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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS

LA LITERATURA Y LA GUERRA: UNA PERSPECTIVA COMPARADA

TRABAJO FINAL
09-03-2020

COMISIÓ N: LAURA ESTRIN

MAURICIO. A. MARQUEZ
DNI. 35860608
Ernst Jünger, en defensa de un autor

“Lo que hace falta no es establecernos en lo imaginario

o, si quieren en lo utópico, sino pactar con los poetas”

(Vintila Horia, Ernst Jünger en su contemporaneidad, 1989)

La figura controversial de Ernst Jünger se ha constituido a lo largo del siglo XX como un


exponente de las fuerzas que dirimieron el curso de la historia, sus contradicciones, anhelos y
demonios. Esta es una lectura habitual de su proyección como intelectual y protagonista de los
conflictos bélicos decisivos, no obstante, para nuestro trabajo importará el trasfondo velado de
su identidad como escritor, es decir, la zona oscura, a menudo rápidamente sorteada en pos de
definiciones apresuradas y ordenamientos ideológicos concomitantes a la coyuntura. Hablamos
de la actividad que define a un autor, su condición singular en tanto sujeto que se mantiene en
pie de guerra. Para ello, abordaremos diversos textos de Jünger desde los cuales fue delineando
esta posición, y dedicaremos especial atención a su primera obra, Tempestades de acero (2013),
publicada en 1920. Pensar en una filosofía de la composición, en Jünger, significa también
pensar una filosofía de vida, en la cual movimientos como los de la “recuperación” o la
“resistencia” se vuelven problemáticos para un siglo que enarbola la prédica de un proyecto
prometeico impulsado por la potencia técnica y la movilización masiva.

Junger, figura anarcomarxita para los mandos de las SS y protonazi para los comunistas, definía
su figura autoral como la de un anarca, sujeto individualizado, pero espiritualmente conectado
con la totalidad. Figura de frontera entre el monarca y el anarquista, el anarca es una conciencia
radical que pretende refundar el mundo, investido con la autoridad divina de su singularidad y
capaz de pensar la vida como autotransformación, haciéndose a sí mismo en el acto creativo. Al
respecto, Joaquín Fermandois destaca:

“Por otro lado su noción de la désinvolture tiene mucho de la soledad orgullosa y anárquica.
También se relaciona con la creación cotidiana de una libertad interior, una contrapartida
ante el avance arrollador del paisaje de la planificación de la vida y la dinamización de las
fuerzas naturales, dos imágenes que de diversa manera se encuentran entre los demonios del
autor.” (Fermandois,1982: 475)
La construcción de una “libertad interior” aparece como un modo de resistencia frente a las
fuerzas de “planificación de la vida”. La guerra que Jünger decide dar está en el plano de lo
espiritual, que no debe comprenderse como esotérico. La espiritualidad es la materia humana
por excelencia para el autor, es, precisamente, la condición de posibilidad para restituir un lazo
entre el hombre y el mundo; el arte –dice Jünger- “no hay que interpretarlo metafísicamente:
en última instancia no se trata de infundir vida a la materia sino de reconocer la vida que está
en ella, ponerla en libertad. Por ello, en toda gran obra hay una resurrección.” (Jünger, 2003:
105). Salvar al hombre frente al avance implacable de la técnica es el propósito que impulsa y
define su literatura.

Sin embargo, la técnica no son solo los procesos de producción industrial y circulación de
bienes, sino también los procesos de producción, segmentación y diseminación de discursos
especializados que abren brechas cada vez más grandes entre los sujetos y el mundo que los
rodea. A este respecto, existen dos obras que han instalado lo que se dio en llamar “La muerte
del autor” a finales de los años 60. Estos textos son La muerte del autor (1968), de Roland
Barthes y ¿Qué es un autor? (1969) de Michel Foucault. Ambos textos parten de una premisa
esencial: en la literatura contemporánea el autor ha dejado de funcionar como garantía de
unidad y sentido del texto literario; en la escritura, no sabemos –no importa- quién habla, es la
destrucción de toda voz, todo origen. Barthes propone al respecto la idea de un lugar neutro:
“(…) es el lenguaje, y no el autor, el que habla.” (Barthes, 2013: 136).

