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12/15/2018 El peligro wagneriano, por Julius Evola (traducido porMarcos Ghio) | Biblioteca Evoliana

BIBLIOTECA EVOLIANA

El peligro wagneriano, por


Julius Evola (traducido
porMarcos Ghio)
12 DE MARZO DE 2009 - 13:01 - ARTÍCULOS

Acontece casi siempre que no se pueda profesar un


antiwagnerismo, sin que se piense enseguida en una
animadversión hacia la música de Wagner en nombre de
tradiciones artísticas anteriores, o de música italiana, o de
música sinfónica clásica. Por cuenta nuestra, no
consentiremos nunca entrar en tal dominio, puesto que, a
nuestro parecer, todo se reduce a preferencias en gran
medida personales y sentimentales, Existe en efecto un
“caso Wagner” que hoy en día se encuentra muy lejos de
haber perdido su actualidad: pero en un plano diferente y
por lo tanto no en relación con el significado que tiene el
arte de Wagner en sí mismo, sino con respecto a gran parte
del material y de las tradiciones de las cuales él recabó, tal
como se suele decir, su inspiración.

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Decir algo a tal respecto es útil desde un punto de vista


que no es simplemente abstracto y doctrinal. R. Wagner,
con la poderosa influencia ejercida en sus contemporáneos
y aun no apagada hoy en día, se encuentra entre los
mayores responsables de equívocos muchas veces graves,
los cuales han determinado más de una antítesis artificial.
Si por ejemplo, entre nosotros Manacorda, con muchos
otros, ha formulado en lo referente al antiguo mundo
nórdico, la broma de mal gusto de la “selva” por
contraposición con el “templo”, ello no habría sido posible
sin la deformación y la romantización de aquel mundo,
debida en gran medida justamente a Wagner. Por supuesto,
en esto Wagner no ha sido un caso aislado: ya existía en
Alemania un ambiente en gran medida preparado para
acoger su punto de vista y, a tal respecto, su influencia, por
decirlo así “avanzó por sí misma”. Si también hoy en día
examinamos las concepciones de los “neopaganos” más
facinerosos, de aquellos que querrían lanzar todo hacia el
mar, no sólo Roma católica, sino el mismo mundo
imperial gibelino, y volver a los puros orígenes, al puro
mito nórdico y a la pura leyenda heroica germánica, sería
fácil reconocer, en tales construcciones, no algo
verdaderamente originario, sino un romanticismo
fantasioso, que no conduce demasiado más allá de las
ideas y las interpretaciones difundidas por Wagner,
revelándose así como un producto totalmente reciente y
“moderno”, que tiene como principio no una realidad, sino
un “mito”.

Aquí no puede tratarse de un análisis aun sumario del


mundo wagneriano, sino sólo de lo que se refiere a las
relaciones que se establecen entre arte y tradición. En un

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mundo marcado por la tradición –es decir, según el


sentido que nosotros siempre damos a este término, por un
sentido de conocimientos, de principios y de símbolos de
origen y validez no simplemente “humanos”– en un tal
mundo el arte no puede tener sino una función
subordinada, y las pretensiones de un “arte puro”, fin en sí
mismo, no pueden no aparecer sino heréticas y absurdas:
aquí, el arte está destinado a conferir, con los medios
específicos propios, vida y evidencia a un contenido
tradicional, sin alterarlo en modo alguno, dándole tan sólo
una especial expresión y sensibilización, de modo tal de
convertirlo en accesible también a aquellos que son
incapaces de una comprensión intelectual directa. Por
esto, en los tiempos más antiguos el artista tuvo siempre
algo de “vate”: se le solicitaba no tanto la función de
“crear” o de “inventar” sobre la base de una originalidad,
sino la de elevarse hasta un determinado conocimiento
supraracional, al cual su genialidad y humanidad de artista
le debía luego permanecer estrechamente fiel.

Justamente lo contrario es lo que ha acontecido en el


mundo moderno, el cual por lo tanto puede ser llamado en
forma indiferenciada como “antitradicional” como
“humanista”. Sobre todo, tal como es sabido, el arte, del
mismo modo que lo demás, se emancipa y se humaniza.
Hasta aquí poco es malo: es poco malo aun que el arte se
reduzca a crear fantasmas subjetivos, a suscitar “estados
de ánimo”, más o menos elevados y líricos, a ser el
mediador complaciente de la sentimentalidad humana. El
verdadero mal comienza allí donde el arte moderno, luego
de haberse emancipado y humanizado de esta forma, echa
mano a formas tradicionales, utilizándolas como nuevos

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“temas” y nuevas fuentes de inspiración. En una tal


coyuntura toda relación normal resulta invertida, y como
resultado se tiene una profanación, en el sentido más
riguroso del término: aquello que no es “humano” –la
tradición– se convierte en instrumento y medio para lo que
es humano, es decir, para la creación artística; en el centro
se encuentra la “personalidad del artista”, lo demás se le
encuentra subordinado, no adquiere vida sino en función
de la misma, es decir, en función de algo puramente
subjetivo. Allí donde el arte tradicional o “sagrado”
(“sagrado” sin embargo no en sentido simplemente
religioso y eclesiástico: epopeyas, mitologías, símbolos,
etc. entran en tal idea más vasta de lo “sagrado”)
espiritualizaba a lo humano, el arte, del cual hablamos
aquí, viene en cambio a humanizar y a deformar incluso lo
espiritual.

