las correspondientes polémicas
sobre la legibilidad funcional de las cursivas documentales.
A los usos particulares o marginales del escribir y de lo escrito se
dedican otros ensayos como el de Rita Marquilhas sobre los testi­
monios mágicos (oraciones, «carta de Cristo», conjuros et similia) en
el Portugal del siglo XVII; el de Antonio Castillo Gómez sobre la pre­
sencia, también en las ciudades españolas, de escrituras expuestas
criminales y antagonistas que, a veces, eran organizadas en verda­
deros y propios «programas de contestación gráfica»; el de James
S. Amelang, de ámbito no español, sino europeo, sobre las autobio­
grafías de los artesanos, que abre nuevos horizontes a la investiga­
ción sobre las experiencias escritorias de los alfabetizados; y el de
María del Mar Graña Cid sobre la alfabetización femenina, entre la
teoría y los testimonios particulares.

15
Totalmente distinta, incluso por su elegante originalidad, es la
contribución de Roger Chartier, que examina el caso de la relación
entre autor, texto recitado y texto publicado en la producción teatral
inglesa, francesa y española del siglo xvii, reconstruyendo los com­
plejos avatares que median entre la creación, la representación y la
lectura culta de los textos de la comedia.
En la segunda sección, el protagonista absoluto es el libro im­
preso, del que, en relación a su compleja recepción por parte del
público contemporáneo, se analizan características materiales, ilus­
traciones, programas... Así, Víctor Mínguez subraya la función per­
suasiva y propagandística que tenía el repertorio ilustrativo y orna­
mental en la programación del libro en el siglo XVI, y cómo esto
podía constituir un distinto y autónomo itinerario de lectura; Elisa
Ruiz, en una contribución amplia y sólida, traza una interpretación
de base sociológica de los dispositivos formales del libro impreso,
encaminados siempre a captar la atención de un público predefini­
do; José Manuel Prieto Bernabé estudia las prácticas de lectura
propias de las elites cultas a partir del orden y la naturaleza de las
bibliotecas privadas y su fuerte incremento numérico entre 1550 y
1650; y María Cruz García de Enterría llama la atención sobre el
fenómeno, en expansión, de las lecturas de un público amplio, pre­
visto, por otra parte, por el mismo Cervantes.

* * *

Los lectores de este libro (viene al caso evocarlo aquí, en un jue­


go de espejos que reclama el conocido topos del teatro dentro del tea­
tro) deberán -s i quieren- juzgarlo y extraer sus conclusiones, más
allá de las opiniones de carácter general. A mí, para terminar, me
corresponde subrayar la utilidad que tiene y que puede conservar
en el tiempo; no sólo por cuanto hasta ahora se ha dicho, sino tam­
bién por haber puesto en evidencia, a propósito de un ámbito cultu­
ral y políticamente decisivo como el ibérico, algunos temas de fondo
de la historia de la cultura escrita en el Quinientos europeo, que re­
sumiré rápidamente:
- La existencia de un evidente desequilibrio entre el aumento
del uso de lo escrito y de la escritura a nivel alto y público y el desa­
rrollo de la enseñanza y el aprendizaje a nivel bajo, de modo que no
hay una correspondencia, mecánica y precisa, entre las formas de
la imposición burocrática respecto al uso del escribir (impulsada des­
de arriba) y las formas de la demanda espontánea de instrucción
(impulsada desde abajo).

16
- La formación de una vasta clase intermedia entre la cultura
prevalentemente escrita y la cultura predominantemente oral, com­
puesta, en la ciudad, sobre todo por artesanos, los cuales aprendie­
ron, más bien rápidamente, a servirse de su capacidad gráfica de ma­
nera autónoma.
- La difusión europea, según modelos y prácticas sustancial­
mente análogos, del uso de la escritura expuesta de carácter crimi­
nal y antagonista, que hace suponer la existencia de rápidos cana­
les de difusión de la cultura escrita incluso a nivel medio-bajo, como
paralelamente ocurría, por ejemplo, en el caso de los productos má­
gicos y de las escrituras heterodoxas.
- La importancia determinante de la epistolografía, ya sea en
las prácticas públicas del poder, por un lado, o en las de la comuni­
cación privada, por otro. Por todas partes, también en España, el
Quinientos es el siglo de las cartas mensajeras, según modelos y
prácticas sustancialmente uniformes en toda Europa, si bien con
instrumentos gráficos diferentes, elaboradas área por área por los
maestros de escritura, cuyo peso, sin embargo, fue reduciéndose pro­
gresivamente.
Así pues, el juicio expresado por Giorgio Raimondo Cardona, se­
gún el cual «la escritura puede ser todo aquello que nosotros seamos
capaces de leer en ella», confirma, una vez más, toda su profética
veracidad.

Traducido del italiano por


Antonio Castillo Gómez

17
Introducción
A n t o n io C a s t il l o G ó m e z

Paresce que no se podría ni sabría ya en el mundo bivir sin el


exercicio del escrevir con el qual se conservan las intelligencias
de los ausentes, exprimiendo sus conceptos y voluntades.
J. d e Y c í a r 1

A tenor de las palabras del maestro de escritura durangués, la


sociedad de mediados del Quinientos ya no podía permanecer al
margen del «exercicio del escrevir», es decir, de la cultura de lo es­
crito y, por lo tanto, de la doble posibilidad de su puesta en uso: la
escritura y la lectura, el escribir y el leer. Inscritas en la dedicatoria
de la obra, «al illustrissimo y excelentíssimo príncipe don Hernan­
do de Aragón», dichas palabras responden, naturalmente, a la es­
trategia de justificación y defensa del texto esgrimida por el propio
autor. Sobre todo, teniendo en cuenta que «después de la invención
de la impression, que fue a la verdad cosa divinalmente inspirada
para utilidad de los hombres, no se tenga el cuydado que antes, de
saber perfectamente escrevir de mano» (fol. Ir). Sin embargo, tales
motivaciones no restan un ápice de valor a la realidad que se refle­
ja en dicho preámbulo o la que se infiere de la fortuna editorial que,
a partir de entonces, irían adquiriendo los manuales de escribien­
tes, los artes de escribir y las cartillas para enseñar a leer. De he­
cho, la cultura de lo escrito, simbolizada contemporáneamente en la
imagen de un tintero, una pluma y un libro, señalaba, a los ojos de
las personas más cultas, según lo vemos en el grabado xilográfico
del Pentaplon christianae pietatis de Antonio de Honcala, impreso
en Alcalá de Henares en 1546 por Juan de Brocar, la transición des­
de la edad pueril a la edad madura.
Por lo tanto, sin esconder ni despreciar la matriz oral y visual de
la cultura del barroco, tan perceptible en la rica versatilidad de la

19
oratoria sagrada o en las formas del teatro y de la pintura de aquel
tiempo, tampoco se puede discutir el protagonismo que fue ganando
la escritura, especialmente desde la segunda mitad del siglo XV. Por
supuesto, ese incremento de la necesidad social del escribir y del
leer, manifestado, por ejemplo, en la asiduidad de las representa­
ciones literarias referentes a ello, se comprende aún más si lo in­
sertamos en el curso de la lenta mutación desde lo oral a lo escrito
que se fue produciendo en las sociedades del Occidente europeo a
partir de los siglos xi-xil. Si bien, en la trayectoria de la misma, el pe­
ríodo que se inaugura mediado el XV, paralelamente a la difusión
de la imprenta, introduce novedades significativas. Marca el tiem­
po de una presencia más notable de la escritura reflejada tanto en
las prácticas políticas y oficiales como en otras más vinculadas a la
cultura mercantil precapitalista, y, más ampliamente, en la ordena­
ción de las relaciones e intercambios sociales, donde la extensión del
fenómeno de la delegación de escritura constituye su más acabado
paradigma;2 además, claro está, del aumento, cada vez más eviden­
te, de la producción de libros impresos de todo género, argumento y
categoría: grandes y pequeños, eruditos y populares, en lenguas vul­
gares o clásicas.

II

«Y porque no sabía firmar rogué a [...] que lo firmase por mí de


su nombre», o cualesquiera otra de sus variantes, es la fórmula con
la que se indica la incapacidad o imposibilidad de firmar al pie de
los documentos cuya garantía jurídica requiere de la suscripción
autógrafa. Por supuesto, el motivo por el que se recurre a un inter­
mediario no siempre está en el analfabetismo, pues también pueden
darse otras situaciones que lleven a ello. Sin entrar en las viejas po­
lémicas sobre si hay o no una relación entre la firma y la capacidad
de escribir;3lo que más me importa señalar es la difusión misma del
fenómeno como revelador de la penetración social de la escritura.
En efecto, dicho extremo puede constatarse por la recurrencia docu­
mental de los testimonios que conciernen al «escribir para otros», con
independencia de las razones específicas de cada caso o, incluso, de
los mediadores gráficos solicitados en cada momento, ya fueran maes­
tros y profesionales de la escritura, o bien personas del entorno fa­
miliar o laboral del individuo implicado.4 Pero no solamente por las
prácticas acreditadas en los documentos de archivo, sino, de ma­
nera aún más completa, por las huellas dejadas en el imaginario

20
colectivo y recreadas en la ficción literaria. Así, las mismas media­
ciones gráficas a las que se vieron compelidos en 1539 la lavandera
María Díaz, el cocinero Juan Salazar o el barbero Pedro, todos ellos
analfabetos, empleados del Colegio Mayor de san Ildefonso de Alca­
lá de Henares, cuando hubieron de recurrir a ciertos miembros del
cuerpo académico para extender el recibo justificativo del sueldo
percibido,5 las experimentaron en carne propia un buen número de
los personajes de la literatura áurea. Sirva como botón de muestra
el fragmento del Quijote donde se nos refieren las dificultades que
tenía Teresa Panza cada vez que pretendía mandar una carta a su
marido, especialmente después de que Sancho fuera nombrado go­
bernador de una ínsula tan imaginaria y singular como Barataría:

El bachiller se ofreció de escribir las cartas a Teresa de la respuesta; pero ella


no quiso que el bachiller se metiese en sus cosas, que le tenía por algo burlón, y, así,
dio un bollo y dos huevos a un monacillo que sabía escribir, el cual le escribió dos
cartas, una para su marido y otra parala duquesa, notadas de su mismo caletre,
que no son las peores que en esta grande historia se ponen, como se verá adelante.6

El pasaje desvela igualmente algunas de las circunstancias que


intervinieron en dichas situaciones, entre ellas el secreto de la es­
critura más personal e íntima y el recelo de compartirlo con perso­
nas que no fueran de la estricta confianza de quien acudía al inter­
mediario gráfico. Teresa no sabía efectivamente ni escribir ni leer, y
en eso no desentona de la realidad en la que se encontraron muchas
otras personas de su tiempo, la mayoría, en particular las que vivían
en los pueblos, pertenecían a las clases populares y las mujeres, los
tres factores que más incidieron en la distribución social de la alfa­
betización; pero, aparte de eso, en distintas ocasiones precisó de la
escritura y de la lectura, y entonces no tuvo más remedio que ser­
virse de la competencia alfabética de otros. Lo que implica también
que la alfabetización debe considerarse y estudiarse desde una pers­
pectiva amplia que no se restrinja a la identificación numérica y so­
cial de los firmantes de cada época, sino que, además, explore los con­
textos, espacios y métodos bajo los que se hizo efectiva la relación
con la materia escrita.

III

«[...] Porque no he tenido lugar de escrivir, que yo doi a Dios tan­


tas cartas como cada ora y momento reçibo, sin tener otro descanso
sino solamente oÿr la missa y todo el día escrevir y escrevir car­

21
tas», comentaba el banquero Andrés Ruiz a su hermano Simón en
una carta fechada en Nantes a 28 de octubre de 1576.7 Los archi­
vos privados de la familia Ruiz, depositados mayoritariamente en
el Histórico Provincial y Universitario de Valladolid, simbolizan la
importancia del papel atribuido a la escritura en el desarrollo del
capitalismo comercial. Asimismo, como señaló José Antonio Mara­
vall, expresan la organización sedentaria del trabajo cuyo exponen­
te máximo estaba precisamente en los libros de contabilidad.8 Na­
turalmente, el recurso a la escritura por parte de los grupos sociales
económicamente más emprendedores no era del todo nuevo, sino
que tenía precedentes bajomedievales. De ahí, una vez más, la ne­
cesidad de ubicar en esa época el inicio de muchos de los cambios
que luego florecieron en la Edad Moderna. Desde una perspectiva
diacrónica, el significado de la aventura castellana de los Ruiz, de
Medina del Campo, entronca con lo que, en la Prato del siglo XIV,
había supuesto la actividad, convertida en producción escrita, del
mercader Francesco Datini.
Con todo, la talla excepcional de algunos mercaderes y el volu­
minoso legado de algunos de sus archivos no desmerece la calidad
de otros testimonios cuantitativamente más modestos pero igual­
mente reveladores de la extensión social del escribir, especialmente
entre los banqueros, mercaderes y artesanos, pero también entre
otras personas de condición social más humilde. A partir del siglo XIV
creció el universo social de los usuarios, directos o indirectos, de la
escritura, siendo su muestra más clara la diversificación y riqueza
de las actividades gráficas. No solamente por los libros y cuadernos
más prototípicos de la cultura empresarial, los administrativos y
contables, sino particularmente por la creciente difusión de una es­
critura de ámbito privado que halló sus prácticas más genuinas en
el intercambio epistolar y en los diarios y libros de memoria. Una
prueba fehaciente de la nueva dimensión social alcanzada por la es­
critura nos la ofrece James S. Amelang en su amplio estudio de más
de doscientas autobiografías de artesanos escritas entre finales del
siglo XV y el xvm,9 un número que acredita la extensión de la escri­
tura en primera persona más allá de la minoría letrada. Los diarios
y libros de memoria, nacidos a veces como cuadernos de cuentas, se­
gún comprobamos en el diario del mercader valenciano Pere Soriol
(1371), en el «livre de raison» del vinícola Jean de Barbentane (fi­
nales del xiv-principios del xv), en los dos librillos de cuentas y re­
cuerdos del agricultor Benedetto del Massarizia (1450-1502 y 1461-
1485), pequeño propietario y aparcero, o, ya entrado el Seiscientos,
en el diari del pages Joan Guárdia (1631-1672) terminaron consti­

22
tuyendo el territorio de un escribir autobiográfico.10 Una suerte de
escritura de la memoria que, en la palabra de alguno de sus auto­
res, estaba planteada también para transgredir el silencio de la
muerte y la condena del olvido, es decir, para algo más que la sola
necesidad instrumental y operativa de consignar unos ingresos o re­
gistrar unas deudas. El caballero barcelonés Jeroni Pujades lo ex­
presó con claridad en su Dietari al anotar lo siguiente: «Y porque
nuestra naturaleza es mortal, como nos enseña la experiencia, nos
dicta la fe y nos escribe san Pablo, 1 Cor. c. 16, Hebr. c. 9, y así no
podemos perpetuarnos para poder contar y transmitir a nuestros
hijos y descendientes lo que pasa en nuestro tiempo, por eso está
bien escribir y dejar continuidad de lo que hoy pasa, para que por
medio de la escritura se pueda saber en el futuro».11
La referencia a las cartas señala, por otra parte, una de las prin­
cipales prácticas sociales de la cultura escrita moderna. La rela­
ción epistolar se convirtió efectivamente en una de las formas más
representativas de la comunicación escrita, objeto por ello mismo
de una extensa tratadística sobre las cartas mensajeras que, desde
Italia, llegó a España, encaminada a fijar y normalizar la forma
de escribirlas y el protocolo de su redacción, como el libro inaugu­
ral de Gaspar de Texeda, Estilo de escrebir cartas mensageras, del
que se llegaron a publicar tres ediciones en apenas seis años (1547,
1549 y 1553), las últimas coincidiendo en el mercado con otra obra
del mismo autor, Segundo libro de cartas mensageras, agraciado
también con tres ediciones en cuatro años (1549,1551 y 1553). Me­
diado el siglo xvi apareció igualmente el Nuevo estilo d ’escrebir
cartas mensageras de Juan de Ycíar (1547 y, con adiciones, 1552) y
el Manual de escribientes (ca. 1552) de Antonio de Torquemada.
Por la intensidad editorial de los «estilos de escribir cartas» queda­
ba claro que éstas se habían convertido en la práctica social de
escritura más significativa.
A través de ellas las órdenes de la monarquía hispánica cruza­
ban el Atlántico con destino a sus posesiones indianas y recorrían
los caminos europeos, ponían en relación a los trotamundos más
notables o aseguraban el contacto entre las gentes de letras; pero
también, claro está, cumplían una función más ordinaria y prosai­
ca: la de poner en conversación a personas ausentes. En una de las
suyas, fechada en Zubieta a 16 de mayo de 1618, Antonio Navarro
de Larreategui escribía inquieto a Lorenzo de Leaegui, porque «no
tengo carta de Vm., días y aún meses ha que la deseo por saber de
su salud, que me tiene con cuidado».12 Un sólo apunte de otra del
jesuíta Antonio Vieira, escrita desde Maranháo (Brasil) en 1657 y

23
dirigida al padre André Fernandes, trasluce la eficacia comunicati­
va de la carta, sobre todo cuando la distancia levantaba su barrera:

Escribí al Rey por la Junta, por el Consejo de Estado e por el Ultramarino,


mandando en papeles particulares todas las informaciones necesarias y también
las posibles; escribí al obispo, capellán mayor y al padre Nuno da Cunha; escribí
al doctor Pedro Fernandes Monteiro y al padre Manuel Monteiro y al doctor Mar-
tim Monteiro; y escribí al conde de Odemira; escribí a Pedro Vieira da Silva; es­
cribí al padre general, asistente, secretario y procurador de Roma; escribí al pa­
dre provincial de Alentejo y al de Beira; escribí también en Beira al padre
Mateus de Figueiredo, y en Alentejo al padre Francisco Soares; informando, ro­
gando, protestando e importunando a todos sobre este negocio, que es el único
que tengo y he de tener en mi vida, y sobre todo cansando a V. S no con cartas,
sino con resmas de papel escritas [,..]13

Obviamente la extensión social del escribir privado no puede


ocultar dos de los factores que más la determinaron, a saber, la cla­
se y el género. Los discursos de las elites políticas y culturales sobre
el acceso a lo escrito, incluso los aparentemente más abiertos, reite­
raban que la adquisición de la escritura y la práctica de la lectura
no tenían por qué ser iguales para todos; y, aunque admitían la am­
pliación de las primeras letras a las clases populares, eso no signi­
ficaba que éstas tuvieran acceso a los mismos niveles de conocimien­
to y saber que los sectores más acomodados.
Respecto a las mujeres, se insistía en el aprendizaje de la escri­
tura a partir de muestras tomadas de libros de devoción y en las
lecturas exclusivamente formativas, mientras que se desaconseja­
ban las obras de pura distracción que pudieran evadir la imagina­
ción y llevarla a inventar aventuras como las que hicieron «enlo­
quecer» a don Quijote, señal evidente de que ésas se efectuaban.14
Asimismo lo señalan los inventarios de bibliotecas femeninas de Va­
lencia entre 1470 y 1559 estudiados por Philippe Berger, llevando a
éste a decir que «Juan de Mena, Amadís de Gaula, La Trapesonda,
El conde Partinobles y Tirant lo Blanch también figuran entre los
libros de las valencianas a despecho de los aspavientos de un Luis
Vives que, desgraciadamente para él, no tiene el honor de aparecer
en las estanterías de sus conciudadanas». No solamente son los da­
tos cuantitativos de posesión de libros por parte de las mujeres los
que revelarían una tendencia general al aumento de la proporción
de lectoras, sino, más aún, la emergencia de la cuestión femenina, en
ese caso, en la Valencia del Renacimiento.15Además, otros estudios,
como el de Nieves Baranda, han profundizado en el ascenso de la fi­
gura de la mujer escritora, cuyo punto de inflexión estaría en el úl­
timo decenio del siglo XVI y tendría su hito en la persona de Teresa

24
de Jesús, continuada, en el siglo XVII, por una amplia relación de es­
critoras, dando lugar a un censo de más de cuatrocientas mujeres
poetas en todo el Siglo de Oro.16Indagar por estas vías supone tam­
bién sentar las bases para un estudio que no se empecine solamen­
te en la medición del alfabetismo/analfabetismo, sino que, por el
contrario, explore las actividades y prácticas del escribir y leer en
femenino, en la medida que puedan ser exponentes de una forma
distinta o no de relación con la materia escrita y puedan caracteri­
zar la creación de las mujeres como un campo de producción simbó­
lica. En ese horizonte, la amarga realidad transmitida por ciertas
estadísticas y las cautelas hacia la alfabetización femenina presen­
tes en los discursos dominantes, hegemonizados por determinados
varones, moderadamente permisivos en el razonamiento de Luis Vi­
ves y absolutamente reaccionarios en la obra de los reformadores fi­
niseculares (verbigracia Gaspar de Astete),17 no oscurecen el valor
que tienen los testimonios que nos hablan de la extensión de la es­
critura y, aún más, de la lectura entre las mujeres o la considerable
nómina de escritoras que se pueden censar entre la segunda mitad
del siglo XVI y la primera del XVH, muestra, probablemente, de una
transformación del arquetipo de femineidad que desembocará en el
modelo femenino de la mujer escritora.

IV

Si el cronista y doctor en derecho Jeroni Pujades (1568-1636) era


consciente, al escribir sus memorias, del valor de la escritura como
fármaco contra el olvido, aún era mayor el papel que la misma de­
sempeñaba, en todos los sentidos, para la monarquía. No en vano,
la Instrucción para el gobierno del Archivo de Simancas (1588), pro­
mulgada por Felipe II para ordenar su funcionamiento, recuerda
«que en las escripturas consiste la memoria de la antigüedad», de
ahí que en el castillo de Simancas «se formassen algunos aposentos
donde se pudiessen recoger no solamente las desta calidad [«las que
tocauan al patrimonio, estado y corona real destos reynos y al dere­
cho de su patronazgo»] pero otras generales que tocauan a los dichos
nuestros reynos y vasallos dellos».18 La memoria escrita se consti­
tuye como un instrumento imprescindible para el gobierno del rei­
no, según acredita, en época de Felipe II, el importante incremento
de la demanda de copia de escrituras al poco tiempo de crearse el
Archivo de Simancas, dando la «impresión de que se estuviera es­
perando con cierta impaciencia el asentamiento del archivo para

25
acudir a solicitar sus servicios»;19 como garante de la memoria per­
manente: «la voluntad de su magestad ... es, según me ha mandado,
significar que esto esté con abundancia de escripturas, pues ha de
ser memoria perpetua», como le dijo Diego de Ayala, el primer ar­
chivero «sedentario», a Diego de Espinosa en una de sus cartas;20 y
como soporte del libro de la historia, a lo que se alude en una de las
instrucciones simanquinas: «Otrosí mandamos que se haga otro ter­
cero libro de las cosas curiosas y memorables que ay y huuiere en el
dicho archiuo, de que también se podría sacar sustancia leyendo en
él como en historia»;21 sin olvidar tampoco que determinados cro­
nistas, como Esteban de Garibay y Jerónimo Zurita, plantearon
también que la historia tenía que escribirse partiendo de los mate­
riales de archivo y no de las crónicas, como se había venido hacien­
do hasta entonces.
De todo ello habla igualmente Felipe II en la comisión encarga­
da al secretario y cronista de Aragón en 1567 para «recobrar i reco­
ger las dichas instrucciones, memoriales, cartas, escrituras de los
dichos embaxadores, secretarios, ministros, i otros oficiales que han
sido nuestros, i de los reyes nuestros antecesores, que están en po­
der de sus herederos, e de otras qualesquiera personas, i en quales-
quiera partes i lugares, para que aquellos se lleven al nuestro Ar­
chivo de Simancas, e se recojan e guarden en él, juntamente con las
demás que de presente ai allí», por cuanto en dichas escrituras es­
taba la memoria de las cosas pasadas, la información para la buena
dirección de las presentes y el material para escribir una historia en
la que estaba comprometido el mismo Zurita:

i que ansí de las cosas passadas, concernientes al Estado i cosas públicas, no ai


la noticia que convernía para la buena dirección de las presentes, i de las que
cada día ocurren; que assí mismo las personas que tienen cargo de escrivir las
historias e crónicas, no tienen el fundamento e luz que devrían tener para que
aya de las cosas passadas la verdadera i particular memoria que ha de aver.22

El Archivo de Simancas, archivo del Poder, archivo de la Admi­


nistración y archivo de la Historia, se alza, como la Biblioteca de El
Escorial en el orden libresco,23 en el lugar más emblemático de la
memoria del poder, en especial de la memoria escrita. En su funda­
ción y formación se simboliza la reciprocidad de la relación que se
establece entre el Poder y la escritura: el primero precisa de lo escri­
to como salvaguarda de sus atribuciones, rentas y memoria, mien­
tras que la segunda manifiesta en esas circunstancias el poder que
encierra la palabra escrita; el mismo que el príncipe de Orange y los

26
sublevados contra el cardenal Granvela expusieron en una carta a
Felipe II: «le suplicaban por esto diese crédito a sus cartas como a
sus personas y perdonase la llaneza de su estilo, pues no siendo ora­
dores hacían más profesión de bien servir que de bien hablar».24
El poder inherente a la escritura hizo de ella un instrumento efi­
caz para la información, la administración, el gobierno y la pro­
paganda. Esta se concretó en el significado político de ciertas es­
crituras expuestas,25 en las estrategias editoriales, en el mecenazgo
librario y en la idea bibliotecaria materalizada en El Escorial. La
actividad política se resolvió en el gobierno del despacho, asociado
indudablemente al paso desde una administración de fundamento
judicial a otra de carácter más gubernativo, esto es, lo que Antonio
M. Hespanha ha definido como el desplazamiento de la estructura
pública de la Corona desde el campo jurídico-jurisdiccional hacia
otros campos de producción del poder.26 La escritura se hizo tecno­
logía indispensable del Estado Moderno, aún más, cuando, como la
monarquía hispánica, se tenía que hacer frente a la gobernación de
un territorio tan vasto y disperso. Se fue perfilando así un sistema
de poder aferrado a la consulta escrita que tuvo su figura más pa­
radigmática en Felipe II, un rey «papelero» y «escritófilo» que tenía
la costumbre de pasar largas temporadas sin moverse del Palacio y
que gustaba de anotar minuciosamente hasta el detalle más míni­
mo,27de manera que «por medio dellos [los papeles] meneaba el mun­
do desde su real asiento», según escribió Cabrera de Córdoba, uno de
sus biógrafos más notables.28
En otro orden, el poder de la escritura se manifiesto también,
más allá de las posibilidades y expectativas de lectura, en su ins­
cripción sobre la superficie de los muros. Las paredes volvieron a
hablar con una frecuencia sólo emparentable con la que habían te­
nido en la Roma antigua y lo hicieron para mostrar las expresiones
y sentidos más diversos. Fueron escenario de la lucha política, de­
sahogo frente a los abusos de cualesquiera de los poderes formal­
mente constituidos, soporte de la contestación religiosa, vehículo de
la injuria y de la infamia personal, o espacio de las manifiestaciones
gráficas más lúdicas e intrascendentes. Un poco de todo ello, junto
a las escrituras expuestas orquestadas desde el Poder, fue lo que se
dio a conocer en la superfice de los muros, ya fuera bajo la forma
material de un pasquín o libelo o bajo la de un grafito. Las paredes
mostraron así su potencialidad como espacio comunicativo expues­
to a una difusión y apropiación coral, pública. Y desde las mismas se
hicieron oír las voces más variopintas, alfabetizadas o no, pues para
ello estaban también los intermediarios gráficos. En el mismo ám-

27
bito de las prácticas marginales o impropias del escribir, llamadas
así en la medida que nacieron de la transgresión y de la apropiación
para la comunicación de espacios y objetos inicial y oficialmente no
destinados a ese fin, se encuentra el abanico de los usos mágicos de
la escritura. Conjuros, oraciones, «cartas de Cristo», amuletos, talis­
manes y fórmulas de protección, señalados por su valores milagro­
sos y taumatúrgicos, son manifestaciones de una religiosidad «po­
pular», o paralela, es decir, no ortodoxa, perseguidas y reprimidas
por la teología católica, heredera, en esto, del concepto romano de la
magia como algo contrapuesto a la religión.29
Al ser la escritura un símbolo de la visibilidad del poder se aten­
dió igualmente al cuidado de los aspectos más estrictamente forma­
les, es decir, a todo aquello que pudiera intervenir en la constitución
de la misma como imagen de significado político, algo así como la re­
presentación de la autoridad mediante un complejo mensaje simbó­
lico dirigido al exterior.30 En esas ocasiones, el escrito desempeñaba
las mismas o similares funciones semióticas que podían estar de­
trás de las fiestas reales, de las arquitecturas efímeras levantadas
entonces o, más ampliamente, de todo el repertorio gráfico -libros
incluidos- de las formas de propaganda y figuración política; por
ello la necesidad también de atender y regular los elementos expre­
samente gráficos del escrito de poder, así como los protocolos segui­
dos en la redacción. Lo primero, que se emparenta con la noción
aristotélica del texto como metáfora cognoscitiva del cuerpo huma­
no,31 se encuentra en las ideas planteadas, en el último tercio del si­
glo XV, en Las bienandanzas e fortunas de Lope García de Salazar:

Alixandre, conbiene vos que sean vuestros escribanos para escrebir vuestras
cartas e vuestros preujllejos escogidos quales yo diré. E vuestra carta muestra
qual es el vuestro seso e el vuestro entendimjento. Los escriuanos el cuerpo del
alma e la letra es el afeytamjento, e de ser biuo, e muerto, e sesuso, así conbiene
que sean vuestros escribanos; que metan la Rasón bien conplida e en letra fer-
mosa e apuesta [...];32

reproduciendo, casi literalmente, lo mismo que se decía en la Poridat


de las poridades, del siglo xni, versión castellana del Sirr al-asrár
CSecretum Secretorum), atribuido a Aristóteles.33
La preocupación por el «afeytamiento» de la letra, en cuanto la
misma simboliza el cuerpo de la autoridad, está presente en las Or­
denanzas de la Real Chancillería de Valladolid (1489) cuando se
manda al chanciller «que no selle prouisión alguna de letra proces-
sal ni de mala letra, e si la traxesen al sello, que la rasgue luego»;34
así como en los aranceles de principios del XVI en los que se contra­

28
pone la «buena letra cortesana» y la «procesada». Pero, sobre todo,
se explicita y divulga a través de una amplia producción de artes de
la caligrafía y manuales de escribientes, instrumentos claros de la
reforma humanística, que, desde Italia, difundieron, junto a los
nuevos tipos de letra, una moderna teoría de la escritura.35 En uno
de los más celebrados, el Manual de escribientes (ca. 1552) de Anto­
nio de Torquemada, el secretario responde así a sus interlocutores
discípulos, Josepe y Luís:

Aunque me preguntáis una cosa muy notoria, os la diré. Y es que la letra ha


de ser de buen tamaño, ni muy grande ni muy pequeña, hermosa, ygual, clara, de
manera que se dexe bien leer, las partes apartadas, y que sea conforme al uso del
tiempo y de la tierra donde se escrive.36

Este manual y cuantos se publicaron por entonces y después in­


cidían siempre en la elegancia de la escritura y en la normalización
de los protocolos gráficos y textuales que debían oberservarse en las
diferentes modalidades del escribir político y social, especialmente
respecto a la «policía y estilo de las cartas misivas», como se decía en
Corte na aldeia (1619) de Francisco Rodrigues Lobo,37 lo que, de he­
cho, implicaba una estrategia de disciplinamiento del escribir apo­
yada en las ventajas difusoras de la imprenta. Vuelvo de nuevo al
Manual de escribientes, en concreto al fundamento que el autor hace
«De las consideraçiones que han de hazer los que escrivieren algu­
na carta para no errar en lo que dixieren»:

El que començare a escrevir una carta, ponga primero en su entendimiento y


tenga delante de sus ojos, como espejo en que se mire, estas seis cosas: Quién, A
quién, Por qué, Qué, Quándo, De qué manera. Porque sin ellas yrá como el çiego
que ni sabe el camino ni tiene quien se lo enseñe, y aunque vaya atentando, por
fuerça una vez o otra ha de dar consigo en algún despeñadero; y el que ynconsi-
deradamente escriviere, avrá de despeñarse en algunos yerros muy profundos, y
de donde tenga muy gran dificultad en salir.38

«Porque cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las fiestas


muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual
coge uno desto libros en las manos, y rodeámonos dél más de trein­
ta, y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil ca­
nas».39Esta escena, situada por Cervantes en la venta de Juan Palo-
meque, el escenario libresco donde el autor abandonó una maleta
que, entre otros textos, contenía el manuscrito titulado «Novela del

29
curioso impertinente», leído en el capítulo siguiente, nos lleva a otro
territorio de la cultura escrita: el de los libros, los lectores y las lec­
turas, visto desde la interrelación que debe establecerse entre la
materialidad de los textos, los horizontes de la lectura implícita y
las estrategias editoriales, y la historicidad de las distintas mane­
ras de apropiarse de ellos.40
Cervantes nos pinta una de las más cotidianas, la del leer en alta
voz, aquella que mejor representa la apropiación lectora de las cla­
ses populares. Pues, aunque dicha modalidad de lectura no fuera
exclusiva ni privativa de dichos ambientes, sino que también for­
maba parte de la difusión de lo escrito en otros dominios privados,41
sí resultaba una de las formas más características del acercamien­
to a la materia escrita por parte de esos grupos sociales.42 En tales
oportunidades, según vemos en el tan conocido y comentado capítu­
lo 32 de la Primera Parte del Quijote, la experiencia lectora se vive
gustosamente como un momento de magia y embeleso: a) «Y yo ni
más ni menos -dijo la ventera-, porque nunca tengo buen rato en
mi casa sino aquel que vos estáis escuchando leer, que estáis tan
embobado, que no os acordáis de reñir por entonces»; b) «Así es la
verdad -dijo Maritornes-, y a buena fe que yo también gusto mucho
de oír aquellas cosas, que son muy lindas [...]. Digo que todo esto es
cosa de mieles»; c) «No sé señor, en mi ánima -respondió ella [la hija
del ventero]-.También yo lo escucho, y en verdad que aunque no lo
entiendo, que recibo gusto en oíllo».43
La apropiación oral y el alto analfabetismo de las clases popula­
res casa perfectamente con las características formales de muchos
de los impresos de larga circulación, sean éstos los castellanos plie­
gos sueltos poéticos, el equivalente inglés de las broadside ballads, los
romances, las historias, las relaciones de sucesos, los almanaques y
los occasionnels, amén de los libros azules y los chap-books.44¥,n ge­
neral todos ellos responden a programas editoriales muy similares
y de ahí que suelan ser textos estructurados en secuencias breves,
separadas unas de otras y hasta encerradas en sí mismas, es decir,
fragmentados en unidades de lectura ajustadas perfectamente a la
duración de una velada; acompañados de imágenes para fijar y me-
morizar el sentido; y que requerían más de la repetición que de la
invención, de modo que cada pieza venía a ser una variación sobre
temas y motivos ya conocidos.45
Junto a esa, la lectura silenciosa construye un espacio de rela­
ción con el texto más personal. Una modalidad que tiene sus raíces
en la mutación cultural de los siglos XI al x i i i , cuando se gesta el li­
bro universitario y el modelo del leer escolástico, teorizado en el Di-

30
dascalicon (ca. 1128) de Hugues de Saint-Victor.46 Se instaura en­
tonces una práctica de lectura concentrada en un repertorio reduci­
do de libros, leídos y anotados, que luego, a partir del siglo XV, triun­
fará entre los humanistas y estudiosos de la Edad Moderna 47 Entre
la minoría sabia el modelo librario por excelencia era el libro de es­
tudio y conocimiento, cuya apropiación forma parte de una modali­
dad de lectura, la humanista, simbolizada por la rueda de los libros
y el cuaderno de los lugares comunes.48 En el siglo XVI el espacio del
leer erudito era normalmente el escritorio-mueble, provisto de ce­
rradura, mientras que a lo largo del x v ii se fue generalizando el es­
critorio-habitación, señalando así el interés cada vez mayor por la
lectura en soledad y en silencio. Lo que no significa que ésas fueran
las únicas posibilidades de la lectura silenciosa, pues ésta también
rigió algunas experiencias populares de apropiación de los textos, y,
por supuesto, lo hizo en relación a la lectura personal de libros de
rezo y devoción. Donde también, por cierto, podía darse la lectura
oral, como la que, cada noche, hacía María de Avila a su señora la
duquesa del Infantado del «librico de la doctrina christiana» escrito
por Isabel Ortiz: «y esta testigo tomó el dicho pater noster y se le
reçaua a la duquesa cada noche a par de su cama».49
Por lo mismo, el texto leído y escuchado por los segadores en la
venta manchega no tenía por qué ser necesariamente distinto, en
cuanto a la materia, a algunos de los que circulaban en los ambien­
tes eruditos. Obsérvese, por ejemplo, que, mientras que en el siglo XV,
los romances eran tildados por el Marqués de Santillana, en su fa­
moso Prohemio, como obras del gusto de «las gentes de baxa e servil
condición», en el XVI, después de que Martín Nució tuviera la idea de
reunirlos en un cancionero impreso, penetraron en los círculos cor­
tesanos y se contaban entre los aristócratas.50En definitiva, la dife­
rencia estaba más bien en las formas que, en cada caso, gobernaban
la apropiación, es decir, en las maneras de efectuar la lectura y dar
sentido a lo leído o escuchado.
La circularidad de los textos y de las prácticas rompe las barre­
ras levantadas por los estudios elaborados a partir de las estadís­
ticas de posesión y acumulación libresca, y, por el contrario, abre
perspectivas mucho más enriquecedoras. En ellas resulta más es-
clarecedor determinar las expectativas de lectura introducidas en
los propios textos, ya sea por el autor mismo o por cuantos agentes
intervinieron en su transmisión y difusión (traductores, correcto­
res, tipógrafos, editores, etc.). Conviene reflexionar sobre la plasti­
cidad del artificio librario, esto es, sobre el sentido implícito en las
formas y las interrelaciones, en éstas, entre el texto y la imagen, tan

31
estimulantes en la edición del Siglo de Oro, ya sea en los libros cien­
tíficos o en el surtido de la literatura de venta ambulante, en la
medida que orientan modos específicos de realizar la lectura y apre­
hender el texto. Dichas imbricaciones entre las presentaciones for­
males y las diversas maneras de consumar la recepción de la obra
se revelan especialmente vistosas en la escritura, representación y
lectura de la comedia áurea.
Sin embargo, que se incida en las estrategias de creación del sen­
tido o, complementariamente, en los discursos oficiales sobre los
buenos y malos libros, no significa que el acto de la lectura estuvie­
ra necesariamente cercado. Al contrario, éste, como señaló Michel
de Certeau, no es ni más ni menos que una «cacería furtiva» en la
que intervienen «el que organiza un espacio legible (una literali­
dad), y el que organiza el camino necesario hacia la efectuación de
la obra (una lectura)».51 Es decir, de un lado, el poder y los intelec­
tuales socialmente autorizados que tratan de imponer una «literali­
dad» ortodoxa, una determinada recepción del texto, y del otro, el
lector o la lectora que puede o no compartirla. Así, mientras que los
discursos hegemónicos vigilaron estrechamente la lectura de deter­
minados contenidos y ciertos géneros, en especial las obras de fic­
ción y, entre éstas, la materia caballeresca, los testimonios históri­
cos y literarios certifican la existencia de lectores y lectoras que
transgredieron las normas y pasaron sus horas escuchando o leyen­
do libros y materias prohibidas. Su estudio nos remite, una vez
más, a un juego de espejos que transita siempre entre las prácticas
y sus representaciones.52

VI

Termino. Con este volumen, inscrito, como señala Armando Pe­


trucci en la Presentación, en la línea abierta por otras convocatorias
y estudios anteriores,53 se ha tratado de profundizar en la historia y
los poderes de la cultura escrita durante el período que transcurre
en torno al autor del Quijote. Un largo siglo, si lo entendemos en su
acepción más amplia, durante el que se asiste a un cierto festín de
la palabra escrita por cuanto ésta adquirió una presencia y visibili­
dad que no había tenido en los siglos anteriores. Sobraría con seguir
espigando en la literatura áurea para toparnos de nuevo con vende­
dores ambulantes de pliegos y romances, papeles rotos por las ca­
lles, letreros hasta la extenuación, historias y relaciones vendidas
en cualesquiera puestos callejeros, cartas cruzadas entre unos y

32
otros, o diarios y libros de memoria guardados en la faldriquera del
Monipodio de turno. El prestigio de lo escrito, el «hablen cartas y ca­
llen barbas» de Pedro de Madariaga,54 sale al paso a cada instante.
Y la lectura y los libros configuran la identidad literaria de no pocos
personajes. Entre otros, el Caballero del Verde Gabán, quien basa­
ba también en ello parte de su buena condición:

Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de


historia algunos y de devoción otros; los de caballerías aún no han entrado por
los umbrales de mis puertas.55

¿Quiénes y por qué escribían?, ¿dónde y cómo lo hicieron?, ¿quié­


nes y qué leían?, ¿para qué y cómo? Interrogantes así son los que re­
corren las páginas de este libro concebido con el propósito de estu­
diar y debatir la difusión y la función social de la escritura y de la
lectura en las sociedades europeas, con mayor atención a las ibéri­
cas, de los siglos XVI y xvn. De todos modos tampoco es cuestión de
descubrir ahora todas las cartas empleadas por los autores que aquí
nos hemos reunido, sino tan sólo de apuntar los horizontes que se
señalan, los bosques que se transitan y los itinerarios que se siguen.
Lo demás corre por cuenta de los lectores y de las lectoras que se
asomen al laberinto de estas páginas y olisqueen en cada uno de sus
rincones.

Notas
1. Juan de Ycíar, Recopilación subtilissima: intitulada ortographía prática, Za­
ragoza, Bartolomé de Nágera, 1548, fol. Ir.
2. Sobre esto véase Armando Petrucci, Escribir para otros, en Alfabetismo, es­
critura, sociedad, Barcelona, Gedisa («LeA», 14), 1999 , págs. 105-116. [Original­
mente, Scrivere per gli altri, «Scrittura e Civiltà», XIII, 1989, págs. 475-487, y en At­
tilio Bartoli Langeli y Xenio Toscani (comps.), Istruzione, alfabetismo, scrittura.
Saggi di storia delValfabetizzazione in Italia (see. xv-xix), Milán, Franco Angeli,
1991, págs. 61-74.]
3. Recientemente, la cuestión ha sido retomada y evaluada por Jacques Soubey-
roux, L ’alphabétisation dans l’Espagne moderne: bilan et perspectives de recherche,
«Bulletin Hispanique», 100, 2, 1998, págs. 232-254: 232-236.
4. Además del trabajo de Armando Petrucci mencionado más arriba, sobre esta
cuestión véase: Francisco M. Gimeno Blay, Gli analfabeti e l'amministrazione: note
sui loro rapporti attraverso la scrittura, «Alfabetismo e cultura scritta. Notizie del se­
minario permanente» 7, 1986, págs. 10-14, y Analfabetismo y alfabetización femeni­
nos en la Valencia del Quinientos, «Estudis», 19, 1993, págs. 59-101. [También en
«Annali della Scuola Normale Superiore di Pisa», Classe di Lettere e Filosofía, serie
III, XXIII, 2, 1993, págs. 563-609]; A. Bartoli Langeli, Scrittura e parentela. Auto-
grafia collettiva, scritture personali, rapporti familiari in una fonte italiana quattro-

33
cinquecentesca, Brescia, Grafo, 1989, y Scrittura e parentela. Gli scriventi apparen-
tati in una fonte italiana quattro-cinquecentesca, en A. Bartoli Langeli y X. Toscani
(comps.), Istruzione, alfabetismo, scrittura, cit., págs. 75-108; Jacques Revel, Conclu­
sioni, «Annali della Scuola Normale Superiore di Pisa», Classe di Lettere e Filosofía,
serie III, XXIII, 2, 1993, págs. 797-823: 800; Christine Métayer, Humble métier et
métier des humbles: l’écrivain public à Paris aux xv if-x v n f siècles, «Scrittura e Ci-
viltà», XVIII, 1994, págs. 325-349; y A. Castillo Gómez, Escrituras y escribientes.
Prácticas de la cultura escrita en una ciudad del Renacimiento, Las Palmas de Gran
Canaria, Gobierno de Canarias-Fundación de Enseñanza Superior a Distancia,
1997, págs. 308-319.
5. Archivo Histórico Nacional. Madrid, Universidades, Leg. 764, s. fol.
6. Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I, Edición del Instituto Cer­
vantes dirigida por Francisco Rico, Barcelona, Instituto Cervantes-Crítica, («Biblio­
teca Clásica», 50), 1998, pág. 1044.
7. Henri Lapeyre, Une famille de marchands: les Ruiz. Contribution à l’étude
du commerce entre la France et l’Espagne au temps de Philippe II, Paris, Armand Co­
lin, 1955, pág. 58, n. 76. Además puede verse el cap. VII en relación a los libros de
cuentas y de razón de los Ruiz.
8. J. A. Maravall, Estado moderno y mentalidad social (siglos x v a xvil), II, Ma­
drid, Alianza Editorial, 1986 [originalmente, Madrid, Revista de Occidente, 1972],
pág. 181.
9. Véase James S. Amelang, The flight of Icarus: artisan autobiography in Early
Modern Europe, Stanford, Stanford University Press, 1998. Como advierte el propio
autor, el capítulo que se incluye en este volumen resume algunas partes de dicho libro.
10. Respectivamente, cfr.: Francisco M. Gimeno Blay y M .a Teresa Palasí Fas,
Del negocio y del amor: el diario del mercader Pere Soriol (1371), «Saitabi», XXXVI,
1986, págs. 37-55; Marie Rose Bonnet, Livres de raison et de comptes en Provence, fin
du xrve siècle-début du xvie siècle, Aix-en-Provence, Publications de l’Université de
Provence, 1995, págs. 17-40, 97-115; Duccio Balestracci, La zappa e la retorica. Me-
morie familiari di un contadino toscano del Quattrocento, Florencia, Librería Salim-
beni, 1984, págs. 155-179; y Antoni Pladevall i Font y Antoni Simon i Tarrés, Guerra
i vida pagesa a la Catalunya del segle xvil. Segons el «Diari» de Joan Guardia, pagès
de l’Esquirol, i altres testimonis d’Osona, Barcelona, Curial Edicions Catalanes,
1986, págs. 33-120.
11. Dietari de Jeroni Pujades, I: (1601-1605), Edición de Josep M.a Casas Homs,
Barcelona, Real Academia de Buenas Letras, («Memorias de la Real Academia de
Buenas Letras de Barcelona, XV), 1975 pág. 67.
12. Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Lisboa, Casa Cadaval, 18, fols. 346-348:
346r.
13. A. Vieira, Cartas, I, Coordenadas e anotadas por J. Lúcio de Azevedo, Lisboa,
Imprensa Nacional-Casa da Moeda, 1997, carta LXXVIII, págs. 453-454.
14. Véase Lola Luna, Las lectoras y la historia literaria, en Leyendo como una
mujer la imagen de la Mujer, Barcelona, Anthropos; Sevilla, Instituto Andaluz de la
Mujer- Junta de Andalucía, 1996, págs. 102-128- [Publicado anteriormente en La voz
del silencio, II, Historia de las mujeres: compromiso y método, ed. de Cristina Segu­
ra, Madrid, Asociación Cultural Al-Mudayna, 1993, págs. 75-96.]
15. Véase Ph. Berger, Las lecturas femeninas en la Valencia del Renacimiento,
«Bulletin Hispanique», 100, 2, 1998, págs. 383-399: 393-394.
16. Véase N. Baranda, «Por ser de mano femenil la rima»: de la mujer escritora
a sus lectores, «Bulletin Hispanique», 100, 2, 1998, págs. 449-473.

34
17. Véase Marie-Catherine Barbazza, L ’éducation fémenine en Espagne au x v f
siècle: une analyse de quelques traités moraux, en Ecole et eglise en Espagne et en
Amérique Latine: Aspects idéologiques et institutionels, Tours, Université de Tours,
1988, págs. 327-348.
18. Instrucción para el gobierno del Archivo de Simancas (Año 1588), Estudio
por José Luis Rodríguez de Diego, Madrid, Ministerio de Cultura-Dirección General
de Bellas Artes y Archivos, 1989, pág. 97.
19. José Luis Rodríguez de Diego, Archivos del Poder, archivos de la Adminis­
tración, archivos de la Historia (s. xvi-xvn), en Juan José Generelo y Angeles More­
no López (coord.), Historia de los archivos y de la archivística en España, Valladolid,
Secretariado de Publicaciones e Intercambio Científico, Universidad de Valladolid,
1998, págs. 29-42: 42. Si antes de 1561 solamente se contabilizan diez peticiones, en
la siguiente década rondan las 60, entre 1571-1580 superan la centena y en la pos­
terior rebasan las 200, para disminuir en los años finales del siglo a poco más de 70.
20. British Library, Londres, Add. 28335, fol. 237r-238v. Cita J. L. Rodríguez de
Diego, Archivos del Poder, cit., pág. 42.
21. Instrucción para el gobierno del Archivo de Simancas, cit., pág. 105.
22. Louis-Prosper Gachard, Correspondance de Philippe II sur les affaires des
Pays-Bas, I, Bruselas, Librairie Ancienne et Moderne, 1848, págs. 13-15: 14.
23. De sus paralelismos trata también J. L. Rodríguez de Diego, La formación
del Archivo de Simancas en el siglo xvi. Función y orden interno, en M .aLuisa López-
Vidriero y Pedro M. Cátedra (comps.), El Libro Antiguo Español, IV, Coleccionismo y
Bibliotecas (Siglos xv-xvin), Salamanca, Edciones Universidad de Salamanca-Patri­
monio Nacional-Sociedad Española de Historia del Libro, 1998, págs. 519-557.
24. L. Cabrera de Córdoba, Historia de Felipe II, rey de España, I, Edición diri­
gida por José Martínez Millán y Carlos Javier de Carlos, Valladolid, Junta de Casti­
lla y León-Consejería de Educación y Cultura, 1998, pág. 292.
25. Véase al respecto las consideraciones de Armando Petrucci en La scrittura.
Ideología e rappresentazione, Turin, Einaudi, 1986 (1980), especialmente págs. 43-
49, y en Poder, espacios urbanos, escrituras expuestas: propuestas y ejemplos, en Ar­
mando Petrucci, Alfabetismo, escritura, sociedad, cit., págs. 57-69. [Originalmente,
Potere, spazi urbani, scritture esposte: proposte ed esempi, en Culture et idéologie
dans la genèse de l’Etat moderne. Actes de la table ronde organisée par le Centre Na­
tional de la Recherche Scientifique et l’Ecole française de Rome (15-17 octubre 1984),
Roma, Ecole française de Rome, 1985, págs. 85-97.]
26. Antonio M. Hespanha, Vísperas de Leviatán. Instituciones y poder político
(Portugal, siglo xvii), Madrid, Taurus, 1989 [originalmente, As vésperas do Levia­
than. Instituiçôes e poder politico. Portugal, séc. x v i i , Lisboa, 1986], págs. 411-414.
27. Aunque comentado y tratado por cuantos se han ocupado de la figura de este
rey, su apego al papel y a la pluma y lo que para él representaban los libros es una de
las líneas en las que más ha trabajado Fernando J. Bouza Alvarez. Una selección de sus
principales trabajos puede leerse y consultarse ahora en el libro Imagen y propagan­
da. Capítulos de historia cultural del reinado de Felipe II, Madrid, Akal («Akal Uni­
versitaria», 200), 1998.
28. L. Cabrera de Córdoba, Historia de Felipe II, I, cit., pág. 368.
29. Giorgio R. Cardona, Antropología de la escritura, Barcelona, Gedisa, («LeA»,
3),1994 [Ed. orig.: Antropología della scrittura, Turin, Loescher editore, 21987], pág.
155 y, en general, págs. 154-174.
30. A. Petrucci, L ’illusione della storia autentica: le testimonianze documentarle,
en L ’insegnamento della storia e i materiali del lavoro storiografico. Atti del Convegno

35
di Treviso, 10-12 novembre 1980, Messina, Società degli Storici Italiani, 1984, págs.
73-88: 85.
31. Véase G. R. Cardona, Antropología de la escritura, cit., pág. 186.
32. Lope García de Salazar, Las bienandanzas e fortunas, I, ed. de Angel Rodrí­
guez Herrero, Bilbao, Diputación Foral de Vizcaya, 1984, pág. 286.
33. «Alexandre, conuiene uos que sean nuestros escriuanos por escreuir nuestras
cartas et nuestros priuilegios escogidos quales yo dixe, que nuestra carta muestra
qual es nuestro seso et nuestro entendimiento et lo que queredes a los que uuen uaes-
íra carta; que la razón de la fabla es en su alma, et los escriuanos son el cuerpo, et el
afeytamiento es la letra, et deue ser uiuo et muerto. Assy conuiene que sean nuestros
escriuanos que metan la razón conplida en buena palabra et en letra fremosa et
apuesta...», Seudo Aristóteles, Poridat de las poridades, ed. de Lloyd A. Kasten, M a­
drid, 1957, pág. 50, y la «Introducción» (págs. 7-27) para los pormenores de la obra.
Me ha puesto en la pista de estas lecturas el trabajo de Isabel Beceiro Pita, El testi­
monio de los ausentes: escritura y sociedad en el reino de Castilla, «Fundación. Re­
vista para la Historia de España», 2, 1999, en prensa.
34. Véase el texto de las mismas en M .a de la Soterraña Martín Postigo, Historia
del archivo de la Real Chancillería de Valladolid, Valladolid, 1979, págs. 472-493: 483.
35. Véase Aurora Egido, Los manuales de escribientes desde el siglo de Oro. Apun­
tes para una teoría de la escritura, «Bulletin Hispanique», 9 7 ,1 , 1995, págs. 67-94.
36. A. de Torquemada, Manual de escribientes, en Obras completas, I, Madrid,
Turner («Biblioteca Castro»), 1994 pág. 37.
37. F. Rodrigues Lobo, Corte na aldeia, Introduçâo, notas e fixaçâo do texto de
José Adriano de Carvalho, Lisboa, Editorial Presença, 1991, diálogo II: «Da policía e
estilo das cartas missivas».
38. A. de Torquemada, Manual de escribientes, cit., pág. 124.
39. M. de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, cit., pág. 369.
40. Véase Roger Chartier, La pluma, el taller y la voz, en Pluma de ganso, libro
de letras, ojo de viajero, México, Universidad Iberoamericana-Departamento de His­
toria, 1997, págs. 21-45.
41. Véase R. Chartier, Ocio y sociabilidad: la lectura en voz alta en la Europa mo­
derna, en Id., El mundo como representación. Ensayos de historia cultural, Barcelona:
Gedisa, 1992 [originalmente en «Littératures classiques», 12, 1990, págs. 127-147],
págs. 121-145.
42. Junto al artículo citado en la nota anterior, véase Margit Frenk, Entre la voz
y el silencio (La lectura en tiempos de Cervantes), Alcalá de Henares, Centro de Es­
tudios Cervantinos («Biblioteca de Estudios Cervantinos», 4), 1997 donde se recogen
buena parte de los trabajos que la autora ha dedicado a esta problemática.
43. M. de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, cit., págs. 369-370.
44. Apremia remitirse al estado de la cuestión presentado en R. Chartier y
Hans-Jürgen Lüsebrink (comps.), Colportage et lecture populaire. Imprimés de large
circulation en Europe, X V f - X l i ? siècles. Actes du colloque des 21-24 avril 1991, Wol-
fenbüttel, París, IMEC Editions-Editions de la Maison des Sciences de l’Homme,
1996.
45. R. Chartier, Lecturas, lectores y «literaturas» populares en el Renacimiento, en
Sociedad y escritura en la Edad Moderna. La cultura como apropiación, México, Ins­
tituto Mora, 1995, págs. 139-156: 151; y ahora, Lecturas y lectores «populares» desde
el Renacimiento hasta la época clásica, en G. Cavallo - R. Chartier (comps.), Historia
de la lectura en el mundo occidental, Madrid, Taurus, 1998 [ed. it., Roma-Bari, Later-
za, 1995; ed. fr., París, Éditions du Seuil, 1996], págs. 413-434: 428.

36
46. Véase Ivan Illich, Du lisible au visible: La naissance du texte. Un commen­
taire du «Didascalicon» de Hugues de Saint-Victor, Paris, Les Éditions du Cerf, 1991;
y Jacqueline Hamesse, El modelo escolástico de la lectura, en G. Cavallo y R. Char­
tier (comps.), Historia de la lectura, cit., págs. 157-185.
47. Un buen testimonio de ello lo tenemos en el poeta Fernando de Herrera. Cfr.
Pedro Ruiz Pérez, Libros y lecturas de un poeta humanista. Fernando de Herrera
(1534-1597). Catálogo bibliográfico por Ana Rojas Pérez, Córdoba, Universidad de
Córdoba-Servicio de Publicaciones, 1997.
48. Véase Anthony Grafton, E l lector humanista, en G. Cavallo y R. Chartier
(comps.), Historia de la lectura, cit., págs. 281-328.
49. Archivo Histórico Nacional, Madrid, Inquisición. Leg. 104, exp. 5, Proceso
contra Isabel Ortiz (1564-1565), fol. 40v. Véase en mi libro Escrituras y escribientes,
cit., pág. 350; y, más ampliamente, en mi trabajo Autoría y lectura femeninas en el si­
glo X V I: el «librico de doctrina christiana» de Isabel Ortiz, en Pedro M. Cátedra y Ma­
ría Luisa López-Vidriero (comps.), El Libro antiguo español, VI: Lecturas femeninas
en Europa (siglos xiv-xvm), Salamanca, Universidad de Salamanca, 2000.
50. Véase Augustin Redondo, Texto literario y contexto histórico-social: del «La­
zarillo» al «Quijote», en Estado actual de los estudios sobre el Siglo de Oro. Actas del
II Congreso de la Asociación Internacional Siglo de Oro, I, ed. de M. García Martín y
otros, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1993, págs. 95-166; recogido ahora en
su libro Otra manera de leer el «Quijote», Madrid, Castalia («Nueva Biblioteca de
Erudición y Crítica», 13), 1997, págs. 23-53: 24.
51. M. de Certeau, La invención de lo cotidiano, I. Artes de hacer, México, Uni­
versidad Iberoamericana-Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occiden-
te-Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, 1996 [originalmente,
L ’invention du quotidien, I, Arts de faire, Paris, Gallimard, 1990], págs. 177-189:
183.
52. Un proyecto en el que resulta muy fructífera y sugerente la lectura de los en­
sayos reunidos en R. Chartier, Escribir las prácticas. Foucault, de Certeau, Marin,
Buenos Aires, Manantial, 1996; y, del mismo, Escribir las prácticas: discurso, prácti­
ca, representación, Valencia, Fundación Cañada Blanch («Cuadernos de trabajo», 2),
1999.
53. A los que menciona Armando Petrucci cabe añadir los monográficos de la
revista «Bulletin Hispanique» que dan cuenta de un amplio y dilatado proyecto de in­
vestigación sobre la educación y las lecturas de los españoles en la época moderna
conducido por François Lopez. Concretamente los siguientes volúmenes: La culture
des élites espagnoles à l’époque moderne, 97, 1995; Les livres des espagnols à l’époque
moderne, 99,1, 1997; y el ya citado Lisants et lecteurs en Espagne, X V e-XIXe siècle, 100,
2, 1998.
54. P. de Madariaga, Libro subtilissimo intitulado honra de escrivanos, Valen­
cia, Juan de Mey, 1565, fol. 35v.
55. M. de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, cit., pág. 754.

37
Alfabetización
y primeras letras
(siglos xvi-xvii)
A n t o n io V iñ a o F r a g o

Hasta no hace más de dos décadas era inusual, por no decir in­
sólito, que los historiadores de la literatura se preocuparan, en Es­
paña, por la historia de la alfabetización, o sea, por la historia de la
lectura y la escritura como prácticas sociales y culturales. Desde en­
tonces, por fortuna, han cambiado muchas cosas. Por un lado, los
historiadores de la literatura -bajo la denominación ahora de histo­
ria literaria, es decir, del mundo de las letras y de lo escrito- se han
interesado cada vez más por la producción, difusión, recepción y
apropiación de los textos y, en consecuencia, por la interacción entre
lo oral y lo escrito. Por otro, la historia de la alfabetización, un ám­
bito en expansión y auge en las últimas décadas, ha experimentado
al mismo tiempo cambios sustanciales en sus enfoques y temas.1El
paso de una historia en principio casi exclusivamente cuantitativa,
dirigida a conocer quiénes y cuántos eran los alfabetizados y, como
mucho, quiénes poseían libros y qué libros poseían, así como la dis­
tribución social -en función del género, ocupación, estatus y zona de
residencia- de los mismos, a otra de índole cualitativa hasta su di­
lución en una historia más amplia de los procesos de comunicación
social y humana, ha supuesto, entre otros aspectos,
a) que los historiadores de la alfabetización hayan coincidido, des­
de perspectivas e intereses sólo en parte diferentes, con los historia­
dores del libro, de la imprenta y de la escritura;
b) que su preocupación esencial u objeto preferente, aquel que
delimita un campo de investigación concreto, sea hoy, como antes
dije, la historia de la lectura y de la escritura como prácticas socia­
les y culturales: cómo, cuándo, dónde, por qué, por quiénes y quié­
nes aprendieron ambas habilidades, los usos que de ellas se hicie­

39
ron y los contextos y procesos sociales más amplios en los que, en
una sociedad dada, se produjeron tales aprendizajes y usos;2
c) que, por ello, se haya constituido un campo de investigación
interdisciplinar, que yo denominaría historia de la cultura escrita,3
en el que coinciden los historiadores de la literatura, del libro, de la
imprenta, de las bibliotecas, de la lectura, de la escritura y de la edu­
cación, entre otros, así como una diversidad de disciplinas de dife­
rente procedencia académica tales como la historia, la literatura, la
filología, la paleografía, la biblioteconomía, la pedagogía y la antro­
pología, por citar las más relevantes.
Hablar, pues, de alfabetización en España y en el siglo de Cer­
vantes exige hoy ir mucho más allá de la mera determinación -si es
que es posible- de sus niveles cuantitativos. Hablar, asimismo, de
primeras letras -incluso sólo de su aprendizaje- requiere también
ir más allá de la tradicional referencia a los métodos utilizados.
Dado que este simposio ha sido organizado, con acierto, desde la pers­
pectiva interdisciplinar antes mencionada, y que, en consecuencia,
corresponde a otros hablar de la producción, difusión y apropiación
de lo escrito, en sus diversas modalidades, así como del aprendizaje
y usos de la escritura, limitaré mi intervención a tratar, primero,
las evidencias directas, cuantitativas, que existen sobre la difusión
de la alfabetización en la España de los siglos xvi y XVII. Después, de
entre las indirectas, analizaré los contextos de aprendizaje de la lec­
tura, y, de un modo específico, intentaré conectar los procesos de
alfabetización y escolarización. Ello me llevará a plantear algunas
hipótesis sobre el modelo español de alfabetización en dichos siglos;
más en concreto, sobre el efecto diferencial, en este punto, de la Con­
trarreforma. La parte final de mi intervención se referirá al apren­
dizaje escolar de la lectura, sus métodos e instrumentos.
No obstante, antes de desarrollar estas cuestiones, parece opor­
tuno hacer algunas consideraciones previas sobre el concepto de
alfabetización y su análisis histórico.

Analfabetismos y alfabetizaciones

En 1982, en un trabajo, por lo demás excelente, publicado en el


tomo V de la Historia crítica de la literatura española, W. T. Pattis-
son afirmaba, llevando hacia atrás en el tiempo el sesenta y tantos
por ciento de analfabetismo bruto reflejado en el censo de 1900, que,
a comienzos del siglo xix, «alrededor del 94 % de los españoles eran
analfabetos».4 Dicho cálculo sólo pudo realizarse comparando los

40
datos de analfabetismo bruto de los censos de 1900 (63,7 %) y 1860
(75,5 %), y dando por supuesto que durante el siglo XIX se había pro­
ducido un incremento regular y paulatino de la alfabetización en
España.
Un razonamiento de este tipo (erróneo en relación con la época
referida y que, aplicado a los siglos xvi y xvii, nos llevaría a la tam­
bién errónea conclusión de que prácticamente todos los españoles
eran analfabetos) parte de dos creencias de las que hay que despo­
jarse cuando se analiza el proceso de alfabetización. Una de ellas es
la de que el paso de la alfabetización restringida a la alfabetización
generalizada, en una sociedad dada, constituye un proceso gradual,
más o menos rápido, cuando en realidad estamos ante algo en ge­
neral fluctuante, irregular, con sus avances, retrocesos y estanca­
mientos que, además, ofrece evoluciones y ritmos diferentes para
cada sexo, localidad y ocupación o grupo social.
La otra creencia afecta de lleno a la idea misma de alfabetiza­
ción: un concepto asimismo variable en el tiempo y en el espacio.
Cuando se dice que los porcentajes de alfabetización o analfabetismo
de un determinado país alcanzan tal o cual cifra, esta cifra coloca, de
modo automático, a los analfabetos en un lado y a los alfabetizados
en el otro. Establece una tajante línea divisoria que no refleja la
complejidad social del fenómeno. No tiene en cuenta, por ejemplo,
los distintos niveles de alfabetización que cada individuo posee, en
una sociedad y momento dados, según el modo de comunicación y el
código o lenguaje al que nos refiramos. Limitándonos al ámbito de
la lectura y la escritura, tampoco establece distinciones en función
del dominio que se tenga de los distintos contextos e instrumentos
en o con los que se lee y escribe, es decir, de las distintas modalida­
des de lectura y escritura.6
Afirmar, en relación, por ejemplo, con la España - o alguna de sus
localidades- de los siglos xvi y x v ii, que el porcentaje de alfabetiza­
dos alcanzaba tal o cual cifra no dice nada o casi nada:
a) Sobre el fenómeno, bastante usual en dicha época, de la se-
mialfabetización -aquellos que sabían leer y no escribir-, o sobre
quienes sólo sabían leer -identificar, descifrar- un tipo de caracte­
res -por ejemplo, en mayúsculas- y no otros, o sólo un tipo de textos
conocidos y memorizados gracias a la combinación de su audición y
relectura, a su repetida visualización -en el caso de textos o frag­
mentos breves-, o a su conexión con algún objeto o imagen. Tales
afirmaciones, aún siendo útiles a otros efectos, como se verá, deben
ser contempladas con cautela. Olvidan que no existe una línea divi­
soria tajante -aunque la rotundidad de las cifras así lo indique-,

41
sino una graduación por niveles, históricamente mutables, en fun­
ción del dominio que se tiene de las distintas modalidades de lectu­
ra y escritura que en cada sociedad coexisten.
b) Sobre las posibles vías de interacción entre unos y otros, así
como entre lo oral y lo escrito, o las posibilidades, por parte de los
analfabetos, de acceder a lo escrito a través de las lecturas en voz
alta efectuadas por otros.
c) Sobre las actitudes e imágenes mentales que en un momento
dado predominaron en relación con la práctica de la lectura y la es­
critura. Recrear cuál era el ambiente cultural, es decir, las opinio­
nes, creencias, actitudes e imágenes en conflicto, en relación con
ambas habilidades y prácticas, implica buscar evidencias o indicios
que nos ayuden a entender los significados y valoraciones social­
mente atribuidos a las mismas. Así, por ejemplo, todo parece indi­
car que, a lo largo del siglo XVII, en comparación con buena parte
del XVI, abundan más los testimonios que reflejan actitudes de críti­
ca, recelo, cautela y prevención frente al excesivo número de libros
o la misma práctica de la lectura. Unas veces, porque se considera
que dicho número, en especial tras la aparición de la imprenta, an­
tes producía «cuidado» que «instrucción»,6 «vanidad» que «enseñan­
za».7 Una actitud, frente a la cultura impresa, que algunos pintores
(Valdés Leal, Antonio de Pereda) reflejaban en aquellos cuadros en
los que, bajo el título de «Vanitas», los libros aparecían junto a las
calaveras. La actitud de crítica también se debe a los peligros de ín­
dole moral, y en consecuencia física, que podía acarrear la lectura.
Cuando en el conocido pasaje del entremés cervantino La elección
de los alcaldes de Daganzo (1615), el bachiller pregunta al primero
de los candidatos a alcalde, Humillos, si sabe leer y éste responde

No por cierto,
Ni tal se probará que en mi linaje
Haya persona tan de poco asiento,
Que se ponga a aprender esas quimeras
Que llevan a los hombres al brasero,
Y a las mujeres a la casa llana.
Leer no sé, más sé otras cosas tales,
Que llevan al leer ventajas muchas,

no tenemos que dar a sus palabras, desde luego, el valor de un do­


cumento histórico que diera cuenta de una actitud generalizada (so­
bre todo cuando el siguiente candidato, Jarrete, manifiesta hallarse
aprendiendo a leer, en la fase del deletreo), pero tampoco podemos
reducirlas a una mera ficción imaginativa. Reflejan, por su finali­

42
dad satírica y jocosa, la existencia de una clara actitud de preven­
ción frente a la lectura lo suficientemente difundida como para dar
origen y hacer creíble un personaje que el público identificaba con
otros que conocía en la vida real. Aludir a ello sin que los que asistían
a la representación vieran allí, caricaturizada, una forma de pensar
más o menos extendida, carecía de sentido. De ahí que a la genera­
ción que padecimos y conocimos este tipo de mentalidad, el personaje
no nos sea insólito o inventado: pertenece a nuestra realidad.

Niveles de alfabetización o la difusión


de la capacidad de firmar

Cuando los historiadores hablamos de niveles de alfabetización


en relación con períodos precensales (en España la primera encues­
ta oficial sobre alfabetización se llevó a cabo en 1835, la primera de
la que se tienen datos globales, a través de una fuente privada, es
de 1841, y el primer censo con datos al respecto es el de I860)8 nos
referimos a la capacidad de firmar o dominio de la firma. No hay
otro indicador general y directo que podamos utilizar. Podemos re­
currir, desde luego, a evidencias indirectas -producción y comercio
de lo impreso, niveles de escolarización, actitudes ante lo escrito,
etc.- pero el único medio de acercarnos a lo que más puede parecer­
se a un censo sobre los niveles de alfabetización es la cuantificación,
en una sociedad dada, de quienes sabían firmar y de cuál era el do­
minio que tenían de la firma. Los ejemplos particulares que pueden
ponerse - y que todos hemos encontrado alguna vez- de quienes sa­
ben firmar y no leer o leer y no firmar, no empañan lo dicho: a nive­
les globales el mejor y el único indicador fiable con que los histo­
riadores contamos para conocer el nivel de alfabetización en los
períodos precensales es la firma. Un indicador que nos proporciona
una imagen intermedia, a medio camino, entre la capacidad de leer
y la de escribir, y ante el que cada investigador, en función de las
fuentes utilizadas, tendrá que determinar hasta qué punto dichas
fuentes:
a) Proporcionan unos porcentajes de alfabetización que sobreva-
loran los que nos ofrecería un censo de toda la población, a causa de
la infrarrepresentación de personas del sexo femenino, pertenecien­
tes a las clases populares o procedentes del medio rural.9
b) Infraestiman el número total de lectores potenciales al no in­
cluir a quienes sabiendo leer no saben firmar -que parecen ser más
que aquellos que saben firmar y no leer.10

43
A diferencia de lo que sucedía hace dos décadas contamos ya con
un buen número de estudios sobre los niveles de alfabetización en
varias localidades y zonas del país durante los siglos XVI y XVII, rea­
lizados a partir del cómputo de quienes sabían o no firmar. Los datos
globales proporcionados por estos estudios se ofrecen en un cuadro
anexo. Las dificultades surgen cuando se pretenden sacar conclu­
siones más o menos definitivas de los mismos. Las fuentes utiliza­
das no han sido siempre las mismas: las hay fiscales -donativo de
1635-, judiciales -procesos inquisitoriales- y notariales -testamentos
en exclusiva, testamentos y declaraciones de pobreza y documenta­
ción notarial de todo tipo-. Las mismas fuentes, además, pueden
ofrecer niveles de representatividad diferentes de una localidad a
otra o, dentro de una misma localidad, en años distintos. Ello difi­
culta las comparaciones tanto sincrónicas como diacrónicas. Sin
embargo, la lectura de dichos trabajos permite extraer conclusiones
generales que van más allá de los datos ofrecidos. Unas veces por­
que coinciden en sus apreciaciones, y otras porque, al profundizar
en una cierta localidad o en las informaciones proporcionadas por la
fuente utilizada u otras complementarias, se obtienen evidencias
que hacen posibles análisis más refinados o se plantean nuevas cues­
tiones e hipótesis. Una síntesis apretada de tales conclusiones, aná­
lisis y cuestiones sería la siguiente:
a) Si la alfabetización masculina urbana ofrece, en general, ni­
veles similares a los de otros núcleos urbanos europeos de la época,
no sucede lo mismo con la femenina. Las diferencias entre hombres
y mujeres, en este punto, son en España algo más acentuadas tan­
to en una misma área o localidad, como dentro del matrimonio, de
lo que lo son en otros países del Norte y Centro de Europa.
b) Las diferencias entre el medio rural y el urbano son, asimis­
mo, importantes, sin que eso signifique, en absoluto, que la cultura
escrita no llegue, por diferentes vías, al primero. Las existentes, por
su parte, entre los núcleos urbanos, guardan relación con la im­
pronta eclesiástica, administrativa, comercial, artesanal, industrial
o agraria que en ellos predomina.
c) Frente a la práctica alfabetización total de los nobles y le­
trados, así como del clero, a su progresiva difusión entre los co­
merciantes y al analfabetismo generalizado de los trabajadores no
cualificados, los que tenían ocupaciones inferiores del sector prima­
rio, pobres y vagabundos, es entre los artesanos y el mundo de los
oficios, como ha indicado Claude Larquié en su estudio sobre la al­
fabetización de los madrileños en 1650, donde se libra la batalla en­
tre la alfabetización y el analfabetismo.11 Este, el de los artesanos,

44
sería un mundo muy diverso en el que, dentro del mismo oficio,
unos saben firmar y otros son incapaces de hacerlo, y donde caben
amplias diferencias según el uso profesional y la relación que en cada
oficio se tenía con la escritura. De ahí el valor de los datos ofrecidos
por Larquié en este punto o de los más completos -por el número de
personas de los que se obtuvo información en cada oficio- de Sera­
fín de Tapia en relación con las localidades de Ávila y Segovia des­
de 1503 a 1628,12 Los porcentajes más elevados de quienes sabían
firmar se alcanzaban, más o menos por este orden, entre los escri­
banos, mayordomos, administradores, procuradores, boticarios,
plateros, mercaderes, barberos-cirujanos, cereros, bordadores, pin­
tores, cordoneros, calceteros, fabricantes de paños o telas, corderos,
tintoreros, herradores o albéitares, tundidores, pasteleros, sastres y
carpinteros, y los más bajos entre los carniceros, labradores, curti­
dores, perailes, tejedores, hortelanos y molineros -no parece que en
dichas localidades abundaran los Menocchios-
En este contexto global existieron grupos sociales específicos
-minorías- que ofrecen una amplia diversidad de una región o localidad
a otra. El ejemplo más claro es el de los moriscos. Entre los 513 mo­
riscos de tres pueblos de la huerta valenciana -Carlet, Benimodo y
Benimuslem- que en 1574 fueron encausados por la Inquisición, el
analfabetismo femenino era total y sólo un 7,2 % de los hombres sa­
bía firmar. En este último caso, los adultos de más edad, los ancia­
nos, estaban más alfabetizados que sus descendientes. La represión
sistemática tras su bautismo forzoso entre 1521 y 1526, les había
convertido, en opinión de Bernard Vincent, en una minoría imposi­
bilitada para desarrollar su propio sistema de enseñanza y su cul­
tura y, a la vez, rechazada, es decir, no integrada ni asimilada.13
Como ha señalado Jacqueline Fournel-Guerin, en relación con los
moriscos aragoneses en los años 1540-1620, aunque los textos reli­
giosos o literarios árabes abundaran en todos los hogares, transmi­
tiéndose de generación en generación, tenían más la consideración
de reliquias o escritos para memorizar y transmitir por vía oral que de
libros o papeles para leer.14
Sin embargo, la coexistencia en el tiempo, en el caso de Avila, de
dos grupos de moriscos de distinta procedencia y nivel social, ha
permitido a Serafín de Tapia constatar las diferencias existentes,
en los años finales del siglo xvi y primeros del x v ii, entre «una mi­
noría muy alfabetizada» (un 72,3 % de hombres que saben firmar
entre 1503 y 1610) de moriscos de conversión y bautismo forzosos,
plenamente integrados en la vida social y económica de la ciudad,
con ocupaciones relevantes y detentando oficios públicos, y los mo­

45
riscos «granadinos», llegados en 1579, a cuyo cargo corrían las ocu­
paciones inferiores de la escala social y laboral, con sólo un 24 % de
varones firmantes. Los moriscos «convertidos» de la ciudad de
Ávila, en palabras de Serafín de Tapia, «constituían un colectivo atí-
pico dentro del conjunto de sus correligionarios del país: llegaron a
alcanzar un status social aceptable y destacaron por su actividad y
riqueza». En todo caso, ambas comunidades, la «granadina» y la
«convertida», muestran, en el primer caso, las graves consecuencias
que tuvo para su alfabetización -como sucedió entre los moriscos
valencianos- la represión y marginación a que dicha comunidad fue
sometida, y, en el segundo, las no menos funestas consecuencias que
tendría la expulsión en 1610-1611 de una minoría ampliamente al­
fabetizada. Y ello, incluso, para la población morisca femenina «con­
vertida» cuyos porcentajes de firmantes (12,5 % entre 1580 y 1610)
eran inferiores, pese a su más elevado estatus y nivel de renta, al
del resto de la población femenina de Ávila (18,9 % en esas mismas
fechas).15 Su expulsión sólo podía significar, a diferencia de los va­
rones «convertidos», la continuidad de su inferioridad y margina­
ción en lo que a la cultura escrita se refiere.

El proceso de alfabetización en España durante


los siglos XVI y xvii

Las anteriores consideraciones nos ayudan a introducirnos en


los complejos mundos de la alfabetización, la semialfabetización y el
analfabetismo, así como a conocer algo más sobre la difusión social
de la cultura escrita. Pero poco o nada dicen sobre cuál fue la evolu­
ción de dichos mundos durante los siglos x v i y x v i i y, más en con­
creto, sobre si existió o no una «revolución educativa» en este ámbito
en la España del siglo x v i, tal y como sucedió en otros países,16y, en
España, en relación con las universidades y estudios de latinidad y
gramática o la formación del clero;17como tampoco lo hacen sobre si,
tal y como aventuran algunas hipótesis, dicha «revolución» o impulso
fue frenado posteriormente y, caso de responder afirmativamente, a
partir de qué fechas, por qué causas y con qué efectos. Plantear esta
cuestión en el caso español significa abordar otras dos con ella rela­
cionadas:
a) ¿Hasta qué punto la crisis o estancamiento económico del
siglo xv ii afectó a la alfabetización y a la difusión de la cultura es­
crita, en especial entre los artesanos, las mujeres y las clases po­
pulares?

46
b) ¿Qué papel desempeñó la Iglesia Católica, en comparación con
las iglesias protestantes en sus respectivos países o áreas de in­
fluencia, en dichos impulso y estancamiento o freno?
¿Existió o no un impulso de la alfabetización en el siglo xvi? ¿Fue
frenado, caso de existir, y en qué momento? El cuadro anexo final no
permite, por sí solo, conclusiones definitivas a causa, como dije, de
la diversidad de las fuentes empleadas y de la distinta representa-
tividad de las muestras utilizadas. Responder a ambas preguntas
exige centrarnos en aquellos estudios en los que, por el número de
casos computados y los intervalos temporales cubiertos, es posible
extraer algún tipo de evidencia. Estas condiciones sólo las cumplen
los trabajos de Marie-Christine Rodríguez y Bartolomé Bennassar
sobre los encausados por las inquisiciones de Toledo y Córdoba de
1540 a 1700 y 1595 a 1632, respectivamente, de Claude Larquié so­
bre Madrid desde 1650 a 1700, a partir de testamentos y declara­
ciones de pobreza, de Sara T. Nalle sobre los encausados por la In­
quisición de Cuenca desde 1540 a 1661, y, sobre todo, de Serafín de
Tapia sobre Avila y Segovia desde 1503 a 1628, utilizando todo tipo
de documentación notarial.
a) En el caso de Toledo y Córdoba, la fuente manejada, la sobrerre-
presentación urbana, masculina y de los grupos sociales acomoda­
dos, lo reducido de la muestra, y, para Toledo, las fuertes diferencias
en el número de casos computados en cada período, limitan, como los
mismos autores reconocen, el valor de los resultados.18 El ligero,
progresivo y continuo ascenso del porcentaje de los que saben fir­
mar -sobre todo de los que firman bien- entre los encausados del
tribunal de Toledo (1515-1600: 49,8 %; 1601-1650: 51,5 %; 1651-1700:
54,6 %) es puesto en cuestión por dichos autores a causa de la dis­
paridad del número de casos tenidos en cuenta y de las más que pro­
bables diferencias en la composición sociológica de las muestras de
cada período. Asimismo, el hecho de que en los años 1600-1650 los
encausados de más de veintiséis años por la Inquisición toledana
estuvieran más alfabetizados que los de menos de veinticinco años,
cuando los datos del tribunal cordobés muestran una situación
opuesta, tampoco puede llevarnos a plantear la hipótesis, como ha­
cen ambos autores, de que ello se debe al hecho de que, desde el
punto de vista social y económico, las ciudades castellanas se halla­
ban, a excepción de Madrid, en plena decadencia a principios del
siglo XVII, mientras que Andalucía estaba en auge. Como se recono­
ce en otro lugar del trabajo, los resultados de Toledo pueden expli­
carse, una vez más, por las diferencias en el número de jóvenes com­
putados en cada caso y en relación con el total de los computados.

47
b) En el caso de Madrid durante la segunda mitad del siglo XVII
volvemos a encontrarnos con datos significativos y afirmaciones hi­
potéticas y cautelosas.19 Las cifras están ahí: en 1650, el 45,3% de
quienes testan o hacen declaraciones de pobreza saben firmar. En el
período 1651-1700 sólo lo hacen el 37,7 %. ¿Retroceso, estancamien­
to? El descenso podría explicarse, según Larquié, por «la miseria de
los tiempos», es decir, por el empeoramiento de las condiciones de
vida. Pero esta explicación sólo la emite a título de hipótesis. Su
conclusión es la siguiente: las características de la fuente utilizada
sólo permiten una «respuesta prudente». Dicha respuesta es, no
obstante, precisa: parece, en su opinión, que, en lo que a Madrid se
refiere, hubo, durante la segunda mitad del siglo XVII, un cierto re­
pliegue cultural, paralelo a las desgracias de los años finales del rei­
nado de Felipe IV y del de Carlos II.
c) Las cifras ofrecidas por Sara T. Nalle para los períodos 1540-
1600 y 1601-1661, sobre la capacidad de firmar de los encausados
de la Inquisición de Cuenca sí parecen más concluyentes. En pala­
bras de la autora, «el material de Cuenca.... sugiere que los elevados
porcentajes de alfabetización masculina parecen haber sido el re­
sultado de un cambio gradual durante el siglo XVI» .20 Dichos porcen­
tajes, en efecto, hablan por sí solos: 35 % de media para los años
1540-1600 y 52 % para el período 1601-1661. Las cifras son todavía
más reveladoras, en este caso, si los porcentajes se calculan tenien­
do en cuenta el año de nacimiento: del 9 % de los nacidos entre 1511
y 1530 que sabían firmar, se asciende progresivamente al 27 % de
los nacidos entre 1511 y 1530, al 36% de los nacidos entre 1531 y
1550, al 46 % de los nacidos entre 1551 y 1570, y al 54 % -el porcen­
taje más elevado- de los nacidos entre 1571 y 1590, para descender
ligeramente al 52 % de los nacidos entre 1591 y 1637.
En las mujeres el porcentaje de las que sabían firmar ofrecía,
asimismo, un claro incremento del 8% en 1540-1600 al 28% en
1601-1661. Sin embargo, su evolución, en función del año de naci­
miento, era mucho más irregular, quizás por el inferior número de
casos considerados: así como, en el caso de los hombres, el estan­
camiento se producía entre los nacidos en los años 1591-1637, es
decir, en las primeras décadas del siglo xvn, en las mujeres esta
fase de regresión aparecía ya entre las nacidas en los años 1571-
1590, o sea, en el último cuarto del siglo xvi, mientras que las na­
cidas en las primeras décadas del siglo xvii ofrecían un fuerte in­
cremento porcentual (del 13% para las nacidas en 1571-1590,
inferior al 18 % de 1551-1570, al 33 % —el porcentaje más elevado-
de 1591-1637).

48
d) La más elevada representatividad de la muestra sobre la que
ha trabajado Serafín de Tapia en relación con Ávila y Segovia desde
1503 a 1628, a partir de fuentes notariales, así como el corte serial
efectuado (seis cortes de 25 en 25 años) y el análisis comparativo
que dicho corte permite entre las dos localidades citadas, comple­
mentan y amplían las hipótesis y resultados de Sara T. Nalle.21
La capacidad de firmar entre la población cristiana vieja (no mo­
risca) y seglar (excluyendo, por tanto, a los clérigos, frailes y mon­
jas) de Ávila y seglar (con la inclusión, por tanto, de los moriscos) de
Segovia ofrece, desde 1503 a 1578, una evolución ascendente (del
44 % al 53,1 % en la primera localidad y del 41,5 % al 50 % en la se­
gunda). Los porcentajes de 1603 significan una ruptura en dicha
progresión, menor en el caso de Ávila (50,6 %) que en el de Segovia
(38,6 %). Por último, los de 1628 (52,3 % en Ávila y 50,8 % en Sego­
via) indican un incremento en relación con los precedentes de 1603
y un estancamiento en relación con los de 1578.
Los datos parecen coincidir, en principio, con los obtenidos por
Sara T. Nalle en la diócesis conquense: tanto allí como aquí el es­
tancamiento de la alfabetización se produce, tras varias décadas de
incrementos importantes, en los años finales del XVI y primeras dé­
cadas del xvii, si bien, en el primer caso, la conclusión se obtiene a
partir de la fecha de nacimiento y, en el segundo, de la del docu­
mento suscrito. El análisis de este proceso en función del sexo y, de
un modo específico, en relación con los artesanos como grupo profe­
sional, en los casos de Ávila y Segovia, permite, sin embargo, pro­
fundizar y matizar dicha coincidencia.
En Ávila y Segovia, como ya sucedía en Cuenca, la evolución tem­
poral de la alfabetización no siempre fue la misma para los hombres
que para las mujeres. En las dos primeras localidades la alfabetiza­
ción masculina siguió, en su evolución, el curso de la indicada con
carácter general: retroceso de 1603 en relación con 1578 e incre­
mento, hasta casi alcanzar los niveles de 1578, en 1628. Esta mis­
ma evolución fue la seguida por la alfabetización femenina en Se­
govia pero no en Ávila donde el porcentaje de 1628 (24,5%) fue
claramente superior a los de 1578 (17 %) y 1603 (14,1 %).
La diferente evolución de ambas localidades se aprecia, con más
consistencia y detalle, al analizar la alfabetización de los artesanos.
En el caso de Ávila el porcentaje de firmantes más elevado se al­
canza, siguiendo la tónica general, en 1578. A partir de esta fecha
muestra una línea descendente que continúa hasta 1628 (49,8 % en
1603 y 41,3 % en 1628). En Segovia, al contrario, la evolución es pro­
gresiva y ascendente desde el 33,3 % de 1503 al máximo final de

49
49,2% en 1628. Entre 1578 y 1628 las evoluciones, así pues, difie­
ren: el nivel de alfabetización de los artesanos de Avila declina y el
de Segovia crece hasta invertir la situación de partida. Si desde
1503 a 1578 la evolución es claramente favorable para los artesanos
abulenses (que pasan del 22,7 % de firmantes en 1503 al 62,5 % en
1578) frente a los segovianos (33,3 % y 34,1 %, en esos mismos años),
en el período 1578-1628 la situación se invierte: en 1578 el porcen­
taje de los artesanos de Avila que sabían firmar casi duplicaba la de
Segovia (62,5% frente al 34,1%), y en 1628 era esta última locali­
dad la que ofrecía la cifra más elevada de firmantes (49,2 % en Se­
govia y 41,3 % en Ávila).
La hipótesis general del progresivo incremento de la alfabetiza­
ción -a l menos en el sexo masculino- durante el siglo XVI y del de­
clive o estancamiento de los años finales de dicho siglo y las prime­
ras décadas del xvil no es aplicable, pues, a los artesanos de Segovia
(como es seguro que tampoco será aplicable en muchas localidades
o zonas ni en todos los grupos sociales). La diferente evolución de
ambas localidades castellanas se debe, según de Tapia, a los cam­
bios sociales en ellas producidas. Avila, a partir

de la tercera década del siglo XVI, fue dotándose de una importante actividad ar­
tesanal que con dificultad se logró imponer hasta la década de los ochenta a la
tradicional impronta caballeresca y eclesiástica de la ciudad. Sin embargo, en los
últimos veinte años del siglo el vigor demográfico y económico de la ciudad inicia
un profundo declive ... a medida que la industria iba languideciendo la ciudad se
ruralizaba y se acentuaba su carácter levítico ... los más principales nobles y se­
ñores de vasallos se marcharon poco a poco a la Corte, dejando en manos de ad­
ministradores la atención a sus fuentes de renta.22

Segovia, en cambio,

era una ciudad netamente industrial ya en el siglo XV, hasta el punto de que en
su Ayuntamiento siempre hubo algunos regidores de extracción burguesa, cosa
impensable en el aristocrático Concejo abulense. En la laboriosa Segovia la tóni­
ca del vivir cotidiano la marcaban los dinámicos mercaderes y hombres de nego­
cios. Por otra parte, el esplendor demográfico y económico de la ciudad del Eres-
ma se conservó algunas décadas más que en Ávila.

El incremento de la alfabetización de los artesanos segovianos


refleja, por último, cambios socio-productivos: los «hacedores/fabri­
cadores de paños» pasan, a partir de 1587, «a gestionar ellos mis­
mos las relaciones con sus clientes». Se convierten en mercaderes de
los productos que fabrican y se ven obligados, de este modo, a «man­
tener correspondencia escrita», suscribir contratos y llevar una con­

50
tabilidad y administración del negocio más compleja. Su incremen­
to numérico en las primeras décadas del siglo XVII y la mejora, por
razones instrumentales, de su alfabetización explican, en palabras
de Serafín de Tapia, el ascenso -frente a la tónica general- del por­
centaje de artesanos que sabían firmar en la Segovia de dichas
décadas.23
¿Qué conclusiones pueden extraerse de estos cuatro trabajos en
relación con el proceso de alfabetización en la España de los si­
glos xvi y xvii?
a) La primera es que dicho proceso ofrece una evolución y ritmos
desiguales según la localidad o área estudiada, el sexo y la ocupa­
ción o grupo social a que nos refiramos. De ahí la dificultad de ex­
traer conclusiones generales a partir de estudios necesariamente li­
mitados en el tiempo y en el espacio. Lo que es válido para un lugar
y años determinados puede no serlo para otros.
b) La segunda conclusión, efectuada ya con menos cautelas o
reservas que hace una o dos décadas, es la de que en la Castilla del
siglo XVI se produjo un incremento de la alfabetización -confirma­
do, para todo el país, por las evidencias indirectas a las que luego
me referiré-, que experimenta un claro declive o estancamiento
hacia los años finales de dicho siglo y en las primeras décadas del
XVII, del que no se empezaría a salir hasta bien entrado el siglo xvm.
Un declive o estancamiento que afecta ya a las generaciones naci­
das algunos años antes, es decir, entre 1560 y 1600; que, en lo que
a Madrid se refiere, se acentúa en la segunda mitad del siglo xvii,
y que, en todo caso, ofrece diferencias en su intensidad, fechas y
evolución.
c) La tercera, no menos importante para ulteriores trabajos, guar­
da relación con la distribución social de dicha evolución. Teniendo
en cuenta la alfabetización generalizada de los hombres de la no­
bleza, del clero, así como de los letrados y grandes mercaderes, y el
analfabetismo, también generalizado, de las ocupaciones sociales
de estatus y rentas más bajas, así como de los menesterosos, pobres
y vagabundos,24 es entre los artesanos, y en menor medida entre los
labradores y los hombres que habitan en las zonas rurales y entre
las mujeres, donde tuvieron lugar los mayores cambios y avances de
la alfabetización durante dichos siglos. Es entre ellos, los artesanos
y los labradores, y ellas, las mujeres -aunque, en estos dos últimos
casos, con menor fuerza-, donde se produce el paso del analfabetis­
mo a la semialfabetización, desde los niveles inferiores de ésta a los
superiores y, desde estos últimos, a la alfabetización o uso habitual,
cotidiano, de la lectura y la escritura. Estos son, en definitiva, los

51
grupos sociales cuya evolución debe ser objeto de atención preferen­
te en futuras investigaciones.

Evidencias indirectas de la alfabetización:


la escolarización y enseñanza de las primeras letras

Los historiadores de la alfabetización recurren, para conocer su


evolución y difusión, no sólo a evidencias directas de índole censal o
relacionadas con la distribución social de la capacidad de firmar,
sino también a evidencias indirectas. Estas últimas se refieren bien
a la producción, comercio y posesión de lo escrito -desde el libro a
las llamadas «escrituras ordinarias»,25pasando por los folletos, plie­
gos y todo tipo de hojas impresas-, bien a otro proceso, el de escola­
rización, con el que la alfabetización parece en principio estar rela­
cionado.26
Sobre el primer aspecto -la producción, comercio y posesión de lo
escrito- se cuenta ya con trabajos suficientes -a l menos para el si­
glo XVI, no así para el X V II- como para intentar una síntesis compa­
rativa.27 Cuestiones tales como si la debilidad de la industria edito­
rial española, en relación con la de otros países europeos, se debió a
causas económicas, políticas o a una combinación de ambas, si,
como parece, dicha producción creció a lo largo del siglo XVI junto
con el tamaño de las bibliotecas privadas, si los préstamos y ventas
de segunda mano tuvieron mayor o menor importancia en la circu­
lación de lo impreso, si la política inquisitorial influyó, como tam­
bién parece, en la producción editorial y en los hábitos y gustos lec­
tores, o, entre otras, las relativas a la evolución de las preferencias
de estos últimos -cuáles fueron los best sellers del Siglo de Oro-, y
el peso -sin duda importante- que tuvieron en el conjunto del ma­
terial impreso y del de la librería los folletos y pliegos sueltos, re­
quieren, sin embargo, un tratamiento que, por su extensión, queda
fuera de este texto.28
En cuanto al segundo -el proceso de escolarización- no es posi­
ble realizar balance alguno o conocer su evolución o los niveles y
porcentajes alcanzados. El primer censo que proporciona datos al
respecto es el de Godoy de 1797. Sus datos, bastante fiables si se tie­
ne en cuenta la organización y medios con que se contaba, ofrecen
un total de 304.613 niños asistentes a las escuelas «de primeras le­
tras» y 88.613 niñas a las de «enseñanza» (una distinción no baladí,
pues las primeras letras no formaban parte del curriculum habitual
de las escuelas de niñas, un currículum circunscrito a las labores y

52
la doctrina cristiana). La cifra total -393.126 alumnos y alumnas-
suponía, aproximadamente, entre el 21 y el 23 % de la población de
6 a 13 años existente en el país (entre el 34 y el 36 % de los niños y
el 8 y 10 % de las niñas).29
Ir más atrás en el tiempo es extremadamente difícil, sino impo­
sible. Para Jean-Paul Le Flemm, todas las poblaciones importantes
de Castilla la Vieja y Extremadura tenían al menos un maestro de
niños entre 1560 y 1590, según lo padrones o censos elaborados en
dichos años con fines fiscales.30 Sin embargo, al igual que sucedía
con la alfabetización, tampoco podemos trasladar sin más, en este
caso, nuestras actuales concepciones o ideas acerca de la escolari-
zación a los siglos xvi y xvii. Una escuela podía estar abierta duran­
te uno o varios años y permanecer cerrada durante algún tiempo.
La idea o noción de curso, con su principio y final, era asimismo algo
inexistente. Se abría escuela todos los días del año, salvo los domin­
gos y festivos, durante seis, siete u ocho horas al día. Los alumnos
podían inscribirse en cualquier época del año. Se podía asistir un
día y dejar de ir otro, o acudir sólo una temporada o sólo unas horas
al día. La organización del tiempo escolar era, en este aspecto, menos
rígida que la actual.31 Por otra parte, nada o casi nada sabemos,
salvo para algún establecimiento o localidad concreta, sobre el nú­
mero de niños y niñas que asistían a la escuela. ¿Cómo adentrarnos,
pues, en esta cuestión?
Una vez más tenemos que dejar a un lado nuestras actuales ideas
acerca del casi exclusivo papel desempeñado por la escuela en el
aprendizaje de la lectura y preguntarnos, en primer lugar, si la es­
cuela era, en dichos siglos, la única instancia alfabetizadora, para
pasar, después, a intentar reconstruir las diferentes redes escolares
y modos institucionalmente formalizados de aprendizaje.
La escuela no era, en la España de los siglos XVI y x v ii, la única
agencia alfabetizadora, pero sí la principal. Esto era ya más o me­
nos conocido, pero no había sido cuantificado. Ha sido Sara T. Nalle
quien, a partir de la información suministrada por los procesos
abiertos por la Inquisición conquense desde 1540 a 1661 a 806 en­
causados, ha podido determinar con precisión que, al menos en este
caso, dos tercios manifestaron haber aprendido las primeras letras
de un maestro -en algún caso itinerante- o en la escuela de su lo­
calidad, mientras que un 14% dijo haber recibido dicha enseñanza
del cura párroco o sacristán y un 16 % de un miembro de la familia
o amigo. Los autodidactas eran extremadamente raros y no parece
que ninguno de los encausados manifestara haber sido enseñado en
colegios de órdenes religiosas o en el medio laboral como consecuen-

53
cia de un contrato o situación de aprendizaje en un oficio determi­
nado.32 He ahí, por de pronto, tres tipos de aprendizaje y tres con­
textos diferentes. Tres modos de introducirse en la cultura escrita:
el escolar, el parroquial y el familiar en sentido amplio. Los dos pri­
meros prácticamente restringidos al género masculino y el último
probablemente mayoritario en el femenino, bien, entre la nobleza y
clases altas, por medio de ayos o preceptores, bien de algún familiar
o allegado.
¿Qué alcance, extensión y modalidades tuvieron la red de escuelas
municipales, a cargo de maestros, y la eclesiástica, a cargo de pá­
rrocos o, mucho más habitual, de sacristanes? ¿Cuál fue la evolución
de ambas? ¿Qué otras vías formalizadas, no familiares, existieron
para el aprendizaje de las primeras letras? ¿Qué papel desempeñó
la catequesis en dicha enseñanza? ¿Y las órdenes religiosas?
Se ha dicho que «durante los tres primeros tercios del siglo XVI,
hasta 1575,... la iniciación de los niños en el conocimiento de las pri­
meras letras correspondió, casi de manera exclusiva, a la Iglesia».33
Una afirmación de esta índole hay que entenderla en relación tanto
con la configuración de una red escolar parroquial -una cuestión que
trataré después con más detalle-, reiteradamente ordenada y regu­
lada en las constituciones sinodales del siglo XVI, antes y después del
Concilio de Trento,34como con la génesis y fortalecimiento, al menos
en las ciudades, de los gremios de maestros, es decir, con los inicios
del proceso de profesionalización del magisterio primario.
Dichos inicios indican hasta qué punto el crecimiento de la de­
manda de enseñanza de las primeras letras produjo, en las ciudades
importantes, una cierta generalización del intrusismo y, en conse­
cuencia, la necesidad de defenderse profesionalmente frente al mis­
mo y de regular la oferta educativa, o sea, el número de escuelas y
de maestros existentes. El incremento de dicha demanda en la Es­
paña del último cuarto del siglo XVI, y de quienes, al amparo de ella,
se ofrecían, previo pago, «por su sola autoridad», sin examen ni
autorización alguna, para enseñar a leer y escribir tuvo una doble
respuesta oficial: una petición de las Cortes de Castilla, efectuada
en 1576, para que nadie pudiera «poner escuela ni estudio para en­
señar muchachos, sin tener aprobación de la justicia y regimiento
del lugar donde la hubiese de poner»,35y el Memorial elevado a Feli­
pe II en 1587 por Manuel García de Loaysa, denunciando el intru­
sismo, ignorancia y venalidad de muchos maestros madrileños, que
daría origen, hacia 1591, al establecimiento, conforme se proponía
en el mismo, de los primeros examinadores de maestros, una insti­
tución que sería el germen, a su vez, de los primeros gremios de

54
maestros (Hermandades de San Casiano) creados en Madrid en
1642 y en Barcelona en 1657.
La propuesta efectuada por García de Loaysa en su Memorial, de
que

ningún maestro de escuela que lo haya sido o quiera serlo ponga escuela pública
ni la tenga sin ser examinado en la corte o aprobado por la Justicia del pueblo
donde residiere, y que ninguno examinado ni aprobado enseñe sino por cartillas
impresas con licencia del Consejo,36

es, desde esta perspectiva, junto con la anterior petición de las Cor­
tes de Castilla, una muestra de las primeras preocupaciones del po­
der público o civil, no eclesiástico, por intervenir y regular una si­
tuación en la que el incremento de la demanda para aprender a leer
y escribir había producido, al menos en las poblaciones importan­
tes, una cierta profusión de personas que abrían escuela sin estar
cualificadas para ello.
La expansión de las escuelas de primeras letras en la España del
siglo XVI fue asimismo promovida, en respuesta a dicha demanda,
por algunos municipios. En opinión de Richard L. Kagan, «excep­
tuando unos pocos grandes centros metropolitanos, el interés de las
autoridades municipales por invertir en la educación primaria fue
extraordinario en la Castilla del siglo XVI».37 Esta opinión, fundada
en el análisis de los contratos y acuerdos suscritos por algunos mu­
nicipios con maestros y órdenes religiosas, así como en su preocu­
pación por la erección de instituciones específicas para el recogi­
miento de los niños huérfanos, abandonados y pobres es asimismo
compartida por Bartolomé Bennassar, a partir de los datos sumi­
nistrados por el censo fiscal de 1561, de los contratos notariales
entre padres y maestros, y de la demanda social de este tipo de edu­
cación. En palabras de este último,

en prácticamente todas las ciudades existen maestros que se instalan por su


cuenta para enseñar a los niños a leer y escribir, y en especial los cuatro tipos de
escritura habituales: redonda, cortesana, «estirada» y de cancillería; aunque
también el cálculo, sobre todo las cuatro operaciones básicas. El estudio de los re­
gistros notariales revela que incluso padres de familia de condición modesta lle­
van a sus hijos junto a uno u otro de estos maestros.38

Las generalizaciones, en éste y en otros aspectos, son no obstan­


te peligrosas. La situación podía diferir mucho de una localidad a
otra y, aún en la misma localidad, de una época a otra.39 Ello nos de­
bería llevar a ser más cautelosos a la hora de emitir juicios genera­

55
les. Todo parece confirmar, sin embargo, el incremento de las escue­
las de primeras letras en la España del siglo XVI en respuesta al cre­
cimiento de la demanda de este tipo de enseñanza (aunque no sea
posible cuantificarlo), y su estancamiento o en ocasiones retroceso
(asimismo no cuantificable) en el siglo XVII. Una tesis, esta última,
también mantenida por Richard L. Kagan basándose en el empo­
brecimiento de los municipios a causa de la inflación, el caos mone­
tario, la deficiente administración y el «cambio de actitud de los
ricos hacia la educación de los pobres». Las dificultades financieras
de los municipios originaron el incumplimiento de los contratos sus­
critos con los maestros, la erosión de sus retribuciones y el retraso
en la percepción de las mismas. Ello les llevó a aumentar sus hono­
rarios dificultando de este modo, todavía más, la asistencia escolar
de las clases populares. La creencia, por otra parte, de que una ex­
cesiva educación era, en ocasiones, causa de la repulsa del trabajo
manual, «contribuyó a configurar una cierta aversión en el patricia-
do urbano a gastar fondos públicos en escuelas cuyos resultados, al
parecer, eran únicamente negativos». Una manifestación concreta
de este cambio de opinión sería, además, el declive de las donacio­
nes y fundaciones de particulares para mantener escuelas.40
¿Qué sucedió, mientras tanto, con la red escolar eclesiástica?
¿Qué papel desempeñó la Iglesia, como institución, en la enseñanza
y aprendizaje de las primeras letras? Su actividad se desarrolló al
mismo tiempo en cuatro frentes: las escuelas parroquiales, las ór­
denes religiosas, los colegios de doctrinos u otras instituciones be-
néfico-educativas y la catequesis. Cada una de ellas requiere una
consideración independiente, aunque los rasgos generales en rela­
ción con su evolución y características pueden arrojar alguna luz so­
bre las cuestiones aquí tratadas.
La Iglesia mostró también su preocupación, como algunos pode­
res públicos, por el incremento de escuelas y maestros. En especial,
tras establecerse en el Concilio de Trento (1545-1563) la obligación,
por parte de los maestros, de enseñar la doctrina cristiana y, por
parte de los prelados, de controlar y vigilar los libros utilizados en
las escuelas. Como ha indicado Bernabé Bartolomé, en buena parte
de los sínodos postridentinos, desde el de Toledo de 1556 al de Sala­
manca de 1604, se exigía a los maestros, para ejercer su tarea, la li­
cencia eclesiástica previo examen de su virtud, costumbre, ciencia y
doctrina cristiana, advirtiéndoles que no utilizaran, en sus escue­
las, libros deshonestos, profanos o de caballerías.41
Con independencia de ello, las autoridades eclesiásticas venían
ya promoviendo y siguieron promoviendo, al parecer con no mucho

56
éxito, la creación de una red de escuelas parroquiales, a cargo gene­
ralmente de los sacristanes, para la enseñanza no sólo de la doctri­
na cristiana, sino también de la lectura y la escritura. Dicha carga
u obligación parroquial había sido ya establecida en diversos síno­
dos anteriores al Concilio Lateranense V (1512-1517), en especial a
partir de los de Ávila (1481), Toledo (1488) y Plasencia (1499), y se­
ría después recogida por los 150 sínodos y concilios provinciales ce­
lebrados en España entre los concilios de Letrán y Trento, así como
por los posteriores a este último.42
Por lo que a las diócesis de Toledo y Cuenca atañe, Sara T. Nalle
indica que las recomendaciones al respecto, recogidas en las consti­
tuciones sinodales de finales del siglo xv, no surtieron efecto.43 Sí lo
tendrían, sin embargo, otras recomendaciones posteriores. Así pa­
rece deducirse al menos de ese 14 % de los encausados por la Inqui­
sición de Cuenca desde 1540 a 1661 que manifestaron haber apren­
dido a leer con el párroco o el sacristán (a menos que esta respuesta
se diera por entender que era la más beneficiosa para el reo), así
como de los datos suministrados por Gabriel Mora del Pozo para la
diócesis de Toledo en la segunda mitad del siglo xvii en relación con
los sacristanes que tenían a su cargo la enseñanza de las primeras
letras.44Y digo parece porque en ambos casos no se aclara si se tra­
taba de sacristanes que ejercían la tarea docente en una escuela pa­
rroquial, en una escuela municipal, como maestros-sacristanes, o a
título privado, como también lo hacían algunos clérigos, percibien­
do por ello la remuneración correspondiente de los padres.
Sobre la erección y eficacia de estas escuelas parroquiales pla­
nean dudas relativas a la capacidad, formación e interés de los pá­
rrocos y sacristanes por estas tareas. Sobre estos últimos poco o
nada sabemos. Es de suponer que, en todo caso, su formación sería
inferior a la de sus párrocos, cuyo descargo en los sacristanes de las
tareas escolares dice ya algo acerca de la escasa relevancia y estima
en que las tenían. Lo que sabemos, a su vez, sobre los párrocos to­
davía ensombrece más el panorama, en especial cuando nos referi­
mos a los ordenados antes de la creación de cada uno de los veintio­
cho seminarios tridentinos erigidos en la segunda mitad del siglo xvi
y primeras décadas del x v i i .45
La ignorancia de los párrocos ha sido detectada, como un hecho
bastante generalizado durante los siglos xvi y XVII, tanto por Sara T.
Nalle en la diócesis de Cuenca como por Henry Kamen en Catalu­
ña y Josué Fonseca en la Cantabria de la segunda mitad del si­
glo XVII.46 Si en el primer caso no se va más allá de la mera consta­
tación de que su formación ni siquiera alcanzaba, en ocasiones, los

57
niveles más elementales (lectura, escritura y oraciones principales),
es en el segundo donde se ofrece un cuadro tan desolador que lleva
al autor a afirmar que en la España de la Contrarreforma no se lle­
vó a efecto una reforma sistemática del clero similar a la realizada
en Francia, siendo ésta la causa principal de la continua inaplica­
ción de los decretos sinodales. Absentismo, desorganización, caos y
descontrol administrativos, abusos en la administración de los sa­
cramentos, amancebamientos, hijos ilegítimos, implicación en actos
violentos e ignorancia generalizada que en ocasiones se extendía a
la lectura y comprensión del latín o incluso del castellano o catalán:
éste era el clero al que, al menos en Cataluña, los sínodos encarga­
ban la creación de escuelas parroquiales. En la Cantabria, por úl­
timo, de la segunda mitad del siglo xvii, las fuentes existentes pro­
porcionan informaciones a veces divergentes. Pero su contraste y
análisis no deja tampoco lugar a dudas sobre la amplia difusión en­
tre el clero del absentismo -en especial del más cualificado- y la
omisión de sus deberes pastorales, además de algunos de los hechos
referidos en relación con Cataluña. Un clero al que, globalmente, se
le descalifica como instrumento de adoctrinamiento y enseñanza a
causa, sobre todo, de «la pervivencia de una mentalidad no-pastoral
de los sacerdotes,.... un concepto “beneficial”, administrativo y, si se
quiere, pretendidamente controlador, pero en ninguna medida
orientado de manera prioritaria a la verdadera cura de almas». De
ahí su «incapacidad repetidas veces manifestada de actuar como ele­
mento propagador de un nuevo concepto de cristianismo mediante la
predicación, la enseñanza o el testimonio de vida personal».47
Las repetidas prescripciones sobre la creación de escuelas parro­
quiales que se hallan en la casi totalidad de los sínodos episcopales,
así como las relativas a la predicación y la enseñanza de la doctrina
cristiana mediante la catequesis - a la que luego me referiré- deben
ser contrastadas con una realidad diversa en la que la aplicación
parcial o temporal y la inaplicación no eran algo excepcional. En
todo caso, dichas prescripciones sí tuvieron la virtud de promover la
aparición de las primeras cartillas-catecismo incorporadas en unos
casos a las mismas constituciones sinodales e impresas, en otros, de
modo independiente.
En cuanto a las órdenes y congregaciones religiosas, ¿qué papel
desempeñaron en la enseñanza de las primeras letras? ¿Hubo en la
España del siglo xvii un movimiento renovador y fundador similar
al que, por ejemplo, tuvo lugar en Francia?
En lo que al siglo x v i se refiere la opinión, extensible al XVII, de
un especialista en el tema es terminante:

58
Las antiguas escuelas de los monasterios ... no ampliaron en el siglo xvi su
acción docente. Ni los conventos de dominicos, franciscanos, agustinos o carmeli­
tas, con una mayor proyección religiosa sobre ciudades y villas, atendieron, en
términos generales y por esta época, las escuelas de niños.48

Una afirmación de este tipo admite, por supuesto, algunas ex­


cepciones concretas, pero, desde una perspectiva general, sólo la
Compañía de Jesús, creada en 1540, asumió, entre otras tareas, la
de la educación de los niños y adolescentes. Si bien en un principio
Ignacio de Loyola mostró su oposición a que la Compañía incluyera,
entre sus actividades docentes, la enseñanza de las primeras letras,
el hecho es que dicha política fue modificada durante los generala­
tos de Laínez y Borja. ¿Qué alcance tuvo, en el caso de España, este
cambio de criterio? ¿Cuántos colegios de jesuítas tuvieron escuelas
de primeras letras y qué evolución siguió su creación? El cuadro
incluido en un reciente trabajo de Bernabé Bartolomé sobre los
colegios de jesuítas en la España Moderna, responde a dichas pre­
guntas. Del total de 98 colegios creados en los siglos XVI y XVII -el
primero de ellos en 1545 en Gandía- 89, el 90,8 % de ellos, disponían
de aulas de primeras letras. La fecha de creación de esos 89 colegios
muestra, además, como la mayor parte de ellos -el 66,3 % - fue crea­
da en el siglo xvi, sobre todo en las provincias de Castilla y Toledo,
y confirma, una vez más, el estancamiento de la demanda social de
educación en el siglo XVII:49

PR O V IN C IA Siglo XVI Siglo XVII Total

Total % Total %

Aragón 10 58,8 7 41,1 17

Bética 14· 58,3 10 41,7 24

Castilla 22 75,9 7 24,1 29

Toledo 13 68,4 6 31,6 19

Total 59 66,3 30 33,7 89

Número de colegios jesuítas según B. Bartolomé

La Compañía de Jesús fue, pues, la excepción. Ninguna otra or­


den o congregación tuvo en la España de los siglos XVI y XVII una ac­
tividad similar en lo que a las primeras letras se refiere. El primer

59
colegio escolapio se creó en 1677 en Barbastro, tras fracasar, en
1637, un intento similar en Guissana. Dicha creación fue seguida,
durante el siglo x v ii , por otros seis colegios ubicados en Aragón y
Cataluña. Su actividad educativa llegó, pues, a España sesenta
años después de su fundación en Italia, donde sí puede hablarse,
durante el siglo XVII, de una expansión de esta orden religiosa dedi­
cada primordialmente a la enseñanza elemental o primaria.50 Sería
en Francia, en contraste con España, donde surgirían en el siglo
x v i i algunas de las órdenes y congregaciones masculinas y femeni­

nas que más destacarían posteriormente, junto con los escolapios,


en el campo de la educación elemental y secundaria: los Oratorianos
(1611), los Hermanos de las Escuelas Cristianas (1681), la Compañía
de María (1606), las Salesas (1610) y las Hijas de la Caridad (1633).
Excluida la alfabetización femenina tanto de las escuelas de
niñas como de las parroquiales, su adquisición en el ámbito de la
educación formal -es decir, fuera del doméstico o familiar- quedaba
circunscrita a los colegios de niñas de fundación particular o ecle­
siástica pero, en todo caso, a cargo de religiosas. No es posible, por
ahora, efectuar cálculo alguno sobre el número de este tipo de insti­
tuciones. En opinión de Vicente de la Fuente

si se estudian las historias particulares de las poblaciones importantes de España,


se hallará que apenas había alguna en que no hubiese convento de benedictinas,
agustinas, terciarias franciscanas, llamadas beatas, y aún dominicas, que se dedi­
casen a educar doncellas, en una parte a las nobles, y en otras a las pobres y gratis.51