Por su parte, Foucault dialoga, complejiza, pero, sin duda, continúa con la proposición central
de Barthes: el autor ha muerto, ahora debemos comprender de qué modo opera esa muerte, esa
desaparición que no ha dejado de suceder en el texto. El crítico reconoce que, antiguamente, la
escritura funcionaba como un “conjuro para alejar la muerte” (la princesa Sherezade de Las mil
y una noches es el ejemplo que propone), sin embargo, en la actualidad, la obra trae consigo la
muerte: el sacrificio del autor. Cabe destacar que a Foucault le interesan las funciones, los
rasgos, las trampas y los roles: “(…) mediante todos los ardides que establece entre él y lo que
escribe, el sujeto escritor desvía todos los signos de su individualidad particular; la marca del
escritor ya no es más que la singularidad de su ausencia; tiene que representar el papel del
muerto en el juego de la escritura.” (Foucault, 1999: 4).

No es inocuo el dispositivo teórico de lectura que se propone aquí: una maquinaria también
impersonal de análisis donde la literatura aparece como “juego” y la autoría como un “papel”
asumido en ese escenario. Ambos críticos han dado con el diagnóstico justo de una época, un
nuevo horizonte de inteligibilidad de lo literario, pero no han indagado, en estos trabajos al
menos, en las causas efectivas de este fenómeno: el imperio de los discursos de la técnica que
segmentan, deslocalizan, multiplican e instrumentalizan los discursos. Al momento de
visibilizar y señalar la condición del autor en nuestros tiempos, Barthes y Foucault incurren, en
menor o mayor medida, en la reproducción de las políticas del discurso técnico-especializado,
actualizan su retórica.

En este sentido, Jünger nos sugiere también un problema. Tempestades de acero no es un texto
que exija confiar en el trascendentalismo de la figura del autor como soberano de toda
significación, el soldado Jünger se desdobla en el gesto compuesto de la observación y la
vivencia de lo real, no trata de someterlo imponiendo su interpretación. Tampoco podemos
decir que, en su narración, hable solo el lenguaje, es fundamental comprender que el que habla
sí importa, pero no como garantía de un sentido misterioso, total y exterior a la escritura, sino
en tanto singularidad que entrega su cuerpo, su palabra, para unir a través de él, lo que la
muerte ha disociado con el fin de reinar. Así, la frase se trastoca y reordena para nosotros: en
Jünger, no es la muerte del autor aquello que no deja de suceder en el texto, sino su
resurrección. Contra la técnica del discurso crítico que propone una “productividad de la
muerte” se levanta el deseo de salvación, de volver a la vida, en suma, la vocación divina del
autor: “Nada de máquinas nuevas, sino nuevos mundos de Dioses, esto es lo adecuado para la
poesía” (Jünger, 2003: 83)

En Tempestades de acero, recopilación de experiencias de la guerra en un diario que Jünger


llevó consigo a través el fuego y el barro de las trincheras de La Gran Guerra, existe una
poderosa vocación salvífica a este respecto. La voz de su prosa habla a cada hombre que ha
conocido los cuartos oscuros de la desesperación, interpela a lo indestructible que persiste ahí
donde la furia impersonal de la guerra ha devorado toda esperanza en la civilización. En ella
entendemos que, cuando la racionalidad es acorralada, surge el instinto, un modo de conocer el
mundo y actuar en él olvidado por los saberes crítico-científicos contemporáneos: “Las
asociaciones provienen del instinto, de una inteligencia material. El autor piensa con los
sentidos, por consiguiente, desde el fondo.” (Jünger, 2003: 138). Es el instinto el que devuelve
el movimiento y el sentido práctico de la acción a los hombres atrapados entre el fuego y la
sangre en Tempestades de acero: “Pese a que en cualquier momento podían repetirse los
disparos, un sentimiento de curiosidad compulsiva me arrastró al lugar de la desgracia.”
(Jünger, 2013: 7). Numerosas son las alusiones del narrador a instancia en las cuales el temor,
fondeado por la barbarie del combate, alcanza un punto cero donde el cuerpo se vuelve ágil e
indiferente, donde se actúa guiado por el instinto y se toman decisiones en segundos. El autor,
como el soldado, apela a la intuición como fuente de conocimiento, dado que “La intuición
interior se aproxima a lo absoluto”, según escribe Jünger en El autor y la escritura.

