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BENEDICTO XVI

Discursos, homilías, mensajes


2012
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JESÚS ES LA BENDICIÓN DE DIOS
20120101. Homilía. Santa María, Madre de Dios
En el primer día del año, la liturgia hace resonar en toda la Iglesia
extendida por el mundo la antigua bendición sacerdotal que hemos
escuchado en la primera lectura: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine
su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda
la paz» (Nm 6, 24-26). Dios, por medio de Moisés, confió esta bendición a
Aarón y a sus hijos, es decir, a los sacerdotes del pueblo de Israel. Es un
triple deseo lleno de luz, que brota de la repetición del nombre de Dios, el
Señor, y de la imagen de su rostro. En efecto, para ser bendecidos hay que
estar en la presencia de Dios, recibir su Nombre y permanecer bajo el haz
de luz que procede de su rostro, en el espacio iluminado por su mirada,
que difunde gracia y paz.
Los pastores de Belén, que aparecen de nuevo en el Evangelio de hoy,
tuvieron esta misma experiencia. La experiencia de estar en la presencia
de Dios, de su bendición, no en la sala de un palacio majestuoso, ante un
gran soberano, sino en un establo, delante de un «niño acostado en el
pesebre» (Lc 2,16). De ese niño proviene una luz nueva, que resplandece
en la oscuridad de la noche, como podemos ver en tantas pinturas que
representan el Nacimiento de Cristo. La bendición, en efecto, viene de él:
de su nombre, Jesús, que significa «Dios salva», y de su rostro humano, en
el que Dios, el Omnipotente Señor del cielo y de la tierra, ha querido
encarnarse, esconder su gloria bajo el velo de nuestra carne, para
revelarnos plenamente su bondad (cf. Tt 3,4).
María, la virgen, esposa de José, que Dios ha elegido desde el primer
instante de su existencia para ser la madre de su Hijo hecho hombre, ha
sido la primera en ser colmada de esta bendición. Ella, según el saludo de
santa Isabel, es «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42). Toda su vida está
iluminada por el Señor, bajo el radio de acción del nombre y el rostro de
Dios encarnado en Jesús, el «fruto bendito de su vientre». Así nos la
presenta el Evangelio de Lucas: completamente dedicada a conservar y
meditar en su corazón todo lo que se refiere a su hijo Jesús
(cf. Lc 2,19.51). El misterio de su maternidad divina, que celebramos hoy,
contiene de manera sobreabundante aquel don de gracia que toda
maternidad humana lleva consigo, de modo que la fecundidad del vientre
se ha asociado siempre a la bendición de Dios. La Madre de Dios es la
primera bendecida y quien porta la bendición; es la mujer que ha acogido
a Jesús y lo ha dado a luz para toda la familia humana. Como reza la
Liturgia: «Y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo
la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro» (Prefacio I de Santa María
Virgen).
María es madre y modelo de la Iglesia, que acoge en la fe la Palabra
divina y se ofrece a Dios como «tierra fecunda» en la que él puede seguir
cumpliendo su misterio de salvación. También la Iglesia participa en el
misterio de la maternidad divina mediante la predicación, que siembra por
el mundo la semilla del Evangelio, y mediante los sacramentos, que
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comunican a los hombres la gracia y la vida divina. La Iglesia vive de
modo particular esta maternidad en el sacramento del Bautismo, cuando
engendra hijos de Dios por el agua y el Espíritu Santo, el cual exclama en
cada uno de ellos: «Abbà, Padre» (Ga 4,6). La Iglesia, al igual que María,
es mediadora de la bendición de Dios para el mundo: la recibe acogiendo
a Jesús y la transmite llevando a Jesús. Él es la misericordia y la paz que
el mundo por sí mismo no se puede dar y que necesita tanto o más que el
pan.
Queridos amigos, la paz, en su sentido más pleno y alto, es la suma y
la síntesis de todas las bendiciones. Por eso, cuando dos personas amigas
se encuentran se saludan deseándose mutuamente la paz. También la
Iglesia, en el primer día del año, invoca de modo especial este bien
supremo, y, al igual que la Virgen María, lo hace mostrando a todos a
Jesús, ya que, como afirma el apóstol Pablo, «él es nuestra paz» (Ef 2,14),
y al mismo tiempo es el «camino» por el que los hombres y los pueblos
pueden alcanzar esta meta, a la que todos aspiramos.
«Educar a los jóvenes en la justicia y la paz» es la tarea que atañe a
cada generación y, gracias a Dios, la familia humana, después de las
tragedias de las dos grandes guerras mundiales, ha mostrado tener cada
vez más conciencia de ello, como lo demuestra, por una parte las
declaraciones e iniciativas internaciones y, por otra, la consolidación entre
los mismos jóvenes, en los últimos decenios, de muchas y diferentes
formas de compromiso social en este campo. Educar en la paz forma parte
de la misión que la Comunidad eclesial ha recibido de Cristo, forma parte
integrante de la evangelización, porque el Evangelio de Cristo es también
el Evangelio de la justicia y la paz. Pero la Iglesia en los últimos tiempos
se ha hecho portavoz de una exigencia que implica a las conciencias más
sensibles y responsables por la suerte de la humanidad: la exigencia de
responder a un desafío tan decisivo como es el de la educación. ¿Por qué
«desafío»? Al menos por dos motivos: en primer lugar, porque en la era
actual, caracterizada fuertemente por la mentalidad tecnológica, querer no
solo instruir sino educar es algo que no se puede dar por descontado sino
que supone una elección; en segundo lugar, porque la cultura relativista
plantea una cuestión radical: ¿Tiene sentido todavía educar? Y, al fin y al
cabo, ¿para qué educar?
Lógicamente no podemos abordar ahora estas preguntas de fondo, a las
que ya he tratado de responder en otras ocasiones. En cambio, quisiera
subrayar que, frente a las sombras que hoy oscurecen el horizonte del
mundo, asumir la responsabilidad de educar a los jóvenes en el
conocimiento de la verdad, en los valores y en las virtudes fundamentales,
significa mirar al futuro con esperanza. La formación en la justicia y la
paz tiene que ver también con este compromiso por una educación
integral. Hoy, los jóvenes crecen en un mundo que se ha hecho, por
decirlo así, más pequeño, y en donde los contactos entre las diferentes
culturas y tradiciones son constantes, aunque no sean siempre inmediatos.
Para ellos es hoy más que nunca indispensable aprender el valor y el
método de la convivencia pacífica, del respeto recíproco, del diálogo y la
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comprensión. Por naturaleza, los jóvenes están abiertos a estas actitudes,
pero precisamente la realidad social en la que crecen los puede llevar a
pensar y actuar de manera contraria, incluso intolerante y violenta. Solo
una sólida educación de sus conciencias los puede proteger de estos
riesgos y hacerlos capaces de luchar contando siempre y solo con la fuerza
de la verdad y el bien. Esta educación parte de la familia y se desarrolla en
la escuela y en las demás experiencias formativas. Se trata esencialmente
de ayudar a los niños, los muchachos, los adolescentes, a desarrollar una
personalidad que combine un profundo sentido de justicia con el respeto
del otro, con la capacidad de afrontar los conflictos sin prepotencia, con la
fuerza interior de dar testimonio del bien también cuando comporta un
sacrificio, con el perdón y la reconciliación. Así podrán llegar a ser
hombres y mujeres verdaderamente pacíficos y constructores de paz.
En esta labor educativa de las nuevas generaciones, una
responsabilidad particular corresponde también a las comunidades
religiosas. Todo itinerario de formación religiosa auténtica acompaña a la
persona, desde su más tierna edad, a conocer a Dios, a amarlo y hacer su
voluntad. Dios es amor, es justo y pacífico, y quien quiera honrarlo debe
comportarse sobre todo como un hijo que sigue el ejemplo del padre. Un
salmo afirma: «El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos …
El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en
clemencia» (Sal103,6.8). Como Jesús nos ha demostrado con el testimonio
de su vida, justicia y misericordia conviven en Dios perfectamente. En
Jesús «la misericordia y la fidelidad» se encuentran, «la justicia y la paz»
se besan (cf. Sal 85,11). En estos días la Iglesia celebra el gran misterio de
la encarnación: la verdad de Dios ha brotado de la tierra y la justicia mira
desde el cielo, la tierra ha dado su fruto (cf. Sal 85,12.13). Dios nos ha
hablado en su Hijo Jesús. Escuchemos lo que nos dice Dios: Él «anuncia
la paz» (Sal 85,9). Jesús es un camino transitable, abierto a todos. La
Virgen María hoy nos lo indica, nos muestra el camino: ¡Sigámosla! Y tú,
Madre Santa de Dios, acompáñanos con tu protección. Amén.

SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS


20120101. Ángelus
En la liturgia de este primer día del año resuena la triple bendición
bíblica: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te
conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz»
(Nm 6, 24-26). Podemos contemplar el rostro de Dios porque se ha hecho
visible, se ha revelado en Jesús: él es la imagen visible del Dios invisible.
Y esto gracias también a la Virgen María, cuyo título más grande
celebramos hoy, aquel con el que participa de un modo único en la historia
de la salvación: ser Madre de Dios. En su seno el Hijo del Altísimo
asumió nuestra carne, y nosotros podemos contemplar su gloria (cf. Jn 1,
14), sentir la presencia del Dios-con-nosotros.
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CARACTERÍSTICAS ESENCIALES DEL MINISTERIO
20120106. Homilía. Epifanía del Señor
La Epifanía es una fiesta de la luz. «¡Levántate, brilla, Jerusalén, que
llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (Is 60,1). Con estas
palabras del profeta Isaías, la Iglesia describe el contenido de la fiesta. Sí,
ha venido al mundo aquel que es la luz verdadera, aquel que hace que los
hombres sean luz. Él les da el poder de ser hijos de Dios (cf. Jn 1,9.12).
Para la liturgia, el camino de los Magos de Oriente es solo el comienzo de
una gran procesión que continúa en la historia. Con estos hombres
comienza la peregrinación de la humanidad hacia Jesucristo, hacia ese
Dios que nació en un pesebre, que murió en la cruz y que, resucitado, está
con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20). La
Iglesia lee la narración del evangelio de Mateo junto con la visión del
profeta Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura: el camino de
estos hombres es solo un comienzo. Antes habían llegado los pastores, las
almas sencillas que estaban más cerca del Dios que se ha hecho niño y que
con más facilidad podían «ir allí» (cf. Lc 2,15) hacia él y reconocerlo
como Señor. Ahora, en cambio, también se acercan los sabios de este
mundo. Vienen grandes y pequeños, reyes y siervos, hombres de todas las
culturas y pueblos. Los hombres de Oriente son los primeros, a través de
los siglos los seguirán muchos más. Después de la gran visión de Isaías, la
lectura de la carta a los Efesios expresa lo mismo con sobriedad y
sencillez: que también los gentiles son coherederos (cf. Ef 3,6). El Salmo
2 lo formula así: «Te daré en herencia las naciones, en posesión, los
confines de la tierra» (Sal 2,8).
Los Magos de Oriente van delante. Inauguran el camino de los pueblos
hacia Cristo. Durante esta santa Misa conferiré a dos sacerdotes la
ordenación episcopal, los consagraré pastores del pueblo de Dios. Según
las palabras de Jesús, ir delante del rebaño pertenece a la misión del pastor
(cf. Jn 10,4). Por tanto, en estos personajes que, como los primeros de
entre los paganos, encontraron el camino hacia Cristo, podemos encontrar
tal vez algunas indicaciones para la misión de los obispos, a pesar de las
diferencias en las vocaciones y en las tareas. ¿Qué tipo de hombres eran
ellos? Los expertos nos dicen que pertenecían a la gran tradición
astronómica que se había desarrollado en Mesopotamia a lo largo de los
siglos y que todavía era floreciente. Pero esta información no basta por sí
sola. Es probable que hubiera muchos astrónomos en la antigua Babilonia,
pero sólo estos pocos se encaminaron y siguieron la estrella que habían
reconocido como la de la promesa, que muestra el camino hacia el
verdadero Rey y Salvador. Podemos decir que eran hombres de ciencia,
pero no solo en el sentido de que querían saber muchas cosas: querían
algo más. Querían saber cuál es la importancia de ser hombre.
Posiblemente habían oído hablar de la profecía del profeta pagano Balaán:
«Avanza la constelación de Jacob, y sube el cetro de Israel» (Nm 24,17).
Ellos profundizaron en esa promesa. Eran personas con un corazón
inquieto, que no se conformaban con lo que es aparente o habitual. Eran
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hombres en busca de la promesa, en busca de Dios. Y eran hombres
vigilantes, capaces de percibir los signos de Dios, su lenguaje callado y
perseverante. Pero eran también hombres valientes a la vez que humildes:
podemos imaginar las burlas que debieron sufrir por encaminarse hacia el
Rey de los Judíos, enfrentándose por eso a grandes dificultades. No
consideraban decisivo lo que algunos, incluso personas influyentes e
inteligentes, pudieran pensar o decir de ellos. Lo que les importaba era la
verdad misma, no la opinión de los hombres. Por eso afrontaron las
renuncias y fatigas de un camino largo e inseguro. Su humilde valentía fue
la que les permitió postrarse ante un niño de pobre familia y descubrir en
él al Rey prometido, cuya búsqueda y reconocimiento había sido el
objetivo de su camino exterior e interior.
Queridos amigos, en todo esto podemos ver algunas características
esenciales del ministerio episcopal. El Obispo debe de ser también un
hombre de corazón inquieto, que no se conforma con las cosas habituales
de este mundo sino que sigue la inquietud del corazón que lo empuja a
acercarse interiormente a Dios, a buscar su rostro, a conocerlo mejor para
poder amarlo cada vez más. El Obispo debe de ser también un hombre de
corazón vigilante que perciba el lenguaje callado de Dios y sepa discernir
lo verdadero de lo aparente. El Obispo debe de estar lleno también de una
valiente humildad, que no se interese por lo que la opinión dominante diga
de él, sino que siga como criterio la verdad de Dios, comprometiéndose
por ella: «opportune – importune». Debe de ser capaz de ir por delante y
señalar el camino. Ha de ir por delante siguiendo a aquel que nos ha
precedido a todos, porque es el verdadero pastor, la verdadera estrella de
la promesa: Jesucristo. Y debe de tener la humildad de postrarse ante ese
Dios que haciéndose tan concreto y sencillo contradice la necedad de
nuestro orgullo, que no quiere ver a Dios tan cerca y tan pequeño. Debe de
vivir la adoración del Hijo de Dios hecho hombre, aquella adoración que
siempre le muestra el camino.
La liturgia de la ordenación episcopal recoge lo esencial de este
ministerio con ocho preguntas dirigidas a los que van a ser consagrados, y
que comienzan siempre con la palabra: «Vultis? – ¿queréis?». Las
preguntas orientan a la voluntad mostrándole el camino a seguir. Quisiera
aquí mencionar brevemente algunas de las palabras clave de esa
orientación, y en las que se concreta lo que poco antes hemos reflexionado
sobre los Magos en la fiesta de hoy. La misión de los obispos es
«predicare Evangelium Christi», «custodire» y «dirigere», «pauperibus se
misericordes praebere» e «indesinenter orare». El anuncio del evangelio
de Jesucristo, el ir delante y dirigir, custodiar el patrimonio sagrado de
nuestra fe, la misericordia y la caridad hacia los necesitados y pobres, en
la que se refleja el amor misericordioso de Dios por nosotros y, en fin, la
oración constante son características fundamentales del ministerio
episcopal. La oración constante significa no perder nunca el contacto con
Dios; sentirlo en la intimidad del corazón y ser así inundados por su luz.
Solo el que conoce personalmente a Dios puede guiar a los demás hacia él.
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Solo el que guía a los hombres hacia Dios, los lleva por el camino de la
vida.
El corazón inquieto, del que hemos hablado evocando a san Agustín,
es el corazón que no se conforma en definitiva con nada que no sea Dios,
convirtiéndose así en un corazón que ama. Nuestro corazón está inquieto
con relación a Dios y no deja de estarlo aun cuando hoy se busque, con
«narcóticos» muy eficaces, liberar al hombre de esta inquietud. Pero no
solo estamos inquietos nosotros, los seres humanos, con relación a Dios.
El corazón de Dios está inquieto con relación al hombre. Dios nos
aguarda. Nos busca. Tampoco él descansa hasta dar con nosotros. El
corazón de Dios está inquieto, y por eso se ha puesto en camino hacia
nosotros, hacia Belén, hacia el Calvario, desde Jerusalén a Galilea y hasta
los confines de la tierra. Dios está inquieto por nosotros, busca personas
que se dejen contagiar de su misma inquietud, de su pasión por nosotros.
Personas que lleven consigo esa búsqueda que hay en sus corazones y, al
mismo tiempo, que dejan que sus corazones sean tocados por la búsqueda
de Dios por nosotros. Queridos amigos, esta era la misión de los apóstoles:
acoger la inquietud de Dios por el hombre y llevar a Dios mismo a los
hombres. Y esta es vuestra misión siguiendo las huellas de los apóstoles:
dejaros tocar por la inquietud de Dios, para que el deseo de Dios por el
hombre se satisfaga.
Los Magos siguieron la estrella. A través del lenguaje de la creación
encontraron al Dios de la historia. Ciertamente, el lenguaje de la creación
no es suficiente por sí mismo. Solo la palabra de Dios, que encontramos
en la sagrada Escritura, les podía mostrar definitivamente el camino.
Creación y Escritura, razón y fe han de ir juntas para conducirnos al Dios
vivo. Se ha discutido mucho sobre qué clase de estrella fue la que guió a
los Magos. Se piensa en una conjunción de planetas, en una Super nova,
es decir, una de esas estrellas muy débiles al principio pero que debido a
una explosión interna produce durante un tiempo un inmenso resplandor;
en un cometa, y así sucesivamente. Que los científicos sigan
discutiéndolo. La gran estrella, la verdadera Super nova que nos guía es el
mismo Cristo. Él es, por decirlo así, la explosión del amor de Dios, que
hace brillar en el mundo el enorme resplandor de su corazón. Y podemos
añadir: los Magos de Oriente, de los que habla el evangelio de hoy, así
como generalmente los santos, se han convertido ellos mismos poco a
poco en constelaciones de Dios, que nos muestran el camino. En todas
estas personas, el contacto con la palabra de Dios ha provocado, por
decirlo así, una explosión de luz, a través de la cual el resplandor de Dios
ilumina nuestro mundo y nos muestra el camino. Los santos son estrellas
de Dios, que dejamos que nos guíen hacia aquel que anhela nuestro ser.
Queridos amigos, cuando habéis dado vuestro «sí» al sacerdocio y al
ministerio episcopal, habéis seguido la estrella Jesucristo. Y ciertamente
han brillado también para vosotros estrellas menores, que os han ayudado
a no perder el camino. En las letanías de los santos invocamos a todas
estas estrellas de Dios, para que brillen siempre para vosotros y os
muestren el camino. Al ser ordenados obispos estáis llamados a ser
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vosotros mismos estrellas de Dios para los hombres, a guiarlos en el
camino hacia la verdadera luz, hacia Cristo. Recemos por tanto en este
momento a todos los santos para que siempre podáis cumplir vuestra
misión mostrando a los hombres la luz de Dios. Amén.

EPIFANÍA: JESÚS ES LA LUZ DEL MUNDO


20120106. Ángelus
Esta fiesta de la Epifanía es una fiesta muy antigua, que tiene su origen
en el Oriente cristiano y pone de relieve el misterio de la manifestación de
Jesucristo a todas las naciones, representadas por los Magos que acudieron
a adorar al Rey de los judíos recién nacido en Belén, como narra el
Evangelio de san Mateo (cf. 2, 1-12). La «luz nueva» que se encendió en
la noche de Navidad (cf. Prefacio de Navidad I), hoy comienza a brillar
sobre el mundo, como sugiere la imagen de la estrella, un signo celestial
que atrajo la atención de los Magos y los guió en su viaje hacia Judea.
Todo el período de Navidad y de Epifanía se caracteriza por el tema de
la luz, vinculado al hecho de que, en el hemisferio norte, después del
solsticio de invierno, el día vuelve a alargarse con respecto a la noche.
Pero, más allá de su posición geográfica, para todos los pueblos vale la
palabra de Cristo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no camina
en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Jesús es el sol
que apareció en el horizonte de la humanidad para iluminar la existencia
personal de cada uno de nosotros y para guiarnos a todos juntos hacia la
meta de nuestra peregrinación, hacia la tierra de la libertad y de la paz, en
donde viviremos para siempre en plena comunión con Dios y entre
nosotros.
El anuncio de este misterio de salvación fue confiado por Cristo a su
Iglesia. Ese misterio —escribe san Pablo— «ha sido revelado ahora por el
Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son
coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma
promesa en Jesucristo, por el Evangelio» (Ef 3, 5-6). La invitación que el
profeta Isaías dirigía a la ciudad santa Jerusalén se puede aplicar a la
Iglesia: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor
amanece sobre ti! Las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos;
pero sobre ti amanecerá el Señor y su gloria se verá sobre ti» (Is 60, 1-2).
Es así, como dice el Profeta: el mundo, con todos sus recursos, no es
capaz de dar a la humanidad la luz para orientarla en su camino. Lo
constatamos también en nuestros días: la civilización occidental parece
haber perdido la orientación, navega a vista. Pero la Iglesia, gracias a la
Palabra de Dios, ve a través de estas nieblas. No posee soluciones
técnicas, pero tiene la mirada dirigida a la meta, y ofrece la luz del
Evangelio a todos los hombres de buena voluntad, de cualquier nación y
cultura.
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MISIONES: HACER RESPLANDECER LA PALABRA DE
VERDAD
20120106. Mensaje. Jornada Misiones 2012
Uno de los obstáculos para el impulso de la evangelización es la crisis
de fe, no sólo en el mundo occidental, sino en la mayoría de la humanidad
que, no obstante, tiene hambre y sed de Dios y debe ser invitada y
conducida al pan de vida y al agua viva, como la samaritana que llega al
pozo de Jacob y conversa con Cristo. Como relata el evangelista Juan, la
historia de esta mujer es particularmente significativa (cf. Jn 4,1-30):
encuentra a Jesús que le pide de beber, luego le habla de una agua nueva,
capaz de saciar la sed para siempre. La mujer al principio no entiende, se
queda en el nivel material, pero el Señor la guía lentamente a emprender
un camino de fe que la lleva a reconocerlo como el Mesías. A este
respecto, dice san Agustín: “después de haber acogido en el corazón a
Cristo Señor, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer [esta mujer] si no dejar
el cántaro y correr a anunciar la buena noticia?” (In Ioannis Ev., 15,30). El
encuentro con Cristo como Persona viva, que colma la sed del corazón, no
puede dejar de llevar al deseo de compartir con otros el gozo de esta
presencia y de hacerla conocer, para que todos la puedan experimentar. Es
necesario renovar el entusiasmo de comunicar la fe para promover una
nueva evangelización de las comunidades y de los países de antigua
tradición cristiana, que están perdiendo la referencia de Dios, de forma
que se pueda redescubrir la alegría de creer. La preocupación de
evangelizar nunca debe quedar al margen de la actividad eclesial y de la
vida personal del cristiano, sino que ha de caracterizarla de manera
destacada, consciente de ser destinatario y, al mismo tiempo, misionero
del Evangelio. El punto central del anuncio sigue siendo el mismo:
el Kerigma de Cristo muerto y resucitado para la salvación del mundo,
el Kerigma del amor de Dios, absoluto y total para cada hombre y para
cada mujer, que culmina en el envío del Hijo eterno y unigénito, el Señor
Jesús, quien no rehusó compartir la pobreza de nuestra naturaleza humana,
amándola y rescatándola del pecado y de la muerte mediante el
ofrecimiento de sí mismo en la cruz.

LA RESPONSABILIDAD EDUCATIVA DEL BAUTISMO


20120108. Homilía. Bautismo del Señor
Es siempre una alegría celebrar esta santa misa con los bautizos de los
niños, en la fiesta del Bautismo del Señor. Os saludo a todos con afecto,
queridos padres, padrinos y madrinas, y a todos vosotros, familiares y
amigos. Habéis venido —lo habéis dicho en voz alta— para que vuestros
hijos recién nacidos reciban el don de la gracia de Dios, la semilla de la
vida eterna. Vosotros, los padres, lo habéis querido. Habéis pensado en el
bautismo incluso antes de que vuestro niño o vuestra niña fuera dado a
luz. Vuestra responsabilidad de padres cristianos os hizo pensar enseguida
en el sacramento que marca la entrada en la vida divina, en la comunidad
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de la Iglesia. Podemos decir que esta ha sido vuestra primera elección
educativa como testigos de la fe respecto a vuestros hijos: ¡la elección es
fundamental!
La misión de los padres, ayudados por el padrino y la madrina, es
educar al hijo o la hija. Educar es comprometedor; a veces es arduo para
nuestras capacidades humanas, siempre limitadas. Pero educar se
convierte en una maravillosa misión si se la realiza en colaboración con
Dios, que es el primer y verdadero educador de cada ser humano.
En la primera lectura que hemos escuchado, tomada del libro del
profeta Isaías, Dios se dirige a su pueblo precisamente como un educador.
Advierte a los israelitas del peligro de buscar calmar su sed y su hambre
en las fuentes equivocadas: «¿Por qué —dice— gastar dinero en lo que no
alimenta, y el salario en lo que no da hartura?» (Is 55, 2). Dios quiere
darnos cosas buenas para beber y comer, cosas que nos beneficien;
mientras que a veces nosotros usamos mal nuestros recursos, los usamos
para cosas que no sirven o que, incluso, son nocivas. Dios quiere darnos
sobre todo a sí mismo y su Palabra: sabe que, alejándonos de él, muy
pronto nos encontraremos en dificultades, como el hijo pródigo de la
parábola, y sobre todo perderemos nuestra dignidad humana. Y por esto
nos asegura que él es misericordia infinita, que sus pensamientos y sus
caminos no son como los nuestros —¡para suerte nuestra!— y que
siempre podemos volver a él, a la casa del Padre. Nos asegura, además,
que si acogemos su Palabra, esta traerá buenos frutos a nuestra vida, como
la lluvia que riega la tierra (cf. Is 55, 10-11).
A esta palabra que el Señor nos ha dirigido mediante el profeta Isaías,
hemos respondido con el estribillo del Salmo: «Sacaremos agua con gozo
de las fuentes de la salvación». Como personas adultas, nos hemos
comprometido a acudir a las fuentes buenas, por nuestro bien y el de
aquellos que han sido confiados a nuestra responsabilidad, en especial
vosotros, queridos padres, padrinos y madrinas, por el bien de estos niños.
¿Y cuáles son «las fuentes de la salvación»? Son la Palabra de Dios y los
sacramentos. Los adultos son los primeros que deben alimentarse de estas
fuentes, para poder guiar a los más jóvenes en su crecimiento. Los padres
deben dar mucho, pero para poder dar necesitan a su vez recibir; de lo
contrario, se vacían, se secan. Los padres no son la fuente, como tampoco
nosotros los sacerdotes somos la fuente: somos más bien como canales, a
través de los cuales debe pasar la savia vital del amor de Dios. Si nos
separamos de la fuente, seremos los primeros en resentirnos
negativamente y ya no seremos capaces de educar a otros. Por esto nos
hemos comprometido diciendo: «Sacaremos agua con gozo de las fuentes
de la salvación».
Pasemos ahora a la segunda lectura y al Evangelio. Nos dicen que la
primera y principal educación se da mediante el testimonio. El Evangelio
nos habla de Juan el Bautista. Juan fue un gran educador de sus discípulos,
porque los condujo al encuentro con Jesús, del cual dio testimonio. No se
exaltó a sí mismo, no quiso tener a sus discípulos vinculados a sí mismo.
Y sin embargo Juan era un gran profeta, y su fama era muy grande.
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Cuando llegó Jesús, retrocedió y lo señaló: «Detrás de mí viene el que es
más fuerte que yo... Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con
Espíritu Santo» (Mc 1, 7-8). El verdadero educador no vincula a las
personas a sí, no es posesivo. Quiere que su hijo, o su discípulo, aprenda a
conocer la verdad, y entable con ella una relación personal. El educador
cumple su deber a fondo, mantiene una presencia atenta y fiel; pero su
objetivo es que el educando escuche la voz de la verdad que habla a su
corazón y la siga en un camino personal.
Volvamos ahora al testimonio. En la segunda lectura, el apóstol san
Juan escribe: «El Espíritu es quien da testimonio» (1 Jn 5, 6). Se refiere al
Espíritu Santo, al Espíritu de Dios, que da testimonio de Jesús,
atestiguando que es el Cristo, el Hijo de Dios. Esto se ve también en la
escena del bautismo en el río Jordán: el Espíritu Santo desciende sobre
Jesús como una paloma para revelar que él es el Hijo Unigénito del Padre
eterno (cf. Mc 1, 10). También en su Evangelio, san Juan subraya este
aspecto, allí donde Jesús dice a los discípulos: «Cuando venga el
Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que
procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis
testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» (Jn 15, 26-27). Para
nosotros esto es confortante en el compromiso de educar en la fe, porque
sabemos que no estamos solos y que nuestro testimonio está sostenido por
el Espíritu Santo.
Es muy importante para vosotros, padres, y también para los padrinos
y las madrinas, creer fuertemente en la presencia y en la acción del
Espíritu Santo, invocarlo y acogerlo en vosotros, mediante la oración y los
sacramentos. De hecho, es él quien ilumina la mente, caldea el corazón del
educador para que sepa transmitir el conocimiento y el amor de Jesús. La
oración es la primera condición para educar, porque orando nos ponemos
en disposición de dejar a Dios la iniciativa, de confiarle los hijos, a los que
conoce antes y mejor que nosotros, y sabe perfectamente cuál es su
verdadero bien. Y, al mismo tiempo, cuando oramos nos ponemos a la
escucha de las inspiraciones de Dios para hacer bien nuestra parte, que en
cualquier caso nos corresponde y debemos realizar. Los sacramentos,
especialmente la Eucaristía y la Penitencia, nos permiten realizar la acción
educativa en unión con Cristo, en comunión con él y renovados
continuamente por su perdón. La oración y los sacramentos nos obtienen
aquella luz de verdad gracias a la cual podemos ser al mismo tiempo
suaves y fuertes, usar dulzura y firmeza, callar y hablar en el momento
adecuado, reprender y corregir de modo justo.
Queridos amigos, invoquemos, por tanto, todos juntos al Espíritu
Santo para que descienda en abundancia sobre estos niños, los consagre a
imagen de Jesucristo y los acompañe siempre en el camino de su vida. Los
confiamos a la guía materna de María santísima, para que crezcan en edad,
sabiduría y gracia y se conviertan en verdaderos cristianos, testigos fieles
y gozosos del amor de Dios. Amén.
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BAUTISMO: SOMOS HIJOS DE DIOS
20120108. Ángelus. Bautismo del Señor
Hoy celebramos la fiesta del Bautismo del Señor. Esta mañana he
conferido el sacramento del Bautismo a dieciséis niños, y por este motivo
quiero proponer una breve reflexión sobre el hecho de que somos hijos de
Dios. Ahora bien, ante todo partamos del hecho de que somos
simplemente hijos: esta es la condición fundamental, común a todos. No
todos somos padres, pero ciertamente todos somos hijos. Venir al mundo
nunca es una decisión personal, no se nos pregunta antes si queremos
nacer. Pero, durante la vida, podemos madurar una actitud libre con
respecto a la vida misma: podemos acogerla como un don y, en cierto
sentido, «llegar a ser» lo que ya somos: llegar a ser hijos. Este paso marca
un viraje de madurez en nuestro ser y en la relación con nuestros padres,
que nos impulsa a la gratitud. Es un paso que nos hace capaces de ser,
también nosotros, padres, no biológica sino moralmente.
Del mismo modo, con respecto a Dios todos somos hijos. Dios está en
el origen de la existencia de toda criatura, y es Padre de modo singular de
cada ser humano: con él o con ella tiene una relación única, personal.
Cada uno de nosotros es querido, es amado por Dios. Y también en esta
relación con Dios podemos, por decirlo así, «renacer», es decir, llegar a
ser lo que somos. Esto acontece mediante la fe, mediante un «sí» profundo
y personal a Dios como origen y fundamento de nuestra existencia. Con
este «sí» yo acojo la vida como don del Padre que está en el cielo, un
Padre a quien no veo, pero en el cual creo y a quien siento en lo más
profundo del corazón, que es Padre mío y de todos mis hermanos en la
humanidad, un Padre inmensamente bueno y fiel. ¿En qué se basa esta fe
en Dios Padre? Se basa en Jesucristo: su persona y su historia nos revelan
al Padre, nos lo dan a conocer, en la medida de lo posible, en este mundo.
Creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, permite «renacer de lo alto»,
es decir, de Dios, que es Amor (cf. Jn 3, 3). Y tengamos presente, una vez
más, que nadie se hace a sí mismo hombre: nacimos sin haber hecho nada
nosotros; el pasivo de haber nacido precede al activo de nuestro hacer. Lo
mismo sucede en el nivel de ser cristianos: nadie puede hacerse cristiano
sólo por su propia voluntad; también el ser cristiano es un don que precede
a nuestro hacer: debemos renacer con un nuevo nacimiento. San Juan dice:
«A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios» (Jn 1, 12).
Este es el sentido del sacramento del Bautismo; el Bautismo es este nuevo
nacimiento, que precede a nuestro hacer. Con nuestra fe podemos salir al
encuentro de Cristo, pero sólo él mismo puede hacernos cristianos y dar a
esta voluntad nuestra, a este deseo nuestro, la respuesta, la dignidad, el
poder de llegar a ser hijos de Dios, que por nosotros mismos no tenemos.
Queridos amigos, este domingo del Bautismo del Señor concluye el
tiempo de Navidad. Demos gracias a Dios por este gran misterio, que es
fuente de regeneración para la Iglesia y para todo el mundo. Dios se hizo
hijo del hombre, para que el hombre llegara a ser hijo de Dios.
Renovemos, por tanto, la alegría de ser hijos: como hombres y como
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cristianos; nacidos y renacidos a una nueva existencia divina. Nacidos por
el amor de un padre y de una madre, y renacidos por el amor de Dios,
mediante el Bautismo. A la Virgen María, Madre de Cristo y de todos los
que creen en él, pidámosle que nos ayude a vivir realmente como hijos de
Dios, no de palabra, o no sólo de palabra, sino con obras. San Juan escribe
también: «Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo,
Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó» (1
Jn 3, 23).

SIN LA LUZ DIVINA, EL MUNDO ESTÁ EN SOMBRAS


20120109. Discurso. Cuerpo Diplomático
El encuentro de hoy se desarrolla tradicionalmente al final de las
fiestas de Navidad, en las que la Iglesia celebra la venida del Salvador. Él
viene en la obscuridad de la noche, y por tanto su presencia es fuente
inmediata de luz y alegría (cf. Lc 2,9-10). Verdaderamente, allí donde no
resplandece la luz divina el mundo está en sombras. Realmente, el mundo
está en la oscuridad allí donde el hombre no reconoce ya su vínculo con el
Creador, poniendo en peligro asimismo su relación con las demás criaturas
y con la creación misma. El momento actual está marcado
lamentablemente por un profundo malestar y por diversas crisis:
económicas, políticas y sociales, que son su expresión dramática.
El beato Juan Pablo II recordaba que «el camino de la paz es a la vez
el camino de los jóvenes», ya que ellos son «la juventud de las naciones y
de la sociedad, la juventud de cada familia y de toda la humanidad». Los
jóvenes, pues, nos llevan a considerar con seriedad sus requerimientos de
verdad, justicia y paz. Por esta razón les he dedicado el Mensaje anual
para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, titulado Educar a los
jóvenes en la justicia y la paz. La educación es un tema crucial para todas
las generaciones, ya que de ella depende tanto el sano desarrollo de cada
persona como el futuro de toda la sociedad. Por esta razón, representa una
tarea de primer orden en estos tiempos difíciles y delicados. Además de un
objetivo claro, que es el que los jóvenes conozcan plenamente la realidad
y por tanto la verdad, la educación necesita de lugares. El primero es
la familia, fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer. No
se trata de una simple convención social, sino más bien de la célula
fundamental de toda la sociedad. Consecuentemente, las políticas que
suponen un ataque a la familia amenazan la dignidad humana y el porvenir
mismo de la humanidad. El marco familiar es fundamental en el itinerario
educativo y para el desarrollo de los individuos y los estados; por tanto, se
necesitan políticas que valoricen y favorezcan la cohesión social y el
diálogo. En la familia la persona se abre al mundo y a la vida y, como tuve
ocasión de recordar en mi viaje a Croacia, «la apertura a la vida es signo
de apertura al futuro».
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MADURAR UN RENOVADO HUMANISMO
20120112. Discurso. Administradores de Roma y del Lacio
Es importante que madure un renovado humanismo en el que la
identidad del ser humano esté comprendida en la categoría de persona. La
crisis actual, de hecho, hunde sus raíces también en el individualismo, que
oscurece la dimensión relacional del hombre y lo conduce a encerrarse en
su pequeño mundo, a estar atento a satisfacer ante todo sus propios deseos
y necesidades preocupándose poco de los demás. La especulación de
terrenos, la inserción cada vez más difícil de los jóvenes en el mundo del
trabajo, la soledad de muchos ancianos, el anonimato que caracteriza a
menudo la vida en los barrios de ciudades y la mirada a veces superficial
sobre las situaciones de marginación y de pobreza, ¿no son quizás
consecuencia de esta mentalidad? La fe nos dice que el hombre es un ser
llamado a vivir en sociedad y que el «yo» puede encontrarse a sí mismo a
partir de un «tú» que lo acepte y lo ame. Y este «Tú» es ante todo Dios, el
único capaz de dar al hombre una acogida incondicional y un amor
infinito; y son después los demás, empezando por los más cercanos.
Redescubrir esta relación como elemento constitutivo de la propia
existencia es el primer paso para dar vida a una sociedad más humana. Y
también las instituciones tienen la tarea de favorecer que se tome cada vez
mayor conciencia de formar parte de una única realidad, en la que cada
uno, a semejanza del cuerpo humano, es importante para el todo, como
recordó Menenio Agrippa en el célebre apólogo referido por Tito Livio en
su Historia de Roma (cf. Ab Urbe Condita, II, 32).
La consciencia de ser un «cuerpo» podrá crecer si se consolida el valor
de la acogida… Es necesario, con todo, fomentar programas de plena
integración, que permitan la inserción en el tejido social, para que puedan
ofrecer a todos la riqueza de la que son portadores. De este modo cada uno
aprenderá a sentir el lugar en el que reside como una «casa común» para
vivir y cuidar de ella, con el atento y necesario respeto de las leyes que
regulan la convivencia colectiva.
Junto con la acogida debe reforzarse el valor de la solidaridad. Es una
exigencia de caridad y justicia que, durante los momentos difíciles,
aquellos que tienen mayores recursos cuiden de quienes viven en
condiciones precarias.
Al mismo tiempo —tercer punto— es necesario promover una cultura
de legalidad, ayudando a los ciudadanos a entender que las leyes sirven
para canalizar las muchas energías positivas presentes en la sociedad y
permitir así la promoción del bien común.

EL PAPEL DECISIVO DE UN GUÍA ESPIRITUAL


20120115. Ángelus
Las lecturas bíblicas de este domingo —el segundo del tiempo
ordinario—, nos presentan el tema de la vocación: en el Evangelio
encontramos la llamada de los primeros discípulos por parte de Jesús; y,
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en la primera lectura, la llamada del profeta Samuel. En ambos relatos
destaca la importancia de una figura que desempeña el papel de mediador,
ayudando a las personas llamadas a reconocer la voz de Dios y a seguirla.
En el caso de Samuel, es Elí, sacerdote del templo de Silo, donde se
guardaba antiguamente el arca de la alianza, antes de ser trasladada a
Jerusalén. Una noche Samuel, que era todavía un muchacho y desde niño
vivía al servicio del templo, tres veces seguidas se sintió llamado durante
el sueño, y corrió adonde estaba Elí. Pero no era él quien lo llamaba. A la
tercera vez Elí comprendió y le dijo a Samuel: «Si te llama de nuevo,
responde: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”» (1 S 3, 9). Así fue, y
desde entonces Samuel aprendió a reconocer las palabras de Dios y se
convirtió en su profeta fiel.
En el caso de los discípulos de Jesús, la figura de la mediación fue
Juan el Bautista. De hecho, Juan tenía un amplio grupo de discípulos,
entre quienes estaban también dos parejas de hermanos: Simón y Andrés,
y Santiago y Juan, pescadores de Galilea. Precisamente a dos de estos el
Bautista les señaló a Jesús, al día siguiente de su bautismo en el río
Jordán. Se lo indicó diciendo: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1, 36), lo
que equivalía a decir: Este es el Mesías. Y aquellos dos siguieron a Jesús,
permanecieron largo tiempo con él y se convencieron de que era realmente
el Cristo. Inmediatamente se lo dijeron a los demás, y así se formó el
primer núcleo de lo que se convertiría en el colegio de los Apóstoles.
A la luz de estos dos textos, quiero subrayar el papel decisivo de un
guía espiritual en el camino de la fe y, en particular, en la respuesta a la
vocación de especial consagración al servicio de Dios y de su pueblo. La
fe cristiana, por sí misma, supone ya el anuncio y el testimonio: es decir,
consiste en la adhesión a la buena nueva de que Jesús de Nazaret murió y
resucitó, y de que es Dios. Del mismo modo, también la llamada a seguir a
Jesús más de cerca, renunciando a formar una familia propia para
dedicarse a la gran familia de la Iglesia, pasa normalmente por el
testimonio y la propuesta de un «hermano mayor», que por lo general es
un sacerdote. Esto sin olvidar el papel fundamental de los padres, que con
su fe auténtica y gozosa, y su amor conyugal, muestran a sus hijos que es
hermoso y posible construir toda la vida en el amor de Dios.
Queridos amigos, pidamos a la Virgen María por todos los educadores,
especialmente por los sacerdotes y los padres de familia, a fin de que sean
plenamente conscientes de la importancia de su papel espiritual, para
fomentar en los jóvenes, además del crecimiento humano, la respuesta a la
llamada de Dios, a decir: «Habla, Señor, que tu siervo escucha».

LAS GRAVES AMENAZAS DEL LAICISMO RADICAL


20120119. Discurso. A Obispos de EEUU en visita ad limina
Como sabéis, mi intención es reflexionar con vosotros, a lo largo de
este año, sobre algunos de los desafíos espirituales y culturales de la nueva
evangelización.
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Uno de los aspectos más memorables de mi visita pastoral a Estados
Unidos fue la ocasión que me permitió reflexionar sobre la experiencia
histórica estadounidense de la libertad religiosa, y más específicamente
sobre la relación entre religión y cultura. En el centro de toda cultura,
perceptible o no, hay un consenso respecto a la naturaleza de la realidad y
al bien moral, y, por lo tanto, respecto a las condiciones para la
prosperidad humana. En Estados Unidos ese consenso, como lo presentan
los documentos fundacionales de la nación, se basaba en una visión del
mundo modelada no sólo por la fe, sino también por el compromiso con
determinados principios éticos derivados de la naturaleza y del Dios de la
naturaleza. Hoy ese consenso se ha reducido de modo significativo ante
corrientes culturales nuevas y potentes, que no sólo se oponen
directamente a varias enseñanzas morales fundamentales de la tradición
judeo-cristiana, sino que son cada vez más hostiles al cristianismo en
cuanto tal.
La Iglesia en Estados Unidos, por su parte, está llamada, en todo
tiempo oportuno y no oportuno, a proclamar el Evangelio que no sólo
propone verdades morales inmutables, sino que lo hace precisamente
como clave para la felicidad humana y la prosperidad social (cf. Gaudium
et spes, 10). Algunas tendencias culturales actuales, en la medida en que
contienen elementos que quieren limitar la proclamación de esas verdades,
sea reduciéndola dentro de los confines de una racionalidad meramente
científica sea suprimiéndola en nombre del poder político o del gobierno
de la mayoría, representan una amenaza no sólo para la fe cristiana, sino
también para la humanidad misma y para la verdad más profunda sobre
nuestro ser y nuestra vocación última, nuestra relación con Dios. Cuando
una cultura busca suprimir la dimensión del misterio último y cerrar las
puertas a la verdad trascendente, inevitablemente se empobrece y se
convierte en presa de una lectura reduccionista y totalitaria de la persona
humana y de la naturaleza de la sociedad, como lo intuyó con gran
claridad el Papa Juan Pablo II.
La Iglesia, con su larga tradición de respeto de la correcta relación
entre fe y razón, tiene un papel fundamental que desempeñar al oponerse a
las corrientes culturales que, sobre la base de un individualismo extremo,
buscan promover conceptos de libertad separados de la verdad moral.
Nuestra tradición no habla a partir de una fe ciega, sino desde una
perspectiva racional que vincula nuestro compromiso de construir una
sociedad auténticamente justa, humana y próspera con la certeza
fundamental de que el universo posee una lógica interna accesible a la
razón humana. La defensa por parte de la Iglesia de un razonamiento
moral basado en la ley natural se funda en su convicción de que esta ley
no es una amenaza para nuestra libertad, sino más bien una «lengua» que
nos permite comprendernos a nosotros mismos y la verdad de nuestro ser,
y forjar de esa manera un mundo más justo y más humano. Por tanto, la
Iglesia propone su doctrina moral como un mensaje no de constricción,
sino de liberación, y como base para construir un futuro seguro.
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El testimonio de la Iglesia, por lo tanto, es público por naturaleza. La
Iglesia busca convencer proponiendo argumentos racionales en el ámbito
público. La separación legítima entre Iglesia y Estado no puede
interpretarse como si la Iglesia debiera callar sobre ciertas cuestiones, ni
como si el Estado pudiera elegir no implicar, o ser implicado, por la voz
de los creyentes comprometidos a determinar los valores que deberían
forjar el futuro de la nación.
A la luz de estas consideraciones, es fundamental que toda la
comunidad católica de Estados Unidos llegue a comprender las graves
amenazas que plantea al testimonio moral público de la Iglesia el laicismo
radical, que cada vez encuentra más expresiones en los ámbitos político y
cultural. Es preciso que en todos los niveles de la vida eclesial se
comprenda la gravedad de tales amenazas. Son especialmente
preocupantes ciertos intentos de limitar la libertad más apreciada en
Estados Unidos: la libertad de religión. Muchos de vosotros habéis puesto
de relieve que se han llevado a cabo esfuerzos concertados para negar el
derecho de objeción de conciencia de los individuos y de las instituciones
católicas en lo que respecta a la cooperación en prácticas intrínsecamente
malas. Otros me habéis hablado de una preocupante tendencia a reducir la
libertad de religión a una mera libertad de culto, sin garantías de respeto
de la libertad de conciencia.
En todo ello, una vez más, vemos la necesidad de un laicado católico
comprometido, articulado y bien formado, dotado de un fuerte sentido
crítico frente a la cultura dominante y de la valentía de contrarrestar un
laicismo reductivo que quisiera deslegitimar la participación de la Iglesia
en el debate público sobre cuestiones decisivas para el futuro de la
sociedad estadounidense. La formación de líderes laicos comprometidos y
la presentación de una articulación convincente de la visión cristiana del
hombre y de la sociedad siguen siendo la tarea principal de la Iglesia en
vuestro país. Como componentes esenciales de la nueva evangelización,
estas preocupaciones deben modelar la visión y los objetivos de los
programas catequéticos en todos los niveles.
Al respecto, quiero expresar mi aprecio por vuestros esfuerzos para
mantener contactos con los católicos comprometidos en la vida política y
para ayudarles a comprender su responsabilidad personal de dar un
testimonio público de su fe, especialmente en lo que se refiere a las
grandes cuestiones morales de nuestro tiempo: el respeto del don de Dios
de la vida, la protección de la dignidad humana y la promoción de
derechos humanos auténticos. Como señaló el Concilio, y como quise
reafirmar durante mi visita pastoral, el respeto de la justa autonomía de la
esfera secular debe tener en cuenta también la verdad de que no existe un
reino de cuestiones terrenas que pueda sustraerse al Creador y a su
dominio (cf. Gaudium et spes, 36). No cabe duda de que un testimonio
más coherente por parte de los católicos de Estados Unidos desde sus
convicciones más profundas daría una importante contribución a la
renovación de la sociedad en su conjunto.
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Queridos hermanos en el episcopado, con estas breves reflexiones he
querido tocar algunas de las cuestiones más urgentes que debéis afrontar
en vuestro servicio al Evangelio y su importancia para la evangelización
de la cultura estadounidense. Ninguna persona que mire con realismo
estas cuestiones puede ignorar las dificultades auténticas que la Iglesia
encuentra en el tiempo presente. Sin embargo, en verdad, nos puede
animar la creciente toma de conciencia de la necesidad de mantener un
orden civil arraigado claramente en la tradición judeo-cristiana, así como
la promesa de una nueva generación de católicos, cuya experiencia y
convicciones desempeñarán un papel decisivo al renovar la presencia y el
testimonio de la Iglesia en la sociedad de Estados Unidos. La esperanza
que nos ofrecen estos «signos de los tiempos» es de por sí un motivo para
renovar nuestros esfuerzos con el fin de movilizar los recursos
intelectuales y morales de toda la comunidad católica al servicio de la
evangelización de la cultura estadounidense y de la construcción de la
civilización del amor. Con gran afecto os encomiendo a todos vosotros, así
como al rebaño confiado a vuestra solicitud pastoral, a la oración de
María, Madre de la esperanza, y os imparto de corazón mi bendición
apostólica, como prenda de gracia y de paz en Jesucristo nuestro Señor.

EL PRESBÍTERO DEBE SER REFLEJO DE LA PALABRA


ETERNA
20120120. Discurso. Al Almo Colegio Capránica
Santa Inés es una de las famosas jóvenes romanas que han ilustrado la
belleza genuina de la fe en Cristo y de la amistad con él. Su doble título de
virgen y mártir recuerda la totalidad de las dimensiones de la santidad. Se
trata de una santidad completa que os piden también a vosotros vuestra fe
cristiana y la vocación sacerdotal especial con la que el Señor os ha
llamado y os vincula a él. Martirio —para santa Inés— quería decir la
aceptación generosa y libre de entregar su vida joven, en su totalidad y sin
reservas, para que el Evangelio fuera anunciado como verdad y belleza
que iluminan la existencia. En el martirio de santa Inés, aceptado con
valor en el estadio de Domiciano, resplandece para siempre la belleza de
pertenecer a Cristo sin vacilaciones, confiándose a él. Todavía hoy, a
cualquiera que pase por la plaza Navona la imagen de la santa desde el
frontispicio de la iglesia de Santa Inés in Agone le recuerda que nuestra
ciudad está fundada también sobre la amistad con Cristo y el testimonio de
su Evangelio, de muchos de sus hijos e hijas. Su generosa entrega a él y al
bien de los hermanos es un componente primario de la fisonomía
espiritual de Roma.
Con el martirio Inés sella también el otro elemento decisivo de su vida,
la virginidad por Cristo y por la Iglesia. El don total del martirio se
prepara, de hecho, con la decisión consciente, libre y madura de la
virginidad, testimonio de la voluntad de ser totalmente de Cristo. Si el
martirio es un acto heroico final, la virginidad es fruto de una prolongada
amistad con Jesús madurada en la escucha constante de su Palabra, en el
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diálogo de la oración y en el encuentro eucarístico. Inés, todavía joven,
había aprendido que ser discípulos del Señor quiere decir amarlo poniendo
en juego toda la existencia. Este título doble —virgen y mártir— recuerda
a nuestra reflexión que un testigo creíble de la fe debe ser una persona que
vive por Cristo, con Cristo y en Cristo, transformando su vida según las
exigencias más altas de la gratuidad.
También la formación del presbítero exige integridad, perfección,
ejercicio ascético, constancia y fidelidad heroica, en todos los aspectos
que la constituyen; en el fondo debe haber una vida espiritual sólida
animada por una intensa relación con Dios a nivel personal y comunitario,
con particular cuidado en las celebraciones litúrgicas y en la frecuencia de
los sacramentos. La vida sacerdotal exige una aspiración creciente a la
santidad, un claro sensus Ecclesiae y una apertura a la fraternidad sin
exclusiones ni parcialidad. Del camino de santidad del presbítero forma
parte también su elección de elaborar, con la ayuda de Dios, la propia
inteligencia y el propio compromiso, una cultura personal verdadera y
sólida, fruto de un estudio apasionado y constante. La fe tiene una
dimensión racional e intelectual que le es esencial. Para un seminarista y
para un sacerdote joven, que aún se dedica al estudio académico, se trata
de asimilar aquella síntesis entre fe y razón que es propia del cristianismo.
El Verbo de Dios se hizo carne y el presbítero, auténtico sacerdote del
Verbo encarnado, debe ser cada vez más un reflejo, luminoso y profundo,
de la Palabra eterna que nos ha sido dada. Quien es maduro también en
esta formación cultural global puede ser más eficazmente educador y
animador de aquella adoración «en Espíritu y verdad» de la que habla
Jesús a la samaritana (cf. Jn 4, 23). Esta adoración, que se forma en la
escucha de la Palabra de Dios y en la fuerza del Espíritu Santo, está
llamada a ser, sobre todo en la liturgia, el «rationabile obsequium», del
que nos habla el apóstol san Pablo, un culto en el que el hombre mismo en
la totalidad de su ser dotado de razón, se vuelve adoración, glorificación
del Dios viviente, y que puede alcanzarse no conformándose a este
mundo, sino dejándose transformar por Cristo, renovando el modo de
pensar, para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno,
agradable a él y perfecto (cf. Rm 12, 1-2).
Tened siempre un sentido profundo de la historia y de la tradición de la
Iglesia. (…) De la amistad que surge en la convivencia aprended a conocer
las diferentes situaciones de las naciones y de las Iglesias en el mundo, y a
formaros en la visión católica. Preparaos a estar cerca de cada hombre que
encontréis, sin dejar que ninguna cultura pueda ser una barrera a la
Palabra de vida de la que sois anunciadores también con vuestra vida.
Queridos amigos, la Iglesia espera mucho de los sacerdotes jóvenes en
la obra de evangelización y de nueva evangelización. Os animo para que
en el esfuerzo diario, enraizados en la belleza de la tradición auténtica,
unidos profundamente a Cristo, seáis capaces de llevarlo a vuestras
comunidades con verdad y alegría.
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LLEVAR CRISTO A LOS HOMBRES Y LOS HOMBRES A
CRISTO
20120120. Discurso. A miembros del Camino Neocatecumenal
En el pasaje de san Mateo que hemos escuchado, los Apóstoles reciben
un mandato preciso de Jesús: «Id, pues, y haced discípulos a todos los
pueblos» (Mt 28, 19). Inicialmente habían dudado, en su corazón todavía
había incertidumbre, estupor ante el acontecimiento de la resurrección. Y
es Jesús mismo, el Resucitado —destaca el evangelista—, quien se acerca
a ellos, les hace sentir su presencia, los envía a enseñar todo lo que les ha
comunicado, dándoles una certeza que acompaña a todo anunciador de
Cristo: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de
los tiempos» (Mt 28, 21). Son palabras que resuenan con fuerza en vuestro
corazón. Habéis cantado Resurrexit, que expresa la fe en el Viviente, en
aquel que, con un acto supremo de amor, ha vencido el pecado y la muerte
y da al hombre, a nosotros, el calor del amor de Dios, la esperanza de ser
salvados, un futuro de eternidad.
Durante estos decenios de vida del Camino uno de vuestros
compromisos firmes ha sido proclamar a Cristo resucitado, responder a
sus palabras con generosidad, abandonando a menudo seguridades
personales y materiales, dejando incluso el propio país, y afrontando
situaciones nuevas y no siempre fáciles. Llevar a Cristo a los hombres y
llevar a los hombres a Cristo: esto es lo que anima toda obra
evangelizadora. Vosotros lo realizáis en un camino que ayuda a quien ya
ha recibido el Bautismo a redescubrir la belleza de la vida de fe, la alegría
de ser cristiano. El «seguir a Cristo» exige la aventura personal de su
búsqueda, de ir con él, pero implica también salir del encierro del yo,
romper el individualismo que a menudo caracteriza a la sociedad de
nuestro tiempo, para sustituir el egoísmo con la comunidad del hombre
nuevo en Jesucristo. Y esto se realiza en una profunda relación personal
con él, en la escucha de su Palabra, recorriendo el camino que nos ha
indicado, pero también se lleva a cabo, inseparablemente, al creer con su
Iglesia, con los santos, en los que se da a conocer siempre nuevamente el
verdadero rostro de la Esposa de Cristo.
Como sabemos, este compromiso no siempre es fácil. A veces estáis
presentes en lugares donde es necesario un primer anuncio del Evangelio,
la missio ad gentes; a menudo, en cambio, en regiones que, aun habiendo
conocido a Cristo, se han vuelto indiferentes a la fe: el laicismo ha
eclipsado el sentido de Dios y oscurecido los valores cristianos. Allí
vuestro compromiso y vuestro testimonio han de ser como la levadura
que, con paciencia, respetando los tiempos, con sensus Ecclesiae,hace
crecer toda la masa. La Iglesia ha reconocido en el Camino un don
particular que el Espíritu Santo ha dado a nuestro tiempo, y la aprobación
de los Estatutos y del «Directorio catequístico» son un signo de ello. Os
animo a dar vuestra original contribución a la causa del Evangelio. En
vuestra valiosa obra buscad siempre una profunda comunión con la Sede
Apostólica y con los pastores de las Iglesias particulares, en las que estáis
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insertados: la unidad y la armonía del Cuerpo eclesial son un importante
testimonio de Cristo y de su Evangelio en el mundo en que vivimos.
Queridas familias, la Iglesia os da las gracias; os necesita para la nueva
evangelización. La familia es una célula importante para la comunidad
eclesial, donde se forma la vida humana y cristiana. Con gran alegría veo
a vuestros hijos, muchos niños que os miran a vosotros, queridos padres,
que miran vuestro ejemplo. Un centenar de familias están a punto de partir
para doce misiones ad gentes. Os invito a no tener miedo: quien lleva el
Evangelio jamás está solo. Saludo con afecto a los sacerdotes y a los
seminaristas: amad a Cristo y a la Iglesia, transmitid la alegría de haberlo
encontrado y la belleza de haberle dado todo. Saludo también a los
itinerantes, a los responsables y a todas las comunidades del Camino.
Seguid siendo generosos con el Señor: os dará siempre su consuelo.
Hace unos momentos se os ha leído el Decreto con el que se aprueban
las celebraciones presentes en el «Directorio catequístico del Camino
neocatecumenal», que no son estrictamente litúrgicas, pero forman parte
del itinerario de crecimiento en la fe. Es otro elemento que os muestra
cómo la Iglesia os acompaña con atención en un discernimiento paciente,
que comprende vuestra riqueza, pero que también tiene en cuenta la
comunión y la armonía de todo el Corpus Ecclesiae.
Este hecho me brinda la ocasión para una breve reflexión sobre el
valor de la liturgia. El concilio Vaticano II la define como la obra de Cristo
sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia (cf.Sacrosanctum
Concilium, 7). A simple vista, esto podría parecer extraño, porque da la
impresión de que la obra de Cristo designa las acciones
redentoras históricas de Jesús, su pasión, muerte y resurrección. ¿En qué
sentido, entonces, la liturgia es obra de Cristo? La pasión, muerte y
resurrección de Jesús no son sólo acontecimientos históricos; alcanzan y
penetran la historia, pero la trascienden y permanecen siempre presentes
en el corazón de Cristo. En la acción litúrgica de la Iglesia está la
presencia activa de Cristo resucitado, que hace presente y eficaz para
nosotros hoy el mismo Misterio pascual, para nuestra salvación; nos atrae
en este acto de entrega de sí mismo que en su corazón siempre está
presente y nos hace participar en esta presencia del Misterio pascual. Esta
obra del Señor Jesús, que es el verdadero contenido de la liturgia; este
entrar en la presencia del Misterio pascual, es también obra de la Iglesia,
que, al ser su cuerpo, es un único sujeto con Cristo —Christus totus caput
et corpus—, dice san Agustín. En la celebración de los sacramentos,
Cristo nos sumerge en el Misterio pascual para hacernos pasar de la
muerte a la vida, del pecado a la vida nueva en Cristo.
Esto vale de modo muy especial para la celebración de la Eucaristía,
que, al ser el culmen de la vida cristiana, es también el centro de su
redescubrimiento, al que tiende el neocatecumenado. Como rezan vuestros
Estatutos, «la Eucaristía es esencial para el neocatecumenado, puesto que
es catecumenado posbautismal, vivido en pequeñas comunidades» (art. 13
§ 1). Precisamente para favorecer un nuevo acercamiento a la riqueza de
la vida sacramental por parte de personas que se han alejado de la Iglesia,
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o no han recibido una formación adecuada, los neocatecumenales pueden
celebrar la Eucaristía dominical en pequeñas comunidades, después de las
primeras Vísperas del domingo, según las disposiciones del obispo
diocesano (cf. Estatutos, art. 13 § 2). Pero toda celebración eucarística es
una acción del único Cristo juntamente con su única Iglesia, y por eso
mismo está abierta esencialmente a todos los que pertenecen a su Iglesia.
Este carácter público de la sagrada Eucaristía se expresa en el hecho de
que toda celebración de la santa misa es dirigida, en última instancia, por
el obispo como miembro del Colegio episcopal, responsable de una
determinada Iglesia local (cf. Lumen gentium, 26). La celebración en
pequeñas comunidades, regulada por los libros litúrgicos, que hay que
seguir fielmente, y con las particularidades aprobadas en los Estatutos del
Camino, tiene como finalidad ayudar a cuantos recorren el itinerario
neocatecumenal a percibir la gracia de estar insertados en el misterio
salvífico de Cristo, que hace posible un testimonio cristiano capaz de
asumir también los rasgos de la radicalidad. Al mismo tiempo, la
maduración progresiva de la persona y de la pequeña comunidad en la fe
debe favorecer su inserción en la vida de la gran comunidad eclesial, que
tiene su forma ordinaria en la celebración litúrgica de la parroquia, en la
cual y por la cual se actúa el Neocatecumenado (cf. Estatutos, art. 6). Pero
también durante el camino es importante no separarse de la comunidad
parroquial, precisamente en la celebración de la Eucaristía, que es el
verdadero lugar de la unidad de todos, donde el Señor nos abraza en los
diversos estados de nuestra madurez espiritual y nos une en el único pan,
que nos hace un único cuerpo (cf. 1 Co 10, 16 s).

LA INTERPRETACIÓN DE LA LEY CANÓNICA


20120121. Discurso. A la Rota Romana
En la cita de este año deseo partir de uno de los importantes
acontecimientos eclesiales que viviremos en unos meses: me refiero
al Año de la fe, que, tras las huellas de mi venerado predecesor, el siervo
de Dios Pablo VI, he querido convocar en el quincuagésimo aniversario de
la apertura del concilio ecuménico Vaticano II. Ese gran Pontífice —como
escribí en la Carta apostólica de convocatoria— estableció por primera
vez un período tal de reflexión «consciente de las graves dificultades del
tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su
recta interpretación»1.
Retomando una exigencia similar, pasando al ámbito que afecta más
directamente a vuestro servicio en la Iglesia, quiero detenerme hoy en un
aspecto primario del ministerio judicial, o sea, la interpretación de la ley
canónica en orden a su aplicación2.

1
Motu pr. Porta fidei, 11 de octubre de 2011, 5: L’Osservatore Romano, edición en lengua
española, 23 de octubre de 2011, p. 3.
2
Cf. can. 16 § 3 CIC; can. 1498 § 3 CCEO.
22
El nexo con el tema al que acabo de aludir —la recta interpretación de
la fe— ciertamente no se reduce a una mera asonancia semántica, puesto
que el derecho canónico encuentra su fundamento y su sentido mismo en
las verdades de fe, y la lex agendi no puede sino reflejar la lex credendi.
La cuestión de la interpretación de la ley canónica, por lo demás,
constituye un tema muy amplio y complejo respecto al cual me limitaré a
algunas observaciones.
Ante todo la hermenéutica del derecho canónico está estrechamente
vinculada a la concepción misma de la ley de la Iglesia.
En caso de que se tendiera a identificar el derecho canónico con el
sistema de las leyes canónicas, el conocimiento de aquello que es jurídico
en la Iglesia consistiría esencialmente en comprender lo que establecen los
textos legales. A primera vista este enfoque parece valorar plenamente la
ley humana. Pero es evidente el empobrecimiento que comportaría esta
concepción: con el olvido práctico del derecho natural y del derecho
divino positivo, así como de la relación vital de todo derecho con la
comunión y la misión de la Iglesia, el trabajo del intérprete queda privado
del contacto vital con la realidad eclesial.
En los últimos tiempos algunas corrientes de pensamiento han puesto
en guardia contra el excesivo apego a las leyes de la Iglesia, empezando
por los Códigos, juzgándolo, precisamente, como una manifestación de
legalismo. En consecuencia, se han propuesto vías hermenéuticas que
permiten una aproximación más acorde con las bases teológicas y las
intenciones también pastorales de la norma canónica, llevando a una
creatividad jurídica en la que cada situación se convertiría en factor
decisivo para comprobar el auténtico significado del precepto legal en el
caso concreto. La misericordia, la equidad, la oikonomia tan apreciada en
la tradición oriental, son algunos de los conceptos a los que se recurre en
esa operación interpretativa. Conviene observar inmediatamente que este
planteamiento no supera el positivismo que denuncia, limitándose a
sustituirlo con otro en el que la obra interpretativa humana se alza como
protagonista para establecer lo que es jurídico. Falta el sentido de un
derecho objetivo que hay que buscar, pues este queda a merced de
consideraciones que pretenden ser teológicas o pastorales, pero al final se
exponen al riesgo de la arbitrariedad. De ese modo la hermenéutica legal
se vacía: en el fondo no interesa comprender la disposición de la ley, pues
esta puede adaptarse dinámicamente a cualquier solución, incluso opuesta
a su letra. Ciertamente existe en este caso una referencia a los fenómenos
vitales, pero de los que no se capta la dimensión jurídica intrínseca.
Existe otra vía en la que la comprensión adecuada a la ley canónica
abre el camino a una labor interpretativa que se inserta en la búsqueda de
la verdad sobre el derecho y sobre la justicia en la Iglesia. Como quise
evidenciar en el Parlamento federal de mi país, en el Reichstag de
Berlín3[3], el verdadero derecho es inseparable de la justicia. El principio,

3
Cf. Discurso al Parlamento de la República federal de Alemania, 22 de septiembre de
2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de septiembre de 2011, pp. 6-7.
23
obviamente, también vale para la ley canónica, en el sentido de que esta
no puede encerrarse en un sistema normativo meramente humano, sino
que debe estar unida a un orden justo de la Iglesia, en el que existe una ley
superior. En esta perspectiva la ley positiva humana pierde la primacía que
se le querría atribuir, pues el derecho ya no se identifica sencillamente con
ella; en cambio, en esto la ley humana se valora como expresión de
justicia, ante todo por cuanto declara como derecho divino, pero también
por lo que introduce como legítima determinación de derecho humano.
Así se hace posible una hermenéutica legal que sea auténticamente
jurídica, en el sentido de que, situándose en sintonía con el significado
propio de la ley, se puede plantear la cuestión crucial sobre lo que es justo
en cada caso. Conviene observar al respecto que, para percibir el
significado propio de la ley, es necesario siempre contemplar la realidad
que reglamenta, y ello no sólo cuando la ley sea prevalentemente
declarativa del derecho divino, sino también cuando introduzca
constitutivamente reglas humanas. Estas deben interpretarse también a la
luz de la realidad regulada, la cual contiene siempre un núcleo de derecho
natural y divino positivo, con el que debe estar en armonía cada norma a
fin de que sea racional y verdaderamente jurídica.
En esta perspectiva realista el esfuerzo interpretativo, a veces arduo,
adquiere un sentido y un objetivo. El uso de los medios interpretativos
previstos por el Código de derecho canónico en el canon 17, empezando
por «el significado propio de las palabras, considerado en el texto y en el
contexto», ya no es un mero ejercicio lógico. Se trata de una tarea que es
vivificada por un auténtico contacto con la realidad global de la Iglesia,
que permite penetrar en el verdadero sentido de la letra de la ley. Acontece
entonces algo semejante a cuanto he dicho a propósito del proceso interior
de san Agustín en la hermenéutica bíblica: «el trascender la letra le hizo
creíble la letra misma»4. Se confirma así que también en la hermenéutica
de la ley el auténtico horizonte es el de la verdad jurídica que hay que
amar, buscar y servir.
De ello se deduce que la interpretación de la ley canónica debe
realizarse en la Iglesia. No se trata de una mera circunstancia externa,
ambiental: es una remisión al propio humus de la ley canónica y de las
realidades reguladas por ella. El sentire cum Ecclesia tiene sentido
también en la disciplina, a causa de los fundamentos doctrinales que
siempre están presentes y operantes en las normas legales de la Iglesia. De
este modo hay que aplicar también a la ley canónica la hermenéutica de la
renovación en la continuidad de la que hablé refiriéndome al concilio
Vaticano II5, tan estrechamente unido a la actual legislación canónica. La
madurez cristiana lleva a amar cada vez más la ley y a quererla
comprender y aplicar con fidelidad.

4
Cf. Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini, 30 de septiembre de 2010, 38: AAS 102 (2010)
718, n. 38.
5
Cf. Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2005: AAS 98 (2006) 40-53.
24
Estas actitudes de fondo se aplican a todas las clases de interpretación:
desde la investigación científica sobre el derecho, pasando por la labor de
los agentes jurídicos en sede judicial o administrativa, hasta la búsqueda
cotidiana de las soluciones justas en la vida de los fieles y de las
comunidades. Se necesita espíritu de docilidad para acoger las leyes,
procurando estudiar con honradez y dedicación la tradición jurídica de la
Iglesia para poderse identificar con ella y también con las disposiciones
legales emanadas por los pastores, especialmente las leyes pontificias así
como el magisterio sobre cuestiones canónicas, el cual es de por sí
vinculante en lo que enseña sobre el derecho 6. Sólo de este modo se
podrán discernir los casos en los que las circunstancias concretas exigen
una solución equitativa para lograr la justicia que la norma general
humana no ha podido prever, y se podrá manifestar en espíritu de
comunión lo que puede servir para mejorar el ordenamiento legislativo.
Estas reflexiones adquieren una relevancia peculiar en el ámbito de las
leyes relativas al acto constitutivo del matrimonio y su consumación y a la
recepción del Orden sagrado, y de aquellas que corresponden a los
procesos respectivos. Aquí la sintonía con el verdadero sentido de la ley
de la Iglesia se convierte en una cuestión de amplia y profunda incidencia
práctica en la vida de las personas y de las comunidades, y requiere una
atención especial. En particular, hay que aplicar todos los medios
jurídicamente vinculantes que tienden a asegurar la unidad en la
interpretación y en la aplicación de las leyes que la justicia requiere: el
magisterio pontificio específicamente concerniente en este campo,
contenido sobre todo en los discursos a la Rota romana; la jurisprudencia
de la Rota romana, sobre cuya relevancia ya os he hablado 7; las normas y
las declaraciones emanadas por otros dicasterios de la Curia romana. Esta
unidad hermenéutica en lo que es esencial no mortifica en modo alguno
las funciones de los tribunales locales, llamados a ser los primeros en
afrontar las complejas situaciones reales que se dan en cada contexto
cultural. Cada uno de ellos, en efecto, debe proceder con un sentido de
verdadera reverencia respecto a la verdad del derecho, procurando
practicar ejemplarmente, en la aplicación de las instituciones judiciales y
administrativas, la comunión en la disciplina, como aspecto esencial de la
unidad de la Iglesia.
Antes de concluir este momento de encuentro y de reflexión, deseo
recordar la reciente innovación —a la que se ha referido monseñor
Stankiewicz— según la cual se han transferido a una Oficina de este
Tribunal apostólico las competencias sobre los procedimientos de dispensa
del matrimonio rato y no consumado, y las causas de nulidad del Orden
sagrado8. Estoy seguro de que se dará una generosa respuesta a este nuevo
compromiso eclesial.
6
Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana, 29 de enero de 2005, 6: AAS 97 (2005) 165-
166.
7
Cf. Discurso a la Rota romana, 26 de enero de 2008: AAS 100 (2008) 84-88.
8
Cf. Motu pr. Quaerit semper, 30 de agosto de 2011: L’Osservatore Romano, edición en
lengua española, 9 de octubre de 2011, p. 2.
25
Alentando vuestra valiosa obra, que requiere un trabajo fiel, cotidiano
y comprometido, os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen
María, Speculum iustitiae, y de buen grado os imparto la bendición
apostólica.