El problema de esta afirmación radica en su verificación. Vicen­


te de la Fuente añadía, a renglón seguido, que le «sería fácil citar
más de cuarenta» de estos colegios de niñas, pero sólo menciona unos
quince, a su juicio «los más notables».52 En el que quizás sea el últi­
mo trabajo de síntesis sobre el particular, Angela del Valle, tras su­
marse a la opinión de de la Fuente,53 cita hasta dieciséis fundacio­
nes de colegios de doncellas de las que tres corresponden a los años
finales del siglo XV, diez al xvi y tres al xvii, sin contar, en estos dos
últimos siglos, los beateríos.54 Una diferencia entre ambos siglos,
el XVI y el xvii, que no paliaría la entrada en España por Barcelona,
en 1650, de la Compañía de María, y unas cifras globales que in­
dican la débil y escasa presencia de las órdenes y congregaciones
femeninas en la enseñanza atendido el potencial que significaban
las 25.041 religiosas existentes en España en 1591.55
Esta diferencia entre el siglo xvi y el xvii, en favor una vez más
del primero, se aprecia, asimismo, en la fundación de colegios de
doctrinos y otros establecimientos benéfico-asistencial-docentes, ta­

60
les como las casas de beneficencia y los hospicios o casas de miseri­
cordia. Los colegios de doctrinos eran

establecimientos, fundados principalmente por la Iglesia en el siglo xvi, regidos


y subvencionados en colaboración con organizaciones municipales o individuos
particulares, para la acogida, educación y promoción social de niños pobres, ge­
neralmente huérfanos.56

En relación con ellos me limitaré a indicar que, efectivamente,


los diecisiete colegios de este tipo de los que existe información al
respecto, fueron creados entre 1542 -en Valladolid y Sevilla- y 1581
-Alcalá de Henares-.57Y, en cuanto a los hospicios y casas de mise­
ricordia, que el número de los fundados con estas denominaciones o
con la de niños abandonados fue de ocho en el siglo XVI y cuatro en
el xvii.58
El cuarto modo posible de alfabetización, por parte de la Iglesia,
hubiera podido ser la catequesis o enseñanza de la doctrina cristia­
na. Tanto en Italia, por medio de las Escuelas de Doctrina creadas
en 1539 por Castellino da Castello, expandidas durante el siglo xvi
y abiertas, a cargo de seglares, durante 80 a 85 días al año, en do­
mingos y festivos,59 como en Francia, al menos durante el siglo xvii
y, sobre todo, en algunas parroquias del nordeste del país,60 la ense­
ñanza de la doctrina cristiana iba acompañada del aprendizaje de la
lectura e incluso, en algunos casos, del de la escritura, bien para fa­
cilitar la memorización o la lectura -a modo de recuerdo- de lo ya
memorizado, bien para atender y captar, con ello, a los padres inte­
resados en que sus hijos aprendieran ambas habilidades.
Nada parecido, salvo excepciones por documentar, existió en Es­
paña: que el siglo XVI, en especial su segunda mitad, sea en España,
como se ha dicho, el «siglo de los catecismos», no puede ser negado.
Sánchez Herrero, en un reciente trabajo ha ampliado y completado
otros suyos anteriores, así como el cómputo de 111 catecismos im­
presos durante el siglo XVI, efectuado en 1987 por Luis Resines, has­
ta los 232 catecismos (82 ortodoxos y 13 heterodoxos impresos en
España y 137 en América), sin contar las cartillas-catecismo o los
catecismos de autores extranjeros traducidos y publicados en Espa­
ña.61 Que durante el siglo xvii sólo se den por conocidos 25 nuevos
catecismos puede ser un argumento más a favor del decaimiento del
impulso educativo y cristianizador del siglo xvi, aunque en éste,
como en otros asuntos, haya que ser más cautelosos.62 Que la ense­
ñanza de la doctrina cristiana fuera, asimismo, una de las cuestio­
nes más reiteradas y tratadas en los sínodos episcopales y visitas
pastorales de los siglos xvi y xvii, queda, sin embargo, fuera de toda

61
duda.63 Que, al menos en las diócesis de Toledo y Cuenca, donde el
tema ha sido estudiado con detalle, sí mejoró el conocimiento que
los fieles tenían del catecismo (es decir su capacidad para recitar las
oraciones y textos fundamentales que lo integraban) a consecuencia
de los mandatos y visitas episcopales, las campañas catequéticas
llevadas a cabo durante la segunda mitad del siglo XVI y la primera
del XVII, en ejecución de los mismos, y, no hay que olvidarlo, las ins­
trucciones recibidas por los tribunales de la Inquisición para que
preguntaran a los reos si conocían las oraciones y textos básicos de
la doctrina cristiana, haciéndoselos recitar para su comprobación,
tampoco puede ser puesto en cuestión.64 No importa que en el caso
de Cataluña, al parecer, la eficacia de tales mandatos fuera menor
a causa, sobre todo, de la resistencia u oposición de los adultos a ser
catequizados y de la ignorancia y falta de celo pastoral de los párro­
cos.65Aún en el caso de haber obtenido un éxito similar al de Toledo
y Cuenca, los resultados a nuestros efectos hubieran sido los mis­
mos. Lo que importa, desde la perspectiva de la alfabetización, es
constatar dos hechos bien documentados:
a) Que la enseñanza del catecismo se circunscribió al ámbito de
lo oral (la doctrina se oía, se repetía, se recitaba, se cantaba, se decía,
se explicaba, se memorizaba, pero no se leía) sin ni siquiera llegar
al de la comprensión. En especial si, como sucedió hasta bien entra­
do el siglo XVI, se aprendía en latín.
b) Que en España, como dije, no se produjeron acciones similares
por su duración y extensión a las que tuvieron lugar en Italia y en
Francia donde, pese al carácter asimismo mayoritariamente oral de
la catequesis, esta última llevó en ocasiones aparejada, en el ámbi­
to parroquial, la enseñanza de las primeras letras.
Como ha señalado Sara T. Nalle, en relación con la diócesis con­
quense, al final de la campaña catequética llevada a cabo en las se­
gunda mitad del siglo XVI y en la primera del xvii, los porcentajes de
hombres y mujeres que habían memorizado lo más esencial de la
doctrina cristiana se habían elevado hasta el punto de que los anal­
fabetos que en 1554 ofrecían un porcentaje de memorización (55 %)
muy inferior al de los que sabían leer y escribir (83 %), en 1661 casi
igualaban, con un 83 % al 93 % de estos últimos.66 Saber o no el ca­
tecismo ya no implicaba estar o no alfabetizado. La catequesis perte­
necía al mundo de lo oral. A ello -la sola memorización- habían que­
dado reducidos los propósitos expresados por el obispo Alfonso de
Burgos cuando en sus constituciones de 1484 ordenaba crear en
cada parroquia escuelas en las que, durante cuatro horas diarias,
los niños aprendieran a leer, a escribir y la doctrina cristiana. Casi

62
cincuenta años más tarde, en 1531, el obispo Ramírez dejaría a un
lado, en las nuevas constituciones, las irreales intenciones de su an­
tecesor. Abandonó la idea de crear escuelas parroquiales y, sin men­
cionar para nada la lectura y la escritura, se contentó con encargar
a los párrocos que en los domingos y días festivos leyeran el catecis­
mo y explicaran el Evangelio durante al menos quince minutos, y a
los sacristanes que, durante la Cuaresma, dieran clases intensivas
de catecismo, sin mencionar para nada la lectura y la escritura. De
este modo la catequesis se separaba de la alfabetización, salvo para
aquellos niños que, siguiendo los métodos implantados por los je­
suítas, recibían, en premio a su mejor conocimiento del catecismo,
una cartilla en la que, si se interesaban por ello podían leer, por su
cuenta, lo aprendido de memoria, los textos que una y otra vez ha­
bían repetido sin verlos impresos o escritos. Una posibilidad, por
cierto, de la que quedaban excluidas la niñas a las que, como premio,
se les entregaba un rosario.67

Las cartillas-catecismo y el aprendizaje escolar


de la lectura

La tarea de unir alfabetización y catequesis estuvo paradójica­


mente a cargo, en la España de los siglos XVI y xvii -como lo estaría
en el xvili-, no de los párrocos y sacristanes, salvo que regentaran
una escuela como maestros, sino de estos últimos. Dicha tarea tam­
poco tuvo lugar en un contexto eclesiástico y por medio de algún
catecismo, sino en el escolar y mediante las cartillas-catecismo.
¿Cómo nacieron y se configuraron estos textos impresos? ¿Se utili­
zaron o no otros instrumentos y textos para el aprendizaje de la lec­
tura? ¿Hubo otros libros escolares de lectura, para aquellos que
ya leían con cierta soltura? ¿Qué métodos se emplearon en dicho
aprendizaje?68
Según la primera acepción del Diccionario de la Real Academia
Española, la cartilla es un «cuaderno pequeño, impreso, que contie­
ne las letras del alfabeto y los primeros rudimentos para aprender
a leer». Con el tiempo este término se utilizaría también para refe­
rirse, en su segunda acepción, a «cualquier tratado breve y elemen­
tal de algún oficio y arte». Asimismo, sería el origen de expresiones
tales como «cantar» o «leer la cartilla» a alguien, «no estar en la car­
tilla» y «no saberse» o «saberse la cartilla».69
Su producción y uso no fueron un fenómeno exclusivamente his­
pánico. Bajo ésta u otras denominaciones — ABC, alfabeto, beceroles,

63
la croix de par Dieu, Cristus, santacroce, fibel- pero bajo una confi­
guración similar -en tamaño 4.° u 8.° y con 8 ó 16 páginas- éste fue
el primer libro escolar por excelencia en Occidente hasta el siglo XIX
o incluso fechas posteriores.
En cuanto a su formato, extensión y contenido -en lo que a Espa­
ña se refiere y en su versión más generalizada- la cartilla constituía
«un módulo simple,... barato y manejable», formado con «un pliego de
papel de marca, doblado tres veces, con lo que resulta un cuaderno en
8.°, con ocho hojas o sea 16 páginas, ... fácil de imprimir» y distribuir
que, en sus niveles más elementales y en momentos de escasez, podía
ser objeto de versiones manuscritas más o menos completas.70 En
este aspecto, la concesión del privilegio de su impresión y venta a la
catedral de Valladolid en 1583, supuso, en el caso de Castilla, el paso
desde una situación de cierta diversidad en el formato -4.°, 8.°, 12.° ó
16.°, con preferencia por los dos primeros-, extensión -4, 8, 12, 16 ó
24 hojas, con preferencia por las 8 hojas, o sea, 16 páginas, pero siem­
pre múltiplos de los pliegos básicos con 4 impresiones cada uno- y
contenidos, a otra en la que sólo existía un modelo único, el impuesto
por dicha institución: un folleto en 8 .°, que en el siglo XVlil pasaría a
4.°, y 16 páginas, que contenía un abecedario elemental, un silabario
más o menos desarrollado, las oraciones fundamentales -el persig­
narse, el padre nuestro y el ave María silabeados, junto con el cre­
do-, los mandamientos y sacramentos, el yo pecador, los artículos de
la fe, las obras de misericordia, los pecados capitales con sus opuestas
virtudes, las potencias del alma, los sentidos corporales, las virtudes
teologales y cardinales, el orden para ayudar a Misa -en latín, por
supuesto- y una tabla de multiplicar. Un texto, en síntesis, despoja­
do de contenidos no religiosos y limitado a la lectura de la doctrina
cristiana. Un texto que, en lo que a la cartilla vallisoletana se refiere,
no experimentó cambios sustanciales desde la primera impresión co­
nocida -la efectuada en Sevilla, en 1584- hasta 1790; hecho no tanto
para leer cuanto para reconocer a partir de una previa repetición y
memorización orales; un texto familiar y ya, al menos, oído.
Existieron, sin duda, cartillas manuscritas antes y después de la
imprenta. Pero la aparición de esta última facilitó su difusión y uso.
En un «primer censo» de las cartillas impresas en España, Victor
Infantes ha catalogado 12 beceroles catalanas -8 impresiones cono­
cidas y 2 referencias de inventarios- y 61 cartillas -46 impresiones
conocidas y 15 referencias de inventarios- en el siglo xvi y 18 impre­
siones de cartillas en el xvii.71 El primer becerol impreso conocido
es de 1490 y la primera cartilla castellana, la de Hernando de Tala-
vera, impresa en Granada hacia 1496, a la que seguiría otra del mis­

64
mo autor impresa en Salamanca poco antes de 1508.72Además de las
cartillas en castellano existieron otras para el aprendizaje del latín
y del castellano que debieron utilizarse por aquellos alumnos que
pensaban acudir después a las escuelas de latinidad y gramática,73
como el Luisito de La fuerza de la sangre, de quien Cervantes decía:
Llegó el niño a la edad de siete años, en la cual ya sabía leer latín y romance
y escribir formada y muy buena letra, porque la intención de sus abuelos era ha­
cerle virtuoso y sabio, ya que no podían hacerle rico.74

Por lo demás, el privilegio de impresión y venta concedido a la


catedral de Valladolid en 1583 -una concesión que duraría, en su­
cesivas prórrogas, hasta 1825-, se limitaba a la Corona de Castilla,
de ahí que siguieran imprimiéndose y vendiéndose otras cartillas
en Navarra y Valencia, así como beceroles en Cataluña, o que se con­
cedieran privilegios similares a la Universidad de Cervera (1718),
para Cataluña, y a la colegiata de Alicante (1747), para Valencia.
Lo que importa, sin embargo, desde el punto de vista de la alfabe­
tización, no es tanto el número de impresiones o ediciones, como las ti­
radas y ventas efectuadas. En cuanto a las ventas es conocida la im­
portancia que en el negocio de la librería tenían las cartillas. En el
inventario, llevado a cabo en 1556, de la imprenta-librería de Juan de
Ayala en Toledo había 17.041 cartillas, y en el efectuado en 1545 en la
librería de Guillermo Remón, en Cuenca, otras 1.000.75 Las cartillas,
junto con los pliegos sueltos y los folletos u hojas de tema religioso
constituían una parte importante del negocio de impresión y librería.
De ahí el interés de unos y otros por conseguir los privilegios de im­
presión y venta no sólo de las mismas, sino también de otros libros es­
colares de uso más o menos generalizado como el Arte de Nebrija, el
Catón cristiano, Espejo de cristal fino y la Doctrina de Belarmino. En
lo que a las cartillas se refiere, allí donde no llegaban los libreros y la
red de distribuidores que con el tiempo creó la catedral vallisoletana,
su venta corría a cargo, junto con la de otras mercancías y pliegos suel­
tos, de buhoneros, arrieros, copleros, ciegos y vendedores ambulantes.
Sobre las tiradas conocemos, por suerte, el número de cartillas
vendidas por la catedral de Valladolid desde 1588 a 1781.76 El total
-54.250.600- es abrumador. Dado que buen número de ellas, quizás
la mayor parte, fueron llevadas a América, resulta imposible saber las
que se quedaron en la península. No obstante, dos cosas son ciertas.
Una es su poca duración ya fuera por pérdida, ya por rotura, des­
gaste o despedazamiento. Otra, que la cifra media de 281.091 carti­
llas vendidas anualmente desde 1588 a 1781 esconde diferencias
importantes entre períodos de incremento de las ventas en relación

65
con el precedente (1624 a 1659, 1660 a 1696 y 1724 a 1781) y años
de estancamiento o retroceso (1600 a 1623 y 1697 a 1723, es decir,
las dos primeras décadas del siglo x v i i y los años finales de este si­
glo y primeros del xvill).
¿Qué destino o uso tuvieron éstas u otras cartillas? El escolar, por
supuesto, pero también otros. Por ejemplo, el doméstico o familiar y,
por su contenido, el catequístico. En este caso, no para ser leídas por
los catecúmenos, sino por los párrocos y sacristanes, o como premio
e instrumento de emulación entre los niños. Ello por no referirnos a
ese pastor analfabeto de Arbeteta, Juan de Collega, encausado en
1556 por la Inquisición por impiedad y blasfemia. Aunque nunca se
había confesado y era incapaz de recitar las oraciones básicas del ca­
tecismo, llevaba sin embargo consigo desde hacía tres o cuatro años
en los pliegues de la camisa, a modo de talismán, una cartilla.77
Las cartillas impresas o manuscritas no fueron el único tipo o gé­
nero de escrito utilizado en el aprendizaje de la lectura, pero si el
predominante. El uso de cartelones o carteles se halla ya documen­
tado en el siglo xvm, aunque lo más probable es que ya se utilizaran
con anterioridad en algún caso tal y como se hacía con los que con­
tenían muestras de escritura. El recurso a los juegos de letras cor­
tadas en metal o madera, aconsejado por López de Montoya en su li­
bro sobre la educación de los nobles,78o a los naipes y dados con letras,
recomendado por Juan de Ycíar en su Orthographia prática, si­
guiendo a Quintiliano,79 debió ser algo inhabitual, por no decir des­
conocido. De ahí el interés de analizar, en relación con ellas:
a) La progresiva sustitución de la letra gótica en las cartillas im­
presas por la romana u otras, es decir, de llevar a cabo un análisis ti­
pográfico de las mismas en función de sus destinatarios y contenido.80
b) Paralelamente, la asimismo progresiva desaparición del latín
y su sustitución por el romance hacia la segunda mitad del siglo XVI,
salvo en la parte relativa a la Misa.
c) Las relaciones y evolución existentes entre su lectura escolar
en voz alta, la pronunciación de las palabras (ortología) y su forma
escrita (ortografía) en una época en la que todavía no existía una
norma académica o tipográfica establecida.81
Estas cuestiones, junto con la del método empleado en la ense­
ñanza de la lectura, nos ayudarían a entender cómo los alumnos se
apropiaban de este texto, así como el tipo de representaciones que
podía producir en sus mentes este primer contacto arduo y prolon­
gado con la cultura escrita. Arduo por el método empleado y prolonga­
do porque, como es sabido, el aprendizaje de la lectura solía pre­
ceder en el tiempo, durante al menos uno o dos años, al de la

66
escritura, siendo su coste inferior al de esta última.82 Se trataba,
pues, de aprendizajes diferentes sin que en muchos casos se pasara
del primero al segundo por la duración de uno y el mayor coste del
otro. Esto explica el que muchas personas supieran leer, con mayor
o menor dificultad, y no escribir o firmar.
En cuanto al método empleado hay que distinguir dos aspectos:
el organizativo y el del aprendizaje en sentido estricto. De nada sir­
ve, para conocer lo que sucedía en las aulas, hacer una recopilación
de las recomendaciones o propuestas de quienes se ocuparon del
tema. Si este tipo de textos interesa, junto con otros que nos descri­
ben las prácticas escolares durante la Edad Moderna, es porque en
ocasiones dan cuenta, casi siempre para criticarlas, de las mismas.
Gracias a ello sabemos, por ejemplo, que en lo que al aspecto orga­
nizativo se refiere, el método empleado era el individual cuando el
maestro tomaba la lección, uno a uno, a los alumnos, y el simul­
táneo o mutuo -según que hubiera uno o varios- cuando, mientras
tanto, los alumnos de más edad, en función de ayudantes o «decu­
riones», enseñaban a leer a los más pequeños iniciándoles en el de­
letreo y silabeo a base de hacerles repetir a coro, leyendo en el mis­
mo texto, lo que previamente ellos habían leído en voz alta.
Con independencia de las propuestas efectuadas por Luis Vives,
Juan de la Cuesta, Pedro Simón Abril, Juan de Robles y Diego Bue­
no, entre otros,83 lo cierto es que el sistema o mecanismo empleado se
hallaba ya bastante normalizado en el siglo xvm tal y como fue reco­
gido, con ligeras variantes, por Juan Claudio Aznar de Polanco, Fran­
cisco Sánchez Montero, Gabriel Fernández Patiño y Fray Luis de
Olot, también entre otros.84 Dicho método era el del tradicional dele­
treo en su versión más pura y dura. Consistía, primero, en la iden­
tificación y reconocimiento de todas las letras del alfabeto por su
orden, al revés y salteadas, por medio de su previa audición y poste­
rior repetición en voz alta y a coro en el caso de que su enseñanza co­
rriera a cargo de los alumnos de más edad, o bien mediante la lectura
en voz alta, de modo individual ante el maestro, con las correcciones
que procedieran. Tras esta fase se iniciaba otra no menos ardua: el
aprendizaje de las sílabas primero de dos y después de tres letras.
Las sílabas eran asimismo deletreadas y luego repetidas hasta su
identificación y reconocimiento. En esta fase debían tener lugar las
correcciones relativas a la pronunciación. Con independencia de los equí­
vocos y juegos de palabras a que se prestara este sistema, motivo en
algún caso de chanza o broma,85la principal dificultad residía en enten­
der y asimilar que eme e i se leían mi y no emei o, más aún, que si ce
e i hacían ci y no cei, ce y a se leían ca (ka). El «suplicio»,86 incremen­

67
tado por la ausencia de sentido o comprensión, continuaba al empe­
zar a leer las primeras palabras del Padre Nuestro, en especial si era
en latín. También aquí era necesario, primero, deletrear cada síla­
ba; después pronunciarla y, sólo al final, decir la palabra silabeándo­
la una vez que habían sido deletreadas y pronunciadas todas sus
sílabas (p-a, [pa]; d-r-e, [dre]; [pa-dre]; n-u, [nu]; e-s, [es]; t-r-o, [tro];
[nu-es-tro]; [pa-dre nu-es-tro]) para seguir del mismo modo con el pá­
rrafo siguiente («que estás en los cielos») y los sucesivos.
El deletreo no era, pues, un paso previo a abandonar, sino el modo
de iniciar la lectura de cualquier palabra o frase. Para explicar la per­
sistencia en el tiempo de este sistema -ya empleado en la Grecia clá­
sica-, o de alguna variante del mismo, se ha aludido, unas veces, a que
permitía hacer especial hincapié en la corrección de las pronunciacio­
nes incorrectas a fin de asegurar una buena lectura en voz alta, la úni­
ca conocida en el medio escolar. Otras veces, se aduce el valor disci­
plinario del método. Para la mente -a fin de evitar la búsqueda de
semejanzas de las letras con objetos reales, o sea, la vuelta a la picto­
grafía- y para el cuerpo -«no permitiéndoles, que tuerzan la boca, o la
cabeza. Que arqueen las cejas. Que encojan los hombros. Que saquen
la lengua, etc.», decía Sánchez Montero-.87 Otras, por último, la expli­
cación se busca en razones corporativas. Este sistema precisaba más
tiempo, lo cual aseguraba una retribución por alumno más prolonga­
da, y realzaba, por su complejidad, la tarea misma de enseñar al suje­
tarla a un método sólo dominado por quienes a ella se dedicaban.
Sólo cuando se consideraba que el alumno dominaba la lectura
deletreada se aconsejaba pasar a leer en manuscritos de letra bas­
tarda y redonda -en especial documentos notariales- o a otros li­
bros de lectura. Es muy difícil conocer la difusión de la práctica,
constatada, de utilizar pliegos sueltos poéticos para leer y recitar en
las escuelas. Dada su difusión es probable que los niños los llevaran
a la escuela si el maestro les decía que trajeran algún texto impre­
so para su lectura. Lo que sí es cierto es el progresivo abandono de
éstas u otras prácticas similares y la aparición y generalización, en
el siglo XVII, de libros escolares de lectura de índole moral y religio­
sa. En Cataluña, por ejemplo, Fray Luis de Olot recomendaba, en
1766, recogiendo una práctica habitual, «el librito de Fr. Anselm de
Turmeda» (en cursiva en el original por ser el Fray Anselm el nom­
bre con el que, por su popularidad, se le conocía), es decir, el Llibre
de bons amonestaments escrito hacia 1370 e impreso por primera
vez en 1527, «por ser sentencioso, tener la letra crecida, y clara; y los
renglones cortos, y su contenido muy comprehensible, y fácil». Al
mismo tiempo indicaba que «en muchas partes de España» después

68
de la cartilla se pasaba al Catón y después, sucesivamente, al Espe­
jo de cristal fino y la Doctrina de Belarmino.88
En lo que al Catón cristiano y Espejo de cristal fino se refiere, su
consideración como libros escolares de lectura debió de producirse tras
su publicación en 1673 y 1625, respectivamente. El origen del Catón,
o segundo libro de lectura, en su versión clásica, arranca al menos de
finales del siglo ni. Los Disticha Catonis o Dichos de Catón constituí­
an un breve tratado de urbanidad y moral, ampliamente utilizado en
Occidente durante el Medievo y el Renacimiento, cuyo texto original
nos es desconocido pero del que se conservan un buen número de ver­
siones posteriores que ofrecen una amplia diversidad en su contenido.
Su difusión e influencia parecen haber sido consecuencia de su dispo­
sición y estilo didáctico, así como de su sencillez y graduación.
La cristianización de la obra y su conversión en un libro de lec­
tura en castellano para las escuelas de primeras letras se produjo con
la publicación, en 1673, del Catón christiano de Fray Gerónimo de
Rosales, objeto de sucesivas reimpresiones y modificaciones, cuatro
en el siglo xvn y cinco en el xvm.89En la edición de 1686, por ejemplo,
el libro constaba de tres partes. Un «tratado primero de la doctrina
cristiana», dividido en dos secciones: una, primera, con letra de ma­
yor tamaño que el resto, con las oraciones fundamentales, los pun­
tos básicos de la doctrina y unas oraciones «muy devotas», y otra se­
gunda, con el catecismo; un «tratado segundo, de la buena crianza de
los niños», con unas reglas de urbanidad en su mayor parte de tipo
religioso; y una tercera parte miscelánea que contenía desde el orden
para ayudar a Misa hasta un abecedario al Santísimo Sacramento
o unos «romances» al nacimiento de Cristo y a la Virgen María.
El Espejo de cristal fino, por su parte, era recomendado en su Ori­
gen de las ciencias, arte nuevo de leer, escrivir, y contar, por Fernán­
dez Patiño para quien, «estando el discípulo hábil, y suficiente en de­
letrear lo recio del catón, no se le pase a lo delgado de él..., pongásele
luego en el librito Espejo de Christal fino, que es el mejor, y más con­
ducente, por cuanto tiene la letra crecida, y clara, y los renglones
cortos, y su contenido muy comprehensible, y fácil».90 Su autor, Pe­
dro Espinosa, había sido capellán y rector del Colegio de San Ilde­
fonso de Alcalá y publicado diversas obras en prosa y en verso.91 En
su primera edición, la de 1625, el Espejo de cristal fino era, en efec­
to, un librito en 8.° de 16 hojas, al que en otras impresiones -se co­
nocen cuatro del siglo xvn, diez del xvill y cuatro del XIX- se le aña­
día el Arte de bien morir, otra obra del autor. Su contenido respondía
a este tipo de textos: un mercader extraviado en el monte se encuen­
tra con un ermitaño al que pide que le enseñe «el arte del bien morir».

69
La narración del ermitaño se divide en siete textos básicos, una para
cada día de la semana, a los que siguen otros sobre el infierno, la glo­
ria, la enmienda de vida y el acto de contrición, todos ellos de lectu­
ra breve. Este era el libro que se aconsejaba, y que de hecho era leí­
do por los niños en muchas escuelas si lograba superarse el Catón.

A modo de conclusión

Las evidencias directas existentes sobre la evolución del proceso


de alfabetización en la España de los siglos xvi y xvii, obtenidas me­
diante el cómputo de quienes sabían o no firmar en documentos judi­
ciales, fiscales y notariales, indican un claro incremento del dominio
de la firma durante el siglo XVI, en especial en el medio urbano y entre
los artesanos y las mujeres -aunque menor entre éstas-, así como un
estancamiento o retroceso en los años finales de dicho siglo y primeras
décadas del XVII que, probablemente, continuó a lo largo del mismo.
Esta conclusión general oculta, sin embargo, las diferencias que se
produjeron tanto en los ritmos de los avances, estancamientos y retro­
cesos, como en los años o períodos en los que tuvieron lugar según
las localidades o áreas del país, los grupos sociales, la ocupación o pro­
fesión y el sexo. No estamos, por tanto, ante procesos regulares y ge­
neralizados sino irregulares y diversificados. Mientras una localidad o
grupo social podía estar en una fase determinada, otras poblaciones
o grupos podían seguir, en ese momento, una evolución diferente.
Las evidencias indirectas relativas a la producción, comercio y
posesión de lo escrito -no tratadas en este trabajo- y la escolariza-
ción y aprendizaje de las primeras letras confirman la evolución ge­
neral y las irregularidades descritas. En lo que a este último aspec­
to se refiere, son evidentes tanto el incremento de la demanda y de
la oferta educativa en el siglo XVI como su declive en el x v i i por ra­
zones ideológico-políticas y económicas. Un declive que en el ámbi­
to civil o seglar coincide con un período, que quizás facilita, de con­
solidación profesional de los maestros de primeras letras bien por
medio de regulaciones específicas, como las Ordinations dels mestres
de llegir y escriure de Valencia (1625), bien, al mismo tiempo, de la
formación de hermandades gremiales como las de Madrid (1642) y
Barcelona (1657), y de normalización de las cartillas y libros escola­
res de lectura. La formación de gremios de maestros antes propició
el estancamiento del número de escuelas existentes que un incre­
mento que, al producir el descenso del número de alumnos, impli­
caba unas retribuciones inferiores. Por otro lado, la concesión del

70
privilegio de impresión y venta de la cartilla al cabildo vallisoleta­
no, más preocupado por la rentabilidad económica del producto im­
preso que por su mejora material, tipográfica o pedagógica, en poco
o nada favoreció la enseñanza y el aprendizaje de la lectura o la
aparición, en este ámbito, de innovaciones metodológicas.
En cuanto a la acción eclesiástica es asimismo evidente el decli­
ve o estancamiento en el siglo XVII, en relación con el precedente, de
su labor benéfico-asistencial-docente y de la actividad educadora
de las órdenes y congregaciones religiosas. La debilidad de dicha ac­
ción, así como de la red escolar parroquial y de la catequesis como
instrumento de alfabetización, en comparación con la llevada a cabo
en Italia y Francia, en especial en el siglo XVII, plantea algunas
cuestiones, ya indicadas, sobre la tan traída y llevada diferencia, en
lo que a la difusión de la alfabetización y la cultura escrita se refie­
re, entre las iglesias, zonas o países de predominio protestante y
católico, y el supuesto o real enfrentamiento entre unas, las prime­
ras, que basaban su labor proselitista en la lectura en lengua vul­
gar, individual o familiar, de la Biblia o catecismos específicamente
elaborados al efecto, y otra, la segunda, más orientada en su prose-
litismo hacia el ámbito de lo oral e icónico (predicación, confesión,
música, liturgia, imágenes, pinturas, procesiones, estampas, meda­
llas, objetos sacros), opuesta a la lectura de la Biblia en lengua vulgar
y promotora de «la proclamación en alta voz, por una sola persona
autorizada, del texto único del catecismo».92
En otros trabajos anteriores maticé esta oposición. En ellos indi­
caba el cambio producido hacia 1525 en los más destacados refor­
madores protestantes ante el peligro, ya real, que representaban
las lecturas incontroladas del libro sagrado, y el énfasis posterior
puesto por los mismos más en la lectura de catecismos cívico-reli­
giosos escritos con tal fin que en la de la Biblia, así como el diferen­
te comportamiento de la Iglesia Católica en función de la situación de
competencia, predominio o dominio exclusivo que tuviera en cada
país y en cada momento.93 La reciente publicación de dos excelentes
trabajos a cargo de Jean-François Gilmont y Dominique Julia sobre,
respectivamente, la lectura en las reformas protestantes y la contra­
rreforma católica, confirma lo allí dicho y lo amplía, con erudición,
en ideas, argumentos, hechos y detalles.94
En lo que a las reformas protestantes se refiere, la promoción de
la lectura de la Biblia y, sobre todo, del catecismo respectivo por el
padre de familia, en voz alta, al resto de quienes vivían en el hogar,
y el lanzamiento, con éxito, de campañas de alfabetización lectora
como la llevada a cabo en Suecia a partir de 1686, no parece que pu­

71
sieran en cuestión «la preponderancia de la oralidad» en los países
o zonas de predominio protestante.95 La lectura silenciosa de la Bi­
blia se limitó al ámbito de los exégetas y personas cultivadas o aco­
modadas. En los demás ámbitos el acceso al libro sagrado se produ­
jo por lo general, en los siglos XVI y xvii, a través de lecturas en voz
alta efectuadas en el hogar por el padre de familia y en la iglesia por
el pastor. Las tres formas principales de adoctrinamianto fueron la
predicación, la música acompañada o no del canto y la catequesis.
En cuanto a esta última, aunque se exigiera la memorización, tam­
bién se promovió, siquiera de modo controlado, su lectura. Ello exi­
gía su aprendizaje, bien a través de una red de escuelas localmente
financiada, bien en el seno de la familia, dos aspectos en los que sí
pusieron más énfasis algunos reformadores protestantes.
La Iglesia Católica fue, no obstante, más lejos en la restricción
de la lectura de la Biblia en lengua vulgar. En el índice de 1564 di­
cha lectura sólo se permitía a los hombres «sabios y piadosos»,96y en
los posteriores a 1593, hasta mediados del siglo XVIII, se prohibía
cualquier traducción de la misma. Dicha prohibición, como ha indi­
cado Dominique Julia, fue objeto de interpretaciones aún más res­
trictivas, y en algún caso anteriores, en Italia, Portugal y España.
Durante casi dos siglos en estos países sólo pudo accederse a una
versión latina del libro sagrado. En Francia la situación fue, sin em­
bargo, diferente. La razón es obvia: ¿cómo luchar contra las iglesias
protestantes en un país católico pero multiconfesional tras el Edic­
to de Nantes de 1598, o, sobre todo, tras su revocación en 1685, si no
era recurriendo a sus mismas armas?97
Allí donde existió confrontación, como en Francia y Bohemia, y
la Iglesia Católica no dispuso de instrumentos de exclusión y con­
trol absoluto, su estrategia fue diferente. Los mismos jesuítas que
en España se oponían a la lectura de la Biblia y otros textos doctri­
nales en lengua vulgar la promovían en la Bohemia del siglo xvm
junto, siguiendo la tradición protestante, con la lectura familiar en
voz alta de los mismos.98 Es, asimismo, desde esta perspectiva, des­
de la que hay que ver el énfasis puesto en la segunda mitad del si­
glo xvn por los jansenistas de Port-Royal en la traducción al fran­
cés de textos bíblicos y litúrgicos, en la obligación moral, entre los
católicos, de leer la Escritura, en especial el Nuevo Testamento, y,
en relación con la enseñanza de la lectura, en la reforma del dele­
treo en busca de su acercamiento a la pronunciación silábica a fin
de acortar su duración y facilitarla.99 El desarrollo de una cultura
católica seglar en Francia, basada en la lectura de textos de índole
religiosa, guarda una estrecha relación tanto con la aparición y ex­

72
pansión, en dicho país, de nuevas órdenes y congregaciones religio­
sas dedicadas, con carácter preferente, a la enseñanza, como con el
incremento, en dichos años, de las petites écoles y escuelas parro­
quiales, y la renovación catequética producida sobre todo en el nor­
te y nordeste del país donde el catecismo devino, en muchos casos,
un libro escolar que se leía antes de memorizarlo. Una renovación
en la que el Catecismo histórico de Fleury (1683) constituía un
cambio sustancial en los contenidos y en el método de enseñanza
empleado.100
Si, como antes dije, citando a Jean-François Gilmont, las refor­
mas protestantes no pusieron en entredicho, al menos durante los
siglos xvi y XVII, la preponderancia de la oralidad en las sociedades
en las que se produjeron, mucho menos lo hicieron allí donde se
mantuvo el predominio de la Iglesia Católica, y, mucho menos
aún, allí donde ésta alcanzó, por otros medios, una situación de
control y adoctrinamiento exclusivos. Sólo cuando y donde se vio
forzada a competir promovió la lectura controlada por los fieles de
la Biblia, en especial del Nuevo Testamento, y textos doctrinales
en lengua vulgar, así como la introducción sistemática y decidida
de los saberes elementales en la escuela y, entre ellos, de la doc­
trina cristiana.
La España de Cervantes fue una España atravesada y confor­
mada todavía por la oralidad. No era ya una sociedad de oralidad
«primaria», «sin contacto alguno con la escritura», sino «mixta», en
la que «la influencia» de lo escrito «seguía siendo externa» y «par­
cial», es decir, no profunda. Pero ya estaba emergiendo una oralidad
«segunda», «a partir de la escritura», en «un entorno en el que ésta»
tendía «a debilitar los valores de la voz en el uso y en lo imagina­
rio».101Nadie mejor que Cervantes reflejó, en el Quijote, el contraste
y enfrentamiento entre el mundo por excelencia de lo escrito, el de los
libros, que había vuelto loco a don Quijote, y el de lo oral, el de San­
cho, el de los dichos, la redundancia en el hablar y los refranes. Nadie
mejor que él supo mostrar, a través de los juicios de valor de don Qui­
jote sobre la «plática» de Sancho, al calificarla, unas veces, de pro­
pia de un hombre «falto de entendimiento», y, otras, de «desmayada»
y «baja»,102el tránsito que se estaba produciendo hacia un mundo en
el que los modos de expresión propios de una sociedad oral iban a
ser, en unos casos, reutilizados en unos contextos y con unas finali­
dades diferentes, y, en otros, descalificados y relegados. Y ello en
una «época de transición», plena de contradicciones, «entre la cultu­
ra de la voz, la memoria, la variación, y la cultura de la lectura si­
lenciosa, del olvido, del texto fijo».103

73
CUADRO ANEXO

PORCENTAJE (%) DEPERSONAS QUE SABENFIRMAR


Área Años Fuente N.° casos Total Hombres Mujeres

Valencia 1474-1560 Testamentos 2.489 . 34,0 16,0


Cuenca 1540-1600 Judicial 617 35,0 8,0
(diócesis, sin (Inquisición)
clero)
« (<
Cuenca 1601-1661 468 52,0 28,0
(diócesis, sin
clero)
« « 1.640 49,8 56,7 4,2
Toledo 1540-1600
(región)
« « 707 51,5 61,8 6,8
Toledo 1600-1650
(región)
« « 119 54,6 73,0 0
Toledo 1651-1700
(región)
« « 468 62,0 70,0 11,0
Andalucía 1595-1632
interior (4
localidades)
Ávila 1503-1628 Documentación 2.492 51,1 57,1 18,3
(sin clero y notarial
moriscos)
(( <( 2.103 52,2 11,9
Segovia 1503-1628 45,6
(sin clero)
« « 107 68,4 19,3
Granada 1605-1609
(parroquia
de Sta. M.a de
la Alhambra)
Madrid 1650 Testamentos y 1.413 45,3 74,3 25,6
declaraciones
de pobreza
« « 781 37,7 54,1 22,7
Madrid 1651-1700
Cádiz 1675 Testamentos - - 61,0 16,4
« 23,6 8,0
Puerto de 1675 - -
Santa María
« 0
Medina 1675 - 14,7
Sidonia
(( 10,5 0
Alcalá de 1675 -
los Gazules
« 44,1 64,9 17,1
Badajoz 1700-1725 550
«
Badajoz
(pueblos)
1670-1699 827 23,3
:
Granada 1570 Fiscal (pago 301 26,6
(repobladores impuesto)
zona rural)
Galicia-rural 1635 Fiscal 3.128 7,8
(donativo)

74
Área Años Fuente N.° casos Total Hombres Mujeres

Galicia- 1635 Fiscal (donativo) 1.241 19,7 - -


semirural
Santiago 1635 984 28,0 - 3,4
(sin clero)
Santiago 1635 1.590 52,5 - -
(con clero)
Santander y 1635 30/35
San Vicente
de la
Barquera
Burgos, Rioja 1635 25/35
y Segovia
(pueblos)
Burgos y 1635 10/15
Segovia
(aldeas)
Lorca 1705 “ 2.199 24,5 28,0 10,0
Tres pueblos 1574 Judicial 513 7,2 0
de la huerta (Inquisición)
valenciana
(moriscos)
Ávila 1503-1610 Does, notariales 505 72,3
(moriscos y judiciales
convertidos) (Inquisición)
Ávila (( í(
1580-1610 56 12,5
(moriscas
convertidas)
Ávila « <(
1504-1610 605 24,0
(moriscos
granadinos)

Fuentes y observaciones
1. Valencia y Cuenca (diócesis)
Sara T. Nalle, «Literacy and Culture in Early Modern Castile», Past and Present,
n.° 125, 1989, págs. 65-96.

2. Toledo (región)
Marie-Christine Rodríguez y Bartolomé Bennassar:, «Signatures et niveau cultu­
rel des témoins et accusés dans le procès d’inquisition du ressort du Tribunal de
Tolède (1525-1817) et du ressort du Tribunal de Cordoue (1595-1632)», Cahiers du
monde hispanique et luso-brésilien. Caravelle, n.° 31, 1978, págs.. 17-46. El tér­
mino “región” abarca el territorio jurisdicional del tribunal de Toledo. Por ello los
autores se refieren, en ocasiones, a Castilla la Nueva.

75
3. Andalucía interior (Andújar, Iznatoraf, Úbeda y Córdoba)
Marie-Christine Rodríguez y Bartolomé Bennassar: «Signatures et niveau cultu­
rel des témoins et accusés dans le procès d’inquisition du ressort du Tribunal de
Tolède (1525-1817) et du ressort du Tribunal de Cordoue (1595-1632)», cit.

4. Ávila y Segovia
Serafín de Tapia, «La alfabetización de la población urbana castellana en el Siglo
de Oro», Historia de la Educación, n.° 12-13, 1993-1994, págs.. 275-307.

5. Granada (parroquia de la Alhambra y repobladores campo de Granada)


Bernard Vincent: «Lisants et non-lisants des royaumes de Grenade et de Valen­
ce à la fin du XVIe siècle», De l’alphabétisation aux circuits du livre en Espagne,
X v f - X D ? siècles, Paris, CNRS, 1987, págs.. 95-104.

6. Madrid
Claude Larquié, «La alfabetización de los madrileños en 1650», Anales del Ins­
tituto de Estudios Madrileños, x v i i , 1980, págs.. 232-252, y «L’alphabétisation
des madrilènes dans la deuxième moitié du XVIIe siècle. Stagnation ou évolu­
tion?», De l’alphabétisation aux circuits du livre en Espagne, xvf-xix" siècles,
cit., págs.. 73-93.

7. Badajoz
Fernando Marcos Alvarez y Fernando Cortés Cortés, Educación y analfabetis­
mo en la Extremadura meridional (siglo x v i i ) , Cáceres, Universidad de Extre­
madura, 1987. El término «pueblos» incluye las localidades de Barcarrota, Bo-
donal de la Sierra, Fuentes de León, Higuera la Real, Jerez de los Caballeros y
Montijo.

8. Galicia y Santiago
Juan Eloy Gelabert, «Niveaux d’alphabétisation en Galice (1635-1900)», De l’alp­
habétisation aux circuits du livre en Espagne, X V f-X lX * siècles, cit., págs.. 45-71.
El término «semi-rural» comprende cinco villas de entre 100 y 500 «fuegos»: Ba­
yona, Vigo, Puebla del Deán, Caldas de Reyes y Noya.

9. Santander y San Vicente de la Barquera; Burgos, Rioja y Segovia (pueblos) y


Burgos y Segovia (aldeas)
Bartolomé Bennassar, «Las resistencias mentales», Orígenes del atraso económi­
co español, Barcelona, Ariel, 1985, págs. 147-163. Los pueblos de Burgos, Rioja y
obispado de Segovia son Medina de Pomar, Haro, San Asensio, Briones, Alcaza-
rens, Fuente de Coca, Mojados y Urueña. Las aldeas son una decena del arci-
prestazgo de Candemuñó (valle de Arlanzón) y campo de Sepúlveda.

10. Cádiz, Puerto de Santa María, Medina Sidonia y Alcalá de los Gazules
M.a José de la Pascua Sánchez, «Aproximación a los niveles de alfabetización en
la provincia de Cádiz: las poblaciones de Cádiz, El Puerto de Santa María, Medi­
na Sidonia y Alcalá de los Gazules entre 1675 y 1800», Trocadero. Revista de His­
toria Moderna y Contemporánea, n.° 1, 1989, págs. 51-65.

11. Lorca
Julio Cerdá Ruiz: Libros y lectura en la Lorca del siglo xvii, Murcia, Caja Murcia-
Departamento de Historia Moderna y Contemporánea, 1986.

76
12. Tres pueblos de la huerta valenciana (moriscos)
Bernard Vincent: «Lisants et non-lisants des royaumes de Granade et de Valen­
ce à la fin du XVIe siècle», cit.

13. Avila (moriscos)


Serafín de Tapia: «Nivel de alfabetización en una ciudad castellana del siglo xvi:
sectores sociales y grupos étnicos en Ávila», Studia Historica. Historia Moderna,
vol. VI, 1988, págs. 481-502.

Notas
1. Carl F. Kaestle, «The History of Literacy and the History of Readers», Re­
view of Research in Education, n.° 12, 1985, págs. 11-53, y Antonio Viñao, «Analfa­
betismo y alfabetización», en Jean-Louis Guereña, Julio Ruiz Berrio y Alejandro Tia-
na Ferrer (eds.), Historia de la educación en la España contemporánea. Diez años de
investigación, Madrid, C.I.D.E., Centro de Publicaciones del Ministerio de Educación
y Ciencia, 1994, págs. 23-50.
2. H. J. Graff, «El legado de la alfabetización. Constantes y contradicciones
en la sociedad y la cultura occidentales», Historia de la Educación, n.° 288, 1989,
págs. 7-34.
3. Antonio Castillo y Carlos Sáez, «Paleografía versus alfabetización. Reflexio­
nes sobre historia social de la cultura escrita», Signo. Revista de Historia de la Cul­
tura Escrita, n.° 1,1994, págs. 133-168, y Antonio Viñao, «Por una historia de la cultu­
ra escrita: observaciones y reflexiones», Signo. Revista de Historia de la Cultura
Escrita, n.° 3, 1996, págs. 41-68.
4. W. T. Pattisson, «Etapas del naturalismo en España», en I. M. Zavala, (éd.),
Historia crítica de la literatura española. V. Romanticismo y naturalismo, Barcelona,
Crítica, 1982, pág. 422.
5. Sobre esta cuestión remito a lo dicho en «Alfabetización y alfabetizaciones»,
en A. Escolano (comp.), Leery escribir en España. Doscientos años de alfabetización,
Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1992, págs. 385-410.
6. Cristóbal Suárez de Figueroa, Varias noticias importantes a la humana co­
municación, Madrid, Tomás de Iusti, 1621, pág. 235.
7. Juan de Zabaleta, El día de fiesta por la tarde, Madrid, María de Quiñones,
1660, fol. 65v.
8. Jean-Louis Guereña y Antonio Viñao, Estadística escolar, proceso de escola­
rización y sistema educativo nacional en España (1750-1850), Barcelona, EUB, 1996,
págs. 114-149.
9. Así, por ejemplo, en los estudios realizados en la provincia de Murcia -e n las
localidades de Murcia, Lorca y Alcantarilla-, utilizando los testamentos como fuen­
te, se ha calculado en un 25 % la sobrevaloración de la alfabetización para la segunda
mitad del siglo xvm y primera del xix, a causa de la infrarrepresentación femenina y
de personas pertenecientes a los grupos sociales de inferior estatus social y nivel de
renta (Antonio Viñao, «Alfabetización e Ilustración: difusión y usos de la cultura es­
crita», Revista de Educación, n.° extraordinario, La educación en la Ilustración espa­
ñola, 1988, págs. 275-302; referencia en pág. 285).
10. Sara T. Nalle, en su estudio sobre la alfabetización en la Castilla de los siglos
XVI y XVII, considera que la fuente utilizada -lo s juicios inquisitoriales- infraestima
en un 8 %, por esta razón, el total de lectores potenciales («Literacy and Culture in

77
Early Modem Castile», Past and Present, n.° 125, 1989, págs. 65-96; referenda en
págs. 95-96).
11. Claude Larquié, «La alfabetización de los madrileños en 1650», Anales del
Instituto de Estudios Madrileños, XVII, 1980, págs. 223-252 (referencia en pág. 238).
12. Serafín de Tapia, «La alfabetización de la población urbana castellana en el
Siglo de Oro», Historia de la Educación, XII-XIII, 1993-1994, págs. 275-307 (referen­
cias en págs. 300-303).
13. Bernard Vincent, «Lisants et non-lisants des royaumes de Grenade et de Va­
lence à la fin du XVIe siècle» en De l’alphabétisation aux circuits du livre en Espagne,
x y f-x n f siècles, Paris, CNRS, 1987, págs. 95-104.
14. Jacqueline Fournel-Guerin, «Le livre et la civilisation écrite dans la commu­
nauté morisque aragonaise (1540-1620)», Melanges de la Casa de Velázquez, XV, 1979,
págs. 242-259.
15. Serafín de Tapia, «Nivel de alfabetización en una ciudad castellana del si­
glo XVI: sectores sociales y grupos étnicos e n Avila», Studia Historica. Historia M o­
derna, VI, 1988, págs. 481-502 (referencias en págs. 415-501 y cita en págs. 497-498).
16. Lawrence Stone, «The Educational Revolution in England, 1550-1640», Past
and Present, n.° 28, 1969, págs. 41-88. Sobre el impulso dado a la escolarización y la
alfabetización en la Europa del siglo xvi, véase R. A. Houston, Literacy in Early M o­
dern Europe. Culture and Education, 1500-1800, Londres, Longman, 1988.
17. Richard L. Kagan, Universidad y sociedad en la España Moderna, Madrid,
Tecnos, 1981.
18. Marie-Christine Rodríguez y Bartolomé Bennassar, «Signatures et niveau
culturel des témoins et accusés dans le procès d’inquisition du ressort du Tribunal de
Tolède (1525-1817) et du ressort du Tribunal de Cordoue (1592-1632)», Cahiers du
monde hispanique et luso-brésilien. Caravelle, n.° 31, 1978, págs. 17-46.
19. Claude Larquié, «L’alphabétisation des madrilènes dans la deuxième moitié
du XVIIe siècle. Stagnation ou évolution», De l’alphabétisation aux circuits du livre en
Espagne, xvf-xix* siècles, cit., págs. 73-93.
20. Sara T. Nalle, «Literacy and Culture in Early Modem Castile», cit., en espe­
cial págs. 69-70.
21. Serafín de Tapia, «La alfabetización de la población urbana castellana en el
Siglo de Oro», cit.
22. Ibid., págs. 293-294.
23. Ibid., pág. 294.
24. Bartolomé Bennassar, La España del Siglo de Oro, Barcelona, Crítica, 1983,
pág. 285.
25. Daniel Fabre (comp.), Ecritures ordinaires, París, Editions P.O.L-Centre
Georges Pompidou, 1993.
26. J. Cook-Gumperz, «Alfabetización y escolarización ¿una ecuación inmuta­
ble?, en J. Cook-Gumperz (ed.), La construcción social de la alfabetización, Barcelo­
na y Madrid, Paidós-MEC, 1988, págs. 31-59.
27. La simple lectura de la apretada síntesis sobre la historiografía española en
relación con la imprenta y la cultura del libro en la España del siglo xvi, efectuada
por Manuel Peña en Cataluña en el Renacimiento: libros y lenguas (Barcelona, 1473-
1600), Barcelona, Milenio, 1996, págs. 64-76, (al que habría que añadir laberinto
de los libros. Historia cultural de la Barcelona del Quinientos, Madrid, Fundación
Germán Sánchez Ruipérez, 1997, del mismo autor) muestra tanto la renovación pro­
funda que se ha producido en España en los últimos años en este tipo de estudios,
como la imposibilidad de abordar dicha cuestión en este trabajo.

78
28. La lectura de buena parte de los trabajos presentados en los coloquios sobre
«Los libros de los españoles en la Edad Moderna», celebrado en la Casa de Velázquez
del 5 al 7 de mayo de 1997, y sobre «La mirada en la escritura. Una historia de la lec­
tura y del lector», desarrollado en la Fundación Germán Sánchez Ruipérez y en la
Casa de Velázquez los días 11 y 12 de mayo de 1998, publicados respectivamente en
los números 99, 1 (1977) y 100, 2 (1998) del Bulletin Hispanique, pueden contribuir
a corregir y ampliar lo que ya sabemos sobre dichas cuestiones.
29. Jean-Louis Guereña y Antonio Viñao, Estadística escolar, proceso de escola-
rización y sistema educativo nacional en España (1750-1850), cit., págs. 39-45.
30. Jean-Paul Le Flemm, «Instruction, lecture et écriture en Vieille Castille et
Extremadure aux xvie-xviie siècles», De l’alphabétisation aux circuits du livre en Es­
pagne, xvf-xix* siècles, cit., pág. 30.
31. Sobre el particular y en relación con la escuela del Antiguo Régimen, remito
a lo dicho en Tiempos escolares, tiempos sociales, Barcelona, Ariel, 1998.
32. Sara T. Nalle, «Literacy and Culture in Early Modern Castile», cit., pág. 75,
y God in La Mancha. Religious Reform and the People of Cuenca, 1500-1650, Balti­
more y Londres, The Johns Hopkins University Press, 1992, pág. 84.
33. Bernabé Bartolomé, «Las escuelas de primeras letras», en Bernabé Bertolo-
mé (comp.), Historia de la acción educadora de la Iglesia en España. I. Edades Anti­
gua, Media y Moderna, Madrid, B.A.C., 1995, págs. 612-630 (cita en pág. 622).
34. Ibid., págs. 614-617.
35. Vicente de la Fuente, Historia de las universidades, colegios y demás esta­
blecimientos de enseñanza en España, II, Madrid, 1885, pág. 608.
36. «Memorial presentado al Rey Felipe II sobre algunos vicios introducidos en
la lengua y escritura castellana y medios tomados para su reforma, examinando a los
maestros de primeras letras del lenguaje castellano y de su escritura», Memorias de
la Real Academia Española, VIII, Madrid, Imprenta de los Hijos de M.G. Hernández,
1902, págs. 299-314 (cita en pág. 311). Texto copiado, en 1792, por Martín Fernández
Navarrete de «unos manuscritos antiguos que se conservan en un Códice de la Bi­
blioteca alta de El Escorial».
37. Richard L. Kagan, Universidad y sociedad en la España Moderna, cit., pág. 60.
38. Bartolomé Bennassar, «Las resistencias mentales», en Orígenes del atraso
económico español, Barcelona, Ariel, 1985, págs. 156-159.
39. Así lo indiqué y mostré, a partir de los ejemplos de Badajoz, Gerona y Bar­
celona, en «Siglo xvi. Alfabetización y escolarización» y «Siglo x v i i. Alfabetización y
escolarización», en Buenaventura Delgado (coord.), Historia de la educación en E s­
paña y América. La educación en la España Moderna (siglos X V l-X V lll), Madrid, Edi­
ciones SM y Morata, 1993, págs. 150-170 y 483-490, respectivamente.
40. Richard L. Kagan, Universidad y sociedad en la España Moderna, cit., págs. 63-
64.
41. Bernabé Bartolomé, «Las escuelas de primeras letras», op. cit., pág. 617. Este
interés, a su juicio tardío, de los obispos por incorporar a los maestros de prime­
ras letras a la ofensiva contrarreformista ha sido, asimismo, constatado, en re­
lación con Cataluña, por Henry Kamen en Cambio cultural en la sociedad del Si­
glo de Oro. Cataluña y Castilla, siglos xvi-xvu, Madrid, Siglo XXI, 1998, págs. 331-
332.
42. Bernabé Bartolomé, «Las escuelas de primeras letras», cit., págs. 614-617, y
«Siglo XVI. Las escuelas de primeras letras», en Buenaventura Delgado (coord.), His­
toria de la Educación en España y América. La educación en la España Moderna
(siglos X V I-X V Ü I), cit., págs. 175-194 (referencia en pág. 179).

79
43. Sara T. Nalle, God in La Mancha. Religious Reform and the People of Cuen­
ca, 1500-1650, cit., pág. 111.
44. Gabriel Mora del Pozo, El Colegio de Doctrinos de Toledo, Toledo, Instituto
Provincial de Investigaciones y Estudios Toledanos, 1989, pág. 9.
45. Durante el siglo xvi se crearon 20 seminarios -el primero de ellos en Burgos,
en 1565- y 8 en el siglo xvil «cuando se inicia su primera decadencia» (Francisco Mar­
tín, «Los seminarios, la formación del clero y los religiosos», en Bernabé Bartolo­
mé (comp.), Historia de la acción educadora de la Iglesia en España. I. Edades Anti­
gua, Media y Moderna, cit., págs. 746-759; referencia y cita en pág. 746), sin que ello
signifique que la totalidad o la mayoría del clero se formara en este tipo de institu­
ciones.
46. Sara T. Nalle, God in La Mancha. Religious Reform and the People of Cuen­
ca, 1500-1650, cit., págs. 84-87, Henry Kamen, Cambio cultural en la sociedad del
Siglo de Oro, cit., págs. 320-326, y Josué Fonseca Montes, El clero de Cantabria en la
Edad Moderna, Santander, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Canta­
bria, 1996, págs. 146-190.
47. Josué Fonseca Montes, El clero en Cantabria en la Edad Moderna, cit.,
págs. 188 y 190.
48. Bernabé Bartolomé, «Siglo XVI. Las escuelas de primeras letras», cit., pág. 182.
En igual sentido se expresa Vicente Faubell: «ninguna Orden religiosa le presta
atención sistemática a la enseñanza básica. Sólo esporádicamente se encuentran es­
cuelas de niños regidas por religiosos durante dicha centuria» («Otras órdenes reli­
giosas masculinas docentes y educadoras», en Bernabé Bartolomé (comp.), Historia
de la acción educadora de la Iglesia en España. I. Edades Antigua, Media y Moder­
na, cit., págs. 709-722; cita en pág. 713).
49. Bernabé Bartolomé, «Los colegios de jesuítas y la educación de la juventud»,
en Bernabé Bartolomé (comp.), Historia de la acción educadora de la Iglesia en E s­
paña. I. Edades Antigua, Media y Moderna, cit., págs. 644-682 (cuadro en págs. 652-
653). Las cifras y porcentajes ofrecidos han sido obtenidos a partir de la información
suministrada en el mismo.
50. Vicente Faubell, «Los colegios de escolapios y la atención educativa a los po­
bres», en Bernabé Bartolomé (comp.), Historia de la acción educadora de la Iglesia en
España. I. Edades Antigua, Media y Moderna, cit., págs. 682-708 (referencia en
págs. 682-683). La expansión escolapia en España, no sin la oposición de los gremios
de maestros y de los jesuítas, tendría lugar a partir de 1733, en el siglo xvm (Vicen­
te Faubell, Acción educativa de los escolapios en España (1733-1845), Madrid, Edi­
ciones SM, 1987, págs. 31-32).
51. Vicente de la Fuente, Historia de las universidades, colegios y demás esta­
blecimientos de enseñanza en España, cit., pág. 511.
52. Ibid., II, págs. 511-513, y III, pág. 152.
53. «...por todas partes florecieron monasterios y conventos femeninos llamados
a desarrollar una educación extrafamiliar que podemos denominar formal» (Angela
del Valle López, «Ordenes y congregaciones femeninas dedicadas a la enseñanza», en
Bernabé Bartolomé (comp.), Historia de la acción educadora de la Iglesia en España.
1. Edades Antigua, Media y Moderna, cit., págs. 723-745; cita en pág. 726).
54. Ibid., págs. 728-734, y Bernabé Bartolomé, «Los centros de asistencia, co­
rrección y formación de minorías sociales en la Iglesia moderna española», en Ber­
nabé Bartolomé (comp.), Historia de la acción educadora de la Iglesia en España.
I. Edades antigua, Media y Moderna, cit., págs. 965-1005 (referencia en págs. 982-
983).

80
55. Ángela del Valle López, «Órdenes y congregaciones femeninas dedicadas a la
enseñanza», cit., págs. 742-743.
56. Bernabé Bartolomé, «Los centros de asistencia, corrección y formación de
minorías sociales en la Iglesia moderna española», cit., pág. 974. A ellos se refería Pe­
dro de Urdemalas cuando decía: «Yo soy hijo de la piedra,/ que padre no conocí:/ des­
dicha de las mayores/ que a un hombre pueden venir./ No sé donde me criaron; pero
sé decir que fui/ destos niños de doctrina/ sarnosos que hay por ahí./ Allí, con dieta y
azotes/ que siempre sobrán allí! aprendí las oraciones,/ y a tener hambre aprendí/
aunque también con aquesto/ supe leer y escribir,/ y supe hurtar limosna, / y discul­
parme y mentir» (Miguel de Cervantes, Teatro, Madrid, Turner, 1993, pág. 838).
57. Ibid., págs. 978-979, y Sara T. Nalle, God in La Mancha. Religious Reform
and the People of Cuenca, 1600-1650, cit., pág. 113.
58. Bernabé Bartolomé, «Los centros de asistencia, corrección y formación de
minorías sociales en la Iglesia moderna española», cit., págs. 987-988.
59. Paul F. Grendler, «The Schools of Christian Doctrine in Sixteenth-Century
Italy», Church History, LII, 1984, págs. 319-331, y Schooling in the Renaissance Italy.
Literacy and Learning, 1300-1600, Baltimore y Londres, The Johns Hopkins Uni­
versity Press, 1989, págs. 333-362.
60. A. Lottin, «La catéchèse en milieu populaire au xvilème siècle: l’exemple de
l’école dominicale de Valenciennes et du P. Marc (1584-1638)», en Les intermédiaires
culturels, Aix-en-Provence, Université de Provence, 1981, págs. 245-260; Omer Henri-
vaux, «Les écoles dominicales de Mons et de Valenciennes et les premiers catéchismes
du diocèse de Cambrai», en Pierre Colin, Elisabeth Germain, Jean Joucheray y Marc
Venard (comps.), Aux origines du catéchisme en France, Desclée, 1989, págs. 144-159,
y Dominique Julia, «Livres de classe et usages pédagoqiques», en Henri-Jean Martin y
Roger Chartier (dirs.), Histoire de l’édition française. II. Le livre triomphant, 1660-
1830, Paris, Promodis, 1984, págs. 468-497 (referencia en págs. 478-480); y «Lecturas
y Contrarreforma», en G. Cavallo y R. Chartier (comps.), Historia de la lectura en el
mundo occidental, Madrid, Taurus, 1998, págs. 367-412 (referencia en págs. 406-407)].
61. Luis Resines, «Introducción», en Catecismos de Astete y Ripalda, Madrid,
B.A.C., 1987, págs. 3-42, y José Sánchez Guerrero, «Catequesis y predicación», en
Bernabé Bartolomé (comp.), Historia de la acción educadora de la Iglesia en España.
I. Edades Antigua, Media y Moderna, cit., págs. 589-611 (cita en pág. 591). Véanse,
asimismo, las recopilaciones de José Ramón Guerrero, «Catecismos de autores espa­
ñoles en la primera mitad del siglo xvi (1500-1559)», en Repertorio de historia de las
ciencias eclesiásticas en España, II, págs. 225-260, y Juan M. Sánchez, Intento bi­
bliográfico de la doctrina cristiana del P. Jerónimo de Ripalda, Madrid, Imprenta
Ibérica, 1908.
62. Los catecismos del siglo xvn han sido menos estudiados, por lo que, como ha
mostrado Luis Resines, posteriores estudios incrementarán sin duda el número de
los conocidos (Historia de la catequesis en Valladolid, Valladolid, Arzobispado de Va­
lladolid, 1995, págs. 85-112). Además, en esta cuestión hay que atender no tanto al
número de nuevos catecismos impresos, cuanto al de ediciones. El de Ripalda, por
ejemplo, publicado por primera vez en 1586 o 1591 (Luis Resines, «El catecismo de
Ripalda», en Catecismos de Astete y Ripalda, cit, págs. 203-243; referencia en págs. 207-
210), conoció hasta veintinueve ediciones en el siglo xvn (Juan M. Sánchez, Doctrina
cristiana del P. Jerónimo de Ripalda e intento bibliográfico de la misma. Años 1591-
1900, Madrid, Imprenta Alemana, 1909, págs. 3-8).
63. José Sánchez Herrero, «Los sínodos y la catequesis», en Los sínodos del pue­
blo de Dios, Valencia, Facultad de Teología de San Vicente Ferrer, 1988, págs. 159-

81
196, y Josué Fonseca Montes, E l clero en Cantabria en la Edad Moderna, cit.,
págs. 84-93.
64. Jean-Pierre Dedieu, «“Christianisation” en Nouvelle Castille. Catéchisme,
communion, messe et confirmation dans l’archeveché de Tolède, 1540-1650», Mélan­
ges de la Casa Velázquez, XV, 1979, págs. 261-294, y, sobre todo, Sara T. Nalle, God
in La Mancha. Religious Reform and the People o f Cuenca, 1500-1650, cit., págs. 118-
129.
65. Henry Kamen, Cambio cultural en la sociedad del Siglo de Oro, cit., págs. 326-
340.
66. Sara T. Nalle, God in La Mancha. Religious Reform and the People o f Cuenca,
1500-1650, cit., págs. 126-127.
67. Ibid., págs. 106-107 y 112.
68. En las páginas que siguen sintetizo y en algunos casos amplio información
procedente de otros dos trabajos anteriores: «Alfabetización, lectura y escritura en el
Antiguo Régimen (siglos xvi-xvm)», en Agustín Escolarlo (comp.), Leer y escribir en
España. Doscientos años de alfabetización, cit., págs. 45-68, y «Aprender a leer en el
Antiguo Régimen: cartillas, silabarios y catones», en Agustín Escolano (comp.), His­
toria ilustrada del libro escolar en España. Del Antiguo Régimen a la Segunda Re­
pública, Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1997, págs. 149-191.
69. Diccionario de la lengua española, I, Madrid, Real Academia Española,
1984, 20.a ed., pág. 284.
70. Jaime Moll, De la imprenta al lector. Estudios sobre el libro español de los si­
glos X V I al X V II, Madrid, Arco/Libros, 1994, pág. 78.
71. Víctor Infantes, «De la cartilla al libro», Bulletin Hispanique, t. 97, 1, 1995,
págs. 33-36, y «La cartilla en el siglo xvil. Primeros textos», en Augustin Redondo
(comp.), La formation de l’enfant en Espagne aux x v f et x v if siècles, París, Publica­
tions de la Sorbonne-Presses de la Sorbonne Nouvelle, 1996, págs. 105-123.
72. Hernando de Talavera, Breve doctrina y enseñanza que ha de saber y depo­
ner en obra todo cristiano, s. 1., s. i., s. a., pero ¿Granada, Meinardo Ungut y Juan
Pegnitzer, c. 1546? (edición facsímil a cargo de Luis Resines, Granada, Arzobispado
de Granada, 1993), y Cartilla y doctrina en romance para enseñar niños a leer, Sevi­
lla, Juan Varela de Salamanca, s. a. pero anterior a 1508, y Sevilla, Jacobo Crom-
berger, 1512.
73. Por ejemplo, las de Bernabé del Busto, Arte para aprender a leer y escrevir
perfectamente en romance y latín, s. 1., s. i., s. a. pero ca. 1532, y Juan de Robles, Arte
para enseñar muy breve y perfectamente a leer y escrevir assí en castellano como en
latín, en la qual se pone la doctrina Christiana copilada por el Bachiller Juan de Ro­
bles, s. 1., s. i., s. a. pero ca. 1565.
74. Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, II, Madrid, Cátedra, 1980, pág. 85.
75. Sara T. Nalle, God in La Mancha. Religious Reform and the People o f Cuen­
ca, 1500-1650, cit., págs. 116-117 y 121.
76. Antonio Viñao, «Aprender a leer en el Antiguo Régimen: cartillas, silabarios
y catones», cit., págs. 175-177 y 184.
77. Sara T. Nalle, God in La Mancha. Religious Reform and the People o f Cuen­
ca, 1500-1650, cit., pág. 104.
78. Pedro López de Montoya, Libro de la buena educación y ensenança de los no­
bles en que se dan muy importantes avisos a los padres para criar y enseñar bien a los
hijos, Madrid, Viuda de Madrigal, 1595 (pág. 248 de la edición de 1947 incluida en
Emilio Hernández Rodríguez, Las ideas pedagógicas del doctor Pedro López de Mon­
toya, Madrid, C.S.I.C., 1947).

82
79. Juan de Ycíar, Recopilación subtilissima: intitulada orthographia prática,
Zaragoza, Bartolomé de Nágera, 1548, fol. B liv.
80. La Cartilla menor para enseñar a leer en romance, especialmente a personas
de entendimiento en letra llana conforme a la propiedad de dicha lengua, de Juan de
Robles, impresa en Alcalá de Henares en 1564 por Andrés Angulo, es uno de los pri­
meros ejemplos, sino el primero, en el que se combinan los caracteres gótico y romano.
81. Véanse, al respecto, Abraham Esteve Serrano, Estudios de teoría ortográfica
del español, Murcia, Publicaciones del Departamento de Lingüística General y Críti­
ca Literaria-Universidad de Murcia, 1982, y Margit Frenk, Entre la voz y el silencio,
Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1997, págs. 39-45 («La ortogra­
fía elocuente», trabajo publicado en 1986).
82. Como decía uno de los candidatos a alcalde, Jarrete, en el entremés cervan­
tino La elección de los alcaldes de Daganzo (1615), «Yo, señor Pesuña,/ Sé leer, aun­
que poco; deletreo,/Y ando en el be-a-ba bien ha tres m eses,/Y en cinco más daré con
ello a un cabo» (cit., pág. 156).
83. Luis Vives, Pedagogía pueril (De ratione studii puerilis), en Obras comple­
tas, II, Aguilar, Madrid, 1948, págs. 317-318 (texto publicado en 1523); Juan de la
Cuesta, Libro y tratado para enseñar a leer y escribir, Alcalá, Casa de Juan Gracián,
1589, fol. 20; Pedro Simón Abril, Instrucción para enseñar a los niños fácilmente el
leer y escribir, Zaragoza, Imprenta de la viuda de Juan Esearrilla, fols. A 2-A 4; Juan
de Robles, Cartilla menor para enseñar a leer en Romance, especialmente a personas
de entendimiento en letra llana, conforme a la propiedad de dicha lengua, cit., fols. B
7-B 8; y Diego Bueno, Arte nuevo de enseñar a leer escrivir y contar príncipes y seño­
res, Zaragoza, Domingo Gascón Infançon, 1690 («Platiquilla para enseñar a leer a los
Niños con facilidad, y Arte»),
84. Juan Claudio Aznar de Polanco, Crisol christiano, en las dos edades prime­
ras, infancia, y puericia, Madrid, Viuda de Juan García Infanzón, 1721; Francisco
Sánchez Montero, Escuela de prima ciencia. Primera grada, sobre la qual se funda la
escala para subir a. la cumbre de la Sabiduría adquirida. Reglas, y preceptos genera­
les, para saber leer, escrivir con perfección el Lenguaje Catellano, Sevilla, Juan de la
Puerta, 1713, págs. 30-32; Gabriel Fernández Patiño, Origen de las ciencias, arte
nuevo de leer, escrivir, y contar, con cinco formas de letras útiles, y examen para los
que intenten ser Maestros de él, con otras curiosidades importantes, Madrid, Antonio
Martínez, 1753; y Fray Luis de Olot, Tratado del origen, y arte de escribir bien, Ge­
rona, Narciso Oliva, s. a. pero 1766, págs. 56-59.
85. Véase, por ejemplo, la conversación entre Finea y su maestro de lectura, Ru­
fino, en la escena V de La dama boba de Lope de Vega.
86. Tomo este término del excelente trabajo de Jean Hébrard, «Didactique de la
lettre et soumission au sens. Note sur l’histoire des pédagogies de la lecture», Les tex­
tes du Centre Alfred Binet. L ’enfant et l’écrit, diciembre 1983, págs. 15-30.
87. Francisco Sánchez Montero, Escuela de prima ciencia. Primera grada, sobre
la qual se funda la escala para subir a la cumbre de la Sabiduría adquirida. Reglas,
y preceptos generales, para saber leer, y escrivir con perfección el Lenguaje Castella­
no, cit., prólogo sin paginar.
88. Fray Luis de Olod, Tratado del origen, y arte de escribir bien, cit., pág. 58.
89. Fray Gerónimo de Rosales, Catón christiano y catecismo de la doctrina cris­
tiana, Madrid, Antonio González de Reyes, 1673.
90. Gabriel Fernández Patino, Origen de las ciencias, arte nuevo de leer, escrivir,
y contar, con cinco formas de letras útiles, y examen para los que intenten ser Maes­
tros de él, con otras curiosidades importantes, cit., pág. 13.

83
91. Véase Pedro Espinosa, Obras: coleccionadas y anotadas por D. Francisco
Rodríguez Marín, Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos, 1909; y Francisco
Rodríguez Marín, Pedro de Espinosa. Estudio biográfico, bibliográfico y crítico, Ma­
drid, 1907.
92. Bernabé Bartolomé, «Las escuelas de primeras letras», op. cit., pág. 627.
93. Antonio Viñao, «Del analfabetismo a la alfabetización. Análisis de una mu­
tación antropológica e historiográfica (II)», Historia de la Educación, n.° 4, 1985,
págs. 209-226 (referencias en págs. 210-218), y «Alfabetización, lectura y escritura
en el Antiguo Régimen (siglos xvi-xvin)», en Agustín Escolano (comp.), Leer y escribir
en España. Doscientos años de alfabetización, cit., pág. 50.
94. Jean-François Gilmont, «Reformas protestantes y lectura», y Dominique
Julia, «Lecturas y Contrarreforma», en G. Cavallo y R. Chartier (comps.), Historia de
la lectura en el mundo occidental, cit., págs. 329-365 y 367-412, respectivamente.
95. Jean-François Gilmont, «Reformas protestantes y lectura», pág. 364.
96. Dominique Julia, «Lecturas y Contrarreforma», pág. 376.
97. Ibid., págs. 376-379.
98. Marie-Elisabeth Ducreux, «Lire á en mourir. Livres et lecteurs en Bohême
au XVIIIe siècle», en Roger Chartier (comp.), Les usages de l’imprimé, Paris, Fayard,
1987, págs. 253-303 (referencias en págs. 266-267).
99. Sobre la reforma del deletreo en favor de su pronunciación natural, véase
Frédéric Delforge, Les petites écoles de Port-Royal, 1637-1660, Paris, Les Éditions du
Cerf, 1985, págs. 288-292.
100. Dominique Julia, «Lecturas y Contrarreforma», págs. 405-408.
101. Paul Zumthor, La letra y la voz de la «literatura» medieval, Madrid, Cáte­
dra, 1989, págs. 20-21.
102. Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, capítulos 20 de la Prime­
ra Parte y 43 de la Segunda.
103. Margit Frenk, Entre la voz y el silencio, cit., pág. 70 («La poesía oralizada y
sus mil variantes», texto publicado en 1991).

84
Escritura, propaganda
y despacho de gobierno
Fernando J. B o u z a Á lv a r e z

para Isabel Aguirre,


la casa del archivo

L’écriture ne parle du passé que pour l’enterrer


M ic h e l d e C eeteau

Insanis Paule: multae te litterae ad insaniam convertunt


Acta Apostolorum, 26

Aquellas ventas que Miguel de Cervantes llenó de lecturas, fray


Francisco de Fresneda las viene a poblar de letreros. En un sermon
en memoria del fundador del Colegio de Málaga, don Juan Alonso
de Moscoso, muerto en 1614, el reverendo franciscano pinta a «un
ventero déstos muy ladinos, que hazen al güésped mil halagos»,
pero que «al tiempo de la cuenta, aunque sea un príncipe ..., lo quie­
re desollar, como a persona que se va». «Lo más que por él haze el
ventero -continúa Fresneda- es poner unas letras en el çaguân que
dizen, por aquí passó tal Príncipe, tal Duque, tal Arçobispo».1Henos
aquí ante un zaguán letrado.
Estas letras, que podían surgir ante el viajero no ya en la ciudad,
sino hasta en el zaguán mismo de la venta de cualquier camino, ha­
bían empezado a provocar cierto cansancio y alguna alerta cuando se
cumplía siglo y medio de la aparición de la imprenta. Si Agostino Va­
llero proclamaba, culto, que la excesiva abundancia de libros altera­
ba la República de las Letras (Ingens librorum copia rempublicam li-
terarum perturbat )2 y Luis de Zapata sentenciaba que «el que fía lo
que no se puede decir en las plazas de una hijuela (sic) de un papel
frágil, podemos decir que es un Lucio Apuleyo y no dorado»,3 el Leo-
nelo de Lope no perdía la ocasión de quejarse en verso porque incluso
«aquel que de leer tiene más uso / de ver letreros solo está confuso».4

85
Demasiados libros, demasiadas letras y, sobre todo, demasiados
libros y letras en manos de gentes que, como aquel ventero ladino
que no buscaba otra cosa que aprovecharse de la fama de los gran­
des en su provecho, las estarían utilizando para fines espurios, bien
distintos de los que originalmente debía servir, dicen, la muy noble
escritura. Así, recuérdese que al celebérrimo librero del infierno
quevediano5 se le pueden sumar cuantos ejemplos se quiera de inte­
resados impresores o libreros que se aprovechan tanto de los autores,
a los que burlan, como de los lectores, a los que defraudan.6Aunque
tampoco a todos éstos, autores y lectores, cabría considerarlos figu­
ras beneméritas ni todos podrían librarse de censura, porque tam­
bién muchos de ellos estaban haciendo inútil lo que debería ser be­
néfico y provechoso.
Centrados ante todo en la construcción del autor y del hombre de
letras, se suele olvidar que, al mismo tiempo, se fueron creando las
figuras del mal lector y del mal escritor, así como que, de alguna ma­
nera, una y otra resultaron necesarias para perfilar aquellas dos gran­
des creaciones modernas. Por ejemplo, y por no entrar en las más
obvias referencias cervantinas, en la Tercera parte de Guzmán de Al-
farache, testimonio extraordinario sobre la ingenuidad literaria,7 en­
contramos una revisión casi completa de las circunstancias en las que
cabía hallar usos inadecuados de la escritura y de la lectura.
Recuérdese que el Guzmanillo de Montebelo sigue a un caballe­
ro embustero que vive de falsificar papeles de mercaderes que nego­
cian entre Castilla y Galicia8 y que en sus andanzas portuguesas
encuentra a un buhonero que engaña a los rústicos con una mirífi­
ca agua de sol cuyas virtudes da «de molde» en una receta a los que
compran alguna redoma de lo que, en realidad, no es más que agua­
rrás.9No menos crédulos que estos villanos parecen los que se dejan
atraer por «la hermosura de la letra» de un cartel que, en plena ca­
lle, asegura que en aquella casa se enseña «a adevinar en menos de
un quarto de hora».10Pero el picaro también se ríe de las grandes li­
brerías de ornato que se tienen «a un rincón y no en la memoria» de
ésos que «inorando sus títulos quieren que los juzguemos por mui
vistos en ellos»;11critica al hidalgo que gasta su tiempo «en filosofar
cavallerías, leer libros délias y hazer versos»;12y, a la postre, se bur­
la de los lectores que se dedican a margenar «libros... de hombres
mui doctos», anotándolos «de manera que apenas dexava leer la plu­
ma déstos con no bolar tanto lo estampado de esotros que con ex­
cesso grande a toda la sençura hazía gran ventaja».13
Sin embargo, pese a tantos «libros impertinentes de hombres inú­
tiles» que se ocupan en escribir «arcos de lienços y papel, que en mo­

86
jándose peresce su memoria», dice ahora Antonio Gracián en 1576,14
la escritura avanza segura de mano de los autores y hasta de reyes
autores, como ese Jacobo VI Estuardo que llega a componer un poe­
ma épico de título Lepanto.15 Y si la escritura campea en tierra,
también se hace presente en el cielo, donde el mismo Dios, siempre
reflejo de humanos usos, acaba adoptando los habituales modos que
resultarían característicos de uno de tantos escritores.
Quizá porque empleó buena parte de su vida en la biblioteca de
El Escorial y en la del Conde Duque de Olivares, el jerónimo fray
Lucas de Alaejos parece haber sentido especial predilección por re­
currir en sus sermones a imágenes tomadas del mundo de los li­
bros.16En 1613, pronunció uno extraordinario en la fiesta de su san­
to patrón ante los libreros y encuadernadores madrileños reunidos
en la Concepción Jerónima17y, seis años antes, para encomiar a Ma­
ría Virgen no dudó en compararla con la más hermosa de las inicia­
les miniadas de la que arrancaba el libro de la vida de Jesús.18En este
mismo sermón de 1607, Alaejos describió de la siguiente manera la
rutina práctica de un supuesto divino escribir:

El mismo Dios, que en las cosas que a de hazer no tiene necessidad de conse­
jo ni de discurso, ni puede errar en sus determinaciones, quando llegó a poner
por escrito y hazer libro de sus pensamientos divinos, primero que le sacasse a
luz hizo algunos borradores ... como el buen maestro que para enseñar a leer a un
niño primero le pone una cartilla en la mano, y después un proceso, hasta que ya
puede leer bien en el libro.19

Aquí encontramos que el mismo Dios se aplica en hacer borrado­


res manuscritos, pero en el caso de las visiones de María de la Anti­
gua aparece revestido nada menos que de los atributos de un eficien­
te impresor. «Díxome mi Señor -afirma sor María en su Desengaño
de religiosos-: Esto es, lo que escrives, donde ay muchas cosas, que
tú no entiendes, las quales Yo doy a entender a tu Maestro: y no tie­
nes más en esta obra mía, que la tienen en sí de los libros los mol­
des, de los que los imprimen, los quales por sí solos no pueden hazer
más, que sólo no hazer nada; mas en las manos de los que saben el
arte, son de provecho».20
Aunque siempre había sido imaginado como Escritor -n o en
vano «los libros de más venerables canas son las sagradas letras»,
como afirmaba Francisco Bermúdez de Pedraza en 1620-21 Dios se
va transformando con toda naturalidad en figura de autor moder­
no porque para poder expresar mejor sus misterios era preciso re­
currir a ejemplos tomados de lo ordinario. Llegado ya el siglo x v ii,
el clásico tópico del Dios Escritor,22 se ha ido renovando en sus

87
imágenes para adaptarse a una nueva realidad que ya se ha hecho
común: la de una escritura que distingue entre lo que supone lo
manuscrito -esos borradores del sermón de Alaejos, hechos antes
de sacar un texto a la luz- y lo tipográfico -esa monja visionaria
que dice ser mera difusora de un mensaje superior y que, así, se
compara con los grises moldes de la imprenta. Sólo nos faltaría
hallarnos ante una alusión del estilo de «God ... upon a Solemn
Review o f his Works... found not one Erratum in the whole Book o f
Nature» («Dios... tras una minuciosa revisión de su obra... no en­
contró ningún error en todo el libro de la Naturaleza»), que hacía
John Norris en 1691, para considerar cerrado el círculo de creación,
impresión y revisión tan característico de la autoría moderna.23
Otro predicador que, como fray Lucas de Alaejos, parece haber
sentido una especial atracción por las imágenes del libro y sus nue­
vos y antiguos oficios es el padre Antonio Vieira. En un sermón cua­
resmal pronunciado en Lisboa en 1652, el jesuíta portugués se pre­
gunta por qué Jesucristo quiso escribir con el dedo en la tierra
cuando fariseos y escribas llevaron a la adúltera ante Él («Digito
scribebat in terra» Juan, 8, 6):

Esta fue la única vez que sabemos de la historia sagrada, que Christo escri-
viese de su mano. Y por qué quiso eserivir? Las mismas cosas que Christo escrivía
podía dezir hablando, y más fácilmente. Pues por qué no quiso dezirlas en voz,
sino por escrito? Porque las mismas palabras Divinas tienen más eficacia, para
mover las tentaciones, escritas que dichas.24

Y si aquí las palabras, incluso las divinas, se juzgan más eficaces


cuando están escritas que cuando son dichas, en el sermón de san Ig­
nacio, una de sus más famosas oraciones sagradas, será la pintura la
que salga vencida también de la escritura. «El mejor retrato de cada
uno es aquello que escrive», afirma Vieira, porque «el cuerpo retráta­
se con el pincel», pero «el alma con la pluma».25Todo este sermón, pro­
nunciado en 1669, es una larga digresión sobre la relación de Ignacio de
Loyola con los libros, arrancando de la decisión del santo de dedicarse
a la milicia cristiana después de haber leído no la novela de caballe­
rías que pedía para entretenerse, sino un Flos Sanctorum, el único li­
bro que, según Vieira, pudieron encontrar quienes lo cuidaban mientras
convalecía de las heridas recibidas en el cerco de Pamplona de 1521.26
Ignacio acabará convirtiéndose, él mismo, en un capítulo de ese
libro que entonces está leyendo, como en tantas historias de conver­
sión, como si fuera por pura casualidad. Desde aquel momento, para
él, vivir será como escribir la que será su propia vida, el capítulo
que le corresponde en el libro titulado Flos Sanctorum y que ya ha

88
leído. Así, la conducta humana se transforma en escritura, la volun­
tad personal se viste de autoría, vivir, en suma, se hace bio-grafía.
A este infatigable inventor de figuras de la legibilidad triunfan­
te casi no es posible imaginarlo en apuros a la hora de preparar un
sermón. Dónde y cómo, se pregunta uno, podrían haber embarran­
cado la feliz imaginación y el eficacísimo método discursivo del ora­
dor jesuíta.27 Sin embargo, es el propio Vieira quien confiesa haber
tropezado con un obstáculo no pequeño cuando aceptó la invitación
de pronunciar, ahora en 1652, un sermón de Nuestra Señora de la
Peña de Francia en el convento de los agustinos de Lisboa. Al pedir
algún libro que narrase los numerosos milagros de aquella imagen
sobre el que apoyarse como convenía en la ocasión, el famoso predi­
cador se encontró con que tal libro no podía serle franqueado porque
nunca había sido escrito. Entonces, Vieira, dando muestras de su
inagotable ingenio y saliendo airoso, claro, de cualquier apuro, eli­
gió hablar de cómo «de lo que no cabe en libros, no ay libro».28
Lo que no podía caber en libro alguno eran los milagros de Nues­
tra Señora de la Peña de Francia porque tales sucesos son, pero por
propia naturaleza «no passan».29 Colocado fuera del imperio de lo
temporal, lo taumatúrgico no precisa vencer el tiempo y puede, así,
ignorar cuanto supone la escritura. Esta, en suma y de resultas,
acaba por sernos presentada por el padre Vieira como necesario ins­
trumento de lo humano, con el que se espera triunfar sobre el tiempo
y los devastadores efectos del olvido.
Al revelar la íntima conexión que lo escrito guarda con la tempo­
ralidad, el argumento del predicador lisboeta -¿o fue, quizá, sólo
otra más de sus múltiples argucias?- el argumento, digo, recuerda
propuestas teóricas más recientes como, por ejemplo, las de Roy Har­
ris sobre la necesidad de considerar lo escrito esencialmente «un
objeto, y no un acontecimiento».30 Esa dimensión material convierte
a la escritura en realización específicamente humana, si se quiere
una obra de arte en el sentido que dio a la expresión Jacob Burck-
hardt. Dios, en cambio, no necesitaba, reconoce Pedro de Navarra
Labrit quitándoles la razón a los anteriormente citados, «escrituras ni
otra cosa» porque «a El es presente todo lo passado e futuro».31 Sin
embargo, los hombres, incapaces por sí mismos de tener presente
todo lo pasado y mucho menos de prever lo futuro, precisaban de la
escritura para forjarse con ella su propia memoria y, si se quiere, su
propia profecía, buscando liberarse así de la ausencia y del olvido,
naturales contingencias del espacio y del tiempo.
En su Miscelánea, Luis de Zapata nos ha dejado un testimonio
extraordinario, aunque paradójico, sobre la escritura como medio

89
capaz de vencer al espacio no sólo porque permitía trasladar ideas y
noticias, sino también porque, como si en ella se hubiese depositado
el ánimo de quien escribe, parecía que hacía posible obrar a distan­
cia. Afirma el hidalgo que «no estaban muy fuera de razón aquellos
primeros indios bárbaros en no osar a tocar una carta, y así la lle­
vaban algunas de unas a otras partes en una caña o en palo alto,
que creían como la veían hablar, que picaba».32 Los cortesanos que
consideraban una forma de amena conversación a distancia las car­
tas que se cruzaban entre sí no pueden ser reducidos a esos «prime­
ros indios bárbaros», pero también ellos parecen decir que han oído
hablar a las cartas.33
Por su parte, y ahora en relación con el tiempo, fray Pedro de
Vega explicaba con enorme brillantez lo mejor de la escritura. «Es­
critura es -d ice- vida de la memoria, que ya fuera muerta. Registro
donde buelve a hallar lo que una vez perdió, deprende de nuevo lo
que se le auía olvidado, y da vida a lo que ya estava muerto y se­
pultado en las tinieblas del olvido».34 A continuación, el agustino
elaborará una de las más hermosas imágenes de la escritura que
nos ha dejado el Siglo de Oro: «la memoria sólo cobra fuerças todas
las veces que torna a leer lo que ya desfallecía y se yua olvidando».35
Así, la escritura es la tierra alma mater de la que toma su fuerza
una memoria que, convertida en Anteo, libra una lucha inagotable
contra el olvido.
La historia de la escritura y del libro constituye, sin duda, una
parte de la más general historia de la memoria, en la que se conci­
llan con naturalidad tanto lo visual, lo oral y lo escrito como lo le­
trado y lo no letrado. La posibilidad, y la necesidad, de crear una
memoria de cosas, hechos, ideas, sentimientos o, sin más, de sí mis­
mo era considerada un signo de humanidad que la soberbia europea
no podía por menos de reconocer hasta en exóticos pueblos indíge­
nas. Así, por ejemplo, el jesuíta Alonso de Ovalle reconoce que los in­
dios americanos, aunque no supiesen escribir, habían creado su pro­
pia memoria mediante la repetición cantada de cuanto le había
sucedido a sus comunidades y que éstas disponían incluso de singu­
lares archivos vivos, ciertas personas que se ocupaban de industriar
a otros en este particular oficio de recordar colectivo.36
Para Ovalle tales individuos cumplían la función de ser los ar­
chiveros -archivistas dice- y, al mismo tiempo, los mismos archivos,
porque «como ellos no saben escreuir ... por esta causa no tienen los
archiuos que tienen otra naciones para memoria de la posteridad».37
Ahí, en el archivo -ese lugar del que Arlette Farge ha dicho que per­
mite que nos enseñoreemos del tiempo-,38 se va a depositar la esen-

90
cia misma de la cultura escrita, pasando a ser considerado con toda
justicia la consumación de esa particular memoria que permitía la
escritura.
La coincidencia de la muerte en 1658 de tres grandes hombres
de letras, el Príncipe de Esquilache, el Conde de Roca y Lorenzo Ra­
mírez de Prado, sirvió a Nicolás Antonio para crear ante Martín
Vázquez Siruela la figura de que aquellos tres eruditos recién falle­
cidos eran ya «pieças tocantes al archivo de la inmortalidad».39 No
obstante, la consideración del archivo como sinónimo de fama dura­
dera no sólo la encontraremos en el seno de la República de las Le­
tras, de la que, sin duda, se reputaban por miembros los cinco per­
sonajes cuyos nombres acaban de ser mencionados.
En el Libro en el que se recogían todos los sermones pronun­
ciados en recuerdo del fundador del Colegio de Málaga, aquél del
que sacamos el zaguán letrado del ventero, se incluían también las
poesías funerales que se habían compuesto para las exequias del pre­
lado. Entre ellas, aparecen unas «dézimas con versos forçosos» obra
de un anónimo poeta de León, cuyo ingenio, no muy alto, se empeña
en que:

Tampoco de los romanos / tomó el hazer edificios,


que son aquestos indicios / de pensamientos profanos;
con intento más que humano / hizo un Colegio famoso,
premio para el virtuoso / donde siempre estará vivo
como escritura en archivo / don Juan Alonso Moscoso.40

No creo, ustedes me dirán, que hoy en el Colegio de Málaga se


recuerden estos malos versos escritos en honor de su fundador,
pero me parece elocuente que en ellos se evoque la imagen del ar­
chivo como un espacio de segura memoria que permitiría que siem­
pre estuviera vivo el recuerdo de Moscoso, como vivas se decía que
estaban las escrituras en archivo.41 Pero ¿qué clase de vida podía
permitir éste y cómo se animaba, valga la expresión, su inerte con­
tenido?
La respuesta pasa, claro está, por reconocer que el archivo, como
escritura quintaesenciada, permite la conservación de la memoria,
que preserva y a la que dota de una apariencia de inmortalidad. Es,
volviendo a fray Pedro de Vega, aquella tierra sobre la que la me­
moria, como un Anteo, revivía sin cesar. Sin embargo, la operación
de crear una memoria escrita del Obispo de Málaga nos depara una
sorpresa que me parece no poco elocuente.
El Libro de todos los sermones es un particular producto edito­
rial en el que, como en algunas colecciones de papeles, se han reu­

91
nido en una emisión bajo portada única que no lleva pie de impren­
ta diversos sermones que sí los tienen y que fueron saliendo de las
prensas malagueñas de Juan René entre 1616 y 1617.42 El Libro se
hizo a expensas de Juan Arias de Moscoso, sobrino, albacea testa­
mentario y heredero del eclesiástico difunto,43 quien, además, quiso
añadir los citados poemas elegiacos a las habituales oraciones sa­
gradas, avisando primero al lector de que parecerá «cosa nueva...
ver juntos dentro de un libro sermones de difuntos, epigramas y so­
netos».44Pero, además, Arias de Moscoso hizo imprimir a René más
de treinta «escripturas guarentigias de todas las obras pías que
dexó hechas y dotadas en vida y muerte» el Obispo de Málaga, así
como algunas bulas e incluso la lápida sepulcral que se había la­
brado para el difunto, dándose unidad a todo este conjunto también
en forma de un libro.45
Gracias a los preliminares de este segundo volumen sabemos que
Arias hizo imprimir mil cuerpos de los sermones y que su inten­
ción última con todos aquellos papeles que salían a la luz era ata­
jar algunas sospechas sobre el modo en el que estaba cumpliendo
las disposiciones testamentarias de su tío. En la portada propia que
corresponde a una de las escrituras que hace imprimir se puede
leer:

O buen tío y señor, sabe Dios omnipotente quán fiel ministro te e sido, en
vida y en muerte, en las cosas de tu alma, y en materia de todas tus obras pías,
sin reparar jamás en mi hazienda y salud, como todo se puede echar de ver en el
discurso deste libro, mirando con atención.46

En la última de las portadas, se deja constancia de la que era su


segunda intención, digamos, en este proyecto editorial:

Ésta es la postrera escritura deste libro de obras pías, y la última fundación


de capellanía que ay en él, cuyo estilo y modelo, aunque no muy levantado es su­
ficiente, mutatis mutandis, para que por él se puedan hazer otras algunas fun­
daciones.47

En suma, al dar a la imprenta los citados sermones y escrituras


quería proclamar la devoción con la que cumplía las mandas del fi­
nado y el cuidado que ponía en crearle una memoria adecuada, pero
también ofrecer un modelo que, mutatis mutandis, como dice, sir­
viera para cuantos quisieran seguir el ejemplo del caritativo Obispo
de Málaga.
Nos encontramos aquí ante una elocuente declaración del poder
difusor de la imprenta, en la que se mezclan las utilidades de lo pro­

92
pagandístico y, si se quiere, de lo pedagógico. Sin embargo, para lo­
grar ese doble objetivo, Arias de Moscoso decidió publicar no la
Summa de casos morales compuesta por su tío el Obispo y que no
vería la luz hasta 1634 a iniciativa de un librero cordobés,48 sino esa
serie de prolijas escrituras notariales. En una epístola al lector,
Arias explica su determinación de «hazer este libro... no en relación,
sino con un tanto de las propias escrituras de sus fundaciones, im­
pressas para que no fuessen tan penosas de leer».49En efecto, lo que
estaba haciendo no era exponer un contenido, sino, de hecho, impri­
mir tal cual buena parte del archivo de su tío, transformándolo, así,
de alguna manera en un peculiar archivo portátil y dotando a sus
escrituras de la suerte de vida que, ahora, les daría andar impresas.
Debido a la relativa insignificancia del asunto en cuestión, el
caso de la memoria del Obispo de Málaga y de la restauración im­
presa de su propio nombre a la que se apresta Juan Arias ante las
sospechas de conducta poco escrupulosa pone de manifiesto una
línea de contacto entre archivo, como depósito de la memoria escri­
ta, e imprenta, como su instrumento de difusión, que no deja de re­
sultar elocuente. Si cambiamos de escala tanto en cantidad como en
calidad y, por ejemplo, saltamos a la gran colección de códices ma­
nuscritos reunida por Felipe II en El Escorial encontraremos un
modus operandi que, en el fondo, no resulta muy distinto al descri­
to, ya que también para ese escondido y criticado tesoro de libros se
buscó, con doble finalidad de propaganda y pedagogía, la difusión
que garantizaba la tipografía.50
Pero, aunque, sin duda, se concibió como un espléndido depósito
de la memoria monárquica y católica, la Regia Escurialense no era
ciertamente un archivo de escrituras. Parafraseando los malos versos
de aquel anónimo poeta de León, podemos preguntarnos si también
se pensaba que los archivos reales podían dotar de alguna suerte de
vida a lo que en ellos se había reunido y se iba reuniendo. Aunque pa­
lidezca ante la elocuencia de las fachadas parlantes de algunas casas
de arquitectos o pintores en Roma o Amberes, como las de Zuccaro o
Floris,51 la decoración proyectada para la puerta de la casa del archi­
vero Diego de Ayala puede sernos ahora de alguna ayuda.
Para el aposento que el secretario real ocupaba en Simancas se
conserva el tosco diseño de un escudo de armas que, flanqueado por
las figuras de la Fe y de la Fama, acompaña a la leyenda Filippus 2S
Hispaniarum Rex Catholicus.52 Pese a que terminaron por ser de­
sestimadas, la proposición de esas dos figuras para ser colocadas
precisamente allí revela mucho de lo que Felipe II podía esperar de
un archivo.53

93
Alcanzar Fama mediante la defensa de la Fe no es mala manera
de resumir algunos de los objetivos básicos de gobierno del Rey Ca­
tólico tal y como éstos se expresan, por ejemplo, en su retórica de
majestad imperial particular54 o en su mecenazgo artístico de tan­
tas obras magníficas que fueron puestas al servicio de esa imagen.55
Pero quedémonos ahora simplemente con ese extremo de que la fi­
gura de la Fama fue considerada buena para presidir y dar idea de
lo que era aquel archivo en el que Felipe II hizo recoger buen nú­
mero de papeles y escrituras tocantes a su patrimonio real y a sus
negociaciones. Algunas opiniones vertidas sobre la necesidad de
crear un archivo de la embajada del Rey Católico ante la Santa Sede
vendrán a ratificar ese doble objetivo de atender tanto a las necesi­
dades del despacho como de la opinión.
En 1560, el embajador Francisco de Vargas venía a resumir en
dos grandes puntos el porqué de la decisión de Felipe II de crear un
archivo en Roma. De un lado, se encontraba «la utilidad [que] dello
nascerá para los negoçios»; de otro, que «seruirá como de historia, y
de dar a luz muchas cosas».56 El elegido para tener a su cargo ese
nuevo archivo fue Juan Verzosa y en su Instrucción, de 1562, se deja
constancia, en primer lugar, del

daño que se recresçe a nuestras cosas y seruiçio de no estar en un lugar çier-


to las scripturas de los negoçios que se despachan en Roma por nuestra orden
y mandado, y esto a causa de la mudança que de un tiempo a otro se haze de
nuestros Embaxadores, porque cada uno se lleva consigo los que en su tiem­
po se despachan y después no se halla razón dellas quando las auríamos me­
nester.57

Asimismo, se ordena que, en segundo lugar, él y sus sucesores «tres


libros seu volumina in eodem concinnet et retineat»; el primero de
ellos debía contener privilegios y gracias concedidos por la Santa
Sede; el segundo, las presentaciones de iglesias, monasterios y be­
neficios; y, en suma, el tercer libro serviría para hacer «compendio­
sam historiam rerum memorabilium».58
La práctica de gobierno y la propia escritura de historia se con­
cillan en la creación del Archivo de Roma y es el propio Verzosa
quien, en una carta publicada por José Luis Rodríguez de Diego, de­
clara:

mi fin fue siempre en la recollection destas escripturas, después de lo curial y lo


que hará para consejeros y secretarios, pintar todo lo concerniente a la historia y
assi está todo ordenado y dispuesto de manera que con poco trabajo qualquier
hombre de mediano juicio y ocio la podrá formar verdaderíssima y quan prolixa
quiera.59

94
Por otra parte, en la propia Instrucción de Simancas, otorgada
en 1588 y estudiada de forma admirable por el citado Rodríguez de
Diego, se mantiene esa consideración del archivo como una doble
memoria que sirve al gobierno, tanto en el conocimiento de los de­
rechos patrimoniales de la Corona, en el que básicamente reposaba,
como en la satisfacción de las exigencias del despacho, pero que no
olvida la historia. Además de recoger un sinnúmero de papeles, Fe­
lipe II también ordenó que se copiasen «las cosas curiosas y memo­
rables que ay y huuiere en el dicho archivo, de que también se po­
dría sacar sustancia leyendo en él como en historia»60
Pese a esta proyectada vinculación de Simancas con la tarea his­
tórica -tan ligada, por otra parte, con los libros de excerpta que de­
bían componerse en las bibliotecas-, los fondos depositados en el
gran archivo castellano no fueron muy utilizados por los cronistas
de la época, excepción hecha, como es sabido, del aragonés Jerónimo
Zurita. Sin embargo, sí que sirvieron, y mucho, como auténtica me­
moria documental en la que apoyar las causas de la Monarquía,
como, por ejemplo, durante la gran polémica de la Sucesión de Por­
tugal. Como hemos estudiado en una ocasión anterior, la suposición
de que antiguas escrituras podrían ser utilizadas en apoyo de sus
pretensiones al trono de los Avís estuvo detrás de la «gran furia» con
la que Felipe II pidió a Diego de Ayala «gran copia de capitulaciones
con Portugal» a lo largo de 1578 y 1579.61
Por su parte y por lo general, más que visitar archivos, los cro­
nistas solían formar sus propias colecciones documentales a base de
algunos diplomas originales y numerosas copias, como deja ver cla­
ramente un inventario de los papeles que estaban en poder de Es­
teban de Garibay al morir en 1599.62 Sin embargo, una de las entra­
das de este inventario se refiere a un esquema de historia general
de Felipe II y en él se defiende un uso de la documentación que nos
resulta extraordinariamente moderno.
Se trata de la Traça y orden para la chrónica del cathólico Rey
nuestro señor Don Philipe el segundo y apuntamiento de matherias
por sus años redactada hacia 1593 y en la que se propone escribir la
crónica real sobre la base de dos originales,63 El uno se sacaría de
«las obras de los escritores de estos tiempos», aunque sean extran­
jeros y herejes; el otro, sin embargo, es considerado el «más sustan­
cial» y consiste en

los papeles de los consejos de estado y guerra, porque ellos contienen la puresa
de la verdad de todos los casos y sucesos más notables y dignos de perpetua me­
moria, mediante la ordenación de las historias, de las causas que mouieron a los

95
Reyes y a sus consejeros para emprender una guerra y para proseguirla, y para
acabarla. Sus maduros y sabios consejos y deliueraciones para todo ello, funda­
dos en grandes causas y razones, según el estudio de los tiempos, y thesoros de
los Reyes, y fertilidad o esterilidad de los años, y el poder ygual o inferior o su­
perior de los inemigos, y el estado vencido o victorioso dellos. Sus nuebos acuer­
dos de un día para otro, y aun de una hora para otra, por auisos de nuebas cau­
sas, según una vulgar y descrita sentencia, y los consejos de los Reyes y las
noches largas se mudan fácilmente. Por esta vía se puede escribir, cognociendo
primero las causas que los efetos, y sin esto sucede lo contrario, porque de los efe-
tos se viene al cognocimiento de las causas, y no de todas, por grande que sea la
diligencia del historiador.64

Así, la escritura de historia nos conduce al mucho más cotidiano


despacho de gobierno, a esos papeles de consejos a los que no sólo era
necesario acudir para hallar las verdaderas causas de las acciones de
la Monarquía, sino también para captar el esencial mecanismo de la
toma de decisiones, esos «nuebos acuerdos» tomados «de un día para
otro, y aun de una hora para otra, por auisos de nuebas causas».
En la definición renacentista de la historia entraban esos dos
componentes de dar a conocer la verdad y de servir de elogio de la
humana capacidad de resolución. Por ejemplo, en la lección que Al­
fonso García Matamoros debía pronunciar ante el príncipe don Car­
los en Alcalá, y que «por su indispusición cessó», se define el primer
género de historia, la que explícitamente se llama política, como
aquélla que

enseña las instituciones y ordenanças de las repúblicas, los casos estraños que en
ellas acontecieron en los tiempos pasados, los consejos y ardides que los Prínci­
pes tuvieron en apaciguar los alborotos y disensiones de las çiudades, las discor­
dias y motines de los soldados.65

Aunque el maestro Matamoros escribe a comienzos de la década


de 1560 y el anónimo autor de la Traça y orden para la crónica de
Felipe II lo hace treinta años más tarde, ambos coinciden en llamar
la atención sobre las decisiones que debe tomar un monarca como
presumible materia histórica. En el fondo, los consejos y ardides de
estos príncipes sagaces que había de estudiar la historia política a
juicio del primero son lo mismo que los nuevos acuerdos tomados
aun de una hora para otra que tanto destaca el segundo. Sin em­
bargo, el uno escribe a comienzos de la década de 1560 y el otro lo
hace treinta años más tarde, quizá por eso lo que en Matamoros es
todavía cosa muy cercana a la astucia del rey y sus consejeros, al ar­
did, en la Traça pasa ya por los papeles, porque superado ese tercio
de siglo no será posible entender sin su presencia la toma de deci­
siones en una monarquía.

96
Que gobernar era cosa que, llegado el siglo x v ii, no podía hacer­
se ya sin papeles es una de las ideas que repite nuestro ya varias
veces citado padre Antonio Vieira. En uno de sus famosos sermones
pronunciados en la Capilla Real de Lisboa, el jesuíta debió asom­
brar a su auditorio preguntándole «¿de dónde se deriva este nombre
calamidad, calamitas?»:

Si preguntáis a los Gramáticos ... Os responderán que de cálamo. Y qué quie­


re decir cálamo? Quiere dezir caña, y pluma, porque las plumas antiguamente
hazíanse de ciertas cañas delgadas... Esta derivación, aun es más cierta en la
política, que en la Gramática. Si las plumas, de que se sirve el Rey, no fueran
sanas, destos cálamos se derivarán todas las calamidades públicas y serán el
veneno, y enfermedad mortal de la Monarquía, en lugar de ser la salud pública
della.66

Lo que aquí son temores a humo de etimologías se convierte en


la más dura de las descalificaciones en su «Sermón del Viernes Sex­
to de Quaresma. Predicado en la Capilla Real. Año de 1662», en el
que se pueden encontrar juicios tan sonoros como «[Mundo] Aora es­
táis más empapelado, mas no por esso más bien aconsejado» o la
afirmación sorprendente de que «hasta Christo tuvo su convenien­
cia que no huviesse papel, y tinta, en su execución, porque a lo me­
nos no pagó costas». El rechazo, porque de la desaprobación se pasa
a la censura, de un exceso de tintas y papeles llega a su máxima ex­
presión en estos tres pasajes, a mi juicio, inolvidables:

Si los Consejeros fueran mudos y los Reyes sordos, entonces era necessario el
papel; pero si los Consejeros hablan, y los Reyes oyen, para qué son tantos pape­
les? No es mejor oír un Consejero que habla, y responde, que leer un papel mudo
que no sabe responder?

Introduzir papel y tinta (a lo menos tanto papel, y tanta tinta) en los Con­
sejos, y en los Tribunales, fue traza para hazer el tiempo corto, y los requerimien­
tos largos, y para acabar primero con la paciencia, y la vida, que con los negocios.

Y, porque aún era poco,

Si todo esto se huviera de hacer con las detenciones, con las dilaciones, con
las flemas, con las ceremonias, que embuelve qualquier papel, aun se estuviera
oy por redemir el género humano.67

La cólera del predicador se ha desatado contra esos emblemas de


la escritura que son el papel y la tinta. Así, se entenderá que pro­
clamase que «tres dedos con una pluma en la mano, es el oficio más
arriesgado que tiene el govierno humano».68 No obstante, Antonio

97
Vieira no puede ignorar hasta dónde ha llegado ya ese, para él, es­
crupuloso oficio de los ministros de la pluma:

Yo no sé cómo no les tiembla la mano a todos los Ministros de la pluma, y mu­


cho más a aquéllos que con una rodilla en tierra a los pies del Rey reciben sus
oráculos y los interpretan y estienden. Ellos son los que con un adverbio pueden
limitar, o ampliar las fortunas; ellos los que con una cifra pueden adelantar de­
rechos, y atrasar preferencias; ellos los que con una palabra pueden dar, o quitar
peso a la balança de la justicia; ellos los que con una cláusula equivocada, o me­
nos clara, pueden dexar dudoso, o en qüestión lo que avia de ser cierto, y efecti­
vo; ellos los que con poner, o no poner un papel, pueden llegar, e introducir, a
quien quisieren, y desviar, y excluir a quien no quieren; ellos finalmente son los
que dan la última forma a las resoluciones soberanas, de quien depende el ser o
no ser del todo.69

Pese a su ambiguo contexto reprobatorio, las palabras del jesuí­


ta son extraordinariamente elocuentes de los grandes cambios ha­
bidos en el sistema de despacho de gobierno a lo largo de la alta
Edad Moderna. La definitiva entrada de la consulta escrita en el
despacho es evocada al reconocer que quienes «dan la última forma
a las resoluciones soberanas» no son otros que los ministros de la
pluma. La elevación de éstos hasta un lugar de privilegio en el pri­
mero de los grandes escenarios de la maquinaria monárquica no se
oculta al reconocérseles la condición de ser ellos quienes «interpre­
tan y estienden» los oráculos del rey. Tampoco se pasa por alto que
semejante ascenso ha venido a modificar el modo tradicional de ar­
ticular Rey y Reino, ya que ahora recae en ministros de la pluma la
importantísima función de servir de cauce tanto a las peticiones de
los vasallos como a las respuestas del monarca.
Las razones por las que el despacho de gobierno pasó a depender
cada vez más de la escritura tienen que ver tanto con necesidades
generadas por el despacho en sí mismo como con la transformación
gradual del propio oficio monárquico. Caso ejemplar, sin duda, lo
constituye la implantación de la consulta escrita en la monarquía
de Felipe II, un proceso bien conocido que acaba por resultar para­
digmático y que ha convertido al Prudente en un Rey Papelero,70 un
monarca que, se decía, hizo «tanto con la punta de su pluma, como
hiçieron sus antecesores con la de su espada».71
Se ha señalado que únicamente un sistema de despacho basado
en la escritura hacía posible que se gobernase un imperio de di­
mensiones casi universales como era el que regía Felipe II. La es­
critura permitía la acumulación de las noticias más diversas, así
como su particular reparto entre los distintos organismos o indivi­
duos a los que el monarca confiaba su dictamen antes de que vol­

98
vieran a sus manos en forma propiamente de consulta. Una vez to­
mada cualquier decisión, la escritura servía de nuevo como el medio
más eficaz de transmitirte, allí donde fuera preciso. La necesaria
identidad de órdenes que debían ser cumplidas en términos estric­
tamente iguales en los rincones más alejados sólo era posible gra­
cias a la copia escrita, en especial gracias a la copia tipográfica que
por su mecánica garantizaba la fijación de las informaciones, como
muestran los cuestionarios empleados para la confección de las cé­
lebres Relaciones topográficas. Pero, además, al convertirse en re­
gistro, digamos archivable, toda información podía ser recuperada y
empleada en cuantas ocasiones se quisiera, pudiendo servir de refe­
rencia para velar por el cumplimiento de lo ordenado o para justifi­
car una nueva decisión. En suma, la escritura era una forma de crear
memoria del saber, fijando tanto las informaciones indispensables
para el gobierno como su expresión en las más variadas resoluciones.
Sin duda, las necesidades crecientes de una Monarquía cada vez
más extensa provocaron un incremento muy considerable en el nú­
mero de expedientes que debían ser resueltos y consecuentemen­
te en el propio volumen de papeles que se movían entre la corte y
sus múltiples periferias, algunas realmente muy cercanas a ella.
Sin embargo, esto no quiere decir que una monarquía dilatada no
pudiese gobernarse también a boca porque, de hecho, lo había veni­
do siendo hasta entonces.
Basado de forma singular en la concesión de audiencias y en la
presencia efectiva del rey en los consejos, el sistema de negociación
llamado a boca o en pie no era exclusivamente oral y visual ni su­
ponía en modo alguno ignorar los valores de la escritura como útil
instrumento tanto de información como de notificación. La escritu­
ra, sin embargo, de lo que sí estaba ausente era del momento mis­
mo de la determinación, de ese momento crucial cuando el rey reci­
bía a los particulares en audiencia o cuando se le daba el pertinente
consilium previo a la adopción de una decisión oralizada. Lo que hace
Felipe II de realmente innovador es introducir la escritura también
en ese último, o si se quiere primer, círculo del despacho, alterando
considerablemente la mecánica misma del proceso decisorio.
La característica escriturización del despacho de gobierno que
supone el reinado de Felipe II tiene que ver, ante todo, con la par­
ticular economía del espacio regio que el monarca lleva adelante. El
paulatino abandono de la negociación a boca corre parejo a la vo­
luntaria ausencia de su persona que el rey impone y, en esto, la es­
critura vino a ser una suerte de simulacro de la misma figura mo­
nárquica.