Estos medios de conocimiento y acción sobre el mundo: instinto para encontrar e intuición para
discernir, son también los que guiarán el estilo literario en Tempestades de acero y es, en
definitiva, la facultad que debemos recuperar y fortalecer como lectores si queremos
comprender la radical dimensión ética de su escritura y su vocación salvífica. Una crítica sobre
tecnificada, adicta al concepto de obra como documento o testimonio de una época o una
teoría, y a la figura de un autor como promotor ideológico de tales o cuales tendencias
dominantes no puede comprender con sus instrumentos una literatura que se ha erigido,
justamente, con el propósito de combatirla. La técnica es la voluntad de poder arrasadora de los
titanes, no es lo mismo interpretar el poema que sentir la conmoción que provoca. El teórico
que ha perdido el contacto con el barro de las trincheras es un técnico:

“- ¿Y por qué no torció a la derecha en este ramal de

aproximación? -

Me di cuenta de que aquel oficial era incapaz de concebir un laberinto en el que ya no existen
en absoluto las nociones de derecha e izquierda para él todo aquello era un plano; para
nosotros, una realidad vivida con pasión.” (Jünger, 2013: 201-202)

Debemos volver a empezar frente a Jünger, entrar en su narración como se entra en un templo:
aunque no seamos fieles, el templo impone un misterioso respeto, un silencio. Se deben
silenciar las voces de la teoría critica por un instante y tratar de inscribirnos- no de comprender
analíticamente- en la singular dinámica de la voz de un soldado, situado en su tiempo y espacio,
atento y sincero, enemigo de las conclusiones metafísicas o de una interpretación de los sucesos
que intente conciliarlos con los discursos de la historiografía. Iniciar de nuevo, de eso se trata.
Encontrar, sin buscar. Ver con los ojos espantados y seguros del vate, el poeta-profeta de
nuestra era: "Hay en la vida la cadena de la causa y el efecto; en esa cadena no hay
discontinuidad. La causa es lo posterior. Pero hay también la cadena de la profecía y el
cumplimiento; aquí es el cumplimiento el que pone la profecía, que es lo primero” (Jünger,
2002:56).

Un autor ejerce la práctica de su escritura como gesto fundacional, es un acto singular y


primero, fuera de toda continuidad: se escribe urgido por una necesidad. Podemos vislumbrar
que el objetivo de semejante modo de concebir la literatura es conjurar el miedo. Pensemos que
la guerra implica la cercanía de la muerte, un habitar la muerte de manera constante hasta que
esta se vuelve el aire que respiramos y la medida de nuestra existencia cotidiana. Y la muerte
aparece enrevesada en las tramas del azar – la explosión anónima de un shrapnel cuyas
esquirlas cegan la vida de hombres que jamás sabrán qué lo golpeó- y resulta sencillo que el
sujeto se vuelva un esclavo de la muerte. Esta es la verdadera batalla espiritual del autor: evitar
que la avanzada del miedo, auténtica forma de conquista de la muerte sobre la vida, anule su
potencia vital. Frente a esto, Jünger concibe la literatura como destino, antídoto capaz de
mantener el miedo y el azar a raya, práctica profética que conquista para sí –para nosotros- el
derecho a la muerte y otorga la libertad: El Gran Mediodía arroja una luz sin sombra.
Entonces queda borrada la culpa. Saltan los. cerrojos y los prisioneros quedan libres. Así es
también cómo la hora de la muerte marca el punto en que la vida se convierte en profecía.”
(Jünger, 2002: 57).

En una de sus últimas entrevistas, Jünger contesta a una pregunta central:

“¿Por qué es usted ‘un hombre discutido’?

-Es un título que me cae bien. Siempre he tenido enemigos, incluso ‘perseguidores de oficio’,
por así decirlo. El que yo sea discutido no se debe a las cuestiones políticas, sino, a mi
parecer, a mi relación con la muerte” (Sanchez Pascual, 1995: 17)

Una literatura vitalista crece allí donde la muerte parece haber levantado su imperio. Un
Roland Barthes tardío, en otro trabajo llamado La preparación de la novela (2005), establece
algunas consideraciones sobre el acto de la notación que esta vez resultan de capital
importancia para comprender la escritura de Jünger en Tempestades de acero. El diario de un
combatiente obedece a la lógica de la notación, una práctica de escritura que carece de toda
inspiración pues anuncia una impresión nativa del acontecimiento vuelta sobre sí misma: “Con
especial fuerza se me grabó en la memoria la imagen de la destrozada posición, humeante
todavía, que recorrí poco después del ataque.” (Jünger, 2013:90). La escritura del diario es la
escritura de las impresiones que se graban y solo en ellas, puede recuperarse la vida.