DEJARNOS TRANSFORMAR A IMAGEN DE CRISTO


20120122. Ángelus

Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro


Señor (cf. 1 Co 15, 51-58). Estamos llamados a contemplar la victoria de
Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, es decir, su resurrección, como
un acontecimiento que transforma radicalmente a los que creen en él y les
abre el acceso a una vida incorruptible e inmortal. Reconocer y aceptar el
poder transformador de la fe en Jesucristo sostiene a los cristianos también
en la búsqueda de la unidad plena entre ellos.
Este año los materiales para la Semana de oración por la unidad fueron
preparados por un grupo polaco (…) A lo largo de los siglos, los cristianos
polacos han intuido de forma espontánea una dimensión espiritual en su
deseo de libertad y han comprendido que la verdadera victoria sólo puede
alcanzarse si va acompañada de una profunda transformación interior.
Ellos nos recuerdan que nuestra búsqueda de unidad se puede realizar de
manera realista si el cambio se da ante todo en nosotros mismos y si
dejamos que Dios actúe, si nos dejamos transformar a imagen de Cristo, si
entramos en la vida nueva en Cristo, que es la verdadera victoria. La
unidad visible de todos los cristianos siempre es una obra que viene de lo
alto, de Dios, una obra que requiere la humildad de reconocer nuestra
debilidad y de acoger el don. Pero, para usar una frase que repetía a
menudo el beato Papa Juan Pablo II, todo don se convierte también en un
compromiso. La unidad que viene de Dios exige, por lo tanto, nuestro
compromiso diario de abrirnos los unos a los otros en la caridad.

SILENCIO Y PALABRA: CAMINO DE EVANGELIZACIÓN


20120124. Mensaje. Jornada Comunicaciones sociales. 20 mayo
Al acercarse la Jornada Mundial de las Comunicaciones sociales de
2012, deseo compartir con vosotros algunas reflexiones sobre un aspecto
del proceso humano de la comunicación que, siendo muy importante, a
veces se olvida y hoy es particularmente necesario recordar. Se trata de la
relación entre el silencio y la palabra: dos momentos de la comunicación
que deben equilibrarse, alternarse e integrarse para obtener un auténtico
diálogo y una profunda cercanía entre las personas. Cuando palabra y
silencio se excluyen mutuamente, la comunicación se deteriora, ya sea
porque provoca un cierto aturdimiento o porque, por el contrario, crea un
clima de frialdad; sin embargo, cuando se integran recíprocamente, la
comunicación adquiere valor y significado.
El silencio es parte integrante de la comunicación y sin él no existen
palabras con densidad de contenido. En el silencio escuchamos y nos
26
conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el
pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o
lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos. Callando se
permite hablar a la persona que tenemos delante, expresarse a sí misma; y
a nosotros no permanecer aferrados sólo a nuestras palabras o ideas, sin
una oportuna ponderación. Se abre así un espacio de escucha recíproca y
se hace posible una relación humana más plena. En el silencio, por
ejemplo, se acogen los momentos más auténticos de la comunicación entre
los que se aman: la gestualidad, la expresión del rostro, el cuerpo como
signos que manifiestan la persona. En el silencio hablan la alegría, las
preocupaciones, el sufrimiento, que precisamente en él encuentran una
forma de expresión particularmente intensa. Del silencio, por tanto, brota
una comunicación más exigente todavía, que evoca la sensibilidad y la
capacidad de escucha que a menudo desvela la medida y la naturaleza de
las relaciones. Allí donde los mensajes y la información son abundantes, el
silencio se hace esencial para discernir lo que es importante de lo que es
inútil y superficial. Una profunda reflexión nos ayuda a descubrir la
relación existente entre situaciones que a primera vista parecen
desconectadas entre sí, a valorar y analizar los mensajes; esto hace que se
puedan compartir opiniones sopesadas y pertinentes, originando un
auténtico conocimiento compartido. Por esto, es necesario crear un
ambiente propicio, casi una especie de “ecosistema” que sepa equilibrar
silencio, palabra, imágenes y sonidos.
Gran parte de la dinámica actual de la comunicación está orientada por
preguntas en busca de respuestas. Los motores de búsqueda y las redes
sociales son el punto de partida en la comunicación para muchas personas
que buscan consejos, sugerencias, informaciones y respuestas. En nuestros
días, la Red se está transformando cada vez más en el lugar de las
preguntas y de las respuestas; más aún, a menudo el hombre
contemporáneo es bombardeado por respuestas a interrogantes que nunca
se ha planteado, y a necesidades que no siente. El silencio es precioso para
favorecer el necesario discernimiento entre los numerosos estímulos y
respuestas que recibimos, para reconocer e identificar asimismo las
preguntas verdaderamente importantes. Sin embargo, en el complejo y
variado mundo de la comunicación emerge la preocupación de muchos
hacia las preguntas últimas de la existencia humana: ¿quién soy yo?, ¿qué
puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar? Es importante
acoger a las personas que se formulan estas preguntas, abriendo la
posibilidad de un diálogo profundo, hecho de palabras, de intercambio,
pero también de una invitación a la reflexión y al silencio que, a veces,
puede ser más elocuente que una respuesta apresurada y que permite a
quien se interroga entrar en lo más recóndito de sí mismo y abrirse al
camino de respuesta que Dios ha escrito en el corazón humano.
En realidad, este incesante flujo de preguntas manifiesta la inquietud
del ser humano siempre en búsqueda de verdades, pequeñas o grandes,
que den sentido y esperanza a la existencia. El hombre no puede quedar
satisfecho con un sencillo y tolerante intercambio de opiniones escépticas
27
y de experiencias de vida: todos buscamos la verdad y compartimos este
profundo anhelo, sobre todo en nuestro tiempo en el que “cuando se
intercambian informaciones, las personas se comparten a sí mismas, su
visión del mundo, sus esperanzas, sus ideales” (Mensaje para la Jornada
Mundial de las Comunicaciones Sociales de 2011)
Hay que considerar con interés los diversos sitios, aplicaciones y redes
sociales que pueden ayudar al hombre de hoy a vivir momentos de
reflexión y de auténtica interrogación, pero también a encontrar espacios
de silencio, ocasiones de oración, meditación y de compartir la Palabra de
Dios. En la esencialidad de breves mensajes, a menudo no más extensos
que un versículo bíblico, se pueden formular pensamientos profundos, si
cada uno no descuida el cultivo de su propia interioridad. No sorprende
que en las distintas tradiciones religiosas, la soledad y el silencio sean
espacios privilegiados para ayudar a las personas a reencontrarse consigo
mismas y con la Verdad que da sentido a todas las cosas. El Dios de la
revelación bíblica habla también sin palabras: “Como pone de manifiesto
la cruz de Cristo, Dios habla por medio de su silencio. El silencio de Dios,
la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva
en el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada… El silencio de
Dios prolonga sus palabras precedentes. En esos momentos de oscuridad,
habla en el misterio de su silencio” (Exhort. ap.Verbum Domini, 21). En el
silencio de la cruz habla la elocuencia del amor de Dios vivido hasta el
don supremo. Después de la muerte de Cristo, la tierra permanece en
silencio y en el Sábado Santo, cuando “el Rey está durmiendo y el Dios
hecho hombre despierta a los que dormían desde hace siglos” (cf. Oficio
de Lecturas del Sábado Santo), resuena la voz de Dios colmada de amor
por la humanidad.
Si Dios habla al hombre también en el silencio, el hombre igualmente
descubre en el silencio la posibilidad de hablar con Dios y de Dios.
“Necesitamos el silencio que se transforma en contemplación, que nos
hace entrar en el silencio de Dios y así nos permite llegar al punto donde
nace la Palabra, la Palabra redentora” (Homilía durante la misa con los
miembros de la Comisión Teológica Internacional, 6 de octubre 2006). Al
hablar de la grandeza de Dios, nuestro lenguaje resulta siempre
inadecuado y así se abre el espacio para la contemplación silenciosa. De
esta contemplación nace con toda su fuerza interior la urgencia de la
misión, la necesidad imperiosa de “comunicar aquello que hemos visto y
oído”, para que todos estemos en comunión con Dios (cf. 1 Jn 1,3). La
contemplación silenciosa nos sumerge en la fuente del Amor, que nos
conduce hacia nuestro prójimo, para sentir su dolor y ofrecer la luz de
Cristo, su Mensaje de vida, su don de amor total que salva.
En la contemplación silenciosa emerge asimismo, todavía más fuerte,
aquella Palabra eterna por medio de la cual se hizo el mundo, y se percibe
aquel designio de salvación que Dios realiza a través de palabras y gestos
en toda la historia de la humanidad. Como recuerda el Concilio Vaticano
II, la Revelación divina se lleva a cabo con “hechos y palabras
intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por
28
Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y
los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte,
proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas” (Dei
Verbum, 2). Y este plan de salvación culmina en la persona de Jesús de
Nazaret, mediador y plenitud de toda la Revelación. Él nos hizo conocer el
verdadero Rostro de Dios Padre y con su Cruz y Resurrección nos hizo
pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la libertad de los hijos
de Dios. La pregunta fundamental sobre el sentido del hombre encuentra
en el Misterio de Cristo la respuesta capaz de dar paz a la inquietud del
corazón humano. Es de este Misterio de donde nace la misión de la
Iglesia, y es este Misterio el que impulsa a los cristianos a ser mensajeros
de esperanza y de salvación, testigos de aquel amor que promueve la
dignidad del hombre y que construye la justicia y la paz.
Palabra y silencio. Aprender a comunicar quiere decir aprender a
escuchar, a contemplar, además de hablar, y esto es especialmente
importante para los agentes de la evangelización: silencio y palabra son
elementos esenciales e integrantes de la acción comunicativa de la Iglesia,
para un renovado anuncio de Cristo en el mundo contemporáneo. A María,
cuyo silencio “escucha y hace florecer la Palabra” (Oración para el ágora
de los jóvenes italianos en Loreto, 1-2 de septiembre 2007), confío toda la
obra de evangelización que la Iglesia realiza a través de los medios de
comunicación social.

SEREMOS TRANSFORMADOS POR JESUCRISTO


20120125. Homilía. Vísperas Conversión de San Pablo
El tema ofrecido para nuestra meditación en la Semana de oración que
hoy concluimos es: «Todos seremos transformados por la victoria de
Jesucristo, nuestro Señor» (cf. 1 Co 15, 51-58).
El significado de esta misteriosa transformación, de la que nos habla la
segunda lectura breve de esta tarde, se muestra admirablemente en la
historia personal de san Pablo. A continuación del acontecimiento
extraordinario que tuvo lugar en el camino de Damasco, Saulo, que se
distinguía por el celo con que perseguía a la Iglesia naciente, fue
transformado en un apóstol incansable del Evangelio de Jesucristo. En el
caso de este evangelizador extraordinario aparece claro que esa
transformación no es resultado de una larga reflexión interior, y tampoco
fruto de un esfuerzo personal. Es ante todo obra de la gracia de Dios que
obró según sus caminos inescrutables. Por ello san Pablo, al escribir a la
comunidad de Corinto algunos años después de su conversión, afirma,
como hemos escuchado en el primer pasaje de estas Vísperas: «Por la
gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha
frustrado» (1 Co 15, 10). Además, considerando con atención la vicisitud
de san Pablo, se comprende cómo la transformación que él experimentó en
su existencia no se limita al plano ético —como conversión de la
inmoralidad a la moralidad—, ni al plano intelectual —como cambio del
propio modo de comprender la realidad—; se trata, más bien, de una
29
renovación radical del propio ser, similar, por muchos aspectos, a un
volver a nacer. Una transformación semejante tiene su fundamento en la
participación en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, y se
delinea como un camino gradual de conformación a él. A la luz de esta
consciencia, san Pablo, cuando a continuación será llamado a defender la
legitimidad de su vocación apostólica y del Evangelio que anunciaba, dirá:
«Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida
de ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se
entregó por mí» (Ga 2, 20).
La experiencia personal que vivió san Pablo le permitió esperar con
fundada esperanza la realización de este misterio de transformación, que
concernirá a todos aquellos que han creído en Jesucristo y también a toda
la humanidad y a la creación entera. En la segunda lectura breve que se ha
proclamado esta tarde, san Pablo, después de desarrollar una larga
argumentación destinada a reforzar en los fieles la esperanza de la
resurrección, utilizando las imágenes tradicionales de la literatura
apocalíptica contemporánea a él, describe en pocas líneas el gran día del
juicio final, en el que se cumple el destino de la humanidad: «En un
instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la última trompeta...,
los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados»
(1 Co 15, 52). Ese día, todos los creyentes serán conformados a Cristo y
todo lo que es corruptible será transformado por su gloria: «Es preciso —
dice san Pablo— que este cuerpo corruptible se vista de incorrupción, y
que este cuerpo mortal se vista de inmortalidad» (v. 15, 53). Entonces,
finalmente, el triunfo de Cristo será completo, porque, como nos dice el
mismo san Pablo mostrando cómo se cumplen las antiguas profecías de
las Escrituras, la muerte será vencida definitivamente y, con ella, el
pecado que la hizo entrar en el mundo y la ley que fija el pecado sin dar la
fuerza para vencerlo: «La muerte ha sido absorbida en la victoria. /
¿Dónde está, muerte, tu victoria? / ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? / El
aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley» (vv. 54-
56). San Pablo nos dice, por lo tanto, que todo hombre, mediante el
bautismo en la muerte y resurrección de Cristo, participa en la victoria de
Aquel que antes que todos venció a la muerte, comenzando un camino de
transformación que se manifiesta ya desde ahora en una novedad de vida y
que alcanzará su plenitud al final de los tiempos.
Es muy significativo que el pasaje concluya con una acción de gracias:
«¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor
Jesucristo!» (v. 57). El canto de victoria sobre la muerte se transforma en
canto de acción de gracias elevado al Vencedor. También nosotros, esta
tarde, celebrando la alabanza vespertina a Dios, queremos unir nuestra
voz, nuestra mente y nuestro corazón a este himno de acción de gracias
por lo que la gracia divina obró en el Apóstol de los gentiles y por el
admirable designio salvífico que Dios Padre realiza en nosotros por medio
del Señor Jesucristo. Mientras elevamos nuestra oración, confiamos en ser
también nosotros transformados y conformados a imagen de Cristo.
30
SEMINARISTAS: EL MUNDO DE HOY ESPERA SANTOS
20120126. Discurso. Seminarios de Campania, Calabria y Umbría
El contexto cultural de hoy exige una sólida preparación filosófico-
teológica de los futuros presbíteros. Como escribí en mi Carta a los
seminaristas, al final del Año sacerdotal, «no se trata solamente de
aprender las cosas meramente prácticas, sino de conocer y comprender la
estructura interna de la fe en su totalidad, que no es un sumario de tesis,
sino un organismo, una visión orgánica de manera que se convierta en una
respuesta a las preguntas de los hombres que, aunque cambian
exteriormente en cada generación, en el fondo son los mismos» (cf. n. 5).
Además, el estudio de la teología debe tener siempre un vínculo intenso
con la vida de oración. Es importante que el seminarista comprenda bien
que, mientras se aplica a este objeto, hay en realidad un «Sujeto» que lo
interpela, el Señor que le ha hecho oír su voz, invitándolo a dedicar su
vida al servicio de Dios y de los hermanos. Así podrá realizarse en el
seminarista hoy, y en el presbítero mañana, la unidad de vida recomendada
por el documento conciliar Presbyterorum ordinis (cf. n. 14), la cual tiene
su expresión visible en la caridad pastoral, «el principio interior, la virtud
que anima y guía la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado
con Cristo» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 23). De hecho, es
indispensable la integración armoniosa entre el ministerio, con sus
múltiples actividades, y la vida espiritual del presbítero. «Para el
sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el
momento de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio
justo entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea
humanamente “íntegro”» (Carta a los seminaristas, 6). Estas son las
razones que impulsan a prestar mucha atención a la dimensión humana de
la formación de los candidatos al sacerdocio. De hecho, en nuestra
humanidad nos presentamos ante Dios, para ser ante nuestros hermanos
auténticos hombres de Dios. En realidad, quien quiera llegar a ser
sacerdote debe ser ante todo un «hombre de Dios», como escribe san
Pablo a su discípulo Timoteo (cf. 1 Tm 6, 11). Por tanto, lo más
importante en el camino al sacerdocio y durante toda la vida sacerdotal es
la relación personal con Dios en Jesucristo (cf. Carta a los seminaristas,
1).
El beato Papa Juan XXIII, al recibir a los superiores y a los alumnos
del seminario campano con ocasión del 50º aniversario de su fundación,
en vísperas del concilio Vaticano II, expresó esta firme convicción así: «A
esto tiende vuestra formación, a la espera de la misión que se os confiará
para la gloria de Dios y para la salvación de las almas: formar la mente,
santificar la voluntad. El mundo espera santos, sobre todo esto. Antes aún
que sacerdotes cultos, elocuentes, actualizados, se requieren sacerdotes
santos y santificadores». Estas palabras siguen siendo actuales, porque en
toda la Iglesia, al igual que en vuestras regiones particulares de
proveniencia, hoy es más fuerte que nunca la necesidad de obreros del
31
Evangelio, testigos creíbles y promotores de santidad con su vida misma.
Que cada uno de vosotros responda a esta llamada.

ESTAMOS ANTE UNA PROFUNDA CRISIS DE FE


20120127. Discurso. Plenaria Congragación Doctrina de la Fe
Estoy particularmente agradecido a la Congregación, que, en
colaboración con el Consejo pontificio para la promoción de la nueva
evangelización, prepara el Año de la fe, percibiendo en él un momento
propicio para volver a proponer a todos el don de la fe en Cristo
resucitado, la luminosa enseñanza del concilio Vaticano II y la valiosa
síntesis doctrinal brindada por el Catecismo de la Iglesia católica.
Como sabemos, en vastas zonas de la tierra la fe corre peligro de
apagarse como una llama que ya no encuentra alimento. Estamos ante una
profunda crisis de fe, ante una pérdida del sentido religioso, que
constituye el mayor desafío para la Iglesia de hoy. Por lo tanto, la
renovación de la fe debe ser la prioridad en el compromiso de toda la
Iglesia en nuestros días. Deseo que el Año de la fe contribuya, con la
colaboración cordial de todos los miembros del pueblo de Dios, a hacer
que Dios esté nuevamente presente en este mundo y a abrir a los hombres
el acceso a la fe, a confiar en ese Dios que nos ha amado hasta el extremo
(cf. Jn 13, 1), en Jesucristo crucificado y resucitado.
El tema de la unidad de los cristianos está estrechamente vinculado a
esta tarea. Por eso, quiero detenerme en algunos aspectos doctrinales
relativos al camino ecuménico de la Iglesia, que ha sido objeto de una
profunda reflexión en esta plenaria, en coincidencia con la conclusión de
la anual Semana de oración por la unidad de los cristianos. En efecto, el
impulso de la obra ecuménica debe partir de ese «ecumenismo espiritual»,
de esa «alma de todo el movimiento ecuménico» (Unitatis redintegratio,
8), que se halla en el espíritu de la oración para que «todos sean uno»
(Jn 17, 21).
La coherencia del compromiso ecuménico con la enseñanza del
concilio Vaticano II y con toda la Tradición ha sido uno de los ámbitos al
que la Congregación, en colaboración con el Consejo pontificio para la
promoción de la unidad de los cristianos, siempre ha prestado atención.
Hoy podemos constatar no pocos frutos buenos producidos por los
diálogos ecuménicos, pero debemos reconocer también que el riesgo de un
falso irenismo y de un indiferentismo, del todo ajeno al espíritu del
concilio Vaticano II, exige nuestra vigilancia. Este indiferentismo está
causado por la opinión, cada vez más difundida, de que la verdad no sería
accesible al hombre; por lo tanto, sería necesario limitarse a encontrar
reglas para una praxis capaz de mejorar el mundo. Y así la fe sería
sustituida por un moralismo sin fundamento profundo. El centro del
verdadero ecumenismo es, en cambio, la fe en la cual el hombre encuentra
la verdad que se revela en la Palabra de Dios. Sin la fe todo el movimiento
ecuménico se reduciría a una forma de «contrato social» al cual adherirse
por un interés común, una «praxiología» para crear un mundo mejor. La
32
lógica del concilio Vaticano II es completamente distinta: la búsqueda
sincera de la unidad plena de todos los cristianos es un dinamismo
animado por la Palabra de Dios, por la Verdad divina que nos habla en esta
Palabra.
Por ello, el problema crucial, que marca de modo transversal los
diálogos ecuménicos, es la cuestión de la estructura de la Revelación —la
relación entre la Sagrada Escritura, la Tradición viva en la Santa Iglesia y
el Ministerio de los sucesores de los Apóstoles como testimonio de la
verdadera fe—. Y aquí está implícita la cuestión de la eclesiología que
forma parte de este problema: cómo llega la verdad de Dios a nosotros.
Aquí, por lo demás, es fundamental el discernimiento entre la Tradición
con mayúscula y las tradiciones. No quiero entrar en detalles; sólo una
observación. Un paso importante de ese discernimiento se dio en la
preparación y aplicación de las medidas para grupos de fieles procedentes
del anglicanismo, que desean entrar en la comunión plena de la Iglesia, en
la unidad de la Tradición divina, común y esencial, conservando las
propias tradiciones espirituales, litúrgicas y pastorales, que son conformes
a la fe católica (cf. Const. Anglicanorum coetibus, art. III). Existe, en
efecto, una riqueza espiritual en las diversas confesiones cristianas que es
expresión de la única fe y don que hay que compartir y encontrar juntos en
la Tradición de la Iglesia.
Hoy, además, una de las cuestiones fundamentales está constituida por
la problemática de los métodos adoptados en los diversos diálogos
ecuménicos. También esos diálogos deben reflejar la prioridad de la fe. En
todo diálogo verdadero el interlocutor tiene derecho a conocer la verdad.
Lo exige la caridad hacia el hermano. En este sentido, es necesario
afrontar con valentía también las cuestiones controvertidas, siempre con
espíritu de fraternidad y de respeto recíproco. Es importante, además,
ofrecer una interpretación correcta de ese «orden o “jerarquía” de las
verdades en la doctrina católica», puesto de relieve en el decreto Unitatis
redintegratio (n. 11), que no significa en modo alguno reducir el depósito
de la fe, sino hacer que surja de él la estructura interna, la organicidad de
esta única estructura. Asimismo, tienen gran relevancia los documentos de
estudio producidos por los diversos diálogos ecuménicos. Esos textos no
se pueden ignorar, pues constituyen un fruto importante, si bien
provisional, de la reflexión común madurada durante años. No obstante,
hay que reconocerlos en su justo significado como contribuciones
ofrecidas a la autoridad competente de la Iglesia, que es la única llamada a
juzgarlos de modo definitivo. Atribuir a tales textos un peso vinculante o
casi conclusivo de las espinosas cuestiones de los diálogos, sin la debida
valoración por parte de la autoridad eclesial, en última instancia no
ayudaría al camino hacia una unidad plena en la fe.
Una última cuestión que deseo mencionar es la problemática moral,
que constituye un nuevo desafío para el camino ecuménico. En los
diálogos no podemos ignorar las grandes cuestiones morales acerca de la
vida humana, la familia, la sexualidad, la bioética, la libertad, la justicia y
la paz. Será importante hablar de estos temas con una sola voz, acudiendo
33
al fundamento en la Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. Esta
tradición nos ayuda a descifrar el lenguaje del Creador en su creación.
Defendiendo los valores fundamentales de la gran tradición de la Iglesia,
defendemos al hombre, defendemos la creación.
Como conclusión de estas reflexiones, deseo una colaboración estrecha
y fraterna de la Congregación con el competente Consejo pontificio para
la promoción de la unidad de los cristianos, a fin de promover eficazmente
el restablecimiento de la unidad plena entre todos los cristianos. La
división entre los cristianos, en efecto, «contradice clara y abiertamente la
voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa
santísima de predicar el Evangelio a toda criatura» (Decr. Unitatis
redintegratio, 1). Así pues, la unidad no sólo es fruto de la fe, sino también
un medio y casi un presupuesto para anunciar de forma cada vez más
creíble la fe a aquellos que no conocen aún al Salvador. Jesús oró: «Como
tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para
que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).

JESÚS TRADUCE EL PODER EN HUMILDAD Y AMOR


20120129. Ángelus
El Evangelio de este domingo (Mc 1, 21-28) nos presenta a Jesús que,
un sábado, predica en la sinagoga de Cafarnaún, la pequeña ciudad sobre
el lago de Galilea donde habitaban Pedro y su hermano Andrés. A su
enseñanza, que despierta la admiración de la gente, sigue la liberación de
«un hombre que tenía un espíritu inmundo» (v. 23), el cual reconoce en
Jesús «al santo de Dios», es decir, al Mesías. En poco tiempo su fama se
difunde por toda la región, que él recorre anunciando el reino de Dios y
curando a los enfermos de todo tipo: palabra y acción. San Juan
Crisóstomo pone de relieve cómo el Señor «alterna el discurso en
beneficio de los oyentes, en un proceso que va de los prodigios a las
palabras y pasando de nuevo de la enseñanza de su doctrina a los
milagros» (Hom. in Matthæum 25, 1: pg 57, 328).
La palabra que Jesús dirige a los hombres abre inmediatamente el
acceso a la voluntad del Padre y a la verdad de sí mismos. En cambio, no
sucedía lo mismo con los escribas, que debían esforzarse por interpretar
las Sagradas Escrituras con innumerables reflexiones. Además, a la
eficacia de la palabra Jesús unía la de los signos de liberación del mal. San
Atanasio observa que «mandar a los demonios y expulsarlos no es obra
humana sino divina»; de hecho, el Señor «alejaba de los hombres todas las
enfermedades y dolencias. ¿Quién, viendo su poder... hubiera podido aún
dudar de que él era el Hijo, la Sabiduría y el Poder de Dios?» (Oratio de
Incarnatione Verbi 18.19: pg 25, 128 bc.129 b). La autoridad divina no es
una fuerza de la naturaleza. Es el poder del amor de Dios que crea el
universo y, encarnándose en el Hijo unigénito, abajándose a nuestra
humanidad, sana al mundo corrompido por el pecado. Romano Guardini
escribe: «Toda la vida de Jesús es una traducción del poder en humildad...,
34
es la soberanía que se abaja a la forma de siervo» (Il Potere, Brescia 1999,
pp. 141-142).
A menudo, para el hombre la autoridad significa posesión, poder,
dominio, éxito. Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio,
humildad, amor; significa entrar en la lógica de Jesús que se inclina para
lavar los pies de los discípulos (cf. Jn 13, 5), que busca el verdadero bien
del hombre, que cura las heridas, que es capaz de un amor tan grande
como para dar la vida, porque es Amor. En una de sus cartas santa
Catalina de Siena escribe: «Es necesario que veamos y conozcamos, en
verdad, con la luz de la fe, que Dios es el Amor supremo y eterno, y no
puede desear otra cosa que no sea nuestro bien» (Ep. 13 en: Le
Lettere, vol. 3, Bolonia 1999, p. 206).
Queridos amigos, el próximo jueves 2 de febrero, celebraremos la
fiesta de la Presentación del Señor en el templo, Jornada mundial de la
vida consagrada. Invoquemos con confianza a María santísima, para que
guíe nuestro corazón a recurrir siempre a la misericordia divina, que libera
y cura nuestra humanidad, colmándola de toda gracia y benevolencia, con
el poder del amor.

FINALIDADES DE LA JORNADA PARA LA VIDA


CONSAGRADA
20120202. Homilía. Presentación del Señor. Vida Consagrada
La fiesta de la Presentación del Señor, cuarenta días después del
nacimiento de Jesús, nos muestra a María y José que, obedeciendo a la ley
de Moisés, acuden al templo de Jerusalén para ofrecer al Niño, en cuanto
primogénito, al Señor y rescatarlo mediante un sacrificio (cf. Lc 2, 22-24).
Es uno de los casos en que el tiempo litúrgico refleja el tiempo histórico,
porque hoy se cumplen precisamente cuarenta días desde la solemnidad
del Nacimiento del Señor; el tema de Cristo Luz, que caracterizó el ciclo
de las fiestas navideñas y culminó en la solemnidad de la Epifanía, se
retoma y prolonga en la fiesta de hoy.
El gesto ritual que realizan los padres de Jesús, con el estilo de
humilde ocultamiento que caracteriza la encarnación del Hijo de Dios,
encuentra una acogida singular por parte del anciano Simeón y de la
profetisa Ana. Por inspiración divina, ambos reconocen en aquel Niño al
Mesías anunciado por los profetas. En el encuentro entre el anciano
Simeón y María, joven madre, el Antiguo y el Nuevo Testamento se unen
de modo admirable en acción de gracias por el don de la Luz, que ha
brillado en las tinieblas y les ha impedido que dominen: Cristo Señor, luz
para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel (cf. Lc 2, 32).
El día en que la Iglesia conmemora la presentación de Jesús en el
templo, se celebra la Jornada de la vida consagrada. De hecho, el episodio
evangélico al que nos referimos constituye un significativo icono de la
entrega de su propia vida que realizan cuantos han sido llamados a
representar en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos
evangélicos, los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente,
35
el Consagrado del Padre. En la fiesta de hoy, por lo tanto, celebramos el
misterio de la consagración: consagración de Cristo, consagración de
María, consagración de todos los que siguen a Jesús por amor al reino de
Dios.
Según la intuición del beato Juan Pablo II, que la celebró por primera
vez en 1997, la Jornada dedicada a la vida consagrada tiene varias
finalidades particulares. Ante todo, quiere responder a la exigencia de
alabar y dar gracias al Señor por el don de este estado de vida, que
pertenece a la santidad de la Iglesia. Por cada persona consagrada se eleva
hoy la oración de toda la comunidad, que da gracias a Dios Padre, dador
de todo bien, por el don de esta vocación, y con fe lo invoca de nuevo.
Además, en esta ocasión se quiere valorar cada vez más el testimonio de
quienes han elegido seguir a Cristo mediante la práctica de los consejos
evangélicos promoviendo el conocimiento y la estima de la vida
consagrada en el seno del pueblo de Dios. Por último, la Jornada de la
vida consagrada quiere ser, sobre todo para vosotros, queridos hermanos y
hermanas que habéis abrazado esta condición en la Iglesia, una valiosa
ocasión para renovar vuestros propósitos y reavivar los sentimientos que
han inspirado e inspiran la entrega de vosotros mismos al Señor. Esto es lo
que queremos hacer hoy; este es el compromiso que estáis llamados a
realizar cada día de vuestra vida.

¿CÓMO REACCIONAR ANTE LA ENFERMEDAD?


20120205. Ángelus
El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús que cura a los
enfermos: primero a la suegra de Simón Pedro, que estaba en cama con
fiebre, y él, tomándola de la mano, la sanó y la levantó; y luego a todos los
enfermos en Cafarnaún, probados en el cuerpo, en la mente y en el
espíritu; y «curó a muchos... y expulsó muchos demonios» (Mc 1, 34). Los
cuatro evangelistas coinciden en testimoniar que la liberación de
enfermedades y padecimientos de cualquier tipo constituía, junto con la
predicación, la principal actividad de Jesús en su vida pública. De hecho,
las enfermedades son un signo de la acción del Mal en el mundo y en el
hombre, mientras que las curaciones demuestran que el reino de Dios,
Dios mismo, está cerca. Jesucristo vino para vencer el mal desde la raíz, y
las curaciones son un anticipo de su victoria, obtenida con su muerte y
resurrección.
Un día Jesús dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos»
(Mc 2, 17). En aquella ocasión se refería a los pecadores, que él había
venido a llamar y a salvar, pero sigue siendo cierto que la enfermedad es
una condición típicamente humana, en la que experimentamos
fuertemente que no somos autosuficientes, sino que necesitamos de los
demás. En este sentido podríamos decir, de modo paradójico, que la
enfermedad puede ser un momento saludable, en el que se puede
experimentar la atención de los demás y prestar atención a los demás. Sin
embargo, la enfermedad es siempre una prueba, que puede llegar a ser
36
larga y difícil. Cuando la curación no llega y el sufrimiento se prolonga,
podemos quedar como abrumados, aislados, y entonces nuestra vida se
deprime y se deshumaniza. ¿Cómo debemos reaccionar ante este ataque
del Mal? Ciertamente con el tratamiento apropiado —la medicina en las
últimas décadas ha dado grandes pasos, y por ello estamos agradecidos—,
pero la Palabra de Dios nos enseña que hay una actitud determinante y de
fondo para hacer frente a la enfermedad, y es la fe en Dios, en su bondad.
Lo repite siempre Jesús a las personas a quienes sana: Tu fe te ha salvado
(cf. Mc 5, 34.36). Incluso frente a la muerte, la fe puede hacer posible lo
que humanamente es imposible. ¿Pero fe en qué? En el amor de Dios. He
aquí la respuesta verdadera que derrota radicalmente al Mal. Así como
Jesús se enfrentó al Maligno con la fuerza del amor que le venía del Padre,
así también nosotros podemos afrontar y vencer la prueba de la
enfermedad, teniendo nuestro corazón inmerso en el amor de Dios. Todos
conocemos personas que han soportado sufrimientos terribles, porque
Dios les daba una profunda serenidad. Pienso en el reciente ejemplo de la
beata Chiara Badano, segada en la flor de la juventud por un mal sin
remedio: cuantos iban a visitarla recibían de ella luz y confianza. Pero en
la enfermedad todos necesitamos calor humano: para consolar a una
persona enferma, más que las palabras, cuenta la cercanía serena y sincera.

JESÚS, NUESTRO CONTEMPORÁNEO


20120209. Mensaje. CEI. Congreso Internacional
Muchas señales, de hecho, revelan que el nombre y el mensaje de
Jesús de Nazaret, aun en tiempos tan distraídos y confusos, suscitan
frecuentemente interés y ejercen un fuerte atractivo, incluso en quienes no
llegan a adherirse a su palabra de salvación. Por eso, nos sentimos
estimulados a suscitar en nosotros mismos y por doquier una comprensión
cada vez más profunda y completa de la figura real de Jesucristo, como
puede brotar únicamente de la hermenéutica de la fe puesta en fecunda
relación con la razón histórica. Con este fin escribí mis dos libros
dedicados a Jesús de Nazaret.
Es muy significativo que, dentro de la obra de elaboración cultural de
la comunidad cristiana, se estudie como tema algo que no puede
considerarse objeto exclusivo de las disciplinas sagradas, como lo muestra
muy bien la amplitud de las competencias y la pluralidad de las voces
llamadas a participar en este congreso. La evangelización de la cultura, a
la que se orienta el Proyecto cultural de la Conferencia episcopal italiana,
se funda en la convicción de que la vida de la persona y de un pueblo
puede ser animada y transformada en todas sus dimensiones por el
Evangelio, para alcanzar con plenitud su fin y su verdad.
Durante mi pontificado, en repetidas ocasiones he recordado que abrir
a Dios un camino en el corazón y en la vida de los hombres constituye una
prioridad. «Con él o sin él todo cambia», afirmaba incisivamente el título
del anterior congreso del comité para el Proyecto cultural. No podemos
confiar nuestra vida a un ente superior indefinido o a una fuerza cósmica,
37
sino sólo al Dios cuyo rostro de Padre se nos ha hecho familiar gracias al
Hijo, «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Jesús es la clave que nos
abre la puerta de la sabiduría y del amor, que rompe nuestra soledad y
mantiene la esperanza frente al misterio del mal y de la muerte. Por lo
tanto, la vida de Jesús de Nazaret, en cuyo nombre también actualmente
muchos creyentes, en distintos países del mundo, afrontan sufrimientos y
persecuciones, no puede quedar confinada a un pasado lejano, sino que es
decisiva para nuestra fe hoy.
¿Qué significa afirmar que Jesús de Nazaret, que vivió entre Galilea y
Judea hace dos mil años, es «contemporáneo» de cada hombre y mujer
que vive hoy y en todos los tiempos? Nos lo explica Romano Guardini
con palabras que siguen siendo tan actuales como cuando las escribió: «Su
vida terrena entró en la eternidad y así está vinculada a toda hora del
tiempo terreno redimido por su sacrificio... En el creyente se realiza un
misterio inefable: Cristo que está “arriba”, “sentado a la derecha del
Padre” (Col 3, 1), también está “en” este hombre, con la plenitud de su
redención, pues en todo cristiano se hace de nuevo realidad la vida de
Cristo, su crecimiento, su madurez, su pasión, muerte y resurrección, que
constituye su verdadera vida» (El testamento de Jesús, Milán 1993, p.
141).
Jesús entró para siempre en la historia humana y sigue viviendo, con
su belleza y potencia, en aquel cuerpo frágil y siempre necesitado de
purificación, pero también infinitamente colmado de amor divino, que es
la Iglesia. A él se dirige en la liturgia para alabarlo y recibir la vida
auténtica. La contemporaneidad de Jesús se revela de modo especial en la
Eucaristía, en la que él está presente con su pasión, muerte y resurrección.
Este es el motivo que hace a la Iglesia contemporánea de todo hombre,
capaz de abrazar a todos los hombres y todas las épocas, porque la guía el
Espíritu Santo con el fin de continuar la obra de Jesús en la historia.

NO LA IGLESIA, SINO CRISTO TRANSFORMARÁ TODO


20120210. Discurso. A la Fundación Juan Pablo II para el Sahel
Dios se hizo carne. ¿Ha habido alguna vez un gesto de amor y de
caridad más grande que este? Todo lo que hoy sucede y sigue
produciéndose desde el día en que Dios se hizo hombre es claramente una
señal de ello. Dios no cesa de amarnos y de encarnarse a través de su
Iglesia en todas las partes del mundo. (…) Pero esta obra sólo será
plenamente eficaz si es irrigada por la oración. En efecto, únicamente
Dios es fuente y potencia de vida. Él es el creador de las aguas (cf. Gn 1,
6-9).
La caridad debe promover todas nuestras acciones. No se trata de
querer hacer un mundo «a medida», sino que se trata de amarlo. Por eso la
Iglesia no tiene como principal vocación transformar el orden político o
cambiar el tejido social. Quiere aportar la luz de Cristo. Es él quien
trasformará todo y a todos. A causa de Jesucristo y por Jesucristo, la
aportación cristiana es tan específica. En algunos países que vosotros
38
representáis está presente el Islam. Sé que mantenéis buenas relaciones
con los musulmanes y eso me alegra. Testimoniar que Cristo vive y que su
amor va más allá de toda religión, raza y cultura, es importante también
para ellos.
Para realizar esta obra, y después de 28 años de actividad, la
Fundación necesita ponerse al día y renovarse. La ayuda en ello el
Consejo pontificio Cor unum. Esta renovación debe concernir, en primer
lugar, a la formación cristiana y profesional de las personas que trabajan
en el terreno, pues son, en cierto sentido, los instrumentos del Santo Padre
en estas regiones. Considero prioritarias la educación y la formación
cristianas de todos aquellos que —de un modo u otro— colaboran para
hacer más visible el gran signo de caridad que es la Fundación Juan
Pablo II para el Sahel. Para ser efectiva, esta renovación deberá comenzar
por la oración y la conversación personal.

ENFERMOS: PENITENCIA, UNCIÓN Y EUCARISTÍA


20111120. Mensaje. Jornada Mundial Enfermos 11.02.2012
“¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!” (Lc 17,19)
1. Este año quisiera poner el acento en los «sacramentos de
curación», es decir, en el sacramento de la penitencia y de la
reconciliación, y en el de la unción de los enfermos, que culminan de
manera natural en la comunión eucarística.
El encuentro de Jesús con los diez leprosos, descrito en el Evangelio
de san Lucas (cf. Lc 17,11-19), y en particular las palabras que el Señor
dirige a uno de ellos: «¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!» (v. 19),
ayudan a tomar conciencia de la importancia de la fe para quienes,
agobiados por el sufrimiento y la enfermedad, se acercan al Señor. En el
encuentro con él, pueden experimentar realmente que ¡quien cree no está
nunca solo! En efecto, Dios por medio de su Hijo, no nos abandona en
nuestras angustias y sufrimientos, está junto a nosotros, nos ayuda a
llevarlas y desea curar nuestro corazón en lo más profundo (cf. Mc 2,1-
12).
La fe de aquel leproso que, a diferencia de los otros, al verse sanado,
vuelve enseguida a Jesús lleno de asombro y de alegría para manifestarle
su reconocimiento, deja entrever que la salud recuperada es signo de algo
más precioso que la simple curación física, es signo de la salvación que
Dios nos da a través de Cristo, y que se expresa con las palabras de
Jesús: tu fe te ha salvado. Quien invoca al Señor en su sufrimiento y
enfermedad, está seguro de que su amor no le abandona nunca, y de que el
amor de la Iglesia, que continúa en el tiempo su obra de salvación, nunca
le faltará. La curación física, expresión de la salvación más profunda,
revela así la importancia que el hombre, en su integridad de alma y
cuerpo, tiene para el Señor. Cada sacramento, en definitiva, expresa y
actúa la proximidad Dios mismo, el cual, de manera absolutamente
gratuita, nos toca por medio de realidades materiales que él toma a su
servicio y convierte en instrumentos del encuentro entre nosotros y Él
39
mismo (cf. Homilía, S. Misa Crismal, 1 de abril de 2010). «La unidad
entre creación y redención se hace visible. Los sacramentos son expresión
de la corporeidad de nuestra fe, que abraza cuerpo y alma, al hombre
entero» (Homilía, S. Misa Crismal, 21 de abril de 2011).
La tarea principal de la Iglesia es, ciertamente, el anuncio del Reino de
Dios, «pero precisamente este mismo anuncio debe ser un proceso de
curación: “… para curar los corazones desgarrados” (Is 61,1)» (ibíd.),
según la misión que Jesús confió a sus discípulos (cf. Lc 9,1-2; Mt 10,1.5-
14;Mc 6,7-13). El binomio entre salud física y renovación del alma
lacerada nos ayuda, pues, a comprender mejor los «sacramentos de
curación».
2. El sacramento de la penitencia ha sido, a menudo, el centro de
reflexión de los pastores de la Iglesia, por su gran importancia en el
camino de la vida cristiana, ya que «toda la fuerza de la Penitencia
consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une a Él con
profunda amistad» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1468). La Iglesia,
continuando el anuncio de perdón y reconciliación, proclamado por Jesús,
no cesa de invitar a toda la humanidad a convertirse y a creer en el
Evangelio. Así lo dice el apóstol Pablo: «Nosotros actuamos como
enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio de
nosotros. En nombre de Cristo, os pedimos que os reconciliéis con Dios»
(2 Co 5,20). Jesús, con su vida anuncia y hace presente la misericordia del
Padre. Él no ha venido para condenar, sino para perdonar y salvar, para
dar esperanza incluso en la oscuridad más profunda del sufrimiento y del
pecado, para dar la vida eterna; así, en el sacramento de la penitencia, en
la «medicina de la confesión», la experiencia del pecado no degenera en
desesperación, sino que encuentra el amor que perdona y transforma (cf.
Juan Pablo II, Exhortación ap. postsin. Reconciliatio et Paenitentia, 31).
Dios, «rico en misericordia» (Ef 2,4), como el padre de la parábola
evangélica (cf. Lc 15, 11-32), no cierra el corazón a ninguno de sus hijos,
sino que los espera, los busca, los alcanza allí donde el rechazo de la
comunión les ha encerrado en el aislamiento y en la división, los llama a
reunirse en torno a su mesa, en la alegría de la fiesta del perdón y la
reconciliación. El momento del sufrimiento, en el cual podría surgir la
tentación de abandonarse al desaliento y a la desesperación, puede
transformarse en tiempo de gracia para recapacitar y, como el hijo pródigo
de la parábola, reflexionar sobre la propia vida, reconociendo los errores y
fallos, sentir la nostalgia del abrazo del Padre y recorrer el camino de
regreso a casa. Él, con su gran amor vela siempre y en cualquier
circunstancia sobre nuestra existencia y nos espera para ofrecer, a cada
hijo que vuelve a él, el don de la plena reconciliación y de la alegría.
3. De la lectura del Evangelio emerge, claramente, cómo Jesús ha
mostrado una particular predilección por los enfermos. Él no sólo ha
enviado a sus discípulos a curar las heridas (cf. Mt10,8; Lc 9,2; 10,9), sino
que también ha instituido para ellos un sacramento específico: la unción
de los enfermos. La carta de Santiago atestigua la presencia de este gesto
sacramental ya en la primera comunidad cristiana (cf. 5,14-16): con la
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unción de los enfermos, acompañada con la oración de los presbíteros,
toda la Iglesia encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado,
para que les alivie sus penas y los salve; es más, les exhorta a unirse
espiritualmente a la pasión y a la muerte de Cristo, para contribuir, de este
modo, al bien del Pueblo de Dios.
Este sacramento nos lleva a contemplar el doble misterio del monte de
los Olivos, donde Jesús dramáticamente encuentra, aceptándola, la vía que
le indicaba el Padre, la de la pasión, la del supremo acto de amor. En esa
hora de prueba, él es el mediador «llevando en sí mismo, asumiendo en sí
mismo el sufrimiento de la pasión del mundo, transformándolo en grito
hacia Dios, llevándolo ante los ojos de Dios y poniéndolo en sus manos,
llevándolo así realmente al momento de la redención» (Lectio
divina, Encuentro con el clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Pero «el
Huerto de los Olivos es también el lugar desde el cual ascendió al Padre, y
es por tanto el lugar de la Redención … Este doble misterio del monte de
los Olivos está siempre “activo” también en el óleo sacramental de la
Iglesia … signo de la bondad de Dios que llega a nosotros» (Homilía, S.
Misa Crismal, 1 de abril de 2010). En la unción de los enfermos, la
materia sacramental del óleo se nos ofrece, por decirlo así, «como
medicina de Dios … que ahora nos da la certeza de su bondad, que nos
debe fortalecer y consolar, pero que, al mismo tiempo, y más allá de la
enfermedad, remite a la curación definitiva, a la resurrección (cf. St 5,14)»
(ibíd.).
Este sacramento merece hoy una mayor consideración, tanto en la
reflexión teológica como en la acción pastoral con los enfermos.
Valorizando los contenidos de la oración litúrgica que se adaptan a las
diversas situaciones humanas unidas a la enfermedad, y no sólo cuando se
ha llegado al final de la vida (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1514),
la unción de los enfermos no debe ser considerada como «un sacramento
menor» respecto a los otros. La atención y el cuidado pastoral hacia los
enfermos, por un lado es señal de la ternura de Dios con los que sufren, y
por otro lado beneficia también espiritualmente a los sacerdotes y a toda la
comunidad cristiana, sabiendo que todo lo que se hace con el más
pequeño, se hace con el mismo Jesús (cf. Mt 25,40).
4. A propósito de los «sacramentos de la curación», san Agustín
afirma: «Dios cura todas tus enfermedades. No temas, pues: todas tus
enfermedades serán curadas … Tú sólo debes dejar que él te cure y no
rechazar sus manos» (Exposición sobre el salmo 102, 5: PL 36, 1319-
1320). Se trata de medios preciosos de la gracia de Dios, que ayudan al
enfermo a conformarse, cada vez con más plenitud, con el misterio de la
muerte y resurrección de Cristo. Junto a estos dos sacramentos, quisiera
también subrayar la importancia de la eucaristía. Cuando se recibe en el
momento de la enfermedad contribuye de manera singular a realizar esta
transformación, asociando a quien se nutre con el Cuerpo y la Sangre de
Jesús al ofrecimiento que él ha hecho de sí mismo al Padre para la
salvación de todos. Toda la comunidad eclesial, y la comunidad parroquial
en particular, han de asegurar la posibilidad de acercarse con frecuencia a
41
la comunión sacramental a quienes, por motivos de salud o de edad, no
pueden ir a los lugares de culto. De este modo, a estos hermanos y
hermanas se les ofrece la posibilidad de reforzar la relación con Cristo
crucificado y resucitado, participando, con su vida ofrecida por amor a
Cristo, en la misma misión de la Iglesia. En esta perspectiva, es
importante que los sacerdotes que prestan su delicada misión en los
hospitales, en las clínicas y en las casas de los enfermos se sientan
verdaderos « «ministros de los enfermos», signo e instrumento de la
compasión de Cristo, que debe llegar a todo hombre marcado por el
sufrimiento» (Mensaje para la XVIII Jornada Mundial del Enfermo, 22 de
noviembre de 2009).
La conformación con el misterio pascual de Cristo, realizada también
mediante la práctica de la comunión espiritual, asume un significado muy
particular cuando la eucaristía se administra y se recibe como viático. En
ese momento de la existencia, resuenan de modo aún más incisivo las
palabras del Señor: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54). En efecto, la
eucaristía, sobre todo como viático, es – según la definición de san Ignacio
de Antioquia – «fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte»
(Carta a los Efesios, 20: PG 5, 661), sacramento del paso de la muerte a la
vida, de este mundo al Padre, que a todos espera en la Jerusalén celeste.

SENTIDO DE LA ENFERMEDAD
20120211. Mensaje. Campaña de Fraternidad en Brasil
Que esta Campaña, con su ejemplo ante los ojos, según el verdadero
espíritu cuaresmal, inspire en el corazón de los fieles y de las personas de
buena voluntad una solidaridad cada vez más profunda con los enfermos,
que muchas veces sufren más por la soledad y el abandono que por la
enfermedad, recordando que Jesús mismo quiso identificarse con ellos:
estaba «enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36). Que al mismo tiempo les
ayude a descubrir que, si por una parte la enfermedad es una prueba
dolorosa, por otra puede ser, en unión con Cristo crucificado y resucitado,
una participación en el misterio de su sufrimiento por la salvación del
mundo. Dado que, «ofreciendo nuestro dolor a Dios por medio de Cristo,
podemos colaborar en la victoria del bien sobre el mal, porque Dios hace
fecundo nuestro ofrecimiento, nuestro acto de amor» (Discurso del Santo
Padre durante el encuentro con los enfermos, Turín, 2 de mayo de
2010: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de mayo de
2010, p. 10).

DEJÉMONOS TOCAR Y PURIFICAR POR JESÚS


20120212. Ángelus
El domingo pasado vimos que Jesús, en su vida pública, curó a
muchos enfermos, revelando que Dios quiere para el hombre la vida y la
vida en plenitud. El evangelio de este domingo (Mc 1, 40-45) nos muestra
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a Jesús en contacto con la forma de enfermedad considerada en aquel
tiempo como la más grave, tanto que volvía a la persona «impura» y la
excluía de las relaciones sociales: hablamos de la lepra. Una legislación
especial (cf. Lv 13-14) reservaba a los sacerdotes la tarea de declarar a la
persona leprosa, es decir, impura; y también correspondía al sacerdote
constatar la curación y readmitir al enfermo sanado a la vida normal.
Mientras Jesús estaba predicando por las aldeas de Galilea, un leproso
se le acercó y le dijo: «Si quieres, puedes limpiarme». Jesús no evita el
contacto con este hombre; más aún, impulsado por una íntima
participación en su condición, extiende su mano y lo toca —superando la
prohibición legal—, y le dice: «Quiero, queda limpio». En ese gesto y en
esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, está encarnada
la voluntad de Dios de curarnos, de purificarnos del mal que nos desfigura
y arruina nuestras relaciones. En aquel contacto entre la mano de Jesús y
el leproso queda derribada toda barrera entre Dios y la impureza humana,
entre lo sagrado y su opuesto, no para negar el mal y su fuerza negativa,
sino para demostrar que el amor de Dios es más fuerte que cualquier mal,
incluso más que el más contagioso y horrible. Jesús tomó sobre sí nuestras
enfermedades, se convirtió en «leproso» para que nosotros fuéramos
purificados.
Un espléndido comentario existencial a este evangelio es la célebre
experiencia de san Francisco de Asís, que resume al principio de su
Testamento: «El Señor me dio de esta manera a mí, el hermano Francisco,
el comenzar a hacer penitencia: en efecto, como estaba en pecados, me
parecía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio
de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y al separarme de los
mismos, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura del alma
y del cuerpo; y después de esto permanecí un poco de tiempo, y salí del
mundo» (Fuentes franciscanas, 110). En aquellos leprosos, que Francisco
encontró cuando todavía estaba «en pecados» —como él dice—, Jesús
estaba presente, y cuando Francisco se acercó a uno de ellos, y, venciendo
la repugnancia que sentía, lo abrazó, Jesús lo curó de su lepra, es decir, de
su orgullo, y lo convirtió al amor de Dios. ¡Esta es la victoria de Cristo,
que es nuestra curación profunda y nuestra resurrección a una vida nueva!
A través de su Madre es siempre Jesús quien sale a nuestro encuentro
para liberarnos de toda enfermedad del cuerpo y del alma. ¡Dejémonos
tocar y purificar por él, y seamos misericordiosos con nuestros hermanos!

SEMINARISTAS: DEJÉMONOS TRANSFORMAR POR EL


SEÑOR
20120215. Discurso. Lectio Divina con seminaristas romanos
Hoy hemos escuchado un texto —lo escuchamos y lo meditamos— de
la Carta a los Romanos: san Pablo habla a los Romanos y, por lo tanto,
nos habla a nosotros, porque habla a los romanos de todos los tiempos.
Esta Carta no es sólo la más grande de san Pablo, sino que es también
extraordinaria por su peso doctrinal y espiritual. Es extraordinaria también
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porque se trata de una carta escrita a una comunidad que él no había
fundado y tampoco había visitado. Escribe para anunciar su visita y
expresar el deseo de visitar Roma, y anuncia los contenidos esenciales de
su kerygma; de este modo prepara a la ciudad para su visita. Escribe a esta
comunidad, a la que no conoce personalmente, porque es el Apóstol de los
paganos —del paso del Evangelio de los judíos a los paganos— y Roma
es la capital de los paganos y, por tanto, también el centro, en definitiva,
de su mensaje. Aquí debe llegar su Evangelio, para que llegue realmente al
mundo pagano. Llegará, pero de modo diverso de como lo había pensado.
San Pablo llegará encadenado por Cristo y precisamente encadenado se
sentirá libre de anunciar el Evangelio.
En el primer capítulo de la Carta a los Romanos, dice también: de
vuestra fe, de la fe de la Iglesia de Roma se habla en todo el mundo (cf. 1,
8). Lo memorable de la fe de esta Iglesia es que se habla de ella en el
mundo entero, y podemos reflexionar cómo está hoy. También hoy se
habla mucho de la Iglesia de Roma, de muchas cosas, pero esperamos que
se hable también de nuestra fe, de la fe ejemplar de esta Iglesia, y pidamos
al Señor que logremos que no se hable de tantas cosas, sino de la fe de la
Iglesia de Roma.
El texto leído (Rm 12, 1-2) es el principio de la cuarta y última parte de
la Carta a los Romanos y comienza con las palabras «Os exhorto» (v. 1).
Normalmente se dice que se trata de la parte moral, que sigue a la parte
dogmática, pero en el pensamiento de san Pablo, y también en su lenguaje,
no se pueden dividir así las cosas: esta palabra, «exhorto», en
griego parakalo, contiene en sí la palabra paraklesis – parakletos; tiene
una profundidad que va mucho más allá de la moralidad; es una palabra
que ciertamente implica amonestación, pero también consuelo, atención al
otro, ternura paterna, más aún, materna. La palabra «misericordia» —en
griego oiktirmon y en hebreo rachamim, seno materno— expresa la
misericordia, la bondad, la ternura de una madre. Y cuando san Pablo
exhorta, todo esto está implícito: habla con el corazón, habla con la
ternura del amor de un padre y no sólo habla él. San Pablo dice «por la
misericordia de Dios» (v. 1): se hace instrumento del hablar de Dios, se
hace instrumento del hablar de Cristo; Cristo nos habla a nosotros con esta
ternura, con este amor paterno, con este atención a nosotros. Y así no sólo
apela a nuestra moralidad y a nuestra voluntad, sino también a la Gracia
que está en nosotros, para que dejemos actuar a la Gracia. Es casi un acto
en el que la Gracia dada en el Bautismo se hace operante en nosotros,
debería ser operante en nosotros; así la Gracia, el don de Dios, y nuestra
cooperación van juntos.
¿A qué exhorta, en este sentido, san Pablo? «Ofreced vuestros cuerpos
como sparaklesis –parakletos» (v. 1). «Ofreced vuestros cuerpos»: habla
de la liturgia, habla de Dios, de la prioridad de Dios, pero no habla de
liturgia como ceremonia, habla de liturgia como vida. Nosotros mismos,
nuestro cuerpo; nosotros en nuestro cuerpo y como cuerpo debemos ser
liturgia. Esta es la novedad del Nuevo Testamento, y lo veremos también
después: Cristo se ofrece a sí mismo y así sustituye todos los demás
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sacrificios. Y quiere «atraernos» a nosotros mismos a la comunión de su
Cuerpo: nuestro cuerpo juntamente con el suyo se convierte en gloria de
Dios, se transforma en liturgia. Así la palabra «ofrecer» —en
griego parastesai— no es sólo una alegoría; alegóricamente también
nuestra vida sería una liturgia, pero al contrario, la verdadera liturgia es la
de nuestro cuerpo, de nuestro ser en el Cuerpo de Cristo, como Cristo
mismo hizo la liturgia del mundo, la liturgia cósmica, que tiende a atraer a
todos hacia sí.
«En vuestro cuerpo, ofrecer el cuerpo»: esta palabra indica al hombre
en su totalidad indivisible —al final— entre alma y cuerpo, entre espíritu
y cuerpo; en el cuerpo somos nosotros mismos, y el cuerpo animado por el
alma, el cuerpo mismo, debe ser la realización de nuestra adoración. Y
pensemos —tal vez yo diría que cada uno de nosotros después reflexione
sobre esta palabra— que nuestro vivir diario en nuestro cuerpo, en las
cosas pequeñas, debería estar inspirado, impregnado, inmerso en la
realidad divina, debería convertirse en acción juntamente con Dios. Esto
no quiere decir que debemos pensar siempre en Dios, sino que debemos
estar realmente penetrados por la realidad de Dios, de forma que toda
nuestra vida —y no sólo algunos pensamientos— sea liturgia, sea
adoración. San Pablo dice luego: «Ofreced vuestros cuerpos como
sacrifico vivo» (v. 1): la palabra griega es logike latreia y así aparece en el
Canon Romano, en la primera plegaria eucarística, «rationabile
obsequium». Es una definición nueva del culto, pero preparada tanto en el
Antiguo Testamento, como en la filosofía griega. Por así decir, son dos
ríos que llevan hacia este punto y se unen en la nueva liturgia de los
cristianos y de Cristo. Antiguo Testamento: desde el inicio comprendieron
que Dios no tiene necesidad de toros, de cabritos, de estas cosas. En el
Salmo 50 [49], Dios dice: ¿Comeré yo carne de toros? ¿Beberé sangre de
cabritos? Yo no necesito estas cosas, no me agradan. Yo no bebo y no
como estas cosas. No son sacrificio para mí. Sacrificio es la alabanza de
Dios; si vosotros venís a mí, es alabanza de Dios (cf. vv. 13-15.23). Así el
camino del Antiguo Testamento va hacia un punto en el que estas cosas
exteriores, símbolos, sustituciones, desaparecen y el hombre mismo se
transforma en alabanza de Dios.
Lo mismo sucede en el mundo de la filosofía griega. También aquí se
comprende cada vez más que no se puede glorificar a Dios con estas cosas
—con animales y ofrendas—, sino que sólo el «logos» del hombre, su
razón convertida en gloria de Dios, es realmente adoración, y la idea es
que el hombre debería salir de sí mismo y unirse al «Logos», a la gran
Razón del mundo y así ser verdaderamente adoración. Pero aquí falta
algo: el hombre, según esta filosofía, debería dejar —por decirlo así— el
cuerpo, espiritualizarse; sólo el espíritu sería adoración. El cristianismo,
en cambio, no es simplemente espiritualización o moralización: es
encarnación; o sea, Cristo es el «Logos», es la Palabra encarnada, y él nos
recoge a todos, de forma que en él y con él, en su Cuerpo, como miembros
de este Cuerpo nos convertimos realmente en glorificación de Dios.
Tengamos presente esto: por una parte ciertamente salir de estas cosas
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materiales por un concepto más espiritual de adoración de Dios, pero
llegar a la encarnación del espíritu, llegar al punto en que nuestro cuerpo
sea reasumido en el Cuerpo de Cristo y nuestra alabanza de Dios no sea
pura palabra, pura actividad, sino que sea realidad de toda nuestra vida.
Creo que debemos reflexionar sobre esto y pedir a Dios que nos ayude
para que el espíritu se convierta en carne también en nosotros, y la carne
se llene del Espíritu de Dios.
Encontramos la misma realidad también en el capítulo cuarto
del Evangelio de san Juan, donde el Señor dice a la samaritana: En el
futuro no se adorará en esa colina o en aquella otra, con estos u otros ritos;
se adorará en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 21-23). Ciertamente, es
espiritualización, salir de estos ritos carnales, pero este espíritu, esta
verdad no es cualquier espíritu abstracto: el espíritu es el Espíritu Santo, y
la verdad es Cristo. Adorar en espíritu y en verdad quiere decir realmente
entrar a través del Espíritu Santo en el Cuerpo de Cristo, en la verdad del
ser. Y así llegamos a ser verdad y nos transformamos en glorificación de
Dios. Llegar a ser verdad en Cristo exige nuestra implicación total.
Y luego continuamos: «Santo, agradable a Dios; este es vuestro culto
espiritual» (Rm 12, 1). Segundo versículo: después de esta definición
fundamental de nuestra vida como liturgia de Dios, encarnación de la
Palabra en nosotros, cada día, con Cristo —la Palabra encarnada—, san
Pablo prosigue: «No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la
renovación de la mente» (v. 2). «No os amoldéis a este mundo». Existe un
no conformismo del cristiano, que no se deja conformar. Esto no quiere
decir que nosotros queramos huir del mundo, que a nosotros no nos
interese el mundo; al contrario, queremos transformarnos nosotros mismos
y dejarnos transformar, transformando así el mundo. Y debemos tener
presente que en el Nuevo Testamento, sobre todo en el Evangelio de San
Juan, la palabra «mundo» tiene dos significados e indica por tanto el
problema y la realidad de la que se trata. Por una parte, el «mundo» creado
por Dios, amado por Dios, hasta el punto de darse a sí mismo y dar su
Hijo por este mundo; el mundo es criatura de Dios, Dios lo ama y quiere
darse a sí mismo para que el mundo sea realmente creación y respuesta a
su amor. Pero está también el otro concepto de «mundo», kosmos houtos:
el mundo que está en el mal, que está bajo el poder del mal, que refleja el
pecado original. Hoy vemos este poder del mal, por ejemplo, en dos
grandes poderes, que por sí mismos son útiles y buenos, pero de los que se
puede abusar fácilmente: el poder de las finanzas y el poder de los medios
de comunicación social. Ambos son necesarios, porque pueden ser útiles,
pero se puede abusar de ellos tan fácilmente que a menudo se convierten
en lo contrario de sus verdaderas intenciones.
Vemos cómo el mundo de las finanzas puede dominar al hombre,
cómo el tener y el aparentar dominan el mundo y lo esclavizan. El mundo
de las finanzas no representa ya un instrumento para favorecer el
bienestar, para favorecer la vida del hombre, sino que se transforma en un
poder que lo oprime, que debe ser casi adorado: «Mammona», la
verdadera divinidad falsa que domina el mundo. Contra este conformismo
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de la sumisión a este poder debemos ser no conformistas: no cuenta el
tener; lo que cuenta es el ser. No nos sometamos a este poder, más bien
utilicémoslo como medio, pero con la libertad de los hijos de Dios.
Luego está el otro poder, el de la opinión pública. Ciertamente,
tenemos necesidad de informaciones, de conocimientos de la realidad del
mundo, pero puede ser también un poder de la apariencia; al final, cuanto
se ha dicho cuenta más que la realidad misma. Una apariencia se
superpone a la realidad, llega a ser más importante, y el hombre ya no
sigue la verdad de su ser, sino que quiere sobre todo aparentar, ser
conforme a estas realidades. Y también contra esto está el no conformismo
cristiano: no queremos siempre «ser conformados», alabados; no
queremos la apariencia, sino la verdad, y esto nos da libertad, la verdadera
libertad cristiana: el librarse de esta necesidad de agradar, de hablar como
la masa cree que debería ser, y tener la libertad de la verdad, y así recrear
el mundo de una manera que no se vea oprimido por la opinión, por la
apariencia que ya no deja aflorar la realidad misma; el mundo virtual se
vuelve más verdadero, más fuerte, y ya no se ve el mundo real de la
creación de Dios. El no conformismo del cristiano nos redime, nos
restituye a la verdad. Pidamos al Señor que nos ayude a ser hombres libres
en este no conformismo, que no está contra el mundo, sino que es el
verdadero amor al mundo.
Y san Pablo continúa: «Transformaos por la renovación de vuestra
mente» (v. 2). Dos palabras muy importantes: «transformar», del
griego metamorphon, y «renovar», en griego anakainosis. Transformarnos
a nosotros mismos, dejarnos transformar por el Señor en la forma de la
imagen de Dios, transformarnos cada día de nuevo, a través de su realidad,
en la verdad de nuestro ser. Y «renovación»; esta es la verdadera novedad:
que no nos sometamos a las opiniones, a las apariencias, sino a la Gracia
de Dios, a su revelación. Dejémonos formar, plasmar para que aparezca
realmente en el hombre la imagen de Dios.
«Por la renovación —dice san Pablo de modo sorprendente para mí—
de vuestra mente». Así pues, esta renovación, esta transformación
comienza con la renovación de la mente. San Pablo dice «o nous»: es
necesario renovar todo nuestro modo de razonar, la razón misma. Es
necesario renovarla no según las categorías de lo acostumbrado; renovar
quiere decir realmente dejarnos iluminar por la Verdad que nos habla en la
Palabra de Dios. Así, finalmente, aprender el nuevo modo de pensar, que
es el modo que no obedece al poder y al tener, al aparentar, etc., sino que
obedece a la verdad de nuestro ser que habita profundamente en nosotros
y que se nos da nuevamente en el Bautismo.
«Renovación de la mente»: cada día es una tarea precisamente en el
camino del estudio de la teología, de la preparación para el sacerdocio.
Estudiar bien la teología, espiritualmente, pensarla a fondo, meditar la
Escritura cada día; este modo de estudiar la teología con la escucha de
Dios mismo que nos habla es el camino de renovación de la mente, de
transformación de nuestro ser y del mundo.
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Y, por último, dice san Pablo: «para que sepáis discernir cuál es la
voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (v. 2).
Discernir la voluntad de Dios: Esto sólo lo podemos aprender en un
camino obediente, humilde, con la Palabra de Dios, con la Iglesia, con los
sacramentos, con la meditación de la Sagrada Escritura. Conocer y
discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno. Esto es fundamental en
nuestra vida.
Y, en el día de la Virgen de la Confianza, vemos en ella precisamente
la realidad de todo esto, la persona que es realmente nueva, que es
realmente transformada, que es realmente sacrificio vivo. La Virgen ve la
voluntad de Dios, vive en la voluntad de Dios, dice «sí», y este «sí» de la
Virgen es todo su ser, y así nos muestra el camino, nos ayuda.
Por lo tanto, en este día oremos a la Virgen, que es el icono vivo del
hombre nuevo. Que ella nos ayude a transformar, a dejar transformar
nuestro ser, a ser realmente hombres nuevos, y a ser también después, si
Dios quiere, pastores de su Iglesia. Gracias.

DOS LÓGICAS OPUESTAS QUE SE ENFRENTAN SIEMPRE


20120218. Discurso. Consistorio para creación de cardenales
En el pasaje evangélico que antes se ha proclamado, Jesús se presenta
como siervo, ofreciéndose como modelo a imitar y seguir. Del trasfondo
del tercer anuncio de la pasión, muerte y resurrección del Hijo del hombre,
se aparta con llamativo contraste la escena de los dos hijos de Zebedeo,
Santiago y Juan, que persiguen todavía sueños de gloria junto a Jesús. Le
pidieron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu
izquierda» (Mc 10,37). La respuesta de Jesús fue fulminante, y su
interpelación inesperada: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber
el cáliz que yo he de beber? (v. 38). La alusión es muy clara: el cáliz es el
de la pasión, que Jesús acepta para cumplir la voluntad del Padre. El
servicio a Dios y a los hermanos, el don de sí: esta es la lógica que la fe
auténtica imprime y desarrolla en nuestra vida cotidiana y que no es en
cambio el estilo mundano del poder y la gloria.
Con su petición, Santiago y Juan ponen de manifiesto que no
comprenden la lógica de vida de la que Jesús da testimonio, la lógica que,
según el Maestro, ha de caracterizar al discípulo, en su espíritu y en sus
acciones. La lógica errónea no se encuentra sólo en los dos hijos de
Zebedeo ya que, según el evangelista, contagia también «a los otros diez»
apóstoles que «se indignaron contra Santiago y Juan» (v. 41). Se
indignaron porque no es fácil entrar en la lógica del Evangelio y
abandonar la del poder y la gloria. San Juan Crisóstomo dice que todos los
apóstoles eran todavía imperfectos, tanto los dos que quieren ponerse por
encima de los diez, como los otros que tienen envidia de ellos
(cf. Comentario a Mateo, 65, 4: PG 58, 622). San Cirilo de Alejandría,
comentando los textos paralelos del Evangelio de san Lucas, añade: «Los
discípulos habían caído en la debilidad humana y estaban discutiendo
entre sí sobre quién era el jefe y superior a los demás… Esto sucedió y ha
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sido narrado para nuestro provecho… Lo que les pasó a los santos
apóstoles se puede revelar para nosotros un incentivo para la humildad»
(Comentario a Lucas, 12,5,15: PG 72,912). Este episodio ofrece a Jesús la
ocasión de dirigirse a todos los discípulos y «llamarlos hacia sí», casi para
estrecharlos consigo, para formar como un cuerpo único e indivisible con
él y señalar cuál es el camino para llegar a la gloria verdadera, la de Dios:
«Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los
tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que
quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera
ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,42-44).
Dominio y servicio, egoísmo y altruismo, posesión y don, interés y
gratuidad: estas lógicas profundamente contrarias se enfrentan en todo
tiempo y lugar. No hay ninguna duda sobre el camino escogido por Jesús:
Él no se limita a señalarlo con palabras a los discípulos de entonces y de
hoy, sino que lo vive en su misma carne. En efecto, explica: «Porque el
Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en
rescate por la multitud» (v.45).