99
Así, ante consejeros, cortesanos o esa pequeña multitud de an­
dantes en corte que se desesperan porque no lo ven ni lo oyen, el rey
se hace presente y audible mediante la escritura, que es con frecuen­
cia su propia escritura hológrafa, y mediante el recurso creciente a
ministros de la pluma, es decir, a sus secretarios. En esto, Francisco
Bermúdez de Pedraza insistirá ardientemente en que los secreta­
rios son para el rey «la voz de su lengua» y en que si aquél era la ca­
beza, éstos eran «garganta del cuerpo místico desta Monarquía».72
Las consecuencias de esa política se dejaron notar de inmediato.
De un lado, la negociación se hizo considerablemente más lenta, lo
que provocó críticas severísimas contra el rey, pero, al mismo tiem­
po, vino a depender tanto más del propio monarca, cuya condición
de última y necesaria instancia se reforzó aunque sólo fuera por
medio de esta paradójica vía de la tardanza regia. De otro, la arena
política se modificó dada la importancia reduplicada que alcanza­
ban secretarios como Mateo Vázquez de Leca, elevado a la condición
de cabeza de facción en corte. Incluso, se va a abrir la puerta a la
irrupción de una privanza política plenamente moderna, uno de cu­
yos principales baluartes no será otro que el control de papeles y ar-
chivillos como memoria del saber del gobierno, cosa que, más tarde,
tanto tendrá que ver con el poder, por ejemplo, del Duque de Lerma
o del Conde Duque de Olivares.73
En suma, para explicar la escritofilia del Rey Católico hay que
acudir, ante todo, a razones que tienen que ver no tanto con una
suerte de programática extensión burocrática de la escritura, sino
más bien con la necesidad de suplir su propia presencia. Esto es
algo que, evidentemente, no hubiera sido posible sin poseer una cla­
ra conciencia de las utilidades de la escritura, pero, obsérvese, vie­
ne a reducir al Rey Papelero al no menos célebre Rey Oculto.
De hecho, Felipe II, que nunca llegó a suprimir las audiencias
por completo, también pudo proclamar que «la Monarchia se ha de
conservar más con autoridad, costumbre y reputación que con es­
crituras, ni ostensión de títulos».74No obstante, lo que es innegable
es que su reinado marca un punto sin retorno en el establecimiento
definitivo del pleno despacho escrito, por el enorme volumen que al­
canzó entonces y, muy significativamente, porque convirtió el con­
trol de papeles y archivillos en un objetivo básico de la lucha políti­
ca de corte.
Y, volviendo ahora al recuerdo del padre Vieira con su inestima­
ble exposición de los peligros de un exceso de tinta y papel, digamos
que la situación que él pinta para mediados del siglo xvn era, en
buena medida, consecuencia de los sesenta años que había durado

100
el Portugal de los Felipes, momento clave de la implantación de la
consulta escrita en el sistema de gobierno lusitano.75
Algunas de las críticas que desde Portugal se le hicieron al régi­
men final del Conde Duque de Olivares tenían que ver con el apoyo
que éste había prestado a letrados y a secretarios, como a ese Diogo
Soares que en la Sátira de los cuadros del Buen Retiro es retratado
con un libro en las manos junto al mote «Este livro ensina os modos
/ de roubar os povos todos».76 No menos injuriosa con los modos del
gobierno castellano es el Arte de furtar, en el que uno de los capítu­
los más jugosos está dedicado a los «que furtam com unhas sabias»,
entre los que destacan «os estadistas, alvitristas, críticos e zoilos,
que tém por lei seu capricho e por idolo sua opiniâo; e, para a sus­
tentarem, nao reparam em darem através com urna monarquía».77
Pocas cuestiones parecen haber sido tan importantes en los si­
glos XVI y XVII como la de si a gobernar se aprendía o no, y si el go­
bierno era un arte que se podía reducir a preceptos susceptibles de
ser estudiados. En esta polémica, que es muy cercana a la de las ar­
mas y las letras,78 pero cuyos límites supera ampliamente, subyace
una discusión sobre la necesidad de la experiencia en el gobierno y
el valor que se debe atribuir al conocimiento libresco. He aquí, de
nuevo, al padre Vieira criticando, en 1655, a esos ministros de la
pluma que se atreven a intervenir en los más variados asuntos so­
bre la base de un saber exclusivamente especulativo:

Si no has visto el mar más que en el Tajo; si no has visto el mundo más que
en el mapa; si no has visto la guerra más que en los paños de Túnez, ¿cómo te
arrojas al gobierno de la guerra, del mar, y del mundo?’ 9

Un siglo antes, en 1556, Juan de Vega escribía desde Sicilia a Fe­


lipe II recriminándole la creciente entrada de «doctores que nunca
han gouernado» en los grandes consejos:

si por reglas y instructiones se pudiessen aprender las cosas semejantes [cómo se


ha de gobernar], no hauría nadie que con un poco de ingenio no diesse a apren­
der estas reglas, ansí de la paz como de la guerra y no saliesse excelente y bas­
tante en el arte, mas como la cosa no está en la sciencia acquista sino en otras
virtudes del alma y del ánimo que Dios da a quien es seruido hay tan pocos sub­
jectos para semejante officio por más leyes ni libros que haya visto ni estudiado.80

Animo contra scientia acquista, para el Señor de Grajal, las de­


cisiones se han de tomar estando «como perfecto halcón sobre la
presa y caer sobre ella quando y como le paresciere».81 Algo en esto
nos recuerda a Don Quijote II, 32, allí donde el hidalgo proclama

101
«que no es menester ni mucha habilidad ni muchas letras para ser
uno gobernador, pues hay por ahí ciento que apenas saben leer, y
gobiernan como unos girifaltes".
Por supuesto, se podrían aportar otros numerosos textos en los
que esa scientia acquista en los libros es considerada necesaria y
sustancial para quien ha de gobernar e, incluso, para la formación
de un monarca, y repárese en lo ilustrativo del término, que puede
ser educado. No es éste el momento de analizar esa vivísima y lar­
ga polémica, aunque sí parece pertinente recordar al menos que el
avance de la escritura en el despacho no supuso la automática con­
versión del príncipe en un letrado.
Pese a la demostrada escritofilia de Felipe II en el despacho, la
educación del que iba a ser su heredero siguió caminos que, de he­
cho, iban más por lo hablado que por lo letrado. Así, los Discursos
sobre la filosofía moral de Antonio de Obregón, que han de conside­
rarse el testimonio más cumplido de las lecciones que le impartían
su ayo, Gómez Dávila, y su maestro, García de Loaysa, insiste en el
carácter básicamente oral de las enseñanzas que recibía.82Sin duda,
resulta paradójico que, entre otras cosas, conservemos los ejercicios
de gramática del futuro Felipe III83 y que, al mismo tiempo, se ten­
gan tantas noticias sobre cómo, siendo todavía niño, en su casa se
decía que el estudio «no le es necesario ni de provecho»84y, en suma,
que quedara como dicho memorable ese, a mi juicio, impagable «O
Philipinho Príncipe nunca quis aprender latim» que encontramos
en la Miscellánea de la Biblioteca Nacional de Lisboa.85
Todo esto, sin embargo, no desdice el ya señalado avance del li­
bro y de la escritura tanto en la vida de palacio como en el despacho
de gobierno. Lo que pretende es recuperar la, digamos, densa com­
plejidad de relaciones que entonces se establecía entre la palabra
hablada y la escrita, a la que se unía, naturalmente, la vigencia de
lo visual. En suma, quizá hayamos exagerado algo el imperio de lo
escrito en aras de mostrar su indudable, paulatina y creciente pre­
sencia en la sociedad altomoderna. Sin embargo, lo que de hecho su­
cedía es que se tenía plena conciencia de que distintos usos reque­
rían distintos medios; así, la egregia retórica de la majestad podía
no pasar por una scientia que se adquiría en los libros, aunque para
lograr una mayor eficacia en el despacho de gobierno la propia Mo­
narquía se volcase en lo escrito como instrumento al servicio de su
capacidad decisoria. Por decirlo con otras palabras, recurrir a la es­
critura en sus distintas formas era un ardid, uno de esos rasgos de
ánimo e ingenio que, según el maestro Matamoros, tenían los reyes
y que debía estudiar una historia propiamente política.

102
La escritura hológrafa en la que tanto se empeñó Felipe II no era
un fin en sí misma, sino un medio instrumental para ocultar su pro­
pia persona. De la misma forma que se esperaba obtener todo el
partido posible de los archivos tanto para los negocios como para la
historia, la tipografía fue empleada sabiamente en cuanto tenía de
útil propagandístico y de instrumento masivo. Y esto también en la
práctica de gobierno cotidiano.
Así, por poner solo un ejemplo, para atajar los efectos de la gran
peste que asoló Castilla en la década final del siglo xvi, se imprimió
una orden circular que, a lo largo del mes de julio de 1599, se hizo
llegar a todos los corregidores del reino -concretamente, el ejemplar
conservado es el que se remitió a Diego Sarmiento de Acuña cuando
ocupaba el corregimiento de Toro. Con la mencionada orden se acom­
pañaba una provisión que debían cumplir en las tierras de su parti­
do y un ejemplar de la traducción al romance del tratado de la pes­
te del doctor Luis de Mercado, «para que los Médicos desse partido
sepan cómo han de curar esta enfermedad».88 Se trataba del Libro,
en que se trata con claridad la naturaleza, causa, prouidencia, y ver­
dadera orden y modo de curar la enfermedad vulgar y peste que en
estos años se ha divulgado por España,87 cuya licencia y privilegio
de impresión era algo particular. Otorgado en Martorell el 14 de ju­
lio de 1599, en él se había eliminado todo el proceso de requisitos
previos a la impresión, «para que [el libro] tenga buen efecto con
mucha brevedad».88
La orden circular para los corregidores y esta licencia/privilegio
nos hablan de un instrumento de información general en el que es
necesario garantizar un número de copias idénticas que van a ser
distribuidas por todo el reino y que deben llegar a sus destinos
cuanto antes, en el plazo de un solo mes. Este tipo de empresas úni­
camente las podía cumplir un impreso, porque sería mucho más
caro, se tardaría mucho más tiempo y se podría caer en más errores
de transmisión si se confiaba a la copia manuscrita tan complicada
operación.
He aquí las virtudes últimas de la escritura para el reservado
despacho de gobierno y para la difusión masiva de sus mandamien­
tos. Instrumento y simulacro de la monarquía, como escribió Luis
de Zapata en su Miscelánea, «sólo las cartas reales y del Santo Ofi­
cio son nolli me tangere, y lleven lo que llevaren».89 Acaso querría
ponerse bajo tan sustancial amparo aquel ventero ladino con su por
aquí pasó el Príncipe escritas en su zaguán letrado.

103
Notas
1. «Veréys un ventero déstos muy ladinos, que hazen al güésped mil halagos, y
al tiempo de la cuenta, aunque sea un príncipe, y más regalos le aya hecho dándole
de los mejores bocados de su mesa, lo quiere dessollar, como a persona que se va, y lo
más que por él haze el ventero es poner unas letras en el çaguân que dizen, por aquí
passó tal Príncipe, tal Duque, tal Arçobispo, &c», en «Sermón que predicó el muy R.
P. Fray Francisco de Fresneda, lector jubilado y guardián de san Francisco de la Ciu­
dad de Vélez Málaga», Málaga, 1617, contenido en la emisión Libro de todos los ser­
mones que se predicaron en diferentes ciudades, en las honrras y cabo de año del
Illustrissimo y Reverendissimo señor Don Juan Alonso de Moscoso, Obispo que fue de
las Sanctas Yglesias de Guadix y León, y Málaga, electo Arçobispo de Santiago, del
Consejo de su Magestad. Passó desta vida a la eterna a 21 de agosto de 1614 años, s.l.
[Málaga], s.a. [1617?].
2. Citado por Mario Infelise, «La censure dans les pays méditerranéens, 1600-
1750», en Hans Bots y Françoise Waquet (eds.), Commercium literarium, 1600-1750.
La communication dans la Républiques des Lettres. Conférences des colloques tenus
à Paris 1991 et à Nimègue 1993, Amsterdam, APA-Holland University Press, 1994,
pág. 261.
3. Luis de Zapata, Miscelánea, en Memorial Histórico Español. Colección de do­
cumentos, opúsculos y antigüedades que publica la Real Academia de la Historia, XI,
Madrid, En la Imprenta Nacional, 1859, pág. 487.
4. Fuente Ovejuna, acto II, escena 2, versos 905-906. Cito por la edición de Fran­
cisco López Estrada, Madrid, Castalia, 1996.
5. Francisco de Quevedo, «Sueño del infierno», en Sueños y discursos, ed. F. C. R.
Maldonado, Madrid, Castalia, 1972, pág. 116: «hicimos barato de los libros en ro­
mance y traducidos de latín, sabiendo ya con ellos los tontos lo que encarecían en
otros tiempos los sabios; que ya hasta el lacayo latiniza y hallarán a Horacio en cas­
tellano en la caballeriza».
6. Véase Robert Iliffe, «Author-mongering. The editor between producer and con­
sumer», en Ann Bermingham y John Brewer (eds.), The consumption of culture, 1600-
1800: image, object, text, Londres, Routledge, 1995, págs. 166-192.
7. Sobre Montebelo, véase Carlos V. Baladrón, Félix Machado da Silva y la
Tercera parte de El Guzmán de Alfarache, Ann Arbor, UMI, 1984; así como la intro­
ducción a la edición de Baladrón de Félix Machado da Silva, Vida de Manuel M a­
chado de Azevedo, Madrid, 1983.
8. Guzmán servía al supuesto Marqués de la Torre del Greco: «atrevido, charla­
tán, mentiroso, sin lei, sin temor, sin vergüença, ladrón, embustero y, sobre todo,
falsificador de papeles», Félix Machado de Castro Silva Vasconcelos, Marqués de
Montebelo, Tercera parte de Guzmán de Alfarache ed. Gerhard Moldenhauer, Revue
Hispanique, LXIX (1927), pág. 206. Véase este pasaje: «Encerróse en su aposento
una tarde, y como el nuestro quedava sobre aquél, y era de tablas el suelo, acechan­
do lo que hazía vi por un abujero, tendidos en un bofete, todos aquellos papeles, y que
con un pincel mui sutil, que mojava en una redomilla de una agua mui blanca, iva sa­
cando dellos las letras que quería, y poniendo otras en su lugar», ibid., pág. 202. Pa­
rece que Montebelo quería ridiculizar en la figura de este Torre del Greco a Manuel
de Moura, segundo Marqués de Castelo Rodrigo, al que acusaba de falsificar escritu­
ras genealógicas.
9. Tercera parte de Guzmán de Alfarache..., pág. 291. Sobre la recetería impresa,
véase Memorial de Juan Serrano de Vargas maestro impresor de libros de Sevilla so­

104
bre los excesos que se cometían en la entrada de libros extrangeros, licencias de im­
presión y otras materias de imprenta, julio, 1628, Biblioteca Nacional, Madrid, ms.
19704 (7).
10. Ibid., pág. 75.
11. Ibid., pág. 132.
12. Ibid., pág. 133.
13. Ibid., pág. 236.
14. Declaración de las armas de SantLorenço el Real, fol. 2 r. Cito por el original
manuscrito, no reproducido íntegramente en la versión editada, de la Biblioteca de
El Escorial, &.II. 1.
15. Kevin Sharpe, «The king’s writ: royal authors and royal authority in early
modern England», en Peter Lake y Kevin Sharpe (eds.), Culture and politics in
early Stuart England, Londres, Macmillan, 1994, pág. 129. Véase Baltasar Porreño,
Museo de reyes sabios que an tenido las naçiones del orbe y los libros que ellos y los
emperadores an escrito y sacado a la luz. Obra dedicada a la cathólica Magestad del
Rey Señor Rey D. Philipe Quarto Nuestro Señor, Biblioteca Nacional, Madrid, ms.
2297.
16. Agradezco a la profesora Selina Blasco, gran especialista en la cultura de los
jerónimos, su amabilidad al indicarme esta predilección sentida por fray Lucas. Véa­
se José María Ozaeta León, «Dos sermones inéditos de fray Lucas de Alaejos en ani­
versarios de la muerte de Felipe II», La Ciudad de Dios. Revista Agustiniana, CXC-
VII 2-3, 1984, págs. 383-410.
17. «In festo Sancti Hieronymi», Sermones, Biblioteca de El Escorial, h.iiii.14,
fols. 163 r.-170 r. Véase Javier Paredes Alonso, Mercaderes de libros. Cuatro siglos de
historia de la Hermandad de San Gerónimo, Madrid, Fundación Germán Sánchez
Ruipérez, 1988.
18. «Sermo votivus de Beata Conceptione Beatis Mariae Virginis», Sermones,
cit. fol. 385 V.
19. «Sermo votivus de Beata Conceptione...», fol. 382 v.
20. Desengaño de religiosos, y de almas que tratan de la virtud. Escrito por la
V. Madre Sor María de la Antigua, religiosa professa de velo blanco de la esclarecida
orden de Santa Clara, en el Conuento de la Villa de Marchena de la Santa Prouincia
de Andaluzía, Sevilla, 1678, pág. 732.
21. El secretario del rey, Madrid, 1620, fol. 5 v.
22. La variante del Dios encuadernador me parece asombrosa. Véase en el «Ser­
món de las honras que la ciudad de Málaga hizo a su Obispo don Juan Alonso de
Moscoso, en su Iglesia, año de 1614, a quatro de septiembre», Málaga, 1616, en Libro
de todos los sermones que se predicaron..., donde Abel es «aquel libro milagroso, que
compuso y enquadernó Dios con sus manos, illuminando de tantos dones y gracias,
que descompuso y desenquadernó la muerte». Nos ocupamos de esta materia en «Le­
gibilidad de la experiencia religiosa. A propósito del Dios impresor de la Monja de
Marchena», en Iglesia y sociedad en Andalucía en la Edad Moderna, en prensa.
23. John Norris, Practical discourses upon several divine subjects, Londres,
1691, 247. Cit. por The Oxford English Dictionary, V, Oxford, 1989, vox «Erra­
tum». Véase Genesis, 1,31, «Vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que todo
era bueno».
24. Cito por «Sermón del Sábado Quarto de Quaresma. En Lisboa, año de 1652»,
Sermones [II], Barcelona, 1685, págs. 239-240.
25. Cito por «Sermón de san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Je­
sús, padre y patriarca del autor. Predicado en Lisboa año 1669, quando aún la Igle-

105
sia le cantava el Evangelio, que se cita», en Antonio Vieira, Todos sus sermones y
obras diferentes... Tomo tercero. Contiene quarenta y ocho sermones de diferentes san­
tos, Barcelona, 1734, pág. 9.
26. «[...] pidió un libro de Cavallerías, para entretener el tiempo: mas, o Provi­
dencia Divina! Un libro, que sólo se halló, era de las vidas de los Santos», «Sermón de
san Ignacio...», pág. 1. Vieira retoca ligeramente el relato; véase cómo lo presenta
Pedro de Ribadeneira en su Vida del Padre Ignacio de Loyola [1583]: «Era en este
tiempo muy curioso y amigo de leer libros profanos de caballerías, y para pasar el
tiempo, que, con la cama y enfermedad, se le hacía largo y enfadoso, pidió que le tra­
jesen algún libro de esta vanidad. Quiso Dios que no hubiese ninguno en casa, sino
otros de cosas espirituales, que le ofrecieron; los cuales él aceptó, más por entrete­
nerse en ellos que no por gusto y devoción. Trujáronle dos libros, uno de la vida de
Cristo, nuestro Señor, y otro de vidas de santos, que comúnmente llaman Flos Sanc­
torum». Cito por la edición de Vicente de la Fuente, Obras escogidas del Padre Pedro
de Rivadeneyra, Madrid, M. Rivadeneyra, 1868, pág. 14.
27. Sobre los trabajos del predicador véase la inestimable monografía de la llo­
rada Margarida Vieira Mendes, A oratoria barroca de Vieira, Lisboa, Caminho, 1989.
Agradezco al profesor Pedro Cardim que me haya recordado las enormes posibilida­
des que en materia de despacho de gobierno encerraba la obra de Antonio Vieira.
28. Cito por Antonio Vieira, «Sermón de Nuestra Señora de Peña de Francia. En
su iglesia y convento de la Sagrada Religión de San Agustín. En Lisboa, en el primer
día de tres que se celebra su fiesta, estando presente el Santíssimo Sacramento. Año
de 1652», Sermones [II], pág. 212. Véase las observaciones sobre por qué se publican
libros de milagros que aparecen, por ejemplo, en el Libro de la historia y milagros he­
chos a invocación de nuestra Señora de Montserrat, Barcelona, 1605.
29. Ibíd. Evocar la obra de Michel de Certeau parece de todo punto pertinente.
Vid. II parlare angelico. Figure per una poetica della lingua (secoli X V I e xvn), la an­
tología de textos realizada por el propio autor para su versión italiana y publicada
por Leo S. Olschki Editore, Firenze, 1989.
30. «El texto escrito es un objeto, y no un acontecimiento», Roy Harris, Signos de
escritura, Barcelona, Gedisa, 1999, pág. 60. Véase por entero el capítulo «Escritura y
temporalidad», págs. 57-65. Véase Michael Fried, Realism, writing, disfiguration.
On Thomas Eahins and Stephen Crane, Chicago, The University of Chicago Press,
1987.
31. Diálogos de la differenda del hablar al escreuir (Materia harto sotily notable),
ed. Pedro M. Cátedra, Barcelona, Stelle dell’Orsa, 1985, pág. 90.
32. Miscelánea, cit., pág. 486.
33. Véase Marc Fumaroli, «La conversation savante», en Hans Bots y Françoise
Waquet (eds.), Commercium literarium, 1600-1750..., págs. 67-80.
34. Segunda parte de la declaración de los siete salmos penintenciales, Madrid,
1602, fols. 320 ν,-321 r.
35. Ibid., fol. 321 r.
36. Alonso de Ovalle, Histórica relación del Reyno de Chile y de las missiones y
ministerios que exercita en él la Compañía de Jesús, Roma, 1646. «[...] en una encru-
zijada que salía a quatro caminos reales [Diego de Torres] vio a un Indio que al son
de un tanbor estaua cantando solo varias cosas en su lengua: llamó el padre a uno
que la entendía, y preguntándole qué significaua aquella acción le respondió dizien-
do que aquel Indio era el archiuista o, por dezir mexor, el archiuo de aquel pueblo, el
qual para mantener la memoria de lo succedido en él desde el diluuio era obligado a
repetirlo todos los días de fiesta al son del tanbor, y cantando como lo hazía en aquel

106
lugar, y para que esta memoria no faltasse jamás tenía obligación de ir industriando
a otros, que después de sus días le succediessem en este officio; [...] con esto se ve el
modo con que estos Indios suplen la falta de las escrituras con la felicidad de su me­
moria», pág. 93.
37. Ibid., pág. 79.
38. «El archivo copiado a mano, en una página blanca es un trozo de tiempo do­
mesticado», Arlette Farge, La atracción del archivo, Valencia, Edicions Alfons el
Magnánim, Institució Valenciana d’Estudis i Investigació, 1991, pág. 18.
39. Nicolás Antonio a Martín Vázquez de Siruela, Madrid, 5 de noviembre 1658,
Real Biblioteca, Madrid, ms. 11-158, f. 113 r.
40. Libro de todos los sermones..., cit.
41. El obispo Moscoso ordenó que en el Colegio alcalaíno que fundaba también
existiese un archivo. Vid. Luis Miguel Gutiérrez Torrecilla, El colegio de san Ciríaco
y santa Paula o «de Málaga» de la Universidad de Alcalá. 1611-1843, Alcalá de He­
nares, Fundación Colegio del Rey, 1988, pág. 158.
42. Véase Andrés Llordén, La imprenta en Málaga. Ensayo para una tipobiblio-
grafía malagueña, Málaga, Caja de Ahorros Provincial, 1973. El Libro de todos los
sermones... aparece recogido bajo el número 26 del catálogo del impresor Juan René.
43. Véase la «Sumaria y breve relación de la buena vida y muerte del Señor Don
luán Alonso de Moscoso, Obispo de Guadix, León y Málaga, electo Arçobispo de San­
tiago», contenida en Juan Alonso de Moscoso, Summa de casos morales para más
bien exercer sus oficios los curas y confesores, Málaga, 1634.
44. Libro de todos los sermones pronunciados..., «Al lector».
45. Libro y relación con escripturas guarentigias de todas las obras pías que dexó
hechas y dotadas en vida y muerte la buena y dichosa memoria del Illustrissimo y Re­
verendissimo Señor Don luán Alonso de Mosoco de felice recordación, Obispo que fue
de las Sanctas Iglesias de Guádix, León y Málaga, electo Arçobispo de Sanctiafo, del
Consejo del Rey Nuestro Señor, s.l. [Málaga], s.a. [1617?]. Véase Llordén, La impren­
ta..., número 47 del catálogo de Juan René.
46. «Escritura de la quinta y última capellanía que se auía de hazer con los ré­
ditos del monte de piedad de Málaga...», en Libro y relación...
47. Libro y relación...
48. Summa de casos morales..., cit. Arias de Moscoso había muerto en 1632. El
privilegio de impresión de las obras del Obispo de Málaga era propiedad de su fun­
dación alcalaína.
49. Libro y relación..., «Al lector».
50. Sobre el tópico de la librería escurialense como bibliotafio, así como sobre sus
relaciones con la imprenta, en especial con la Tipografía Regia instalada en Madrid,
que en la opinión de Antonio Gracián o de Alonso Chacón no podía desvincularse de
la regia fundación, véase nuestro «La Biblioteca de El Escorial y el orden de los sa­
beres en el siglo XVI», en Fernando Checa (ed.), El Escorial: arte, poder y cultura en
la corte de Felipe II, Universidad Complutense de Madrid, 1989, págs. 81-99.
51. Véase Salvatore de Settis, «Introduzione» a Edward Huettinger (ed.), Case
d’artista. Dal Rinascimento ad oggi, Torino, Bollati Boringhieri, 1992, págs. vii-xxiv.
52. Archivo General de Simancas, Secretaría, leg 6.
53. En esta materia, es obligado evocar el inmenso magisterio del Dr. José Luis
Rodríguez de Diego, quien ha estudiado magníficamente el proceso formativo de Si­
mancas en relación con la política de Felipe II. Véanse, su edición de la Instrucción
para el gobierno del Archivo de Simancas (1588), Valladolid, 1989; y «La formación
del Archivo de Simancas en el siglo xvi. Función y orden interno», en Ma Luisa Ló­

107
pez-Vidriero y Pedro M. Cátedra (comps.), El libro antiguo español, I V Coleccionismo
y Bibliotecas (siglos xv-xvm), Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca -P a ­
trimonio Nacional- Sociedad Española de Historia del libro, 1998, págs. 519-557.
Véase Angel de la Plaza Bores, Archivo General de Simancas. Guía del investigador,
Madrid, Ministerio de Cultura, 1980.
54. Véase Pablo Fernández Albaladejo, Fragmentos de monarquía. Trabajos de
historia política, Madrid, Alianza Editorial, 1992.
55. Véase Fernando Checa Cremades, Felipe II. Mecenas de las artes, Madrid,
Nerea, 1992.
56. Francisco de Vargas a Felipe II, Roma, 17 de septiembre de 1560 (Archivo
General de Simancas, Estado, leg. 886, fol. 72), en José López de Toro (ed.), Epístolas
de Juan Verzosa, Madrid, C.S.I.C., 1945, pág. 261.
57. «Ynstructión a vos Juan de Verçosa nuestro criado, de la orden que queremos
que se guarde en el Archiuio de nuestras scripturas, que mandamos juntar en la Çiu-
dad y Corte de Roma», Madrid, 17 de julio de 1562 (Archivo General de Simancas,
Estado, leg. 892, fol. 68), en López de Toro, Epístolas..., pág. 274.
58. Ibid., pág. 275.
59. En carta de 11 de enero de 1573, citada por Rodríguez de Diego, Instruc­
ción..., pág. 69.
60. Rodríguez de Diego, Instrucción..., pág. 105. El autor señala el recuerdo de
las propuestas de Verzosa en la Instrucción simanquina (ibid., pág. 69) y, de hecho,
hasta Simancas llegarán una veintena de volúmenes copiados, ante todo en el Ar­
chivo Vaticano, durante su estancia en Roma. Se encuentran en Archivo General de
Simancas, Estado, Negociación de Roma, legajos 2002-2022. Véase, Plaza, Guia...,
pág. 113.
61. «De un fin de siglo a otro. Unión de coronas ibéricas entre don Manuel y Fe­
lipe II», en El Tratado de Tordesillas y su época. Congreso Internacional de Historia,
III, Sociedad V Centenario del Tratado de Tordesillas, Valladolid, 1995, págs. 1453-
1463.
62. Guillermo Antolín, «Inventario de los papeles del cronista Esteban de Gari-
bay», Boletín de la Real Academia de la Historia LXXXIX (1926), págs. 15-26.
63. Entre los papeles de Garibay aparece como «un quaderno escrito de mano
que se yntitula traça y orden para la corónica del Rey católico nuestro señor don fe-
lipe segundo y apuntamientos de materias por sus artículos (sic)», Antolín, Inventa­
rio..., pág. 21. No se conoce el nombre del autor de la Traça, pero no parece que se tra­
te de Garibay, mucho más amigo de un mos genealógico que el anónimo responsable
de la Traça.
64. Biblioteca Nacional, Madrid, ms.1750, fol. 410 v.
65. Copia de la lectión que el Maestro Matamoros tenía para dezir en alcalá de­
lante del Príncipe don Carlos y por su indispusición cessó, Real Academia de la His­
toria, Madrid, ms. 9/5528, fols. 131 v-143 r.
66. «Sermón de el Tercer Domingo de Quaresma, en la Capilla Real, año 1655»,
en Sermones..., II, cit., pág. 155.
67. «Sermón del Viernes Sexto de Quaresma. Predicado en la Capilla Real. Año
de 1662», en Sermones, cit., III, págs. 167-169.
68. «Sermón de el Tercer Domingo de Quaresma...», cit., pág. 153.
69. Ibid., pág. 154.
70. Sobre Felipe II como Rey Papelero aun resulta útilísimo el brillante texto de
Albert Mousset, Felipe II. Conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid el día 28
de marzo de 1917, Madrid, Librería General de Victoriano Núñez, 1917.

108
71. Breue compendio i elogio de la vida del Rey Don Phelippe segundo de felicis­
sima memoria escrito en francés por Pierre Matiu choronista mayor del Reyno de
Frangía, Biblioteca Nacional, Madrid, ms. 9078, fol. 31 v.
72. E l secretario del rey..., cit., fol. 15 r.
73. No podemos ocuparnos aquí de esta evolución, véase nuestro «Guardar pa­
peles - y quemarlos- en tiempos de Felipe II. La documentación de Juan de Zúñiga.
(Un capítulo para la historia del Fondo Altamira), en Reales Sitios XXXIII-129
(1996), págs. 2-15 y XXXIV-131 (1997), págs. 19-33.
74. En carta al virrey de Sicilia don Juan de la Cerda, Duque de Medinaceli
(22 de julio de 1562) citada por Juan Beltrán de Guevara, Discursos del origen, prin­
cipio y uso de la Monarchia de Sicilia, Valladolid, 1605, fol. 3 r.
75. Véase Antonio Manuel Hespanha, Vísperas del Leviatán. Instituciones y po­
der político (Portugal, siglo xvn), Madrid, Taurus, 1989.
76. Quadros que se mandarâo a sua magestade pera por em huma salla do bom
Retiro, Biblioteca Geral da Universidade, Coimbra, cod. 588, fol. 78 r.
77. Arte de furtar, Lisboa, Estampa, 1978, pág. 168.
78. Véase Frédérique Verrier, Les armes de Minerve. L ’Humanisme militaire
dans l’Italie du xvie siècle, Paris, Presses de l’Université de Paris-Sorbonne, 1997.
79. «Sermon de el Tercer Domingo de Quaresma... 1655», cit. pág. 151.
80. Juan de Vega a Felipe II, Messina, 16 de agosto de 1556. Instituto Valencia
de Don Juan, Madrid, Envío 113, Registro de cartas de Juan de Vega.
81. Ibid.
82. Discursos sobre la filosofía moral de Aristóteles recopilados de diversos auto­
res, Valladolid, 1603.
83. Biblioteca Nacional, Madrid, ms. 1451. Véase Carta de García de Loaysa
Girón a Gómez Dávila, Marqués de Velada, Madrid, 11 de julio de 1587, Instituto Va­
lencia de Don Juan, Madrid, Envío 96, n.° 367: «Tiene [el Príncipe] más entendi­
miento harto que los años, lee latín y romance muy bien, sabe de coro los psalmos
penitenciales... sabe nominativos y la mayor parte de las conjugaciones». Véase
Francisco M. Gimeno Blay, «Aprender a escribir en la Península Ibérica: de la Edad
Media al Renacimiento», en Armando Petrucci y Francisco M. Gimeno Blay (eds.),
Escribir y leer en Occidente, Valencia, Departamento de Historia de la Antigüedad y
de la Cultura Escrita, Universidad de Valencia, 1995, págs. 125-144. Justus Tiel pin­
tó una hermosa Alegoría de la educación de Felipe III (Museo del Prado, Madrid,
1876) en la que es Minerva la que entrega la espada de la Justicia al joven Príncipe.
Lo que parece ser una explicación de este cuadro se encuentra en una Oración ma­
nuscrita de Juan García de Becerril, encuadernada junto a un ejemplar de su Oratio
panegyrica (Alcalá de Henares, 1588), Biblioteca Nacional, Madrid, R.23551.
84. Memorial a su Majestad «Las cosas que convernía remediar en casa de su Al­
teza», s.f., Memoriales diferentes de la Cassa de Su Majestad y Altezas, Instituto Va­
lencia de Don Juan, Madrid, Manuscritos de la Biblioteca, 26.V.20.
85. Cod. 560, fol. 10 v. Véase con lo apuntado en nota 83. Como se sabe, tampo­
co Felipe II siendo Príncipe demostró especial atracción o suficiencia en el estudio del
latín.
86. Orden circular sobre el envío de un tratado contra la peste del Doctor Merca­
do, s. 1. [Madrid], s. i., s. a. [1599], Real Biblioteca, Madrid, ms. 11-2422.
87. Madrid: 1599.
88. Libro, en que se trata con claridad..., licencia y privilegio de impresión.
89. Miscelánea, cit. pág. 487.

109
Orientación mágica
del texto escrito*
R it a M a r q u il h a s

He elegido para mi participación en este volumen el título Orien­


tación mágica del texto escrito porque, de hecho, me voy a centrar
especialmente en la presentación y en el intento de explicación de
ciertos textos entendidos, dentro del reino portugués del siglo x v ii,
como materiales con poderes mágicos. De todas formas, el problema
central que quiero abordar aquí no es precisamente el de la mani­
pulación de textos escritos durante la época en análisis. Escribir y leer
en el siglo de Cervantes es el tema que nos reúne en esta ocasión, y la
cuestión que yo planteo es si hay razones para mantener el tópico, im­
puesto por el sentido común, de que es obligatorio asociar analfabe­
tismo y creencia en las potencialidades mágicas de la escritura.
Un razonamiento lineal nos diría que los caracteres gráficos úni­
camente pueden parecer poderosos para quienes no consigan inte­
grarlos entre los hechos banales de su vida cotidiana, para quienes
los consideren, de algún modo, raros. A partir de aquí no resulta di­
fícil llegar a la conclusión, precipitada -aunque omnipresente en los
estudios sobre brujería, superstición y magia que versan sobre el
mundo imaginario del hombre del Antiguo Régimen-, de que sólo en
un contexto de alfabetización restringida es posible una concepción
mística de la grafía. Si las hechiceras de los siglos xvi y x v ii endosa­
ban a sus clientes amuletos y talismanes con caracteres escritos, y
si esos caracteres eran venerados como potenciadores del éxito o la
desgracia, del amor o la separación, de la salud o la muerte, se po­
dría deducir de ahí que la práctica de la lectura y de la escritura no
eran comunes a todos, o ni siquiera a la gran mayoría.

* Una primera versión de este trabajo fue incluida en A Faculdade das Letras.
Leitura e escrita em Portugal no sécula xvii, tesis de doctorado presentada por la
autora en la Facultad de Letras de la Universidad de Lisboa en 1996, págs. 63-85,
obra actualmente en vías de publicación por la Imprenta Nacional.

111
Pero, habría que preguntarse si todo esto no adolece de cierta in­
genuidad, provocada tal vez por la claridad demasiado evidente de
una analogía. Analógicamente, claro está, se podría argumentar
que la escritura es para el poder lo que el analfabetismo para la sub­
yugación y que, por tanto, el subyugado pensará que se aproxima al
poder si de alguna manera consigue implicarse directamente en
textos escritos. Desconfiemos de la excesiva simplicidad de este ra­
zonamiento analógico e intentemos conceder a las sociedades de las
épocas que nos precedieron el derecho a ser tan complejas como lo
son en la actualidad las nuestras. Siendo así, nos vemos obligados a
formular hipótesis alternativas para la relación entre niveles de al­
fabetización y creencia en escritos con capacidades mágicas.
Mi propuesta es que tratemos los textos originales que nos han
llegado de ese tiempo de «caza de brujas» como el afloramiento es­
pumoso de una tradición; una tradición turbulenta que, si bien
obedecía a un motivo único (la resolución de problemas existencia-
les), fue multiplicándose a medida que se apropiaba de prácticas
culturales diversas, sacándolas de sus respectivos contextos y em­
bebiéndolas con una nueva simbología. Esto por un lado. Por otro,
propongo que veamos las fuentes en que se recogen (las «cartas de
tocar», las «nóminas», los «testamentos de Nuestro Señor», los amu­
letos con «Abracadabra», los libritos con la «oración de San Cipria­
no»,...) como productos creativos cuyo significado continuaba cons­
truyéndose en la época, moldeándose con la aparición de nuevos
lugares comunes. El ambiente de analfabetismo generalizado, pro­
bable cuando aparecieron las primeras experiencias de conjuros
gráficos, no tuvo por qué mantenerse mientras la creencia en el po­
der mágico de la escritura siguió viva, pues los rituales celebrados
tradicionalmente por los agentes mágicos continuaron repitiéndose,
independientemente de las alteraciones en el porcentaje de pobla­
ción alfabetizada. En realidad, lo que se constata en Portugal, allá
por el siglo x v ii, es que la evolución de los niveles de alfabetización
de la sociedad estaba imponiendo nuevos estilos en los escritos má­
gicos, que iban sobreponiéndose a los usados tradicionalmente.
No me adentro más en esta línea argumentativa porque creo
preferible presentar en primer lugar, del modo más pormenorizado
posible, las características concretas de las fuentes que he utilizado.
Provienen todas de los archivos de la Inquisición portuguesa, casi
íntegramente conservados en el Archivo Nacional de Lisboa, la To­
rre do Tombo (ANTT).
Instituido en 1536 y abolido en 1821, el tribunal portugués del
Santo Oficio ejerció por mandato del Papa la persecución y condena

112
de las herejías practicadas dentro del reino. Para tal efecto fue divi­
dido en distritos inquisitoriales -las Mesas de los tribunales de los
cuatro distritos del siglo xvii estaban en las ciudades de Évora, Lis­
boa, Coimbra y Goa-
La práctica de la magia constituía en el siglo x v ii, en Portugal,
un crimen de fuero mixto: tanto en el código secular como en el ecle­
siástico (inquisitorial y episcopal) se preveía la condena de los cul­
pados por hechicería, según un razonamiento jurídico que identifi­
caba el pecado con el delito de derecho común. Si bien los tribunales
episcopales fueron los que al parecer se ocuparon más activamente
de este pecado público, hipotéticamente los denunciados podían ser
castigados por la primera instancia jurisdiccional que los culpase.
Desde el punto de vista inquisitorial, como la magia era una he­
rejía «instigada por el demonio», «ofensora de la majestad divina»,
fue incluida desde el principio entre las herejías punibles en la bula
de Pablo III que instituía la Inquisición en Portugal, Cum ad nihil
magis, promulgada el 23 de mayo de 1536. Se intentó demarcar,
también desde el inicio, una frontera entre una heterodoxia menor
y la adoración al demonio; sólo la segunda, como pecado contra el
primer mandamiento, legitimaba la presunción de herejía y la ac­
tuación de la justicia inquisitorial.
La circulación de edictos de diversa procedencia (ordenanzas rea­
les, constituciones episcopales y reglamentos inquisitoriales), tipifi­
cando cada uno a su manera las prácticas de hechicería, segura­
mente fue la causa de la masiva afluencia de denuncias sobre este
delito a los tribunales inquisitoriales. Los denunciantes no se preo­
cupaban de distinguir si había habido o no adoración al demonio a
la hora de elegir la instancia donde presentar el caso del que querían
dar noticia. Les inquietaba, sobre todo, imaginar que algún vecino
tuviese poderes para provocar el mal, o que les hubiesen tomado el
pelo con promesas falsas. Eran esas las razones que con mayor fre­
cuencia les llevaban a entregar a familiares, comisarios o inquisi­
dores las pruebas, muchas de ellas gráficas, que denunciaban prác­
ticas mágicas.
Sería necesario, antes de que comiencen a preguntarse sobre lo
vago o estrecho del concepto de magia que estoy manejando, algu­
nas precisiones que delimiten los significados de magia y religión de
los que parto.
La discusión sobre el entramado de correspondencias semánti­
cas entre magia y religión es vieja y sigue abierta. En ella se han em­
peñado teólogos, antropólogos, sociólogos e historiadores, y la ver­
dad es que entrar en ella no me parece aquí lo más oportuno.

113
El asunto de este estudio es la práctica que envuelve la concep­
ción y utilización de unos textos concretos. Dado que fueron objeto
de un archivo inquisitorial, será coherente situarlos en la menta­
lidad que los juzgó, preocupada por castigar creencias y compor­
tamientos que se desviasen de la ortodoxia católica, prácticas que
intentasen alterar el curso de la naturaleza de forma individual,
desordenada, no sancionada por la clase hegemónica. Este criterio
se conecta con el pensamiento de Marcel Mauss y Emile Durkheim
y con su interpretación social y diferencial de religión y magia: reli­
gión como «sistema unitario de creencias y prácticas relativas a las
cosas sagradas [...] que reúne en una misma comunidad moral, una
iglesia, a todos cuantos adhieren a ella», ya sean legos o sacerdotes;1
y rito mágico como aquel «que no forma parte de un culto organiza­
do» y es «privado, secreto, misterioso, con tendencia para la situación
límite del rito prohibido».2 Pierre Bourdieu formula con una preci­
sión aún mayor el carácter institucional de la religión frente a la
marginalidad (y privacidad) de la magia, refiriéndose a la «división
del trabajo que entrega la religión -pública, oficial, solemne, colec­
tiva- a los hombres y la magia -secreta, clandestina y privada- a las
mujeres».3
Ocasionalmente puede surgir también aquí el término «supersti­
ción» en el sentido lato que le confiere la tradición católica, opo­
niéndolo a la virtud de la religión por alguna de las cinco causas si­
guientes: «1. culto indebido del verdadero Dios; 2. culto de los falsos
dioses, o idolatría; 3. adivinación; 4. magia; 5. vanas observancias».4
Finalmente, en relación a la hechicería, encontramos cierta oscila­
ción en sus fronteras con términos vecinos (brujería, sortilegio, adi­
vinación, cura, encantamiento), con los cuales llegaba a compartir
campo semántico.5 Pero tratándose del de mayor frecuencia entre
ellos, lo utilizo siempre que pretendo glosar el discurso de la época.
En las pruebas de «magia gráfica» archivadas por la Inquisición,
la escritura es utilizada normalmente en su función de represen­
tación, ostentando la misma radiación energética que los demás ob­
jetos de los que se socorre la magia homeopática para, según una
supuesta ley de similitud, intentar producir determinados efectos
mediante la manipulación de su figuración mimética.6La cosa repre­
sentada es casi siempre una fórmula mágica, un texto litúrgico, un
onomástico hagiográfico, una oración prohibida por la Iglesia, que tam­
bién podían ser alternativamente verbalizados, aunque su repre­
sentación gráfica les confería mayor poder de actuación: era como si
estuviesen siendo formulados continua e ininterrumpidamente.7
Además, la materialización de las palabras en objetos permitía que

114
estuviesen sujetas a un proceso de potenciación, el conjuro, como
ocurre con cualquier otro objeto convertible en amuleto o talismán.
No es posible establecer para un corpus de esta naturaleza una
tipología de los grafismos mágicos que esquematice la relación en­
tre los textos escritos y los objetivos de su fabricación y uso. No exis­
te correspondencia sistemática entre los diferentes textos de su­
puesta orientación mágica y una posible jerarquía de objetivos
pragmáticos.
No vale la pena intentar adentrarse en el terreno de la distinción
clásica entre amuleto (objeto mágico con virtudes protectoras) y ta­
lismán (objeto mágico con virtudes potenciadoras de eventos favo­
rables), porque dichos órdenes de virtudes se encuentran de forma
alternativa o superpuesta en tipos idénticos de textos escritos.
No obstante, siempre podemos acudir a la solución genealógica,
que, si bien no estructura de modo alguno la realidad sincrónica por
describir, tampoco frustra el deseo de alcanzar una explicación de
esa misma realidad, enmarcándola dentro de una tradición cultural
determinada. Si siguiésemos, pues, una línea diacrónica, encontra­
mos ya en el cristianismo temprano, y sobre todo en el medieval, an­
tepasados para las pruebas de magia gráfica que la Inquisición reci­
bía junto con las denuncias de hechicería:
a) Nos encontramos, por ejemplo, con la leyenda de los eremitas
de Egipto (siglos Ill-iv), los cuales,

para recordar las palabras que les habían provocado mayor impresión durante la
oración mental, solían escribirlas en un librito al que llamaban nómina (que es el
plural de nomen), porque en él apuntaban más de un nombre para así recordar
el concepto que más les había excitado; dicho librito lo traían colgado al cuello,
para que de día, cuando les venían las tentaciones, leyéndolo y refrescando el es­
píritu que habían tenido en la oración, resistiesen a los malos pensamientos.8

En el léxico del siglo xvii el término «nómina» aparece ora con


esta acepción -etimológicamente justificada-, la de letanía de nom­
bres (sagrados), ora con un segundo sentido al cual se habría llega­
do por transposición metonímica: bolsita en tejido o piel colgada del
cuello por un cordón, en la que se colocaban objetos, escritos o no,
que se tomaban por protectores o benefactores. En uno de los docu­
mentos analizados, encontramos esta descripción:

Levantándose de la cama, vio el confidente en ella un saquillo de cuero casi


de medio cuarto al estilo de los de nómina, muy cosido, como si zapatero lo hu­
biese cosido, y la carnaza para fuera según recuerda, y, tomándolo sin que don
Pedro lo viese, lo metió en el bolsillo de su calzón, y una vez ido el tal don Pedro

115
lo abrió y vio dentro de él unos granos [...], que no contó cuántos eran, por lo que
recordarlo no puede, y un librillo de tres hojas de papel cosido como lo son los li­
bros del tamaño de nómina, y escrito con letra ordinaria, que parecía de mozo de
escuela [...] y, según su memoria, también halló en la tal nómina un pedacico de
piedra fina, como de ara.9

b) Continuando nuestra búsqueda de antecedentes, otro fenóme­


no que habría que tener en cuenta es el de los libros de horas de for­
mato pequeño, cuya proliferación permitió en los siglos XIV y x v que
la oración articulada cediese su lugar a la oración silenciosa.10 Con­
cretamente, en los libros de horas producidos en Francia, Holanda
e Italia, se observa un pronto aprovechamiento de las horas portá­
tiles como objetos personalizados de protección:

Aunque su producción fue muy abundante, estos libros están mucho más
personalizados que los de épocas anteriores. Pueden incluir páginas en blanco
para que sus propietarios inscriban en ellas sus pedidos o ambiciones. Y el propio
libro, como indican las rúbricas, se vuelve un talismán. La simple posesión del
texto hace que su propietario esté protegido contra las desgracias. Las instruc­
ciones de las rúbricas también prometen que tal o cual oración, colocada sobre
una mujer mientras está pariendo, asegura una «buena hora».11

Eran libros que incluían como elemento nuclear las «horas de la


cruz», u «horas de la pasión», que solían ser los únicos textos en ro­
mance dentro de unas horas latinas, e incluso podían circular inde­
pendientemente. Un detalle también inevitable era que el texto de las
horas viniese acompañado de una figuración iconográfica de las esce­
nas de la pasión y sus instrumentos. Destinadas tal vez a los devotos
iletrados, circularon a partir del siglo xv xilografías sueltas con repre­
sentaciones de imágenes piadosas, como la «Virgen al pie de la Cruz»,
el sepulcro, la cruz, el gallo, la cartela, la corona de espinas, la lanza,
la esponja, la caña, los instrumentos de flagelación, los dados, la túni­
ca, las tenazas, los clavos, el grial y algunos elementos geográficos.
Seguramente, estos dos precedentes están en el origen de un tipo
de texto manuscrito que circulaba en pliegos, y que en el siglo x v ii
era presentado a la Inquisición bajo la sospecha de tratarse de una
«carta de tocar». Recogían esos pliegos una versión económica -lue-
go popular- de los libros de horas o de las horas de la cruz, y la ma­
yoría de las veces solían incluir figuraciones totales o parciales de
los instrumentos de la pasión. Se destinaban, originalmente, a ac­
tuar por contacto, pues se creía que garantizaban una solución má­
gica para la falta de bienquerencia y un final feliz para amores no
correspondidos. Esta acepción no sólo es la más frecuente en las
fuentes inquisitoriales, sino que además encuentra equivalentes en

116
prácticas de otras culturas, hecho que por sí mismo atestigua su an­
tigüedad. Con todo, el aprovechamiento de estos pliegos podía estar
orientado también hacia la búsqueda de la salvación eterna y de la
protección personal. Aquí las cartas funcionan como amuletos a los
que se les atribuía el poder de asegurar no sólo la integridad física,
sino la invulnerabilidad contra la propia magia: podían encomen­
darse «cartas de tocar para obligar a querer bien» y, acompañándo­
las, «cartas defensivas contra las cartas de tocar».12
En cuanto al texto, cuando el relato de la pasión, en vez de los
términos latinos del Evangelio según San Juan, seguía una redac­
ción libre en portugués, con información explícita sobre los objetivos
de la carta, se percibe a nivel discursivo un razonamiento por aso­
ciación de ideas (por simpatía), omnipresente en las formulaciones
mágicas y religiosas,13 que puede tomar una forma analógica o anti­
tética. En el primer caso, de simpatía analógica, las cartas de tocar
contienen plegarias que acuden al paralelismo entre los pasos del
Calvario y las situaciones en las que pueda verse involucrado el por­
tador de la carta. En un documento leemos:

Mi Señor Jesucristo, así como, sentada al pie de la cruz, a Vuestra lastimada


Madre, y junto a ella al discípulo San Juan Evangelista, volvisteis vuestros mi­
sericordiosos ojos diciendo mujer, ahí tienes a tu hijo, y, discípulo, ahí tienes a tu
madre, volved Vuestros Sagrados ojos hacia mí.14

O entonces:

Así como Vos, Señor Jesucristo, tocasteis a María Magdalena, así toque yo el
corazón de la persona que deseare, para alcanzar de ella todo lo que mi intención
quisiere.5

Este es, por cierto, el argumento que está presente en las cartas
de tocar típicas, destinadas a conquistar el amor y la bienquerencia:
piden a «Jezus Maria Jozeph que andastes por Nazare» que quien
sea tocado por la carta ame al suplicante como Cristo amó a sus dis­
cípulos y a su madre.16
Pero la analogía también podía extenderse al texto iconográfico,
donde inevitablemente vamos a encontrar algunos de los instru­
mentos de la pasión. En relación con este aspecto, encontramos en
una carta, que pide inmunidad «contra todos los peligros que pue­
dan acontecer en esta vida», cierto inconformismo frente al arcaís­
mo de algunos de esos instrumentos, poco adaptados al patrimonio
tecnológico del xvn, pues figuran junto a la cruz y las lanzas roma­
nas algunas armas más verosímiles para herir o matar a los con­

117
temporáneos de Cervantes: horcas, arcabuces y trabucos.17 De la
misma forma, cuando estas cartas tienen por objetivo dar suerte en
los juegos de azar, acuden al dibujo de los dados lanzados por los sol­
dados romanos cuando se sorteaban la capa de Jesús.
La simpatía antitética, por su parte, pretende evidenciar el con­
traste entre los padecimientos que sufriera Cristo y el deseo del po­
seedor del texto mágico de no correr esa suerte:

Mi Jesucristo, Vos que fuisteis lastimado y azotado y ensangrentado, y de es­


pinos coronado, doleos de mí, socorredme en todas mis necesidades y tribulacio­
nes [...] que yo no sea preso, ni engañado, ni herido, ni mi sangre sea derramada,
ni mi carne sea pisada.18

La posible distinción inicial entre el texto de las nóminas como


listas onomásticas y el de las cartas de tocar como versiones lilipu­
tienses de los libros de horas acabaría siendo diluida por el sincretis­
mo: el término nómina se fue especializando como sinónimo de sa-
quito o bolsita, al tiempo que carta de tocar pasó a designar también
cualquier testimonio que incluyese «los nombres que, usados por cual­
quier persona, harán que ésta alcance lo que pretenda y todo el fin
de su pretensión»19 o «los santísimos nombres de Nuestro Señor Je­
sucristo, sacados de las Sagradas Escrituras, aprobados por la au­
toridad de la Santa Madre Iglesia contra todos los peligros que pue­
dan acontecer en esta vida».20
También el sincretismo sirve para explicar que, junto al dibujo
de los instrumentos de la pasión, puedan surgir sinos-saimoes (dos
triángulos sobrepuestos formando una estrella de seis puntas, el sig­
no o sello de Salomón), grafismos profanos relacionados con la sim-
bología mágica, o que una carta de tocar contenga los símbolos as­
trológicos del Zodiaco.21
c) La vulgarización de los libros de horas y de los grabados pia­
dosos de la pasión no fue, sin embargo, el único factor que contri­
buiría a la asociación entre ese episodio de la vida de Cristo y la prác­
tica de la magia. Es necesario no olvidar que durante toda la Edad
Media una amplia tradición textual y teatral se venía alimentando
de ese via crucis dramático y violento:

La vasta literatura sobre la Pasión de Jesús, repleta de tendencias dramati­


zantes y brutalmente realista, subía a un alto lirismo religioso y profundamente
humano. Tenemos la impresión de que esas páginas están manchadas de sangre,
húmedas de lágrimas, como si en ellas hubiesen cristalizado los gemidos de las
incontables generaciones que se habían condolido de Jesús y de Nuestra Señora
de los Dolores.

118
Las efusivas Meditaciones y Oraciones de San Anselmo, la profunda emotivi­
dad de los sermones de San Bernardo, y de los apócrifos que llevan su nombre y
un poco de su espíritu, las revelaciones de Santa Brígida, en el siglo xvi la in­
fluencia afectiva de San Francisco de Asís y de sus hijos espirituales, las des­
cripciones del pseudo-Taulero, la Vita Christi de Ludolfo Cartujano, los Misterios
de la Pasión, adueñándose de los tablados escénicos medievales, -todas estas pá­
ginas constituían una fuerte corriente, venida desde muy lejos [,..].22

No eran sólo los eruditos -que tenían acceso a la tradición escri­


ta - quienes podían codearse con familiaridad con los episodios de la
pasión, ya que el drama sacro, los Misterios de la Pasión, integrado
en las conmemoraciones de la Cuaresma, permitía que en la imagi­
nación de todos los legos resonasen las palabras de la madre do­
lorosa, los aderezos de la crucifixión y el descenso de la cruz, los
nombres de los personajes implicados y su caracterización como
verdugos o sufridores. El excesivo realismo de estos autos, o tal vez
una excesiva consternación entre el público, podría estar detrás del
celo episcopal en vigilarlos. Las Constituyçôes de 1565, elaboradas
por el arzobispo de Evora, don Joáo de Meló, estipulaban que

no se hagan en dichas iglesias o ermitas representaciones (aunque sean de la Pa­


sión de Nuestro Señor Jesucristo o de su Resurrección o Nacimiento), ni de día ni
de noche, sin nuestra especial licencia, por los muchos inconvenientes y escán­
dalos que de ellas sobrevienen.23

Tras esta preocupación institucional parece latir la constatación


de que, en los autos, la pasión y sus símbolos generaban actitudes
supersticiosas.
De todas formas, la frontera entre las cartas de tocar (las que no
incluían invocación al demonio, que también las había) y los textos
religiosos se mantuvo muy tenue. Algunos denunciantes mostraban
cierta perplejidad -si era genuina o ficticia nunca lo sabremos-,
pues nunca se les había ocurrido pensar, antes de haber oído la lec­
tura del edicto, que tenían en su poder pruebas de hechicería.24Pero
la Inquisición hacía ya mucho tiempo que había trazado una línea
que no se podía pisar. De 1564 data un índice de libros prohibidos,
hecho por orden del Inquisidor General, el cardenal Henrique, que
menciona expresamente las «devociones», ya fueran impresas o ma­
nuscritas, en las que se recogiesen promesas de protección y suerte
para los «devotos». Sólo podrían circular si no prometiesen nada que
fuese en beneficio personal.
d) Otro tema, transmitido por los evangelios apócrifos, que al­
canzó gran difusión, tanto en la cristiandad de Occidente como de
Oriente, fue «la carta de Cristo» (el Testamento de Nuestro Señor),

119
que había caído del cielo y había sido encontrada -y aquí las versio­
nes se bifurcan -o en el altar de San Pedro, en Roma, o amarrada a
una piedra, en Jerusalén. La catalogación de este texto entre las
obras prohibidas, al menos su versión portuguesa, aparece ya en un
despacho del cardenal Henrique datado en 1551. El Testamento de
Christo em lingoagem aparece mencionado junto a otros textos de
sabor popular (autos, novelas, coplas).
Los testimonios inquisitoriales del siglo XVII que lo citan refieren
que, en él, como en los demás ejemplares de que existe noticia, se in­
cita a guardar los domingos -precisamente, en Italia se le conoce
como la lettera de la domenica--, y promete la salvación de las almas
para quien le dé crédito, lo copie, lo transporte consigo y lo divulgue;
en caso contrario, o sea, en caso de indiferencia o escepticismo, se
amenaza con la excomunión en la tierra y en el cielo.25En el siglo X V in
encontramos la misma carta con promesas añadidas: al poseedor se le
aparecerá Cristo quince días antes de su muerte, lo alimentará con su
cuerpo y con su sangre; y además estará protegido contra la gota, la
peste y los reveses de fortuna, y también contra los partos difíciles.26
La atribución de un carácter sagrado a su génesis, asumida como
causa de sus poderes, queda también de manifiesto en otras varian­
tes de «cartas» divinas. La escritura, como forma de fijación de la pa­
labra, es el instrumento ideal para aquellos mitos que materializan el
contacto entre el mundo terreno y el sobrenatural, por lo que el escri­
to resultante no tendrá más remedio que ser considerado milagroso.
Véase el caso de la carta (clasificada entre las cartas de tocar) muy
santa, con tanta virtud que «escrita en una hoja de manzano y lanza­
da el día de Santa Ana dentro de un lugar en el que estén algunas
personas enemigas, al punto se abrazarán y serán amigas». La razón
de tanta energía pacifista se debía a que había sido dada por «Nues­
tro Señor a nuestro padre Adán en el Paraíso terrenal, aunque desde
la muerte de nuestro padre Adán había andado perdida».27
Además de todos los motivos culturales y religiosos referidos an­
teriormente, habría que considerar también los textos mágicos tra­
dicionales y los prohibidos por la Iglesia (la palabra «abracadabra»,
las palabras ininteligibles, las devociones al demonio y a las almas
en pena, la oración de San Cipriano).
La escritura de la palabra «abracadabra» parece, a primera vis- .
ta, un caso simple de magia en el que la forma gráfica sirve tan sólo
como una suerte de estimulador energético. No obstante, también
aquí se puede manifestar la creencia en el grafismo mágico. Si no,
véase el caso del cura de Santiago do Escoural (Alentejo), en el tér­
mino municipal de Montemor o Novo, que fue acusado en 1682 de

120
hacer escritinhos [escritillos] «empanados» con obleas, y cuyo des­
tino era sanar la cición al primero o, infaliblemente, al undécimo
día después de que hubiesen sido «lanzados» al cuello de los enfer­
mos. En la Mesa de Evora quedó uno de esos escritos. Mide cerca de
7 x 7 cm. y tiene 11 líneas escritas, ordenadas en forma de cono in­
vertido, alineadas a la izquierda. El denunciante describió así el
grafismo: «Vio que contenía la palabra Abracadabra, y que dicha pa­
labra iba disminuyendo en las líneas siguientes, quitándole en cada
línea una letra, hasta quedar en la primera letra, que es A» (fig. I).28
La aparición de procedimientos idénticos en lugares como Italia y
Dinamarca,29 dirigidos siempre contra el mismo tipo de enferme­
dad, es una buena prueba de la antigüedad del uso de esa fórmula.

Abracadabra
Abracadabr
Abracadab
Abracada
Abracad
Abraca
Abrac
Abra
Abr
Ab
A

Fig. 1

La atribución de poderes mágicos a las propias letras parece ser


la causa de la disposición escrita del «abracadabra». También exis­
ten testimonios de otras formas, como la de escribir letras en los de­
dos y en la palma de la mano, durmiendo con ella dirigida hacia el
lugar donde estuviese la mujer deseada;30 o la de la «grafofagia», en
la que la ingestión de un salmo escrito con tinta sobre la superficie
interna de un cuenco, raspado y diluido en agua, servía para curar­
se de lombrices, siempre que el líquido hubiese sido debidamente
bendecido y conjurado con una oración a San Antonio.31

121
Si pasamos a la categoría de los textos ininteligibles, entramos
de lleno en el tema del discurso secreto. El secretismo es una carac­
terística universal de los rituales mágicos, destinada a demarcar la
frontera entre magos iniciados y clientes laicos, y puede presentar­
se bajo la forma de discurso inaudible o ininteligible. Citando las
palabras de Marcel Mauss, «la magia habló sánscrito en la India de
los prácritos, egipcio o hebreo en el mundo griego, griego en el mun­
do latino y latín entre nosotros [...] Las fórmulas mágicas deben ser
susurradas o cantadas en un tono, en un ritmo especial».32Entre las
causas de ininteligibilidad se cuenta el recurso a una lengua ex­
tranjera (latín, francés y árabe son los idiomas representados en los
materiales que he consultado) o a una lengua ficticia. Un escrito en
una lengua ficticia podría corresponder, según el principio de simi­
litud, a un efecto igualmente imaginario. Un buen ejemplo es el del
sexo virtual, como ocurre con un amuleto en posesión de un criado
que se jactaba de utilizarlo para desflorar muchachas, rozándolas
apenas con el papel escrito en una lengua inventada.33
Los textos con invocaciones al demonio y con la oración de San
Cipriano no parece que quepan dentro de la misma categoría que
los anteriores, pues, a diferencia de aquéllos, son memoriales con
un texto destinado a ser verbalizado posteriormente. Son testimo­
nios de una escritura puesta al servicio de la comunicación entre las
hechiceras y sus clientes, y no de la escritura como instrumento de
representación del formulario mágico, como ocurre con los ejemplos
examinados hasta aquí.
Antes de entrar de lleno en la concepción pragmática de la es­
critura que se adivina en la fijación de los conjuros de estos memo­
riales, hay que referir el lugar especial ocupado por el pacto con el
demonio. Este tenía que estar escrito sobre un soporte duradero,
el pergamino, y la tinta no podía ser otra que la sangre. En 1697,
Maria Monteira, que supuestamente había pactado con el demonio,
describía con todo lujo de detalles su visión del rito:

Siendo ella joven de veinte años, más o menos, engañada por el demonio, le
hizo a éste un escrito con su sangre, con ocasión de una sangría que tomaba de pie,
y que el mismo demonio le había aconsejado que tomase; y el mismo demonio te­
nía figura de mancebo gentilhombre, pero con pies de cabra. Escribió el escrito en
un pergamino que él mismo le trajo, que era como una media hoja de papel. Y de­
cía el escrito, además de otras palabras que no recuerda, que renegaba de la Vir­
gen, Nuestra Señora, y de la leche que había mamado, y de los sacramentos, y de
la Santísima Trinidad, y que se le entregaba por amiga, palabras que le dictaba el
demonio y ella pronunciaba para que él las escribiese; [...] Y habiéndosele leído
esta denuncia, dijo que todo lo escrito era verdad y que sólo faltaba declarar que

122
en aquella ocasión en que hiciera el escrito para el demonio, después de hecho, el
mismo demonio se lo entregó en su mano, y ella se lo volvió a dar a él.34

Os propongo que regresemos ahora al tono que adopté al inicio


de este texto, o sea, de escepticismo frente a la dependencia entre
grado de alfabetización de una comunidad y creencia en el poder
mágico de la escritura que, para la época que tratamos, suele argu­
mentarse. Ya he abordado uno de los indicios de esa dependencia.
En efecto, al tiempo que se creía que los dibujos alfabéticos de las
fórmulas mágicas encerraban la misma energía que la materia ver­
bal que representaban, se copiaban y se hacían circular memoriales
con los textos de devoción supersticiosa que tan condenados eran
por la Inquisición. Eran textos destinados a la lectura, y frecuente­
mente acompañaban a las otras porque estaban en posesión del
mismo reo. A esta dimensión pragmática de la escritura como ins­
trumento de comunicación podía, además, unírsele su función re­
presentativa, porque junto a los grafismos mágicos podían encontrar­
se a veces instrucciones de uso para la correcta celebración de los
rituales de magia. Tan sólo presentaré dos ejemplos de las instruc­
ciones o indicaciones que los escritos mágicos podían contener.

Primer caso

Un mulato llegado de Pernambuco fue denunciado en Lisboa, en


1675, porque tenía un fajo de papeles entre los cuales había una
oración a San Cipriano en portugués, dos cartas de tocar con el
Evangelio según San Juan en latín, junto con otras palabras de las
Sagradas Escrituras decoradas con cruces, caracteres y el sello de
Salomón, y, finalmente, un cuarto de hoja de papel donde se ense­
ñaba a usar las cartas de tocar. Así rezaba:

Palabras que se han de decir cuando se quiere tocar con el papel y que se han
de saber de memoria: Jesucristo entró, venció, escarneció y tuvo cuanto quiso, así
tenga yo de fulano o de fulana todo cuanto yo quiera. Así como en el infierno su­
birán y bajarán y a los santos padres que allí están sacarán, así venza yo a esta
criatura y todo cuanto yo desee. Fines. Reglamento de las ceremonias que he de
hacer sobre el papel. Es el siguiente: primeramente se han de decir las 3 misas
de la Navidad encima de dicho papel, metiéndolo debajo de la piedra del ara, una
noche en la carnicería y otra noche en la escalera del tribunal de justicia, y otra
noche en la costa del mar; y un cura vestido con sus paramentos dirá encima de
ella tres evangelios de San Juan. Fines laus deus.35

123
Segundo caso

La mujer de un pintor de Evora, afligida por fuertes jaquecas, re­


cibió de un medio cristiano nuevo, en 1609, un texto mágico cuyos
efectos analgésicos dependerían de la estratégica colocación sobre
la zona afectada, de la oración y de la fe. La denuncia contiene la
descripción de las pruebas, acompañadas de los originales:

Quejándose Sebastiana Varella, mujer del declarante, de dolores de cabeza


que la vejaban mucho, el dicho Antonio de Moura le dijo que desde Lisboa le man­
daría un escrito [...] al declarante le dieron una carta del tal Antonio de Moura, y
dentro de ella un escrito, que tendrá como un dedo de ancho por tres de largo,
cercado por dos rayas rojas en todo su redor, y una moldura por fuera de ellas, y
en medio de ella una cruz negra con dos aspas, con tres palabras, una en cada
parte de la cruz y la otra por debajo de ella, las cuales son Milant de una parte,
Vitalot, de la otra y Vah por debajo. Y otras palabras de un tamaño algo mayor
que el sobredicho, que traía las palabras siguientes: «ponga la señora este escri­
to sobre la parte donde le duela la cabeza, o donde mayores dolores tenga, rezan­
do tres Paternostres, y tenga fe en él y querrá Dios sacarle el dolor, y cuando le
saque el dolor, quíteselo y guárdelo para otra vez».36

En ambos casos son bastante transparentes los dos valores esen­


ciales de la escritura. La misma mano podía dejar en el mismo
soporte o en soportes idénticos marcas gráficas con finalidades com­
pletamente diferentes: una dirigida a influir, mediante los símbo­
los, sobre el mundo natural y sobrenatural; la otra, preocupada por
la simplificación de la vida común de las gentes, las cuales, tras
adquirir el grado de alfabetización necesario para descifrar las ins­
trucciones, podrían beneficiarse más libremente de la cultura mági­
ca de su comunidad. Los textos que incorporan la descripción del ri­
tual necesario para el buen éxito del manejo del escrito mágico se
aproximan mucho a las recetas que circulaban en la época en hojas
sueltas con las virtudes y posología de sustancias medicinales: el ro­
mero, el aceite onfacino, la piedra imperial...37 Esta adaptación del
estilo de otros textos que circulaban libremente en aquellos que es­
taban prohibidos, debido a su posición marginal en relación a la or­
todoxia católica, evolucionaría hasta tal punto que, cíen años más
tarde (1730-1750), encontramos en Lisboa una curiosísima modali­
dad de superstición: a saber, un curandero de esta ciudad tenía en
su casa una imagen que representaba a San Juan Bautista, y había
llegado a burocratizar de tal modo la relación con sus clientes que
las súplicas al santo tenían que ser presentadas por escrito, en for­
ma de peticiones, y depositadas sobre un altar que había a los pies
de la imagen. Más tarde, eran despachadas por el propio curandero,

124
que juraba que había sido el propio San Juan Bautista el autor
mental de los despachos. En ellos se puede leer, por ejemplo, «Des­
pachado en parte y en otra parte no, pero sana hoy, en el día de la
Santísima Trinidad».38
Una idea que suele ser repetida por historiadores que han trata­
do la evolución de la superstición en la Europa del Antiguo Régimen
es que la Ilustración había erradicado con su luz la credibilidad con
que las hechiceras habían sido arropadas. Parece cierto que las eli­
tes intelectuales comenzaron a ser tomadas por un escepticismo cre­
ciente en relación a los maleficios y alcance de los agentes mágicos,
sobre todo debido al desprestigio que ellos mismos atraían sobre sí
cuando eran interrogados en instancias episcopales e inquisitoriales,
contradiciéndose continuamente y, con mucha frecuencia, confesan­
do que se habían aprovechado de la credulidad de los vecinos para su
beneficio personal.39 No obstante, a la vez que una minoría tenía el
privilegio de conocer por dentro casos concretos de hechicería y ma­
gos finalmente desenmascarados en el tribunal, parece que comenzó
a despuntar una renovación de las celebraciones mágicas. La vulga­
rización de la lectura y de la escritura no implicó la desaparición de
los grafismos mágicos, ni de su capacidad para atraer y convencer. Sí
facilitó, en cambio, su acceso, individualizó ciertas prácticas y, al fi­
nal, integró nuevos diseños y modernas formas comunicativas escri­
tas en el antiguo universo de la magia.

Traducido del portugués por


J. León Acosta

Notas
1. Durkheim, 1972, pág. 224.
2. Mauss, 1960 (1902-1903), pág. 16.
3. Bourdieu, 1977 (1972), pág. 41.
4. Séjourné, 1941, pág. 2767.
5. Cf. Bethencourt, 1987, pág. 227-236; Paiva, 1992, pág. 39-57; y Araújo, 1994,
pág. 45-56.
6. Frazer, 1987 (1922), pág. 11: «Si analizamos los principios mentales en los
que se basa la magia, llegaremos probablemente a sólo dos: el primero es que lo se­
mejante provoca lo semejante, o que un efecto se asemeja a su causa; el segundo, que
cosas que hayan estado en contacto continúan influyéndose mutuamente en la dis­
tancia. [...] El primer principio puede designarse Ley de la Similitud y el segundo
Ley del Contacto o del Contagio. [...] A las prácticas basadas en la Ley de la Simili­
tud se las puede llamar Magia Homeopática o Imitativa; a las basadas en la Ley del
Contacto o del Contagio se las puede llamar Magia por Contagio».

125
7. Cardona, 1994, pág. 167, afirma a propósito del intento de comunicación es­
crita con seres sobrenaturales: «Si la fuerza mágica y evocadora de la palabra pro­
nunciada se extingue cuando se ha pronunciado el último sonido, la potencia de la
fórmula escrita permanece intacta en el tiempo y no se la puede disipar si no es des­
truyendo su soporte». Bourdieu, 1977 (1972), pág. 156 habla también de la «explora­
ción de la magia de la escritura, que arrastra la práctica y el discurso para fuera del
curso del tiempo».
8. Bluteau, 1712-1721, V, pág. 742.
9. ANTT, Inquisiçâo de Lisboa, lib. 204, Cadernos do Promotor, fol. 339v (Lis­
boa, 1618).
10. Saenger, 1987, pág. 192.
11. Ibid., pág. 212.
12. ANTT, Inquisiçâo de Lisboa, lib. 264, Cadernos do Promotor, fols. 372r-377r
(Lisboa, 1699). Citas extraídas del fol. 372v.
13. Véase Frazer, 1987 (1922), pág. 12.
14. ANTT, Inquisiçâo de Évora, lib. 228, Cadernos do Promotor, fol. 32r (Monte-
mor o Novo, 1699).
15. ANTT, Inquisiçâo de Lisboa, lib. 244, Cadernos do Promotor, fol. 288v (Lis­
boa, 1664).
16. ANTT, Inquisiçâo de Lisboa, lib. 319, Cadernos do Promotor, fol. 433r (Ra-
malde-Maia, 1698).
17. ANTT, Inquisiçâo de Lisboa, lib. 321, Cadernos do Promotor, fols. 122-123
(Celorico de Basto, 1700). La carta, como sucede varias veces con este tipo de docu­
mentos, es oriunda de Brasil.
18. ANTT, Inquisiçâo de Évora, lib. 228, Cadernos do Promotor, fol. 32r (Monte-
mor o Novo, 1699).
19 ANTT, Inquisiçâo de Évora, lib. 237, Cadernos do Promotor, fol. 439r (Mon-
temor o Novo, 1677).
20. ANTT, Inquisiçâo de Coimbra, lib. 321, Cadernos do Promotor, fol. 122r (Ce­
lorico de Basto, 1700).
21. ANTT, Inquisiçâo de Coimbra, lib. 216, Cadernos do Promotor, fol. 315 (Lis­
boa, 1637).
22. Martins, 1951, pág. 139.
23. Apud Martins, 1978, pág. 20.
24. ANTT, Inquisiçâo de Lisboa, lib. 228, Cadernos do Promotor, fol. 429v (Lis­
boa, 1645).
25. ANTT, Inquisiçâo de Coimbra, lib. 289, Cadernos do Promotor, fol. 926 (s. 1.,
1628-1631?,); Inquisiçâo de Lisboa, lib. 153, Ordens do Conselho Geral (1675-1695),
fols. 131r-132v (1694).
26. Véase Araújo, 1988, págs. 217-218.
27. ANTT, Inquisiçâo de Coimbra, lib. 311, Cadernos do Promotor, fol. 84r (Ca-
minha, 1646).
28 ANTT, Inquisiçâo de Évora, lib. 237, Cadernos do Promotor, fols. 121r-124r.
La cita corresponde a la 122r.
29. Véase Burke, 1987; y Holbek, 1989.
30. ANTT, Inquisiçâo de Lisboa, lib. 204, Cadernos do Promotor, fol. 305r (Go-
legá, 1618).
31. ANTT, Inquisiçâo de Coimbra, lib. 316, Cadernos do Promotor, fol. 651r
(Santiago de Milheiros-Maia, 1694).
32. Mauss, 1960 (1902-1903), págs. 50-51.

126
33. ANTT, Inquisiçâo de Coimbra, lib. 315, Cadernos do Promotor, fol. 651r
(Santiago de Milheiros-Maia, 1694).
34. ANTT, Inquisiçâo de Coimbra, lib. 265, Cadernos do Promotor, fols. lv-2r
(Faia-Guarda, 1697).
35. ANTT, Inquisiçâo de Lisboa, lib. 249, Cadernos do Promotor, fol. 70r.
36. ANTT, Inquisiçâo de Lisboa, lib. 209, Cadernos do Promotor, fols. 128v-129r.
Las pruebas están cosidas al folio 129. El subrayado es mío.
37. ANTT, Inquisiçâo de Lisboa, lib. 203, Cadernos do Promotor, fol. 373v (Lis­
boa, 1618). Autos relativos a «Alexandre Guilhen Alexandrino», natural de Milán,
destilador examinado que vivía alympando dentes. Los folios 375 y 377 contienen dos
ejemplares de las recetas.
38. El proceso n.° 18 de la Inquisición de Lisboa contra Joáo Baptista de Sáo Miguel,
Joaozinho, que salió en auto en 1732, aparece citado enAraújo, 1988, págs. 227-229.
39. Paiva, 1996, págs. 132-135.

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2763-2842.

128
Formas de escritura popular:
las autobiografías
de artesanos
J a m e s S. A m e l a n g

El tema de esta breve ponencia es la escritura autobiográfica de


los artesanos urbanos en la Europa de la temprana Edad Moderna.1
Pero antes, quisiera hacer algunas observaciones sobre las prácticas
más generales de la lectura y de la escritura entre las clases popu­
lares anteriores a la era industrial.
No es necesario que insista en lo poco que sabemos acerca de es­
tas cuestiones. La historia de la alfabetización, y la de las formas y
sentidos específicos del leer y escribir entre las diferentes clases so­
ciales, están aún en sus comienzos. Tanto que, de hecho, diría que
se necesita mucha precaución cuando se tratan estos temas tan
complicados. Parece indudable que hubo un incremento significati­
vo en la capacidad y en la voluntad de leer y escribir por parte de los
tempranos artesanos modernos.2No obstante, el trazo exacto de los
perfiles de este fenomeno y la exploración de sus causas y conse­
cuencias son cuestiones abiertas.
Resulta evidente que hacia finales, o incluso mediados, del siglo
XVIII los maestros artesanos habían conseguido un importante gra­
do de alfabetización. Lo atestiguan diversos estudios, basados en
amplias series de muestras documentales, que siguen el método, hoy
ampliamente aceptado aunque aún controvertido, de relacionar la
capacidad de escribir la propia firma con la de, al menos, leer. Este
método se critica a menudo por infravalorar la alfabetización pasiva
(capacidad de leer pero no de escribir) y al mismo tiempo por sobrees­
timar la alfabetización activa (capacidad de escribir más que el pro­
pio nombre). Pero, dada la ausencia de alternativas satisfactorias para
la interpretación de series largas de este tipo, uno recurre a este mé­
todo para tener al menos una visión preliminar de la situación.3

129
Los datos de las metrópolis europeas parecen especialmente elo­
cuentes. Afínales del siglo xvii, en Londres, una notable proporción
de aprendices era capaz de firmar sus contratos, lo cual supone una
tasa de alfabetización efectiva en ese sector de al menos el 60 % y
quizá hasta del 80 %. Según Daniel Roche, en el París de mediados
del siglo XVIII tres cuartas partes de los hombres jóvenes no sólo sa­
bían leer, sino que también podían escribir. El estudio de Haim Burs-
tin sobre las revolucionarias cartes de sûreté muestra la misma si­
tuación, lo que le lleva a concluir que al menos el 70 % de la población
masculina adulta de París podía leer y escribir hacia 1790.4
Es importante poner énfasis en dos cosas: primero, que los datos
sobre la población no metropolitana indican la misma tendencia; y
segundo, que España participó plenamente de este desarrollo. Por
citar un ejemplo, el trabajo de Montse Ventura sobre el siglo xvin en
Mataró, basado en las firmas sobre documentos notariales posterio­
res a 1737, el año a partir del cual la firma de las partes involucra­
das se hizo obligatoria, habla de una sustanciosa capacidad (60 %)
para firmar entre las clases medias, incluyendo los artesanos. Asi­
mismo, el estudio de Manuel Arranz sobre la documentación nota­
rial y de los gremios de albañiles en el siglo xvill, en Barcelona, in­
dica números similares, lo que le lleva a estimar en un 85% el
mínimo de instruidos entre los maestros agremiados del sector de la
construcción.5
No obstante, la distribución de la habilidad de lectura y de escri­
tura fue muy desigual. Deben de tenerse en cuenta cuatro puntos
importantes. En primer lugar, la alfabetización popular fue mucho
más extensa en las áreas urbanas que en las rurales. Aunque la ciu­
dad y el campo vivieron una estrecha y simbiótica relación duran­
te la Edad Moderna, sus contactos fueron sensiblemente más estre­
chos en las esferas económica y social que en la cultural. En gran
parte de Europa - y no sólo en los países del norte-, la alfabetización
rural fue indudablemente más alta de lo que estamos acostum­
brados a pensar.6 Sin embargo, las ciudades ofrecían oportunidades
educativas claramente más amplias en las que habitualmente la
participación estaba abierta a diferentes clases sociales. Pero la ofer­
ta no era el único lado de la balanza. La participación en la econo­
mía urbana de mercado también estimulaba una gran «demanda»
práctica de las habilidades de lectura y escritura, punto sobre el que
luego volveré.
Insisto en el término «habilidad» porque es a la luz de la oposición
entre trabajo cualificado y trabajo no cualificado que deberíamos in­
terpretar una segunda tendencia en la distribución socio-geográfica de

130
la alfabetización. Algunos individuos y grupos de las clases populares
se mostraron especialmente dispuestos a aprovecharse de sus opor­
tunidades culturales, si es que se puede decir de esta manera. La al­
fabetización no era sólo una cuestión de clase, sino que también era
algo específico del oficio. Que algunas ocupaciones eran más dadas
a la alfabetización que otras es difícil de probar estadísticamente.
No obstante, el sentido común sugiere que las profesiones con víncu­
los especiales con la palabra escrita, como los impresores, o los que
tenían un carácter más sedentario, como los zapateros y los tejedo­
res, tuvieron tasas de alfabetización más altas.7
En tercer lugar, deberíamos tener en cuenta la vital importancia
de la posición que uno ocupaba en la jerarquía interna del gremio.
Como ya deben suponer, existía una marcada tendencia a que los
rangos superiores de prácticamente todos los oficios mostraran ta­
sas de alfabetización considerablemente más altas. En la construc­
ción, por ejemplo, la alfabetización habitualmente modesta de los
jornaleros y similares, caracterizados por los bajos niveles de técni­
ca y especialización, contrastaba claramente con los conocimientos
de sus superiores en el mismo sector. Los artesanos de la construc­
ción con mayores responsabilidades de organización del trabajo y,
en particular; del diseño y otras cualidades relacionadas con la ar­
quitectura, estaban entre los miembros más alfabetizados de las
clases bajas. No es extraño, pues, que se distinguieran por poseer li­
bros y manuscritos, además de ser ellos mismos autores.8
Finalmente, la alfabetización entre las clases populares, así como
en las superiores, era muy diferente según el género. Por ejemplo,
las cifras que da Roche del siglo xviii en París, sacadas de firmas en
testamentos -una muestra que se admite como poco representativa
dado que sólo el 15% de los parisinos testaron durante dicho perío­
do-, sugieren un margen más estrecho del que uno podría sospe­
char, con un 85-90% de hombres y un 60-80% de mujeres firmantes.
Pero cuando se trata de firmas obtenidas de fuentes socialmente
más representativas, tales como las declaraciones efectuadas en tri­
bunales locales como el de Chatelet, muestran no sólo cifras más ba­
jas tanto para los hombres como para las mujeres, sino también un
desequilibrio más pronunciado entre los sexos.9
De todos modos, el enfoque de esta ponencia no se basa tanto en
fuentes seriales, cuanto en otras que llevan hacia un análisis mucho
más impresionista.10Me refiero a lo que los artesanos realmente le­
ían y escribían. El estudio de estos textos no nos dirá prácticamen­
te nada sobre la cantidad de artesanos alfabetizados, cuestión que
un número cada vez mayor de estudiosos considera de menor im­

131
portancia.11 Sin embargo, nos puede decir mucho sobre algo que,
personalmente, encuentro bastante más interesante: cómo y para
qué fines los artesanos adquirían y luego usaban las técnicas cultu­
rales a su disposición. Estoy particularmente interesado por la ca­
dena que va de la lectura a la escritura y de ésta a la escritura per­
sonal, y las formas en que la alfabetización fomentó o llevó hacia la
autorización -entendida como una creación dual, de autoridad cul­
tural y de autores- y finalmente hacia la autobiografía.
Debería empezar señalando que los autores de textos personales
o autobiografías populares de la Edad Moderna a menudo comenta­
ron con mucho detalle cómo y de quién aprendieron a leer y, en menor
extensión, a escribir.12 Algunos, como el tejedor bretón Jean Conan
(1765-1834), equipararon la alfabetización a una pasión. Proceden­
te de una familia iletrada, aprendió a leer y a escribir en la escuela
de un convento local a la edad de doce años. Sobre su creciente fas­
cinación por los libros, especialmente «historias» y literatura reli­
giosa escribió: «día y noche paso mi tiempo leyendo estas historias».
Asimismo, la autobiografía de Simon Forman (1552-1611), un labra­
dor inglés acomodado que luego se hizo astrólogo y curandero, se
refiere extensamente a su problemática y a menudo interrumpida
educación, que finalmente obtuvo gracias a su «ardiente deseo.... de
mayores conocimientos y estudios».13 Otros entendieron la alfabeti­
zación en terminos más espirituales y proyectaron sus conocimien­
tos en el lenguaje de la providencia y de la gracia. La beata madri­
leña Lucía de Jesús (1601-1653), hija de un carpintero, que más
tarde se ganaría la vida como criada, atribuyó abiertamente su
inesperada inmersión en el mundo de las letras a un milagro, que
tuvo lugar mientras su hermano leía en voz alta a sus otros herma­
nos un Flos sanctorum. Así imitó (¿conscientemente?) la larga tra­
dición católica de las mujeres santas que, de súbito, aprendieron a
leer en latín o en lengua vernácula. Este episodio nos lleva a dos
ejemplos previos, al de Catalina de Siena (hermana de un tintore­
ro), Angela Merici y algunas otras figuras contemporáneas, como la
campesina que luego se hiciera monja, Ana de San Bartolomé (1549-
1626). Y también al de la misionera ursulina (antes artesana)
María de la Encarnación (Marie Guyart, 1599-1672).14Ni que decir
tiene que la adquisición de las habilidades culturales de alfabetiza­
ción, descrita en términos milagrosos, dice mucho acerca de la im­
portancia que se les atribuía en los medios de donde provenían es­
tas escritoras. A los ojos de estas mujeres y, a decir verdad, de la
mayoría de artesanos que escribían autobiografías, aprender a leer,
y especialmente a escribir, eran tareas elevadas que iban mucho

132
más allá de la rutina diaria y de las expectativas que podían tener
en la vida. De ahí que pusieran especial énfasis en el momento y el
significado de su aprendizaje, además de sus frecuentes manifesta­
ciones de orgullo al conseguirlo. Todo ello consolidó un topos literario,
que luego reaparecerá en las autobiografías de los obreros contempo­
ráneos como un motivo especialmente persistente.15
Por otra parte, es importante tener en cuenta que la escritura
autobiográfica de los artesanos modernos fue tan sólo una dimen­
sión del mundo dinámico y plural de la escritura en general. Se sabe
demasiado poco de tales prácticas como para que alguien se pueda
permitir hacer el catálogo, o aunque sólo fuera una cronología pre­
liminar, de la autoría popular. Sin embargo, los comienzos de la
Edad Moderna fueron testigo, indudablemente, de una expansión
significativa de la categoría de escritores procedentes de las clases
bajas, una tendencia que formaba parte del acceso de todos los gru­
pos sociales, cada vez en mayor número, a la circulación de textos a
través de la recién inventada imprenta.16
Varias transformaciones facilitaron no sólo el consumo de obras
escritas entre las clases populares, sino que también animaron a sus
miembros a añadir sus propias contribuciones al número de textos
que iba creciendo rápidamente. Entre las más importantes -sin
duda las más visibles- estaban los cambios en la mentalidad y el
comportamiento asociados a la reforma religiosa, tanto de los pro­
testantes como de los católicos, en Europa. A finales del siglo xv y
principios del XVI se registró un importante incremento del activismo
laico, de la escritura popular y de las publicaciones sobre temas es­
pirituales. Uno tiene la impresión de que estos progresos tuvieron
lugar primero en Italia y en las zonas de habla alemana, pero poco
después se hicieron realidad también en el resto de Europa. El ím­
petu religioso está detrás de la mayoría de los primeros escritos po­
pulares modernos, y sospecho que esto continuó siendo así hasta
bien entrado el siglo XIX.
Asimismo, a principios de la época moderna, aparecieron tam­
bién una serie de personajes muy reconocidos en su propio entorno
social como escritores específicamente populares, que se ocupaban
de temas religiosos tan sólo como parte (aunque importante) de un
repertorio mucho más amplio. Algunos, como el zapatero Hans
Sachs (1494-1576), el «Maestro cantor de Nuremberg», fueron muy
conocidos. Otros pertenecían a un segundo rango. Este fue el caso
de Thomas Deloney (ap. 1550-1600), el tejedor de seda inglés, poeta
y panfletista, o el de su compatriota John Taylor (1580-1653), el ex­
céntrico «Water-Poet» del Londres de los primeros Estuardos. Italia

133
albergaba al interesantísimo zapatero Giambattista Gelli (1498-
1563), la figura más destacada entre un numeroso grupo de artesa­
nos escritores de mediados del siglo xvi en Florencia. Y España pudo
contar con al menos dos escritores significativos, cuyos orígenes
eran bien conocidos por sus contemporáneos, el zapatero murciano
Ginés Pérez de Hita (1544?-1619?) y, especialmente, el curtidor va­
lenciano Joan Timoneda (m. 1583).17
Los artesanos-escritores que alcanzaban la fama de un Timone­
da o de un Gelli eran raras excepciones. La gran mayoría de autores
populares no sólo fueron menos conocidos, sino que ni tan siquiera
encontraban quien les publicara. Esto fue debido en parte a los es­
fuerzos que dedicaron a géneros más efímeros. Algunos artesanos
destacaron como escritores de obras de teatro, parodias, panfletos,
sátiras, y otros productos de la literatura efímera. Espectáculos
más estructurados -tales como desfiles o cabalgatas, por ejemplo-
daban también oportunidades a la creatividad literaria popular.
Sin embargo, los escritos más extensos de los artesanos, y aquellos
que frecuentaban más a menudo, estaban más relacionados con la
rutina diaria. Entre ellos cabe destacar la contabilidad -tanto indi­
vidual como colectiva, esta última comprendía los archivos de los
gremios y cofradías- y la redacción de cartas. En estas y otras for­
mas, uno vislumbra el alcance diario, así como la limitada ambición
literaria, de la mayor parte de los escritos populares.
Una vez más debo insistir en que es demasiado temprano para
trazar un mapa mínimamente preciso de la escritura de los artesa­
nos en los albores de la modernidad en Europa. No obstante, si qui­
siéramos dibujar los contornos generales de dicha topografía litera­
ria, deberíamos tener en cuenta varios factores determinantes.
Todos ellos se podrían colocar bajo la etiqueta de «densidad cultu­
ral». Este término evoca aquellos espacios relativamente bien dota­
dos de los factores que facilitaron la adquisición y la aplicación de
las habilidades culturales por diferentes grupos y clases sociales. A
pesar de su obvia relación con la concentración demográfica, la den­
sidad cultural no es obligatoriamente una consecuencia de la pri­
mera. Así, mientras la principal medida de la densidad cultural en
los principios de la modernidad en Europa fue la «urbanidad» pro­
ducida por el hecho de vivir en ciudades, varios factores intervinie­
ron para explicar por qué la mayoría de las zonas urbanas mostra­
ban un mayor grado de densidad cultural que la gran parte de las
zonas rurales. Entre otros, estos factores eran:
- la mayor frecuencia, en proporción y rapidez, de transacciones
comerciales en las ciudades;

134
- más oportunidades, aunque no necesariamente más amplias,
de pai’ticipar políticamente en muchas «microinstituciones» de la
vida urbana (gremios, parroquias, cofradías, asociaciones vecinales,
y otras por el estilo), además de en múltiples instancias del gobier­
no municipal;18
- una considerable mayor incidencia de los pleitos y el contacto
con una variedad de instituciones jurídicas basadas en procedi­
mientos escritos en vez de exclusivamente orales;19
- y otros procedimientos en papel. Por consiguiente, un índice
especialmente fiable de la densidad cultural era la proporción de la
actividad profesional y el grado de visibilidad de las notarías.20
Gracias a estos y otros factores, la vida en las ciudades fomenta­
ba en mayor grado los medios para el aprendizaje de la lectura y la
escritura que la vida en el campo. La mayoría de ciudades gozaba
de un mercado cultural diversificado -esto es, una zona donde se
reunían productores y consumidores con, al menos, unas mínimas
posibilidades de elección- parecido en el estilo y en la función a los
mercados económicos. Sobre todo, institucionalizaron la oferta y la
demanda de estas habilidades, consolidándolas como prácticas de la
vida diaria no sólo de la elite, sino también de muchos miembros de
las clases sociales subalternas.21
Fue aquí, en las prosaicas rutinas de la experiencia y la vida dia­
rias, donde se creó el espacio para las respuestas de los artesanos a
demandas textuales más complejas, tales como la escritura sobre, o
para, uno mismo. En lo que resta, me gustaría hacer algunas obser­
vaciones generales sobre los textos autobiográficos de los tempranos
artesanos modernos. Antes, sin embargo, déjenme destacar que la au­
tobiografía popular no fue un «corpus» con características diferen­
ciadas y, mucho menos, únicas. La variedad, a menudo muy acusa­
da, en la forma y el contenido de los documentos personales de los
artesanos, junto con el hecho de que había muchos puntos en co­
mún, hasta el extremo de solaparse, entre los escritos de la elite y
los del pueblo, nos deberían disuadir de buscar tales características
huidizas. En vez de eso, resulta más útil intentar acercarse a la es­
critura en primera persona como una práctica social y cultural en la
que participaba un número elevado de personas y grupos, además
de ofrecer, incluso, una gama más amplia de resultados. Esto no
quiere decir que sea imposible hacer generalizaciones sobre las auto­
biografías de los artesanos. Sólo sugiere que no hubo tal cosa como
una «típica» —mucho menos un «modelo» de- autobiografía popular,
y que cualquier tentativa de someter estos complejos ejercicios cul­
turales a normas y observaciones fijas sería un error.

135
Dicho esto, debo aclarar desde el principio qué es lo que entiendo
por escritura «autobiográfica», ya que hasta aquí he sido muy descui­
dado en el uso de este término. Por escritura autobiográfica me refie­
ro a una gran variedad de formas textuales: diarios, memorias, libros
de familia, crónicas personales, autobiografías y diarios espirituales,
y, desde luego, autobiografías propiamente dichas, es decir, narracio­
nes retrospectivas, cronológicamente ordenadas, centradas en la vida
privada del autor. La clave característica que une todas estas formas
es un propósito común: dar expresión literaria, en primera persona, a
la experiencia vital del autor y en los términos que el propio autor eli-
je. Es posible que otras etiquetas para este tipo de textos -escritura
personal o privada, documentos personales o privados (ego-documen-
tos), y similares- describan estos géneros de forma más precisa.22 Es
evidente que utilizo «autobiografía» como una designación convenien­
temente amplia y reconocible, a diferencia del uso estándar que del
término hacen los especialistas en literatura.
Debería aclarar también que, aunque la autoría de autobiografías
de artesanos fue algo excepcional durante la Edad Moderna europea
-del mismo modo que sin duda lo fueron las autobiografías de la eli­
te-, no era ni mucho menos un fenómeno aislado o único. Mi propia,
incompleta, experiencia de investigación me ha llevado a revisar al­
rededor de doscientos veinte textos producidos entre 1400 y 1800, y
no tengo ninguna duda de que una indagación más extensa descubri­
ría cientos de testimonios más.23 Hay mucho material a estudiar y
grandes tesoros esperan al curioso lector.
Lo que sigue son algunas de las muchas observaciones generales
que podrían hacerse sobre las autobiografías modernas y su papel en
la historia de la escritura entre las clases populares.
En primer lugar, y como ya he indicado más arriba, estamos tra­
tando con una variedad extremadamente amplia de formas literarias.
Esta abundancia y diversidad se corresponden directamente con la
igualmente dilatada serie de temas tratados en la escritura autobio­
gráfica. No obstante, hay modelos que subyacen a la norma general de
diversidad. Ciertos temas recibieron más atención que otros. La fami­
lia, no sólo la directa sino también el grupo más amplio de los allega­
dos, fue quizás el motivo central de las autobiografías de los artesanos
(así como de las de la elite). De ahí la enorme cantidad de información
que aportan, desde los episodios vitales de nacimiento, matrimonio y
muerte, hasta otras cuestiones de similar importancia como las pro­
piedades de la familia y el patrimonio, en el más amplio sentido de los
términos. Pero todo ello sorprende poco si se toma en consideración
que la familia era, sin lugar a dudas, la audiencia principal de la au-

136
tobiografía del artesano, ya que no fue, ál menos, hasta los últimos
años del siglo xvm cuando este tipo de escritura tuvo una circulación
más amplia y con perspectivas de publicación.
La política fue otro de los temas principales de los textos per­
sonales de los artesanos. Esto parece contradecir lo que acabo de
afirmar sobre la circulación de los escritos populares autobiográfi­
cos, restringida principalmente a los miembros de la familia. A decir
verdad, sólo una minoría de las autobiografías de artesanos -espe­
cialmente aquéllas escritas durante el siglo xvm - estaban altamen­
te politizadas. Aunque un número creciente de autores escribió para
desafiar públicamente el mal gobierno de la oligarquía, la mayoría
trató la política de un modo menos directo. Lo que es importante es
que muchos, incluso entre los últimos -esto es, entre aquellos cuya
escritura personal aspiraba originalmente a permanecer privada y
personal- expresaron sentimientos hostiles hacia las elites políticas
y religiosas, entre otras. No es difícil encontrar sentimientos anticle­
ricales en los textos de, digamos, católicos devotos como el zapatero
de Reims Jehan Pussot (1544-1626), cuyo diario contaba su lucha co­
rriente contra el párroco local, al que despreciaba. Y sería difícil
igualar el profundo grado de hostilidad que el sastre florentino Se­
bastiano Arditi (n. 1504) mostró hacia los Medici, gobernadores de
su ciudad, a los que él explícitamente denunció como explotadores
corruptos de los pobres.24 Y, sin duda, se podía encontrar también
una fuerte vena de conservadurismo -político, religioso, y de otro
tipo- en muchas de las autobiografías de los artesanos. Todos estos
pronunciamientos sobre temas extrafamiliares no demuestran tan
sólo la futilidad de investigar un único tipo de actitudes comunes a
todos los participantes en la cultura «popular». También frustran
cualquier tentativa de dividir estos textos en esferas netamente pú­
blicas o privadas. Las dos estaban estrechamente entrelazadas en la
escritura en primera persona, tanto que uno puede entender la au­
tobiografía como un «terreno intermedio» entre las dos.
Los textos personales de los artesanos se ocuparon de muchos
otros temas. La movilidad -hacia arriba y hacia abajo en la escala so- : v
cial, así como geográficamente a través de los viajes- fue otro de los
temas predilectos.25Las autobiografías populares tendían a ser docu­
mentos de desplazamientos, archivos de todo tipo de transiciones y
transformaciones. Curiosamente, también tendían a obviar una serie
de temas que habitualmente nosotros asociamos con la escritura au­
tobiográfica en el presente. Vale la pena que, en particular, sean ex­
puestos dos de estos olvidos. Primero, es extraño que esos precurso­
res de lo que luego serían las autobiografías de los obreros tuvieran

137
tan poco que decir acerca del trabajo. Y aún es más asombroso que
textos que, al menos teóricamente, trataban de uno mismo, mencio­
naran tan raramente a la propia persona. Esta supuesta escritura
«personal» era hasta tal extremo impersonal que haríamos bien en
reconsiderar las modernas definiciones de autobiografía como discur­
so sobre y de uno mismo. Estas primeras tradiciones literarias sugie­
ren que el «yo» era menos el sujeto de la escritura y más un punto de
vista o de perspectiva desde el cual se escribía, lo que no era exacta­
mente la misma cosa.
Resulta igualmente complicado establecer generalizaciones pre­
cisas acerca de los rasgos estilísticos de los textos autobiográficos de
los artesanos. Sin embargo, creo que algo se puede decir sobre la exis­
tencia de un cierto lenguaje y algunas formas de discurso que no sólo
aparecen con bastante frecuencia, sino que, aunque sin ser exclusivas
de las autobiografías populares, caracterizan bien, a pesar de ello, las
ambigüedades y las expectativas inciertas de los artesanos escrito­
res. En mi estudio he puesto el énfasis en Icaro, uno de los diversos
personajes de la mitología clásica que aparecen en los textos de los
tempranos artesanos modernos, en cuanto personificación de la con­
tradicción fundamental de la autobiografía popular como práctica so­
ciocultural. Icaro personificaba la lucha contra los dioses y el castigo
por la desobediencia y la arrogancia. Sintetizó en un único y podero­
so símbolo las nociones de ambición y orgullo, entendidas de forma
positiva y negativa a la vez, y la violación deliberada de una lista
inescrutable de prohibiciones sociales. De este modo, sirvió como me­
táfora ideal de aquellos escritores cuyo estrato social los relegaba
-por lo menos con respecto a los dictados de la cultura oficial- a una
relación pasiva con la palabra escrita. La actividad de escribir la sin­
tieron como un desafío bienvenido y una intrusión en un territorio no
conocido, incluso prohibido. Lo que podían esperar de sus aventuras
en el campo de la escritura no fue tanto el castigo como el ridículo,
pero esto no disminuía su sentido de la ambivalencia cuando adopta­
ban para sí un nuevo papel sociocultural y, en palabras de Ovidio,
«ideaban nuevas leyes para [su] naturaleza» (Ars amatoria, 2, 42).
Lo anterior nos lleva a un último punto relacionado con la preca­
riedad o, más bien, con la naturaleza frágil e inestable de la autoría
tal como se revela en estos documentos. Ningún texto es algo cerrado
en sí mismo y, de hecho, cualquier análisis sobre las autobiografías de
los artesanos debe tener en cuenta diversas y amplias cuestiones. Es­
tas comprenden: las influencias intertextuales, muchas y variadas,
que no se limitaban, ni mucho menos, a la esfera de la cultura popular
o a los medios de la escritura y de la imprenta; la diversidad de los

138
públicos lectores; y los papeles que los diversos contextos -biográficos,
sociales, textuales—jugaban en la modelación de formas y contenidos
de los textos de los artesanos.26 Creo que es particularmente legítimo,
así como gratificante, especular sobre los motivos, tanto explícitos
como implícitos, de los autobiógrafos populares. Los artesanos pusie­
ron mucho énfasis en el acto de escribir y en las razones que les lleva­
ron a practicarlo. Se refirieron específicamente a la necesidad de pre­
servar la memoria, individual, familiar, colectiva, y al deseo de
proporcionar lecciones a otros, especialmente a sus hijos y a otros des­
cendientes. Muchos también insistieron en que no escribían por pro­
pia voluntad, sino para complacer el deseo de otros, amigos, parientes,
confesores, o patrones. Esta negación del aspecto voluntario de la es­
critura personal fue a menudo un giro meramente retórico, pero en
otros casos, especialmente en los diarios y autobiografías espirituales,
es difícil de descifrar la sinceridad de esas aserciones. Estas dudas y
dificultades nos recuerdan que, leyendo entre líneas, uno puede fácil­
mente detectar otras motivaciones enjuego. Entre éstas, un sentido de
la utilidad, del deber, del placer y del orgullo en el acto de escribir,
de la necesidad de dar testimonio, de confesar, de servir como testigo de
experiencias tanto ordinarias como extraordinarias e incluso buscar
justificación y expiación a los errores y pecados cometidos por uno.
En síntesis, las autobiografías de los artesanos abrieron y explo­
raron un espacio textual amplio y diversificado. A través de ellas po­
demos obtener una impresión vaga pero elocuente de unas esferas a
las que normalmente tenemos acceso a través de las palabras y los jui­
cios de observadores externos o jerárquicamente superiores. Gracias
a ellas podemos saber mucho sobre las vidas, privadas y públicas, de
las clases populares en los albores de la era moderna en Europa. Asi­
mismo, podemos aspirar a entender algo de las expectativas, las
estrategias y las represiones que constituyeron, literal o figurativa­
mente, la vida de nuestros antepasados, padres y madres, de los que
nosotros somos, o fuimos, hijos en carne y espíritu.

Traducción del inglés


Alfons C. Salellas

Notas
1. Este texto resume partes de mi libro The Flight of Icarus: Artisan Autobiography
in Early Modern Europe (Stanford, Stanford University Press, 1998), al que debe remi­
tirse el lector para ulteriores detalles. Las primeras páginas, en particular, se refieren
primordialmente a los capítulos 3, «Audience and Author», y 5, «The Practice of Writing».

139
2. Algunos estudios sobre la alfabetización popular en la Edad Moderna: R. Engelsing,
Analphabetentum und Lekture, Stuttgart, J. B. Metzler, 1973; T. Laqueur, «The Cultural
Origins of Popular Literacy in England, 1500-1800», Oxford Review of Education, 2, 1976,
págs. 255-75; D. Cressy, Literacy and the Social Order: Reading and Writing in Tudor and
Stuart England, Cambridge, Cambridge University Press, 1980, págs. 129-41; M. Hacken-
berg, «Books in Artisan Homes of Sixteenth-Century Germany», Journal of Library History,
21,1986, págs. 72-91; R. A. Houston, Literacy in Early Modem Europe: Culture and Educa­
tion, 1500-1800, Londres, Longman, 1988; D. Vincent, Literacy and Popular Culture: En­
gland 1750-1914, Cambridge, Cambridge University Press, 1989; P. P. Grendler, Schooling
in Renaissance Italy: Literacy and Learning, 1300-1600, Baltimore, Johns Hopkins Univer­
sity Press, 1989, págs. 47 y 102-108; M. C. Napoli, «Lettura e circolazione del libro tra le clas­
si popolari a Napoli tra ‘500 e ‘600», en M. R. Pelizzari, (ed.), Sulle vie della scrittura. Alfabe-
tizzazione, culture scritta e istituzioni in età moderna, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane,
1989, págs. 375-90; D. Marchesini, II bisogno di scrivere: Usi della scrittura nett’Italia mo­
derna, Roma-Bari, Laterza 1992; y J. Barry, «Literacy and Literature in Popular Culture:
Reading and Writing in Historical Perspective», en T. Harris, (ed.), Popular Culture in En­
gland, c. 1500-1850, Basingstoke-Londres, St. Martin’s, 1995, págs. 69-94.
3. Una alternativa podría ser la combinación de la amplia documentación con los
trabajos que ponen más atención en la dimensión «cualitativa» de los datos. Estoy pen­
sando, por ejemplo, en el contraste de las grandes series de firmas como las que se en­
contraron entre los acusados y los declarantes en la documentación de la Inquisición, con
las observaciones más detalladas que esas mismas personas hicieron en su testimonio
acerca de su capacidad para leer y escribir (y la de otros). La documentación completa de
los juicios, como por ejemplo la disponible por los tribunales de Toledo y Cuenca, permiti­
ría reconstrucciones fiables de este tipo. Para más detalles, ver: M. C. Rodríguez y B. Ben-
nassar, «Signatures et niveaux culturel des témoins et accusés dans les procès d’inqui­
sition du réssort du tribunal de Tolède (1525-1817), et du réssort du tribunal de
Cordoue (1595-1632)», Caravelle, 31, 1978, págs. 17-46; S. T. Nalle, «Literacy and Cul­
ture in Early Modem Castille», Past and Present, 125,1989, págs. 65-96; y más en gene­
ral, J. P. Dedieu, «The Archives of the Holy Office of Tbledo as a Source for Historical
Anthropology», en G. Henningsen, J. Tedeschi y C. Amiel (eds.), The Inquisition in Early
Modern Europe: Studies on Sources and Methods, Dekalb (Illinois), Northern Illinois Uni­
versity Press, 1986, págs. 158-89.
4. D. V. Glass, «Socio-Economic Status and Occupations in the City of London at
the End of the Seventeenth-Century», en P. Clark (ed.), The Early Modern Town: A
reader, Londres, Longman, 1976; (ed. original, 1969), pág. 228; D. Roche, The People of
Paris: An Essay in Popular Culture in the 18th Century, trad. M. Evans y G. Lewis,
Berkeley, 1987 (ed. original, 1981), págs. 197-233; H. Burstin, Le Faubourg Saint-
Marcel à l’époque révolutionaire: structure économique et composition sociale, Tesis
de doctorado de tercer ciclo, Université de Paris I, 1977, pág. 384.
5. M. Ventura i Munné, Lletrats i illetrats a una ciutat de la Catalunya moder­
na: Matará, 1750-1800, Mataró, Caixa d’Estalvis Laietana, 1991, pág. 26, y en parti­
cular su «La alfabetización de las clases populares en el Mataró del siglo xvm», en E.
Serrano Martín (ed.), Muerte, religiosidad y cultura popular, siglos xin-xviH, Zarago­
za, Institución Fernando el Católico, 1994, págs. 97-115. Véase también M. Arranz,
Los profesionales de la construcción en la Barcelona del s. xvm , tesis doctoral, Uni­
versidad de Barcelona, 1979, pág. 163.
6. Margaret Spufford hace esta observación en su Contrasting Communities:
English Villagers in the Sixteenth and Seventeenth Centuries, Cambridge, Cambrid­
ge university Press, 1974, especialmente págs. 206-18.

140
7. Indicado por Natalie Zemon Davis en su Sociedad y cultura en la Francia mo­
derna, trad. J. Beltrán, Barcelona, Crítica, 1993 (originalmente, 1975), págs. 17-32, y E. J.
Hobsbawn y J. W. Scott, «Political shoemakers», Past and Present, 89,1980, págs. 86-114.
8. Véase, por ejemplo, R. Goldthwaite, The Building of Renaissance Florence:
An Economic and Social History, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1980,
págs. 301-17, para la consideración de las prácticas entre los obreros florentinos del
sector de la construcción. Es interesante que uno de los diaristas populares más an­
tiguos fuera el albañil y capataz boloñés Gaspare Nadi (1418-1504); su diario fue edi­
tado como Diario bolognese di Gaspare Nadi, por C. Ricci y A. Bacchi Della Lega, Bo­
lonia, Romagnoli Dall’Acqua, 1886.
9. Roche, People o f Paris, cit., pág. 199. Véase Houston, Literacy in Early Mo­
dern Europe, cit., págs. 134-7, para las diferencias en las tasas de alfabetización en­
tre hombres y mujeres.
10. Ultimamente muchos de los estudios más interesantes sobre la historia de la
lectura y de la escritura han adoptado este tipo de enfoque. Por ejemplo, véase L.
Jardine y A. Grafton, «Studied for Action»; How Gabriel Harvey Read his Livy», Past
and Present, 129, 1990, págs. 30-78.
11. Hay un consenso cada vez mayor en que el debate sobre la lectura, y aún me­
nos la escritura, en términos estrictamente cuantitativos es una dudosa inversión de
tiempo y de recursos. Veánse, por ejemplo, las breves pero agudas observaciones so­
bre la pronunciada tendencia cuantitativista en la temprana histoire du livre en
Francia en Roger Chartier, El orden de los libros: Lectores, autores, bibliotecas en Eu­
ropa entre los siglos X IV y x v m , prólogo de R. García Cárcel, trad. V. Ackerman, Bar­
celona, Gedisa, 1994 (originalmente, 1992), págs. 27-28.
12. Para dos amplias muestras de testimonios, véase M. Spufford, «First Steps in
Literacy: The Reading and Writing Experiences of the Humblest Seventeenth-Cen­
tury Spiritual Autobiographers», Social History, 4, 1979, págs. 407-35, y H. Boning,
«Gelehre Baueren in der deutsche Aufklârung», Buchhandelsgeschichte. Aufsatze, Re-
zensionen und Berichte zur Geschichte des Buchwesens, 1987, págs. B1-B24.
13. J. Cornette, «Fils de mémoire. L’autobiographie de Jean Conan (1765-1834)»,
Revue d’Histoire Moderne et Contemporaine, 39,1992, pág. 366; A. L. Rowse, Sex and
Society in Shakespeare’s Age: Simon Forman the Astrologer, Nueva York, Charles
Scribner’s Sons, 1974, pág. 277.
14. I. Barbeito Carneiro, Mujeres del Madrid Barroco: Voces Testimoniales, Ma­
drid, Dirección General de la Mujer-Comunidad de Madrid, 1992, pág. 149; Ana de
San Bartolomé, Autobiografía, ed. F. Antolín, Madrid, Editorial de Espiritualidad,
1969, pág. 62; N. Z. Davis, Mujeres de los márgenes: tres vidas del siglo x v i i , trad.
Carmen Martínez Gimeno, Madrid, Cátedra, 1999 (orig. 1995), pág. 102.
15. Véase D. Vincent, Bread, Knowledge and Freedom: A Study o f Nineteenth
Century Working Class Autobiography, Londres, Longman, 1981.
16. Detallado, por ejemplo, en C. Ginzburg y M. Ferrari, «La colombara ha aper­
to gli occhi», Quaderni Storici, 38, 1978, págs. 631-9. Elizabeth L. Eisenstein, La re­
volución de la imprenta en la Edad Moderna europea, trad. F. J. Bouza Alvarez, Ma­
drid, Akal, 1994; (orig. 1979), es el estudio más importante de la relación entre la
imprenta y la escritura.
17. Se ha escrito mucho sobre Sachs. Especialmente útiles són: P. A. Russell, Lay
Theology in the Reformation: Popular Pamphleteers in Southwest Germany, 1521-
1525, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, y el catálogo de la exposición
Handwerker, Dichter, Stadtbiirger: 500 jahre Hans Sachs, Wiesbaden, Harrassowitz
Verlag, 1994. En relación a Deloney, véase L. C. Stevenson, Praise and Paradox: Mer-

141
chants and Craftsmen in Elizabethan Popular Literature, Cambridge, Cambridge Uni­
versity Press, 1984; The World o f John Taylor the Water-Poet, 1578-1653, Oxford, Cla­
rendon Press, 1994, de Bernard Capp, es un excelente estudio sobre este curioso «anfibio
cultural». Sobre Gelli, véase A. L. De Gaetano, Giambattista Gelli and the Florenti­
ne Academy: The Rebellion against Latin, Florencia, Leo S. Olschski, 1976. Ni Pérez de
Hita ni Timoneda han recibido la atención que merecen. Para el primero, véase la rica
información que dan M. Muñoz Barberán y J. Guirao García en De la vida murciana
de Ginés Pérez de Hita, Murcia, Academia Alfonso X el Sabio, 1987; Sobre Timoneda,
véase la edición que Julia Martínez hizo de sus Obras, I, Madrid, Aldus, 1947.
18. Desarrollo más extensamente este punto en mi «Institucions no institucio-
nals: Els fonaments de la identitat social a la Barcelona moderna», Pedralbes, 13,
1993, págs. 305-311.
19. Véase por ejemplo, T. A. Mantecón Movellán, Conflictividad y disciplina-
miento social en la Cantabria rural del Antiguo Régimen, Santander, Universidad de
Cantabria-Fundación Marcelino Botín, 1997, págs. 13-14, para una breve compara­
ción de los pleitos per cápita entre una selección de zonas urbanas y rurales en la Eu­
ropa moderna.
20. Sin embargo, yo no asumiría ninguna correlación automática entre la fre­
cuencia de la actividad notarial y la amplitud o extensión de la lectura y la escritura
más en general. Uno puede incluso imaginarse una situación en la que la gran abun­
dancia de escritores profesionales, tales como los escribanos o los notarios, hubiera
resultado en una relativa escasez de práctica de escritura entre los aficionados.
21. Es evidente que la densidad cultural de las ciudades tuvo implicaciones en
otras esferas de la vida como, por ejemplo, en la política. Según Kathleen Wilson, «en
ciudades de todos los tamaños y estatutos legales, la política, en un sentido formal, es­
tuvo siempre más concentrada y era más inmediata que en las zonas rurales. No eran
sólo escenarios de elecciones locales y parlamentarias, sino que las comunidades urba­
nas, como lugares con una población religiosa y étnicamente diversificada y con un gran
potencial para el desorden, requerían más gobierno concertado, más administración y
una representación más fuerte de la autoridad que comprometía a los residentes en un
mundo más politizado». Ver su The Sense of the People: Politics, Culture and Imperia­
lism in England, 1715-1785, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pág. 7,
y más en general, P. Borsay, The English Urban Renaissance: Culture and Society in the
Provincial Town, 1660-1770, Oxford, Oxford University Press, 1989.
22. Explico el desarrollo de esta terminología en mi «Autobiografía popular»,
L ’A venç, 188, 1995, págs. 10-15.
23. He hecho un listado de estos textos por orden alfabético de autores en un lar­
go apéndice bio-bibliográfico en mi The Flight of Icarus.
24. En relación a Pussot, ver la edición de su «Journalier, ou Mémoires 1568-
1626», E. Henry y C. Loriquet (eds.), Travaux de VAcadémie impériale [después na­
tionale] de Reims, 23 1-2, 1855-1856, y 25 1-2, 1856-1857. El texto de Arditi ha sido
publicado como Diario di Firenze e di altre parti della Cristianità, 1574-1579. Ed. de
R. Cantagalli, Florencia, Istituto Nazionale di Studi sul Rinascimento, 1970.
25. Para un excelente estudio de esta cuestión, véase M. Mascuch, Origins of the
Individualist Self: Autobiography and Identity in England, 1591-1791, Stanford,
Stanford University Press, 1996.
26. Exploro este tipo de contexto -e l mundo social del curtidor y diarista catalán
Miquel Parets (1610-1661)- en mi «Una sociabilitat barcelonina del segle x v i i : Text i
context d’un menestral», Pedralbes, 16, 1996, págs. 47-58.