En este texto, el soldado que escribe se esfuerza por reconocer la diferencia de grado, de
intensidades y ritmos de la realidad que lo circunda en la notación: “Entre las nueve y las diez
de la noche el fuego alcanzó una virulencia demencial. La tierra temblaba, el cielo parecía
una inmensa caldera en ebullición.” (Jünger,2013:100), escribe el autor y, solo una página más
adelante: “Sobre las diez fue, poco a poco, a hacerse la calma sobre aquel infernal aquelarre,
lo único que permaneció fue un fuego de tambor (…)” (Jünger, 2013:101). Se debe registrar
con ojo preciso y con temple, se anota en el diario como escribe el médium poseído, puente
entre el mundo de los muertos y los vivos, aquello que solo él puede ver. Por este motivo, el
matiz es, para Barthes, el gran operador de distinción y simultaneidad, características
intrínsecas de lo vivo: “El Matiz –si no se lo detiene- es la vida y los destructores de matices –
nuestra cultura actual, el periodismo grosero- hombres muertos que, desde el seno de su
muerte, se vengan.” (Barthes, 2005: 90). Es la cultura técnica actual, la producción de armas de
exterminio y discursos de exterminio, la Gran Adversaria del matiz. Contra el júbilo ardiente
que impone la proliferación del matiz que nos anuncia “que vale la pena vivir” arremete la
fuerza apolínea que aprisiona y aniquila la vida. Esta es la batalla: el autor narra sobre la muerte
porque debe conjurarla, pero ¿en qué sentido es esto posible?

La escritura vitalista del autor no elige caprichosamente el reino de la muerte, pues su vitalismo
consiste en perpetrar una conquista sobre ella, reconocer su hermandad y solidaridad con la
vida una vez que se la ha despojado del instrumento aniquilador del miedo. En su estudio sobre
el haiku, Barthes refiere: “La belleza es un centelleo entre dos muertes”. El autor que guerrea
sabe que recuperar el instante, el gesto preciso del instante mirando al sujeto y apagándose, es
la victoria de la que hablamos. El diario de guerra es el diario de una “experiencia interior” -
para emplear un término de nuestro autor- y esa experiencia, como el haiku, no pretende la
recuperación de una memoria, no quiere viajar en el tiempo, sino, más bien, ser el registro
preciso de un destello, el testimonio de que hubo, en medio del reino de los muertos, hermosas
chispas de vida. Podemos decirlo: la transgresión de Jünger, como bien lo señala él, no es del
orden de los discursos políticos, es literaria; en definitiva, es proponer un soldado que vive, y
no solo un soldado que muere, en los campos de batalla. A este respecto, el matiz anuncia que,
lindando con la brutalidad de la técnica, sigue estando ahí lo humano, la caricia del mundo:
“Me desperté sobre una hierba que estaba húmeda de roció. Las ráfagas de una ametralladora
que pasaban por el aire nos obligaron a meternos otra vez en nuestro ramal de
aproximación.” (Jünger, 2013: 26)

Entonces entendemos por qué el espacio de las trincheras es el espacio en el que prolifera el
discurso; la palabra conjura el silencio y el tiempo muerto de las noches, territorio donde el
miedo levanta sus fuertes. En Jünger, el hombre cercano a la muerte conversa con claridad, con
sinceridad:

“Pero estaba hablando del servicio de trincheras. A uno le gustan estas digresiones; para
llenar con algo la noche oscura y el tiempo interminable, uno se vuelve locuaz con mucha
facilidad. (…) El oficial llega incluso a portarse con mucha camaradería, habla en voz baja y
apasionada, cuenta chismes, manifiesta deseos” (Jünger, 2013: 46-47)
Hay una efusión, una alegría de la palabra en las vísperas de la muerte y la literatura es su
testimonio. Sin embargo, lo que se celebra no es la muerte, sino los momentos de avanzada de
la vida sobre su territorio. Esta vocación por el matiz hace que el estilo de Jünger abunde en lo
que él llama “digresiones”, desvíos del curso de los acontecimientos generales de la guerra,
porque su intención es plasmar un estado singular del sujeto en contacto con el mundo, no un
mero informe militar o una memoria. De este modo, las digresiones abren las puertas para
percibir y asumir las imágenes poéticas de crueldad y belleza contenidas en una unidad
transmisible, facultad solo propia de una percepción poética. Así la vida en las trincheras se
torna una oportunidad para habitar poéticamente el mundo, aunque esto signifique enfrentarse
con la incómoda incongruencia de lo real: “A veces un centinela silba o tararea en vos baja
una canción; si uno está acercándose sigilosamente hacia él con intenciones homicidas, esto
constituye un contraste odioso.” (Jünger, 2013: 47). Matices, digresiones y contrastes, son
elementos de un estilo que busca crear fisuras en el sentido unívoco, absoluto, sobre la verdad
de la guerra porque, podemos sospecharlo, solo donde la muerte ha triunfado hay absolutos y
univocidad. La vida es diversa y contradictoria. Los pichiciegos (1983), novela que Rodolfo
Fogwill escribió sobre la Guerra de Malvinas, desde el continente y sin contar con experiencia
de campo alguna, es otra obra que se inscribe en esta posición de batalla contra los discursos
dominantes. Una obra de la digresión y el matiz, profética y luminosa para los lectores de
literatura e incómoda para cualquier conciencia lectora que intentara abordarla desde un frente
enemigo.

En este sentido, la figura de autor se delinea como una posición de combate amenazada por las
fuerzas de la técnica, los discursos de la técnica. Ser un autor es vivir en el peligro, volverse
consciente del asedio del mundo contra la literatura. Barthes escribe contra la conciencia
pequeñoburguesa del discurso mediatizado “Sensación de que es preciso defenderse, de que es
cuestión de supervivencia” (Barthes, 2005: 40). Benjamin hacía una lectura similar en
Experiencia y pobreza (1987), el desfasaje cognitivo entre la vivencia (Erlebnis) y la
experiencia (Erfahrung) se debía a la brutalidad del mundo de la técnica que había desplegado
la Gran Guerra sobre al hombre y la incapacidad discursiva de este último para incorporar a la
vida, por medio de la narración, ese vértigo: “Una generación que había ido a la escuela en
tranvía tirado por caballos se encontró indefensa en un paisaje en el que todo, menos las
nubes, había cambiado y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes
destructoras, estaba el mínimo, quebradizo, cuerpo humano” (Benjamin, 1982:6). El
“mutismo” en los que regresan del campo de batalla, que señala Benjamin, es, precisamente, la
posibilidad de reconocer en esa ausencia de experiencia una oportunidad, una suerte de
barbarie positiva, desde la cual podamos hacer tabula rasa y volver a construir nuestro relato.

Benjamín, que había leído a Jünger, siempre le reprochó su férreo nacionalismo y el haberse
constituido como vocero de un pernicioso misticismo de la guerra. Jünger, intelectual que
configura su enunciación detrás del ethos militar de la caballería prusiana de antaño y la
aristocracia, es un blanco fácil cuando de posicionamientos políticos se trata. No obstante, su
estilo y la fuerza de su voz narrativa lo revisten de una contundencia insoslayable. Reducir su
primer libro a una mera exaltación de los ideales guerreros de la nación es solo posible si se
omiten los pasajes de cruda y absurda barbarie y los gestos de respeto hacia el adversario como
lo es el acontecimiento de espontánea camaradería del 11 de diciembre en Quèant:

“-Il y cochons aussichez vous!-

Al oír estas palabras me dispuse a ponerme a cubierto. Sin embargo, seguimos hablando de
varios asuntos. La manera en que lo hacíamos expresaba un respeto casi deportivo por el otro,
y al acabar nos habría gustado intercambiar algunos regalos como recuerdo” (Jünger, 2013:
61)