Y tal es en modo característico, también el caso de


Wagner. Se dice que él ha revelado a sus contemporáneos
el antiguo y olvidado mundo nórdico del Eda, de los
Nibelungos, del Grial. Lo contrario es lo opuesto: él ha
perjudicado toda comprensión efectiva de un tal mundo
con su interpretación romántica, fumosamente “heroica”,
místico-erotizante e ininterrumpidamente “humanista”, en
suma, con un espíritu, lejano como cielo de la tierra, del
que es propio del tema, y por lo tanto llevado a asumir, en
las diferentes tradiciones, sólo los aspectos más
condicionados, y tradicionalmente insignificantes. Y
naturalmente, la música, entre las diferentes artes, es la
que más podía prestarse para propiciar una tal desviación.

Para mostrar las divergencias que los mismos temas

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poseen en la ópera wagneriana por un lado, en las


tradiciones originarias por el otro, o bien lo que en la
primera se encuentra como arbitrariamente agregado o
inventado, no se terminaría más, y  nosotros ya hemos
dicho que no es éste el lugar para entrar en detalles.
Haremos tan sólo mención a que sobre todo en lo relativo
al antiguo mundo nórdico (ciclo de los nibelungos,
Parsifal, Lohengrin) la ópera de Wagner tiene, desde el
punto de vista en el cual nosotros nos ubicamos, los
caracteres de una verdadera y propia adulteración. Todo es
llevado exactamente al nivel de un escenario operístico, el
elemento humano y pasional suplanta violentamente todo
elemento simbólico y metafísico, todo se convierte en
oscuro, inestable, fatalista, turbiamente “heroico” por un
lado, malamente “místico” por el otro, no sólo en las
circunstancias de los seres morales, sino incluso en las de
los celestes; se habla románticamente de “Crepúsculo de
los dioses”, allí donde en cambio se trata simplemente del
“cumplimiento de un ciclo” en conformidad con leyes
cíclicas, que cualquier tradición conoció: oscurecimiento
temporáneo de lo divino que retomará la vida olímpica en
otra era. Se lleva la historia del Grial desde el plano del
misterio “solar” e imperial de la “piedra de luz” al de una
historieta místico-cristiana moralizada por el obligado
complejo culpa-amor-redención. La verdadera misión de
Lohengrin desaparece en puras divagaciones inficionadas
de erotismo. El cual naturalmente  sumerge todo en otra
leyenda, el contenido más profundo de la cual se sustrae
mayormente al ojo inexperto, la de Tristán e Isolda, y se
proyecta en el místico epílogo de estilo happy end
americano, privado de cualquier vínculo con la leyenda,
del “Buque Fantasma. Y así se podría fácilmente

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continuar.

Pero aquí se nos objetará que una cosa es hacer arte, y otra
darse a especulaciones metafísicas y a exégesis
tradicionales; y que no se pretenderá que un teatro o una
sala de conciertos se transformen en una alta escuela. Ello
es cierto. Sin embargo hay que saber entonces qué es lo
que verdaderamente se quiere. En tanto existiese con la
debida autoridad una élite en posesión del justo
conocimiento, desarrollos arbitrarios de tal tipo no serían
tan peligrosos, todos sabrían que se trata tan sólo de “arte”
y con el goce estético cual hoy se lo concibe, todo
concluiría. No es lo mismo en un mundo que
efectivamente parece haber perdido totalmente sus
verdaderas tradiciones y que lo demuestra, creyendo
acercarse a través de interpretaciones, como por ejemplo
las wagnerianas. ¿Y no se ha visto acaso a Schuré y a
Steiner llegar hasta el límite de declarar a Wagner como
un “iniciado”? En tal circunstancia el arte se muestra tanto
más un instrumento de perversión, en tanto más alta,
supraestética, es la misión reveladora que la misma
supone desarrollar. No repetiremos lo que hemos revelado
al comienzo, es decir que justamente a influencias de tal
tipo se debe buena parte de la desviación ideológica de
ciertos ambientes alemanes contemporáneos, tal como el
de Chamberlain y de su interpretación del germanismo.
Insistiremos más bien en decir que de todo esto se está
formando un “mito” (identificado con una presunta
tradición nórdica) el cual, de acuerdo a lo que suele
acontecer en cada procedimiento hipnótico, termina
convirtiéndose en verdadero. A un mito entonces se le
contrapone otro, a la historia de la “selva” la del “templo”,

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al mundo nibelúngico, otro mundo por igual fantástico,


“construido”, inexistente y, en su carácter puramente
polémico, por igual alejado de aquella atmósfera de
claridad, de controlada visión y de universalidad, de la
cual, en cada pueblo, antes de adaptarse a las condiciones
específicas propias del mismo, recaba su origen toda
forma verdaderamente tradicional.

 
(De Corriere Padano, 6 de marzo de 1937)

(Traducido originariamente en
http://www.geocities.com/Athens/Troy/1856/Wagner.htm)

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