SENTIDO DEL MINISTERIO PETRINO EN LA IGLESIA


20120219. Homilía. Misa con los nuevos cardenales
En la segunda lectura que se acaba de proclamar, el apóstol Pedro
exhorta a los «presbíteros» de la Iglesia a ser pastores diligentes y solícitos
del rebaño de Cristo (cf. 1 Pe 5,1-2). Estas palabras están dirigidas sobre
todo a vosotros, queridos y venerados hermanos, que ya tenéis muchos
méritos ante el Pueblo de Dios por vuestra generosa y sapiente labor
desarrollada en el ministerio pastoral en diócesis exigentes, en la dirección
de los Dicasterios de la Curia Romana o en el servicio eclesial del estudio
y de la enseñanza. La nueva dignidad que se os ha conferido quiere
manifestar el aprecio por vuestro trabajo fiel en la viña del Señor, honrar a
las comunidades y naciones de las cuales procedéis y de las que sois
dignos representantes de la Iglesia, confiaros nuevas y más importantes
responsabilidades eclesiales y, finalmente, pediros mayor disponibilidad
para Cristo y para toda la comunidad cristiana. Esta disponibilidad al
servicio del Evangelio está sólidamente fundada en la certeza de la fe. En
efecto, sabemos que Dios es fiel a sus promesas y permanecemos en la
esperanza de que se cumplan las palabras del apóstol Pedro: «Y cuando
aparezca el Supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria que no se
marchita» (1 Pe 5,4).
El pasaje del Evangelio de hoy presenta a Pedro que, movido por una
inspiración divina, expresa la propia fe fundada en Jesús, el Hijo de Dios y
el Mesías prometido. En respuesta a esta límpida profesión de fe, que
Pedro confiesa también en nombre de los otros apóstoles, Cristo les revela
la misión que pretende confiarles, la de ser la «piedra», la «roca», el
fundamento visible sobre el que está construido todo el edificio espiritual
de la Iglesia (cf. Mt 16,16-19). Esta expresión de «roca-piedra» no se
refiere al carácter de la persona, sino que sólo puede comprenderse
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partiendo de un aspecto más profundo, del misterio: mediante el cargo que
Jesús les confía, Simón Pedro se convierte en algo que no es por «la carne
y la sangre». El exegeta Joachim Jeremías ha hecho ver cómo en el
trasfondo late el lenguaje simbólico de la «roca santa». A este respecto,
puede ayudarnos un texto rabínico que reza así: «El Señor dijo: “¿Cómo
puedo crear el mundo cuando surgirán estos sin-Dios y se volverán contra
mi?” Pero cuando Dios vio que debía nacer Abraham, dijo: “Mira, he
encontrado una roca, sobre la cual puedo construir y fundar el mundo”.
Por eso él llamó Abrahán una roca». El profeta Isaías se refiere a eso
cuando recuerda al pueblo: «Mirad la roca de donde os tallaron,… mirad a
Abrahán vuestro padre» (51,1-2). Se ve a Abrahán, el padre de los
creyentes, que por su fe es la roca que sostiene la creación. Simón, que es
el primero en confesar a Jesús como el Cristo, y es el primer testigo de la
resurrección, se convierte ahora, con su fe renovada, en la roca que se
opone a la fuerza destructiva del mal.
Queridos hermanos y hermanas. Este pasaje evangélico que hemos
escuchado encuentra una más reciente y elocuente explicación en un
elemento artístico muy notorio que embellece esta Basílica Vaticana: el
altar de la Cátedra. Cuando se recorre la grandiosa nave central, una vez
pasado el crucero, se llega al ábside y nos encontramos ante un grandioso
trono de bronce que parece suelto, pero que en realidad está sostenido por
cuatro estatuas de grandes Padres de la Iglesia de Oriente y Occidente. Y,
sobre el trono, circundado por una corona de ángeles suspendidos en el
aire, resplandece en la ventana ovalada la gloria del Espíritu Santo. ¿Qué
nos dice este complejo escultórico, fruto del genio de Bernini? Representa
una visión de la esencia de la Iglesia y, dentro de ella, del magisterio
petrino.
La ventana del ábside abre la Iglesia hacia el externo, hacia la creación
entera, mientras la imagen de la paloma del Espíritu Santo muestra a Dios
como la fuente de la luz. Pero se puede subrayar otro aspecto: en efecto, la
Iglesia misma es como una ventana, el lugar en el que Dios se acerca, se
encuentra con el mundo. La Iglesia no existe por sí misma, no es el punto
de llegada, sino que debe remitir más allá, hacia lo alto, por encima de
nosotros. La Iglesia es verdaderamente ella misma en la medida en que
deja trasparentar al Otro –con la «O» mayúscula– del cual proviene y al
cual conduce. La Iglesia es el lugar donde Dios «llega» a nosotros, y
desde donde nosotros «partimos» hacia él; ella tiene la misión de abrir
más allá de sí mismo ese mundo que tiende a creerse un todo cerrado y
llevarle la luz que viene de lo alto, sin la cual sería inhabitable.
La gran cátedra de bronce contiene un sitial de madera del siglo IX,
que por mucho tiempo se consideró la cátedra del apóstol Pedro, y que fue
colocada precisamente en ese altar monumental por su alto valor
simbólico. Ésta, en efecto, expresa la presencia permanente del Apóstol en
el magisterio de sus sucesores. El sillón de san Pedro, podemos decir, es el
trono de la verdad, que tiene su origen en el mandato de Cristo después de
la confesión en Cesarea de Filipo. La silla magisterial nos trae a la
memoria de nuevo las palabras del Señor dirigidas a Pedro en el Cenáculo:
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«Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te
recobres, da firmeza a tus hermanos» (Lc 22,32).
La Cátedra de Pedro evoca otro recuerdo: la célebre expresión de san
Ignacio de Antioquia, que en su carta a los Romanos llama a la Iglesia de
Roma «aquella que preside en la caridad» (Inscr.:PG 5, 801). En efecto, el
presidir en la fe está inseparablemente unido al presidir en el amor. Una fe
sin amor nunca será una fe cristiana auténtica. Pero las palabras de san
Ignacio tienen también otra connotación mucho más concreta. El término
«caridad», en efecto, se utilizaba en la Iglesia de los orígenes para indicar
también la Eucaristía. La Eucaristía es precisamente Sacramentum
caritatis Christi, mediante el cual él continúa atrayendo a todos hacia sí,
como lo hizo desde lo alto de la cruz (cf. Jn 12,32). Por tanto, «presidir en
la caridad» significa atraer a los hombres en un abrazo eucarístico, el
abrazo de Cristo, que supera toda barrera y toda exclusión, creando
comunión entre las múltiples diferencias. El ministerio petrino, pues, es
primado de amor en sentido eucarístico, es decir, solicitud por la
comunión universal de la Iglesia en Cristo. Y la Eucaristía es forma y
medida de esta comunión, y garantía de que ella se mantenga fiel al
criterio de la tradición de la fe.
La gran Cátedra está apoyada sobre los Padres de la Iglesia. Los dos
maestros de oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio, junto con los
latinos, san Ambrosio y san Agustín, representando la totalidad de la
tradición y, por tanto, la riqueza de las expresiones de la verdadera fe en la
santa y única Iglesia. Este elemento del altar nos dice que el amor se
asienta sobre la fe. Y se resquebraja si el hombre ya no confía en Dios ni
le obedece. Todo en la Iglesia se apoya sobre la fe: los sacramentos, la
liturgia, la evangelización, la caridad. También el derecho, también la
autoridad en la Iglesia se apoya sobre la fe. La Iglesia no se da a sí misma
las reglas, el propio orden, sino que lo recibe de la Palabra de Dios, que
escucha en la fe y trata de comprender y vivir. Los Padres de la Iglesia
tienen en la comunidad eclesial la función de garantes de la fidelidad a la
Sagrada Escritura. Ellos aseguran una exegesis fidedigna, sólida, capaz de
formar con la Cátedra de Pedro un complejo estable y unitario. Las
Sagradas Escrituras, interpretadas autorizadamente por el Magisterio a la
luz de los Padres, iluminan el camino de la Iglesia en el tiempo,
asegurándole un fundamento estable en medio a los cambios históricos.
Tras haber considerado los diversos elementos del altar de la Cátedra,
dirijamos una mirada al conjunto. Y veamos cómo está atravesado por un
doble movimiento: de ascensión y de descenso. Es la reciprocidad entre la
fe y el amor. La Cátedra está puesta con gran realce en este lugar, porque
aquí está la tumba del apóstol Pedro, pero también tiende hacia el amor de
Dios. En efecto, la fe se orienta al amor. Una fe egoísta no es una fe
verdadera. Quien cree en Jesucristo y entra en el dinamismo del amor que
tiene su fuente en la Eucaristía, descubre la verdadera alegría y, a su vez,
es capaz de vivir según la lógica de este don. La verdadera fe es iluminada
por el amor y conduce al amor, hacia lo alto, del mismo modo que el altar
de la Cátedra apunta hacia la ventana luminosa, la gloria del Espíritu
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Santo, que constituye el verdadero punto focal para la mirada del
peregrino que atraviesa el umbral de la Basílica Vaticana. En esa ventana,
la corona de los ángeles y los grandes rayos dorados dan una espléndido
realce, con un sentido de plenitud desbordante, que expresa la riqueza de
la comunión con Dios. Dios no es soledad, sino amor glorioso y gozoso,
difusivo y luminoso.
Queridos hermanos y hermanas, a cada cristiano y a nosotros, se nos
confía el don de este amor: un don que ha de ofrecer con el testimonio de
nuestra vida. Esto es, en particular, vuestra tarea, venerados Hermanos
Cardenales: dar testimonio de la alegría del amor de Cristo. Confiemos
ahora vuestro nuevo servicio eclesial a la Virgen María, presente en la
comunidad apostólica reunida en oración en espera del Espíritu Santo
(cf. Hch 1,14). Que Ella, Madre del Verbo encarnado, proteja el camino de
la Iglesia, sostenga con su intercesión la obra de los Pastores y acoja bajo
su manto a todo el colegio cardenalicio. Amén.

RESPONSABILIDAD RECÍPROCA Y CORRECCIÓN FRATERNA


20111103. Mensaje. Mensaje para la Cuaresma 2012
La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar
sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un
tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los
Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como
comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el
compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto
bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los
otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase
forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar
en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso
a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las
tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón
sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en laesperanza que
profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los
hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma
que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los
encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta
escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el
versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y
siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro,
la reciprocidad y la santidad personal.
1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.
El primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado
es katanoein, que significa observar bien, estar atentos, mirar
conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el
Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros
del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia
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divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio
ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo
encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los
Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo
Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación
invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los
unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los
hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la
indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la
apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con
fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos
cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de
nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas
por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien.
El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia
de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura
e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos
casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdaderoalter
ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de
fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la
compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios
Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta
de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la
dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos
que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos»
(Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).
La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos
los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece
haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario
reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y
hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve
la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el
prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que
también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa
abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia
ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de
«anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los
demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales
se indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón
del hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita
«dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los
salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la
del rico epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la
condición del pobre Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta
(cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo contrario de «fijarse», de
mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y
amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la
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saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias
preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener
misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas
nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos
al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la
experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar
interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos del
pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así
la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt5,4), es decir, de quienes son
capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás.
El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son
ocasión de salvación y de bienaventuranza.
El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien
espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi
parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la
salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del
cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás,
pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual
para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y
en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las
personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino
también por la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura
leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más
sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo
mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado
(cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —
elenchein—es el mismo que indica la misión profética, propia de los
cristianos, que denuncian una generación que se entrega al mal
(cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de
misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante
recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que
callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto
humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en
lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y
de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin
embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de
condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la
misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El
apóstol Pablo afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros,
los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti
mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo
impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la
importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la
santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y
todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran
servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo,
para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los
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caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija,
que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha
hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.
2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.
Este ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que,
al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en
perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de
la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser
sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias
espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser
así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua
edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien,
buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el
de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y
exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar
parte de la vida de la comunidad cristiana.
Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven
en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de
un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su
salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un
elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está
relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el
pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En
la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la
comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los
pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se
llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se
multiplican. «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros»
(1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La
caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —
una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en
esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación
concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la
Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el
bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de
gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos.
Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro,
no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los
cielos (cf. Mt 5,16).
3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos
en la santidad.
Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a
considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la
vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez
más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene
como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor,
«como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día»
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(Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos
ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras
en el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a
la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva
dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos
recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.
Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de
sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos
ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt25,25ss). Todos hemos
recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del
plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal
(cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que,
en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y
hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto
grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio
ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y
santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene
también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo
exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo»
(Rm 12,10).
Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de
amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a
competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10).
Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a
la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma…

EL TIEMPO DE CUARESMA: LA REDENCIÓN ESTÁ


DISPONIBLE
20120222. Audiencia general. Miércoles de ceniza
En esta catequesis quiero hablar brevemente del tiempo de Cuaresma,
que comienza hoy con la liturgia del Miércoles de Ceniza. Se trata de un
itinerario de cuarenta días que nos conducirá al Triduo pascual, memoria
de la pasión, muerte y resurrección del Señor, el corazón del misterio de
nuestra salvación. En los primeros siglos de vida de la Iglesia este era el
tiempo en que los que habían oído y acogido el anuncio de Cristo
iniciaban, paso a paso, su camino de fe y de conversión para llegar a
recibir el sacramento del Bautismo. Se trataba de un acercamiento al Dios
vivo y de una iniciación en la fe que debía realizarse gradualmente,
mediante un cambio interior por parte de los catecúmenos, es decir, de
quienes deseaban hacerse cristianos, incorporándose así a Cristo y a la
Iglesia.
Sucesivamente, también a los penitentes y luego a todos los fieles se
les invitaba a vivir este itinerario de renovación espiritual, para conformar
cada vez más su existencia a la de Cristo. La participación de toda la
comunidad en los diversos pasos del itinerario cuaresmal subraya una
dimensión importante de la espiritualidad cristiana: la redención, no de
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algunos, sino de todos, está disponible gracias a la muerte y resurrección
de Cristo. Por tanto, sea los que recorrían un camino de fe como
catecúmenos para recibir el Bautismo, sea quienes se habían alejado de
Dios y de la comunidad de la fe y buscaban la reconciliación, sea quienes
vivían la fe en plena comunión con la Iglesia, todos sabían que el tiempo
que precede a la Pascua es un tiempo de metánoia, es decir, de cambio
interior, de arrepentimiento; el tiempo que identifica nuestra vida humana
y toda nuestra historia como un proceso de conversión que se pone en
movimiento ahora para encontrar al Señor al final de los tiempos.
Con una expresión que se ha hecho típica en la liturgia, la Iglesia
denomina el período en el que hemos entrado hoy «Quadragesima», es
decir, tiempo de cuarenta días y, con una clara referencia a la Sagrada
Escritura, nos introduce así en un contexto espiritual preciso. De hecho,
cuarenta es el número simbólico con el que tanto el Antiguo como el
Nuevo Testamento representan los momentos más destacados de la
experiencia de la fe del pueblo de Dios. Es una cifra que expresa el tiempo
de la espera, de la purificación, de la vuelta al Señor, de la consciencia de
que Dios es fiel a sus promesas. Este número no constituye un tiempo
cronológico exacto, resultado de la suma de los días. Indica más bien una
paciente perseverancia, una larga prueba, un período suficiente para ver
las obras de Dios, un tiempo dentro del cual es preciso decidirse y asumir
las propias responsabilidades sin más dilaciones. Es el tiempo de las
decisiones maduras.
El número cuarenta aparece ante todo en la historia de Noé. Este
hombre justo, a causa del diluvio, pasa cuarenta días y cuarenta noches en
el arca, junto a su familia y a los animales que Dios le había dicho que
llevara consigo. Y espera otros cuarenta días, después del diluvio, antes de
tocar la tierra firme, salvada de la destrucción (cf. Gn 7, 4.12; 8, 6).
Luego, la próxima etapa: Moisés permanece en el monte Sinaí, en
presencia del Señor, cuarenta días y cuarenta noches, para recibir la Ley.
En todo este tiempo ayuna (cf. Ex 24, 18). Cuarenta son los años de viaje
del pueblo judío desde Egipto hasta la Tierra prometida, tiempo apto para
experimentar la fidelidad de Dios: «Recuerda todo el camino que el Señor,
tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años... Tus vestidos no se han
gastado ni se te han hinchado los pies durante estos cuarenta años», dice
Moisés en el Deuteronomio al final de estos cuarenta años de emigración
(Dt 8, 2.4). Los años de paz de los que goza Israel bajo los Jueces son
cuarenta (cf. Jc 3, 11.30), pero, transcurrido este tiempo, comienza el
olvido de los dones de Dios y la vuelta al pecado. El profeta Elías emplea
cuarenta días para llegar al Horeb, el monte donde se encuentra con Dios
(cf. 1 R 19, 8). Cuarenta son los días durante los cuales los ciudadanos de
Nínive hacen penitencia para obtener el perdón de Dios (cf.Gn 3, 4).
Cuarenta son también los años de los reinos de Saúl (cf. Hch 13, 21), de
David (cf. 2 Sm 5, 4-5) y de Salomón (1 R 11, 41), los tres primeros reyes
de Israel. También los Salmos reflexionan sobre el significado bíblico de
los cuarenta años, como por ejemplo el Salmo 95, del que hemos
escuchado un pasaje: «Ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el
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corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando
vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto
mis obras”. Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije:
“Es un pueblo de corazón extraviado, que no reconoce mi camino”» (vv.
7c-10).
En el Nuevo Testamento Jesús, antes de iniciar su vida pública, se
retira al desierto durante cuarenta días, sin comer ni beber (cf. Mt 4, 2): se
alimenta de la Palabra de Dios, que usa como arma para vencer al diablo.
Las tentaciones de Jesús evocan las que el pueblo judío afrontó en el
desierto, pero que no supo vencer. Cuarenta son los días durante los cuales
Jesús resucitado instruye a los suyos, antes de ascender al cielo y enviar el
Espíritu Santo (cf. Hch 1, 3).
Con este número recurrente —cuarenta— se describe un contexto
espiritual que sigue siendo actual y válido, y la Iglesia, precisamente
mediante los días del período cuaresmal, quiere mantener su valor perenne
y hacernos presente su eficacia. La liturgia cristiana de la Cuaresma tiene
como finalidad favorecer un camino de renovación espiritual, a la luz de
esta larga experiencia bíblica y sobre todo aprender a imitar a Jesús, que
en los cuarenta días pasados en el desierto enseñó a vencer la tentación
con la Palabra de Dios. Los cuarenta años de la peregrinación de Israel en
el desierto presentan actitudes y situaciones ambivalentes. Por una parte,
son el tiempo del primer amor con Dios y entre Dios y su pueblo, cuando
él hablaba a su corazón, indicándole continuamente el camino por
recorrer. Dios, por decirlo así, había puesto su morada en medio de Israel,
lo precedía dentro de una nube o de una columna de fuego, proveía cada
día a su sustento haciendo que bajara el maná y que brotara agua de la
roca. Por tanto, los años pasados por Israel en el desierto se pueden ver
como el tiempo de la elección especial de Dios y de la adhesión a él por
parte del pueblo: tiempo del primer amor. Por otro lado, la Biblia muestra
asimismo otra imagen de la peregrinación de Israel en el desierto: también
es el tiempo de las tentaciones y de los peligros más grandes, cuando
Israel murmura contra su Dios y quisiera volver al paganismo y se
construye sus propios ídolos, pues siente la exigencia de venerar a un Dios
más cercano y tangible. También es el tiempo de la rebelión contra el Dios
grande e invisible.
Esta ambivalencia, tiempo de la cercanía especial de Dios —tiempo
del primer amor—, y tiempo de tentación —tentación de volver al
paganismo—, la volvemos a encontrar, de modo sorprendente, en el
camino terreno de Jesús, naturalmente sin ningún compromiso con el
pecado. Después del bautismo de penitencia en el Jordán, en el que asume
sobre sí el destino del Siervo de Dios que renuncia a sí mismo y vive para
los demás y se mete entre los pecadores para cargar sobre sí el pecado del
mundo, Jesús se dirige al desierto para estar cuarenta días en profunda
unión con el Padre, repitiendo así la historia de Israel, todos los períodos
de cuarenta días o años a los que he aludido. Esta dinámica es una
constante en la vida terrena de Jesús, que busca siempre momentos de
soledad para orar a su Padre y permanecer en íntima comunión, en íntima
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soledad con él, en exclusiva comunión con él, y luego volver en medio de
la gente. Pero en este tiempo de «desierto» y de encuentro especial con el
Padre, Jesús se encuentra expuesto al peligro y es asaltado por la tentación
y la seducción del Maligno, el cual le propone un camino mesiánico
diferente, alejado del proyecto de Dios, porque pasa por el poder, el éxito,
el dominio, y no por el don total en la cruz. Esta es la alternativa: un
mesianismo de poder, de éxito, o un mesianismo de amor, de entrega de sí
mismo.
Esta situación de ambivalencia describe también la condición de la
Iglesia en camino por el «desierto» del mundo y de la historia. En este
«desierto» los creyentes, ciertamente, tenemos la oportunidad de hacer
una profunda experiencia de Dios que fortalece el espíritu, confirma la fe,
alimenta la esperanza y anima la caridad; una experiencia que nos hace
partícipes de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte
mediante el sacrificio de amor en la cruz. Pero el «desierto» también es el
aspecto negativo de la realidad que nos rodea: la aridez, la pobreza de
palabras de vida y de valores, el laicismo y la cultura materialista, que
encierran a la persona en el horizonte mundano de la existencia
sustrayéndolo a toda referencia a la trascendencia. Este es también el
ambiente en el que el cielo que está sobre nosotros se oscurece, porque lo
cubren las nubes del egoísmo, de la incomprensión y del engaño. A pesar
de esto, también para la Iglesia de hoy el tiempo del desierto puede
transformarse en tiempo de gracia, pues tenemos la certeza de que incluso
de la roca más dura Dios puede hacer que brote el agua viva que quita la
sed y restaura.
Queridos hermanos y hermanas, en estos cuarenta días que nos
conducirán a la Pascua de Resurrección podemos encontrar nuevo valor
para aceptar con paciencia y con fe todas las situaciones de dificultad, de
aflicción y de prueba, conscientes de que el Señor hará surgir de las
tinieblas el nuevo día. Y si permanecemos fieles a Jesús, siguiéndolo por
el camino de la cruz, se nos dará de nuevo el claro mundo de Dios, el
mundo de la luz, de la verdad y de la alegría: será el alba nueva creada por
Dios mismo. ¡Feliz camino de Cuaresma a todos vosotros!

EL SIGNO LITÚRGICO DE LA CENIZA


20120222. Homilía. Misa en el Miércoles de Ceniza
Con este día de penitencia y de ayuno —el miércoles de Ceniza—
comenzamos un nuevo camino hacia la Pascua de Resurrección: el camino
de la Cuaresma. Quiero detenerme brevemente a reflexionar sobre el signo
litúrgico de la ceniza, un signo material, un elemento de la naturaleza, que
en la liturgia se transforma en un símbolo sagrado, muy importante en este
día con el que se inicia el itinerario cuaresmal. Antiguamente, en la cultura
judía, la costumbre de ponerse ceniza sobre la cabeza como signo de
penitencia era común, unido con frecuencia a vestirse de saco o de
andrajos. Para nosotros, los cristianos, en cambio, este es el único
momento, que por lo demás tiene una notable importancia ritual y
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espiritual. Ante todo, la ceniza es uno de los signos materiales que
introducen el cosmos en la liturgia. Los principales son, evidentemente,
los de los sacramentos: el agua, el aceite, el pan y el vino, que constituyen
verdadera materia sacramental, instrumento a través del cual se comunica
la gracia de Cristo que llega hasta nosotros. En el caso de la ceniza se
trata, en cambio, de un signo no sacramental, pero unido a la oración y a la
santificación del pueblo cristiano. De hecho, antes de la imposición
individual sobre la cabeza, se prevé una bendición específica de la ceniza
—que realizaremos dentro de poco—, con dos fórmulas posibles. En la
primera se la define «símbolo austero»; en la segunda se invoca
directamente sobre ella la bendición y se hace referencia al texto del Libro
del Génesis, que puede acompañar también el gesto de la imposición:
«Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3, 19).
Detengámonos un momento en este pasaje del Génesis. Con él
concluye el juicio pronunciado por Dios después del pecado original: Dios
maldice a la serpiente, que hizo caer en el pecado al hombre y a la mujer;
luego castiga a la mujer anunciándole los dolores del parto y una relación
desequilibrada con su marido; por último, castiga al hombre, le anuncia la
fatiga al trabajar y maldice el suelo. «¡Maldito el suelo por tu culpa!»
(Gn 3, 17), a causa de tu pecado. Por consiguiente, el hombre y la mujer
no son maldecidos directamente, mientras que la serpiente sí lo es; sin
embargo, a causa del pecado de Adán, es maldecido el suelo, del que había
sido modelado. Releamos el magnífico relato de la creación del hombre a
partir de la tierra: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo
del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en
ser vivo. Luego el Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y
colocó en él al hombre que él había modelado» (Gn 2, 7-8). Así dice
el Libro del Génesis.
Por lo tanto, el signo de la ceniza nos remite al gran fresco de la
creación, en el que se dice que el ser humano es una singular unidad de
materia y de aliento divino, a través de la imagen del polvo del suelo
modelado por Dios y animado por su aliento insuflado en la nariz de la
nueva criatura. Podemos notar cómo en el relato del Génesis el símbolo
del polvo sufre una transformación negativa a causa del pecado. Mientras
que antes de la caída el suelo es una potencialidad totalmente buena,
regada por un manantial de agua (cf. Gn 2, 6) y capaz, por obra de Dios,
de hacer brotar «toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos
para comer» (Gn 2, 9), después de la caída y la consiguiente maldición
divina, producirá «cardos y espinas» y sólo a cambio de «dolor» y «sudor
del rostro» concederá al hombre sus frutos (cf. Gn 3, 17-18). El polvo de
la tierra ya no remite sólo al gesto creador de Dios, totalmente abierto a la
vida, sino que se transforma en signo de un inexorable destino de muerte:
«Eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3, 19).
Es evidente en el texto bíblico que la tierra participa del destino del
hombre. A este respecto dice san Juan Crisóstomo en una de sus homilías:
«Ve cómo después de su desobediencia todo se le impone a él [el hombre]
de un modo contrario a su precedente estilo de vida» (Homilías sobre el
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Génesis 17, 9: pg 53, 146). Esta maldición del suelo tiene una función
medicinal para el hombre, a quien la «resistencia» de la tierra debería
ayudarle a mantenerse en sus límites y reconocer su propia naturaleza
(cf. ib.). Así, con una bella síntesis, se expresa otro comentario antiguo,
que dice: «Adán fue creado puro por Dios para su servicio. Todas las
criaturas le fueron concedidas para servirlo. Estaba destinado a ser el amo
y el rey de todas las criaturas. Pero cuando el mal llegó a él y conversó
con él, él lo recibió por medio de una escucha externa. Luego penetró en
su corazón y se apoderó de todo su ser. Cuando fue capturado de este
modo, la creación, que lo había asistido y servido, fue capturada con él»
(Pseudo-Macario, Homilías 11, 5: pg 34, 547).
Decíamos hace poco, citando a san Juan Crisóstomo, que la maldición
del suelo tiene una función «medicinal». Eso significa que la intención de
Dios, que siempre es benéfica, es más profunda que la maldición. Esta, en
efecto, no se debe a Dios sino al pecado, pero Dios no puede dejar de
infligirla, porque respeta la libertad del hombre y sus consecuencias,
incluso las negativas. Así pues, dentro del castigo, y también dentro de la
maldición del suelo, permanece una intención buena que viene de Dios.
Cuando Dios dice al hombre: «Eres polvo y al polvo volverás», junto con
el justo castigo también quiere anunciar un camino de salvación, que
pasará precisamente a través de la tierra, a través de aquel «polvo», de
aquella «carne» que será asumida por el Verbo. En esta perspectiva
salvífica, la liturgia del miércoles de Ceniza retoma las palabras del
Génesis: como invitación a la penitencia, a la humildad, a tener presente la
propia condición mortal, pero no para acabar en la desesperación, sino
para acoger, precisamente en esta mortalidad nuestra, la impensable
cercanía de Dios, que, más allá de la muerte, abre el paso a la
resurrección, al paraíso finalmente reencontrado. En este sentido nos
orienta un texto de Orígenes, que dice: «Lo que inicialmente era carne,
procedente de la tierra, un hombre de polvo, (cf. 1 Co 15, 47), y fue
disuelto por la muerte y de nuevo transformado en polvo y ceniza —de
hecho, está escrito: eres polvo y al polvo volverás—, es resucitado de
nuevo de la tierra. A continuación, según los méritos del alma que habita
el cuerpo, la persona avanza hacia la gloria de un cuerpo espiritual»
(Principios 3, 6, 5: sch, 268, 248).
Los «méritos del alma», de los que habla Orígenes, son necesarios;
pero son fundamentales los méritos de Cristo, la eficacia de su Misterio
pascual. San Pablo nos ha ofrecido una formulación sintética en
la Segunda Carta a los Corintios, hoy segunda lectura: «Al que no
conocía el pecado, Dios lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros
llegáramos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21). La posibilidad para
nosotros del perdón divino depende esencialmente del hecho de que Dios
mismo, en la persona de su Hijo, quiso compartir nuestra condición, pero
no la corrupción del pecado. Y el Padre lo resucitó con el poder de su
Santo Espíritu; y Jesús, el nuevo Adán, se ha convertido, como dice san
Pablo, en «espíritu vivificante» (1 Co 15, 45), la primicia de la nueva
creación. El mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos
61
puede transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne
(cf. Ez 36, 26). Lo acabamos de invocar con el Salmo Miserere: «Oh Dios,
crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No
me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Sal 50, 12-
13). El Dios que expulsó a los primeros padres del Edén envió a su propio
Hijo a nuestra tierra devastada por el pecado, no lo perdonó, para que
nosotros, hijos pródigos, podamos volver, arrepentidos y redimidos por su
misericordia, a nuestra verdadera patria. Que así sea para cada uno de
nosotros, para todos los creyentes, para cada hombre que humildemente se
reconoce necesitado de salvación. Amén.

SACERDOTES: ANDAD COMO PIDE VUESTRA VOCACIÓN


20120223. Discurso. Lectio divina con el clero de Roma
Para mí es una gran alegría ver cada año, al inicio de la Cuaresma, a
mi clero, el clero de Roma, y me complace ver que hoy somos numerosos.
Yo pensaba que en esta gran aula íbamos a ser un grupo casi perdido, pero
veo que somos un fuerte ejército de Dios y podemos entrar con fuerza en
este tiempo nuestro, en las batallas necesarias para promover, para hacer
que avance el reino de Dios. Ayer entramos por la puerta de la Cuaresma,
renovación anual de nuestro Bautismo; repetimos casi nuestro
catecumenado, yendo de nuevo a la profundidad de nuestra realidad de
bautizados, retomando, volviendo a nuestra realidad de bautizados y así
incorporados a Cristo. De este modo, también podemos tratar de guiar
nuevamente a nuestras comunidades a esta comunión íntima con la muerte
y resurrección de Cristo, llegando a ser cada vez más conformes a Cristo,
llegando a ser cada vez más cristianos realmente.
El pasaje de la Carta de san Pablo a los Efesios que acabamos de
escuchar (4, 1-16) es uno de los grandes textos eclesiales del Nuevo
Testamento. Comienza con la autopresentación del autor: «Yo Pablo,
prisionero por el Señor» (v. 1). La palabra griega desmios dice
«encadenado»: Pablo, como un criminal, está entre cadenas, encadenado
por Cristo y así comienza en la comunión con la pasión de Cristo. Este es
el primer elemento de la autopresentación: él habla encadenado, habla en
la comunión de la pasión de Cristo y así está en comunión también con la
resurrección de Cristo, con su nueva vida. También nosotros, cuando
hablamos, debemos hacerlo en comunión con su pasión, aceptando
nuestras pasiones, nuestros sufrimientos y pruebas, en este sentido: son
precisamente pruebas de la presencia de Cristo, de que él está con
nosotros y de que, en la comunión con su pasión, vamos hacia la novedad
de la vida, hacia la resurrección. Así pues, «encadenado» es en primer
lugar una palabra de la teología de la cruz, de la comunión necesaria de
todo evangelizador, de todo pastor con el Pastor supremo, que nos ha
redimido «entregándose», sufriendo por nosotros. El amor es sufrimiento,
es entregarse, es perderse, y precisamente de este modo es fecundo. Pero
así, en el elemento exterior de las cadenas, de la falta de libertad, aparece
y se refleja otro aspecto: la verdadera cadena que ata a Pablo a Cristo es la
62
cadena del amor. «Encadenado por amor»: un amor que da libertad, un
amor que lo capacita para hacer presente el mensaje de Cristo y a Cristo
mismo. Y también para todos nosotros esta debería ser la última cadena
que nos libera, unidos con la cadena del amor a Cristo. Así encontramos la
libertad y el verdadero camino de la vida, y, con el amor de Cristo,
podemos guiar también a los hombres que nos han sido encomendados a
este amor, que es la alegría, la libertad.
Luego dice «os exhorto» (Ef 4, 1): tiene la misión de exhortar, no se
trata de una amonestación moral. Exhorto desde la comunión con Cristo;
es Cristo mismo, en último término, quien exhorta, quien invita con el
amor de un padre y de una madre. «Os exhorto a que andéis como pide la
vocación a la que habéis sido llamados» (v. 1); o sea, el primer elemento
es: hemos recibido una llamada. Yo no soy anónimo o sin sentido en el
mundo: hay una llamada, hay una voz que me ha llamado, una voz que
sigo. Y mi vida debería ser un entrar cada vez más profundamente en la
senda de la llamada, seguir esta voz y así encontrar el verdadero camino y
guiar a los demás por este camino.
He «recibido una llamada». Yo diría que la primera gran llamada es la
del Bautismo, la de estar con Cristo; la segunda gran llamada es la de ser
pastores a su servicio, y debemos escuchar cada vez más esta llamada, de
modo que podamos llamar, o mejor, ayudar también a los demás a oír la
voz del Señor que llama. El gran sufrimiento de la Iglesia de hoy en
Europa y en Occidente es la falta de vocaciones sacerdotales, pero el
Señor llama siempre; lo que falta es la escucha. Nosotros hemos
escuchado su voz y debemos estar atentos a la voz del Señor también para
los demás, ayudarles a que la escuchen y así acepten la llamada, se abran a
un camino de vocación a ser pastores con Cristo. San Pablo vuelve a
utilizar esta palabra «llamada» al final de este primer párrafo, y habla de
una vocación, de una llamada a la esperanza —la llamada misma es una
esperanza— y así demuestra las dimensiones de la llamada: no es sólo
individual; la llamada ya es un fenómeno de diálogo, un fenómeno en el
«nosotros»; en el «yo y tú» y en el «nosotros». «Llamada a la esperanza».
Así vemos las dimensiones de la llamada; son tres. Llamada, en último
término, según este texto, hacia Dios. Dios es el fin; al final llegamos
sencillamente a Dios y todo el camino es un camino hacia Dios. Pero este
camino hacia Dios nunca es aislado, no es un camino sólo en el «yo», es
un camino hacia el futuro, hacia la renovación del mundo, y un camino en
el «nosotros» de los llamados que llama a otros, que les ayuda a escuchar
esta llamada. Por eso la llamada siempre es también una vocación eclesial.
Ser fieles a la llamada del Señor implica descubrir este «nosotros» en el
cual y por el cual estamos llamados, así como ir juntos y realizar las
virtudes necesarias. La «llamada» implica la eclesialidad; implica, por
tanto, las dimensiones vertical y horizontal, que van inseparablemente
unidas; implica eclesialidad en el sentido de dejarse ayudar por el
«nosotros» y de construir este «nosotros» de la Iglesia. En este sentido,
san Pablo explica la llamada con esta finalidad: un Dios único, solo, pero
con esta dirección hacia el futuro; la esperanza está en el «nosotros» de
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aquellos que tienen la esperanza, que aman dentro de la esperanza, con
algunas virtudes que son precisamente los elementos del caminar juntos.
La primera es: «con toda humildad» (Ef 4, 2). Quiero detenerme un
poco más en esta virtud, porque antes del cristianismo no aparece en el
catálogo de las virtudes; es una virtud nueva, la virtud del seguimiento de
Cristo. Pensemos en la Carta a los Filipenses, en el capítulo dos: Cristo,
siendo de condición divina, se humilló, aceptando la condición de esclavo
y haciéndose obediente hasta la cruz (cf. Flp 2, 6-8). Este es el camino de
la humildad del Hijo que debemos imitar. Seguir a Cristo quiere decir
entrar en este camino de la humildad. El texto griego
dice tapeinophrosyne(cf. Ef 4, 2): no ensoberbecerse, tener la medida
justa. Humildad. Lo contrario de la humildad es la soberbia, como la razón
de todos los pecados. La soberbia es arrogancia; por encima de todo
quiere poder, apariencias, aparentar a los ojos de los demás, ser alguien o
algo; no tiene la intención de agradar a Dios, sino de complacerse a sí
mismo, de ser aceptado por los demás y —digamos— venerado por los
demás. El «yo» en el centro del mundo: se trata de mi «yo» soberbio, que
lo sabe todo. Ser cristiano quiere decir superar esta tentación originaria,
que también es el núcleo del pecado original: ser como Dios, pero sin
Dios; ser cristiano es ser verdadero, sincero, realista. La humildad es sobre
todo verdad, vivir en la verdad, aprender la verdad, aprender que mi
pequeñez es precisamente mi grandeza, porque así soy importante para el
gran entramado de la historia de Dios con la humanidad. Precisamente
reconociendo que soy un pensamiento de Dios, de la construcción de su
mundo, y soy insustituible, precisamente así, en mi pequeñez, y sólo de
este modo, soy grande. Esto es el inicio del ser cristiano: vivir la verdad. Y
sólo vivo bien viviendo la verdad, el realismo de mi vocación por los
demás, con los demás, en el cuerpo de Cristo. Vivir contra la verdad
siempre es vivir mal. ¡Vivamos la verdad! Aprendamos este realismo: no
querer aparentar, sino agradar a Dios y hacer lo que Dios ha pensado de
mí y para mí, aceptando así también al otro. Aceptar al otro, que tal vez es
más grande que yo, supone precisamente este realismo y amor a la verdad;
supone aceptarme a mí mismo como «pensamiento de Dios», tal como
soy, con mis límites y, de este modo, con mi grandeza. Aceptarme a mí
mismo y aceptar al otro van juntos: sólo aceptándome a mí mismo en el
gran entramado divino puedo aceptar también a los demás, que forman
conmigo la gran sinfonía de la Iglesia y de la creación. Yo creo que las
pequeñas humillaciones que día tras días debemos vivir son saludables,
porque ayudan a cada uno a reconocer la propia verdad, y a vernos libres
de la vanagloria, que va contra la verdad y no puede hacernos felices y
buenos. Aceptar y aprender esto, y así aprender y aceptar mi posición en la
Iglesia, mi pequeño servicio como grande a los ojos de Dios. Precisamente
esta humildad, este realismo, nos hace libres. Si soy arrogante, si soy
soberbio, querré siempre agradar, y si no lo logro me siento miserable, me
siento infeliz, y debo buscar siempre este placer. En cambio, cuando soy
humilde tengo la libertad también de ir a contracorriente de una opinión
dominante, del pensamiento de otros, porque la humildad me da la
64
capacidad, la libertad de la verdad. Así pues, pidamos al Señor que nos
ayude, que nos ayude a ser realmente constructores de la comunidad de la
Iglesia; que crezca, que nosotros mismos crezcamos en la gran visión de
Dios, del «nosotros», y que seamos miembros del Cuerpo de Cristo, que
pertenece así, en unidad, al Hijo de Dios.
La segunda virtud —veámosla con más brevedad— es la «dulzura»
(Ef 4, 2), dice la traducción italiana. En griego la palabra es praus, es
decir, «manso»; y también esta es una virtud cristológica como la
humildad, que consiste en seguir a Cristo por este camino de la humildad.
Así tambiénpraus, ser amable, ser manso, es seguir a Cristo que dice:
«Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Esto
no quiere decir debilidad. Cristo también puede ser duro, si es necesario,
pero siempre con un corazón bueno; siempre es visible la bondad, la
mansedumbre. En la Sagrada Escritura, a veces, «los mansos» es
simplemente el nombre de los creyentes, del pequeño rebaño de los pobres
que, en todas las pruebas, permanecen humildes y firmes en la comunión
del Señor: buscar esta mansedumbre, que es lo contrario de la violencia.
La tercera bienaventuranza, en el Evangelio de san Mateo, dice:
«Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5, 4).
No son los violentos los que heredan la tierra, al final corresponde a los
mansos: ellos tienen la gran promesa, y así nosotros debemos estar
seguros de la promesa de Dios, de que la mansedumbre es más fuerte que
la violencia. En la palabra mansedumbre se oculta el contraste con la
violencia: los cristianos son los no violentos, son los opuestos a la
violencia.
Y san Pablo prosigue: «con magnanimidad» (Ef 4, 2): Dios es
magnánimo. A pesar de nuestras debilidades y de nuestros pecados,
comienza siempre de nuevo con nosotros. Me perdona, aunque sabe que
mañana volveré a caer en el pecado; reparte sus dones, aunque sabe que a
menudo no somos buenos administradores. Dios es magnánimo, de gran
corazón, nos confía su bondad. Y esta magnanimidad, esta generosidad,
forma parte precisamente del seguimiento de Cristo, de nuevo.
Por último, «sobrellevaos mutuamente con amor» (Ef 4, 2). Me parece
que precisamente de la humildad deriva esta capacidad de aceptar a los
demás. La alteridad de otro siempre es un peso. ¿Por qué el otro es
diferente? Pero precisamente esta diversidad, esta alteridad es necesaria
para la belleza de la sinfonía de Dios. Y precisamente con la humildad,
reconociendo mis límites, mi alteridad respecto al otro, el peso que yo soy
para el otro, puedo ser capaz no sólo de sobrellevar al otro, sino también,
con amor, encontrar precisamente en la alteridad también la riqueza de su
ser y de las ideas y de la fantasía de Dios.
Todo esto, por lo tanto, sirve como virtud eclesial para la construcción
del Cuerpo de Cristo, que es el Espíritu de Cristo, para que sea de nuevo
ejemplo, de nuevo cuerpo, y crezca. San Pablo lo dice luego en concreto,
afirmando que toda esta variedad de dones, de temperamentos, del ser
hombre, sirve para la unidad (cf. Ef 4, 11-13). Todas estas virtudes son
también virtudes de la unidad. Por ejemplo, para mí es muy significativo
65
que la primera Carta después del Nuevo Testamento, la Primera Carta de
Clemente, esté dirigida a una comunidad, la de los Corintios, dividida, y
que sufría por la división (cf. PG 1, 201-328). En esta Carta, precisamente
la palabra «humildad» es una palabra clave: están divididos porque falta la
humildad; la ausencia de humildad destruye la unidad. La humildad es una
virtud fundamental de la unidad; y sólo así crece la unidad del Cuerpo de
Cristo, sólo así llegamos a estar realmente unidos y recibimos la riqueza y
la belleza de la unidad. Por eso, es lógico que la lista de estas virtudes, que
son virtudes eclesiales, cristológicas, virtudes de la unidad, se oriente
hacia la unidad explícita: «un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo.
Un solo Dios y Padre de todos» (Ef 4, 5). Una sola fe y un solo Bautismo,
como realidad concreta de la Iglesia que está bajo el único Señor.
Bautismo y fe son inseparables. El Bautismo es el sacramento de la fe
y la fe tiene dos aspectos. Es un acto profundamente personal: yo conozco
a Cristo, me encuentro con Cristo y pongo mi confianza en él. Pensemos
en la mujer que toca sus vestiduras con la esperanza de ser salvada
(cf.Mt 9, 20-21); confía totalmente en él y el Señor dice: «Tu fe te ha
salvado» (Mt 9, 22). También a los leprosos, al único que vuelve, dice:
«Tu fe te ha salvado» (Lc 17, 19). Así pues, la fe inicialmente es sobre
todo un encuentro personal, un tocar las vestiduras de Cristo, un ser
tocado por Cristo, estar en contacto con Cristo, confiar en el Señor, tener y
encontrar el amor de Cristo y, en el amor de Cristo, también la llave de la
verdad, de la universalidad. Pero precisamente por esto, porque es la clave
de la universalidad del único Señor, esa fe no es sólo un acto personal de
confianza, sino también un acto que tiene un contenido. La fides qua exige
la fides quae, el contenido de la fe, y el Bautismo expresa este contenido:
la fórmula trinitaria es el elemento sustancial del credo de los cristianos.
De por sí, es un «sí» a Cristo, y de este modo al Dios Trinitario, con esta
realidad, con este contenido que me une a este Señor, a este Dios, que
tiene este Rostro: vive como Hijo del Padre en la unidad del Espíritu
Santo y en la comunión del Cuerpo de Cristo. Por lo tanto, esto me parece
muy importante: la fe tiene un contenido y no es suficiente, no es un
elemento de unificación si no hay y no se vive y confiesa este contenido
de la única fe.
Por eso, «Año de la fe» y Año del Catecismo —para ser muy práctico
— están inseparablemente unidos. Sólo renovaremos el Concilio
renovando el contenido —condensado luego de nuevo— del Catecismo de
la Iglesia católica. Y un gran problema de la Iglesia actual es la falta de
conocimiento de la fe, es el «analfabetismo religioso», como dijeron los
cardenales el viernes pasado refiriéndose a esta realidad. «Analfabetismo
religioso»; y con este analfabetismo no podemos crecer, no puede crecer la
unidad. Por eso, nosotros mismos debemos reapropiarnos de este
contenido, como riqueza de la unidad y no como un paquete de dogmas y
de mandamientos, sino como una realidad única que se revela en su
profundidad y belleza. Debemos hacer todo lo posible para una
renovación catequística, para que la fe sea conocida y para que así sea
66
conocido Dios, para que así sea conocido Cristo, para que así sea conocida
la verdad y para que crezca la unidad en la verdad.
Luego todas estas unidades desembocan en el «un solo Dios y Padre
de todos». Todo lo que no es humildad, todo lo que no es fe común,
destruye la unidad, destruye la esperanza y hace invisible el Rostro de
Dios. Dio es Uno y Único. El monoteísmo era el gran privilegio de Israel,
que conoció al único Dios, y sigue siendo elemento constitutivo de la fe
cristiana. Como sabemos, el Dios Trinitario no son tres divinidades, sino
que es un único Dios; y vemos mejor lo que quiere decir unidad: unidad es
unidad del amor. Es así: precisamente porque es el círculo de amor, Dios
es Uno y Único.
Para san Pablo, como hemos visto, la unidad de Dios se identifica con
nuestra esperanza. ¿Por qué? ¿De qué modo? Porque la unidad de Dios es
esperanza, porque esta nos garantiza que, al final, no hay varios poderes;
al final no hay dualismo entre poderes diversos y opuestos; al final no
permanece la cabeza del dragón que se podría alzar contra Dios, no
permanece la suciedad del mal y del pecado. ¡Al final sólo permanece la
luz! Dios es único y es el único Dios: no hay otro poder contra él.
Sabemos que hoy, con los males que vivimos en el mundo y que crecen
cada vez más, muchos dudan de la Omnipotencia de Dios; más aún,
algunos teólogos —incluso buenos— dicen que Dios no sería
Omnipotente, porque la omnipotencia no sería compatible con lo que
vemos en el mundo; y así quieren crear una nueva apología, excusar a
Dios y «disculpar» a Dios de estos males. Pero esta no es la manera
correcta, porque si Dios no es Omnipotente, si existen y persisten otros
poderes, no es verdaderamente Dios y no hay esperanza, porque al final
permanecería el politeísmo, al final permanecería la lucha, el poder del
mal. Dios es Omnipotente, el único Dios. Ciertamente, en la historia se
puso él mismo un límite a su omnipotencia, reconociendo nuestra libertad.
Pero al final todo cuadra y no permanece otro poder; ésta es la esperanza:
que ¡la luz vence, el amor vence! Al final no permanece la fuerza del mal,
permanece sólo Dios. Y así estamos en la senda de la esperanza,
caminando hacia la unidad del único Dios, que se reveló por el Espíritu
Santo, en el único Señor, Cristo.
A continuación, desde esta gran visión, san Pablo baja a los detalles y
dice de Cristo: «Subió a lo alto llevando cautivos y dio dones a los
hombres» (Ef 4, 8). El Apóstol cita el Salmo 68, que describe de modo
poético la subida de Dios con el Arca de la Alianza hacia las alturas, hacia
la cima del Monte Sión, hacia el templo: Dios como vencedor que ha
superado a los demás, que son cautivos, y, como un verdadero vencedor,
reparte dones. El judaísmo ha visto en este vencedor más bien una imagen
de Moisés, que sube hacia el Monte Sinaí para recibir en las alturas la
voluntad de Dios, los Mandamientos, no considerados como un peso, sino
como el don de conocer el Rostro de Dios, la voluntad de Dios. San Pablo,
al final, ve aquí una imagen de la ascensión de Cristo, que sube hacia lo
alto después de haber bajado; sube y lleva a la humanidad hacia Dios,
hace lugar para la carne y la sangre en Dios mismo; nos eleva hacia la
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altura de su ser Hijo y nos libra de la cárcel del pecado, nos hace libres
porque es vencedor. Al ser vencedor, él reparte los dones. Y así, a partir de
la ascensión de Cristo, hemos llegado a la Iglesia. Los dones son
la chariscomo tal, la gracia: estar en la gracia, en el amor de Dios. Y luego
los carismas, en los que se concreta la charis en las diversas funciones y
misiones: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros para
edificar así el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 11).
No quiero entrar ahora en una exégesis detallada. Acerca de este texto
se ha discutido mucho sobre lo que quiere decir apóstoles, profetas... En
cualquier caso, podemos decir que la Iglesia está construida sobre el
fundamento de la fe apostólica, que siempre permanece presente: los
Apóstoles, en la sucesión apostólica, están presentes en los pastores, que
somos nosotros, por la gracia de Dios y a pesar de toda nuestra pobreza. Y
damos gracias a Dios por habernos querido llamar a estar en la sucesión
apostólica y seguir edificando el Cuerpo de Cristo. Aquí hay un elemento
que me parece importante: los ministerios —los así llamados ministerios
— son definidos «dones de Cristo», son carismas; es decir, no existe esa
oposición: por una parte, el ministerio, como algo jurídico; y, por otra, los
carismas, como don profético, vivaz, espiritual, como presencia del
Espíritu y su novedad. ¡No! Precisamente los ministerios son don del
Resucitado y son carismas, son articulaciones de su gracia; uno no puede
ser sacerdote sin ser carismático. Ser sacerdote es un carisma. Creo que
debemos tener presente esto: que estamos llamados al sacerdocio, que
estamos llamados con un don del Señor, con un carisma del Señor. Así,
inspirados por su Espíritu, debemos tratar de vivir este carisma nuestro.
Creo que sólo de este modo se puede entender que la Iglesia en Occidente
haya vinculado inseparablemente sacerdocio y celibato: estar en una
existencia escatológica hacia el destino último de nuestra esperanza, hacia
Dios. Precisamente porque el sacerdocio es un carisma y también debe
estar vinculado a un carisma: si no fuese esto, y fuese solamente algo
jurídico, sería absurdo imponer un carisma, que es un verdadero carisma;
pero si el sacerdocio mismo es carisma, es normal que conviva con el
carisma, con el estado carismático de la vida escatológica.
Pidamos al Señor que nos ayude a comprender cada vez más esto, a
vivir cada vez más en el carisma del Espíritu Santo y a vivir así también
este signo escatológico de la fidelidad al único Señor, que es necesario
precisamente para nuestro tiempo, por la descomposición del matrimonio
y de la familia, que sólo pueden componerse a la luz de esta fidelidad a la
única llamada del Señor.
Un último punto. San Pablo habla del crecimiento del hombre
perfecto, que alcanza la medida de Cristo en su plenitud: ya no seremos
niños a merced de las olas, llevados a la deriva por todo viento de doctrina
(cf. Ef 4, 13-14). «Sino que, realizando la verdad en el amor, hagamos
crecer todas las cosas hacia él» (Ef 4, 15). No se puede vivir en un
infantilismo espiritual, en un infantilismo de fe: por desgracia, en nuestro
mundo vemos este infantilismo. Muchos, después de la primera
catequesis, ya no han proseguido; tal vez haya quedado este núcleo, o tal
68
vez incluso se haya destruido. Y, por lo demás, están a merced de las olas
del mundo y nada más; no pueden, como adultos, con competencia y con
convicción profunda, exponer y hacer presente la filosofía de la fe y —por
decirlo así— la gran sabiduría, la racionalidad de la fe, que abre los ojos
también de los demás, que abre los ojos precisamente a lo que hay de
bueno y verdadero en el mundo. Falta este ser adultos en la fe y existe
mucho infantilismo en la fe.
Ciertamente, en estos últimos decenios, hemos vivido también otro
sentido de la palabra «fe adulta». Se habla de «fe adulta», es decir,
emancipada del Magisterio de la Iglesia. Mientras dependo de mi madre,
soy niño, y debo emanciparme; emancipado del Magisterio, finalmente
soy adulto. Pero el resultado no es una fe adulta; el resultado es estar a
merced de las olas del mundo, de las opiniones del mundo, de la dictadura
de los medios de comunicación, de la opinión que todos tienen y quieren.
No es verdadera emancipación: la emancipación de la comunión del
Cuerpo de Cristo. Al contrario, es caer bajo la dictadura de las olas, del
viento del mundo. La verdadera emancipación es precisamente liberarse
de esta dictadura, en la libertad de los hijos de Dios que creen juntos en el
Cuerpo de Cristo, con Cristo resucitado, y así ven la realidad, y son
capaces de responder a los desafíos de nuestro tiempo.
Me parece que debemos orar mucho al Señor para que nos ayude a
estar emancipados en este sentido, libres en este sentido, con una fe
realmente adulta, que ve, que hace ver y puede ayudar también a los
demás a llegar a la verdadera perfección, a la verdadera edad adulta, en
comunión con Cristo.
En este contexto está la hermosa expresión del aletheuein en te agape,
ser verdaderos en la caridad, vivir la verdad, ser verdad en la caridad: los
dos conceptos van juntos. Hoy se discute sobre el concepto de verdad
porque se combina con la violencia. Por desgracia, en la historia ha habido
episodios donde se trataba de difundir la verdad con violencia. Pero las
dos son opuestas. La verdad no se impone con otros medios, se impone
por sí misma. La verdad sólo puede llegar por sí misma, por su propia luz.
Pero necesitamos la verdad; sin la verdad no conocemos los verdaderos
valores y ¿cómo podríamos ordenar el kosmos de los valores? Sin la
verdad estamos ciegos en el mundo, no vemos el camino. El gran don de
Cristo es precisamente que vemos el Rostro de Dios y, aunque sea de
modo enigmático, muy insuficiente, conocemos el fondo, lo esencial de la
verdad en Cristo, en su Cuerpo. Y, conociendo esta verdad, crecemos
también en la caridad, que es la legitimación de la verdad y nos muestra
qué es verdad. Yo diría precisamente que la caridad es el fruto de la verdad
—el árbol se conoce por sus frutos— y si no hay caridad, tampoco nos
apropiamos ni vivimos realmente la verdad; y donde está la verdad, nace
la caridad. Gracias a Dios, lo vemos en todos los siglos: a pesar de los
hechos negativos, el fruto de la caridad siempre ha estado presente en la
cristiandad y también está presente hoy. Lo vemos en los mártires, lo
vemos en tantas religiosas, religiosos y sacerdotes que sirven
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humildemente a los pobres, a los enfermos; que son presencia de la
caridad de Cristo. Y así son el gran signo de que aquí está la verdad.
Pidamos al Señor que nos ayude a dar el fruto de la caridad y a ser así
testigos de su verdad. Gracias.

DIAGNÓSTICO Y TERAPIA DE LA INFERTILIDAD


20120225. Discurso. Pontifica Academia para la Vida
El enfoque que habéis dado a vuestros trabajos manifiesta la confianza
que la Iglesia ha depositado siempre en las posibilidades de la razón
humana y en un trabajo científico realizado rigurosamente, que siempre
tengan presente el aspecto moral. El tema que habéis elegido este año,
«Diagnóstico y terapia de la infertilidad», además de tener relevancia
humana y social, posee un peculiar valor científico y expresa la
posibilidad concreta de un diálogo fecundo entre la dimensión ética y la
investigación biomédica. En efecto, ante el problema de la infertilidad de
la pareja, habéis elegido recordar y considerar atentamente la dimensión
moral, buscando los caminos para una correcta evaluación diagnóstica y
una terapia que corrija las causas de la infertilidad. Este enfoque no sólo
nace del deseo de dar un hijo a la pareja, sino también de devolver a los
esposos su fertilidad y toda la dignidad de ser responsables de sus
decisiones de procreación, para ser colaboradores de Dios en la
generación de un nuevo ser humano. La búsqueda de un diagnóstico y de
una terapia representa el enfoque científicamente más correcto de la
cuestión de la infertilidad, pero también el más respetuoso de la
humanidad integral de los sujetos implicados. De hecho, la unión del
hombre y de la mujer en la comunidad de amor y de vida que es el
matrimonio, constituye el único «lugar» digno para la llamada a la
existencia de un nuevo ser humano, que siempre es un don.
Por tanto, deseo alentar la honradez intelectual de vuestro trabajo,
expresión de una ciencia que mantiene vivo su espíritu de búsqueda de la
verdad, al servicio del bien auténtico del hombre, y que evita el riesgo de
ser una práctica meramente funcional. De hecho, la dignidad humana y
cristiana de la procreación no consiste en un «producto», sino en su
vínculo con el acto conyugal, expresión del amor de los esposos, de su
unión no sólo biológica sino también espiritual. A este respecto, la
instrucción Donum vitae nos recuerda que «el acto conyugal, por su íntima
estructura, al asociar al esposo y a la esposa con un vínculo estrechísimo,
los hace también idóneos para engendrar una nueva vida de acuerdo con
las leyes inscritas en la naturaleza misma del varón y de la mujer» (n. 4 a).
Por eso, las legítimas aspiraciones de paternidad de la pareja que sufre una
condición de infertilidad deben encontrar, con la ayuda de la ciencia, una
respuesta que respete plenamente su dignidad de personas y de esposos.
La humildad y la precisión con que profundizáis en estas problemáticas,
consideradas inusuales por algunos de vuestros colegas ante la fascinación
de la tecnología de la fecundación artificial, merecen aliento y apoyo. Con
ocasión del décimo aniversario de la encíclica Fides et ratio, recordé
70
cómo «la ganancia fácil, o peor aún, la arrogancia de sustituir al Creador
desempeñan, a veces, un papel determinante. Esta es una forma
de hybris de la razón, que puede asumir características peligrosas para la
propia humanidad» (Discurso a los participantes en el congreso
internacional organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, 18
de octubre de 2008: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7
de noviembre de 2008, p. 6). Efectivamente, el cientificismo y la lógica
del beneficio parecen dominar hoy el campo de la infertilidad y de la
procreación humana, llegando a limitar también muchas otras áreas de
investigación.
La Iglesia presta mucha atención al sufrimiento de las parejas con
infertilidad, se preocupa por ellas y, precisamente por eso, alienta la
investigación médica. Sin embargo, la ciencia no siempre es capaz de
responder a los deseos de numerosas parejas. Por eso quiero recordar a los
esposos que viven la condición de infertilidad, que su vocación
matrimonial no se frustra por esta causa. Los esposos, por su misma
vocación bautismal y matrimonial, siempre están llamados a colaborar con
Dios en la creación de una humanidad nueva. En efecto, la vocación al
amor es vocación a la entrega de sí, y esta es una posibilidad que ninguna
condición orgánica puede impedir. Por consiguiente, donde la ciencia no
encuentra una respuesta, la respuesta que ilumina viene de Cristo.
Deseo animaros a todos vosotros, aquí reunidos para estas jornadas de
estudio y que a veces trabajáis en un contexto médico-científico donde la
dimensión de la verdad resulta ofuscada: proseguid el camino emprendido
de una ciencia intelectualmente honrada y fascinada por la búsqueda
continua del bien del hombre. En vuestro itinerario intelectual no
desdeñéis el diálogo con la fe. Os dirijo a vosotros la apremiante
exhortación que hice en la encíclica Deus caritas est:«Para llevar a cabo
rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque
su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder
que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente.
(...) La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y
ver más claramente lo que le es propio» (n. 28). Por otra parte,
precisamente la matriz cultural creada por el cristianismo —basada en la
afirmación de la existencia de la Verdad y de la inteligibilidad de lo real a
la luz de la Suma Verdad—, repito, la matriz cultural hizo posible en la
Europa medieval el desarrollo del saber científico moderno, saber que en
las culturas anteriores estaba sólo en germen.
Ilustres científicos y todos vosotros, miembros de la Academia,
comprometidos a promover la vida y la dignidad de la persona humana,
tened siempre presente también el papel cultural fundamental que
desempeñáis en la sociedad y la influencia que tenéis en la formación de
la opinión pública. Mi predecesor, el beato Juan Pablo II, recordaba que
los científicos, «precisamente porque “saben más», están llamados a
“servir más”» (Discurso a la Academia pontificia de ciencias, 11 de
noviembre de 2002: L’Osservatore Romano, edición en lengua española,
15 de noviembre de 2002, p. 7). La gente tiene confianza en vosotros, que
71
servís a la vida; tiene confianza en vuestro compromiso en favor de
quienes necesitan consuelo y esperanza. Jamás cedáis a la tentación de
tratar el bien de las personas reduciéndolo a un mero problema técnico. La
indiferencia de la conciencia ante la verdad y el bien representa una
peligrosa amenaza para un auténtico progreso científico.
Quiero concluir renovando el deseo que el concilio Vaticano II dirigió
a los hombres del pensamiento y de la ciencia: «Felices los que,
poseyendo la verdad, la buscan más todavía a fin de renovarla,
profundizar en ella y ofrecerla a los demás» (Mensaje a los intelectuales y
a los hombres de ciencia, 8 de diciembre de 1965: AAS 58 [1966], 12).

JESÚS ES TENTADO EN EL DESIERTO: PACIENCIA Y


HUMILDAD
20120226. Ángelus
En este primer domingo de Cuaresma encontramos a Jesús, quien, tras
haber recibido el bautismo en el río Jordán por Juan el Bautista (cf. Mc 1,
9), sufre la tentación en el desierto (cf. Mc 1, 12-13). La narración de san
Marcos es concisa, carente de los detalles que leemos en los otros dos
evangelios de Mateo y de Lucas. El desierto del que se habla tiene varios
significados. Puede indicar el estado de abandono y de soledad, el «lugar»
de la debilidad del hombre donde no existen apoyos ni seguridades, donde
la tentación se hace más fuerte. Pero puede también indicar un lugar de
refugio y de amparo —como lo fue para el pueblo de Israel en fuga de la
esclavitud egipcia— en el que se puede experimentar de modo particular
la presencia de Dios. Jesús «se quedó en el desierto cuarenta días, siendo
tentado por Satanás» (Mc 1, 13). San León Magno comenta que «el Señor
quiso sufrir el ataque del tentador para defendernos con su ayuda y para
instruirnos con su ejemplo» (Tractatus XXXIX, 3 De ieiunio
quadragesimae: ccl 138/a, Turnholti 1973, 214-215).
¿Qué puede enseñarnos este episodio? Como leemos en el libro de
la Imitación de Cristo, «el hombre jamás está del todo exento de las
tentaciones mientras vive... pero es con la paciencia y con la verdadera
humildad como nos haremos más fuertes que cualquier enemigo» (Liber I,
c. XIII, Ciudad del Vaticano 1982, 37); con la paciencia y la humildad de
seguir cada día al Señor, aprendemos a construir nuestra vida no fuera de
Él y como si no existiera, sino en Él y con Él, porque es la fuente de la
vida verdadera. La tentación de suprimir a Dios, de poner orden solos en
uno mismo y en el mundo contando exclusivamente con las propias
capacidades, está siempre presente en la historia del hombre.
Jesús proclama que «se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de
Dios» (Mc 1, 15), anuncia que en Él sucede algo nuevo: Dios se dirige al
hombre de forma insospechada, con una cercanía única y concreta, llena
de amor; Dios se encarna y entra en el mundo del hombre para cargar con
el pecado, para vencer el mal y volver a llevar al hombre al mundo de
Dios. Pero este anuncio se acompaña de la petición de corresponder a un
don tan grande. Jesús, en efecto, añade: «convertíos y creed en el
72
Evangelio» (Mc 1, 15); es la invitación a tener fe en Dios y a convertir
cada día nuestra vida a su voluntad, orientando hacia el bien cada una de
nuestras acciones y pensamientos. El tiempo de Cuaresma es el momento
propicio para renovar y fortalecer nuestra relación con Dios a través de la
oración diaria, los gestos de penitencia, las obras de caridad fraterna.
Supliquemos con fervor a María santísima que acompañe nuestro
camino cuaresmal con su protección y nos ayude a imprimir en nuestro
corazón y en nuestra vida las palabras de Jesucristo para convertirnos a Él.

LAS VOCACIONES, DON DE LA CARIDAD DE DIOS


20111018. Mensaje. Jornada Mundial Vocaciones 2012.Abril 29
La fuente de todo don perfecto es Dios Amor -Deus caritas
est-: «quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1
Jn 4,16). La Sagrada Escritura narra la historia de este vínculo originario
entre Dios y la humanidad, que precede a la misma creación. San Pablo,
escribiendo a los cristianos de la ciudad de Éfeso, eleva un himno de
gratitud y alabanza al Padre, el cual con infinita benevolencia dispone a lo
largo de los siglos la realización de su plan universal de salvación, que es
un designio de amor. En el Hijo Jesús –afirma el Apóstol– «nos eligió
antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e
irreprochables ante Él por el amor» (Ef 1,4). Somos amados por Dios
incluso “antes” de venir a la existencia. Movido exclusivamente por su
amor incondicional, él nos “creó de la nada” (cf. 2M 7,28) para llevarnos a
la plena comunión con Él.
Lleno de gran estupor ante la obra de la providencia de Dios, el
Salmista exclama: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna
y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de
él, el ser humano, para que te cuides de él?» (Sal 8,4-5). La verdad
profunda de nuestra existencia está, pues, encerrada en ese sorprendente
misterio: toda criatura, en particular toda persona humana, es fruto de un
pensamiento y de un acto de amor de Dios, amor inmenso, fiel, eterno
(cf. Jr 31,3). El descubrimiento de esta realidad es lo que cambia
verdaderamente nuestra vida en lo más hondo. En una célebre página de
las Confesiones, san Agustín expresa con gran intensidad su
descubrimiento de Dios, suma belleza y amor, un Dios que había estado
siempre cerca de él, y al que al final le abrió la mente y el corazón para ser
transformado: «¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te
amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y,
deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste.
Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti
aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y
clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste
mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de
ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz
que procede de ti» (X, 27,38). Con estas imágenes, el Santo de Hipona
73
intentaba describir el misterio inefable del encuentro con Dios, con su
amor que transforma toda la existencia.
Se trata de un amor sin reservas que nos precede, nos sostiene y nos
llama durante el camino de la vida y tiene su raíz en la absoluta gratuidad
de Dios. Refiriéndose en concreto al ministerio sacerdotal, mi predecesor,
el beato Juan Pablo II, afirmaba que «todo gesto ministerial, a la vez que
lleva a amar y servir a la Iglesia, ayuda a madurar cada vez más en el
amor y en el servicio a Jesucristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia;
en un amor que se configura siempre como respuesta al amor precedente,
libre y gratuito, de Dios en Cristo» (Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 25).
En efecto, toda vocación específica nace de la iniciativa de Dios; es don
de la caridad de Dios. Él es quien da el “primer paso” y no como
consecuencia de una bondad particular que encuentra en nosotros, sino en
virtud de la presencia de su mismo amor «derramado en nuestros
corazones por el Espíritu» (Rm 5,5).
En todo momento, en el origen de la llamada divina está la iniciativa
del amor infinito de Dios, que se manifiesta plenamente en Jesucristo.
Como escribí en mi primera encíclica Deus caritas est, «de hecho, Dios es
visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia,
Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última
Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del
Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los
Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco
ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a
nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja;
mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía» (n.
17).
El amor de Dios permanece para siempre, es fiel a sí mismo, a la
«palabra dada por mil generaciones» (Sal 105,8). Es preciso por tanto
volver a anunciar, especialmente a las nuevas generaciones, la belleza
cautivadora de ese amor divino, que precede y acompaña: es el resorte
secreto, es la motivación que nunca falla, ni siquiera en las circunstancias
más difíciles.
Queridos hermanos y hermanas, tenemos que abrir nuestra vida a este
amor; cada día Jesucristo nos llama a la perfección del amor del Padre
(cf. Mt 5,48). La grandeza de la vida cristiana consiste en efecto en amar
“como” lo hace Dios; se trata de un amor que se manifiesta en el don total
de sí mismo fiel y fecundo. San Juan de la Cruz, respondiendo a la priora
del monasterio de Segovia, apenada por la dramática situación de
suspensión en la que se encontraba el santo en aquellos años, la invita a
actuar de acuerdo con Dios: «No piense otra cosa sino que todo lo ordena
Dios. Y donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor» (Epistolario, 26).
En este terreno oblativo, en la apertura al amor de Dios y como fruto
de este amor, nacen y crecen todas las vocaciones. Y bebiendo de este
manantial mediante la oración, con el trato frecuente con la Palabra y los
Sacramentos, especialmente la Eucaristía, será posible vivir el amor al
prójimo en el que se aprende a descubrir el rostro de Cristo Señor
74
(cf. Mt 25,31-46). Para expresar el vínculo indisoluble que media entre
estos “dos amores” –el amor a Dios y el amor al prójimo– que brotan de
la misma fuente divina y a ella se orientan, el Papa san Gregorio Magno se
sirve del ejemplo de la planta pequeña: «En el terreno de nuestro corazón,
[Dios] ha plantado primero la raíz del amor a él y luego se ha
desarrollado, como copa, el amor fraterno» (Moralium Libri, sive
expositio in Librum B. Job, Lib. VII, cap. 24, 28; PL 75, 780 D).
Estas dos expresiones del único amor divino han de ser vividas con
especial intensidad y pureza de corazón por quienes se han decidido a
emprender un camino de discernimiento vocacional en el ministerio
sacerdotal y la vida consagrada; constituyen su elemento determinante. En
efecto, el amor a Dios, del que los presbíteros y los religiosos se
convierten en imágenes visibles –aunque siempre imperfectas– es la
motivación de la respuesta a la llamada de especial consagración al Señor
a través de la ordenación presbiteral o la profesión de los consejos
evangélicos. La fuerza de la respuesta de san Pedro al divino Maestro:
«Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15), es el secreto de una existencia
entregada y vivida en plenitud y, por esto, llena de profunda alegría.
La otra expresión concreta del amor, el amor al prójimo, sobre todo
hacia los más necesitados y los que sufren, es el impulso decisivo que
hace del sacerdote y de la persona consagrada alguien que suscita
comunión entre la gente y un sembrador de esperanza. La relación de los
consagrados, especialmente del sacerdote, con la comunidad cristiana es
vital y llega a ser parte fundamental de su horizonte afectivo. A este
respecto, al Santo Cura de Ars le gustaba repetir: «El sacerdote no es
sacerdote para sí mismo; lo es para vosotros» (Le curé d’Ars. Sa pensée –
Son cœur, Foi Vivante, 1966, p. 100).
Queridos Hermanos en el episcopado, queridos presbíteros, diáconos,
consagrados y consagradas, catequistas, agentes de pastoral y todos los
que os dedicáis a la educación de las nuevas generaciones, os exhorto con
viva solicitud a prestar atención a todos los que en las comunidades
parroquiales, las asociaciones y los movimientos advierten la
manifestación de los signos de una llamada al sacerdocio o a una especial
consagración. Es importante que se creen en la Iglesia las condiciones
favorables para que puedan aflorar tantos “sí”, en respuesta generosa a la
llamada del amor de Dios.
Será tarea de la pastoral vocacional ofrecer puntos de orientación para
un camino fructífero. Un elemento central debe ser el amor a la Palabra de
Dios, a través de una creciente familiaridad con la Sagrada Escritura y una
oración personal y comunitaria atenta y constante, para ser capaces de
sentir la llamada divina en medio de tantas voces que llenan la vida diaria.
Pero, sobre todo, que la Eucaristía sea el “centro vital” de todo camino
vocacional: es aquí donde el amor de Dios nos toca en el sacrificio de
Cristo, expresión perfecta del amor, y es aquí donde aprendemos una y
otra vez a vivir la «gran medida» del amor de Dios. Palabra, oración y
Eucaristía son el tesoro precioso para comprender la belleza de una vida
totalmente gastada por el Reino.
75
Deseo que las Iglesias locales, en todos sus estamentos, sean un
“lugar” de discernimiento atento y de profunda verificación vocacional,
ofreciendo a los jóvenes un sabio y vigoroso acompañamiento espiritual.
De esta manera, la comunidad cristiana se convierte ella misma en
manifestación de la caridad de Dios que custodia en sí toda llamada. Esa
dinámica, que responde a las instancias del mandamiento nuevo de Jesús,
se puede llevar a cabo de manera elocuente y singular en las familias
cristianas, cuyo amor es expresión del amor de Cristo que se entregó a sí
mismo por su Iglesia (cf. Ef 5,32). En las familias, «comunidad de vida y
de amor» (Gaudium et spes, 48), las nuevas generaciones pueden tener
una admirable experiencia de este amor oblativo. Ellas, efectivamente, no
sólo son el lugar privilegiado de la formación humana y cristiana, sino que
pueden convertirse en «el primer y mejor seminario de la vocación a la
vida de consagración al Reino de Dios» (Exhort. ap. Familiaris
consortio,53), haciendo descubrir, precisamente en el seno del hogar, la
belleza e importancia del sacerdocio y de la vida consagrada. Los pastores
y todos los fieles laicos han de colaborar siempre para que en la Iglesia se
multipliquen esas «casas y escuelas de comunión» siguiendo el modelo de
la Sagrada Familia de Nazaret, reflejo armonioso en la tierra de la vida de
la Santísima Trinidad.
Con estos deseos, imparto de corazón la Bendición Apostólica a
vosotros, Venerables Hermanos en el episcopado, a los sacerdotes, a los
diáconos, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles laicos, en
particular a los jóvenes que con corazón dócil se ponen a la escucha de la
voz de Dios, dispuestos a acogerla con adhesión generosa y fiel.