Benjamin entrevé las instrumentalizaciones maniqueas que el discurso de la política haría de la


obra, pero ese no puede ser el territorio de un autor. Según la concepción de Jünger, lo político
de la literatura reside en la fuerza para recuperar la verdad mítica de la historia, por ello
también sus alcances y efectos son mayores a los de cualquier participación directa: lo
demoniaco, lo titánico, los rostros de la lucha por el poder, la caída y la salvación vuelven a
interpelar el espíritu humano desde las palabras de la literatura. No hay en Tempestades de
acero un discurso belicista del odio al adversario, relato que dominaba la opinión publica de las
naciones involucradas en el conflicto, sino una especie de código antiguo del guerrero, similar
al bushido japonés o al de los antiguos pueblos nórdicos. Se trata de una idea del combate que
no está guiada por el encono y la disminución del adversario al grado de la deshumanización,
es más bien una especie de ascetismo moral que considera la lucha como instancia de
autoconocimiento, plena copresencia de la vida y la muerte y una comunión espiritual con la
totalidad del mundo y con el otro. Si existe una moral regente en Jünger, es una moral de la
escritura que tiene que ver con las decisiones del autor:

“El objeto puede cobrar una vida que pone de manifiesto no solo la técnica, sino también la moralidad
de una acción. Véase la descripción del lazo que Raskolnicov arma para el hacha con la cual piensa
asesinar a la usurera.” (Jünger, 2003: 154)
Kierkergaard lo sabía: solo se alcanza el goce estético a través de una experiencia moral. En
este sentido, la escritura de un autor es siempre su proclama, su declaración de guerra. En su
diario de 1942 Jünger escribe: “el estilo se basa en la justicia”, el acto de escritura reporta una
posición política respecto del mundo, pero no se trata de una relación que conciba a la estética
como resultado de una ética de la práctica, previa al acto creativo. La estética es, ella misma,
una ética. No hay juegos, no hay trampas o recursos efectistas, cada trazado imprime una
afirmación de lo humano frente al caos. Pero, si bien cada notación es muestra de un
temperamento implacable que reconoce la necesidad de la palabra, a la vez no se hace
esperanzas de alcanzar su verdadero objeto, que siempre está más allá de los limites posibles:

“A eso hay que decir: lo digno de veneración no es el lenguaje, sino lo inexpresable. Lo que
hay que venerar no son las iglesias, sino lo invisible que vive en ellas. A eso es lo que el autor
se acerca con palabras, sin alcanzarlo jamás. La meta del autor queda allende la lengua, ésta
no la aprehende nunca. El autor lleva con palabras a lo silencioso. Las palabras son su
herramienta y lo que hay que aguardar es que las mantenga en orden, que se ejercite en ellas
sin cesar. El autor no debería dejar pasar una sola sílaba de la que no estuviese contento, pero
tampoco debería figurarse nunca que posee maestría. Siempre ha de estar descontento consigo
mismo." (Jünger, 2012: 172)

Por otro lado, y para disipar malentendidos, podemos afirmar que la literatura de Jünger no
intenta representar la guerra, es la guerra, porque escribir es significa acto vital, una
resistencia, que infunde a su autor el rango de Viviente: “El Viviente vive en la acción como
guerrero; como poeta, en la poesía” (Jünger, 2003: 102). Se guerrea en el campo de batalla del
Somme contra la artillería del enemigo y se guerrea en la escritura contra los discursos del
“buen sentido”, no importa la coyuntura, un buen autor siempre será un “fuera de lugar” en
mayor o en menor medida: “El cambio de las figuras políticas equivale para el artista al
cambio de vestuario: su lealtad está puesta en la obra.” (Jünger, 2003: 167). La lealtad está
con la vida y la vida se manifiesta entonces solo en la luminosidad de la prosa, un trabajo
abnegado y sacro, liberado de toda esperanza. La escritura aparece ante nosotros como la
prueba de una clarividencia que discierne los matices de la crueldad y la belleza en los gestos
de un mismo rostro. De la luz a la sombra, y de vuelta, se mueve la conciencia de un autor:

Dejamos a hora tardía la posición y fuimos caminando por un caminito que serpenteaba a
través del ondulado terreno. Estaba ya tan avanzado el crepúsculo que las amapolas que en
los incultos campos crecían se fundían en un bien empastado color con el verde la hierba. A
medida que la luz disminuía, más penetrante era la intensidad que adquiría mi color favorito,
el rojo casi negro, un color que provoca un estado de ánimo fiero y a la vez melancólico.”
(Jünger, 2013: 152-153)

Cuando el autor abandona la necesidad de configurar experiencias, se somete de lleno,


compromete su cuerpo y con él la su vida entera, a la impresión. La impresión es el instante de
contacto, fugaz y lúcido en el que el mundo arremete contra el sujeto, “nuestros ojos brillaban
al mirarlo”. El brillo, la luminosidad, la claridad, el destello, deberían permitirnos definir
características de una nueva gnoseología: la restauración de un aparato perceptivo atrofiado, de
las facultades básicas de un Viviente que ha logrado romper sus vínculos con los discursos del
miedo. Hay toda una poética de la luz, de los colores y de los sonidos en Tempestades de acero
que pareciera tratar de devolvernos al mundo después de un prolongado letargo.