142
«Amanecieron en todas
las partes públicas...».
Un viaje al país de las
denuncias1
A n t o n io C a s t il l o G ó m e z *

Al abrir la caja y al extender sobre la mesa palabras prohibi­


das pegadas rápidamente sobre las fachadas urbanas, emprende­
mos un viaje barroco al país de las denuncias, de las invectivas,
de las mezquindades y de las esperanzas políticas. Panfletos en
trozos, destrozados por el placer de la censura, desgastados por el
tiempo, en general fueron recogidos para perseguir a la caterva
de sus autores clandestinos, diseminados por la ciudad. Hoy, son
insignificantes cuerpos de delito, completamente agujereados.
A. F a r g e 2

La maleta del viajero

Afirmar que los muros representan uno de los más antiguos es­
pacios de la comunicación humana o una de las más viejas materias
sobre las que se ha depositado el mensaje escrito no es más que de­
cir una perogrullada. Fuera de la convulsa grafitomanía y del cons­
tante empapelado que sufren o disfrutan, según se mire, las ciuda­
des del último cuarto de este siglo, bastaría, como tantas veces se ha
dicho y escrito, con adentrarnos en la máquina del tiempo y revivir

* Para la terminación de este trabajo disfruté de una Ayuda del Consejo Social de
la Universidad de Alcalá que me permitió desarrollar una estancia de investigación
en archivos y bibliotecas de Lisboa en agosto de 1998. Con el propósito de facilitar la
lectura, he traducido las citas tomadas de textos en lenguas distintas a la castellana.
Respecto a la traducción de los fragmentos y expresiones en catalán quede aquí mi
agradecimiento a José Luis Ramos Rebollo. Igualmente agradezco a Rita Marquilhas
su ayuda para resolver un par de dudas sobre la documentación portuguesa.

143
momentos del pasado para comprobar que los muros siempre han
sido utilizados para tomar públicamente la palabra. Bien fuera
para divulgar los avisos políticos, religiosos y toda suerte de infor­
maciones oficiales e institucionales, o para dar publicidad a las le­
yes y normas sociales, dentro de lo que se podría calificar como una
manera de proyectar y ejercer el poder y la hegemonía colectiva.
Bien como plataforma expresiva o particular soporte de protesta
para quienes han necesitado alzar su voz contra los atropellos de las
clases dirigentes, han querido burlarse de algún convecino o simple
y llanamente han pretendido hacer gala de una forma de libertad
tan sencilla y transgresora como a veces puede ser la de escribir.
Planteado en esos términos podría pensarse que el argumento
que voy a desarrollar en estas páginas no destaca demasiado de lo
que, al respecto, se podría decir en otras circunstancias históricas,
pero no es así. Que la escritura parietal sea una de las modalidades
más emblemáticas del escribir social no comporta que su larga du­
ración carezca de discontinuidades y cambios. En esa trayectoria,
los siglos XVI y XVII dibujan una realidad significada por el incre­
mento de las prácticas escritas arrojadas a la calle, ya fuera en el
fragmento volátil de una octavilla, en el espacio de un trozo de pa­
pel pegado sobre cualquier muro, o en el trazo dejado por la acción
combinada de una mano y una punta de carboncillo. Expresiones
escritas que, sin dejar de existir, escasearon en el laberinto urbano
de la ciudad medieval, fueron ganando terreno entre las modali­
dades de las escrituras expuestas en vulgar durante la baja Edad
Media3 y, sobre todo, se hicieron más frecuentes a partir del último
tramo del Cuatrocientos, prosiguiendo así una carrera de relevos
cuyos primeros testigos los fueron dando, entre otros, los panfletos
florentinos del siglo XIV,4 los albarans de commoure de la Valencia
del Magnánimo5y, ya en el alba del xvi, las pasquínate, inicialmen­
te en la estatua romana de Pasquino y luego en otras ciudades, so­
bre todo en Florencia y, en mayor medida, en Venecia.6
Con todo, lo que se deduce de los estudios realizados es que el
verdadero punto de inflexión se produjo en la segunda mitad del si­
glo XVI y, de modo más concreto, desde la década de los ochenta. En
Francia, la literatura panfletaria conoce sus mejores días a partir
de los años 1540, con la actividad reformista; después de 1560, como
arma en las guerras religiosas; entre 1585 y 1594, con la propagan­
da de la Liga; y, más intensamente, desde los comienzos del siglo xvn,
pues durante la coyuntura de 1610-1620 se superó toda la produc­
ción anterior y vieron la luz más ediciones que en todo el tiempo de
la Liga.7 En Bolonia, la primera intervención normativa específica

144
sobre los llamados libelli famosi es del año 1563, aunque ya habían
sido contemplados en la legislación general cuatro años antes, y los
primeros procesos abiertos por el tribunal criminal corresponden al
período 1582-1597.® En Roma, el primero de los carteles infamantes
juzgados por el tribunal del gobernador data de 1591.9 En Portugal,
según los procesos inquisitoriales, se sitúa hacia 1612.10
Aunque las razones sean diferentes en cada caso, la coincidencia
temporal, así como la contemporánea producción de discursos cri­
minalizando dichas prácticas, señalan la mayor efervescencia de las
mismas desde finales del siglo XVI. Un proceso que no es ajeno al de­
sarrollo de las vías y espacios de alfabetización y, en consecuencia, al
incremento, incluso en términos cuantitativos, del número de personas
capaces de escribir, por más que fuera a un nivel de competencia grá­
fica elemental.11 Como tampoco al hecho mismo de que la inscripción
de un mensaje en el palimpsesto mural de la ciudad es, en sí misma,
al margen incluso de las expectivas de lectura, una forma de poder.12
A medida que el palacio, emblema material del poder y la socie­
dad civil, fue oscureciendo la hegemonía simbólica de la catedral y
las plazas abiertas y diáfanas de la urbe renacentista constituyeron
nuevos ámbitos de teatro y representación para las clases y menta­
lidades dominantes o para el sentir colectivo, sagrado y profano, de
la sociedad moderna, la cultura escrita se hizo también presente, en
especial por medio de lo que Bartoli y Marchesini denominaron «ob­
jetos de lectura colectiva»; es decir, los productos escritos, no nece­
sariamente librarios, «destinados a una exposición limitada en el
tiempo o a un consumo amplio y rápido».13 En solitario o hermana­
do con la imagen, el texto se mostró a través de un amplio reperto­
rio de prácticas orientadas a ser leídas y apropiadas en forma pública
y, a menudo, colectiva o comunitaria. La cultura escrita disfrutó de
las nuevas condiciones que le ofrecía la ciudad moderna, constitui­
da así como «un hiperespacio del texto, un lugar privilegiado para la
inserción de la señal lingüística».14
Señales lingüísticas que se hicieron notar bajo las prácticas, so­
portes y textualidades más variadas: pliegos de cordel, relaciones
de sucesos y, en general, impresos de larga circulación expuestos a
un consumo y a una lectura en clave «popular»; bandos dictados por
la autoridad para divulgar sus dispositivos legales y administrati­
vos; inscripciones en piedra para honrar algún suceso notable o ce­
lebrar las bondades del poder y las elites; emblemas y escudos de
armas para señalar gráficamente la desigualdad social; «poesías mu­
rales», algunas de autores celebrados, ensartadas en el entramado
iconográfico de las arquitecturas efímeras alzadas por la llegada de

145
un soberano, el alumbramiento de una princesa, la canonización de
un santo o la recuperación de ciertas reliquias; victores inscritos en
los muros universitarios por los doctores recién graduados; pero
igualmente el rico surtido de los floglietti secreti, manifiestos, graf­
fiti, pasquines, libelos o carteles infamantes.
Como se ve la gama del escribir expuesto era bien variada y res­
pondía a motivaciones de génesis, difusión y recepción normalmen­
te diferentes. Todas ellas, junto a otras formas de decibilidad y legi­
bilidad del espacio urbano, hacían de las ciudades renacentistas y
barrocas una suerte de «ambiente escrito»,15, mayormente por el ca­
riz que las calles y plazas tomaron como lugares de sociabilidad y
espacios del actuar colectivo.
Sin embargo, no persigo recomponer aquí todas las piezas de ese
puzzle,16 sino que me voy a centrar, más en particular, en las mani­
festaciones de la escritura callejera, manuscrita e impresa, nacidas
de una funcionalidad antagonista o que tuvieron un ámbito de pro­
ducción y difusión, a veces, marginal. Analizo, por tanto, cuantas
prácticas escritas tuvieron su origen en la contestación a los poderes
establecidos y a los discursos socialmente autorizados, en el hábito
tan cotidiano del insulto o de la infamia o en la genuina voluntad de
escribir directa y personalmente sobre la pared. En definitiva, es­
critura de un modo u otro de protesta, enfrentada a la palabra im­
puesta.17 En otros términos, me voy a ocupar concretamente de la
galaxia integrada por las llamadas «escrituras criminales» y los ca­
lificados como «usos impropios». Al decir de Armando Petrucci, éstos
se verifican cuando la capacidad de escribir se ejerce con fines de ex­
presión y personal creatividad, resultando (o siendo considerado),
muy a menudo, un verdadero y propio crimen: las escrituras popu­
lares libres resultan así escrituras criminales.18 Una definición que
no hace otra cosa que captar el modo en que tales ejercicios fueron
percibidos y calificados por los discursos dominantes, según testi­
monia, por ejemplo, el tratamiento que se da a los carteles infa­
mantes en las deliberaciones y bandos del conseil de la ciudad de
Valencia durante el siglo xv: «le remito el crimen de la facción de los
dichos carteles»;19 o la consideración penal que los libelos recibieron
en el título que a ellos se les dedicó, el LVI, «Dos libellos famosos»,
en las Constituiçoens synodaes do arcebispado de Braga de 1639.20
De ahí que la «publicación de nibelos» figurase, al lado de los «redo-
mazos, untos de miera, clavazón de sambenitos y cuernos, matra­
cas, espantos, alborotos y cuchilladas fingidas», en el Memorial de
agravios comunes, consignado, junto a otros, en el libro de memo­
rias del Monipodio hispalense.21

146
Escritos desde un dominio de producción eventualmente marginal
y subalterno, aunque no siempre ni necesariamente, pues también
las elites hicieron uso de pasquines, manifiestos o libelos, el abanico
de éstos y el de los graffiti, en definitiva cuanto brota del libre deseo
de escribir, constituyen, según puso de relieve Gastao de Meló de Ma­
tos, «un valioso elemento para la interpretación de una época históri­
ca», aunque el autor se centrara tan sólo en la producción impresa.22
En efecto, tales prácticas de escritura actúan (o pueden hacerlo) como
«monumentos»,23 indicios de trasuntos históricos, algaradas sociales,
enfrentamientos políticos, conflictos religiosos o malestares ciudada­
nos, ofreciéndonos muchas veces la narración, siquiera resumida en
un texto breve y de lectura inmediata, según vieron y vivieron los he­
chos otros protagonistas, las elites enfrentadas o directamente los de
abajo. Desde otra perspectiva, dichas escrituras revelan igualmente
la extensión de los procesos de alfabetización y las utilidades ciertas
y efectivas en las que se concretó la mayor necesidad social de escri­
bir en la Europa moderna, así como los tonos diversos del léxico, len­
guaje o estilo que atestiguan tales fragmentos de escritura.24
Por todo ello, estas manifestaciones de lo escrito conforman tam­
bién uno de los yacimientos que hacen posible la reconstrucción de
algunas de las prácticas, maneras, espacios y tiempos de la apropia­
ción cultural ejercida por las clases subalternas. En consecuencia, su
estudio, tantas veces marginado por la Historia Oficial y, más aún, si
se me permite, por la Paleografía Oficial, puede entrañar una cierta
democratización de la visión del devenir colectivo en la medida que
rescata el decir de los de abajo y el sentir de las mentalidades dísco­
las y heterodoxas o nos permite percibir las diversas caras de las mo­
nedas políticas, a la vez que nos sirve los materiales necesarios para
recomponer la diversidad de los usos y prácticas que dibujan la so­
ciedad de lo escrito. Los intereses y deformaciones impuestos por la
Historia Oficial, similares al castrante institucionalismo que ha cer­
cenado la visión de la cultura escrita, han jugado, muy a menudo,
una mala pasada al devenir común, despreciando el estudio y, de
paso, la transmisión y conservación de muchos de esos papeles rotos
a los que tan aficionado lector era el mismo don Quijote:

Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos


cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer, aunque
sean los papeles rotos de las calles [...].25

Fuera de la ilimitada curiosidad de los coleccionistas de todas las


épocas, sólo en las últimas décadas parece haberse reconocido la ver­

147
dadera magnitud de dichas escrituras y su contribución a la forma­
ción de auténticos «estados de opinion», tan decisivos en el momen­
to de algunas revueltas populares o acciones colectivas.26 Así, los
pasquines, libelos, carteles infamantes y otras expresiones de la es­
critura mural impropia y criminal han ido ganando significado
como termómetros de las inquietudes y agitaciones sociales o como
válvulas de escape al generalizado anonimato de las gentes comu­
nes; aunque seguramente todavía no se miran con el mismo respe­
to que otros documentos depositados en los acervos de la memoria,
mucho más si dichas prácticas se ejecutaron a mano, sobre papeles
o muros. De ser así, peor para quien conserve tales prevenciones,
pues sabido es que «un investigador con prejuicios -e l pan nuestro
de cada día- es como un médico que se niega a atender a un enfer­
mo porque fuma: en fin, una barbaridad».27
Descartado que dichos escritos carezcan de importancia, uno de
los problemas con que nos topamos al tratar de estudiarlos tiene
que ver con los criterios y condicionamientos que han afectado a su
transmisión y conservación, como también a la de muchos otros tes­
timonios calificados tradicionalmente de «menores» y privados. El
primero y más determinante, la necesidad de destruirlos por cuan­
to sirvieron para «afear» la estética formal e ideológica de las res­
pectivas sociedades:

Cuando algún clérigo o persona de nuestra jurisdicción eclesiástica en­


cuentre algún papel que contenga escritura difamatoria, sea en lugar público
o secreto, mandamos que luego lo rompa o queme, de modo que no se pueda
leer más, sin tratar más, ni publicar lo que en el dicho papel y escritura se
contenía; y publicándolo o comunicándolo o hablando sobre eso con alguna
persona, será castigado como si fuera el autor de la sátira o escritura difama­
toria que halló.28

De hecho, uno de los muestrarios más renombrados del siglo xvi,


la colección de cuarenta y seis folios de papel gris reunida por Pie­
rre de L’Estoile que forman el ejemplar Les belles figures et drolleries
de la Ligue. Avec les peintures, placards et affiches injurieuses et dif­
famatoires contre le mémoire et honneur du feu Roy que les oisons de
la Ligue appeloient Henri de Valois, imprimés, criés, preschés et ven­
dus publiquement à Paris par tous les endroits et carrefours de la
ville l'an 1589, una parte de los cuatro gruesos volúmenes de libelos
y caricaturas de la Liga que dijo haber reunido, tendría que haber
desaparecido de no ser porque su recopilador desobedeció la orden
de destruirlos, que, en 1594, le dio su amigo el lugarteniente civil de
Auby.29

148
Si eso concierne principalmente a panfletos y manifiestos, los
carteles y libelos infamantes que se han conservado lo deben a su
calificación «criminal», en cuanto fueron perseguidos y retirados de
las paredes como pruebas inculpatorias y, por eso mismo, incorpo­
rados o copiados en los expedientes abiertos contra los presuntos
autores de tales delitos, formando así la denonimada «escritura cri­
minalizada» o el «alfabetismo culpable».30A esto se suma la fragili­
dad y fragmentariedad de muchas de esas prácticas de escritura,
siendo por ello que las mejor conservadas han sido las que gozaron
del favor reproductor de la imprenta.
No obstante, queda también el recurso a los más diversos testi­
monios literarios o artísticos para remediar las carencias de los de­
pósitos documentales. Respecto a la época tardomedieval y moder­
na, la escritura autobiográfica, las crónicas, los relatos de viajes y
costumbres y la literatura de avisos son algunos de los caudales que
mayor información proveen para rastrear las huellas de esas activi­
dades de escritura y paliar en parte los silencios que quedan siem­
pre que se trabaja exclusivamente con los materiales de archivo. No
fueron pocas las personas que tuvieron el hábito de copiar el texto
de los carteles apenas fijados sobre la pared, transcribirlos y guar­
darlos por motivos de memoria personal o para enviarlos a otros cu­
riosos, pendientes también de tomar el pulso a los acontecimientos
políticos y sociales (Texto 1). Una vez más, se trata de conjugar las
prácticas y sus representaciones en el imaginario social como for­
mas complementarias de emprender el estudio de cualquier sujeto
o realidad histórica, incluido el de aquéllas que constituyen el uni­
verso de la cultura escrita.

La escritura como delito

Escribir sobre los muros con un carboncillo, grabar un mensaje


anónimo con algún instrumento punzante o pegar un pasquín com­
portaba, y comporta, la comisión de un delito desde el momento que
vulnera el dominio que del espacio gráfico ostentan las clases diri­
gentes y propietarias, erigidas, desde siempre, en guardianas celo­
sas de los espacios públicos susceptibles de ser empleados como so­
portes de la comunicación escrita. Son ellas las que determinan las
reglas que gobiernan y administran la comunicación social, los lu­
gares en los que ésta se puede efectuar, los usos específicos de cada
superficie de escritura, las características de los productos gráficos
empleados y la naturaleza misma de los mensajes difundidos. En el

149
momento que los autores y responsables de tales prácticas escritas
subvierten esa prohibición incurren en un delito, un crimen, el de
transgredir escribiendo.31 Léase si no la explícita referencia que en
el texto que sigue, tomado de las deliberaciones del conseil de Valen­
cia en el siglo XV, se hace al contenido contestatario de ciertos alba-
rans de commoure, amanecidos sobre las paredes de la ciudad, como
argumento para justificar la persecución y el castigo de sus autores:

porque aquellas personas que tan malos actos y libelos tan difamatorios hacen,
ordenan, escriben o aconsejan hacer para provocar escándalos y movimientos de­
testables, que así podrían redundar en poca reverencia de nuestro señor Dios,
deservicio de la dicha majestad y destrucción de la cosa pública de la dicha ciu­
dad, sean punidas y castigadas y, la conservación y sosiego de la presente ciudad
y reino, debidamente satisfecho;32

o la definición de libelo en el Tesoro de la lengua castellana o espa­


ñola (1611, 1674) de Sebastián de Covarrubias:

En nuestro vulgar romance vale escritos infamatorios, que sin autor se pu­
blican o fixándolos en colunas y esquinas do lugares públicos, o esparciéndolos
por las calles y lugares públicos. Este crimen es muy grave, y assi se castiga con
mucha severidad;33

o el edicto del rector del Studium Urbis de Roma en 1689:

que ninguno ose pintar o escribir con carbones, lápiz, yeso y otro instrumento en
los muros, puertas, capiteles, ventanas, columnas, molduras, cátedras o bancos,
figuras, especialmente deshonestas, letras, signos, caracteres, versos, motes, di­
bujos, armas, enseñas y cualesquiera modo de ensuciarlos, antes bien que se pin­
tasen o escribiesen cosas buenas.34

La matriz contestaría e infamante de buena parte de tales es­


crituras determinó la persecución decretada contra ellas por los
aparatos de poder, plasmada en los bandos y edictos promulgados
por las autoridades civiles y religiosas prohibiendo la redacción, di­
fusión e incluso conservación de avisos, folletos, pasquines y demás
escritos infamantes; y llegando, en el caso de la Iglesia, a calificar­
los de grave crimen solamente superado por el homicidio. Ilustran
lo que digo los testimonios concernientes a los edictos prohibicio­
nistas de los gobernadores de Roma, monseñor Ferdinando Taverna
en 1599 y el también vicecamarlengo monseñor Francesco María
Baranzone en 1659;38 aparte del título ya anotado de las Consti­
tuiçoens synodaes do arcebispado de Braga (1639), donde a la pos­
tre se dice:

150
Item, después del homicidio, el primer lugar entre los crímenes, el infamar al
prójimo con pasquines y libelos difamatorios, que muchas veces se sufren más
que el mismo homicidio [,..].36

Por ello la represión desencadenada contra las mismas. Visible


en los procesos judiciales que criminalizaron dichas escrituras; en
las descalificaciones reflejadas en los vocabularios contemporáneos;
o en los discursos legales, especialmente a partir de la segunda mi­
tad del siglo XVI, según atestigua, en Italia, la constante preocu­
pación pontificia y, más en general, la de los juristas del Antiguo
Régimen, certificada por las siguientes palabras del cardenal Giam­
battista De Luca, autor de II dottor volgare (1673):

A pesar de que comúnmente bajo esta palabra se designa aquella escritura


que, en forma de cartel o de epitafio, se fija públicamente para infamar y para in­
juriar a cualquier persona, describiéndoos algunos de sus delitos o faltas; ya sea la
escritura en folio que se difunde como una especie de manifiesto, sea escritura en
prosa, o sea en verso; sin embargo, atendiendo más a la sustancia de las cosas que
a la formalidad de las palabras, bajo el mismo tipo de delito, se entiende hoy otra
cosa equivalente que produce el mismo efecto, es decir, que habiéndose compuesto
el libelo o la pasquinada, se vaya cantando [...]; o incluso disponiendo las composi­
ciones injuriosas estampadas en banderolas y también en pintura, o con otro dise­
ño [...]; o bien usando la forma de cualquier jeroglífico, en la manera que se ha dicho
del fijar los cuernos u otras porquerías en la casa de cualquiera, y cosas similares.37

Es decir, lo contrario de la legitimidad otorgada a otras escrituras


de acusación y denuncia igualmente difamatorias, pero socialmente
autorizadas para nombrar públicamente los delitos y transgresiones
del orden ideológico. Pienso, a título de muestra, en las listas de peca­
dos y excomulgados que se clavaban en las puertas de las iglesias, a la
vista de todos, para señalar los casos de incumplimiento doctrinal;38 o
en los sambenitos escritos que se colgaban del cuello de los acusados,
como el pergamino que Gabriel Monclús tuvo que pasear por las calles
de la villa de Maella tras ser acusado, en 1612, de robar las flautas del
órgano de la iglesia del monasterio de Santa Catalina.39

* * *

Veamos ahora, de la mano del cronista granadino Francisco


Henríquez de Jorquera, autor de los anales de los sucesos aconteci­
dos en esa ciudad entre 1588 y 1646,40 el pormenorizado y elocuen­
te relato que nos hace del caso motivado por un libelo infamatorio
que amaneció fijado, «en las esquinas de la pared de las casas del
cavildo», el 6 de abril de 1640, viernes santo, «en contra de nuestra

151
Santa fe católica y en contra de la pureza y virjinidad de nuestra Se­
ñora». El relato del mismo manifiesta el sentido de las circunstancias
que vengo comentando (Texto 2). Al leerlo es bueno hacerlo tenien­
do presente el juicio despertado por dichas prácticas de escritura y
el tratamiento que las mismas recibieron en el orden discursivo ofi­
cial, según se ve, a título de muestra, por las disposiciones que, para
casos homólogos, imperaban en la diócesis de Braga:

Y declaramos, que las mismas penas tendrán los que lanzaren o fijaren, en
algún lugar o parte pública, los dichos escritos, papeles y cartas difamatorias; y
cuando se fijasen en las puertas o paredes de nuestros palacios arzobispales o de
las casas de algún desembargador nuestro u otro juez nuestro, los que en eso es­
tuviesen implicados serán castigados con el mayor rigor. Y si las fijaren en algu­
na iglesia, por la irreverencia y desprecio que, al hacerlo, cometen contra el lugar
sagrado, incurrirán, por el mismo hecho, en excomunión mayor, cuya absolución,
por esta constitución, nos reservamos.41

La narración arranca de la mañana de ese viernes santo ama­


necido con el injurioso libelo colgado de las casas del cabildo grana­
dino, «escrito con una pluma de caña» y causante de «grande escán­
dalo en los vecinos». Al poco de levantarse, «los que le hallaron le
llevaron al Tribunal del Santo oficio» y éste a los tres días hizo pú­
blico un edicto «declarando por herejes a todos aquellos que pusie­
ron el libelo o fuesen cómplices en el delito o encubridores», que, de
acuerdo a los usos acostrumbrados, debió divulgarse por vía escrita,
colocado probablemente en los lugares más significativos y visibles
de la ciudad, dato que el cronista no refiere, y, además, por medio de
su lectura en voz alta, estando su tenor acorde con lo legislado en
constituciones sinodales como las antes referidas:

Domingo quince días de abril el Tribunal Santo de la Ynquisición, prosi­


guiendo con las censuras contra los pérfidos herejes que pusieron los libelos en
contra de nuestra Santa fe católica, se leyó en la Santa Yglesia el anatema ma­
tando belas y tocando canpanas, dando por públicos escomulgados a los fautos
de tan sacrilego delito, a ellos y a los encubridores y boluiendo a prometer de nue-
bo los mil ducados para la persona que los descubriese.

En medio de tal clima de intolerancia y persecución, los primeros


acusados y detenidos como autores del libelo fueron unos portugue­
ses, sólo por el valor de unos indicios pero sin ninguna prueba con­
cluyente: «se hicieron grandes prisiones de portugueses por indicios,
aunque al presente no se descubrió cosa alguna». Sin duda, en su
detención y encarcelamiento debió pesar la fecha del suceso, 1640,
un año que, como se sabe y luego veremos, fue especialmente crítico

152
para la monarquía hispánica y tuvo precisamente en Portugal, con
la guerra de la Restauraçâo, uno de sus focos más calientes.
Frente a los libelos, «los jentiles hombres de las casas ylustres de
Granada y de señoras otras nobles y oidores» y los cabildos de la ciu­
dad organizaron una intensa campaña de desagravio y exaltación
de la Virgen. En su nombre se celebraron fiestas, rogativas públicas
y procesiones no faltas de «mucha hostentación», todo ello puntual­
mente anotado por el cronista; pero también se dispuso un medita­
do programa de exposición gráfica extendido por toda la ciudad. Es
decir, a la convulsión originada por un libelo, una escritura de corte
impropio y criminal, las elites urbanas respondieron con un dispo­
sitivo iconográfico y textual propio, autorizado:

pasearon la ciudad y en las partes públicas iban fijando carteles de madera fija­
das en ellas el nombre de María con letras de oro en canpo açul y en cada una un
atributo por escudo [...].

Al final, de resultas de todo el esfuerzo realizado, por el mes de


junio, dos después de que apareciera el pasquín, se detuvo a «uno de
los hermitaños del Triunfo», seguido de repiques de campanas, te-
déum, actos de desagravio y hasta «fiestas reales de toros». Era tal
el contento general o la necesidad de reparar la ofensa a la Virgen
que la noche misma de las detenciones, cuando todavía el reo sola­
mente lo era por indicios, «se encendió en fuegos toda la ciudad y se
disparó toda el artillería en el Alhambra y demás fortaleças y para
que la fiesta fuese cunplida se previno para las once de la noche una
curiosa máscara hordenada de repente». Sin olvidar que también
esa misma noche, antes de la máscara, bajaron «los señores canóni­
gos del Sacro Monte en procesión a dar gracias al Triunfo de nues­
tra señora y los Padres Capuchinos y otros conbentos con sus comu­
nidades, todos goçosos y contentos de que Dios ubiese descubierto al
causador de tantas inquietudes». Siguieron fiestas y, por fin, el 16 de
diciembre se celebró un auto de fe en el Real Convento de santa
Cruz contra cuatro hombres y tres mujeres, entre ellos el ermitaño
del Triunfo, acusado y condenado por haber colocado los libelos in­
famantes en contra de la pureza de la Virgen. Como a Gabriel Mon-
clús, a éste también le pasearon públicamente por la ciudad, a la
vista de todos, con un sambenito de escarnio, y, además, le senten­
ciaron a diez años de galeras.
Termina así el relato. Por supuesto, éste, qué duda cabe, no su­
ple la calidad de las pruebas materiales, los libelos, si se conservan,
ni los detalles que pueda ofrecer la oportuna acta judicial, si la hay.

153
Pero tampoco los necesita, por sí mismo ilustra las circunstancias
que rodearon la presencia de muchos pasquines. Acredita las men­
talidades y los elementos simbólicos que actuaban en el imaginario
social, a la par que adquiere significado paradigmático en cuanto
que es la narración detallada del estado de opinión y la reacción so­
cial, previamente encauzados por la Iglesia y las elites urbanas, ge­
nerados por la presencia de un cartel infamante. Bien es cierto que
no uno cualquiera, sino uno que ridiculizaba cierto artículo del cre­
do católico.

Las paredes también hablan

El caso del libelo granadino nos coloca ante uno de los argumen­
tos que motivaron la toma de la palabra y su inscripción y difusión
desde las superficies expuestas de las ciudades: la ruptura del con­
senso social. Es decir, la crítica a los valores establecidos, la subver­
sión y el rechazo a las leyes sobre las que se asentaba el ejercicio de
la autoridad y el conjunto de las normas políticas, religiosas o ciu­
dadanas que pretendían ordenar y disciplinar la sociedad. Poner el
mundo del revés, trastornarlo, como dijo Cristopher Hill de la revo­
lución inglesa del siglo x v ii ,42 suponía cuestionar a sus dos cabezas
más visibles: Dios y el Rey, la Religión y el Estado. Por supuesto,
desde posiciones propias según se hable de países católicos o pro­
testantes, de monarquías absolutistas o parlamentarias.

«Viva la ley de Moisés»

La crítica a Dios y al poder de la religión, no siempre distinta de


los enfrentamientos que movían los intereses políticos, se recrudece
en el marco de la conflictividad abierta por las diversas lecturas del
mensaje cristiano que intervienen en la dialética entre reformado­
res protestantes y católicos, sumada a las tiranteces que generó la
aplicación inquisitorial del celo ortodoxo respecto a las comunida­
des no cristianas. Aparte del testimonio citado del libelo granadino
contrario a la virginidad de María, tales tensiones se encuentran
detrás de ciertos pasquines distribuidos en 1501 en Jerez de la
Frontera contra la fe católica;43 y, por supuesto, de los numerosos
carteles infamantes que se colgaron en diversas ciudades portugue­
sas, opuestos al catolicismo, de mensaje judaico y críticos con el
comportamiento de las autoridades eclesiásticas y el proceder de los

154
familiares del Santo Oficio. Algunos, según ha señalado Rita Mar-
quilhas, de la enjundia y sofisticación dogmática que se advierte en
los que se fijaron en la iglesia de Abrantes en 1628 para denunciar
la ignorancia, la falta de tradición o lo ridículo de la ortodoxia cató­
lica, mientras se hacía apología clara del judaismo:

Es público en esta villa de Abrantes que en las puertas de las iglesias de san
Vicente y de san Antonio, en los quince días de este mes, día de nuestra señora,
se pusieron escritos difamatorios contra nuestra santa fe, escarneciendo al san­
tísimo sacramento, y que solamente la ley de Moisés era buena.44

Circunstancia que se reitera en dos medias hojas que amanecie­


ron el domingo 27 y el lunes 28 de marzo de 1689 sobre las puertas
de algunas iglesias de Santarem, cuyo contenido, breve, proclama­
ba en letras grandes, para que la visibilidad y legibilidad del texto
fuera más evidente: «VIVAALEI DE MOIZES» (figs. 1-2).45
Dirigidos concretamente contra familiares del Santo Oficio fue­
ron, por ejemplo, el que se difundió en 1642 contra el abad de la vi­
lla de Soutelo, el padre Manuel de Teixeira, comisario del tribunal
eclesiástico, atribuido a un labrador de 54 años, Gonzalo Alfonso;46
o los pasquines que amanecieron colgados en la mañana de San
Blas de 1685 en el concejo portugués de Sâo Fins de Riba Douro,
perteneciente al obispado de Lamego, de letra «disforçada», impu­
tados a Gonzalo de Segra, clérigo suspendido de oficio, cuyo texto
ponía en duda la pureza de sangre de dos familares del Santo Ofi­
cio, Antonio de Andrade Caminha y Domingo da Silveira.47
Otras veces el tono de dichos panfletos vino marcado por el cariz
político de los enfrentamientos religiosos, de ahí la carga simbólica
de los edificios y de las fechas elegidos para la fijación de los mis­
mos. Es el caso de los pasquines protestantes que, en la noche del
17 al 18 de octubre de 1534, se colocaron por las calles de numero­
sas villas de Francia, en París, en Rouen y también en Amboise, jus­
to sobre la puerta de los apartamentos privados del rey Francisco I,
buscando así la mayor virtualidad de su efecto;48 o los que en 1587
se fijaron en los muros del cementerio de Saint-Séverin, en el cora­
zón del París de la Liga, describiendo con horror las persecuciones
sufridas por los católicos en Inglaterra.49
Las más altas dignidades de la iglesia católica, inventariadas en
el abanico de sus vicios y mundanalidades50comparecen en un apre-
ciable número de los pasquines que el curioso Jerónimo de Barrio-
nuevo fue incorporando a la escritura de sus Avisos, como los que se
mofaban del clero romano y del propio pontífice:

155
Mucho se desea la muerte del Papa. Plegue a Dios no nos venga otro peor.
Hasta ahora no se sabe cosa de cierto. Díjome un caballero romano que habían
puesto un pasquín gracioso, dándole, como dicen, ya por difunto, en un túmulo
grande, el epitafio siguiente:

Rome natus, vixit ispanus, mortuus est


galus.ñl

A 28 de abril [de 1656] salió de Roma un pasquín que dice así: «A 7 de abril
de 1655 murió en Roma Alejandro séptimo, y a los 24 de abril de 1656 resucitó
con familia» Y esto, por haber dicho cuando le eligieron que aquel día había
muerto para el mundo y hecho ataúd para enterrarse; y ahora, a los 24 de abril,
llamado a todos sus deudos, que esto de carne y sangre tira mucho, y a las veces
más de lo al cardenal Conrado [?] y se la dio al cardenal Otobono.52

Metidos en faenas terrenales, los representantes de la Iglesia no


siempre supieron defender a sus subordinados de los abusos perpre-
tados por las autoridades, especialmente las que intervenían en el
reparto y cobro de los impuestos. A este propósito véase lo que venían
a decir unos carteles que en mayo de 1656 amanecieron puestos en
las partes más públicas de la ciudad de León, en las iglesias y con­
ventos, y, especialmente, en la iglesia mayor y las casas obispales:

En León ha sucedido que habiendo don Diego de Salvatierra, administrador


de los millones, vendido públicamente unos carneros de San Isidro, San Claudio
y Carvajal, amanecieron al día siguiente unos carteles en todas las partes más
públicas de la ciudad, así en las iglesias como en los conventos de frailes y mo­
nasterios de monjas; pero en particular en la iglesia mayor y casas obispales. De­
cíanle al obispo se volviese a su convento a ser fraile, pues no era ni sabía defen­
der su jurisdicción; a los frailes, que a qué esperaban y no se iban a Inglaterra
con esta ocasión de la armada; a los clérigos, que se metiesen a bandoleros, que
ya no tenían ni que perder ni que les quitasen más, siendo sus tributos doblados.
A las monjas, que se metiesen a rameras, que ganarían más que en estar ence­
rradas, y últimamente, a todo el pueblo, que a qué aguardaba a levantarse y a ir
a quemar las casas de todos los ministros regios.53

«Todo era decir del mal gobierno»

Según el Discurso politico (1634) de Jerónimo Freire, los papelin-


hos constituían el «tercer modo y remedio del que la verdad se vale
para llegar a los oídos de los Reyes», siendo los otros dos los sermones
y los libros. Pesimista respecto al efecto real de los pasquines, el au­
tor argumenta que casi nunca llegaban a los ojos y oídos del Rey por­
que, si el contenido era crítico con sus faltas, vicios o los errores del
gobierno, lo más frecuente es que nadie alcanzara a mostrárselos.84

156
A pesar de esto, el cuestionamiento de la autoridad y el orden es­
tablecido -a menudo aprovechando las situaciones de mayor debi­
lidad, interinidad o minoría de edad de los reyes- motivó protestas
aisladas o verdaderas revueltas políticas y sociales que incluyeron
las canciones y la escritura expuesta como modos de expresión. Con­
tra el mal gobierno iba destinado el pasquín sevillano que, en el vera­
no de 1656, apareció fijado en las puertas del Ayuntamiento de Se­
villa, dirigido contra don Diego Rubín, Administrador General de
Millones, detrás de cuya difusión parece que estuvieron las autori­
dades eclesiásticas, contrarias a la merma de sus tradicionales pri­
vilegios fiscales:

Mueran todos los que mal gobiernan, mueran todos los judíos traidores que
injustamente y con depravada intención venden la sangre de los vasallos y se co­
men el sudor de los pobres. Mueran a fuego y a sangre. Mueran y viva nuestro
gran monarca y católico Felipe y a este picaro infame ladrón juececillo desco­
mulgado del tribunal de Dios y de sus santos mal consentido en esta ciudad con­
tra la voluntad de todos, decidle que con brevedad se retire si no quiere morir
arrastrado a vista de todo el pueblo

Ojo, alerta y cuidado


que revienta el mosquete
descargado;65

pero igualmente el que se encontró un lunes de carnestolendas, 12 de


febrero de 1657, en el segundo patio del Palacio Real de Madrid:

Todo era decir del mal gobierno y de ministros que diesen relación de sus ha­
ciendas; del Confesor, que fundaba mayorazgo y levantaba casas que le costaban
200.000 ducados; del Valido, que mudase de asesor, si no se quería perder; y de la
Junta de Millones, que la echasen de Palacio, por estar descomulgada;56

y los pasquines, pintados y graciosos, que el lunes siguiente, 19 de


febrero, alborearon en todas las partes públicas de la ciudad, en los
que se veía al Rey, sentado, pescando en una laguna, seguido de la
siguiente inscripción: «Pescador de caña, / más come que gana»; a su
confesor, con un bolso muy grande en la mano y la letra: «Mi cora­
zón / es el bolsón», y al otro lado «Todo aquesto he menester / para el
Corral de Almoguer»; a don Juan de Góngora, con una mujer a los
pies y dos espadas clavadas: «Desangrada me deja / tanta estocada»;
entre otras figuras además de la del Valido, mano sobre mano, con
el texto: «Acertar es en vano». El autor de los Avisos añade que «por
quitarlo luego, no se pudieron leer, no habiendo parte pública don­
de no estuviese».57

157
Otros hallaron su justificación en la afición al juego de naipes de
Felipe III, el Duque de Lerma y su hijos, en tanto que los criados de
Palacio llevaban dieciocho meses sin cobrar:

Han sido colocados muchos pasquines en las puertas y en las paredes del pa­
lacio real criticando al gobierno y criticando el hecho de que el Rey juegue a las
cartas, pues ha perdido 700.000 ducados con el Duque de Lerma y con sus hijos,
mientras los criados de su casa, en Madrid, llevan dieciocho meses sin cobrar su
sueldo;58

la invisibilidad del virrey de Napolés, acaso no muy distinta a la


bien conocida de Felipe II:

En Nápoles ha salido un pasquín gracioso, llamando el pueblo por edictos al


conde de Castrillo, virrey, que parezca, porque dicen que no le ven. No es bien
quisto, ni está gustoso;59

o los excesivos gastos efectuados en festejos del poder mientras


otros carecían de pan, como cuando la Reina de Suecia visitó Roma
en julio de 1656:

Vaya ahora dos pasquines graciosos y picantes de Roma. Hicieron en aquella


ciudad una puerta de mármoles y otras piedras curiosas para la entrada de la
reina de Suecia, y había grande falta de pan. Pusieron en pasquín y en la misma
puerta: Die ut lapides isti panes fiantf0

entre otros muchos que se podrían añadir, siempre con los vicios y los
errores del gobierno y los gobernantes como materia del mensaje.61
Expuestos a la lectura pública, los pasquines actuaban como tes­
tigos del acontecer diario: «Esta mañana ha aparecido en Santa Ma­
ría un cartel diciendo mil cosas sobre lo que pasa», anota Jerónimo
de Barrionuevo en Madrid a 13 de diciembre de 1656.62 Como ter­
mómetros destinados a señalar las inquietudes producidas por los
cambios efectuados en el Gobierno y la Administración, a tenor, en­
tre muchos otros, de los papeles que amanecieron en la puerta del
Palacio Real de Madrid los días 24 de enero de 1640 [1] y 11 de fe­
brero de 1655 [2]:

[i]
Rogad, hermanos, a Dios por el buen alumbramiento destas Secretarías, que
es su parto largo y peligroso.63

[2 ]
En Palacio pusieron cuatro días ha un pasquín. Era una carroza entre mu­
chas llamas que tiraban sierpes rodeadas de demonios que servían de pajes. Ha­

158
bía en ella tres sillas. Ocupaba la de en medio el Conde Duque; la izquierda, el
de Monterrey; la de mano derecha, Leganés. Decía la letra: Pica, cochero, al in­
fierno, para que con este nuevo Consejero de Estado que llevamos le demos un
buen día.M

Mientras que otras veces se detienen en ridiculizar o burlarse de


los personajes más señalados del momento o de los propios reyes y
reinas:

Pusieron a la reina de Suecia un pasquín muy bellaco, tratándola de hipó­


crita, vana, loca y deshonesta con don Antonio Pimentel, su querido del alma, y
otros, y se dice que un cardenal le dió una joya riquísima, que se la pusiese en
su nombre, diciéndola no la podía emplear en mejor parte ni en mujer más lin­
da; y que le respondió que enamorarse, que no lo estaba tanto como había me­
nester. Y se dice ha mandado Su Majestad se aparten de ella los españoles que
la asisten.65

A menudo ésa era también una manera de trastornar la jerar­


quía del orden establecido, siquiera por un tiempo breve. El mun­
do vuelto del revés, cuya representación festiva tuvo su lugar en
los carnavales y las fiestas de locos, encontraba cauce escrito en la
fijación gráfica del insulto verbal, tan cotidiano en la sociedad mo­
derna.66 El 18 de abril de 1599, mientras las autoridades de Va­
lencia disponían todo un entramado efímero para recibir a la rei­
na, un particular no quiso quedarse atrás y colocó un letrero en la
puerta de su casa, sólo que menos complaciente y mucho más sar­
cástico, según lo refiere Luis Cabrera de Córdoba en su Relaciones
de las cosas sucedidas en la corte de España desde 1599 hasta
1614:

Hasta en la puerta de un particular había una graciosa invención, que era un


gallo vivo con lechuguilla, y decía la letra: El Rey es mi gallo,67

Equivalente a otras prácticas que tuvieron a gala mofarse de re­


yes y reinas, y, ya puestos, hasta calificarlos con el máximo de los
desprecios. Como en el papel que se colocó en París, en la puerta del
hotel de Sens, donde residía Margarita de Valois, al entrar ésta en
la ciudad, una hoja manuscrita que la trataba de puta;68 o el gracio­
so pasquín que, en julio de 1657, se puso en Lisboa contra la reina,
cuyo texto decía, según lo recoge Jerónimo de Barrionuevo:

Quien dijera dónde está el ejército de Portugal, que se ha perdido, acuda a


Palacio, que en pareciendo, se le dará un hallazgo muy bueno.69

159
Las revueltas de papel y tinta

La escalada a los extremos de las revueltas políticas y los movi­


mientos populares podía desembocar en actos de violencia física
(atentados contra los bienes y las personas) o en acciones de vio­
lencia verbal y simbólica, una de cuyas vertientes fue precisamen­
te la instrumentalización con ese propósito de la literatura panfle-
taria, de tal modo que, en ocasiones, se puede hablar de auténticas
revueltas de papel y tinta. Ocurrió así en los conflictos de mayor
envergadura que se vivieron en la Europa de los siglos xvi y xvii,
entre otros la guerra de los campesinos alemanes (1525), los suce­
sos franceses de la Liga (1585-1594), la rebelión de los catalanes
(1598-1640),70 la Restauraçâo portuguesa (1640-1668),71 o la Fron­
da contra Mazarino (1648-1653).72 En todos esos momentos se puso
de relieve el valor de las prácticas escritas en el espacio urbano,
pues, como observara con cierto desprecio el autor del Norte de
Príncipes, virreyes, presidentes, consejeros y gobernadores, en cir­
cunstancias de tal índole los pasquines circulaban por doquier y
eran cotidianos instrumentos de creación de opinión pública, de modo
que todo príncipe que se preciara de tal y buscara la paz de su rei­
no debía «contentar a la plebe que es la que brama, grita y publica
sus quejas muy poco temorosa por su multitud y por lo poco que tie­
ne que perder».73
Por lo que concierne a la Monarquía Hispánica, qué duda cabe
que el tiempo de Felipe IV y su valido Olivares señala uno de los pe­
ríodos de mayor agitación panfletaria, especialmente concentrada
en años como el de 1640, que ahora veremos, o 1635. En éste, la pu­
blicación, el 6 de junio, del Manifiesto del rey de Francia sobre el
rompimiento de la guerra con España,74 desencadenó una respues­
ta amplia e inmediata por parte de Felipe IV en la que intervinieron
algunas de las plumas más notorias del tiempo: Guillén de la Ca­
rrera, Quevedo, Jansenio, Saavedra Fajardo, Céspedes y Meneses o
Pellicer.75
En el contexto de un reinado tan conflictivo, los manifiestos y li­
belos contribuyeron a crear opinión y a ganar apoyos. Respecto a la
Restauraçâo portuguesa, Antonio Carvalho de Parada, por carta,
así se lo hizo saber al Conde Duque en 1634:

Den estas consideraciones en cuanto tocan a la esperanza de mejor fortuna,


alterado tanto los ánimos de casi todo el reino que no sólo amanecen papeles fi­
jados en las paredes convidando al levantamiento, mas por poco se atreven a ha­
blar en esta materia, mostrando deseo de novedades.76

160
Usado por Olivares como instrumento de su propia propaganda,
o bien por quienes desde Cataluña y Portugal, principalmente, lu­
charon por la independencia, los panfletos corrían de mano en
mano y despertaban no pocas inquietudes y preocupaciones. El
Conde Duque lo anotó y lamentó al constatar la gran cantidad de
manifiestos arrojados a las calles de Barcelona en el conflictivo año
de 1640:

aya llegado a las extremidades que oy se veen, que se puede dezir que no es pos­
sible creer más en quanto al desacato, inobediencia y concitación, hauiéndose
armado, públicamente hecho manifiestos, concitado los Reynos d'Aragón y Va-
lenzia, escrito según dizen al Papa y quiça a otros, abierto la puerta a los Fran-
cezes para sus lleuas de cauallería [...].77

El autor de los Discursos tocantes al Principado de Cathaluña


para su govierno y conservación (1640) lo hizo igualmente al com­
probar el enrarecido clima que se respiraba en aquella ciudad tras
la distribución de la Proclamación Católica a la Magestad piadosa
de Phelipe, publicada precisamente en octubre de ese año (Texto 3);78
una pieza que, según anota José de Pellicer, se envió «después de
diversas cartas i libelos con voz de Manifiestos» y «acabó de desba­
ratar todos los medios de concierto».79Antes de esas fechas, la Jun-
»ta de Ejecución del Consejo de Aragón había mostrado su preocu­
pación por la proliferación de escritos y panfletos sediciosos, y, de
hecho, había acordado, en una sesión del 17 de julio, que se impi­
diera la circulación de los mismos y se nombrara una comisión es­
pecial para examinar el contenido y porte de los que andaban por
la calle.80
No obstante, las quejas sobre la intensidad y difusión de los pas­
quines no sólo venían de la Corte, sino que del lado catalán también
se llamó la atención sobre la facilidad con la que actuaban los «ene­
migos del Principado». En uno de ellos, el manifiesto Secrets pu-
blichs, pedra de toch, de les intencions del enemich, y Hum de la ve-
ritat (1641), impreso también en castellano y conocido vulgarmente
como Memoria de la piedra de toque, se aludía precisamente a los
«engaños y carteles de unas hojas volanderas que va distribuyendo
el enemigo por el Principado de Cataluña», a saber:

Para entubiar a los que gouiernan; para hazer vacilar a los bien intenciona­
dos; para engañar al pueblo, y últimamente para sembrar zizaña, perturbar los
ánimos, diuidir las voluntades, despertar discordias y destruyr a Cataluña con
guerras ciuiles, van distribuyendo unos papeles sueltos, que sumariamente ofre­
cen perdón general a todos los catalanes, como si huuiessen delinquido en usar
del derecho de la natural defensa [...].81

161
Era tal la magnitud de algunas de estas «guerras de panfletos»
que, en determinados momentos, no resultaba extraño ver ciertas
ciudades envueltas por el chismorreo constante y jaleadas por los
pasquines y las coplillas. Así hasta poder alcanzar los varios milla­
res de impresos favorables a la Liga editados por la impresores de
París entre 1585 y 1594; los 858 libelos y 1.425 ediciones de panfle­
tos durante los años 1614-1615, a raíz de las polémicas despertadas
por los Estados Generales de 1614, que, pensando en una tirada me­
dia de mil ejemplares, daría la nada despreciable cantidad de
1.500.000 libelos; o las 5.000 mazarinades que se editaron entre
1648 y 1653 con motivo de los sucesos de la Fronda.82En cuanto a la
guerra deis segadors, Henry Ettinghaussen ha constatado la vincu­
lación entre ésta y la difusión de relaciones, de tal modo que de 13 al
día para los años 1635 a 1639 -cuando también comienza la guerra
hispano-francesa-, se pasó a 36 entre 1640-1646, descendiendo a
partir de entonces hasta las 3 diarias de la etapa 1647-1652 y sola­
mente una entre 1653 y 1662, siendo así que la media durante los
quince años de la guerra fue de unas 3 relaciones por día.83 Revuel­
tas de pluma y papel al punto de llevar a Nicolás Fernández de Cas­
tro a la siguiente anotación respecto de la Restauraçào portuguesa:

oy un manifiesto, mañana una historia, otro día un libro, otro un volumen, y en


movimiento continuo esta ocupación, girando sin sosiego.84

Precedida de una rica agitación anticastellana durante los rei­


nados de Felipe III y Felipe IV, plasmada en opúsculos, manifiestos
y papeles políticos anónimos, en buena medida elaborados y difun­
didos por miembros de la Iglesia, que así llevaban al escrito lo mismo
que decían en sus prédicas y sermones;85 la guerra de la indepen­
dencia portuguesa mereció, sin duda, una intensa actividad panfle-
taria por ambas partes, a pesar de que el padre Timotheo de Ciabra
Pimentel lo consideraba poco menos que una nota distintiva de los
castellanos:

No lo digo, soldados, sin causa y grandes motivos, que los castellanos hoy son
más fanfarrones que hazañosos; manejan mejor la lengua que las armas, dies­
tros en todo género de delitos y pasquinadas.86

En circunstancias así, cuando los papeles se mostraron tan fre­


cuentes, las noticias corrieron de mano en mano y los pasquines hi­
cieron aflorar las rencillas y rivalidades entre las elites sociales, los
anhelos independentistas o la disconformidad y el rechazo hacia go­
bernantes y reyes. Desembocaron en el estallido de auténticas bata-

162
lias de panfletos, de dimes y diretes vertidos sobre el folio y arrojados
a la calle por las diferentes facciones en liza. El papel destinado a agi­
tar las conciencias y a mover las gentes, según lo hacía uno titulado
El confuso e ignorante gobierno del Rey pasado, hecho circular por la
corte a la muerte de Felipe II, con aprobación de su sucesor y tras éste
el Duque de Lerma, para realzar la figura abúlica de Felipe III y po­
nerlo como redentor frente a su padre y antecesor (Texto 4).
Cuando se trata de revueltas populares, el escrito sirve para
acusar y difamar a la autoridad que ejerce el poder, pero también
como tecnología difusora de las ideas que sostienen la acción colec­
tiva. Sin duda el giro tomado por la revuelta campesina de 1525 en
Alemania, motivada directamente por las condiciones de vida y tra­
bajo y luego extendida a un profundo cuestionamiento de la autori­
dad, civil y eclesiástica, tal vez no hubiese sido el mismo sin pensar
en el efecto de los diversos textos y pasquines que se dieron a la luz
con tal motivo. Ya sea el manifiesto de los Doce Artículos de los cam­
pesinos de la Alta Suabia, en marzo de 1525; el texto programático
de la protesta; o, antes, el panfleto La Reforma del Kaiser Segis­
mundo, del que se hicieron al menos ocho ediciones entre 1476 y
1522, con el que los reformadores expresaron su rechazo al orden
existente en la Iglesia y en el Imperio.87Más modesto pero no menos
significativo fue el libelo que, en 1619, se fijó en la puerta de la casa
de un hidalgo de Arnedo por parte de los pecheros de la villa, en­
frentados a los hidalgos de la misma por la condición tributaria de
unos y la exenta de otros, testimonio claro de la variedad de formas
que adoptaron las protestas y revueltas populares:

Paso a paso, moro y morito, que me tienes ya cansadísimo. Vete a tu Navarra


y no trates de otra cosa, i a la bruja de tu madre que calle y rece, i si no avisón.
Ya podrían cansarse el moro y sus adalíes en andar tan apriesa y que no les
baste lo de hasta aquí. Sosieguen un poco y miren que de no lo hacer no ganarán
nada y particular el muy moro, ijo de una bruja y mucho más que callo, remi­
tiéndolo a otro si no ai la enmienda pedida. I cada uno se vaya a su casa, que es
lo que ynporta.88

En todas esas contestaciones, resueltas también por vía de la


protesta escrita, los rastros de ésta y la frecuencia e intensidad de
su número se hallan en relación directa con la evolución de las al­
garadas. Aparte de los episodios mas emblemáticos indicados por
las principales guerras de panfletos, otros de corte más cotidiano
también lo apuntan, caso de la relación que se ha podido establecer
entre los graffiti de la catedral de Mallorca y los períodos de agita­
ción ciudadana.89

163
Insultos escritos y divertimientos gráficos

En su definición de pasquín, Sebastián de Covarrubias hace re­


ferencia a la «costumbre y uso tan mal introduzido de colgar libelos
infamatorios en esta estatua [la de Pasquino en Roma], en perjuy-
zio de personas particulares y de los que goviernan y administran la
justicia».90De estos últimos ya he dado cuenta anteriormente, por lo
que ahora me corresponde hacerlo de los que tuvieron en los parti­
culares a los destinatarios del insulto escrito. Aunque Covarrubias
defina el término en un tono incriminatorio y restringido al uso del
pasquín, sus palabras reflejan parte de la argumentación del escri­
bir mural espontáneo, válida, por lo tanto, para los libelos e igual­
mente para los graffiti. Desde la pared se tomó frecuentemente la
palabra para acusar, difamar e insultar a los demás, a la postre un
delito particularmente grave en una sociedad caracterizada por
un exacerbado concepto del honor, según señala la atención que a
éste se le prestó en los tratados educativos de los siglos XVI y XVII.
Por ello también que muchos de esos testimonios, más los carteles
infamantes que los grafitos, terminaran siendo carne de la justicia
criminal. Desde ésta han llegado hasta nosotros y ahora reclaman
su turno, su palabra en este texto.
La importancia depositada en la honra y el buen nombre era tal
que las características de duración y publicidad del insulto escrito
hicieron que éste tuviera todos los rasgos de un «arma muy temible
contra el honor de los individuos».91 Los insultos y escarnios orales
eran parte del discurrir cotidiano, aunque a la larga resultaban más
eludibles que cuando se representaban gráficamente sobre la su­
perficie de un papel colgado de un muro. Por eso no resulta extraño
que el 67 % de los procesos por delitos de escritura, juzgados por el
Tribunal del Gobernador romano entre 1605 y 1646, lo fueran por la
autoría de carteles y letras infamantes.92 En otro lugar, en Colme­
nar de Oreja, villa del Conde de Fuensalida, en 1657 los vecinos
hicieron uso del insulto en su intento -logrado- de impedir que el
conde nombrara como escribano de alcabalas a don Juan Clara-
monte, un hidalgo de Alcaraz. Primero comenzaron por exigirle una
fianza; pero como el señor lo impidió, pasaron a la acción y escribie­
ron una serie de coplillas en las que imputaban ciertas costumbres
sexuales a la mujer y a la hija, una niña de catorce años, del escri­
bano. Como éste no se daba por aludido, el alcalde de la Santa Her­
mandad publicó un bando, que se leyó en la plaza, insistiendo en la
inmoralidad de la familia del escribano. Finalmente el alcalde dictó
un auto de procesamiento contra la hija, acusada de amanceba­

164
miento. La familia se retiró a un convento y, al cabo de seis meses,
terminó por abandonar la villa. Un episodio de protesta social que
usó del insulto oral y escrito, además de otras prácticas.93
En el terreno de las afrentas y rencillas entre nobles, los muros
mostraron la intensidad de las mismas en el tenor de las «cartas de
batalla» y «carteles de desafiamiento», corolario expuesto de la «co­
rrespondencia caballeresca destinada a plantear, aceptar y fijar un
combate a muerte».94Aunque no sólo, pues también fueron esgrimi­
das en los enfrentamientos entre bandoleros.95 Dichos carteles po­
dían ser entregados en mano a la persona desafiada por medio de
un emisario, como procedieron Joanot y Jofre Martorell con los que
hicieron llegar a Gonzalbo de Híjar, comendador de Montalbán, el
27 de abril de 1446. O bien colocados en lugares públicos de la ciu­
dad, para darle mayor publicidad, como fue el caso, entre otros, de
la carta de batalla de Joanot Martorell al citado Gonzalbo de Híjar
el día 1 de abril de 1450 ;96los que se dirigieron Alvaro Pires, hijo del
Conde de Monsanto, y Francisco Bareto de Lima, dos hidalgos por­
tugueses que también las tuvieron buenas en febrero de 1596;97 o la
que Joan de Vilanova envió a Joan Jeronim de Vilaragut en 1460:
«La presente la haces poner por lugares públicos de la ciudad de Va­
lencia, por ser incierto donde podría encontrarse».98
Exponer la carta en lugares públicos era una costumbre del ritual
caballeresco, sobre todo cuando se concertaban duelos clandestinos o
se ignoraba el paradero del rival; pero también el fruto de un deseo
evidente de dar notoriedad a la infamia y presentar ante todos las vi­
lezas asignadas al enemigo. Obviamente tal proceder no era del gus­
to del infamado, por ello Gonzalbo Híjar no tardó en acusar a Joanot
Martorell, por carta fechada el 1 de abril de 1450, de «haber hecho
poner algunos libelos difamatorios por la presente ciudad».99
Como en el caso, arriba comentado, del escribano de alcabalas de
Colmenar de Oreja, los insultos e infamias en perjuicio de personas
particulares tuvieron argumento en los comportamientos sexuales.
Se aprecia en tantas coplillas, burlas, parodias, graffiti y carteles
infamantes como se congraciaron en la exaltación de los órganos se­
xuales masculinos, el adulterio o la homofobia. Así, en uno de los
carteles colgados de los muros de Faenza (Italia) a finales del si­
glo XVI (ca. 1580-1600) se representa precisamente a dos frailes y
debajo de ellos un texto que aludía a la homosexualidad del más an­
ciano (fig. 3). Otro cartel, intervenido también como materia delicti­
va por el tribunal del Torrone, muestra un pene en el momento de
eyacular y debajo, en escritura de aparato, la siguiente inscripción:
«QUIVI.STA.LA / ISABELLA.VÂCHA / DA PISONAR» (fig. 4).100 En una línea

165
muy similar se encontraba la octavilla escrita contra Lucia Gattia-
ni, en el municipio de Roffeno, en febrero de 1594: «Rufiana, rufia­
na, si tú no echas de casa a esa perezosa, te quiero dejar una marca
en la jeta porque quiero reconocerte entre las demás rufianas...». La
«perezosa» en cuestión era Rosa Miseracci, viuda, con la que pre­
tendía casarse Alessandro Vallerani contra el parecer de la hija de
éste, Angela, a la postre instigadora de las afrentas contra Rosa y su
círculo de allegados.101 Las frecuentes imputaciones de «cornudo»
tienen su testimonio, por ejemplo, en un escrito infamante colocado
en junio de 1601 cerca de la casa de Marco Carolei en Roma, en cuya
primera línea figura el dibujo de una cabeza humana coronada por
dos grandes cuernos (fig. 5), idénticos a los que aparecieron el 27 de
noviembre de 1620 sobre la puerta de la vivienda del bordador mi-
lanés Ferdinando Fredini o en la mañana del 16 de julio de 1621 en
la del mesonero Francesco Riccio.102

Sea a través de los libelos o de los graffiti, el muro representa el


palimpsesto de la cotidianeidad. Un espacio de comunicación donde
se hizo evidente la amplia voluntad de escribir de una sociedad más
alfabetizada y conocedora de la escritura. Esta, empleada, incluso,
como sucedió en los muros de Pompeya o actualmente en las pare­
des de nuestras ciudades, para liberar el subconsciente o acreditar
la identidad de la persona en el universo social. Tal vez sea esa po­
sible necesidad de transgredir el anonimato la que motivase que al­
gunos inscribieran su nombre en los muros. Los testimonios no es­
casean: desde los que lo hicieron, mediado el x v i, en las paredes del
mirador del rey Martí en el Palacio Real de Barcelona, probable­
mente los mismos individuos que trabajaron en la construcción de
la torre;103hasta los prisioneros y asilados que dejaron su impronta
en los muros del sótano del palacio municipal de la Pahería de Lé­
rida, donde estaba la cárcel;104 así como las muestras mallorquínas
de los siglos XVI y XVII inscritas en las paredes de San Miguel de la
Palma, del tiempo que fue prisión, o los muchos graffiti textuales y
figurativos distribuidos por los muros de la catedral mallorquína,
datados entre los siglos x v y x v i i , realizados por incisión o pigmen­
tación en rojo y negro.105 En todos estos espacios, las inscripciones
parietales manifiestan la pluralidad de sus registros: nombres per­
sonales, solos o acompañados de algún texto (fig. 6), fragmentos de
temática religiosa, mensajes crípticos o la gama más surtida de di­
bujos (fig. 7).
Así, entre el juego y la subversión, la transgresión más explícita
e irreverente y la descarga emocional, un poco de todo ello podía

166
verse y leerse en los muros de la ciudad moderna. Pero, ¿cuándo se
escribieron, quiénes fueron sus autores y cómo podían leerse aque­
llos textos escritos sobre las paredes?

De noche, en letras grandes y en los lugares


más públicos de la ciudad

El tiempo de escritura de los pasquines, libelos, carteles y graffiti


callejeros era habitualmente la noche. La oscuridad y el descanso
de los demás eran así los mejores aliados de quienes tenían algo que
decir desde el espacio de la pared. Los expedientes relativos a estas
escrituras criminalizadas, el atento ojo de los viajeros y gacetilleros,
las copias coetáneas o posteriores de los mismos y la norma lingüís­
tica de los diccionarios insiste en ello una y otra vez. El autor del
Dietari del capellá d’Alfons el Magnánim, probablemente el clérigo
Melcior Miralles, lo anota puntualmente: «Domingo, a XX de mar­
zo, año de m c c c c l x x i i i i , en la noche se pusieron octavillas por mu­
chas partes de la ciudad».106 «En Venezia dizen que amaneszio una
pintura o pasquín en la forma siguiente...», encabeza la copia de
uno.107 «Pasquín que amaneció el 4 de octubre de [1]667 estando el
pueblo amotinado contra las traiciones del conde de Castelmor»,108
se dice en otro. Jerónimo de Barrionuevo y José de Pellicer comien­
zan con esa mención buena parte de las descripciones de pasquines
que incluyen en sus Avisos: «amaneció un papel a la puerta de Pa­
lacio».109 Fouretière apuntó en su Dictionnaire (1690) que el térmi­
no placards designaba los «libelos injuriosos que se fijan durante la
noche contra el gobierno o los particulares».110
La fecha de colocación, sobre todo cuando se trataba de pasqui­
nes políticos, venía dada por el suceso o la circunstancia desencade­
nante de la escritura de protesta. No se trataba, por tanto, de una
elección casual. Todo lo contrario, la efectividad de su recepción y la
connotación del acto de apropiación, en definitiva su virtualidad
contestaría, no podía ser ajena al cuándo ni al dónde de su difusión.
La constante mención a los «lugares públicos»111como los espacios
desde donde se hicieron visibles y legibles estas prácticas escritas, ex­
presa la búsqueda explícita de la mayor publicidad del texto. Los pas­
quines, escritos infamantes y, en general, todo el repertorio de las es­
crituras murales no aguardaban la mirada de los individuos, la
eventualidad de una lectura imprevista, sino que directamente la re­
clamaban. Además, para reforzar el efecto transgresor y connotar
simbólicamente el momento de la apropiación lectora, fuera de posi­

167
bles ambigüedades, dichas escrituras intervenían en la vida social
desde el muro de las instituciones criticadas. Los libelos concernien­
tes a las persecuciones católicas en Inglaterra se dejaron ver en las
paredes del cementerio de Saint-Sevérin, un lugar muy frecuentado,
punto de reunión, encuentro y discusión, además de tierra de la Igle­
sia donde la actuación de la fuerza pública estaba limitada. Asimismo
la elección de la víspera de San Juan, una de las fiestas más impor­
tantes del año, como fecha para colgarlos, contribuye a entender lo
planificado de una acción en la que el lugar y el tiempo determinaron
(o podían determinar) la recepción de los pasquines.112Por lo mismo,
los libelos opuestos a la Iglesia y a la doctrina católica se solían fijar
en las puertas de los templos, de igual modo que los escritos contra el
rey, los ministros y los gobernantes tuvieron acomodo en la entrada o
el muro de los palacios y edificios del gobierno y la administración.
Los carteles infamantes contra particulares lógicamente se fijaron en
la puerta de sus respectivos domicilios o lo más cerca de éstos. Natu­
ralmente en diversas circunstancias la colocación de estos carteles no
se restringió a un único lugar sino que se extendió por diferentes pun­
tos de la ciudad, aumentando así las condiciones para que efectiva­
mente fuera posible la recepción del mensaje, en especial cuando se
trataba de conflictos de amplio alcance y repercusión política:

Jueves 18 de éste [enero de 1657] amaneció en la Puerta del Sol y otras par­
tes un pasquín o cartelón de tres letras diferentes, que decía maravillas de juros,
papel sellado y ministros. Nadie lo vió quitar, aunque todos le leyeron, hasta que
la Sala de Alcaldes envió por él y se le trajeron.113

Nótese también que el testimonio alude claramente a la presen­


cia de tres letras diferentes, tres morfologías distintas o tres tama­
ños. La conjugación de jerarquías y tipos de escritura, unida al em­
pleo de caracteres capitales, en particular cuando los textos eran
breves y de lectura inmediata, creaba las condiciones más idóneas
para la exhibición y apropiación, como muy certeramente supo ob­
servar Richard Fanshawe en una carta escrita desde Madrid el 19 de
octubre de 1664:

Sobre las paredes mismas de Palacio, el jueves pasado escribieron, a la luz


del día y en letras tan grandes que hasta uno que pasaba corriendo pudo leerlas:
Si el Rey no muere, el Reyno muere (sie).lli

El apunte resulta preciso y elocuente, lo mismo que se dijo res­


pecto de los pasquines judaicos que se fijaron en las puertas de las
iglesias de Santarem en marzo de 1689: «escrito cada uno en dos

168
medias hojas de papel con letras grandes...».115El pasquín pretende
articular un estado de opinión y, para ello, lo mejor es hacer explíci­
to y visible el mensaje que se quiere transmitir: con letras grandes
y por todas partes, para que nadie pudiera dejar de verlos y leerlos.
Desde los muros, leídos personalmente o por mediación de otros, los
pasquines buscaban su eco en un público universal e indefinido, en
el contexto de una lectura que podríamos llamar de plaza.116Un pú­
blico dilatado y anónimo -«No conozco toda Roma», se decía en uno
de los colocados sobre el torso de la estatua de Pasquino-,117 si bien
se puede también pensar en la existencia de comunidades de lectu­
ra; es decir, grupos más reducidos en los que, según la naturaleza de
los textos, la recepción tuviera mayor significado. En ese sentido,
los panfletos secesionistas que se distribuyeron en Barcelona y en
Portugal en los aledaños de 1640 gozarían de más empatia lectora
entre quienes se encontraban detrás de esas revoluciones o eran fa­
vorables a las mismas. Respecto a los carteles infamantes dirigidos
a personas concretas, resulta también evidente que los receptores
más atentos estaban en el barrio y en el entorno más inmediato de
la persona implicada, además de en ella misma.
Por supuesto, tales expectativas de lectura no eran ajenas a los
condicionamientos de la misma, empezando por el hecho de que el
tiempo de exposición de dichos materiales solía ser breve. Aun así,
la determinación de esas condiciones no anula la posibilidad de una
operación lectora diferida, tras retirar el pasquín o el cartel del
muro, practicada, con el texto en la mano, por uno mismo o en pe­
queños cenáculos. De otro lado, el muro podía desencadenar un
ejercicio consecutivo de escritura-lectura-escritura, tal y como se
advierte en cada uno de los diálogos o conversaciones mantenidos
sobre la superficie de una pared. Puede ser el de Hernán Cortés y
los capitanes españoles, tras la victoria sobre los aztecas en 1521 y
la pugna por el reparto del botín de Tenochtitlan, en los muros de su
palacio en Coyoacán, zanjado finalmente por Cortés al escribir «Pa­
red blanca, papel de necios», según lo relata Bernal Díaz del Casti­
llo en su Historia verdadera de la conquista de Nueva España
(1568) (Texto 5); o el de una prostituta y su cliente en el Madrid de
1655, recogido atentamente por el viajero Antoine de Brunei:

y dicen que hubo una que viendo pintadas en una pared sus partes vergonzosas con
esta inscripción: «Sin fondo», al punto tomó un carbón y puso «Falta de cuerda».118

La calle y la pared configuradas como espacios sostenidos de la


comunicación social, se perciben también en la doble expresión es­

169
crita acarreada por las fiestas con motivo de la canonización de Rai­
mundo de Peñafort en Barcelona en 1601. Por un lado, los poemas
laudatorios del concurso oficial, según se acostumbraba en eventos
así; por otro, los poemas y escritos de desafío que se tiraron al suelo
o se fijaron en las puertas de la ciudad. Por un lado, la palabra im­
puesta o autorizada; por otro, la palabra libre o «impropia».119
Junto a la exposición sobre la superficie de los muros, algunos de
los panfletos y manifiestos de contenido político, manuscritos y prin­
cipalmente impresos, circularon también de mano en mano, incluso
podían ser comprados en determinados puntos de venta, como rela­
ta Maura Gamazo al perfilar el marco social del alumbramiento de
Carlos II, en noviembre de 1661:

En las puertas de Palacio fijábanse los pasquines, ingeniosos o mordaces,


risa de la Corte y escándalo de gentes timoratas...; y allí también se adquirían los
libelos y papelones anónimos mandados recoger por la Inquisición o por el Presi­
dente de Castilla.120

Las letras mayúsculas o capitales al uso epigráfico, trazadas con


un ductus rígido para enmascarar la mano del que escribe, a veces
identificadas a raíz de las oportunas pericias caligráficas ordenadas
por la justicia, eran consustanciales a la condición clandestina y
anónima de buena parte de dichas escrituras. Los papeles sin firma,
como ese del que da cuenta la Junta de Ejecución del Consejo de
Aragón en su reunión del 14 de julio de 1640,121 eran la tónica habi­
tual en las revueltas políticas. Eso no obsta para que el contenido y
la materia de algunos hiciera sospechar a sus contemporáneos so­
bre la persona autora. Nada excepcional en los carteles infamantes
nacidos de los odios, recelos, envidias y maledicencias entre las per­
sonas, al igual que en ciertos panfletos políticos atribuidos inme­
diatamente a los más implicados en los respectivos sucesos.122El ya
citado El conjuro e ignorante gobierno del Rey pasado, distribuido
en la Corte en 1599, fue asignado a Iñigo Ibáñez, secretario de Feli­
pe III y del Duque de Lerma. Otros, incluso infamatorios, aparecie­
ron firmados, aunque fuera por quien actuaba de intermediario grá­
fico. Pienso en las octavillas infamantes escritas, en febrero de
1594, contra el sacristán Giovan Nicolo por Giovanni Martini, si
bien debió ser su madre, Angela Vallerini, la que se lo mandó, a pe­
sar de que ella lo negara ante las autoridades que la procesaron:

yo escribí esos papelotes, que he reconocido como de mi propio puño, en mi pro­


pia casa y en mi habitación, y los escribí porque mi madre me lo dijo y me los dic­
tó ella.123

170
Sometida a las respectivas pruebas caligráficas, la escritura se
revela como un mecanismo delator de la identidad y de la educación
gráfica de los autores y de las autoras de los carteles infamantes. So­
bre esto, acaso lo más destacable, en cuanto representa un universo
habitualmente marginado, sea la intervención de miembros de las
clases subalternas, principalmente urbanas. Por lo tanto, carteles
infamantes y graffiti, fundamentalmente, testimonian algunas de
las experiencias de apropiación de lo escrito por parte de esos grupos
sociales. En el caso, por ejemplo, de los libelli famosi, requisados y
juzgados por el tribunal criminal de Bolonia, destaca la presencia,
entre los autores, de trabajadores de la seda y de algunas mujeres.124
Los de Roma manifiestan también la intervención de personas de
clase medio-baja e integrantes de los sectores artesanales.125
A su vez, rastreando la adscripción de las manos que escribieron
directamente sobre los muros, tampoco resulta difícil toparse con
testimonios correspondientes a la práctica de delegar la escritura
en otros, ya fuera por la condición analfabeta de la persona en cues­
tión o bien por la voluntad de camuflar su identidad. En determi­
nados casos, parece que dicho hábito fue más corriente entre las
mujeres, del mismo modo que cierto número de jóvenes célibes ejer­
cieron como escribientes para otras personas.126 En circunstancias
de carácter más general o colectivo, caso de las revueltas, además
de los líderes y cabecillas, como ese «capitán general del ejército
cristiano» que firmaba la carta-manifiesto anticastellana del 19 de
junio de 1640,127habría que pensar en comunidades de escritura; es
decir, ambientes sociales que decidieron tomar la palabra y grabar­
la como señal lingüística en el palimpsesto mural.
Su inserción en el espacio de comunicación conformado por los
muros se producía por medio de una incisión punzante o mediante
un carboncillo, en el caso de los graffiti, o fijándolos con cera, en­
grudo o miga de pan, cuando se trataba de pasquines y libelos.
Aquellos que respondían a un agravio estrictamente privado se es­
cribieron comúnmente a mano sobre un papel de formato pequeño y de
mala calidad.128Por su parte, los manifiestos y panfletos políticos lo
solían hacer por vía impresa, asegurando así las condiciones de una
difusión más amplia, hasta el punto de poder afirmar, como se ha
dicho del Gran remostrance, el manifiesto que los líderes de la opo­
sición parlamentaria dirigieron al pueblo de Inglaterra en noviem­
bre de 1641, que pudo ser leído y discutido incluso en las tabernas y
/ 10Q
cervecerías.
Indudablemente las formas materiales mantienen una estrecha
relación con las condiciones de apropiación de dichos textos. Las ba-

171
llads divulgadas durante la Inglaterra jacobina (1603-1625) mues­
tran dos características principales: a) la originalidad de su compo­
sición, deudora de una cultura de la taberna donde aquellos que po­
seen un dominio de la escritura (maestros de escuela, procuradores,
viajeros cultos) toman la pluma en sus manos y fijan por escrito el
producto de una creación oral y colectiva no siempre sujeta a las for­
malidades de la «institución literaria»; y b) las baladas manuscritas,
realizadas para ser distribuidas, recitadas o fijadas a la pared, que
imitan los usos de las impresas, retornan a la disposición tipográfica
en dos columnas y al ritmo de aquéllas, mostrando así las interrela-
ciones que se dan entre lo oral y lo escrito, lo culto y lo popular.130
Argumentos vinculados a la distinta apropiación son también los
que explican el intercambio latín/vulgar de algunos pasquines y
el carácter asociado a una y otra lengua. Jerónimo de Barrionuevo
lo apuntó a propósito de dos que gozaron de extenso alcance en la
Roma de 1655:

Esos dos pasquines han hecho mucho ruido en Roma y por acá: el latino es
muy sentencioso; el italiano es bufonesco.131

La imbricación entre lo oral y lo escrito se percibe en la composi­


ción rimada de muchos de los pasquines y carteles, destinada a una
memorización más fácil. Respecto a la propiedad de las rimas, éstas
podían oscilar entre la sencillez del motete que, en noviembre de
1655, amaneció en la puerta de la casa de Valdés:

Esta casa de Valdés, de balde es,


no está acabada; fáltale muy poco o nada:
la de enfrente es la quemada.132

la prosa épica rimada de la canción que narraba las hazañas de dos


bandidos, Battistino de Tolè y Gregorio de la Villa, muy conocidos
en el condado boloñes en los aledaños de 1580:

el primero en dar el asalto


fue Gregorio de la Villa
[...]
por aquí y por allá ojea,
salta sobre la vida
gritando «mata mata»
«reteniendo» a quien huía
[...]
Battistino de Tolè
se abalanza contra aquellos jinetes

172
como un perro rabioso
disparando a aquellos mezquinos
[...]
viva, viva Battistino.133

o expresiones de factura más elaborada como las «dezimas que se


aliaron en la puente que derribó el castellano».134
Del mismo modo, la competencia textual y lingüística está estre­
chamente vinculada a los ámbitos de producción y apropiación del
texto. Cuando se trata de burlas o insultos se pueden hallar desde
expresiones estereotipadas y ritualizadas hasta otras fruto de una
mayor inventiva e imaginación.135A tal menester no es raro tampo­
co que se señale la incorrección de algunos textos o la insuficiente
calidad de ciertos versos, como sucedió con los tres escritos anti­
franciscanos que se lanzaron en la villa de Muge (Portugal) en 1576,
«que contenían algunos versos mal hechos».136 En relación a unos
«papelillos a modo de pasquín», que aparecieron colgados el 27 de
abril de 1694 en la portería del Colegio de la Compañía de Jesús en
Santarem, el informante, además de advertir su contenido herético
-«Considerada, no obstante, la materialidad de algunas palabras y
abstrayendo si el autor del papel lo escribió estando alucinado o sin
saber lo que escribía, me parece herético e injurioso contra nuestra
santa fe»-, anotó igualmente las deficiencias del texto, escrito en la­
tín -«El tal papel, según su forma, no tiene construcción gramatical
alguna porque consta de ciertas palabras que carecen de significa­
do»-, al punto de precisar que debía corresponder a una persona
muy ignorante o sin juicio: «con gran fundamento se puede presu­
mir que fue escrito por personas muy ignorantes o que maliciosa­
mente escriben en la dicha forma o que el autor estaría sin juicio».137
Sin embargo, cuando se trataba de pasquines producto de una es­
trategia más organizada, como la que observamos en muchas con­
testaciones políticas, religiosas o sociales, se aprecia una mayor ela­
boración tanto en los aspectos lingüísticos y textuales como en el
repertorio de las ilustraciones o en la calidad de los soportes emplea­
dos. Por ello, la corrección de los términos usados y la pulcritud or­
tográfica de algunos de esos libelos hace sospechar que sus autores
no eran otros que los mismos escritores, bachilleres, estudiantes y
personas letradas que tomaban parte en cualquiera de los certáme­
nes poéticos de la época.138
La eficacia comunicativa de estas escrituras se asienta en el verbo
pero sin descuidar el lenguaje más inmediato y directo de la ima­
gen. Dicha intersección podía producirse en el sentido más elemen­

173
tal que señalan los habituales dibujos obscenos y las representacio­
nes fálicas, las astas de toro señalando al esposo de mujer adúltera,
el dibujo de unos carros en la puerta de las casas, recibido como sím­
bolo de la muerte, o las ristras de ajos relacionadas con la brujería.
Otros, aun siendo más historiados, resultaban también aptos para
una comprensión masiva por la precisa significación de sus figuras.
Pienso ahora en un pasquín aparecido en Roma en 1654 que ironi­
zaba sobre la decadencia de la monarquía hispánica, representada
por una vaca gorda y de enormes ubres de la que mamaban tantos
becerrillos como enemigos tenía:

En Roma ha salido un pasquín gracioso. Una vaca muy gruesa, con grande
ubre, escrito en la frente España. Muchos becerrillos que la maman alrededor,
con rótulos: Inglaterra, Flandes, Holanda, Francia, Alemania, Italia y otros ene­
migos nuestros. Asido de los cuernos, el rey de Francia, teniéndole casi torcida la
cabeza, y sobre el lomo, muchos togados con sus gorras, y palos en las manos, que
la van guiando, con rotulillos que salen de los labios diciendo: «Por acá; por allá;
bien va; dejadla, no caerá».139

El final del viaje

Al término de este recorrido, de nuevo quiero dar la palabra a Je­


rónimo de Barrionuevo, cuyos apuntes de observador curioso tanto
me han guiado por la selva de esta aventura. En el punto que aho­
ra lo traigo, refiere el testimonio de un códice facticio, a la sazón un
breviario ricamente encuadernado, impreso en Venecia con los em­
blemas pontificios, que llegó a las manos del Papa en 1655. Al abrir­
lo, éste halló en él tal cantidad de pasquines que su disgusto fue
mayúsculo, incluso, dicen, que fue esa «una de las causas que le hi­
cieron abreviar más los días de su vida»:

Dícese que llegó a manos del Papa antes de morir un breviario ricamen­
te encuadernado, impreso en Venecia con el retrato de la señora Olimpia, con
la tiara en la cabeza y las llaves de San Pedro en las manos, y muchos pas­
quines en todo él, de que recibió gran pesar; y llamando al Embajador de
aquella Señoría, se lo mostró, quejándose de ella; a que satisfizo después
de haberla visto, que aquello era hecho dentro de Roma, quitando y añadien­
do el encuadernador lo que allí venía, y no en otra parte, siendo ésta una de
las causas que le hicieron abreviar más los días de su vida.140

Real o no, lo imaginado también es materia de la historia, del modo


en que ésta fue vivida y entendida por sus actores. En ese caso, el
pasquín consumó su objetivo e hizo efectivo el trastorno tantas ve-

174
ces pretendido por muchos de los testimonios que he reunido en es­
tas páginas. Por supuesto, no siempre tuvo por qué ser de ese modo;
otras, los pasquines, carteles y graffiti tuvieron una funcionalidad
más ordinaria y hasta vulgar. Pero en todos los casos nos sirven
para medir la temperatura del momento, el latido real de la cotidia-
neidad, el valor de la palabra prohibida. Por ello merecen que los
rescatemos del fondo de los archivos o los reconstruyamos a partir
de las representaciones y descripciones, literarias o artísticas, que
de los mismos se conservan. Al despejar el polvo que hoy los recubre
en los expedientes donde perviven y al sacarlos del refugio mudo de
los archivos y bibliotecas, en su formato original o copiados, para co­
locarlos sobre la mesa del historiador, tenemos delante la oportuni­
dad de imaginar el momento de su fijación sobre el muro, cuyo ras­
tro permanece en los restos de cera o engrudo mezclados con los
granos de la piedra, recuperar el eco de ciertas voces habitualmen­
te silenciadas, vivir aventuras similares y, siempre, emprender un
viaje barroco al país de las denuncias, de las invectivas, de las mez­
quindades y de las esperanzas políticas. Al menos, eso es lo que he
intentado experimentar en estas páginas.

Textos

1. Copia m anuscrita de un pasquín de 1669


Biblioteca Nacional, Madrid, ms. 2582, fol. 111. Otra versión, ligeramente distinta,
puede verse en Mercedes Etreros, La sátira política en el siglo x v i i , cit., pág. 467, sin
fecha ni signatura de procedencia.
Pasquín que se puso en las puertas de Palacio, Madrid 7 de henero de 1669.
Píntanse las armas de España entre dos águilas, una blanca y otra negra, que
tenían entre las uñas el corderillo del tussón y abaxo los consexeros en forma de lo­
bos hambrientos, y esta redondilla:

El corderillo a las ágilas


Entre aquesta confusión
aquestas que me atropellan
aunque ves que me desuellan
no me quitan el tusón.

A lo lobos
De mis pobres carnes luego
estos que nunca están artos
me comen asta los quartos
entre lobos anda el juego.

175
Fig. 1. Pasquín judaico difundido en Santa- Fig. 2. Verso del pasquín anterior.
rem (Portugal), 1689. Arquivos Nacionais de
Torre do Tombo, Inquisiçâo de Lisboa, liv.
258, «Cadernos do Promotor», fol. 296 r.

dvM-STA;ï!
JSAB£UiK-VACH
■DA PlSÓNAR

Fig. 4. Cartel infamante (fia. 1580-1600). Ar-


chivio di Stato di Bologna, Archivio del Tri­
bunals del Torrone, reg. 2607, fol. 5v. Repro­
ducido de C. Evangelisti, «Acetto calamo...,
cit., fig. 15.

Fig. 3. E l c le r o r id ic u liz a d o . Copia nota­


'"’¿ y j J x F V i i 3 Æ φ Ϋ Ϊ & Ϊ Ά β h J~7 ÜiJ" -S-,^
rial de un cartel infamante aparecido en la
frXTS.fWrxyss7' rjfTJ^rktl svo -
ííWNí.^/r λμ is ciudad de Faenza (Italia) contra los frailes
<:'//? 77TN STMf&Mic/frJyHA?»* M-Xky:· Mosehone y Bardassone (ca. 1580-1600).
vxTvfTAâSfi « Archivio di Stato di Bologna, Archivio del
,YM'TJMVVi X'T'PÎ'é1 ?r -'<û
Trïbunale del Torrone, reg. 1648, fol. 198v.
Reproducido de C. Evangelisti, «Acetto cala­
mo..., cit., fig. 3.

176
Las armas
Gimen las armas de España
más con sentimientos mudos
de que tienen sus escudos
las ágilas de Alemania.

Del pico del ágila blanca salía esta letra que deçia:

Dineros y no consexeros

De la negra ésta:

Usque ad consumaçionem seculo.

2. Un libelo contra la virginidad de M aría (Granada, 1640)


Francisco Henríquez de Jorquera, Anales de Granada. Descripción del Reino y Ciudad de
Granada. Crónica de la Reconquista (1482-1492). Sucesos de los años 1588 a 1646. Fac­
símil de la edición de Antonio Martín Ocete (1934), con estudio preliminar de Pedro Gan
Giménez e índice preparado por Luis Moreno Garzón, II, Granada, Universidad de Gra­
nada-Ayuntamiento de Granada 1987. He normalizado la acentuación de los textos.

abril, 6
[pág. 846] En seis días del dicho mes de abril deste dicho año de 1640, viernes san­
to por la mañana, amaneció en las esquinas de la pared de las casas del cavildo desta
ciudad de Granada, un libelo infamatorio en contra de nuestra Santa fe católica y en
contra de la pureza y virjinidad de nuestra Señora, el qual le hallaron fijado en la di­
cha pared y los que le hallaron le llevaron al Tribunal del Santo oficio. Estava escrito
con una pluma de caña; causó este libelo grande escándalo en los vecinos desta ciudad.

abril, 9
[pág. 847] En nuebe días del dicho mes de abril deste año de 1640, segundo día
de pasqua de Resureción, el tribunal Santo de la Ynquisición con acuerdo de los de­
más tribunales que se ofrecieron para ello enbiaron a la santa Yglesia al licenciado
Sebastián Pretel, clérigo presvítero y secretario del Santo oficio el qual publicó y leyó
en la dicha Santa Yglesia un edito por el Santo Tribunal publicando y declarando por
herejes a todos aquellos que pusieron el libelo o fuesen cónplices en el delito o encu­
bridores y prometiendo mil ducados por parte de la ciudad a qualquiera que los des­
cubriese luego pagados y ansimismo se hicieron grandes prisiones de portugueses
por indicios, aunque al presente no se descubrió cosa alguna.

abril, 15
[pág. 850] Domingo quince días de abril el Tribunal Santo de la Ynquisición, pro­
siguiendo con las censuras contra los pérfidos herejes que pusieron los libelos en con­
tra de nuestra Santa fe católica, se leyó en la Santa Yglesia el anatema matando be-
las y tocando canpanas, dando por públicos escomulgados a los fautos de tan sacrilego
delito, a ellos y a los encubridores y boluiendo a prometer de nuebo los mil ducados
para la persona que los descubriese.

177
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Fig. 5. Marco Carolei, cornudo. Cartel in­


famante fijado cerca de su casa (1601). Ar- Fig. 6. Inscripción incisa, 1579. Catedral de
chivio di Stato di Roma, Tribunale Crimina­ Mallorca, exterior de la Sala de Campanas.
le del Governatore, Processi sec. xvii, b. 167, Reproducido de M. Bernât i Roca et al., Els
fol. 107. Reproducido de A. Petrucci (éd.), graffiti del campanar..., cit., fig. 95.
Scrittura e popolo..y cit., núm. 76 (págs. 24,
78).

Fig. 7. Graffiti figurativo i:


so, 1610. Catedral de Mal
ca, Cámara mediana. Re]
ducido de M. Bemat i Roc;
al., Els graffiti del campana
cit., fig. 17.

178
abril, 16
[pág. 851] En este día diez y seys del dicho por la noche los jentiles hombres de
las casas ylustres de Granada y de señoras otras nobles y oidores, hicieron una más­
cara muy galante en festejo de nuestra Señora del triunfo, todos a cavallo con sus ha­
chas y muy lucidas galas a quien apadrinaron algunos cavalleros; pasearon la ciudad
y en las partes públicas iban fijando carteles de madera fijadas en ellas el nonbre de
María con letras de oro en canpo açul y en cada una un atributo por escudo, que fue
una cosa de que dieron mucha alegría y ánimo a los debotos pechos de quien sienpre
se dedica a tan soberana reina.

abril, 18
[pág. 851] Miércoles diez y ocho días del mes de abril deste dicho año de 1640 los
dos cavildos desta ciudad de Granada, el de la Santa Yglesia y el de la ciudad cele­
braron una grandiosa fiesta a nuestra Señora en la dicha Santa Yglesia, a fin que
nuestra Señora descubriese a los que pusieron el detestable libelo; hicieron dos alta­
res grandiosos a las dos lados de la capilla de nuestra Señora del Antigua, a la qual
baxaron más baja en un grande altar curiosamente adereçado, a donde estubo por
espacio de ocho días a donde se hacían cada día grandes rogatibas.

abril, 20
[pág. 852] Y este día viernes en la noche los terceros de la horden de nuestro pa­
dre San francisco fueron con grandísima deboción al Sacromonte Ylipulitano en pro­
cesión con mucha jente de acompañamiento, todo a fin a que nuestro Señor descu­
briese los protervos herejes del libelo. Salióles a recebir el cavildo, abad mayor y
canónigo del Sacro Monte, todos con su cera; hiçoles una grande plática el doctor don
francisco de barahona, canónigo del Monte Santo y ansimismo ubo esta noche en el
Sacro Monte muchos fuegos y luminarias maravillosos.

mayo, 22
[pág. 857] En veynte y dos días del mes de mayo deste año de 1640 el cavildo de
la Santa Yglesia de Granada empeçô un nobenario de fiestas a nuestra Señora de la
Antigua con sus rogatibas, a fin de que nuestro señor descubriese los protervos ere-
jes que pusieron los libelos en contra de la pureça virjinal suya; fueron las fiestas y
nobenario de mucha hostentación: el primero día acudió a asistir el cavildo de la ciu­
dad a las vísperas y a la misa y los demás días las Relijiones de quien era el púlpito,
por conbidados para la fiesta.

junio
[pág. 862] En este año de 1640, por el mes de junio, el tribunal del Santo Oficio
de la Ynquisicion prendió por indicios de los libelos a uno de los hermitaños del
Triunfo de nuestra Señora abiendo confesado ser él. En siete días del mes de junio
deste dicho año el tribunal enbióle gracias a los demás tribunales, dándoles quenta
del caso y se publicó por la ciudad. Por lo qual se pregonó por el señor Correjidor que
la noche siguiente se pusiesen luminarias: mandóse repicar las canpanas y se dieron
gracias a Dios y a nuestra Señora por tal fabor. El cavildo y rejimiento fue a dar
las gracias a la Santa Yglesia, que junto con el cavildo eclesiástico las dieran y se
cantó el Te Deum laudamus y el tribunal del Santo Oficio con sus familiares fueron
a dar las gracias al Triunfo de la Virjen de día por la tarde. Y ansimismo el majes­
tuoso acuerdo fue a dar las gracias al Real conbento de nuestra Señora de gracia con

179
todos sus ministros a cavallo, que pareció muy bien. El cavildo de la ciudad después
de aber vuelto a su cabildo de dar las gracias botaron fiestas reales de toros las qua­
les se pregonaron esta dicha tarde p a - /[pág. 863] ra veynti y cinco días del mes de
agosto. Llegó la noche y se encendió en fuegos toda la ciudad y se disparó toda el ar­
tillería en el Alhambra y demás fortaleças y para que la fiesta fuese cunplida se pre­
vino para las once de la noche una curiosa máscara hordenada de repente, de la qual
fueron padrinos [sigue relación de personas], que fueron los que cerraron la máscara
que alegró mucho a toda la jente que con mil victorias le aplaudieron. Baxaron esta
dicha noche antes de la máscara los señores canónigos del Sacro Monte en procesión
a dar gracias al Triunfo de nuestra señora y los Padres Capuchinos y otros conben-
tos con sus comunidades, todos goçosos y contentos de que Dios ubiese descubierto al
causador de tantas inquietudes.

julio 8
[pág. 863] Y el domingo siguiente, ocho del dicho mes de julio, para que tubiese
la fiesta el lucimiento que se requería se previnieron ocho toros para que corriesen
por la tarde deste dicho día y para alentar a los cavalleros para principio de las di­
chas fiestas pregonadas corriéronse los ochos toros en la plaça de bibarrambla que se
desenbarçô para el dicho efeto con que tubo la fiesta todo el lleno que pudo tener.

diciembre, 16
[pág. 879] En dies y seis días del dicho mes de dicienbre deste año de 1640, do­
mingo, se hiço un aucto público en esta ciudad de Granada por el tribunal del Santo
Oficio de la Ynquisición; hiçose en el real conbento de Santo Cruz a donde fueron pe­
nitenciados siete personas, quatro honbres y tres mujeres. Entre los quales fue peni­
tenciado el ermitaño del Triunfo de nuestra Señora por aber puesto los libelos en con­
tra de la pureça de la Virjen y por averie hallado virjen de toda raça y aberse dado a
la misericordia le sacaron con un sanbenito y los condenaron para las galeras por
dies años.

3. Lo s panfletos durante la rebelión de los catalanes (1640)


Discursos tocantes al Principado de Cathaluña para su govierno y conservación,
1640. Arquivos Nacionais Torre do Tombo. Casa Cadaval, 23, fols. 160-206: 160v.
En esta ocasión no he podido contenerme, en los límites del silencio, porque auien-
do llegado a mis manos un papel impreso en Barcelona que se intitula Proclamación
Católica a la Magestad piadosa de Phelipe el grande, rei de las Españas y emperador
de las Indias, nuestro señor, por los consilleres y consejo de ciento de la ciudad de Bar­
celona, y teniendo por noticia de que corrían muchos en esta corte, procuré auer alguno
a las manos, y me afligí tanto de uer los desacuerdos que contiene, que no tube mayor
consuelo, en el dolor que me causaron, que imaginar que este papel era supuesto de
algún enemigo de los ministros y que tomaba el nombre y autoridad de el gouierno
de tan insigne ciudad, para derramar la ponçofla de su corazón malicioso, apasiona­
do y ciego; después llegué a entender que corría por lo que sonaba y que se tenía por
cierto que se auía echo con sabiduría y orden de los consilleres, y (aunque no lo creo,
por no dar por cierto quanto e oído se puede decir de la ceguedad con que en ese
gouierno se procede), viendo que el sentimiento y juicio común es contra el mío en el
autor que da este papel, e tenido por mi obligación (como ijo de mi patria que siempre
se condolerá de que la empeñen en desaciertos y le desea de todo coraçôn el bien y des­
canso de que a goçado tantos años), tomar la pluma con sinceridad y celo para aduer-

180
tir sin pasión las inconsideraciones y inconuenientes que pueden reconocer los menos
atentos...

4. Avatares de un pasquín contra el rey muerto (1599)


Luis Cabrera de Córdoba, Relación de las cosas sucedidas en la corte de España des­
de 1599 hasta 1614, prólogo de Ricardo García Cárcel, Valladolid, Junta de Castilla
y León-Consejería de Educación y Cultura, 1997 (facsímil de la edición de 1857),
págs. 55-56, «De Madrid 1.° de enero de 1600». He normalizado los acentos y desa­
rrollado la abreviatura de Su Magestad.

De algunos días a esta parte anda en esta Corte un papel intitulado: El Confuso e
ignorante gobierno del Rey pasado, con aprobación del que agora hay, y en él se habla
muy mal y con grande libertad del Rey difunto y de sus ministros; el cual se ha toma­
do muy mal por todos los que lo han leído, y aún se entiende que han ido a Italia y
Francia y otras partes diferentes traslados de él, y conforme a esto se ha murmurado
de no se hacer proceder a la averiguación y castigo contra quien le hubiese hecho. Los
predicadores han comenzado a reprenderlo en los púlpitos, y el último domingo del
adviento fray Castroverde, en la capilla Real, cargó la mano a Su Majestad sobre ello.
Y dentro de dos días después, prendió un alcalde de Corte a Iñigo Ibáñez, secretario
del Rey y del duque de Lerma, porque se averiguó que lo había hecho él; al cual llevó
a la cárcel de Corte y puso en la cámara del tormento, donde está, y juntamente han
preso a otros diez o doce, por haber escrito y dado traslado del dicho papel, con lo cual
parece que el pueblo se ha sosegado, esperando se ha de hacer ejemplar castigo. Te­
nían creído que Su Majestad y el duque de Lerma lo sabían y disimulaban, lo que a
todos parescía mal, principalmente que se decía que estando en Valencia Su Majes­
tad, lo leyeron muchos allá, y que según ha andado público, no era posible haber de­
jado de llegar a sus oídos; pero agora afirman entrambos que hasta que se predicó en
la capilla Real, no lo habían entendido; esto constará del castigo que se hiciere, que si
es conforme a lo que merece tan grande atrevimiento, será muy ejemplar.

5. Los muros toman la palabra en los palacios de Cortés (después de 1521)


Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España
(1568), edición de Miguel León-Portilla, texto a partir de la edición crítica de Carme­
lo Sáenz de Santa María, b, Madrid, Historia 16, 19853 («Crónicas de América», 2b),
cap. CLVII, «Cómo mandó Cortés adobar los caños de Chapultepeque, e otras mu­
chas cosas», págs. 124-125. Los textos en cursiva, señalados así en la edición que sigo,
indican que no constan en el manuscrito de Guatemala, una de las versiones que han
transmitido la Historia de Bernal.

y como Cortés estaba en Cuyoacan y posaba en unos grandes palacios que estaban
blanqueados y encaladas las paredes, donde buenamente se podía escribir con car­
bón y con otras tintas, amanecían cada mañana escritos motes, unos en prosa y otros
en versos, algo maliciosos, a manera como mase-pasquines e libelos·, y unos decían
que el sol y la luna y el cielo y estrellas y la mar y la tierra tienen sus cursos, e que
si algunas veces salen más de la inclinación para que fueron criados más de sus me­
didas, que vuelven a su ser, y que así había de ser la ambición de Cortés en el man­
dar; y otros decían que más conquistados nos traía que la misma conquista que di­
mos a México, y que no nos nombrásemos conquistadores de Nueva España, sino

181
conquistados de Hernando Cortés; y otros // decían que no bastaba tomar buena par­
te del oro como general, sino tomar parte de quinto como rey, sin otros aprovecha­
mientos que tenía; y otros decían: «¡Oh, qué triste está el anima mea hasta que la
parte vea!» Otros decían que Diego Velázquez gastó su hacienda e descubrió toda la
costa hasta Pánuco, y la vino Cortés a gozar; y decían otras cosas como estas, y aun
decían palabras que no son para decir en esta relación. Y como Cortés salía cada ma­
ñana y lo leía, y como estaban unas chanzonetas en prosa y otras en metro, y por muy
gentil estilo y consonancia cada mote y copla a lo que iba inclinada y a fin que tiraba
su dicho, y no como yo aquí lo digo; y como Cortés era algo poeta, y se preciaba de dar
respuestas inclinadas a las loas de su heroicos hechos, y deshaciendo los del Diego
Velázquez y Grijalba y Narváez, respondía también por buenos consonantes y muy a
propósito en todo lo que escribía; y de cada día iban más desvergonzados los metros,
hasta que Cortés escribió: «Pared blanca, papel de necios». Y amanecía más adelan­
te: «Y aun de sabios y verdades». Y aun bien supo Cortés quién lo escribía, y fue un
fulano Tirado, amigo de Diego Velázquez, yerno que fue de Ramírez «el viejo» que vi­
vía en la Puebla, y un Villalobos, que fue a Castilla, y otro que se decía Mansilla, y
otros que ayudaban de buena para que Cortés sintiese a los puntos que le tiraban. Y
Cortés se enojó y dijo públicamente que no pusiesen malicias, que castigaría a los
ruines desvengorzados.

Notas
1. «Y el lunes siguiente, a 19 de éste [febrero de 1657], amanecieron en todas las
partes públicas otros pasquines pintados, graciosos...», véase Avisos de don Jerónimo
de Barrionuevo (1654-1668), II, edición y estudio preliminar por A. Paz y Melia, Ma­
drid, Atlas, («Biblioteca de Autores Españoles», CCXXII), 1969, págs. 59-60, y en la
antología Jerónimo de Barrionuevo, Avisos del Madrid de los Austrias y otras noti­
cias, edición, introducción y glosario de José M .a Diez Borque, Madrid, Editorial Cas-
talia-Comunidad de Madrid, 1996, pág. 169, Madrid, 21 de febrero de 1657. Esta fe­
cha, que anotaré siempre que cite los Avisos de Barrionuevo, corresponde al día en
que el autor consigna por escrito las noticias que periódicamente iba reuniendo.
2. Arlette Parge, La atracción del archivo, Valencia, Edicions Alfons el Magná-
nim, Institució Valenciana d’Estudis i Investigació, 1991 [originalmente, Le goût de
l’archive, París, Editions du Seuil, 1989], págs. 47-48.
3. Aunque referido principalmente al ámbito italiano, véase Francesco Sabatini,
Sergio Raffaelli y Paolo D’Achille, II volgare nelle chiese di Roma. Messaggi graffiti,
dipinti e incisi dal i x al X V I secóla, Roma, Bonacci Editrice, 1987; y Claudio Ciociola
(ed.), «Visibile parlare». Le scritture esposte nei volgari italiani dal Medioevo al Ri-
nascimento, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1997.
4. Peter Burke, Scene di vita quotidiana nell’Italia moderna, Roma-Bari, Laterza,
1988 [origalmente, The Historical Anthropology of Early Modern Italy. Essays on Per­
ception and Communication, Cambridge, Cambridge University Press, 1987], pág. 163.
5. Véase Francisco M. Gimeno y Vicente J. Escartí, Los testimonios cronísticos
del uso de las escrituras populares-escrituras criminales en la Valencia del siglo x v i i ,
«Alfabetismo e cultura scritta», nueva serie, 1, 1988, págs. 23-28: 25; y Vicent Josep
Escartí y Marc Jesús Borràs, «Albarans de commoure» a la Valencia del xv. Sobre els
usos públics i criminals de l’escriptura, en Antoni Ferrando y Albert G. Hauf (eds.),
Miscel-lània Joan Fuster. Estudis de llengua i literatura, IV, Barcelona, Publicacions
de l’Abadia de Montserrat, 1991, págs. 75-96.

182
6. Véase V. Marucci, A. Marzo y A. Romano (éd.), Pasquínate romane del Cin-
quecento, Roma, Salerno editrice, 1983; V. Manucci (éd.), Pasquínate del Cinque e
Seicento, Roma, Salerno editrice, 1988; A. Marzo (éd.), Pasquino e dintorni. Testipas-
quineschi del Cinquecento, Roma, Salerno editrice, 1990; y Ch. Lastraioli, Le pas­
quínate italiane del ms. N.A.F. 3107 délia Bibliothèque Nationale di Parigi, «Filolo­
gía & Critica», XXIII, 1998, págs. 72-116.
7. Véase R. Chartier, Pamphlets et gazettes, en R. Chartier y H.-J. Martin
(eds.), Histoire de l’édition française, I, Le livre conquérant. Du Moyen Âge au milieu
du x v if siècle, Paris, Promodis, 1982, págs. 405-425: 405-410.
8. Véase Claudia Evangelisti, «Libelli famosi»: processi per scritte infamanti
nella Bologna di fine ’500, «Annali della Fondazione Luigi Einaudi», XXVI, 1992,
págs. 181-239, y «Accepto calamo, manu propria scripsit». Prove e perizie grafiche ne­
lla Bologna di fine Cinquecento, «Scrittura e Civiltà», XIX, 1995, págs. 251-275.
9. Laura Antonucci, L'alfabetismo colpevole. Scrittura criminale esposta nella
Roma dei ’500 e ’600, en Roma e lo Studium Urbis. Spazio urbano e cultura dei Quat­
tro al Seicento, Atti del convegno, Roma, 7-10 junio 1989, Roma, Ministero per i Beni
Culturale e Ambientali-Uficcio Centrale per i Beni Archivistici, 1992 («Pubblicazio-
ne degli Archivi di Stato», Saggi; 22), págs. 277-288: 278, n. 5.
10. Rita Marquilhas, A faculdade das letras. Leitura e escrita em Portugal no século
x v ii , Dissertaçâo de Doutoramento em Lingüística Portuguesa, Universidade de Lisboa,
1996, pág. 87. Una edición revisada y ampliada será publicada por la Imprensa Nacional.
11. Omito las muchas referencias bibliográficas que se podrían aducir para los
distintos ámbitos geográficos de la Europa Moderna, mucho más por el desarrollo
que los estudios sobre la alfabetización han experimentado en las últimas décadas.
Con todo, en mi descargo, me acojo básicamente a los datos más generales que se
pueden encontrar en Rab Houston, Alfabetismo e societá in Occidente, 1500-1850,
en Attilio Bartoli Langeli y Xenio Toscani (eds.), Istruzíone, alfabetismo, scrittura.
Saggi di storia dell’alfabetizzazione in Italia (see. xv-xix), Milán, FrancoAngeli,
1991, págs. 13-60 [Antes en «Social History», VIII,3, 1983, págs. 269-293] y Literacy
in Early Modern Europe. Culture and Education, 1500-1800, Londres, Longman,
1988; R. Chartier, Las prácticas de lo escrito, en Ph. Ariés y G. Duby (comps.), H is­
toria de la vida privada, III, Del Renacimiento a la Ilustración, Madrid, Taurus,
1989 [originalmente, Les pratiques de l’écrit, en Ph. Ariés et G. Duby (comps.), H is­
toire de la vie privée, III, De la Renaissance aux Lumières, Paris, Seuil, 1985], págs.
113-161: 113-126; y Harvey J. Graff, Storia dell’alfabetizzazione occidentale, II,
L ’età moderna, Bolonia, Il Mulino, 1989 [originalmente, The Legacies o f Literacy.
Continuities and Contradictions in 'Western Culture and Society, Bloomington-In-
dianapolis, Indiana University Press, 1987], págs. 67-136.
12. Gian Bruno Ravenni, La scrittura come segno del potere. I «pasquini» dell’A r-
chivio Storico di San Giovanni Valdarno, en Per un archivio della scrittura popolare.
Atti dei'seminario nazionale di studi, Roveretto, 2-3 ottobre 1987, monográfico de «Ma­
teriali di Lavoro. Rivista di Studi Storici», nueva serie, 1-2, 1987, págs. 182-184: 183.
13. Attilio Bartoli Langeli y Daniele Marchesini, I segni della cittá: Parma, se-
coli xvi-xvill, «Alfabetismo e cultura scritta. Notizie del seminario permanente», [6],
junio 1985, págs. 17-20: 18.
14. Fernando R. de la Flor, La ciudad escrita. Fragmentos para una arqueología
de la lectura urbana, «Astrágalo», 2, 1995, págs. 43-50: 43.
15. A. Bartoli Langeli y D. Marchesini, I segni della città..., cit., pág. 17 y, de los
mismos autores, I segni della cittá: Parma nell’Antico Regime, «Storia Urbana», X,
34, 1986, págs. 5-9: 5.