EL SACRIFICIO DE ABRAHÁN Y LA TRANSFIGURACIÓN


20120304. Homilía. Parroquia S. Juan Bautisra de la Salle
La liturgia de este día nos prepara sea para el misterio de la Pasión —
como escuchamos en la primera lectura— sea para la alegría de la
Resurrección.
La primera lectura nos refiere el episodio en el que Dios pone a prueba
a Abrahán (cf. Gn 22, 1-18). Abrahán tenía un hijo único, Isaac, que le
nació en la vejez. Era el hijo de la promesa, el hijo que debería llevar
luego la salvación también a los pueblos. Pero un día Abrahán recibe de
Dios la orden de ofrecerlo en sacrificio. El anciano patriarca se encuentra
ante la perspectiva de un sacrificio que para él, padre, es ciertamente el
mayor que se pueda imaginar. Sin embargo, no duda ni siquiera un
instante y, después de preparar lo necesario, parte junto con Isaac hacia el
lugar establecido. Y podemos imaginar esta caminata hacia la cima del
monte, lo que sucedió en su corazón y en el corazón de su hijo. Construye
un altar, coloca la leña y, después de atar al muchacho, aferra el cuchillo
para inmolarlo. Abrahán se fía de Dios hasta tal punto que está dispuesto
incluso a sacrificar a su propio hijo y, juntamente con el hijo, su futuro,
porque sin ese hijo la promesa de la tierra no servía para nada, acabaría en
la nada. Y sacrificando a su hijo se sacrifica a sí mismo, todo su futuro,
76
toda la promesa. Es realmente un acto de fe radicalísimo. En ese momento
lo detiene una orden de lo alto: Dios no quiere la muerte, sino la vida; el
verdadero sacrificio no da muerte, sino que es la vida, y la obediencia de
Abrahán se convierte en fuente de una inmensa bendición hasta hoy.
Dejemos esto, pero podemos meditar este misterio.
En la segunda lectura, san Pablo afirma que Dios mismo realizó un
sacrificio: nos dio a su propio Hijo, lo donó en la cruz para vencer el
pecado y la muerte, para vencer al maligno y para superar toda la malicia
que existe en el mundo. Y esta extraordinaria misericordia de Dios suscita
la admiración del Apóstol y una profunda confianza en la fuerza del amor
de Dios a nosotros; de hecho, san Pablo afirma: «[Dios], que no se reservó
a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos
dará todo con él?» (Rm 8, 32). Si Dios se da a sí mismo en el Hijo, nos da
todo. Y san Pablo insiste en la potencia del sacrificio redentor de Cristo
contra cualquier otro poder que pueda amenazar nuestra vida. Se pregunta:
«¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién
condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió; más todavía, resucitó y está a
la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?» (vv. 33-34).
Nosotros estamos en el corazón de Dios; esta es nuestra gran confianza.
Esto crea amor y en el amor vamos hacia Dios. Si Dios ha entregado a su
propio Hijo por todos nosotros, nadie podrá acusarnos, nadie podrá
condenarnos, nadie podrá separarnos de su inmenso amor. Precisamente el
sacrificio supremo de amor en la cruz, que el Hijo de Dios aceptó y eligió
voluntariamente, se convierte en fuente de nuestra justificación, de nuestra
salvación. Y pensemos que en la Sagrada Eucaristía siempre está presente
este acto del Señor, que en su corazón permanece por toda la eternidad, y
este acto de su corazón nos atrae, nos une a él.
Por último, el Evangelio nos habla del episodio de la Transfiguración
(cf. Mc 9, 2-10): Jesús se manifiesta en su gloria antes del sacrificio de la
cruz y Dios Padre lo proclama su Hijo predilecto, el amado, e invita a los
discípulos a escucharlo. Jesús sube a un monte alto y toma consigo a tres
apóstoles —Pedro, Santiago y Juan—, que estarán especialmente cercanos
a él en la agonía extrema, en otro monte, el de los Olivos. Poco tiempo
antes el Señor había anunciado su pasión y Pedro no había logrado
comprender por qué el Señor, el Hijo de Dios, hablaba de sufrimiento, de
rechazo, de muerte, de cruz; más aún, se había opuesto decididamente a
esta perspectiva. Ahora Jesús toma consigo a los tres discípulos para
ayudarlos a comprender que el camino para llegar a la gloria, el camino
del amor luminoso que vence las tinieblas, pasa por la entrega total de sí
mismo, pasa por el escándalo de la cruz. Y el Señor debe tomar consigo,
siempre de nuevo, también a nosotros, al menos para comenzar a
comprender que este es el camino necesario. La transfiguración es un
momento anticipado de luz que nos ayuda también a nosotros a
contemplar la pasión de Jesús con una mirada de fe. La pasión de Jesús es
un misterio de sufrimiento, pero también es la «bienaventurada pasión»
porque en su núcleo es un misterio de amor extraordinario de Dios; es el
éxodo definitivo que nos abre la puerta hacia la libertad y la novedad de la
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Resurrección, de la salvación del mal. Tenemos necesidad de ella en
nuestro camino diario, a menudo marcado también por la oscuridad del
mal.
Como los tres Apóstoles del Evangelio, también nosotros necesitamos
subir al monte de la Transfiguración para recibir la luz de Dios, para que
su rostro ilumine nuestro rostro. Y es en la oración personal y comunitaria
donde encontramos al Señor, no como una idea, o como una propuesta
moral, sino como una Persona que quiere entrar en relación con nosotros,
que quiere ser amigo y renovar nuestra vida para hacerla como la suya. Y
este encuentro no es sólo un hecho personal; esta iglesia vuestra, situada
en el punto más alto del barrio, os recuerda que el Evangelio debe ser
comunicado, anunciado a todos. No esperemos que otros vengan a traer
mensajes diversos, que no llevan a la verdadera vida; convertíos vosotros
mismos en misioneros de Cristo para los hermanos en los lugares donde
viven, trabajan, estudian o sólo pasan el tiempo libre.
Me alegra que el sentido de pertenencia a la comunidad parroquial
haya ido madurando y consolidándose cada vez más a lo largo de los años.
La fe se debe vivir juntamente y la parroquia es un lugar donde se aprende
a vivir la propia fe en el «nosotros» de la Iglesia. Y deseo animaros a que
crezca también la corresponsabilidad pastoral, en una perspectiva de
auténtica comunión entre todas las realidades presentes, que están
llamadas a caminar juntas, a vivir la complementariedad en la diversidad,
a testimoniar el «nosotros» de la Iglesia, de la familia de Dios. Conozco el
empeño que ponéis en la preparación de los muchachos y los jóvenes para
los sacramentos de la vida cristiana. El próximo «Año de la fe» debe ser
para esta parroquia una ocasión propicia también para aumentar y
consolidar la experiencia de la catequesis sobre las grandes verdades de la
fe cristiana, de modo que permita a todo el barrio conocer y profundizar el
Credo de la Iglesia, y superar el «analfabetismo religioso», que es uno de
los mayores problemas de nuestro tiempo.
Por último, quiero recordaros a todos la importancia y la centralidad de
la Eucaristía en la vida personal y comunitaria. La santa misa debe estar
en el centro de vuestro Domingo, que es preciso redescubrir y vivir como
día de Dios y de la comunidad, día en el cual alabar y celebrar a Aquel que
murió y resucitó por nuestra salvación, día en el cual vivir juntos en la
alegría de una comunidad abierta y dispuesta a acoger a toda persona sola
o en dificultades. Reunidos en torno a la Eucaristía, de hecho, percibimos
más fácilmente que la misión de toda comunidad cristiana consiste en
llevar el mensaje del amor de Dios a todos los hombres. Precisamente por
eso es importante que la Eucaristía esté siempre en el corazón de la vida
de los fieles, como lo está hoy.
Queridos hermanos y hermanas, desde el Tabor, el monte de la
Transfiguración, el itinerario cuaresmal nos conduce hasta el Gólgota,
monte del supremo sacrificio de amor del único Sacerdote de la alianza
nueva y eterna. En ese sacrificio se encierra la mayor fuerza de
transformación del hombre y de la historia. Asumiendo sobre sí todas las
consecuencias del mal y del pecado, Jesús resucitó al tercer día como
78
vencedor de la muerte y del Maligno. La Cuaresma nos prepara para
participar personalmente en este gran misterio de la fe, que celebraremos
en el Triduo de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

EL MISTERIO DE LA TRANSFIGURACIÓN EN LA CUARESMA


20120304. Ángelus
Este domingo, el segundo de Cuaresma, se caracteriza por ser el
domingo de la Transfiguración de Cristo. De hecho, durante la Cuaresma,
la liturgia, después de habernos invitado a seguir a Jesús en el desierto,
para afrontar y superar con él las tentaciones, nos propone subir con él al
«monte» de la oración, para contemplar en su rostro humano la luz
gloriosa de Dios. Los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas atestiguan de
modo concorde el episodio de la transfiguración de Cristo. Los elementos
esenciales son dos: en primer lugar, Jesús sube con sus discípulos Pedro,
Santiago y Juan a un monte alto, y allí «se transfiguró delante de ellos»
(Mc 9, 2), su rostro y sus vestidos irradiaron una luz brillante, mientras
que junto a él aparecieron Moisés y Elías; y, en segundo lugar, una nube
envolvió la cumbre del monte y de ella salió una voz que decía: «Este es
mi Hijo amado, escuchadlo» (Mc 9, 7). Por lo tanto, la luz y la voz: la luz
divina que resplandece en el rostro de Jesús, y la voz del Padre celestial
que da testimonio de él y manda escucharlo.
El misterio de la Transfiguración no se debe separar del contexto del
camino que Jesús está recorriendo. Ya se ha dirigido decididamente hacia
el cumplimiento de su misión, a sabiendas de que, para llegar a la
resurrección, tendrá que pasar por la pasión y la muerte de cruz. De esto
les ha hablado abiertamente a sus discípulos, los cuales sin embargo no
han entendido; más aun, han rechazado esta perspectiva porque no piensan
como Dios, sino como los hombres (cf. Mt 16, 23). Por eso Jesús lleva
consigo a tres de ellos al monte y les revela su gloria divina, esplendor de
Verdad y de Amor. Jesús quiere que esta luz ilumine sus corazones cuando
pasen por la densa oscuridad de su pasión y muerte, cuando el escándalo
de la cruz sea insoportable para ellos. Dios es luz, y Jesús quiere dar a sus
amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en él. Así,
después de este episodio, él será en ellos una luz interior, capaz de
protegerlos de los asaltos de las tinieblas. Incluso en la noche más oscura,
Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con
una expresión muy bella. Dice: «Lo que para los ojos del cuerpo es el sol
que vemos, lo es [Cristo] para los ojos del corazón" (Sermo 78, 2: pl 38,
490).
Queridos hermanos y hermanas, todos necesitamos luz interior para
superar las pruebas de la vida. Esta luz viene de Dios, y nos la da Cristo,
en quien habita la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9). Subamos con
Jesús al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de
79
verdad, dejémonos colmar interiormente de su luz. Pidamos a la Virgen
María, nuestra guía en el camino de la fe, que nos ayude a vivir esta
experiencia en el tiempo de la Cuaresma, encontrando cada día algún
momento para orar en silencio y para escuchar la Palabra de Dios.

LA CRISIS ACTUAL DEL MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA


20120309. Discurso. Obispos de EEUU en visita ad limina
Este año deseo reflexionar con vosotros sobre algunos aspectos de la
evangelización de la cultura estadounidense a la luz de los desafíos
intelectuales y éticos del momento presente.
En los encuentros anteriores reconocí nuestra preocupación por las
amenazas contra la libertad de conciencia, de religión y de culto que es
preciso afrontar con urgencia para que todos los hombres y mujeres de fe,
y las instituciones que animan, puedan actuar de acuerdo con sus
convicciones morales más profundas. En esta ocasión quiero hablar de
otra cuestión grave que me expusisteis durante mi visita pastoral a Estados
Unidos, es decir, la crisis actual del matrimonio y de la familia, y más en
general de la visión cristiana de la sexualidad humana. De hecho, resulta
cada vez más evidente que un menor aprecio de la indisolubilidad del
pacto matrimonial y el rechazo generalizado de una ética sexual
responsable y madura, fundada en la práctica de la castidad, han llevado a
graves problemas sociales que conllevan un coste humano y económico
inmenso.
Sin embargo, como afirmó el beato Juan Pablo II, el futuro de la
humanidad se fragua en la familia (cf. Familiaris consortio, 86). De
hecho, «el bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del matrimonio y
de la familia fundada en él es demasiado grande como para no ocuparse a
fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son
instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier
equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les hace
provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal»
(Sacramentum caritatis, 29).
A este propósito, conviene mencionar en particular las poderosas
corrientes políticas y culturales que tratan de alterar la definición legal del
matrimonio. El esmerado esfuerzo de la Iglesia por resistir a estas
presiones exige una defensa razonada del matrimonio como institución
natural constituida por una comunión específica de personas,
fundamentalmente arraigada en la complementariedad de los sexos y
orientada a la procreación. Las diferencias sexuales no pueden
considerarse irrelevantes para la definición del matrimonio. Defender la
institución del matrimonio como realidad social es, en resumidas cuentas,
80
una cuestión de justicia, pues implica la defensa del bien de toda la
comunidad humana, así como de los derechos de los padres y de los hijos.
En nuestras conversaciones, algunos habéis señalado con preocupación
las crecientes dificultades que se encuentran para transmitir la doctrina de
la Iglesia sobre el matrimonio y la familia en su integridad, y la
disminución del número de jóvenes que se acercan al sacramento del
matrimonio. Ciertamente, debemos reconocer algunas deficiencias en la
catequesis de los últimos decenios, que a veces no ha logrado comunicar
la rica herencia de la doctrina católica sobre el matrimonio como
institución natural elevada por Cristo a la dignidad de sacramento, la
vocación de los esposos cristianos en la sociedad y en la Iglesia, y la
práctica de la castidad conyugal. A esta doctrina, reafirmada con creciente
claridad por el magisterio posconciliar y presentada de modo completo
tanto en el Catecismo de la Iglesia católica como en el Compendio de la
doctrina social de la Iglesia, se le debe restituir su lugar en la predicación
y en la enseñanza catequística.
En la práctica, es necesario revisar atentamente los programas de
preparación para el matrimonio a fin de garantizar que se concentren más
en su componente catequístico y en la presentación de las
responsabilidades sociales y eclesiales que implica el matrimonio
cristiano. En este contexto no podemos ignorar el grave problema pastoral
constituido por la generalizada práctica de la cohabitación, a menudo por
parte de parejas que parecen inconscientes de que es un pecado grave, por
no decir que representa un daño para la estabilidad de la sociedad. Animo
vuestros esfuerzos para desarrollar normas pastorales y litúrgicas claras
con vistas a una celebración digna del matrimonio, que constituyan un
testimonio inequívoco de las exigencias objetivas de la moralidad
cristiana, mostrando al mismo tiempo sensibilidad y solicitud por los
matrimonios jóvenes.
Aquí deseo expresar también mi aprecio por los programas pastorales
que estáis impulsando en vuestras diócesis y, en especial, por la clara y
autorizada presentación de la doctrina de la Iglesia en vuestra Carta de
2009 «Marriage: Love and Life in the Divine Plan» («Matrimonio: amor y
vida en el plan divino»). Aprecio también lo que vuestras parroquias,
vuestras escuelas y vuestras instituciones caritativas hacen cada día para
sostener a las familias y para ayudar a quienes se encuentran en
situaciones matrimoniales difíciles, especialmente a las personas
divorciadas y separadas, a los padres solos, a las madres adolescentes y a
las mujeres que piensan en el aborto, así como a los niños que sufren los
efectos trágicos de la desintegración familiar.
En este gran compromiso pastoral es urgentemente necesario que toda
la comunidad cristiana vuelva a apreciar la virtud de la castidad. Es
preciso subrayar la función integradora y liberadora de esta virtud
(cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 2338-2343) con una formación
del corazón que presente la comprensión cristiana de la sexualidad como
una fuente de libertad auténtica, de felicidad y de realización de nuestra
vocación humana fundamental e innata al amor. No se trata sólo de
81
presentar argumentos, sino también de apelar a una visión integral,
coherente y edificante de la sexualidad humana. La riqueza de esta visión
es más sana y atractiva que las ideologías permisivas que algunos
ambientes exaltan; estas ideologías, de hecho, constituyen una forma
poderosa y destructiva de anti-catequesis para los jóvenes.
Los jóvenes necesitan conocer la doctrina de la Iglesia en su
integridad, aunque pueda resultar ardua y vaya a contracorriente de la
cultura. Y, lo que es más importante aún, necesitan verla encarnada en
matrimonios fieles que den un testimonio convincente de su verdad.
También es necesario sostenerlos mientras se esfuerzan por tomar
decisiones sabias en un tiempo difícil y confuso de su vida. La castidad,
como nos recuerda el Catecismo, implica «un aprendizaje del dominio de
sí, que es una pedagogía de la libertad humana» (n. 2339). En una
sociedad que tiende cada vez más a malinterpretar e incluso a ridiculizar
esta dimensión esencial de la doctrina cristiana, es necesario asegurar a los
jóvenes que «quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada,
absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande» (Homilía
en la misa de inauguración del pontificado, 24 de abril de
2005: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de
2005, p. 7).
Quiero concluir recordando que, en el fondo, todos nuestros esfuerzos
en este ámbito están orientados al bien de los niños, que tienen el derecho
fundamental de crecer con una sana comprensión de la sexualidad y del
lugar que le corresponde en las relaciones humanas. Los niños son el
tesoro más grande y el futuro de toda sociedad: preocuparse
verdaderamente por ellos significa reconocer nuestra responsabilidad de
enseñar, defender y vivir las virtudes morales que son la clave de la
realización humana. Albergo la esperanza de que la Iglesia en Estados
Unidos, aunque se haya visto frenada por los acontecimientos de la última
década, persevere en su misión histórica de educar a los jóvenes y así
contribuir a la consolidación de la sana vida familiar que es la garantía
más segura de la solidaridad intergeneracional y de la salud de la sociedad
en su conjunto.

LA CONFESIÓN, CAMINO PARA LA NUEVA EVANGELIZACIÓN


20120309. Discurso. Curso de la Penitenciaría sobre fuero interno
Con vuestra presencia, recordáis a todos la importancia que tiene para
la vida de fe el sacramento de la Reconciliación, evidenciando tanto la
necesidad permanente de una adecuada preparación teológica, espiritual y
canónica para poder ser confesores, como, sobre todo, el vínculo
constitutivo entre celebración sacramental y anuncio del Evangelio.
Los sacramentos y el anuncio de la Palabra, en efecto, jamás se deben
concebir separadamente; al contrario, «Jesús afirma que el anuncio del
reino de Dios es el objetivo de su misión; pero este anuncio no es sólo un
“discurso”, sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los
signos, los milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene como
82
realidad presente y que coincide en última instancia con su persona, con el
don de sí mismo (…). El sacerdote representa a Cristo, al Enviado del
Padre, continúa su misión, mediante la “palabra” y el “sacramento”, en
esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra» (Audiencia general, 5
de mayo de 2010; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9
de mayo de 2010, pp. 15-16). Precisamente esta totalidad, que hunde sus
raíces en el misterio mismo de la Encarnación, nos sugiere que la
celebración del sacramento de la Reconciliación es ella misma anuncio y
por eso camino que hay que recorrer para la obra de la nueva
evangelización.
¿En qué sentido la Confesión sacramental es «camino» para la nueva
evangelización? Ante todo porque la nueva evangelización saca linfa vital
de la santidad de los hijos de la Iglesia, del camino cotidiano de
conversión personal y comunitaria para conformarse cada vez más
profundamente a Cristo. Y existe un vínculo estrecho entre santidad y
sacramento de la Reconciliación, testimoniado por todos los santos de la
historia. La conversión real del corazón, que es abrirse a la acción
transformadora y renovadora de Dios, es el «motor» de toda reforma y se
traduce en una verdadera fuerza evangelizadora. En la Confesión el
pecador arrepentido, por la acción gratuita de la misericordia divina, es
justificado, perdonado y santificado; abandona el hombre viejo para
revestirse del hombre nuevo. Sólo quien se ha dejado renovar
profundamente por la gracia divina puede llevar en sí mismo, y por lo
tanto anunciar, la novedad del Evangelio. El beato Juan Pablo II, en la
carta apostólica Novo millennio ineunte, afirmaba: «Deseo pedir, además,
una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la
comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la
práctica del sacramento de la Reconciliación» (n. 37). Quiero subrayar
este llamamiento, sabiendo que la nueva evangelización debe dar a
conocer al hombre de nuestro tiempo el rostro de Cristo «como mysterium
pietatis, en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos
reconcilia plenamente consigo. Este es el rostro de Cristo que es preciso
hacer que descubran también a través del sacramento de la Penitencia»
(ib.).
En una época de emergencia educativa, en la que el relativismo pone
en discusión la posibilidad misma de una educación entendida como
introducción progresiva al conocimiento de la verdad, al sentido profundo
de la realidad, por ello como introducción progresiva a la relación con la
Verdad que es Dios, los cristianos están llamados a anunciar con vigor la
posibilidad del encuentro entre el hombre de hoy y Jesucristo, en quien
Dios se ha hecho tan cercano que se le puede ver y escuchar. En esta
perspectiva, el sacramento de la Reconciliación, que parte de una mirada a
la condición existencial propia y concreta, ayuda de modo singular a esa
«apertura del corazón» que permite dirigir la mirada a Dios para que entre
en la vida. La certeza de que él está cerca y en su misericordia espera al
hombre, también al que está en pecado, para sanar sus enfermedades con
83
la gracia del sacramento de la Reconciliación, es siempre una luz de
esperanza para el mundo.
Queridos sacerdotes y queridos diáconos que os preparáis para el
presbiterado: en la administración de este sacramento se os da o se os dará
la posibilidad de ser instrumentos de un encuentro siempre renovado de
los hombres con Dios. Quienes se dirijan a vosotros, precisamente por su
condición de pecadores, experimentarán en sí mismos un deseo profundo:
deseo de cambio, petición de misericordia y, en definitiva, deseo de que
vuelva a tener lugar, a través del sacramento, el encuentro y el abrazo con
Cristo. Seréis por ello colaboradores y protagonistas de muchos posibles
«nuevos comienzos», tantos cuantos sean los penitentes que se os
acerquen; teniendo presente que el auténtico significado de cada
«novedad» no consiste tanto en el abandono o en la supresión del pasado,
sino en acoger a Cristo y abrirse a su presencia, siempre nueva y siempre
capaz de transformar, de iluminar todas las zonas de sombra y de abrir
continuamente un nuevo horizonte. La nueva evangelización, entonces,
parte también del confesionario. O sea, parte del misterioso encuentro
entre el inagotable interrogante del hombre, signo en él del Misterio
creador, y la misericordia de Dios, única respuesta adecuada a la
necesidad humana de infinito. Si la celebración del sacramento de la
Reconciliación es así, si en ella los fieles experimentan realmente la
misericordia que Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, nos ha donado,
entonces se convertirán en testigos creíbles de esa santidad, que es la
finalidad de la nueva evangelización.
Todo esto, queridos amigos, si es verdad para los fieles laicos, adquiere
todavía mayor relevancia para cada uno de nosotros. El ministro del
sacramento de la Reconciliación colabora en la nueva evangelización
renovando él mismo, el primero, la consciencia del propio ser penitente y
de la necesidad de acercarse al perdón sacramental, a fin de que se
renueve el encuentro con Cristo que, iniciado con el Bautismo, ha hallado
en el sacramento del Orden una configuración específica y definitiva. Este
es mi deseo para cada uno de vosotros: que la novedad de Cristo sea
siempre el centro y la razón de vuestra existencia sacerdotal, para que
quien se encuentre con vosotros pueda proclamar, a través de vuestro
ministerio, como Andrés y Juan: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn1, 41).
De esta forma cada confesión, de la que cada cristiano saldrá renovado,
representará un paso adelante de la nueva evangelización. Que María,
Madre de misericordia, Refugio de nosotros, pecadores, y Estrella de la
nueva evangelización acompañe nuestro camino.

ACOGER LA GRACIA DE DIOS


20120310. Homilía. Visperas con el Arzobispo de Canterbury
Hemos escuchado dos pasajes de san Pablo. El primero, tomado de
la segunda carta a los Corintios, está especialmente en sintonía con el
tiempo litúrgico que estamos viviendo: la Cuaresma. De hecho, contiene
la exhortación del Apóstol a aprovechar el momento favorable para acoger
84
la gracia de Dios. El momento favorable es naturalmente aquel en que
Jesucristo vino a revelarnos y donarnos el amor de Dios por nosotros, con
su encarnación, pasión, muerte y resurrección. El «día de la salvación» es
la realidad que san Pablo llama en otro lugar la «plenitud de los tiempos»,
el momento en que Dios, al encarnarse, entra de un modo totalmente
singular en el tiempo y lo llena con su gracia. A nosotros corresponde, por
consiguiente, acoger este don, que es Jesús mismo: su Persona, su Palabra,
su Santo Espíritu. Además, igualmente en la primera lectura que hemos
escuchado, san Pablo nos habla también de sí mismo y de su apostolado:
de cómo él se esfuerza por ser fiel a Dios en su ministerio, para que sea
verdaderamente eficaz y no se transforme en un obstáculo para la fe. Estas
palabras nos hacen pensar en san Gregorio Magno, en el testimonio
luminoso que dio al pueblo de Roma y a toda la Iglesia con un servicio
irreprensible y lleno de celo por el Evangelio. Verdaderamente se puede
aplicar también a san Gregorio lo que san Pablo escribió de sí mismo: la
gracia de Dios en él no fue vana (cf. 1 Co 15, 10). En realidad, este es el
secreto para la vida de cada uno de nosotros: acoger la gracia de Dios y
consentir con todo el corazón y con todas las fuerzas su acción. Este es
también el secreto de la verdadera alegría y de la paz profunda.
La segunda lectura, en cambio, está tomada de la carta a los
Colosenses. Son las palabras —siempre tan conmovedoras por su
dimensión espiritual y pastoral— que el Apóstol dirige a los miembros de
esa comunidad para formarlos según el Evangelio, a fin de que todo lo que
hagan, «de palabra o de obra, lo realicen en nombre del Señor Jesús»
(cf. Col 3, 17). «Sed perfectos» había dicho el Maestro a sus discípulos; y
ahora el Apóstol exhorta a vivir según esta alta medida de la vida cristiana
que es la santidad. Puede hacerlo porque los hermanos a los que se dirige
son «elegidos de Dios, santos y amados». También aquí, en la base de
todo está la gracia de Dios, está el don de la llamada, el misterio del
encuentro con Jesús vivo. Pero esta gracia exige la respuesta de los
bautizados: requiere el compromiso de revestirse de los sentimientos de
Cristo: compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre,
magnanimidad, perdón recíproco y, sobre todo, como síntesis y
coronamiento, el agape, el amor que Dios nos ha donado mediante Jesús y
que el Espíritu Santo ha derramado en nuestro corazón. Y para revestirse
de Cristo es necesario que su Palabra habite entre nosotros y en nosotros
con toda su riqueza, y en abundancia. En un clima de constante acción de
gracias, la comunidad cristiana se alimenta de la Palabra y eleva hacia
Dios, como canto de alabanza, la Palabra que él mismo nos ha donado. Y
toda acción, todo gesto, todo servicio, se realiza dentro de esta relación
profunda con Dios, en el movimiento interior del amor trinitario que
desciende hacia nosotros y vuelve a ascender hacia Dios, movimiento que
en la celebración del sacrificio eucarístico encuentra su forma más
elevada.

EL CELO DEL AMOR QUE PAGA EN CARNE PROPIA


85
20120311. Ángelus
El Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma refiere, en la
redacción de san Juan, el célebre episodio en el que Jesús expulsa del
templo de Jerusalén a los vendedores de animales y a los cambistas
(cf. Jn 2, 13-25). El hecho, recogido por todos los evangelistas, tuvo lugar
en la proximidad de la fiesta de la Pascua y suscitó gran impresión tanto
entre la multitud como entre sus discípulos. ¿Cómo debemos interpretar
este gesto de Jesús? En primer lugar, hay que señalar que no provocó
ninguna represión de los guardianes del orden público, porque lo vieron
como una típica acción profética: de hecho, los profetas, en nombre de
Dios, con frecuencia denunciaban los abusos, y a veces lo hacían con
gestos simbólicos. El problema, en todo caso, era su autoridad. Por eso los
judíos le preguntaron a Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?»
(Jn 2, 18); demuéstranos que actúas verdaderamente en nombre de Dios.
La expulsión de los mercaderes del templo también se ha interpretado
en sentido político revolucionario, colocando a Jesús en la línea del
movimiento de los zelotes. Estos, de hecho, eran «celosos» de la ley de
Dios y estaban dispuestos a usar la violencia para hacer que se cumpliera.
En tiempos de Jesús esperaban a un mesías que liberase a Israel del
dominio de los romanos. Pero Jesús decepcionó estas expectativas, por lo
que algunos discípulos lo abandonaron, y Judas Iscariote incluso lo
traicionó. En realidad, es imposible interpretar a Jesús como violento: la
violencia es contraria al reino de Dios, es un instrumento del anticristo. La
violencia nunca sirve a la humanidad, más aún, la deshumaniza.
Escuchemos entonces las palabras que Jesús dijo al realizar ese gesto:
«Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre»
(Jn 2, 16). Sus discípulos se acordaron entonces de lo que está escrito en
un Salmo: «El celo de tu casa me devora» (69, 10). Este Salmo es una
invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio
de los enemigos: la situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el
Padre y por su casa lo llevará hasta la cruz: el suyo es el celo del amor que
paga en carne propia, no el que querría servir a Dios mediante la
violencia. De hecho, el «signo» que Jesús dará como prueba de su
autoridad será precisamente su muerte y resurrección. «Destruid este
templo —dijo—, y en tres días lo levantaré». Y san Juan observa: «Él
hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 19. 21). Con la Pascua de Jesús se
inicia un nuevo culto, el culto del amor, y un nuevo templo que es él
mismo, Cristo resucitado, por el cual cada creyente puede adorar a Dios
Padre «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23). Queridos amigos, el Espíritu
Santo comenzó a construir este nuevo templo en el seno de la Virgen
María. Por su intercesión, pidamos que cada cristiano sea piedra viva de
este edificio espiritual.

JÓVENES: ALEGRAROS SIEMPRE EN EL SEÑOR


20120315. Mensaje. XXVII Jornada Mundial de la Juventud
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Este año, el tema de la Jornada Mundial de la Juventud nos lo da la
exhortación de la Carta del apóstol san Pablo a los Filipenses: «¡Alegraos
siempre en el Señor!» (4,4). En efecto, la alegría es un elemento central de
la experiencia cristiana. También experimentamos en cada Jornada
Mundial de la Juventud una alegría intensa, la alegría de la comunión, la
alegría de ser cristianos, la alegría de la fe. Esta es una de las
características de estos encuentros. Vemos la fuerza atrayente que ella
tiene: en un mundo marcado a menudo por la tristeza y la inquietud, la
alegría es un testimonio importante de la belleza y fiabilidad de la fe
cristiana.
La Iglesia tiene la vocación de llevar la alegría al mundo, una alegría
auténtica y duradera, aquella que los ángeles anunciaron a los pastores de
Belén en la noche del nacimiento de Jesús (cf. Lc2,10). Dios no sólo ha
hablado, no sólo ha cumplido signos prodigiosos en la historia de la
humanidad, sino que se ha hecho tan cercano que ha llegado a hacerse uno
de nosotros, recorriendo las etapas de la vida entera del hombre. En el
difícil contexto actual, muchos jóvenes en vuestro entorno tienen una
inmensa necesidad de sentir que el mensaje cristiano es un mensaje de
alegría y esperanza. Quisiera reflexionar ahora con vosotros sobre esta
alegría, sobre los caminos para encontrarla, para que podáis vivirla cada
vez con mayor profundidad y ser mensajeros de ella entre los que os
rodean.
1. Nuestro corazón está hecho para la alegría
La aspiración a la alegría está grabada en lo más íntimo del ser
humano. Más allá de las satisfacciones inmediatas y pasajeras, nuestro
corazón busca la alegría profunda, plena y perdurable, que pueda dar
«sabor» a la existencia. Y esto vale sobre todo para vosotros, porque la
juventud es un período de un continuo descubrimiento de la vida, del
mundo, de los demás y de sí mismo. Es un tiempo de apertura hacia el
futuro, donde se manifiestan los grandes deseos de felicidad, de amistad,
del compartir y de verdad; donde uno es impulsado por ideales y se
conciben proyectos.
Cada día el Señor nos ofrece tantas alegrías sencillas: la alegría de
vivir, la alegría ante la belleza de la naturaleza, la alegría de un trabajo
bien hecho, la alegría del servicio, la alegría del amor sincero y puro. Y si
miramos con atención, existen tantos motivos para la alegría: los
hermosos momentos de la vida familiar, la amistad compartida, el
descubrimiento de las propias capacidades personales y la consecución de
buenos resultados, el aprecio que otros nos tienen, la posibilidad de
expresarse y sentirse comprendidos, la sensación de ser útiles para el
prójimo. Y, además, la adquisición de nuevos conocimientos mediante los
estudios, el descubrimiento de nuevas dimensiones a través de viajes y
encuentros, la posibilidad de hacer proyectos para el futuro. También
pueden producir en nosotros una verdadera alegría la experiencia de leer
una obra literaria, de admirar una obra maestra del arte, de escuchar e
interpretar la música o ver una película.
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Pero cada día hay tantas dificultades con las que nos encontramos en
nuestro corazón, tenemos tantas preocupaciones por el futuro, que nos
podemos preguntar si la alegría plena y duradera a la cual aspiramos no es
quizá una ilusión y una huída de la realidad. Hay muchos jóvenes que se
preguntan: ¿es verdaderamente posible hoy en día la alegría plena? Esta
búsqueda sigue varios caminos, algunos de los cuales se manifiestan como
erróneos, o por lo menos peligrosos. Pero, ¿cómo podemos distinguir las
alegrías verdaderamente duraderas de los placeres inmediatos y
engañosos? ¿Cómo podemos encontrar en la vida la verdadera alegría,
aquella que dura y no nos abandona ni en los momentos más difíciles?
2. Dios es la fuente de la verdadera alegría
En realidad, todas las alegrías auténticas, ya sean las pequeñas del día
a día o las grandes de la vida, tienen su origen en Dios, aunque no lo
parezca a primera vista, porque Dios es comunión de amor eterno, es
alegría infinita que no se encierra en sí misma, sino que se difunde en
aquellos que Él ama y que le aman. Dios nos ha creado a su imagen por
amor y para derramar sobre nosotros su amor, para colmarnos de su
presencia y su gracia. Dios quiere hacernos partícipes de su alegría, divina
y eterna, haciendo que descubramos que el valor y el sentido profundo de
nuestra vida está en el ser aceptados, acogidos y amados por Él, y no con
una acogida frágil como puede ser la humana, sino con una acogida
incondicional como lo es la divina: yo soy amado, tengo un puesto en el
mundo y en la historia, soy amado personalmente por Dios. Y si Dios me
acepta, me ama y estoy seguro de ello, entonces sabré con claridad y
certeza que es bueno que yo sea, que exista.
Este amor infinito de Dios para con cada uno de nosotros se manifiesta
de modo pleno en Jesucristo. En Él se encuentra la alegría que buscamos.
En el Evangelio vemos cómo los hechos que marcan el inicio de la vida de
Jesús se caracterizan por la alegría. Cuando el arcángel Gabriel anuncia a
la Virgen María que será madre del Salvador, comienza con esta palabra:
«¡Alégrate!» (Lc 1,28). En el nacimiento de Jesús, el Ángel del Señor dice
a los pastores: «Os anuncio una buena noticia que será de gran alegría
para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador,
el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). Y los Magos que buscaban al niño, «al ver
la estrella, se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10). El motivo de esta
alegría es, por lo tanto, la cercanía de Dios, que se ha hecho uno de
nosotros. Esto es lo que san Pablo quiso decir cuando escribía a los
cristianos de Filipos: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito,
alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está
cerca» (Flp 4,4-5). La primera causa de nuestra alegría es la cercanía del
Señor, que me acoge y me ama.
En efecto, el encuentro con Jesús produce siempre una gran alegría
interior. Lo podemos ver en muchos episodios de los Evangelios.
Recordemos la visita de Jesús a Zaqueo, un recaudador de impuestos
deshonesto, un pecador público, a quien Jesús dice: «Es necesario que hoy
me quede en tu casa». Y san Lucas dice que Zaqueo «lo recibió muy
contento» (Lc 19,5-6). Es la alegría del encuentro con el Señor; es sentir el
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amor de Dios que puede transformar toda la existencia y traer la salvación.
Zaqueo decide cambiar de vida y dar la mitad de sus bienes a los pobres.
En la hora de la pasión de Jesús, este amor se manifiesta con toda su
fuerza. Él, en los últimos momentos de su vida terrena, en la cena con sus
amigos, dice: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo;
permaneced en mi amor… Os he hablado de esto para que mi alegría esté
en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,9.11). Jesús quiere
introducir a sus discípulos y a cada uno de nosotros en la alegría plena, la
que Él comparte con el Padre, para que el amor con que el Padre le ama
esté en nosotros (cf. Jn 17,26). La alegría cristiana es abrirse a este amor
de Dios y pertenecer a Él.
Los Evangelios relatan que María Magdalena y otras mujeres fueron a
visitar el sepulcro donde habían puesto a Jesús después de su muerte y
recibieron de un Ángel una noticia desconcertante, la de su resurrección.
Entonces, así escribe el Evangelista, abandonaron el sepulcro a toda prisa,
«llenas de miedo y de alegría», y corrieron a anunciar la feliz noticia a los
discípulos. Jesús salió a su encuentro y dijo: «Alegraos» (Mt 28,8-9). Es la
alegría de la salvación que se les ofrece: Cristo es el viviente, es el que ha
vencido el mal, el pecado y la muerte. Él está presente en medio de
nosotros como el Resucitado, hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,21).
El mal no tiene la última palabra sobre nuestra vida, sino que la fe en
Cristo Salvador nos dice que el amor de Dios es el que vence.
Esta profunda alegría es fruto del Espíritu Santo que nos hace hijos de
Dios, capaces de vivir y gustar su bondad, de dirigirnos a Él con la
expresión «Abba», Padre (cf. Rm 8,15). La alegría es signo de su
presencia y su acción en nosotros.
3. Conservar en el corazón la alegría cristiana
Aquí nos preguntamos: ¿Cómo podemos recibir y conservar este don
de la alegría profunda, de la alegría espiritual?
Un Salmo dice: «Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu
corazón» (Sal 37,4). Jesús explica que «El reino de los cielos se parece a
un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder
y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo»
(Mt 13,44). Encontrar y conservar la alegría espiritual surge del encuentro
con el Señor, que pide que le sigamos, que nos decidamos con
determinación, poniendo toda nuestra confianza en Él. Queridos jóvenes,
no tengáis miedo de arriesgar vuestra vida abriéndola a Jesucristo y su
Evangelio; es el camino para tener la paz y la verdadera felicidad dentro
de nosotros mismos, es el camino para la verdadera realización de nuestra
existencia de hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza.
Buscar la alegría en el Señor: la alegría es fruto de la fe, es reconocer
cada día su presencia, su amistad: «El Señor está cerca» (Flp 4,5); es
volver a poner nuestra confianza en Él, es crecer en su conocimiento y en
su amor. El «Año de la Fe», que iniciaremos dentro de pocos meses, nos
ayudará y estimulará. Queridos amigos, aprended a ver cómo actúa Dios
en vuestras vidas, descubridlo oculto en el corazón de los acontecimientos
de cada día. Creed que Él es siempre fiel a la alianza que ha sellado con
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vosotros el día de vuestro Bautismo. Sabed que jamás os abandonará.
Dirigid a menudo vuestra mirada hacia Él. En la cruz entregó su vida
porque os ama. La contemplación de un amor tan grande da a nuestros
corazones una esperanza y una alegría que nada puede destruir. Un
cristiano nunca puede estar triste porque ha encontrado a Cristo, que ha
dado la vida por él.
Buscar al Señor, encontrarlo, significa también acoger su Palabra, que
es alegría para el corazón. El profeta Jeremías escribe: «Si encontraba tus
palabras, las devoraba: tus palabras me servían de gozo, eran la alegría de
mi corazón» (Jr 15,16). Aprended a leer y meditar la Sagrada Escritura;
allí encontraréis una respuesta a las preguntas más profundas sobre la
verdad que anida en vuestro corazón y vuestra mente. La Palabra de Dios
hace que descubramos las maravillas que Dios ha obrado en la historia del
hombre y que, llenos de alegría, proclamemos en alabanza y adoración:
«Venid, aclamemos al Señor… postrémonos por tierra, bendiciendo al
Señor, creador nuestro» (Sal 95,1.6).
La Liturgia en particular, es el lugar por excelencia donde se
manifiesta la alegría que la Iglesia recibe del Señor y transmite al mundo.
Cada domingo, en la Eucaristía, las comunidades cristianas celebran el
Misterio central de la salvación: la muerte y resurrección de Cristo. Este
es un momento fundamental para el camino de cada discípulo del Señor,
donde se hace presente su sacrificio de amor; es el día en el que
encontramos al Cristo Resucitado, escuchamos su Palabra, nos
alimentamos de su Cuerpo y su Sangre. Un Salmo afirma: «Este es el día
que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 118,24). En la
noche de Pascua, la Iglesia canta el Exultet, expresión de alegría por la
victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte: «¡Exulte el coro de los
ángeles… Goce la tierra inundada de tanta claridad… resuene este templo
con las aclamaciones del pueblo en fiesta!». La alegría cristiana nace del
saberse amados por un Dios que se ha hecho hombre, que ha dado su vida
por nosotros y ha vencido el mal y la muerte; es vivir por amor a él. Santa
Teresa del Niño Jesús, joven carmelita, escribió: «Jesús, mi alegría es
amarte a ti» (Poesía45/7).
4. La alegría del amor
Queridos amigos, la alegría está íntimamente unida al amor; ambos
son frutos inseparables del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23). El amor produce
alegría, y la alegría es una forma del amor. La beata Madre Teresa de
Calcuta, recordando las palabras de Jesús: «hay más dicha en dar que en
recibir» (Hch 20,35), decía: «La alegría es una red de amor para capturar
las almas. Dios ama al que da con alegría. Y quien da con alegría da más».
El siervo de Dios Pablo VI escribió: «En el mismo Dios, todo es alegría
porque todo es un don» (Ex. ap. Gaudete in Domino, 9 mayo 1975).
Pensando en los diferentes ámbitos de vuestra vida, quisiera deciros
que amar significa constancia, fidelidad, tener fe en los compromisos. Y
esto, en primer lugar, con las amistades. Nuestros amigos esperan que
seamos sinceros, leales, fieles, porque el verdadero amor es perseverante
también y sobre todo en las dificultades. Y lo mismo vale para el trabajo,
90
los estudios y los servicios que desempeñáis. La fidelidad y la
perseverancia en el bien llevan a la alegría, aunque ésta no sea siempre
inmediata.
Para entrar en la alegría del amor, estamos llamados también a ser
generosos, a no conformarnos con dar el mínimo, sino a comprometernos
a fondo, con una atención especial por los más necesitados. El mundo
necesita hombres y mujeres competentes y generosos, que se pongan al
servicio del bien común. Esforzaos por estudiar con seriedad; cultivad
vuestros talentos y ponedlos desde ahora al servicio del prójimo. Buscad
el modo de contribuir, allí donde estéis, a que la sociedad sea más justa y
humana. Que toda vuestra vida esté impulsada por el espíritu de servicio,
y no por la búsqueda del poder, del éxito material y del dinero.
A propósito de generosidad, tengo que mencionar una alegría especial;
es la que se siente cuando se responde a la vocación de entregar toda la
vida al Señor. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de la llamada de Cristo
a la vida religiosa, monástica, misionera o al sacerdocio. Tened la certeza
de que colma de alegría a los que, dedicándole la vida desde esta
perspectiva, responden a su invitación a dejar todo para quedarse con Él y
dedicarse con todo el corazón al servicio de los demás. Del mismo modo,
es grande la alegría que Él regala al hombre y a la mujer que se donan
totalmente el uno al otro en el matrimonio para formar una familia y
convertirse en signo del amor de Cristo por su Iglesia.
Quisiera mencionar un tercer elemento para entrar en la alegría del
amor: hacer que crezca en vuestra vida y en la vida de vuestras
comunidades la comunión fraterna. Hay vínculo estrecho entre la
comunión y la alegría. No en vano san Pablo escribía su exhortación en
plural; es decir, no se dirige a cada uno en singular, sino que afirma:
«Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4). Sólo juntos, viviendo en
comunión fraterna, podemos experimentar esta alegría. El libro de
los Hechos de los Apóstoles describe así la primera comunidad cristiana:
«Partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez
de corazón» (Hch 2,46). Empleaos también vosotros a fondo para que las
comunidades cristianas puedan ser lugares privilegiados en que se
comparta, se atienda y cuiden unos a otros.
5. La alegría de la conversión
Queridos amigos, para vivir la verdadera alegría también hay que
identificar las tentaciones que la alejan. La cultura actual lleva a menudo a
buscar metas, realizaciones y placeres inmediatos, favoreciendo más la
inconstancia que la perseverancia en el esfuerzo y la fidelidad a los
compromisos. Los mensajes que recibís empujar a entrar en la lógica del
consumo, prometiendo una felicidad artificial. La experiencia enseña que
el poseer no coincide con la alegría. Hay tantas personas que, a pesar de
tener bienes materiales en abundancia, a menudo están oprimidas por la
desesperación, la tristeza y sienten un vacío en la vida. Para permanecer
en la alegría, estamos llamados a vivir en el amor y la verdad, a vivir en
Dios.
91
La voluntad de Dios es que nosotros seamos felices. Por ello nos ha
dado las indicaciones concretas para nuestro camino: los Mandamientos.
Cumpliéndolos encontramos el camino de la vida y de la felicidad.
Aunque a primera vista puedan parecer un conjunto de prohibiciones, casi
un obstáculo a la libertad, si los meditamos más atentamente a la luz del
Mensaje de Cristo, representan un conjunto de reglas de vida esenciales y
valiosas que conducen a una existencia feliz, realizada según el proyecto
de Dios. Cuántas veces, en cambio, constatamos que construir ignorando a
Dios y su voluntad nos lleva a la desilusión, la tristeza y al sentimiento de
derrota. La experiencia del pecado como rechazo a seguirle, como ofensa
a su amistad, ensombrece nuestro corazón.
Pero aunque a veces el camino cristiano no es fácil y el compromiso de
fidelidad al amor del Señor encuentra obstáculos o registra caídas, Dios,
en su misericordia, no nos abandona, sino que nos ofrece siempre la
posibilidad de volver a Él, de reconciliarnos con Él, de experimentar la
alegría de su amor que perdona y vuelve a acoger.
Queridos jóvenes, ¡recurrid a menudo al Sacramento de la Penitencia y
la Reconciliación! Es el Sacramento de la alegría reencontrada. Pedid al
Espíritu Santo la luz para saber reconocer vuestro pecado y la capacidad
de pedir perdón a Dios acercándoos a este Sacramento con constancia,
serenidad y confianza. El Señor os abrirá siempre sus brazos, os purificará
y os llenará de su alegría: habrá alegría en el cielo por un solo pecador que
se convierte (cf. Lc 15,7).

6. La alegría en las pruebas


Al final puede que quede en nuestro corazón la pregunta de si es
posible vivir de verdad con alegría incluso en medio de tantas pruebas de
la vida, especialmente las más dolorosas y misteriosas; de si seguir al
Señor y fiarse de Él da siempre la felicidad.
La respuesta nos la pueden dar algunas experiencias de jóvenes como
vosotros que han encontrado precisamente en Cristo la luz que permite dar
fuerza y esperanza, también en medio de situaciones muy difíciles. El
beato Pier Giorgio Frassati (1901-1925) experimentó tantas pruebas en su
breve existencia; una de ellas concernía su vida sentimental, que le había
herido profundamente. Precisamente en esta situación, escribió a su
hermana: «Tú me preguntas si soy alegre; y ¿cómo no podría serlo?
Mientras la fe me de la fuerza estaré siempre alegre. Un católico no puede
por menos de ser alegre... El fin para el cual hemos sido creados nos
indica el camino que, aunque esté sembrado de espinas, no es un camino
triste, es alegre incluso también a través del dolor» (Carta a la hermana
Luciana, Turín, 14 febrero 1925). Y el beato Juan Pablo II, al presentarlo
como modelo, dijo de él: «Era un joven de una alegría contagiosa, una
alegría que superaba también tantas dificultades de su vida» (Discurso a
los jóvenes, Turín, 13 abril 1980).
Más cercana a nosotros, la joven Chiara Badano (1971-1990),
recientemente beatificada, experimentó cómo el dolor puede ser
transfigurado por el amor y estar habitado por la alegría. A la edad de 18
92
años, en un momento en el que el cáncer le hacía sufrir de modo
particular, rezó al Espíritu Santo para que intercediera por los jóvenes de
su Movimiento. Además de su curación, pidió a Dios que iluminara con su
Espíritu a todos aquellos jóvenes, que les diera la sabiduría y la luz: «Fue
un momento de Dios: sufría mucho físicamente, pero el alma cantaba»
(Carta a Chiara Lubich, Sassello, 20 de diciembre de 1989). La clave de
su paz y alegría era la plena confianza en el Señor y la aceptación de la
enfermedad como misteriosa expresión de su voluntad para su bien y el de
los demás. A menudo repetía: «Jesús, si tú lo quieres, yo también lo
quiero».
Son dos sencillos testimonios, entre otros muchos, que muestran cómo
el cristiano auténtico no está nunca desesperado o triste, incluso ante las
pruebas más duras, y muestran que la alegría cristiana no es una huída de
la realidad, sino una fuerza sobrenatural para hacer frente y vivir las
dificultades cotidianas. Sabemos que Cristo crucificado y resucitado está
con nosotros, es el amigo siempre fiel. Cuando participamos en sus
sufrimientos, participamos también en su alegría. Con Él y en Él, el
sufrimiento se transforma en amor. Y ahí se encuentra la alegría
(cf. Col 1,24).
7. Testigos de la alegría
Queridos amigos, para concluir quisiera alentaros a ser misioneros de
la alegría. No se puede ser feliz si los demás no lo son. Por ello, hay que
compartir la alegría. Id a contar a los demás jóvenes vuestra alegría de
haber encontrado aquel tesoro precioso que es Jesús mismo. No podemos
conservar para nosotros la alegría de la fe; para que ésta pueda permanecer
en nosotros, tenemos que transmitirla. San Juan afirma: «Eso que hemos
visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con
nosotros… Os escribimos esto, para que nuestro gozo sea completo»
(1Jn 1,3-4).
A veces se presenta una imagen del Cristianismo como una propuesta
de vida que oprime nuestra libertad, que va contra nuestro deseo de
felicidad y alegría. Pero esto no corresponde a la verdad. Los cristianos
son hombres y mujeres verdaderamente felices, porque saben que nunca
están solos, sino que siempre están sostenidos por las manos de Dios.
Sobre todo vosotros, jóvenes discípulos de Cristo, tenéis la tarea de
mostrar al mundo que la fe trae una felicidad y alegría verdadera, plena y
duradera. Y si el modo de vivir de los cristianos parece a veces cansado y
aburrido, entonces sed vosotros los primeros en dar testimonio del rostro
alegre y feliz de la fe. El Evangelio es la «buena noticia» de que Dios nos
ama y que cada uno de nosotros es importante para Él. Mostrad al mundo
que esto de verdad es así.
Por lo tanto, sed misioneros entusiasmados de la nueva evangelización.
Llevad a los que sufren, a los que están buscando, la alegría que Jesús
quiere regalar. Llevadla a vuestras familias, a vuestras escuelas y
universidades, a vuestros lugares de trabajo y a vuestros grupos de
amigos, allí donde vivís. Veréis que es contagiosa. Y recibiréis el ciento
por uno: la alegría de la salvación para vosotros mismos, la alegría de ver
93
la Misericordia de Dios que obra en los corazones. En el día de vuestro
encuentro definitivo con el Señor, Él podrá deciros: «¡Siervo bueno y fiel,
entra en el gozo de tu señor!» (Mt 25,21).
Que la Virgen María os acompañe en este camino. Ella acogió al Señor
dentro de sí y lo anunció con un canto de alabanza y alegría,
el Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi
espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,46-47). María respondió plenamente
al amor de Dios dedicando a Él su vida en un servicio humilde y total. Es
llamada «causa de nuestra alegría» porque nos ha dado a Jesús. Que Ella
os introduzca en aquella alegría que nadie os podrá quitar.

MISERICORDIA DE DIOS Y RESPONSABILIDAD DEL HOMBRE


20120318. Ángelus
En nuestro itinerario hacia la Pascua, hemos llegado al cuarto domingo
de Cuaresma. Es un camino con Jesús a través del «desierto», es decir, un
tiempo para escuchar más la voz de Dios y también para desenmascarar
las tentaciones que hablan dentro de nosotros. En el horizonte de este
desierto se vislumbra la cruz. Jesús sabe que la cruz es el culmen de su
misión: en efecto, la cruz de Cristo es la cumbre del amor, que nos da la
salvación. Lo dice él mismo en el Evangelio de hoy: «Lo mismo que
Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo
del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3, 14-
15). Se hace referencia al episodio en el que, durante el éxodo de Egipto,
los judíos fueron atacados por serpientes venenosas y muchos murieron;
entonces Dios ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la
pusiera sobre un estandarte: si alguien era mordido por las serpientes, al
mirar a la serpiente de bronce, quedaba curado (cf. Nm 21, 4-9). También
Jesús será levantado sobre la cruz, para que todo el que se encuentre en
peligro de muerte a causa del pecado, dirigiéndose con fe a él, que murió
por nosotros, sea salvado. «Porque Dios —escribe san Juan— no envió a
su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve
por él» (Jn 3, 17).
San Agustín comenta: «El médico, en lo que depende de él, viene a
curar al enfermo. Si uno no sigue las prescripciones del médico, se
perjudica a sí mismo. El Salvador vino al mundo... Si tú no quieres que te
salve, te juzgarás a ti mismo» (Sobre el Evangelio de Juan, 12, 12: PL 35,
1190). Así pues, si es infinito el amor misericordioso de Dios, que llegó al
punto de dar a su Hijo único como rescate de nuestra vida, también es
grande nuestra responsabilidad: cada uno, por tanto, para poder ser
curado, debe reconocer que está enfermo; cada uno debe confesar su
propio pecado, para que el perdón de Dios, ya dado en la cruz, pueda tener
efecto en su corazón y en su vida. Escribe también san Agustín: «Dios
condena tus pecados; y si también tú los condenas, te unes a Dios...
Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces comienzan tus
buenas obras, porque condenas tus malas obras. Las buenas obras
comienzan con el reconocimiento de las malas obras» (ib., 13: PL 35,
94
1191). A veces el hombre ama más las tinieblas que la luz, porque está
apegado a sus pecados. Sin embargo, la verdadera paz y la verdadera
alegría sólo se encuentran abriéndose a la luz y confesando con sinceridad
las propias culpas a Dios. Es importante, por tanto, acercarse con
frecuencia al sacramento de la Penitencia, especialmente en Cuaresma,
para recibir el perdón del Señor e intensificar nuestro camino de
conversión.

MÉXICO: ANUNCIAR A DIOS Y EDUCAR LAS CONCIENCIAS


20120323. Entrevista con periodistas durante el vuelo a México
Padre Lombardi: Santidad, gracias de estar con nosotros al comenzar
este viaje tan bello e importante. Comenzamos, pues, con una pregunta
formulada por la Señora María Collins, por la televisión "Univision", una
de las televisiones que sigue este viaje; es una señora mejicana que nos
hará la pregunta en español y yo la repetiré luego en italiano para todos.
1ª Pregunta: Santo Padre, México y Cuba han sido tierras en las
cuales los viajes de su predecesor Juan Pablo II han hecho historia. ¿Con
cual ánimo y con cuales esperanzas hoy Ud., Santo Padre, sigue sus
huellas?
Santo Padre: Queridos amigos, en primer lugar quiero daros la
bienvenida y las gracias por acompañarme en este viaje, que esperamos
que sea bendecido por el Señor. Yo, en este viaje, me siento totalmente en
continuidad con el Papa Juan Pablo II. Recuerdo muy bien su primer viaje
a México, que fue realmente histórico. En una situación jurídica todavía
muy confusa, abrió las puertas, inició una nueva fase de la colaboración
entre Iglesia, sociedad y Estado. Igualmente, recuerdo bien su histórico
viaje a Cuba. Por ello, intento seguir sus huellas y continuar cuanto
comenzó. Desde el principio, yo tenía el deseo de visitar México. Siendo
cardenal, estuve en México, con óptimos recuerdos, y cada miércoles
escucho los aplausos y constato la alegría de los mexicanos. Estar ahora
aquí como Papa es para mí una gran alegría y responde a un deseo que
albergaba desde hace mucho tiempo. Para expresar los sentimientos que
experimento, me vienen a la mente las palabras del Vaticano II «gaudium
et spes, luctus et angor», gozo y esperanza, pero también tristeza y
angustia. Comparto las alegrías y las esperanzas, pero comparto también
el luto y las dificultades de este gran país. Voy para alentar y para
aprender, para confortar en la fe, en la esperanza y en la caridad, para
confortar en el compromiso por el bien y en el compromiso por la lucha
contra el mal. ¡Esperamos que el Señor nos ayude!

P. Lombardi: Gracias, Santidad. Y ahora damos la palabra al Dr.


Javier Alatorre Soria, que representa Tele Azteca, una de las grandes
televisiones mejicanas que nos seguirá en estos días.
2ª Pregunta: Santidad, México es un país con recursos y posibilidades
maravillosas, es un gran País, pero en estos años sabemos que también es
tierra de violencia por el problema del narcotráfico. Se habla de 50.000
95
muertos en los últimos cinco años. ¿Cómo afronta la Iglesia católica esta
situación? ¿Tendría, tendrá Ud. palabras para los responsables y para
los traficantes que a veces se profesan católicos o incluso benefactores de
la Iglesia?
Santo Padre: Nosotros conocemos bien todas las bellezas de México,
pero también este gran problema del narcotráfico y de la violencia.
Supone ciertamente una gran responsabilidad para la Iglesia católica en un
país con un 80 por ciento de católicos. Debemos hacer lo posible contra
este mal destructivo de la humanidad y de nuestra juventud. Diría que el
primer acto es anunciar a Dios: Dios es el juez, Dios que nos ama, pero
que nos ama para atraernos hacia el bien, a la verdad contra el mal. En
segundo lugar, la Iglesia tiene la gran responsabilidad de educar las
conciencias, educar en la responsabilidad moral y desenmascarar el mal,
desenmascarar esta idolatría del dinero, que esclaviza a los hombres sólo
por él; desenmascarar también las falsas promesas, la mentira, la estafa,
que está detrás de la droga. Debemos ver que el hombre necesita del
infinito. Si no existe Dios, el infinito se crea sus propios paraísos, una
apariencia de «infinitudes» que sólo puede ser una mentira. Por eso es tan
importante que Dios esté presente, accesible; es una gran responsabilidad
ante el Dios juez que nos guía, nos atrae a la verdad y al bien, y en este
sentido la Iglesia debe desenmascarar el mal, hacer presente la bondad de
Dios, hacer presente su verdad, el verdadero infinito del cual tenemos sed.
Es el gran deber de la Iglesia. Hagamos todos juntos lo posible, cada vez
más.

P. Lombardi: Santidad, la tercera pregunta se la plantea Valentina


Alazraki por Televisa, una de las veteranas de nuestros viajes, que usted
bien conoce, y que está tan encantada de que por fin también usted vaya a
su país.
3ª Pregunta: Santidad, ante todo le damos la bienvenida a México.
Estamos todos contentos de que vaya a México. La pregunta es la
siguiente: Santo Padre, Ud. ha dicho que desde México quiere dirigirse a
toda América Latina en el bicentenario de la independencia de los países
latinoamericanos. Sabemos que América Latina, a pesar del desarrollo,
también es una región de contrastes, donde están juntos los más ricos y
los más pobres. A veces se tiene la impresión de que la Iglesia no sea
suficientemente animada a comprometerse en este campo. ¿Cree Ud. que
se puede hablar todavía en una forma positiva de «teología de la
liberación», después de los excesos, considerados excesos, que han sido
de alguna manera corregidos, como el marxismo y la violencia?
Santo Padre: Naturalmente, la Iglesia debe preguntarse siempre si se
hace lo suficiente por la justicia social en este gran continente. Esta es una
cuestión de conciencia que debemos plantearnos siempre. Preguntar: ¿qué
puede y debe hacer la Iglesia?, ¿qué no puede y no debe hacer? La Iglesia
no es un poder político, no es un partido, sino una realidad moral, un
poder moral. Dado que la política debe ser fundamentalmente una realidad
moral, la Iglesia, en este aspecto, tiene que ver fundamentalmente con la
96
política. Repito lo que acabo de decir: el primer pensamiento de la Iglesia
es educar las conciencias y así crear la responsabilidad necesaria; educar
las conciencias tanto en la ética individual como en la ética pública. Y
aquí quizás algo ha faltado. En América Latina, y también en otros
lugares, en no pocos católicos se percibe cierta esquizofrenia entre moral
individual y pública: personalmente, en la esfera individual, son católicos,
creyentes, pero en la vida pública siguen otros caminos que no
corresponden a los grandes valores del Evangelio, que son necesarios para
la fundación de una sociedad justa. Por tanto, hay que educar para superar
esta esquizofrenia, educar no sólo en una moral individual, sino en una
moral pública, y esto intentamos hacerlo a través de la doctrina social de
la Iglesia, porque, naturalmente, esta moral pública debe ser una moral
razonable, compartida, que pueden compartir también los no creyentes,
una moral de la razón. Desde luego, nosotros, gracias a la luz de la fe,
podemos ver mejor muchas cosas que también la razón puede ver, pero
precisamente la fe sirve asimismo para liberar a la razón de los falsos
intereses y de los oscurecimientos de los intereses, y así crear en la
doctrina social los modelos sustanciales para una colaboración política,
sobre todo para la superación de esta división social, antisocial, que por
desgracia existe. Queremos trabajar en este sentido. No sé si la palabra
«teología de la liberación», que también puede interpretarse muy bien, nos
ayudaría mucho. Es importante la racionalidad común a la que la Iglesia
ofrece una contribución fundamental y siempre debe ayudar a la
educación de las conciencias, tanto para la vida pública como para la vida
privada.

P. Lombardi: Gracias Santidad. Y ahora una cuarta pregunta. La hace


una de nuestras "decanas" de estos viajes, pero siempre joven, Paloma
Gómez Borrero, que representa también en este viaje a España, que
naturalmente tiene un gran interés igualmente para los españoles.
4ª Pregunta: Santidad, miramos ahora a Cuba. Todos recordamos las
famosas palabras de Juan Pablo II: «Que Cuba se abra al mundo y que el
mundo se abra a Cuba». Han pasado 14 años, pero parece que estas
palabras fueran todavía actuales. Como usted sabe, durante la espera de
su viaje, muchas veces los opositores y de defensores de los derechos
humanos se han hecho sentir. ¿Ud. piensa, Santidad, retomar el mensaje
de Juan Pablo II, pensando tanto en la situación interior de Cuba como
en la situación internacional?
Santo Padre: Como ya he dicho, me siento en absoluta continuidad
con las palabras del Santo Padre Juan Pablo II, que siguen siendo muy
actuales. Esa visita del Papa inauguró un camino de colaboración y de
diálogo constructivo; un camino que es largo y que exige paciencia, pero
que va adelante. Hoy es evidente que la ideología marxista, como se la
concebía, ya no responde a la realidad: así ya no se puede responder y
construir una sociedad; deben encontrarse nuevos modelos, con paciencia
y de manera constructiva. En este proceso, que exige paciencia pero
también decisión, queremos ayudar con espíritu de diálogo, para evitar
97
traumas y para favorecer el camino hacia una sociedad fraterna y justa
como la deseamos para todo el mundo, y queremos colaborar en este
sentido. Es evidente que la Iglesia está siempre de la parte de la libertad:
libertad de conciencia, libertad de religión. En este sentido contribuimos,
contribuyen precisamente también los fieles en este camino hacia
adelante.

P. Lombardi: Gracias Santidad, como puede imaginar, habrá gran


atención por sus discursos en Cuba por parte de todos nosotros. Y ahora
damos la palabra a un francés para la quinta pregunta, pues hay aquí
también otros pueblos. Jean-Louis de la Vaissière es el corresponsal de
France Press en Roma, y nos ha propuesto diversas preguntas interesantes
sobre este viaje y, por tanto, era justo que él interpretara también nuestras
preguntas y nuestras expectativas.
5ª Pregunta: Santidad, después de la Conferencia de Aparecida se
habla de una «Misión continental» de la Iglesia en América Latina;
dentro de pocos meses tendrá lugar el Sínodo sobre la nueva
evangelización y comenzará el Año de la fe. También América Latina
afronta los retos de la secularización, de las sectas. En Cuba se notan las
consecuencias de una larga propaganda del ateísmo, la religiosidad afro-
cubana está muy difundida. ¿Cree que este viaje es un estímulo para la
«nueva evangelización»? Y ¿cuáles son los puntos que más le interesan
desde esta perspectiva?
Santo Padre: El período de la nueva evangelización comenzó con el
Concilio; esta era fundamentalmente la intención del Papa Juan XXIII; la
subrayó mucho el Papa Juan Pablo II y, en un mundo que atraviesa una
fase de gran cambio, su necesidad se vuelve cada vez más evidente.
Necesidad en el sentido de que el Evangelio debe expresarse de nuevos
modos; necesidad también en el sentido de que el mundo necesita una
palabra en la confusión, en la dificultad de orientarse hoy en día. Existe
una situación común en el mundo: está la secularización, la ausencia de
Dios, la dificultad de encontrar acceso, de verlo como una realidad que
concierne a mi vida. Y, por otra parte, están los contextos específicos;
usted ha señalado los de Cuba, con el sincretismo afro-cubano, con tantas
otras dificultades, pero cada país tiene su situación cultural específica. Y,
por un lado, debemos partir del problema común: cómo en la actualidad,
en este contexto de nuestra racionalidad moderna, podemos redescubrir a
Dios como la orientación fundamental de nuestra vida, la esperanza
fundamental de nuestra vida, el fundamento de los valores que realmente
construyen una sociedad, y cómo podemos tener en cuenta la
especificidad de las distintas situaciones. El primero me parece muy
importante: anunciar a un Dios que responde a nuestra razón, porque
vemos la racionalidad del cosmos, vemos que hay algo detrás, pero no
vemos lo cerca que está este Dios, cómo me concierne; y esta síntesis del
Dios grande y majestuoso, y del Dios pequeño que está cerca de mí, que
me orienta, que me muestra los valores de mi vida, es el núcleo de la
evangelización. Por tanto, un cristianismo que va a lo esencial, donde se
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encuentra realmente el núcleo fundamental para vivir hoy con todos los
problemas de nuestro tiempo. Y, por otra parte, tener en cuenta la realidad
concreta. En América Latina, en general, es muy importante que el
cristianismo no sea nunca tanto una cuestión de la razón, sino del corazón.
La Virgen de Guadalupe es reconocida y amada por todos, porque
entienden que es una Madre para todos y está presente desde el principio
en esta nueva América Latina, después de la llegada de los europeos. Y
también en Cuba tenemos a la Virgen del Cobre, que toca los corazones, y
todos saben intuitivamente que es verdad, que esta Virgen nos ayuda, que
existe, nos ama y nos ayuda. Pero esta intuición del corazón debe estar
vinculada con la racionalidad de la fe y con la profundidad de la fe que va
más allá de la razón. Debemos tratar de no perder el corazón, sino unir
corazón y razón, de modo que cooperen, porque sólo así el hombre es
completo y puede ayudar y trabajar realmente por un futuro mejor.

MÉXICO: PEREGRINO DE FE, ESPERANZA Y CARIDAD


20120323. Discurso. Bienvenida en Silao, Guanajuato, México
Vengo como peregrino de la fe, de la esperanza y de la caridad. Deseo
confirmar en la fe a los creyentes en Cristo, afianzarlos en ella y animarlos
a revitalizarla con la escucha de la Palabra de Dios, los sacramentos y la
coherencia de vida. Así podrán compartirla con los demás, como
misioneros entre sus hermanos, y ser fermento en la sociedad,
contribuyendo a una convivencia respetuosa y pacífica, basada en la
inigualable dignidad de toda persona humana, creada por Dios, y que
ningún poder tiene derecho a olvidar o despreciar. Esta dignidad se
expresa de manera eminente en el derecho fundamental a la libertad
religiosa, en su genuino sentido y en su plena integridad.
Como peregrino de la esperanza, les digo con san Pablo: «No se
entristezcan como los que no tienen esperanza» (1 Ts 4,13). La confianza
en Dios ofrece la certeza de encontrarlo, de recibir su gracia, y en ello se
basa la esperanza de quien cree. Y, sabiendo esto, se esfuerza en
transformar también las estructuras y acontecimientos presentes poco
gratos, que parecen inconmovibles e insuperables, ayudando a quien no
encuentra en la vida sentido ni porvenir. Sí, la esperanza cambia la
existencia concreta de cada hombre y cada mujer de manera real (cf. Spe
salvi, 2). La esperanza apunta a «un cielo nuevo y una tierra nueva»
(Ap 21,1), tratando de ir haciendo palpable ya ahora algunos de sus
reflejos. Además, cuando arraiga en un pueblo, cuando se comparte, se
difunde como la luz que despeja las tinieblas que ofuscan y atenazan. Este
país, este Continente, está llamado a vivir la esperanza en Dios como una
convicción profunda, convirtiéndola en una actitud del corazón y en un
compromiso concreto de caminar juntos hacia un mundo mejor. Como ya
dije en Roma, «continúen avanzando sin desfallecer en la construcción de
una sociedad cimentada en el desarrollo del bien, el triunfo del amor y la
difusión de la justicia» (Homilía en la solemnidad de Nuestra Señor de
Guadalupe, Roma, 12 diciembre 2011).
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Junto a la fe y la esperanza, el creyente en Cristo, y la Iglesia en su
conjunto, vive y practica la caridad como elemento esencial de su misión.
En su acepción primera, la caridad «es ante todo y simplemente la
respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación» (Deus
caritas est, 31,a), como es socorrer a los que padecen hambre, carecen de
cobijo, están enfermos o necesitados en algún aspecto de su existencia.
Nadie queda excluido por su origen o creencias de esta misión de la
Iglesia, que no entra en competencia con otras iniciativas privadas o
públicas, es más, ella colabora gustosa con quienes persiguen estos
mismos fines. Tampoco pretende otra cosa que hacer de manera
desinteresada y respetuosa el bien al menesteroso, a quien tantas veces lo
que más le falta es precisamente una muestra de amor auténtico.