Aquel que escribe, guerrea y, para eso, debe librarse de sí. La “fría mirada de entomólogo” que
Claudio Magris reconoce en la narración de la guerra en Jünger es precisamente aquello que lo
despoja de toda confusión y le permite captar la impersonalidad de las acciones en medio del
estruendo del combate con genuina potencia poética. La voz que narra permite que el mundo,
en su crudeza extrema, imprima sobre ella La Verdad, que muchas veces es irreconciliable con
la razón, logrando por eso transformarse a sí misma en el acto de la escritura: “Sentí como si un
imán fijara mis ojos en lo que estaba viendo; simultáneamente se producía dentro de mí un
cambio profundo” (Jünger, 2013: 8). El movimiento es de afuera hacia adentro.

Jünger ve la verdad irreconciliable del mundo, y porque ve se transforma. Nadie que haya visto
realmente algo puede ser el mismo. No podemos confundirnos: el autor no escribe porque ve,
ve en su escritura, donde la mirada reconoce su brillo y su vocación profética y cuando ve,
restituye la diversidad de la vida, su ritmo vibrante, su violencia y su resurrección cotidiana. Es
por este motivo que en la filosofía de su praxis debe haber una filosofía de la vida, es decir, en
Jünger soldado y autor son uno solo porque vida y literatura son una sola. El compromiso es: el
autor vive como un autor, se mueve en el mundo regido por su propia ley imperturbable.
“Además, el autor tiene que fijarse una regla, cualquiera sea, pero propia. Tiene que ‘estar
inscripta en su cuerpo’, en la vestimenta, la alimentación, el mobiliario.” (Jünger, 2003:193).
Como la vida del guerrero, la vida del autor no solo se define en las batallas que libra con sus
armas, él ordena y dispone su mundo interior y exterior para propiciar un estado particular que
debe ser cultivado.

En conclusión, los principios inalterables del autor que podemos encontrar en la literatura de
Ernst Jünger nos ofrecen otra perspectiva para pensar los problemas que el siglo XX ha
presentado y cuyos efectos se han radicalizado en nuestro tiempo. Regresando a Benjamin,
podríamos vislumbrar la posibilidad de que el daño que se ha hecho sobre la experiencia no
tiene que ver con la transmisibilidad de un saber de un sujeto a otro, es decir, la figura del padre
moribundo que lega una historia a sus hijos antes de expirar. En cambio, podríamos pensar en
un daño que ha roto los lazos entre el ejercicio de la palabra y la acción. No accidentalmente el
hombre que narra en la novela de Jünger es un soldado, un hombre de acción. La victoria sobre
el miedo no implica volverse un testigo que narra el horror, sino un narrador que acciona sobre
el mundo cuando narra, que compromete el cuerpo y la conciencia en el acto de escritura, que
restituye lo atrofiado y se desmarca de lo que intenta ser disciplinado. Solo entonces la palabra
deja de ser un vehículo y se constituye como un arma concreta, solo entonces vemos el texto
como un campo de batalla real donde nos jugamos el derecho a la existencia.

Frente a este grito de guerra, los itinerarios que delinea el giro lingüístico en las ciencias
sociales reciben una sacudida. El autor restituye, por un instante, el carácter aurático a la obra,
porque en su palabra está el culto y el mundo que la realizan, ella es la forma de vida de quien
escribe. Parece decirnos: solo podrás escribir la vida cuando entregues la propia vida a cambio:
el soldado y sus notaciones bajo el fuego. Mostrarnos esto es el sacrificio del autor y su
servicio. Su tiempo jamás nos será del todo contemporáneo. Entonces, para liberarnos del Gran
Adversario de nuestro tiempo, los discursos tencnificados, deslocalizados y etéreos, debemos
ejercer un quiebre, un divorcio entre el acto creativo y lo imaginario como su valor primordial.
La conclusión es terminante: si queremos preservar La Vida, debemos pactar con los autores.

BIBLIOGRAFÍA

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