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Marcos Mondoñedo
“Puede fotografiar, pero sin flash”, advirtió el guardián de turno. Mi amiga no iba a ponerle
flash a su toma y le sonrió divertida. Posando frente a las serigrafías de Andy Warhol –que
se expusieron en el Centro Cultural de la Universidad Católica, durante los meses de julio y
agosto— y por causa de esta advertencia, me llegó como un fulgor el sentido de la muestra:
una tensión entre la intencional ausencia de profundidad en los cuadros y el tratamiento
solemne, protector de los “originales”, que es inherente a la mayoría de las muestras
retrospectivas. Se trataba, pues, de una tensión entre lo plano y lo profundo. Esta
comprensión, sin embargo, no atenuaba cierta desazón que me acompañaba y que, como
luego verifiqué, se había suscitado en algunos amigos.
Desde una perspectiva psicoanalítica, habría entonces que explicar que esa operación del
puro significante está correlacionada, no con un Otro estable y universal, no con un garante
de sentido para todos, sino con la ausencia de ese Gran Otro. Si no existe, si no hay un
universal unificado que articule significantes y, en tal sentido, permita o restrinja su
inclusión dentro de una totalidad de sentido, no es posible, en consecuencia, delimitar por
ejemplo lo artístico de lo no artístico, lo privado de lo público, lo superficial de lo
profundo. Por ello, en la obra de Warhol pueden convivir y sucederse las imágenes de un
león, de un travesti afroamericano, de una lata de sopa, la suya propia y sin que esto nada
signifique sino que, al contrario, implique una lógica metonímica de la pura deriva
significante.
Pero habría que dar un paso más. Como sostiene Eric Laurent en El Otro que no existe y
sus comités de ética, conviven dos caras en el estado actual de la civilización: “La cara
positiva es la diversidad, el no enrolamiento, el encanto del uno por uno, y el reverso más
terrible es que no permite saber cómo situarse ante el Otro y su llamado a un siempre más,
un aún” (148). Debe inmediatamente aclararse que aquí “Otro” no es ya la Cultura
universal, el garante unificador del sentido, sino su revés, el Otro en su dimensión de goce.
Con esto no se quiere decir, simplemente deleite, sino que “goce” designa una
simultaneidad de placer y dolor. Entonces, ante la caída de los ideales y de los muros, el
Otro que persiste es aquel que impone su goce como una preceptiva inevitable que nos
encarrila en la urgencia de su cumplimento. Pongamos de ejemplo el mercado, que
proyecta infinidad de productos de consumo y los renueva con una velocidad creciente y de
caducidad vertiginosa. Como obvio correlato, al consumidor se le exige la compra
constante de lo nuevo; este imperativo es imposible de satisfacer; pero, al no haber nada
con qué hacerle frente (puesto que, por ejemplo, toda norma moral ha sido relativizada o
suspendida), lo que deviene es el colapso subjetivo. Y esto es el goce: el placer del
consumo y el displacer de la frustración ante su “siempre más”.