SI CRISTO NOS CAMBIA, PODREMOS CAMBIAR EL MUNDO


20120324. Discurso. Encuentro con los niños. Guanajuato
Dios quiere que seamos siempre felices. Él nos conoce y nos ama. Si
dejamos que el amor de Cristo cambie nuestro corazón, entonces nosotros
podremos cambiar el mundo. Ese es el secreto de la auténtica felicidad.
Este lugar en el que nos hallamos tiene un nombre que expresa el
anhelo presente en el corazón de todos los pueblos: «la paz», un don que
proviene de lo alto. «La paz esté con ustedes» (Jn 20,21). Son las palabras
del Señor resucitado. Las oímos en cada Misa, y hoy resuenan de nuevo
aquí, con la esperanza de que cada uno se transforme en sembrador y
mensajero de esa paz por la que Cristo entregó su vida.
El discípulo de Jesús no responde al mal con el mal, sino que es
siempre instrumento del bien, heraldo del perdón, portador de la alegría,
servidor de la unidad. Él quiere escribir en cada una de sus vidas una
historia de amistad. Ténganlo, pues, como el mejor de sus amigos. Él no
se cansará de decirles que amen siempre a todos y hagan el bien. Esto lo
escucharán, si procuran en todo momento un trato frecuente con él, que les
ayudará aun en las situaciones más difíciles.
He venido para que sientan mi afecto. Cada uno de ustedes es un
regalo de Dios para México y para el mundo. Su familia, la Iglesia, la
escuela y quienes tienen responsabilidad en la sociedad han de trabajar
unidos para que ustedes puedan recibir como herencia un mundo mejor,
sin envidias ni divisiones.
Por ello, deseo elevar mi voz invitando a todos a proteger y cuidar a
los niños, para que nunca se apague su sonrisa, puedan vivir en paz y
mirar al futuro con confianza.
Ustedes, mis pequeños amigos, no están solos. Cuentan con la ayuda
de Cristo y de su Iglesia para llevar un estilo de vida cristiano. Participen
en la Misa del domingo, en la catequesis, en algún grupo de apostolado,
buscando lugares de oración, fraternidad y caridad. Eso mismo vivieron
los beatos Cristóbal, Antonio y Juan, los niños mártires de Tlaxcala, que
conociendo a Jesús, en tiempos de la primera evangelización de México,
100
descubrieron que no había tesoro más grande que él. Eran niños como
ustedes, y de ellos podemos aprender que no hay edad para amar y servir.
Quisiera quedarme más tiempo con ustedes, pero ya debo irme. En la
oración seguiremos juntos. Los invito, pues, a rezar continuamente,
también en casa; así experimentarán la alegría de hablar con Dios en
familia. Recen por todos, también por mí. Yo rezaré por ustedes, para que
México sea un hogar en el que todos sus hijos vivan con serenidad y
armonía.

CREA EN MÍ, SEÑOR, UN CORAZÓN PURO


20120325. Homilía. Parque Bicentenario de León, México.
«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12), hemos invocado en
el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con la que
hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de
la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar
muy dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor
y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo
mexicano y también otros de Latinoamérica.
El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a Dios, era
muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba conciencia de la
persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder
prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en
la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara
desde dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin
futuro. Así fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del
Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva
(cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón nuevo, es el que se reconoce
impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para seguir
esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir
convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el
final del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme
confesión de fe: «Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo
desprecias» (v. 19).
La historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero a la
hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la
salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que
puede recrear un corazón nuevo, no insensible y engreído. Esto nos puede
recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se
trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no
bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también
al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de
la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.
El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo
anhelo de vida plena se ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san
Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos griegos de ver a
Jesús y el momento en que el Señor está por ser glorificado. A la pregunta
101
de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde diciendo:
«Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn 12,23).
Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos.
¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse
con él? Pero sí que hay una relación. Alguien podría pensar –observa san
Agustín– que Jesús se sentía glorificado porque venían a él los gentiles.
Algo parecido al aplauso de la multitud que da «gloria» a los grandes del
mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a la excelsitud de su
glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis Ev.,
51,9: PL 35, 1766).
La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente, viene a decir
que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo y tal vez
engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado
en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí
comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos,
como el grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto
abundante. Encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban
buscando en su corazón, al verdadero Dios que se hace reconocible para
todos los pueblos. Este es también el modo en que Nuestra Señora de
Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a un héroe
portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se
vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del
Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel
momento lo que ya había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro
de la falta de vino, indicó claramente a los sirvientes que la vía a seguir
era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).
Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al monumento
a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el beato
Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo visitar este
lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta
querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor
me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como
también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido
venerar sus reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues
bien, en este monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que
le acompañan, una de soberano y otra de espinas, indican que su realeza
no es como muchos la entendieron y la entienden. Su reinado no consiste
en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la
violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el
amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la
que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni
nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima de todo, este santuario
sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de conversión, de
reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia. A él, a
Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros,
dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.
102
También hoy, desde este parque con el que se quiere dejar constancia
del bicentenario del nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella
muchas diferencias, pero con un destino y un afán común, pidamos a
Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe de la paz,
gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Y,
para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse
interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a
ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él,
se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a
conocer a los demás.
En Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido
con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la
novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras «desde el
encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y
misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental, que
ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente,
tiene precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los
cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una
fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí
se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser
cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo
y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías
para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano,
para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar»
(Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2011). Lo vemos muy
bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio con
entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia
vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían
aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.
En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia,
«es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único
Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como
experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de
gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro corazón,
especialmente ante la cercana celebración de las fiestas de Pascua, para
que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador de su Hijo, tal
como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y pidámosle también que siga
acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y
latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a
promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad.
Amén.

AMAR A MARÍA ES VIVIR SEGÚN LAS PALABRAS DE JESÚS


20120325. Ángelus. Parque Bicentenario de León, México.
103
En el Evangelio de este domingo, Jesús habla del grano de trigo que
cae en tierra, muere y se multiplica, respondiendo a algunos griegos que se
acercan al apóstol Felipe para pedirle: «Quisiéramos ver a Jesús»
(Jn 12,21). Nosotros hoy invocamos a María Santísima y le suplicamos:
«Muéstranos a Jesús».
Al rezar ahora el Ángelus, recordando la Anunciación del Señor,
nuestros ojos también se dirigen espiritualmente hacia el cerro del
Tepeyac, al lugar donde la Madre de Dios, bajo el título de «la siempre
virgen santa María de Guadalupe», es honrada con fervor desde hace
siglos, como signo de reconciliación y de la infinita bondad de Dios para
con el mundo.
Mis Predecesores en la Cátedra de san Pedro la honraron con títulos
tan entrañables como Señora de México, celestial Patrona de
Latinoamérica, Madre y Emperatriz de este Continente. Sus fieles hijos, a
su vez, que experimentan sus auxilios, la invocan llenos de confianza con
nombres tan afectuosos y familiares como Rosa de México, Señora del
Cielo, Virgen Morena, Madre del Tepeyac, Noble Indita.
Queridos hermanos, no olviden que la verdadera devoción a la Virgen
María nos acerca siempre a Jesús, y «no consiste ni en un estéril y
transitorio sentimentalismo, ni en una vana credulidad, sino que procede
de la fe verdadera, que nos lleva a reconocer la excelencia de la Madre de
Dios y nos inclina a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de
sus virtudes» (Lumen gentium, 67). Amarla es comprometerse a escuchar a
su Hijo, venerar a la Guadalupana es vivir según las palabras del fruto
bendito de su vientre.
En estos momentos en que tantas familias se encuentran divididas o
forzadas a la migración, cuando muchas padecen a causa de la pobreza, la
corrupción, la violencia doméstica, el narcotráfico, la crisis de valores o la
criminalidad, acudimos a María en busca de consuelo, fortaleza y
esperanza. Es la Madre del verdadero Dios, que invita a estar con la fe y la
caridad bajo su sombra, para superar así todo mal e instaurar una sociedad
más justa y solidaria.
Con estos sentimientos, deseo poner nuevamente bajo la dulce mirada
de Nuestra Señora de Guadalupe a este País y a toda Latinoamérica y el
Caribe. Confío a cada uno de sus hijos a la Estrella de la primera y de la
nueva evangelización, que ha animado con su amor materno su historia
cristiana, dando expresión propia a sus gestas patrias, a sus iniciativas
comunitarias y sociales, a la vida familiar, a la devoción personal y a
la Misión continental que ahora se está desarrollando en estas nobles
tierras. En tiempos de prueba y dolor, ella ha sido invocada por tantos
mártires que, a la voz de «viva Cristo Rey y María de Guadalupe», han
dado testimonio inquebrantable de fidelidad al Evangelio y entrega a la
Iglesia. Le suplico ahora que su presencia en esta querida Nación continúe
llamando al respeto, defensa y promoción de la vida humana y al fomento
de la fraternidad, evitando la inútil venganza y desterrando el odio que
divide. Santa María de Guadalupe nos bendiga y nos alcance por su
intercesión abundantes gracias del Cielo.
104
QUE JESUCRISTO SEA CONOCIDO, AMADO Y SEGUIDO
20120325. Homilía. Vísperas con los obispos. Catedral de León
Es un gran gozo rezar con todos ustedes en esta Basílica-Catedral de
León, dedicada a Nuestra Señora de la Luz. En la bella imagen que se
venera en este templo, la Santísima Virgen tiene en una mano a su Hijo
con gran ternura, y extiende la otra para socorrer a los pecadores. Así ve a
María la Iglesia de todos los tiempos, que la alaba por habernos dado al
Redentor, y se confía a ella por ser la Madre que su divino Hijo nos dejó
desde la cruz. Por eso, nosotros la imploramos frecuentemente como
«esperanza nuestra», porque nos ha mostrado a Jesús y transmitido las
grandezas que Dios ha hecho y hace con la humanidad, de una manera
sencilla, como explicándolas a los pequeños de la casa.
Un signo decisivo de estas grandezas nos la ofrece la lectura breve que
hemos proclamado en estas Vísperas. Los habitantes de Jerusalén y sus
jefes no reconocieron a Cristo, pero, al condenarlo a muerte, dieron
cumplimiento de hecho a las palabras de los profetas (cf. Hch 13,27). Sí,
la maldad y la ignorancia de los hombres no es capaz de frenar el plan
divino de salvación, la redención. El mal no puede tanto.
Otra maravilla de Dios nos la recuerda el segundo salmo que acabamos
de recitar: Las «peñas» se transforman «en estanques, el pedernal en
manantiales de agua» (Sal 113,8). Lo que podría ser piedra de tropiezo y
de escándalo, con el triunfo de Jesús sobre la muerte se convierte en
piedra angular: «Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro
patente» (Sal 117,23). No hay motivos, pues, para rendirse al despotismo
del mal. Y pidamos al Señor Resucitado que manifieste su fuerza en
nuestras debilidades y penurias.
Esperaba con gran ilusión este encuentro con ustedes, Pastores de la
Iglesia de Cristo que peregrina en México y en los diversos países de este
gran Continente, como una ocasión para mirar juntos a Cristo que les ha
encomendado la hermosa tarea de anunciar el evangelio en estos pueblos
de recia raigambre católica. La situación actual de sus diócesis plantea
ciertamente retos y dificultades de muy diversa índole. Pero, sabiendo que
el Señor ha resucitado, podemos proseguir confiados, con la convicción de
que el mal no tiene la última palabra de la historia, y que Dios es capaz de
abrir nuevos espacios a una esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5).
Al ver en sus rostros el reflejo de las preocupaciones de la grey que
apacientan, me vienen a la mente las Asambleas del Sínodo de los
Obispos, en las que los participantes aplauden cuando intervienen quienes
ejercen su ministerio en situaciones particularmente dolorosas para la vida
y la misión de la Iglesia. Ese gesto brota de la fe en el Señor, y significa
fraternidad en los trabajos apostólicos, así como gratitud y admiración por
los que siembran el evangelio entre espinas, unas en forma de
persecución, otras de marginación o menosprecio. Tampoco faltan
preocupaciones por la carencia de medios y recursos humanos, o las trabas
impuestas a la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de su misión.
105
El Sucesor de Pedro participa de estos sentimientos y agradece su
solicitud pastoral paciente y humilde. Ustedes no están solos en los
contratiempos, como tampoco lo están en los logros evangelizadores.
Todos estamos unidos en los padecimientos y en la consolación (cf. 2
Co 1,5). Sepan que cuentan con un lugar destacado en la plegaria de quien
recibió de Cristo el encargo de confirmar en la fe a sus hermanos
(cf. Lc 22,31), que les anima también en la misión de hacer que nuestro
Señor Jesucristo sea cada vez más conocido, amado y seguido en estas
tierras, sin dejarse amedrentar por las contrariedades.
La fe católica ha marcado significativamente la vida, costumbres e
historia de este Continente, en el que muchas de sus naciones están
conmemorando el bicentenario de su independencia. Es un momento
histórico en el que siguió brillando el nombre de Cristo, llegado aquí por
obra de insignes y abnegados misioneros, que lo proclamaron con audacia
y sabiduría. Ellos lo dieron todo por Cristo, mostrando que el hombre
encuentra en él su consistencia y la fuerza necesaria para vivir en plenitud
y edificar una sociedad digna del ser humano, como su Creador lo ha
querido. Aquel ideal de no anteponer nada al Señor, y de hacer penetrante
la Palabra de Dios en todos, sirviéndose de los propios signos y mejores
tradiciones, sigue siendo una valiosa orientación para los Pastores de hoy.
Las iniciativas que se realicen con motivo del Año de la fe deben estar
encaminadas a conducir a los hombres hacia Cristo, cuya gracia les
permitirá dejar las cadenas del pecado que los esclaviza y avanzar hacia la
libertad auténtica y responsable. A esto está ayudando también la Misión
continental promovida en Aparecida, que tantos frutos de renovación
eclesial está ya cosechando en las Iglesias particulares de América Latina
y el Caribe. Entre ellos, el estudio, la difusión y meditación de la Sagrada
Escritura, que anuncia el amor de Dios y nuestra salvación. En este
sentido, los exhorto a seguir abriendo los tesoros del evangelio, a fin de
que se conviertan en potencia de esperanza, libertad y salvación para todos
los hombres (cf. Rm 1,16). Y sean también fieles testigos e intérpretes de
la palabra del Hijo encarnado, que vivió para cumplir la voluntad del
Padre y, siendo hombre con los hombres, se desvivió por ellos hasta la
muerte.
Queridos hermanos en el Episcopado, en el horizonte pastoral y
evangelizador que se abre ante nosotros, es de capital relevancia cuidar
con gran esmero de los seminaristas, animándolos a que no se precien «de
saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co 2,2). No
menos fundamental es la cercanía a los presbíteros, a los que nunca debe
faltar la comprensión y el aliento de su Obispo y, si fuera necesario,
también su paterna admonición sobre actitudes improcedentes. Son sus
primeros colaboradores en la comunión sacramental del sacerdocio, a los
que han de mostrar una constante y privilegiada cercanía. Igualmente cabe
decir de las diversas formas de vida consagrada, cuyos carismas han de ser
valorados con gratitud y acompañados con responsabilidad y respeto al
don recibido. Y una atención cada vez más especial se debe a los laicos
más comprometidos en la catequesis, la animación litúrgica, la acción
106
caritativa y el compromiso social. Su formación en la fe es crucial para
hacer presente y fecundo el evangelio en la sociedad de hoy. Y no es justo
que se sientan tratados como quienes apenas cuentan en la Iglesia, no
obstante la ilusión que ponen en trabajar en ella según su propia vocación,
y el gran sacrificio que a veces les supone esta dedicación. En todo esto,
es particularmente importante para los Pastores que reine un espíritu de
comunión entre sacerdotes, religiosos y laicos, evitando divisiones
estériles, críticas y recelos nocivos.
Con estos vivos deseos, les invito a ser vigías que proclamen día y
noche la gloria de Dios, que es la vida del hombre. Estén del lado de
quienes son marginados por la fuerza, el poder o una riqueza que ignora a
quienes carecen de casi todo. La Iglesia no puede separar la alabanza de
Dios del servicio a los hombres. El único Dios Padre y Creador es el que
nos ha constituido hermanos: ser hombre es ser hermano y guardián del
prójimo. En este camino, junto a toda la humanidad, la Iglesia tiene que
revivir y actualizar lo que fue Jesús: el Buen Samaritano, que viniendo de
lejos se insertó en la historia de los hombres, nos levantó y se ocupó de
nuestra curación.
Queridos hermanos en el Episcopado, la Iglesia en América Latina,
que muchas veces se ha unido a Jesucristo en su pasión, ha de seguir
siendo semilla de esperanza, que permita ver a todos cómo los frutos de la
resurrección alcanzan y enriquecen estas tierras.
Que la Madre de Dios, en su advocación de María Santísima de la Luz,
disipe las tinieblas de nuestro mundo y alumbre nuestro camino, para que
podamos confirmar en la fe al pueblo latinoamericano en sus fatigas y
anhelos, con entereza, valentía y fe firme en quien todo lo puede y a todos
ama hasta el extremo. Amén.

NO CEDER A LA MENTALIDAD UTILITARISTA


20120326. Discurso. Despedida de México. Silao, Guanajuato.
En estas circunstancias, aliento ardientemente a los católicos
mexicanos, y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, a no ceder
a la mentalidad utilitarista, que termina siempre sacrificando a los más
débiles e indefensos. Los invito a un esfuerzo solidario, que permita a la
sociedad renovarse desde sus fundamentos para alcanzar una vida digna,
justa y en paz para todos. Para los católicos, esta contribución al bien
común es también una exigencia de esa dimensión esencial del evangelio
que es la promoción humana, y una expresión altísima de la caridad. Por
eso, la Iglesia exhorta a todos sus fieles a ser también buenos ciudadanos,
conscientes de su responsabilidad de preocuparse por el bien de los demás,
de todos, tanto en la esfera personal como en los diversos sectores de la
sociedad.

LA REGENERACIÓN DEL MUNDO PRECISA HOMBRES


RECTOS
107
20120326. Discurso. Bienvenida en Santiago de Cuba
Muchas partes del mundo viven hoy un momento de especial
dificultad económica, que no pocos concuerdan en situar en una profunda
crisis de tipo espiritual y moral, que ha dejado al hombre vacío de valores
y desprotegido frente a la ambición y el egoísmo de ciertos poderes que no
tienen en cuenta el bien auténtico de las personas y las familias. No se
puede seguir por más tiempo en la misma dirección cultural y moral que
ha causado la dolorosa situación que tantos experimentan. En cambio, el
progreso verdadero tiene necesidad de una ética que coloque en el centro a
la persona humana y tenga en cuenta sus exigencias más auténticas, de
modo especial su dimensión espiritual y religiosa. Por eso, en el corazón y
el pensamiento de muchos, se abre paso cada vez más la certeza de que la
regeneración de las sociedades y del mundo requiere hombres rectos, de
firmes convicciones morales y altos valores de fondo que no sean
manipulables por estrechos intereses, y que respondan a la naturaleza
inmutable y trascendente del ser humano.

CUBA: EL SIGNIFICADO DE LA ENCARNACIÓN


20120326. Homilía.Santiago de Cuba
Estos acontecimientos importantes de la Iglesia en Cuba se ven
iluminados con inusitado resplandor por la fiesta que hoy celebra la
Iglesia universal: la anunciación del Señor a la Virgen María. En efecto, la
encarnación del Hijo de Dios es el misterio central de la fe cristiana, y en
él, María ocupa un puesto de primer orden. Pero, ¿cuál es el significado de
este misterio? Y, ¿cuál es la importancia que tiene para nuestra vida
concreta?
Veamos ante todo qué significa la encarnación. En el evangelio de san
Lucas hemos escuchado las palabras del ángel a María: «El Espíritu Santo
vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso
el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios» (Lc 1,35). En María, el
Hijo de Dios se hace hombre, cumpliéndose así la profecía de Isaías:
«Mirad, la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre
Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”» (Is 7,14). Sí, Jesús, el
Verbo hecho carne, es el Dios-con-nosotros, que ha venido a habitar entre
nosotros y a compartir nuestra misma condición humana. El apóstol san
Juan lo expresa de la siguiente manera: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó
entre nosotros» (Jn 1,14). La expresión «se hizo carne» apunta a la
realidad humana más concreta y tangible. En Cristo, Dios ha venido
realmente al mundo, ha entrado en nuestra historia, ha puesto su morada
entre nosotros, cumpliéndose así la íntima aspiración del ser humano de
que el mundo sea realmente un hogar para el hombre. En cambio, cuando
Dios es arrojado fuera, el mundo se convierte en un lugar inhóspito para el
hombre, frustrando al mismo tiempo la verdadera vocación de la creación
de ser espacio para la alianza, para el «sí» del amor entre Dios y la
108
humanidad que le responde. Y así hizo María como primicia de los
creyentes con su «sí» al Señor sin reservas.
Por eso, al contemplar el misterio de la encarnación no podemos dejar
de dirigir a ella nuestros ojos, para llenarnos de asombro, de gratitud y
amor al ver cómo nuestro Dios, al entrar en el mundo, ha querido contar
con el consentimiento libre de una criatura suya. Sólo cuando la Virgen
respondió al ángel, «aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra» (Lc 1,38), a partir de ese momento el Verbo eterno del Padre
comenzó su existencia humana en el tiempo. Resulta conmovedor ver
cómo Dios no sólo respeta la libertad humana, sino que parece necesitarla.
Y vemos también cómo el comienzo de la existencia terrena del Hijo de
Dios está marcado por un doble «sí» a la voluntad salvífica del Padre, el
de Cristo y el de María. Esta obediencia a Dios es la que abre las puertas
del mundo a la verdad, a la salvación. En efecto, Dios nos ha creado como
fruto de su amor infinito, por eso vivir conforme a su voluntad es el
camino para encontrar nuestra genuina identidad, la verdad de nuestro ser,
mientras que apartarse de Dios nos aleja de nosotros mismos y nos
precipita en el vacío. La obediencia en la fe es la verdadera libertad, la
auténtica redención, que nos permite unirnos al amor de Jesús en su
esfuerzo por conformarse a la voluntad del Padre. La redención es siempre
este proceso de llevar la voluntad humana a la plena comunión con la
voluntad divina (cf. Lectio divina con el clero de Roma, 18 febrero 2010).
Queridos hermanos, hoy alabamos a la Virgen Santísima por su fe y
con santa Isabel le decimos también nosotros: «Bienaventurada la que ha
creído» (Lc 1,45). Como dice san Agustín, María concibió antes a Cristo
por la fe en su corazón que físicamente en su vientre; María creyó y se
cumplió en ella lo que creía (cf. Sermón 215, 4: PL 38,1074). Pidamos
nosotros al Señor que nos aumente la fe, que la haga activa y fecunda en el
amor. Pidámosle que sepamos como ella acoger en nuestro corazón la
palabra de Dios y llevarla a la práctica con docilidad y constancia.
La Virgen María, por su papel insustituible en el misterio de Cristo,
representa la imagen y el modelo de la Iglesia. También la Iglesia, al igual
que hizo la Madre de Cristo, está llamada a acoger en sí el misterio de
Dios que viene a habitar en ella. Queridos hermanos, sé con cuánto
esfuerzo, audacia y abnegación trabajan cada día para que, en las
circunstancias concretas de su País, y en este tiempo de la historia, la
Iglesia refleje cada vez más su verdadero rostro como lugar en el que Dios
se acerca y encuentra con los hombres. La Iglesia, cuerpo vivo de Cristo,
tiene la misión de prolongar en la tierra la presencia salvífica de Dios, de
abrir el mundo a algo más grande que sí mismo, al amor y la luz de Dios.
Vale la pena, queridos hermanos, dedicar toda la vida a Cristo, crecer cada
día en su amistad y sentirse llamado a anunciar la belleza y bondad de su
vida a todos los hombres, nuestros hermanos. Les aliento en su tarea de
sembrar el mundo con la Palabra de Dios y de ofrecer a todos el alimento
verdadero del cuerpo de Cristo. Cercana ya la Pascua, decidámonos sin
miedos ni complejos a seguir a Jesús en su camino hacia la cruz.
Aceptemos con paciencia y fe cualquier contrariedad o aflicción, con la
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convicción de que, en su resurrección, él ha derrotado el poder del mal
que todo lo oscurece, y ha hecho amanecer un mundo nuevo, el mundo de
Dios, de la luz, de la verdad y la alegría. El Señor no dejará de bendecir
con frutos abundantes la generosidad de su entrega.
El misterio de la encarnación, en el que Dios se hace cercano a
nosotros, nos muestra también la dignidad incomparable de toda vida
humana. Por eso, en su proyecto de amor, desde la creación, Dios ha
encomendado a la familia fundada en el matrimonio la altísima misión de
ser célula fundamental de la sociedad y verdadera Iglesia doméstica. Con
esta certeza, ustedes, queridos esposos, han de ser, de modo especial para
sus hijos, signo real y visible del amor de Cristo por la Iglesia. Cuba tiene
necesidad del testimonio de su fidelidad, de su unidad, de su capacidad de
acoger la vida humana, especialmente la más indefensa y necesitada.
Queridos hermanos, ante la mirada de la Virgen de la Caridad del
Cobre, deseo hacer un llamado para que den nuevo vigor a su fe, para que
vivan de Cristo y para Cristo, y con las armas de la paz, el perdón y la
comprensión, luchen para construir una sociedad abierta y renovada, una
sociedad mejor, más digna del hombre, que refleje más la bondad de Dios.

CUBA: EDIFICAR LA VIDA SOBRE LA ROCA FIRME: CRISTO


20120326. Discurso. Santuario Caridad del Cobre. Santiago, Cuba
Hagan saber a cuantos se encuentran cerca o lejos que he confiado a la
Madre de Dios el futuro de su Patria, avanzando por caminos de
renovación y esperanza, para el mayor bien de todos los cubanos. También
he suplicado a la Virgen Santísima por las necesidades de los que sufren,
de los que están privados de libertad, separados de sus seres queridos o
pasan por graves momentos de dificultad. He puesto asimismo en su
inmaculado Corazón a los jóvenes, para que sean auténticos amigos de
Cristo y no sucumban a propuestas que dejan la tristeza tras de sí. Ante
María de la Caridad, también me he acordado de modo particular de los
cubanos descendientes de aquellos que llegaron aquí desde África, así
como de la cercana población de Haití, que aún sufre las consecuencias
del conocido terremoto de hace dos años. Y no he olvidado a tantos
campesinos y a sus familias, que desean vivir intensamente en sus hogares
el evangelio, y ofrecen también sus casas como centros de misión para la
celebración de la Eucaristía.
A ejemplo de la Santísima Virgen, animo a todos los hijos de esta
querida tierra a seguir edificando la vida sobre la roca firme que es
Jesucristo, a trabajar por la justicia, a ser servidores de la caridad y
perseverantes en medio de las pruebas. Que nada ni nadie les quite la
alegría interior, tan característica del alma cubana.Que Dios les bendiga.
Muchas gracias.

CUBA: JESÚS, LA VERDAD, OS HARÁ LIBRES


20120328. Homilía. Plaza de la Revolución. La Habana, Cuba
110
«Bendito eres, Señor Dios…, bendito tu nombre santo y glorioso»
(Dn 3,52). Este himno de bendición del libro de Daniel resuena hoy en
nuestra liturgia invitándonos reiteradamente a bendecir y alabar a Dios.
Somos parte de la multitud de ese coro que celebra al Señor sin cesar. Nos
unimos a este concierto de acción de gracias, y ofrecemos nuestra voz
alegre y confiada, que busca cimentar en el amor y la verdad el camino de
la fe.
«Bendito sea Dios» que nos reúne en esta emblemática plaza, para que
ahondemos más profundamente en su vida.
En la primera lectura proclamada, los tres jóvenes, perseguidos por el
soberano babilonio, prefieren afrontar la muerte abrasados por el fuego
antes que traicionar su conciencia y su fe. Ellos encontraron la fuerza de
«alabar, glorificar y bendecir a Dios» en la convicción de que el Señor del
cosmos y la historia no los abandonaría a la muerte y a la nada. En efecto,
Dios nunca abandona a sus hijos, nunca los olvida. Él está por encima de
nosotros y es capaz de salvarnos con su poder. Al mismo tiempo, es
cercano a su pueblo y, por su Hijo Jesucristo, ha deseado poner su morada
entre nosotros.
«Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos;
conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,31). En este texto
del Evangelio que se ha proclamado, Jesús se revela como el Hijo de Dios
Padre, el Salvador, el único que puede mostrar la verdad y dar la genuina
libertad. Su enseñanza provoca resistencia e inquietud entre sus
interlocutores, y Él los acusa de buscar su muerte, aludiendo al supremo
sacrificio en la cruz, ya cercano. Aun así, los conmina a creer, a mantener
la Palabra, para conocer la verdad que redime y dignifica.
En efecto, la verdad es un anhelo del ser humano, y buscarla siempre
supone un ejercicio de auténtica libertad. Muchos, sin embargo, prefieren
los atajos e intentan eludir esta tarea. Algunos, como Poncio Pilato,
ironizan con la posibilidad de poder conocer la verdad (cf. Jn 18, 38),
proclamando la incapacidad del hombre para alcanzarla o negando que
exista una verdad para todos. Esta actitud, como en el caso del
escepticismo y el relativismo, produce un cambio en el corazón,
haciéndolos fríos, vacilantes, distantes de los demás y encerrados en sí
mismos. Personas que se lavan las manos como el gobernador romano y
dejan correr el agua de la historia sin comprometerse.
Por otra parte, hay otros que interpretan mal esta búsqueda de la
verdad, llevándolos a la irracionalidad y al fanatismo, encerrándose en «su
verdad» e intentando imponerla a los demás. Son como aquellos legalistas
obcecados que, al ver a Jesús golpeado y sangrante, gritan enfurecidos:
«¡Crucifícalo!» (cf. Jn 19, 6). Sin embargo, quien actúa irracionalmente
no puede llegar a ser discípulo de Jesús. Fe y razón son necesarias y
complementarias en la búsqueda de la verdad. Dios creó al hombre con
una innata vocación a la verdad y para esto lo dotó de razón. No es
ciertamente la irracionalidad, sino el afán de verdad, lo que promueve la fe
cristiana. Todo ser humano ha de indagar la verdad y optar por ella cuando
la encuentra, aun a riesgo de afrontar sacrificios.
111
Además, la verdad sobre el hombre es un presupuesto ineludible para
alcanzar la libertad, pues en ella descubrimos los fundamentos de una
ética con la que todos pueden confrontarse, y que contiene formulaciones
claras y precisas sobre la vida y la muerte, los deberes y los derechos, el
matrimonio, la familia y la sociedad, en definitiva, sobre la dignidad
inviolable del ser humano. Este patrimonio ético es lo que puede acercar a
todas las culturas, pueblos y religiones, las autoridades y los ciudadanos, y
a los ciudadanos entre sí, a los creyentes en Cristo con quienes no creen en
él.
El cristianismo, al resaltar los valores que sustentan la ética, no
impone, sino que propone la invitación de Cristo a conocer la verdad que
hace libres. El creyente está llamado a ofrecerla a sus contemporáneos,
como lo hizo el Señor, incluso ante el sombrío presagio del rechazo y de la
cruz. El encuentro personal con quien es la verdad en persona nos impulsa
a compartir este tesoro con los demás, especialmente con el testimonio.
Queridos amigos, no vacilen en seguir a Jesucristo. En él hallamos la
verdad sobre Dios y sobre el hombre. Él nos ayuda a derrotar nuestros
egoísmos, a salir de nuestras ambiciones y a vencer lo que nos oprime. El
que obra el mal, el que comete pecado, es esclavo del pecado y nunca
alcanzará la libertad (cf. Jn 8,34). Sólo renunciando al odio y a nuestro
corazón duro y ciego seremos libres, y una vida nueva brotará en nosotros.
Convencido de que Cristo es la verdadera medida del hombre, y
sabiendo que en él se encuentra la fuerza necesaria para afrontar toda
prueba, deseo anunciarles abiertamente al Señor Jesús como Camino,
Verdad y Vida. En él todos hallarán la plena libertad, la luz para entender
con hondura la realidad y transformarla con el poder renovador del amor.
La Iglesia vive para hacer partícipes a los demás de lo único que ella
tiene, y que no es sino Cristo, esperanza de la gloria (cf. Col 1,27). Para
poder ejercer esta tarea, ha de contar con la esencial libertad religiosa, que
consiste en poder proclamar y celebrar la fe también públicamente,
llevando el mensaje de amor, reconciliación y paz que Jesús trajo al
mundo. Es de reconocer con alegría que en Cuba se han ido dando pasos
para que la Iglesia lleve a cabo su misión insoslayable de expresar pública
y abiertamente su fe. Sin embargo, es preciso seguir adelante, y deseo
animar a las instancias gubernamentales de la Nación a reforzar lo ya
alcanzado y a avanzar por este camino de genuino servicio al bien común
de toda la sociedad cubana.
El derecho a la libertad religiosa, tanto en su dimensión individual
como comunitaria, manifiesta la unidad de la persona humana, que es
ciudadano y creyente a la vez. Legitima también que los creyentes
ofrezcan una contribución a la edificación de la sociedad. Su refuerzo
consolida la convivencia, alimenta la esperanza en un mundo mejor, crea
condiciones propicias para la paz y el desarrollo armónico, al mismo
tiempo que establece bases firmes para afianzar los derechos de las
generaciones futuras.
Cuando la Iglesia pone de relieve este derecho, no está reclamando
privilegio alguno. Pretende sólo ser fiel al mandato de su divino fundador,
112
consciente de que donde Cristo se hace presente, el hombre crece en
humanidad y encuentra su consistencia. Por eso, ella busca dar este
testimonio en su predicación y enseñanza, tanto en la catequesis como en
ámbitos escolares y universitarios. Es de esperar que pronto llegue aquí
también el momento de que la Iglesia pueda llevar a los campos del saber
los beneficios de la misión que su Señor le encomendó y que nunca puede
descuidar.
Ejemplo preclaro de esta labor fue el insigne sacerdote Félix Varela,
educador y maestro, hijo ilustre de esta ciudad de La Habana, que ha
pasado a la historia de Cuba como el primero que enseñó a pensar a su
pueblo. El Padre Varela nos presenta el camino para una verdadera
transformación social: formar hombres virtuosos para forjar una nación
digna y libre, ya que esta trasformación dependerá de la vida espiritual del
hombre, pues «no hay patria sin virtud» (Cartas a Elpidio, carta sexta,
Madrid 1836, 220). Cuba y el mundo necesitan cambios, pero éstos se
darán sólo si cada uno está en condiciones de preguntarse por la verdad y
se decide a tomar el camino del amor, sembrando reconciliación y
fraternidad.
Invocando la materna protección de María Santísima, pidamos que
cada vez que participemos en la Eucaristía nos hagamos también testigos
de la caridad, que responde al mal con el bien (cf. Rm12,21),
ofreciéndonos como hostia viva a quien amorosamente se entregó por
nosotros. Caminemos a la luz de Cristo, que es el que puede destruir la
tiniebla del error. Supliquémosle que, con el valor y la reciedumbre de los
santos, lleguemos a dar una respuesta libre, generosa y coherente a Dios,
sin miedos ni rencores. Amén.

CUBA: CRISTO ES EL FACTOR PRINCIPAL DEL DESARROLLO


20120328.Discurso. Despedida. Aeropuerto. La Habana, Cuba
«Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace
de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano
todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte –Él vive–
y la fe en Él penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y
amenaza» (Vigilia de oración con los jóvenes. Feria de Friburgo de
Brisgovia, 24 septiembre 2011).
Vine aquí como testigo de Jesucristo, convencido de que, donde él
llega, el desaliento deja paso a la esperanza, la bondad despeja
incertidumbres y una fuerza vigorosa abre el horizonte a inusitadas y
beneficiosas perspectivas. En su nombre, y como Sucesor del apóstol
Pedro, he querido recordar su mensaje de salvación, que fortalezca el
entusiasmo y solicitud de los Obispos cubanos, así como de sus
presbíteros, de los religiosos y de quienes se preparan con ilusión al
ministerio sacerdotal y la vida consagrada. Que sirva también de nuevo
impulso a cuantos cooperan con constancia y abnegación en la tarea de la
evangelización, especialmente a los fieles laicos, para que, intensificando
su entrega a Dios en medio de sus hogares y trabajos, no se cansen de
113
ofrecer responsablemente su aportación al bien y al progreso integral de la
patria.
El camino que Cristo propone a la humanidad, y a cada persona y
pueblo en particular, en nada la coarta, antes bien es el factor primero y
principal para su auténtico desarrollo. Que la luz del Señor, que ha brillado
con fulgor en estos días, no se apague en quienes la han acogido y ayude a
todos a estrechar la concordia y a hacer fructificar lo mejor del alma
cubana, sus valores más nobles, sobre los que es posible cimentar una
sociedad de amplios horizontes, renovada y reconciliada. Que nadie se vea
impedido de sumarse a esta apasionante tarea por la limitación de sus
libertades fundamentales, ni eximido de ella por desidia o carencia de
recursos materiales. Situación que se ve agravada cuando medidas
económicas restrictivas impuestas desde fuera del País pesan
negativamente sobre la población.
Concluyo aquí mi peregrinación, pero continuaré rezando
fervientemente para que ustedes sigan adelante y Cuba sea la casa de
todos y para todos los cubanos, donde convivan la justicia y la libertad, en
un clima de serena fraternidad. El respeto y cultivo de la libertad que late
en el corazón de todo hombre es imprescindible para responder
adecuadamente a las exigencias fundamentales de su dignidad, y construir
así una sociedad en la que cada uno se sienta protagonista indispensable
del futuro de su vida, su familia y su patria.
La hora presente reclama de forma apremiante que en la convivencia
humana, nacional e internacional, se destierren posiciones inamovibles y
los puntos de vista unilaterales que tienden a hacer más arduo el
entendimiento e ineficaz el esfuerzo de colaboración. Las eventuales
discrepancias y dificultades se han de solucionar buscando
incansablemente lo que une a todos, con diálogo paciente y sincero,
comprensión recíproca y una leal voluntad de escucha que acepte metas
portadoras de nuevas esperanzas.
Cuba, reaviva en ti la fe de tus mayores, saca de ella la fuerza para
edificar un porvenir mejor, confía en las promesas del Señor, abre tu
corazón a su evangelio para renovar auténticamente la vida personal y
social.
¡Hasta siempre, Cuba, tierra embellecida por la presencia materna de
María! Que Dios bendiga tus destinos. Muchas gracias.

EL DON DE JESÚS CON SU VIA CRUCIS: DIOS ES AMOR


20120322. Mensaje. Via crucis en la cárcel de Rebibbia
Sé que este vía crucis quiere ser también un signo de reconciliación.
En efecto, como dijo uno de los reclusos durante nuestro encuentro, la
cárcel sirve para levantarse después de haber caído, para reconciliarse con
uno mismo, con los demás y con Dios, y poder así reintegrarse en la
sociedad. Cuando, en el vía crucis, vemos a Jesús que cae al suelo —una,
dos, tres veces— comprendemos que él compartió nuestra condición
humana; el peso de nuestros pecados lo hizo caer; sin embargo, tres veces
114
Jesús se levantó y prosiguió el camino hacia el Calvario; y así, con su
ayuda, también nosotros podemos levantarnos de nuestras caídas, y tal vez
ayudar a otro, a un hermano, a levantarse.
¿Pero qué es lo que le daba a Jesús la fuerza de seguir adelante? Era la
certeza de que el Padre estaba con él. Aunque en su corazón tenía toda la
amargura del abandono, Jesús sabía que el Padre lo amaba, y precisamente
este amor inmenso, esta misericordia infinita del Padre celestial lo
consolaba y era más grande que las violencias y las afrentas que lo
rodeaban. Aunque todos lo despreciaban y ya no lo trataban como a un
hombre, Jesús, en su corazón, tenía la firme certeza de que era siempre
hijo, el Hijo amado por Dios Padre.
Este, queridos amigos, es el gran don que Jesús nos ha hecho con su
vía crucis: nos ha revelado que Dios es amor infinito, es misericordia, y
lleva hasta el fondo el peso de nuestros pecados, para que podamos
levantarnos y reconciliarnos y recobrar la paz. Tampoco nosotros, por
tanto, debemos tener miedo de recorrer nuestro «vía crucis», de llevar
nuestra cruz junto a Jesús. Él está con nosotros. Y con nosotros está
también María, su madre y nuestra madre. Ella permanece fiel también al
pie de nuestra cruz, y reza por nuestra resurrección, porque cree
firmemente que, incluso en la noche más oscura, la última palabra es la
luz del amor de Dios.

EL CONCILIO VATICANO II, SIGNO DE DIOS Y GRAN FUERZA


20120324. Videomensaje a los católicos de Francia
Es una gran alegría para mí poder dirigir mi cordial saludo a vosotros,
que habéis acudido a Lourdes en gran número, respondiendo a la llamada
de vuestros obispos, para celebrar el quincuagésimo aniversario de la
apertura del concilio Vaticano II. El concilio Vaticano II fue y es un signo
auténtico de Dios para nuestro tiempo. Si sabemos leerlo y acogerlo
dentro de la Tradición de la Iglesia y bajo la guía segura del Magisterio, se
transformará cada vez más en una gran fuerza para el futuro de la Iglesia.
También deseo vivamente que este aniversario sea para vosotros y para
toda la Iglesia que está en Francia ocasión para una renovación espiritual y
pastoral. En efecto, de esta manera se nos da la oportunidad de conocer
mejor los textos que los padres conciliares nos dejaron en herencia y que
no han perdido nada de su valor, con el fin de asimilarlos y de hacer que
den frutos para el presente.
Esta renovación, que se sitúa en la continuidad, asume múltiples
formas y el Año de la fe, que he querido proponer a toda la Iglesia en esta
ocasión, debe ayudar a que nuestra fe sea más consciente y a reavivar
nuestra adhesión al Evangelio. Esto requiere una apertura cada vez mayor
a la persona de Cristo, especialmente recuperando el gusto de la Palabra
de Dios, para realizar una conversión profunda de nuestro corazón y
recorrer los caminos del mundo proclamando el Evangelio de la esperanza
a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo, en un diálogo respetuoso
hacia todos. Que este tiempo de gracia permita además consolidar la
115
comunión en el seno de esta gran familia que es la Iglesia católica y
contribuya a restaurar la unidad entre todos los cristianos, que fue uno de
los principales objetivos del Concilio.
La renovación de la Iglesia pasa también por el testimonio que dan los
cristianos mismos con su vida, para que resplandezca la Palabra de verdad
que el Señor nos dejó.
La fe es un acto personal y comunitario, que implica también un
testimonio y un compromiso públicos que no podemos desatender.
Redescubrir la alegría de creer y el entusiasmo de comunicar la fuerza
y la belleza de la fe es un reto fundamental de la nueva evangelización, a
la que está llamada toda la Iglesia. Poneos en camino sin miedo, para
llevar a los hombres y a las mujeres de vuestro país hacia la amistad con
Cristo.

SANTA CLARA DE ASÍS: UNA CONVERSIÓN AL AMOR


20120401. Carta. VIII centenario conversión de Santa Clara
He sabido con alegría que, en esa diócesis, al igual que entre los
franciscanos y las clarisas de todo el mundo, se está recordando a santa
Clara con un «Año clariano», con ocasión del VIII centenario de su
«conversión» y consagración. Ese acontecimiento, cuya datación oscila
entre 1211 y 1212, completaba, por así decirlo, «en femenino» la gracia
que había alcanzado pocos años antes la comunidad de Asís con la
conversión del hijo de Pietro Bernardone. Y, tal como le había ocurrido a
Francisco, también en la decisión de Clara se escondía el germen de una
nueva fraternidad, la Orden clarisa que, convertida en árbol robusto, en el
silencio fecundo de los claustros continúa esparciendo la buena semilla del
Evangelio y sirviendo a la causa del reino de Dios.
Esta alegre circunstancia me impulsa a volver idealmente a Asís, para
reflexionar con usted, venerado hermano, y con la comunidad a usted
confiada, e, igualmente, con los hijos de san Francisco y las hijas de santa
Clara, sobre el sentido de aquel acontecimiento, que de hecho también
interesa a nuestra generación, y es atractivo sobre todo para los jóvenes, a
los cuales se dirige mi afectuoso pensamiento con ocasión de la Jornada
mundial de la juventud, que este año, según la costumbre, se celebra en las
Iglesias particulares precisamente en este día del domingo de Ramos.
La santa misma, en su Testamento, habla de su elección radical de
Cristo en términos de «conversión» (cf. FF 2825). De este aspecto quiero
partir, como retomando el hilo del discurso desarrollado en referencia a la
conversión de Francisco el 17 de junio de 2007, cuando tuve la alegría de
visitar esa diócesis. La historia de la conversión de Clara gira en torno a la
fiesta litúrgica del domingo de Ramos. En efecto, su biógrafo escribe:
«Estaba cerca el día solemne de Ramos, cuando la joven acudió al hombre
de Dios para preguntarle sobre su conversión, cuándo y de qué manera
debía actuar. El padre Francisco le ordenó que el día de la fiesta, elegante
y adornada, fuera a la misa de Ramos en medio de la multitud del pueblo y
después, la noche siguiente, saliendo fuera de la ciudad, convirtiera la
116
alegría mundana en el luto del domingo de Pasión. Así, cuando llegó el día
de domingo, en medio de las otras damas, la joven, resplandeciente de luz
festiva, entró en la iglesia con las demás. Allí, con digno presentimiento,
ocurrió que, mientras los demás corrían a recibir los ramos, Clara, por
vergüenza, permaneció inmóvil y entonces el obispo, bajando los
escalones, llegó hasta ella y le puso el ramo en sus manos» (Legenda
Sanctae Clarae virginis, 7: FF 3168).
Habían pasado alrededor de seis años desde que el joven Francisco
había emprendido el camino de la santidad. En las palabras del Crucifijo
de san Damián —«Ve, Francisco, repara mi casa»—, y en el abrazo a los
leprosos, rostro doliente de Cristo, había encontrado su vocación. De allí
había surgido el gesto liberador del «despojo de sus vestidos» ante la
presencia del obispo Guido. Entre el ídolo del dinero que le propuso su
padre terreno, y el amor de Dios que prometía llenarle el corazón, no
había tenido dudas, y con impulso había exclamado: «De ahora en
adelante podré decir libremente: Padre nuestro, que estás en los cielos, y
no padre Pietro Bernardone» (Vida segunda, 12: FF 597). La decisión de
Francisco había desconcertado a la ciudad. Los primeros años de su nueva
vida estuvieron marcados por dificultades, amarguras e incomprensiones.
Pero muchos comenzaron a reflexionar. También la joven Clara, entonces
adolescente, fue tocada por aquel testimonio. Dotada de un notable sentido
religioso, fue conquistada por el «cambio» existencial de aquel que había
sido el «rey de las fiestas». Halló el modo de encontrarse con él y se dejó
implicar por su celo por Cristo. El biógrafo describe al joven convertido
mientras instruye a la nueva discípula: «El padre Francisco la exhortaba al
desprecio del mundo, demostrándole, con palabras vivas, que la esperanza
en este mundo es árida y decepciona, y le infundía en los oídos la dulce
unión de Cristo» (Vita Sanctae Clarae Virginis, 5: FF 3164).
Según el Testamento de santa Clara, antes incluso de recibir a otros
compañeros, Francisco había profetizado el camino de su primera hija
espiritual y de sus hermanas. De hecho, mientras trabajaba para la
restauración de la iglesia de San Damián, donde el Crucifijo le había
hablado, había anunciado que aquel lugar sería habitado por mujeres que
glorificarían a Dios con su santo estilo de vida (cf. FF 2826; Tomás de
Celano, Vida segunda, 13: FF 599). El Crucifijo original se encuentra
ahora en la basílica de Santa Clara. Aquellos grandes ojos de Cristo que
habían fascinado a Francisco, se transformaron en el «espejo» de Clara.
No por casualidad el tema del espejo le resultará muy querido y, en la IV
carta a Inés de Praga, escribirá: «Mira cada día este espejo, oh reina
esposa de Jesucristo, y escruta en él continuamente tu rostro» (FF 2902).
En los años en que se encontraba con Francisco para aprender de él el
camino de Dios, Clara era una chica atractiva. El Poverello de Asís le
mostró una belleza superior, que no se mide con el espejo de la vanidad,
sino que se desarrolla en una vida de amor auténtico, tras las huellas de
Cristo crucificado. ¡Dios es la verdadera belleza! El corazón de Clara se
iluminó con este esplendor, y esto le dio la valentía para dejarse cortar la
cabellera y comenzar una vida penitente. Para ella, al igual que para
117
Francisco, esta decisión estuvo marcada por muchas dificultades. Aunque
algunos familiares no tardaron en comprenderla, e incluso su madre
Ortolana y dos hermanas la siguieron en su elección de vida, otros
reaccionaron de manera violenta. Su huida de casa, en la noche del
domingo de Ramos al Lunes Santo, fue una aventura. En los días
siguientes la buscaron en los lugares donde Francisco le había preparado
un refugio y en vano intentaron, incluso a la fuerza, hacerla desistir de su
propósito.
Clara se había preparado para esta lucha. Y si Francisco era su guía, un
apoyo paterno le venía también del obispo Guido, como sugiere más de un
indicio. Así se explica el gesto del prelado que se acercó a ella para
ofrecerle el ramo, como para bendecir su valiente elección. Sin el apoyo
del obispo, difícilmente se habría podido realizar el proyecto ideado por
Francisco y realizado por Clara, tanto en la consagración que esta hizo de
sí misma en la iglesia de la Porciúncula en presencia de Francisco y de sus
hermanos, como en la hospitalidad que recibió en los días sucesivos en el
monasterio de San Pablo de las Abadesas y en la comunidad de San Ángel
en Panzo, antes de la llegada definitiva a San Damián. Así, la historia de
Clara, como la de Francisco, muestra un rasgo eclesial particular. En ella
se encuentran un pastor iluminado y dos hijos de la Iglesia que se confían
a su discernimiento. Institución y carisma interactúan estupendamente. El
amor y la obediencia a la Iglesia, tan remarcados en la espiritualidad
franciscano-clarisa, hunden sus raíces en esta bella experiencia de la
comunidad cristiana de Asís, que no sólo engendró en la fe a Francisco y a
su «plantita», sino que también los acompañó de la mano por el camino de
la santidad.
Francisco había visto bien la razón para sugerir a Clara la huida de
casa al inicio de la Semana Santa. Toda la vida cristiana, y por tanto
también la vida de especial consagración, son un fruto del Misterio
pascual y una participación en la muerte y en la resurrección de Cristo. En
la liturgia del domingo de Ramos dolor y gloria se entrelazan, como un
tema que se irá desarrollando después en los días sucesivos a través de la
oscuridad de la Pasión hasta la luz de la Pascua. Clara, con su elección,
revive este Misterio. El día de Ramos recibe, por decirlo así, su programa.
Después entra en el drama de la Pasión, despojándose de su cabellera, y
con ella renunciando por completo a sí misma para ser esposa de Cristo en
la humildad y en la pobreza. Francisco y sus compañeros ya son su
familia. Pronto llegarán hermanas también desde lejos, pero los primeros
brotes, como en el caso de Francisco, despuntarán precisamente en Asís. Y
la santa permanecerá siempre vinculada a su ciudad, mostrándolo
especialmente en algunas circunstancias difíciles, cuando su oración
ahorró a la ciudad de Asís violencia y devastación. Dijo entonces a las
hermanas: «De esta ciudad, queridísimas hijas, hemos recibido cada día
muchos bienes; sería muy injusto que no le prestáramos auxilio como
podemos en el tiempo oportuno» (Legenda Sanctae Clarae Virginis 23: FF
3203).
118
En su significado profundo, la «conversión» de Clara es una
conversión al amor. Ella ya no llevará nunca los vestidos refinados de la
nobleza de Asís, sino la elegancia de un alma que se entrega totalmente a
la alabanza de Dios. En el pequeño espacio del monasterio de San
Damián, contemplado con afecto conyugal en la escuela de Jesús
Eucaristía, se irán desarrollando día tras día los rasgos de una fraternidad
regulada por el amor a Dios y por la oración, por la solicitud y por el
servicio. En este contexto de fe profunda y de gran humanidad Clara se
convierte en fiel intérprete del ideal franciscano, implorando el
«privilegio» de la pobreza, o sea, la renuncia a poseer bienes incluso sólo
comunitariamente, que desconcertó durante largo tiempo al mismo Sumo
Pontífice, el cual al final se rindió al heroísmo de su santidad.
¿Cómo no proponer a Clara, junto a Francisco, a la atención de los
jóvenes de hoy? El tiempo que nos separa de la época de estos dos santos
no ha disminuido su atractivo. Al contrario, se puede ver su actualidad si
se compara con las ilusiones y las desilusiones que a menudo marcan la
actual condición juvenil. Nunca un tiempo hizo soñar tanto a los jóvenes,
con los miles de atractivos de una vida en la que todo parece posible y
lícito. Y, sin embargo, ¡cuánta insatisfacción existe!, ¡cuántas veces la
búsqueda de felicidad, de realización, termina por desembocar en caminos
que llevan a paraísos artificiales, como los de la droga y de la sensualidad
desenfrenada! También la situación actual con la dificultad para encontrar
un trabajo digno y formar una familia unida y feliz, añade nubes al
horizonte. No faltan, sin embargo, jóvenes que, incluso en nuestros días,
recogen la invitación a fiarse de Cristo y a afrontar con valentía,
responsabilidad y esperanza el camino de la vida, también realizando la
elección de dejarlo todo para seguirlo en el servicio total a él y a los
hermanos. La historia de Clara, junto a la de Francisco, es una invitación a
reflexionar sobre el sentido de la existencia y a buscar en Dios el secreto
de la verdadera alegría. Es una prueba concreta de que quien cumple la
voluntad del Señor y confía en él no sólo no pierde nada, sino que
encuentra el verdadero tesoro capaz de dar sentido a todo.

EL NÚCLEO DE TODO: ¿QUIÉN ES PARA NOSOTROS


JESÚS?
20120401. Homilía. Domingo de Ramos
El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a la Semana
Santa, la semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de
su vida terrena. Él va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y para ser
colgado en la cruz, el trono desde el cual reinará por los siglos, atrayendo
a sí a la humanidad de todos los tiempos y ofrecer a todos el don de la
redención. Sabemos por los evangelios que Jesús se había encaminado
hacia Jerusalén con los doce, y que poco a poco se había ido sumando a
ellos una multitud creciente de peregrinos. San Marcos nos dice que ya al
salir de Jericó había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (cf.
10,46).
119
En la última parte del trayecto se produce un acontecimiento particular,
que aumenta la expectativa sobre lo que está por suceder y hace que la
atención se centre todavía más en Jesús. A lo largo del camino, al salir de
Jericó, está sentado un mendigo ciego, llamado Bartimeo. Apenas oye
decir que Jesús de Nazaret está llegando, comienza a gritar: «¡Hijo de
David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). Tratan de acallarlo, pero
en vano, hasta que Jesús lo manda llamar y le invita a acercarse. «¿Qué
quieres que te haga?», le pregunta. Y él contesta: «Rabbuní, que vea» (v.
51). Jesús le dice: «Anda, tu fe te ha salvado». Bartimeo recobró la vista y
se puso a seguir a Jesús en el camino (cf. v. 52). Y he aquí que, tras este
signo prodigioso, acompañado por aquella invocación: «Hijo de David»,
un estremecimiento de esperanza atraviesa la multitud, suscitando en
muchos una pregunta: ¿Este Jesús que marchaba delante de ellos a
Jerusalén, no sería quizás el Mesías, el nuevo David? Y, con su ya
inminente entrada en la ciudad santa, ¿no habría llegado tal vez el
momento en el que Dios restauraría finalmente el reino de David?
También la preparación del ingreso de Jesús con sus discípulos
contribuye a aumentar esta esperanza. Como hemos escuchado en el
Evangelio de hoy (cf. Mc 11,1-10), Jesús llegó a Jerusalén desde Betfagé y
el monte de los Olivos, es decir, la vía por la que había de venir el Mesías.
Desde allí, envía por delante a dos discípulos, mandándoles que le trajeran
un pollino de asna que encontrarían a lo largo del camino. Encuentran
efectivamente el pollino, lo desatan y lo llevan a Jesús. A este punto, el
ánimo de los discípulos y los otros peregrinos se deja ganar por el
entusiasmo: toman sus mantos y los echan encima del pollino; otros
alfombran con ellos el camino de Jesús a medida que avanza a grupas del
asno. Después cortan ramas de los árboles y comienzan a gritar las
palabras del Salmo 118, las antiguas palabras de bendición de los
peregrinos que, en este contexto, se convierten en una proclamación
mesiánica: «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor.
¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las
alturas!» (vv. 9-10). Esta alegría festiva, transmitida por los cuatro
evangelistas, es un grito de bendición, un himno de júbilo: expresa la
convicción unánime de que, en Jesús, Dios ha visitado su pueblo y ha
llegado por fin el Mesías deseado. Y todo el mundo está allí, con creciente
expectación por lo que Cristo hará una vez que entre en su ciudad.
Pero, ¿cuál es el contenido, la resonancia más profunda de este grito de
júbilo? La respuesta está en toda la Escritura, que nos recuerda cómo el
Mesías lleva a cumplimiento la promesa de la bendición de Dios, la
promesa originaria que Dios había hecho a Abraham, el padre de todos los
creyentes: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré… y en ti serán
benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12,2-3). Es la promesa que
Israel siempre había tenido presente en la oración, especialmente en la
oración de los Salmos. Por eso, el que es aclamado por la muchedumbre
como bendito es al mismo tiempo aquel en el cual será bendecida toda la
humanidad. Así, a la luz de Cristo, la humanidad se reconoce
120
profundamente unida y cubierta por el manto de la bendición divina, una
bendición que todo lo penetra, todo lo sostiene, lo redime, lo santifica.
Podemos descubrir aquí un primer gran mensaje que nos trae la
festividad de hoy: la invitación a mirar de manera justa a la humanidad
entera, a cuantos conforman el mundo, a sus diversas culturas y
civilizaciones. La mirada que el creyente recibe de Cristo es una mirada
de bendición: una mirada sabia y amorosa, capaz de acoger la belleza del
mundo y de compartir su fragilidad. En esta mirada se transparenta la
mirada misma de Dios sobre los hombres que él ama y sobre la creación,
obra de sus manos. En el Libro de la Sabiduría, leemos: «Te compadeces
de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los
hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces
nada de lo que hiciste;… Tú eres indulgente con todas las cosas, porque
son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sb 11,23-24.26).
Volvamos al texto del Evangelio de hoy y preguntémonos: ¿Qué late
realmente en el corazón de los que aclaman a Cristo como Rey de Israel?
Ciertamente tenían su idea del Mesías, una idea de cómo debía actuar el
Rey prometido por los profetas y esperado por tanto tiempo. No es de
extrañar que, pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en vez de
aclamar a Jesús, gritaran a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que los mismos
discípulos, como también otros que le habían visto y oído, permanecieran
mudos y desconcertados. En efecto, la mayor parte estaban desilusionados
por el modo en que Jesús había decidido presentarse como Mesías y Rey
de Israel. Este es precisamente el núcleo de la fiesta de hoy también para
nosotros. ¿Quién es para nosotros Jesús de Nazaret? ¿Qué idea tenemos
del Mesías, qué idea tenemos de Dios? Esta es una cuestión crucial que no
podemos eludir, sobre todo en esta semana en la que estamos llamados a
seguir a nuestro Rey, que elige como trono la cruz; estamos llamados a
seguir a un Mesías que no nos asegura una felicidad terrena fácil, sino la
felicidad del cielo, la eterna bienaventuranza de Dios. Ahora, hemos de
preguntarnos: ¿Cuáles son nuestras verdaderas expectativas? ¿Cuáles son
los deseos más profundos que nos han traído hoy aquí para celebrar el
Domingo de Ramos e iniciar la Semana Santa?
Queridos jóvenes que os habéis reunido aquí. Esta es de modo
particular vuestra Jornada en todo lugar del mundo donde la Iglesia está
presente. Por eso os saludo con gran afecto. Que el Domingo de Ramos
sea para vosotros el día de la decisión, la decisión de acoger al Señor y de
seguirlo hasta el final, la decisión de hacer de su Pascua de muerte y
resurrección el sentido mismo de vuestra vida de cristianos. Como he
querido recordar en el Mensaje a los jóvenes para esta Jornada – «alegraos
siempre en el Señor» (Flp 4,4) –, esta es la decisión que conduce a la
verdadera alegría, como sucedió con santa Clara de Asís que, hace
ochocientos años, fascinada por el ejemplo de san Francisco y de sus
primeros compañeros, dejó la casa paterna precisamente el Domingo de
Ramos para consagrarse totalmente al Señor: tenía 18 años, y tuvo el valor
de la fe y del amor de optar por Cristo, encontrando en él la alegría y la
paz.
121
Queridos hermanos y hermanas, que reinen particularmente en este día
dos sentimientos: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a
Jesús en Jerusalén con su «hosanna»; y el agradecimiento, porque en esta
Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede
imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Pero a un
don tan grande debemos corresponder de modo adecuado, o sea, con el
don de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestra oración, de nuestro
estar en comunión profunda de amor con Cristo que sufre, muere y
resucita por nosotros. Los antiguos Padres de la Iglesia han visto un
símbolo de todo esto en el gesto de la gente que seguía a Jesús en su
ingreso a Jerusalén, el gesto de tender los mantos delante del Señor. Ante
Cristo – decían los Padres –, debemos deponer nuestra vida, nuestra
persona, en actitud de gratitud y adoración. En conclusión, escuchemos de
nuevo la voz de uno de estos antiguos Padres, la de san Andrés, obispo de
Creta: «Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de
Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes,
que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino
revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo... Así debemos ponernos
a sus pies como si fuéramos unas túnicas... Ofrezcamos ahora al vencedor
de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria. Repitamos
cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras
agitamos los ramos espirituales del alma: “Bendito el que viene, como rey,
en nombre del Señor”» (PG 97, 994). Amén.

JÓVENES: HABLAD DE CRISTO SIN COMPLEJOS NI


TEMORES
20120402. Discurso. Encuentro con jóvenes de Madrid JMJ 2011
Aquel espléndido encuentro sólo puede entenderse a la luz de la
presencia del Espíritu Santo en la Iglesia. Él no deja de infundir aliento en
los corazones, y continuamente nos saca a la plaza pública de la historia,
como en Pentecostés, para dar testimonio de las maravillas de Dios.
Vosotros estáis llamados a cooperar en esta apasionante tarea y merece la
pena entregarse a ella sin reservas. Cristo os necesita a su lado para
extender y edificar su Reino de caridad. Esto será posible si lo tenéis como
el mejor de los amigos y lo confesáis llevando una vida según el
evangelio, con valentía y fidelidad.
Alguno podría suponer que esto no tiene nada que ver con él o que es
una empresa que supera sus capacidades y talentos. Pero no es así. En esta
aventura nadie sobra. Por ello, no dejéis de preguntaros a qué os llama el
Señor y cómo le podéis ayudar. Todos tenéis una vocación personal que él
ha querido proponeros para vuestra dicha y santidad. Cuando uno se ve
conquistado por el fuego de su mirada, ningún sacrificio parece ya grande
para seguirlo y darle lo mejor de sí mismo. Así hicieron siempre los santos
extendiendo la luz del Señor y la potencia de su amor, transformando el
mundo hasta convertirlo en un hogar acogedor para todos, donde Dios es
glorificado y sus hijos bendecidos.
122
Queridos jóvenes, como aquellos apóstoles de la primera hora, sed
también vosotros misioneros de Cristo entre vuestros familiares, amigos y
conocidos, en vuestros ambientes de estudio o trabajo, entre los pobres y
enfermos. Hablad de su amor y bondad con sencillez, sin complejos ni
temores. El mismo Cristo os dará fortaleza para ello. Por vuestra parte,
escuchadlo y tened un trato frecuente y sincero con él. Contadle con
confianza vuestros anhelos y aspiraciones, también vuestras penas y las de
las personas que veáis carentes de consuelo y esperanza. Evocando
aquellos espléndidos días, deseo exhortaros asimismo a que no ahorréis
esfuerzo alguno para que los que os rodean lo descubran personalmente y
se encuentren con él, que está vivo, y con su Iglesia.

CONFIGURACIÓN CON CRISTO, BASE DE TODA RENOVACIÓN


20120405. Homilía. Misa crismal
En esta Santa Misa, nuestra mente retorna hacia aquel momento en el
que el Obispo, por la imposición de las manos y la oración, nos introdujo
en el sacerdocio de Jesucristo, de forma que fuéramos «santificados en la
verdad» (Jn 17,19), como Jesús había pedido al Padre para nosotros en la
oración sacerdotal. Él mismo es la verdad. Nos ha consagrado, es decir,
entregado para siempre a Dios, para que pudiéramos servir a los hombres
partiendo de Dios y por él. Pero, ¿somos también consagrados en la
realidad de nuestra vida? ¿Somos hombres que obran partiendo de Dios y
en comunión con Jesucristo? Con esta pregunta, el Señor se pone ante
nosotros y nosotros ante él: «¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y
configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la
promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo,
aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la
Iglesia?». Así interrogaré singularmente a cada uno de vosotros y también
a mí mismo después de la homilía. Con esto se expresan sobre todo dos
cosas: se requiere un vínculo interior, más aún, una configuración con
Cristo y, con ello, la necesidad de una superación de nosotros mismos, una
renuncia a aquello que es solamente nuestro, a la tan invocada
autorrealización. Se pide que nosotros, que yo, no reclame mi vida para mí
mismo, sino que la ponga a disposición de otro, de Cristo. Que no me
pregunte: ¿Qué gano yo?, sino más bien: ¿Qué puedo dar yo por él y
también por los demás? O, todavía más concretamente: ¿Cómo debe
llevarse a cabo esta configuración con Cristo, que no domina, sino que
sirve; que no recibe, sino que da?; ¿cómo debe realizarse en la situación a
menudo dramática de la Iglesia de hoy? Recientemente, un grupo de
sacerdotes ha publicado en un país europeo una llamada a la
desobediencia, aportando al mismo tiempo ejemplos concretos de cómo se
puede expresar esta desobediencia, que debería ignorar incluso decisiones
definitivas del Magisterio; por ejemplo, en la cuestión sobre la ordenación
de las mujeres, sobre la que el beato Papa Juan Pablo II ha declarado de
manera irrevocable que la Iglesia no ha recibido del Señor ninguna
autoridad sobre esto. Pero la desobediencia, ¿es un camino para renovar la
123
Iglesia? Queremos creer a los autores de esta llamada cuando afirman que
les mueve la solicitud por la Iglesia; su convencimiento de que se deba
afrontar la lentitud de las instituciones con medios drásticos para abrir
caminos nuevos, para volver a poner a la Iglesia a la altura de los tiempos.
Pero la desobediencia, ¿es verdaderamente un camino? ¿Se puede ver en
esto algo de la configuración con Cristo, que es el presupuesto de toda
renovación, o no es más bien sólo un afán desesperado de hacer algo, de
trasformar la Iglesia según nuestros deseos y nuestras ideas?
Pero no simplifiquemos demasiado el problema. ¿Acaso Cristo no ha
corregido las tradiciones humanas que amenazaban con sofocar la palabra
y la voluntad de Dios? Sí, lo ha hecho para despertar nuevamente la
obediencia a la verdadera voluntad de Dios, a su palabra siempre válida. A
él le preocupaba precisamente la verdadera obediencia, frente al arbitrio
del hombre. Y no lo olvidemos: Él era el Hijo, con la autoridad y la
responsabilidad singular de desvelar la auténtica voluntad de Dios, para
abrir de ese modo el camino de la Palabra de Dios al mundo de los
gentiles. Y, en fin, ha concretizado su mandato con la propia obediencia y
humildad hasta la cruz, haciendo así creíble su misión. No mi voluntad,
sino la tuya: ésta es la palabra que revela al Hijo, su humildad y a la vez su
divinidad, y nos indica el camino.
Dejémonos interrogar todavía una vez más. Con estas consideraciones,
¿acaso no se defiende de hecho el inmovilismo, el agarrotamiento de la
tradición? No. Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede
reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha
adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi
tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción
eficaz del Espíritu Santo. Y si miramos a las personas, por las cuales han
brotado y brotan estos ríos frescos de vida, vemos también que, para una
nueva fecundidad, es necesario estar llenos de la alegría de la fe, de la
radicalidad de la obediencia, del dinamismo de la esperanza y de la fuerza
del amor.
Queridos amigos, queda claro que la configuración con Cristo es el
presupuesto y la base de toda renovación. Pero tal vez la figura de Cristo
nos parece a veces demasiado elevada y demasiado grande como para
atrevernos a adoptarla como criterio de medida para nosotros. El Señor lo
sabe. Por eso nos ha proporcionado «traducciones» con niveles de
grandeza más accesibles y más cercanos. Precisamente por esta razón,
Pablo decía sin timidez a sus comunidades: Imitadme a mí, pero yo
pertenezco a Cristo. Él era para sus fieles una «traducción» del estilo de
vida de Cristo, que ellos podían ver y a la cual se podían asociar. Desde
Pablo, y a lo largo de la historia, se nos han dado continuamente estas
«traducciones» del camino de Jesús en figuras vivas de la historia.
Nosotros, los sacerdotes, podemos pensar en una gran multitud de
sacerdotes santos, que nos han precedido para indicarnos la senda:
comenzando por Policarpo de Esmirna e Ignacio de Antioquia, pasando
por grandes Pastores como Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno, hasta
Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo, Juan María Vianney, hasta los
124
sacerdotes mártires del s. XX y, por último, el Papa Juan Pablo II que, en
la actividad y en el sufrimiento, ha sido un ejemplo para nosotros en la
configuración con Cristo, como «don y misterio». Los santos nos indican
cómo funciona la renovación y cómo podemos ponernos a su servicio. Y
nos permiten comprender también que Dios no mira los grandes números
ni los éxitos exteriores, sino que remite sus victorias al humilde signo del
grano de mostaza.
Queridos amigos, quisiera mencionar brevemente todavía dos palabras
clave de la renovación de las promesas sacerdotales, que deberían
inducirnos a reflexionar en este momento de la Iglesia y de nuestra propia
vida. Ante todo, el recuerdo de que somos – como dice Pablo –
«administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1) y que nos
corresponde el ministerio de la enseñanza, el (munus docendi), que es una
parte de esa administración de los misterios de Dios, en los que él nos
muestra su rostro y su corazón, para entregarse a nosotros. En el encuentro
de los cardenales con ocasión del último consistorio, varios Pastores,
basándose en su experiencia, han hablado de un analfabetismo religioso
que se difunde en medio de nuestra sociedad tan inteligente. Los
elementos fundamentales de la fe, que antes sabía cualquier niño, son cada
vez menos conocidos. Pero para poder vivir y amar nuestra fe, para poder
amar a Dios y llegar por tanto a ser capaces de escucharlo del modo justo,
debemos saber qué es lo que Dios nos ha dicho; nuestra razón y nuestro
corazón han de ser interpelados por su palabra. El Año de la Fe, el
recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años, debe ser
para nosotros una ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo
celo y con una nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos
primaria y fundamentalmente en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos
y meditaremos suficientemente. Pero todos tenemos experiencia de que
necesitamos ayuda para transmitirla rectamente en el presente, de manera
que mueva verdaderamente nuestro corazón. Esta ayuda la encontramos
en primer lugar en la palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio
Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos
esenciales que nos indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir
de la Palabra de Dios. Y, naturalmente, también forma parte de ellos todo
el tesoro de documentos que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado y que
todavía están lejos de ser aprovechados plenamente.
Todo anuncio nuestro debe confrontarse con la palabra de Jesucristo:
«Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). No anunciamos teorías y opiniones
privadas, sino la fe de la Iglesia, de la cual somos servidores. Pero esto,
naturalmente, en modo alguno significa que yo no sostenga esta doctrina
con todo mi ser y no esté firmemente anclado en ella. En este contexto,
siempre me vienen a la mente aquellas palabras de san Agustín: ¿Qué es
tan mío como yo mismo? ¿Qué es tan menos mío como yo mismo? No me
pertenezco y llego a ser yo mismo precisamente por el hecho de que voy
más allá de mí mismo y, mediante la superación de mí mismo, consigo
insertarme en Cristo y en su cuerpo, que es la Iglesia. Si no nos
anunciamos a nosotros mismos e interiormente hemos llegado a ser uno
125
con aquél que nos ha llamado como mensajeros suyos, de manera que
estamos modelados por la fe y la vivimos, entonces nuestra predicación
será creíble. No hago publicidad de mí, sino que me doy a mí mismo. El
Cura de Ars, lo sabemos, no era un docto, un intelectual. Pero con su
anuncio llegaba al corazón de la gente, porque él mismo había sido tocado
en su corazón.
La última palabra clave a la que quisiera aludir todavía se llama celo
por las almas (animarum zelus). Es una expresión fuera de moda que ya
casi no se usa hoy. En algunos ambientes, la palabra alma es considerada
incluso un término prohibido, porque – se dice – expresaría un dualismo
entre el cuerpo y el alma, dividiendo falsamente al hombre.
Evidentemente, el hombre es una unidad, destinada a la eternidad en
cuerpo y alma. Pero esto no puede significar que ya no tengamos alma, un
principio constitutivo que garantiza la unidad del hombre en su vida y más
allá de su muerte terrena. Y, como sacerdotes, nos preocupamos
naturalmente por el hombre entero, también por sus necesidades físicas:
de los hambrientos, los enfermos, los sin techo. Pero no sólo nos
preocupamos de su cuerpo, sino también precisamente de las necesidades
del alma del hombre: de las personas que sufren por la violación de un
derecho o por un amor destruido; de las personas que se encuentran en la
oscuridad respecto a la verdad; que sufren por la ausencia de verdad y de
amor. Nos preocupamos por la salvación de los hombres en cuerpo y alma.
Y, en cuanto sacerdotes de Jesucristo, lo hacemos con celo. Nadie debe
tener nunca la sensación de que cumplimos concienzudamente nuestro
horario de trabajo, pero que antes y después sólo nos pertenecemos a
nosotros mismos. Un sacerdote no se pertenece jamás a sí mismo. Las
personas han de percibir nuestro celo, mediante el cual damos un
testimonio creíble del evangelio de Jesucristo. Pidamos al Señor que nos
colme con la alegría de su mensaje, para que con gozoso celo podamos
servir a su verdad y a su amor. Amén.