183
16. Aunque sea solamente de manera introductoria, me he aproximado a ello en
A. Castillo Gómez, La fortuna de lo escrito. Funciones y espacios de la razón gráfica
(Siglos xv-xvil), «Bulletin Hispanique», 100, 2,1 998 , págs. 343-381: 374-380.
17. Sobre ésta, véase Italo Calvino, La ciudad escrita: epígrafes y graffiti (1980),
en su libro Colección de arena, Madrid, Siruela, 1998 [originalmente, Collezione di
sabbia, Palomar, 1990], págs. 119-126. Se trata de una reflexión a propósito del ensa­
yo de A. Petrucci, La scrittura fra ideología e rappresentazione, publicado inicialmen­
te en el tomo X de la Storia dell’arte italiana de la editorial Einaudi (1980) y después
como monografía, La scrittura. Ideología e rappresentazione, Turin, Einaudi, 1986.
18. A. Petrucci, Scritture popolari-scritture criminali nell’Archivio di Stato di
Roma, «Alfabetismo e cultura scritta. Notizie del seminario permanente», [3], sep­
tiembre 1981, págs. 23-25: 24.
19. Arxiu Municipal de Valéncia, Manuals de conseil, A-40, fol. LXXXXIv, 1474,
conseil del 27 de març. Véase la transcripción del texto catalán en Vicent Josep Es­
cartí y Marc Jesús Borràs, «Albarans de commoure»..., cit., pág. 95.
20. Constituiçoens synodaes do arcebispado de Braga, ordenadas no anno de
1639, Lisboa, Na Officina de Miguel Deslandes, 1697, pág. 649.
21. Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, I, edición de Harry Sieber, Ma­
drid, Cátedra, 1980, pág. 236.
22. Gastáo de Meló de Matos, Panfletos do século XVll, «Anais», X (Ciclo da Res-
tauraçâo de Portugal), 1946, págs. 9-273: 16.
23. Sobre este concepto, véase Jacques Le Goff, DocumentoImonumento, en su
libro El orden de la memoria. El tiempo como imaginario, Barcelona, Paidós, 1991
[originalmente, Storia e memoria, Turin, Einaudi, 1982], págs. 227-239 [Anterior­
mente en edición bilingüe, euskera-castellano, en «Irargi. Revista de Archivística»,
II, 1989, págs. 103-131],
24. R. Aulotte, Présentation, en Le pamphlet en France au x v f siècle, París, Eco­
le Normale Supérieure de Jeunes Filles, 1983, pág. 7. Para otro momento, pueden
verse los estudios sobre los grafitos pompeyanos de Pedro Paulo Abreu Funari, Cul­
turad) dominante(s) e culturáis) subalterna(s) em Pompéia: da vertical da cidade ao
horizonte do possível, «Revista Brasileira de Historia», VII, 13, 1986-1987, págs. 33-
48, y, especialmente, su libro La cultura popular en la Antigüedad clásica, Sevilla,
Editorial Gráficas Sol, 1991.
25. Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I, edición del Instituto Cer­
vantes dirigida por Francisco Rico, Barcelona, Instituto Cervantes-Crítica («Biblio­
teca Clásica»; 50), 1998 , pág. 107.
26. Sidney Tarrow, El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción
colectiva y la política, Madrid, Alianza Editorial, 1997 [originalmente, Power in M o­
vement, Cambridge, Cambridge University Press, 1994], págs. 93-115.
27. Joan Garí, Mentre els murs no deixen de parlar. Una visió semiótica del gra-
fiti, en F. M. Gimeno Blay y M .a Luz Mandingorra (ed.), «Los muros tienen la pala­
bra». Materiales para una historia de los graffiti, Valencia, Universitat de Valencia-
Departamento de Historia de la Antigüedad y de la Cultura Escrita, 1997, págs.
247-269: 248.
28. Constituiçoens synodaes do arcebispado de Braga..., cit., pág. 650.
29. Ha sido editado, sin los grabados pero con las notas manuscritas de L’Estoi-
le, en las Mémoires journaux de Pierre de L ’Estoile, publicadas por MM. Brunet,
Champolion, Halphen, Paul Lacroix, Charles Read, Tamizey de Larroque, Tricotel,
TV, Les belles figures et drolleries de la Ligue, Paris? 1888. Véase Christian Jouhaud,
Lisibilité et persuasion. Les placards politiques, en R. Chartier (comp.), Les usages de

184
l’imprimé (χψ-χιχ* siècles), Paris, Fayard, 1987, 309-342: 311 y, del mismo, Nota sui
manifesti e i loro lettori (secoli xvi-xvm), «Annali della Scuola Normale Superiore di
Pisa», Classe di Lettere e Filosofía, serie III, XXIII, 2, 1993, págs. 411-426: 415.
30. Ambos términos han sido empleados por Laura Antonucci, La scrittura giu-
dicata. Perizie grafiche in processi romani del primo Seicento, «Scrittura e Civiltà»,
13,1989, págs. 489-534 y L ’alfabetismo colpevole..., cit., págs. 277-288.
31. Sobre esto me remito a Francisco M. Gimeno Blay, «Défense d’afficher».
Cuando escribir es transgredir, en F. M. Gimeno Blay y M .a Luz Mandingorra Llava-
ta (éd.), Los muros tienen la palabra..., cit., págs. 11-25.
32. Arxiu Municipal de València, Manuals de conseil, A-40, fol. LXXXXIv, 1474,
conseil del 27 de març. Véase en Vicent Josep Escartí y Marc Jesús Borràs, «Alba-
rans de commoure»..., cit., pág. 95.
33. Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española (1611,
con las adiciones de Benito Remigio Noydens publicadas en 1674), edición de Martín
de Riquer, Barcelona, Alta Fulla, 1993, pág. 764.
34. Citado en A. Petrucci, La scrittura..., cit., págs. 117-118.
35. A. Petrucci (ed.), Scrittura e popolo nella Roma Barocca, 1585-1721, Roma,
Edizioni Qasar, 1982, n.° 73 (pág. 24) y n.° 175 (pág. 43), y P. Burke, Scene di vita
quotidiana, cit., págs. 128-129.
36. Constituiçoens synodaes do arcebispado de Braga, cit., pág. 649.
37. Giovan Battista De Luca, II dottor volgare ovvero compendio di tutta la legge ci­
vile, canonica, feudale e municipale nelle cose piú ricevute in pratica, Roma, Giuseppe
Corvo, 1673, pág. 256. Véase en C. Evangelisti, «Libelli famossi»..., cit., pág. 182, parala
cita, y págs. 182-183 y 221-232, en relación a la doctrina jurídica sobre los libelos.
38. Me he ocupado del significado de ellas en A. Castillo Gómez, Del oído a la vis­
ta: espacios y formas de la publicidad del escrito (siglos X V -X V l), en José M .a Soto Rá­
banos (dir.), Pensamiento Medieval Hispano. Homenaje a Horacio Santiago-Otero, I,
Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Centro de Estudios Históri-
cos-Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Castilla y León-Diputación de
Zamora, 1998, págs. 473-496.
39. Una transcripción y reproducción del documento puede verse en Barcelona
en temps dels Austries. La vida a la ciutat en el Renaixement i el Barroc, 1492-1714,
Barcelona, Museu d’História de la Ciutat, Ajuntament de Barcelona, 1996, pág. 152.
40. Francisco Henríquez de Jorquera, Anales de Granada. Descripción del Reino
y Ciudad de Granada. Crónica de la Reconquista (1482-1492). Sucesos de los años
1588 a 1646, II, edición de Antonio Martín Ocete, estudio preliminar por Pedro Gan
Giménez, índice por Luis Moreno Garzón, Granada, Universidad de Granada-Ayun-
tamiento de Granada, 1987, págs. 846-879.
41. Constituiçôes synodaes do arcebispado de Braga (1639), cit., pág. 650.
42. C. Hill, El mundo trastornado: el ideario popular extremista de la revolución
inglesa del siglo x v i i , Madrid, Siglo XXI, 1983 [originalmente, The world turned upsi­
de down. Radical ideas during the English Revolution, Maurice Temple Smith, 1972].
43. Pedro Tena Tena, Censuras literarias en España (1492-1505), «Medievalis-
mo. Boletín de la Sociedad Española de Estudios Medievales», n.° 7,1997, págs. 139-
150: 141.
44. Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Lisboa. Inquisiçâo de Lisboa, liv. 221,
«Cadernos do Promotor», fol. 5r. Véase también R. Marquilhas, A faculdade das le­
tras..., cit., pág. 61.
45. Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Inquisiçâo de Lisboa, liv. 258, «Cader­
nos do Promotor», fol. 296r-v.

185
46. Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Inquisiçâo de Coimbra, liv. 300, «Ca-
dernos do Promotor», fol. 739r.
47. Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Inquisiçâo de Coimbra, liv. 310, «Ca-
dernos do Promotor», fols. 169-172. Además, para los pasquines portugueses véase R.
Marquilhas, A faculdade das letras..., cit., págs. 57-63.
48. Ch. Jouhaud, Lisibilité et persuasion..., cit., pág. 309.
49. Ibid., págs. 311-312 y, del mismo autor, Nota sui manifesti..., cit., págs. 415-416.
50. Para ir abriendo boca, véase el texto del cartel infamante contra el cardenal
Flaminio Piatti, «gobernador de las putas», colocado en la plaza Navona de Roma el
25 de abril de 1601, en A. Petrucci (éd.), Scrittura e popolo, cit., n.° 75 (pág. 24).
51. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo (1654-1658), edición y estudio preli­
minar por A. Paz y Melia, I, Madrid, Atlas («Biblioteca de Autores Españoles», CCXXI),
1968, pág. 67, Madrid, 10 de octubre de 1654.
52. Ibid., pág. 295, Madrid, 12 de julio de 1656.
53. Ibid., pág. 275, Madrid, 6 de mayo de 1656.
54. Hieronymo Freire Serráo, Discurso politico da excellenda, aborrecimiento,
perseguiçâo, & zelo da verdade, Lisboa, Na officina de Lourenço de Anveres, 1647 (1.a
ed., 1634), pág. 134. La tipología de Jerónimo Freire sobre las formas de dirigir la pa­
labra al rey, en cuanto permite comprender el funcionamiento del espacio público,
entendido en sus relaciones con la producción y transmisión de los discursos políti­
cos orales o escritos, fue estudiada por Diogo Ramada Curto, O discurso político em
Portugal (1600-1650), Lisboa, Centro de Estudos de Historia e Cultura Portuguesa-
Projecto Universidade Aberta, 1988, págs. 143-155 y pág. 153, para la cita sobre los
pasquines.
55. Archivo de los Condes de Bomos, Variarum XXII. Editado en Femando J. Bou-
za Alvarez, Del escribano a la biblioteca..., cit., pág. 144.
56. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo..., cit., II, pág. 59; Jerónimo de Ba­
rrionuevo, Avisos del Madrid..., cit., pág. 169, Madrid, 21 de febrero de 1657.
57. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo...,. II, cit., págs. 59-60; J. de Barrio-
nuevo, A visos del Madrid..., cit., págs. 169-170, Madrid, 21 de febrero de 1657.
58. Salisbury Papers, S, pág. 250, el testimonio corresponde al año 1608. Citado
en José M.° Diez Borque, La vida española en el Siglo de Oro según los extranjeros,
Barcelona, Ediciones del Serbal, 1990, pág. 130.
59. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo..., I, cit., pág. 69, Madrid, 14 de oc­
tubre de 1654.
60. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo..., I, cit., pág. 293, Madrid, 5 de julio
de 1656.
61. Añado en nota sólo algunos más. En Bolonia, entre 1620 y 1622, aparecieron
blasfemias y amenazas contra la autoridades políticas y religiosas, aparte de los ex­
crementos que se arrojaron sobre las imágenes sagradas de la ciudad, según refieren
Cario Ginzburg y Marco Ferrari, «La colombara ha aperto gli occhi», en Alfabetismo
e cultura scritta nella storia della società italiana. Atti del Seminario tenutosi a Pe­
rugia il 29-30 marzo 1977, Perugia, Université degli Studi, 1978, págs. 311-319: 312.
En Lisboa, en 1654, se difundieron panfletos críticos contra la Junta de Comercio de
Brasil, véase Gastao de Meló de Matos, Panfletos do século xvii..., cit., pág. 54. Por
último, en la Valencia del siglo x v i i tampoco escasearon los libelos y octavillas contra
los regentes de la ciudad, véase Francisco M. Gimeno y Vincente J. Escarti, Los tes­
timonios cronísticos..., cit., págs. 23-28.
62. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo..., II, cit., pág. 35; J. Barrionuevo,
Avisos del Madrid..., cit., pág. 169.

186
63. José Pellicer y Tobar [José Pellicer de Osau y Tobar], Avisos históricos que
comprenden las noticias y sucesos más particulares ocurridos en nuestra Monarquía,
desde 3 de enero 1640 a 25 octubre 1644, I, Biblioteca Nacional, Madrid, ms. 7692,
fol. 17v. Con algún error de transcripción, en J. Pellicer de Osau, Avisos históricos,
edición antológica a cargo de Enrique Tierno Galván, Madrid, Taurus, 1965, pág. 60.
64. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo..., I, cit., pág. 113; J. Barrionuevo,
Avisos del Madrid..., cit., pág. 167, Madrid, 15 de febrero de 1655.
65. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo..., I, cit., pág. 277, Madrid, 6 de mayo
de 1656.
66. Véase P. Burke, Scene di vita quotidiana..., cap. VIII, «Insulti e bestemmie»,
págs. 118-137.
67. Luis Cabrera de Córdoba, Relación de las cosas sucedidas en la corte de E s­
paña desde 1599 hasta 1614, prólogo de Ricardo García Cárcel, Valladolid, Junta
de Castilla y León-Consejería de Educación y Cultura, 1997 (facsímil de la edición de
1857), pág. 22.
68. Ch. Jouhaud, Nota sui manifesti..., cit., pág. 412.
69. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo..., II, cit., pág. 97, Madrid, 18 de ju ­
lio de 1657.
70. Véase Catálogo de la colección de folletos Bonsoms relativos en su mayor parte
a historia de Cataluña, I. Folletos anteriores a 1701, Barcelona, Diputación Provin­
cial-Biblioteca Central, 1959; y Henry Ettinghaussen (ed.), La guerra deis segadors
a través de la premsa de l’época, Barcelona, Curial Edicions Catalanes, 1993.
71. Algunos apuntes y anotaciones bibliográficas en Joao Francisco Marques,
A parenética portuguesa e a Restauraçâo, 1640-1668. A révolta e a mentalidade, I,
Oporto, Instituto Nacional de Investigaçâo Científica-Centro de Historia da Univer-
sidade do Porto, 1989, pág. 10.
72. Sobre el papel que jugaron en ésta los panfletos, además de los notas gene­
rales de los trabajos ya citados de Ch. Jouhaud y R. Chartier, se puede acudir más
puntualmente a las monografías de Hubert Carrier, La Fronde. Contestation démo­
cratique et misère paysanne. 52 mazarinades, París, EDHIS, 1982, y La presse de la
Fronde (1648-1653): les mazarinades, Ginebra, Droz, 1989-1991; y al estudio de Ch.
Jouhaud, Mazarinades: La Fronde des mots, Paris, Aubier, 1985; así como la lectura
que del mismo hizo Michel de Certeau, L ’expérimentation d’une méthode: les Maza­
rinades de Christian Jouhaud, «Annales. Économies, Sociétés, Civilisation», 1986,
n.° 3, págs. 507-512.
73. Norte de Príncipes, Virreis, Presidentes, Consegeros, Gouernadores y aduer-
timientos políticos sobre lo público y particular de una monarquía, importantísi­
mos a los tales, fundados en materia y raçon de estado y gouierno. Arquivos Nacio-
nais/Torre do Tombo, Casa de Cadaval, 17, «Papéis vários curiosos», fols. 144-174:
147v. El subrayado es mío. Atribuida a Antonio Pérez, según Gregorio Marañón re­
sulta harto dudoso que fuera él su autor, siendo más probable que se deba a Bal­
tasar Alamos de Barrientos, aunque escrita con las ideas del primero. Véase G.
Marañón, Antonio Pérez, Madrid, Espasa-Calpe, 1998 (1947, 1.a ed.), págs. 806,
809, 1029.
74. El texto circuló en francés y en castellano. Uno de los ejemplares traduci­
dos, en Biblioteca Nacional, Madrid, ms. 2366, fols. 208-217. Este volumen contie­
ne precisamente un buen puñado de textos manuscritos e impresos relacionados
con los Sucesos del año 1635.
75. El estudio pormenorizado de las circunstancias y el contenido de los mani­
fiestos y libelos publicados en respuesta al texto francés mereció la atención de José

187
M .a Jover en un estudio ya clásico, pionero en el género de la literatura panfletaria,
1635. Historia de una polémica y semblanza de una generación, Madrid, Consejo
Superior de Investigaciones Cientíñcas-Instituto Jerónimo Zurita, 1949.
76. A. Carvalho de Parada, Epístola al conde-duque Olivares... (1634), en Arqui­
vos Nacionais/Torre do Tombo, Casa Fronteira, 20, pág, 67. Más abreviada la cita en
D. llamada Curto, O discurso político..., cit., pág. 169, nota 96.
77. Papel que o Conde Duque de San Lúcarfez sobre as alteraçôes de Catalunha.
Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Manuscritos da Livraria, liv. 1116, núm. 81,
págs. 716-723: 716.
78. Discursos tocantes..., Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Casa de Cadaval,
23, fols. 160-206. La Proclamación Católica, escrita por el fraile agustino Gaspar
Sala y Berast, pretendía divulgar en forma menos erudita las argumentaciones
que la Junta Especial de Teólogos, convocada por el Principado, había elaborado
para razonar el derecho de éste a empuñar las armas en su propia defensa. Véase
J. H. Elliott, La rebelión de los catalanes. Un estudio sobre la decadencia de España
(1598-1640), Madrid, Siglo XXI, 1977 [originalmente, Cambridge University Press,
1963], pág. 447. El texto de la Junta Especial de Teólogos se puede consultar en Me­
morial Histórico Español, XXI, pág. 251, y la Proclamación Católica en Biblioteca de
Catalunya, Barcelona. Fullets Bonsoms, n.° 5.229, entre otras signaturas.
79. José Pellicer y Tobar, Avisos históricos..., I, cit., Biblioteca Nacional, Madrid,
ms. 7692, fol. 149r.
80. Archivo de la Corona de Aragón, Barcelona. Consejo de Aragón, leg. 287,
n.° 24. Véase también J. H. Elliott, La rebelión de los catalanes..., cit., pág. 417.
81. Secrets Publichs, Pedra de Toch, de les Intencions del Enemich, y Llum de la
Veritat. Que manifeste los enganys, y carteles de uns papers que va distribuint lo ene­
mich per lo Principat de Catalunya, [1641], Biblioteca de Catalunya, Barcelona, Fu­
llets Bonsoms, n.° 9.971, fol. Air. La versión castellana, de donde procede la cita,
puede verse en la misma colección, n.° 2.181, fol. Air.
82. Para estos datos, véase R. Chartier, La ville acculturante, en Histoire de la
France urbaine, 3, La ville classique. De la Renaissance aux Révolutions, Paris, Edi­
tions du Seuil, 1981, págs. 223-282: 281-282; y, del mismo, Pamphlets et gazettes...,
cit., págs. 407-410 y 419-422.
83. Véase H. Ettinghaussen (éd.), La guerra dels segadors..., I, cit., pág. 14. El
autor advierte del carácter aproximativo de tales cantidades, dado que las mismas se
han obtenido a partir de los ejemplares de la colección Bonsoms. Apunta, por ejem­
plo, que en la Biblioteca Nacional de Lisboa se conservan 86 relaciones en prosa del
período 1613-1627 frente a las 23 de la mencionada colección.
84. N. Fernández de Castro, Portugal convenzida con la razón para ser vencida con
las Cathólicaspotentíssimas armas..., Milán, Hermanos Malatestas, 1647, pág. 5. Cita
Fernando J. Bouza Alvarez, Para qué imprimir. De autores, público, impresores y ma­
nuscritos en el Siglo de Oro, «Cuadernos de Historia Moderna», 18,1997, págs. 31-50:42.
85. Véase Joáo Francisco Marques, A parenética portuguesa e a dominaçâo fili­
pina, Oporto, Instituto Nacional de Investigaçào Científica-Centro de Historia da
Universidade do Porto, 1986, págs. 50-51.
86. Timotheo [de Ciabra Pimentel], Exhortaçâo militar, ou lança de Achilles, aos
soldados portuguezes, pela denfesâo do seu rey, reyno, & Patria, em o presente apresto de
guerra. Anno do Senhor 1650, Lisboa, Officina Craesbeeckiana, 1650, fol. 19r.
87. Perez Zagorin, Revueltas y revoluciones populares en la Edad Moderna, I, Movi­
mientos campesinos y urbanos, Madrid, Cátedra, 1985 [originalmente Rebels and Rulers,
1500-1660,1, Society, States and Early Modern Revolution. Agrarian and Urban Re­

188
hellions, Cambridge, Cambridge University Press, 1982], págs. 244-246 y 228 res­
pectivamente.
88. Archivo Histórico Nacional, Madrid, Consejos, leg. 28.020. Lo cita y trans­
cribe Pedro L. Lorenzo Cadarso, Los conflictos populares en Castilla (siglos x v i -x v h ) ,
Madrid, Siglo XXI, 1996, pág. 166, n. 85, de donde lo tomo.
89. Véase Jaume Serra i Barcelo, Graffiti de presos y asilados. El caso de M a­
llorca, en Actas del Coloquio internacional de Gliptografia de Pontevedra (Julio
1986), Vigo, Diputación Provincial de Pontevedra, 1988, págs. 915-933: 918.
90. S. de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana..., cit., pág. 856.
91. P. Burke, Scene di vita quotidiana..., cit., pág. 123.
92. L. Antonucci, La scrittura giudicata..., cit., pág. 498.
93. Referido en Pedro L. Lorenzo, Los conflictos populares..., cit., págs. 168-169.
94. Martín de Riquer y Mario Vargas Llosa, El combate imaginario. Las cartas
de batalla de Joanot Martorell, Barcelona, Barrai Editores, 1972, pág. 126, que
corresponde a la parte de M. de Riquer, «Las cartas de batalla de Joanot Martorell».
Sobre el tema, véase también Cartas de batalla, edición, introducción y notas de An­
tonio Orejudo, Barcelona, P.P.U., 1993.
95. Véase Xavier Torres, El bandolerisme catalá del barroc, en Torna, torna Se-
rralonga: Historia i llegenda deis bandolers catalans del barroc, Barcelona, Funda-
ció La Caixa, 1995, págs. 13-40: 18-19.
96. M. de Riquer y M. Vargas Llosa, El combate imaginario...., cit., págs. 128-
129 y 140-143, respectivamente.
97. Véase Pero Roïz Soares, Memorial (1565-1628), I, Leitura e revisâo de M.
Lopes de Almeidra, Coimbra, Universidade, 1953, págs. 316-318 (fol. 175 del manus­
crito original).
98. Véase el texto original en M. de Riquer y M. Vargas Llosa, El combate ima­
ginario...., cit., pág. 141.
99. Ibid., pág. 141.
100. Ambos en Claudia Evangelisti, Accetto calamo..., cit., figs. 5 y 15.
101. El relato de este episodio, reconstruido a partir del expediente abierto por
el Tribunal criminal del Torrone, puede verse en C. Evangelisti, Angella Vallerani,
viuda (1559-C.1600), en O. Niccoli (ed.), La mujer del Renacimiento, Madrid, Alianza
Editorial, 1993 [originalmente, Rinascimento al femminile, Roma-Bari, Laterza,
1991], págs. 231-270: 265.
102. Para estos testimonio, véase A. Petrucci (ed.), Scrittura e popolo..., cit., n.° 76
(págs. 24, 78), n.° 78 (págs. 25, 79) y n.° 79 (pág. 25), además del n.° 125: 1,2,3,6 y 8
(pág. 34); y P. Burke, Scene di vita quotidiana..., cit., pág. 118.
103. Véase M .“ Luz Mandingorra Llavata y Elisa Varela Rodríguez, Escribir en
el Palacio Real. Los «graffiti» del mirador del rey Martí, en F. Gimeno Blay y M .a Luz
Mandingorra Llavata (eds.), «Los muros tienen la palabra», cit., págs. 115-119.
104. Véase José Sarrate i Forga, Signos lapidarios y de prisioneros en el Palacio
de la Pahería de Lérida, «Ilerda», XLIV, 1983, págs. 437-465.
105. J. Serra i Barcelo, Graffiti de presos y asilados..., cit.; y Margarida Bernat i
Roca, Elvira González Gonzalo y Jaume Serra i Barcelo, Els graffiti del campanar de
la Seu de Mallorca, «Estudis Baleàrics», IV, 1986, n.° 23, págs. 7-46 + ils.
106. Dietari del capellá dAlfons el Magnánim. Introductio, notes i transcripció per
Josep Sanchis Sivera, Valencia, Acción Bibliográfica Valenciana, 1932, pág. 387. Véase
también Vicent J. Escartí y Marc Jesús Borras, «Albarans de commoure»..., cit., pág. 94.
107. Real Academia de la Historia, Madrid, N-3, fol. 73r-v: r., sin fecha pero de fi­
nales del siglo XVI. Debo la noticia y fotocopia del documento a Ana Martínez Pereira.

189
108. Biblioteca Nacional de Lisboa, Códice 589, fol. 76r.
109. José Pellicer y Tobar, Avisos históricos..., I, cit., 24 de enero de 1640. Bi­
blioteca Nacional, Madrid, ms. 7692, fol. 17v; y también en J. Pellicer, Avisos histó­
ricos... cit., pág. 60.
110. Véase Ch. Jouhaud, Quelques réflexions sur les placards imprimés et leurs
réceptions entre Ligue et Fronde, en Le livre et l’historien. Etudes offertes en l’honneur
du Professeur Henri-Jean Martin, Ginebra, Librairie Droz, 1997, págs. 403-413: 403.
111. A los ya citados puedo añadir otros testimonios: «pusieron escritos infames
en los lugares públicos de esta villa», Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Inquisiçâo
de Coimbra, liv. 300, «Cadernos do Promotor», fol. 739r; «Pasquín que se puso en una
puerta en el mismo año 1658», Biblioteca da Ajuda, Lisboa, 49-III-50/206, fol. 484r;
«Dezimas que se aliaron en la Puente que derribó el castellano...», Arquivos Nacio­
nais/Torre do Tombo, Misceláneas Manuscritas, 840, fols. 119-120, ;
112. Ch. Jouhaud, Lisibilité..., cit., págs. 311-312, y Manifesti..., cit., págs. 415-416.
113. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo..., II, cit., págs. 54-55; J. de Barrio-
nuevo, Avisos del Madrid de los Austrias, cit., pág. 169. Véase también el que he uti­
lizado para el título del presente trabajo citado en nota 1.
114. Véase R. Fanshawe, Original letters, pág. 150. Citado en José M .aDiez Bor-
que, La vida española en el Siglo de Oro, cit., pág. 130. Con una variante, segura­
mente más adecuada, del texto escrito sobre las paredes, «Si el Rey no muere, el
Reino muere» y «Levántate Sevilla, te seguirá Castilla», lo recoge Maura Gamazo, ci­
tando Cartas de Poetting a Leopoldo y Portia y de Fanshaw a Bennet de 21 de oc­
tubre de 1664. Véase Gabriel Maura Gamazo, Carlos I I y su corte, 1 : 1661-1669, Ma­
drid, Librería de F. Beltrán, 1911, pág. 93.
115. Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Inquisiçâo de Lisboa, liv. 258, «Cader­
nos do Promotor», fol. 294r.
116. Tomo el término de la expresión «público da praça» que emplea Rita Mar-
quilhas, A faculdade das letras..., cit., pág. 63.
117. Cita, sin fecha precisa, P. Burke, Scene di vita quotidiana..., cit., pág. 131.
118. Antonine de Brunei, Voyage d’Espagne curieux, historique et politique. Fait
en l’année 1655, Paris, Charles de Sercy, 1665. Edición castellana en J. Garcia Mer-
cadal, Viajes de extranjeros por España y Portugal, II: Siglo xvn, Madrid, Aguilar,
1959, págs, 401-522: 418 (para el testimonio). Véase José M .a Diez Borque, La vida
española..., cit., pág. 189. De la monumental obra de García Mercadal acaba de apa­
recer una nueva edición publicada por la Junta de Castilla y León, Consejería de
Educación y Cultura, Valladolid, 1999.
119. Referencias sobre ello en fray Jaime Rebullosa, Relación de las grandes
fiestas que en esta ciudad de Barcelona se han hecho a la canonización de su hijo San
Ramón de Peñafort, Barcelona, Jayme Cendrat, 1601, págs. 10, 85, 142, 207, etc.
120. G. Maura Gamazo, Carlos I I y su corte, I, cit., págs. 21-22. Para las sátiras
y pasquines difundidos durante este reinado, véanse también los testimonios recogi­
dos en I, págs. 559-623 y II, Madrid, Librería de F. Beltrán, 1915, págs. 497-547.
121. Archivo de la Corona de Aragón, Barcelona, Consejo de Aragón, Leg. 287,
n.° 9, fol. Ir.
122. Así, durante las agitaciones aragonesas de 1591, estando Antonio Pérez en
la cárcel de la Inquisición, muchos de los pasquines que salieron en su defensa criti­
cando al Rey, el Gobierno o el Tribunal de la Santa Fe fueron obra suya y de perso­
nas bien conocidas en la ciudad de Zaragoza, caso de Cosme Pariente, el maestro Ba­
sante, don Martín de Bolea, Ganarco, un criado del duque de Villahermosa o el poeta
Juan Jerónimo Despes. Véase G. Marañón, Antonio Pérez, cit., págs. 608-610.

190
123. Claudia Evangelisti, Angella Vallerani..., cit., pág. 265, año 1594.
124. Véase Claudia Evangelisti, Accetto calamo..., cit., págs. 255-256.
125. Véase L. Antonucci, L ’alfabetismo colpevole..., cit., pág. 282.
126. De hecho, en los procesos boloñeses se constata en 11 de los 17 casos concer­
nientes a libelos producidos por un intermediario gráfico. Véase C. Evangelisti, «Libelli
famosi»..., cit., págs. 196,199-200, y, de la misma autora, <Accetto calamo»..., cit., pág. 254.
127. Archivo de la Corona de Aragon, Barcelona, Consejo de Aragon, Leg. 287,
n.° 9.
128. Referencias a ello en A. Petrucci (éd.), Scrittura e popolo..., cit., n. ° 78
(pág. 25); P. Burke, Scene di vita quotidiana..., cit., pág. 118; y R. Marquilhas, A fa-
culdade das letras..., cit., pág. 63.
129. Ch. Hill, El mundo trastornado..., cit., pág. 11.
130. Véase A. Fox, Ballads, libels and popular ridicule in jacobean England,
«Past and Present», CXLV, 1994, págs. 47-83. Véase también R. Chartier, Lecturas,
lectores y «literaturas» populares en el Renacimiento, en su libro, Sociedad y escritura
en la Edad Moderna. La cultura como apropiación, México, Instituto Mora, 1995,
págs. 139-156: 145.
131. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo..., I, cit., pág. 116, Madrid, 13 de
marzo de 1655.
132. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo..., I, cit., pág. 220 y J. Barrionuevo,
Avisos del Madrid de los Austrias, cit., pág. 167, Madrid, 20 de noviembre de 1655.
133. Véase C. Evangelisti, Angella Vallerani..., cit., pág. 257.
134. Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Misceláneas Manuscritas, 840, fols.
119r-120r.
135. Véase P. Burke, Scene di vita quotidiana.., cit., págs. 119 y 131; y R. Mar­
quilhas, A faculdades das letras..., cit., pág. 57.
136. Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Inquisiçâo de Lisboa, liv. 250, «Cader-
nos do Promotor», fol. 142v.
137. Arquivos Nacionais/Torre do Tombo, Inquisiçâo de Lisboa, liv. 261, «Cader-
nos do Promotor», fols. 196-204: 200v.
138. Entre otros, esta condición letrada se verifica en el cai’tel infamante contra
Anna d’Angeli, encontrado en la puerta de su casa al despuntar el día 24 de julio de
1637 [Véase en A. Petrucci (ed.), Scrittura e popolo.., cit., núm. 124 (págs. 33, 87)] o en
los pasquines antijudaicos difundidos en Santarem en 1689 [Véase R. Marquilhas, A
faculdade das letras..., cit., págs. 60, 63], amén de la riqueza mostrada en muchas de
las composiciones poéticas del género panfletario. [Véase Mercedes Etreros, La sáti­
ra política en el siglo xvii, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1983],
139. Avisos de don Jerónimo de Barrionuevo..., I, cit., pág. 73, Madrid, 24 de oc­
tubre de 1654.
140. Ibid., pág. 117, Madrid, 20 de marzo de 1655.

191
«Missivas, mensageras,
familiares...». Instrumentos
de comunicación y de gobierno
en la España del quinientos
F r a n c i s c o M . G im e n o B l a y

A lo largo del año 1552, con toda verosimilitud, Antonio de Tor-


quemada concluía un «Tratado llamado Manual de escribientes, di­
rigido al ilustrísimo y muy Excelente señor don Antonio Alfonso de
Pimentel y de Herrera, conde de Benavente». El texto, a pesar de su
enorme interés, ha permanecido inédito hasta 1970, momento en el
que lo publicaron María J. de Zamora y A. Zamora Vicente.1El tra­
tado presenta cuatro apartados en los que se expone la doctrina re­
lativa a la profesión del secretario, resultado de la experiencia al­
canzada por Torquemada a lo largo de, al menos, veinte años al
servicio del conde de Benavente. Su autor se sirve de una estructu­
ra textual dialógica para exponer cuáles son los conocimientos ne­
cesarios para el desempeño del cargo de secretario (Antonio). El diá­
logo que mantienen los dos discípulos (Josepe y Luis) con el
secretario -maestro en este caso- sirve para descubrir la preocupa­
ción que suscitó la organización del nuevo estado moderno en quie­
nes estuvieron al servicio tanto de las administraciones públicas
como de las privadas. El secretario (Antonio de Torquemada) conci­
bió este texto como guía para sus sucesores en el desempeño del
mismo empleo, como él mismo recordaba en su prólogo: «para que
los que viniesen a seruir en esta Casa hallen alguna luz o claridad
para los muchos negoçios que en ella se despachen».2 Las partes que
configuran el manual de escribientes de A. de Torquemada son:
(1) calidades y condiciones del secretario, (2) ortografía castellana,
(3) documentos («provisiones») propios del secretario y casa de Be-

193
navente y, finalmente, (4) un repertorio de «cartas mensageras». To­
das ellas condensan, por sí solas, la problemática relativa a la preo­
cupación que por la comunicación y transmisión informativa sintió el
Estado Moderno y la maquinaria administrativa que a su sombra se
iba gestando, y que contribuyó decisivamente a conseguir su poste­
rior configuración. Semejante texto permite observar el nudo de rela­
ciones existente entre los diferentes usos de la Cultura Escrita.
La indagación, inconclusa, que pretendo exponer a continuación
quiere ser el caleidoscopio a través del que observar la reciprocidad
relacional entre la organización política y sus manifestaciones es­
critas, descubriéndolas como la consecuencia directa de su existen­
cia; sin embargo, su imbricación y estrecha convivencia permiten
analizar de qué modo los diversos empleos de la cultura escrita con­
tribuyeron de manera decisiva a la conformación del complejo teji­
do organizativo del nuevo estado, proporcionándole la posibilidad
de gobernar desde la ausencia y transmitir las órdenes a tierras le­
janas. El Manual de escribientes de Antonio de Torquemada permite
vislumbrar el lugar de confluencia al que me he referido, configura­
do por: a) la preocupación por la forma de escribir en su materiali­
dad; preocupación que alcanzó su respuesta más perfecta en los tra­
tados de caligrafía, cuyas ediciones ibéricas comienzan a ser cada
vez más frecuentes en la segunda mitad del siglo xvil; b) el deseo de
disponer fijado el texto de la correspondencia epistolar, en vulgar.
Configurar su protocolo de escritura resultaba una apremiante y
perentoria necesidad en un mundo en el que las cartas (missivas,
mensageras, familiares...) constituían un instrumento de gobierno
de primer orden. Asimismo, la dicotomía perceptible entre aquellas
y las epístolas humanísticas latinas resulta ilustrativa de quiénes
son sus usuarios, así como de los ambientes en los que nacieron y se
emplearon. Los repertorios de cartas mensageras comenzaron a pu­
blicarse, significativamente, en la segunda mitad del siglo XV I, com­
partiendo su autoría con algunos tratadistas de la caligrafía hispa­
na; c) en el nudo de convergencia confluyó también el cuidado por la
gramática y la ortografía, como elementos garantizadores de la per­
fecta comprensión del texto.
El nudo de concurrencia surge, en consecuencia, de la necesidad
de organizar coherentemente la comunicación escrita en una socie­
dad que escribe y registra todo, que lo organiza todo a través de la
escritura. La literatura española del siglo XVI y principios del XVII
burla bien esta urgencia del escribir. Situaciones irónicas como: a)
el registro de vírgenes que manda confeccionar Celestina, quien se
refería al mismo en los siguientes términos: «Pocas vírgenes, a Dios

194
gracias, has visto tu en esta ciudad que hayan abierto tienda a ven­
der, de quien yo no haya sido corredora de su primer hilado. En na­
ciendo la mochacha, la hago scrivir en mi registro, y esto para que
yo sepa quantas se me salen de la red»;3b) el registro de pendencias
cometidas por los delincuentes que buscan cobijo en casa del Moni­
podio hispalense de la novela cervantina Rinconete y Cortadillo y de
cuyas acciones delictivas obtiene su ganancia,4 así como el Libro de
las entradas derivadas de semejantes tropelías,5contribuyen a com­
prender -incluso a rovescio- la importancia adquirida por el escri­
bir. De la trascendencia que la sociedad hispana del quinientos con­
firió a la cultura escrita informa, entre otros, el hecho de que, con
cierta frecuencia, los personajes literarios se definen e identifican
por medio de la relación que mantienen con el leer y el escribir. Así, por
ejemplo, el secretario de Sancho Panza (nombrado ya gobernador de
la ínsula Barataría) lo es porque sabe «leer y escribir»;6 incluso los
analfabetos configuran su identidad refiriéndose a su absoluto des­
conocimiento, como en cierta ocasión define don Quijote a la desti-
nataria de sus amores, Dulcinea del Toboso, de quien dijo que «no
sabe escribir ni leer, y en toda su vida ha visto letra mia ni carta
mia».7
De la convergencia de los tres elementos antes mencionados
emerge con fuerza una figura capital, agente y, al mismo tiempo,
consecuencia, de la nueva situación. Se trata del «secretario», de
cuya presencia activa e importante se hizo eco también la literatu­
ra coetánea. Incluso Sancho Panza, trasladado a su ínsula y en­
vuelto en la vorágine de gobernar, se vio asistido de un secretario,8
de igual modo que sucedía incluso en la acción de gobierno desarro­
llada por la propia monarquía.
Ahora, una vez que se ha intentado construir el espacio en el que
se situará esta investigación, pasaré a valorar más detenidamente
cada uno de los aspectos anunciados.

II

Para comenzar convendría intentar localizar el contexto en el


que se situará el nudo de confluencia descrito y en el que se ubica el
cuadro elaborado por A. de Torquemada en su Manual de escribien­
tes. Fue J. A. Maravall quien reconstruyó, hace algún tiempo, las
características definitorias de las nuevas maneras de gobierno sur­
gidas en los primeros tiempos de la modernidad, y entre cuyos ele­
mentos distintivos localizaba el hecho de que se gobierna «a los

195
hombres y se ordena a la sociedad también desde un despacho».9
Será éste el lugar utilizado por la administración para «dirigir y
transformar el mundo desde un gabinete».10La aliada más perfecta
de esta manera de concebir el gobierno fue, sin duda, la escritura y
la correspondencia resultante. Su descubrimiento como aliada del
gobierno de la sociedad aparece asociado al hecho de que los orga­
nismos del Estado Moderno se vuelvan sedentarios, lo que deter­
minó decisivamente también las representaciones de los gestores
de este proceso de transformación. Los actores principales de este
tránsito vieron cómo sus vidas se modificaban. Así lo recordaba el
protonotario Juan de Lucena, quien describía al hombre de letras
del siguiente modo:

trahes masgrepidas las carnes por las grandes vigilias tras el libro, más no du-
resçidas ni callosas de dormir en el campo; el uulto pálido, gastado del estudio,
más no roto ni recosido por encuentros de lança.11

Pero la tendencia a ser sedentario del aparato burocrático del


Estado Moderno genera una distancia entre éste y los súbditos que
han de recibir y obedecer sus órdenes. La introducción de este espa­
cio, físico y temporal, entre la emisión y la recepción del mensaje, la
orden, tan sólo se puede salvar gracias al testimonio escrito, al des­
pacho, a la carta. Juan Luís Vives se refería a esta comunicación
con la ausencia al relacionar las virtudes del escribir en su diálogo
Escribir y redactar, donde uno de los nobles que participan, Manri­
que, lo exponía en los siguientes términos:

M a n r i q u e : Lo primero que manifestó fue su admiración ante tanta variedad


de lenguas o voces humanas articuladas con tan pocas letras y que, por medio de
ellas, se pueden comunicar los amigos ausentes. Añadió que a los habitantes
de aquellas islas -n o ha mucho descubiertas por nuestros reyes, y de donde se
trae el oro- les parece lo más admirable que los hombres puedan comunicarse
sus sentimientos a través de una carta enviada de tan lejanas tierras.12

La distancia genera a su vez una necesidad informativa, como en


1537 en Milán recordaba el cardenal Caracciolo, quien afirmaba:

se stanno expectando, piú che li Giudei el venuto Messia ..., che pur venghino let-
tere de la corte. Sono a li 6 de aprile mesi 4 che da la corte non se hanno lettere.
Certo fa stupir tutto el mondo in questi tempi un tanto longo silentio.13

El recurso a la correspondencia epistolar para transmitir infor­


maciones varias creció de manera espectacular, a tal extremo que
incluso los amotinados en Amberes en 1574 utilizaron este vehículo

196
informativo para llevar a cabo las negociaciones que acabarían con
la sublevación. G. Parker se refería a este momento afirmando que
«el electo o el escuadrón podían negociar directamente con el go­
bierno por carta».14 Estos se hallaban tan familiarizados con el dis­
curso epistolar propio de la correspondencia emanada de la cancille­
ría que, con cierta arrogancia, llegaron incluso a emplear expresiones
tales como el «Nós mayestático», etc.15
La distancia que separaba a los interlocutores (emisor y destina­
tario) quedaba superada por el empleo de la carta o epístola,16 que
Sebastián de Covarrubias definía como: «la mensagería que se em-
bia al ausente por escrito en qualquier materia que sea».17Más com­
pleta resulta la definición que un profesional como Torquemada
proporciona en su Manual de escribientes. Y así de la carta dice que

es una mensajera fiel de nuestras yntençiones e intérprete de los pensamientos


del ánimo por la qual hazemos çiertos a los ausentes de aquellas cosas que co-
nuiene que nosotros los escriuamos y que ellos entiendan y sepan como si estan­
do presentes se las dixiésemos por palabras, y así para sólo este efecto fueron
ynuentadas las cartas.18

La distancia la supera la escritura ya que por sí misma suple la


ausencia del emisor en el momento de su lectura, y el autor realiza
el acto de inscripción en un tiempo en el que el destinatario está au­
sente, dirigiendo el texto a una futura comunidad colectiva. Aún así
la distancia, la separación espacial, constituía un obstáculo que di­
ficultaba la comunicación y la circulación informativa. La compleji­
dad era mayor cuando las órdenes o las cartas mensageras debían
alcanzar tierras lejanas. Es por esta circunstancia y no por otra por
la que durante el reinado de Felipe II, concretamente en «1579 se
establece un correo ordinario con Italia, desde Burgos, que poco des­
pués pasa a ser regulado oficialmente por la administración esta­
tal».19 J. A. Maravall ha elaborado una lista con las consecuciones
que permite el empleo del correo. Según él es preciso el correo

para mantener la conexión cosmopolita de la que dependen los asuntos financie­


ros del joven capitalismo; para enlazar con el núcleo central las arterias por don­
de discurre la información y la negociación en que se ocupa la moderna diploma­
cia; para transmitir noticias y órdenes, sin las cuales no podrían moverse los
ejércitos; para facilitar por el país la circulación de las medidas de gobierno y de
administración; para saciar la sed de noticias recientes y de todo lugar, que se ha
apoderado del público europeo.20

El correo, por consiguiente, traslada la información -de cualquier


tipo- de un lugar a otro, y satisface las necesidades comunicativas

197
generadas por la distancia en el Estado Moderno. Este dispuso de
dos inmejorables coligados para su causa en la carta y en el correo.
Sin embargo, la importancia que poco a poco habría alcanzado la
epístola exigió de los contemporáneos un esfuerzo importantísimo,
cuya finalidad última era la de conseguir un texto que transmitiese
mensajes, pero que, a su vez, no ofreciese ninguna fisura a través de
la cual tergiversar o manipular el contenido. Urgía, por consiguien­
te, elaborar los mecanismos necesarios que garantizaran la trans­
misión exacta y precisa del mensaje contenido. Es por esta razón
por la que me refería, al principio, a la existencia de un núcleo de
confluencia triple, que activa y propulsa -con fuerza- un proceso
de afirmación del medium que vehicula la información. La aspira­
ción es antigua, sin embargo, la culminación definitiva se consigue
gracias al impulso decidido que recibe merced a la necesidad de es­
critura que lleva implícita la centralización administrativa. Alcan­
zar el objetivo deseado exige el empleo de unas escrituras que sean
comprensibles a cualquiera de los receptores de la correspondencia.
La peculiar historia de la escritura de la Península Ibérica requería
una intervención en este sentido.

III

La dicotomía gráfica característica de los dos estados hispánicos,


la Corona de Aragón y la Corona de Castilla, alcanzó la moderni­
dad. Y así, mientras que en la primera las formas gráficas tendieron
desde la época de Alfonso V el Magnánimo a asimilarse cada vez
más a las italianas coetáneas, en las que se privilegió la legibilidad,
la Corona de Castilla mantuvo en uso hasta bien entrado el siglo XVI
(reinados de Carlos y Felipe II) las escrituras cortesana y procesal,
cuya complejidad dificultaba -especialmente la última- la compren­
sión del lenguaje. Es precisamente esta circunstancia la que expli­
ca que en el área castellana, entre 1485 y 1523, aparezcan toda una
serie de reflexiones en las que desde el ambiente administrativo se
reclama una claridad del instrumento comunicativo para facilitar
la lectura de los textos. Son conocidísimos los aranceles de la Reina
Católica (de 3 de marzo de 1503 y otros dos de 7 de junio de 1503) en
los que contraponía la procesal, caótica e incomprensible, a la corte­
sana («scripta fielmente de buena letra cortesana e non procesada,
de manera que las planas sean llenas, no dejando grandes marge­
nes...»).21 No fue este año cuando por primera vez los Reyes Católi­
cos se habían referido a la dificultad gráfica representada por la

198
procesal. En ocasiones anteriores, unas Ordenanzas para la Canci­
llería de Valladolid de los años 1485,1486 y 1489 recomendaban «al
nuestro chanciller que no selle provisión alguna de letra procesal ni
de mala letra ...».22 Del mismo modo, en el borrador de las Orde­
nanzas para el registro de Corte (circa 1491), se especifica que el «re­
gistrador podía cobrar «el traslado de cualquier carta o provisión
que estuviere en el registro asentada ... si fuere de hasta un pliego
entero doce maravedís, e si mas oviere de pliego que sea de letra
cortesana ...».23 Pero el empleo de la escritura procesal debía de es­
tar ampliamente arraigado en la sociedad, ya que incluso el obispo
de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara, en una carta datada el 15 de
septiembre de 1523 en Burgos, se refería a una epístola con los
«renglones tuertos, las letras trastocadas y las razones borradas».24
La dificultad de intelección era tal que el obispo prosigue afirman­
do: «Las letras de vuestra mano escripias no se para qué se cierran
y menos para qué se sellan; porque hablando la verdad, por más se­
gura tengo yo a vuestra carta abierta que no a vuestra letra cerra­
da».25 Es por esta razón por la que Antonio de Torquemada en su
Manual de escribientes se refería a la escritura como uno de los
principales atributos del secretario.26 Sobre las características for­
males de la escritura propone: «“la letra ha de ser” de buen tamaño,
ni muy grande ni muy pequeña, “hermosa, ygual, clara de manera
que se dexe bien leer”, las partes, apartadas; “y que sea conforme
al vso del tiempo y de la tierra donde se escrive, ... Estas maneras
de letras se entienden sin la redonda, que ésta siempre fue la más
exçelente de todas”».27 La necesidad de escribir de tal forma que se
facilite la comprensión del texto lo recordaba también Juan de Val­
dés en el Diálogo de la lengua, al referirse al empleo de abrevia­
turas.28
Es por esta razón por la que cuando don Quijote encomienda a
Sancho que entregue a Dulcinea una carta notificatoria de sus des­
velos amorosos, le recomienda encarecidamente que atienda muy
especialmente a quién confía la escritura de la misma. Deberá bus­
car, para que la hagan «de buena letra», a un «maestro de escuela
de muchachos o si no, cualquier sacristán». Al seleccionar sobre
quién debe recaer la delega grafica, debe huir de los escribanos
«que hacen letra procesada, que no la entenderá Satanás».29 Una
situación totalmente diferente es la que describe Juan Luis Vives
en su diálogo Scriptio, en el que se refiere a las «escarbaduras de
gallina», por boca de Manrique, para designar las escrituras reali­
zadas por miembros de la nobleza.30 En este caso la reflexión se si­
túa en el centro de un acontecimiento histórico de particular rele­

199
vancia y significación como fue la incorporación de la nobleza al
mundo de la cultura escrita y su transformación desde la nobleza
de las armas a la de las letras.31 Existe, a mi modo de ver, una di­
ferencia sustancial entre los casos apuntados con anterioridad en
los que un escribano o secretario descuida el aspecto formal de la
escritura y la situación descrita en el caso de Vives, en el que se
está recordando únicamente la inhabilidad de la nobleza como co­
lectivo a la hora de escribir.
Es el ambiente administrativo y el de los profesionales del es­
cribir (en el que se localizan todas aquellas interpretaciones gráfi­
cas incomprensibles) en el que se encontrará una respuesta deci­
dida a la necesidad de escribir de manera comprensible, en los
tratados de caligrafía que a partir de 1548 comienzan a imprimir­
se cada vez con mayor intensidad. Es Juan de Iciar, con su Recopi­
lación subtilissima,32 quien inicia la andadura caracterizada por la
producción caligráfica impresa española durante la segunda mitad
del siglo X V I. Los tratados de caligrafía no persiguen, sin embargo,
la misma finalidad. La oferta resulta variada. Unos textos se sitú­
an en ambientes próximos a la práctica didáctica elemental, tales
como los de Pedro Simón Abril33 o fray Andrés Flórez,34 verdaderas
cartillas de primeras letras. En otras ocasiones se trata de caligra­
fías, como es el caso de las que publicó en Madrid, en 1583, Balta­
sar Ordóñez de Villaquirán35o, incluso, el método didáctico de ir re­
llenando los espacios blancos constitutivos de las letras ideado por
A. Brun,36Aunque situable en esta fase elemental de la enseñanza,
presenta un cariz distinto el tratado de Juan de la Cuesta, impre­
so en Alcalá de Henares en 1589.37 En esta ocasión se trata de un
texto teórico explicativo del proceso a seguir por el educador en la
enseñanza de la lectura y de la escritura. Y también en este plano
teórico, pero alejado de la educación elemental, conviene recordar
ahora la Honra de escribanos de Pedro Madariaga, impreso en Va­
lencia el año 1565.38 Relacionados con un ambiente mucho más
práctico, sea administrativo o escolar, se publicaron los tratados de
Juan de Iciar,39 Francisco de Lucas40 e Ignacio Pérez.41 En todos
ellos se puede localizar una propuesta caligráfica para los distintos
ámbitos en los que pervive la escritura manuscrita. Y la correspon­
dencia epistolar constituye uno de los más representativos. Los tra­
tados mencionados proporcionan a este contexto un modelo gráfico
referencial representado por la cancilleresca, derivado de la huma­
nística cursiva italiana. En este entorno más pragmático no todos
los maestros calígrafos, con escuela o trabajando en la administra­
ción, tuvieron la suerte de ver publicadas sus colecciones de mues­

200
tras de tipos gráficos. Algunos como Jaime Guiral de Valenzuela no
vieron circular impresa su obra.42

IV

Para alcanzar la perfecta comunicación interpersonal, entre in­


terlocutores ausentes, resultaría necesario prestar atención a otros
aspectos que conforman el contenido del texto. Especial importan­
cia reviste la textualidad. Es por esta razón por la que el tenor de
las cartas mensageras debe ser escueto y preciso. La prolijidad ex­
trema resulta ser contraria al fin que se persigue. Antonio de Tor-
quemada se refería a la desmesura con las siguientes razones: «como
ay muchos que para hazernos entender una cosa no solamente tra­
en vna comparación, sino tantas que atormentan el yngenio y en-
dureçen la voluntad del que las lee».43 Si fuera necesario, ningún se­
cretario dudaría en explayarse más de lo frecuente con la intención
expresa de hacerse comprender, y por eso A. de Torquemada conce­
día licencia para proceder así, pero sólo «quando la materia es tal
que lo requiere, liçencia tienen los que escriuen de alargarse».44 De
lo contrario el efecto alcanzado sería contrario al perseguido, ya que
la abundancia innecesaria comportaría la predisposición contraria
del destinatario.
Si la extensión del texto resulta importante, en la medida en que
predispone de manera favorable o negativa a quien va dirigida, no
resulta de menor trascendencia la manera de organizar el protocolo
que la conformará definitivamente. De la importancia asignada a
esta fase de elaboración de las epístolas (mensageras, misivas, fa­
miliares, etc.) informan ciertos elementos: el primero lo constituye
el hecho de que un secretario como Antonio de Torquemada elabore
una serie de reglas sobre el modo y manera de confeccionar el tenor
epistolar; y el segundo lo representaría la publicación, en la segun­
da mitad del siglo xvi, de distintos repertorios de letras, cartas men­
sageras, epistolares familiares, etc. Además, en determinadas oca­
siones, esas colecciones de fórmulas permanecieron inéditas. Es el
caso de la que confeccionó, en su momento, Antonio de Torquemada
al concluir su Manual de escribientes,4B
¿Cuáles son las reglas que Antonio de Torquemada sugiere ob­
servar a quien se decida a escribir cartas? Torquemada propone,
para organizar correctamente la textualidad, plantearse una serie
de interrogantes que están íntimamente relacionados con las perso­
nas que intervienen en el proceso comunicativo y con la finalidad de

201
los mismos, inspirados en los modelos del ars dictandi medieval.
Por este motivo recomienda, en primer lugar, resolver las incógni­
tas quién y a quién. Es preciso saber quién escribe y a quién se di­
rige, con la intención de descubrir el tono y las cláusulas de respeto
que deben emplearse. Desde esta perspectiva expone: «forçado será
al que escriuiendo que mire qué estado y condición es la suya, y si
es ynferior de aquél a quién escriue, para acatarle y reuerençiarle
con palabras en que reconozca la superioridad o valor».46 El que es­
cribe, por tanto, debe prestar mucha atención a la condición social
de su interlocutor para así utilizar el lenguaje adecuado y evitar
que éste altere la predisposición del receptor y destinatario de la
misma. El lenguaje y el texto resultantes deben mostrar respeto y
veneración cuando se dirija a un superior para no provocar enojo ni
irascibilidad.47 A. de Torquemada, como secretario, se dirige espe­
cialmente a sus compañeros de profesión para que adviertan a sus
señores acerca de la diversidad textual que se deberá aplicar aten­
diendo a la persona receptora-destinataria de la misiva.
En segundo lugar, recomienda meditar mucho sobre el contenido
de la carta, es decir «qué» escribir,48ya que una reflexión previa per­
mitirá elaborar un texto sin rodeos ni perífrasis que dificulten la
comprensión del objetivo central. De igual suerte, en tercer lugar,
debe expresarse con meridiana claridad cuál es la «razón o causa
por que se escriue»49 a fin de que no quede desdibujada en el con­
texto. El secretario debe, además, prestar atención especial a la
idoneidad del momento en el que tratar ciertos asuntos. Y así Tor­
quemada, respondiendo al «quándo», propone que «auemos de con­
siderar y guardar el tiempo y lugar para entender quándo nos con­
viene tratar y escreuir sobre una materia, y quándo sobre otra, y
quándo están las personas a quién escreuimos en posiçiôn de poder
condesçender».60 Constituye ésta una recomendación muy especial
a los secretarios de señoríos, ya que la selección del momento en el
que tratar un determinado asunto puede condicionar la disposición
favorable o contraria del destinatario, y en esta ocasión se remite a
su experiencia profesional como fuente informativa («De esto vemos
cada día muchas vezes la esperiençia los que seruimos a señores)».51
Particular importancia reviste, entre las recomendaciones, la reso­
lución de la pregunta relativa al «de qué manera». Al escribir se debe
cuidar mucho de dar y asignar «a cada uno las palabras de su dini-
dad y mereçimiento».52 Por ello a unos y a otros se les dirigen las
cartas «suplicando», «rogando», «solicitando», «mandando», etc., de­
pendiendo de la relación de superioridad o inferioridad existente
entre los interlocutores de un texto epistolar.

202
Ciertamente, todas estas recomendaciones procedían de un ave­
zado secretario, y sólo una persona cualificada podía estar atenta a
todos los requisitos enunciados. Casi con toda seguridad hubo fami­
lias y personas cuyas economías no les permitieron contar con los
servicios de un profesional. No obstante, también ellos sintieron la
necesidad de escribir, y en estos casos, no disponiendo de las perso­
nas hábiles y preparadas, contaron en su auxilio -a partir de la se­
gunda mitad del siglo X V I - con los repertorios y formularios de car­
tas que les resolvían los interrogantes planteados por Torquemada.
Algunos de los publicados a partir de 1547 son: Cosa nueva. Este es
estilo de escreuir cartas mensajeras,53 con varias ediciones; Estilo
de escribir cartas de Juan de Leras;54 el Arte de escribir cartas fami­
liares de Tomás Gracián de Antisco;55 el Formulario y estilo curioso
de escriuir cartas missivas de Juan Vicente Peliger,56 y el Formula­
rio de cartas familiares de Gerónimo Paulo Manzanares.57 De la
búsqueda realizada a través del Palau y Dulcet58 tan sólo se ha po­
dido localizar, en catalán, la primera edición del de Tomás de Per-
pinyá, A rty stil per a scriure a totes persones, impreso en Barcelona
en 1505.69
Todos los repertorios comentados contienen los modelos de las
cartas que se utilizan con mayor frecuencia. Cabe, por tanto, enten­
derlas como la respuesta a la necesidad de disponer de un protocolo
de escritura completamente organizado y al que recurrir cuando
surgiese la necesidad. La riqueza de situaciones que evidencia la
amplia gama tipológica de cartas cubre las necesidades más opues­
tas e incluso contradictorias. De igual modo que sucedía con los tra­
tados de caligrafía, también aquí se conservan colecciones de cartas
mensageras que han permanecido inéditas, tal vez porque en esas
ocasiones se hallaban estrechamente ligadas a determinadas prác­
ticas administrativas privadas de alguna familia, como sucede con
el Manual de escribientes de A. de Torquemada, cuyo último apar­
tado lo constituye una colección de «cartas mensageras».60 En esta
circunstancia, aparecen como conclusión a un formulario de «provi­
siones»,61 diferentes tipos documentales empleados por la casa de
Benavente para la administración de su señorío territorial. La pre­
sencia conjunta de ambos formularios permite relacionar el am­
biente de aparición y de uso de las «mensageras» con las cancillerías
y administraciones privadas y, al mismo tiempo, distanciarlas del
ars dictandi que, como doctrina, había organizado la composición
epistolar medieval, y también de las epístolas humanísticas latinas
que encontraron en los clásicos el modelo a imitar.62 Los repertorios
de cartas (mensageras, missivas, familiares) constituyen la apuesta

203
decisiva en favor de la normalización comunicativa vehiculada, en
el ámbito epistolar, en lenguas vulgares.

Así las cosas, no resulta extraño que Antonio de Torquemada in­


tegrase en su Manual de escribientes un apartado dedicado a la or­
tografía castellana,63 aún no siendo un texto gramatical. Su inclu­
sión se debe a la necesidad de conseguir que no pueda surgir duda
alguna en la comprensión del texto escrito. La ortografía la define
como «vna sçiencia que muestra y enseña con qué letras se ha de
escreuir qualquiera dictiçiôn».64 La correcta escritura, en su pensa­
miento, resulta más urgente incluso que la propia forma, materiali­
dad. Si sucede así es porque la incorrección ortográfica puede ocasio­
nar confusiones y erróneas interpretaciones; a tal extremo resulta
importante que Torquemada llegó a afirmar que «mejor se sufre la
mala letra en qualquiera cosa que se escriue, que la mala ortho­
graphia».65
La ortografía era, de las tres partes que constituían la Gramáti­
ca de la lengua castellana de E. A. de Nebrija, la que enseñaba a
«bien et derecha mente escrivir».66 Su conocimiento resulta funda­
mental, especialmente, cuando se persigue crear un texto uniforme
que no deje lugar a ambigüedades ni intersticios a través de los que
perturbar el verdadero sentido del mensaje escrito. Alcanzar un
texto que represente íntegramente al autor se conseguirá gracias a
la gramática de la lengua. Así lo entendía A. de Nebrija, quien en la
dedicatoria a la Reina Católica, afirmaba:

El tercero prouecho deste mi trabajo puede ser aquel que, cuando en Sala­
manca di la muestra de aquesta obra a vuestra real Majestad, e me preguntó que
para que podía aprovechar, el mui reverendo padre obispo de Avila me arrebató
la respuesta; e, respondiendo por mi, dixo que después que vuestra alteza me-
tiesse debaxo de su iugo muchos pueblos bárbaros e naciones de peregrinas len­
guas, e con el vencimiento aquellos temían necessidad de recebir las leies quel
vencedor pone al vencido, e con ellas nuestra lengua, entonces, por esta mi arte,
podrían venir en el conocimiento della...».67

Con la gramática se iniciaba el proceso histórico que tenía como ob­


jetivo hacer que un texto fuese comprensible a todo el mundo co­
nocedor de esa lengua; una necesidad compartida por todos los se­
cretarios agentes de la transformación informativa que corrió pareja
a la consolidación del Estado Moderno, al que contribuyó a configu­
rar de manera decisiva.

204
V

Faltaría, finalmente, para concluir la trayectoria reseñada, valo­


rar de qué modo el proceso comunicativo descrito acttió sobre las
personas de la sociedad coetánea. La complejidad creciente del apa­
rato burocrático estatal y sus necesidades informativas van a tener
una serie de repercusiones importantes que intentaré valorar se­
guidamente.
En el plano de los actores, tal vez lo más significativo lo consti­
tuye la aparición del secretario68 como persona de confianza de
quien tiene la auctoritas y a quien se le confia la administración y
gobierno de una parcela del estado. Un ejemplo que permite valorar
la función principal desarrollada por este personaje, lo constituye
-a mi parecer- el nombramiento de Gonzalo Pérez el 6 de febrero
de 1566 como secretario de estado de Felipe II.69 Como tal, el rey
le confiaba «todas las cartas, peticiones o memoriales que se me
scriuieren, embiaren o dieren de cossa de guerra»;70 de esos asuntos
despacharía con el rey e informaría al Consejo.
Ciertamente, con este caso se han alcanzado las más altas ins­
tancias de la sociedad y por debajo de ellas también existieron otros
secretarios al servicio de administraciones privadas, como Antonio
de Torquemada. La presencia de estos funcionarios, públicos o pri­
vados, no constituye una novedad de la época moderna. Los monar­
cas medievales nombraron, de entre los escribanos de sus respectivas
cancillerías, secretarios que les gestionaron los asuntos pertene­
cientes a su privacidad o aquellos otros que los reyes decidieron sus­
traer a la tramitación cancilleresca. Sin embargo, nunca como aho­
ra habían gozado del poder alcanzado en los tiempos modernos. Su
creciente autoridad los convierte en verdaderos plenipotenciarios, y
su prestigio afectará a las diferentes parcelas de la vida adminis­
trativa. Una de las más significativas, no la única, será el hecho de
que la libertad de escritura que durante la baja Edad Media permi­
tía la participación de diversas personas en la confección de la me­
moria administrativa de una institución, ahora la concentra un único
personaje. Frente a este proceso centralizador, la creciente alfabeti­
zación hará que los alfabetizados reserven sus conocimientos gráfi­
cos al uso privado. Configurándose su espacio íntimo y disponiendo
(también como consecuencia de las necesidades del Estado Moder­
no) de los repertorios epistolares, podrá satisfacer sus necesidades
relaciónales, pertenecientes a su privacidad.
Pero sobre todo ello planea la imagen del secretario, un persona­
je cuyas competencias y habilidades se han ido configurando a lo

205
largo del camino descrito. Se constituye en el lugar de referencia ne­
cesario para gestionar el buen funcionamiento administrativo de
cualquier institución. Nuevamente, A. de Torquemada nos propor­
ciona cuáles han de ser las habilidades de un secretario. Según él
son once, pero las recapitula en tres: las necesarias, las provechosas
y las que generan perfección. Sólo poseyendo todas estas cualidades
podrá ser el compañero ideal para el desarrollo de ciertas funciones
de la administración. Sólo de este modo se entiende que Felipe II
confiara a Gonzalo Pérez la acción de gobierno y que el conde de Be­
navente hiciese lo mismo con Antonio de Torquemada.

Notas
1. Véase Antonio de Torquemada, Manual de escribientes, edición de M .a Jose­
fa C. de Vicente y A. Zamora de Vicente, Madrid, Real Academia Española, («Anejos
del Boletín de la Real Academia Española», XXI), 1970.
2. Véase Antonio de Torquemada, Manual de escribientes, cit., pág. 61.
3. Véase Fernando de Rojas, La Celestina, edición de Dorothy S. Severin, notas
en colaboración con Maite Cabello, Madrid, Cátedra («Letras Hispánicas», 4), 1990,
pág. 141.
4. Véase Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, I, edición, introducción y
notas de Juan Bautista Avalle-Arce, Madrid, Castalia, 1987, («Clásicos Castalia»,
120) págs. 233-234.
5. Véase Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, I, cit., págs. 240, 266 y ss.
6. Véase Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, II, texto y
notas de Martín de Riquer, Barcelona, Juventud, 1983, cap. XLVII, pág. 873.
7. Véase Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, I, cit., cap.
XXV, pág. 244.
8. Véase Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, II, cit.,
cap. LI, pág. 912.
9. Véase J. A. Maravall, Estado moderno y mentalidad social (siglos x v al xvii),
II, Madrid, Alianza Editorial, 1986, pág. 477.
10. Véase ibíd.
11. Citado por J. A. Maravall, Estado moderno, cit., II, págs. 476-477.
12. Véase J. L. Vives, Diálogos sobre la educación, traducción, introducción y no­
tas de Pedro Rodríguez Santidrián, Madrid, Alianza Editorial («El libro de bolsillo»
1283), 1987, pág. 82. El pasaje fue citado por F. Mateu y Llopis, «Decadencia de la es­
critura en el siglo xvi. El testimonio de Juan Luis Vives», en Miscelánea Nebrija, I
(1946) págs. 97-120, el fragmento citado en pág. 104.
13. Citado por A. Petrucci, «Scrivere nel cinquecento: la norma e l’uso fra Italia e
Spagna», en El libro antiguo español. Actas del segundo coloquio internacional. Al
cuidado de M.“ Luisa López Vidriero y Pedro M. Cátedra, Madrid-Salamanca, Uni­
versidad de Salamanca-Biblioteca Nacional-Sociedad Española de Historia del Libro,
1992, págs. 355-366, el pasaje citado en pág. 356.
14 Véase G. Parker, El ejército de Flandes y el camino español 1567-1659. Ma­
drid, Alianza Editorial («Alianza Universidad» 438), 1985, pág. 236.
15. Véase ibíd. , nota 11.

206
16. A pesar de la sinonimia convendrá distinguirlas de las epístolas humanísti­
cas latinas, véase A. Gómez Moreno, España y la Italia de los humanistas. Primeros
ecos, Madrid, Gredos («Biblioteca Románica Hispánica» II. Estudios y ensayos, 382),
1994, págs. 179-196.
17. Véase S. Cobarrubias Orozco, Tesoro de la lengua castellana o española, reedi­
ción Madrid, Turner, 1979, pág. 312.
18. Véase A. Torquemada, Manual de escribientes, cit., pág. 173.
19. Véase J. A. Maravall, Estado moderno, cit., I, pág. 146.
20. Véase J. A. Maravall, Estado moderno, cit., I, pág. 148.
21. Véase A. Millares Cario, Tratado de paleografía española, con la colabora­
ción de José M. Ruiz Asencio, Madrid, Espasa Calpe, 1 9 8 3 ,1, pág. 235.
22. Véase A. Millares Carlos, Tratado de paleografía española, cit., I, pág. 236.
23. Véase A. Millares Cario, Tratado de paleografía española, cit., I, pág. 235.
24. Citado por F. Mateu y Llopis, «Decadencia de la escritura en el siglo xvi. El
testimonio de Juan Luis Vives», en Miscelánea Nebrija, I (1946), pág. 100.
25. Véase ib id.
26. Véase A. Torquemada, Manual de escribientes, cit., págs. 85-88.
27. Véase A. Torquemada, Manual de escribientes, cit., pág. 86.
28. Véase J. de Valdés, Diálogo de la lengua, edición de Cristina Barbolani, Ma­
drid, Cátedra («Letras Hispánicas» 153), 1982, pág. 185.
29. Véase Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, I, cit.,
XXV, pág. 243.
30. Véase J. L. Vives, Diálogos, cit., pág. 83.
31. Véase sobre este asunto las reflexiones expuestas por Manrique y Mendoza
en el diálogo: «Escribir y redactar», véase J. L. Vives, Diálogos sobre la educación, tra­
ducción, introducción y notas de Pedro Rodríguez Santidrián, Madrid, Alianza Edito-
ral («El libro de bolsillo» 1283), 1987, págs. 81-91. La transformación de la mentalidad
nobiliaria ha sido analizada recientemente por J. Várela, Modos de educación en la
España de la contrareforma, Madrid, Las ediciones de la Piqueta, 1983, págs. 28-57.
32. J. de Ycíar, Recopilación subtilissima. Intitulada orthographia práctica por
la qual se enseña a escreuir perfectamente, ansí por práctica como por geometría to­
das las suertes de letras que más en nuestra España y fuera de ella se usan. Hecho y
experimentado por ... Y cortado por luán de Vinglés, francés. Es materia de sí muy
prouechosa para toda calidad de personas que en este exercicio se quisieren exerci-
tar. Impreso en Çaragoça por Bartholomé de Nágera, M.D.XL.VIII.
33. Véase P. S. Abril, Instrucción para enseñar a los niños fácilmente el leery el
escrivir i las cosas que en aquella edad les está bien aprender, compuesta por..., ma­
estro de la Filosofía, natural de Alcaraz. En Çaragoça: En la emprenta de la viuda de
loan Escarrilla a la cuchillería. Año del Señor de MDXC.
34. Véase Fr. Andrés Flórez, Doctrina christiana del ermitaño y el niño. Com­
puesta por ... Madrid, 1546.
35. Véase Baltasar Ordóñez de Villaquirán, [Colección de muestras de letras
grabadas en madera], Madrid, 1583, según el ejemplar conservado en la Biblioteca
Nacional de Madrid (R/8980).
36. Véase A. Brun, Arte muy prouechoso para aprender de escribir perfectamen­
te. Hecho y experimentado por el maestro ..., infanzón, vecino y natural de la ciudad
de Zaragoza. En Zaragoza, Por luán de Lavumbre. Año de 1612.
37. Véase J. de la Cuesta, Libro y tratado para enseñar leer y escriuir breuemen-
te y con gran facilidad, con reta pronunciación y verdadera ortographía todo roman­
ce castellano y de la distinción y diferencia que ay en las letras consonantes de vna a

207
otra en su sonido y pronunciación. Compuesto por vezino de Valdenuño Fernán­
dez. Dirigido al serenissimo principe don Phelipe, nuestro señor. En Alcalá: En casa
de luán Gracián, que sea en gloria. Año 1589.
38. Véase Pedro de Madariaga, Libro subtilissimo intitulado honra de escriua-
nos. Compuesto y experimentado por ...Valencia, en casa de luán de Mey, 1565.
39. Véase J. de Ycíar, Arte subtilissima por la qual se enseña a escreuir perfecta­
mente. Hecho y experimentado y agora de nueuo añadido por ... Imprimióse en Ca-
ragoça: En casa de Pedro Bernuz. Año de M.D.L; J. de Yciar, Libro svbtilissimo por el
qual se enseña a escriuir y contar perfectamente, el que lleua el mesmo orden que
lleua vn maestro con su discípulo, hecho y experimentado por luán de Ycíar vizcay-
no. Impresa en Çaragoça: En casa de la viuda de Esteuan de Nagera, a costa de Mi­
guel de Çapila, mercader de libros, 1559. De la rica y variada producción caligráfica
de Juan de Iciar se localizará amplia información en E. Cotarelo y Mori, Diccionario
biográfico y bibliográfico de calígrafos españoles, I, Madrid, Tipografía de la Revista
de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1913, págs. 350-392, el elenco bibliográfico en
págs. 353-367.
40. Véase F. Lucas, Arte de escreuir, de ..., vezino de Seuilla, residente en Corte
de su Magestad. Diuidida en quatro partes. Dirigida a ala (sic) S.C.R.M. del rey don
Phelippe II, nuestro señor. En Madrid: En casa de Alonso Gómez, impressor de su
Magestad, 1577.
41. Véase Ignacio Pérez, Arte de escrevir con cierta industria e invención para
hazer buena forma de letra y aprenderlo con facilidad. Compuesto por el maestro ...,
vezino de la villa de Madrid, residente en ella. En Madrid, en la imprenta real,
M.D.XCIX.
42. La Biblioteca Nacional de Madrid custodia un manuscrito (ca. 1550) que con­
tiene una colección de muestras del mencionado calígrafo (Biblioteca Nacional, M a­
drid, ms. 9923).
43. Véase A. de Torquemada, Manual de escribientes, cit., pág. 185.
44. Véase ibid., pág. 185.
45. Véase ibid., págs. 169 y siguientes.
46. Véase ibid., pág. 176.
47. Véase ibid., pág. 177.
48. Véase ibid., págs. 178-179.
49. Véase ibid., pág. 179.
50. Véase ibid., págs. 180-181.
51. Véase ibid., págs. 180-181.
52. Véase ibid., pág. 182.
53. Véase Juan de Ycíar, Cosa nueva. Este es el estilo de escreuir cartas mensa­
geras, Impresso en Çaragoça, por Bartholomé de Nagera, Año M.D.XLVII.
54. Véase J. de Leras, Estilo de escribir cartas, Zaragoza, 1569.
55. Véase Thomás Gracián de Antisco, Arte de escribir cartas familiares, M a­
drid, 1589.
56. Véase luán Vicente Pelicer Vicente, Formvlario y estilo cvrioso de escrivir
cartas missivas, según la orden que al presente se guarda y la que deuen tener qua-
lesquier prelados y señores en las que se escriuieren a todo género de personas, Ma­
drid, En casa de Pedro Madrigal, 1599.
57. Véase Gerónimo Paulo Manzanares, Formvlario de cartas familiares, según
el gouierno de prelados y señores temporales, Madrid, Luis Sánchez, 1600.
58. Véase A. Palau y Dulcet, Manual del librero hispano-americano. Bibliogra­
fía general española e hispanoamericana desde la invención de la imprenta hasta

208
nuestros tiempos con el valor comercial de los impresos descritos .... 2.a ed. aum. yrev.
por ...Agustín Palau, Barcelona, Librería anticuaría de A. Palau, 1948-1977, y A. Pa­
lau Claveras, Indice alfabético de títulos-materias, correcciones, conexiones y adicio­
nes del Manual del librero hispanoamericano de A. Palau y Dulcet, Empúries-Ox-
ford, Palacet Palau Dulcet-The Dolphin Book, 1981-1987.
59. Otras ediciones en Tomás de Perpinyà, Art y stil per a scriure a totes perso­
nes de qualseuol estât que sien y diueses maneres de comptes abreuiats molt necessa-
ris per totes persones. [S. 1., s. a., pero ca. 1511] y 1517.
60. Véase A. de Torquemada, Manual de escribientes, cit., págs. 169-261.
61. Véase A. de Torquemada, Manual de escribientes, cit., págs. 121-169.
62. Véase A. Gómez Moreno, España y la Italia de los humanistas, citado, pág.
192.
63. Véase A. de Torquemada, Manual de escribientes, cit., págs. 88-121.
64. Véase ibid., pág. 89.
65. Véase ibid., pág. 88.
66. Véase A. de Nebrija, Gramática de la lengua castellana, edición preparada
por Antonio Quilis, Madrid, Editora Nacional, 1980, pág. 105.
67. Véase A. de Nebrija, Gramática, cit., págs. 101-102.
68. La importancia alcanzada por los secretarios hizo que proliferasen manua­
les específicos a ellos destinados, véase R. Chartier, «Los secretarios. Modelos y prác­
ticas epistolares», en R. Chartier, Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna,
Madrid, Alianza Editorial, 1993, págs. 284-314. El contexto de la producción de es­
critura y sus agentes en el siglo XVI ha sido analizado recientemente por A. Petrucci,
«Pouvoir de l’écriture, pouvoir sur l’écriture dans la Renaissance italienne», Annales
ESC, 1988, págs. 823-847 y especialmente 831 ss.
69. Véase A. González Palencia, Gonzalo Pérez, secreatrio de Felipe segundo, II,
Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Instituto Jerónimo Zurita,
1946, págs. 173-178.
70. Véase A. González Palencia, Gonzalo Pérez, I, cit. , pág. 174.

209
Palabra escrita y experiencia
femenina en el siglo xvi
M a r ía del M a r G r a n a C id

Planteamiento

«Da la impresión de que el siglo XVI constituye un período histó­


rico de máxima importancia por lo que respecta al aprendizaje de la
escritura por parte de las mujeres», ha señalado Francisco Gimeno1
aludiendo al giro protagonizado por los pedagogos hispanos desde
las posturas más abiertas de los inicios a la cerrazón de los años fi­
nales. Un giro que parece invitar a resaltar lo negativo en la valo­
ración historiográfica de los niveles educativos femeninos de esta
centuria. El estudio de Julia Varela sobre las políticas educativas
contrarreformistas en España ha contribuido a refrendar la ya clá­
sica tesis de Joan Kelly respecto a la inexistencia de un Renaci­
miento para las mujeres. Con esta época, por el contrario, se habría
iniciado un recorte de posibilidades: la redefinición de las relaciones
entre los sexos reforzó la discriminación femenina y el fortale­
cimiento de la asignación unilateral de un espacio de vida, el deno­
minado privado o doméstico como perfectas esposas y madres de
familia, las alejó de los asuntos públicos de los progresivamente bu-
rocratizados Estados Modernos,2esos Estados en los que la relación
escritura-poder se hacía cada vez más evidente. A ello debería su­
marse en el caso hispano el lastre de capitanear el catolicismo im­
perial, traducido en la formulación de las bases ideológicas de nues­
tro Siglo de Oro, una época fundada en el «orden social como natural
y teológicamente determinado».3Así, autores como Bartolomé Ben­
nassar han responsabilizado de la que suponen mayor tenacidad
del analfabetismo femenino en España frente al noroeste de Euro­
pa a los especialmente intensos efectos de la Contrarreforma.4
No pretendo poner en tela de juicio tales afirmaciones, pero sí se­
ñalar la necesidad de matizarlas y de ofrecer otro tipo de análisis a

211
fin de eliminar las excesivas generalizaciones que han propiciado y
que parecen querer presentar al ámbito hispano como un páramo
desolado en lo que a las letras femeninas se refiere. Acaso por el én­
fasis que se continúa poniendo sobre el binomio alfabetización/de-
sarrollo, un sobreentendido que no debe asumirse sin crítica.5Por el
contrario, habría que considerar varios aspectos. En primer lugar,
cuestionarse el porqué de esa «máxima importancia» del acceso fe­
menino a la escritura, la razón por la que se convierte en tema cen­
tral de reflexión o de censura entre algunos destacados exponentes
del discurso cultural dominante. Consideremos que la escritura no
es sólo una herramienta de comunicación, que sus potencialidades
de lectura, transmisión y conservación en el tiempo la convierten en
palabra pública. Es por ello que el universo escrito ha constituido
un ámbito de comunicación reservado a los hombres y de muy limi­
tado acceso femenino en unas sociedades patriarcales para las que
el silencio de las mujeres era necesidad autorreproductora.6 En se­
gundo lugar, deberíamos considerar el contexto histórico desde óp­
ticas más flexibles. No me parece extrapolable a casi toda la centu­
ria el fenómeno de la Contrarreforma como con tanta frecuencia se
hace; previamente acaecen algunos hechos históricos del máximo
interés a los que se ha prestado escasa atención, entre otros la difu­
sión de la imprenta, y están pendientes de comprobación pormeno­
rizada tesis como la sostenida por Richard Kagan sobre una su­
puesta «revolución educativa» en la Castilla de la primera mitad del
XV I 7 cuyas posibles consecuencias entre las mujeres son todavía des­
conocidas, sobre todo por el exiguo papel que se les viene otorgando
en los estudios de escolarización.8Ni siquiera pienso que los efectos
de la reacción católica hayan de considerarse negativos en todos sus
extremos.9En mi opinión, habría que preguntarse si en realidad de­
crecen los niveles educativos femeninos desde mediados del XVI o si
lo que ocurre es que se rechaza cada vez con más contundencia, a ni­
vel teórico, el uso femenino de la escritura.
Hay razones importantes que invitan a desarrollar estas consi­
deraciones. Según Milagros Rivera, de esta época datarían forcejeos
entre los sexos y entre distintos grupos sociales «en torno a quién y
cómo controlaba la palabra pública, lo que era decible».10Refrendan­
do esta afirmación, los datos históricos conocidos sobre el universo
escrito llevan a pensar en una doble línea de fuerza de restricción/li­
bertad. Frente a la tendencia evolutiva negativa de las políticas de
educación, coexistiendo con ella, se asiste a lo largo del Quinientos
hispano a la intensificación de la presencia femenina en el ámbito
de la cultura escrita y, en términos más generales, en el uso y desa­

212
rrollo de los sistemas de comunicación gráfica de la época. Aludo con
esto al leer, al escribir y a los medios de difusión del escrito, en es­
pecial la imprenta, pero sin olvidar la importancia de la transmi­
sión manuscrita. Rebasada ya la centuria, a la altura de 1620, afir­
maba Francesco Agostino della Chiesa en su Theatro delle donne
letterate que era en España donde en aquel momento había más
mujeres estudiando letras que en toda la cristiandad.11Al respecto,
Lola Luna ya señaló en su día la imposibilidad de entender el auge
de los escritos literarios de mujeres en el x v i i sin contar con antece­
dentes de aumento de la práctica de escritura femenina en el XVI.12
Como también es difícil entender que en el XVII las posturas femi­
nistas de defensa del derecho de las mujeres a la educación y la es­
critura se hagan sentir con fuerza en el escenario culto hispano sin
contar con una previa tradición de escritoras.13
Propongo con estas páginas, cuyo objeto de estudio es el escribir
de las mujeres hispanas del XVI, revisar metodologías y conceptos.
Creo que hay una asignatura pendiente de necesaria resolución en
los estudios de sociología del escrito. Si en determinados aspectos se
ha superado la inicial tendencia a medir y cuantificar para deter­
minar niveles de alfabetización, si hoy día se tiende a resaltar otro
tipo de aspectos cualitativos, el tema mujeres sigue condenado al
enjuiciamiento numérico como excusa de su no inclusión en los es­
tudios. «Las mujeres no escriben», o «escriben tan pocas que no
constituyen un hecho social relevante» son asertos que bloquean,
inhiben la investigación, y, por consiguiente, deben superarse. ¿Qué
entendemos por sociología del escrito? ¿De qué valoraciones parti­
mos al estudiarla? ¿Se trata de meros niveles cuantitativos de ex­
tensión de las prácticas del leer y el escribir, o bien de niveles de
peso y presencia social de la escritura y la lectura, de «conciencia de
escritura», así como de sus usos y entramados de relaciones? Sin
duda, es preciso tener en cuenta todos estos aspectos y, en el caso de
las mujeres, otorgar una valoración especial a los últimos frente al
primero.
Al tratarse de un campo de trabajo todavía poco explorado, de­
sarrollaré una exposición en la que, más que soluciones, plantearé al­
gunos problemas que han de quedar por necesidad abiertos a la es­
pera de confirmaciones o enmiendas. En especial, quisiera llamar la
atención sobre: 1) qué indicadores emplear para calibrar los niveles
de alfabetismo femenino y qué criterios seguir a la hora de enjui­
ciarlos, así como otras posibles valoraciones sobre la capacidad es­
critora femenina; 2) hasta qué punto considerar los niveles de edu­
cación en función de las directrices diseñadas por las políticas

213
oficiales sin considerar otro tipo de indicios14que nos ayuden a aqui­
latar mejor la práctica social; 3) cómo tratar la relación mujeres-es­
critura en cuanto sistema comunicativo diferente a la oralidad, que
es el suyo en el orden social establecido, y de qué manera se inserta
en la experiencia de vida femenina en los distintos contextos histó­
ricos a lo largo de la centuria; 4) si el acceso y uso de la escritura
aseguró mayores cotas de libertad a las mujeres.
A mi parecer, todavía se viene arrastrando el fardo de los prejui­
cios tan a menudo suscitados por los estudios sobre mujeres y estas
cuestiones no se han resuelto del todo precisamente por exigir me­
todologías específicas.15 Para superar esta situación, uniré a la re­
flexión teórica una bibliografía lo más completa posible que sirva
como instrumento de trabajo a quienes les interese profundizar en
estas cuestiones.

Sobre cifras, trazos y modelos de género

Los trabajos sobre niveles de instrucción incluyen a las mujeres


en sus balances o al menos las mencionan, pero normalmente re­
saltando la actividad lectora y/o escritora de unas pocas privilegia­
das como excepción a la norma general.16 En el caso concreto de la
escritura, las cifras son muy insatisfactorias y ni siquiera alcanzan
los niveles de otros contextos europeos, aunque en este juicio haya
de considerarse también la insuficiencia de los estudios efectuados
hasta el momento. Los índices obtenidos para las regiones de Cór­
doba y Toledo por Bartolomé Bennassar plantean un acceso femeni­
no a la escritura bastante más restringido que los contabilizados en
Lyon o Venecia durante la segunda mitad del xvi.17 Ni siquiera las
élites sociales superan los niveles de precariedad: el estudio de una
serie de firmas de mujeres granadinas de la primera mitad del XVI
ha permitido determinar el grado de pericia gráfica mostrado en re­
lación con el origen social y concluir que hay una correspondencia
efectiva entre mujeres de grupos acomodados y capacidad de escri­
tura, si bien no absoluta, pues algunas procedentes de las oligar­
quías urbanas no saben firmar, como ellas mismas reconocen. Des­
cendiendo en la escala social, no extraña comprobar la casi total
incapacidad de leer y escribir.18 El balance global de lectura-escri­
tura ofrecido por Ricardo García Cárcel a partir de los datos conoci­
dos, sería: los clérigos saben leer en su totalidad; no aporta datos de
monjas; los nobles, letrados y comerciantes saben leer y, entre el no­
venta y noventa y cinco por ciento, escribir; sus esposas saben leer

214
pero no escribir; entre uno de cada tres y uno de cada cinco artesa­
nos y labradores saben leer, pero sus esposas no; la alfabetización
de criados y criadas depende de sus señores/as; los campesinos y
campesinas no sobrepasan el analfabetismo.19
Los trazos gráficos constituyen otro indicador escriturario habi­
tual. En nuestro caso, plantean con toda crudeza el problema de la
escritura autógrafa de las mujeres, cuya competencia ejecutoria no
suele alcanzar los niveles mínimos de corrección, ni siquiera en con­
textos como el Renacimiento italiano. Luisa Miglio, Ottavia Niccoli
o Gabriella Zarri20 señalan la mediocridad de los niveles de ejecu­
ción gráfica: trazos desmañados, incorrectas uniones entre palabras,
dificultades de puntuación... Lo cual ha entorpecido y relegado, in­
justamente, su estudio. En el ámbito hispano está casi todo por ha­
cer y queda pendiente una búsqueda profunda de textos autógrafos
de mujeres.
Todos estos métodos, o al menos el uso que se acostumbra a dar­
les, puesto que el capítulo de las mujeres suele constituir un apar­
tado marginal y subsidiario al que no se presta la debida atención,
han contribuido a relegarlas a los contextos del analfabetismo o a
los márgenes de la semialfabetización facilitando ía reproducción
de las carencias de la historiografía tradicional. Las limitaciones de
base conducen a insistir en lo ya sabido: sólo las mujeres de la elite
social podían llegar a saber leer y escribir y con frecuencia de forma
muy rudimentaria; el presentar por separado los índices de lectura-
escritura de hombres y mujeres sin más consideraciones resalta la
abierta inferioridad de las cifras femeninas, lo cual contribuye a rei­
terar las explicaciones basadas en la oposición binaria entre los se­
xos, de por sí repetitivas y bloqueadoras; el alfabetismo domina en
las ciudades frente a un medio rural de mayoritario analfabetismo
femenino;21 finalmente, los índices cuantitativos obtenidos son, en
líneas generales, casi insignificantes en el contexto general. Mante­
niendo estas líneas de trabajo, podríamos estar diciendo toda la
vida que las mujeres han leído muy poco y no han escrito casi nada
durante siglos.
Aun teniendo en cuenta que en esta época los niveles de analfa­
betismo dominaban el espectro social,22 y sin olvidar en ningún mo­
mento que las directrices patriarcales buscaban excluir a las muje­
res de los espacios de poder y decisión, de la cultura y de la palabra,
creo posible obtener resultados más satisfactorios haciendo un tri­
ple esfuerzo: de crítica a los métodos tradicionales, pero sobre todo
de flexibilización del concepto de alfabetización y de revaloriza­
ción de la instrucción femenina. El primero ya viene dándose desde

215
hace un tiempo; hoy día se acepta que el hecho de poseer un libro no
implica su lectura, como tampoco implica que no se lea el no poseer­
lo, o que el saber firmar no quiere decir que se sepa escribir. Me gus­
taría añadir a esto que la mediocridad de la competencia gráfica fe­
menina no debería suponer su cuasi automática eliminación de los
estudios.
Muy especialmente, sería de gran interés adoptar nuevos pará­
metros a la hora de calibrar los niveles de alfabetización/instruc­
ción. Harvey J. Graff, aunque no se refiere a las mujeres, señala como
verdadero indicador a tener en cuenta la capacidad de leer y no de
escribir; se precisaría además otorgar mayor atención al papel ju­
gado por la transmisión oral y al «proceso rico y profundo de inte­
racción entre lo oral y lo escrito, que no deben considerarse opues­
tos».23 No olvidemos que la oralidad es el dominio comunicativo
femenino por antonomasia24 ni que ésta, al igual que la lectura -por
otra parte íntimamente vinculada a la expresión hablada en estos
años- podía llegar a convertirse en antesala de la escritura.
Revalorizar la lectura casi lleva de forma automática a hacer lo
mismo con el alfabetismo femenino. Un alfabetismo que cuantitati­
vamente seguirá siendo inferior al masculino y también diferencia­
do por nivel social, pero al que podremos dar un tratamiento cuali­
tativo bastante más revelador. Ello implica buscar otro tipo de
fuentes y valorar otras noticias. Partiendo de los documentos inqui­
sitoriales del obispado de Cuenca, Sara T. Nalle ha ofrecido nuevas
perspectivas sobre la práctica de la lectura entre las mujeres de me­
dios rurales de la Castilla del siglo xvi destacando el mayor número
de personas capaces de leer frente a las propietarias de libros, la ac­
tiva circulación de volúmenes de segunda mano y el que poseyeran
libros personas sin poder adquisitivo. Las mujeres provocaban la
alarma inquisitorial con su avidez lectora, en especial de novelas
de caballerías y aventuras fantásticas, aunque tampoco dejaban de
lado las lecturas religiosas.25 Lola Luna propuso demostrar, par­
tiendo del prisma de la historia literaria, la ampliación de las lecto­
ras hispanas en número y adscripción social a lo largo del xvi. Las
menciones en obras literarias, educativas y morales demuestran
que había un número de lectoras más amplio de lo que se ha venido
pensando según probarían, por ejemplo, las diatribas de los mora­
listas contra las «hilanderuelas» que leían la Diana de Montemayor,
lo cual permite deducir que era lectura extendida entre artesanas y
•✓ 9fi
jovenes.
Por otro lado, cabe no olvidar la estrecha relación que desde fi­
nales de la Edad Media se entabla entre las mujeres y los libros. La

216
lectura de libros devotos y morales, que ya contaba con tradición fa­
vorable a sus espaldas, es impuesta a las mujeres de la época como
medida de control de su virtud y de adoctrinamiento en sus deberes
familiares. Además, el vínculo con el libro se amplía al dominio del
mecenazgo, el encargo, la donación, la compra, la herencia y los in­
tercambios entre mujeres.27La difusión de la imprenta y de las obras
en vernáculo contribuyó a facilitar la lectura femenina. Sin duda,
esa potenciación lectora tuvo efectos de decisiva importancia en el
dominio de lo escrito.
Asumir posturas más abiertas en la valoración del alfabetismo
femenino posibilita nuevas vías de estudio, ilumina otras formas de
acceso a la escritura y promueve búsquedas documentales capaces
de proporcionar escritos de mujeres que difícilmente -teniendo en
cuenta el lastre que supone la asunción acrítica del ya mencionado
aserto «las mujeres no escriben»- se hubieran hallado de otra ma­
nera. Sobre todo, quizás lo más importante sea enfrentarse al uni­
verso gráfico teniendo en cuenta la diferencia femenina. Visto lo
anterior, es evidente que las escrituras de mujeres huyen de las cla­
sificaciones y términos tradicionales; por ello exigen ser analizadas
de forma aislada, atendiendo a su carácter específico. Es así como
Luisa Miglio ha conseguido testimonios escritos -cuentas, cartas y
notas varias- de burguesas florentinas de la época y ha efectuado
interesantes análisis pormenorizados sobre cuya estela sería acon­
sejable iniciar otros semejantes en nuestro país. Pero, además, ha­
blar de sociología de la cultura escrita exige considerar el papel pre­
eminente de las formas delegadas de escritura en la experiencia
femenina,28las cuales no siempre se efectúan desde la necesidad acu­
ciante del analfabetismo y pueden venir forzadas por circunstancias
externas.
Un último aspecto que me parece verdaderamente ilustrativo de
los cambios profundos acaecidos a lo largo del XVI y que no se suele
tener en cuenta es la transformación de los modelos de género fe­
menino fruto del acceso a la historia de mujeres letradas. Transfor­
mación que implica un cambio al nivel de la construcción simbólica
que se halla en la base del entramado cultural de la época. Si desde
comienzos de la centuria el debate sobre la capacidad intelectual y
el papel femenino en la sociedad que conocemos como Querella de
las Mujeres planteaba en su vertiente misógina la incapacidad fe­
menina para aprender y mucho menos para escribir, en sus años fi­
nales tenemos ya a mujeres escritoras de la época incorporadas a
esas galerías de mujeres ilustres características de la historiografía
humanista. Basta echar un vistazo a obras como la de Juan Pérez

217
de Moya y Cristóbal Acosta;29 ambos dan paso, junto a las mujeres
destacadas por su virtud y su condición de esposas, madres y san­
tas, a otras muchas que figuran en el campo del conocimiento inte­
lectual y de la expresión escrita. La tendencia culmina a mediados
del siglo XVII, cuando el bibliógrafo Nicolás Antonio, en su Biblio­
theca Hispanae sive Hispanorum, además de incluir los nombres de
mujeres escritoras junto a los escritores, les dedica a ellas un apén­
dice completo -el Gynaeceum Hispanae Minervae sive de gentius nos­
trae foeminus doctrina claris ad Bibliothecam Scriptorum-, «proba­
blemente para poder argumentar sobre esta novedad ya arraigada
de la escritura femenina».30Tenemos, pues, ya desde finales del xvi,
una imagen de mujer escritora/erudita canonizada que pasa a for­
mar parte de los modelos de género femenino reconocidos por cier­
tos sectores de la cultura oficial, imagen que señala el paso a una
escritura pública de mujeres -aunque los términos «público/priva­
do» hayan de tomarse con todas las precauciones posibles-, a una
escritura que no es sólo de carácter instrumental o administrativo,
sino también creativo e intelectual.31 Sobre todo, a lo que podemos
considerar una «conciencia de escritura femenina» cuyos efectos so­
ciales habrá que discernir.
Queda pendiente el análisis de los fenómenos históricos que han
permitido estas transformaciones. Para la crítica feminista, tras la
figura de mujer excepcional, empleada por el patriarcado como me­
dida de silenciamiento del resto de sus coetáneas -pues el ser ex­
cepción anula la visibilidad de las demás-, lo que hay en realidad
son muchas otras que siguieron el mismo camino, y el caso de la mí­
tica «mujer erudita» fraguada en esta época habría de interpretarse
así.32 ¿Es posible calibrar en el XVI hispano un verdadero fenómeno
social de difusión de la escritura femenina representado por la figu­
ra codificada de la mujer escritora? ¿Cuáles fueron sus mecanismos
activadores? Para responder a estas preguntas se precisa primero
una revisión profunda de líneas teóricas, políticas educativas y es­
pacios de educación femenina.

Acceder al universo escrito

Los teóricos de la educación femenina

Si el definir modelos y políticas educativas es interés preferente


del siglo XVI a lo largo de la secuencia Humanismo, Reforma protes­
tante y Contrarreforma católica, no extraña la insistencia paralela

218
en los modelos educativos femeninos, tema central de numerosos
tratados. Casi la misma con que se han estudiado para desentrañar
los niveles de instrucción de las mujeres de la época.
La memoria histórica española ha privilegiado a ciertos autores
y sus obras. Juan Luis Vives acapara el protagonismo para la pri­
mera mitad del XVI dejando a la sombra a Erasmo33o Guevara y obs­
taculizando análisis actualizados de las políticas educativas para
mujeres formuladas por las distintas corrientes humanistas. En la
segunda mitad se resalta el vuelco contrarreformista y dominan te­
óricos eclesiásticos como fray Luis de León, Gaspar de Astete y fray
Juan de la Cerda. Estas preferencias no sólo reflejan las del público
de la época, sino también otros factores como políticas editoriales
-la obra de Vives es de las que alcanza mayor número de ediciones
tanto en Europa como en España- o contextos históricos que debe­
rían analizarse más a fondo. Tener en cuenta esos otros factores su­
pondría un paso adelante hacia la necesaria ruptura de esta tra­
dición, que habrá de pasar también por la diversificación de las
fuentes, obras y autores, dando cabida a las menos conocidas o es­
tudiadas.34 Unica manera de obtener un fresco completo de las lí­
neas pedagógicas diseñadas en la época y de sentar las bases cien­
tíficas necesarias para trazar esa genealogía de tratados educativos
para mujeres que hoy nos falta.35
De lo estudiado hasta el momento se deduce que las diferentes
posturas respecto a la instrucción femenina no se correspondían
con grandes desacuerdos de fondo en el modelo educativo propues­
to. Julia Varela considera que el orden conventual fue la fuente de
inspiración de los reformadores hispanos, aunque hallamos rasgos
de ese mismo horizonte ideológico y de comportamiento en algunos
de los primeros tratados humanistas del XVI, incluso entre los con­
siderados más avanzados y favorables a las mujeres, como el de Vi­
ves.36 De hecho, el estereotipo de mujer sabia que se va conforman­
do desde comienzos de la centuria no tendría una traducción
intelectual, sino moral y religiosa: se trataría de la mujer virtuosa,
fiel a unas normas que, en su observancia plena, podían incluso
conducirla a la santidad,37 y que estaban destinadas a definir roles
y espacios femeninos cerrados en consonancia con la formación del
Estado moderno. Ante todo, interesaba el aprendizaje del «oficio»
doméstico para llegar a ser perfectas esposas, madres y amas de
casa en un contexto de exaltación del matrimonio y la vida fami­
liar.38Estas posturas pueden verse como un avance al otorgarse va­
loración social y religiosa a la mujer laica, cuya función se dignifi­
ca.39 Pero, ¿acaso esta dignificación no conlleva su subordinación

219
inapelable al dominio de lo considerado privado, su condena a la in-
visibilidad social e histórica?
En la variable instrucción y, más en concreto, en el acceso a la
escritura, radican algunas de las diferencias más notables entre las
dos mitades de la centuria. Durante la primera se considera acon­
sejable, incluso necesario, es una de las grandes novedades aporta­
das por los humanistas; en la segunda, dominada por la Contrarre­
forma, ya no se percibe esa necesidad, antes bien, se señalan sus
efectos perniciosos.
Con todo, estas profundas diferencias no ocultan notables acuer­
dos. Los teóricos coinciden en la asociación castidad-instrucción-
silencio, lo cual implica mantener el tradicional conflicto entre el
cuerpo femenino y la comunicación, un conflicto asentado en las es­
trategias de política sexual y en los sistemas de género/parentesco
de que se nutre el patriarcado.40 Todos ellos parten de las habitua­
les nociones misóginas sobre la debilidad de juicio o la excesiva lo­
cuacidad natural de las mujeres para justificar sus asertos41 -que
en última instancia llevan al sometimiento de la mujer al varón-, y
sólo varían en su grado de intensidad o en su consideración de las
capacidades femeninas.
La instrucción aparece como instrumento al servicio del control
del cuerpo de la mujer,42 ese cuerpo que ha de mantenerse casto, ta­
pado y silencioso; la castidad es, de hecho, la gran obsesión de estos
tratadistas y aparece indisolublemente ligada al silencio y la invisi-
bilidad. Estas conexiones son muy claras en Vives, para quien la
instrucción resulta necesaria si se desea formar mujeres virtuosas y
castas. Dice así:

Yo, por mi experiencia personal, he hallado que las mujeres malas eran igno­
rantes... y que las instruidas eran honradas y amantes, muy celosas, de su decoro
y buen nombre», o «No es fácil que halles mujer mala si no es la necia». Si bien,
«No la queremos tan docta como honesta y buena.43

El énfasis sobre la castidad es indicio del control del cuerpo fe­


menino, pero también la paralela insistencia con que en estas obras
se condena el adorno de las mujeres contraponiéndolo a la instruc­
ción, sobre todo a la lectura de libros devotos. Retornando a Vives,
decir que para él la ignorancia de letras origina el desenfreno en el
adorno;44 la solución es leer los libros adecuados, que selecciona con
sumo rigor, para el cultivo del alma y el recto autogobierno. No cabe
olvidar tampoco la identificación de la instrucción como silencio y
mejor adorno para las mujeres desde Aristóteles.45 ¿Acaso no podría-

220
mos entender el adorno no sólo como amenaza para la virtud, sino
también como forma de autoexpresión, de lenguaje femenino en co­
municación con la potencia materna?46
El interés por controlar la palabra de la mujer, que lleva al refe­
rente de la madre y puede modificar las nociones de autoridad, sub-
yace bajo estas disposiciones en una época en que la imprenta faci­
litaba la difusión de textos en vernáculo. Emilie Bergmann hace
notar la evolución desde una inicial autoridad cultural otorgada a
las mujeres por algunos humanistas en el nacimiento de la concien­
cia lingüística castellana hasta el exilio del lenguaje y el discurso
cultural a que se las somete a mediados del xvii. Y Vives sentaría
precisamente las bases de la posterior evasión humanista de la len­
gua materna. En su De Institutione utiliza la figura real de su ma­
dre para conformar un arquetipo de maternidad en el que, si bien
resalta la función educadora de las madres y la necesidad de que
sean virtuosas e instruidas para tener hijos de provecho, enfatiza
su silencio y un distanciamiento afectivo de la prole que considera
necesario. En La perfecta casada, fray Luis de León ya ni siquiera
incluye la palabra y los fundamentos de la cultura como elementos
implícitos de la nutrición y alimento que toda madre debe propor­
cionar a sus hijos, postura dominante a partir de entonces.47
Si hay una lógica social de los textos explicando el porqué de la
preocupación por ciertos temas48 y si tan inadecuado es estudiar a
los autores fuera de su contexto social, incluso de su contexto lite­
rario, como identificar las líneas políticas con los niveles educativos
reales de las mujeres, no cabe duda de la necesidad de descender de
la teoría a la práctica social.
Estas obras se publican en un momento de tensión entre los se­
xos que tiene su correspondencia escrita en la Querella de las Mu­
jeres, un debate sobre la valía femenina que sería erróneo circuns­
cribir al exclusivo ámbito literario. Tema central de este debate fue
el derecho de las mujeres a la educación y su capacidad de conocer
y producir conocimientos originales.49Esta cuestión todavía no se ha
estudiado adecuadamente en el contexto peninsular, aunque se co­
noce la obra de los autores considerados pro-feministas y de los mi­
sóginos.50 ¿De qué manera enjuiciar a los primeros? Sin duda, los
resultantes programas educativos para mujeres se nutren de este
contexto social y de sus transformaciones. Un contexto en el que co­
mienzan a aparecer mujeres escritoras desde el siglo xv impelidas,
como Teresa de Cartagena, a defenderse con la pluma de los ata­
ques proferidos contra su obra. Lo cual lleva a considerar el desa­
rrollo de esas estrategias de desautorización -según término de

221
Montserrat Cabré- que parecen indisociables de la Querella.51 En
los términos de su defensa, Teresa identifica las agresiones con el
hecho de ser ella mujer; escribe, pues, desde la conciencia de su
cuerpo, como también lo hace la considerada gran pionera del femi­
nismo, Christine de Pizan, entre finales del XIV y comienzos del XV.
Sobre todo desde los años finales de esta centuria, asistimos a la for­
mación de círculos de mujeres que dominan el latín, la lengua de la
intelectualidad masculina por excelencia, y que se reproducen, am­
pliándose, a lo largo del XVI. De forma paralela, se asiste al incre­
mento de noticias sobre visionarias cuyas revelaciones, considera­
das de origen divino -aunque no sin reticencias y oposiciones que
finalmente desembocan en la represión inquisitorial bajo la acusa­
ción de brujería-, les permitieron predecir y, con ello, predicar y
enseñar.52 Manifestaciones todas de usos femeninos de la palabra
pública que no podían sino introducir notas subversivas en el orden
social dominante.
¿Puede extrañar entonces que humanistas como Juan de Valdés,
que valoraba en su Diálogo de la lengua la lengua vernácula mater­
na, el papel de la madre como primera transmisora de la palabra,
citara en otros pasajes proverbios como: «Guárdate de mujer latina
y de moça adivina»?53 Abundando más, a finales del XVI afirmaba
Garpar de Astete:

la muger no ha de ganar de comer por el escriuir ni contar, ni se ha de valer


por la pluma como el hombre. Antes assí como es gloria para el hombre la pluma
en la mano, y la espada en la cinta, assí es gloria para la muger el huso en la
mano, y la rueca en la cinta, y el ojo en la almohadilla. Y éstas son las armas que
el Espíritu Santo da a la muger fuerte.64

¿Por qué prohibir expresamente que las mujeres ejercieran pro­


fesionalmente la escritura si no fuera porque ya lo hacían? ¿No po­
drían relacionarse las posturas negativas de finales de siglo, además
de con la política contrarreformista con los avances protagonizados
por las mujeres en el dominio de la palabra pública oral y escrita?
¿Acaso no ha demostrado Rosa Rossi que el estereotipo hilar -ínti­
mamente ligado a la castidad femenina en la mentalidad patriar­
cal- es empleado desde finales del XVI para desautorizar el apasio­
nado ejercicio de lectura y escritura en la vida de Santa Teresa de
Jesús?55
No pretendo minimizar el impacto social positivo de autores
como Vives que, aconsejando la enseñanza de la lectura y la escri­
tura a las jóvenes, superan las tradicionales posturas misóginas al
considerarlas capaces de aprender. Como ha señalado Mariló Vigil,

222
al producirse la reacción contra las «bachilleras» se culpó a Vives
del «resabiamiento» de las mujeres; de hecho, Juan de la Cerda re­
futa concretamente al valenciano en el leer y escribir femeninos.56
Pero, considerando lo expuesto, así como que Vives señale que las
letras a estudiar deban ser «las relacionadas con el cultivo del alma
y el gobierno de la casa» en un contexto como el que se vive en la
Castilla del primer tercio del siglo xvi, cabría hablar más de inten­
to de control y encauzamiento que de verdadera apertura educati­
va. Otra cosa serían los usos dados a sus prescripciones.
El impacto de la Contrarreforma suele presentarse en negativo
desde todos los puntos de vista y niveles sociales. La prohibición de
la Biblia en vernáculo habría sido un primer mazazo para la lectu­
ra femenina, y los esfuerzos eclesiásticos no parecen orientarse
precisamente hacia un incremento de los niveles de instrucción. El
retroceso, al menos en los planteamientos teóricos, parece incon­
testable. Sin embargo, las progresivamente cerradas posturas de
los tratadistas dejan resquicios abiertos: Gaspar de Astete sometía
al libre arbitrio de los padres la enseñanza de letras a sus hijas, a
no ser que por aprenderlas tuviesen que salir a la calle, en cuyo
caso no lo hicieran; todavía en el XVII, Alonso de Andrade era parti­
dario de que las mujeres aprendiesen a leer y escribir.57 Sin olvidar
las apreciaciones anteriores sobre Vives y el humanismo del tem­
prano XVI, perfectamente aplicables a este momento, me gustaría
plantear la posibilidad de que los efectos de la reacción católica no
hayan de considerarse negativos en todos sus extremos. Aunque,
por el momento, faltan estudios suficientes para obtener conclusio­
nes válidas.

Líneas de transmisión educativa y espacios de aprendizaje

Es tarea pendiente el seguimiento comparativo de las líneas


educativas propiciadas por las diversas corrientes del Humanismo,
sobre todo de aquellas más progresistas que formulan un primer
proyecto de igualdad entre los sexos,58 proyecto especialmente visi­
ble en el caso italiano, sin duda el mejor conocido,69pero que, dadas
las intensas relaciones culturales entre Italia y la Península por
aquel entonces, hemos de tener muy en cuenta. Sería necesario re­
montarse a los siglos anteriores, considerar los primeros balbuceos
del nuevo movimiento cultural y seguir las líneas de transmisión
educativa de padres a hijas o de hermanos a hermanas que se con­
vierten en uno de sus rasgos peculiares; analizar las biografías de

223
los humanistas hispanos y sus relaciones con sus parientes feme­
ninas puede ser una vía de indagación muy fructífera, sobre todo
en casos como el de tantos erasmistas como hubo en Castilla antes
de la inclusión de Erasmo en el Indice de 1551, dado que este autor
admitía una formación intelectual más igualitaria entre hombres y
mujeres. María de Cazalla es un caso representativo de este grupo.
No cabría minimizar estos hechos, puesto que tenemos datos de
mujeres impartiendo enseñanza en las universidades castellanas
apoyadas por sus vínculos de parentesco; así Francisca de Nebrija,
que sustituyó a su padre, Antonio de Nebrija, en la Universidad de
Alcalá.60
Las líneas de transmisión educativa entre mujeres fueron asi­
mismo decisivas, tanto por la importancia de las madres como de
las damas que acogían bajo su protección y mecenazgo a parientas
y amigas; no en vano ese interés por regular la palabra materna y
el silencio en Vives. Se acostumbra mencionar los tratados que se
escribieron para la educación de Isabel de Castilla o que a ella más
le debieron gustar, pero no se suele hablar de la influencia que en su
formación cuando infanta tuvo doña Juana de Mendoza, amiga de
Teresa de Cartagena.61La reina estableció como maestros de corte a
algunos reputados humanistas como Pedro Mártir de Anglería, y
escogió como su maestra de latín y consejera política a una mujer
famosa por su erudición, Beatriz Galindo, que probablemente tam­
bién lo enseñó a sus hijas y damas; Isabel se preocupó además de fa­
cilitar a otras mujeres el acceso a esta lengua al encargar a Juan
Antonio de Nebrija una gramática y vocabulario latinos; según él
afirma en la introducción de la obra:

Que no por otra causa me mandara hacer esta obra en latín y romance sino
porque las mugeres religiosas y vírgenes dedicadas a Dios, sin participación de
varones, pudieran conocer algo de la lengua latina.

Además, impulsó este tipo de enseñanza en sus fundaciones re­


ligiosas: mientras planificaba una de sus fundaciones conventuales
en Granada, la reina se aseguró de que profesase en él alguna joven
letrada que supiera latín para que pudiera enseñárselo a las otras
monjas.
El primer grupo de mujeres eruditas conformado en la corte de
los Reyes Católicos63constituye el antecedente de otros muchos que,
ampliándose en número y escala social, irán jalonando la centuria.
Quedaría por ver hasta qué extremos de ampliación social llegó el
impacto ejercido por estas mujeres. Sabemos que fue grande, en

224
el terreno de los comportamientos religiosos, entre las mujeres de la
pequeña nobleza y los patriciados urbanos castellanos, y no serían
peregrinas afirmaciones similares para el dominio escrito y/o inte­
lectual.
Lo señalado es importante porque la familia seguía constituyen­
do el ámbito de educación femenina por antonomasia y podía ser
más maleable a todas estas influencias y corrientes externas. Ha­
bría que seguir, sin embargo, sobre el telón de fondo del cambio edu­
cativo -o «revolución» si aceptamos la tesis de Kagan-, los programas
educativos impartidos en otros espacios progresivamente especiali­
zados, como monasterios y conventos, beateríos, los nacientes cole­
gios de doncellas, las escuelas urbanas y parroquiales, o bien la tra­
yectoria del profesorado femenino.
Sobre monasterios y conventos poseemos algunas informacio­
nes contradictorias que sería preciso verificar; junto a la citada
mención del interés de Isabel la Católica por que las monjas apren­
diesen latín tenemos las directrices educativas que fray Hernando
de Talavera diseña para las cistercienses de Avila y en las que,
además de señalar un programa ante todo devoto y contemplativo,
les prohíbe educar a niñas que no fueran a ser futuras religiosas de
la comunidad; por otra parte, sabemos que Santa Teresa de Jesús
adquirió buena parte de su formación en el ámbito conventual. Sin
duda, continuaron siendo los más importantes espacios educativos
para mujeres. Los beateríos fueron focos de lectura, exposición y
discusión oral de la Biblia y también de los libros erasmistas, que
tanta influencia tuvieron sobre el movimiento alumbrado en Casti­
lla; las noticias del magisterio femenino son relativamente abun­
dantes.64 En las ordenaciones de los incipientes colegios de donce­
llas no se han conservado menciones explícitas a la enseñanza de
la lectura y escritura, pero sí alusiones a su práctica; el interés edi­
torial del cardenal Cisneros, uno de sus principales impulsores,
que le lleva a traducir e imprimir algunas de las más importan­
tes obras de maestras espirituales como Santa Catalina de Siena
para que pudieran leerlas las monjas, debería interpretarse tam­
bién en esta línea.65 Por otra parte, recordar los casos de mujeres
en la universidad: escritoras como Teresa de Cartagena habían ido
a la universidad a comienzos del Cuatrocientos, y Beatriz Galindo
es reclamada desde la corte de los Reyes Católicos por la fama de
su erudición, una erudición que no sabemos si adquirida también en
la universidad de Salamanca. Temas todos ellos que requieren es­
tudios más pormenorizados.