JESÚS, EN COMUNIÓN CON DIOS PADRE HASTA LA CRUZ


20120405. Homilía. Misa en la Cena del Señor
El Jueves Santo no es sólo el día de la Institución de la Santa
Eucaristía, cuyo esplendor ciertamente se irradia sobre todo lo demás y,
por así decir, lo atrae dentro de sí. También forma parte del Jueves Santo
la noche oscura del Monte de los Olivos, hacia la cual Jesús se dirige con
sus discípulos; forma parte también la soledad y el abandono de Jesús que,
orando, va al encuentro de la oscuridad de la muerte; forma parte de este
Jueves Santo la traición de Judas y el arresto de Jesús, así como también la
negación de Pedro, la acusación ante el Sanedrín y la entrega a los
paganos, a Pilato. En esta hora, tratemos de comprender con más
profundidad estos eventos, porque en ellos se lleva a cabo el misterio de
nuestra Redención.
Jesús sale en la noche. La noche significa falta de comunicación, una
situación en la que uno no ve al otro. Es un símbolo de la incomprensión,
126
del ofuscamiento de la verdad. Es el espacio en el que el mal, que debe
esconderse ante la luz, puede prosperar. Jesús mismo es la luz y la verdad,
la comunicación, la pureza y la bondad. Él entra en la noche. La noche, en
definitiva, es símbolo de la muerte, de la pérdida definitiva de comunión y
de vida. Jesús entra en la noche para superarla e inaugurar el nuevo día de
Dios en la historia de la humanidad.
Durante este camino, él ha cantado con sus Apóstoles los Salmos de la
liberación y de la redención de Israel, que recuerdan la primera Pascua en
Egipto, la noche de la liberación. Como él hacía con frecuencia, ahora se
va a orar solo y hablar como Hijo con el Padre. Pero, a diferencia de lo
acostumbrado, quiere cerciorarse de que estén cerca tres discípulos: Pedro,
Santiago y Juan. Son los tres que habían tenido la experiencia de su
Transfiguración – la manifestación luminosa de la gloria de Dios a través
de su figura humana – y que lo habían visto en el centro, entre la Ley y los
Profetas, entre Moisés y Elías. Habían escuchado cómo hablaba con ellos
de su «éxodo» en Jerusalén. El éxodo de Jesús en Jerusalén, ¡qué palabra
misteriosa!; el éxodo de Israel de Egipto había sido el episodio de la fuga
y la liberación del pueblo de Dios. ¿Qué aspecto tendría el éxodo de Jesús,
en el cual debía cumplirse definitivamente el sentido de aquel drama
histórico?; ahora, los discípulos son testigos del primer tramo de este
éxodo, de la extrema humillación que, sin embargo, era el paso esencial
para salir hacia la libertad y la vida nueva, hacia la que tiende el éxodo.
Los discípulos, cuya cercanía quiso Jesús en está hora de extrema
tribulación, como elemento de apoyo humano, pronto se durmieron. No
obstante, escucharon algunos fragmentos de las palabras de la oración de
Jesús y observaron su actitud. Ambas cosas se grabaron profundamente en
sus almas, y ellos lo transmitieron a los cristianos para siempre. Jesús
llama a Dios «Abbá».Y esto significa – como ellos añaden – «Padre».
Pero no de la manera en que se usa habitualmente la palabra «padre», sino
como expresión del lenguaje de los niños, una palabra afectuosa con la
cual no se osaba dirigirse a Dios. Es el lenguaje de quien es
verdaderamente «niño», Hijo del Padre, de aquel que se encuentra en
comunión con Dios, en la más profunda unidad con él.
Si nos preguntamos cuál es el elemento más característico de la
imagen de Jesús en los evangelios, debemos decir: su relación con Dios.
Él está siempre en comunión con Dios. El ser con el Padre es el núcleo de
su personalidad. A través de Cristo, conocemos verdaderamente a Dios.
«A Dios nadie lo ha visto jamás», dice san Juan. Aquel «que está en el
seno del Padre… lo ha dado a conocer» (1,18). Ahora conocemos a Dios
tal como es verdaderamente. Él es Padre, bondad absoluta a la que
podemos encomendarnos. El evangelista Marcos, que ha conservado los
recuerdos de Pedro, nos dice que Jesús, al apelativo «Abbá», añadió aún:
Todo es posible para ti, tú lo puedes todo (cf. 14,36). Él, que es la bondad,
es al mismo tiempo poder, es omnipotente. El poder es bondad y la
bondad es poder. Esta confianza la podemos aprender de la oración de
Jesús en el Monte de los Olivos.
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Antes de reflexionar sobre el contenido de la petición de Jesús,
debemos prestar atención a lo que los evangelistas nos relatan sobre la
actitud de Jesús durante su oración. Mateo y Marcos dicen que «cayó
rostro en tierra» (Mt 26,39; cf. Mc 14,35); asume por consiguiente la
actitud de total sumisión, que ha sido conservada en la liturgia romana del
Viernes Santo. Lucas, en cambio, afirma que Jesús oraba arrodillado. En
los Hechos de los Apóstoles, habla de los santos, que oraban de rodillas:
Esteban durante su lapidación, Pedro en el contexto de la resurrección de
un muerto, Pablo en el camino hacia el martirio. Así, Lucas ha trazado una
pequeña historia del orar arrodillados de la Iglesia naciente. Los cristianos
con su arrodillarse, se ponen en comunión con la oración de Jesús en el
Monte de los Olivos. En la amenaza del poder del mal, ellos, en cuanto
arrodillados, están de pie ante el mundo, pero, en cuanto hijos, están de
rodillas ante el Padre. Ante la gloria de Dios, los cristianos nos
arrodillamos y reconocemos su divinidad, pero expresando también en
este gesto nuestra confianza en que él triunfe.
Jesús forcejea con el Padre. Combate consigo mismo. Y combate por
nosotros. Experimenta la angustia ante el poder de la muerte. Esto es ante
todo la turbación propia del hombre, más aún, de toda creatura viviente
ante la presencia de la muerte. En Jesús, sin embargo, se trata de algo más.
En las noches del mal, él ensancha su mirada. Ve la marea sucia de toda la
mentira y de toda la infamia que le sobreviene en aquel cáliz que debe
beber. Es el estremecimiento del totalmente puro y santo frente a todo el
caudal del mal de este mundo, que recae sobre él. Él también me ve, y ora
también por mí. Así, este momento de angustia mortal de Jesús es un
elemento esencial en el proceso de la Redención. Por eso, la Carta a los
Hebreos ha definido el combate de Jesús en el Monte de los Olivos como
un acto sacerdotal. En esta oración de Jesús, impregnada de una angustia
mortal, el Señor ejerce el oficio del sacerdote: toma sobre sí el pecado de
la humanidad, a todos nosotros, y nos conduce al Padre.
Finalmente, debemos prestar atención aún al contenido de la oración
de Jesús en el Monte de los Olivos. Jesús dice: «Padre: tú lo puedes todo,
aparta de mí ese cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres»
(Mc 14,36). La voluntad natural del hombre Jesús retrocede asustada ante
algo tan ingente. Pide que se le evite eso. Sin embargo, en cuanto Hijo,
abandona esta voluntad humana en la voluntad del Padre: no yo, sino tú.
Con esto ha transformado la actitud de Adán, el pecado primordial del
hombre, salvando de este modo al hombre. La actitud de Adán había sido:
No lo que tú has querido, Dios; quiero ser dios yo mismo. Esta soberbia es
la verdadera esencia del pecado. Pensamos ser libres y verdaderamente
nosotros mismos sólo si seguimos exclusivamente nuestra voluntad. Dios
aparece como el antagonista de nuestra libertad. Debemos liberarnos de él,
pensamos nosotros; sólo así seremos libres. Esta es la rebelión
fundamental que atraviesa la historia, y la mentira de fondo que
desnaturaliza la vida. Cuando el hombre se pone contra Dios, se pone
contra la propia verdad y, por tanto, no llega a ser libre, sino alienado de sí
mismo. Únicamente somos libres si estamos en nuestra verdad, si estamos
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unidos a Dios. Entonces nos hacemos verdaderamente «como Dios», no
oponiéndonos a Dios, no desentendiéndonos de él o negándolo. En el
forcejeo de la oración en el Monte de los Olivos, Jesús ha deshecho la
falsa contradicción entre obediencia y libertad, y abierto el camino hacia
la libertad. Oremos al Señor para que nos adentre en este «sí» a la
voluntad de Dios, haciéndonos verdaderamente libres. Amén.

FAMILIA Y CRUZ. MIREMOS A LA CRUZ DE CRISTO


20120406. Discurso. Via Crucis en el Coliseo de Roma
Hemos recordado en la meditación, la oración y el canto, el camino de
Jesús en la vía de la cruz: una vía que parecía sin salida y que, sin
embargo, ha cambiado la vida y la historia del hombre, ha abierto el paso
hacia los «cielos nuevos y la tierra nueva» (cf. Ap 21,1). Especialmente en
este día del Viernes Santo, la Iglesia celebra con íntima devoción
espiritual la memoria de la muerte en cruz del Hijo de Dios y, en su cruz,
ve el árbol de la vida, fecundo de una nueva esperanza.
La experiencia del sufrimiento y de la cruz marca la humanidad, marca
incluso la familia; cuántas veces el camino se hace fatigoso y difícil.
Incomprensiones, divisiones, preocupaciones por el futuro de los hijos,
enfermedades, dificultades de diverso tipo. En nuestro tiempo, además, la
situación de muchas familias se ve agravada por la precariedad del trabajo
y por otros efectos negativos de la crisis económica. El camino del Via
Crucis, que hemos recorrido esta noche espiritualmente, es una invitación
para todos nosotros, y especialmente para las familias, a contemplar a
Cristo crucificado para tener la fuerza de ir más allá de las dificultades. La
cruz de Jesús es el signo supremo del amor de Dios para cada hombre, la
respuesta sobreabundante a la necesidad que tiene toda persona de ser
amada. Cuando nos encontramos en la prueba, cuando nuestras familias
deben afrontar el dolor, la tribulación, miremos a la cruz de Cristo: allí
encontramos el valor y la fuerza para seguir caminando; allí podemos
repetir con firme esperanza las palabras de san Pablo: «¿Quién nos
separará del amor de Cristo?: ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la
persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?... Pero
en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado»
(Rm 8,35.37).
En la aflicción y la dificultad, no estamos solos; la familia no está sola:
Jesús está presente con su amor, la sostiene con su gracia y le da la fuerza
para seguir adelante, para afrontar los sacrificios y superar todo obstáculo.
Y es a este amor de Cristo al que debemos acudir cuando las vicisitudes
humanas y las dificultades amenazan con herir la unidad de nuestra vida y
de la familia. El misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo
alienta a seguir adelante con esperanza: la estación del dolor y de la
prueba, si la vivimos con Cristo, con fe en él, encierra ya la luz de la
resurrección, la vida nueva del mundo resucitado, la pascua de cada
hombre que cree en su Palabra.
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En aquel hombre crucificado, que es el Hijo de Dios, incluso la muerte
misma adquiere un nuevo significado y orientación, es rescatada y
vencida, es el paso hacia la nueva vida: «si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto»
(Jn 12,24). Encomendémonos a la Madre de Cristo. A ella, que ha
acompañado a su Hijo por la vía dolorosa. Que ella, que estaba junto a la
cruz en la hora de su muerte, que ha alentado a la Iglesia desde su
nacimiento para que viva la presencia del Señor, dirija nuestros corazones,
los corazones de todas las familias a través del inmenso mysterium
passionis hacia el mysterium paschale, hacia aquella luz que prorrumpe de
la Resurrección de Cristo y muestra el triunfo definitivo del amor, de la
alegría, de la vida, sobre el mal, el sufrimiento, la muerte. Amén.

LA TÚNICA SAGRADA DE JESÚS: MENSAJE Y SIGNIFICADO


20120406. Mensaje al obispo de Térveris. Viernes Santo
La túnica, nos dice san Juan, estaba tejida toda de una pieza. Los
soldados, según la costumbre romana, se dividen como un botín las pobres
cosas del crucificado, pero no quieren desgarrar la túnica. La echan a
suerte y de este modo permanece entera. Los Padres de la Iglesia ven en
este pasaje la unidad de la Iglesia; está unida como única e indivisa
comunidad por el amor de Cristo. La Túnica sagrada quiere hacernos
visible todo esto. El amor del Salvador vuelve a unir lo que está dividido.
La Iglesia es una en muchos. Cristo no disuelve la pluralidad de los
hombres, sino que los une en su ser los unos para los otros y con los otros
típico de los cristianos, hasta el punto de que ellos mismos pueden llegar a
ser, de varias maneras, mediadores los unos para los otros respecto de
Dios.
La túnica de Cristo está «tejida toda de una pieza de arriba abajo»
(Jn 19, 23). También esta es una imagen de la Iglesia, que no vive por sí
misma, sino por Dios. Como comunidad única e indivisa, es obra de Dios,
no producto de los hombres y de sus capacidades. Al mismo tiempo, la
Túnica sagrada quiere ser, por decirlo así, una advertencia a la Iglesia para
que permanezca fiel a sus orígenes, para que tome conciencia de que, en el
fondo, su unidad, su consenso, su eficacia, su testimonio sólo pueden ser
creados por Dios, sólo pueden ser dados por Dios. Únicamente cuando
Pedro confesó: «Tú eres el Cristo» (cf. Mt 16, 16), recibió el poder de atar
y desatar, por lo tanto, el servicio en favor de la unidad de la Iglesia.
Y, por último, la Túnica sagrada no es una toga, un vestido elegante,
que expresa un papel social. Es un vestido modesto, que sirve para cubrir
y proteger a quien lo lleva, conservando su intimidad. Este vestido es el
don indiviso del Crucificado a la Iglesia, que él ha santificado con su
Sangre. Por esto, la Túnica sagrada recuerda la dignidad propia de la
Iglesia. Sin embargo, ¡cuántas veces vemos en qué frágiles vasijas (cf. 2
Co 4, 7) llevamos nosotros el tesoro que el Señor nos ha confiado en su
Iglesia, y cómo, a causa de nuestro egoísmo, de nuestras debilidades y
errores, queda herida la integridad del Cuerpo de Cristo! Hace falta una
130
disposición constante a la conversión y a la humildad para seguir al Señor
con amor y con verdad. Al mismo tiempo, la particular dignidad e
integridad de la Iglesia no puede quedar expuesta y entregada al ruido de
un juicio sumario por parte de la opinión pública.
La peregrinación jubilar tiene como lema, que es también una
invocación al Señor, «Vuelve a unir lo que está dividido». No queremos
permanecer inmóviles en el aislamiento. Queremos pedir al Señor que nos
guíe en el camino de la fe, que reviva en nosotros sus contenidos. Así los
cristianos, al crecer juntos en la fe, en la oración y en el testimonio,
también podremos reconocer, en medio de las pruebas de nuestro tiempo,
la magnificencia y la bondad del Señor.

PASCUA ES LA FIESTA DE LA NUEVA CREACIÓN


20120407. Homilía. Vigilia pascual
Pascua es la fiesta de la nueva creación. Jesús ha resucitado y no
morirá de nuevo. Ha descerrajado la puerta hacia una nueva vida que ya
no conoce ni la enfermedad ni la muerte. Ha asumido al hombre en Dios
mismo. «Ni la carne ni la sangre pueden heredar el reino de Dios», dice
Pablo en la Primera Carta a los Corintios (15,50). El escritor eclesiástico
Tertuliano, en el siglo III, tuvo la audacia de escribir refriéndose a la
resurrección de Cristo y a nuestra resurrección: «Carne y sangre, tened
confianza, gracias a Cristo habéis adquirido un lugar en el cielo y en el
reino de Dios» (CCL II, 994). Se ha abierto una nueva dimensión para el
hombre. La creación se ha hecho más grande y más espaciosa. La Pascua
es el día de una nueva creación, pero precisamente por ello la Iglesia
comienza la liturgia con la antigua creación, para que aprendamos a
comprender la nueva. Así, en la Vigilia de Pascua, al principio de la
Liturgia de la Palabra, se lee el relato de la creación del mundo. En el
contexto de la liturgia de este día, hay dos aspectos particularmente
importantes. En primer lugar, que se presenta a la creación como una
totalidad, de la cual forma parte la dimensión del tiempo. Los siete días
son una imagen de un conjunto que se desarrolla en el tiempo. Están
ordenados con vistas al séptimo día, el día de la libertad de todas las
criaturas para con Dios y de las unas para con las otras. Por tanto, la
creación está orientada a la comunión entre Dios y la criatura; existe para
que haya un espacio de respuesta a la gran gloria de Dios, un encuentro de
amor y libertad. En segundo lugar, que en la Vigilia Pascual, la Iglesia
comienza escuchando ante todo la primera frase de la historia de la
creación: «Dijo Dios: “Que exista la luz”» (Gn 1,3). Como una señal, el
relato de la creación inicia con la creación de la luz. El sol y la luna son
creados sólo en el cuarto día. La narración de la creación los llama fuentes
de luz, que Dios ha puesto en el firmamento del cielo. Con ello, los priva
premeditadamente del carácter divino, que las grandes religiones les
habían atribuido. No, ellos no son dioses en modo alguno. Son cuerpos
luminosos, creados por el Dios único. Pero están precedidos por la luz, por
la cual la gloria de Dios se refleja en la naturaleza de las criaturas.
131
¿Qué quiere decir con esto el relato de la creación? La luz hace posible
la vida. Hace posible el encuentro. Hace posible la comunicación. Hace
posible el conocimiento, el acceso a la realidad, a la verdad. Y, haciendo
posible el conocimiento, hace posible la libertad y el progreso. El mal se
esconde. Por tanto, la luz es también una expresión del bien, que es
luminosidad y crea luminosidad. Es el día en el que podemos actuar. El
que Dios haya creado la luz significa: Dios creó el mundo como un
espacio de conocimiento y de verdad, espacio para el encuentro y la
libertad, espacio del bien y del amor. La materia prima del mundo es
buena, el ser es bueno en sí mismo. Y el mal no proviene del ser, que es
creado por Dios, sino que existe sólo en virtud de la negación. Es el «no».
En Pascua, en la mañana del primer día de la semana, Dios vuelve a
decir: «Que exista la luz». Antes había venido la noche del Monte de los
Olivos, el eclipse solar de la pasión y muerte de Jesús, la noche del
sepulcro. Pero ahora vuelve a ser el primer día, comienza la creación
totalmente nueva. «Que exista la luz», dice Dios, «y existió la luz». Jesús
resucita del sepulcro. La vida es más fuerte que la muerte. El bien es más
fuerte que el mal. El amor es más fuerte que el odio. La verdad es más
fuerte que la mentira. La oscuridad de los días pasados se disipa cuando
Jesús resurge de la tumba y se hace él mismo luz pura de Dios. Pero esto
no se refiere solamente a él, ni se refiere únicamente a la oscuridad de
aquellos días. Con la resurrección de Jesús, la luz misma vuelve a ser
creada. Él nos lleva a todos tras él a la vida nueva de la resurrección, y
vence toda forma de oscuridad. Él es el nuevo día de Dios, que vale para
todos nosotros.
Pero, ¿cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede llegar todo esto a
nosotros sin que se quede sólo en palabras sino que sea una realidad en la
que estamos inmersos? Por el sacramento del bautismo y la profesión de la
fe, el Señor ha construido un puente para nosotros, a través del cual el
nuevo día viene a nosotros. En el bautismo, el Señor dice a aquel que lo
recibe: Fiat lux, que exista la luz. El nuevo día, el día de la vida
indestructible llega también para nosotros. Cristo nos toma de la mano. A
partir de ahora él te apoyará y así entrarás en la luz, en la vida verdadera.
Por eso, la Iglesia antigua ha llamado al bautismo photismos, iluminación.
¿Por qué? La oscuridad amenaza verdaderamente al hombre porque, sí,
éste puede ver y examinar las cosas tangibles, materiales, pero no a dónde
va el mundo y de dónde procede. A dónde va nuestra propia vida. Qué es
el bien y qué es el mal. La oscuridad acerca de Dios y sus valores son la
verdadera amenaza para nuestra existencia y para el mundo en general. Si
Dios y los valores, la diferencia entre el bien y el mal, permanecen en la
oscuridad, entonces todas las otras iluminaciones que nos dan un poder tan
increíble, no son sólo progreso, sino que son al mismo tiempo también
amenazas que nos ponen en peligro, a nosotros y al mundo. Hoy podemos
iluminar nuestras ciudades de manera tan deslumbrante que ya no pueden
verse las estrellas del cielo. ¿Acaso no es esta una imagen de la
problemática de nuestro ser ilustrado? En las cosas materiales, sabemos y
podemos tanto, pero lo que va más allá de esto, Dios y el bien, ya no lo
132
conseguimos identificar. Por eso la fe, que nos muestra la luz de Dios, es
la verdadera iluminación, es una irrupción de la luz de Dios en nuestro
mundo, una apertura de nuestros ojos a la verdadera luz.
Queridos amigos, quisiera por último añadir todavía una anotación
sobre la luz y la iluminación. En la Vigilia Pascual, la noche de la nueva
creación, la Iglesia presenta el misterio de la luz con un símbolo del todo
particular y muy humilde: el cirio pascual. Esta es una luz que vive en
virtud del sacrificio. La luz de la vela ilumina consumiéndose a sí misma.
Da luz dándose a sí misma. Así, representa de manera maravillosa el
misterio pascual de Cristo que se entrega a sí mismo, y de este modo da
mucha luz. Otro aspecto sobre el cual podemos reflexionar es que la luz de
la vela es fuego. El fuego es una fuerza que forja el mundo, un poder que
transforma. Y el fuego da calor. También en esto se hace nuevamente
visible el misterio de Cristo. Cristo, la luz, es fuego, es llama que destruye
el mal, transformando así al mundo y a nosotros mismos. Como reza una
palabra de Jesús que nos ha llegado a través de Orígenes, «quien está
cerca de mí, está cerca del fuego». Y este fuego es al mismo tiempo calor,
no una luz fría, sino una luz en la que salen a nuestro encuentro el calor y
la bondad de Dios.
El gran himno del Exsultet, que el diácono canta al comienzo de la
liturgia de Pascua, nos hace notar, muy calladamente, otro detalle más.
Nos recuerda que este objeto, el cirio, se debe principalmente a la labor de
las abejas. Así, toda la creación entra en juego. En el cirio, la creación se
convierte en portadora de luz. Pero, según los Padres, también hay una
referencia implícita a la Iglesia. La cooperación de la comunidad viva de
los fieles en la Iglesia es algo parecido al trabajo de las abejas. Construye
la comunidad de la luz. Podemos ver así también en el cirio una referencia
a nosotros y a nuestra comunión en la comunidad de la Iglesia, que existe
para que la luz de Cristo pueda iluminar al mundo.
Roguemos al Señor en esta hora que nos haga experimentar la alegría
de su luz, y pidámosle que nosotros mismos seamos portadores de su luz,
con el fin de que, a través de la Iglesia, el esplendor del rostro de Cristo
entre en el mundo (cf. Lumen gentium, 1). Amén.

RESUCITÓ CRISTO, MI ESPERANZA


20120408. Mensaje urbi et orbi
«Surrexit Christus, spes mea» – «Resucitó Cristo, mi esperanza»
(Secuencia pascual).
Llegue a todos vosotros la voz exultante de la Iglesia, con las palabras
que el antiguo himno pone en labios de María Magdalena, la primera en
encontrar en la mañana de Pascua a Jesús resucitado. Ella corrió hacia los
otros discípulos y, con el corazón sobrecogido, les anunció: «He visto al
Señor» (Jn 20,18). También nosotros, que hemos atravesado el desierto de
la Cuaresma y los días dolorosos de la Pasión, hoy abrimos las puertas al
grito de victoria: «¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente!».
133
Todo cristiano revive la experiencia de María Magdalena. Es un
encuentro que cambia la vida: el encuentro con un hombre único, que nos
hace sentir toda la bondad y la verdad de Dios, que nos libra del mal, no
de un modo superficial, momentáneo, sino que nos libra de él
radicalmente, nos cura completamente y nos devuelve nuestra dignidad.
He aquí porqué la Magdalena llama a Jesús «mi esperanza»: porque ha
sido Él quien la ha hecho renacer, le ha dado un futuro nuevo, una
existencia buena, libre del mal. «Cristo, mi esperanza», significa que cada
deseo mío de bien encuentra en Él una posibilidad real: con Él puedo
esperar que mi vida sea buena y sea plena, eterna, porque es Dios mismo
que se ha hecho cercano hasta entrar en nuestra humanidad.
Pero María Magdalena, como los otros discípulos, han tenido que ver a
Jesús rechazado por los jefes del pueblo, capturado, flagelado, condenado
a muerte y crucificado. Debe haber sido insoportable ver la Bondad en
persona sometida a la maldad humana, la Verdad escarnecida por la
mentira, la Misericordia injuriada por la venganza. Con la muerte de
Jesús, parecía fracasar la esperanza de cuantos confiaron en Él. Pero
aquella fe nunca dejó de faltar completamente: sobre todo en el corazón de
la Virgen María, la madre de Jesús, la llama quedó encendida con viveza
también en la oscuridad de la noche. En este mundo, la esperanza no
puede dejar de hacer cuentas con la dureza del mal. No es solamente el
muro de la muerte lo que la obstaculiza, sino más aún las puntas aguzadas
de la envidia y el orgullo, de la mentira y de la violencia. Jesús ha pasado
por esta trama mortal, para abrirnos el paso hacia el reino de la vida. Hubo
un momento en el que Jesús aparecía derrotado: las tinieblas habían
invadido la tierra, el silencio de Dios era total, la esperanza una palabra
que ya parecía vana.
Y he aquí que, al alba del día después del sábado, se encuentra el
sepulcro vacío. Después, Jesús se manifiesta a la Magdalena, a las otras
mujeres, a los discípulos. La fe renace más viva y más fuerte que nunca,
ya invencible, porque fundada en una experiencia decisiva: «Lucharon
vida y muerte / en singular batalla, / y, muerto el que es Vida, triunfante se
levanta». Las señales de la resurrección testimonian la victoria de la vida
sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la misericordia sobre la
venganza: «Mi Señor glorioso, / la tumba abandonada, / los ángeles
testigos, / sudarios y mortaja».
Queridos hermanos y hermanas: si Jesús ha resucitado, entonces –y
sólo entonces– ha ocurrido algo realmente nuevo, que cambia la condición
del hombre y del mundo. Entonces Él, Jesús, es alguien del que podemos
fiarnos de modo absoluto, y no solamente confiar en su mensaje, sino
precisamente en Él, porque el resucitado no pertenece al pasado, sino
que está presente hoy, vivo. Cristo es esperanza y consuelo de modo
particular para las comunidades cristianas que más pruebas padecen a
causa de la fe, por discriminaciones y persecuciones. Y está presente como
fuerza de esperanza a través de su Iglesia, cercano a cada situación
humana de sufrimiento e injusticia.
134
LA RESURRECCIÓN, EL MISTERIO DECISIVO DE NUESTRA FE
20120409. Regina coeli. Lunes del Ángel
El lunes después de Pascua en muchos países es un día de vacación, en
el que se puede dar un paseo en medio de la naturaleza o ir a visitar a
parientes un poco lejanos para una reunión en familia. Pero quisiera que
en la mente y en el corazón de los cristianos siempre estuviera presente el
motivo de esta vacación, es decir, la resurrección de Jesús, el misterio
decisivo de nuestra fe. De hecho, como escribe san Pablo a los Corintios,
«si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también
vuestra fe» (1 Co 15, 14). Por eso, en estos días es importante releer los
relatos de la resurrección de Cristo que encontramos en los cuatro
Evangelios y leerlos con nuestro corazón. Se trata de relatos que, de
modos diversos, presentan los encuentros de los discípulos con Jesús
resucitado, y así nos permiten meditar en este acontecimiento estupendo
que ha transformado la historia y da sentido a la existencia de todo
hombre, de cada uno de nosotros.
Los evangelistas no describen el acontecimiento de la resurrección en
cuanto tal. Ese acontecimiento permanece misterioso, no en el sentido de
menos real, sino de oculto, más allá del alcance de nuestro conocimiento:
como una luz tan deslumbrante que no se puede observar con los ojos,
pues de lo contrario los cegaría. Los relatos comienzan, en cambio, desde
que, al alba del día después del sábado, las mujeres se dirigieron al
sepulcro y lo encontraron abierto y vacío. San Mateo habla también de un
terremoto y de un ángel deslumbrante que corrió la gran piedra de la
tumba y se sentó encima de ella (cf. Mt 28, 2). Tras recibir del ángel el
anuncio de la resurrección, las mujeres, llenas de miedo y de alegría,
corrieron a dar la noticia a los discípulos, y precisamente en aquel
momento se encontraron con Jesús, se postraron a sus pies y lo adoraron;
y él les dijo: «No temáis; id a comunicar a mis hermanos que vayan a
Galilea; allí me verán» (Mt 28, 10). En todos los Evangelios las mujeres
ocupan gran espacio en los relatos de las apariciones de Jesús resucitado,
como también en los de la pasión y muerte de Jesús. En aquellos tiempos,
en Israel, el testimonio de las mujeres no podía tener valor oficial,
jurídico, pero las mujeres vivieron una experiencia de vínculo especial con
el Señor, que es fundamental para la vida concreta de la comunidad
cristiana, y esto siempre, en todas las épocas, no sólo al inicio del camino
de la Iglesia.
Modelo sublime y ejemplar de esta relación con Jesús, de modo
especial en su Misterio pascual, es naturalmente María, la Madre del
Señor. Precisamente a través de la experiencia transformadora de la
Pascua de su Hijo, la Virgen María se convierte también en Madre de la
Iglesia, es decir, de cada uno de los creyentes y de toda la comunidad. A
ella nos dirigimos ahora invocándola como Regina caeli, con la oración
que la tradición nos hace rezar en lugar del Ángelus durante todo el tiempo
pascual. Que María nos obtenga experimentar la presencia viva del Señor
resucitado, fuente de esperanza y de paz.
135
LA TRANSFORMACIÓN DE LA PASCUA EN LOS DISCÍPULOS
20120411. Audiencia general
En esta catequesis quiero mostrar la transformación que la Pascua de
Jesús provocó en sus discípulos. Partimos de la tarde del día de la
Resurrección. Los discípulos están encerrados en casa por miedo a los
judíos (cf. Jn 20, 19). El miedo oprime el corazón e impide salir al
encuentro de los demás, al encuentro de la vida. El Maestro ya no está. El
recuerdo de su Pasión alimenta la incertidumbre. Pero Jesús ama a los
suyos y está a punto de cumplir la promesa que había hecho durante la
última Cena: «No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros» (Jn 14, 18) y
esto lo dice también a nosotros, incluso en tiempos grises: «No os dejaré
huérfanos». Esta situación de angustia de los discípulos cambia
radicalmente con la llegada de Jesús. Entra a pesar de estar las puertas
cerradas, está en medio de ellos y les da la paz que tranquiliza: «Paz a
vosotros» (Jn 20, 19). Es un saludo común que, sin embargo, ahora
adquiere un significado nuevo, porque produce un cambio interior; es el
saludo pascual, que hace que los discípulos superen todo miedo. La paz
que Jesús trae es el don de la salvación que él había prometido durante sus
discursos de despedida: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como
la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,
27). En este día de Resurrección, él la da en plenitud y esa paz se
convierte para la comunidad en fuente de alegría, en certeza de victoria, en
seguridad por apoyarse en Dios. También a nosotros nos dice: «No se
turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 1).
Después de este saludo, Jesús muestra a los discípulos las llagas de las
manos y del costado (cf. Jn20, 20), signos de lo que sucedió y que nunca
se borrará: su humanidad gloriosa permanece «herida». Este gesto tiene
como finalidad confirmar la nueva realidad de la Resurrección: el Cristo
que ahora está entre los suyos es una persona real, el mismo Jesús que tres
días antes fue clavado en la cruz. Y así, en la luz deslumbrante de la
Pascua, en el encuentro con el Resucitado, los discípulos captan el sentido
salvífico de su pasión y muerte. Entonces, de la tristeza y el miedo pasan a
la alegría plena. La tristeza y las llagas mismas se convierten en fuente de
alegría. La alegría que nace en su corazón deriva de «ver al Señor» (Jn 20,
20). Él les dice de nuevo: «Paz a vosotros» (v. 21). Ya es evidente que no
se trata sólo de un saludo. Es un don, el don que el Resucitado quiere
hacer a sus amigos, y al mismo tiempo es una consigna: esta paz,
adquirida por Cristo con su sangre, es para ellos pero también para todos
nosotros, y los discípulos deberán llevarla a todo el mundo. De hecho,
añade: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (ib.).
Jesús resucitado ha vuelto entre los discípulos para enviarlos. Él ya ha
completado su obra en el mundo; ahora les toca a ellos sembrar en los
corazones la fe para que el Padre, conocido y amado, reúna a todos sus
hijos de la dispersión. Pero Jesús sabe que en los suyos hay aún mucho
miedo, siempre. Por eso realiza el gesto de soplar sobre ellos y los
regenera en su Espíritu (cf. Jn 20, 22); este gesto es el signo de la nueva
136
creación. Con el don del Espíritu Santo que proviene de Cristo resucitado
comienza de hecho un mundo nuevo. Con el envío de los discípulos en
misión se inaugura el camino del pueblo de la nueva alianza en el mundo,
pueblo que cree en él y en su obra de salvación, pueblo que testimonia la
verdad de la resurrección. Esta novedad de una vida que no muere, traída
por la Pascua, se debe difundir por doquier, para que las espinas del
pecado que hieren el corazón del hombre dejen lugar a los brotes de la
Gracia, de la presencia de Dios y de su amor que vencen al pecado y a la
muerte.
Queridos amigos, también hoy el Resucitado entra en nuestras casas y
en nuestros corazones, aunque a veces las puertas están cerradas. Entra
donando alegría y paz, vida y esperanza, dones que necesitamos para
nuestro renacimiento humano y espiritual. Sólo él puede correr aquellas
piedras sepulcrales que el hombre a menudo pone sobre sus propios
sentimientos, sobre sus propias relaciones, sobre sus propios
comportamientos; piedras que sellan la muerte: divisiones, enemistades,
rencores, envidias, desconfianzas, indiferencias. Sólo él, el Viviente,
puede dar sentido a la existencia y hacer que reemprenda su camino el que
está cansado y triste, el desconfiado y el que no tiene esperanza. Es lo que
experimentaron los dos discípulos que el día de Pascua iban de camino
desde Jerusalén hacia Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Hablan de Jesús, pero su
«rostro triste» (cf. v. 17) expresa sus esperanzas defraudadas, su
incertidumbre y su melancolía. Habían dejado su aldea para seguir a Jesús
con sus amigos, y habían descubierto una nueva realidad, en la que el
perdón y el amor ya no eran sólo palabras, sino que tocaban
concretamente la existencia. Jesús de Nazaret lo había hecho todo nuevo,
había transformado su vida. Pero ahora estaba muerto y parecía que todo
había acabado.
Sin embargo, de improviso, ya no son dos, sino tres las personas que
caminan. Jesús se une a los dos discípulos y camina con ellos, pero son
incapaces de reconocerlo. Ciertamente, han escuchado las voces sobre la
resurrección; de hecho le refieren: «Algunas mujeres de nuestro grupo nos
han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no
habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto
una aparición de ángeles, que dicen que está vivo» (vv. 22-23). Y todo eso
no había bastado para convencerlos, pues «a él no lo vieron» (v. 24).
Entonces Jesús, con paciencia, «comenzando por Moisés y siguiendo por
todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras»
(v. 27). El Resucitado explica a los discípulos la Sagrada Escritura,
ofreciendo su clave de lectura fundamental, es decir, él mismo y su
Misterio pascual: de él dan testimonio las Escrituras (cf. Jn 5, 39-47). El
sentido de todo, de la Ley, de los Profetas y de los Salmos, repentinamente
se abre y resulta claro a sus ojos. Jesús había abierto su mente a la
inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45).
Mientras tanto, habían llegado a la aldea, probablemente a la casa de
uno de los dos. El forastero viandante «simula que va a seguir caminando»
(v. 28), pero luego se queda porque se lo piden con insistencia: «Quédate
137
con nosotros» (v. 29). También nosotros debemos decir al Señor, siempre
de nuevo, con insistencia: «Quédate con nosotros». «Sentado a la mesa
con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando»
(v. 30). La alusión a los gestos realizados por Jesús en la última Cena es
evidente. «A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (v. 31). La
presencia de Jesús, primero con las palabras y luego con el gesto de partir
el pan, permite a los discípulos reconocerlo, y pueden sentir de modo
nuevo lo que habían experimentado al caminar con él: «¿No ardía nuestro
corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las
Escrituras?» (v. 32). Este episodio nos indica dos «lugares» privilegiados
en los que podemos encontrar al Resucitado que transforma nuestra vida:
la escucha de la Palabra, en comunión con Cristo, y el partir el Pan; dos
«lugares» profundamente unidos entre sí porque «Palabra y Eucaristía se
pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra:
la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento
eucarístico» (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 54-55).
Después de este encuentro, los dos discípulos «se volvieron a
Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros,
que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha
aparecido a Simón”» (vv. 33-34). En Jerusalén escuchan la noticia de la
resurrección de Jesús y, a su vez, cuentan su propia experiencia, inflamada
de amor al Resucitado, que les abrió el corazón a una alegría incontenible.
Como dice san Pedro, «mediante la resurrección de Jesucristo de entre los
muertos, fueron regenerados para una esperanza viva» (cf. 1 P 1, 3). De
hecho, renace en ellos el entusiasmo de la fe, el amor a la comunidad, la
necesidad de comunicar la buena nueva. El Maestro ha resucitado y con él
toda la vida resurge; testimoniar este acontecimiento se convierte para
ellos en una necesidad ineludible.
Queridos amigos, que el Tiempo pascual sea para todos nosotros la
ocasión propicia para redescubrir con alegría y entusiasmo las fuentes de
la fe, la presencia del Resucitado entre nosotros. Se trata de realizar el
mismo itinerario que Jesús hizo seguir a los dos discípulos de Emaús, a
través del redescubrimiento de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, es
decir, caminar con el Señor y dejarse abrir los ojos al verdadero sentido de
la Escritura y a su presencia al partir el pan. El culmen de este camino,
entonces como hoy, es la Comunión eucarística: en la Comunión Jesús nos
alimenta con su Cuerpo y su Sangre, para estar presente en nuestra vida,
para renovarnos, animados por el poder del Espíritu Santo.
En conclusión, la experiencia de los discípulos nos invita a reflexionar
sobre el sentido de la Pascua para nosotros. Dejémonos encontrar por
Jesús resucitado. Él, vivo y verdadero, siempre está presente en medio de
nosotros; camina con nosotros para guiar nuestra vida, para abrirnos los
ojos. Confiemos en el Resucitado, que tiene el poder de dar la vida, de
hacernos renacer como hijos de Dios, capaces de creer y de amar. La fe en
él transforma nuestra vida: la libra del miedo, le da una firme esperanza, la
hace animada por lo que da pleno sentido a la existencia, el amor de Dios.
Gracias.
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EL CULTO CRISTIANO ES ENCUENTRO CON EL RESUCITADO
20120415. Regina caeli. Domingo de la Misericordia
Cada año, al celebrar la Pascua, revivimos la experiencia de los
primeros discípulos de Jesús, la experiencia del encuentro con él
resucitado: el Evangelio de san Juan dice que lo vieron aparecer en medio
de ellos, en el cenáculo, la tarde del mismo día de la Resurrección, «el
primero de la semana», y luego «ocho días después» (cf. Jn 20, 19.26).
Ese día, llamado después «domingo», «día del Señor», es el día de la
asamblea, de la comunidad cristiana que se reúne para su culto propio, es
decir la Eucaristía, culto nuevo y distinto desde el principio del judío del
sábado. De hecho, la celebración del día del Señor es una prueba muy
fuerte de la Resurrección de Cristo, porque sólo un acontecimiento
extraordinario y trascendente podía inducir a los primeros cristianos a
iniciar un culto diferente al sábado judío.
Entonces, como ahora, el culto cristiano no es sólo una
conmemoración de acontecimientos pasados, y mucho menos una
experiencia mística particular, interior, sino fundamentalmente un
encuentro con el Señor resucitado, que vive en la dimensión de Dios, más
allá del tiempo y del espacio, y sin embargo está realmente presente en
medio de la comunidad, nos habla en las Sagradas Escrituras, y parte para
nosotros el Pan de vida eterna. A través de estos signos vivimos lo que
experimentaron los discípulos, es decir, el hecho de ver a Jesús y al mismo
tiempo no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo verdadero, pero libre
de ataduras terrenales.
Es muy importante lo que refiere el Evangelio, o sea, que Jesús, en las
dos apariciones a los Apóstoles reunidos en el cenáculo, repitió varias
veces el saludo: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19.21.26). El saludo tradicional,
con el que se desea el shalom, la paz, se convierte aquí en algo nuevo: se
convierte en el don de aquella paz que sólo Jesús puede dar, porque es el
fruto de su victoria radical sobre el mal. La «paz» que Jesús ofrece a sus
amigos es el fruto del amor de Dios que lo llevó a morir en la cruz, a
derramar toda su sangre, como Cordero manso y humilde, «lleno de gracia
y de verdad» (Jn 1, 14). Por eso el beato Juan Pablo II quiso dedicar este
domingo después de Pascua a la Divina Misericordia, con una imagen
bien precisa: la del costado traspasado de Cristo, del que salen sangre y
agua, según el testimonio ocular del apóstol san Juan (cf. Jn 19, 34-37).
Pero Cristo ya ha resucitado, y de él vivo brotan los sacramentos
pascuales del Bautismo y la Eucaristía: los que se acercan a ellos con fe
reciben el don de la vida eterna.

BERNARDITA, LABRE Y EL MISTERIO PASCUAL: SEÑALES


20120416. Homilía. Misa por 85º cumpleaños del Papa
En el día de mi cumpleaños y de mi Bautismo, el 16 de abril, la liturgia
de la Iglesia ha puesto tres señales que me indican a dónde lleva el camino
y que me ayudan a encontrarlo. En primer lugar, la memoria de santa
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Bernardita Soubirous, la vidente de Lourdes; luego, uno de los santos más
peculiares de la historia de la Iglesia, Benito José Labre; y después, sobre
todo, el hecho de que este día se encuentra todavía inmerso en el Misterio
pascual, en el Misterio de la Cruz y de la Resurrección, y en el año de mi
nacimiento se manifestó de un modo particular: era el Sábado Santo, el día
del silencio de Dios, de su aparente ausencia, de la muerte de Dios, pero
también el día en el que se anunciaba la Resurrección.
A Bernardita Soubirous, la muchacha sencilla del sur de los Pirineos,
todos la conocemos y la amamos. Bernardita creció en la Francia ilustrada
del siglo XIX, en una pobreza difícilmente imaginable. La cárcel, que
había sido abandonada por ser demasiado insalubre, se convirtió al final
—después de algunas dudas— en la morada de la familia, en la que
transcurrió su infancia. No tuvo la posibilidad de recibir formación
escolar; sólo un poco de catecismo para prepararse a la Primera
Comunión. Pero precisamente esta muchacha sencilla, que en su corazón
había permanecido pura y limpia, tenía el corazón que ve, era capaz de ver
a la Madre del Señor y en ella el reflejo de la belleza y de la bondad de
Dios. A esta joven María podía manifestarse y a través de ella hablar al
siglo e incluso más allá del siglo. Bernardita sabía ver, con el corazón puro
y genuino. Y María le indica la fuente: ella puede descubrir la fuente de
agua viva, pura e incontaminada; agua que es vida, agua que da pureza y
salud. Y, a través de los siglos, esta agua ya es un signo de parte de María,
un signo que indica dónde se hallan las fuentes de la vida, dónde podemos
purificarnos, dónde encontramos lo que está incontaminado. En nuestro
tiempo, en el que vemos el mundo tan agitado, y en el que existe la
necesidad del agua, del agua pura, este signo es mucho más grande. De
María, de la Madre del Señor, del corazón puro viene también el agua
pura, genuina, que da la vida, el agua que en este siglo —y en los siglos
futuros— nos purifica y nos cura.
Creo que podemos considerar esta agua como una imagen de la verdad
que sale a nuestro encuentro en la fe: la verdad no simulada, sino
incontaminada. De hecho, para poder vivir, para poder llegar a ser puros,
necesitamos tener en nosotros la nostalgia de la vida pura, de la verdad no
tergiversada, de lo que no está contaminado por la corrupción, del ser
hombres sin mancha. Pues bien, este día, esta pequeña santa siempre ha
sido para mí un signo que me ha indicado de dónde proviene el agua viva
que necesitamos —el agua que nos purifica y que da la vida—, y un signo
de cómo deberíamos ser: con todo el saber y todas las capacidades, que
también son necesarios, no debemos perder el corazón sencillo, la mirada
sencilla del corazón, capaz de ver lo esencial; y siempre debemos pedir al
Señor que nos ayude a conservar en nosotros la humildad que permite al
corazón ser clarividente —ver lo que es sencillo y esencial, la belleza y la
bondad de Dios— y encontrar así la fuente de la que brota el agua que da
la vida y purifica.
Luego está Benito José Labre, el piadoso peregrino mendicante del
siglo XVIII que, después de varios intentos inútiles, encontró finalmente
su vocación de peregrinar como mendicante —sin nada, sin ningún apoyo,
140
sin quedarse para sí con nada de lo que recibía, salvo lo absolutamente
necesario—, peregrinar a través de toda Europa, a todos los santuarios de
Europa, desde España hasta Polonia y desde Alemania hasta Sicilia: ¡un
santo verdaderamente europeo! Podemos decir también: un santo un poco
peculiar que, mendigando, vagabundea de un santuario a otro y no quiere
hacer más que rezar y así dar testimonio de lo que cuenta en esta vida:
Dios. Ciertamente, no representa un ejemplo para emular, pero es una
señal, es un dedo que indica hacia lo esencial. Nos muestra que sólo Dios
basta; que más allá de todo lo que puede haber en este mundo, más allá de
nuestras necesidades y capacidades, lo que cuenta, lo esencial es conocer a
Dios. Sólo Dios basta. Y este «sólo Dios» él nos lo indica de un modo
dramático. Y, al mismo tiempo, esta vida realmente europea que, de
santuario en santuario, abraza todo el continente europeo hace evidente
que aquel que se abre a Dios no se aleja del mundo y de los hombres, sino
que encuentra hermanos, porque por parte de Dios caen las fronteras; sólo
Dios puede eliminar las fronteras porque gracias a él todos somos
hermanos, formamos parte los unos de los otros; hace presente que la
unicidad de Dios significa, al mismo tiempo, la fraternidad y la
reconciliación de los hombres, el derribo de las fronteras que nos une y
nos cura. Así Benito José Labre es un santo de la paz precisamente porque
es un santo sin ninguna exigencia, que muere pobre de todo pero
bendecido con todo.
Y, por último, está el Misterio pascual. En el mismo día en que nací,
gracias a la diligencia de mis padres, también renací por el agua y por el
Espíritu, como acabamos de escuchar en el Evangelio. En primer lugar,
está el don de la vida, que mis padres me hicieron en tiempos muy
difíciles, y por el cual les debo dar las gracias. Pero no se debe dar por
descontado que la vida del hombre es un don en sí misma. ¿Puede ser
verdaderamente un hermoso don? ¿Sabemos qué amenazas se ciernen
sobre el hombre en los tiempos oscuros que se encontrará, e incluso en los
más luminosos que podrán venir? ¿Podemos prever a qué afanes, a qué
terribles acontecimientos podrá quedar expuesto? ¿Es justo dar la vida así,
sencillamente? ¿Es responsable o es demasiado incierto? Es un don
problemático, si se considera sólo en sí mismo. La vida biológica de por sí
es un don, pero está rodeada de una gran pregunta. Sólo se transforma en
un verdadero don si, junto con ella, se puede dar una promesa que es más
fuerte que cualquier desventura que nos pueda amenazar, si se la sumerge
en una fuerza que garantiza que ser hombre es un bien, que para esta
persona es un bien cualquier cosa que pueda traer el futuro. Así, al
nacimiento se une el renacimiento, la certeza de que, en verdad, es un bien
existir, porque la promesa es más fuerte que las amenazas. Este es el
sentido del renacimiento por el agua y por el Espíritu: ser inmersos en la
promesa que sólo Dios puede hacer: es un bien que tú existas, y puedes
estar seguro de ello, suceda lo que suceda. Por esta certeza he podido
vivir, renacido por el agua y por el Espíritu. Nicodemo pregunta al Señor:
«¿Acaso un viejo puede renacer?». Ahora bien, el renacimiento se nos da
en el Bautismo, pero nosotros debemos crecer continuamente en él,
141
debemos dejarnos sumergir siempre de nuevo en su promesa, para renacer
verdaderamente en la grande y nueva familia de Dios, que es más fuerte
que todas las debilidades y que todas las potencias negativas que nos
amenazan. Por eso, este es un día de gran acción de gracias.
El día en que fui bautizado, como he dicho, era Sábado Santo.
Entonces se acostumbraba todavía anticipar la Vigilia pascual en la
mañana, a la que seguiría aún la oscuridad del Sábado Santo, sin el
Aleluya. Me parece que esta singular paradoja, esta singular anticipación
de la luz en un día oscuro, puede ser en cierto sentido una imagen de la
historia de nuestros días. Por un lado, aún está el silencio de Dios y su
ausencia, pero en la Resurrección de Cristo ya está la anticipación del «sí»
de Dios; y por esta anticipación nosotros vivimos y, a través del silencio
de Dios, escuchamos su palabra; y a través de la oscuridad de su ausencia
vislumbramos su luz. La anticipación de la Resurrección en medio de una
historia que se desarrolla es la fuerza que nos indica el camino y que nos
ayuda a seguir adelante.
Damos gracias a Dios porque nos ha dado esta luz y le pedimos que
esa luz permanezca siempre. Y en este día tengo motivo para darle las
gracias a él y a todos los que siempre me han hecho percibir la presencia
del Señor, que me han acompañado para que no perdiera la luz.
Me encuentro ante el último tramo del camino de mi vida y no sé lo
que me espera. Pero sé que la luz de Dios existe, que él ha resucitado, que
su luz es más fuerte que cualquier oscuridad; que la bondad de Dios es
más fuerte que todo mal de este mundo. Y esto me ayuda a avanzar con
seguridad. Esto nos ayuda a nosotros a seguir adelante, y en esta hora doy
las gracias de corazón a todos los que continuamente me hacen percibir el
«sí» de Dios a través de su fe.

EL PORQUÉ DEL “POR MUCHOS” EN LUGAR DE “POR


TODOS”
20120414. Carta. Al presidente de la Conf. Episc. Alemana
Con ocasión de su visita del 15 de marzo de 2012, usted me hizo saber
que, por lo que se refiere a la traducción de las palabras «pro multis» en
las Plegarias Eucarísticas de la Santa Misa, todavía no hay unidad entre
los obispos de las áreas de lengua alemana. Al parecer, se corre el riesgo
de que, ante la publicación de la nueva edición del «Gotteslob» [libro de
cantos y oraciones], que se espera en breve, algunos sectores del ámbito
lingüístico alemán deseen mantener la traducción «por todos», aún cuando
la Conferencia Episcopal Alemana acordase escribir «por muchos», tal
como ha sido indicado por la Santa Sede. Le había prometido que me
expresaría por escrito sobre esta cuestión importante, con el fin de
prevenir una división como ésta en el seno más íntimo de nuestra plegaria.
Esta carta que ahora dirijo por medio suyo a los miembros de la
Conferencia Episcopal Alemana, se enviará también a los demás obispos
de las áreas de lengua alemana.
142
Ante todo, permítame una breves palabras sobre el origen del
problema. En los años sesenta, cuando hubo que traducir al alemán el
Misal Romano, bajo la responsabilidad de los obispos, había un consenso
exegético en que la palabra «los muchos», «muchos», en Isaías 53,11s, era
una forma de expresión hebrea que indicaba la totalidad, «todos». En los
relatos de la institución de Mateo y de Marcos, la palabra «muchos» sería
por tanto un «semitismo», y debería traducirse por «todos». Esta idea se
aplicó también a la traducción directamente del texto latino, donde «pro
multis» haría referencia, a través de los relatos evangélicos, a Isaías 53 y,
por tanto, debería traducirse como «por todos». Con el tiempo, este
consenso exegético se ha resquebrajado; ya no existe. En la narración de
la Última Cena de la traducción ecuménica alemana de la Sagrada
Escritura, puede leerse: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada
por muchos» (Mc 14,24; cf. Mt 26,28). Con esto se pone de relieve algo
muy importante: el paso del «pro multis» al «por todos» no era en modo
alguno una simple traducción, sino una interpretación, que seguramente
tenía y sigue teniendo fundamento, pero es ciertamente ya una
interpretación y algo más que una traducción.
Esta fusión entre traducción e interpretación pertenece en cierto
sentido a los principios que, inmediatamente después del Concilio,
orientaron la traducción de los libros litúrgicos en las lenguas modernas.
Se tenía conciencia de cuán lejos estaban la Biblia y los textos litúrgicos
del modo de pensar y de hablar del hombre de hoy, de modo que, incluso
traducidos, seguían siendo en buena parte incomprensibles para los
participantes en la liturgia. Era una tarea novedosa tratar que, en la
traducción, los textos sagrados fueran asequibles a los participantes en la
liturgia, aunque siguieran siendo muy ajenos a su mundo; es más, los
textos sagrados aparecían precisamente de este modo en su enorme
lejanía. Así, los autores no sólo se sentían autorizados, sino incluso en la
obligación, de incluir ya la interpretación en la traducción, y de acortar de
esta manera la vía hacia los hombres, pretendiendo hacer llegar a su mente
y a su corazón precisamente estas palabras.
Hasta un cierto punto, el principio de una traducción del contenido del
texto base, y no necesariamente literal, sigue estando justificado. Desde
que debo recitar continuamente las oraciones litúrgicas en lenguas
diferentes, me doy cuenta de que no es posible encontrar a veces casi nada
en común entre las diversas traducciones, y que el texto único, que está en
la base, con frecuencia es sólo lejanamente reconocible. Además, hay
ciertas banalizaciones que comportan una auténtica pérdida. Así, a lo largo
de los años, también a mí personalmente me ha resultado cada vez más
claro que el principio de la correspondencia no literal, sino estructural,
como guía en las traducciones tiene sus límites. Estas consideraciones han
llevado a la Instrucción sobre las traducciones «Liturgiam authenticam»,
emanada por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, el 28 de marzo de 2001, a poner de nuevo en primer plano el
principio de la correspondencia literal, sin prescribir obviamente un
verbalismo unilateral. La contribución importante que está en la base de
143
esta instrucción consiste en la distinción entre traducción e interpretación,
de la que he hablado al principio. Esta es necesaria tanto respecto a la
palabra de la Escritura, como de los textos litúrgicos. Por un lado, la
palabra sagrada debe presentarse lo más posible tal como es, incluso en lo
que tiene de extraño y con los interrogantes que comporta; por otro lado, a
la Iglesia se le ha encomendado el cometido de la interpretación, con el fin
de que – en los límites de nuestra comprensión actual – nos llegue ese
mensaje que el Señor nos ha destinado. Ni siquiera la traducción más
esmerada puede sustituir a la interpretación: pertenece a la estructura de la
revelación el que la Palabra de Dios sea leída en la comunidad
interpretativa de la Iglesia, y que la fidelidad y la actualización estén
enlazadas recíprocamente. La Palabra debe estar presente tal y como es,
en su forma propia, tal vez extraña para nosotros; la interpretación debe
confrontarse con la fidelidad a la Palabra misma, pero, al mismo tiempo,
ha de hacerla accesible al oyente de hoy.
En este contexto, la Santa Sede ha decidido que, en la nueva
traducción del Misal, la expresión «pro multis» deba ser traducida tal y
como es, y no al mismo tiempo ya interpretada. En lugar de la versión
interpretada «por todos», ha de ponerse la simple traducción «por
muchos». Quisiera hacer notar aquí que ni en Mateo ni en Marcos hay
artículo, así pues, no «por los muchos», sino «por muchos». Si bien esta
decisión, como espero, es absolutamente comprensible a la luz de la
correlación fundamental entre traducción e interpretación, soy consciente
sin embargo de que representa un reto enorme para todos aquellos que
tienen el cometido de exponer la Palabra de Dios en la Iglesia. En efecto,
para quienes participan habitualmente en la Santa Misa, esto parece casi
inevitablemente como una ruptura precisamente en el corazón de lo
sagrado. Ellos se dirán: Pero Cristo, ¿no ha muerto por todos? ¿Ha
modificado la Iglesia su doctrina? ¿Puede y está autorizada para hacerlo?
¿Se está produciendo aquí una reacción que quiere destruir la herencia del
Concilio? Por la experiencia de los últimos 50 años, todos sabemos cuán
profundamente impactan en el ánimo de las personas los cambios de
formas y textos litúrgicos; lo mucho que puede inquietar una modificación
del texto en un punto tan importante. Por este motivo, en el momento en
que, en virtud de la distinción entre traducción e interpretación, se optó
por la traducción «por muchos», se decidió al mismo tiempo que esta
traducción fuera precedida en cada área lingüística de una esmerada
catequesis, por medio de la cual los obispos deberían hacer comprender
concretamente a sus sacerdotes y, a través de ellos, a todos los fieles por
qué se hace. Hacer preceder la catequesis es la condición esencial para la
entrada en vigor de la nueva traducción. Por lo que sé, una catequesis
como ésta no se ha hecho hasta ahora en el área lingüística alemana. El
propósito de mi carta es pediros con la mayor urgencia a todos vosotros,
queridos hermanos, la elaboración de una catequesis de este tipo, para
hablar después de esto con los sacerdotes y hacerlo al mismo tiempo
accesible a los fieles.
144
En dicha catequesis, se deberá explicar brevemente en primer lugar
por qué, en la traducción del Misal tras el Concilio, la palabra «muchos»
fue sustituida por «todos»: para expresar de modo inequívoco, en el
sentido querido por Jesús, la universalidad de la salvación que de él
proviene.
Pero surge inmediatamente la pregunta: Si Jesús ha muerto por todos,
¿por qué en las palabras de la Ultima Cena él dijo «por muchos»? Y, ¿por
qué nosotros ahora nos atenemos a estas palabras de la institución de
Jesús? A este punto, es necesario añadir ante todo que, según Mateo y
Marcos, Jesús ha dicho «por muchos», mientras según Lucas y Pablo ha
dicho «por vosotros». Aparentemente, así se restringe aún más el círculo.
Y, sin embargo, es precisamente partiendo de esto como se puede llegar a
la solución. Los discípulos saben que la misión de Jesús va más allá de
ellos y de su grupo; que él ha venido para reunir a los hijos de Dios
dispersos por el mundo (cf. Jn11,52). Pero el «por vosotros» hace que la
misión de Jesús aparezca de forma absolutamente concreta para los
presentes. Ellos no son miembros cualquiera de una enorme totalidad, sino
que cada uno sabe que el Señor ha muerto «por mi», «por nosotros». El
«por vosotros» se extiende al pasado y al futuro, se refiere a mí de manera
totalmente personal; nosotros, que estamos aquí reunidos, somos
conocidos y amados por Jesús en cuanto tales. Por consiguiente, este «por
vosotros» no es una restricción, sino una concretización, que vale para
cada comunidad que celebra la Eucaristía y que la une concretamente al
amor de Jesús. En las palabras de la consagración, el Canon Romano ha
unido las dos lecturas bíblicas y, de acuerdo con esto, dice: «por vosotros
y por muchos». Esta fórmula fue retomada luego por la reforma litúrgica
en todas las Plegarias Eucarísticas.
Pero, una vez más: ¿Por qué «por muchos»? ¿Acaso el Señor no ha
muerto por todos? El hecho de que Jesucristo, en cuanto Hijo de Dios
hecho hombre, sea el hombre para todos los hombres, el nuevo Adán,
forma parte de las certezas fundamentales de nuestra fe. Sobre este punto,
quisiera recordar solamente tres textos de la Escritura: Dios entregó a su
Hijo «por todos», afirma Pablo en la Carta a los Romanos (Rm 8,32).
«Uno murió por todos», dice en la Segunda Carta a los Corintios,
hablando de la muerte de Jesús (2 Co 5,14). Jesús «se entrego en rescate
por todos», escribe en la Primera Carta a Timoteo (1 Tm 2,6). Pero
entonces, con mayor razón, una vez más, debemos preguntarnos: si esto es
así de claro, ¿por qué en la Plegaria Eucarística está escrito «por
muchos»? Ahora bien, la Iglesia ha tomado esta fórmula de los relatos de
la institución en el Nuevo Testamento. Lo dice así por respeto a la palabra
de Jesús, por permanecer fiel a él incluso en las palabras. El respeto
reverencial por la palabra misma de Jesús es la razón de la fórmula de la
Plegaria Eucarística. Pero ahora nos preguntamos: ¿Por qué Jesús mismo
lo ha dicho precisamente así? La razón verdadera y propia consiste en que,
con esto, Jesús se ha hecho reconocer como el Siervo de Dios
de Isaías 53, ha mostrado ser aquella figura que la palabra del profeta
estaba esperando. Respeto reverencial de la Iglesia por la palabra de Jesús,
145
fidelidad de Jesús a la palabra de la «Escritura»: esta doble fidelidad es la
razón concreta de la fórmula «por muchos». En esta cadena de reverente
fidelidad, nos insertamos nosotros con la traducción literal de las palabras
de la Escritura.
Así como hemos visto anteriormente que el «por vosotros» de la
traducción lucano-paulina no restringe, sino que concretiza, así podemos
reconocer ahora que la dialéctica «muchos»-«todos» tiene su propio
significado. «Todos» se mueve en el plano ontológico: el ser y obrar de
Jesús, abarca a toda la humanidad, al pasado, al presente y al futuro. Pero
históricamente, en la comunidad concreta de aquellos que celebran la
Eucaristía, él llega de hecho sólo a «muchos». Entonces es posible
reconocer un triple significado de la correlación entre «muchos» y
«todos». En primer lugar, para nosotros, que podemos sentarnos a su
mesa, debería significar sorpresa, alegría y gratitud, porque él me ha
llamado, porque puedo estar con él y puedo conocerlo. «Estoy agradecido
al Señor, que por gracia me ha llamado a su Iglesia…” [Canto religioso
“Fest soll mein Taufbund immer steen”, estrofa 1]. En segundo lugar,
significa también responsabilidad. Cómo el Señor, a su modo, llegue a los
otros – a «todos» – es a fin de cuentas un misterio suyo. Pero,
indudablemente, es una responsabilidad el hecho de ser llamado por él
directamente a su mesa, de manera que puedo oír: «por vosotros», «por
mi», él ha sufrido. Los muchos tienen responsabilidad por todos. La
comunidad de los muchos debe ser luz en el candelero, ciudad puesta en lo
alto de un monte, levadura para todos. Esta es una vocación que concierne
a cada uno de manera totalmente personal. Los muchos, que somos
nosotros, deben llevar consigo la responsabilidad por el todo, conscientes
de la propia misión. Finalmente, se puede añadir un tercer aspecto. En la
sociedad actual tenemos la sensación de no ser en absoluto «muchos»,
sino muy pocos, una pequeña multitud, que se reduce continuamente. Pero
no, somos «muchos»: «Después de esto vi una muchedumbre inmensa,
que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lengua»,
dice el Apocalipsis de Juan (Ap 7,9). Nosotros somos muchos y
representamos a todos. Así, ambas palabras, «muchos» y «todos» van
juntas y se relacionan una con otra en la responsabilidad y en la promesa.
Excelencia, queridos hermanos en el episcopado. Con todo esto, he
querido indicar la línea del contenido fundamental de la catequesis, por
medio de la cual se debe preparar a sacerdotes y laicos lo más pronto
posible para la nueva traducción. Espero que pueda servir al mismo
tiempo para una participación más profunda en la Santa Eucaristía,
integrándose en la gran tarea que nos espera con el «Año de la Fe».
Confío que dicha catequesis se presente prontamente, y forme parte así de
esa renovación litúrgica, a la cual se comprometió el Concilio desde su
primera sesión.

INSPIRACIÓN Y VERDAD DE LA BIBLIA


20120418. Mensaje. A la Pontificia Comisión Bíblica
146
Como sabemos, esta temática es fundamental para una correcta
hermenéutica del mensaje bíblico. Precisamente la inspiración como
acción de Dios hace que en las palabras humanas se exprese la Palabra de
Dios. Por consiguiente, el tema de la inspiración es decisivo para una
adecuada aproximación a las Sagradas Escrituras. En efecto, una
interpretación de los textos sagrados que descuidara u olvidara su
inspiración, no tendría en cuenta su característica más importante y
valiosa, o sea, su proveniencia de Dios. En mi exhortación apostólica
postsinodal Verbum Domini recordé, además, que «los padres sinodales
han destacado la conexión entre el tema de la inspiración y el de la verdad
de las Escrituras. Por eso, la profundización en el proceso de la inspiración
llevará también sin duda a una mayor comprensión de la verdad contenida
en los libros sagrados» (n. 19).
Por el carisma de la inspiración, los libros de la Sagrada Escritura
tienen una fuerza de llamamiento directo y concreto. Pero la Palabra de
Dios no queda confinada en lo escrito. En realidad, aunque la Revelación
concluyó con la muerte del último Apóstol, la Palabra revelada ha seguido
siendo anunciada e interpretada por la Tradición viva de la Iglesia. Por
esta razón, la Palabra de Dios fijada en los textos sagrados no es un
depósito inerte dentro de la Iglesia, sino que se convierte en regla suprema
de su fe y en fuerza de vida. La Tradición que se remonta a los Apóstoles
progresa con la asistencia del Espíritu Santo y crece con la reflexión y el
estudio de los creyentes, con la experiencia personal de vida espiritual y
con la predicación de los obispos (cf. Dei Verbum, 8. 21).
Al estudiar el tema «Inspiración y verdad de la Biblia», la Pontificia
Comisión Bíblica está llamada a ofrecer su contribución específica y
cualificada a esta necesaria profundización. De hecho, para la vida y la
misión de la Iglesia es esencial y fundamental que los textos sagrados se
interpreten según su naturaleza: la inspiración y la verdad son
características constitutivas de esta naturaleza. Por eso, vuestro
compromiso será verdaderamente útil para la vida y para la misión de la
Iglesia.

JESÚS RESUCITADO ENTRE SUS DISCÍPULOS


20120422. Ángelus
Hoy, tercer domingo de Pascua, encontramos en el Evangelio según
san Lucas a Jesús resucitado que se presenta en medio de los discípulos
(cf. Lc 24, 36), los cuales, incrédulos y aterrorizados, creían ver un
espíritu (cf. Lc 24, 37). Romano Guardini escribe: «El Señor ha cambiado.
Ya no vive como antes. Su existencia ... no es comprensible. Sin embargo,
es corpórea, incluye... todo lo que vivió; el destino que atravesó, su pasión
y su muerte. Todo es realidad. Aunque haya cambiado, sigue siendo una
realidad tangible» (Il Signore. Meditazioni sulla persona e la vita di N.S.
Gesù Cristo, Milán 1949, p. 433). Dado que la resurrección no borra los
signos de la crucifixión, Jesús muestra sus manos y sus pies a los
Apóstoles. Y para convencerlos les pide algo de comer. Así los discípulos
147
«le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos»
(Lc 24, 42-43). San Gregorio Magno comenta que «el pez asado al fuego
no significa otra cosa que la pasión de Jesús, Mediador entre Dios y los
hombres. De hecho, él se dignó esconderse en las aguas de la raza
humana, aceptó ser atrapado por el lazo de nuestra muerte y fue como
colocado en el fuego por los dolores sufridos en el tiempo de la pasión»
(Hom. in Evang XXIV, 5: ccl 141, Turnhout, 1999, p. 201).
Gracias a estos signos muy realistas, los discípulos superan la duda
inicial y se abren al don de la fe; y esta fe les permite entender lo que
había sido escrito sobre Cristo «en la ley de Moisés, en los Profetas y en
los Salmos» (Lc 24, 44). En efecto, leemos que Jesús «les abrió el
entendimiento para comprender las Escrituras y les dijo: “Así está escrito:
el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su
nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados...
Vosotros sois testigos”» (Lc 24, 45-48). El Salvador nos asegura su
presencia real entre nosotros a través de la Palabra y de la Eucaristía. Por
eso, como los discípulos de Emaús, que reconocieron a Jesús al partir el
pan (cf. Lc 24, 35), así también nosotros encontramos al Señor en la
celebración eucarística. Al respecto, santo Tomás de Aquino explica que
«es necesario reconocer, de acuerdo con la fe católica, que Cristo todo está
presente en este sacramento... porque la divinidad jamás abandonó el
cuerpo que había asumido» (S. Th. III, q. 76, a. 1).

MUCHO QUE APRENDER TODAVÍA DE LA PACEM IN TERRIS


20120427. Mensaje. Academia Pontificia de ciencias sociales
Me alegra saludarla a usted y a todos los que se han reunido en Roma
por la XVIII sesión plenaria de la Academia pontificia de ciencias
sociales. Habéis elegido celebrar el de la carta encíclica Pacem in
terris del beato Juan XXIII examinando la contribución dada por este
importante documento a la doctrina social de la Iglesia. En el culmen de la
guerra fría, cuando el mundo estaba todavía aceptando la amenaza
planteada por la existencia y la proliferación de armas de destrucción
masiva, el Papa Juan escribió la que ha sido definida como una «carta
abierta al mundo». Se trataba de un apremiante llamamiento de un gran
Pastor, próximo al final de su vida, para que la causa de la paz y de la
justicia fuera promovida con vigor en todos los sectores de la sociedad,
tanto a nivel nacional como internacional. Aunque el escenario político
global ha cambiado de manera significativa en el medio siglo transcurrido
desde entonces, la visión ofrecida por el Papa Juan tiene todavía mucho
que enseñarnos mientras luchamos por afrontar los nuevos retos para la
paz y la justicia en la era posterior a la guerra fría, en medio de la continua
proliferación de armamentos.
«La paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se da en
el interior de cada hombre, es decir, si primero no guarda cada uno en sí
mismo el orden que Dios ha establecido» (Pacem in terris, 165). En el
centro de la doctrina social de la Iglesia está la antropología que reconoce
148
en cada criatura humana la imagen del Creador, dotada de inteligencia y
de libertad, capaz de conocer y de amar. Paz y justicia son fruto del orden
justo, que está inscrito en la creación misma, escrito en el corazón humano
(cf. Rm 2, 15) y por tanto accesible a todas las personas de buena
voluntad, a todos los «peregrinos de verdad y de paz». La encíclica del
Papa Juan ha sido y es una fuerte invitación a comprometerse en ese
diálogo creativo entre la Iglesia y el mundo, entre los creyentes y los no
creyentes, que el concilio Vaticano II se propuso promover. Ofrece una
visión profundamente cristiana del lugar que ocupa el hombre en el
universo, confiada en que obrando de este modo propone un mensaje de
esperanza a un mundo que tiene hambre de ella, un mensaje que puede
resonar entre las personas de todas las creencias y de las que no tienen
ninguna, ya que su verdad es accesible a todos.
Con este mismo espíritu, después de los ataques terroristas que
sacudieron al mundo en septiembre de 2001, el beato Juan Pablo II insistió
en que «no hay paz sin justicia, ni justicia sin perdón» (Mensaje para la
Jornada mundial de la paz de 2002). Hay que insertar la noción de perdón
en el debate internacional sobre la resolución de conflictos, con el fin de
transformar el lenguaje estéril de la recriminación recíproca, que no
conduce a ninguna parte. Si la criatura humana está hecha a imagen de
Dios, un Dios de justicia que es «rico en misericordia» (Ef 2, 4), entonces
estas cualidades deben reflejarse en la dirección de los asuntos humanos.
Es la combinación de justicia y perdón, de justicia y gracia, que
permanece en el corazón de la respuesta divina al pecado humano (cf. Spe
salvi, 44), en otras palabras, en el corazón del «orden establecido por
Dios» (Pacem in terris, 1). El perdón no es una negación del mal, sino una
participación en el amor salvador y transformador de Dios que reconcilia
y cura.
Los males históricos y las injusticias sólo pueden superarse si los
hombres y las mujeres se inspiran en un mensaje de curación y de
esperanza, en un mensaje que ofrece un camino para seguir adelante, para
salir del impasse que a menudo encierra a las personas y las naciones en
un círculo vicioso de violencia. Desde 1963 algunos conflictos que en esa
época parecían irresolubles se han convertido en historia. Cobremos
ánimo, por tanto, mientras luchamos por la paz y la justicia en el mundo
actual, confiando en que nuestra búsqueda común del orden establecido
por Dios, de un mundo en el que la dignidad de cada persona humana
reciba el respeto que le corresponde, puede dar fruto y lo dará.