225
Escritura de mujeres y experiencias de vida

Más allá de apreciaciones numéricas, hay que decir que en el si­


glo XVI la escritura asume un lugar preeminente en la experiencia
de vida de muchas castellanas y adquiere visibilidad social rom­
piendo la dicotomía público/privado y desestabilizando los roles de
género que con tanto empeño definían los tratadistas de la educa­
ción. ¿Cómo explicar un hecho a todas luces anómalo en el esquema
de los parámetros socioculturales dominantes? ¿Cómo calibrar ese
acto de escribir que, como bien señala Rosa Rossi,66 es un aconteci­
miento fundamental de la existencia, sobre todo para las mujeres?
Acontecimiento fundamental, forma de resistencia y transgresión a
un orden y unos valores impuestos que ante todo buscan el silencio
de las mujeres. Por ello, el uso de la escritura no fue empresa fácil
ni siempre exitosa. Pero varias fueron las circunstancias que lo per­
mitieron y también diversos los contextos o espacios de escritura
que, al propiciar mecanismos varios de autorización, se convierten
en lugares de enraizamiento desde los que poder hablar, hacer uso
de la palabra pública.67A lo largo de la centuria se darán evolucio­
nes, cambios y amagos de retroceso. Es difícil calibrar estos fenó­
menos en toda su extensión y repercusión social pues todavía no
conocemos suficientemente los textos de mujeres: muchos se han
perdido y otros esperan a que los descubramos. Sin embargo, los da­
tos disponibles indican que el escribir fue una conquista a la que las
mujeres no estuvieron dispuestas a renunciar.
El primer contexto de escritura femenina que vamos a conside­
rar aquí es el propiciado por el humanismo y se remonta a los pri­
meros años del siglo XV. La inicial generación de mujeres cultas for­
madas en los autores y lenguas clásicos está aún pendiente de
estudio, si bien es el círculo cortesano desarrollado por y en torno a
la reina Isabel el que parece haber constituido el contexto más fa­
vorable o, al menos, el primer espacio aglutinador de un grupo de
mujeres que escriben y en las que se detecta una fuerte conciencia
de escritura.
¿Por qué escribir?, ¿de dónde provino el impulso para transgre­
dir la norma de silencio que había pendido sobre las mujeres desde
hacía tantos siglos? Desvirtuada su imagen por los clichés y prejui­
cios que la presentan como una matrona virtuosa volcada en exclu­
siva sobre la familia y la religión y que tanto se deben a la manipu­
lación franquista como a sus primeras biografías,68 Isabel fue una
reina renacentista que supo conjuntar saber y poder y contribuyó a
otorgarlos a otras sobre el telón de fondo de lo que, a mi modo de ver,

226
era un fuerte reconocimiento de autoridad femenina. Una contribu­
ción activa, querida por ella, pero también pasiva, instigada por me­
canismos de emulación de su persona, que había logrado crear un
ambiente receptivo y favorable a la acción política de las mujeres.
Lo cual, unido a los avances sociales del proyecto educativo huma­
nista, fue sin duda un poderoso acicate para el ejercicio de la palabra
pública.69
Hallamos en este período retazos de escritura, o al menos noti­
cias -pues la mayoría de las creaciones femeninas no se han con­
servado- que demuestran cómo algunas mujeres próximas a la rei­
na se atrevieron a introducirse por la senda de los saberes cultos
dominantes, bien filosóficos, filológicos o teológicos, o a cultivar los
distintos géneros literarios. Beatriz Galindo escribió unas Notas y
comentarios sobre Aristóteles y unas Anotaciones sobre escritores clá­
sicos antiguos -también, posiblemente, poesía en latín-; la hija de
Isabel y reina de Inglaterra, Catalina de Aragón, escribió unos Co­
mentarios a los Salmos de David.10 Si el acceso a la educación hu­
manista y el aprendizaje del latín facilitó obras de este tipo, el pa­
ralelo contexto de reforma religiosa, igualmente impulsada por la
reina, procuró a estas mujeres amplios espacios y posibilidades de
actuación política. Actuación política que pudo verse acompañada
por el ejercicio de la escritura poderosa, la escritura normativa, me­
diante la que ellas dictaron reglas y leyes para el correcto desenvol­
vimiento de sus creaciones religiosas. Beatriz Galindo redactó las
Constituciones por que había de regirse su fundación hospitalaria
de Madrid y Teresa Enriquez, dama y amiga de la reina, hizo lo mis­
mo con los Estatutos de la Cofradía del Santísimo Sacramento que
creó en su villa de Torrijos y en los que reglamentaba incluso la vida
de los canónigos de la colegiata erigida al efecto, entre otras muchas
mujeres no tan próximas a la reina, pero que siguen el mismo pa­
trón de comportamiento. Los testamentos de estas mujeres consti­
tuirían otro buen ejemplo de lo que vengo afirmando.71 Saber y poder
públicos, como también magisterio femenino en las universidades,
templos del saber dominante por antonomasia. Juana de Contreras
daba conferencias en la Universidad de Salamanca, y Luisa de Me­
drano ocupaba una cátedra en dicho Estudio General en 1508; pocos
años después, como hemos visto líneas atrás, Francisca de Nebrija
sustituiría a su padre en la cátedra de la Universidad de Alcalá.72
Palabra pública, hablada y escrita.
Los círculos cortesanos, ya lo he dicho, se reprodujeron en el
tiempo, aunque -a l menos a simple vista, pues hay que estudiarlo-
no volvemos a encontrar grupos tan compactos de mujeres; también

227
se mantiene a Ιο largo de todo el xvi el acceso a los saberes huma­
nísticos por vía familiar. Se repiten los casos de eruditas contrata­
das en las cortes reales para la formación de reinas e infantas, como
ocurre con Luisa Sigea, educada por su padre y contratada en 1542
por la reina Catalina de Portugal como preceptora de la infanta Ma­
ría. En la corte escribiría Luisa poemas y su obra más importante,
Duarum virginum colloquivm de vita avlica et privata, finalizada en
1552.73 En la corte de Felipe II subsiste la tradición de las puellae
doctae, niñas eruditas exhibidas y tratadas como rarezas.
El ejemplo cortesano se dejó sentir entre el sector nobiliario, y el
interés humanista llegó a extenderse ampliamente en la sociedad
castellana; si durante la primera mitad del XVI hallamos casos de
mujeres eruditas por toda Castilla, el impacto de la Contrarreforma
no supuso su desaparición. Es ilustrativo el caso de Oliva Sabuco,
cuyos padres formarían parte del círculo humanista de Alcaraz y
cuyo tratado científico Nueva filosofía de la naturaleza del hombre
no conocida ni alcanzada por los grandes filósofos antiguos: la qual
mejora la vida y salud humana se imprimió en Madrid en 1587 y
además logró verse admirada por contemporáneos y sucesores.
Para Milagros Rivera, formaría parte del grupo de «mujeres aman­
tes del saber que en los siglos XVI y XVII se hicieron con una educa­
ción clásica y erudita, de tradición parcialmente humanística, pero
no fueron ya preferentemente nobles ni ejercieron de damas latinas
en las cortes de la época»; en esta obra «proponía una reforma del
mundo, de la filosofía y de la ciencia médica basada en el conoci­
miento de sí, en el valor de la observación y de la experiencia, y en
el olvido de ciertos conocimientos académicos».74
Con todo, el contexto tradicional de escritura femenina había sido,
durante la Edad Media, el monástico. Sus líneas de continuidad se
mantendrán, prácticamente incólumes, durante toda la Edad Mo­
derna.75 Pero en estos años detectamos algunas novedades impor­
tantes. La primera, que la escritura de mujeres ligada a la expe­
riencia religiosa pudo llegar a rebasar los muros del claustro para
insertarse plenamente en el mundo. Esta escritura muy a menudo
tenía como finalidad reproducir el discurso teológico de estas muje­
res, discurso no elaborado desde un punto de vista exegético-erudi-
to, sino creador. Su aplicación práctica y magisterial se plasmó tam­
bién en el contexto de reforma, en especial de las órdenes religiosas
y los movimientos de piedad interiorizada que, en sus acepciones
extremas, desembocaron en herejía. Aparecen entrecruzadas cone­
xiones humanistas a las que después se añadirán elementos eras-
mistas con la tradición mística femenina, alentada en Castilla por

228
el cardenal Cisneros mediante su apoyo personal y una intensa la­
bor editorial de traducción e impresión de algunas figuras relevan­
tes de la espiritualidad italiana como Santa Catalina de Siena o An­
gela de Foligno. Sin duda, la difusión de la imprenta y de las
traducciones en vernáculo, en especial la nueva facilidad de acceso
directo a la Biblia, fueron estímulos importantes, decisivas palan­
cas de palabra femenina.
Hubo maestras y predicadoras convertidas en santas vivientes
cuyas prédicas y consejos iban muchos -incluido el propio Cisneros-
a escuchar. El registro escrito de sus alocuciones no siempre fue po­
sible o ni siquiera ejecutado por ellas mismas; en estos casos, el
paso de oralidad a escritura pudo presentarse como problemático,
no exento de tensiones y dificultades. Cisneros ordenó que se escri­
biera lo que María de Santo Domingo, la «beata de Piedrahita», ca­
becilla de un grupo reformador en el seno de la Orden de Santo Do­
mingo, decía en rapto; las alocuciones de Juana de la Cruz, terciaria
franciscana en Cubas, también surgidas de experiencias místicas,
fueron puestas por escrito por una de las religiosas de su comuni­
dad conventual -supuestamente analfabeta, y que habría accedido
al poder que otorgaba la lectura y la escritura por un milagro- en el
famoso texto del Conorte.76 En paralelo con estas experiencias y en
la misma línea de devoción interiorizada, aunque despojada de la
maquinaria místico-visionaria, la línea tradicional de escritura
conventual femenina ofreció autoras de tratados devotos, libros de
oración o traducciones de obras importantes; como sería el caso
de María Téllez, la monja de Tordesillas que tradujo la Vita Christi de
Ludolfo de Sajonia.77
Durante el primer tercio del xvi coexisten, e incluso llegan a ali­
mentarse mutuamente, los contextos de escritura que acabo de se­
ñalar. Ejemplos aglutinadores son algunas familias nobles que cons­
tituyen verdaderos contextos nobiliarios de lectura y escritura en
los que no sólo se ven involucradas las mujeres de la familia de san­
gre, sino muchas de las que formaban parte del grupo de las pa-
rientas lejanas, criadas y amigas. Un ejemplo es el círculo del Du­
que del Infantado, al que pertenecían Isabel de la Cruz, iniciadora
de la herejía de los alumbrados, y su gran amiga María de Cazalla.
Sobre todo esta segunda participa de las corrientes humanistas e
intelectuales por su contacto con la Universidad de Alcalá y su co­
nocimiento de Erasmo e incluso quizás de Lutero; en torno suyo se
organizó un grupo en el que convivían intelectuales alcalaínos, fa­
milia Mendoza y gente común, a los que leía y comentaba las Escri­
turas. Al parecer, Isabel de la Cruz proyectó un libro que nunca lie-

229
gó a escribir. Puede entenderse que como rechazo a las formas cul­
turales dominantes, o bien como forma de eludir las mediaciones
masculinas que la escritura podía poner en marcha.78 Las tenden­
cias heréticas de estos grupos incidieron decisivamente en la reac­
ción contra ciertas traducciones vernáculas. Isabel Ortiz, también
del círculo de los Mendoza, escribió un libro de devociones que la
Duquesa del Infantado empleó toda su vida como libro personal y se
difundió mediante copias ante la imposibilidad de verlo impreso.79
La reacción inquisitorial fue recortando progresivamente estas
incursiones femeninas en el terreno de la palabra. Isabel de la Cruz
fue procesada en 1524 y María de Cazalla en 1532. Se mantuvo, sin
embargo, la experiencia visionaria que buscaba el intervencionismo
político y que también fue antesala de la escritura. Un ejemplo pa­
radigmático es el de la monja cordobesa Magdalena de la Cruz, que
debió escribir, o al menos proyectar, un libro de su vida.80 La publi­
cación del índice resultó un duro mazazo al obstaculizar las lectu­
ras que habían nutrido la experiencia espiritual interiorizada de
todas estas mujeres. El control cada vez más estrecho de la jerar­
quía eclesiástica sobre las experiencias sobrenaturales coartó la li­
bertad de movimientos y de magisterio que había caracterizado a la
primera mitad de la centuria.
Con todo, la publicación del índice y los efectos de la Contrarre­
forma no invirtieron el camino ascendente de la escritura de muje­
res. Hemos visto el caso de Oliva Sabuco, representativo de la per-
vivencia de círculos humanistas. Pero sin duda el ejemplo más
ilustrativo de este período es el de los conventos femeninos, que, fa­
vorecidos por la política oficial de la Iglesia, plenamente centrada
en el enclaustramiento de las mujeres, o bien aumentan de número
o bien se ven sacudidos por intensos programas de reforma que fa­
vorecen la incursión femenina en el mundo de las letras. Este será
el contexto de escritura femenina por antonomasia desde la segun­
da mitad del siglo XVII. Y es el caso más conocido, el de Santa Tere­
sa de Jesús, el que domina todo este panorama cronológico. En su fi­
gura se catalizan los movimientos anteriores, puesto que ella es
también reformadora de una orden religiosa y tiene experiencias
místicas, aspectos ambos que autorizan su palabra. Una palabra
que ya no puede desarrollarse públicamente en el ámbito oral, pero
sí por escrito. Como ella misma indica, fue la publicación del índice
y la imposibilidad subsiguiente de leer la Biblia en vernáculo el he­
cho que la impulsó a escribir, a trazar sobre el papel las palabras
que Dios le dictaba al oído, más que el argumento que se emplea de
forma habitual, o sea, el mandato del confesor aunque, evidente-

230
mente, éste se dio. Y es sobre todo como escritora que Teresa influ­
ye sobre las mujeres hispanas propiciando, bien su acceso a las le­
tras, bien la iniciativa de ponerse a escribir; buena parte de la es­
critura conventual subsiguiente es deudora de la santa abulense.81
La jerarquía eclesiástica alentó estas corrientes e incluso muy a
menudo fue la directa responsable del uso de la escritura, pues el
redactar las visiones y experiencias sobrenaturales de las religiosas
era un primer paso imprescindible para asegurar su ortodoxia y ex­
culparlas de posibles influencias malignas.82
En las formulaciones teóricas del discurso dominante hallamos
una noción de escritura femenina como escritura privada, como tec­
nología para la gestión de uso diario, bien en el hogar, bien en la ad­
ministración de las casas religiosas. Su función elemental es el co­
rrecto desenvolvimiento de la unidad doméstica, la buena relación
con el marido y la buena marcha de señoríos o negocios, es decir, fa­
cilitar las tareas de reproducción social que tradicionalmente han
sido de exclusiva competencia femenina y en las que por vez prime­
ra se incluye el escribir como ingrediente necesario. En estos esque­
mas se puede admitir alguna expresión personal, muy controla­
da, en las cartas que ante todo se intenta no faciliten intercambios
amorosos ilícitos sino que sirvan para asegurar dichas labores de
reproducción. Esto, y el hecho de que el género epistolar sea tam­
bién característico del humanismo, hacen de él uno de los más culti­
vados por las mujeres castellanas del XVI. Las más eruditas pudieron,
incluso, hacerlo en latín. Los sistemas de comunicación propiciados
por el intercambio epistolar saltaron los reducidos límites domésti­
cos y pusieron a estas mujeres en contacto entre ellas o con las altas
instancias de saber y poder. Isabel la Católica no sólo para asuntos
políticos o familiares, también se cartea con la erudita italiana Ca-
sandra Fedele; Luisa Sigea es famosa por las epístolas que dirigió al
papa Pablo II, al rey Felipe II, a los reyes de Hungría, legados pa­
pales, etc.; Juana de Contreras por el debate epistolar que sostuvo
con su maestro Lucio Marineo Sículo a comienzos de la centuria.83
Habría que ver también los intercambios epistolares entre madres
e hijas, o las cartas entre Isabel de Baena y la Duquesa del Infan­
tado. La obra epistolar de Santa Teresa de Jesús constituye una
masa de escritos verdaderamente ingente. Todos estos escritos son
para la exclusiva lectura del que los recibe, bien sean en latín, bien
en castellano. Aunque acaso cabría distinguir aquí la importancia y
repercusión de cada uno en función del destinatario, lo cual varía
según sea un alto personaje político o no, pues alcanzan entonces un
notable grado de incidencia pública.

231
Si durante la primera mitad del XVI es fenómeno novedoso y re­
levante el caso de los círculos de mujeres eruditas y poderosas que
logran hacer suyas las escrituras públicas o al menos mediatizar­
las, que se atreven a adentrarse por la senda de los saberes cultos
dominantes o que incluso intervienen en la especulación teológica y
en otros ámbitos de tradicional dominio masculino como los trata­
dos de oración, en el caso de la escritura de mujeres no deja de
ser decisivo el aprovechamiento de los tramos más difusos y ambi­
guos de la línea divisoria privado/público. Progresivamente van do­
minando el panorama las escrituras de la experiencia, sobre todo en
un ámbito religioso donde, como hemos visto, era necesario compro­
bar la veracidad de las experiencias espirituales extraordinarias.
De ahí la importancia de las autobiografías como uno de los géneros
más típicamente femeninos, cuyo exponente principal sería el Libro
de la vida de Santa Teresa de Jesús. En estos casos, la escritura
aparece claramente como instrumento de afirmación individual y
de comunicación interpersonal que propicia la configuración de una
subjetividad femenina, de la construcción de la palabra de mujeres,
que a su vez contribuye a la construcción del sexo femenino.84
En este mismo marco difuso cabe valorar las formas de transmi­
sión de los escritos de mujeres, que por lo común no abandonan su
original formato manuscrito, algo explicable, en primer lugar, por
su propio carácter transgresor y el inherente potencial de peligro,
pero también por las diferentes mediaciones que activaban manus­
critos e impresos. La imprenta suponía, lógicamente, una mayor vi­
sibilidad pública, un peligro mayor, y su acceso estaba mucho más
controlado, fundamentalmente por hombres. Hay indicios, en cam­
bio, de una tradición manuscrita sustentada por mujeres, sobre
todo en el ámbito religioso. Sabemos que la obra de Santa Teresa de
Jesús ya era conocida por muchas mujeres antes de ser publicada
tras haber obtenido las pertinentes licencias eclesiásticas. Es im­
portante considerar en estos casos la importancia de los círculos
de lectoras como destinatarias de las obras de mujeres, un supues­
to que, como es lógico, no siempre se da, o no en todos sus extremos,
pero que en el contexto de las escrituras religiosas y conventuales sí
se convierte en rasgo dominante. Sobre todo el caso de Santa Tere­
sa de Jesús es perfectamente ilustrativo, no sólo por su amplia in­
fluencia espiritual sobre las mujeres hispanas, sino sobre todo por­
que en realidad escribe para sus monjas del Carmelo y ejerce sobre
ellas una influencia directísima. Otros ejemplos podrían ser los si­
guientes: Isabel de Villena había escrito su Vita Christi para las
monjas de su comunidad, y es precisamente Isabel la Católica quien

232
propicia la impresión del manuscrito; María Téllez, la clarisa de Tor-
desillas, había escrito y también logrado ver publicada su traducción
de la Vita Christi; un intento frustrado sería el del «librillo» de Isa­
bel Ortiz, que no logra el permiso de los censores para ser impreso.85
Las líneas femeninas de recepción y transmisión de la escritura
de mujeres no son un dato baladí. Sobre todo porque esta escritura de
mujeres pudo actuar como palanca para el escribir de otras, bien al
nivel de aprendizaje, bien de creación. Así la hermana lega Ana de
San Bartolomé, que aprendió a escribir a los treinta años imitando
la caligrafía de Santa Teresa de Jesús y llegó a convertirse en una
de las grandes escritoras del Carmelo. Se trata de un aspecto fun­
damental cuando consideramos las experiencias de escritura feme­
nina y los sistemas de comunicación que activa.
Por supuesto, es necesario buscar más escritos femeninos para
aquilatar en su justa medida lo que ocurre a lo largo de esta centu­
ria; también se precisan estudios más detenidos. Pero lo que sí qui­
siera resaltar es que, en el caso de las mujeres, a la hora de estudiar
los posibles incrementos de sus niveles de alfabetización, caracte­
rísticas y usos, no sólo habría que centrarse en los teóricos, las insti­
tuciones escolares y los espacios educativos habituales, sino además
y sobre todo efectuar seguimientos detallados de los espacios de es­
critura femenina, de las escritoras y sus lectoras.

¿Escritura y libertad?

Todo lo dicho hasta ahora nos conduce al espinoso problema ins­


trucción/libertad. La instrucción, la educación, pueden ser armas de
doble filo según los poderes que las dirijan y respalden. Pero, cier­
tamente, el leer y el escribir cimentan al menos posibilidades de
desarrollo personal autónomo. Pese a todas las limitaciones, el in­
cremento del acceso a la cultura escrita que para las mujeres supu­
sieron los cambios educativos y religiosos favoreció el desarrollo de
un grupo progresivamente más numeroso de escritoras y eruditas;
sobre todo, favoreció los intercambios entre mujeres y las líneas de
transmisión femenina, lo cual, unido a la necesaria introspección
del escribir, impulsó la conformación de una subjetividad femenina.
Algunas de estas escritoras -como Christine de Pizan-, conscientes
de que estaban escribiendo desde un cuerpo de mujer, formularon
los que hoy consideramos primeros planteamientos feministas. En
sus estudios sobre las escritoras castellanas de la época, Milagros
Rivera diferencia entre aquellas que hicieron suyos los valores y me­

233
diaciones del saber masculino dominante y las que optaron por otro
sistema de significación fundado en la experiencia. En ambos casos se
da una ampliación nueva en las capacidades operativas de las muje­
res, ampliación frustrada por reacciones contrarias que impidieron
su libre desarrollo, pero que se dio al fin y al cabo.
Es importante considerar las mediaciones femeninas activadas
por y en función de la escritura, mediaciones que en no pocos casos
favorecieron un primer conato de profesionalización femenina del
escribir, un acceso al oficio de las letras del que por principio esta­
ban excluidas según la división sexuada del trabajo y que hemos
visto prohibía terminantemente Gaspar de Astete al finalizar la
centuria. Cabe entender así los casos de eruditas contratadas por
las monarcas o mujeres de la alta nobleza, que con su apoyo econó­
mico les aseguran esa «habitación propia» para escribir cuya nece­
sidad puso de manifiesto Virginia Woolf. Y es importante también
considerar que todos estos espacios compartidos por mujeres, que
todas estas relaciones que propiciaban el intercambio de la palabra
entre ellas pudieron convertirse en marcos de libertad simbólica,
espacios de relaciones políticas femeninas en los que cupo lo que
ellas tenían que decir.
Estos casos de profesionalización ilustran la función de la escri­
tura como instrumento de promoción social. Su uso normativo y ad­
ministrativo, ampliamente atestiguado por las mujeres que inter­
vienen de forma activa en la reforma religiosa, sobre todo por vía de
fundaciones conventuales, incidió también en una reorganización
de las relaciones de poder. ¿Su verdadera repercusión? Es preciso
indagar más y seguir genealogías femeninas en estos ámbitos. Evi­
dentemente, no se da una transformación social profunda, pero sí se
abrieron brechas en el orden dominante.
Un orden dominante que supo reaccionar con contundencia ante
estas incursiones femeninas en el ámbito de la palabra y la escritu­
ra. Hoy día conocemos cada vez mejor las operaciones de cancela­
ción histórica de la obra de mujeres, operaciones de cancelación que
bascularon entre el silenciamiento decidido y la desautorización
más o menos sutil. Montse Cabré ha estudiado las operaciones de
desautorización características del Renacimiento: muchas de estas
mujeres son acusadas de plagio, de suplantar autorías masculinas o
de carencia de originalidad y valor. Otras, elevadas al mito de la ex-
cepcionalidad o convertidas en figuras viriles, pierden así su poten­
cia ejemplificadora e inductora para otras mujeres. He podido com­
probar cómo ocurre esto con el grupo de Isabel la Católica y sus
hijas, así como de las mujeres que las rodeaban, cuyo proceso de do­

234
mesticación es emprendido por su primer biógrafo desactivando sus
saberes intelectuales y su influencia política. El propio Vives y Pe­
dro Mártir de Anglería despreciaron a una mujer de la talla de Ma­
ría de Pacheco, hija del Conde de Tendilla y esposa de Juan de Pa­
dilla, diciendo que era el marido de su marido.86 La desautorización
y represión total de la palabra femenina vendrá de la mano de la In­
quisición. Los notorios recursos retóricos a que tuvo que acudir San­
ta Teresa de Jesús para eludir estas maniobras de control son cada
vez mejor conocidos. Como he señalado ya, la propia evolución de
los tratados educativos señalaría formas de reacción y control.
El florecimiento de la escritura de mujeres a lo largo del XVI no
significó el fin de su segregación social sexuada. Fue una actividad
cuantitativamente reducida y sometida a rigurosos controles y con­
tundentes maniobras desautorizadoras. Sin embargo, de su ejercicio
surgieron los primeros planteamientos feministas modernos. Cons­
tituye, pues, uno de los eslabones básicos en la lucha por la libertad
de las mujeres.

Notas
1. Francisco M. Gimeno Blay, «Analfabetismo y alfabetización femeninos en la
Valencia del Quinientos», Estudis, 19, 1993, pág. 59.
2. Joan Kelly, «¿Tuvieron las mujeres Renacimiento?», en James Amelang y Mary
Nash (eds.), Historia y género: las mujeres en la Europa moderna y contemporánea,
Valencia, Edicions Alfons el Magnánim-Institució Valenciana d’Estudis i Investigació,
1990, págs. 93-126; Julia Varela, Modos de educación en la España de la Contrarre­
forma, Madrid, La Piqueta, 1983, págs. 42-43; de la misma autora, Nacimiento de la
mujer burguesa. El cambiante desequilibrio de poder entre los sexos, Madrid, La Pi­
queta, 1997, en especial págs. 187-220. Sigue estos mismos planteamientos Ana Na­
varro, «Introducción», en Ana Navarro (ed.), Antología poética de escritoras de los
siglos X V I y x v i i , Madrid, Castalia, 1989, págs. 7-63. Véase también Agustíin Redondo
(ed.), Relations entre hommes et femmes en Espagne aux x v f et xvif siècles, Paris, Pu­
blications de La Sorbonne-Presses de la Sorbonne-Nouvelle, 1995.
3. Anne J. Cruz, «Studying Gender in the Spanish Golden Age», en Hernán Vi­
dal (éd.), Cultural and Historical Grounding for Hispanic and Luso-Brazilian Femi­
nist Literary Criticism, Minneapolis, 1989, pág. 198.
4. Bartolomé Bennassar, «Las resistencias mentales», en Bartolomé Bennassar
y otros, Orígenes del atraso económico español, Barcelona, Ariel, 1985, pág. 156. En
la misma línea, Sara T. Nalle, «Literacy and Culture in Early Modern Castile», Past
and Present 125,1989, pág. 69, entre otros.
5. Como acertadamente hace Harvey J. Graff, «El legado de la alfabetización:
constantes y contradicciones en la sociedad y la cultura occidentales», Revista de
Educación, 288, 1989, sobre todo págs. 15-25. En esta línea, el volumen colectivo edi­
tado por Cristina Segura, De leer a escribir I. La educación de las mujeres: ¿libertad
o subordinación?, Madrid, Asociación Cultural Al-Mudayna, 1996.

235
6. María-Milagros Rivera Garretas, Textos y espacios de mujeres (Europa, siglos
rv-xv), Barcelona, Icaria, 1990, págs. 31-38; María del Mar Graña Cid, «¿Leer con el
alma y escribir con el cuerpo? Reflexiones sobre mujeres y cultura escrita», Escribir y
leer en la Historia, monográfico de Indagación. Revista de Historia y Arte, en prensa.
Sin tener en cuenta el análisis feminista, Giorgio Raimondo Cardona considera que,
en las sociedades de escasa difusión de la escritura, ésta es una prerrogativa mascu­
lina. Véase su Antropología de la escritura, Barcelona, Gedisa, 1994, págs. 91-95.
7. Richard L. Kagan, Universidad y sociedad en la España moderna, Madrid,
Taurus, 1981.
8. A título de ejemplo: Jean Hebrard, «La escolarización de los saberes elemen­
tales en la época moderna», Revista de Educación, 288,1989, págs. 63-104; Francisco
Javier Laspalas Pérez, La «reinvención» de la escuela. Cinco estudios sobre enseñan­
za elemental durante la Edad Moderna, Pamplona, Eunsa, 1993.
9. Algunos ejemplos que apuntan en esta línea en Sherrin Marshall (éd.), Wo­
men in Reformation and Counter-Reformation Europe. Public and Private Worlds,
Bloomington-Indianapolis, Indiana University Press,1989. Sara Nalle alude a la po­
sibilidad de tener en cuenta los efectos de la crisis del xvn sobre las políticas educa­
tivas y no tanto la influencia de los ideólogos de la Contrarreforma, op. cit., 94.
10. María-Milagros Rivera Garretas, «Las prosistas del Humanismo y del Rena­
cimiento (1400-1550)», en Iris M. Zavala (coord.), Breve historia feminista de la lite­
ratura española (en lengua castellana), IV: La literatura escrita por mujer (De la
Edad Media al s. xvm), Barcelona, Anthropos, 1997, pág. 83. De la misma autora,
«Escritoras castellanas del Humanismo y del Renacimiento», en Rosa M .a Rodríguez
Magda (ed.), Mujeres en la historia del pensamiento, Barcelona, Anthropos, 1997,
págs. 95-112.
11. Cita Lola Luna, «Las lectoras y la historia literaria», en Lola Luna, Leyendo
como una mujer la imagen de la Mujer, Barcelona, Anthropos; Sevilla, Junta de An-
dalucía-Instituto Andaluz de la Mujer, 1996, pág. 105.
12. Basta hojear obras clásicas como la de Manuel Serrano y Sanz para compro­
bar el mayor número de menciones a mujeres escritoras durante estos años: Manuel
Serrano y Sanz, Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas desde el año
1401 al 1833, Madrid, Atlas, 1975; también Juan Pérez de Guzmán y Gallo, Bajo los
Austrias. La mujer española en la Minerva castellana, Madrid, 1923.
13. Así, María de Zayas o sor Juana Inés de la Cruz. También tenemos respues­
tas misóginas como la de Francisco de Quevedo en La culta latiniparla -Mariló Vi-
gil, La vida de las mujeres en los siglos xviy xvn, Madrid, Siglo XXI, 1986, pág. 5 8 - en un
contexto general de ridiculización de la mujer erudita en el teatro barroco -Navarro, 16.
14. Las evidencias de que la práctica social no tiene por qué corresponderse con
las líneas teóricas del poder, cualquiera sea el ámbito de estudio, están hoy plena­
mente asumidas. Véase para el período que nos interesa Vigil, passim.
15. Lo que ha justificado que se pasen por alto. Así, por ejemplo, pese a emplear
un título sugestivo y globalizador, Jean Hebrard elude tratar la escolarización feme­
nina porque «dependía de instituciones específicas y planteaba la cuestión de los pri­
meros aprendizajes de un modo diferente», op. cit., pág. 67, n. 8.
16. En su análisis de la Valencia renacentista, Philippe Berger llega a detectar
paridad lectora hombres/mujeres en el sector nobiliario; los niveles de lectura conti­
núan siendo altos entre las mujeres del sector comercial y profesiones liberales, pero
las diferencias con los hombres se hacen notar más: Philippe Berger, Libro y lectura
en la Valencia del Renacimiento, I, Valencia, Edicions Alfons el Magnánim-Institució
Valenciana d’Estudis i Investigació, 1987, pág. 363. Conclusiones similares en Maxi-

236
me Chevalier, Lectura y lectores en la España del siglo xvi y xvn, Madrid, Turner,
1976. Para los antecedentes bajomedievales: Carmen Batllé, «Las bibliotecas de los
ciudadanos de Barcelona en el siglo XV», Livre et lecture en Espagne et en France sous
l’Ancien Régime, Colloque de la Casa de Velázquez, Paris, Éditions A.D.P.F., 1981,
págs. 15-31; Isabel Beceiro, «Educación y cultura en la nobleza (siglos χπι-χν)»,
Anuario de Estudios Medievales, 21, 1991, págs. 571-590.
17. Natalie Z. Davis contabiliza en Lyon entre 1560 y 1580 un 28 % de mujeres
capaces de firmar, en su mayoría procedentes de los sectores acomodados de la ciu­
dad -Natalie Z. Davis, «Mujeres urbanas y cambio religioso», en Amelang y Nash
(eds.), op. cit., pág. 136-. En 1587, en torno al 13% de las niñas venecianas sabían
escribir y en la Inglaterra de finales del Renacimiento hay una mujer sobre cuatro
hombres según Margaret L. King, Mujeres renacentistas. La búsqueda de un espacio,
Madrid, Alianza Editorial, 1993, pág. 222.
18. Bennassar, op. cit., 151; Marie-Christine Rodríguez y Bartolomé Bennassar,
«Signature et niveau culturel des témoins et accusés dans les proces d’inquisition du
ressort du tribunal de Tolède (1525-1817) et du ressort du tribunal de Cordoue
(1595-1632)», Caravelle, XXXI, 1978, págs. 17-46; M .aAmparo Moreno Trujillo, M.a
José Osorio Pérez y Juan M .a de la Obra Sierra, «Firmas de mujeres y alfabetismo en
Granada (1505-1550)», Cuadernos de Estudios Medievales y Ciencias y Técnicas His-
toriográficas, xvi, 1991, pág. 123. La situación de las mujeres de grupos no privile­
giados está bien ilustrada por las nodrizas del Hospital General de Valencia: Gimeno,
passim·, M .a Gloria Rodenas y Susana M .a Vicent, «La cultura escrita y la mujer: mo­
delos de participación y exclusión en la vida pública», en Cristina Segura (ed.), La
voz del silencio I, Madrid, Asociación Cultural Al-Mudayma, 1992, págs. 17-31.
19. Las culturas del Siglo de Oro, Madrid, Historia 16, 1989.
20. Luisa Miglio, «Leggere e scrivere il volgare. Sull’alfabetismo delle donne ne-
11a Toscana tardo medievale», Civiltá comunale: libro, scrittura, documento, Atti del
Convegno (Genova, 8-11 nov. 1988), Génova, Società Ligure di Storia Patria, 1988,
sobre todo págs. 367-377; «Scrivere al femminile», en Armando Petrucci y Francisco
M. Gimeno (eds.), Escribir y leer en Occidente, València, Universitat de Valéncia-De-
partamento de Historia de la Antigüedad y de la Cultura Escrita, 1995, sobre todo
págs. 75-76, 78-87; Ottavia Niccoli, «Introducción», en Ottavia Niccoli (ed.), La mu­
jer del Renacimiento, Madrid, Alianza Editorial, 1993, págs. 21-22; Gabriella Zarri,
«Ginevra Gozzadini dall’Armi, dama de la nobleza boloñesa (1520/27-1567)», Niccoli
(éd.), op. cit., pág. 154.
21. Véanse las apreciaciones de Gimeno, op. cit., págs. 75-76; un primer análisis
de microhistoria de la cultura escrita en una ciudad renacentista en Antonio Casti­
llo Gómez, Escrituras y escribientes. Prácticas de la cultura escrita en una ciudad del
Renacimiento, Las Palmas de Gran Canaria, Gobierno de Canarias-Fundación de
Enseñanza Superior a Distancia, 1997, págs. 284-286.
22. Alcanzaban un 80 % según los estudios de Chevalier.
23. Graff, op. cit., págs. 8 y 14.
24. Graña, «¿Leer con el alma?», op. cit. Interesantes apreciaciones sobre orali-
dad y escritura en Antonio Viñao Frago, «Por una historia de la cultura escrita: ob­
servaciones y reflexiones», Signo. Revista de Historia de la Cultura Escrita, 3, 1996,
especialmente, págs. 43-50.
25. Nalle, págs. 86 y 90.
26. También son muy significativas las condenas formuladas por Juan Luis Vi­
ves contra dichas lecturas en su De institutione foeminae christianae. Lola Luna,
«Las lectoras», op. cit., 116-117,124-125.

237
27. Graña, «¿Leer con el alma?»; Susan Groag Bell, «Medieval Women Book Ow­
ners: Arbiters of Lay Piety and Ambassadors of Culture», Judith Bennet et al., Sis­
ters and Workers in the Middle Ages, Chicago y Londres, 1989, sobre todo 145-147;
María del Mar Graña Cid, «Introducción», en María del Mar Graña (ed.), Las sabias
mujeres I I (siglos III-xvi). Homenaje a Lola Luna, Madrid, Asociación Cultural Al-
Mudayna, 1995, pág. 18.
28. Miglio, «Scrivere», op. cit., 73.
29. Juan Pérez de Moya, Varia historia de sanctas e ilustres mujeres en todo gé­
nero de virtudes, Madrid, 1583; Cristóbal Acosta, Tratado en loor de las mugeres, Ve-
necia, 1592.
30. Lola Luna, «Las escritoras en la Bibliotheca de Nicolás Antonio», en Lola
Luna, Leyendo, op. cit., pág. 32. Otros autores prefieren subrayar los intereses de
exaltación patriótica de esta obra: François Géal, «Nicolás Antonio juge de la femme
de lettres à travers Xa. Bibliotheca Hispana Nova», en Redondo (éd.), op. cit., pág. 52.
31. Sobre estos fines diferenciales de la alfabetización, Gimeno, op. cit., pág. 60.
32. Christine Planté, «Femmes exceptionnelles: des exceptions pour quelle rè­
gle?», Le Genre de l’Histoire, monográfico de Les Cahiers du Grif, 37/38, 1988, págs.
91-111; Dianne O. Hughes, «Invisible Madonnas? The Italian Historiographical Tra­
dition and the Women of Medieval Italy», en Susan M. Stuard (ed.), Women in M e­
dieval History and Historiography, Filadelfia, University of Pennsylvania Press,
1988, págs. 25-57; Lisa Jardine, «O decus italiae virgo, or the Myth of the Learned
Lady in the Renaissance», The Historical Journal 28, 4, 1985, págs. 799-819; María
del Mar Graña Cid, «Mujeres perfectas, mujeres sabias. Educación, identidad y me­
moria (Castilla, siglos xv-xvi)», en Cristina Segura (éd.), op. cit., sobre todo págs.
144-149.
33. Vigil, op. cit., pág. 47.
34. En esta línea, Graña, «Mujeres perfectas», op. cit., passim.
35. El escaso interés hasta ahora otorgado a las mujeres por nuestros estudiosos
de la educación queda bien patente en algunas obras recientes de pretendida visión
globalizadora como Buenaventura Delgado (comp.), Historia de la educación en E s­
paña y América, II, La educación en la España moderna (siglos x v i -x v i h ) , Madrid,
Ediciones S.M-Ediciones Morata, 1993.
36. Varela, Modos de educación, op. cit., pág. 299. Otras interesantes apre­
ciaciones de esta autora en Nacimiento de la mujer burguesa, op. cit., sobre todo
págs. 171-220.
37. Señala las concomitancias entre Vives y otros tratados escritos por religiosos
contrarreformistas -Juan de la Cerda y Gaspar Astete- a finales de siglo: Marie-Cat-
herine Barbazza, «L’education feminine en Espagne au xvième siècle: une analyse de
quelques traités moraux», en Ciremia, Ecole et Eglise en Espagne et en Amérique La­
tine: aspectes idéologiques et institutionels, Tours, Université de Tours, 1988, sobre
todo págs. 336-348. Sobre el tema de la «mujer sabia» y el binomio educación-santi­
dad aplicado a al círculo de mujeres de Isabel la Católica, véase Graña, «Mujeres per­
fectas», op. cit., págs. 133-136; también María del Mar Graña Cid (ed.), Las sabias
mujeres: educación, saber y autoría (siglos iu-xvn), Madrid, Asociación Cultural Al-
Mudayna, 1994. Un panorama general en relación con las políticas educativas para
hombres, en Concepción Cárceles Laborde, Humanismo y educación en España
(1450-1650), Pamplona, Eunsa, 1993, sobre todo págs. 263-265.
38. Probablemente en ningún autor tan bien definido el «oficio» de esposa y ma­
dre como en Fray Luis de León. Véanse: Vigil, op. cit., págs. 92-194; M .“ Angeles Du-
rán, «Lectura económica de Fray Luis de León», en Nuevas perspectivas sobre la mu­

238
jer, Actas de las I Jornadas de Investigación Interdisciplinaria de la Universidad Au­
tónoma de Madrid, II, Madrid, 1982, págs. 257-273; María Luisa Lobato, «El ideal de
mujer en los escritores doctrinales agustinos de los siglos x v y XVI», Revista Agusti-
niana, 29, 1988, pág. 728; Marie-Catherine Barbazza, «L’épouse chrétienne et les
moralistes espagnols des XVIe et XVIIe siècles», Mélanges de la Casa de Velázquez, 24,
1988, págs. 99-137; Blanca Castilla y Cortázar, «Arquetipo de la feminidad en La
perfecta casada», Revista Agustiniana, 35,1994, págs. 135-170. De gran interés para
entender el contexto de prescripciones sobre el matrimonio: María de Lurdes Correia
Fernandes, Espelhos, cartas e guias. Casamento e espiritualidade na Península Ibé­
rica, 1450-1700, Oporto, Instituto de Cultura Portuguesa-Universidade do Porto,
1995; Tobias Brandenberger, Literatura de matrimonio (Península Ibérica, s. xiv-xvi),
Zaragoza, Libros Pórtico, 1996.
39. Se hace eco de estas opiniones Agustín Redondo, op. cit., pág. 5.
40. María-Milagros Rivera Garretas, «Parentesco y espiritualidad femenina en
Europa. Una aportación a la historia de la subjetividad», en Santés, monges i fetille-
res. Espiritualitat femenina medieval, monográfico de la Revista d’Historia Medie­
val, 2,1 991 , págs. 29-49; Grana, «¿Leer con el alma y escribir con el cuerpo?», op. cit.
41. María Teresa Cacho, «Los moldes de Pygmalión (sobre los tratados de edu­
cación femenina en el Siglo de Oro)», en Iris M. Zavala (coord.), Breve historia femi­
nista de la literatura española (en lengua castellana), II, La mujer en la literatura es­
pañola. Modos de representación desde la Edad Media hasta el siglo xvn, Barcelona,
Anthropos, 1995, págs. 185-189.
42. Ya pude constatar esto en el caso concreto del Carro de las donas, traducción
del famoso tratado medieval de Francesc Eiximenis, Lo Llibre de les dones, en la que
el peso de Vives es considerable. Véase Grana, «Mujeres perfectas», op. cit., pág. 141.
43. Cita Barbazza, «L’education feminine», págs. 330-331. Sobre la necesidad de
que la mujer esté silenciosa y con la cabeza tapada, Cacho, op. cit., pág. 192.
44. David J. Viera, «¿Influyó el Llibre de les dones, de Francesc Eiximenis
(13407-1409?), en el De Institutione Foeminae Christianae, de Luis Vives?», Boletín
de la Sociedad Castellonense de Cultura, 54 ,1978, pág. 153, n. 20.
45. María-Milagros Rivera Garretas, «Las escritoras de Europa: cuestiones de
análisis textual y de política sexual», en Celia del Moral (ed.), Árabes, judías y cris­
tianas: mujeres en la Europa medieval, Granada, Universidad de Granada, 1993,
196. Tradición bien ilustrada en el Carro de las donas con el empleo de la lectura pia­
dosa para sofocar la libre expresión -Graña, «Mujeres perfectas», op. cit., pág. 138-.
En los programas humanistas más avanzados, aquellos que vertían contenidos inte­
lectuales similares sobre hombres y mujeres, a éstas se les vedaba sin embargo el ac­
ceso a la retórica y la lógica, únicas disciplinas que aseguraban la aplicación social y
política de lo aprendido, aplicación que era fundamento del proyecto humanista de
conocimiento.
46. María-Milagros Rivera Garretas, Nombrar el mundo en femenino. Pensa­
miento de las mujeres y teoría feminista, Barcelona, Icaria, 1994, págs. 213-215; y
«Escritoras castellanas», op. cit., pág. 112.
47. Blanca Vives habla sólo para renunciar a hacerlo y traspasar esa facultad a
su marido; es una madre excelente porque no ha maleado a sus hijos con demostra­
ciones de cariño: el desapego madre-hijos es requisito de perfección educadora: Emilie
Bergmann, «The Exclusion of the Feminine in the Cultural Discourse of the Golden
Age: Juan Luis Vives and Fray Luis de León», en Alain Saint-Saëns (éd.), Religion,
Body and Gender in Early Modern Spain, San Francisco, Mellen University Press,
1991, págs. 12,3-136. En concreto, cita a Juan de Valdés y su obra Diálogo de la len-

239
gua (ca. 1535), en la que afirma: «todos los hombres somos más obligados a ilustrar
y enriquecer la lengua que nos es natural y que mamamos en las tetas de nuestras
madres, que no la que nos es pegadiza y que aprendemos en los libros» -Juan M.
Lope Blanch (éd.), Madrid, 1969, pág. 4 4 -, También sobre el control de la palabra fe­
menina en los tratados educativos que fijan para las mujeres el empleo ideal del
tiempo: Marta Madero, «El control de la palabra. A propósito de una “jornada de vida
cristiana” de fines del siglo XV», Arenal. Revista de Historia de las Mujeres, n.° 2 , 1,
1994, págs. 293-303.
48. Comparto la opinión de Montserrat Cabré i Pairet, «Estrategias de des/au­
torización femenina en la Querella de las Mujeres, siglo XV», en Cristina Segura (ed.),
op. cit, pág. 79. Esta autora parafrasea a Gabrielle M. Spiegel, «History, Historicism
and the Social Logic of the Text in the Middle Ages», Speculum, 65, 1990, op. cit.,
págs. 59-86.
49. Joan Kelly, «Early Feminist Theory and the “Querelle des Femmes”, 1400-
1789», Women, History and Theory. The Essays of Joan Kelly, Chicago y Londres,
The University of Chicago Press, 1984, págs. 65-109; Constance Jordan, Renaissan­
ce Feminism. Literary Texts and Political Models, Ithaca-Londres, 1990.
50. Por el momento, las publicaciones se centran más en los aspectos estricta­
mente literarios y arquetípicos, si bien en algunos casos han resaltado las respues­
tas femeninas: M .a del Pilar Oñate, El feminismo en la literatura española, Madrid,
1938; Jacob Ornstein, «La misoginia y el profeminismo en la literatura castellana»,
Revista de Filología Hispánica, 3,1 941 , págs. 219-232; Amparo González Nicolau, El
mundo femenino en la ascética, la mística y los moralistas, Barcelona, Universidad
de Barcelona, 1970; M .a del Pilar Rábade Obrado, «El arquetipo femenino en los de­
bates intelectuales del siglo XV castellano», En la España Medieval, 11, 1988, págs.
261-301, entre otros.
51. Cabré, op. cit.,passim; María-Milagros Rivera, «La Admiración de las obras
de Dios de Teresa de Cartagena y la Querella de las Mujeres», en Cristina Segura
(ed.), La voz del silencio I. Fuentes directas para la historia de las mujeres (siglos VIII-
xvill), Madrid, Asociación Cultural Al-Mudayna, 1992, págs. 277-299.
52 La más emblemática del primer grupo es Beatriz Galindo, que se ganó el apo­
do de «la Latina» por enseñar esta lengua a Isabel la Católica y probablemente tam­
bién a sus hijas. Otras muchas mujeres del círculo cortesano de los Reyes Católicos
y de los años posteriores podían haberse hecho acreedoras de esta denominación.
Véase M .“ Dolores Gómez Molleda, «La cultura femenina en la época de Isabel la Ca­
tólica», Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, LXI, 1,1955, págs., 137-195. Sobre
las visionarias y la represión que sufren, Claire Gulheim, «La Inquisición y la deva­
luación del verbo femenino», en Bartolomé Bennassar (ed.), Inquisición española:po­
der político y control social, Barcelona, Crítica, 1981, págs. 171-207. Cotéjense estos
hechos con las afirmaciones de Vives: «no parece bien que la mujer regente escuelas,
ni alterne con varones, ni hable en público, y mientras enseña a los otros vaya, total
o parcialmente, ajando la verdura de su pudor...» —Instrucción de la mujer cristiana,
cap. IV; cita Barbazza, «L’education feminine», op. cit., pág. 331.
53. Cita Géal, op. cit.. pág. 39.
54. Cita Barbazza, 347, n. 12
55. Rosa Rossi, «“Hilar”-“rezar” versus “orar”-“leer” e/o “escribir” nella tradizio-
ne teresiana», Teresianum, XXXVII, 1986, págs. 427-439.
56. Vigil, op. cit., pág. 47.
57. Barbazza, «L’education», op. cit., pág. 332; Vigil, op. cit., pág. 56.
58. Rivera, «Las prosistas», op. cit., pág. 85.

240
59. Anthony Grafton y Lisa Jardine, From Humanism to the Humanities. Edu­
cation and Liberal Arts in Fifteenth and Sixteenth-Century Europe, Londres, 1986,
sobre todo págs. 29-44 para educación femenina; Margaret L. King, «Book-Lined
Cells: Women and Humanism in the Early Italian Renaissance», en Patricia H. La-
balme (ed.), Beyond their Sex: Learned Women o f the European Past, Nueva York y
Londres, 1984, págs. 66-90.
60. También Lucía Medrano explicaba los autores clásicos en la Universidad de
Salamanca: Therese Oettel, «Una catedrática en el siglo xvi: Lucía (Luisa) Medra-
no», Boletín de la Real Academia de la Historia CVII, 1935, págs. 289-368.
61. Entre otras cosas, debió proporcionarle el libro de las mujeres ilustres que
había escrito Alonso de Cartagena por encargo de la reina doña Catalina de Lancas­
ter. Pérez de Guzmán, op. cit., pág. 38.
62. La cita de Nebrija en Lola Luna, «Santa Ana, modelo cultural del Siglo de
Oro», en Lola Luna, Leyendo, op. cit., pág. 96; Ronald E. Surtz, Writing Women in
Late Medieval and Early Modern Spain. The Mothers o f Saint Theresa o f Avila, Fi-
ladelfia, University of Pennsylvannia Press, 1995, pág. 4.
63. Gómez Molleda, op. cit.,passim; Cristina Segura, «Las sabias mujeres de la
corte de Isabel la Católica», en Maria del Mar Graña (éd.), Las sabias mujeres: edu­
cación, saber y autoría (siglos m-xvil), Madrid, Asociación Cultural Al-Mudayna,
1994, págs. 175-187.
64. Angus MacKay, «Mujeres y religiosidad», en Angela Muñoz (ed.), Las muje­
res en el cristianismo medieval, Madrid, Asociación Cultural Al-Mudayna, 1989,
págs. 489-508.
65. María del Mar Graña, «Mujeres y educación en la Prerreforma castellana.
Los colegios de doncellas», en María del Mar Graña (ed.), Las sabias mujeres, op. cit.,
págs. 117-146.
66. Rosa Rossi, Teresa de Avila. Biografía de una escritora, Barcelona, Icaria,
1982, pág. 13.
67. Pienso que una de las formas más fructíferas de acercarnos a la escritura de
mujeres es buscar los espacios que la propician. Véase Graña, «¿Leer con el alma?»,
op. cit.
68. La primera biografía conocida de la reina aparece en el Carro de las donas,
obra de un franciscano anónimo que he tenido ocasión de estudiar: Graña, «Mujeres
perfectas», op. cit., págs. 132-134.
69. Desarrollo estas consideraciones en «Religión y política femenina en el Re­
nacimiento castellano. Lecturas simbólicas de Teresa Enríquez», en Las mujeres y
sus símbolos, Madrid, 1998, en prensa.
70. Aurea Martín Tordesillas, El Renacimiento y las humanistas españolas, Tole­
do, 1961, pág. 33; Rivera, «Las prosistas», op. cit., pág. 126; Eugenio García y Barba-
rín, Apuntes históricos sobre las mujeres ilustres. Lecturas útiles para niñas, Madrid,
1927, pág. 55. Sobre el cultivo femenino de la literatura, véanse los distintos trabajos
de Lola Luna recogidos en el volumen citado Leyendo como una mujer, op. cit.
71. Graña, «Religión y política femenina», op. cit. Sobre Brianda de Mendoza,
fundadora de un colegio de doncellas en Guadalajara, Graña, «Mujeres y educación»,
op. cit., págs. 129-132. El contraste entre este tipo de actuaciones y el modo en que
estas mujeres aparecen representadas en los tratados educativos, también en Gra­
ña, «Mujeres perfectas, mujeres sabias», op. cit., págs. 146-148.
72. Cristina de Arteaga, Beatriz Galindo, «La Latina», Madrid, 1975, pág. 20;
Oettel, op. cit., passim.
73. Rivera, «Prosistas», op. cit., pág. 117.

241
74. María-Milagros Rivera Garretas, «Oliva Sabuco de Nantes Barrera», en Iris
M. Zavala (coord.), Breve historia feminista de la literatura española (en lengua cas­
tellana), IV, La literatura escrita por mujer (De la Edad Media al siglo xvni), Barce­
lona, Anthropos, 1997, págs. 131-146.
75. Marilena Modica Vasta (ed.), Esperienza religiosa, Scritture femminili tra
Medioevo ed Etá Moderna, Palermo, Bonanno Editore, 1992.
76. Milagros Ortega Costa, «Spanish Women in the Reformation», en Sherrin
Marshall (éd.), op. cit., pág. 92; Angela Muñoz, «La palabra, el cuerpo y la virtud, ur­
dimbres de la “auctoritas” de las primeras místicas y visionarias castellanas», en
María del Mar Graña (éd.), Las sabias mujeres, op. cit.; Ronald E. Surtz, La guitarra
de Dios. Género, poder y autoridad en el mundo visionario de la madre Juana de la
Cruz (1481-1534), Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1997.
77. Véase el interesante panorama trazado por Ronald E. Surtz dibujando las
genealogías femeninas que arrojan luz sobre el contexto de escritura religiosa de mu­
jeres y preparan el terreno a Teresa de Jesús en su Writing Women, op. cit.
78. Teresa Ruiz Roig, «Las cátaras: una reflexión sobre oralidad y escritura»,
Duoda. Revista d’estudis feministes, 7, 1994, págs. 119-124.
79. Ortega, op. cit., págs. 94-97, 100-102; Ángela Muñoz, Acciones e intenciones
de mujeres. Vida religiosa de las madrileñas (ss. xv-xvi), Madrid, Comunidad de Ma-
drid-Dirección General de la Mujer-Horas y horas, 1995, págs. 193-206; Antonio Casti­
llo Gómez, Escrituras y escribientes, cit., págs. 348-351; y, del mismo, más ampliamen­
te «Autoría y lectura femeninas en el siglo xvi: el “librico de doctrina Christiana” de
Isabel Ortiz», en Pedro M. Cátedra y María Luisa López-Vidriero (comps.), El libro
antiguo español, VI. Lecturas femeninas en Europa (siglos xrv-xvm), Salamanca, Uni­
versidad de Salamanca, 2000.
80. Estudio a Magdalena de la Cruz en mi tesis doctoral, Creatividad femenina
y experiencia conventual. Las franciscanas del reino de Córdoba (siglos xin-xvi), Uni­
versidad Complutense de Madrid.
81. James S. Amelang, «Los usos de la autobiografía: monjas y beatas en la Ca­
taluña moderna», en James S. Amelang y Mary Nash (eds.), op. cit., pág. 201; Graña,
«¿Leer con el alma?», op. cit.
82. En la misma línea, María Vela y Cueto entra en el convento de bernardas de
Santa Ana de Ávila en 1576 y, queriendo seguir el ejemplo de Catalina de Siena, tie­
ne signos paranormales, de modo que el confesor le anima también a escribir sus ex­
periencias para discernir si eran diabólicas o no. Ortega, op. cit., pág. 104.
83. Jardine, «O decus italiae virgo», op. cit., pág. 815; Rivera, «Las prosistas»,
op. cit., pág. 119 y 89-90; Teresa Vinyoles, «Cartas de mujeres medievales: mirillas
para ver la vida», en Cristina Segura (ed.), La voz del silencio II. Historia de las muje­
res: compromiso y método, Madrid, Asociación Cultural Al-Mudayna, 1993, págs. 97-
133. Sobre usos epistolares femeninos, los trabajos recogidos en Cristina Segura
(ed.), La voz del silencio I. Fuentes directas para la historia de las mujeres (siglos Vin-
xvm), Madrid, Asociación Cultural Al-Mudayna, 1992; también María del Mar Gra­
ña (ed.), Las sabias mujeres II, op. cit.
84. María-Milagros Rivera Garretas, «Las escritoras de Europa, op. cit. pág. 197.
En concreto, sobre Teresa véase Rossi, Teresa de Ávila, op. cit., passim, y Diana Sar­
tori, «Por qué Teresa», en Diótima, Traer al mundo el mundo. Objeto y objetividad a
la luz de la diferencia sexual, Barcelona, Icaria, 1996, págs. 41-78.
85. Graña, «¿Leer con el alma?»; op. cit.; Muñoz, Acciones, op. cit., págs. 203-204.
86. Ortega, op. cit., pág. 94.

242
Escribir y leer la comedia
en el siglo de Cervantes*
R o g e r C h a r t ie r

«Representación, la comedia o tragedia», «Representantes, los co­


mediantes, porque uno representa el rey, y hace su figura como si
estuviese presente; otro el galán, otro la dama, etc.».
Estas dos definiciones propuestas por el Tesoro de la lengua caste­
llana de Covarrubias definen el marco teórico en el cual quisiera si­
tuar este texto dedicado a una forma particular de práctica estética y
social en los siglos XVI y xvii: la escritura y la representación teatral.
Esta investigación comparativa sobre las diversas formas de «publi­
cación» de las obras teatrales en la Inglaterra isabelina y jacobina, la
Castilla del Siglo de Oro y la Francia de Luis XIV, se organiza a par­
tir de diversas cuestiones que arraigan en los dos sentidos antiguos
de la palabra «representar»: por un lado, «hacernos presente alguna
cosa con palabras o figuras que se fijan en nuestra imaginación» (Te­
soro de Covarrubias); y por otro, «recitar en público alguna historia o
tragedia, fingiendo sus verdaderas personas» (Diccionario de Autori­
dades). En primer lugar, ¿cómo concebir la relación que existía entre
la representación y la edición, entre la obra tal como se da a ver y es­
cuchar en el escenario y la «misma» obra tal como se puede leer en su
forma impresa? En segundo, ¿cómo debemos repartir los diversos pa­
peles de todos los que intervienen en el proceso de «publicación» o,
mejor dicho, de producción del texto teatral: el poeta, el autor de co­
medias, los representantes o comediantes, los componedores y los
correctores, los espectadores y los lectores? Y finalmente, ¿cómo en­
tender las «negociaciones« o «transacciones» (para retomar nociones
claves del New Historicism) que vinculan la creación teatral con los
discursos o prácticas del mundo social que la obra utiliza como sus ma­
trices y traslada al registro estético?
Para acercarnos a estos interrogantes, el primer tema que se
debe plantear es el de la reticencia de los dramaturgos frente a la pu­

243
blicación impresa de sus obras. En toda la Europa de los siglos XVI y
XVII se encuentra, en los prólogos de las ediciones teatrales, el topos
que opone la propia voluntad del poeta, que no querría hacer impri­
mir o ver impresa su obra, y las circunstancias que le obligaron a
aceptar su edición.
La reticencia de Molière ante la publicación impresa de sus obras
es bien conocida. Jamás quiso entregar una de sus comedias a la im­
presión antes de que se viese obligado a hacerlo en 1660 para anti­
ciparse a la publicación del texto de Les précieuses ridicules, hecha
a partir de una copia robada y con un privilegio obtenido por sor­
presa. Sin esta amenaza de verla impresa contra su voluntad, hu­
biese sucedido con Les précieuses ridicules lo mismo que con sus
obras anteriores. En el prefacio a la edición, Molière se explica:

Aunque hubiese tenido la peor opinión del mundo de mis Précieuses ridicules
antes de su representación, debo creer ahora que tienen algún valor puesto que
tanta gente las elogia. Pero como una buena parte de la gracia que le han hallado
depende de la actuación [«l'action»] y del tono de la voz, consideraba que era im­
portante no despojarlas de todos estos ornamentos; y pensé que el éxito que obtu­
vieron en su representación se bastaba a sí mismo para darme por satisfecho.1

Había razones financieras para el rechazo de la publicación de


las obras, puesto que, una vez publicada, una pieza podía ser repre­
sentada por cualquier compañía de teatro; pero había también ra­
zones estéticas.2 Para Molière, el efecto del texto teatral dependía
íntegramente de la «actuación», es decir, de la representación. La
advertencia al lector, que abre la edición del Amour médecin, repre­
sentado en Versalles y luego en el teatro del Palais-Royal en 1665, y
publicado el año siguiente, subraya la distancia entre el espectácu­
lo y la lectura: «No es necesario deciros que muchas cosas dependen
de la actuación: es bien sabido que las comedias se hacen sólo para
ser representadas; y yo no aconsejo que lean la que aquí va publica­
da sino a las personas cuyos ojos sepan descubrir, en la lectura, toda
la actuación del teatro».3 La imagen del frontispicio, las indicacio­
nes escénicas y la puntuación son otros tantos posibles soportes y
ayudas para que, en la lectura del texto impreso, pueda ser resti­
tuido algo de la «actuación».
Sesenta años antes de Molière, el dramaturgo inglés John Mars-
ton empleaba las mismas palabras en su advertencia To the Reader
de la edición de su comedia Parasitaster, or the Fawn, publicada en
1606: «Las comedias son escritas para ser recitadas y no leídas; que
usted se acuerde de que la vida de tales cosas consiste en la actua­
ción». Añadía en otro texto preliminar dirigido To the Equal Reader:

244
«Si alguien se pregunta por qué imprimo una comedia cuya vida re­
side en la voz del actor, que sepa que es porque no se puede evitar
su publicación [se refiere a las ediciones piratas, R. Ch.] y que lo que
lo justifica es que la he publicado yo mismo».4
Encontramos la misma retórica en los prólogos de las Partes de
Lope de Vega donde se publican sus comedias. Tomaré como ejem­
plo la Quarta parte, que apareció en 1614 en Madrid, Barcelona y
Pamplona, y que fue reeditada en 1624 en esta última ciudad con
la portada siguiente: «Doce Comedias de Lope de Vega Carpió / Fa­
miliar del Santo Oficio / Sacados de sus Originales / Quarta Parte /
Dirigidas a Don Luis Fernandez de Córdova / Año 1624 / En Pam­
plona, por Juan de Oleyza / Impresor del Rey de Navarra».5 Como
se sabe, hasta la Octava parte, Lope parece ajeno a las impresiones
de sus obras. Es la razón por la cual fue el editor, Gaspar de Pomes,
quien redactó la dedicatoria a Don Luis Fernandez de Córdoba y la
advertencia «A los lectores» que abren la edición de la Quarta parte.
En la dedicatoria recuerda «el poco gusto que [el Autor] tiene de
que se impriman las cosas que él escrivió con tan diferente inten­
to». De este intento, Lope da la razón fundamental en la dedicatoria
de su comedia La campana de Aragón, publicada en la decimoctava
Parte:

La fuerza de las historias representadas es tanto mayor que leída, cuanta di­
ferencia se advierte de la verdad a la pintura y del original al retrato... Pues con
esto nadie podrá negar que las famosas hazañas o sentencias, referidas al vivo
con sus personas, no sean de grande efecto para renovar la fama desde los tea­
tros a las memorias de las gentes, donde los libros lo hacen con menos fuerza y
más dificultad y espacio.6

La publicación impresa de una comedia no es más que la copia


inerte de la representación teatral, que es su original y su verdad.
Pero en el texto que dirige al lector, el editor de la cuarta Parte
se ve obligado a indicar los motivos que, pese a la reticencia del po­
eta, justifican la edición de sus comedias. En primer lugar, se nece­
sita responder a «los agravios que muchas personas hacen cada día
al Autor deste libro, imprimiendo sus comedias tan bárbaras como
las han hallado, después de muchos años que salieron de sus ma­
nos, donde apenas hay cosa concertada». Contra la corrupción de los
textos, la edición impresa de las comedias de Lope, «sacadas de sus
originales», como dice la portada del libro, debe restablecer la au­
tenticidad de las obras.
Una segunda razón de la publicación impresa se remite a la usur­
pación del nombre de Lope por malos poetas. La impresión permitirá

245
conocer las comedias que realmente ha escrito y rechazar «los agra­
vios que padece de otros que por sus particulares intereses imprimen,
o representan [comedias] que no son suyas, con su nombre». Con la
publicación de «estos papeles corregidos con sus originales» se deli­
mitará la obra propia del poeta. En un gesto inverso al de los autores
que reivindican la paternidad de obras que han escrito pero que cir­
culan llevando el nombre de quien las ha plagiado, la edición de las
comedias de Lope debe mostrar que no es el autor de obras (supues­
tamente malas) que destruyen su reputación y le quitan la «opinión».
Podemos recordar que esta preocupación es muy frecuente en los
escritos de Lope y que, por ejemplo, la encontramos en el Memorial
redactado contra los autores de «relaciones, coplas y otros géneros
de versos» que usurpan su nombre para que se le atribuyan textos
difamatorios o blasfemos.7 Este mismo tema se halla también en el
prólogo de El peregrino en su patria, publicado en 1604 en Sevilla:
«Ahora han salido algunas comedias que, impresas en Castilla, di­
cen que en Lisboa, y así quiero advertir a los que leen mis escritos
con afición (que algunos hay, si no en mi patria, en Italia, Francia y
en las Indias, donde no se atrevió a pasar la envidia) que no crean
que aquellas son mis comedias, aunque tengan mi nombre, y para que
las conozcan me ha parecido acertado poner aquí los suyos, así por­
que se conozcan como porque vean si se adquiere la opinión con el
ocio y cómo al honesto trabajo sigue la fama, que no a la detractora
envidia e infame murmuración, hija de la ignorancia y del vicio.
Stultus omnia vitia habet, como dijo Séneca». Lope introduce en su
texto una lista de los 217 títulos de sus comedias, aunque en el mis­
mo habla de «ducientas y treinta comedias». La lista será ampliada
hasta 443 títulos en la reedición de Madrid de 1618 donde reinvin-
dica la paternidad de «cuatrocientos y sesenta y dos» piezas. Lope
comenta así este catálogo: «Con esto quedarán los aficionados ad­
vertidos, a quien también suplico lo estén de que las comedias que
han andado en tantas lenguas, en tantas manos, en tantos papeles,
no impresas de la mía, no deben de ser culpadas de sus yerros, que
algunas he visto que de ninguna manera las conozco».8 Las quejas
de Lope reflejan uno de los temas centrales de las comedias mismas,
es decir, la tensión entre el honor y la honra, entre la certidumbre
interior de su propia dignidad -por parte del personaje o del poeta-
y la construcción, o la destrucción por los otros, por la fama pública,
de su reputación u opinión.
El editor de la Cuarta Parte añade un último argumento para
justificar su decisión de «dar luz a las doce [comedias], que yo tuve
originales»:

246
Aquí pues verá el Lector en estas doce comedias muchas cosas sentenciosas,
y graves, y muchas, agudas, y sutilmente dichas que aunque es verdad que su
autor nunca las hizo para imprimirlas, y muchas dellas en menos tiempo que fue
necesario, por el poco que para estudiarlas les quedaba a sus dueños [los autores
de comedias y los comediantes], no se deja con todo eso desconocer la fertilidad de
su riquíssima vena, tan conocida a todos.

Proponiendo la lectura a «sus aficionados [de] estos papeles co­


rregidos con sus originales», la edición hará posible una relación
con el texto que permita gozar de las bellezas poéticas y extraer las
«sentencias», que son otros tantos «tópicos» o «lugares comunes»,
entendidos en el sentido de las amplificaciones retóricas del discurso
que enuncian verdades universales a partir de una intriga particular.
Contra el «topos» clásico de la irreductibilidad del texto teatral a
la impresión, las comedias de Lope son, así, propuestas a la técnica
de lectura letrada más común durante los siglos XVI y XVIi: la de los
loci communes o tópicos.9 Semejante técnica extrae de los textos leí­
dos las fórmulas, ejemplos y sentencias que el lector debe trasladar,
en forma de citas o referencias, a su cuaderno de «lugares comunes»,
de manera que pueda reutilizarlos en la producción de sus propios
discursos o textos. Es esta técnica intelectual la que Lope recomienda
a su hijo en la dedicatoria que le hace de su comedia El verdadero
amante. En este texto, donde recuerda con emoción a su otro hijo,
Carlos, que murió muy joven, Lope discute el tema clásico de la opo­
sición entre las inclinaciones a las armas o a las letras, e indica a su
hijo: «Si no os inclináredes a las letras humanas, de que tengáis poco
libros, y esos selectos, y que le saquéis las sentencias, sin dejar pasar
cosa que leáis notable sin linea o margen».10Las anotaciones manus­
critas en los libros impresos marcan así los pasajes que eventual­
mente podían estar copiados en un cuardenillo de lugares comunes.
Para facilitar la tarea del lector, algunos editores de los siglos XVI
y xvii utilizan diversos dispositivos (el uso de un carácter tipográfi­
co diferente, la introducción de comas invertidas o un asterisco al
comienzo de las líneas, o la presencia de pequeñas manos en los
márgenes) para indicar los versos que se deben considerar como sen­
tentiae, posiblemente copiadas y memorizadas. El primer ejemplo
conocido de esta práctica es la edición de las tragedias de Séneca
por Giunta en Florencia en 1506. Los editores de Etienne Garnier
siguieron este modelo y en Inglaterra son numerosas las ediciones
de textos teatrales (particularmente en los casos de George Chap­
man, Ben Jonson y John Marston) que señalan, de una manera u
otra, los pasajes en los cuales se encuentra un «lugar común» en­
tendido como amplificación retórica.11

247
De la doble forma de publicación de los textos, sobre el escenario o
en la página impresa, dependen los modos de su posible recepción y
apropiación. Una primera serie de diferencias viene de los diversos lu­
gares de la representación: los corrales de comedias, los palacios rea­
les o aristocráticos, y las plazas durante la fiesta del Corpus Christi.
Existe un repertorio propio para cada uno de estos dispositivos esce­
nográficos, pero a menudo las mismas obras se dan en estos diversos
lugares teatrales. De ahí, como más tarde en Francia, la pluralidad de
las relaciones mantenidas por diferentes públicos con el «mismo» texto.
A partir de tales interrogantes se debe abordar, por ejemplo, el
estudio de ciertas comedias de Molière.12 Estas se representan en
primer lugar, en Versalles, en fiestas de corte en donde aparecen
insertas dentro de otros géneros y otras diversiones; más tarde se
representan en el teatro del Palais-Royal, pero despojadas de sus
ornamentos cortesanos (cantos, música, ballets); y, finalmente, se
transmiten al público de lectores en forma impresa (en ediciones
muy diferentes). Se trata de un «mismo» texto, por lo tanto, pero un
texto cuyo significado cambia según las modalidades de su repre­
sentación y la relación del público con la obra. El estudio de las sig­
nificaciones de las obras no puede pasar por alto estas diferencias.
La importancia esencial de las exigencias de la representación la
demuestra el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, leído por
Lope de Vega en 1609 en la Academia reunida en Madrid por el Con­
de de Saldaña.13En este texto, el autor nunca atiende los constreñi­
mientos que deben regir la escritura de las comedias respecto a las
reglas y unidades (de lugar, tiempo o intriga) exigidas por los co­
mentaristas de Aristóteles. La poética de Lope no se ajusta a estos
preceptos, sino que toma en cuenta las necesidades de la represen­
tación. La primera exigencia es la de la duración de la comedia me­
dida por el número de pliegos escritos por el dramaturgo: «Tenga
cada acto cuatro pliegos solos / que doce están medidos con el tiem­
po / y la paciencia del que está escuchando». Los manuscritos autó­
grafos de Lope (por ejemplo, el de la comedia Carlos V en Francia)
atestiguan su minucioso respeto de esas dimensiones textuales.14
Si un pliego es una hoja de papel doblada una vez, lo que da dos
hojas y cuatro páginas para cada pliego, los cuatro pliegos de un
acto hacen dieciséis páginas y los tres actos de la comedia cuarenta
y ocho. De ahí los cálculos presentados por Lope en el prólogo de El
Peregrino en su patria, donde indica, en 1604, que «ducientas y trein­
ta comedias a doce pliegos y más, de escritura son cinco mil y cien­
to y sesenta hojas de versos» [es decir, más de diez mil páginas]; y en
la reedición de 1618, que «cuatrocientas y sesenta y dos a cincuenta

248
hojas y más de escritura suman ventitrés mil cien», entendiendo
esta vez «hojas» en el sentido de páginas.15La atención contable y la
ostentación prolífica de Lope no se acabarán con este cálculo, ya que
en la dedicatoria, a su hijo, de El verdadero amante, publicada en la
decimacuarta Parte en 1620, escribe: «Yo he escrito novecientas co­
medias, doce libros de diversos sujetos, prosa y verso, y tantos pa­
peles sueltos de varios sujetos, que no llegará jámas lo impreso a lo
que está por imprimir».16
Las exigencias de la representación rigen también la construc­
ción dramática: «La solución no la permita, / hasta que llegue a la
postrera escena; / porque en sabiendo el vulgo el fin que tiene, / vuel­
ve el rostro a la puerta, y las espaldas / al que esperó tres horas cara
a cara: / que no hay más que saber que en lo que para». La unidad de
tiempo propia para la representación importa mucho más que aque­
lla que, según los doctos, debía encerrar la intriga: «Porque consi­
derando que la cólera / de un español sentado no se templa / si no le
representan en dos horas / hasta el final juicio desde el Génesis, / yo
hallo que si allí se ha de dar gusto / con lo que se consigue es lo más
justo». Proclamar la primacía del gusto sobre los preceptos define
toda la estrategia argumentativa de Lope en este texto construido
sobre una contradicción fundamental entre la idea negativa de la ca­
pacidad de juicio del «vulgo» y la afirmación de la legitimidad de las
preferencias del público. Enuncia así la paradoja: «Cuando he de es­
cribir una comedia, / encierro los preceptos con seis llaves; / saco a
Terencio y Plauto de mi estudio, / para que no den voces, porque sue­
le / dar gritos la verdad en libros mudos, / y escribo por el arte que
inventaron / los que el vulgar aplauso pretendieron; / porque, como
las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto».
No es muy fácil resolver la tensión entre «justo» y «gusto», arte y
aplauso, normas poéticas y éxito público. Se puede suponer, en primer
lugar, que el dramaturgo tenía clara conciencia de que el público de la
comedia no era de ninguna manera homogéneo.17Estaba constituido
por muchos públicos, divididos y jerarquizados en el auditorio mismo
en función de los estamentos y sexos, entre el patio, las gradas (o tri­
bunas), los aposentos (o palcos) y la cazuela de las mujeres. La comedia,
por ende, debía dirigirse a sus diversos oyentes. Estaba concebida en­
tonces mezclando diversos registros o niveles textuales que no apun­
taban a un receptor único, sino que debían dirigirse a un público que no
estaba compuesto mayoritariamente por doctos y letrados. De ahí la
designación de este público amplio y plural con la categoría de vulgo.
Otra manera de superar la contradicción que atraviesa el texto
de Lope y que opone las reglas del arte y el vulgo desprovisto de jui-

249
cio literario consiste en hacer hincapié en la primacía de los efectos
producidos por la representación misma sobre los espectadores. Se
puede así recuperar, contra los doctos mismos, la referencia a Aris­
tóteles. Es lo que hace el editor de la Cuarta Parte cuando afirma
«que no hay en España ni preceptos ni leyes para las comedias que
satisfacen al vulgo; máxima que no desagradó a Aristóteles, cuando
dijo que el Poeta de la fábula había conseguido el fin, si con ella con­
seguía el gusto de los oyentes». Con semejante retorno a las autori­
dades poéticas se podía conciliar el éxito público con la excelencia
estética, medida por el impacto del texto representado. Volviendo
a su contabilidad textual, Lope escribe al final de su Arte: «Pero
¿qué puedo hacer, si tengo escritas / con una que he acabado esta se­
mana / cuatrocientas y ochenta y tres comedias? / Porque, fuera de
seis, las demás todas / pecaron contra el arte gravemente. / Susten­
to, en fin, lo que escribí, y conozco / que, aunque fueran mejor de
otra manera, / no tuvieran el gusto que han tenido, / porque a veces
lo que es contra lo justo / por la misma razón deleita al gusto».
La segunda forma de circulación del texto se debe a las ediciones
impresas. El mecanismo de la venta del manuscrito por el poeta al
«autor de comedias» que va a representar la obra produce un doble
efecto. Por un lado, ubica la obra en una nueva temporalidad. Se in­
troduce una distancia, a menudo muy importante, entre el tiempo
de la escritura, el de la representación y el momento de la publica­
ción. Llega a seis años en el caso de Fuenteovejuna, nueve en el de
Peribáñez y el comendador de Ocaña y hasta ventiuno para El ca­
ballero de Olmedo.
Por otro lado, la cesión del manuscrito al «autor de comedias» y
después al librero editor no es neceseriamente la iniciativa del poe­
ta, a menudo desposeído de su bien y de sus derechos por otros ven­
dedores. Calderón lo expresa con amargura en la dedicatoria de la
Cuarta parte de sus comedias, publicada en 1672: «pues que no es
su dueño el que la vende, sino el apuntador que la traslada, o el
compañero que la estudia, o el ingenio que la contrahaze... con todo
eso se la compra a la estampa, la que ayer valía cien ducados en la
casa del Autor, vale hoy un real en casa del Librero».18
De la misma manera, Lope se queja de los hurtos de sus textos
en la dedicatoria de la Arcadia, publicada en la Decimotercera Par­
te, en 1620:

De las [comedias] que he escrito, si bien inferiores a las de tantos ingenios,


que las escriben con suma felicidad y elegancia, he dado a luz algunas para re­
mediar, si pudiese, que las impriman, como lo han hecho, tan desfiguradas de sus

250
principios, que tales agravios no se han recibido en el mundo de autor vivo, ni ta­
les testimonios levantado a entendimiento muerto; porque más parecen sueños
que versos, y más locuras que sentencias.

Pero más allá de sus recriminaciones ordinarias, Lope describe


en este texto unos de los mecanismos de la transmisión de las co­
medias fuera del control y de la voluntad de su autor:

Espero... que ahora tendrá remedio lo que tantas veces se ha intentado, deste­
rrando de los teatros unos hombres que viven, se sustentan, y visten de hurtar a
los autores las comedias, diciendo que las toman de memoria de sólo oírlas, y que
éste no es hurto, respecto de que el representante las vende al pueblo, y que se pue­
den valer de su memoria; que es lo mismo que decir de un ladrón que no lo es, por­
que se vale de su entendimiento, dando trazas, haciendo llaves, rompiendo rejas,
fingiendo personas, cartas, firmas y diferentes hábitos. Esto no sólo es un daño de
los autores, por quien andan perdidos y empeñados, pero lo que es más de sentir,
de los ingenios que las escriben; porque yo he hecho diligencia para saber de uno de
estos, llamado el de la gran memoria, si era verdad que la tenía; y he hallado, le­
yendo sus traslados, que para un verso mío hay infinitos suyos, llenos de locuras,
disparates e ignorancias, bastantes a quitar la honra y opinión al mayor ingenio en
nuestra nación, y las extranjeras, donde ya se leen con tanto gusto.19

La práctica de la publicación de las obras teatrales a partir de su


reconstrucción memorial está bien atestiguada en la Inglaterra isa-
belina. Es así como Thomas Heywood en su advertencia «To the
Reader» de su tragedia The Rape ofLucrece, publicada en 1609, jus­
tifica la impresión de su pieza:

Aunque algunos hayan practicado una doble venta de sus trabajos, en primer
lugar al teatro, y después a la imprenta, por lo que me concierne, proclamo aquí
que fui siempre fiel a la primera y jamás culpable de la última. Sin embargo,
ya que algunas de mis piezas llegaron casualmente (sin que lo supiera y sin in­
dicación mía) a las manos de los impresores tan corruptas y mutiladas (copiadas
solamente de oído), que fui incapaz de reconocerlas y vergonzoso de recusarlas,
he querido publicarlas en su forma original: en primer lugar, para que sean pu­
blicadas con mi consentimiento; y además, porque habían sido bastante deterio­
radas al ser publicadas con adornos tan toscos y descuidados. Les ruego a uste­
des, urbanos gentilhombres, que las acojan y que sean tan favorables lectores
como les hemos encontrado amables oyentes.20

Un poco más tarde, en un prólogo añadido en 1637 a la reedición


de otra tragedia suya, If You Know Not Me, You Know No Bodie, or
The Troubles of Queene Elizabeth, fechada en 1605, el mismo Hey­
wood hace alusión a una técnica que puede ayudar a la transcripción
de las obras «hurtadas» durante su representación: como los es­
pectadores «habían llenado tanto los puestos, los palcos y el escena­

251
rio, alguno de ellos trasladó la intriga utilizando la estenografía y la
hizo imprimir (sin una palabra exacta)».21 Once métodos de esteno­
grafía fueron publicados en Inglaterra entre 1588 y 1628 con los
títulos de Characterie (Thomas Bright, 1588), Brachygraphy (Pe­
ter Bales, 1590) o Sténographié (Edmund Willis, 1618), y, más tar­
de, Tachygraphy (1649). Estos sistemas permitían una transcripción
inmediata de las palabras vivas «taken by characterie» («transcri­
tas estenográficamente»): discursos, sermones y obras teatrales.22
Para asegurar el control del autor sobre su obra y asimismo la
dignidad de la escritura teatral, Ben Jonson publicó en 1616 sus
obras con el título de Workes en un libro de formato en folio. Rompía
con la tradición que daba la propiedad de las obras a las compañías
teatrales como si el verdadero «autor» fuese el director de la compa­
ñía y no el dramaturgo. Vendiendo personalmente sus tragedias y
comedias a los libreros editores para su publicación impresa, Ben
Jonson querría establecer un derecho de propiedad sobre sus textos
que sobrevivía a las representaciones. En el contrato paródico del
prólogo de su comedia, Bartholomew Fair, usurpa los derechos tra­
dicionales de la compañía firmando directamente un contrato, ficticio
por supuesto, con los espectadores: «El autor promete presentarles,
gracias a nosotros [los actores], una nueva pieza tituladaBarthol'mew
Fair, graciosa, llena de ruido y diversión, hecha para deleitar a todos
y no ofender a nadie».23 La representación teatral no estaba ya con­
siderada como un momento y un elemento de la construcción colecti­
va del texto, sino solamente como un simple vehículo {«by us», «gracias
a nosotros») encargado de transmitir la creación del autor. Publican­
do sus obras por sí mismo, Ben Jonson expresaba el fuerte deseo que
tenía el autor teatral contemporáneo de atribuirse la auctoritas ca­
nónica reservada a los antiguos poetas. La palabra escogida para la
página de título de la edición en folio de 1616, Workes (Obras), lo de­
muestra claramente, ya que era el vocablo utilizado para las ediciones
de los autores de la antigüedad y lo fue también, en 1611, para la pu­
blicación en folio de los Works of England Arch-Poet Edmund Spenser
(las «Obras del poeta supremo de Inglaterra, Edmund Spenser»).
Volvemos así a la tensión entre la representación y la publica­
ción, entre el «autor de comedias» y el poeta. En El gran teatro del
mundo, escrito hacia 1635 o muy poco después, Calderón represen­
ta a Dios a la vez como el poeta que escribe el texto y como el «autor»
que elige las apariencias y los trajes, que distribuye los papeles, que
organiza la representación.24 En los comienzos del auto, el «Autor»,
que sale «con manto de estrellas y potencias en el sombrero», se di­
rige al «Mundo»:

252
Una fiesta hacer quiero
a mi mismo poder, si considero
que sólo a ostentación de mi grandeza
fiestas hará la gran naturaleza
y como siempre ha sido
lo que más ha alegrado y divertido
la representación bien aplaudida,
y es representación la humana vida,
una comedia sea
la que hoy el cielo en su teatro vea;
si soy autor y si la fiesta es mía
por fuerza la ha de hacer mi compañía;
y pues yo escogí de los primeros,
los hombres, y ellos son mis compañeros,
ellos en el teatro
del mundo, que contiene partes cuatro,
con estilo oportuno,
han de representar. Yo a cada uno
el papel le daré que le convenga.
Y porque en fiesta igual su parte tenga
el hermoso aparato
de apariencias, de trajes el ornato,
hoy prevenido quiere
que alegre, liberal y lisonjero
fabrique apariencias
que de dudas se pasen a evidencias.
Seremos, yo el autor, en un instante,
tú el teatro, y el hombre el recitante».

Calderón une en la figura del Dios-autor al poeta y al «autor de


comedias», la escritura y la representación, el texto y el espectácu­
lo. En el mundo teatral de la Edad Moderna las cosas no iban así:
entre los diversos protagonistas de la práctica dramática el reparto
de los papeles resulta siempre inestable y conflictivo.

Notas

* Publicado también con algunas variaciones, bajo el título «Prácticas del teatro.
Escribir, ver, leer la comedia en el siglo de oro» en: Roger Chartier, Escribir las prác­
ticas: discurso, práctica y representación, Valencia, Fundación Cañada Blanch (Cua­
dernos de trabajo, 2), 1999, págs. 87-97.
1. Molière, Les précieuses ridicules, en Oeuvres complètes, I, edición de Georges
Couthon, París, NRF (Bibliothèque de la Pléiade), 1971, págs. 263-287 (cita pág. 263).
2. Abby Zanger, «Paralyzing Performance: Sacrificing Theater on the Altar of
Publication», Stanford French Review, 1988, págs. 169-185.
3. Molière, L ’amour médecin, en Oeuvres complètes, II, op. cit., págs. 87-120 (cita
pág. 95).

253
4. John Marston, Parasitaster, or the Fawn, en John Marsten, Works, II, edi­
ción de Arthur Henry Mullen (1887), Hildesheim y Nueva York, Georg Olms Verlag,
1970, págs. 105-229 (cita pág. 113 y 110).
5. Cito estos preliminares a partir de un ejemplar de la edición de 1624 conser­
vado en la Bibliothèque Municipale de Lyon.
6. Texto publicado en Thomas E. Case, Las dedicatorias de Partes X III-X Xde
Lope de Vega, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1975, págs. 203-204.
7. Este «Memorial» está publicado por María Cruz García de Enterría en su li­
bro, Sociedad y literatura de cordel en el Barroco, Madrid, Taurus, 1973, págs. 85-90.
8. Lope de Vega, El peregrino en su patria, edición de Juan Bautista Avalle-
Arece, Madrid, Clásicos Castalia, 1973, págs. 57-63.
9. Sobre la técnica intelectual de los «lugares comunes», veáse Anthony Graf­
ton, «El lector humanista», en Historia de la lectura en el mundo occidental, bajo la
dirección de Guglielmo Cavallo y Roger Chartier, Madrid, Taurus, 1998, págs. 281-
328; Ann. Moss, Printed CommoR-Píace Books and the Structuring of Renaissance
Thought, Oxford, Clarendon Press, 1996; y Ann Blair, The Theater o f Nature. Jean
Bodin and Renaissance Science, Princeton, Princeton University Press, 1997, págs.
49-81 y págs. 195-201.
10. Publicado en Thomas E. Case, cit., pág. 104.
11. G. K. Hunter, «The Marking of Sententiae in Elizabethan Printed Plays, Poems,
and Romances», The Library, quinta serie, VI, 3 /4 ,195 1, págs. 171-188.
12. Roger Chartier, «De la fête de cour au public citadin», en R. Chartier, Cultu­
re écrite et société. L'ordre des livres (xrv°-xvaf siècles), Paris, Albin Michel, 1996,
págs. 155-204.
13. Lope de Vega, Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, en Lope de Vega
esencial, edición de Felipe Pedraza, Madrid, Taurus, 1990, págs. 124-134.
14. Lope de Vega, Carlos V en Francia, edición de Arnold G. Reichenberger, Fi-
ladelfia, University of Pennsylvania Press, 1962.
15. Lope de Vega, El Peregrino en su patria, cit., págs. 63-64.
16. Publicado en Thomas E. Case, cit., pág. 105.
17. José María Diéz Borque, Teoría, forma y función del teatro español de los Si­
glos de Oro, Palma de Mallorca, Oro Viejo, 1996, págs. 37-63.
18. Pedro Calderón de la Barca, Cuarta Parte de Comedias, 1672.
19. Publicado en Thomas E. Case, ocit., págs. 54-55.
20. Thomas Heywood, The Rape ofLucrece. A True Roman Tragedy, V, en Tho­
mas Heywood, The Dramatic Works, V, Nueva York, Russell & Russell Inc., 1964.
21. Thomas Heywood, I f You Know Not Me, You Know No Bodie, or the Troubles
ofQueene Elizabeth, en Thomas Heywood, The Dramatic Works, I, pág. cit.
22. Adel Davidson, «Some by Stenography»? Stationers, Shorthand, and the Early
Shakespearean Quartos», The Papers o f the Bibliographical Society of America,
9 0 /4 , 1996, págs. 417-449.
23. Ben Jonson, Bartholomew Fair, en Ben Jonson, Three Comedies, edición de
Michael Jamieson, Londres, Penguin Books, 1966, págs. 319-460 (cita pág. 333).
24. Pedro Calderón de la Barca, El gran teatro del mundo, Edición de John J.
Allen y Domingo Ynduráin, Barcelona, Crítica, («Biblioteca Clásica», 72), 1997. So­
bre las representaciones teatrales en el Siglo de Oro, veáse Josef Oehrlein, El actor
en el teatro español del Siglo de Oro, Madrid, Editorial Castalia, 1993, págs. 147-174,
y Josep Lluís Sirera Turo, «Espectáculo y representación. Los actores. El público. Es­
tado de la cuestión», en La Comedia, Jean Canavaggio (comp.), Madrid, Casa de Ve­
lázquez, 1995, págs. 115-129.

254
Imágenes para leer:
Función del grabado en el libro
del Siglo de Oro
VÍCTOR M ín g u e z

El Quijote y la ilustración del libro impreso


en el Renacimiento

La edición madrileña de 1605 de la primera parte de El ingenio­


so hidalgo don Quijote de la Mancha muestra en su frontispicio un
emblema grabado en el que dentro de una cartela aparece un halcón
encapuchado y el lema «Post tenebras spero lucem»: “Espero la luz
después de las tinieblas” -se trata del emblema del impresor Juan
de la Cuesta (fig. 1). También la edición valenciana del mismo año
muestra una portada xilográfica con un caballero cargando sobre un
corcel, y la edición barcelonesa de 1617 muestra un caballero por­
tando un estandarte. Por su parte la portada de la segunda parte de
El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, editada en Lisboa
en 1617 muestra en otra xilografía dos caballeros torneantes enfren­
tándose. Sin embargo, si bien como vemos las portadas ilustradas
del Quijote son habituales desde las primeras impresiones, las edi­
ciones en las que el texto se acompaña de grabados que ilustran la na­
rración tardarán en aparecer -serán frecuentes a partir del siglo XVIII-,
si bien cuando lo hagan serán numerosas, constituyendo con el tiem­
po una amplia iconografía quijotesca. Lo mismo sucede con otras
obras cervantinas. Las Novelas ejemplares también exhiben desde
sus primeras ediciones frontispicios grabados -la edición milanesa
de 1615 muestra una marca de impresor animalística (fig. 2)-, pero
las ilustraciones interiores son en cambio muy tardías.
Realmente, en los inicios del siglo XVII las novelas no se ilustra­
ban casi nunca, reservándose el grabado para otros géneros litera­
rios, como veremos seguidamente. Y, sin embargo, la importancia
que adquiere la ilustración en el libro durante el siglo de Cervantes

255
E I. : N GENI OS O N O V E L A S
I ! (: ■) i) (J' ■ j , E X I MA L A R E T
X'OTE DELAMANCHA, U t Μ i G V* I l D H -
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M a r n e s d e G iù r.ilc o i, C o iv ’e d e f b i n i c K i r v l û ' V UiiKñ* í ‘rv,»A¿
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Fig. 1: Portada del Quijote, Madrid, 1605. Fig. 2: Portada de las Novelas ejemplares,
Milán, 1615.

es considerable. Tanto durante el Renacimiento como a lo largo del


primer Barroco, las imágenes acompañan a los textos editados, con­
virtiéndose muchas veces en elementos claves para la correcta com­
presión de éstos.
La imagen editada es un recurso persuasivo de primer orden,
precisamente en un momento -la Contrarreforma y el ciclo Barro­
co- en el que la cultura se ha convertido en un instrumento aleccio­
nador y propagandístico al servicio del poder. Las artes y la litera­
tura -censuradas y manipuladas- contribuyen decisivamente a la
consolidación del orden establecido por los nuevos Estados Moder­
nos. Los géneros literarios de este período no son en este sentido ino­
centes, y las imágenes que los acompañan tampoco lo serán.
La aparición del libro ilustrado en el siglo xv viene a coincidir
con varios factores determinantes que explican su rápido éxito: una
sociedad familiarizada con la ilustración libresca a través de las mi­
niaturas de los códices medievales; una nueva cultura artística, el
Renacimiento, que afirma la identificación entre pintura y poesía,
entre la palabra y la imagen; y un marco político y social en el que
el arte se instrumentaliza al servicio del poder. Reflexionemos bre­
vemente sobre estas tres circunstancias.

256
La familiarization de las elites sociales bajomedievales con los li­
bros miniados se convirtió en un poderoso estímulo para que los mo­
dernos editores buscaran fórmulas que permitieran incorporar la
imagen a los nuevos libros impresos: si éstos debían competir con
aquellos, era evidente que tenían que ofrecer un producto por lo me­
nos igual de atractivo visualmente. Durante los siglos xrv y XV, los
códices medievales ilustrados o iluminados eran obviamente más
valorados que aquellos manuscritos no decorados. Las iniciales, las
orlas y las miniaturas embellecían los textos y hacían de los libros
preciados objetos de valor.1Por ello, la aparición de la imprenta y el
ocaso de los códices no va a suponer la desaparición de la ilustración
libresca, antes al contrario, entroncando con la tradición medieval,
la imprenta va a permitir el desarrollo de la imagen multiplicada.
La segunda circunstancia que he mencionado es la identifica­
ción cultural de la época entre la palabra y la imagen. Diversos in­
vestigadores han reflexionado sobre la contaminación semántica
entre las voces «leer» y «ver» en la literatura del Siglo de Oro, sobre
los ejemplos que hay de imágenes leídas. Javier Portús lo explica
por la unidad sustancial entre las distintas actividades creativas
en la cultura barroca.2 Fernando Rodríguez de la Flor habla de un
mismo campo de percepción donde se lee la imagen y se mira la pa­
labra.3 Lo cierto es que la horaciana sentencia «Ut pictura poesis»
- “como la pintura, así es la poesía” - refrendaba el matrimonio en­
tre la imagen y la palabra, la plástica y la literatura, y que todos
los tratados sobre arte y literatura de la Era Moderna insistieron
en la estrecha relación existente entre la pintura y la poesía. Artes
hermanas que según los clásicos -Aristóteles, Plutarco, Horacio-
diferían en medios y forma de expresión pero que eran idénticas en
su naturaleza, contenido y finalidad.4 Sin embargo, los autores
clásicos sólo establecieron la analogía. Serán los humanistas del
Renacimiento los que afirmarán la hermandad de ambas artes, fra­
ternidad interartística que hará posible las palabras vistas y las
imágenes leídas.
En la búsqueda de un lenguaje común e integrador que aúne la
comprensión sincrética de imágenes y textos, es habitual en las re­
presentaciones artísticas altomodernas -pinturas, estampas, ilus­
traciones librescas- que iconos y palabras aparezcan juntos, refor­
zando su discurso y autoexplicándose, y así, de la misma manera
que las imágenes acompañan e ilustran a las palabras, las pala­
bras, por medio de versos, inscripciones y filacterias se introducen
en las imágenes. La apoyatura epigráfica de la obra de arte ha es­
tado presente en la historia del arte occidental desde sus inicios. La

257
pintura y la miniatura medieval muestran habitualmente una ar­
mónica combinación de inscripciones e imágenes, combinación cuya
finalidad es la correcta transmisión de la idea. Es el caso, por citar
un ejemplo relevante, de la Biblia Pauperum, biblia de los pobres
del siglo XIII, donde la imagen y la palabra se entremezclan con un
objetivo claramente didáctico pues se trataba de un códice para uso
de predicadores.5 Esta armonía entre la imagen y la palabra pre­
sente en la obra artística medieval se va a mantener durante el Re­
nacimiento y el Barroco, y desde la aparición de la imprenta se hace
evidente sobre todo en la imagen editada. Imágenes grabadas cla­
ves para entender los textos, e inscripciones y palabras clave para
entender las imágenes. Rizando el rizo, la fusión entre imágenes y
palabras deriva en los alfabetos antropomorfos, en los que la letra
se vuelve figura y la figura, letra.6
El tercer factor que explica el éxito de la ilustración libresca a lo
largo de los siglos xvi y xvn es la común subordinación de textos e
imágenes a la ideología imperante en ese momento. La cultura mo­
derna es una cultura dirigida, en la que las artes plásticas y la lite­
ratura evolucionan al servicio de la ideología del poder.7
En España, y en el resto de la Europa católica, desde finales del si­
glo XVI la imagen y la palabra desarrollan un discurso apologético de
la Iglesia Católica y de las monarquías absolutas. El enorme poder
persuasivo de las pinturas, las esculturas, los poemas, los ensayos, el
teatro, el arte en general, es utilizado sin disimulos para propagar una
determinada moral, un determinado concepto político del Estado.
Por esta razón, los poderes político y eclesiástico se implicaron
directamente desde la misma aparición de la imprenta en la edición
e ilustración de libros. Los mecanismos de control van a ser funda­
mentalmente dos: el permiso de edición y la censura. Se trata eviden­
temente de desarrollar una doble estrategia: apoyar las publicacio­
nes coincidentes con la ideología y la moral imperante e impedir, al
mismo tiempo, la edición de libros inconvenientes para el poder ins­
titucional, como pueden ser las obras de Lutero o Maquiavelo, por
citar un pensador religioso y otro político.

La monarquía hispánica y la política editorial

En este sentido, a finales del siglo XV, los Reyes Católicos apare­
cen asociados a diversos editores afines, a los que favorecen a través
de exenciones, privilegios y pragmáticas. Y mientras unos editores
y autores se ven favorecidos, otros en cambio ven obstaculizado su

258
trabajo, pues ya en estas tempranas fechas se inicia la persecución
de los libros considerados heréticos -en 1492 se publica ya un Re­
pertorium inquisitorum heretical En España el control de la edición
de libros e imágenes librescas tiene un interés especial: América.
No solo se trata de cimentar el orden establecido mediante el con­
trol de la producción cultural, como sucede en los restantes estados
europeos. España acaba de descubrir un gigantesco Nuevo Mundo y
ha iniciado su colonización, y la evangelización y culturización de
las sociedades indígenas va a apoyarse en gran medida en textos e
imágenes exportados desde la metrópoli.
El amplísimo mercado americano va a incentivar, en una prime­
ra fase, la industria editorial hispana. Sin embargo, lo que fue un
inicio esperanzador desembocó en la segunda mitad del siglo xvi en
una grave crisis, debida entre otras razones a la política editorial
emprendida por Felipe II. Este monarca, cuya afición por las artes
y sus labores de mecenazgo están siendo sometidas en la actualidad
a un profundo proceso de revisión que nos muestra al segundo aus-
tria como un rey culto y sensible, amante de las letras y de todas las
manifestaciones artísticas,9 fue un notable bibliófilo.10 Y no sólo se
sintió atraído profundamente por los textos impresos, sino también
por las imágenes que con frecuencia los ilustraban. La Biblioteca
del Real Monasterio de El Escorial, constituida a partir de su bi­
blioteca privada y de una ambiciosa política de adquisiciones promo­
vida personalmente por el Rey, incluye una magnífica colección de
cinco mil estampas grabadas -españolas, italianas, alemanas y fla­
mencas.11Esta afición intelectual no benefició sin embargo a las im­
prentas hispanas, aunque sí a otras ubicadas en otras posesiones
europeas. Felipe II a instancias de su secretario Gabriel de Zayas y
del cardenal Granvela, va a conceder en 1570 al impresor flamenco
residente en Amberes Christophe Plantin el monopolio de la edición
de libros litúrgicos. El momento no puede ser más oportuno: por un
lado la iglesia contrarreformista va a exigir la revisión y reedición
de la mayor parte de los textos religiosos -inutilizando la mayoría de
los anteriores-; por otro lado, y como ya he dicho, la monarquía his­
pánica y la Iglesia Católica se encuentran implicados en pleno pro­
ceso evangelizador de América. La primera gran publicación de
Plantin va a ser la gran Biblia Real o Políglota, dirigida por el hu­
manista Arias Montano, y editada en cinco idiomas, subvencionada
por Felipe II con más de 31.000 florines.12A esta obra van a seguir
muchos libros de rezos -algunos, ilustrados con grabados-, destina­
dos igualmente al mercado europeo y al americano, libros que enri­
quecerán tanto a Plantin como a sus seguidores, los Moretus. Por

259
contra, el monopolio arruina claramente a los editores españoles y
merma la calidad artística de las estampas hispanas.
A este grave obstáculo para el desarrollo de la industria edito­
rial peninsular hay que añadir los efectos generales que va a pro­
ducir en el país la crisis económica de finales de siglo. La suma de
estos dos factores -los monopolios flamencos y la crisis económica-
va a provocar la invasión masiva en el mercado hispano de libros y
estampas flamencos e italianos - y franceses a partir de los inicios
del siglo X V I I - así como la llegada a España de grabadores extran­
jeros que desplazan, por su superior técnica, a los locales. El pri­
mer gran grabador en llegar será Pedro Perret, invitado por Feli­
pe II, con el expreso cometido de grabar los alzados del Monasterio
de El Escorial, labor que realiza a partir de los dibujos del arqui­
tecto Juan de Herrera. A Perret seguirán otros muchos grabadores
foráneos. Sin embargo, la ausencia de una industria editorial his­
pana importante, con materiales y talleres de calidad, ocasionará
que la mayoría de los grabadores extranjeros que llegan al país sean
de segunda fila, aunque muy superiores -eso sí- a los grabadores
peninsulares. Destacarán entre otros Cornelio Boel, Juan de No-
ort, Alardo de Popma, Gregorio Fosman, Herman Panneels y Juan
de Courbes. A su sombra surgirán algunos grabadores hispanos de
calidad, como Pedro de Villafranca o Matías de Arteaga, pero son
figuras aisladas en un panorama desolador incapaz de generar una
escuela nacional de grabado similar a la que encontramos en Flan-
des, Italia o Francia.13
Esta situación perdurará durante el siglo xvn. El libro barroco
hispano mantiene su menor atractivo visual frente a sus competi­
dores europeos. Incluso ofrece menor calidad que los libros hispanos
producidos durante el siglo anterior, lo que prueba la evidente de­
cadencia de esta industria: materiales -papeles, tintas, etc.- de
mala calidad, encuadernaciones en rústica, presentación descuida­
da y caracteres viejos son las razones que llevan a que la producción
libresca de las imprentas hispanas sea tan poco atractiva. Ello no
significa que todos los libros que circulaban por los reinos de Espa­
ña durante el xvii fueran de apariencia mediocre pues, de la misma
manera que ya sucedía durante la centuria anterior, muchos de los
libros editados en castellano se imprimieron en imprentas italia­
nas, francesas o flamencas, buscando precisamente la mayor cali­
dad de su trabajo.
Respecto a las imágenes decorativas, durante el Seiscientos la
ilustración grabada es el único elemento que embellece el libro ba­
rroco, una ilustración que revela la evolución artística de la época,

260
el auge de la calcografía y la escasa calidad de la mayoría de los gra­
badores españoles. Pero la ornamentación gráfica se ha reducido
mucho en comparación al siglo anterior y las orlas desaparecen. Sin
embargo va a ser ahora -bajo el Barroco- cuando se produzcan las
portadas más bellas del libro hispano.

Las técnicas de estampación: xilografía y calcografía

En España se pasa rápidamente de las primitivas estampas en


cobre -representando imágenes devocionales de carácter popular-,
a la técnica xilográfica o entalladura -matriz de metal, o más fre­
cuentemente de madera-, característica del Renacimiento español,
período de claro predominio de los modelos formales germánicos.
Pero a finales del siglo XVI se introducirá la técnica calcográfica -gra­
bado en metal, al aguafuerte o al buril-, que permite matizar
mucho más el claroscuro y que satisface en mayor medida las ape­
tencias estéticas de los grabadores, sobre todo de aquellos pertene­
cientes a las corrientes artísticas del Manierismo y del Barroco. El
grabado calcográfico, pese a la evidente mejora que supone en cuan­
to a la calidad artística de la imagen grabada, va a plantear un in­
conveniente: durante el Renacimiento la estampa complementa el
texto, ilustrando su discurso y entremezclándose con él, pero la téc­
nica calcográfica exige una impresión distinta para el texto y para
la imagen, con lo que ya no encontramos páginas ilustradas, sino
imágenes intercaladas entre las páginas, por lo que las ilustracio­
nes se reducen mucho. Y además la técnica calcográfica aumenta
los costes, con los siguientes criterios reductivos de los editores.

El grabado libresco: obra de arte y fuente artística

Después de lo dicho anteriormente sobre la inexistencia de una


escuela de grabado hispana de calidad, por las razones ya explica­
das, resulta obvio que por regla general la estampa hispana ofrece
un limitado interés artístico. Es revelador que, mientras que en otros
países, los pintores más reputados destinan parte de su tiempo a la
realización de grabados -es el caso de Durero, Holbein, Vaenius,
Rubens o Rembrandt—, en España, si exceptuamos a Ribera —cuya
actividad artística, por otra parte, se desarrolla fundamentalmente
en Italia-, son escasísimas las veces que un artista de prestigio
compagina la pintura y el grabado.

261
Fig. 3: Portada de Sebastiano Serlio, Cuarto
Libro de arquitectura, 1552.

Y sin embargo, y pese a la discutible calidad de los grabados his­


panos, su inclusión en los libros va a tener una gran relevancia
como fuente iconográfica, tanto para las artes plásticas como para
la arquitectura. Los tratados de arquitectura que se publican en las
imprentas europeas desde el siglo X V van a tener en la estampa un
aliado inmejorable para la difusión de los nuevos lenguajes cons­
tructivos. El éxito internacional de la arquitectura manierista y ba­
rroca se explica en gran medida gracias a la circulación de tratados
arquitectónicos ilustrados con estampas que divulgan las nuevas
reelaboraciones de los órdenes clásicos.
El primer tratado español de arquitectura es la obra de Diego de
Sagredo, Las medidas del Romano (Toledo, 1526), que alcanzó un gran
éxito y que fue reeditado en 1549 y fue también traducido al francés.
Tanto el texto como sus ilustraciones representan la última fase de la
arquitectura plateresca. También resulta clave para la evolución de la
arquitectura hispánica la traducción a nuestra lengua de los principa­
les tratados arquitectónicos italianos, como es el caso del Tercero y
Cuarto Libro de arquitectura de Sebastiano Serlio (Juan de Ayala,
1552), segundo tratado arquitectónico español y asimismo de enorme
difusión en el ámbito arquitectónico (fig. 3). Y seguirán los tratados y
traducciones de Alberti, Vitruvio, Arfe, Vignola, Palladio, etc.

262
De la misma forma que la estampa favorece la divulgación de la
arquitectura moderna, también las artes plásticas van a servirse
del grabado para hacer circular las nuevas propuestas estéticas.
Pero, además de difundir los valores formales de la pintura y la es­
cultura de los siglos XVI y XVII, el grabado va a ser un instrumento
útilísimo para la adecuada difusión de la nueva iconografía religio­
sa y política. La sesión XXV del Concilio de Trento (1563) planteó la
conveniencia del uso didáctico de la imagen sagrada en función del
alto valor persuasivo de ésta. Los grabados religiosos confecciona­
dos a partir de ese momento son pues imágenes propagandísticas de
la Fe Católica frente a los reformistas, imágenes que responden a
los criterios papales y jesuítas, y cuya producción es controlada por
ello por el Santo Oficio. Son imágenes que van a reivindicar preci­
samente aquello que cuestionan las iglesias luteranas: la Euca­
ristía, la Virgen y los santos. Pero la imagen religiosa ofrece otras
muchas posibilidades, como explica el profesor José María Diez
Borque: grabados de contenido «teológico, místico, éticos, devocio-
nales, marianos, hagiográficos, responsorios, gozos, calendarios y lu­
narios devotos».14
La Iglesia, obsesionada por el control del contenido de los libros
religiosos, control que ejerció básicamente a través de la Inquisi­
ción, intentó asimismo formular y encauzar las publicaciones reli­
giosas15 y el arte plástico sacro. En este último sentido, resultaron
fundamentales para la correcta elaboración de los programas icono­
gráficos pintados y esculpidos en capillas e iglesias la Iconología de
Ripa y el Flos Sanctorum de Villegas. La Iconología de Cesare Ripa
(Roma, 1593; la primera edición ilustrada se publica en Roma en
1603), -traducida rápidamente al francés, al alemán y al holandés-,16
supone la codificación de cientos de personificaciones alegóricas
acompañadas de sus atributos, las mismas que pintadas y esculpi­
das invaden los templos barrocos de la Europa católica represen­
tadas en lienzos, frescos, bóvedas, retablos y arquitecturas efíme­
ras. Su utilidad no se limitará solo a los programas iconográficos
sacros, sino que será fundamental también para la representación
del poder político. Así, por ejemplo, la alegoría de la Liberalidad po­
demos encontrarla indistintamente en un ciclo iconográfico sacro o
profano: sus atributos característicos -el águila, el compás, la cor­
nucopia, etc - sirven tanto para exaltar la virtud de un monarca o
un militar, como la de un eclesiástico o un santo (fig. 4). El Flos
Sanctorum de Alonso de Villegas (la primera parte se publica en
Madrid en 1588; la segunda y la tercera en Toledo en 1589 y 1594
respectivamente), ilustrado con numerosas estampas del grabador

263
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Fig. 5: Alonso de Villegas, Flos Sanctorum. Fig 6: Werner de Rolenwinck, Fasciculus
Madrid, 1588. El Arca de Noé. Temporum, Sevilla, 1480. El templo de Salo­
món.

Pedro Ángel, alcanzó un considerable éxito que obligó a diversas re­


ediciones. Sus numerosas imágenes hagiográficas y bíblicas -como
por ejemplo el Arca de Noé (fig. 5)-, suponen un repertorio icono­
gráfico adecuado al pensamiento contrarreformista que se expone
en los textos que lo acompañan, tremendamente útil para el adoc­
trinamiento de los fieles.

Sociología de la estampa grabada hispana

El primer libro ilustrado impreso en España es el Fasciculus


Temporum, de Werner de Rolenwinck (Sevilla, Bartolomé Segura y
Alfonso del Puerto, 1480). De alguna manera podemos fijar en este
libro el inicio del grabado hispano, pues antes de esta fecha tan solo
se imprimieron algunas estampas sueltas, de carácter devocional.
El Fasciculus incluye diversas imágenes -toscas pero elocuentes-
que muestran vistas de ciudades y distintas escenas bíblicas, como
por ejemplo una representación del Templo de Salomón (fig. 6). Tras
el Fasciculus se van a publicar en las imprentas peninsulares cien­

264
tos de libros ilustrados con estampas. Entre estos conviene recordar
también el libro de Enrique de Villena, Los doze trabajos de Hércu­
les (Zamora, 1483), pues incorpora probablemente las primeras ilus­
traciones realizadas por un grabador español.17 Las estampas re­
presentan lógicamente las empresas de este héroe clásico, como por
ejemplo su combate contra la Hidra de Lerna (fig. 7).
Una vez fijado el inicio cronológico del grabado hispano y antes
de pasar a analizar sus distintas variantes y las funciones que cum­
plen, creo conveniente recordar una pregunta esencial que ya for­
muló hace tiempo Antonio Gallego: ¿quien consume grabados en Es­
paña desde los Reyes Católicos hasta finales del siglo x v i i ? 18 Para
una mejor comprensión del contexto sociológico de la estampa his­
pana durante este periodo, reformulo la pregunta planteando cua­
tro cuestiones: ¿quiénes en España leen grabados durante el siglo
de Cervantes?, ¿qué grabados se leen?, ¿quiénes realizan los graba­
dos?, ¿quiénes los encargan? Las respuestas a estas preguntas ofre­
cen una amplia visión sobre la interrelación entre texto e imagen en
el libro hispano de los siglos XVI y x v i i .
A la primera pregunta -¿quiénes leen grabados?-, el profesor
Gállego responde estableciendo una adecuada división inicial. Por
un lado estaría la estampa suelta popular y el pliego suelto con
grabados, dirigidos a un público amplio, humilde económicamente

265
y modesto intelectualmente. Por otro, encontramos el libro ilustra­
do propiamente dicho, destinado a un público mucho más selecto
pues sus lectores debían cumplir varios requisitos: saber leer, tener
poder adquisitivo -los libros ilustrados con xilografías o calcogra­
fías eran aún más caros-, y tener voluntad de leer, un triple filtro
altamente selectivo. Es decir: nobleza, clero, altos funcionarios,
profesores, mercaderes y algunos pocos artesanos, comerciantes,
funcionarios medios o criados de categoría. En total y como máxi­
mo -pues a la capacidad intelectual y económica habría que sumar
como he dicho la voluntad de leer-, un veinte por ciento de la po­
blación española.19
La segunda pregunta -¿qué grabados se leen?- en una cultura li­
bresca dirigida tiene una respuesta evidente: aquellos que las auto­
ridades deciden. Hay por ello un claro predominio de la imagen re­
ligiosa y de la imagen política. Pero al lado de éstas -si bien con
menor presencia- también encontramos otras muchas imágenes.
De la misma manera que los libros del Renacimiento y el Barroco
ofrecen a sus lectores la imagen del mundo propia de ese periodo
cultural, las ilustraciones impresas representan una rica y completa
mirada iconográfica sobre ese mismo mundo. Es por ello que hay tan­
tas imágenes como géneros literarios: imágenes científicas, históri­
cas, bélicas, mitológicas, festivas, urbanas, fisionómicas, naturalis­
tas, anatómicas, etc., pues todos los aspectos de la época aparecen
plasmados. Desde las representaciones caballerescas que podemos
encontrar en la Crónica del Serenísimo Rey Don Juan Segundo, pu­
blicada en Logroño en 1517 (fig. 8), hasta los itinerarios místicos
que el grabador Diego de Astor realiza para las Obras Espirituales
de San Juan de la Cruz, editadas en Alcalá de Henares en 1618 (fig. 9),
las temáticas son variadísimas.
Respecto a la tercera pregunta -¿quién realiza los grabados?- la
respuesta parece obvia, el grabador. Sin embargo hay que tener pre­
sente que la realización del grabado supone habitualmente el tra­
bajo colectivo de varios colaboradores: el que imagina - “inventa”-
la imagen, el que la dibuja y el que abre la plancha de cobre y la pre­
para para la estampación. En ocasiones dos o incluso las tres fun­
ciones mencionadas recaen en un único artífice. Lo más frecuente es
que el inventor y el dibujante coincidan y que el grabador sea una
segunda persona. Como señala agudamente Juan Carrete Parrondo
la grabación de estampas da lugar a un proceso técnico que presen­
ta evidentes semejanzas con el proceso de fabricación de un libro: el
autor inventa y escribe la obra literaria, y el impresor la materiali­
za y la multiplica.20

266
Queda aún una pregunta por responder: ¿quién encarga el gra­
bado? Sabemos que muy pocas veces un grabador -probablemente
a causa de la feroz competencia extranjera- realizó su trabajo sin
el encargo previo de un cliente. No se trataba pues de una labor
editorial sino de una producción por encargo. Cuando se trataba de
estampas devocionales eran encargadas directamente por una co­
fradía, un convento o parroquia. Cuando se trataba de libros el en­
cargo lo realizaba el propio autor del texto. Fray Melchor Prieto
contrató a Juan de Courbes para que realizara las estampas de su
Psalmodia Eucharistica (Madrid, 1622) y Juan Bautista de Mora­
les al grabador Antonio de Herrera y Tordesillas para las ilustra­
ciones de su Historia de los hechos de los castellanos en las Islas y
Tierra Firme de la Mar Océano (Madrid, 1601).21 Es por lo tanto el
escritor el que elige el ilustrador, lo cual evidencia que el grabado
ya nace supeditado a la intención ideológica del autor. Y el libro
nace a su vez en el marco de una cultura dirigida que somete al tex­
to a una férrea censura.