EL RASGO CUALIFICADOR DEL PASTOR: DAR LA VIDA


20120429. Homilía. Ordenación sacerdotal Roma
La tradición romana de celebrar las ordenaciones sacerdotales en este
IV domingo de Pascua, el domingo «del Buen Pastor», contiene una gran
riqueza de significado, ligada a la convergencia entre la Palabra de Dios,
el rito litúrgico y el tiempo pascual en que se sitúa. En particular, la figura
del pastor, tan relevante en la Sagrada Escritura y naturalmente muy
149
importante para la definición del sacerdote, adquiere su plena verdad y
claridad en el rostro de Cristo, en la luz del misterio de su muerte y
resurrección. De esta riqueza también vosotros, queridos ordenandos,
podéis siempre beber, cada día de vuestra vida, y así vuestro sacerdocio se
renovará continuamente.
Este año el pasaje evangélico es el central del capítulo 10 de san Juan
y comienza precisamente con la afirmación de Jesús: «Yo soy el buen
pastor», a la que sigue enseguida la primera característica fundamental:
«El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). He ahí que se nos
conduce inmediatamente al centro, al culmen de la revelación de Dios
como pastor de su pueblo; este centro y culmen es Jesús, precisamente
Jesús que muere en la cruz y resucita del sepulcro al tercer día, resucita
con toda su humanidad, y de este modo nos involucra, a cada hombre, en
su paso de la muerte a la vida. Este acontecimiento —la Pascua de Cristo
—, en el que se realiza plena y definitivamente la obra pastoral de Dios, es
un acontecimiento sacrificial: por ello el Buen Pastor y el Sumo Sacerdote
coinciden en la persona de Jesús que ha dado la vida por nosotros.
Pero observemos brevemente también las primeras dos lecturas y el
salmo responsorial (Sal 118). El pasaje de los Hechos de los Apóstoles (4,
8-12) nos presenta el testimonio de san Pedro ante los jefes del pueblo y
los ancianos de Jerusalén, después de la prodigiosa curación del paralítico.
Pedro afirma con gran franqueza: «Jesús es la piedra que desechasteis
vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular»; y
añade: «No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado
a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (vv. 11-12).
El Apóstol interpreta después, a la luz del misterio pascual de Cristo,
el Salmo 118, en el que el orante da gracias a Dios que ha respondido a su
grito de auxilio y lo ha puesto a salvo. Dice este Salmo: «La piedra que
desecharon los arquitectos / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien
lo ha hecho, / ha sido un milagro patente» (Sal 118, 22-23). Jesús vivió
precisamente esta experiencia de ser desechado por los jefes de su pueblo
y rehabilitado por Dios, puesto como fundamento de un nuevo templo, de
un nuevo pueblo que alabará al Señor con frutos de justicia (cfr. Mt 21,
42-43). Por lo tanto la primera lectura y el salmo responsorial, que es el
mismo Salmo 118, aluden fuertemente al contexto pascual, y con esta
imagen de la piedra desechada y restablecida atraen nuestra mirada hacia
Jesús muerto y resucitado.
La segunda lectura, tomada de la Primera Carta de Juan (3,1-2), nos
habla en cambio del fruto de la Pascua de Cristo: el hecho de habernos
convertido en hijos de Dios. En las palabras de san Juan se oye de nuevo
todo el estupor por este don: no sólo somos llamados hijos de Dios, sino
que «lo somos realmente» (v. 1). En efecto, la condición filial del hombre
es fruto de la obra salvífica de Jesús: con su encarnación, con su muerte y
resurrección, y con el don del Espíritu Santo, él introdujo al hombre en
una relación nueva con Dios, su propia relación con el Padre. Por ello
Jesús resucitado dice: «Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y
Dios vuestro» (Jn 20, 17). Es una relación ya plenamente real, pero que
150
aún no se ha manifestado plenamente: lo será al final, cuando —si Dios lo
quiere— podremos ver su rostro tal cual es (cfr. v. 2).
Queridos ordenandos: ¡es allí a donde nos quiere conducir el Buen
Pastor! Es allí a donde el sacerdote está llamado a conducir a los fieles a él
encomendados: a la vida verdadera, la vida «en abundancia» (Jn 10, 10).
Volvamos al Evangelio, y a la palabra del pastor. «El buen pastor da su
vida por la ovejas» (Jn 10, 11). Jesús insiste en esta característica esencial
del verdadero pastor que es él mismo: «dar la propia vida». Lo repite tres
veces, y al final concluye diciendo: «Por esto me ama el Padre, porque yo
entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la
entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para
recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17-18). Este es
claramente el rasgo cualificador del pastor tal como Jesús lo interpreta en
primera persona, según la voluntad del Padre que lo envió. La figura
bíblica del rey-pastor, que comprende principalmente la tarea de regir el
pueblo de Dios, de mantenerlo unido y guiarlo, toda esta función real se
realiza plenamente en Jesucristo en la dimensión sacrificial, en el
ofrecimiento de la vida. En una palabra, se realiza en el misterio de la
cruz, esto es, en el acto supremo de humildad y de amor oblativo. Dice el
abad Teodoro Studita: «Por medio de la cruz nosotros, ovejas de Cristo,
hemos sido reunidos en un único redil y destinados a las eternas moradas»
(Discurso sobre la adoración de la cruz: PG 99, 699).
En esta perspectiva se orientan las fórmulas del Rito de ordenación de
presbíteros, que estamos celebrando. Por ejemplo, entre las preguntas
relativas a los «compromisos de los elegidos», la última, que tiene un
carácter culminante y de alguna forma sintética, dice así: «¿Queréis uniros
cada vez más estrechamente a Cristo, sumo sacerdote, quien se ofreció al
Padre como víctima pura por nosotros, y consagraros a Dios junto a él
para la salvación de todos los hombres?». El sacerdote es, de hecho, quien
es introducido de un modo singular en el misterio del sacrificio de Cristo,
con una unión personal a él, para prolongar su misión salvífica. Esta
unión, que tiene lugar gracias al sacramento del Orden, pide hacerse «cada
vez más estrecha» por la generosa correspondencia del sacerdote mismo.
Por esto, queridos ordenandos, dentro de poco responderéis a esta
pregunta diciendo: «Sí, quiero, con la gracia de Dios». Sucesivamente, en
el momento de la unción crismal, el celebrante dice: «Jesucristo, el Señor,
a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para
santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio». Y
después, en la entrega del pan y el vino: «Recibe la ofrenda del pueblo
santo para presentarla a Dios en el sacrificio eucarístico. Considera lo que
realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de
la cruz de Cristo Señor». Resalta con fuerza que, para el sacerdote,
celebrar cada día la santa misa no significa proceder a una función ritual,
sino cumplir una misión que involucra entera y profundamente la
existencia, en comunión con Cristo resucitado quien, en su Iglesia, sigue
realizando el sacrificio redentor.
151
Esta dimensión eucarística-sacrificial es inseparable de la dimensión
pastoral y constituye su núcleo de verdad y de fuerza salvífica, del que
depende la eficacia de toda actividad. Naturalmente no hablamos sólo de
la eficacia en el plano psicológico o social, sino de la fecundidad vital de
la presencia de Dios al nivel humano profundo. La predicación misma, las
obras, los gestos de distinto tipo que la Iglesia realiza con sus múltiples
iniciativas, perderían su fecundidad salvífica si decayera la celebración del
sacrificio de Cristo. Y esta se encomienda a los sacerdotes ordenados. En
efecto, el presbítero está llamado a vivir en sí mismo lo que experimentó
Jesús en primera persona, esto es, entregarse plenamente a la predicación
y a la sanación del hombre de todo mal de cuerpo y espíritu, y después, al
final, resumir todo en el gesto supremo de «dar la vida» por los hombres,
gesto que halla su expresión sacramental en la Eucaristía, memorial
perpetuo de la Pascua de Jesús. Es sólo a través de esta «puerta» del
sacrificio pascual por donde los hombres y las mujeres de todo tiempo y
lugar pueden entrar a la vida eterna; es a través de esta «vía santa» como
pueden cumplir el éxodo que les conduce a la «tierra prometida» de la
verdadera libertad, a las «verdes praderas» de la paz y de la alegría sin fin
(cf. Jn 10, 7. 9; Sal 77, 14. 20-21; Sal 23, 2).
Queridos ordenandos: que esta Palabra de Dios ilumine toda vuestra
vida. Y cuando el peso de la cruz se haga más duro, sabed que esa es la
hora más preciosa, para vosotros y para las personas a vosotros
encomendadas: renovando con fe y amor vuestro «Sí, quiero, con la gracia
de Dios», cooperaréis con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor, a
apacentar sus ovejas —tal vez sólo la que se había perdido, ¡pero por la
cual es grande la fiesta en el cielo! Que la Virgen María, Salus Populi
Romani, vele siempre por cada uno de vosotros y por vuestro camino.
Amén.

EL SEÑOR LLAMA, PERO NO LO ESCUCHAMOS Y TEMEMOS


20120429. Ángelus. Jornada mundial de las vocaciones
Concluyó hace poco, en la basílica de San Pedro, la celebración
eucarística en la que ordené a nueve nuevos presbíteros de la diócesis de
Roma. Demos gracias a Dios por este regalo, signo de su amor fiel y
providente a la Iglesia. Estrechémonos espiritualmente en torno a estos
nuevos sacerdotes y recemos para que acojan plenamente la gracia del
sacramento que los ha configurado con Jesucristo Sacerdote y Pastor. Y
recemos para que todos los jóvenes estén atentos a la voz de Dios que
habla interiormente a su corazón y los llama a desprenderse de todo para
estar a su servicio. A este objetivo está dedicada la Jornada mundial de
oración por las vocaciones, que celebramos hoy. En efecto, el Señor llama
siempre, pero muchas veces no lo escuchamos. Estamos distraídos por
muchas cosas, por otras voces más superficiales; y luego tenemos miedo
de escuchar la voz del Señor, porque pensamos que puede quitarnos
nuestra libertad. En realidad, cada uno de nosotros es fruto del amor:
ciertamente, del amor de los padres, pero, más profundamente, del amor
152
de Dios. La Biblia dice: aunque tu madre no te quisiera, yo te quiero,
porque te conozco y te amo (cf. Is 49, 15). En el momento que me doy
cuenta de este amor, mi vida cambia: se convierte en una respuesta a este
amor, más grande que cualquier otro, y así se realiza plenamente mi
libertad.
Los jóvenes que hoy he consagrado sacerdotes no son diferentes de los
demás jóvenes, pero han sido tocados profundamente por la belleza del
amor de Dios, y no han podido dejar de responder con toda su vida.
¿Cómo han encontrado el amor de Dios? Lo han encontrado en Jesucristo,
en su Evangelio, en la Eucaristía y en la comunidad de la Iglesia. En la
Iglesia se descubre que la vida de cada hombre es una historia de amor.
Nos lo muestra claramente la Sagrada Escritura, y nos lo confirma el
testimonio de los santos. Un ejemplo es la expresión de san Agustín, que
en sus Confesiones se dirige a Dios y le dice: « ¡Tarde te amé, hermosura
tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, y yo
fuera... Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo... Pero me has llamado,
y tu grito ha vencido mi sordera» (X, 27.38).
Queridos amigos, oremos por la Iglesia, por cada comunidad local,
para que sea como un jardín regado, donde puedan germinar y crecer
todas las semillas de vocación que Dios siembra en abundancia. Oremos
para que en todas partes se cultive este jardín, en la alegría de sentirse
todos llamados, en la variedad de los dones. En especial, las familias han
de ser el primer lugar donde se «respire» el amor de Dios, que da fuerza
interior, incluso en medio de las dificultades y las pruebas de la vida.
Quien vive en familia la experiencia del amor de Dios, recibe un don
inestimable, que da fruto a su tiempo. Que nos conceda todo esto la
santísima Virgen María, modelo de acogida libre y obediente a la llamada
divina, Madre de toda vocación en la Iglesia.

LA BÚSQUEDA DE DIOS ES FECUNDA PARA LA


INTELIGENCIA
20120503. Discurso. 50º Facultad Medicina del Gemelli (USC)
En esta circunstancia quiero ofrecer algunas reflexiones. Vivimos en
un tiempo en que las ciencias experimentales han transformado la visión
del mundo e incluso la autocomprensión del hombre. Los múltiples
descubrimientos, las tecnologías innovadoras que se suceden a un ritmo
frenético, son razón de un orgullo motivado, pero a menudo no carecen de
aspectos inquietantes. De hecho, en el trasfondo del optimismo
generalizado del saber científico se extiende la sombra de una crisis del
pensamiento. El hombre de nuestro tiempo, rico en medios, pero no
igualmente en fines, a menudo vive condicionado por un reduccionismo y
un relativismo que llevan a perder el significado de las cosas; casi
deslumbrado por la eficacia técnica, olvida el horizonte fundamental de la
demanda de sentido, relegando así a la irrelevancia la dimensión
trascendente. En este trasfondo, el pensamiento resulta débil y gana
terreno también un empobrecimiento ético, que oscurece las referencias
153
normativas de valor. La que ha sido la fecunda raíz europea de cultura y
de progreso parece olvidada. En ella, la búsqueda del absoluto —
el quaerere Deum— comprendía la exigencia de profundizar las ciencias
profanas, todo el mundo del saber (cf. Discurso en el Collège des
Bernardins de París, 12 de septiembre de 2008). En efecto, la
investigación científica y la demanda de sentido, aun en la específica
fisonomía epistemológica y metodológica, brotan de un único manantial,
el Logos que preside la obra de la creación y guía la inteligencia de la
historia. Una mentalidad fundamentalmente tecno-práctica genera un
peligroso desequilibrio entre lo que es técnicamente posible y lo que es
moralmente bueno, con consecuencias imprevisibles.
Es importante, por tanto, que la cultura redescubra el vigor del
significado y el dinamismo de la trascendencia, en una palabra, que abra
con decisión el horizonte del quaerere Deum. Viene a la mente la célebre
frase agustiniana «Nos has creado para ti [Señor], y nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, I, 1). Se puede decir que
el mismo impulso a la investigación científica brota de la nostalgia de
Dios que habita en el corazón humano: en el fondo, el hombre de ciencia
tiende, también de modo inconsciente, a alcanzar aquella verdad que
puede dar sentido a la vida. Pero por más apasionada y tenaz que sea la
búsqueda humana, no es capaz de alcanzar con seguridad ese objetivo con
sus propias fuerzas, porque «el hombre no es capaz de esclarecer
completamente la extraña penumbra que se cierne sobre la cuestión de las
realidades eternas... Dios debe tomar la iniciativa de salir al encuentro y
de dirigirse al hombre» (J. Ratzinger, L’Europa di Benedetto nella crisi
delle culture, Cantagalli, Roma 2005, 124). Así pues, para restituir a la
razón su dimensión nativa integral, es preciso redescubrir el lugar
originario que la investigación científica comparte con la búsqueda de fe,
fides quaerens intellectum, según la intuición de san Anselmo. Ciencia y
fe tienen una reciprocidad fecunda, casi una exigencia complementaria de
la inteligencia de lo real. Pero, de modo paradójico, precisamente la
cultura positivista, excluyendo la pregunta sobre Dios del debate
científico, determina la declinación del pensamiento y el debilitamiento de
la capacidad de inteligencia de lo real. Pero el quaerere Deum del hombre
se perdería en una madeja de caminos si no saliera a su encuentro una vía
de iluminación y de orientación segura, que es la de Dios mismo que se
hace cercano al hombre con inmenso amor: «En Jesucristo Dios no sólo
habla al hombre, sino que lo busca. .... Es una búsqueda que nace de lo
íntimo de Dios y tiene su punto culminante en la encarnación del Verbo»
(Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, 7).
El cristianismo, religión del Logos, no relega la fe al ámbito de lo
irracional, sino que atribuye el origen y el sentido de la realidad a la
Razón creadora, que en el Dios crucificado se manifestó como amor y que
invita a recorrer el camino del quaerere Deum: «Yo soy el camino, la
verdad y la vida». Comenta aquí santo Tomás de Aquino: «El punto de
llegada de este camino es el fin del deseo humano. Ahora bien, el hombre
desea principalmente dos cosas: en primer lugar el conocimiento de la
154
verdad que es propio de su naturaleza. En segundo lugar, la permanencia
en el ser, propiedad común a todas las cosas. En Cristo se encuentran
ambos... Así pues, si buscas por dónde pasar, acoge a Cristo porque él es
el camino» (Exposiciones sobre Juan, cap. 14, lectio 2). El Evangelio de la
vida ilumina, por tanto, el camino arduo del hombre, y ante la tentación de
la autonomía absoluta, recuerda que «la vida del hombre proviene de
Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su soplo vital»
(Juan Pablo II, Evangelium vitae, 39). Y es precisamente recorriendo la
senda de la fe como el hombre se hace capaz de descubrir incluso en las
realidades de sufrimiento y de muerte, que atraviesan su existencia, una
posibilidad auténtica de bien y de vida. En la cruz de Cristo reconoce el
Árbol de la vida, revelación del amor apasionado de Dios por el hombre.
La atención hacia quienes sufren es, por tanto, un encuentro diario con el
rostro de Cristo, y la dedicación de la inteligencia y del corazón se
convierte en signo de la misericordia de Dios y de su victoria sobre la
muerte.
Vivida en su integridad, la búsqueda se ve iluminada por la ciencia y la
fe, y de estas dos «alas» recibe impulso y estímulo, sin perder la justa
humildad, el sentido de su propia limitación. De este modo la búsqueda de
Dios resulta fecunda para la inteligencia, fermento de cultura, promotora
de auténtico humanismo, búsqueda que no se queda en la superficie.
Queridos amigos, dejaos guiar siempre por la sabiduría que viene de lo
alto, por un saber iluminado por la fe, recordando que la sabiduría exige la
pasión y el esfuerzo de la búsqueda.
Se inserta aquí la tarea insustituible de la Universidad Católica, lugar
en donde la relación educativa se pone al servicio de la persona en la
construcción de una competencia científica cualificada, arraigada en un
patrimonio de saberes que el sucederse de las generaciones ha destilado en
sabiduría de vida; lugar en donde la relación de curación no es oficio, sino
una misión; donde la caridad del Buen Samaritano es la primera cátedra; y
el rostro del hombre sufriente, el Rostro mismo de Cristo: «A mí me lo
hicisteis» (Mt 25, 40). La Universidad Católica del Sagrado Corazón, en el
trabajo diario de investigación, de enseñanza y de estudio, vive en
esta traditio que expresa su propio potencial de innovación: ningún
progreso, y mucho menos en el plano cultural, se alimenta de mera
repetición, sino que exige un inicio siempre nuevo. Requiere además la
disponibilidad a la confrontación y al diálogo que abre la inteligencia y
testimonia la rica fecundidad del patrimonio de la fe. Así se da forma a
una sólida estructura de personalidad, donde la identidad cristiana penetra
la vida diaria y se expresa desde dentro de una profesionalidad excelente.
La Universidad Católica, que mantiene una relación especial con la
Sede de Pedro, hoy está llamada a ser una institución ejemplar que no
limita el aprendizaje a la funcionalidad de un éxito económico, sino que
amplía la dimensión de su proyección en la que el don de la inteligencia
investiga y desarrolla los dones del mundo creado, superando una visión
sólo productivista y utilitarista de la existencia, porque «el ser humano
está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión
155
trascendente» (Caritas in veritate, 34). Precisamente esta conjugación de
investigación científica y de servicio incondicional a la vida delinea la
fisonomía católica de la Facultad de medicina y cirugía «Agostino
Gemelli», porque la perspectiva de la fe es interior —no superpuesta ni
yuxtapuesta— a la investigación aguda y tenaz del saber.
Una Facultad católica de medicina es lugar donde el humanismo
trascendente no es eslogan retórico, sino regla vivida de la dedicación
diaria. Soñando una Facultad de medicina y cirugía auténticamente
católica, el padre Gemelli —y con él muchos otros, como el profesor
Brasca—, ponía en el centro de la atención a la persona humana en su
fragilidad y en su grandeza, en los siempre nuevos recursos de una
investigación apasionada y en la no menor consciencia del límite y del
misterio de la vida. Por esto, habéis querido instituir un nuevo Centro de
Ateneo para la vida, que sostenga otras realidades ya existentes, como por
ejemplo, el Instituto científico internacional Pablo VI. Así pues, estimulo
la atención a la vida en todas sus fases.

UNA VISITA A LA CATEDRAL, TESTIGO DE FE


20120503. Carta. Milenario de la catedral de Bamberg
En el sobresaliente edificio de la catedral de Bamberg, potencia y
belleza se unen en un extraordinario testimonio de aquella fe de cuyo
espíritu y fuerza nació esta sublime casa de Dios. La solemne celebración
del milenario de su consagración … puede animaros a todos vosotros,
sacerdotes y fieles, a redescubrir y profundizar aquella fe de la que vuestra
espléndida catedral se yergue como testigo de piedra en el centro de la
ciudad episcopal y de la Franconia. Por tanto, deseo invitaros a realizar
mentalmente una «visita» a esa casa de Dios y a escuchar el mensaje que
ella misma, aun sin usar palabras, nos anuncia de modo impresionante.
Lo que distingue a la catedral de todas las demás iglesias es la cátedra
del obispo, situada en posición destacada. Por eso la llamamos catedral.
La cátedra no es un trono, sino un púlpito para la enseñanza. De ella se
difunde la palabra del obispo. Y los obispos, como sucesores de los
Apóstoles, han sido instituidos por Dios, como enseña el concilio Vaticano
II: «El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia,
desprecia a Cristo y al que lo envió» (Lumen gentium, 20). El obispo,
como maestro de la verdad católica, es garante de la unidad de la diócesis,
de sus sacerdotes y de sus fieles, y esto sólo en sintonía con la comunidad
de fe de la Iglesia universal, que abraza el espacio y el tiempo.
Prosiguiendo, nos encontramos ante el altar. Es el centro de la catedral.
El altar es el lugar sagrado donde se ofrece el sacrificio eucarístico, donde
la pasión, la muerte y la resurrección se hacen presentes cada día de
nuevo. «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los
tiempos» (Mt 28, 20), prometió Jesús. Con intensidad única, la Iglesia se
alegra de esta presencia en la Eucaristía, «fuente y culmen de toda la vida
cristiana» (Lumen gentium, 11). Dicha fuente brota de este altar, y su flujo
vivificante se derrama desde ahí en toda la diócesis. Además, ante este
156
altar el obispo impone las manos a los jóvenes a quienes envía como
sacerdotes a las comunidades. Allí se consagran los óleos sagrados —el
del Crisma, el de los catecúmenos y el de los enfermos—, con los cuales
se administran los santos sacramentos en toda la archidiócesis. En verdad,
este altar es el corazón de toda la archidiócesis.
Aquí se nos revela la verdadera naturaleza escondida de la Iglesia. Aun
constituyendo una comunidad compuesta por personas, es al mismo
tiempo un misterio divino. Cuerpo de Cristo, casa de Dios, así la llama la
Sagrada Escritura. La Iglesia de Jesucristo no es simplemente un grupo de
intereses, una empresa común, en una palabra, una forma de sociedad
humana que, por tanto, podría estar formada y guiada según reglas
seculares, políticas, con medios temporales. Quien es llamado al servicio
de la Iglesia no es un funcionario de la comunidad, sino que recibe el
encargo y el mandato de Jesucristo, la Cabeza de su Cuerpo místico. Es
Cristo mismo quien une a los fieles en una unidad llena de vida.
Nos detenemos luego ante el extraordinario monumento fúnebre de los
santos Enrique y Cunegunda, realizado por Riemenschneider. Fueron
cristianos ejemplares que por los sacramentos del Bautismo, la
Confirmación y el Matrimonio recibieron el mandato y la misión al
servicio del reino de Dios en el mundo. En esta pareja de reyes santos
podéis reconocer, queridos hermanos y hermanas, lo que significa vivir
como cristianos en el mundo y plasmarlo según el espíritu de Cristo. La
tumba de la pareja imperial, así como la del rey Conrado III, os impulsan a
anunciar la Palabra del Evangelio en la familia, en la profesión, en la
sociedad, en la economía y en la cultura, y a forjar las realidades terrenas
según su espíritu.
Por último, vuestra catedral custodia la tumba del Papa Clemente II,
quien incluso después de su elección como sucesor de Pedro quiso seguir
siendo obispo de Bamberg, dando así una notable prueba de la unidad de
Bamberg con Roma. También esta tumba nos transmite un mensaje. Es un
eco de las palabras que en cierta ocasión el Señor dijo a Pedro y, a través
de su persona, a todos sus sucesores: Pedro, «sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16, 18). Estas
palabras recuerdan que vuestra archidiócesis de Bamberg está construida
sobre esta piedra. En estrecha comunión con el Sucesor del apóstol Pedro
y con la Iglesia universal encontraréis, también en la actual crisis de fe,
una certeza de fe y una confianza inquebrantables.
La cátedra del obispo, el altar y las tumbas de los patronos de vuestra
diócesis, así como las de un Papa y un rey, han transmitido su mensaje en
nuestro tiempo. Lo mismo hacen los fuertes muros de la catedral, que
custodian estos lugares sagrados. Son muros que han resistido a las
tempestades de un milenio. Sobre ellos se han abatido las olas de las
ideologías del siglo pasado hostiles a Dios y a los hombres. La casa estaba
y sigue estando construida sobre piedra. Por último, están las cuatro altas
torres de la catedral imperial, que apuntan hacia el cielo. Indican la meta
de la peregrinación terrena de la Iglesia, como dice el lema del jubileo de
la catedral: «Al encuentro del cielo». En este sentido, quiera Dios que el
157
jubileo impulse «hacia el cielo» también a la Iglesia de Bamberg, a todos
los fieles y a quienes visitan la catedral.
Conocer esta casa edificada sobre piedra, queridos hermanos y
hermanas, puede reforzaros en la certeza de que el Señor no abandona a su
Iglesia, tampoco en el futuro, aunque parezca difícil. En la Iglesia, de la
que la catedral milenaria es un símbolo poderoso, también las
generaciones futuras de fieles católicos encontrarán la patria del corazón y
protección.

LA EDUCACIÓN RELIGIOSA Y LA FORMACIÓN EN LA FE


20120505. Discurso. Obispos USA en visita ad limina
Ante todo, quiero expresar mi aprecio por los grandes progresos que se
han logrado en los últimos años para mejorar la catequesis, revisar los
textos y adecuarlos al Catecismo de la Iglesia católica. También se han
realizado importantes esfuerzos para preservar el gran patrimonio de las
escuelas católicas primarias y secundarias de Estados Unidos, que se han
visto profundamente afectadas por los cambios demográficos y el aumento
de los costes, aun asegurando que la educación que proporcionan sigue
estando al alcance de todas las familias, independientemente de su
situación económica. Como se ha mencionado a menudo en nuestros
encuentros, estas escuelas siguen siendo un recurso fundamental para la
nueva evangelización, y la significativa contribución que dan a la sociedad
estadounidense en su conjunto debería ser más apreciada y sostenida con
más generosidad.
En el ámbito de la educación superior, muchos de vosotros habéis
señalado un creciente reconocimiento, por parte de los institutos y las
universidades católicos, de la necesidad de reafirmar su identidad
distintiva con fidelidad a sus ideales fundacionales y a la misión de la
Iglesia al servicio del Evangelio. Pero queda aún mucho por hacer,
especialmente en áreas fundamentales como la conformidad con el
mandato establecido en el canon 812 para quienes enseñan disciplinas
teológicas. La importancia de esta norma canónica, como expresión
tangible de comunión eclesial y de solidaridad en el apostolado educativo
de la Iglesia, resulta aún más evidente si tenemos en cuenta la confusión
creada por casos de aparentes divergencias entre algunos representantes de
las instituciones católicas y la dirección pastoral de la Iglesia: dichas
divergencias perjudican el testimonio de la Iglesia y, como ha demostrado
la experiencia, pueden ser fácilmente aprovechadas para comprometer su
autoridad y su libertad.
No es exagerado afirmar que proporcionar a los jóvenes una sólida
educación en la fe representa el desafío interno más urgente que debe
afrontar la comunidad católica en vuestro país. El depósito de la fe es un
tesoro inestimable que cada generación debe transmitir a la sucesiva,
conquistando corazones para Jesucristo y formando las mentes en el
conocimiento, en la comprensión y en el amor a su Iglesia. Es gratificante
constatar cómo también en nuestros días la visión cristiana, presentada en
158
su amplitud e integridad, se demuestra inmensamente atractiva para la
imaginación, el idealismo y las aspiraciones de los jóvenes, que tienen
derecho a conocer la fe en toda su belleza, su riqueza intelectual y sus
exigencias radicales.
Aquí quiero simplemente proponer algunos puntos que espero sean
útiles para vuestro discernimiento al afrontar este desafío.
Ante todo, como sabemos, la tarea fundamental de una educación
auténtica en todos los niveles no consiste meramente en transmitir
conocimientos, aunque eso sea esencial, sino también en formar los
corazones. Existe la necesidad constante de conjugar el rigor intelectual al
comunicar de modo eficaz, atractivo e integral la riqueza de la fe de la
Iglesia con la formación de los jóvenes en el amor a Dios, en la práctica de
la moral cristiana y en la vida sacramental y, además, en el cultivo de la
oración personal y litúrgica.
De ahí se sigue que la cuestión de la identidad católica, también a nivel
universitario, implica mucho más que la enseñanza de la religión o la mera
presencia de una capellanía en el campus. Con demasiada frecuencia, al
parecer, las escuelas y las universidades católicas no han logrado impulsar
a los estudiantes a reapropiarse de su fe como parte de los estimulantes
descubrimientos intelectuales que caracterizan la experiencia de la
educación superior. El hecho de que muchos nuevos estudiantes se
encuentran separados de su familia, de su escuela y de los sistemas de
apoyo comunitarios que antes facilitaban la transmisión de la fe, debería
impulsar constantemente a las instituciones educativas católicas a crear
redes de apoyo nuevas y eficaces. En todos los aspectos de su educación, a
los estudiantes se los debe alentar a articular una visión de la armonía
entre fe y razón capaz de guiar una búsqueda del conocimiento y de la
virtud que dure toda la vida. Como siempre, en este proceso desempeñan
un papel esencial los profesores que estimulan a otros con su amor
evidente a Cristo, su testimonio de sólida devoción y su compromiso por
la sapientia christiana que integra la fe y la vida, la pasión intelectual y el
aprecio por el esplendor de la verdad, tanto divina como humana.
De hecho, la fe, por su misma naturaleza, exige una conversión
constante e integral a la plenitud de la verdad revelada en Cristo. Él es el
Logos creador, en el que todas las cosas han sido creadas y en el que todas
las realidades subsisten (cf. Col 1, 17); es el nuevo Adán, que revela la
verdad última sobre el hombre y sobre el mundo en el que vivimos. En un
tiempo, semejante al nuestro, de grandes cambios culturales y de
transformaciones sociales, san Agustín indicaba esta relación intrínseca
entre fe y empresa intelectual humana recurriendo a Platón, el cual
afirmaba que, según él, «amar la sabiduría es amar a Dios» (De Civitate
Dei, VIII, 8). El compromiso cristiano en favor del aprendizaje, que hizo
nacer las universidades medievales, se fundaba en esta convicción de que
el único Dios, como fuente de toda verdad y bondad, también es la fuente
del deseo ardiente del intelecto de conocer y del deseo de la voluntad de
realizarse en el amor.
159
Sólo en esta luz podemos apreciar la contribución peculiar de la
educación católica, que realiza una «diakonía de la verdad» inspirada por
una caridad intelectual consciente de que guiar a los demás hacia la verdad
es, en el fondo, un acto de amor (cf. Discurso a los educadores
católicos,Washington, 17 de abril de 2008). El hecho de que la fe
reconozca la unidad esencial de todo conocimiento constituye un baluarte
contra la alienación y la fragmentación que se producen cuando el uso de
la razón se separa de la búsqueda de la verdad y de la virtud; en este
sentido, las instituciones católicas desempeñan un papel específico para
ayudar a superar la crisis actual de las universidades. Sólidamente
arraigados en esta visión de la interrelación intrínseca entre fe, razón y
búsqueda de la excelencia humana, todo intelectual cristiano y todas las
instituciones educativas de la Iglesia deben estar convencidos, y deseosos
de convencer a otros, de que ningún aspecto de la realidad permanece
ajeno o no tocado por el misterio de la redención y por el dominio del
Señor resucitado sobre toda la creación.
Durante mi visita pastoral a Estados Unidos hablé de la necesidad que
tiene la Iglesia estadounidense de cultivar «un modo de pensar, una
“cultura” intelectual que sea auténticamente católica» (Homilía en el
Nationals Stadium de Washington, 17 de abril de 2008: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 25 de abril de 2008, p. 5). Asumir
esta tarea conlleva ciertamente una renovación de la apologética y un
énfasis en los rasgos distintivos católicos; pero, en última instancia, debe
orientarse a proclamar la verdad liberadora de Cristo y a fomentar un
diálogo y una cooperación más amplios para construir una sociedad cada
vez más sólidamente arraigada en un humanismo auténtico, inspirado por
el Evangelio y fiel a los valores más altos de la herencia cívica y cultural
estadounidense. En el momento actual de la historia de vuestra nación,
este es el desafío y la oportunidad que espera a toda la comunidad católica
y que las instituciones educativas de la Iglesia deberían ser las primeras en
reconocer y abrazar.

ES INDISPENSABLE ESTAR UNIDOS A LA VID, JESÚS


20120506. Ángelus
El Evangelio de hoy, quinto domingo del tiempo pascual, comienza
con la imagen de la viña. «Jesús dijo a sus discípulos: “Yo soy la
verdadera vid, y mi Padre es el labrador”» (Jn 15, 1). A menudo, en la
Biblia, a Israel se le compara con la viña fecunda cuando es fiel a Dios;
pero, si se aleja de él, se vuelve estéril, incapaz de producir el «vino que
alegra el corazón del hombre», como canta el Salmo 104 (v. 15). La
verdadera viña de Dios, la vid verdadera, es Jesús, quien con su sacrificio
de amor nos da la salvación, nos abre el camino para ser parte de esta
viña. Y como Cristo permanece en el amor de Dios Padre, así los
discípulos, sabiamente podados por la palabra del Maestro (cf. Jn 15, 2-4),
si están profundamente unidos a él, se convierten en sarmientos fecundos
que producen una cosecha abundante. San Francisco de Sales escribe: «La
160
rama unida y articulada al tronco da fruto no por su propia virtud, sino en
virtud de la cepa: nosotros estamos unidos por la caridad a nuestro
Redentor, como los miembros a la cabeza; por eso las buenas obras,
tomando de él su valor, merecen la vida eterna» (Trattato dell’amore di
Dio, XI, 6, Roma 2011, 601).
En el día de nuestro Bautismo, la Iglesia nos injerta como sarmientos
en el Misterio pascual de Jesús, en su propia Persona. De esta raíz
recibimos la preciosa savia para participar en la vida divina. Como
discípulos, también nosotros, con la ayuda de los pastores de la Iglesia,
crecemos en la viña del Señor unidos por su amor. «Si el fruto que
debemos producir es el amor, una condición previa es precisamente este
“permanecer”, que tiene que ver profundamente con esa fe que no se
aparta del Señor» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 310). Es
indispensable permanecer siempre unidos a Jesús, depender de él, porque
sin él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). En una carta escrita a Juan el
Profeta, que vivió en el desierto de Gaza en el siglo V, un creyente hace la
siguiente pregunta: ¿Cómo es posible conjugar la libertad del hombre y el
no poder hacer nada sin Dios? Y el monje responde: Si el hombre inclina
su corazón hacia el bien y pide ayuda de Dios, recibe la fuerza necesaria
para llevar a cabo su obra. Por eso la libertad humana y el poder de Dios
van juntos. Esto es posible porque el bien viene del Señor, pero se realiza
gracias a sus fieles (cf. Ep763: SC 468, París 2002, 206). El verdadero
«permanecer» en Cristo garantiza la eficacia de la oración, como dice el
beato cisterciense Guerrico d’Igny: «Oh Señor Jesús..., sin ti no podemos
hacer nada, porque tú eres el verdadero jardinero, creador, cultivador y
custodio de tu jardín, que plantas con tu palabra, riegas con tu espíritu y
haces crecer con tu fuerza» (Sermo ad excitandam devotionem in
psalmodia: SC 202, 1973, 522).
Queridos amigos, cada uno de nosotros es como un sarmiento, que
sólo vive si hace crecer cada día con la oración, con la participación en los
sacramentos y con la caridad, su unión con el Señor. Y quien ama a Jesús,
la vid verdadera, produce frutos de fe para una abundante cosecha
espiritual. Supliquemos a la Madre de Dios que permanezcamos
firmemente injertados en Jesús y que toda nuestra acción tenga en él su
principio y su realización.

SAN JUAN DE ÁVILA, AUTÉNTICO RENOVADOR


20120510. Discurso. Al Pontificio Colegio Español de Roma
La formación específica de los sacerdotes es siempre una de las
mayores prioridades de la Iglesia.
Recordad que el sacerdote renueva su vida y saca fuerzas para su
ministerio de la contemplación de la divina Palabra y del diálogo intenso
con el Señor. Es consciente de que no podrá llevar a Cristo a sus
hermanos ni encontrarlo en los pobres y en los enfermos, si no lo descubre
antes en la oración ferviente y constante. Es necesario fomentar el trato
personal con Aquel al que después se anuncia, celebra y comunica. Aquí
161
está el fundamento de la espiritualidad sacerdotal, hasta llegar a ser signo
transparente y testimonio vivo del Buen Pastor. El itinerario de la
formación sacerdotal es, también, una escuela de comunión misionera:
con el Sucesor de Pedro, con el propio obispo, en el propio presbiterio, y
siempre al servicio de la Iglesia particular y universal.
Que la vida y doctrina del Santo Maestro Juan de Ávila iluminen y
sostengan vuestra estancia en el Pontificio Colegio Español de San José.
Su profundo conocimiento de la Sagrada Escritura, de los santos padres,
de los concilios, de las fuentes litúrgicas y de la sana teología, junto con su
amor fiel y filial a la Iglesia, hizo de él un auténtico renovador, en una
época difícil de la historia de la Iglesia. Precisamente por ello, fue «un
espíritu clarividente y ardiente, que a la denuncia de los males, a la
sugerencia de remedios canónicos, ha añadido una escuela de intensa
espiritualidad» (Pablo VI, Homilía durante la canonización de san Juan
de Ávila, 31 mayo 1970).
La enseñanza central del Apóstol de Andalucía es el misterio de Cristo,
Sacerdote y Buen Pastor, vivido en sintonía con los sentimientos del
Señor, a imitación de san Pablo (cf. Flp 2,5). «En este espejo sacerdotal se
ha de mirar el sacerdote para conformarse en los deseos y oración con Él»
(Tratado sobre el sacerdocio, 10). El sacerdocio requiere esencialmente su
ayuda y amistad: «Esta comunicación del Señor con el sacerdote… es
trato de amigos», dice el Santo (ibíd., 9).
Animados por las virtudes y el ejemplo de san Juan de Ávila, os invito,
pues, a ejercer vuestro ministerio presbiteral con el mismo celo apostólico
que lo caracterizaba, con su misma austeridad de vida, así como con el
mismo afecto filial que tenía a la santísima Virgen María, Madre de los
sacerdotes.
Bajo la entrañable advocación de «Mater clementissima», han sido
innumerables los alumnos que han confiado a ella su vocación, sus
estudios, sus afanes y proyectos más nobles, como también sus tristezas y
preocupaciones. No dejéis de invocarla cada día, ni os canséis de repetir
su nombre con devoción. Escuchad a san Juan de Ávila, cuando exhortaba
a los sacerdotes a imitarla: «Mirémonos, padres, de pies a cabeza, alma y
cuerpo, y nos veremos hechos semejables a la sacratísima Virgen María,
que con sus palabras trujo a Dios a su vientre... Y el sacerdote le trae con
las palabras de la consagración» (Plática 1ª a los sacerdotes). La Madre
de Cristo es modelo de aquel amor que lleva a dar la vida por el Reino de
Dios, sin esperar nada a cambio.
Que, bajo el amparo de Nuestra Señora, la comunidad del Pontificio
Colegio Español de Roma pueda seguir cumpliendo sus objetivos de
profundización y actualización de los estudios eclesiásticos, en el clima de
honda comunión presbiteral y alto rigor científico que lo distingue, con
vistas a realizar, ya desde ahora, la íntima fraternidad pedida por el
concilio Vaticano II «en virtud de la común ordenación sagrada y de la
común misión» (Lumen gentium, 28). Así se formarán pastores que, como
reflejo de la vida de Dios Amor, uno y trino, sirvan a sus hermanos con
162
rectitud de intención y total dedicación, promoviendo la unidad de la
Iglesia y el bien de toda la sociedad humana.

LA MISIÓN NECESITA LA RELACIÓN PERSONAL CON CRISTO


20120511. Discurso. Directores nacionales de OMP
La evangelización, que siempre tiene un carácter de urgencia, en estos
tiempos impulsa a la Iglesia a obrar con un paso aún más ágil por las
sendas del mundo, para llevar a todos los hombres a conocer a Cristo. De
hecho, solamente en la verdad, que es Cristo mismo, la humanidad puede
descubrir el sentido de la existencia, encontrar la salvación y crecer en la
justicia y en la paz. Todos los hombres y todos los pueblos tienen derecho
a recibir el Evangelio de la verdad. Esto exige de parte de quienes ya
encontraron a Jesucristo «una auténtica y renovada conversión al Señor,
único Salvador del mundo» (Carta ap. Porta fidei, 6). En efecto, las
comunidades cristianas «necesitan escuchar de nuevo la voz del Esposo
que las invita a la conversión, las impulsa a intentar cosas nuevas y las
llama a comprometerse en la gran obra de la nueva evangelización». (Juan
Pablo II, Ex. ap. postsin. Ecclesia in Europa, 23). Jesús, el Verbo
encarnado, siempre es el centro del anuncio, el punto de referencia para el
seguimiento y para la metodología misma de la misión evangelizadora,
porque él es el rostro humano de Dios que quiere encontrarse con cada
hombre y cada mujer para hacerlos entrar en comunión con él, en su amor.
Recorrer las sendas del mundo para proclamar el Evangelio a todos los
pueblos de la tierra y guiarlos al encuentro con el Señor (cf. Cart.
ap. Porta fidei, 7), exige, por tanto, que el anunciador tenga una relación
personal y cotidiana con Cristo, que lo conozca y lo ame profundamente.
La misión hoy necesita renovar la confianza en la acción de Dios;
necesita una oración más intensa para que venga su reino, para que se
haga su voluntad en la tierra como en el cielo. Es necesario invocar luz y
fuerza del Espíritu Santo, y comprometerse con decisión y generosidad
para inaugurar, en cierto sentido, «una nueva época de anuncio del
Evangelio (...) no sólo porque, después de dos mil años, gran parte de la
familia humana aún no reconoce a Cristo, sino también porque la situación
en que la Iglesia y el mundo se encuentran (...) plantea particulares
desafíos a la fe religiosa» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Ecclesia in
Asia, 29).

OS HE DESTINADO PARA QUE VAYÁIS Y DEIS FRUTO


20120513. Homilía. Visita a Arezzo
La primera lectura nos ha presentado un momento importante en el que
se manifiesta precisamente la universalidad del mensaje cristiano y de la
Iglesia: san Pedro, en la casa de Cornelio, bautizó a los primeros paganos.
En el Antiguo Testamento Dios había querido que la bendición del pueblo
judío no fuera exclusiva, sino que se extendiera a todas las naciones.
Desde la llamada de Abrahán había dicho: «En ti serán benditas todas las
163
familias de la tierra» (Gn 12, 3). Y así Pedro, inspirado desde lo alto,
comprende que «Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al
que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea» (Hch 10, 34-
35). El gesto realizado por Pedro se convierte en imagen de la Iglesia
abierta a toda la humanidad. Siguiendo la gran tradición de vuestra Iglesia
y de vuestras comunidades, sed testigos auténticos del amor de Dios hacia
todos.
Pero, ¿cómo podemos nosotros, con nuestra debilidad, llevar este
amor? San Juan, en la segunda lectura, nos ha dicho con fuerza que la
liberación del pecado y de sus consecuencias no es iniciativa nuestra, sino
de Dios. No hemos sido nosotros quienes lo hemos amado a él, sino que es
él quien nos ha amado a nosotros y ha tomado sobre sí nuestro pecado y lo
ha lavado con la sangre de Cristo. Dios nos ha amado primero y quiere
que entremos en su comunión de amor, para colaborar en su obra
redentora.
En el pasaje del Evangelio ha resonado la invitación del Señor: «Os he
destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca»
(Jn 15, 16). Son palabras dirigidas de modo específico a los Apóstoles,
pero, en sentido amplio, conciernen a todos los discípulos de Jesús. Toda
la Iglesia, todos nosotros hemos sido enviados al mundo para llevar el
Evangelio y la salvación. Pero la iniciativa siempre es de Dios, que llama
a los múltiples ministerios, para que cada uno realice su propia parte para
el bien común. Llamados al sacerdocio ministerial, a la vida consagrada, a
la vida conyugal, al compromiso en el mundo, a todos se les pide que
respondan con generosidad al Señor, sostenidos por su Palabra, que nos
tranquiliza: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os
he elegido» (ib.).

TRANSFORMARSE PARA CONFIGURARSE CON JESÚS


20120513. Discurso. (No pronunciado) Santuario de La Verna
¡Contemplar la cruz de Cristo! Hemos subido como peregrinos al
Sasso Spicco de La Verna donde «dos años antes de su muerte»
(Celano, Vida primera, III, 94: FF, 484) san Francisco recibió en su cuerpo
los estigmas de la gloriosa pasión de Cristo. Su camino de discípulo lo
había llevado a una unión tan profunda con el Señor que compartía incluso
sus señales exteriores del acto supremo de amor de la cruz. Un camino
iniciado en San Damián ante Cristo crucificado contemplado con la mente
y con el corazón. La continua meditación de la cruz, en este lugar santo,
ha sido camino de santificación para numerosos cristianos que, a lo largo
de ocho siglos, se han arrodillado aquí para orar, en el silencio y en el
recogimiento.
164
La cruz gloriosa de Cristo resume el sufrimiento del mundo, pero es
sobre todo señal tangible del amor, medida de la bondad de Dios hacia el
hombre. En este lugar también nosotros estamos llamados a recuperar la
dimensión sobrenatural de la vida, a levantar los ojos de lo que es
contingente, para volver a abandonarnos totalmente al Señor, con corazón
libre y en perfecta alegría, contemplando al Crucificado para que nos hiera
con su amor.
«Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria
y el honor y toda bendición» (Cántico del hermano sol: FF, 263). Sólo
dejándose iluminar por la luz del amor de Dios, el hombre y la naturaleza
entera pueden ser rescatados; sólo así la belleza puede finalmente reflejar
el esplendor del rostro de Cristo, como la luna refleja el sol. Brotando de
la cruz gloriosa, la Sangre de Cristo crucificado vuelve a vivificar los
huesos secos del Adán que está en nosotros, para que cada uno vuelva a
encontrar la alegría de encaminarse hacia la santidad, de subir hacia las
alturas, hacia Dios. Desde este lugar bendito, me uno a la oración de todos
los franciscanos y las franciscanas de la tierra: «Te adoramos, oh Cristo, y
te bendecimos aquí y en todas las iglesias que hay en el mundo, porque
con tu santa cruz redimiste al mundo».
¡Arrebatados por el amor de Cristo! No se sube a La Verna sin dejarse
guiar por la oración de san Francisco del absorbeat, que reza: «Te suplico,
Señor, que la fuerza abrasadora y meliflua de tu amor absorba de tal modo
mi mente que la separe de todas las cosas que hay debajo del cielo, para
que yo muera por amor de tu amor, ya que por amor de mi amor tú te
dignaste morir» (Oración «absorbeat», 1: FF, 277). La contemplación de
Cristo crucificado es obra de la mente, pero no logra elevarse hacia lo alto
sin el apoyo, sin la fuerza del amor. En este mismo lugar, fray
Buenaventura de Bagnoregio, insigne hijo de san Francisco, proyectó
su Itinerarium mentis in Deum indicándonos el camino que es preciso
recorrer para elevarnos a las cimas donde podemos encontrar a Dios. Este
gran Doctor de la Iglesia nos comunica su misma experiencia,
invitándonos a la oración. Ante todo, es necesario dirigir la mente a la
Pasión del Señor, porque el sacrificio de la cruz es el que borra nuestro
pecado, una falta que sólo puede ser colmada por el amor de Dios:
«Exhorto al lector —escribe—, ante todo al gemido de la oración a Cristo
crucificado, cuya sangre lava las manchas de nuestras culpas»
(Itinerarium mentis in Deum, Prol. 4). Pero, para tener eficacia, nuestra
oración necesita las lágrimas, es decir, la participación interior, nuestro
amor que responda al amor de Dios. Además, es necesaria
la admiratio, que san Buenaventura ve en los humildes del Evangelio,
capaces de asombro ante la obra salvífica de Cristo. Y precisamente la
humildad es la puerta de todas las virtudes. De hecho, no es posible
alcanzar a Dios con el orgullo intelectual de la búsqueda encerrada en sí
misma, sino con la humildad, según una célebre expresión de san
Buenaventura: «[el hombre] no crea que le baste la lectura sin la unción, la
especulación sin la devoción, la búsqueda sin la admiración, la
consideración sin el júbilo, la diligencia sin la piedad, la ciencia sin la
165
caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia divina, el
espejo sin la sabiduría divinamente inspirada» (ib.).
La contemplación de Cristo crucificado tiene una eficacia
extraordinaria, porque nos hace pasar del orden de las cosas pensadas a la
experiencia vivida; de la salvación esperada, a la patria feliz. San
Buenaventura afirma: «Aquel que lo mira atentamente [a Cristo
crucificado]... realiza con él la Pascua, es decir, el paso» (ib., VII, 2). Este
es el corazón de la experiencia de La Verna, de la experiencia que hizo
aquí el Poverello de Asís. En este Sacro Monte, san Francisco vive en sí
mismo la profunda unidad entre sequela, imitatio y conformatio Christi. Y
así nos dice también a nosotros que no basta declararse cristianos para ser
cristianos, y tampoco tratar de realizar obras buenas. Hace falta
configurarse con Jesús, con un lento, progresivo esfuerzo de
transformación del propio ser, a imagen del Señor, para que, por gracia
divina, todo miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia, muestre la necesaria
semejanza con la Cabeza, Cristo Señor. Y también en este camino se parte
—como nos enseñan los maestros medievales siguiendo al gran Agustín—
del conocimiento de sí mismos, de la humildad de mirar con sinceridad a
lo más íntimo de sí mismos.
¡Llevar el amor de Cristo! ¡Cuántos peregrinos han subido y suben a
este Sacro Monte a contemplar el Amor de Dios crucificado y dejarse
arrebatar por él! ¡Cuántos peregrinos han subido buscando a Dios, que es
la verdadera razón por la que la Iglesia existe: hacer de puente entre Dios
y el hombre! Y aquí os encuentran también a vosotros, hijos e hijas de san
Francisco. Recordad siempre que la vida consagrada tiene la misión
específica de testimoniar, con la palabra y con el ejemplo de una vida
según los consejos evangélicos, la fascinante historia de amor entre Dios y
la humanidad, que atraviesa la historia.
El medievo franciscano dejó una huella indeleble en vuestra Iglesia de
Arezzo. Los repetidos pasos del Poverello de Asís y sus estancias en
vuestro territorio son un tesoro precioso. Único y fundamental fue el
episodio de La Verna, por la singularidad de los estigmas impresos en el
cuerpo del seráfico padre Francisco, pero también la historia colectiva de
sus frailes y de vuestra gente, que redescubre aún, en el Sasso Spicco, la
centralidad de Cristo en la vida del creyente. Montauto de Anghiari, Las
Celdas de Cortona y el Eremitorio de Montecasale, y el de Cerbaiolo, pero
también otros lugares menores del franciscanismo toscano, siguen
marcando la identidad de las comunidades de Arezzo, Cortona y
Sansepolcro.
Me he hecho peregrino en La Verna, como Sucesor de Pedro, y
quisiera que cada uno de nosotros volviera a escuchar la pregunta de Jesús
a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?... Apacienta mis
corderos» (Jn 21, 15). El amor a Cristo está en la base de la vida del
Pastor, así como de la del consagrado; un amor que no tiene miedo al
compromiso y al esfuerzo. Llevad este amor al hombre de nuestro tiempo,
a menudo cerrado en su propio individualismo; sed signo de la inmensa
misericordia de Dios. La piedad sacerdotal enseña a los sacerdotes a vivir
166
lo que se celebra, a partir la propia vida para aquellos con quienes nos
encontramos: compartiendo el dolor, prestando atención a los problemas,
acompañando el camino de fe.
Gracias a toda la Familia franciscana y a todos vosotros. Perseverad,
como vuestro santo padre, en la imitación de Cristo, para que quien se
encuentre con vosotros se encuentre con san Francisco y, encontrándose
con san Francisco, se encuentre con el Señor.

ATREVERSE A UNA NUEVA PARTIDA


20120514. Mensaje. Al 98º Katholikentag en Mannheim
«Atreverse a una nueva partida» es el tema de vuestro encuentro en
Mannheim. ¿Qué nos quieren decir en realidad estas palabras? Partir
significa ponerse en movimiento, ponerse en camino. Pero a menudo
implica también la decisión de cambiar y renovarse. Sólo puede partir
quien está dispuesto a dejar atrás lo viejo y afrontar lo nuevo. Pero, ¿qué
significa esto para la comunidad de la Iglesia, que según el apóstol san
Pablo es el Cuerpo místico de Cristo? Cristo es la Cabeza y nosotros
somos los miembros. No podemos manipular a la Iglesia en su Cabeza;
más bien, como miembros, estamos llamados a orientarnos siempre de
nuevo hacia la Cabeza, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2). La
renovación sólo da fruto si se realiza a partir de lo que es verdaderamente
nuevo de Cristo, que es camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6). Por tanto, la
partida implica a cada creyente de modo personal e íntimo. A través del
Bautismo somos nuevos en Cristo. El Señor ha librado nuestra humanidad
de la esclavitud del pecado y la ha «hecho partir» hacia la relación
vivificante con Dios. Por eso, esta partida desde Dios debe llegar a ser
siempre una partida personal hacia Dios. Cada uno debe preocuparse por
su fe personal, por vivirla concretamente y por seguir desarrollándola.
Pero en nuestra fe no estamos solos, aislados de los demás. Creemos con y
en la comunidad de la Iglesia. La partida de cada bautizado es al mismo
tiempo partida en la Iglesia y con ella.
En todos los tiempos ha habido personas que se han atrevido a realizar
esta partida y a las cuales se ha revelado de modo particularmente claro la
presencia de Dios. El testimonio de fe de los santos y de la gran multitud
de cristianos que han anunciado, alegres e intrépidos, el mensaje del
Evangelio a los demás puede animarnos también hoy a una nueva partida,
puede estimularnos a una nueva valentía en la fe. En la Sagrada Escritura
y en la historia de la Iglesia ha habido multitud de personas a las que no
bastaba, a las que no podía bastar, lo que era común en su tiempo. Con
corazón inquieto y abierto, han sido capaces de percibir en su vida y en las
exigencias de la cotidianidad la «llamada a salir» de Dios. No ha sido la
incoherencia humana lo que las ha hecho partir, sino el anhelo de la
verdad y la escucha de la Palabra de Dios. La verdadera partida consiste,
como ellas nos lo demuestran, en la obediencia y en la confianza respecto
a las indicaciones y a la llamada de Dios. Quien se siente interpelado por
Dios y modela su vida a partir de este diálogo con Dios supera las
167
angustias y los miedos y, por tanto, puede «dar razón de su esperanza»
(cf. 1 P 3, 15).
Un hijo de la ciudad de Mannheim, el padre jesuita Alfred Delp, que
después fue mártir, en una reflexión escrita pocas semanas antes de su
muerte, nos describe a las personas que se atreven a ponerse en camino
siguiendo la llamada de Dios: «Son personas —escribe— de una mirada
infinita. Tienen hambre y sed de lo definitivo; realmente hambre y sed.
Por consiguiente, son capaces de decidir. Subordinan la vida a su índole
definitiva. Son personas que buscan, que caminan, porque han creído más
en la llamada interior y en el signo exterior —que sin hambre interior y
curiosidad atenta jamás habrían notado— que en la estabilidad segura y
cómoda» (Im Angesicht des Todes,97 s).
Como Iglesia tenemos la misión de anunciar de manera abierta y clara
la exigencia y el mensaje del Evangelio. La contribución de todos los
bautizados a la nueva evangelización es irrenunciable. También nuestro
país necesita una nueva partida misionera, apostólica.

MARÍA, LA MUJER DEL “HEME AQUÍ” A DIOS


20120516. Discurso. Proyección de la película “María de Nazaret”
No es fácil delinear la figura de una madre, porque contiene una
riqueza de vida difícil de describir; y eso resulta aún más arduo si se trata
de María de Nazaret, una mujer que es Madre de Jesús, del Hijo de Dios
hecho hombre.
Habéis centrado el filme en tres figuras femeninas, cuyas vidas se
entrecruzan, pero que hacen opciones profundamente diferentes. Herodías
permanece cerrada en sí misma, en su mundo; no logra elevar la mirada
para leer los signos de Dios y no sale del mal. María Magdalena tiene una
vida más compleja: sufre la fascinación de una vida fácil, basada en las
cosas, y usa varios medios para alcanzar sus objetivos, hasta el momento
dramático en el que es juzgada, es puesta ante su vida, y aquí el encuentro
con Jesús le abre el corazón, le cambia la existencia. Pero el centro es
María de Nazaret. En ella se encuentra la riqueza de una vida que fue un
«Heme aquí» a Dios: es una madre que albergaba el deseo de tener
siempre consigo a su Hijo, pero sabe que es de Dios; tiene una fe y un
amor tan grandes que acepta que parta y cumpla su misión; es un repetir
«Heme aquí» a Dios desde la Anunciación hasta la cruz.
Tres experiencias, un paradigma de cómo se puede enfocar la propia
vida: sobre el egoísmo, sobre la cerrazón en sí mismos y en las cosas
materiales, dejándose guiar por el mal; o sobre el sentido de la presencia
de un Dios que vino y permanece en medio de nosotros, y que nos espera
con bondad si nos equivocamos y nos pide que lo sigamos, que nos fiemos
de él.
María de Nazaret es la mujer del «Heme aquí» pleno y total a la
voluntad divina, y en este «sí», repetido también ante el dolor de la
pérdida del Hijo, encuentra la felicidad plena y profunda.
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ASCENSIÓN DEL SEÑOR
20120520. Regina caeli
Cuarenta días después de la Resurrección —según el libro de
los Hechos de los Apóstoles—, Jesús sube al cielo, es decir, vuelve al
Padre, que lo había enviado al mundo. En muchos países este misterio no
se celebra el jueves, sino hoy, el domingo siguiente. La Ascensión del
Señor marca el cumplimiento de la salvación iniciada con la Encarnación.
Después de haber instruido por última vez a sus discípulos, Jesús sube al
cielo (cf. Mc 16, 19). Él entretanto «no se separó de nuestra condición»
(cf. Prefacio); de hecho, en su humanidad asumió consigo a los hombres
en la intimidad del Padre y así reveló el destino final de nuestra
peregrinación terrena. Del mismo modo que por nosotros bajó del cielo y
por nosotros sufrió y murió en la cruz, así también por nosotros resucitó y
subió a Dios, que por lo tanto ya no está lejano. San León Magno explica
que con este misterio «no solamente se proclama la inmortalidad del alma,
sino también la de la carne. De hecho, hoy no solamente se nos confirma
como poseedores del paraíso, sino que también penetramos en Cristo en
las alturas del cielo» (De Ascensione Domini, Tractatus 73, 2.4: ccl 138 a,
451.453). Por esto, los discípulos cuando vieron al Maestro elevarse de la
tierra y subir hacia lo alto, no experimentaron desconsuelo, como se
podría pensar; más aún, sino una gran alegría, y se sintieron impulsados a
proclamar la victoria de Cristo sobre la muerte (cf. Mc 16, 20). Y el Señor
resucitado obraba con ellos, distribuyendo a cada uno un carisma propio.
Lo escribe también san Pablo: «Ha dado dones a los hombres... Ha
constituido a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a
otros, pastores y doctores... para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta
que lleguemos todos... a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4, 8.11-
13).
Queridos amigos, la Ascensión nos dice que en Cristo nuestra
humanidad es llevada a la altura de Dios; así, cada vez que rezamos, la
tierra se une al cielo. Y como el incienso, al quemarse, hace subir hacia lo
alto su humo, así cuando elevamos al Señor nuestra oración confiada en
Cristo, esta atraviesa los cielos y llega a Dios mismo, que la escucha y
acoge. En la célebre obra de san Juan de la Cruz, Subida del Monte
Carmelo, leemos que «para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro
corazón, no hay mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en
aquella cosa que es más gusto de Dios; porque entonces no sólo dará lo
que le pedimos, que es la salvación, sino aun lo que él ve que nos
conviene y nos es bueno, aunque no se lo pidamos» (Libro III, cap. 44, 2,
Roma 1991, 335).
Supliquemos, por último, a la Virgen María para que nos ayude a
contemplar los bienes celestiales, que el Señor nos promete, y a ser
testigos cada vez más creíbles de su Resurrección, de la verdadera vida.

LA HISTORIA, UNA LUCHA ENTRE DOS AMORES


20120521. Discurso. Almuerzo con el colegio cardenalicio
169
En este momento mi palabra sólo puede ser una palabra de
agradecimiento. Agradecimiento ante todo al Señor por los muchos años
que me ha concedido; años con muchos días de alegría, espléndidos
tiempos, pero también con noches oscuras. Pero retrospectivamente se
comprende que igualmente las noches eran necesarias y buenas, motivo de
agradecimiento.
Hoy la palabra Ecclesia militans está algo pasada de moda; pero en
realidad podemos entender cada vez mejor que es verdadera, contiene
verdad. Vemos cómo el mal quiere dominar en el mundo y es necesario
entrar en lucha contra el mal. Vemos cómo lo hace de tantos modos,
cruentos, con las distintas formas de violencia, pero también disfrazado de
bien y precisamente así destruyendo los fundamentos morales de la
sociedad.
San Agustín dijo que toda la historia es una lucha entre dos amores:
amor a uno mismo hasta el desprecio de Dios; amor a Dios hasta el
desprecio de uno mismo, en el martirio. Nosotros estamos en esta lucha y
es muy importante tener amigos. Y en mi caso estoy rodeado de los
amigos del Colegio cardenalicio: son mis amigos y me siento en casa, me
siento seguro en esta compañía de grandes amigos, que están conmigo, y
todos juntos con el Señor.
Gracias por esta amistad. Gracias a vosotros por la comunión de las
alegrías y de los dolores. Sigamos adelante; el Señor dijo: «¡Ánimo, yo he
vencido al mundo!». Estamos en el equipo del Señor, por tanto, en el
equipo victorioso.

ESCUCHAR EL CONCILIO VATICANO II: PRIMACÍA DE DIOS


20120524. Discurso. Conferencia Episcopal Italiana
En este nuevo quinquenio proseguid juntos la renovación eclesial que
nos ha encomendado el concilio ecuménico Vaticano II. Que el 50°
aniversario de su inicio, que celebraremos en otoño, sea motivo para
profundizar en los textos, condición de una recepción dinámica y fiel. «Lo
que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado
depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada
vez más eficaz», afirmaba el beato Papa Juan XXIII en el discurso de
apertura. Y vale la pena meditar y leer estas palabras. El Papa
comprometía a los padres a profundizar y a presentar esa doctrina perenne
en continuidad con la tradición milenaria de la Iglesia: «Transmitir la
doctrina pura e íntegra sin atenuaciones o alteraciones», sino de un manera
nueva, «como exige nuestro tiempo» (Discurso en la apertura solemne
del concilio ecuménico Vaticano II, 11 de octubre de 1962). Con esta clave
de lectura y de aplicación —no en la perspectiva de una inaceptable
hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, sino de una
hermenéutica de la continuidad y de la reforma— escuchar el Concilio y
hacer nuestras sus indicaciones autorizadas, constituye el camino para
descubrir las modalidades con que la Iglesia puede dar una respuesta
significativa a las grandes transformaciones sociales y culturales de
170
nuestro tiempo, que también tienen consecuencias visibles sobre la
dimensión religiosa.
De hecho, la racionalidad científica y la cultura técnica no sólo tienden
a uniformar el mundo, sino que a menudo traspasan sus respectivos
ámbitos específicos, con la pretensión de delinear el perímetro de las
certezas de razón únicamente con el criterio empírico de sus propias
conquistas. De este modo el poder de las capacidades humanas termina
por ser considerado la medida del obrar, desvinculado de toda norma
moral. Precisamente en ese contexto surge, a veces de manera confusa,
una singular y creciente demanda de espiritualidad y de lo sobrenatural,
signo de una inquietud que anida en el corazón del hombre que no se abre
al horizonte trascendente de Dios. Esta situación de laicismo caracteriza
sobre todo a las sociedades de antigua tradición cristiana y erosiona el
tejido cultural que, hasta un pasado reciente, era una referencia
aglutinante, capaz de abrazar toda la existencia humana y de marcar sus
momentos más significativos, desde el nacimiento hasta su paso a la vida
eterna. El patrimonio espiritual y moral en que Occidente hunde sus raíces
y que constituye su savia vital, hoy ya no se comprende en su valor
profundo, hasta el punto de que no se capta su exigencia de verdad. De
este modo incluso una tierra fecunda corre el riesgo de convertirse en
desierto inhóspito y la buena semilla de ser sofocada, pisoteada y perdida.
Un signo de ello es la disminución de la práctica religiosa, visible en la
participación en la liturgia eucarística y, más aún, en el sacramento de la
Penitencia. Muchos bautizados han perdido su identidad y pertenencia: no
conocen los contenidos esenciales de la fe o piensan que la pueden
cultivar prescindiendo de la mediación eclesial. Y mientras muchos miran
dudosos a las verdades que enseña la Iglesia, otros reducen el reino de
Dios a algunos grandes valores, que ciertamente tienen que ver con el
Evangelio, pero que no conciernen todavía al núcleo central de la fe
cristiana. El reino de Dios es don que nos trasciende. Como afirmaba el
beato Juan Pablo II, «el reino de Dios no es un concepto, una doctrina o
un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona
que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios
invisible» (Redemptoris missio, 18). Por desgracia, es precisamente Dios
quien queda excluido del horizonte de muchas personas; y cuando no
encuentra indiferencia, cerrazón o rechazo, el discurso sobre Dios queda
en cualquier caso relegado al ámbito subjetivo, reducido a un hecho
íntimo y privado, marginado de la conciencia pública. Pasa por este
abandono, por esta falta de apertura al Trascendente, el corazón de la crisis
que hiere a Europa, que es crisis espiritual y moral: el hombre pretende
tener una identidad plena solamente en sí mismo.
En este contexto, ¿cómo podemos corresponder a la responsabilidad
que el Señor nos ha confiado? ¿Cómo podemos sembrar con confianza la
Palabra de Dios, para que cada uno pueda encontrar la verdad de sí
mismo, su propia autenticidad y esperanza? Somos conscientes de que no
bastan nuevos métodos de anuncio evangélico o de acción pastoral de
manera que la propuesta cristiana pueda encontrar mayor acogida y
171
adhesión. En la preparación del Vaticano II, el interrogante principal y al
que la Asamblea conciliar pretendía dar respuesta era: «Iglesia, ¿qué dices
de ti misma?». Profundizando en esta pregunta, los padres conciliares, por
así decirlo, fueron reconducidos al corazón de la respuesta: se trataba de
recomenzar desde Dios, celebrado, profesado y testimoniado. En efecto,
exteriormente por casualidad, pero fundamentalmente no por casualidad,
la primera Constitución aprobada fue la de la Sagrada Liturgia: el culto
divino orienta al hombre hacia la Ciudad futura y restituye a Dios su
primado, modela a la Iglesia, incesantemente convocada por la Palabra, y
muestra al mundo la fecundidad del encuentro con Dios. Nosotros, por
nuestra parte, mientras debemos cultivar una mirada de gratitud por el
crecimiento del grano de trigo incluso en un terreno que se presenta a
menudo árido, advertimos que nuestra situación requiere un renovado
impulso, que apunte a aquello que es esencial de la fe y de la vida
cristiana. En un tiempo en el que Dios se ha vuelto para muchos el gran
desconocido y Jesús solamente un gran personaje del pasado, no habrá
relanzamiento de la acción misionera sin la renovación de la calidad de
nuestra fe y de nuestra oración; no seremos capaces de dar respuestas
adecuadas sin una nueva acogida del don de la Gracia; no sabremos
conquistar a los hombres para el Evangelio a no ser que nosotros mismos
seamos los primeros en volver a una profunda experiencia de Dios.
Queridos hermanos, nuestra primera, verdadera y única tarea sigue
siendo la de comprometer la vida por lo que vale y perdura, por lo que es
realmente fiable, necesario y último. Los hombres viven de Dios, de aquel
a quien buscan, a menudo inconscientemente o sólo a tientas, para dar
pleno significado a la existencia: nosotros tenemos la misión de
anunciarlo, de mostrarlo, de guiar al encuentro con él. Sin embargo,
siempre es importante recordar que la primera condición para hablar de
Dios es hablar con Dios, convertirnos cada vez más en hombres de Dios,
alimentados por una intensa vida de oración y modelados por su Gracia.
San Agustín, después de un camino de búsqueda, ansiosa pero sincera, de
la Verdad llegó finalmente a encontrarla en Dios. Entonces se dio cuenta
de un aspecto singular que llenó de estupor y de alegría su corazón:
entendió que a lo largo de todo su camino era la Verdad quien lo estaba
buscando y quien lo había encontrado. Quiero decir a cada uno:
dejémonos encontrar y aferrar por Dios, para ayudar a cada persona que
encontramos a ser alcanzada por la Verdad. De la relación con él nace
nuestra comunión y se genera la comunidad eclesial, que abraza todos los
tiempos y todos los lugares para constituir el único pueblo de Dios.
Por esto he querido convocar un Año de la fe, que comenzará el
próximo 11 de octubre, para redescubrir y volver a acoger este don valioso
que es la fe, para conocer de manera más profunda las verdades que son la
savia de nuestra vida, para conducir al hombre de hoy, a menudo distraído,
a un renovado encuentro con Jesucristo «camino, vida y verdad».
En medio de cambios que afectaban a amplios sectores de la
humanidad, el siervo de Dios Pablo VI indicó claramente que la Iglesia
tiene la tarea de «alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los
172
criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las
líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la
humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el
designio de salvación» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi,8 de diciembre de
1975, n. 19: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de
diciembre de 1975, p. 5). Quiero recordar aquí cómo, el beato Juan Pablo
II, con ocasión de la primera visita como Pontífice a su tierra natal, visitó
el barrio industrial de Cracovia concebido como una especie de «ciudad
sin Dios». Sólo la obstinación de los obreros había llevado a erigir allí
primero una cruz, después una iglesia. En aquellos signos el Papa
reconoció el inicio de la que él, por primera vez, definió «nueva
evangelización», explicando que «la evangelización del nuevo milenio
debe fundarse en la doctrina del concilio Vaticano II. Debe ser, como
enseña el mismo Concilio, tarea común de los obispos, de los sacerdotes,
de los religiosos y de los seglares, obra de los padres y de los jóvenes». Y
concluyó: «Habéis construido la iglesia; edificad vuestra vida según el
Evangelio» (Homilía en el santuario de la Santa Cruz, Mogila, 9 de junio
de 1979, n. 3:L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de
junio de 1979, p. 8).
Queridos hermanos en el episcopado, la misión antigua y nueva que
nos corresponde realizar consiste en introducir a los hombres y a las
mujeres de nuestro tiempo en la relación con Dios, ayudarles a abrir la
mente y el corazón a aquel Dios que los busca y quiere hacerse cercano a
ellos, guiarlos a que comprendan que cumplir su voluntad no es un límite
a la libertad, sino que es ser verdaderamente libres, realizar el verdadero
bien de la vida. Dios es el garante, no el competidor, de nuestra felicidad,
y donde entra el Evangelio —y por tanto la amistad de Cristo— el hombre
experimenta que es objeto de un amor que purifica, calienta y renueva, y
lo hace capaz de amar y de servir al hombre con amor divino.
Como pone de relieve oportunamente el tema principal de vuestra
asamblea, la nueva evangelización necesita adultos que sean «maduros en
la fe y testigos de humanidad». La atención prestada al mundo de los
adultos manifiesta vuestra consciencia del papel decisivo de cuantos están
llamados, en los diversos ámbitos de la vida, a asumir una responsabilidad
educativa respecto de las nuevas generaciones. Velad y esforzaos para que
la comunidad cristiana sepa formar personas adultas en la fe porque han
encontrado a Jesucristo, que ha llegado a ser la referencia fundamental de
su vida; personas que lo conocen porque lo aman, y lo aman porque lo han
conocido; personas capaces de ofrecer razones sólidas y creíbles de vida.
En este camino formativo es particularmente importante —a los veinte
años de su publicación— el Catecismo de la Iglesia católica, valiosa
ayuda para un conocimiento orgánico y completo de los contenidos de la
fe y para guiar al encuentro con Cristo. Que también gracias a este
instrumento el asentimiento de fe se convierta en criterio de inteligencia y
de acción que implique toda la existencia.
Dado que nos encontramos en la novena de Pentecostés, quiero
concluir estas reflexiones con una oración al Espíritu Santo:
173
Espíritu de Vida, que en un principio aleteabas en el abismo, ayuda a la
humanidad de nuestro tiempo a comprender que la exclusión de Dios la
lleva a perderse en el desierto del mundo, y que sólo donde entra la fe
florecen la dignidad y la libertad, y toda la sociedad se construye en la
justicia.
Espíritu de Pentecostés, que haces de la Iglesia un solo Cuerpo,
llévanos a los bautizados a una auténtica experiencia de comunión; haznos
signo vivo de la presencia del Resucitado en el mundo, comunidad de
santos que vive en el servicio de la caridad.
Espíritu Santo, que habilitas a la misión, concédenos reconocer que,
también en nuestro tiempo, muchas personas están en busca de la verdad
sobre su existencia y sobre el mundo.
Haznos colaboradores de su alegría con el anuncio del Evangelio de
Jesucristo, grano del trigo de Dios, que hace bueno el terreno de la vida y
asegura la abundancia de la cosecha. Amén.