La función persuasiva y propagandística


del grabado libresco

Pueden parecer exageradas palabras como «censura» o «dirigis-


mo» aplicadas a la producción de grabados, pero hay que tener
presente la gran influencia que jugó en la España y en la Europa
moderna la imagen multiplicada: una imagen que llegaba a todas
partes y que precisamente por ello ejercía una ascendiente que el
Poder no podía dejar sin control. Afirmar que el grabado llega a to­
das partes parece entrar en contradicción con lo expuesto anterior­
mente, esto es, la limitada difusión del libro impreso. Sin embargo
resulta evidente que para la mayor parte de los españoles de los si­
glos XVI y xvii sería más fácil contemplar un retrato grabado dél
monarca que un óleo colgado en una sala de palacio. Por otro lado
no hay ninguna duda de la difusión que tuvo la estampa suelta, uti­
lizada sobre todo en campañas evangelizadoras, como en la Grana­
da morisca o entre la población americana prehispánica. Además, si
bien es cierto que el grabado libresco se difundió exclusivamente
entre las elites intelectuales, políticas o económicas, no es menos
cierto que la instrucción ideológica de estas elites es tan importan­
te en la cultura barroca como la formación del pueblo llano. Y, final­
mente, las imágenes grabadas sirvieron de inspiración a las pintu­
ras efímeras que invadían las calles y las plazas de las ciudades en

267
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Modo para venir M o d o detener Indino dajuefc


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Fig, 9: San Juan de la Cruz, Obras Espiri­ Fig. 10: Johannes Gevartius, Pompa Introi­
tuales, Alcalá de Henares, 1618. Camino es­ tus honoris ... Ferdinandi, Amberes, 1635.
piritual. Arco de triunfo para la entrada en Amberes
del Cardenal Infante.

las solemnidades públicas y que, estas sí, eran contempladas por


toda la población urbana.
Como ya he dicho antes son escasos los libros de poesías, novelas
o comedias ilustrados con estampas. Encontramos imágenes graba­
das con mayor profusión precisamente en los libros editados con fi­
nes aleccionadores y propagandísticos, textos religiosos y políticos
que contribuyen a cimentar el orden social y moral de la España de
los Habsburgo y en los que los costes elevados quedan compensados
por la labor de difusión ideológica que desarrollan. Algunos investi­
gadores, a la hora de explicar la escasez de imágenes literarias fren­
te a la abundancia de imágenes propagandísticas, apuntan asimis­
mo el deseo del autor literario de evitar que las imágenes conduzcan
excesivamente la imaginación del lector, pero no me cabe duda de
que el coste económico y la posible utilidad propagandística de la
imagen fueron factores determinantes a la hora de decidir qué li­
bros serían ilustrados.22
Como ya explicó Maravall hace muchos años, la cultura del Ba­
rroco es una cultura dirigida,23 una cultura puesta al servicio de la
propaganda monárquica y de la Fe religiosa. Una cultura de masas

268
urbanas en la que las distintas manifestaciones artísticas se con­
vierten en verdaderos instrumentos persuasivos. El libro y el gra­
bado -juntos o separados-, por la amplia difusión de ambos, juegan
un papel esencial en esa cultura dirigida, que tiene, como objetivo
primordial, la estabilidad del nuevo orden político, moral y reli­
gioso que ha surgido en el siglo XVI a partir de la creación de los
grandes Estados modernos y de la Contrarreforma. El arte y la lite­
ratura barroca, en sus distintas manifestaciones arquitectónicas,
plásticas y narrativas son, ante todo, un instrumento de propa­
ganda, y aún lo será más el grabado, en cuanto que su difusión y
movilidad es mayor que la de las restantes artes. Si la nueva icono­
grafía y la nueva cultura simbólica de la Edad Moderna fueron los
elementos visuales que divulgaron los nuevos planteamientos ideo­
lógicos, no hay duda de que el grabado fue un elemento propagan­
dístico clave que explica el éxito internacional de la cultura manie-
rista y barroca.
El poder de la imagen se pone así al servicio de la persuasión:
imágenes que invitan a leer, que seducen al lector, que sintetizan el
contenido del libro, que refuerzan los discursos textuales, imáge­
nes que convencen. De ahí la importancia que adquiere la imagen
festiva: propaganda de la propaganda, de los acontecimientos que
exaltan el orden establecido. Láminas representando los arcos de
triunfo en una entrada real, el catafalco que honra el óbito de una
autoridad, los altares y escenografías que han transformado la ciu­
dad con motivo de un festejo sacro o político ayudan -mucho más
que las farragosas descripciones de los cronistas- a construir una
memoria colectiva sobre las fiestas del Antiguo Régimen, una fies­
ta que es en si misma un instrumento propagandístico al que los
grabados permiten una mayor difusión y un permanente recuerdo
del espectáculo efímero. Véase por ejemplo uno de los espectacula­
res arcos de triunfo levantados para la entrada en Amberes del
Cardenal Infante en 1635 (fig. 10). Este arco y otras muchas es­
tructuras efímeras ilustran una de las crónicas festivas más inte­
resantes de entre las muchas que se editaron para exaltar a los
Austrias hispanos: se trata de la obra de Johannes Gevartius, Pom­
pa Introitus honoris... Ferdinandi (Amberes, 1635). El arco en cues­
tión, de orden toscano, sirve de soporte a un amplio despliegue de
motivos iconográficos de temática mitológica -la Aurora, Cástor,
Pólux- y bélica.24
No menos importante era la circulación de estampas devociona-
les sueltas que despertaran la piedad de las clases populares. El
pueblo podía contemplar las imágenes piadosas pintadas o esculpi­

269
das en las parroquias y conventos, pero entre los sectores humildes
-los más numerosos- sólo el grabado permitía a su propietario lle­
varse la imagen a su casa, sacralizando y protegiendo su espacio do­
méstico.
Lo mismo sucedía con los retratos políticos. Desde los inicios del
siglo XVII, los súbditos castellanos y americanos contemplan el re­
trato pintado del Rey que acaba de ser proclamado al trono en las
ceremonias de jura que se repiten en todas las plazas mayores de
las ciudades del reino,25 pero sólo la moneda con la efigie del nuevo
monarca o el retrato impreso permiten al súbdito llevarse a su casa
la imagen de su soberano. La importancia de la imagen multiplica­
da es por lo tanto evidente. Veamos como ejemplo de retrato regio
impreso integrado en un libro la estampa grabada por Enea Vico en
1550 representando a Carlos V (fig. 11) a partir de un modelo tizia-
nesco y que sirve de portada a la obra de Lodovico Dolce, Vita di
Cario Quinto Imp. (Venecia, 1567). En ella descubrimos, como es ha­
bitual en este tipo de representaciones, la efigie del emperador en­
marcada por alegorías y emblemas que metaforizan simbólica­
mente su vida política. La alegoría de la izquierda representa la
etapa guerrera, la de la derecha su retiro espiritual, es decir, y como
se ha señalado acertadamente, aparecen conjuntamente el héroe
renacentista y el príncipe contrarreformista.26

La portada y la imagen resumen

Voy a centrarme ahora en las dos imágenes que considero que


pueden ser más reveladoras para poner en evidencia la interacción
entre la palabra y la imagen en el siglo de Cervantes: la imagen por­
tada y la imagen emblemática. Son las dos imágenes librescas en
las que, más allá de la relación que se establece entre un texto y su
ilustración, imagen y palabra componen un todo, de forma que no es
posible aislar la imagen de la palabra o a la inversa. Veamos el pri­
mer caso.
El grabado portada, por su ubicación y por su contenido, es la
puerta por la que accedemos al libro. De ahí que su contenido, por
medio de la combinación de imágenes y palabras, intente resumir el
contenido de la obra, sintetizar el pensamiento del autor a través de
la representación icónico-textual de sus ideas claves.27 Se trata por
lo tanto de portadas resúmenes que combinan explícitos y extensos
títulos, y ricos y densos programas simbólicos. No cabe duda que re­
sumir complejos y eruditos textos de varios cientos de páginas obli-

270
Fig. 11: Lodovico Dolce, Vita di Carlo Quin­ Fig. 12: Portada de Boccaccio, Las d en t no­
to Imp., Venecia, 1567. Retrato de Carlos V. vellas, Valladolid, 1539.

gaban a un considerable esfuerzo de síntesis que podía generar igual­


mente sencillas y escuetas imágenes o herméticos y recargados pro­
gramas iconográficos.
Durante la fase renacentista de la ilustración del libro hispano,
esto es, desde finales del siglo xv hasta los años cuarenta del si­
glo X V I, las portadas de los libros se caracterizan por el predominio
de la ornamentación rodeando el texto: los datos de la obra apare­
cen en el centro de una orla grabada. Las orlas más antiguas incor­
poran motivos decorativos góticos -habitualmente de inspiración
germánica- pero ya en el XVI triunfa el repertorio ornamental re­
nacentista propio del plateresco. Es el triunfo del influjo del clasi­
cismo italiano. Este sistema de portadas orladas requería dos im­
presiones, una del texto y otra de la orla. La llegada del grabado
calcográfico va a permitir unir en una sola impresión la tipográfica
y la icónica. Un hermoso ejemplo de portada renacentista hispana
es la que abre la edición de Las dent novellas de micer Juan Boc­
caccio (Valladolid, Diego Fernández de Córdoba, 1539), donde deli­
ciosas figuras vestidas con atavíos de época y agrupadas en escenas
enmarcan el título de la obra (fig. 12).
Progresivamente el manierismo introduce la portada arquitectó­
nica, frontispicios articulados a partir de órdenes arquitectónicos

271
clásicos que enmarcan el texto central y desplazan el grutesco y la
columna abalaustrada que encontramos en las primeras décadas
del siglo. El auge de la portada arquitectónica, divulgada en un
principio por las imprentas de Plantin, se debe a su adecuado ca­
rácter metafórico. La arquitectura, por medio de los ordenes clási­
cos, representa una puerta, aquella precisamente que, como ya he
dicho, nos permite acceder al libro. Estilísticamente son estructuras
constructivas que nos remiten al lenguaje arquitectónico del último
renacimiento, representado por las aportaciones de tratadistas como
Serlio, Vignola y Palladio.
La segunda mitad del siglo xvi contempla el enriquecimiento ico­
nográfico de los frontispicios, que convierte al marco arquitectónico
en mero soporte de los diversos motivos parlantes. La alegoría
triunfa progresivamente sobre la narración. También es ahora cuan­
do empieza a ser habitual incorporar en la portada el retrato del au­
tor o del protagonista de la obra. Estamos ya en la fase contrarre-
formista, y la instrumentalización propagandística del libro se
acrecienta.
Con el siglo xvn entramos en una nueva fase. El libro barroco
hispano se caracteriza por la desaparición casi completa de las or­
las decorativas, así como por el apogeo del frontispicio calcográfi­
co. Grabados tirados aparte que incluyen, envuelta en marcos ar­
quitectónicos, figurativos y simbólicos, la información esencial: el
título del libro, el nombre del autor, la imprenta y la ciudad edito­
ra, el año de edición, la dedicatoria, el destinatario y el editor. La
densidad de la información escrita y la abundancia de elementos
icónicos lleva a la larga a desdoblar la portada en dos hojas: la pri­
mera exclusivamente tipográfica; la segunda es el grabado calco­
gráfico en el que la imagen asume el protagonismo sobre un texto
costreñido y simplificado.
Los elementos no caligráficos de las portadas son como ya he di­
cho construcciones arquitectónicas y elementos figurativos, emble­
máticos y heráldicos. En el primer caso los diseños delatan su rela­
ción de dependencia e inspiración con los altares y retablos de la
época. En el segundo caso, con la cultura simbólica del Barroco.
Las estructuras arquitectónicas simulan principalmente puer­
tas, vanos, pedestales o arcos triunfales en perspectiva. Formal­
mente representan las soluciones del lenguaje arquitectónico barro­
co, a veces novedosas, a veces claramente retardatarias. Sobre la
estructura arquitectónica se ubican alegorías, emblemas, escudos e
imágenes de santos o personajes históricos, en los que se aprecia
claramente la difusión de los repertorios hagiográficos, las alego­

272
rías de Ripa o los jeroglíficos de los textos fundamentales de la em­
blemática. Por lo general, la alegoría y el símbolo reemplazan la na­
rración, y se hace preciso conocer estos lenguajes herméticos para
interpretar correctamente la imagen. También es cierto, por otra
parte, que el título del libro aclara el significado de la mayor parte
de los atributos, motes y emblemas de la portada.
Tres ejemplos de portadas de la primera mitad del siglo xvii son
las de los libros de Juan de Madariaga, Del Senado y de su Príncipe
(Valencia, 1617), Lorenzo Ramírez del Prado, Consejo y consejero de
Príncipes (Madrid, 1617 y Virgilio Malvezzi, Sucesos principales de
la monarquía, (Madrid, 1639). En los tres casos se pretende repre­
sentar en la portada el discurso ideológico que contiene la obra. En
el primer caso (figs. 13, 14 y 15) se recurre al jeroglífico, enmarcado
en arcaizantes orlas propias del último renacimiento; en el segundo
caso, a la portada arquitectónica, apoyada en numerosas alegorías
y emblemas; finalmente, en la tercera portada, a la alegoría y al em­
blema se suma el retrato regio. Como es de rigor, en los tres casos la
palabra juega un importante papel, reforzando la imagen a través
de sentencias y lemas latinos y castellanos.
La portada del libro de Malvezzi, que, como acabamos de ver, in­
corpora el retrato de Felipe IV, nos sirve de nexo para abordar el pa-

SI-NADO
Y. D E ; S V P R I N C I P E . : ·

Por F r iy lo a n J e .V faairngn iV Îo nèe.d sh C íf r a it ' '


,\, .%<·; . ' . dePófcacsli,'

Fig. 13: Portada de J. de Madariaga, Del Se- Fig. 14: Portada de L. Ramírez del Prado, Con­
nado y de su Príncipe, Valencia, 1617. sejo y consejero de Príncipes, Madrid, 1617.

273
pel que juega el retrato en las portadas e ilustraciones interiores del
libro barroco. Los retratos de los autores de los textos, frecuentes
en las portadas de los libros de finales del siglo XVI, son sustituidos en
el XVII por los de los personajes públicos a los que van dedicados los
libros: un noble, un prelado, un valido o más frecuentemente, un
miembro de la familia real -fundamentalmente el Rey, la Reina o el
heredero. La instrumentalización ideológica del libro abandona ya
cualquier coartada. No deja de ser curioso que, a la vez que se re­
duce el número de ilustraciones del libro hispano seiscentista con
respecto a su precedente del siglo xvi, se afiance, junto con la porta­
da grabada, el retrato calcográfico incluido entre las primeras pági­
nas de la obra. Puesto que se trata habitualmente de los personajes
de alcurnia a los que se destina el libro, los libros barrocos dan pie
a un amplio repertorio iconográfico de los reyes, reinas, príncipes,
validos, nobles y prelados coetáneos. Son retratos oficiales, gene­
ralmente de medio cuerpo, en los que el gesto, el semblante y la in­
dumentaria delatan la clase social de los representados. Pero ade­
más, y al igual que sucede en las portadas, también las efigies
incluyen alegorías, emblemas y blasones que otorgan al retrato un
mayor contenido político o religioso. La riqueza simbólica y alegóri-

Fig. 16: Luis Cabrera de Córdoba, Filipe Se-


Fig. 15: Portada de V. Malvezzi, Sucesos gundo Rey de España, Madrid, 1619. Retra-
principaies de la monarquía, Madrid, 1639. to de Felipe II.

274
ca de los retratos áulicos grabados no deja de ser curiosa en un mo­
mento en que en el retrato de corte los Habsburgo hispanos se repre­
sentan escuetamente y donde los elementos simbólicos se reducen a
objetos aparentemente cotidianos como la mesa, el espejo, el cortinaje
o el reloj, quedando ausentes de la gran pintura el mito y la alegoría.
Ya antes hemos visto un retrato libresco del emperador Carlos V.
Veamos ahora algunos ejemplos seiscentistas de retratos políticos
impresos. A Felipe II lo encontramos representado como defensor
de la religión en la ilustración del libro de Luis Cabrera de Córdo­
ba, Filipe Segundo Rey de España, publicado en Madrid en 1619
(fig. 16). Se trata de una calcografía realizada por Pedro Perret que
muestra al monarca defiendo con su espada a la alegoría de la Re­
ligión de sus enemigos. No menos interesante es el retrato de Feli­
pe IV grabado por Juan de Noort que ilustra la obra de José Lay-
nez, El Privado Christiano, Madrid, 1641 (fig. 17). En él, el busto
de Felipe IV aparece acompañado de las alegorías de la Fe y la Re­
ligión, que sostienen entre ambas una corona sobre un radiante
Sol. Se trata por lo tanto de un retrato que forma parte del amplio
capítulo de representaciones solares de los reyes hispanos.28 Como
ejemplo de retrato regio femenino veamos el de Isabel de Borbón
que abre la crónica de sus exequias madrileñas, Pompa funeral,
Madrid, 1645 (fig. 18), que muestra la efigie de la reina rodeada de
escudos heráldicos, emblemas y las alegorías de la Religión y la
Prudencia. Finalmente, y como ejemplo de grabado calcográfico
suelto, que no formó parte de la ilustración de un libro destaca el
retrato de don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, que Veláz­
quez, Rubens y Pontius realizaron conjuntamente, y que fue gra­
bado por Pedro Perret en 1637 (fig. 19). Se trata de uno de los re­
tratos políticos impresos de mayor interés -tanto desde el punto de
vista formal como iconográfico-, del siglo xvii: el busto del Conde
Duque se acompaña de dos genios que portan los atributos icono­
gráficos de Hércules y Minerva, mientras que un complejo jeroglí­
fico -en el que un ouroboros rodea el planeta Venus-, remata la
composición. En todos estos retratos grabados que hemos mencio­
nado aparecen filacterias e inscripciones con lemas y frases que en­
riquecen y completan la simbología icónica.

Los emblemas y jeroglíficos: el juego y el discurso

La literatura emblemática representa una de las creaciones más


genuinas y apasionantes de la cultura de la Edad Moderna. Se tra-

275
Fig. 17: J. Laynez, E l Privado Christiano,Fig. 18: Pompa funeral, Madrid, 1645. Re-
Madrid, 1641. Retrato de Felipe IV. trato de Isabel de Borbón.

ta de un lenguaje pictórico-literario que, bajo la apariencia de un


juego y mediante el uso de un código de imágenes visuales y de sen­
tencias escritas, transmite mensajes de muy distinta índole.29 Si
bien es cierto que existen libros de emblemas sin grabados en los
que, debido fundamentalmente a problemas económicos, la imagen
se sustituye por la descripción de ésta, las grandes obras de la lite­
ratura emblemática -aquellas más novedosas, de mayor calidad y
difusión- reproducen el emblema completo: la imagen grabada y el
texto escrito.
Como sucede con el grabado hispano en general, «el interés que
despierta el estudio de un emblema - y el análisis conjuntado de sus
tres elementos, la imagen, el lema y la letra- va mas allá de sus va­
lores formales o literarios -muy discutibles en la mayoría de los ca­
sos- y se concreta en su capacidad de revelarnos las claves de la so­
ciedad del siglo X V II : de sus manifestaciones artísticas -de la
pintura sobre todo-, pero también de su moral religiosa, su ideolo­
gía política, su pensamiento ético, su imagen del príncipe, del pre­
lado, del valido, su concepto de la virtud, del vicio, de la muerte, su
sentido de las celebraciones públicas y las ceremonias de la corte,
sus gestos, sus devaneos sentimentales, sus mecanismos pedagó­
gicos, sus contradicciones y paradojas y otras muchas cuestiones.

276
Otros documentos gráficos y literarios nos informan sobre estos di­
versos aspectos de la cultura del Barroco, pero la síntesis de imagen
y de palabra, de forma y concepto, convierten a la ciencia emblemá­
tica en el mejor apoyo para el historiador del arte que pretenda ex­
plorar la vida de las imágenes y sus significados en la Europa Mo­
derna».30
La ciencia emblemática inicia su andadura en 1419, año en que
llega a Florencia un antiguo manuscrito griego, los Hieroglyphica
de Horapollo, que va a despertar el interés de los intelectuales por
las imágenes y los conceptos simbólicos, por las representaciones
herméticas y los juegos enigmáticos. La referencia histórica es el je­
roglífico egipcio, escritura icónica que los humanistas del Renaci­
miento podían contemplar en los obeliscos de Roma, y cuyo signifi­
cado les resultaba incomprensible, aunque no obstante adivinaban
en sus enigmas las claves de un saber milenario. Nace así la fasci­
nación intelectual por la imagen hermética. Más de cien años des­
pués -en 1531-Andrea Alciato publica en Augsburgo el Emblema-
tum liber (fig. 20). Estos emblemata suponen la mayoría de edad de
este género literario, tanto por la calidad de las composiciones como
por su enorme difusión -más de ciento cincuenta ediciones en dis­
tintas lenguas. Sin embargo, ni aun entonces existe una codifica-

Fig. 19: Retrato del Conde Duque de Oliva- Fig. 20: A. Alciato, Emblemas, Lyon, 1549.
res. Grabado por Pedro Perret en 1637. Emblema CXLV.

277
ción aceptada de las familias emblemáticas -emblema, empresa,
enigma, jeroglífico, divisa, etc.- y los correspondientes subgéneros.
Pese al esfuerzo emprendido en este sentido por humanistas e inte­
lectuales no existe ni en el Renacimiento ni en el Barroco una teoría
compartida sobre la estructura del emblema.31
El primer libro de emblemas publicado en castellano son las Em­
presas morales de Juan de Borja, editado en Praga en 1581 (fig. 21),
ilustrado con cien emblemas xilográficos. Siguiendo los pasos de
Borja van a ser muchos los escritores españoles que publicarán em-
blematas, de muy variada calidad. En general los grabados de los
emblemata hispanos suelen ser toscos y de escaso atractivo visual.
Los textos por el contrario ofrecen mayor interés: desde los hermo­
sos poemas de Hernando de Soto (fig. 22) a los densos discursos po­
líticos de Saavedra Fajardo, pasando por las reflexiones teóricas de
Covarrubias o los sermones de Lorea, la literatura emblemática his­
pánica -y americana- representa un capítulo importante de la cul­
tura emblemática de la Edad Moderna.
La ciencia emblemática, que nace como un juego sofisticado re­
servado a una elite intelectual, se popularizará entre todos los es­
tratos sociales urbanos gracias a su proyección en la fiesta pública.
La eficacia persuasiva del emblema será utilizada por el poder para
transmitir al pueblo todo tipo de consignas políticas y morales en el
marco de las celebraciones urbanas: jeroglíficos pintados y colgados
sobre las arquitecturas efímeras que engalanan la ciudad con moti­
vo de las solemnidades públicas sirven a los organizadores del fes­
tejo para dotar de contenido ideológico a la fiesta mediante el juego
enigmático. Estos jeroglíficos pintados son posteriormente impre­
sos en grabados y editados en las crónicas del festejo, con lo que el
emblema libresco, tras proyectarse en las calles y plazas de la ciu­
dad,32 vuelve finalmente al libro.
El capítulo más importante de la emblemática festiva hispana lo
constituyen los jeroglíficos fúnebres pintados para adorno del cata­
falco en las exequias de personajes públicos, y posteriormente im­
presos para la crónica de las exequias, como es el caso de los jeroglí­
ficos pintados en el óbito de Isabel de Borbón y que aparecen recogidos
en Pompa funeral, editada en Madrid en 1645 (fig. 23). Se pintaron
jeroglíficos festivos, sin embargo, con ocasión de celebraciones muy
diversas -santificaciones, beatificaciones, celebraciones cívicas, cen­
tenarios, entradas, etc.- y algunos de los que fueron grabados pre­
sentan un interés especial, como es el caso de los jeroglíficos múlti­
ples (fig. 24), o el de aquellos que fueron diseñados para concursar
en competiciones emblemáticas (fig. 25).

278
EMBLEMAS
lu d i m m l à f im a viSfr/x.
El Amortodolo vencc.

T>t Vmtuen UmtnÇAM,


Dio *Γαώbien, aentendit,
Out confupremojiader
Elmortodoballam.
A do(β^ηΰ aycompetehiU, ,
'tmeses cef<iauffi£Hada,
'pfe pHtdtnmuyfoco%àmi*
harífitxp}ítfm(tsyjútnc¡d,

Fig. 21: J. de Borja, Empresas morales, Bru­ Fig. 22: Hernando de Soto, Emblemas mora­
selas, 1690. Empresa «Iracundiam cohiben­ lizadas, Madrid, 1599. Emblema «El Amor
dam». todo lo vence».

La cultura emblemática se proyecta en la literatura más allá de


los propios libros de emblemas. Cervantes se hace eco de los juegos
literario-simbólicos que establece el emblema en diversas obras su­
yas, como por ejemplo en Los trabajos de Persiles y Sigismundo,33 y
por supuesto, teniendo en cuenta la significación emblemática de
los blasones y divisas en la cultura caballeresca, en el Quijote, cuya
edición príncipe, como hemos comprobado antes, mostraba en su
frontispicio el emblema del impresor. Así lo han puesto en evidencia
diversos investigadores como K. L. Selig, F. Márquez Villanueva,
M. C. Alvarez,34 y más recientemente los sugerentes estudios de
John T. Culi.35 Pero, además, la asimilación de la cultura emblemá­
tica se puede rastrear en otros autores célebres como Baltasar Gra-
cián, Lope de Vega, Quevedo, Calderón, Luis de Góngora, Garcilaso
de la Vega, etc.36 Incluso tenemos constancia de que alguno de estos
escritores fueron en algún momento emblemistas: baste recordar
que Lope de Vega fue autor del emblema solar de Felipe IV que pu­
blicó en su recopilación de divisas regias Gómez de la Reguera.37 La
asimilación de los mecanismos emblemáticos en tantos autores cé­
lebres de las letras hispanas revela de nuevo la interacción entre la
imagen y la palabra en el Siglo de Oro.

279
Fig. 23: Pompa funeral, Madrid, 1645. Jero­
glíficos en las exequias de Isabel de Borbón.
Fig. 24: F. Torre y Sebil, Reales fiestas, Va­
lencia, 1668. Jeroglífico múltiple.

Imágenes para leer: hacia una iconografía del libro impreso

De la misma manera que las artes plásticas del Siglo de Oro in­
tegran -en los óleos y frescos- el apoyo epigráfico, los libros impre­
sos en este período recurren a la imagen buscando el formidable
refuerzo que supone ésta para el discurso escrito. Evidentemente
la literatura no precisa de artificios para comunicarse con el lec­
tor, pero la cultura dirigida que inunda la Edad Moderna encuen­
tra en las imágenes un instrumento persuasivo nada desdeñable
que refuerza la argumentación textual. Por otro lado, y desde la
aparición de la cultura escrita en el mundo occidental, los libros
no han sido concebidos exclusivamente como textos anicónicos:
antes al contrario, los códices medievales demuestran, a través de
la sabia y armónica combinación de imágenes y palabras, un con­
cepto mayor —no meramente morfológico—de lo que es el libro. Las
razones antes expuestas explican la escasa calidad gráfica de las
ilustraciones hispanas en el siglo de Cervantes, pero ello no fue un
impedimento a la hora de decidir ilustrar los libros -s í lo fue en
cambio el aspecto económico- pues durante las últimas décadas
del siglo XV I y a lo largo de todo el xvn va a primar sobre todo en el

280
Fig. 25: F. Torre y Sebil, Lvzes de la Avrora,
Valencia, 1665. Jeroglífico concursante.

interés de los editores la eficacia comunicadora del libro, y no tan­


to sus aspectos estéticos. Y, puesto que hablamos de estas estrate­
gias persuasivas y de imágenes para leer, en las que el contenido
prima en importancia sobre la forma, son fundamentales los aná­
lisis iconográficos de las ilustraciones librescas, pues la iconogra­
fía, la ciencia que descifra la imagen, nos permite su correcta in­
terpretación.

Notas
1. Otto Pacht, La miniatura medieval, Madrid, Alianza, 1987.
2. Javier Portús Pérez, «Religión, poesía e imagen en el Siglo de Oro», en Verso e ima­
gen. Del Barroco al Siglo de las Luces, Madrid, Comunidad de Madrid, 1993, pág. 311.
3. Fernando Rodríguez de la Flor, Emblemas. Lecturas de la imagen simbólica,
Madrid, Alianza, 1995, pág. 15.
4. Rensselaer W. Lee, Ut pictura poesis. La teoría humanística de la pintura,
Madrid, Cátedra, 1982, pág. 13. Las fuentes clásicas esenciales son la Poética de
Aristóteles y el Ars Poetica de Horacio, donde se establecen las analogías que serán
la base de la posterior identificación entre pintura y poesía.
5. Santiago Sebastián, «La inscripción como clave y aclaración iconográfica»,
Fragmentos, n.° 17-19 (1991), pág. 133.

281
6. Rosario Camacho, «Imágenes para leer. Algunos alfabetos antropomorfos»,
Fragmentos, n.° 17-19 (1991), págs 30-46.
7. Véase el ya clásico estudio de A. Maravall, La cultura del Barroco, Barcelo­
na, Ariel, 1975.
8. Fernando Checa Cremades, «La imagen impresa en el Renacimiento y el
Manierismo», en El grabado en España (siglos xv-xvill), Madrid, Espasa Calpe,
(,Summa Artis, XXXI), 1988, pág. 14.
9. Fernando Checa, Felipe II. Mecenas de las artes, Nerea, 1992.
10. Los reyes bibliófilos, Madrid, Ministerio de Cultura, catálogo de exposición,
1986.
11. Han sido publicadas en doce tomos por el Instituto Municipal de Estudios
Iconográficos Ephialte (Vitoria-Gasteiz). La colección lleva por título Real Colección
de Estampas de San Lorenzo de El Escorial, y el primer tomo fue editado en 1992.
12. Antonio Gallego, Historia del grabado en España, Madrid, Cátedra, 1979,
pág. 59.
13. José Manuel Matilla, La estampa en el libro barroco. Juan de Courbes, Vito-
ria-Gasteiz, Ephialte, 1991.
14. J. M. Diez Borque, Verso e imagen...,, pág. 142.
15. F. Checa Cremades, «La imagen impresa ...», pág. 158.
16. No fue sin embargo publicada en castellano. En la actualidad existe ya una
traducción castellana publicada en Madrid, Akal, 1987.
17. F. Checa Cremades, «La imagen impresa...», pág 48.
18. Antonio Gallego, cit., pág. 67-70.
19. M. Chevalier, Lectura y lectores en la España de los siglos xv iy xvu, Madrid,
Turner, 1976, pág. 20. Citado por A. Gallego, cit., pág. 68.
20. J. Carrrete Parrondo, «Grabado y literatura en la España barroca», en Verso
e imagen..., pág. 283.
21. Juan Carrete Parrondo, «El grabado y la estampa barroca», en El grabado
en España (siglos xv-xvm), Madrid, Espasa Calpe, (Summa Artis, XXXI), 1988,
pág. 227.
22. J. Carrrete Parrondo, «Grabado y literatura en la España barroca», en Verso
e imagen..., pág. 286.
23. A. Maravall, cit., Barcelona, Ariel, 1975.
24. Los Austrias. Grabados de la Biblioteca Nacional, catálogo de exposición,
Madrid, Biblioteca Nacional, 1993, págs. 293.
25. Véase mi estudio «Reyes absolutos y ciudades leales. Las proclamaciones de
Fernando VI en La Nueva España», en Tiempos de América. Revista de Historia,
Cultura y Territorio (Universitat Jaume I, Castellón), n.° 2 (1998), págs. 19-33.
26. Los Austrias..., pág. 54 y 55.
27. Me he aproximado al análisis de las portadas de los libros barrocos en dos
ocasiones: «El libro como espejo», Fragmentos, n.° 17-19 (1991), págs.56-63 y «Porta­
das barrocas de libros de fiestas valencianos», Millars (Colegio Universitario de Cas­
tellón), n.° 13 (1990), págs. 143-162.
28. Al respecto de retratos solares impresos, véase mi estudio, «El retrato áulico
y la iconografía solar. La imagen astral de los reyes hispanos durante el antiguo ré­
gimen», Millars. Espai i Historia (Universitat Jaume I, Castellón), n.° 19 (1996),
pág. 145-163.
29. Víctor Mínguez, Emblemática y cultura simbólica en la Valencia barroca (je­
roglíficos, enigmas, divisas y laberintos), Valencia, I.V.E.I., 1997, pág. 15. Una bi­
bliografía básica sobre la literatura emblemática hispánica la constituyen los si­

282
guientes trabajos: P. F. Campa, Emblemata Hispanica, An Annotated Bibliography
o f Spanish Emblem Literature to the Year 1700, Durham y Londres, Duke University
Press, 1990; R. García Mahiques, Empresas sacras de Núñez de Cepeda, Madrid,
Tuero, 1988; J. M. González de Zárate, Saavedra Fajardo y la literatura emblemáti­
ca, separata de Traza y Baza, 10, Valencia, 1985; J. M. González de Zárate, Emble­
mas regio-politicos de Juan de Solórzano, Madrid, Tuero, 1987; J. M. González de Zá­
rate, Horapolo. Hieroglyphica, Madrid, Akal, 1991; P. Pedraza, «Breves notas sobre
la cultura emblemática barroca», Saitabi (Valencia), n.° 28 (1978), págs. 181-192;
Fernando Rodríguez de la Flor, cit.; A. Sánchez Pérez, La literatura emblemática es­
pañola. (Siglos XVIy xvil), Madrid, S.G.E.L., 1977; S. Sebastián, Alciato. Emblemas,
Madrid, Altai, 1985; S. Sebastián, Emblemática e historia del arte, Madrid, Cátedra,
1995; y las actas de los tres simposios internacionales de literatura emblemática re­
alizados hasta el momento en nuestro país en Teruel (1991, publicadas en 1994 por
el Instituto de Estudios Turolenses), La Coruña (1994, publicadas en 1996 por la
Universidade da Coruña) y Cáceres (1996, en prensa).
30. Víctor Mínguez, Emblemática y cultura simbólica..., pág. 15 y 16.
31. Sobre la definición del emblema, de la empresa, del jeroglífico y demás va­
riantes, véase J. Gallego, Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro,
Madrid, 1972, págs. 25-32; P. Pedraza, «Breves notas sobre la cultura emblemática
barroca», Saitabi (Valencia), n.° 28 (1978), págs. 181-192; F. Rodríguez de la Flor, «El
género en sus formas», op. cit., pág. 52-57.
32. Y no es la fiesta el único espacio emblematizado, la repercusión de la litera­
tura emblemática en la cultura moderna es mucho mayor de lo que podemos intuir a
primera vista. Véase al respecto F. Rodríguez de la Flor, «La emblemática más allá
de los libros de emblemas», op. cit., págs. 73-78.
33. A. Egido, «La memoria y el arte narrativo del Persiles», Nueva Revista de Fi­
lología Hispánica, XXXVIII (1990), págs. 621-41.
34. Véase especialmente los trabajos de F. Márquez Villanueva, «La locura em­
blemática de la segunda parte del Quijote», en Cervantes and the Renaissance. Pa­
pers of the Pomona College Cervantes Symposium, Juan de la Cuesta, Easton, 1980,
págs. 86-112, y M. C. Alvarez, Ut pictura poesis: hacia una investigación de Cervan­
tes, Don Quijote y los emblemas, University Microfilms International, Ann Arbor,
1991. Estos y otros trabajos aparecen citados por F. Rodríguez de la Flor en el apar­
tado dedicado a la bibliografía emblemática cervantina, op. cit., pág. 73.
35. John T. Cull, «Heroic Striving and Don Quixote’s Emblematic Prudence»,
Bulletin of Hispanic Studies, n.° LXVII (1990), págs. 265-277, y «Death as the Great
Equalizer in Emblems and in Don Quixote», Hispania, LXXV, (1992), págs. 10-19.
36. Del contenido emblemático en la obra de todos estos autores se han realiza­
do diversos estudios. Una rica bibliografía de las investigaciones públicadas hasta el
momento sobre cada uno de estos escritores aparece recogida en F. Rodríguez de la
Flor, op. cit., pág. 389 y ss.
37. Cesar Hernández Alonso, Francisco Gómez de la Reguera. Empresas de los
reyes de Castilla y de León, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1990. Véase tam­
bién mi trabajo citado en nota anterior «El retrato áulico y la iconografía solar ...»,
pág. 149.

283
El artificio librario:
de cómo las formas tienen
sentido
E l is a R u iz

Cuando el coordinador de este simposio tuvo la amabilidad de in­


vitarme a participar en él, me propuso el tema y me encareció que lo
tratase desde una perspectiva global. Como es natural, yo he seguido
fielmente sus indicaciones, a pesar de que un planteamiento de tales
características resulta menos atractivo de elaborar durante la etapa
de gestación y, quizá, excesivamente escolar en lo que concierne a
la exposición de los resultados obtenidos. En mi descargo esgrimiré
algunas de las razones preambulares de Pero de Mexía, quien diri­
giéndose «al discreto y benigno lector» afirmaba textualmente que:

Haviendo gastado mucha parte de mi vida en leer y passar muchos libros, y


assí en varios estudios, parescióme que si desto yo havía alcançado alguna eru­
dición o noticia de cosas (que, cierto, es todo muy poco), tenía obligación a lo co­
municar y hazer participantes dello a mis naturales y vezinos». Un poco más
abajo el autor, consciente de la vastedad del tema abordado, explica que a su obra
la llamará «Silva de varia leción: porque en las selvas y bosques están las plan­
tas y árboles sin orden ni regla.1

Sentado este precedente, he de aclarar yo también el significado


que le otorgo al título de mi intervención. A través de su formulación
lingüística he querido dejar clara la línea de investigación seguida y,
asimismo, remedar las capitulaciones del período áureo, época en la
que dichos epígrafes florecieron por cuenta ajena al propio escritor.
En consecuencia, creo que resulta innecesario mencionar los prin­
cipios teóricos que me servirán de apoyatura.2 Simplemente re­
cordaré que mi intención es esbozar el estudio morfológico de los
dispositivos materiales que se encuentran en los libros. La forma
primigenia que los textos tuvieron en su día respondía a una estra­
tegia significativa, estrategia que no debemos olvidar so pena de mu­

285
tilar gravemente la comprensión del mensaje transmitido. Se trata,
pues, de un hecho experimental que afecta por igual al mundo del
manuscrito y al del impreso. En ambos campos se está trabajando
en tal dirección desde hace algunos años. El número aún reducido de
monografías sobre aspectos concretos me obliga a expresar mi más
profundo convencimiento de la provisionalidad de cuanto yo afirme,
en tanto no dispongamos de una bibliografía abundante que nos sir­
va de respaldo para trazar una visión del problema en las coordena­
das espacio-temporales de estas jornadas.
Tal vez nos ayudará a aclarar las ideas visualizar el enunciado
del problema (véase el cuadro 1). Los elementos que configuran esta
ecuación son transparentes. El primer parámetro consiste en el
mensaje de un escritor cuya elaboración responde a la lógica de la
creación. En el proceso de gestación de una obra hay una fase de es­
tructuración del contenido. El producto en estado de articulación
representa la intentio auctoris.3 El segundo término es un canal (o
cuestión qua) en el que cabe distinguir unas señales, en forma de
signos alfabéticos, y un medium o soporte físico de los mismos. El
tercer factor representa el proceso de transmisión: la realización
manuscrita del autor solía ser «sacada en limpio», según la feliz
expresión generalmente utilizada, por un amanuense, quien inter­
pretaba el original y le otorgaba una presentación material que faci­
litase su conversión en letra impresa. En realidad, estos procedimien­
tos permitían la manifestación visual del concebimiento mental. La
manipulación de signos y soportes materiales dependía de una lógi­
ca de la invención y, por tanto, se puede seguir su trayectoria evolu­
tiva diacrónicamente. Pues bien: las formas sucesivamente adopta­
das son portadoras de un significado. Esto constituirá nuestro
primer objetivo. El segundo será reconstruir el iter de determinadas
prácticas que se han ido desarrollando con el tiempo y que morfo­
lógicamente han incidido sobre el ejemplar resultante. La suma de
los dos aspectos mencionados constituye un conjunto de datos va­
riopintos y modificadores que operan sobre el contenido verbal pri­
migenio. El efecto de esa acción es lo que denominamos «artificio
librario».4
Comenzaremos por analizar los hechos relacionados con los nive­
les gráficos o plano significante que se aprecian en la versión impre­
sa de la creación de un autor (véase el cuadro 2). Por tratarse de ma­
nifestaciones que afectan a la superficie del mensaje tal vez sería
oportuno englobarlas bajo el nombre genérico de «fenotexto», para di­
ferenciarlas de las realizaciones lingüísticas o formas de expresión
literaria. En primer lugar consideraremos los caracteres móviles. La

286
elaboración gráfica responde al concepto de «geometría variable»: en
cada situación escrituraria el ejecutante, de acuerdo con la finalidad
de su producto, practicaba una elección entre los diversos elementos
disponibles. Ciertamente, el universo del libro mecánico no creó for­
mas específicas innovadoras. El advenimiento y la difusión del ars
scribendi artificialiter contribuyó a arruinar algunos de los niveles
de la arquitectura manuscrita. De hecho, el sistema gráfico castella­
no, tan articulado y significativo a fines del siglo XV, fue perdiendo
terreno progresivamente conforme la tipografía lo iba ganando. De
nuevo se tendió a una solución bipolar. Las letras de molde replan­
tearon el esquema de la distribución funcional de manera simple: ca­
racteres góticos versus caracteres romanos, es decir, el modelo crea­
do por los humanistas. La coexistencia de dos clases de letrerías
durante casi un siglo favoreció la introducción de un principio de es­
pecialización entre los diferentes estilos, fenómeno que no se obser­
va en las creaciones impresas de la primera época, cuando se prac­
ticaba un uso indiscriminado de las familias gráficas. Las formas
góticas en su modalidad fracturada se identificaron con la produc­
ción latina eclesiástica o académica; la variedad menos angulosa,
llamada gótica redonda, se utilizó primordialmente para las obras li­
terarias en lengua vernácula; por último, los caracteres romanos se
reservaron para los textos transmisores de nuevas corrientes de
pensamiento. Esta serie se completó con la imitación del modelo ma­
nual llamado escritura humanística inclinada o cursiva. Su primera
versión en letras de molde fue obra de Francesco Griffo en torno al
año 1501. Pues bien: en 1528 Cromberger -profesional vanguardista
junto con Eguía- ya se sirve de esos caracteres itálicos en la Penín­
sula Ibérica. El panorama empezó a desdibujarse a mediados del
Quinientos. Las formas góticas quedaron a la zaga de sus rivales,
siendo sus últimos bastiones algunas ediciones de obras literarias en
lengua vernácula, hecho significativo en lo que respecta al modo de
recepción y de valoración social de esa producción. La distribución
apuntada de los tipos de letrerías responde a un planteamiento teó­
rico más que a unos usos reales. En la praxis cotidiana estos criterios
no se observaron siempre por razones diversas. En cualquier caso, el
proceso evolutivo de las letrerías romanas y su posterior hegemonía
condujo a una contaminatio programática entre epigrafía y arte li­
braria. Con el tiempo, las capitales latinas y las minúsculas de as­
cendencia Carolina se hermanaron y fueron consideradas como si es­
tuviesen genéticamente unidas, relación que llega hasta nuestros días.
A fines del Quinientos se había consumado la tendencia a la unifica­
ción gráfica, hecho episódico que, no obstante, refleja las directrices

287
político-culturales dominantes. Sin embargo, en el sector de la pro­
ducción manuscrita se continuó con la tradición del multigrafismo
hasta fines del siglo XVI. Tal conclusión se desprende, entre otras razo­
nes, de la lectura del tratado de caligrafía publicado por el maestro
Francisco Lucas en el año de 1580,5quien nos enumera los seis estilos
de escritura practicados. Pues bien: un par de ellos vienen a través de
la imprenta, lo cual nos indica unas corrientes de ida y vuelta entre
ambas técnicas de reproducción textual. En efecto, las formas mecáni­
cas imitaron a las manuales; luego las manuales se inspiraron en las
mecánicas. Por lo general, cuando se confiaba un escrito a la tipogra­
fía, se eliminaba después la fuente manuscrita. Esta práctica dificulta
en la actualidad conocer la auténtica creación atribuible al autor.
Conviene subrayar que el nuevo procedimiento no supuso una eli­
minación del método tradicional. En realidad, en esta época coexis­
tían tres sistemas de comunicación verbal: el oral, el manuscrito y
el impreso. La elección de una u otra vía para la difusión social de los
mensajes es un fenómeno cuyas razones convendría estudiar en
profundidad.
En resumen, la implantación del sistema gráfico propio de la im­
prenta trajo consigo una simplificación o, si se quiere, un empobreci­
miento del espectro escriturario. Este hecho favoreció la formación de
un canon gráfico. Las letrerías podían ofrecer distintos tamaños o di­
ferenciarse por mínimos detalles introducidos por los grabadores de
los punzones, pero poco más. A pesar de ello -o quizá por ello- se fue
estableciendo una tipología de los cuerpos de las letras en función del
contenido de los textos, como revela la propia nomenclatura recogida
en el cuadro 2. El interesante y precursor tratado de Alonso Víctor de
Paredes, titulado Institución y origen del Arte de la imprenta,6 pro­
porciona datos complementarios en tal sentido. Igualmente resulta
ilustrativo observar la distribución del registro de las mayúsculas. Su
uso se va incrementando con el paso del tiempo, lo cual nos indica un
cambio en la concepción de la elegancia y de la cortesía en la sociedad
del Antiguo Régimen. El estudio de la evolución morfológica de las
iniciales es asimismo otro apartado de evidente interés. En él conflu­
yen las limitaciones técnicas, las ideas estéticas y las corrientes ideo­
lógicas. Véase la figura 1, donde quedan representadas la tradición
manual en grado cero (a); el gusto arcaizante (b) y el espíritu contra-
rreformista (c). El sistema abreviativo y las letras ligadas se traspa­
saron en la primera época a la tipografía. Según la naturaleza del tex­
to, se recurría más o menos a este procedimiento compendiario. En
ello influía el peso de la tradición y, sobre todo, la exigencia técnica de
ajustar las líneas en el componedor.

288
289
El camino de la normalización afectó a los significantes visuales y,
también, a los usos de los mismos. Unos hábitos ortográficos se habían
observado con regularidad en el ámbito del latín, pero no se practica­
ban apenas en las lenguas vernáculas. Los oficiales de las imprentas
fueron estableciendo, con mayor o menor fortuna, unas reglas que con­
tribuyeron a uniformar el empleo de grafías, separaciones de palabras
y signos en general. Los criterios aplicados en parte se veían condicio­
nados por razones técnicas (distribución del espacio, materiales dispo­
nibles, etc.). Tales medidas facilitaban la aprehensión visual del len­
guaje. Estos aspectos han sido juzgados hasta aquí como subalternos
por algunos investigadores; prueba de ello es la oscilación reinante en
su tratamiento. El único campo que ha merecido atención es la cues­
tión ortográfica, quizá debido a razones ideológicas. En cambio, los cri­
terios aplicados en materia de puntuación han interesado menos, a
pesar de su incidencia en la correcta interpretación del mensaje escri­
to. Esta actitud contrasta con el parecer de los usuarios, quienes tu­
vieron en su momento clara conciencia de las mejoras introducidas por
la tipografía en este campo. Quedan bien reflejadas en las siguientes
palabras del bachiller Villalón, datadas en 1539:

¿Pues, quánto excedemos a los antiguos en aver hallado tanta perfeción y po-
lideza en las emprentas de la Ytalia, Basilea y Francia, y en España, Alcalá?
Aquella letra tan cortada y tan limpia que inventó Aldo Manucio y Juan Froue-
nio, y la excelencia de su secaz, Sebastián Gripho, y Miguel de Guía en Alcalá;
aquella perfeción y correción de los libros, con tantos colus, comas, paréntesis, acen­
tos, puntos y cesuras, en tanto que casi nos dan a entender las escripturas sin
preceptor.7

Ciertamente, en el siglo XVI se conocían todos los signos hoy vigen­


tes, pero los principios que determinaban su utilización no siempre
coincidían con los nuestros. Como es sabido, la puntuación indicaba
pausas y tonos; era, pues, una práctica de inspiración retórica, por
cuanto heredaba una tradición de lectura interpretativa en voz
alta. Incluso es posible que determinados signos, tales como calde­
rones, manecillas, hojas de hiedra, etc. tuviesen una función métri­
ca y una finalidad modulatoria en obras de carácter poético, al igual
que había acotaciones en tal sentido en algunos manuscritos litúr­
gicos.8 El seguimiento de su transformación en un recurso sintácti­
co -tendencia quizá perceptible en el siglo x v i i i - revelaría los cambios
producidos en las maneras de apropiación del texto. No obstante,
conviene recordar que entre los profesionales de la letra de molde se
solía practicar una ley no escrita, consistente en reproducir literal­
mente -a plana y renglón- el texto impreso por un predecesor. El

290
hecho hay que tenerlo en cuenta a la hora de establecer dataciones
aproximadas de fenómenos gráficos. Como contrapartida, esta nor­
ma facilita en la actualidad la elaboración de un stemma mediante
cotejo de ejemplares de distintas ediciones.9 Otras diferencias resi­
dían en los hábitos practicados para señalar las inserciones intra-
textuales o citas que, desde antiguo, se indicaban mediante la aposi­
ción de unas comillas colocadas marginalmente a lo largo de todo el
pasaje intercalado; y en la falta de un dispositivo gráfico para mar­
car el paso del estilo indirecto al directo. En efecto, carecían de una
manera visual para expresarlo. Esta limitación entorpecía enorme­
mente la lectura y seguimiento de los intervinientes en un diálogo.
El recurso de incluir formas verbales de inciso y de poner abreviado
el nombre del personaje no era la solución idónea. Basta con leer los
dos fragmentos de la figura 2, procedentes de la Tragicomedia de
Calisto y Melibea y del Quijote, para hacerse cargo de la incomodi­
dad que suponía la aglutinación de secuencias gráficas. El texto clá­
sico era un enunciado único y seguido. La sensación de impersona­
lidad estaba producida por el discurso ininterrumpido. Si añadimos
un guión previo que indique la transición a otro narrador y un final
de línea en blanco tras cada parlamento, habremos llegado a la
práctica actual. Mas la raíz del problema era conceptual, pues la raya
existía e igualmente se conocía la posibilidad de dejar el final del
renglón en blanco, pero esta separación era impensable. De ahí que
el paso tardara en darse. Los novelistas del siglo XVIII empezaron a
abrir el texto tipográficamente mediante la alternancia de fuentes:
caracteres romanos versus itálicos. Estos últimos se empleaban en
las réplicas de los interlocutores. Por esta vía se introdujo una je­
rarquía de las voces, y la modalidad gráfica cursiva empezó a deno­
tar un nivel secundario o un uso peculiar, uso que llega hasta nues­
tros días.
El trazo semántico es la unidad de representación del «fenotexto»
o superficie gráfica. Pero, como acabamos de ver, el libro hay que leer­
lo tanto en la mancha como en los blancos. Esta afirmación nos lle­
va a considerar las modalidades materiales de distribución del espa­
cio que llamamos «página». La tradición secular manuscrita había
establecido ciertas formas canónicas. La columna, de una extensión
aproximada a la ocupada por un verso hexámetro, era la disposi­
ción más antigua, ya que procedía de la tipología libraría en forma de
rollo. La colocación de dos o más columnas en el interior de una pla­
na exigía habilidad por parte del componedor. Este trabajo resultaba
aún más arduo si se quería reproducir el modelo de página glosada,
llamada técnicamente quinque supra, es decir, un texto principal cen-

291
292
trado y un comentario que lo enmarcase por los cuatro costados. Las
dificultades técnicas que encerraba esta modalidad aplicada al mun­
do de la imprenta aconsejaron modificar el planteamiento originario
y transformarlo en otro compuesto por un texto base desplazado ha­
cia la izquierda y un comentario situado en los tres márgenes libres.
Esta presentación de la caja -en sus dos variantes- significaba que el
autor transmitido era una auctoritas, bien en el terreno religioso o
científico. Por ello cuando se le otorgaba esta forma gráfica a un tex­
to se connotaba que el contenido de la obra era tenido por magistral
en la doble acepción del término (véanse las figs. 3 y 4). Así, por ejem­
plo, los Triunfos de Petrarca merecieron el honor de una edición con
las características de un autor clásico cuando vieron la luz en 1554 en
una versión castellana. Esta sensación se reforzaba mediante el em­
pleo de una letra itálica, la fuente que Aldo Manuzio consagró en sus
bellísimas ediciones de los autores grecolatinos. Por contraposición,
hasta bien entrado el Quinientos, el texto que discurría a línea tirada
o a doble columna se interpretaba como una obra menos valiosa des­
de el punto de vista doctrinal.
La distribución de los formatos de los ejemplares, en consonan­
cia con su contenido y función,10no entra dentro del apartado de los
aspectos gráficos, pero lo incluiremos aquí por su relación con la
cuestión precedente. El dominio de la técnica tipográfica se tradujo
en una tendencia hacia la manufacturación de libros portátiles gra­
cias a sus dimensiones, fenómeno que se observa a lo largo del siglo
XVI. Cabe suponer que manejabilidad y uso frecuente eran notas
que distinguían a los volúmenes de estas características materiales.
El tratado de Paredes citado aporta algunas noticias: según mani­
fiesta el autor, el tamaño en folio era el preferido para la tratadísti-
ca religiosa o científica; el plegado en cuarto fue el más corriente y
universal en cuanto a materia; el dieciseisavo se usaba mucho para
libros de devoción; las medidas siguientes, para «Horitas pequeñas»
y minúsculos Evangelios respectivamente. Como se puede observar,
la escala decreciente coincide con la temática religiosa, lo cual nos
ilustra sobre una posible demanda de lectura de esta materia en la
época contrarreformista. De todos modos, mientras que no dispon­
gamos de estudios cuantitativos es arriesgado pronunciarse en tal
sentido.
Por último, los sistemas de referencia utilizados en los manus­
critos, tales como reclamos, signaturas, foliación y títulos corrien­
tes, también fueron incorporados al libro impreso y se conservaron
como medios de estructuración de los ejemplares. De ahí que la ob­
servación de los criterios aplicados a estos efectos junto con los mo-

293
294
tivos decorativos (frisos, plecas, filetes, viñetas, floroncillos, etc.)
puedan servir de elementos de identificación local y cronológica de
obras concretas, ya que los usos tipográficos difieren geográfica­
mente en estos puntos.
Hasta aquí hemos analizado fenómenos relacionados con los ni­
veles gráficos o plano significante, es decir, aspectos que formarían
parte del concepto de tipografía expresiva o estética tipográfica. A
continuación vamos a abordar el estudio de otros elementos suscep­
tibles de ser portadores de un sentido, para referirnos a los cuales
nos serviremos de la expresión genérica de «paratextualidad», siguien­
do una terminología que ha sido utilizada por algunos lingüistas,
aunque con un valor algo distinto del que nosotros le conferiremos
aquí. En consecuencia, bajo tal nombre englobaremos aquellos adi­
tamentos atingentes al escrito básico. El desarrollo de estas prácticas
adventicias hay que detectarlo desde sus orígenes, esto es, partiendo
siempre de los usos manuscritos, pues la estructura de un ejemplar
refleja siempre una estratigrafía arqueológica que no se debe igno­
rar. La experiencia adquirida en trabajos de catalogación de códices
me ha hecho ver la importancia de estudiar estas adiciones que, a
modo de excrecencias, se van aglutinando en torno a una obra dada.
En realidad, constituyen un campo privilegiado para estudiar desde
una orientación sociológica el proceso gráfico en todos sus niveles, in­
cluyendo la dimensión pragmática de la obra. Si se examina el pro­
blema desde una perspectiva de larga duración, se aprecia una pro­
gresiva tendencia hacia el desarrollo de tales elementos. La unidad
de enunciación que convencionalmente denominamos «obra» era
un núcleo discursivo en el que desde antiguo se ponía el acento. Lo
importante era el mensaje. Los límites espaciales del mismo se indi­
caban a veces con expresiones estereotipadas del tipo: «Aquí comien­
za...» o «aquí fenesçe la historia...». Estas eran las fronteras natura­
les. En efecto, el incipit constituía el grado cero del título y además
era -y es- el referente más fiable para la identificación de un texto.
La autoría y el expediente de una fórmula global alusiva a la ma­
teria tratada eran informaciones posibles, pero no necesarias. El
hecho de que estos dos datos opcionales se convirtiesen en impres­
cindibles marca el profundo cambio operado en la manera de conce­
bir el libro. La línea evolutiva que describe esa transformación dibu­
ja una trayectoria cargada de significado: hemos pasado del autor
como mero intermediario de un don divino a la idea de personaje car­
gado de auctoritas, o bien dotado de facultades fabuladoras y discur­
sivas, hasta terminar en cierto momento histórico en un sujeto de
obligada mención por su responsabilidad ante la ley.12 En realidad,

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296
se advierte que el ejemplar siempre fue concebido como una Casa de
la Memoria: quien penetraba en ella accedía a otro universo en vir­
tud del simbolismo establecido entre el Libro y la Naturaleza. Lo
único que ha ido variando ha sido el plano del recinto. En los inicios
había un solo ámbito. Luego, fueron proliferando cámaras adyacen­
tes hasta llegar a la planta laberíntica, típica de la mentalidad con-
trarreformista, donde se conjugan los valores estéticos con las dispo­
siciones legales y las exigencias sociales. Sin duda alguna, el punto
culminante de complejidad se alcanza en el siglo XVII.
A finales del Cuatrocientos el itinerario comenzaba por la portada,
primer elemento que se encuentra en la mayoría de los impresos. Su
nombre en castellano ya es elocuente. Metafóricamente nos sitúa en
el umbral del texto que nos disponemos a transitar. Los estudiosos
del libro en caracteres móviles convienen que es una invención tardía
ya que los incunables más antiguos carecían de tal elemento liminar.
Aunque esta afirmación sea sustancialmente cierta, hay que decir
que la idea de portada o página titular viene de muy atrás. Véase, por
ejemplo, la figura 5 que reproduce la carátula que encabeza las Eti­
mologías de San Isidoro en el ms. 25 de la Real Academia de la His­
toria. Se trata de una versión realizada en el siglo X. El módulo de las
letras, su distribución y el contenido del mensaje no dejan lugar a du­
das sobre los fines perseguidos por parte del copista que ejecutó esta
hermosa composición. Incluso se percibe un tufillo propagandístico
en favor de la obra -que perdurará en siglos venideros- al afirmarse
que el lector encontrará en ella todo lo que busca. No se trata de un
ejemplo aislado. Por tanto se debe razonar que el camino ya se había
iniciado en épocas pretéritas, pero que la solución ofrecida no se ge­
neralizó hasta fines del siglo XV. Una muestra entre mil: la figura 6,
donde se ha elaborado una portada xilográfica muy próxima a la con­
cepción manuscrita primigenia. Sin lugar a dudas, el estudio de este
elemento a lo largo de la historia del libro constituye una de las ver­
tientes más fértiles para observar la significación de una obra en un
momento determinado y la evolución producida en el proceso de re­
cepción de la misma. Un caso bien transparente se encuentra en la
producción dramática atribuida, en parte, a Fernando de Rojas. El
nombre titular primitivo fue Comedia de Calisto y Melibea,13 En la
versión de veintiún actos, Rojas argumenta las razones que le lleva­
ron a cambiar este nombre genérico en Tragicomedia. La innovación
aparece registrada en la traducción italiana de 1506. Idéntica acuña­
ción se encuentra en castellano a partir de 1507 en las sucesivas por­
tadas (fig. 7). Poco a poco se introducirá una modificación. El nombre
de Celestina ocupará el primer puesto seguido de una disyuntiva que

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loeengañoe q ellan encerrados
en feruíenteey alcabuetae*
jg^nucuanié.c añadido el tratado γ fÈmm
p ù £ r & 1f o î ruoa»paiîçrcs.TB«citainctcbyfloM9 doJ
Fig. 7: Tragicomedia de Caliste y Melibea, Toledo, R. de Petras, 1526.

298
contendrá la forma tradicional. Quizá la influencia del teatro de los
humanistas favoreció la denominación centrada en el simple nombre
propio. De ahí que se inicie una tendencia a reducir el título al apela­
tivo de la meretriz, es decir, «Celestina». Así la citan Vives, Guevara
y Juan de Valdés. Luego, triunfará bajo la acuñación vulgarizada de
La Celestina. Como tal se ha conocido y reeditado durante siglos, has­
ta que el hispanista Peter Russell recuperó la dicción antigua en
1991. La restitución supone una mayor fidelidad de tipo histórico,
pero también un deseo de subrayar la aportación genérica de Rojas y
de poner el acento en los amores desdichados de la joven pareja de
amantes a expensas del protagonismo otorgado por los lectores y la
crítica al personaje de la alcahueta, la cual focalizaba la atención del
futuro degustador del texto desde el momento en que la vista se dete­
nía en una portada que magnificaba su nombre.
El caso precedente es particularmente complejo. Pero aun en los
más sencillos, las formas tienen un sentido. Si comparamos las por­
tadas de las tres primeras ediciones conservadas del Lazarillo de
Tormes, 14 publicadas en el mismo año, veremos que, a pesar de ser
coetáneas, las elaboraciones peninsulares se caracterizan por su ar­
caísmo frente a la creación realizada en los Países Bajos (véase la
fig. 8). El empleo de caracteres góticos, orlas y escenas xilográficas
y la propia concepción del esquema compositivo difieren de la terce­
ra opción, que rezuma modernidad. Las letrerías romanas, su dis­
tribución, el empleo de la marca del impresor y la ausencia de ilus­
tración hablan de un nuevo lenguaje tipográfico. A nuestro juicio, la
disparidad de tratamiento probablemente dependió del tipo de pú­
blico a quien se dirigían tales ediciones, pues en ese mismo año
también se confeccionaban en nuestra geografía obras similares al
ejemplar antuerpiense en lo que se refiere a adelantos técnicos (véa­
se la fig. 9). Por tanto, la valoración de las piezas no se debe esta­
blecer únicamente en función de corrientes artísticas ya que éstas
se solapan con otros intereses.
El siguiente elemento paratextual es la secuencia introductoria de
la propia obra, a la que denominaremos «Prólogo» de manera genéri­
ca. La antigüedad del procedimiento está garantizada. En los ma­
nuscritos en latín cabe distinguir entre la «epístola nuncupatoria»
-en virtud de su clara estructura diplomática- y la pieza preambular,
susceptible de ser llamada con distintos nombres. En lengua verná­
cula se desdibujan a veces los contornos, de tal manera que la clasi­
ficación resulta algo artificial, como se puede apreciar en el clásico es­
tudio de Porqueras Mayo.15 En cualquier caso, los datos deparados
por tales adiciones suelen ser del mayor interés en lo que atañe a

299
300
nuestras investigaciones, pues contienen observaciones de tipo téc­
nico y explicaciones sobre la presentación, estructura del producto
ofrecido para su degustación, y modo de recepción aconsejado.
En este ámbito se establecen relaciones entre el autor o el trans­
misor y el destinatario. La afectividad y el gusto por lo popular de­
terminaron el importante desarrollo alcanzado por estas muestras
en la literatura áurea peninsular. Aquí el lector será acogido por
unas fórmulas, generalmente de salutación, que le darán paso al
sancta sanctorum del texto principal.16 En el Quinientos estas se­
cuencias se diversifican: como emisor encontraremos al propio au­
tor, al traductor o al impresor. Hay, pues, un manifiesto deseo de
atracción, un movimiento apelativo que parte desde dentro del libro
hacia afuera. Los destinatarios suelen ser una alta personalidad en
primer término y, luego, el lector. Las piezas enderezadas a este po­
tencial usuario son un auténtico filón. Oigamos la voz de un autor,
Malón de Chaide, el cual, con estilemas eclesiásticos amonesta en el
Prólogo a su interlocutor con estos razonamientos:

Hijo, por tu vida, que te contentes con lo que yo aquí te dexo escripto. No bus­
ques más, que no sacarás sino cansancio. No te vayas tras cada novedad, ni hue­
les tras cada libro que saliere, que nunca acabarás, porque faciendi plures libros
nullus est finis. Es el ingenio humano tan amigo de rastrear y sacar cosas nue­
vas que jamás descansa ni halla término adonde pare. Y assí, o procura de bus­
car cosas nuevas o, si no lo son, haze que el estilo de dezillas lo sea, y con esto
cada qual quiere hazer un libro [...] como si nuestra gastada naturaleza, que de
suyo corre desapoderada al mal, tuviera necessidad de espuela y de incentivos
para despertar el gusto del pecado, assí la cevan con libros lacivos y profanos,
adonde, y en cuyas rocas se rompen los frágiles navios de los mal avisados moços
y las buenas costumbres [...] padecen naufragios y van al fondo, y se pierden y
malogran: porque ¿qué otra cosa son los libros de amores, y las Dianas, y Bosca-
nes, y Garcilasos, y los monstruosos libros y silvas de fabulosos cuentos y menti­
ras de los Amadises, Floriseles y don Beleanís, y una flota de semejantes porten­
tos como ay escriptos? [...] ¿Qué ha de hazer la donzellita que apenas sabe andar
y ya trae una Diana en la faldriquera? [...] ¿Cómo dirá Pater noster en las Oras
la que acaba de sepultar a Píramo y Tisbe en Dianal ¿Cómo se recogerá a pensar
en Dios un rato la que ha gastado muchos en Garcilaso? [...] Allí se aprenden las
desembolturas, y las solturas, y las bachillerías, y náceles un desseo de ser ser­
vidas y requestadas, como lo fueron aquellas que han leÿdo en estos sus Flos
sanctorum, y de ahí vienen a ruynes y torpes imaginaciones, etc.17

La lectura de la secuencia completa nos proporcionaría un vivi­


do retrato de la difusión social de ciertos autores y obras a fines del
siglo XVI. En otro pasaje se denuncia la poca atención prestada por
los autores a los no leyentes. Salas Barbadillo de manera vigorosa lo
expresa así en el lema de su Introducción:

301
A los que leyeren, y también a aquellos que escucharen leer a otros, que es
una gente con quien hasta agora no han hablado los prólogos, y ha sido una muy
prologona descortesía.18

Sin duda, es un buen testimonio de lo que el profesor Chartier


llama «indicios de oralidad». Por otra parte, el impresor de una obra
histórica de Bernardino de Mendoza nos advierte que ha

trabajado de poner algunas márgenes [ladillos] en el libro y hacer una tabla dé­
lias y de otras cosas notables, para que se pueda con las dos cosas y la división de
capítulos, señalados a la margen, hallar con más facilidad lo que se dessea leer,
siguiendo en esto la impression francesa que se hizo de este libro en París.19

Creo que tales muestras evidencian la fertilidad informativa del


género de pieza preambular. Estos elementos junto con las dedicato­
rias desempeñan una función conativa que surge desde el propio
ejemplar hacia el exterior; un movimiento en sentido contrario que­
daría plasmado en las composiciones laudatorias y en los prólogos
ajenos, a través de los cuales se practicaba un precursor y sofisticado
sistema de marketing del libro al igual de lo que ocurre hoy con las
noticias incluidas en solapas y fajas. Las invocaciones y los lemas
completan la serie de las secuencias previas, por cuanto aquí no con­
sideraremos los preliminares legales por falta de espacio. No obstan­
te, querría subrayar el enorme interés de estas piezas documentales,
que reflejan la acción del poder sobre la escritura. Por ejemplo, nos
desvelan aspectos ideológicos, socio-económicos e, incluso, relaciona­
dos con el mundo de la marginación y de la beneficencia. Se encuen­
tran Privilegios en los que se especifican la aplicación de los ingresos
obtenidos por la venta de las obras. Por ejemplo, las ganancias pro­
ducidas por La conversión de la Magdalena habrían de destinarse:
«al Colegio de la Orden de San Agustín que está en la Universidad de
Alcalá por ser muy pobres».20O bien el conflictivo caso de la Gramáti­
ca latina o Arte de Nebrija. Por Real Cédula de Felipe II se dispuso
que este tratado fuese el único que se leyese en las universidades, es­
cuelas y estudios de sus reinos.21 Los beneficios económicos deberían
ayudar al sostenimiento del Hospital General de Madrid. Esta medi­
da trajo consigo reformas en el contenido de la obra, protestas de do­
centes contra el libro y los Privilegios, ediciones fraudulentas, la im­
plantación de una anticuada metodología de enseñanza de latín y otras
vicisitudes, cuyo estudio justificaría una monografía.
La siguiente categoría comprende aquellas adiciones que versan
sobre el propio texto con el fin de aclarar su significado o completar­
lo. Por tal motivo podríamos hablar de elementos específicamente

302
metatextuales. Aquí tendrían cabida los títulos internos, los comen­
tarios o glosas de cualquier naturaleza, las correcciones, las notas
(bien sean ladillos o a pie de página), las ilustraciones y los apunta­
mientos manuales de usuarios. Conocemos por múltiples testimo­
nios la intervención de personas distintas del autor -en la mayoría
de los casos copistas, componedores, correctores, etc.- en materia de
puntuación y distribución del texto mediante la inclusión de títulos
internos.22 Con este nombre designaremos las rúbricas, capitulacio­
nes y epígrafes varios que se han ido incorporando al cuerpo de la
obra. Esta práctica es también ancestral. El amanuense aplicaba
con frecuencia un principio de organización del texto según su mejor
entender. En este campo tenía libertad de acción. El proceso de ra­
cionalización de los medios aplicados para una mejor intelección del
enunciado alcanzó un momento de esplendor en el siglo XIII gracias a
los distintos procedimientos creados por los dominicos para facilitar
la consulta de obras de gran extensión y difícil manejo. La ordena­
ción del material supuso el establecimiento de criterios de sistemati­
zación, los cuales actuaban como puntos articulatorios para una me­
jor comprensión y memorización del mensaje.28 Tales usos fueron
luego desarrollados por los tipógrafos, quienes sentían la necesidad
de convertir el fruto de su trabajo en un producto inteligible y, por
tanto, legible. La ausencia, modificación o presencia de dichos tí­
tulos internos marcan distintos momentos en la historia de la recep­
ción de los textos. Generalmente no proceden del autor y, en conse­
cuencia, son susceptibles de orientar la interpretación del contenido
en una dirección distinta de la voluntad primigenia.
Otro aspecto capital es el de las erratas.24 En el siglo XVI existía
la figura de un corrector general, encargado de comprobar la exac­
titud de lo publicado respecto del texto autorizado. Tales fueron,
por ejemplo, Vázquez de Mármol o Murcia de la Llana.25 Pero al
margen de esta misión fiscalizadora había correctores particulares,
a veces el autor, el componedor o un revisor del taller, en quienes
recaía la responsabilidad de evitar las faltas accidentales o sustan­
ciales. Estos últimos trabajaban al tiempo que se iban imprimien­
do los pliegos. De ahí toda la problemática de los distintos «estados»
que se encuentran en las ediciones.26 En esta ocasión no podemos
tratar este tema, limítrofe con la crítica textual, pero hay que indi­
car la extrema importancia de tales intervenciones por su capa­
cidad de transformación del mensaje original.27 Una muestra: Her­
nando de Hoces, traductor de Petrarca, aclarará todo el proceso de
revisión del ejemplar, e incluso esbozará una protesta de fe, cuando
confiesa:

303
Fig. 10: Crónica del serenissimo rey don Juan II, Logroño, A. Guillén de Brocar, 1517, lámina que
precede a la crónica.

304
Sería cosa possible, que por descuydo mío, o poco cuydado del escriptor que
sacó en limpio esta traduction, fuesse en ella alguna palabra, a quien con mala
intención se le pudiesse dar no buen entendimiento: y aunque yo no la he podido
hallar en dos o tres vezes que he tornado a reveer este libro, ni el señor maestro
Alexio Vanegas la halló en una que por mandado del Príncipe, nuestro señor, le
miró, todavía digo que, si en este caso uviere alguna cosa digna de enmienda, el
benévolo lector la quite, porque con ella no se inficione lo demás, pues mi inten­
ción fue en esto - y será en todo lo que escriviere, hablare, y pensare- seguir y
creer aquello que nuestra Iglesia Cathólica cree, etc.

En la fe de erratas añadida al pliego anterior se insiste:

Ha procurado el traductor de enmendar las [faltas] que quedaron, assi quan­


do se escrivió en limpio para salir de su poder, como después en la impression, a
causa de ser la primera, y estar el original de no muy buena letra.28

La ilustración es un capítulo de excepcional valor en lo que se re­


fiere a la interpretación del sentido de una obra.29 El artesano que
realizaba este cometido descodificaba el lenguaje verbal y lo conver­
tía en icónico. El traslado podía hacerse respecto de la literalidad del
mensaje de manera rigurosa, neutra, personalizada, laxa o sencilla­
mente inconexa. Aveces la relación entre texto e imagen no es inme­
diata. Así, por ejemplo, la bellísima lámina de la figura 10, que se en­
cuentra en la edición de Guillen de Brocar de la Crónica de Juan II,
está inspirada en el plan iconográfico transmitido por Alonso de Car­
tagena en su Genealogía de los Reyes de España. En ella eran retra­
tados todos los monarcas relacionados con la Corona de Castilla, in­
cluidos los soberanos visigodos. En cambio, las ediciones impresas
de la obra del famoso obispo de Burgos carecen de toda la serie ilus­
trativa, a pesar de que es mencionada reiteradamente en el texto.30
Tal vez dificultades técnicas y económicas motivaron la eliminación
de este complemento del original en las sucesivas impresiones. Un
caso bien particular se encuentra en la figura 11: el autor de la xilo­
grafía no ha traducido con exactitud la acción del texto en la imagen.
En concreto, ha desplazado la caña hacia un orificio natural que no
es precisamente el requerido en la fábula, esto es, las «postrimeras
partes». No sabemos si se trata de un lapsus freudiano, un gesto pu­
dibundo o una simple distracción.
Los cuadros sinópticos, los esquemas, los planos, etc. consti­
tuyen otras manifestaciones emparentadas con las anteriores.
Conviene observar que durante la centuria del Quinientos se pro­
dujo una hipertrofia de la imaginación visual, fenómeno que
enlazará con el movimiento barroco. Los ejemplos están en la men­
te de todos.

305
fegundfc ..XVI
qría:llamo lalabueñarp mádo le oefœder baso a \mpalacio fingíédo l?auer fe
oluidado algo q mucfco valía:yen Sfcédíédo bajo la oóídla.la feñoza muy apf
furadaméte tomo vn pedazo be cana fcoiadadaa boa gter.'f Ι?ίηφίο la be pol/
uoega m a ta n t pufo albauéturado o txnmía elvn cabo beta caña enlae pe/
ftrúnerae Qtesbe fu gfona: poaq fopUeo po: la otra gte bda caña con la boca

Xam alid an e i
da fin pena.

leecbafe aqlloe poluo» moualea oétro oci cuerpo ? le mataflea fin que noDíef
íe fue am oue empacho en fu criada be barfu perfona a quantos vimeflen: co/
1a caña ¡53
mo folia Ijaser.y acaefdo q como ella tuuídFe ya eiila boca el cabo í5
foplanel mancebo q era fin culpa burmiêdo: cepellío fuera Deft po: aql mefmo
iugar vita grade vétofídad:la nierça bda ql ed?o loe poluoo berro eiila garga
ta vpotlae naríjee ala feñotaibe fozma q cayo muerta cnpfenda bel permita*
ú o .C C o m o fu e be mañana d frfo I?ób:e pfiguío fu camino p o: bufear fu la/
drom? Uego ala noetje en lugar bode mo:aua vn ηηιφο fu amigo:'? apelé*
to fe cóel.Él ql mádo a fu muger/q pues el no podía aqlla noclje qdar en fu a
fa:po: (?ajcr fcw a a a q l fu amigo Ijamitaño. q día lo Çôirafievlo fírukflc co.
mo cóuenia a reh'giofo De fama ta fíngulanca el le era en mud?o cargo.partído
el Ijuefpedila muger q tenía fue ínedlígcdae y amozce có otro/llamo ala mu *
ger be vn fu vesino barbero:q era la medianera be fueamo:e8:y rogo le q bíief
fe a fu amigo q para la iiodpe fe tuuíeííe po: cóbídado: pues fu marido no cito/
ua éla víllarj q como anod?ecíefle/q fe pufíefle ocbaxo oe vn fob:ado De cafaf
qucatédíefle allí/q luego q la bífpufídonfeoffrefcíefleellalollamaría:l?í50 el
códerto con bíUgécía la m u g a Del barbero:y el hidalgo enla η οφ ε pufo fe ce/
bajo tíl fobiado:dgando como bauía mádado la Dama Ijada qella le llantafle

Fig. 11: Juan de Capua, Exemplario contra los engaños y peligros del mundo, Zaragoza, J. Cocí,
1531, fol. 16r.

306
A la parte final del libro se solían confiar aquellos elementos que
por su propia naturaleza exigían esa colocación. Tal ocurre con los
epílogos,31 apéndices, índices varios, noticias bibliográficas, colofón
y registro.32Un lugar importante ocupaba el colofón, secuencia des­
tinada a testimoniar la coronación del trabajo de reproducción de
una obra, proporcionando información sobre ella y las circunstan­
cias concomitantes. Su inclusión en el manuscrito siempre fue de
carácter potestativo. En la imprenta se asumió el procedimiento en
la primera época. Luego la información se desplazó a la portada
como es sabido. Esta modificación supuso la pérdida de una parcela
de libertad expresiva por parte del creador o del transmisor.
En resumen, la acumulación de elementos adicionales culminó
en el siglo XVII. Llegados a este punto no hay mejor conclusión que
averiguar cuál era el juicio del autor del Quijote sobre la estructu­
ra morfológica de los libros de su tiempo. Con la lucidez y la iro­
nía que le caracterizaban, en el Prólogo al lector de la primera
parte de la obra se retratará a sí mismo como estando en suspen­
so, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y
la mano en la mejilla. Desde esa posición y refiriéndose a su novela
nos dice:

Solo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la inu-


merabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al
principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé decir que, aunque me costó al­
gún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que
vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribille, y muchas la dejé, por
no saber lo que escribiría.

Y más adelante continúa:

Salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un es­
parto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda
erudición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin
del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan
llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos que
admiran a los leyentes [...] De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo
qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él,
para ponerlos al principio, como hacen todos por las letras del abecé, comenzan­
do en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoilo o Zeuxis, aunque fue mal­
diciente el uno y pintor el otro.33

Su causa era, pues, la de la historia «monda y desnuda». La cla­


ra conciencia de don Miguel respecto de la capacidad de distorsión
que encierran los elementos aquí esbozados sobre la obra de arte
nos demuestra la necesidad de estudiarlos a fondo.

307
Cuadro 1: PROCESO GENÉTICO DEL LIBRO

AUTOR (quia)·. Lógica de la creación


(intentio auctoris)

CANAL (qua):
Lógica de la invención
a) Señales:
Signos alfabéticos T E X T O + Elem entos = LIB R O
Estilos gráficos I paratextuales
b) Medium: I
Soporte físico I
PROCESO TRANSMISOR
Original manuscrito
Copia de un amanuense
Versión en caracteres móviles

Sujetos de la institución libraría:


- Emisor: autor, traductor, compilador, comentarista
- Transmisor: amanuense, tipógrafo
- Destinatario: alta personalidad, lector

Cuadro 2: DISPOSITIVOS FORMALES DEL LIBRO IMPRESO


(s ig lo XV e x .- x v ii i n .)

I. E l texto y sus niveles gráficos: el «fenotexto»

Tipos de los caracteres: Góticos, romanos e itálicos

* Cuerpo de los caracteres: Grancanon, petitcanon, misal, parangona, texto, atana-


sia, lectura o cicero, entredós, breviarios, glosa, miñona, nonparilla o pie de mosca.

Registro: Versales, versalitas y minúsculas

Iniciales
Sistema abreviativo y letras ligadas
Grafías
Signos de puntuación
Signos de acentuación
Signos auxiliares
Impaginación (diseño de la caja) <-> Formato («fábrica» de la página)
Títulos corrientes
Signaturas y reclamos
Foliación, paginación
Motivos decorativos

308
II. Componentes «paratextuales»

a) Elementos preliminares
Portada (nombre del autor, título, impresor, mareatipográfica, lugar y fecha)
Invocación
Prólogo:
- Prefacio, introducción, proemio, etc.
- Epístola nuncupatoria
- Dedicatoria

* Composiciones varias: Propias del autor y/o ajenas


* Protesta de fe
* Requisitos legales:
Licencia (civil y eclesiástica)
Aprobación (civil y eclesiástica)
Tasa
Privilegio
Fe de erratas

b) Elementos metatextuales
Títulos internos (rúbricas, capitulaciones, sumarios, lemas, argumentos, epígra­
fes varios)
Comentarios extensos
Comentarios marginales o interlineados (ladillos, apostillas, glosas)
Notas
Apuntamientos manuales
Correcciones
Ilustraciones (figurativas, diagramas, planos, árboles genealógicos, etc.)

c) Elementos finales
Epílogo («Ultílogo»)
Apéndices
Tablas (con frecuencia aparecen al principio de la obra)
índices
Noticias bibliográficas
Colofón

* Registro

Las entradas señaladas con un * indican elementos propios del arte tipográfico.

Notas
1. Zaragoza, B. de Nágera, 1547.
2. A título de orientación genérica remitimos a la obra de D. P. McKenzie titu­
lada La bibliographie et la sociologie des textes, Paris, Cercle de la Librairie, 1991.
3. En el marco teórico de la «Nouvelle critique» este proceso mental es suscepti­
ble de ser interpretado en clave psicoanalítica.
4. En consonancia con el parecer de los profesionales de la época, quienes
consideraban que su actividad laboral se enmarcaba en el ámbito de las artes libe-

309
rales, y que ellos mismos debían ser calificados de «artífices». Véase Víctor Infan­
tes, «La apología de la imprenta de Gonzalo de Ayala: Un texto desconocido en un
pleito de impresores del Siglo de Oro», Cuadernos Bibliográficos, XLIV (1982),
págs. 33-47.
5. Arte de escrevir, Madrid, Francisco Sánchez, 1580, cap. I.
6. Original impreso por el autor. Editado por J. Moll, Madrid, El Crotalón, 1984.
7. Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente, Valladolid, Nicolás
Tyerry, 1539 (British Library). Nuestra cita procede de la edición hecha por Serrano
y Sanz para la Sociedad de Bibliófilos Españoles (Primera serie, n.° 33), Madrid,
1898, págs. 180-181.
8. En lo que respecta a impresos véase Nieves Baranda, «Andanzas y fortuna
de una estrofa inexistente: las quintillas dobles o coplas de ciego», Castilla, XI
(1986), págs. 9-36. Sobre el empleo de signos como pautas de una correcta lectura
en el ámbito del libro manuscrito remitimos a nuestros trabajos: «Arqueología del
libro impreso: la passio sanctorum martyrum Facundi et Primitiui» en Actas del
Seminario sobre El libro: de la imprenta al lector. Fundación Duques de Soria, oc­
tubre de 1996 (en prensa); y «Criterios fenotextuales de don Enrique de Villena»
(en prensa).
9. Véase Francisco Rico, «La princeps del Lazarillo. Título, capitulación y epí­
grafes de un texto apócrifo» en Homenaje a Eugenio Asensio, Madrid, Gredos, 1988,
págs. 417-446.
10. En el impreso la unidad de manufacturación es el pliego. Los «géneros» prac­
ticados en la «fábrica» de la página y la casuística de la colocación de las planas o
«imposición» -bien fuera seriatim o por «formas» constituyen aspectos técnicos que no
podemos considerar aquí. Remitimos al tratado de Paredes citado.
11. Véase las aportaciones de Víctor Infantes en lo que se refiere al género de la
poesía («Edición poética y poética editorial» en I Seminario de Historia del Libro, So­
ria, 1994 [en prensa]).
12. Como es obvio, las disposiciones legales referentes al libro establecidas en
1558 fueron determinantes en tal sentido.
13. Jeremy Lawrence, «On the Title Tragicomedia de Calisto y Melibea», en A. De-
yermond y J. Lawrence (eds.), Letters and Society in Fifteenth-Century Spain. Stu­
dies Presented to P. E. Russell on his Eightieth Birthday, Llangrannog (Gales), The
Dolphin Book, 1993, págs. 80-92.
14. Véase F. Rico, artículo citado. El ejemplar encontrado recientemente en
Barcarrota eleva el número a cuatro: Medina del Campo, M. y F. del Canto, 1554.
Hay una edición facsimilar de la obra patrocinada por la Junta de Extremadura,
41997.
15. El prólogo como género literario, Madrid, CSIC, 1957.
16. La imagen de la casa constituye un tópico que viene de muy atrás. Cicerón
ya recoge la comparación (véase De oratore, II, 79, 320). Concretamente dice: «Sed
oportet, ut aedibus ac templis uestibula et aditus, sic causis principia pro portione
rerum praeponere». En el siglo xvil las alusiones de este género son frecuentes. Polo
de Medina utiliza la voz «zaguán» como sinónimo de «prólogo» {El hospital de incu­
rables en Obras en prosa y en verso, Zaragoza, D. Dormer, 1664). Quevedo desplaza­
rá con su genialidad proverbial el tema casero: la pieza introductoria de Juguetes de
la niñez es calificada de «Delantal del libro». Las citas podrían multiplicarse.
17. Libro de la conversión de la Magadalena, Alcalá, Juan Gracián, 1593, «Pró­
logo del author a los lectores». Otro testimonio parecido se encuentra en la introduc­
ción del Relox de príncipes de A. de Guevara.

310
18. El curioso y sabio Alexandro, Fiscal y Juez de vidas agenas, Madrid, Im­
prenta del Reyno, 1634.
19. Comentarios de lo sucedido en las Guerras de los Países Bajos, Madrid, P.
Madrigal, 1579.
20. Cit. en nota 17.
21. La edición en cuestión fue: Madrid, Tipografía Regia, 1598.
22. F. Rico ha estudiado la incidencia de estos aspectos en diversos trabajos re­
lacionados con el Lazarillo de Tormes y el Quijote.
23. Véase los esclarecedores trabajos de M. B. Parkes (»The Influence of the
Concepts of Ordinatio and Compilatio on the Development of the Book», en Medieval
Learning and Literature. Essays Presented to R. W. Hunt, Oxford, Clarendon Press,
1976, págs. 115-141) y R. H. Rouse y M. A. Rouse (»Ordinatio and Compilatio Revi­
sited», en Ad litteram. Authoritative Texts and their Medieval Readers, Notre Dame,
University of Notre Dame Press, 1992, págs. 113-134.
24. Véase Trevor Dadson, «La corrección de pruebas en la imprenta española del
Siglo de Oro» en I Seminario de Historia del Libro, Soria, 1994 (en prensa).
25. En el Archivo Histórico Nacional (Consultas del Consejo, legajo 1635, núm.
135) se conserva documentación referente a este funcionario. Ejerció su puesto des­
de 1609 hasta 1635 por el cual percibía 50.000 maravedíes y «demás del salario los
emolumentos de dicho oficio que serán de 120 a 150 ducados cada año».
26. Véase sobre esta cuestión el trabajo ya clásico de J. Moll, titulado: «Proble­
mas bibliográficos del libro del Siglo de Oro», Boletín de la Real Academia Española,
LIX (1979), págs. 49-107.
27. A título de ejemplo ofrecemos el siguiente caso: La clasificación bíblioteconó-
mica por materias ideada por Arias Montano fue impresa por el padre Sigüenza en
1605 (Tercera parte de la historia de la Orden de San Gerónimo, ed. Juan Catalina,
Madrid, Bailly-Bailliére, 1909, pág. 586). En aquella edición se deslizaron algunas
erratas; por ejemplo, figura una categoría científica llamada Giromice praeceptiones,
expresión que, a pesar de su falta de sentido, ha sido reproducida tal cual por cuan­
tos han citado hasta hoy dicha clasificación, sin la menor aclaración o intento de ex­
plicación de su significado. Sin embargo, se trata de un error de transcripción de la
fuente manuscrita: en lugar de gnomicae se ha leído giromicae y se ha creado una
disciplina fantasmagórica.
28. Petrarca, Triunfos, Medina del Campo, Guillermo de Millis, 1554, sign. * [8]
y 1 1. La advertencia que acompaña a la Fe de erratas se repite tal cual en la tra­
ducción al castellano de Los doze libros de la Eneida de Vergilio, Toledo, Juan de Aya-
la, 1555. El impresor manifiesta que el traductor no quiso revelar su nombre. Cabría
la posibilidad de que también fuese H. de Hoces.
29. Conviene subrayar que la adopción de la imprenta supuso un empobreci­
miento de ciertos aspectos. Como balance negativo, en comparación con el códice, ca­
bría mencionar la reducción de la gama cromática y la grave limitación en el plano
icónico. En efecto, desde Gutenberg ha primado en Occidente una cultura de signo
verbal ya que, por dificultades técnicas, el lenguaje figurativo jugó un papel reduci­
do durante largos años en el campo librario, limitación compensada mediante mani­
festaciones de las artes plásticas en otras esferas.
30. Véase nuestro estudio titulado: «Avatares codicológicos de la Genealogía de
los Reyes de España» Historia. Instituciones. Documentos (en prensa).
31. Aparte de otras denominaciones encontramos el término «ultílogo» como va­
riante en autores del s. XV.
32. Dentro de este conjunto hay algunos elementos que no han conseguido esta-

311
blecer de manera fija su emplazamiento. Tal sucede con las tablas de contenido de
una obra y el índice general de la misma. En los manuscritos suelen preceder al tex­
to. En los impresos el uso es oscilante. Igual ocurre con la Fe de erratas.
33. M. Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I, Edición dirigida por Francisco
Rico, Barcelona, Instituto Cervantes - Crítica, 1988, págs. 10-12.

312
Prácticas de la lectura
erudita en los siglos xvi y xvii
J osé M anuel P r ie t o B e r n a b é

En relación a los usos de lectura durante los tiempos modernos


podemos afirmar, gracias a la nutrida bibliografía disponible,1 que
hay evidencias substanciales y suficientes que demuestran cómo ya
desde finales del siglo XV aparecen importantes cambios en el en­
torno de la experiencia que reflejaban los hábitos de lectura de la
sociedad occidental.
Lamentablemente, en todo este fenómeno de afianzamiento de
la cultura de lo escrito no hay fórmula que por sí sola abarque y ex­
plique todos los cambios culturales producidos, muchos de ellos en­
trelazados y superpuestos también en lo referente a las formas ora­
les e icónico-visuales.
De cualquier modo, el paso que supuso la transformación cultural
desde la tradición oral al testimonio escrito fue un proceso caracteri­
zado por su larga duración. Un proceso complejo que se define, en sí
mismo, por su falta de regularidad. Por ello es conveniente puntuali­
zar que aunque haya que valorar las consecuencias beneficiosas y po­
sitivas que tuvieron para el individuo y para la sociedad en la que se
integra, factores relevantes como la alfabetización progresiva y cre­
ciente, el acceso a la lectura regular y normalizada, así como la impor­
tancia y desarrollo de los canales de la comunicación escrita, caería­
mos en un grave error si ensalzaramos en demasía este fenómeno
llegando a aceptar la superioridad de la cultura escrita frente a la oral.
La diferencia existente entre cultura oral y cultura escrita, -en
palabras de María Luz Mandingorra- está en la diversidad de pro­
cesos cognoscitivos que comporta, junto a las diferentes nuevas for­
mas de relación que se establecen entre los individuos, y entre éstos
y las diferentes formas de poder.2
En todo este complejo proceso transformador conviene recordar
que el invento de Gutenberg no olvidó su estrecha relación con el

313
pasado. El manuscrito fue un medio ampliamente utilizado, inclu­
so su técnica, al menos hasta el siglo XVIII. Todavía en pleno siglo
XVII los catálogos inventariados de bibliotecas particulares mues­
tran la clasificación valorativa entre los libros escriptos de mano y
los de molde. Y en lo que respecta a la denominada «privatización»
de la lectura tampoco eclipsó antiguas prácticas tradicionales ba­
sadas en la lectura comunal y en voz alta, formas de expresión y
comunicación que, junto a la icónico-visual, no sólo no retrocedie­
ron sino que se mantuvieron en pleno auge durante toda la Edad
Moderna.3
Sin embargo, las posibilidades que ofrecía la lectura en silencio
y sin intermediarios hicieron que se fuera afianzando poco a poco,
creando un sustrato cuyo resultado ya a principios del siglo XVI em­
pezó a manifestarse de forma bastante significativa.
Vemos en ciertos autores de la época (fray Antonio de Guevara o
Alejo Venegas) cómo intentaron combatir el surgimiento y gradual
intensificación de un sentimiento que se manifestaba orgulloso de
las diferencias existentes entre la lectura oral de las obras y su co­
rrespondiente lectura solitaria y visual.4 La argumentación del
obispo de Mondoñedo parece clara, con

la escritura solamente se ceban los ojos, más con la palabra levántase el coraçon.
Propiedad es de las divinas letras, que leyéndose [en silencio] se dejen entender
y oyéndose se dejen gustar, y de aqui es que muchas personas más se tornan a
Dios por los sermones que oyen que por los libros que leen.5

Igualmente, las objeciones que hace Alejo Venegas se manifies­


tan en parecidos términos: revelando una cierta nostalgia de algo
que irremediablemente se iba diluyendo como un azucarillo en el
agua. Una y otra vez confronta el concepto de «voz viva» con el de
«letra muerta». Por ejemplo, inspirándose en una de las Epístolas
de San Jerónimo, la dirigida a Paulino, Venegas, argumentaba ve­
hementemente que

la voz biua tiene en si un effecto tan grande que como cosa que no tiene nombre;
el mismo le dudda y que llama voz biua el sancto doctor: sino la palabra que con
letras devidas y accento en su propio lugar se pronuncia; la qual en tanto escede
a la escripta, quanto el hombre biuo al cuerpo sin anima.6

No hay duda que la causa de esta gradual «disolución» fue con­


secuencia de la multiplicación de los textos de todo género propicia­
da por la imprenta;7 de la diversificación de la producción y el aba­
ratamiento de los precios; de la adaptación y reducción de los
formatos; de las mismas tipologías estructurales y signos tipográfi-

314
cos empleados en la presentación de los textos,8 incluso de la incor­
poración de una puntuación y acentuación imprescindibles para una
mejor clarificación del contenido.9Elementos todos ellos, que, combina­
dos convenientemente por los distintos agentes (autores, editores,
impresores, libreros y lectores) permitieron activar los mecanismos
que paulatinamente fueron dando una dimensión insospechada al
mercado del libro, y ofrecer más y mejores argumentos para que
surgieran unas nuevas categorías de lectores más selectivos, diná­
micos y especializados, esto es, aquellos que participaban principal,
aunque no exclusivamente, de la lectura puramente intelectual, in­
terpretativa, silenciosa, reservada, ocular. Y para ellos, ciertos auto­
res empiezan a escribir de forma más escogida, no sólo para ser oídos
de forma colectiva -como había sido y era práctica común- sino
para ser leídos mentalmente. Se abre un nuevo estatuto, el del lec­
tor solitario, y para él un moderno proceso de creación del nuevo li­
bro de cultura, el libro erudito, docto, científico, cuyos rasgos for­
males impusieron definitivamente su separación del libro popular.
Quizás no sea exagerado afirmar que la experiencia de leer para sí
mismo pudo llegar a demostrar una disposición y adaptación inte­
lectual incluso más «revolucionaria» que la que supuso el paso a la
cultura del impreso.
Ahora bien, esto no quiere decir que este tipo de lectura en si­
lencio, solitaria o no, sin expresar en voz alta lo que se está leyendo,
no se practicara antes de la baja Edad Media. Entre los siglos VIH y XI
en los scriptoria monásticos, y durante los siglos XII, XIII y x i v en el
mundo universitario y escolástico, este modo de lectura era la ordi­
naria entre sus individuos. En el siglo XV esta forma de lectura va
poco a poco convirtiéndose en la habitual, al menos para los lectores
familiarizados con la escritura y alfabetizados de antiguo.10El tema
ha sido ampliamente tratado por autores como Paul Saenger, Ar­
mando Petrucci o Bernard W. Knox, probando documentalmente que
la lectura silenciosa se desarrolló con relativa facilidad antes de
que apareciera la imprenta. Aunque también reconocen y ponen
de manifiesto que cuando verdaderamente llegó a institucionalizar­
se fue después de Gutenberg.11
Ahora bien, es preciso señalar que la imprenta aunque no inven­
tó la lectura en silencio, lo que sí hizo fue animar a que se recurrie­
ra cada vez más a los «instructores callados, que hoy en día se oyen
más lejos que las lecciones públicas» en palabras de un profesor de
medicina del siglo XVI,12 es decir, al libro impreso. Invento que apor­
tó un renovado empuje al largo proceso de transformación -no de
sustitución—13 que va de la lectura tradicional o «intensiva», basada

315
en un conjunto limitado de libros continuamente releídos y reconta­
dos, a otra más notable, desprendida y abundante, calificada de «ex­
tensiva». Eso sí, todo ello en un transcurso encajado siempre en la
más tarda y pura continuidad.
En términos generales, este impulso no propició necesariamente
mayores cotas de lectura efectiva -a l menos en los medios laicos-
aunque sí demostró que pudo llegar a estimular a más lectores y co­
rresponderse con una mayor demanda. A semejante planteamien­
to llega, entre otros autores, Philippe Berger cuando señala que: «el
desarrollo de la imprenta no se acompañó con un paralelo creci­
miento de la proporción de lectores en el cuerpo social; lo que au­
mentó fue la medida de ejemplares adquiridos por los que sabían
leer, y esta media aumentó tanto más cuanto que era más impor­
tante al principio en el medio social considerado».14
Ala luz de todo ello, no es difícil deducir que los nexos de unión, de
todo tipo, que establecía la persona con el texto, también con su envol­
torio como producto, esto es, con el libro, incluso con el espacio preciso
en donde se hacía efectiva esa relación, diferían bastante si el sujeto en
cuestión estaba entre la «minoría» en la que la posesión y lectura nor­
malizada y frecuente de los libros era una constante, una necesidad
bien intelectual, profesional, espiritual o de puro esparcimiento, y la
de aquellos otros, la «mayoría», teóricamente malos descifradores, in­
capaces de leer de seguido una línea o simplemente en cuyos hábitos
de lectura no aparecía el libro como elemento consolidado.16
El resultado, aunque lento, condujo a una situación en la que el
desigual desarrollo de la alfabetización entre estas dos experiencias
provocó severas y cada vez más apreciables diferencias en el proce­
so de personalización de la lectura. La misma filosofía humanística
invitaba bajo formas aparentemente sencillas a la interiorización
de la lectura. A este rasgo fundamental habría que añadir la acep­
tación por parte de los grupos influyentes de los ideales inspirados
por la antigua cultura greco-latina; la restauración de los modelos
educativos de la Antigüedad; los procesos de depuración de la len­
gua junto a la adopción de nuevos cánones literarios y artísticos,
que además del aludido proceso de instrucción creciente, poco a poco
fueron desacreditando otras formas culturales más arcaicas, paula­
tinamente confinadas a las capas menos favorecidas de la sociedad
y rechazadas sistemáticamente por todos aquellos que pretendían
distinguirse y separar las dos realidades culturales.
Queda claro que la llamada «estandarización» que proponía el
invento tipográfico no condujo a una estructura homogénea de lec­
tores, individuos que, naturalmente, en su relación con el texto po­

316
dían llegar a establecer una singular relación determinada por unos
variables mecanismos de lectura. Como hemos visto, uno de natu­
raleza reservada e íntima, el otro articulado sobre la sociabilidad
del entorno familiar, de la compañía culta o de la calle.16 Es decir,
prácticas distintas: unas individuales, otras colectivas; aquéllas
privadas, éstas públicas y que en relación sólo a las primeras, tam­
poco hay que incidir demasiado pues se deduce que partiendo de
unas competencias elementales también ofrecieron diferencias de­
pendiendo de la capacidad de comprensión y, sobre todo, del grado
intelectual demostrado por cada sujeto, así como el de su particu­
lar cultura heredada y acumulada.17
El material impreso -como ha señalado J. M.a Díez-Borque- no
se constituyó un factor de homogeneidad, sino de divergencia.18 El
libro, sea el que sea, es susceptible de una multitud de usos. Está
concebido para ser leído, desde luego, pero las modalidades de leer
son múltiples y diferentes variando de una época a otra, entre luga­
res y, por supuesto, según los medios.19
Desde los primeros pasos de la industria tipográfica hasta los
umbrales de la Edad Contemporánea, el público lector no mantuvo
-en su relación con el objeto impreso- unos parámetros demasiado
uniformes ni bajo la apariencia social ni bajo el acomodo económico
y menos aún desde el punto de vista de la cualificación cultural e in­
terpretativa del texto. Aunque hay un rasgo común que lo caracteri­
za, el de estar formado por un mundo preferentemente masculino.
En la denominada «historia cultural de lo social»,20 y como com­
plemento a lo apuntado anteriormente, podían llegar a darse deter­
minados factores no especialmente críticos pero sí bastante signi­
ficativos. Por ejemplo, aunque no ofrece duda que el principio de
diferenciación de la lectura condicionaba las distancias culturales
de la sociedad, lo cierto es que durante la Edad Moderna un mismo
texto podía ser aprehendido, poseído y manejado en formas diversas
por distintos individuos sin importar su extracción social.21 El mis­
mo Cervantes pone en boca del bachiller Sansón Carrasco cómo la
historia de don Quijote,

no tiene necesidad de comento para entenderla [...] es tan clara, que no hay cosa
que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la en­
tienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sa­
bida de todo género de gentes, que apenas han visto algún rocín flaco, cuando di­
cen: «Allí va Rocinante».22

Del mismo modo, era relativamente habitual que lectores «ex­


tensivos», por lo general miembros de la clase letrada (profesionales

317
e intelectuales), esto es, la que de algún modo necesitaba leer, escri­
bir y contar para ganarse la vida, también participaran de una lec­
tura «intensiva», más propia de las clases subalternas. Un ejemplo
nos lo ofrece la profesora García de Enterría al apreciar que los
«pliegos de cordel» también despertaron la curiosidad de lectores
cultos como fueron Francisco de Quevedo o Antonio Hurtado de
Mendoza.23 El caso inverso también era posible. El humilde e inteli­
gente molinero Menocchio se saltó la barrera de la marginalidad
lectora leyendo de forma muy diferente a como la gente aprendía en
las escuelas o cuando estaba dominada por el control de la Iglesia, y
pudo llegar a hablar de su idea del mundo y del universo con gran co­
nocimiento, al menos, con el que había adquirido de lecturas especia­
lizadas y que, aparentemente, no le estaban destinadas.24
Tampoco es exacto que las diferencias de lectura estuvieran con­
dicionadas del todo por los distintos niveles de riqueza. Evidente­
mente no podemos negar que durante los siglos XVI y XVII la gran
mayoría de los propietarios de buenas y grandes colecciones libra­
rías eran individuos que disfrutaban de suficientes recursos econó­
micos. Igualmente es conocido por todos que a mayor nivel de fortu­
na o de categoría social, mayor era el porcentaje de sus miembros
poseedores de libros. Pero podríamos preguntarnos, ¿estamos ante
auténticos lectores efectivos o solamente potenciales?; ¿acaso era el
libro poseído para una lectura personal o se trataba de una heren­
cia conservada, es un instrumento de trabajo o por el contrario un
objeto nunca abierto, un compañero de intimidad o un engañoso
atributo de apariencia social?25 Sólo releyendo y desmenuzando la
documentación disponible es posible dar contestación a algunas de
estos interrogantes. Pero hay algo que no ofrece duda. En aquella
sociedad la presencia de libros en un simple inventario postumo
implicaba en su titular un compromiso intelectual y consciente en
favor de la cultura escrita. Un «acto de lectura» si cabe más inten­
cionado y voluntario que hoy en día, aunque sólo fuera por los pre­
cios de los libros. Sabemos que don Alonso Quijano, «vendió muchas
hanegas de tierra de sembradura» con la finalidad de conseguir to­
dos los libros de caballerías posibles.26
Pero el lenguaje impreso no se redujo exclusivamente a la simple
propiedad del libro. Existían otras formas de circulación de sobrada
validez, pues la lectura de un libro no entrañaba obligatoriamente
su posesión y, por tanto, no implicaba su compra. De hecho, tuvo que
haber ávidos lectores que sin el suficiente poder adquisitivo para la
compra de libros recurrieran a medios alternativos para satisfacer
su deseo de lectura. Valgan como prueba los préstamos entre ami­

318
gos; las donaciones entre familiares; las compras de segunda mano;
los intercambios; el alquiler que hacían algunos libreros; la lectura
satisfecha de algunos criados en las bibliotecas de sus amos, inclu­
so la sustracción.
Y, por último, aunque de forma más limitada, tampoco guarda­
ron uniformidad los condicionantes relativos al nivel mínimo de
preparación necesario para leer. De ninguna manera en las desi­
gualdades que había entre letrados -es decir, los que «tenían letras»-
y analfabetos -que no incultos o ignorantes-, que carecían de ellas,
se zanjaban las competencias de lectura. En la sociedad del Antiguo
Régimen, la cultura no pasaba necesariamente por la alfabetiza­
ción.27 Por ello, no hay que pasar por alto las distintas gamas de le­
trados e iletrados, ni la disociación de instrucción que había entre
leer y escribir -dos actividades diferentes con aprendizajes distin­
tos- que dificulta aún más las posibles aptitudes que sobre la ca­
lidad de los alfabetizados puedan hacerse.
Sin embargo, desde otro punto de vista, las mismas tasas de alfa­
betización -en observación de Roger Chartier- no nos ayudan a lle­
gar a conocer con exactitud el alcance de familiaridad que el indivi­
duo tenía con el impreso.28 A ello añadiremos que la consumación
del acto de lectura no depende exclusivamente del equilibrio que se
establece entre la legibilidad de un texto por parte del lector y la
competencia interpretativa de éste, también contaba, y mucho, la
decisión personal de querer leer. Esta claro que tener las condicio­
nes elementales para descifrar un escrito (estar alfabetizado) no
presuponía la capacidad e interés por la lectura.
Hay otra disparidad que añadir. El progreso de la lectura tam­
poco se desarrolló de forma similar en todos los lugares. Dependía
entre otros factores de la situación geográfica (campo o ciudad), el en­
torno político, lingüístico, social, educacional, etc., incluso de la par­
ticular estructura de colaboradores del libro que, desde la produc­
ción a la comercialización, trabajaran en la zona, y de los propios
textos que podían interesar a unos y no a otros. Todos naturalmen­
te fueron modelando y cambiando, con mayor o menor dedicación,
sus propuestas según los gustos, las actitudes y los intereses cultu­
rales que manifestaba cada comunidad.
La misma estructura del libro, -como decíamos arriba- su orga­
nización interna, formato, lenguaje, representaciones gráficas y sig­
nos tipográficos convencionales se fueron aparejando a la concreta
participación y demanda de cada público receptor. «El nuevo libro
cada vez más normalizado en su diseño, más barato de precio y am­
pliamente distribuido, transformó el mundo. No sólo suministraba

319
más información, sino que proporcionaba un modo de entender, una
metáfora básica para dar sentido a la vida».29

* * *

Aunque pueda parecer una obviedad, la condición indispensable


para que surjan nuevas prácticas de lectura -como la que se funda
en la intimidad individual- era saber leer, tener la capacidad sufi­
ciente para descifrar un texto, leer de forma fluida y plenamente
eficiente. Todo ello basado en el libro impreso que impone unas nor­
mas nuevas y favorece un método de aprendizaje y crítica total­
mente moderno.30 Es decir, no sólo permite leer sino que, en cierto
modo, enseña a leer. Un objeto eficaz no sólo porque fundamental­
mente circule, sino porque debido a su propia estructura «instaura
una nueva tecnología intectual».31
Es por ello que este progreso en la comunicación escrita, al me­
nos en un primer momento, llegó con más agilidad y de forma más
eficaz y resuelta a los estratos superiores de la pirámide social. A
los individuos de grupos principales que tenían recursos y tiempo
para desarrollar ciertas actividades esenciales como leer y es­
tudiar.
La necesidad de identificarse con el saber, el cultivarse, el espe­
cializarse en una determinada materia, generalmente preocupó a
una minoría prioritariamente aristocrática, urbana y económica­
mente pudiente que tenía además la enorme ventaja y oportunidad,
sobre los demás, de poder disfrutar de un ambiente propicio para
llegar a una determinada obra y de una educación suficiente y ca­
paz para sacar provecho de su lectura.32
Por utilizar el planteamiento de David Roche nos estamos refi­
riendo a todos aquellos que pertenecían a alguna de las denomina­
das tres togas: la «negra», exhibida por los clérigos; la «corta», os­
tentada por la nobleza; y la «larga», esto es, la que lucía el mundo
numeroso y diverso de los oficiales, de los abogados y procuradores,
de las gentes de pluma y docentes, a las que hay que añadir, esos
otros doctos, también portadores de toga, que son los hombres de
medicina.33 De forma inseparable, también aparece, desde los pri­
meros pasos de la imprenta, una nueva categoría que accede con
fuerza al saber que ofrecen los libros. Se trata de un grupo numéri­
camente importante, económicamente poderoso, y políticamente
cada vez más considerado: la burguesía.
Con esto, evidentemente, no queremos dar por bueno que las
tradiciones de cultura estuvieran predeterminadas en función del

320
estamento social al que se pertenecía, sino principalmente avaladas
por la mayor o menor receptividad y competencia que el individuo
adquiría con el aprendizaje y el estudio.34
Ahora bien, en la compleja estructura social de los siglos xvi y
XVII, esta mayor o menor receptividad y competencia cultural por
parte del individuo no era el único requisito a tener en cuenta para
llegar a ocupar la elitista condición de «minoría» letrada. El profe­
sor Maravall argumenta que «estas gentes cultas [«hombres de sa­
ber»], capaces de poner por delante su comentario crítico de las co­
sas que presencian, es un fenómeno social nuevo, que va ligado
también a condiciones de individualismo económico y político».35
El «saber» encaminaba hacia el «poder». No hay duda que la acu­
mulación de libros por parte de una persona no es un hecho asépti­
co y aislado,36 responde a una estrategia previamente modelada
tendente a ascender socialmente, es decir, promocionarse por la es­
pecialización profesional que sólo permiten los libros. «La profes­
sion de letras, y libros hizo nobles a muchos, que consta aver nacido
plebeyos...», señalaba don Melchor de Cabrera y Guzmán aboga­
do en el Consejo Real en tiempos de Felipe IV. Incluso, apunta más
alto cuando afirma que, «no solamente hazen los libros nobles a los
que los professan, pero aun los igualan al Principe»·37
Obviamente, la condición básica para acceder al círculo de la mi­
noría intelectual, a los medios influyentes, se ganaba demostrando
unas cualidades superiores de carácter intelectual, sin embargo, el
anhelo vital de la gran mayoría estaba también en la capacidad de
poder custodiar o monopolizar los resortes de la cultura dominante,
aquella que permitía acceder a mejores puestos en la escala social.38
Por un lado, consiguiendo títulos y honores, por otro, mejorando sus
niveles de renta y patrimonio, y sobre todo, ejerciendo relevantes
cargos públicos.39 Es evidente que los progresos del escrito en la ad­
ministración de los Estados favorecía a los hombres de cultura, no
faltándoles un sitio en la dirección de los asuntos públicos ni tam­
poco dudaron en imponer argumentos convincentes para legitimar
su posición.40 Paulatinamente la jerarquía del saber se fue impo­
niendo a la genealógica.41
«Las letras -señala Beatriz Cárceles- se han convertido en necesi­
dad y justificación para obtener el privilegio de ser colaborador del rey
y entrar a formar parte de los poderosos».42Por su parte Vicente Espi­
nel, en la Vida del escudero Marcos de Obregón, no le faltan adjetivos
para ennoblecer a los libros, llamándoles, «fieles consejeros, amigos
sin adulación, despetadores del entendimiento», pero, sin embargo,
tampoco encubre el poder que atesoran. Así, se pregunta ¿Cuántos

321
hombres de oscuro suelo habéis levantado a las cumbres más altas del
mundo? ¿Y cuántos habéis subido hasta las sillas del cielo?43
Está claro que un contado número de personas reducían su exis­
tencia a una recreación del intelecto, al saber por el saber. Función
equiparable con el intelectual independiente que define Merton,44es
decir, individuos no subalternos de la autoridad constituida sino
dependientes de un público con el que entablaban un proceso de co­
municación a través de la enseñanza oral o escrita. Ahora bien, por
lo general, estos hombres de talento prefirieron inclinarse por asi­
milar buena parte de los valores estamentales encarnados por la
nobleza y el clero, más otros, no menos importantes, aportados por
el espíritu y mentalidad de la burguesía.
El saber había empezado a adquirir un prestigio socialmente re­
conocido y a sumarse a otros como la valentía, la sangre, el honor y
el poder como valores de la clase dirigente.45
Por tanto, la condición de «minoría letrada», «docta o erudita»,
durante los siglos XV I y xvil vendría determinada, de una parte por
la demostración y renovación -más colectiva que individual- de
unos objetivos intelectuales comunes, y en defensa de unos deter­
minados y generales principios culturales y, de otra, por las aspira­
ciones -más individuales que colectivas- determinadas por la ape­
tencia a mercedes y privilegios aportados por el poder económico, el
régimen jurídico y el ámbito socioprofesional.

* * *

Centrándonos en la «minoría letrada» es importante puntualizar


que ésta estaba inmersa en una realidad cultural calificada por
Maxime Chevalier de «muy variada».46 Esto es, definida por unos
comportamientos compartidos, por unas tendencias y unas prefe­
rencias, que, sin embargo, no llegaron a configurar modelos cultu­
rales universales, sino más bien fue el resultado de la amalgama de
un entramado de prototipos particularmente encarnados en las con­
cretas realidades socioprofesionales. Las preocupaciones intelec­
tuales del jurista o el científico no tenían porqué coincidir con las
del eclesiástico o el noble, ni la de éstos necesariamente tenían por
qué corresponderse con las manifestadas por el alto funcionariado y
el colectivo de enseñantes, etc.
Pero, por el contrario, sí se observaba, en todos ellos, unánime­
mente, un elevado grado de dependencia del libro, una nueva y ac­
tiva recepción lectora, unas modernas maneras de relacionarse con
el material escrito47 que pasaban igualmente por otras prácticas

322
algo más eventuales pero igualmente novedosas, imprescindibles
para el desarrollo cultural, como fueron los intercambios de libros y
el préstamo;48 los encargos,49 el empeño50y las ocultaciones;51 la he­
rencia y donación;52 la compra-venta de libros sueltos y bibliotecas
enteras en el mercado de segunda mano;53la personalización de los
libros (con encuadernaciones originales y ex-libris)54y la situación y
ordenación de las bibliotecas.
Disposiciones comunes y actitudes colectivas, que bien pueden
permitirnos definir la realidad de este tipo de lectura interioriza­
da, que por extensión también podemos denominar docta, eficien­
te o virtuosa. Pero insistimos en que estas apariencias y prácti­
cas estarían diseñadas naturalmente por el interés, calidad, e
individualidad de cada lector. Distintas realidades culturales que
no tenían por qué ajustarse a unos modelos sociales predetermi­
nados.
La lectura superior -docta o erudita, si se quiere- es una expe­
riencia presidida preferentemente por un ejercicio silencioso y soli­
tario cuyo objetivo elemental es componer significados, esto es, so­
brevolando todo lo aparentemente notorio, sabido y superfluo y
centrándose exclusivamente en la conquista de nuevos y necesarios
conocimientos.55Este tipo de lectura experta no tiene aparentemen­
te trabas a la hora de elegir los textos. Controla el ritmo e intensi­
dad de su propia lectura y se permite comentar algunos episodios,
anotar en los márgenes, subrayar, recapitular y detenerse cuando le
interesa, incluso emplear de forma simultánea varios textos. Su
práctica, hábil en el desciframiento y en la interpretación, deja mo­
dificar libremente el hábito de trabajo facilitando la capacidad de
hacer un análisis textual más competente, rápido y desenvuelto.
Una experiencia en la que el individuo lee a voluntad, liberándose
de las imposiciones que obliga la presencia física del lector oral,
buscando, en definitiva, el último sentido a lo leído.56
A mediados del siglo xvill, Daniel Bartoli, en la dedicatoria de su
libro al Nuncio apostólico don Savo Mellini, nos muestra de forma
sintética lo que para él eran las cualidades esenciales que debía
guardar todo «hombre de letras». Son éstas:

Sentencia en las palabras.


Agudeza en los discursos.
Verdad en los conceptos.
Orden en las materias.
Magestad en lo supremo.
Eficacia en lo persuasivo.
Luz en la enseñanza.

323
Libertad en la elección.
Ingenio en lo sublime.
Novedad en lo común.
Idea en los assumptos.67

A lo que parece, es un tipo de lectura en la que queda, de alguna


forma, comprometida la personalidad del lector, y esto no sólo en lo
que se refiere a la simple admisión de conocimientos, sino por la ne­
cesidad de prolongar éstos a su entorno social de influencia. De ahí
se deriva que a este tipo de lector quizás pueda considerársele como
más comprometido, con responsabilidades políticas, religiosas, ad­
ministrativas y profesionales. Un lector que por lo general utiliza el
material escrito principalmente como fuente de información a la
que interroga cuando hay necesidad. Muchas de estas bibliotecas
-como bien señala Janine Fayard- más que medios de cultura son
generalmente y ante todo utensilios de trabajo.68
De alguna manera, la biblioteca no sólo se convierte en instru­
mento, sino también en signo externo de una posición social. Un re­
flejo ostensible de las aspiraciones -a veces pretendidas, a veces sa­
tisfechas- de una buena parte de las clases privilegidas. Ello sin
menoscabo de algunas personalidades de la vida religiosa y caballe­
resca, además de literatos, sabios y eminentes hombres de leyes,
para quienes el reunir una biblioteca era algo diferente y superior,
muy lejos de un intento de satisfacer la vanidad personal.69
Es el caso de juristas, médicos, incluso teólogos que muestran,
en términos generales, una inclinación a escoger preferentemente
sus lecturas según el tema concreto de especialización, siendo el la­
tín la lengua de preferencia y el formato folio el más utilizado. Ten­
dencia que, en el caso de la nobleza, aunque no sea exclusiva, se in­
clina más por elegir sus lecturas no tanto por la materia o disciplina
sino por el título y autor, como si éstos elementos reconocidos pre­
viamente indicaran una elección más fiable y personal, menos me­
diatizada. En este caso, el privilegio de preferencia de la lengua
será para la «vulgar» -entre ellas el castellano y el italiano- y el for­
mato se diversifica entre el folio, cuarto y octavo.
Estos selectos lectores, pretendidamente cultos, propietarios de
bibliotecas de cierta consideración, se sienten atraídos por unos con­
tenidos temáticos, ora diseñados por la estricta especialización, ora
por la madura variedad, siempre circunscritos en un juego de fuer­
zas entre la armonía y la rigidez, entre la tradición y la renovación.
Conservan unas colecciones aparentemente dispuestas para su
plena aplicación y aprovechamiento,60 no faltando en sus anaqueles

324
los mejores libros del pasado, sin desdeñar, en aras de una natural
ambición cultural, también los mejores del presente.
Por ejemplo, la práctica del clero, sin desatender otras temáti­
cas y géneros -preferentemente autores clásicos; la creación litera­
ria procedente de Italia; filología latina, castellana e italiana; his­
toria nacional, universal y eclesiástica, etc.-, tiende a fortalecer su
ministerio y ejercitar su oración y espiritualidad. En ocasiones
pueden distinguirse, sobre todo en las colecciones del alto clero,
una mayor presencia del libro teológico (en especial los grandes
pensadores medievales: San Agustín, Santo Tomás, San Bernar­
do, etc.), además del libro jurídico canónico y el rigurosamente pro­
fesionalizado (breviarios, sermonarios, oficios litúrgicos, etc.), en
comparación con otros contenidos religiosos (que bien podríamos
calificarlos de «populares» a tenor de su considerable consumo e
integración en todas las categorías sociales), como literatura ha-
giográfica, libros de piedad, espiritualidad ascética y mística, de
moral popular, etc.61
A su vez, la lectura hidalga, también sin perder el carácter devo­
to y doctrinal de buena parte de sus lecturas, no olvida el concurso
de los contenidos de utilidad, acudiendo a los textos normativos
-como bien decía Hugo de Cleso, tampoco los nobles «son escusados
de saber las leyes como qualquier doctor o letrado»-,62 completando
sus procupaciones lectoras con el magisterio de los clásicos, la me­
moria de los historiadores y la lección de los científicos, filólogos y fi­
lósofos, sin olvidar, claro está, una clara tendencia hacia la lectura
de temas épicos y narraciones caballerescas, junto a alguna que
otra ficción novelesca y entretenida miscelánea.63
Por su parte, la lectura en los grupos profesionalizados, como la
practicada por juristas en general y profesionales de la sanidad, se
desenvuelve, entre los primeros, principalmente, entre textos legis­
lativos con predominio de autores de la literatura bajomedieval y
moderna, con textos escritos en latín y a los que acuden con una lec­
tura consultiva y precisa, amparada por gramáticas y diccionarios
de autores como Nebrija, Valla, o Calepino. Sin olvidar, gracias a la
iniciativa de los editores, la estabilidad en la posesión de obras clá­
sicas. Entre los segundos, sigue siendo protagonista la incuestiona­
ble orientación profesional de temática científica, principalmente
médica. Sus preferencias van desde el escolasticismo de origen me­
dieval, hasta las corrientes más singulares de la medicina y farma­
cología renacentista, sin olvidar el saber de la Antigüedad con los
textos galénicos e hipocráticos y otros tratadistas clásicos como el
romano Cornelio Celso y el griego Dioscórides.

325
En general, el lector docto, experto conocedor, es un lector no sólo
ocupado por la lectura sino también preocupado por ella. Sus bi­
bliotecas demuestran, por lo general, sobrada capacidad y profundi­
dad de conocimientos y, sobre todo, interés personal por captar las
corrientes intelectuales de su tiempo. Un colectivo que, a excepción
del clero, mucho menos dispuesto en los procesos de cambio cultural
y, en cierto modo, aunque en menor grado, la nobleza, también pre­
dispuesta a guardar unas tradiciones de cultura algo más anacróni­
cas, demuestra una sugerente permeabilidad a las nuevas tenden­
cias culturales.
En definitiva, estamos ante un tipo de lector al que su práctica,
llena de intenciones discretas y reservadas, y en ocasiones definidas
por su utilidad profesional, erudición religiosa, cultura clásica y ca­
balleresca y, a veces, con incursiones en la literatura heterodoxa, lo
conduce a la singularidad intelectual y la especialización.64 Un uso,
que bien podríamos calificar de inquieto -aunque no descuidado-
que discurre hacia formas más sofisticadas, permitiendo una mayor
eficacia en el trabajo intelectual, con la posibilidad de abrir nuevos
horizontes.
Otro de los puntos esenciales de su hábito de lectura estaría de­
finido por la mayor o menor demostración en la acumulación de li­
bros, que, por los motivos ya apuntados, toma mayor significado en­
tre los estamentos privilegiados y grupos sociales cualificados, es
decir, nobleza, clero, letrados, médicos, burócratas, docentes, etc.,
es decir, aquellos en los que la organización de la sociedad, por un
lado, les reconocía su autoridad social y cultural, y, por otro, les en­
comendaba determinadas funciones (política, eclesiástica, adminis­
trativa, educacional y sanitaria).
Es por ello que en una sociedad como la europea de los siglos XVI
y XVII, con unas tasas de alfabetización relativamente precarias y en
la que la práctica del impreso, incluso entre la minoría alfabetizada,
apenas estaba considerada, la simple tenencia de un conjunto de li­
bros por pequeño que éste fuera es un elemento importante a valo­
rar, pues de él se desprenden unas características cuantitativas y
cualitativas muy semejantes a las que pudo establecer hace años
Maxime Chevalier.65
Por tanto, podemos decir que en general la experiencia de lectu­
ra de la «minoría letrada», estuvo presidida en todo momento por la
posesión y conservación del material escrito como acto cultural de
compromiso individual, motivado por unas inquietudes intelectua­
les, gustos personales y necesidades profesionales, igualmente sal­
picado de unos marcados esteriotipos sociales. No olvidemos que

326
algunos de ellos, amparados en una sociedad que estimaba en gra­
do superlativo la concepción elitista del saber, lejos de adquirir una
verdadera preparación intelectual, se preocupaban más por presen­
tar bibliotecas ostentosas y desproporcionadas.66
Al menos en España durante los siglos XVI y XVII, en ciudades
como Valencia,67 Barcelona,68 Oviedo69 o Salamanca,70 las cifras que
proporcionan los inventarios post-mortem reflejan, frente a una re­
lativa estabilidad en el porcentaje de poseedores de libros, un gra­
dual aumento en la presencia de libros en las bibliotecas. En el caso
de Madrid, que he estudiado entre 1550 y 1650, hay un notable cre­
cimiento de la media de libros por biblioteca en prácticamente todo el
espectro sociológico, siendo los valores, obviamente, mucho más signi­
ficativos entre los grupos que conforman la elegida «minoría letrada».
Quizás interese aportar algunos datos de carácter cuantitativo que
demuestren esta tendencia. En lo que respecta a la nobleza asenta­
da en Madrid, el porcentaje de inventarios post-mortem que reflejan
la existencia de libros llega al 61,2 %. En relación a la media de li­
bros por biblioteca se pasa de 55,2 libros de media entre 1550 y 1575
a 110,6 para el período 1626-1650, es decir, dos veces más. Por su
parte los indicadores porcentuales del tamaño de las colecciones se
sitúan entre un revelador 5,3 % de bibliotecas con más de 500 volú­
menes y un generoso 42 % de las que ocupan la franja de 11 a 50 vo­
lúmenes. Los valores que reflejan la lengua de los libros, permite al
castellano sobresalir con algo más del 60 %, seguido del latín y el
italiano con el 30,4 y 6,1 %, respectivamente.
Entre las profesiones liberales los indicadores porcentuales de
propietarios de libros se sitúan en el 60,1 %. Por su parte la media
de libros por biblioteca ofrece un similar incremento al experimen­
tado por la nobleza. De los 99,3 libros de media para la segunda mi­
tad del siglo XVI se pasa a los 134 para los cincuenta primeros años
del XVII. Sólo el 4,2 % lo ocupan las colecciones con más de 500 vo­
lúmenes, mientras que el mayor porcentajes relativo al tamaño,
45,3 %, es para las bibliotecas entre 11 y 50 «cuerpos». Los libros en
latín superan a los escritos en castellano en algo más de 19 puntos.
Junto a estos dos grupos, será también el clero (82,8 % de inven­
tarios con referencias de libros) una categoría que mantendrá una
media de libros en ascenso, pero sólo en valores relativos, no abso­
lutos. La media de libros entre 1550 y 1575 es de 43 volúmenes, y de
136 entre 1625 y 1650 (algo más del triple). Sin embargo, para todo
el período estudiado (1550-1650), la media de libros durante la se­
gunda mitad del siglo xvi es algo más alta que para el tramo siguien­
te (1601-1650), en concreto casi un 9% menos. Con relación al ta­

327
maño de las bibliotecas, el 30,4 % tienen más de 100 libros, siendo el
7,4 % colecciones con más de 500 «cuerpos»; el 8,2 % entre 251 y 500 y
el 14,8 % entre 101 y 250. La preferencia de lenguas es para el caste­
llano (51,5 %), seguido del latín con el 38 %. Los libros escritos en grie­
go ocupan el tercer lugar con el 4,4 % y en italiano el 3,8 %,71
Para terminar me ocuparé de otra significada práctica de la lec­
tura superior, la diseñada por los espacios y la ubicación y ordena­
ción de los libros que, igualmente, permiten relativizar algunas ge­
neralizaciones.
El mismo proceso de alfabetización y difusión del libro y la lec­
tura también tuvieron su reflejo en la voluntad de crear un recinto
individual, específico y retirado. Por lo general cerca del entorno
familiar y doméstico que, poco a poco, fue convirtiéndose en el ele­
mento de asiento de una buena parte de las sociabilidades y convi­
vencias del hombre moderno. Es decir, unas esferas de existencia
que reflejan una nueva manera de estar en sociedad, en donde el li­
bro y su lectura fueron ocupando un lugar destacado.
Ya hemos apuntado que la lectura reservada e íntima, no nece­
sariamente silenciosa, llegaba a potenciar un mayor trato con el li­
bro y, al menos, por razones funcionales, ese trato continuado de­
mandaba al lector la creación de unos espacios diferenciados, unos
entornos de lectura -por utilizar una expresión de Manuel Peña-,72
también con una mayor presencia y apariencia.
Los primeros que empiezan a valorar y considerar que el espacio
privado puede organizarse en un espacio cerrado y en cualquier
caso separado del servicio público, son las clases acomodadas y gru­
pos profesionales. La lectura en silencio del libro, al menos para és­
tos, su posesión en mayor número, junto al poder reconocido que
para algunos tenía, lo convierten en el centro de la sociabilidad, en
el compañero predilecto de una nueva intimidad.
De esta manera el estudio-biblioteca como lugar de la lectura va
tomando una significación cada vez más destacada, ampliándose su
utilización progresivamente del siglo xvi al x v ii. Asimismo, todo lo
relativo al lugar de colocación de los libros y el mobiliario utilizado
experimentó una transformación tendente a una distribución más
selectiva de éstos y a una mejora en la funcionalidad.
Ahora bien, el espacio personal, doméstico y reservado de las bi­
bliotecas particulares no sólo generó novedad, también sospecha y
temor. Estos recintos de cultura a veces se convirtieron en resbala­
dizos espacios entre lo permitido y lo prohibido.73 Leer solo, en si­
lencio, y en ocasiones de manera secreta y clandestina74, reserván­
dose y ocultándose de la mirada indiscreta e inquisitiva de la

328
sociedad y las instituciones, favoreció, no sólo un trato normalizado
con el libro-objeto, sino que además permitió una mayor intimidad
de su práctica, incurriendo en ciertos riesgos, quizás sólo atrevi­
mientos, como leer determinados textos marginales o poco apropia­
dos, algunos de ellos, prohibidos.76
Por consiguiente, este tipo de lectura irá modelando unos cam­
bios, unas transformaciones en la disposición interna de la casa.
Pero igualmente, y de forma inversa, esos mismos cambios sirvie­
ron de acicate para que el ejercicio íntimo de la lectura no decayera
y se afianzara en el tiempo como una práctica irreversible. Esta per­
sonalización de la lectura en la que se ofrece el estudio-biblioteca
como complemento inseparable se va haciendo cada vez más incues­
tionable en el siglo xvii.76
De nuevo Madrid nos puede servir de modelo. En el hogar de los
lectores más humildes cuando se trataba de pocos libros y su em­
pleo era, teóricamente, más bien ocasional e infrecuente, éstos no
tenían un sitio fijo y reservado. Solían guardarse en cualquier mue­
ble, no importando aprovechar aquéllos destinados tradicionalmen­
te a almacenar otros enseres del propietario, generalmente arcas,
arcones, cajones, etc. Por tanto, en sus inventarios post-mortem era
habitual encontrar los libros compartiendo el espacio con otros ob­
jetos domésticos. El clérigo madrileño, Pedro Guevara, tenía todos
sus libros distribuidos de forma poco ordenada entre varias arcas,
un cajón y «un escritorio viejo de nogal con treçe caxones», incluso,
en una alacena donde entre otros objetos de uso cotidiano como
ropa blanca, manteos, jubones, etc., se hallaban «siete libros vie­
jos, encuadernados».77
Solamente cuando la biblioteca tenía una cierta entidad, tanto
por su calidad como por su cantidad, lo usual era el empleo de es­
tantes, quizás como reacción lógica para una ordenación más fun­
cional y adecuada. Si el propietario mantenía un aceptable nivel
económico solía reservarse una habitación independiente para los
libros. El gusto por la soledad, el uso y disfrute de un cuarto silen­
cioso, bien orientado y particular, en donde se pudiera estudiar, me­
ditar y conservar libros, se fue haciendo cada vez relativamente
más usual a lo largo del siglo x v ii78 -tal vez imitando una moda ita­
liana del XVI, a semejanza del estudio-biblioteca que tuvo Federico
de Montefeltro en la ciudad de Urbino o la princesa d’Este en Man­
tua- con la consiguiente satisfacción para sus propietarios de ganar
en prestigio personal, al margen de que las lecturas se hicieran
efectivas o no. Nos dicen Morán y Checa79 que el más claro antece­
dente de las «cámaras de maravillas» fue el studiolo, refugio del in-

329
telectual del Renacimiento, del humanista. Lugar íntimo por exce­
lencia, apartado y recoleto en el que sólo entra su dueño y donde se
depositan los libros e instrumentos científicos en estanterías y pe­
queños armarios.
Su grandiosidad en ocasiones estaba estrechamente relacionada
a la significación política, profesional y social de los propietarios.
Algunos miembros de las clases privilegidas, también de juristas
cualificados, confeccionan espléndidas bibliotecas a semejanza y si­
guiendo los modelos arquitectónicos y de clasificación de las gran­
des colecciones conservadas en centros conventuales, universitarios
o palaciegos. Señala Dahl que «en lo externo, las bibliotecas habían
ido cambiando poco a poco su carácter. Mientras durante la mayor
parte del siglo XVI se siguió aún la costumbre medieval de colocar
los libros sobre pupitres, se fue generalizando cada vez más el dar
al local de la biblioteca la forma de una sala con estanterías a lo lar­
go de las paredes, donde los libros se situaban en tablas; con fre­
cuencia las estanterías se levantaban hasta el techo».80
Igualmente, las transformaciones experimentadas en la utiliza­
ción de la habitación-estudio durante los siglos x v i y XVII se apre­
cian fundamentalmente en un cambio que afecta a la disposición se­
parada de las lecturas, es decir, aparecen varias dependencias, una,
especialmente diseñada para la ordenación y consulta de las obras,
otra, más improvisada y cómoda en donde la lectura se convierte en
un sencillo placer. Por ejemplo, la biblioteca de micer Gonzalo Gar­
cía de Santamaría estaba dividida en dos estancias de la casa: el
studio mayor y el studio pequeño. En el primero, probablemente uti­
lizado como gabinete de trabajo, guardaba la mayor parte de los li­
bros de Derecho, Leyes y Cánones, mientras que en el pequeño, es
de suponer que de carácter más íntimo, lo tenía presumiblemente
para lecturas más ociosas, de gusto más personal.81 En el caso de los
1.300 «cuerpos» de la voluminosa biblioteca del doctor Mendo da
Mota de Valladares, del Consejo de Portugal, estaban distribuidos
entre «el aposento de la librería» y, «una pieza angosta que está cer­
ca del dormitorio del defunto», en donde se guardaban un total de
217 volúmenes.82
El lugar ocupado por estas bibliotecas también permitía probar
el buen gusto de sus propietarios, sobre todo en lo relativo a la sin­
gularidad y riqueza de la decoración. Además de los fondos biblio­
gráficos que en ellas se atesoraban se empezaron a considerar otros
aspectos relativos al ornato, cuyas descripciones aparecen con más
frecuencia en las relaciones inventariadas del siglo xvn que en las
del XVI.

330
Se ampliaron las dependencias buscando una mayor comodidad,
dotándolas del más apropiado y original mobiliario a fin de conseguir
un correcto ordenamiento y una estable conservación de los libros.
Las disposiciones de ordenamiento declaran por parte del pro­
pietario una sensibilidad cultural y unos intereses intelectuales.83
En el caso de Madrid los sistemas más utilizados fueron el de mate­
rias,84 seguido del alfabético85 y de otros menos frecuentes basados
en el formato de los libros,86 las lenguas87 o la numeración de los
estantes,88incluso algún otro curioso y personal que utilizaba los co­
lores para diferenciar las arcas de los libros.89
En definitiva, estamos ante unos tiempos modernos que recono­
cían el prestigio del saber, inventando un nuevo modo de estar en
sociedad y en donde se instauran avances en el proceso de alfabetiza­
ción, en la creación de nuevas formas de la personalización de la lec­
tura y adaptación de los textos, con particulares conductas en relación
con el material escrito y las aspiraciones intelectuales, todo reducido a
la práctica del libro en propiedad y en la intimidad de la casa.
Para terminar no podemos omitir el fragmento de la carta que Ni­
colás de Maquiavelo escribe el 10 de diciembre de 1513 a su amigo
Francesco Vettori. En él se sintetiza parte de lo expuesto en estas pá­
ginas. Dice así:

Vengo del bosque, me voy a una fuente, desde allí a mi pajarera. Conmigo lle­
vo un libro, o Dante o Petraca, o uno de eso poetas menores como Tibullo, Ovidio y
similares: leo de sus pasiones amorosas y éstas me recuerdan a las mías: paladeo
algún pasaje de ese pensamiento. Más tarde voy por la calle a la taberna y ha­
blo con los que pasan, preguntándoles sobre noticias de sus países, me entero de co­
sas y percibo los distintos sabores y fantasías de los hombres [...] Llegada la noche,
retorno a casa y entro en mi estudio. Allí en el umbral, me despojo de aquellas ves­
tiduras cotidianas llenas de fango y de lodo, y me pongo paños reales y curiales. Y
revestido decentemente, entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres, don­
de, recibido amablemente por ellos, me alimento de aquel manjar que solum es
mío, y para el cual yo nací. Donde yo no me avergüenzo de hablar con ellos ni de
preguntarles por las razones de sus acciones; y aquéllos, por su humanidad, me
responden, y no siento durante cuatro horas ningún tedio y afán alguno, no temo a
la pobreza, no me asusta la muerte. Tbdo me transformo ante ellos [...]90

Notas
1. Para acercarse a la historia de la lectura son imprescindibles: P. H. Berger, L i­
bro y lectura en la Valencia del Renacimiento, Valencia, Edicions Alfons el Magná-
nim, 1987, 2 vols; «La lecture a Valence de 1474 a 1560. Evolution des comporta-
ments en function des milieux sociaux», en Livre et lecture en Espagne et en France
sous l’Ancien Regime. Colloque de la Casa de Velázquez, Paris, 1981, págs. 97-101;

331
«La lecture a Valence de 1474 à 1504 (quelques données numériques)», en Melanges
de la Casa de Velázquez, XI (1975), págs. 99-118. F. Bouza Alvarez, Del escribano a la
biblioteca. La civilización escrita europea en la alta edad moderna (siglos xv-xvn),
Madrid, Síntesis, 1992; R. Chartier, Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna,
Madrid, Alianza Editorial, 1993; «Comunidad de lectores», en E l orden de los libros.
Lectores, autores, bibliotecas en Europa entre los siglos xrvy xvm , prólogo de Ricardo
García Cárcel, Barcelona, Gedisa, 1994; El mundo como representación. Estudios
sobre historia cultural, Barcelona, Gedisa, 1992; «Las prácticas de lo escrito», en His­
toria de la vida privada, V, Madrid, Taurus, 1991, págs. 113-161; M. Chevalier, Lec­
tura y lectores en España en los siglos xvi y xvn, Madrid, Turner, 1976. Igualmente,
una buena exposición es la de R. Darnton, «Historia de la lectura», en Peter Burke
(éd.), Formas de hacer Historia, Madrid, Alianza Universidad, 1993, págs. 177-208.
Otros trabajos relevantes: M. de Certeau, La invención de lo cotidiano, I. Artes de ha­
cer, México, Universidad Iberoamericana, 1996 (orig. 1990); M. Frenk, Entre la voz y
el silencio, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1997; «Lectores,y oi­
dores. La difusión oral de la literatura en el Siglo de Oro», en Acias del séptimo con­
creso de la Asociación Internacional de Hispanistas, I, Roma, Bulzoni Editore, 1982,
págs. 101-123; «Ver, oír, leer», en Homenaje a Ana María Barrenechea, Madrid, Cas­
talia, 1984, págs. 235-240. Martin, H. J., «Pour une histoire de la lecture», en Revue
française d’histoire du livre, 16, (1977), págs. 583-610; «Culture écrite et culture ora­
le, culture savante et culture populaire dans la France dAncien Régimen», en Jour­
nal del Savants (1975), págs. 225-282. A. Petrucci, (éd.), Libros, editores y público en
la Europa moderna, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1990; «Lire au Moyen
Âge», en Mélanges de l’Ecole Française de Rome, 96 (1984), págs. 603-616. [Ahora en
A. Petrucci, Alfabetismo, escritura, sociedad, Barcelona, Gedisa, 1999, págs. 183-
196]. Como novedad cabe citar los trabajos recopilados en: Historia de la lectura en
el mundo occidental, dirigida por G. Cavallo y R. Chartier, Madrid, Taurus, 1998.
Para el siglo χνιπ: I. M .a Zavala, Lecturas y lectores del discurso narrativo diecio­
chesco, Amsterdam, Rodopi, 1987, y para el período anterior a la imprenta, P. Zumt-
hor, La letra y la voz. De la «literatura» medieval, Madrid, Cátedra, 1989. Otra inte­
resante aportación la ofrece W .A .A . «Lisants et lecteurs en Espagne, xv^xix' siècle»,
en Bulletin Hispanique, tome 100, n° 2 (julio-diciembre) 1998.
2. M .“ L. Mandingorra Llavata, «Leer y escribir en la Península Ibérica», en Un
valenciano universal Joan Lluís Vives, Valencia, 1993, pág. 99.
3. F. Bouza Alvarez, Del escribano a la biblioteca. La civilización escrita europea
en la alta edad moderna (siglos xv-xvu), Madrid, Síntesis, 1992, pág. 24. Un buen
ejemplo de la permanencia de estas dos formas de expresión nos la ofrece el editor
Juan Mommarte, autor de la primera impresión ilustrada del Quijote, (Bruselas,
1662). En su introducción puede leerse: «si en todas las Impresiones de España sola­
mente se había impreso su Vida con letras, yo la ofrezco grabada también en estam­
pas, para que rao sólo los oídos, sino también los ojos tengan la recreación de un buen
rato, y entretenido pasatiempo, que hace muchas ventajas, principalmente en los ca­
sos arduos, y aquellos que son como Norte de todos los demás, el representarse al
alma, así como con las palabras, también con el ejemplo». [Todos los subrayados de
las notas son nuestros]. Cit. por A. Cayuela, Le paratexte au Siècle d’Or. Prose roma­
nesque, livres et lecteurs en Espagne au XV II siècle, Ginebra, Droz, 1996.
4. Véase M. Frenk, «Entre leer y escuchar», en Letra Internacional, 13, (1989),
págs. 45-48. Los detractores de esta vieja práctica de escuchar leer quizás encontra­
ron argumentos más convincentes. Pedro de Mexía, en su Silva de varia lección, con
cierta contundencia sentenciaba que «el oír hace discípulos y la vista maestros». En

332
parecidos términos se decantaba Lope de Vega en la comedia El guante de doña
Blanca, cuando escribe: «Que entre leer y escuchar/ hay notable diferencia,/ que aun­
que son voces entrambas,/ una es viva y otra es muerta» (B.A.E., XLI, pág. 27). Luis
Vives concibe la voz y la letra como dos elementos complementarios que tienen una
función comunicativa de distinta proyección temporal: «las voces son indicio del áni­
mo entre los presentes, las letras entre los ausentes». Cit. por A. Egido, «Los manua­
les de escribientes desde el Siglo de Oro. Apuntes para la teoría de la escritura», en
La culture des élites espagnoles à l’époque moderne, Bulletin Hispanique, XCVII,
(1995), pág. 70.
5. Cit. por M. Frenlc, «El lector silencioso» en Entre la vozyel silencio, Alcalá de
Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1997, pág. 75.
6. A. Venegas, Tractado de orthographia y accentos en las tres lenguas princi­
pales, estudio y edición a cargo de Lidio Nieto, Madrid, 1986, pág. 5.
7. Véase A. Petrucci, «Scrivere nel Cinquecento: la norma e l’uso per l’Italia e
Spagna», en El Libro Antiguo Español, Actas del segundo Coloquio Internacional, al
cuidado de María Luisa López-Vidriero y Pedro M. Cátedra, Madrid-Salamanca,
Universidad de Salamanca-Biblioteca Nacional-Sociedad Española de Historia del
Libro, 1992, págs. 355-366.
8. Con relación a conveniencia de unificar los signos tipográficos empleados, de
nuevo, Alejo Venegas nos ofrece su docta opinión: «Es cosa muy convenible a los hom­
bres usar de unas letras comunes, en que toda qualidad de personas supiessen leer»,
ibid., pág. 12. Pero como bien ha señalado Pedro Cátedra muchas de las innovacio­
nes italianas o centroeuropeas de los últimos años del siglo xv y primeros del xvi,
como la utilización de variadas letrerías cursivas, romanas, atenuación del empleo
de varias góticas, etc., no pueden separarse del hecho de que se hacen en talleres cu­
yos productos suelen alcanzar todo el mercado europeo, y, por tanto, eran ellos los
que imponían los modelos, siendo muy difícil competir con ese floreciente mercado.
Véase P. M. Cátedra, «La imprenta y la difusión de la cultura», en La aventura del li­
bro. Historia de cinco mil años de escritura, Historia 16, XIV, n.° 157 (1989), pág. 73.
9. R. Hirsch, «Imprenta y lectura entre 1450 y 1550», en A. Petrucci (ed.), Li­
bros, editores y público en la Europa moderna, Valencia, Edicions Alfons el Magná-
nim, 1990, pág. 46. Para este autor la puntuación ortográfica incorporada a los nue­
vos textos fue determinante para el incremento de la lectura. Al ser el principal
medio de comunicación el oral, la entonación y la acentuación fueron tonales y no tu­
vieron necesidad de anotarse. Sin embargo, esta circunstancia fue cayendo en desu­
so cuando cada vez más personas empezaron a leer por sí mismas. Para Alejo Vene-
gas, en su Tractado de orthographia..., señala que la puntuación es imprescindible
incorporarla al texto, pues «haze que descanse el que habla; y perciba bien el que oye;
y entienda el que lee», pág. 58.
10. R. Chartier, «Las prácticas de lo escrito», en Historia de la vida privada, V,
Madrid, Taurus, 1991, pág. 126.
11. Sobre la evolución de la lectura en el período medieval, veánse: P. Saenger,
«Silent reading: its impact on late medieval script and society», en Viator, 13, (1982),
págs. 367-414; «Manieres de lire médiévales», en Historie de l’édition française. I. Le
livre conquérant, Paris, Promodis, 1982, págs. 131-142; A. Petrucci, «Lire au Moyen
Age», en Melanges de l’Ecole Française de Rome, 96 (1984), págs. 603-616. Por su
parte, para el mundo antiguo, la obra de B. Knox, «Silent reading in antiquity», en
Greek, Roman and Byzantine Studes, 9 (1968), págs. 421-435, pone de manifiesto que
aunque la lectura en silencio también se practicó en la Antigüedad, ésta siempre se
redujo a un círculo muy cerrado y especializado y poco representativo. El tema es

333
igualmente tratado por R. Chartier, «Du livre au lire», en Practiques de la lecture,
Marseille, 1985, págs. 61-88; y de forma más general en Libros, lecturas y lectores en
la Edad Moderna, Madrid, Alianza Editorial, 1993, pág. 24.
12. E. Eisenstein, La revolución de la imprenta en la Edad Moderna europea,
traducción de Fernando Jesús Bouza Alvarez, Madrid, Akal, 1983, pág. 95.
13. En un notable trabajo de la profesora Ludovica Braida, se pone de manifies­
to, con dos magníficos ejemplos, cómo la lectura intensiva coexiste hasta bien entra­
do el siglo XVIII con la extensiva, argumentando que eran prácticas de distinta natu­
raleza e independientes que no tenían porqué sucederse la una a la otra. L. Braida,
«Leggere “per dissipar la noia”, leggre “per scrivire”. Le esperienze di due italiani del
Settecento», en O livro e a Leitura, coordenaçao Joao Luís Lisboa, en Cultura. Revis­
ta de historia e teoría das ideias, Lisboa, IX (1997), págs. 137-153.
14. P. H. Berger, Libro y lectura en la Valencia del Renacimiento, Valencia, Edi-
cions Alfons el Magnánim, 1 9 8 7 ,1, pág. 387. En la Barcelona de finales del siglo XVI
no aumentó el número de poseedores de libros, mientras que sí lo hizo el tamaño de
las bibliotecas. Véase M. Peña Díaz, Cataluña en el Renacimiento: libros y lenguas
(Barcelona, 1473-1600), Lleida, Ed. Milenio, 1996, pág. 161.
15. Un testimonio literario de «mal lector» nos lo ofrece Cervantes en el Quijote
cuando éste es requerido por un oficial de la Santa Hermandad. En el momento de la
identificación el cuadrillero sacó un pergamino, «y poniéndosele a leer de espacio,
porque no era buen lector, a cada palabra que leía ponía los ojos en don Quijote...»
DQ, 1,45. Cit. por M. Frenk, «El lector silencioso», op. cit., pág. 77. Como testimonio
directo hemos seleccionado el caso de don Juan de Mendoza, caballero del séquito de
María de Hungría. En una carta dirigida al Obispo de Arrás, confiesa cómo el retiro
de la reina en la villa de Cigales, le había ocasionado una merma importante en sus
actividades cotidianas, mucho más austeras que las disfrutadas en Plandes. Don
Juan, en un arranque de sinceridad le confiesa al de Arrás que apenas encuentra
mayor diversión que la de acercarse a los libros de la Reina, aunque tampoco así des­
peja del todo su hastío porque, para su desgracia, los lee mal y los entiende peor. Cit.
por F. Bouza Álvarez, «Leer en Palacio. De Aula Gigantium a Museo de reyes sabios»,
en El Libro Antiguo Español, III, El libro en Palacio y otros estudios bibliográficos,
al cuidado de María Luisa López-Vidriero y Pedro M. Cátedra, Madrid-Salamanca,
Universidad de Salamanca-Biblioteca Nacional-Sociedad Española de Historia del
Libro, 1996, pág. 29.
16. R. Chartier, Libros, lecturas y lectores..., op. cit. pág. 128.
17. A. Petrucci, (ed.), Libros, editores y público en la Europa Moderna, Valencia,
Edicions Alfons el Magnánim, 1990, pág. 19.
18. J. M.° Díez-Borque, El libro, de la tradición oral a la cultura impresa, Barce­
lona, Montesinos, 1985, pág. 131.
19. R. Chartier, «Las prácticas urbanas del impreso, 1660-1780», en Libros, lec­
turas y lectores en la Edad Moderna, Madrid, Alianza Editorial, 1993, pág. 127.
20. Véase Anton Pelayo, M. Jiménez Sureda, «Propuestas metodológicas para
una historia cultural de lo social. Gerona, siglo xvill», en C. Barros, Historia a debate,
(Actas del Congreso Internacional celebrado en Santiago de Compostela del 7 al 11
de julio de 1993), II, Santiago, 1995, págs. 193-200.
21. R. Chartier, El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica
y representación, Barcelona, Gedisa, 1992, pág. 110. A similar conclusión llega Ri­
cardo García Cárcel, «Presente y futuro de la investigación sobre las élites en la Ca­
taluña del Antiguo Régimen», La culture des élites espagnoles á l’époque moderne, en
Bulletin Hispanique, XCVII, (1995), n.° 1, pág. 394, cuando señala que un buen tes­

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timonio de la permeabilidad de la elites y las clases populares son las lecturas, en las
que se pone en evidencia cómo la temática de consumo literario era la misma en todo
el espectro sociológico.
22. DQ, 11,3. Cit. por J. Montero Reguera, «Aspectos de la recepción del Quijote
en el siglo xvn. Cervantes relee su obra», en Edad de Oro, XII, Depto. de Filología Es­
pañola de la U. A. M. (1993), pág. 213. A propósito de la accesibilidad de los lectores
a diferentes niveles de lectura, véase el caso del Ouzmán de Alfarache, en el que su
autor se compromete a escribirlo para una gran diversidad de lectores, esto es, «al
vulgo» y «al discreto lector»: «si lo aprueban los doctos, no negándolo el vulgo; si lo
confiesa el mundo, porque halla cada uno lo que su gusto le pide, que por tan dificul­
toso lo pinta Horacio, si debajo de nombre profano escribe tan divino, que puede ser­
vir a los malos de freno, a los buenos de espuelas, a los doctos de estudio, a los que no
lo son de entretenimiento». Cit. F. Márquez Villanueva, «Sobre el lanzamiento y re­
cepción del Guzmán de Alfarache», en Bulletin Hispanique, XCII, (1990), pág. 558; y
A. Cayuela, L e paratexte au Siècle d'Or..., op. cit., pág. 117.
23. M.a C. García de Enterría, «Pruebas escritas de una amistad. Francisco de
Quevedo y Antonio Hurtado de Mendoza», en Homenaje a Eugenio Asensio, Madrid,
Gredos, 1988, págs. 199-213. En opinion de la Dra. García Collado, ya desde finales
del siglo XVI los pliegos sueltos fueron perdiendo su vinculación con la literatura cul­
ta y comenzaron a perfilarse como productos dirigidos a la difusión masiva. Esta
nueva sociología del pliego suelto, y del libro de cordel, se instauró de manera defi­
nitiva en el siglo xvill, época en la que las elites ilustradas dejaron de estimar los im­
presos de vida efímera y en nombre del «buen gusto» los desautorizaron como posi­
bles vehículos de la cultura letrada. M .aÁngeles Gai’cía Collado, Los libros de cordel
en el siglo ilustrado. Un capítulo para la historia literaria de la España Moderna, Te­
sis Doctoral inédita, Universidad del País Vasco, 1997.
24. C. Ginzburg, El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo
XVI, Barcelona, Muchnik Eds., 1981.
25. R. Chartier, Libros, lecturas y lectores..., op. cit., pág. 129.
26. Véase E. Baker, «La biblioteca de don Quijote: apuntes para una taxonomía
literaria», en M .a Isabel Loring García, (ed.), Historia social, pensamiento historio-
gráfico y Edad Media. Homenaje al prof. Abilio Barbero de Aguilera, Madrid, Edi­
ciones del Orto, 1997, pág. 135.
27. Como referencia historiográfica básica al tema de la lectura y escritura en la
España Moderna, puede servir la recopilación que hace M .aV. López-Cordón, «Libros
y pedagogía», El Libro Antiguo Español, III, E l Libro en Palacio y otros estudios
bibliográficos, al cuidado de María Luisa López-Vidriero y Pedro M. Cátedra, Ma-
drid-Salamanca, Universidad de Salamanca-Biblioteca Nacional-Sociedad Española
de Historia del Libro, 1996, págs. 148 y ss. Para conocer con más profundidad las
bibliografías disponibles referentes a la historia del libro (también para los siglos xvi
y xvil), véase el trabajo de J. Burgos Rincón, «La edición española en el siglo xvm. Un
balance historiográfico», en Hispania, LV, 190 (1995), págs. 589-627.
28. R. Chartier, El orden de los libros. Lectores, autores, bibliotecas en Europa
entre los siglos xrvy xvm, prólogo de Ricardo García Cárcel, Barcelona, Gedisa, 1994,
pág. 37.
29. R. Darnton, «Historia de la lectura», en Burke, P. et al., Formas de hacer Histo­
ria, Versión española de José Luis Gil Aristo, Madrid, Alianza Editorial, 1993, pág. 205.
30. Y para ello la educación fue un elemento indispensable y el libro su principal
valedor. Para el profesor Chevalier, Alonso Quijano, hombre culto, de buena mane­
ras, refinada elegancia y trato cortés -proceder probablemente aprendido en el Ga-

335
lateo español- representa al hombre de la modernidad y del futuro. Es por excelen­
cia el «hombre del libro». Véase M. Chevalier, «Alonso Quijano, homme du livre», en
Hidalgos. Hidalguía dans l’Espagne des xv f-x v ilf siècles. Théories, pratiques et re­
présentations, Paris, 1989, págs, 95-104.
31. J. Revel, «La cultura difundida», en La Cultura del Renaixement, Home-
natge al P. Miguel Batllori, Manuscrits. Revista d’Historia Moderna, I (1993),
págs. 162-163.
32. Por ejemplo, no faltaron proclamadores de una literatura exclusiva y exclu-
yente. El prologuista de la obra de Bernardo de Balbuena, Siglo de oro en las selvas
de Erífile (Madrid, 1608), el doctor Mira de Amescua, señala que «los poemas, aun­
que humildes, no se escriben para los ignorantes y rudos, sino para los doctos, a
quien de alguna manera, y en alguna parte satisfacerse debe». Cit. por A. Cayuela,
Leparatexte au siècle d’Or..., op. cit., pág. 121. El mismo Richard Kagan, pone de rçia-
nifiesto en su libro Universidad y sociedad en la España Moderna, Madrid, Taurus,
1981, pág. 72 y ss., cómo la cultura seguía siendo principalmente patrimonio de
algunos escogidos y privilegiados. Señala que por razones económicas, localización
geográfica, sexo y origen racial, la mayor parte de la población española en tiempo de
los Austrias consideró que la alfabetización era una misión casi imposible, al menos
muy difícil, y que en todo caso no justificaba el esfuerzo que implicaba. La formación
estaba organizada y diseñada por y para una elite urbana próspera, o casi en la cús­
pide de la jerarquía social, aunque no fuera exclusiva de ella.
33. Cit. R. Chartier, Libros, lecturas y lectores..., op. cit., pág. 94.
34. Véase F. Bouza Alvarez, Del escribano a la biblioteca..., op. cit., págs. 27-29;
R. Chartier, El mundo como representación..., op. cit., pág. 53.
35. J. A. Maravall, «El intelectual y el poder. Arranque histórico de una discre­
pancia», en La oposición política bajo los Austrias, Barcelona, Ariel, 1974, pág. 21.
36. F. M. Gimeno Blay, J. Trenchs Odena, «Libro y bibliotecas en la Corona de
Aragón (siglo xvi)», en El Libro Antiguo Español, Actas del segundo Coloquio Inter­
nacional, al cuidado de María Luisa López Vidx'iero y Pedro M Cátedra, Madrid-Sa-
lamanca, Universidad de Salamanca-Biblioteca Nacional-Sociedad Española de His­
toria del Libro, 1992, pág. 229.
37. B. Cárceles, «Nobleza, hidalguía y servicios en el siglo xvil castellano», en
Hidalgos & Hidalguía dans l’Espagne des xvf-xvilf siècles. Théories, pratiques et re­
présentations, Pai'is, Collection de la Maison des Pays Ibériques, 37 (1989), pág. 80.
38. Sentenciaba amargamente San Agustín: «que el deseo de saber es insaciable
en el hombre [...] Otros estudian para saber, movidos del interés, de la curiosidad, u
de la ambición. Muchos para vivir de su estudio; pocos para mejorar de vida. Para
parecer doctos, muchos; para ser buenos, muy pocos». Véanse Las confesiones del
Glorioso Doctor de la Iglesia, S. Agustín. Traduzidas del Latín en Castellano por el
R. Padre, Pedro de Rivadeneyra, Bruselas, Francisco Foppens, 1674, fols. 2v-3r.
39. Véase R. García Cárcel, «Presente y futuro de la investigación sobre las eli­
tes...», op. cit., págs. 385-396. Algunos autores como Richard Kagan han puesto de
manifiesto la relación entre las pretensiones de la nobleza, el estamento eclesiásti­
co y las profesiones liberales en Castilla durante el siglo xvi de conseguir puestos en
la administración del Estado, y el gran crecimiento que experimentó la población
universitaria española. Véase R. Kagan, Universidad y sociedad..., op. cit., en espe­
cial el capítulo 6, págs. 130-147. En opinión de este autor, Madrid fue uno de los nú­
cleos urbanos más activos a la hora de enviar estudiantes a las distintas univer­
sidades castellanas, convirtiéndose a la vez en la ciudad que en mayor número
volvían, tanto clérigos, como hijos de la nobleza y alta burguesía, etc., los cuales pre­

336
tendían conseguir puestos en la burocracia metropolitana y colonial de la Monar­
quía católica.
40 Véase el capítulo «Livre et société», del libro de Henri-Jean Martin, Histoire
et pouvoirs de l’escrit, Paris, Librairie Académique Perrin, 1988.
41. En un reveladora carta escrita por Luis Vives y dirigida a Juan III de Portu­
gal, se hace referencia «a la convivencia obligada entre los estudiosos y los príncipes,
que no son dos clases de hombres que vivan desconocidos e independientes, sino que
se impone que estén ligados por una tan estrecha solidaridad, que los unos sean apo­
yo de los otros y se presten ayuda recíproca [...]», Carta de Luis Vives a Juan III de
Portugal, en la introducción de su discurso De disciplinis, en Obras completas, ed.
de Lorenzo Riber, Madrid, Aguilar, 1948, II, pág. 339). Cit. por M. Fernández Álva-
rez, «Alfonso de Valdés, un intelectual al servicio del poder», en La Cultura del Re-
naixement, Homenatge al Pare Miguel Batllori, Manuscrits. Revista d’Historia Mo­
derna, 1993, pág. 17.
42. B. Cárceles, op. cit., págs. 83-84.
43. Rei. I. Des. VIII.
44. Robert K. Merton, Teoría y estructuras sociales, México, Fondo de Cultura
Económica, 1964, pág. 217. Cit. por L. Gil Fernández, «apuntamientos para un aná­
lisis sociológico del Humanismo español», en Estudios de Humanismo y tradición
clásica, Madrid, Editorial de la Universidad Complutense, 1984, pág. 39.
45. R. Puddu, El soldado gentilhombre, Barcelona, Argos Vergara, 1984, pág. 127.
46. M. Chevalier, «La cultura del Gentilhombre en la España del Siglo de Oro», en
La culture des élites espagnoles à l’époque moderne. Bulletin Hispanique, XCVII,
1995, pág. 70.
47. También con las herramientas básicas e imprescindibles para escribir (pa­
pel, pluma, tintero, salvadera, etc.) cuyos niveles más altos de utilización, lógica­
mente, se agrupan en individuos que al menos demuestran una total alfabetización,
una aceptable reputación socio-profesional y el suficiente respaldo económico. Véanse
los ejemplos aportados por M. Peña Díaz, «Elites y cultura escrita en la Barcelona del
Quinientos, en Manuscrits. Revista de Historia Moderna, 14 (1996), págs. 216-217.
48. El intercambio de libros y, sobre todo el préstamo (según se desprende de las
anotaciones recogidas en la documentación notarial de inventarios post-mortem y
disposiciones testamentarias) se practica con cierta frecuencia entre amigos, como
por ejemplo don Sebastian Diego de Parada, que deja especificado en sus últimas
voluntades que, «entre los libros de la librería del dicho mi señor padre se mezclaron
algunos pertenecientes al señor don Fernando Hervás Manrique y a don Juan de He­
rrera. Ordeno que se le dejen sacar al dicho señor don Femando los que dijere son
suyos o del dicho don Juan de Herrera...», en otro apartado, igualmente, pide, «vuél­
vanse a don Antonio Bohórquez, que vive en Morendosso, tres líteos manoscriptos
que tengo suyos...» Archivo Histórico de Protocolos de Madrid, (en adelante:
A.H.P.M), prot. 6659 (1639-III-16). La práctica del intercambio y préstamo también
es muy frecuente entre individuos con intereses profesionales comunes. Por ejemplo,
el clérigo Juan de Güemes dispone en su testamento que al «señor cura de Lloreda,
se le vuelva un Compendio de Navarro que tengo suyo, y se quede con un libro de
Sermones que tiene mió...». Cit., por M. Vaquerizo Gil, «La biblioteca de un sacer­
dote rural en el siglo xvn», en Altamira, I, 1975, pág. 117. Otro caso, de los muchos
que podríamos aportar, sería el del clérigo Martín de Villarroel. En su testamento se
puede leer que, «entre mis libros hay unas obras del abad Ruperto, en tres cuerpos y
los Orígenes en dos, que son del Maestro Testa, y ansímismo un libro pequeño, viejo
que se llama Opusaureum que es de Pedro de Illescas, clérigo, vuélvanse a sus due­

337
ños o a sus herederos y todos los demas libros y papeles son myos» (A.H.P.M., prot.
2613 (1603-1-9). Como vemos por lo general los préstamos de libros no se devolvían
con demasiada diligencia, en algunos casos se desconocía incluso a quien pertene­
cían. Juan Simón de Alava e Ibarra, médico de Su Majestad, declara en su testa­
mento: «que si en mi librería hubiere algún libro ageno, y le pidiere alguno, dando las
señas dél, se le den» (A.H.P.M., prot. 2522 (1595-IX-21).
49. Sobre el encargo de libros hemos elegido la petición que hace Guillén de San
Clemente, embajador de Felipe II en Praga, a Francisco de Vera, embajador en
Venecia. Carta fechada en Viena el 25 de septiembre de 1593. Archivo General de
Simancas, Estado, leg., 1543, fol. 124. «Lo que supplico agora de nueuo a vuestra Se­
ñoría es que para con el primer ordinario me haga merced de mandarme comprar ay
las Dianas de Montemayor en lengua española y el Ariosto en italiano, y embiárme-
los en papel que yo los haré enquadernar acá, que son para vna señora española que
me los ha pedido». Cit. por F. Bouza Álvarez, «Leer en Palacio...», op. cit., pág. 41.
50. El clérigo, doctor Moya Contreras empeña 267 volúmenes de su biblioteca
con sus respectivos cajones por 230 ducados, «con que si dentro de un año primero
siguiente contado desde oy día de la fecha desta carta os diere y pagare los dichos do-
cientos y treynta ducados, me bolvan los dichos caxones y libros desuso declarados»
(A.H.P.M., prot. 403 (1565-XII-13).
51. El libro podía convirtirse en el sospechoso número uno. En el «hereje mudo»,
cuya ocultación, incluso su destrucción, era a veces una cuestión de fuerza mayor.
Manuel Peña señala que la natural prevención familiar ejercida desde el interés por
la conservación del patrimonio, actuaba antes que la censura inquisitorial. Aplica el
modelo de los abogados barceloneses que, aún perteneciendo a una categoría social
prestigiosa, corrían el riesgo de caer en desgracia por unas prácticas de lecturas he­
terodoxas. Véase M. Peña Díaz, Cataluña en el Renacimiento..., op. cit., pág. 185.
52. Las ricas bibliotecas se convertían en un importante legado cultural, tam­
bién crematístico, pero sobre todo, un instrumento de poder al permitir a sus here­
deros formarse, principalmente en las mismas disciplinas profesionales de sus as­
cendientes. Pero para algunos propietarios su principal preocupación era que sus
herederos supieran valorar la autoridad de los libros y reconocer el esfuerzo cons­
tante que significaba la composición de la biblioteca, sin duda, el mejor exponente de
una inquietud intelectual. Por citar algunos ejemplos, don Juan Manrique de Lara,
clavero de la Orden de Calatrava y de los Consejos de Estado y Guerra de su Majes­
tad, deja especificado en sus últimas voluntades que sea el único heredero de sus
libros, su hijo: «Ytem, todos los libros [...] mando que se den al dicho don Antonio, mi
hijo...» (A.H.P.M., prot. 269 (1570-XII-12). Otros ponían algunas condiciones, como la
impuesta por el licenciado Juan de Almazán a su descendiente, «es mi voluntad que
si el dicho Diego de la Cerda, nuestro hijo, acabare sus estudios, haya y lleve por
nuestra mejora o como mejor de derecho pueda y fuera de su legítima, todos los libros
que yo tengo...» (A.H.P.M., prot. 565 (1576-X-29). En una de las mandas testamenta­
rias de Rodrigo de Salduegui, clérigo y capellán de su Majestad, vemos cómo agasa­
ja a su sobrino, Juan Ximénez, «que está estudiando en Alcalá, que es hijo de Jeróni­
mo Ximénez, todos los libros y un Breviario y un Diurno que tengo...» (A.H.P.M., prot.
5184 (1630-XI-12). Otra curiosa muestra es la de micer Gonzalo García de Santama­
ría, el cual en su testamento firmado en 1519 expresa su deseo, sobre cualquier otra
disposición, de que todos sus libros reunidos a los largo de su vida con paciente dedi­
cación, los guarde su mujer para su nieto, su única esperanza para que continue la
promoción socio-profesional iniciada por éls pues parece ser que su hijo, «según la
poca devotion que tiene a las letras ni a los letrados, y según presta y malamente lo

338
suyo, en tres meses no ternía uno». Cit. por L. Gil Fernández, Panorama social del
humanismo..., op. cit., pág. 668. Sobre el legado hereditario de los libros no quiero de­
jar de mencionar las magníficas palabras que dejó escritas don Iñigo López de Men­
doza, IV duque del Infantado en el Prólogo al libro dedicado a su hijo don Diego, mar­
qués de Cenete, Memorial de cosas notables, Guadalajara, Pedro de Robles y
Francisco de Cornelias, 1564: «Estos libros dexaron ellos (nuestros antepasados) por
bastantes testigos de sus estudios, y por continuos despertadores de sus descendien­
tes, para que en la misma ocupación se empleassen. Y estos son los que mucho tiem­
po ha, despertaron mi memoria para no olvidar la obligación que, como he dicho, te­
nemos todos de imitar en esto la virtud de nuestros mayores... assi por dexar en mi
casa el talento de los libros que rescibi acrescentado, como por poderos dexar a vos
este libro, por prenda de amor, y por significación del desseo que he tenido y tengo de
veros assi mismo occupar algunos ratos en leción de buenos libros [...] Rescibid pues
muy amado hijo este don de vuestro padre, que por ser de letras, es en sus ojos más
precioso que si fuera délos que de oro y de plata muchos se estiman. Y procurad no
solo de leerle, sino de añadirle: lo que vos leyendo en otros libros notaredes. Y lo mis­
mo preciaría yo mucho que hiziesen, los que de vos succederan en esta casa, que para
todos avra recaudo, según la multitud de libros que os quedan, y según los que cada
día de nuevo salen a la luz [...]».
53. Otra práctica bastante utilizada por la minoría letrada estaba constituida
por las almonedas o ventas de segunda mano. El ambiente de expectación que des­
pertaron estas ventas de segunda mano durante los siglos xvi y xvil tuvo que ser
considerable, al menos cuando se trataba de la venta de alguna colección de libros
importante. En torno a ellas se concentraba un gran y heterogéneo número de per­
sonas, todas en busca de libros de su interés, buenas gangas o textos poco conocidos
o agotados. Los más interesados eran principalmente representantes de la minoría
culta con alguna significación profesional, estamental, política o religiosa. Por ejem­
plo, los sectores profesionales (abogados, médicos, boticarios, estudiantes, licencia­
dos, etc.), junto a la nobleza y el estamento eclesiástico, constituían una segura clien­
tela con sobrada iniciativa intelectual y suficiente respaldo económico. Parece lógico
pensar que su inquietud intelectual les hacía no conformarse con lo que hallaban en
las tiendas de librería y gustaban de probar suerte participando activamente en to­
das aquellas subastas que liquidaban la biblioteca de algún difunto, probablemente
compañero de profesión o simplemente conocido bibliófilo.
54. Algunos lectores celosos y desconfiados a la hora del préstamo o preveyendo
una posible sustracción, gustaban de firmar y acreditar todos sus libros a manera de
ex-libris para dejar constancia, sin duda, de a quien pertenecían. Revelador es el
caso del licenciado Gaspar de Montemayor. En su testamento declara que tiene unos
libros del señor Pedro Zapata del Mármol, advirtiendo, «que están señalados por su­
yos al prinçipio en las primeras hojas» (A.H.P.M., prot. 1821 (1605-XII-ll). Otras ve­
ces son las armas grabadas o algún signo distintivo los que permiten reconocer a los
antiguos propietarios. Por ejemplo, doña Antonia María de Córdoba, viuda, señora
de honor de la Reina, tenía, «quatro libros de a quarto del padre Joan de Avila con sus
harmas en la enquadernacion...» (A.H.P.M., prot. 6002 (1644-VI-18). Por su parte en
el inventario de libros de doña Ana Manrique, condesa de Puñoenrostro, aparece un
ejemplar en formato octavo relativo a la Vida de San Juan de Sahagún, encuaderna­
do en cartón y cabretilla, «con las armas de los Manrriques», (A.H.P.M., prot. 2022
(1616-IV-ll). En otros casos más extremos como el del humanista valenciano Furió
Ceriol no sólo tenía para sus libros un tipo especial de encuadernación, sino también
su propio retrato pegado en cada uno de ellos a manera de ex-libris. Cit. por L.

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Pfandl, Cultura y costumbres del pueblo español de los siglos xvi y xvil. Introducción
al Siglo de Oro, Barcelona, 1929, pág. 198. Al libro igualmente había que dotarle de
una cobertura adecuada que lo mantuviera perfectamente engarzado y unido en to­
das sus páginas, preservándole, igualmente, de golpes y otros deterioros externos
que pudieran perjudicar su conservación. Es evidente que este tipo de encuaderna­
ción de carácter comercial, corriente, del todo necesario, no tiene nada que ver con
las encuadernaciones específicas en materiales, ornamentación, colores, suntuosi­
dad y diseño, encargadas por los bibliófilos (miembros distinguidos de la nobleza y
unos pocos intelectuales) que constituían para ellos un factor añadido y determinan­
te en el aspecto y valoración de sus colecciones. Recordemos la colección de don Die­
go Hurtado de Mendoza toda ella encuadernada en dos colores: rojo y verde, los colo­
res del blasón de la familia. Caso similar el de don Ruy Gómez de Silva y del Aguila,
marqués de la Aliseda, que utilizaba el negro y el rojo para la encuadernación de una
gran parte de su biblioteca (A.H.P.M., prot. 3146 (1616-11-19). Asimismo, el duque de
Sanlúcar, don Ramiro Pelípez Yáñez de Guzmán tenía parte de su librería con una
encuadernación personalizada. De esta manera se menciona en su inventario postu­
mo «unos libros, todos con la encuadernación del Duque, mi señor...» (A.H.P.M., prot.
8181 (1668-XII-12).
55. «Que el sabio no busca lo superfluo, más lo necessario. Porque aquello fue
muchas veces malo y pestilencial, y aquesto provechoso y bueno». Pedro de Medina,
Libro de la Verdad, donde se contienen dozientos dialogos, qve entre la verdad y el
hombre se tratan, sobre la conversion del pecador, compuesto por el maestro..., Málaga,
por luán Rene, 1620, Diálogo XIII, fol. llv.
56. Véase B. W. Ife, Lectura y ficción en el siglo de Oro. Las razones de la pica­
resca, Barcelona, 1991, págs. 45-46. También véase R. Chartier, «Las prácticas de lo
escrito», op. cit., págs. 126 y ss.
57. Daniel Bartoli, El hombre de Letras, escrito en italiano, por el padre..., de la
Compañía de Jesús, y traducido por diversos Autores, en Latin, Francés, Inglés, Ale­
mán, y Portugués;y aora nuevamente en castellano, por Gaspar Sanz, presbytero...,
Barcelona, Juan Jolis, 1744.
58. J. Fayard, Los miembros del Consejo de Castilla, (1721-1746), Madrid, Si­
glo XXI, 1982, pág. 469.
59. S. Dahl, Historia del libro, Madrid, Alianza Editorial, pág. 171.
60. Es habitual que estas grandes bibliotecas abrieran sus puertas a estudiosos
y literatos. Por ejemplo, la del Marqués de Santillana fue visitada por Juan de Mena.
Véáse F. Street, «La vida de Juan de Mena», en Bulletin Hispanique, LV, 1953,
págs. 149-173. Al igual que Francisco de Quevedo examinó los fondos de la también
magnífica colección de don Diego Sarmiento de Acuña. Véase I. Michel, J. A. Ahijado
Martínez, «La casa del sol: la biblioteca del Conde de Gondomar», en El Libro Anti­
guo Español. III. El Libro en Palacio y otros estudio bibliográficos , al cuidado de Ma­
ría Luisa López-Vidriero y Pedro M. Cátedra, Salamanca, Universidad de Salaman­
ca-Biblioteca Nacional-Sociedad Española de Historia del Libro, 1996, pág. 187.
61. Sobre la formación cultural del clero, véanse los trabajos de J. Burgos Rin­
cón, «Los libros privados del clero. La cultura del libro del clero barcelonés en el si­
glo xvil», en Manuscrits, 14, 1996, págs. 231-258.
62. H. de Celso, Las leyes de todos los reynos de Castilla: abreviadas y reduzidas
en forma de Repertorio decisivo por la orden del A.B.C., Valladolid, Nicolás de Terri,
1538.
63. Por aportar algún dato cuantitativo, por ejemplo el que nos ofrece la noble­
za asentada en Madrid entre 1550 y 1650, vemos como los libros de contenido reli­

340
gioso ocupan el primer lugar en sus bibliotecas, con el 30,7 %, progresando notable­
mente del 15,2 % entre 1550 y 1600 a un 85 % detectado en la primera mitad del si­
glo XVII, (es decir, 5 veces más). Le sigue de cerca las obras de temática histórica (se­
gunda disciplina de preferencia) con el 28,7 % (con una diferencia de libros 9 veces
más alta del período 1601-1650 respecto de los cincuenta años anteriores). Parecida
tendencia ascendente ofrecen los libros de Bellas Letras que ocupan el tercer lugar
de preferencia con el 20,6 %, seguido de los libros jurídicos con el 11,1 y los de Cien­
cias con el 8,7 %.
64. Entre otros muchos ejemplos, destacamos uno sobresaliente, el de don Fran­
cisco Hurtado de Mendoza, primer marqués de Almazán, que muere en Madrid en 1591
dejando una espléndida biblioteca. En ella, la utilidad, devoción y cultura caballeresca
se mezclan, advirtiendo la imagen de un lector docto y devoto, al mismo tiempo que caL
ballero y hombre de gobierno. Véase F. Bouza Álvarez, «Docto y devoto. La biblioteca
del marqués de Almazán y conde de Monteagudo. (Madrid, 1591)», en Seminario de His­
toria del Libro, «Pasión por el libro: coleccionistas y bibliófilos del Renacimiento a las
Vanguardias», Salamanca-Fundación Duques de Soria, 1997, [en prensa],
65. Para este autor el estudio de los contenidos de determinadas bibliotecas par­
ticulares le han llevado a establecer tres grupos distintos: a) bibliotecas ricas, que
cuentan con quinientos libros, o más, caracterizadas por su variedad temática y per-
tenencientes a títulos y cortesanos, a obispos y arzobispos, a secretarios y consejeros
reales; b) bibliotecas de razonable importancia, en las cuales entran unos centenares
de libros, que ofrecen la misma variedad que las anteriores, aunque más especiali­
zadas, más técnicas en sus contenidos disciplinares; son propiedad de teólogos, le­
trados, médicos y artistas; y c) bibliotecas que contienen unas docenas de libros, o
unos cuentos libros, éstas, lógicamente, no suelen presentar gran variedad: apenas
si incluyen a veces alguna obra que no sea de devoción. Tales bibliotecas pertenecen
a hidalgos, curas, mercaderes o artesanos. Véase M. Chevalier, Lectura y lectores en
la España..,, op. cit., pág. 39.
66. A este respecto, Mateo Alemán, en su Guzmán de Alfarache, ridiculiza con
ingenio la exhibición que hacían algunos cuando escribe: «otros con el mucho hablar
y mucha librería quieren ser estimados por sabios y no consideran cuánta mayor la
tienen los libreros y no por eso lo son». M. Alemán, La vida de Guzmán de Alfarache.
Atalaya de la vida humana. Segunda parte, Lisboa, 1604. Edición, introducción y no­
tas a cargo de Francisco Rico, Barcelona, Planeta, 1970, pág. 512. En parecidos tér­
minos, Juan de Zabaleta, cronista de Felipe II, critica con gran dureza el acopio de
libros que hacían algunos. «A las tres de la tarde del día de Fiesta entra en una pie­
za en que tiene gran número de libros un hombre a quien dan más vanidad que en­
señanza: Los libros cerrados se estudian por de fuera, los abiertos por de dentro. De
los cerrados no se aprenden más que los rétulos, y de los abiertos las materias. No
puede tener muchos libros abiertos el que estudia una facultad punto por punto; con
pocos tiene hartos, los demás le sobran. Los muchos libros las más vezes son embus­
te para la fama. Los que los ven en los estantes los consideran traslados al pecho de
su dueño y miran en aquel pecho toda aquella librería desatada en venerables cono­
cimientos. Engáñanse, porque todos aquellos libros no ay en aquel hombre más que
malicia de hazerlos testigos falsos.» J. de Zabaleta, El día de fiesta por la mañana y
por la tarde, Barcelona, Biblioteca Clásica Española, 1885, pág. 213.
67. P. Berger, Libro y lectura en la Valencia... op. cit., págs. 366-372.
68. M. Peña Díaz, Cataluña en el Renacimiento... op. cit., págs. 160-161.
69. R. I. López, «Lectores y lectura en Oviedo durante el Antiguo Régimen», en
Actas del I Congreso de Bibliografía Asturiana, Oviedo, 1989, pág. 787.

341
70. A. Weruaga Prieto, Libros y lectura en Salamanca: del Barroco a la Ilustra­
ción (1650-1725), Salamanca, 1993, pág. 106.
71. Véase J. M. Prieto Bernabé, Lectura y lectores en el Madrid de los Austrias,
1550-1650, tesis doctoral inédita, Universidad Complutense de Madrid, 1999.
72. M. Peña Díaz, «El entorno de la lectura en Barcelona en el siglo XVI», Histo­
ria Social, 22, 1995, págs. 3-18. Del mismo autor, véase también, «Lectura y espacio
privado», en Cataluña en el Renacimiento: libros y lenguas (Barcelona, 1473-1600),
prólogo de Ricardo García Cárcel, Lérida, Ed. Milenio, 1996, págs. 229-244.
73. M. Peña Díaz, Cataluña en el Renacimiento..., op. cit., pág. 231.
74. Véase el apartado de Lectura clandestina, en F. M. Gimeno Blay, J. Trechs
Odena, op. cit., págs. 216-218.
75. Elocuentes resultan las palabras que un discípulo de Luis Vives le dirigió
acerca del famoso proceso de Juan de Vergara. En la carta, se aludía, sin mencionar­
lo expresamente, al injusto sistema represor de la Inquisición: «[...] en efecto, cada
vez resulta más evidente que ya nadie prodrá cultivar medianamente las buenas le­
tras en España sin que al punto se descubra en él un cúmulo de herejías, de errores,
de taras judaicas. De tal manera es esto que se ha impuesto silencio a los doctos, y a
aquellos que corrían al llamado de la erudición, se les ha inspirado como tú dices un
temor enorme [...]». Cit. por M. Bataillon, «La represión cultural», en La Inquisición,
número especial, 10, Madrid, Historial6, 1976, págs. 47-56.
76. A lo largo de la Edad Moderna las diferenciaciones de los espacios en la casa
se fueron haciendo más aparentes. Mientras en el siglo xvi lo normal era tener un es­
critorio-mueble para tener los libros, provisto de cerradura, durante el xvn se gene­
raliza el tener un escritorio-habitación y cerrar la puerta con llave. Véase O. Renum,
«Los refugios de la intimidad», en Historia de la vida privada. Del Renacimiento a la
Ilustración, III, Madrid, Taurus, 1989, pág. 214 y ss.
77. A.H.P.M., prot. 24.854 (1611-IX-21).
78. Un documento de excepcional interés lo hallamos en el Quijote, cuando Cer­
vantes narra como el cura y el barbero hacen «el donoso y grande escrutinio» de la li­
brería del hidalgo manchego. Gracias a él podemos imaginar cómo debía ser aquel
«aposento» en el que don Quijote «se daba a leer libros de caballerías con tanta afi­
ción y gusto...». Una estancia, no demasiado grande, posiblemente en un piso supe­
rior de la casa y situada cerca del dormitorio. Su orientación interior, con ventana al
patio le conferían la imprescindible tranquilidad y recogimiento para una lectura re­
flexiva e intimista. En el dicho aposento, protegido bajo llave, se conservaban en es­
tantes los «más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados y otros
pequeños». Como puede observarse, los distintos cuartos o habitaciones dejan de se­
pararse por una cortina como se hacía en la Edad Media, sino por una puerta que
permitía aislarse de los demás. Efectivamente, a lo largo de los siglos xvi y xvn se lle­
vó gradualmente a cabo una separación de funciones dentro de la casa. El espacio,
grande o pequeño, se fue especializando, y a cada aposento se le asignaba un destino
específico. Bien es verdad que el disfrute de un ambiente privado e íntimo era un
nuevo lujo de la gente con posibilidades económicas.
79. M. Morán, F. Checa, El coleccionismo en España. De la cámara de maravi­
llas a la galería de pinturas, Madrid, Cátedra, 1985, pág. 87.
80. S. Dahl, Historia del libro..., op. cit., pág. 173.
81. Cit. por L. Gil Fernández, Panorama social del humanismo ... cit., pág. 668.
82. A.H.P.M., prot. 5.951 (1632-V-27).
83. R. Chartier, D. Roche, «El libro. Un cambio de perspectiva» en Hacer la His­
toria, III, Barcelona, 1980, pág. 132.

342
84. Puede comprobarse viendo el ejemplo que ofrece la biblioteca de don Fran­
cisco de Vicuña, abogado en los Reales Consejos (A.H.P.M., prot. 6002 (1644-IV-6).
85 Evidentemente, sistemas de clasificación algo más sencillos que el que dispu­
so el Conde Duque de Olivares a sus bibliotecarios, Francisco de Rojas y Juan de
Fonseca. (Véase G. Marañón, «La biblioteca del Conde-Duque», en Boletín de la Real
Academia de la Historia, 107, 1937, págs. 677-692. Fue el utilizado por el doctor
Marcos Caro, fiscal del Consejo de Indias (A.H.P.M., prot., 183 (1586-V-2).
86. Así estaba ordenada la biblioteca del clérigo Pedro de Arze. Los libros de
folio (290 volúmenes) estaban en los dos primeros estantes, el resto, los de cuarto
(58 volúmenes) y los de octavo, que sumaban 102, en los demás (A.H.P.M., prot. 5517
(1638-XI-4).
87. El comendador don Juan Enriquez de Guzmán gusta de ordenar sus libros
aplicando conjuntamente formatos e idiomas: «Libros de folio»; «De quarto pliego en
español»; «De quarto pliego, ytalianos», etc. No hay duda que el sistema utilizado
permitía ahorrar estantes y aprovechar al máximo el espacio, con el inconveniente
de que las obras entraban en una mezcolanza extraña y complicada (A.H.P.M., prot.
1059 (1591-IV-18). El regidor de Madrid, Luis Hurtado, prefería la ordenación sólo
por lenguas: «Libros en romançe»; «en latín»; «en ytaliano», etc. (A.H.P.M., prot. 595
(1580-V-2).
88. Mateo Vázquez tenía sus libros ordenados en estantes numerados del 1 al 5.
(A.H.P.M., prot. 699 (1586-III-8). De igual modo los tenía don Ramiro Felípez Yáñez
de Guzmán, duque de Sanlúcar (A.H.P.M., prot. 8181 (1668-XII-12).
89. Es el caso del médico madrileño Luis de Rivera. Los 374 volúmenes de su bi­
blioteca se guardaban en siete cajas, cada una de ellas institulada con un color dis­
tinto: «colorado»; «leonado»; «verde»; «blanco»; «amarillo»; «azul» y «negro». (A.H.P.M.,
prot. 1782 (1608-III-21).
90. El texto en italiano está citado por A. Grafton, «El lector humanista», en Gu-
glielmo Cavallo y Roger Chartier (comps.), Historia de la lectura..., cit., págs. 283-
284. Véase también N. Maquiavelo, Epistolario 1512-1527. Introducción, edición y
notas a cargo de Stella Mastrangelo, México, Fondo de Cultura Económica, 1990,
pág. 138.

343
¿Lecturas populares
en tiempo de Cervantes?
M a r ía C r u z G a r c ía de E n t e r r ía

Para Luisa López Grigera,


como homenaje
de admiración y de amistad

Cuando se me propuso el tema para este simposio internacional


sobre Escribir y leer en el siglo de Cervantes, pedí que el título apa­
reciera entre signos de interrogación y así lo habrán visto ustedes
escrito en el programa... Los interrogantes obedecen a mi constante
perplejidad cuando me enfrento con un tema en el que figura la pa­
labra popular y todavía se acentúa la confusión cuando junto a esa
palabra está colocada otra: lectura... Sin embargo, no me negué a
hablar sobre lecturas populares porque es un tema que me ronda
constantemente y que hace ya mucho tiempo me interesa, me preocu­
pa, tal vez sería mejor decir que me seduce por su mismo misterio
no aclarado (García de Enterría, 1983).
Aparte de mis preguntas -a mí misma y a ustedes...- sobre qué
es el pueblo y qué es lo popular (preguntas que, me temo, van a que­
dar sin una respuesta convincente, al menos por hoy; véase J. Alva­
rez Barrientos-M. J. Rodríguez Sánchez de León, 1997), otros plan­
teamientos acrecientan para mí el interés de este tema. Hace ya
años, a raíz sobre todo de mis primeras lecturas en torno a la teoría
de la recepción (J. A. Mayoral, ed., 1987), comparto la opinión que
sugiere lo recomendable de sustituir la historia de la literatura por
una historia de la lectura (R. Chartier, 1992) para que, de verdad,
nos podamos atener en nuestros estudios e investigaciones a lo que
realmente se leía en el pasado o a lo que, en el presente, se lee o se
está leyendo. El convencimiento de que, antes y ahora, no conocía­
mos la realidad de lo leído se instaló en mí cuando supe de la fa­
mosa conferencia de don Antonio Rodríguez Moñino (1968) sobre
Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los

345
siglos XVI y XVII. Texto escrito en 1963, y que ha sido releído y mati­
zado y hasta atacado por otros estudiosos pero que sigue, en mi opi­
nión, teniendo validez hoy día; muchas de sus palabras y afirmacio­
nes me animaron entonces y me siguen animando en un trabajo
duro y a veces poco gratificante de recuperación de viejos, olvidados
o desconocidos y, en cualquier caso, marginados textos de los Siglos
de Oro. Ese convencimiento, pues, me ha llevado a estudiar las lite­
raturas -los textos- que tradicionalmente se han marginado o eli­
minado, sin más, de las historias de la literatura elaboradas por los
que nos consideramos detentores del juicio capaz y acertado que de­
cida lo que es o no literatura, pero hasta hace poco tan escasamente
atentos a lo que es la lectura.
Y, por otra parte, no se necesita un juicio tan perspicaz para de­
cidir qué es la lectura. Por ello, si nos decidiéramos a historiarla,
quizá se facilitarían las cosas para nosotros y para nuestros estu­
diantes. Sin embargo, reconozco que hay ya muchas investigaciones
que van en esa línea - y estos días se han encontrado entre nosotros
investigadores de este campo. Pero todavía el panorama no está lo
suficientemente claro como para emprender sin titubeos la realiza­
ción de una historia de la lectura que hiciera más simple nuestra ta­
rea. O que me hubiera hecho a mí más simple la tarea de escribir
este trabajo... (G. Cavallo - R. Chartier, 1998).
Si nosotros explicáramos a un hombre o una mujer del pueblo -y
dejo de nuevo, conscientemente, en la indefinición este término- lo
que es la literatura (sin elitismos, objetivamente), probablemente
ese hombre o esa mujer quedaría convencido de que también el li­
bro que tiene en su casa y lee de vez en cuando es literatura. ¿Y qué
libro es ese? Puede ser una novela policiaca de Agatha Christie, o
una novela del Oeste (de Marcial Lafuente Estefanía, quizá), o una
novela rosa o, incluso, una fotonovela...; cualquier cosa que él o ella
puedan leer, comprender, les haga disfrutar, salir del mundo coti­
diano y real de su vida para trasladarse a un mundo imaginario y
tal vez posible. El deleite, la comprensión fácil de un texto, la eva­
sión buscada e inducida a través de algunos libros, ¿son caracterís­
ticas de la lectura popular? Por lo menos, son características de una
lectura ingenua, aproblemática, sencilla; en ocasiones también de
nuestra propia lectura cuando buscamos un libro para descansar,
para distraernos. Es un modo de leer. Y dice el profesor Chartier:
una historia de los modos de leer debe identificar las disposiciones específicas
que distinguen a las comunidades de lectores y las tradiciones de lectura [...] La
escisión, esencial pero rudimentaria, entre alfabetizados y analfabetos no agota
las diferencias en relación con lo escrito (R. Chartier, 1994a, pág. 25).

346
Es decir, que parece como si se estuviera casi acabando la época
de los estudios cuantificadores de la lectura e, incluso, de los estu­
dios que buscaban la cualidad de los textos, para ir introducién­
donos poco a poco en el fenómeno estricto de la lectura, de toda la
lectura. Responder a la pregunta de ¿cómo leían? va más allá de
la propia cualidad, de las obras leídas porque, efectivamente, esa
pregunta supone que ya todos los textos son o pueden ser de todos y
lo que interesa es otra cosa. No sólo cuánto se leía, ni qué se leía,
sino cómo se leía, cómo entendían sus lecturas aquellos que, de una
forma u otra, las realizaban. A través de este tipo de estudio, quizá
sea ya posible identificar lo que es realmente la lectura popular o,
incluso, qué es la literatura popular. No sé bien si esto que digo es
utópico, pero al menos es una puerta abierta hacia un terreno no
inexplorado pero sí abrupto y difícil de transitar, por más apasio­
nante que sea.
Hace un tiempo, en 1992, presenté un trabajo sobre Lectura y
rasgos de un público por el que, indudablemente, entré a formar par­
te de los cuantificadores de la lectura. Los datos que me aportaban
una serie de estudios sobre el índice de alfabetización en España
durante los siglos XVI y XVII y otros trabajos sobre inventarios de bi­
bliotecas -muchos de ellos mencionados aquí estos días y todos co­
nocidos por ustedes- me permitieron llegar a la conclusión de que

En definitiva, se puede creer que si, por un lado, la alfabetización en la Es­


paña de los Siglos de Oro fue más alta de lo que se había creído, la afición a la
lectura, por otro lado, fue también creciendo, y es algo lógico. Pero en ambos
casos, tanto el hecho de poder leer como los actos concretos de lectura parecen
haber estado circunscritos a determinadas capas sociales, dejando una vez más
al margen a aquellos grupos de hombres y mujeres que, desprovistos de bienes
económicos, carecían de la posibilidad de leer y de poseer libros (García de Ente-
rría, 1993, pág. 122).

Junto a los datos que me habían llevado a afirmar lo anterior co­


loqué los datos -numéricos también- que me aportaban mis traba­
jos y los de otros colegas sobre los pliegos de cordel de los siglos XVI
y XVII. (Subrayo y, por favor, no lo olviden, que los trabajos, propios
y ajenos, a los que aludo estaban enfocados prioritariamente, casi
exclusivamente a los pliegos poéticos de cordel). Y las conclusiones
me sorprendían, en parte, a mí misma porque hablaban de canti­
dades muy altas de textos en verso que se habían difundido masi­
vamente entre la sociedad de los Siglos de Oro y, de forma especial,
entre las clases menos adineradas, entre un público y unos lectores
populares.

347
Explico lo que quiero decir al hablar de «cantidades muy altas».
Si me detengo un momento en el siglo XVI, vemos -a través de la edi­
ción corregida y aumentada del Diccionario Bibliográfico de Pliegos
sueltos poéticos. Siglo XVI que acaba de salir (Rodríguez-Moñino-
Askins-Infantes, 1997)- que se han localizado unos mil seiscientos
ejemplares de pliegos diferentes; y eso es sólo una parte de lo que se
imprimió porque la condición efímera de este tipo de impresos -cua­
tro hojillas deleznables- facilitaba su destrucción y desaparición ra­
pidísimas. La tirada habitual en las imprentas de la época, la que se
podía realizar en un día por un solo oficial o, incluso, aprendiz, era
de mil quinientas copias por pliego de papel. Si ustedes multiplican,
verán que llegamos a 2.400.000 pliegos sueltos, por lo menos, que
corrieron en los pueblos y sobre todo en las ciudades del siglo xvi.
Si ahora nos acercamos al siglo XVII, las cifras suben más. A tra­
vés del proyecto que hemos realizado un grupo de investigadores
(y que todavía no hemos podido acabar porque el material inven-
tariable en tantas bibliotecas españolas y extranjeras nos ha des­
bordado), podemos calcular que se conservan unos tres mil plie­
gos sueltos poéticos del siglo xvil. Haciendo el mismo cálculo de
arriba, llegamos a una cifra de 4.500.000 pliegos poéticos que cir­
cularon por España en el siglo xvn. Podemos rebajar algo las ci­
fras, por si hay exageración en el cálculo, pero aún así siguen sien­
do «muy altas».
¿Cómo relacionamos ésto con el problema de la alfabetización
real en la España de los siglos xvi y xvn? Dejo la pregunta en el aire,
pero no me cabe duda de que hay que ajustar cifras y márgenes y
clases sociales. Hay que pensar en la real capacidad lectora del pú­
blico heterogéneo que compraba estos pliegos -muy baratos-, en el
atractivo que tenían para él y, sobre todo,en los diferentes modos de
lectura que esta abundancia y variedad de pliegos dejan suponer.
Conozco menos el material que ofrecen los pliegos en prosa, pero
los especialistas en la materia hablan de siete mil «relaciones de su­
cesos» de los siglos XVI y x v n (García de Enterría-Ettinghausen-
Infantes-Redondo eds., 1996). Son cifras aproximadas, pero todo
apunta, creo, a una difusión amplísima, a una gran circulación de
textos impresos que se ofrecían a unos posibles «lectores» o tam­
bién, como diría la profesora Margit Frenk (1997), a unos «oidores»
de una lectura en voz alta de unos textos que, como veremos, podrí­
an llamarse «populares» o, por lo menos, popularizantes o semipo-
pulares. La evolución del contenido de los pliegos sueltos —y vuelvo
ahora a los poéticos, los que más conozco- aporta bastante claridad
sobre la lectura popular.

348
Los pliegos de cordel españoles, aunque en su origen en el si­
glo XV tuvieran quizá una génesis aristocrática o, por lo menos, co­
menzaran a producirse para una clase social privilegiada (público
cortesano, lector, alfabetizado), muy pronto, además de ser una fór­
mula editorial o, como dice un colega, una «poética editorial» (V. In­
fantes, 1996), pasaron a ser textos construidos desde el propio pue­
blo para el pueblo por escritores anónimos (y la anonimía es una
característica casi inexcusable de la literatura más acentuadamen­
te popular) o casi anónimos, que por el modo de escribir, de narrar,
por lo que escogían para contar o cantar, estaban afirmando la
igualdad de su condición social con respecto a la de sus lectores. No
sucede con los pliegos de cordel españoles, sobre todo con los del XVII,
lo que ocurre con los textos de la «Biblioteca Azul» francesa y que
tan correctamente ha sido puesto de relieve en alguno de los estu­
dios últimos: los libritos azules franceses, que se han considerado «po­
pulares» hasta hace relativamente poco tiempo, no contienen textos
pensados en un primer momento para un público humilde, sino que
los editores han escogido para su repertorio determinadas obras
cultas que podían, convenientemente reelaboradas y presentadas,
responder a las expectativas de otro tipo de lectores. Dice también
el profesor Chartier:

El pasaje de una forma editorial a otra ordena simultáneamente transfor­


maciones del texto y la constitución de un nuevo público (R. Chartier, 1994a,
pág. 32).

Y ese nuevo público, se sobreentiende, bien podría ser «popular».


En determinados momentos y con determinados textos, ésto también
fue así en la literatura de cordel española. Pienso en el pliego sevi­
llano, de hacia 1515, que contiene un Romanee de Calisto y Melibea
que, reescrito a partir del texto cultísimo de Fernando de Rojas, se
transformó en una historia trágica y elemental de unos amores de­
sastrados que llevaron a la muerte a sus protagonistas,muy en la lí­
nea del gusto por lo desgraciado y dramático de un tipo de lectores
acostumbrados a leer u oir historias semejantes en muchos roman­
ces viejos todavía muy actuales por aquellas fechas. La historia de
Calisto y Melibea estaba, además de reescrita, adaptada no sólo al
verso de romance sino al estilo formulístico que todos conocían y
que podía facilitar la lectura y también la memorización del texto
además de su misma comprensión (García de Enterría, 1983, págs. 53-
67). Pienso también, en una línea similar, en la proliferación de
pliegos sueltos que imprimían romances viejos y cancioncillas y vi­

349
llancicos muy del gusto del pueblo (ya lo había dicho el Marqués de
Santillana), pero también de los cultos y cortesanos - y datos docu­
mentales tenemos para aseverarlo. Ese público amplio, de distintas
capas sociales, compraba esos pliegos, los leía, los escuchaba, los
cantaba. Pero gradualmente, y coincidiendo con un cambio de gusto
que se empieza a dar hacia la mitad del siglo XVI, los pliegos de cor­
del comienzan a publicar otro tipo de textos (Di Stefano, 1971). Aho­
ra los impresores ya no acuden sino muy rara vez a textos cultos,
porque encuentran la manera de llenar las cuatro hojillas de los
pliegos con composiciones escritas por unos autores con nombre y
apellido muchas veces pero que, de tan desconocidos, equivalen a un
anonimato casi total. Lo que escribían esos autores eran ya «casos
horribles y espantosos» -con frecuencia exempla, tomados de los
sermones-, coplillas de una sátira elemental, romances con historias
simples y lineales sobre sucesos de amor o de crímenes, o de mila­
gros, o cuentos folklóricos transformados y adaptados a la escritura
y al verso (pero sin perder sus marcas de oralidad narrativa casi
nunca). Este panorama del contenido de los pliegos sueltos se man­
tiene, se consolida mejor dicho, en el siglo x v ii y, por supuesto, en el
tiempo de Cervantes era así la mayoría de los pliegos sueltos poéti­
cos que circulaban tan extensa e intensamente por los pueblos y ciu­
dades de España. Y desde luego -o por lo menos a mí no me cabe duda-
este tipo de textos que nos llegan en los pliegos sueltos poéticos es­
pañoles están ya escritos para un público determinado.
Que luego se dé la apropiación de esos textos por parte de otro
tipo de lectores es algo que no se puede negar. Pero ya esa apropia­
ción, en el sigo x v ii, se daba con la conciencia en los lectores cultos
de pliegos de cordel de que era algo que pertenecía, en realidad, a
otro público. Sin embargo interesaba por múltiples razones. La enor­
me cantidad de pliegos sueltos que corrieron por las prensas y lue­
go por las calles de España sólo nos permite pensar en, primero, una
capacidad lectora más difundida de lo que se había pensado, por más
que esa capacidad fuera elemental y por más, también, que afirme­
mos nuevamente la extensión del fenómeno bien conocido de la lec­
tura oral. Y, segundo, que los lectores de esos pliegos sueltos no eran
sólo los que leían con dificultad o se resignaban a escuchar su lectu­
ra y, tal vez, a aprenderse de memoria los textos; sino que los lectores
más avezados en la apasionante tarea de leer compraban y consu­
mían también esos textos de una «poética popular» (J. F. Botrel,
1996) que, por la razón que fuera, les interesaba, y aunque la criti­
caran o la parodiaran, quizá les gustara... Muchas colecciones de
pliegos poéticos sueltos conservadas en bibliotecas públicas o pri-

350
vadas, reunidas según parece por colectores cultos y curiosos, con­
temporáneos a los propios pliegos de cordel que compraban y guar­
daban, nos están hablando de ese interés, o de esa apropiación
(R. Chartier, 1994b) que los cultos hacían de algo más popular, a la in­
versa de la apropiación de lo culto que el pueblo había hecho en otros
momentos. En mis trabajos sobre este tipo de literatura no me canso
de comprobar una y otra vez que el movimiento de ida y vuelta entre
lo popular y lo culto es constante y repetido y en distintos niveles: de
lectura, de contenido, de formas, de fórmulas, de apropiaciones...
Quiero ejemplificar lo anterior con algunos datos. El obispo po­
laco, Piotr Dunin Wolski, viene a España en distintas ocasiones
durante el reinado de Felipe II y finalmente termina por ser emba­
jador en Madrid. En esta etapa es cuando adquiere numerosos li­
bros españoles, llevado de su pasión bibliófila. Entre los ejemplares
españoles que se lleva a Polonia está una colección de pliegos poéti­
cos sueltos, impresos todos ellos en Granada entre 1566 y 1573 (úl­
timo año de su permanencia en España). Por las características de
la colección de Cracovia (en la Biblioteca Jagellona de esta ciudad
se conserva ahora), parece lógico suponer que la adquisición de to­
dos estos pliegos fue hecha de una sola vez y quizá al mismo impre­
sor granadino, Hugo de Mena, quien rebuscaría en el depósito de su
imprenta para reunir un número aceptable de pliegos con las carac­
terísticas con que los buscaba el comprador. El gusto de un persona­
je culto por estos pliegos es, cuando menos, curioso y, en cualquier
caso, parece responder a lo que eran las preferencias generalizadas
a la hora de imprimir, vender y leer pliegos de cordel: temas grana­
dinos (alabanza de la ciudad, por ejemplo), composiciones noveles­
cas y amorosas, romances históricos y carolingios con sus glosas,
pliegos morales y religiosos, obras de burlas, de entretenimiento y
satíricas (las Coplas del perro de Alba, por ejemplo...). Pienso en una
sensibilidad especial del obispo polaco ante el gusto popular tan va­
riado que se refleja en esta colección (García de Enterría, 1975).
Un siglo más tarde, otro viajero cultivado y curioso, con una per­
sonalidad peculiar que conocemos a través de su Diario, el caballe­
ro inglés Samuel Pepys, reúne setenta y cinco pliegos sueltos, tam­
bién con las características comunes a toda colección adquirida por
un solo comprador: unidad de lugar de impresión (esta vez Sevilla),
fechas con poca variación cronológica (entre 1672 y 1683), uniformi­
dad relativa en los temas que, naturalmente, eran los preferidos de
la poesía de cordel en los años finales del siglo XVII. En los pliegos
de Pepys (hoy en el Magdalen College, de Cambridge), encontra­
mos, además, alguna de las tendencias que van a seguir los pliegos:

351
aparecen entre ellos ya algunas «relaciones de comedia», fenómeno
que se impondrá en el siglo xvili (E. M. Wilson, 1955-1957). He plan­
teado estos dos casos como ejemplos clarísimos del tipo de «apropia­
ción» que los cultos hacían de esta clase de impresos: los leían, les
interesaban, gustaban de ellos. Pero el hecho mismo de coleccionar­
los de esa forma, creo que indica que los sentían como algo que per­
tenecía a otro público, por lo menos en una primera instancia, y el
contenido de los pliegos es clarísimo al respecto, incluso cuando en
la colección Pepys encontramos todo un pliego con composiciones sa­
tíricas de Quevedo, pero las más populares, las más fácilmente com­
prensibles y accesibles a un público popular.
Si vuelvo ahora, por un momento, a la colección reunida por el obis­
po polaco y me fijo en las fechas de esos pliegos, es para hacer notar
que pertenecen a esos años del siglo xvi en torno a 1570, cuando el fe­
nómeno de la lectura se va extendiendo a muchas más capas sociales,
como ha señalado la profesora Margit Frenk en un trabajo notable y
fundamental para el tema que se trata aquí. Dice literalmente así:

Desde los años setenta-ochenta la literatura se va expandiendo, a ojos vistas,


hacia los sectores populares, que antes sólo habían recibido migajas del banque­
te literario. Surge la «comedia nueva»; los corrales se llenan de oyentes de todos
los estratos. La inmensa producción de romances nuevos, letrillas, medio popu­
lares, medio cultos, circula igualmente entre ricos, pobres y medianos; por las ca­
lles se cantan y se bailan seguidillas impregnadas de petrarquismo junto a otras
más populacheras; los elevados poemas heroicos se leen «ante la generalidad del
pueblo», que es también ahora, como atestigua Cervantes, «a quien por la mayor
parte toca leer» los libros de caballerías. [...] El público cobra en Madrid -y, me­
nos, en otras ciudades- proporciones gigantescas. El escenario de la literatura es
invadida por el temido vulgo, la gran masa amorfa de los que no pertenecen ni a
la aristocracia ni al alto clero ni a los círculos literarios, artísticos y científicos.
(M. Frenk, 1997 pág. 36).

A estas conclusiones se ha llegado a través del estudio, en los tex­


tos del Siglo de Oro, de muchos datos sobre la lectura.
Los textos, ya lo decía Yuri Lotman (1979), el gran semiólogo de
la Escuela de Tartu, llevan implícita la imagen del público y, bas­
tante antes, don Américo Castro había sintetizado así un pensa­
miento similar: «Los libros, por consiguiente, son lo que de ellos es
vivido por cada lector» (A. Castro, 1957, pág. 281), que es otra ma­
nera de decir lo mismo con diferentes palabras. El profesor Char­
tier, más recientemente, dice también algo muy parecido, y todavía
más matizado, cuando habla del análisis de los mismos textos des­
tinados a un público más amplio para descubrir en ellos las prácti­
cas de la lectura y de la escritura; y a la vez insiste en subrayar que

352
el estudio de la recepción de esos textos nos permite ver que son uti­
lizados de maneras diferentes las cuales oscilan entre: 1) el registro
de lo imaginario que en ellos se propone, 2) la utilidad que de ellos
se puede extraer y 3) el convencimiento de la realidad de las propias
ficciones literarias (R. Chartier, 1996, pág. 16-17).
Apoyándome ahora en estas ideas sobre la lectura que acabo de
citar, voy a tratar de leer bajo esta perspectiva al propio Cervantes,
y más específicamente, algunos pasajes de su libro por excelencia:
El Quijote. Se ha estudiado muchísimo, cómo no, el gran libro de
Cervantes, en su relación con la lectura, pero ciertamente el énfasis
se ha puesto en las lecturas de su protagonista, del propio don Qui­
jote, que enloqueció de tanto leer noche y día. Menos se ha subraya­
do el modo de leer de otros personajes o las alusiones a los modos de
lectura que podemos percibir en diferentes pasajes (J. Fernández,
1995). Me atendré solamente a algunos fragmentos del Quijote que
puedan darnos algo de luz sobre cómo era la lectura popular o, por
lo menos, cómo la percibía y la plasmaba en su libro don Miguel de
Cervantes, que si era aficionado a leer cuanto veía escrito, aunque
fueran papeles rotos que encontraba por la calle, tendría que pres­
tar atención también a las aficiones lectoras de cuantas personas
conocía o meramente observaba. No pretendo afirmar que Cervan­
tes nos pinte una realidad incuestionable sobre la lectura popular
de su tiempo; sí, en cambio, creo que, a pesar de la habilísima ma­
nipulación que el autor - y en este caso Cervantes- hace de la reali­
dad, ésta se cuela por las rendijas del texto y se nos muestra o bien
al trasluz o bien a plena luz. Tal vez estoy confesando aquí uno de
mis modos de leer El Quijote...
A pesar de lo que dice el profesor Avalle-Arce (1976, pág. 263) en
una de sus obras más agudas sobre El Quijote, cuando afirma que
para hablar de los libros de don Quijote «los pliegos sueltos no vie­
nen al caso», creo que en la obra maestra de Cervantes los pliegos
sueltos sí vienen al caso. Me remito, además, a la actual y espléndi­
da exposición de la Biblioteca Nacional sobre la Cultura literaria de
Miguel de Cervantesl1997], En ella se ha recogido una docena de
pliegos poéticos sueltos relacionándolos sabiamente con los textos
del Quijote en donde aparecen versos de diferentes romances viejos.
Si en el capítulo diez de la segunda parte un labrador canta el ro­
mance Mala la hubistes, franceses, / en esa de Roncesvalles e, inme­
diatamente, Sancho hace alusión al romance de Calaínos, ¿qué de­
bemos pensar? O bien en una tradición oral —y la variante que
introduce Sancho (la caza de Roncesvalles) puede ser todo un sínto­
m a- o bien en unos romances aprendidos a través de la lectura de

353
pliegos sueltos y fijados en la memoria del labrador y del escudero.
Que Sancho, por otra parte, había oído leer (lectura oral) o al menos
cantar composiciones de literatura de cordel, es algo indudable cuan­
do recordamos una de sus ordenanzas como gobernador de la ínsu­
la Barataría:

Ordenó que ningún ciego cantase milagro en coplas si no trújese testimonio


auténtico de ser verdadero, por parecerle que los más que los ciegos cantan son
fingidos, en perjuicio de los verdaderos (II, 51).

Los romances que repite el mismo don Quijote cuando vuelve


con la cabeza totalmente perdida a su casa después de su primera
salida, pudo haberlos leído el hidalgo en libros de más enjundia
que en vulgares pliegos sueltos; pero no cabe duda de que el labra­
dor, que le escuchaba con asombro mientras le atendía y le condu­
cía a su casa, estaba familiarizado con los textos romanceriles a cu­
yos personajes cita sin dificultad cuando contesta a don Quijote o
cuando entrega a este a su familia (I, 5). No pretendo negar el papel
de la tradición oral del romancero, pero no acepto en su integridad
la afirmación que el excelente editor y anotador de El Quijote, Luis
Andrés Murillo (1973, pág. 104), dice en una nota al capítulo cinco
de la primera parte: «tanto aquí como en el resto del Quijote los ro­
mances figuran por tradición oral». Vuelvo de nuevo a la conferen­
cia de don Antonio Rodríguez-Moñino que citaba al comienzo para
repetir unas palabras del gran estudioso de la literatura popular y
culta de nuestro Siglo de Oro; las palabras que ahora me interesan
son éstas:
La crítica ha desconocido un principio que, a mi modo de ver, es fundamental
y es que, sin esta permanente difusión [de los pliegos sueltos], sería imposible
encontrar apoyo a la transmisión oral, no exclusiva en la tradicionalización del
romancero, por ejemplo, El pliego ha actuado como rodrigón de lo transmitido
oralmente y sin él no se puede comprender aquélla sino como un milagro (A. Ro-
dríguez-Moñino, 1965, pág.50-51).

Un repaso a todos los pasajes del Quijote en los que aparecen ro­
mances citados literalmente o mencionados (A. Sánchez, 1991), nos
lleva a apoyar la convicción de Rodríguez-Moñino sobre la acción
conjunta de la tradición oral y la escrita en lo que atañe al roman­
cero. De otra forma no se explicaría, por ejemplo, el uso que hace
don Quijote del romance de Lanzarote en la primera parte, al llegar
a la venta en donde va a ser armado caballero, y la repetición del
mismo romance en el palacio de los Duques, esta vez por Sancho
Panza quien afirma:

354
Pues en verdad [...] que he oído decir a mi señor, que es zahori de las histo­
rias, contando aquella de Lanzarote,
cuando de Bretaña vino,
que damas curaban dél,
y dueñas del su rocino... (II, 31)

Don Quijote, como en otros muchos momentos podemos percibir,


se ha hecho trasmisor oral de unos textos que también corrían es­
critos; él los había leído, se los repetía a Sancho o a otros personajes
y éstos los asimilaban y retenían en la memoria. El papel de la ora-
lidad está aquí subrayado en relación con el romancero, pero tam­
bién el de la escritura y sobre todo el de la lectura sea ésta oral o es­
crita. Leemos en otro momento

que de las buenas y concertadas repúblicas se habían de desterrar los poetas,


como aconsejaba Platón, a lo menos los lascivos, porque escriben unas coplas,
no como las del Marqués de Mantua, que entretienen y hacen llorar los niños y a
las mujeres...(II, 38).

Las mujeres podían llorar con la simple audición del romance del
Marqués de Mantua , pero ¿por qué no a través también de la lec­
tura -oral o directa- de un pliego suelto publicado en Valencia, en
casa de Alvaro Franco a la Pellería vieja, en 1597, en donde apare­
cían los Quatro romances viejos del Marqués de Mantua? (Rodrí-
guez-Moñino - Askins - Infantes, 1997, núm. 971, pág.748). Y en cuan­
to a los niños, por múltiples testimonios sabemos que estos pliegos
sirvieron de cartilla en las escuelas para que aprendieran a leer y a
memorizar.
Hemos estado hasta este momento ante dos modos de lectura a
los que el propio Cervantes aludía en el famoso título que colocó al
capitulo sesenta y seis de la segunda parte: «Que trata de lo que verá
el que lo leyere, o lo oirá el que lo escuchare leer». (J. M. Martín Mo-
rán, 1997). Y en esta dirección vamos a seguir, mezclando la oralidad
y la escritura como medios válidos por igual para los modos de leer
de algunos personajes del Quijote. En la inmensa nómina de ellos
que Cervantes nos presentó en su novela, algunos aparecen fugaz­
mente, a veces sin decirnos su nombre, sólo los vemos o los escucha­
mos de forma momentánea; pero bastan esos instantes para que les
oigamos hablar y algo nos digan sobre el tema que nos interesa.
En el capítulo cuarenta y siete de la segunda parte, el labrador
que se presenta a Sancho Panza gobernador para pedirle, en buena
cuenta, sólo dinero, afirma que tiene dos hijos estudiantes y nadie,
ni Sancho, se asombra de ello. Y en el capítulo sesenta y seis de la

355
misma parte, otro labrador afirma que «todo es burla, sino estudiar
y más estudiar y tener favor y ventura». Esta preocupación positiva
no solamente por la lectura sino por su consecuencia privilegiada
que es el estudio, indica una evolución en la cultura de los grupos
sociales no letrados, no cultivados intelectualmente. Tanto es así,
que en el capítulo once de la primera parte ya nos habíamos encon­
trado con un cabrero «compañero nuestro que no tardará mucho en
estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado y
que, sobre todo, sabe leer y escribir». Un cuadrillero de la Santa
Hermandad sabe leer, pero despacio, «porque no era buen lector»
(I, 45); y recordemos que cuadrillero resulta ser también el ventero,
y él no sabe leer. La difusión de la lectura y hasta los modos de lec­
tura nos llegan también a través de estos personajes casi anónimos.
Pero vamos ahora con otros personajes cervantinos con persona­
lidad más marcada y, por tanto, con un papel más importante en El
Quijote. Que el cura del pueblo de don Quijote sepa leer y sea buen
lector, como demuestra en repetidas ocasiones, no nos extraña; pero
un poco más sorprendente es el que un barbero de pueblo, como ma-
ese Nicolás, no sólo sepa leer sino que tenga en su casa algunos bue­
nos libros que parece conocer bien, como percibimos en sus palabras
durante el escrutinio de la biblioteca de don Quijote. Incluso afirma
tener el Orlando furioso, de Ariosto, en italiano, aunque reconoce
que no lo entiende. Estamos ante uno de los casos analizados por va­
rios estudiosos de inventarios de bibliotecas particulares entre cu­
yos propietarios aparecen, con cierta frecuencia, personas de clase y
cultura media o inferior a la media que no sólo saben leer sino que
poseen libros. También algunos estudios sobre alfabetización nos
han indicado ya que un 63 % de los que tenían por profesión los lla­
mados oficios (entre ellos, los barberos) estaban capacitados para
leer y escribir. (C. Larquié, 1981, 1987). Maese Nicolás es un buen
ejemplo, pero además lo es de alguien que lee comprendiendo los
textos, pues sabe cooperar con el cura en la lectura crítica de los li­
bros de caballerías que enloquecieron a don Quijote; sus opiniones o
son suyas o también las ha aceptado de otros lectores: «que también
he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se
han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar».
Su afición lectora queda también subrayada por el gusto con que se
lleva a su casa los libros que el cura no quiere quemar (Don Belia-
nís, por ejemplo) pero quiere quitar de la biblioteca de don Quijote
entregándoselos en custodia al barbero (I, 6).
Dentro de este ambiente de los primeros capítulos del Quijote, se
mueven otros dos personajes, el ama y la sobrina, que no parecen

356
tener mucho aprecio por los libros y por la lectura. Sus observacio­
nes alteradas por los efectos de las lecturas en don Quijote dejan,
sin embargo, averiguar que su amo y su tío ha funcionado como
transmisor oral, por lo menos, de algunos episodios de los libros de
caballerías. ¿Ha leído la sobrina alguno o, simplemente, ha memo-
rizado algún relato de ellos cuando es capaz de inventarse con tan­
ta propiedad la explicación que da a su tío sobre la desaparición del
aposento de los libros? No lo encontramos explicitado con claridad,
pero esta joven de menos de veinte años, parece haber leído alguno
de los libros que había en su casa, no sólo de caballerías, sino tam­
bién de pastores: «porque no sería mucho que, habiendo sanado mi
señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antoja­
se de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y
tañendo y, lo que sería peor, hacerse poeta que, según dicen, es en­
fermedad incurable y pegadiza» (I, 6). La perspicacia de esta mu­
chacha es notable, porque augura así la nueva locura que don Qui­
jote proyectará al final de la segunda parte, aunque no la llevará a
la práctica; pero la agudeza de la sobrina más parece fruto de lo que
ha oído a su tío, que de una lectura directa de libros de caballerías
o de pastores, puesto que la oiremos decir, en el capítulo dos de la
segunda parte, a Sancho Panza siempre ambicioso del gobierno de
una ínsula: «Malas ínsulas te ahoguen [...], Sancho maldito. Y ¿qué
son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer, golosazo, comilón que tú
eres?». Y es el bueno de Sancho el que explica a su manera lo que es
una ínsula a alguien que, si hubiera leído algún libro de caballerías,
tendría que saber perfectamente qué eran las ínsulas... Cervantes
no nos resuelve la duda de si las mujeres de la casa de don Quijote
saben leer o no, pero sí muestra los efectos indirectos de la lectura
ajena sobre ellas, tal vez de algún momento de lectura oral efectua­
da por el propio don Quijote.
De ésta, de la lectura oral, sabemos bastante más a través del
conocido y comentadísimo capítulo treinta y dos de la primera par­
te (C. Marín Pina, 1993). Pero me interesa llamar la atención ahora
sobre cómo Cervantes va preparando la descripción de los modos de
leer del ventero y su gente y cómo insiste en los detalles que com­
pletan no sólo la escena y la conversación sobre la lectura, sino asi­
mismo las características peculiares de la de cada personaje. Efec­
tivamente, el capítulo dieciseis anuncia lo que veremos en el treinta
y dos: cuando Sancho Panza dice de su amo que es «caballero aven­
turero y de los mejores y más fuertes que [...] se han visto en el mun­
do», Maritornes pregunta: «¿Qué es caballero aventurero?». Unos
párrafos más adelante, observamos que ni «la ventera ni su hija ni

357
la buena de Maritornes» entienden las razones del andante caballe­
ro. Estas palabras y actitudes anuncian ya lo que será el modo de
leer a través de la lectura oral de las mujeres de la venta, lo que
cada una retiene de los libros de caballerías. La distintas formas de
recepción de los textos caballerescos que hacen los venteros, su hija
y su criada van en la línea de lo que marcaba el profesor Chartier en
el texto citado indirectamente más arriba: el ventero está convenci­
do de la realidad de las propias ficciones literarias porque quiere
hacer lo mismo que los caballeros en sus heroicas peleas; la realidad
que él percibe llama a su voluntad para hacer real su agresividad,
la propia de un hombre violento, que conocemos en otros momentos
de la novela. Para la ventera la utilidad de la lectura oral es clara:
su marido, mientras oye leer, no riñe... La hija, joven sentimental,
que no entiende del todo lo que oye leer pero recibe «gusto en oíllo»,
mezcla con todo lo imaginario la realidad que ella conoce y, en el
fondo, desea: los melindres de las damas en los libros de caballería
son casi incomprensibles para ella, no la convencen porque le pare­
ce que tendrían tan fácil el matrimonio. Mientras que Maritornes ni
siquiera había entendido en la lectura que había escuchado lo que
era un «caballero aventurero», porque a ella de esos libros lo que le
parece «cosa de mieles» son los besos y abrazos entre damas y caba­
lleros, es decir, la realidad sensual y sexual que ella, como bien sa­
bemos, lleva a la práctica con algunos huéspedes de la venta; es de­
cir, sólo ha retenido lo que es real para ella en sus deseos y en sus
hechos. Tal vez sería aplicable a Maritornes lo que decía Gonzalo
Fernández de Oviedo sobre los libros de caballerías que «mueven a
las mujeres flacas de sienes a caer en errores libidinosos» (cit. por
A. Castro, 1957, pág. 288), porque Maritornes demuestra repetidas
veces ser «flaca de sienes», aunque de buen corazón. (Me parece que
Cervantes tuvo una cierta debilidad por este personaje.) Sin embar­
go, Maritornes demostrará en otro momento haber captado algo
más de los libros de caballerías, tal vez como consecuencia de lo que
ha escuchado al propio don Quijote. Recordemos su diálogo con el hi­
dalgo en el capítulo cuarenta y tres, cuando, a través de la tapia de
la venta, representa casi correctamente con sus palabras el papel de
dueña de una dama que pide al caballero «sólo una de vuestras ma­
nos [...] por poder desahogar con ella el gran deseo que a este agujero
la ha traído, tan a peligro de su honor, que si su señor padre la hu­
biera oído [y aquí se le impone de nuevo a Maritornes la cruda reali­
dad] la menor tajada della fuera la oreja» (I, 43).
En cuanto a la recepción, por parte de estos personajes, de otro
tipo de textos, el ventero, que tiene en la «maletilla vieja» además

358
de dos libros de caballerías y un manuscrito, la Historia del Gran Ca­
pitán Gonzalo Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García
de Paredes, prefiere quemar éste antes que a Don Cirongilio de Tra-
cia o a Felixmarte de Hircania... : «Mas si alguno quiere quemar, sea
ese del Gran Capitán y dese Diego García de Paredes; que antes de­
jaré quemar un hijo que dejar quemar ninguno desotros» (I, 32). No
es probable que el ventero ignorara quién había sido el Gran Capi­
tán, figura que se había hecho popular por sus hechos y también por
las anécdotas que se contaban de él; pero a la hora de elegir a quién
sacrificar en la hoguera, los libros de caballerías tienen para él tan­
to valor como si fueran hijos. La Historia puede ser quemada, es
historia pasada y él no la siente como real; la fantasía debe de ser
salvada de la hoguera porque es real para él o, por lo menos y como
hemos visto antes por medio de las palabras de su mujer, le sirve
para evadirse de otra realidad más dura, la cotidiana de su negocio
de ventero que le lleva a malhumorarse y a reñir. Es el deleite y la
evasión que desde el comienzo habíamos señalado como caracterís­
ticas de la lectura popular, sea ésta oral o directa sobre los textos.
Consecuentemente, no hay preocupación en este tipo de lectores por
la enseñanza que se puede extraer de la lectura (Gilman, 1993; Blas­
co, 1989) y quizá, en el fondo, esta era una de las preocupaciones
que llevaron a Cervantes a escribir el Quijote y a tratar tan sutil­
mente las distintas modalidades de lectura.
No voy a ocuparme de la lectura femenina como tal en la obra de
Cervantes porque nos iríamos por otros derroteros. Sí quiero poner
de relieve, muy rápidamente, que Dorotea, inteligente aficionada a
la lectura de libros de caballería, es labradora, hija de labrador aco­
modado (quizá de aquellos con hijos varones estudiantes); que Lus-
cinda conoce bien bastantes obras del género caballeresco, aunque
don Quijote quiera ampliar sus conocimientos; que la Duquesa y
sus criadas han absorbido muchas lecturas de libros de caballerías
-aparte de la primera parte del Quijote-·, y así volvemos a encon­
trarnos con el hecho, ya bastante estudiado, de los criados de casas
nobles que leían los mismos libros que sus señores.
Pero volviendo a la oralidad (M. Moner, 1988,1989a, 1989b), para
cerrar por el momento el arco de este trabajo, quiero fijarme un ins­
tante en la transmisión oral de los propios libros de caballerías, ac­
tividad de la que es principal ejecutor el mismo don Quijote. En el
capítulo veintiuno de la primera parte, oímos la palabra vibrante de
don Quijote contando a Sancho Panza una imaginaria historia ca­
balleresca que es, en definitiva, un conglomerado de aventuras y
sucesos leídos por él en otros libros. La cuenta en tercera persona,

359
pero todos los lectores adivinamos que don Quijote está soñando
despierto, contando oralmente su propia historia imaginaria. San­
cho lo comprende así y cierra el parlamento de su señor con unas
palabras convencidas: «Eso pido, y barras derechas; a eso me aten­
go, porque todo, al pie de la letra, ha de suceder por vuestra merced
llamándose el Caballero de la Triste Figura» (I, 21). No es extraño
que, con la capacidad de Sancho Panza para memorizar todo lo que
a él había llegado por tradición oral, pudiera más adelante inventar
tan hábilmente el encantamiento de Dulcinea; la descripción que
hace de ella y de sus «damas», salvo por la confusión entre canane-
as y hacaneas (propia por otra parte del aprendizaje oral), es digna
de cualquier libro de aventuras caballerescas, como lo es, a pesar de
sus confusiones léxicas, el cuidado parlamento que dirige a la
asombrada aldeana=Dulcinea, que se oye llamar «Reina y princesa
y duquesa de la hermosura...» (II, 10). No cabe duda de que Cer­
vantes, a través de este uso de la transmisión oral, sabe elevar al
cuadrado su parodia de los libros de caballerías.
Entre tanto, mientras Cervantes había estado escribiendo la se­
gunda parte de su gran libro, la primera había seguido su camino
también entre la oralidad y la lectura, como tantos datos nos per­
miten suponer. De tal forma que el bachiller Sansón Carrasco, ha­
blando con el propio don Quijote en el capítulo tres de la segunda
parte sobre la historia ya impresa del hidalgo manchego, afirma:

Eso no; porque es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la
manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, fi­
nalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes... (II, 3).

Estas palabras nos colocan ahora ante la realidad que Cervantes


y sus contemporáneos comprobaban frente al Quijote', que de «tan
trillada, tan sabida», la historia había llegado a ser un libro de to­
dos (de niños, mozos, hombres, viejos y, ciertamente, mujeres...); es
decii', que se había transformado a su vez en una lectura popular...
si era verdad lo que decía el bachiller Sansón Carrasco o era, sim­
plemente, un nuevo guiño amistoso de Cervantes a sus lectores, po­
pulares o no.

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c ° LECC' ° *

o ©o
Emitía Ferreiro Caperucita Roja aprende a escribir
C lotilde P ontecorvo Estudios psicolingüístícos
N adja R ibeiro M oreira com parativos en tres lenguas
I sabel G arcía H idalgo

G e o f f r e y S a m p so n Sistemas de escritura.
Introducción lingüística

J ea n B o ttér o y o tr o s Cultura, pensamiento,


escritura
J ack G o o d y ( comp .) Cultura escrita en sociedades
tradicionales

D. R. O l s o n y N . T o rran ce Cultura escrita y oralidad


( c o m p s .)

Françoise D esbordes Concepciones sobre la escritura


en la antigüedad romana
R oger C hartier El orden de los libros
Lectores, autores, bibliotecas en
Europa entre los siglos xiv y xvm

G iorgio R aimundo C ardona Antropología de la escritura

N ina C atach Hacia una teoría


de la lengua escrita

A nne M arie C hartier Discursos sobre la lectura


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A la n K . Bowm an Cultura escrita y poder


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