ADULTOS SEGÚN EL EVANGELIO


20120526. Discurso. Reunión de la Renovación en el Espíritu
Me alegra encontrarme con vosotros en la víspera de Pentecostés,
fiesta fundamental para la Iglesia y tan significativa para vuestro
movimiento, y os exhorto a acoger el amor de Dios que se comunica a
nosotros mediante el don del Espíritu Santo, principio unificador de la
Iglesia. En estas décadas —cuarenta años— os habéis esforzado por dar
vuestra aportación específica a la extensión del reino de Dios y a la
edificación de la comunidad cristiana, alimentando la comunión con el
Sucesor de Pedro, con los pastores y con toda la Iglesia. De varias
maneras habéis afirmado la primacía de Dios, a quien se dirige siempre y
sumamente nuestra adoración. Y habéis procurado proponer esta
experiencia a las nuevas generaciones, mostrando la alegría de la vida
nueva en el Espíritu a través de una amplia obra de formación y múltiples
actividades vinculadas a la nueva evangelización y a la missio ad gentes.
Vuestra obra apostólica ha contribuido así al crecimiento de la vida
espiritual en el tejido eclesial y social italiano mediante caminos de
conversión que han llevado a muchas personas a sanarse en profundidad
por el amor de Dios, y a muchas familias a superar momentos de crisis. En
vuestros grupos no han faltado jóvenes que generosamente han respondido
a la vocación de especial consagración a Dios en el sacerdocio o en la vida
consagrada. Por todo ello os doy gracias a vosotros y al Señor.
Queridos amigos, seguid testimoniando la alegría de la fe en Cristo, la
belleza de ser discípulos de Jesús, el poder del amor que su Evangelio
difunde en la historia, así como la incomparable gracia que cada creyente
puede experimentar en la Iglesia con la práctica santificante de los
sacramentos y el ejercicio humilde y desinteresado de los carismas, que,
como dice san Pablo, se han de utilizar siempre para el bien común. No
cedáis a la tentación de la mediocridad y de la rutina. Cultivad en el alma
deseos elevados y generosos. Haced vuestros los pensamientos, los
174
sentimientos y las acciones de Jesús. Sí, el Señor llama a cada uno de
vosotros a ser colaborador infatigable de su proyecto de salvación que
cambia los corazones; os necesita también a vosotros para hacer de
vuestras familias, de vuestras comunidades y de vuestras ciudades lugares
de amor y de esperanza.
En la sociedad actual vivimos una situación en ciertos aspectos
precaria, caracterizada por la inseguridad y la fragmentación de las
opciones. A menudo faltan puntos de referencia válidos en los que inspirar
la propia existencia. Por lo tanto, se hace cada vez más importante
construir el edificio de la vida y el conjunto de las relaciones sociales
sobre la roca firme de la Palabra de Dios, dejándose guiar por el
Magisterio de la Iglesia. Se comprende cada vez más el valor determinante
de la afirmación de Jesús, que dice: «El que escucha estas palabras mías y
las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa
sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y
descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada
sobre roca» (Mt 7, 24-25).
El Señor está con nosotros, actúa con la fuerza de su Espíritu. Nos
invita a crecer en la confianza y en el abandono a su voluntad, en la
fidelidad a nuestra vocación y en el compromiso de ser adultos en la fe, en
la esperanza y en la caridad. Adulto, según el Evangelio, no es quien no
está sometido a nadie y no necesita de nadie. Adulto, o sea, maduro y
responsable, puede ser sólo quien se hace pequeño, humilde y siervo ante
Dios, y quien no sigue simplemente los vientos del tiempo. Por ello, es
necesario formar las conciencias a la luz de la Palabra de Dios, y dar así
firmeza y madurez verdadera; Palabra de Dios de la que obtiene sentido e
impulso todo proyecto eclesial y humano, también en lo relativo a la
edificación de la ciudad terrena (cf. Sal 127, 1). Es necesario renovar el
alma de las instituciones y fecundar la historia con semillas de vida nueva.
Actualmente los creyentes están llamados a un testimonio de fe
convencido, sincero y creíble, íntimamente unido al compromiso de la
caridad. A través de la caridad, de hecho, incluso personas lejanas o
indiferentes al mensaje del Evangelio logran acercarse a la verdad y
convertirse al amor misericordioso del Padre celestial. Al respecto expreso
satisfacción por cuanto hacéis por difundir una «cultura de Pentecostés»
en los ambientes sociales, proponiendo una animación espiritual con
iniciativas a favor de quienes sufren situaciones de malestar y
marginación.
Queridos amigos de la Renovación en el Espíritu Santo, no os canséis
de dirigiros al cielo: el mundo tiene necesidad de oración. Hacen falta
hombres y mujeres que sientan la atracción del cielo en su vida, que hagan
de la alabanza al Señor un estilo de vida nueva. Y sed cristianos alegres.
Os encomiendo a todos a María santísima, presente en el Cenáculo en el
acontecimiento de Pentecostés. Perseverad con ella en la oración, caminad
guiados por la luz del Espíritu Santo viviendo y proclamando el anuncio
de Cristo.
175
PENTECOSTÉS: FIESTA DE LA COMUNIÓN HUMANA
20120527. Homilía. Pentecostés
Este misterio constituye el bautismo de la Iglesia; es un
acontecimiento que le dio, por decirlo así, la forma inicial y el impulso
para su misión. Y esta «forma» y este «impulso» siempre son válidos,
siempre son actuales, y se renuevan de modo especial mediante las
acciones litúrgicas. Esta mañana quiero reflexionar sobre un aspecto
esencial del misterio de Pentecostés, que en nuestros días conserva toda su
importancia. Pentecostés es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la
comunión humana. Todos podemos constatar cómo en nuestro mundo,
aunque estemos cada vez más cercanos los unos a los otros gracias al
desarrollo de los medios de comunicación, y las distancias geográficas
parecen desaparecer, la comprensión y la comunión entre las personas a
menudo es superficial y difícil. Persisten desequilibrios que con frecuencia
llevan a conflictos; el diálogo entre las generaciones es cada vez más
complicado y a veces prevalece la contraposición; asistimos a sucesos
diarios en los que nos parece que los hombres se están volviendo más
agresivos y huraños; comprenderse parece demasiado arduo y se prefiere
buscar el propio yo, los propios intereses. En esta situación, ¿podemos
verdaderamente encontrar y vivir la unidad que tanto necesitamos?
La narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que
hemos escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11), contiene en el
fondo uno de los grandes cuadros que encontramos al inicio del Antiguo
Testamento: la antigua historia de la construcción de la torre de Babel
(cf. Gn 11, 1-9). Pero, ¿qué es Babel? Es la descripción de un reino en el
que los hombres alcanzaron tanto poder que pensaron que ya no
necesitaban hacer referencia a un Dios lejano, y que eran tan fuertes que
podían construir por sí mismos un camino que llevara al cielo para abrir
sus puertas y ocupar el lugar de Dios. Pero precisamente en esta situación
sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban trabajando
juntos para construir la torre, improvisamente se dieron cuenta de que
estaban construyendo unos contra otros. Mientras intentaban ser como
Dios, corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres, porque habían
perdido un elemento fundamental de las personas humanas: la capacidad
de ponerse de acuerdo, de entenderse y de actuar juntos.
Este relato bíblico contiene una verdad perenne; lo podemos ver a lo
largo de la historia, y también en nuestro mundo. Con el progreso de la
ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de
la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos,
llegando casi al ser humano mismo. En esta situación, orar a Dios parece
algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y
realizar todo lo que queremos. Pero no caemos en la cuenta de que
estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es verdad que hemos
multiplicado las posibilidades de comunicar, de tener informaciones, de
transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de
entendernos o quizá, paradójicamente, cada vez nos entendemos menos?
176
¿No parece insinuarse entre los hombres un sentido de desconfianza, de
sospecha, de temor recíproco, hasta llegar a ser peligrosos los unos para
los otros? Volvemos, por tanto, a la pregunta inicial: ¿puede haber
verdaderamente unidad, concordia? Y ¿cómo?
Encontramos la respuesta en la Sagrada Escritura: sólo puede existir la
unidad con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo
y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. Esto es lo que
sucedió en Pentecostés. Esa mañana, cincuenta días después de la Pascua,
un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo
bajó sobre los discípulos reunidos, se posó sobre cada uno y encendió en
ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz de transformar. El miedo
desapareció, el corazón sintió una fuerza nueva, las lenguas se soltaron y
comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos pudieran entender
el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había
división e indiferencia, nacieron unidad y comprensión.
Pero veamos el Evangelio de hoy, en el que Jesús afirma: «Cuando
venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16,
13). Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia
y cómo debe vivir para ser lo que debe ser, para ser el lugar de la unidad y
de la comunión en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa
no estar encerrados en el propio «yo», sino orientarse hacia el todo;
significa acoger en nosotros mismos a toda la Iglesia o, mejor dicho, dejar
interiormente que ella nos acoja. Entonces, cuando yo hablo, pienso y
actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi yo, sino que lo hago
siempre en el todo y a partir del todo: así el Espíritu Santo, Espíritu de
unidad y de verdad, puede seguir resonando en el corazón y en la mente
de los hombres, impulsándolos a encontrarse y a aceptarse mutuamente. El
Espíritu, precisamente por el hecho de que actúa así, nos introduce en toda
la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en ella, a comprenderla:
nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en nuestro yo,
sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en el
«nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior.
Así resulta más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés.
Donde los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse
los unos contra los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del
Señor, se abren a la acción de su Espíritu, que los sostiene y los une.
La contraposición entre Babel y Pentecostés aparece también en la
segunda lectura, donde el Apóstol dice: «Caminad según el Espíritu y no
realizaréis los deseos de la carne» (Ga 5, 16). San Pablo nos explica que
nuestra vida personal está marcada por un conflicto interior, por una
división, entre los impulsos que provienen de la carne y los que proceden
del Espíritu; y nosotros no podemos seguirlos todos. Efectivamente, no
podemos ser al mismo tiempo egoístas y generosos, seguir la tendencia a
dominar sobre los demás y experimentar la alegría del servicio
desinteresado. Siempre debemos elegir cuál impulso seguir y sólo lo
podemos hacer de modo auténtico con la ayuda del Espíritu de Cristo. San
Pablo —como hemos escuchado— enumera las obras de la carne: son los
177
pecados de egoísmo y de violencia, como enemistad, discordia, celos,
disensiones; son pensamientos y acciones que no permiten vivir de modo
verdaderamente humano y cristiano, en el amor. Es una dirección que
lleva a perder la propia vida. En cambio, el Espíritu Santo nos guía hacia
las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de
una vida divina que está en nosotros. De hecho, san Pablo afirma: «El
fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz» (Ga 5, 22). Notemos cómo el
Apóstol usa el plural para describir las obras de la carne, que provocan la
dispersión del ser humano, mientras que usa el singular para definir la
acción del Espíritu; habla de «fruto», precisamente como a la dispersión
de Babel se opone la unidad de Pentecostés.
Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y de
verdad, y por esto debemos pedir al Espíritu que nos ilumine y nos guíe a
vencer la fascinación de seguir nuestras verdades, y a acoger la verdad de
Cristo transmitida en la Iglesia. El relato de Pentecostés en el Evangelio
de san Lucas nos dice que Jesús, antes de subir al cielo, pidió a los
Apóstoles que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del
Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a
la espera del acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14). Reunida con
María, como en su nacimiento, la Iglesia también hoy reza: «Veni Sancte
Spiritus!», «¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y
enciende en ellos el fuego de tu amor!». Amén.

JUAN DE ÁVILA E HILDEGARDA, DOCTORES DE LA IGLESIA


20120527. Regina caeli
Celebramos hoy la gran fiesta de Pentecostés, con la que se completa
el Tiempo de Pascua, cincuenta días después del domingo de
Resurrección. Esta solemnidad nos hace recordar y revivir la efusión del
Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los demás discípulos, reunidos en
oración con la Virgen María en el Cenáculo (cf. Hch 2, 1-11). Jesús,
después de resucitar y subir al cielo, envía a la Iglesia su Espíritu para que
cada cristiano pueda participar en su misma vida divina y se convierta en
su testigo en el mundo. El Espíritu Santo, irrumpiendo en la historia,
derrota su aridez, abre los corazones a la esperanza, estimula y favorece en
nosotros la maduración interior en la relación con Dios y con el prójimo.
El Espíritu que «habló por medio de los profetas», con los dones de la
sabiduría y de la ciencia sigue inspirando a mujeres y hombres que se
comprometen en la búsqueda de la verdad, proponiendo vías originales de
conocimiento y de profundización del misterio de Dios, del hombre y del
mundo. En este contexto tengo la alegría de anunciar que el próximo 7 de
octubre, al inicio de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos,
proclamaré a san Juan de Ávila y a santa Hidelgarda de Bingen, doctores
de la Iglesia universal. Estos dos grandes testigos de la fe vivieron en
períodos históricos y en ambientes culturales muy distintos. Hidelgarda
fue monja benedictina en el corazón de la Edad Media alemana, auténtica
maestra de teología y profunda estudiosa de las ciencias naturales y de la
178
música. Juan, sacerdote diocesano en los años del renacimiento español,
participó en el esfuerzo de renovación cultural y religiosa de la Iglesia y
de la sociedad en los albores de la modernidad. Pero la santidad de la vida
y la profundidad de la doctrina los hacen perennemente actuales: de
hecho, la gracia del Espíritu Santo los impulsó a esa experiencia de
penetrante comprensión de la revelación divina y de diálogo inteligente
con el mundo, que constituyen el horizonte permanente de la vida y de la
acción de la Iglesia.
Sobre todo a la luz del proyecto de una nueva evangelización a la que
se dedicará la citada Asamblea del Sínodo de los obispos, y en la víspera
del Año de la fe, estas dos figuras de santos y doctores son de gran
importancia y actualidad. También en nuestros días, a través de su
enseñanza, el Espíritu del Señor resucitado sigue haciendo resonar su voz
e iluminando el camino que conduce a la única Verdad que puede
hacernos libres y dar pleno sentido a nuestra vida.

EN LA FAMILIA SE APRENDE A NO PONERSE EN EL CENTRO


20120601. Discurso. Concierto. La Scala. Milán. EMF 2012
Es en la familia donde se experimenta por primera vez que la persona
humana no ha sido creada para vivir encerrada en sí misma, sino en
relación con los demás; es en la familia donde se comprende cómo la
propia realización no se logra poniéndose en el centro, guiados por el
egoísmo, sino entregándose; es en la familia donde se comienza a
encender en el corazón la luz de la paz para que ilumine nuestro mundo.

EL SACERDOCIO ES UN DON PRECIOSO


20120602. Homilía. Hora media con sacerdotes. Milán. EMF 2012
Nos hemos reunido en oración, respondiendo a la invitación del himno
ambrosiano de la Hora Tercia: «Es la hora tercia. Jesús, el Señor, sube
injuriado a la cruz». Es una clara referencia a la obediencia amorosa de
Jesús a la voluntad del Padre. El misterio pascual ha dado inicio a un
tiempo nuevo: la muerte y resurrección de Cristo recrea la inocencia en la
humanidad y suscita en ella la alegría. De hecho, el himno prosigue:
«Aquí comienza la época de la salvación de Cristo», «Hinc iam beata
tempora coepere Christi gratia».
En este momento vivimos el misterio de la Iglesia en su expresión más
alta, la de la oración litúrgica. Nuestros labios, nuestro corazón y nuestra
mente, en la oración eclesial se hacen intérpretes de las necesidades y de
los anhelos de toda la humanidad. Con las palabras del Salmo 118 hemos
suplicado al Señor en nombre de todos los hombres: «Inclina mi corazón a
tus preceptos… Señor, que me alcance tu favor» (vv. 36.41). La oración
diaria de la Liturgia de las Horas constituye una tarea esencial del
ministerio ordenado en la Iglesia. También a través del Oficio divino, que
prolonga a lo largo de la jornada el misterio central de la Eucaristía, los
presbíteros están unidos de modo especial al Señor Jesús, vivo y operante
179
en el tiempo. ¡El sacerdocio es un don precioso! Vosotros, queridos
seminaristas que os preparáis para recibirlo, aprended a gustarlo desde
ahora y vivid con empeño el valioso tiempo en el seminario. El arzobispo
Montini, durante las ordenaciones de 1958 dijo precisamente en esta
catedral: «Comienza la vida sacerdotal: un poema, un drama, un misterio
nuevo…, fuente de perpetua meditación…, siempre objeto de
descubrimiento y de maravilla; [el sacerdocio] —dijo— siempre es
novedad y belleza para quien le dedica un pensamiento amoroso…, es
reconocimiento de la obra de Dios en nosotros» (Homilía en la ceremonia
de ordenación de 46 sacerdotes, 21 de junio de 1958).
Si Cristo, para edificar su Iglesia, se entrega en las manos del
sacerdote, este a su vez se debe abandonar a él sin reservas: el amor al
Señor Jesús es el alma y la razón del ministerio sacerdotal, como fue
premisa para que él asignara a Pedro la misión de apacentar su rebaño:
«Simón…, ¿me amas más que estos?… Apacienta mis corderos (Jn 21,
15)». El concilio Vaticano II recordó que Cristo «es siempre el principio y
fuente de la unidad de su vida. Los presbíteros, por tanto, conseguirán la
unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad
del Padre y en la entrega de sí mismos a favor del rebaño a ellos confiado.
Así, realizando la misión del buen Pastor, encontrarán en el ejercicio
mismo de la caridad pastoral el vínculo de la perfección sacerdotal que
una su vida con su acción» (Presbyterorum ordinis, 14). Precisamente
sobre esta cuestión afirmó: en las diversas ocupaciones, de hora en hora, la
unidad de la vida, la unidad del ser sacerdote se encuentra precisamente en
esta fuente de la amistad profunda de con Jesús, en estar interiormente
junto con él. Y no hay oposición entre el bien de la persona del sacerdote y
su misión; más aún, la caridad pastoral es elemento unificador de vida que
parte de una relación cada vez más íntima con Cristo en la oración para
vivir la entrega total de sí mismos en favor del rebaño, de modo que el
pueblo de Dios crezca en la comunión con Dios y sea manifestación de la
comunión de la Santísima Trinidad. De hecho, cada una de nuestras
acciones tiene como finalidad llevar a los fieles a la unión con el Señor y
hacer crecer así la comunión eclesial para la salvación del mundo. Las tres
cosas: unión personal con Dios, bien de la Iglesia y bien de la humanidad
en su totalidad no son cosas distintas u opuestas, sino una sinfonía de la fe
vivida.
El celibato sacerdotal y la virginidad consagrada son signo luminoso
de esta caridad pastoral y de un corazón indiviso. En el himno de san
Ambrosio hemos cantado: «Si en ti nace el Hijo de Dios, conservas la vida
inocente». «Acoger a Cristo» —«Christum suscipere»— es un tema que
vuelve a menudo en la predicación del santo obispo de Milán; cito un
pasaje de su Comentario a san Lucas: «Quien acoge a Cristo en la
intimidad de su casa se sacia con las alegrías más grandes» (Expos.
Evangelii sec. Lucam, v. 16). El Señor Jesús fue su gran atractivo, el tema
principal de su reflexión y de su predicación, y sobre todo el término de
un amor vivo e íntimo. Sin duda, el amor a Jesús vale para todos los
cristianos, pero adquiere un significado singular para el sacerdote célibe y
180
para quien ha respondido a la vocación a la vida consagrada: sólo y
siempre en Cristo se encuentra la fuente y el modelo para repetir a diario
el «sí» a la voluntad de Dios. «¿Qué lazos tenía Cristo?», se preguntaba
san Ambrosio, que con intensidad sorprendente predicó y cultivó la
virginidad en la Iglesia, promoviendo también la dignidad de la mujer. A
esa pregunta respondía: «No tiene lazos de cuerda, sino vínculos de amor
y afecto del alma» (De virginitate, 13, 77). Y, precisamente en un célebre
sermón a las vírgenes, dijo: «Cristo es todo para nosotros. Si tú quieres
curar tus heridas, él es médico; si estás ardiendo de fiebre, él es fuente
refrescante; si estás oprimido por la iniquidad, él es justicia; si tienes
necesidad de ayuda, él es vigor; si temes la muerte, él es la vida; si deseas
el cielo, él es el camino; si huyes de las tinieblas, él es la luz; si buscas
comida, él es alimento» (ib., 16, 99).
Queridos hermanos y hermanas consagrados, os agradezco vuestro
testimonio y os aliento: mirad al futuro con confianza, contando con la
fidelidad de Dios, que no nos faltará nunca, y el poder de su gracia, capaz
de realizar siempre nuevas maravillas, también en nosotros y con nosotros.
Las antífonas de la salmodia de este sábado nos han llevado a contemplar
el misterio de la Virgen María. De hecho, en ella podemos reconocer el
«tipo de vida en pobreza y virginidad que eligió para sí mismo Cristo el
Señor y que también abrazó su madre, la Virgen» (Lumen gentium, 46),
una vida en plena obediencia a la voluntad de Dios.
El himno nos ha recordado también las palabras de Jesús en la cruz:
«Desde la gloria de su patíbulo, Jesús habla a la Virgen: “Mujer, he ahí a
tu hijo”; “Juan, he ahí a tu madre”». María, Madre de Cristo, extiende y
prolonga también en nosotros su divina maternidad, para que el ministerio
de la Palabra y de los sacramentos, la vida de contemplación y la actividad
apostólica en las múltiples formas perseveren, sin cansancio y con
valentía, al servicio de Dios y para la edificación de su Iglesia.

EL GRAN DON DE LA CONFIRMACIÓN


20120602. Discurso. Encuentro confirmandos. Milán. EMF 2012
Vosotros, queridos muchachos, os estáis preparando para recibir el
sacramento de la Confirmación, o lo habéis recibido recientemente. Sé que
habéis realizado un buen itinerario formativo, llamado este año «El
espectáculo del Espíritu». Ayudados por este itinerario, con varias etapas,
habéis aprendido a reconocer las cosas estupendas que el Espíritu Santo ha
hecho y hace en vuestra vida y en todos los que dicen «sí» al Evangelio de
Jesucristo. Habéis descubierto el gran valor del Bautismo, el primero de
los sacramentos, la puerta de entrada a la vida cristiana. Vosotros lo habéis
recibido gracias a vuestros padres, que juntamente con los padrinos, en
vuestro nombre, profesaron el Credo y se comprometieron a educaros en
la fe. Esta fue para vosotros —al igual que para mí, hace mucho tiempo—
una gracia inmensa. Desde aquel momento, renacidos por el agua y por el
Espíritu Santo, habéis entrado a formar parte de la familia de los hijos de
Dios, habéis llegado a ser cristianos, miembros de la Iglesia.
181
Ahora habéis crecido, y vosotros mismos podéis decir vuestro personal
«sí» a Dios, un «sí» libre y consciente. El sacramento de la Confirmación
refuerza el Bautismo y derrama el Espíritu Santo en abundancia sobre
vosotros. Ahora vosotros mismos, llenos de gratitud, tenéis la posibilidad
de acoger sus grandes dones, que os ayudan, en el camino de la vida, a ser
testigos fieles y valientes de Jesús. Los dones del Espíritu son realidades
estupendas, que os permiten formaros como cristianos, vivir el Evangelio
y ser miembros activos de la comunidad. Recuerdo brevemente estos
dones, de los que ya nos habla el profeta Isaías y luego Jesús:
El primer don es la sabiduría, que os hace descubrir cuán bueno y
grande es el Señor y, como lo dice la palabra, hace que vuestra vida esté
llena de sabor, para que, como decía Jesús, seáis «sal de la tierra».
Luego el don de entendimiento, para que comprendáis a fondo la
Palabra de Dios y la verdad de la fe.
Después viene el don de consejo, que os guiará a descubrir el proyecto
de Dios para vuestra vida, para la vida de cada uno de vosotros.
Sigue el don de fortaleza, para vencer las tentaciones del mal y hacer
siempre el bien, incluso cuando cuesta sacrificio.
Luego el don de ciencia, no ciencia en el sentido técnico, como se
enseña en la Universidad, sino ciencia en el sentido más profundo, que
enseña a encontrar en la creación los signos, las huellas de Dios, a
comprender que Dios habla en todo tiempo y me habla a mí, y a animar
con el Evangelio el trabajo de cada día; a comprender que hay una
profundidad y comprender esta profundidad, y así dar sentido al trabajo,
también al que resulta difícil.
Otro don es el de piedad, que mantiene viva en el corazón la llama del
amor a nuestro Padre que está en el cielo, para que oremos a él cada día
con confianza y ternura de hijos amados; para no olvidar la realidad
fundamental del mundo y de mi vida: que Dios existe, y que Dios me
conoce y espera mi respuesta a su proyecto.
Y, por último, el séptimo don es el temor de Dios —antes hablamos del
miedo—; temor de Dios no indica miedo, sino sentir hacia él un profundo
respeto, el respeto de la voluntad de Dios que es el verdadero designio de
mi vida y es el camino a través del cual la vida personal y comunitaria
puede ser buena; y hoy, con todas las crisis que hay en el mundo, vemos la
importancia de que cada uno respete esta voluntad de Dios grabada en
nuestro corazón y según la cual debemos vivir; y así este temor de Dios es
deseo de hacer el bien, de vivir en la verdad, de cumplir la voluntad de
Dios.
Queridos muchachos y muchachas, toda la vida cristiana es un camino,
es como recorrer una senda que sube a un monte —por tanto, no siempre
es fácil, pero subir a un monte es una experiencia bellísima— en
compañía de Jesús. Con estos dones preciosos vuestra amistad con él será
aún más verdadera y más íntima. Esa amistad se alimenta continuamente
con el sacramento de la Eucaristía, en el que recibimos su Cuerpo y su
Sangre. Por eso os invito a participar siempre con alegría y fidelidad en la
misa dominical, cuando toda la comunidad se reúne para orar juntamente,
182
para escuchar la Palabra de Dios y participar en el Sacrificio eucarístico. Y
acudid también al sacramento de la Penitencia, a la Confesión: es un
encuentro con Jesús, que perdona nuestros pecados y nos ayuda a hacer el
bien. Recibir el don, recomenzar de nuevo es un gran don en la vida, saber
que soy libre, que puedo recomenzar, que todo está perdonado. Que no
falte, además, vuestra oración personal de cada día. Aprended a dialogar
con el Señor, habladle con confianza, contadle vuestras alegrías y
preocupaciones, y pedidle luz y apoyo para vuestro camino.
Queridos amigos, vosotros sois afortunados porque en vuestras
parroquias hay oratorios, un gran don de la diócesis de Milán. El oratorio,
como lo dice la palabra, es un lugar donde se ora, pero también donde se
está en grupo con la alegría de la fe, se recibe catequesis, se juega, se
organizan actividades de servicio y de otro tipo; yo diría: se aprende a
vivir. Frecuentad asiduamente vuestro oratorio, para madurar cada vez
más en el conocimiento y en el seguimiento del Señor. Estos siete dones
del Espíritu Santo crecen precisamente en esta comunidad donde se
ejercita la vida en la verdad, con Dios. En la familia obedeced a vuestros
padres, escuchad las indicaciones que os dan, para crecer como Jesús «en
sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52).
Por último, no seáis perezosos, sino muchachos y jóvenes comprometidos,
especialmente en el estudio, con vistas a la vida futura: es vuestro deber
diario y es una gran oportunidad que tenéis para crecer y para preparar el
futuro. Estad disponibles y sed generosos con los demás, venciendo la
tentación de poneros vosotros mismos en el centro, porque el egoísmo es
enemigo de la verdadera alegría. Si gustáis ahora la belleza de formar
parte de la comunidad de Jesús, podréis también vosotros dar vuestra
contribución para hacerla crecer y sabréis invitar a los demás a formar
parte de ella. Permitidme asimismo deciros que el Señor cada día, también
hoy, aquí, os llama a cosas grandes. Estad abiertos a lo que os sugiere y, si
os llama a seguirlo por la senda del sacerdocio o de la vida consagrada, no
le digáis no. Sería una pereza equivocada. Jesús os colmará el corazón
durante toda la vida.
Queridos muchachos, queridas muchachas, os digo con fuerza: tended
a altos ideales: todos, no sólo algunos, pueden llegar a una alta medida.
Sed santos. Pero, ¿es posible ser santos a vuestra edad? Os respondo:
¡ciertamente! Lo dice también san Ambrosio, gran santo de vuestra
ciudad, en una de sus obras, donde escribe: «Toda edad es madura para
Cristo» (De virginitate, 40). Y sobre todo lo demuestra el testimonio de
numerosos santos coetáneos vuestros, como Domingo Savio o María
Goretti. La santidad es la senda normal del cristiano: no está reservada a
unos pocos elegidos, sino que está abierta a todos. Naturalmente, con la
luz y la fuerza del Espíritu Santo, que no nos faltará si extendemos
nuestras manos y abrimos nuestro corazón; y con la guía de nuestra
Madre. ¿Quién es nuestra Madre? Es la Madre de Jesús, María. A ella
Jesús nos encomendó a todos, antes de morir en la cruz. Que la Virgen
María custodie siempre la belleza de vuestro «sí» a Jesús, su Hijo, el gran
y fiel Amigo de vuestra vida. Así sea.
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CUALIDADES DEL GOBERNANTE SEGÚN SAN AMBROSIO
20120602. Discurso. Autoridades. Milán.
En su comentario al Evangelio de san Lucas, san Ambrosio recuerda
que «la institución del poder deriva tan bien de Dios, que quien lo ejerce
es él mismo ministro de Dios» (Expositio Evangelii secundum Lucam, IV,
29). Esas palabras podrían parecer extrañas a los hombres del tercer
milenio, pero indican claramente una verdad central sobre la persona
humana, que es fundamento sólido de la convivencia social: ningún poder
del hombre puede considerarse divino; por tanto, ningún hombre es amo
de otro hombre. San Ambrosio lo recordará con valentía al emperador,
escribiéndole: «También tú, oh augusto emperador, eres un hombre»
(Epistula 51, 11).
De la enseñanza de san Ambrosio podemos sacar otro elemento. La
primera cualidad de quien gobierna es la justicia, virtud pública por
excelencia, porque atañe al bien de toda la comunidad. Sin embargo, la
justicia no basta. San Ambrosio la acompaña con otra cualidad: el amor a
la libertad, que él considera elemento decisivo para distinguir a los buenos
gobernantes de los malos, pues, como se lee en otra de sus cartas, «los
buenos aman la libertad, y los malos aman la esclavitud» (Epistula 40, 2).
La libertad no es un privilegio para algunos, sino un derecho de todos, un
valioso derecho que el poder civil debe garantizar. Con todo, la libertad no
significa arbitrio del individuo; más bien, implica la responsabilidad de
cada uno. Aquí se encuentra uno de los principales elementos de
la laicidad del Estado: asegurar la libertad para que todos puedan
proponer su visión de la vida común, pero siempre en el respeto de los
demás y en el contexto de las leyes que miran al bien de todos.
Por otra parte, en la medida en que se supera la concepción de un
Estado confesional, resulta claro, en cualquier caso, que sus leyes deben
encontrar justificación y fuerza en la ley natural, que es fundamento de un
orden adecuado a la dignidad de la persona humana, superando una
concepción meramente positivista, de la que no pueden derivar
indicaciones que sean, de algún modo, de carácter ético (cf. Discurso al
Parlamento alemán, 22 de septiembre de 2011). El Estado está al servicio
y para la protección de la persona y de su «bien estar» en sus múltiples
aspectos, comenzando por el derecho a la vida, cuya supresión deliberada
nunca se puede permitir. Así pues, cada uno puede ver cómo la legislación
y la obra de las instituciones estatales deben estar, en particular, al servicio
de la familia, fundada en el matrimonio y abierta a la vida; y además
deben reconocer el derecho primario de los padres a la libre educación y
formación de los hijos, según el proyecto educativo que ellos juzguen
válido y pertinente. No se hace justicia a la familia si el Estado no sostiene
la libertad de educación para el bien común de toda la sociedad.
Teniendo en cuenta que el Estado existe para los ciudadanos resulta
muy valiosa una colaboración constructiva con la Iglesia, sin duda no por
una confusión de las finalidades y de las funciones diversas y distintas del
poder civil y de la Iglesia misma, sino por la aportación que ella ha dado y
184
todavía puede dar a la sociedad con su experiencia, su doctrina, su
tradición, sus instituciones y sus obras, con las que se ha puesto al servicio
del pueblo. Basta pensar en la espléndida legión de los santos de la
caridad, de la escuela y de la cultura, del cuidado de los enfermos y los
marginados, a los que se sirve y se ama como se sirve y se ama al Señor.
Esta tradición sigue dando frutos: la laboriosidad de los cristianos
lombardos en esos ambientes es muy viva y tal vez aún más significativa
que en el pasado. Las comunidades cristianas promueven estas actividades
no tanto como suplencia, cuanto como sobreabundancia gratuita de la
caridad de Cristo y de la experiencia totalizadora de su fe. El tiempo de
crisis que estamos atravesando, además de valientes decisiones técnico-
políticas, necesita gratuidad, como recordé: «La “ciudad del hombre” no
se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más
aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión»
(Caritas in veritate, 6).
Podemos recoger una última y valiosa invitación de san Ambrosio,
cuya figura solemne y amonestadora está tejida en el estandarte de la
ciudad de Milán. A quienes quieren colaborar en el gobierno y en la
administración pública san Ambrosio les pide que se hagan amar. En la
obra De officiis afirma: «Lo que hace el amor, no podrá nunca hacerlo el
miedo. Nada es tan útil como hacerse amar» (II, 29). Por otra parte, la
razón que a su vez mueve y estimula vuestra activa y laboriosa presencia
en los distintos ámbitos de la vida pública no puede menos de ser la
voluntad de dedicaros al bien de los ciudadanos, y, por tanto, una
expresión clara y un signo evidente de amor. Así, la política se ennoblece
profundamente, convirtiéndose en una forma elevada de caridad.

INTERROGANTES DE LAS FAMILIAS SOBRE LA FAMILIA


20120602. Discurso. Fiesta de los testimonios. Milán. EMF 2012
1. CAT TIEN (niña de Vietnam): Hola, Papa. Soy Cat Tien, vengo de
Vietnam. Tengo siete años y te quiero presentar a mi familia. Él es mi
papá, Dan, y mi mamá se llama Tao, y este es mi hermanito Binh. Me
gustaría mucho saber algo de tu familia y de cuando eras pequeño como
yo...
SANTO PADRE: Gracias a ti, querida, y a los padres: gracias de
corazón. Así que has preguntado cómo son los recuerdos de mi familia:
¡serían tantos! Quisiera decir sólo alguna cosa. Para nosotros, el punto
esencial para la familia era siempre el domingo, pero el domingo
comenzaba ya el sábado por la tarde. El padre nos contaba las lecturas, las
lecturas del domingo, tomadas de un libro muy difundido en aquel tiempo
en Alemania, en el que también se explicaban los textos. Así comenzaba el
domingo: entrábamos ya en la liturgia, en una atmósfera de alegría. Al día
siguiente íbamos a Misa. Mi casa está cerca de Salzburgo y, por tanto,
teníamos mucha música – Mozart, Schubert, Haydn – y, cuando empezaba
el Kyrie, era como si se abriera el cielo. Y, naturalmente, luego, en casa,
era muy importante una buena comida todos juntos. Además, cantábamos
185
mucho: mi hermano es un gran músico, ya de chico hacía composiciones
para todos nosotros y, así, toda la familia cantaba. El papá tocaba la cítara
y cantaba; son momentos inolvidables. Naturalmente, luego hemos hecho
viajes juntos, paseos; estábamos cerca de un bosque, así que caminar por
los bosques era algo muy bonito: aventuras, juegos, etc. En una palabra,
éramos un solo corazón y un alma sola, con tantas experiencias comunes,
incluso en tiempos muy difíciles, porque eran los años de la guerra, antes
de la dictadura, y después de la pobreza. Pero este amor recíproco que
había entre nosotros, esta alegría aun por cosas simples era grande y así se
podían superar y soportar también las dificultades. Me parece que esto es
muy importante: que también las pequeñas cosas hayan dado alegría,
porque así se expresaba el corazón del otro. De este modo, hemos crecido
en la certeza de que es bueno ser hombre, porque veíamos que la bondad
de Dios se reflejaba en los padres y en los hermanos. Y, a decir verdad,
cuando trato de imaginar un poco cómo será en el Paraíso, se me parece
siempre al tiempo de mi juventud, de mi infancia. Así, en este contexto de
confianza, de alegría y de amor, éramos felices, y pienso que en el Paraíso
debería ser similar a como era en mi juventud. En este sentido, espero ir
«a casa», yendo hacia la «otra parte del mundo».

2. SERGE RAZAFINBONY Y FARA ANDRIANOMBONANA,


(Pareja de novios de Madagascar):
SERGE: Santidad, somos Fara y Serge, y venimos de Madagascar.
Nos hemos conocido en Florencia, donde estamos estudiando, yo
ingeniería y ella economía. Somos novios desde hace cuatro años y
soñamos volver a nuestro país en cuanto terminemos los estudios para dar
una mano a nuestra gente, también mediante nuestra profesión.
FARA: Los modelos familiares que predominan en Occidente no nos
convencen, pero somos conscientes de que también muchos
tradicionalismos de nuestra África deban ser de algún modo superados.
Nos sentimos hechos el uno para el otro; por eso queremos casarnos y
construir un futuro juntos. También queremos que cada aspecto de nuestra
vida esté orientado por los valores del Evangelio. Pero hablando de
matrimonio, Santidad, hay una palabra que, más que ninguna otra, nos
atrae y al mismo tiempo nos asusta: el «para siempre»...
SANTO PADRE: Queridos amigos, gracias por este testimonio. Mi
oración os acompaña en este camino de noviazgo y espero que podáis
crear, con los valores del Evangelio, una familia «para siempre». Usted ha
aludido a diversos tipos de matrimonio: conocemos el «mariage
coutumier» de África y el matrimonio occidental. A decir verdad, también
en Europa había otro modelo de matrimonio dominante hasta el s. XIX,
como ahora: a menudo, el matrimonio era en realidad un contrato entre
clanes, con el cual se traba de conservar el clan, de abrir el futuro, de
defender las propiedades, etc. Se buscaba a uno para el otro por parte del
clan, esperando que fueran idóneos uno para otro. Así sucedía en parte
también en nuestros países. Yo me acuerdo que, en un pequeño pueblo en
el que iba al colegio, en buena parte se hacía todavía así. Pero luego,
186
desde el s. XIX, viene la emancipación del individuo, de la persona, y el
matrimonio no se basa en la voluntad de otros, sino en la propia elección;
comienza con el enamoramiento, se convierte luego en noviazgo y
finalmente en matrimonio. En aquel tiempo, todos estábamos convencidos
de que ese era el único modelo justo y de que el amor garantizaba de por
sí el «siempre», puesto que el amor es absoluto y quiere todo, también la
totalidad del tiempo: es «para siempre». Desafortunadamente, la realidad
no era así: se ve que el enamoramiento es bello, pero quizás no siempre
perpetuo, como lo es también el sentimiento: no permanece por siempre.
Por tanto, se ve que el paso del enamoramiento al noviazgo y luego al
matrimonio exige diferentes decisiones, experiencias interiores. Como he
dicho, es bello este sentimiento de amor, pero debe ser purificado, ha de
seguir un camino de discernimiento, es decir, tiene que entrar también la
razón y la voluntad; han de unirse razón, sentimiento y voluntad. En el rito
del matrimonio, la Iglesia no dice: «¿Estás enamorado?», sino
«¿quieres?», «¿estás decidido?». Es decir, el enamoramiento debe hacerse
verdadero amor, implicando la voluntad y la razón en un camino de
purificación, de mayor hondura, que es el noviazgo, de modo que todo el
hombre, con todas sus capacidades, con el discernimiento de la razón y la
fuerza de voluntad, dice realmente: «Sí, esta es mi vida». Yo pienso con
frecuencia en la boda de Caná. El primer vino es muy bueno: es el
enamoramiento. Pero no dura hasta el final: debe venir un segundo vino,
es decir, tiene que fermentar y crecer, madurar. Un amor definitivo que
llega a ser realmente «segundo vino» es más bueno, mejor que el primero.
Y esto es lo que hemos de buscar. Y aquí es importante también que el yo
no esté aislado, el yo y el tú, sino que se vea implicada también la
comunidad de la parroquia, la Iglesia, los amigos. Es muy importante esto,
toda la personalización justa, la comunión de vida con otros, con familias
que se apoyan una a otra; y sólo así, en esta implicación de la comunidad,
de los amigos, de la Iglesia, de la fe, de Dios mismo, crece un vino que
vale para siempre. ¡Os felicito!

3. FAMILIA PALEOLOGOS (Familia griega)


NIKOS: ¡Kalispera! Somos la familia Paleologos. Venimos de Atenas.
Me llamo Nikos y ella es mi mujer Pania. Y estos son nuestros dos hijos,
Pavlos y Lydia. Hace años, con otros dos socios, invirtiendo todo lo que
teníamos, hemos creado una pequeña sociedad de informática. Al llegar la
durísima crisis económica actual, los clientes han disminuido
drásticamente, y los que han quedado aplazan cada vez más los pagos. A
duras penas logramos pagar los sueldos de los dos dependientes, y a
nosotros, los socios, nos queda muy poco: así que, cada día que pasa, nos
queda cada vez menos para mantener a nuestras familias. Nuestra
situación es una como tantas, una entre millones de otras. En la ciudad, la
gente va agachando la cabeza; ya nadie confía en nadie, falta la esperanza.
PANIA: También a nosotros, aunque seguimos creyendo en la
providencia, se nos hace difícil pensar en un futuro para nuestros hijos.
Hay días y noches, Santo Padre, en los cuáles nos surge la pregunta sobre
187
cómo hacer para no perder la esperanza. ¿Qué puede decir la Iglesia a
toda esta gente, a estas personas y familias a las que ya no queda
perspectivas?
SANTO PADRE: Queridos amigos, gracias por este testimonio que me
ha llegado al corazón y al corazón de todos nosotros. ¿Qué podemos
responder? Las palabras son insuficientes. Deberíamos hacer algo
concreto y todos sufrimos por el hecho de que somos incapaces de hacer
algo concreto. Hablemos primero de la política: me parece que debería
crecer el sentido de responsabilidad en todos los partidos, que no
prometan cosas que no pueden realizar, que no busquen sólo votos para
ellos, sino que sean responsables del bien de todos y que se entienda que
la política es siempre también responsabilidad humana, moral ante Dios y
los hombres. Después, también las personas sufren y tienen que aceptar,
naturalmente, la situación tal como es, a menudo sin posibilidad de
defenderse. Sin embargo, también podemos aquí decir: tratemos de que
cada uno haga todo lo que esté en sus manos, que piense en sí mismo, en
la familia y en los otros con gran sentido de responsabilidad, sabiendo que
los sacrificios son necesarios para seguir adelante. Tercer punto: ¿qué
podemos hacer nosotros? Esta es mi pregunta en este momento. Pienso
que quizás podrían ayudar los hermanamientos entre ciudades, entre
familias, entre parroquias. Nosotros tenemos ahora en Europa una red de
hermanamientos, pero se trata de intercambios culturales, ciertamente muy
buenos y útiles, pero quizás se requieran hermanamientos en otro sentido:
que realmente una familia de Occidente, de Italia, Alemania o Francia,...
se tome la responsabilidad de ayudar a otra familia. Y también así las
parroquias, las ciudades: que asuman verdaderamente una
responsabilidad, que ayuden de forma concreta. Y estad seguros: yo y
tantos otros rogamos por vosotros, y esta plegaria no es sólo pronunciar
palabras, sino que abre el corazón a Dios, y así suscita también creatividad
para encontrar soluciones. Esperamos que el Señor nos ayude, que el
Señor os ayude siempre. Gracias.

4. FAMILIA RERRIE (Familia estadounidense)


JAY: Vivimos cerca de Nueva York. Me llamo Jay, soy de origen
jamaicano y trabajo de contable. Ella es mi mujer, Anna, y es maestra de
apoyo. Y estos son nuestros seis hijos, que tienen de 2 a 12 años. Así que
se puede imaginar, Santidad, que nuestra vida está hecha de continuas
carreras contra el tiempo, de afanes, de ajustes muy complicados...
También para nosotros, en los Estados Unidos, una de las prioridades
absolutas es conservar el puesto de trabajo y, para ello, no hay que
atenerse a los horarios y, con frecuencia, lo que se resiente son
precisamente las relaciones familiares.
ANNA: En verdad no siempre es fácil… La impresión, Santidad, es
que las instituciones y las empresas no facilitan compaginar el tiempo del
trabajo con el tiempo para la familia. Santidad, imaginamos que para usted
tampoco es fácil conciliar sus infinitos compromisos con el descanso.
¿Tiene algún consejo para ayudarnos a reencontrar esta armonía
188
necesaria? En el torbellino de tantos estímulos impuestos por la sociedad
contemporánea, ¿cómo ayudar a la familia a vivir la fiesta según el
corazón de Dios?
SANTO PADRE: Es una gran cuestión, y creo entender este dilema
entre las dos prioridades: la prioridad del puesto de trabajo es
fundamental, como lo es la prioridad de la familia. Y cómo armonizar las
dos prioridades. Puedo tratar únicamente de dar algún consejo. El primer
punto: hay empresas que permiten un cierto extra para las familias – el día
del cumpleaños, etc. – y comprueban que conceder un poco de libertad, al
final hace bien también a la empresa, porque refuerza el amor por el
trabajo, por el puesto de trabajo. Por tanto, quisiera aquí invitar a quienes
dan trabajo a pensar en la familia, a pensar también en dar su aportación
para que las dos prioridades puedan conciliar. Segundo punto: me parece
que naturalmente se deba buscar una cierta creatividad, y esto no siempre
es fácil. Pero llevar cada día a la familia al menos algún motivo de alegría,
de atención, alguna renuncia a la propia voluntad para estar juntos en
familia, y de aceptar y superar las noches, las oscuridades de las que antes
ya he hablado, pensando en este gran bien que es la familia y encontrar así
una conciliación de las dos prioridades, también en la solicitud por llevar
cada día algo bueno. Y finalmente, está el domingo, la fiesta; espero que
en América se observe el domingo. Y por tanto, este día, me parece muy
importante, porque el domingo, precisamente en cuanto día del Señor es
también «día del hombre», porque estamos libres. En el relato de la
creación, esta era la intención original del Creador: que todos seamos
libres un día. En esta libertad de uno para el otro, para sí mismos, se es
libre para Dios. Pienso que así defendemos la libertad del hombre,
defendiendo el domingo y las fiestas como días de Dios y así días del
hombre. Os felicito. Gracias.

5. FAMILIA ARAUJO (familia brasileña de Porto Alegre)


MARIA MARTA: Santidad, como en el resto del mundo, también en
Brasil los fracasos matrimoniales van aumentando. Me llamo María
Marta, él es Manoel Angelo. Estamos casamos desde hace 34 años y
somos ya abuelos. En cuanto medico y psicoterapeuta familiar
encontramos tantas familias, observando en los conflictos de pareja una
dificultad mayor de perdonar y de aceptar el perdón, pero en diversos
casos hemos visto el deseo y la voluntad de construir una nueva unión
algo de duradero, también para los hijos que nacen de la nueva unión.
MANOEL ANGELO: Algunas de estas parejas que se vuelven a casar
desearían acercarse nuevamente a la Iglesia, pero cuando ven que se les
niega los sacramentos su desilusión es grande. Se sienten excluidos,
marcados por un juicio inapelable. Estos grandes sufrimientos hieren en lo
profundo a quien está implicado; heridas que se convierten también parte
del mundo, y son heridas también nuestras, de toda la humanidad. Santo
Padre, sabemos que esta situación y estas personas es una gran
preocupación para la Iglesia: ¿Qué palabras y signos de esperanza
podemos darles?
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SANTO PADRE: Queridos amigos, gracias por vuestro trabajo tan
necesario de psicoterapeutas para la familia. Gracias por todo lo que
hacéis por ayudar a estas personas que sufren. En realidad, este problema
de los divorciados y vueltos a casar es una de las grandes penas de la
Iglesia de hoy. Y no tenemos recetas sencillas. El sufrimiento es grande y
podemos sólo animar a las parroquias, a cada uno individualmente, a que
ayuden a estas personas a soportar el dolor de este divorcio. Diría que,
naturalmente, sería muy importante la prevención, es decir, que se
profundizara desde el inicio del enamoramiento hasta llegar a una decisión
profunda, madura; y también el acompañamiento durante el matrimonio,
para que las familias nunca estén solas sino que estén realmente
acompañadas en su camino. Y luego, por lo que se refiere a estas personas,
debemos decir – como usted ha hecho notar – que la Iglesia les ama, y
ellos deben ver y sentir este amor. Me parece una gran tarea de una
parroquia, de una comunidad católica, el hacer realmente lo posible para
que sientan que son amados, aceptados, que no están «fuera» aunque no
puedan recibir la absolución y la Eucaristía: deben ver que aun así viven
plenamente en la Iglesia. A lo mejor, si no es posible la absolución en la
Confesión, es muy importante sin embargo un contacto permanente con un
sacerdote, con un director espiritual, para que puedan ver que son
acompañados, guiados. Además, es muy valioso que sientan que la
Eucaristía es verdadera y participada si realmente entran en comunión con
el Cuerpo de Cristo. Aun sin la recepción «corporal» del sacramento,
podemos estar espiritualmente unidos a Cristo en su Cuerpo. Y hacer
entender que esto es importante. Que encuentren realmente la posibilidad
de vivir una vida de fe, con la Palabra de Dios, con la comunión de la
Iglesia y puedan ver que su sufrimiento es un don para la Iglesia, porque
sirve así a todos para defender también la estabilidad del amor, del
matrimonio; y que este sufrimiento no es sólo un tormento físico y
psicológico, sino que también es un sufrir en la comunidad de la Iglesia
por los grandes valores de nuestra fe. Pienso que su sufrimiento, si se
acepta de verdad interiormente, es un don para la Iglesia. Deben saber que
precisamente de esa manera sirven a la Iglesia, están en el corazón de la
Iglesia. Gracias por vuestro compromiso.

LA FAMILIA, IMAGEN DE LA TRINIDAD


20120603. Homilía. Eucaristía con Familias. Milán. EMF 2012
Es un gran momento de alegría y comunión el que vivimos esta
mañana, con la celebración del sacrificio eucarístico. Una gran asamblea,
reunida con el Sucesor de Pedro, formada por fieles de muchas naciones.
Es una imagen expresiva de la Iglesia, una y universal, fundada por Cristo
y fruto de aquella misión que, como hemos escuchado en el evangelio,
190
Jesús confió a sus apóstoles: Ir y hacer discípulos a todos los pueblos,
«bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
(Mt 28, 18-19).
En la segunda lectura, el apóstol Pablo nos ha recordado que en el
bautismo hemos recibido el Espíritu Santo, que nos une a Cristo como
hermanos y como hijos nos relaciona con el Padre, de tal manera que
podemos gritar: «¡Abba, Padre!» (cf. Rm 8, 15.17). En aquel momento se
nos dio un germen de vida nueva, divina, que hay que desarrollar hasta su
cumplimiento definitivo en la gloria celestial; hemos sido hechos
miembros de la Iglesia, la familia de Dios, «sacrarium Trinitatis», según
la define san Ambrosio, pueblo que, como dice el Concilio Vaticano II,
aparece «unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»
(Const. Lumen gentium, 4). La solemnidad litúrgica de la Santísima
Trinidad, que celebramos hoy, nos invita a contemplar ese misterio, pero
nos impulsa también al compromiso de vivir la comunión con Dios y entre
nosotros según el modelo de la Trinidad. Estamos llamados a acoger y
transmitir de modo concorde las verdades de la fe; a vivir el amor
recíproco y hacia todos, compartiendo gozos y sufrimientos, aprendiendo
a pedir y conceder el perdón, valorando los diferentes carismas bajo la
guía de los pastores. En una palabra, se nos ha confiado la tarea de edificar
comunidades eclesiales que sean cada vez más una familia, capaces de
reflejar la belleza de la Trinidad y de evangelizar no sólo con la palabra.
Más bien diría por «irradiación», con la fuerza del amor vivido.
La familia, fundada sobre el matrimonio entre el hombre y la mujer,
está también llamada al igual que la Iglesia a ser imagen del Dios Único
en Tres Personas. Al principio, en efecto, «creó Dios al hombre a su
imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo
Dios, y les dijo: “Creced, multiplicaos”» (Gn 1, 27-28). Dios creó el ser
humano hombre y mujer, con la misma dignidad, pero también con
características propias y complementarias, para que los dos fueran un don
el uno para el otro, se valoraran recíprocamente y realizaran una
comunidad de amor y de vida. El amor es lo que hace de la persona
humana la auténtica imagen de la Trinidad, imagen de Dios. Queridos
esposos, viviendo el matrimonio no os dais cualquier cosa o actividad,
sino la vida entera. Y vuestro amor es fecundo, en primer lugar, para
vosotros mismos, porque deseáis y realizáis el bien el uno al otro,
experimentando la alegría del recibir y del dar. Es fecundo también en la
procreación, generosa y responsable, de los hijos, en el cuidado esmerado
de ellos y en la educación metódica y sabia. Es fecundo, en fin, para la
sociedad, porque la vida familiar es la primera e insustituible escuela de
virtudes sociales, como el respeto de las personas, la gratuidad, la
confianza, la responsabilidad, la solidaridad, la cooperación. Queridos
esposos, cuidad a vuestros hijos y, en un mundo dominado por la técnica,
transmitidles, con serenidad y confianza, razones para vivir, la fuerza de la
fe, planteándoles metas altas y sosteniéndolos en la debilidad. Pero
también vosotros, hijos, procurad mantener siempre una relación de afecto
profundo y de cuidado diligente hacia vuestros padres, y también que las
191
relaciones entre hermanos y hermanas sean una oportunidad para crecer en
el amor.
El proyecto de Dios sobre la pareja humana encuentra su plenitud en
Jesucristo, que elevó el matrimonio a sacramento. Queridos esposos,
Cristo, con un don especial del Espíritu Santo, os hace partícipes de su
amor esponsal, haciéndoos signo de su amor por la Iglesia: un amor fiel y
total. Si, con la fuerza que viene de la gracia del sacramento, sabéis acoger
este don, renovando cada día, con fe, vuestro «sí», también vuestra familia
vivirá del amor de Dios, según el modelo de la Sagrada Familia de
Nazaret. Queridas familias, pedid con frecuencia en la oración la ayuda de
la Virgen María y de san José, para que os enseñen a acoger el amor de
Dios como ellos lo acogieron. Vuestra vocación no es fácil de vivir,
especialmente hoy, pero el amor es una realidad maravillosa, es la única
fuerza que puede verdaderamente transformar el cosmos, el mundo. Ante
vosotros está el testimonio de tantas familias, que señalan los caminos
para crecer en el amor: mantener una relación constante con Dios y
participar en la vida eclesial, cultivar el diálogo, respetar el punto de vista
del otro, estar dispuestos a servir, tener paciencia con los defectos de los
demás, saber perdonar y pedir perdón, superar con inteligencia y humildad
los posibles conflictos, acordar las orientaciones educativas, estar abiertos
a las demás familias, atentos con los pobres, responsables en la sociedad
civil. Todos estos elementos construyen la familia. Vividlos con valentía,
con la seguridad de que en la medida en que viváis el amor recíproco y
hacia todos, con la ayuda de la gracia divina, os convertiréis en evangelio
vivo, una verdadera Iglesia doméstica (cf. Exh. ap. Familiaris consortio,
49). Quisiera dirigir unas palabras también a los fieles que, aun
compartiendo las enseñanzas de la Iglesia sobre la familia, están marcados
por las experiencias dolorosas del fracaso y la separación. Sabed que el
Papa y la Iglesia os sostienen en vuestra dificultad. Os animo a
permanecer unidos a vuestras comunidades, al mismo tiempo que espero
que las diócesis pongan en marcha adecuadas iniciativas de acogida y
cercanía.
En el libro del Génesis, Dios confía su creación a la pareja humana,
para que la guarde, la cultive, la encamine según su proyecto (cf. 1,27-28;
2,15). En esta indicación de la Sagrada Escritura podemos comprender la
tarea del hombre y la mujer como colaboradores de Dios para transformar
el mundo, a través del trabajo, la ciencia y la técnica. El hombre y la mujer
son imagen de Dios también en esta obra preciosa, que han de cumplir con
el mismo amor del Creador. Vemos que, en las modernas teorías
económicas, prevalece con frecuencia una concepción utilitarista del
trabajo, la producción y el mercado. El proyecto de Dios y la experiencia
misma muestran, sin embargo, que no es la lógica unilateral del provecho
propio y del máximo beneficio lo que contribuye a un desarrollo
armónico, al bien de la familia y a edificar una sociedad justa, ya que
supone una competencia exasperada, fuertes desigualdades, degradación
del medio ambiente, carrera consumista, pobreza en las familias. Es más,
la mentalidad utilitarista tiende a extenderse también a las relaciones
192
interpersonales y familiares, reduciéndolas a simples convergencias
precarias de intereses individuales y minando la solidez del tejido social.
Un último elemento. El hombre, en cuanto imagen de Dios, está
también llamado al descanso y a la fiesta. El relato de la creación concluye
con estas palabras: «Y habiendo concluido el día séptimo la obra que
había hecho, descansó el día séptimo de toda la obra que había hecho. Y
bendijo Dios el día séptimo y lo consagró» (Gn 2,2-3). Para nosotros,
cristianos, el día de fiesta es el domingo, día del Señor, pascua semanal.
Es el día de la Iglesia, asamblea convocada por el Señor alrededor de la
mesa de la palabra y del sacrificio eucarístico, como estamos haciendo
hoy, para alimentarnos de él, entrar en su amor y vivir de su amor. Es el
día del hombre y de sus valores: convivialidad, amistad, solidaridad,
cultura, contacto con la naturaleza, juego, deporte. Es el día de la familia,
en el que se vive juntos el sentido de la fiesta, del encuentro, del
compartir, también en la participación de la santa Misa. Queridas familias,
a pesar del ritmo frenético de nuestra época, no perdáis el sentido del día
del Señor. Es como el oasis en el que detenerse para saborear la alegría del
encuentro y calmar nuestra sed de Dios.
Familia, trabajo, fiesta: tres dones de Dios, tres dimensiones de nuestra
existencia que han de encontrar un equilibrio armónico. Armonizar el
tiempo del trabajo y las exigencias de la familia, la profesión y la
paternidad y la maternidad, el trabajo y la fiesta, es importante para
construir una sociedad de rostro humano. A este respecto, privilegiad
siempre la lógica del ser respecto a la del tener: la primera construye, la
segunda termina por destruir. Es necesario aprender, antes de nada en
familia, a creer en el amor auténtico, el que viene de Dios y nos une a él y
precisamente por eso «nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras
divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea
“todo para todos” (1 Co 15,28)» (Enc. Deus caritas est, 18). Amén.

EL SEÑOR ESTÁ PRESENTE Y VIVO EN LA IGLESIA


20120603. Discurso. Almuerzo con los obispos. Milán. EMF 2012
Aunque alguna vez se pueda pensar que la barca de Pedro se encuentra
realmente a merced de los vientos contrarios difíciles, vemos que el Señor
está presente, vivo; que el Resucitado está realmente vivo y tiene en su
mano el gobierno del mundo y el corazón de los hombres. Esta
experiencia de que la Iglesia está viva, que vive por el amor de Dios, que
vive por Cristo Resucitado, es —podemos decir— el don de estos días.
Por eso, demos gracias ante todo al Señor.

LA FAMILIA, EL TRABAJO Y LA FIESTA


20120606. Audiencia general. EMF de Milán
«La familia, el trabajo y la fiesta»: este fue el tema del séptimo
Encuentro mundial de las familias, que tuvo lugar los días pasados en
Milán. Conservo todavía en los ojos y en el corazón las imágenes y las
193
emociones de este acontecimiento inolvidable y maravilloso, que
transformó Milán en una ciudad de las familias: núcleos familiares
provenientes de todo el mundo, unidos por la alegría de creer en
Jesucristo. Estoy profundamente agradecido a Dios que me concedió vivir
esta cita «con» las familias y «para» la familia. En cuantos me han
escuchado en estos días encontré una sincera disponibilidad para acoger y
testimoniar el «Evangelio de la familia». Sí, porque no hay futuro de la
humanidad sin la familia; en especial los jóvenes, para aprender los
valores que dan sentido a la existencia, necesitan nacer y crecer en esa
comunidad de vida y de amor que Dios mismo quiso para el hombre y
para la mujer.
El encuentro con las numerosas familias provenientes de diversos
continentes me ofreció la feliz ocasión de visitar por primera vez como
Sucesor de Pedro la archidiócesis de Milán.
Es en la familia donde se experimenta por primera vez que la persona
humana no ha sido creada para vivir cerrada en sí misma, sino en relación
con los demás; y es en la familia donde se comienza a encender en el
corazón la luz de la paz para que ilumine nuestro mundo.
Al día siguiente, en la catedral, (…) quise reafirmar el valor del
celibato y de la virginidad consagrada, tan apreciada por el gran san
Ambrosio. Celibato y virginidad en la Iglesia son un signo luminoso del
amor a Dios y a los hermanos, que nace de una relación cada vez más
íntima con Cristo en la oración, y se expresa en la entrega total de sí
mismos.
Aquí quiero recordar lo que reafirmé en defensa del tiempo de la
familia, amenazado por una especie de «prepotencia» de los compromisos
laborales: el domingo es el día del Señor y del hombre, un día en el cual
todos deben poder estar libres, libres para la familia y libres para Dios.
Defendiendo el domingo, defendemos la libertad del hombre.
La santa misa del domingo 3 de junio, conclusión del VII Encuentro
mundial de las familias…: dirigí un llamamiento a edificar comunidades
eclesiales que sean cada vez más una familia, capaces de reflejar la belleza
de la Santísima Trinidad y de evangelizar no sólo con la palabra, sino
también por irradiación, con la fuerza del amor vivido, porque el amor es
la única fuerza que puede transformar el mundo. Además, puse de relieve
la importancia de la «tríada» familia, trabajo y fiesta. Son tres dones de
Dios, tres dimensiones de nuestra existencia que deben encontrar un
equilibrio armónico para construir sociedades con rostro humano.
El Encuentro mundial de Milán ha sido así una elocuente «epifanía» de
la familia, que se manifestó en la variedad de sus expresiones, pero
también en la unicidad de su identidad sustancial: la de una comunión de
amor, fundada en el matrimonio y llamada a ser santuario de la vida,
pequeña Iglesia, célula de la sociedad. Desde Milán se lanzó a todo el
mundo un mensaje de esperanza, fundado en experiencias vividas: es
posible y gozoso, aunque sea comprometedor, vivir el amor fiel, «para
siempre», abierto a la vida; es posible participar como familias en la
misión de la Iglesia y en la construcción de la sociedad. Que, gracias a la
194
ayuda de Dios y a la protección especial de María santísima, Reina de la
familia, la experiencia vivida en Milán sea portadora de frutos abundantes
en el camino de la Iglesia, y sea auspicio de una atención creciente a la
causa de la familia, que es la causa misma del hombre y de la civilización.
Gracias.

EL DEPORTE, ESCUELA QUE EDUCA AL HOMBRE


20120606. Mensaje. Eurocopa
Mi amado predecesor, el beato Juan Pablo II, dijo: «Las
potencialidades del fenómeno deportivo lo convierten en instrumento
significativo para el desarrollo global de la persona y en factor utilísimo
para la construcción de una sociedad más a la medida del hombre. El
sentido de fraternidad, la magnanimidad, la honradez y el respeto del
cuerpo —virtudes indudablemente indispensables para todo buen atleta—,
contribuyen a la construcción de una sociedad civil donde el antagonismo
cede su lugar al agonismo, el enfrentamiento al encuentro, y la
contraposición rencorosa a la confrontación leal. Entendido de este modo,
el deporte no es un fin, sino un medio; puede transformarse en vehículo de
civilización y de genuina diversión, estimulando a la persona a dar lo
mejor de sí y a evitar lo que puede ser peligroso o gravemente perjudicial
para sí misma o para los demás» (Discurso a los participantes en el
Congreso internacional sobre el deporte, 28 de octubre de
2000: L'Osservatore Romano, edición en lengua española 3 de noviembre
de 2000, p. 6).
Por lo demás, el deporte de equipo, como el fútbol, es una escuela
importante para educar en el sentido del respeto del otro, incluso del
adversario deportivo, en el espíritu de sacrificio personal con vistas al bien
de todo el grupo, en la valorización de las dotes de cada miembro del
equipo; en una palabra, a superar la lógica del individualismo y del
egoísmo, que con frecuencia caracteriza las relaciones humanas, para
dejar espacio a la lógica de la fraternidad y del amor, la única que puede
permitir —en todos los niveles— promover el auténtico bien común.

EL CULTO DE LA EUCARISTÍA Y SU SACRALIDAD


20120607. Homilía. Corpus Christi
Esta tarde quiero meditar con vosotros sobre dos aspectos,
relacionados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y
su sacralidad. Es importante volverlos a tomar en consideración para
preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se
han dado en el pasado reciente.
Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en
particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que
también esta tarde viviremos nosotros después de la misa, antes de la
procesión, durante su desarrollo y al terminar. Una interpretación
unilateral del concilio Vaticano II había penalizado esta dimensión,
195
restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo. En
efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración,
en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa
de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del
Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor
actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo válida,
pero debe situarse en el justo equilibrio. De hecho —como sucede a
menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este
caso, la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha
ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al
Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este
desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de
los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en
el único momento de la santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su
presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe
menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros
y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas,
como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país, del territorio con sus
diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la caridad de Cristo
debe permear toda la vida cotidiana.
En realidad, es un error contraponer la celebración y la adoración,
como si estuvieran en competición una contra otra. Es precisamente lo
contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el «ambiente»
espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la
Eucaristía. La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y
valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe
y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza
verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que
él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y
luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su
presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión,
recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.
En este sentido, me complace subrayar la experiencia que viviremos
esta tarde juntos. En el momento de la adoración todos estamos al mismo
nivel, de rodillas ante el Sacramento del amor. El sacerdocio común y el
ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una
experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido muchas veces en
la basílica de San Pedro, y también en las inolvidables vigilias con los
jóvenes; recuerdo por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid.
Es evidente a todos que estos momentos de vigilia eucarística preparan la
celebración de la santa misa, preparan los corazones al encuentro, de
manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en silencio
prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las
experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que va acompañado de
modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la
Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida.
Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntas. Para
196
comulgar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en
silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y
la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de
silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de manera
que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no
superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la
Comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto
superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el
coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de
confianza, como las que han resonado hace poco en el Salmo responsorial:
«Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis
cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando el nombre del
Señor» (Sal 115, 16-17).
Ahora quiero pasar brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la
Eucaristía. También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha
malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad
cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad
laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue
siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en
los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida,
en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se
debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su
cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. La Carta a los
Hebreos, que hemos escuchado esta tarde en la segunda lectura, nos habla
precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «sumo sacerdote de
los bienes definitivos» (Hb 9, 11), pero no dice que el sacerdocio se haya
acabado. Cristo «es mediador de una alianza nueva» (Hb 9, 15),
establecida en su sangre, que purifica «nuestra conciencia de las obras
muertas» (Hb 9, 14). Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a
cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente
espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el
tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final,
en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22).
Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como
sucede con los mandamientos, también más exigente. No basta la
observancia ritual, sino que se requiere la purificación del corazón y la
implicación de la vida.
Me complace subrayar también que lo sagrado tiene una función
educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en
especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en
nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera
abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de
Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia personal y comunitaria
quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en nombre
de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa:
en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos sucedáneos
presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos, que más
197
fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró así
con la humanidad: envió a su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar
cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la
última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre,
el Memorial de su Sacrificio pascual. Actuando de este modo se puso a sí
mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un
rito, que mandó a los Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo
Sagrado verdadero, que es él mismo. Con esta fe, queridos hermanos y
hermanas, celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo
adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.

LA FIESTA DEL CORPUS CHRISTI


20120610. Ángelus
Hoy en Italia y en muchos otros países se celebra el Corpus Christi, es
decir, la solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor, la Eucaristía. Es
tradición siempre viva, en este día, tener solemnes procesiones con el
Santísimo Sacramento por las calles y en las plazas. En Roma, esta
procesión ya ha tenido lugar a nivel diocesano el jueves pasado, día
preciso de esta solemnidad, que cada año renueva en los cristianos la
alegría y la gratitud por la presencia eucarística de Jesús en medio de
nosotros.
La fiesta del Corpus Christi es un gran acto de culto público de la
Eucaristía, sacramento en el que el Señor permanece presente también
más allá del momento de la celebración, para estar siempre con nosotros, a
lo largo del paso de las horas y de los días. Ya san Justino, que nos deja
uno de los testimonios más antiguos sobre la liturgia eucarística, afirma
que, después de la distribución de la Comunión a los presentes, el pan
consagrado lo llevaban los diáconos también a los ausentes
(cf. Apología 1, 65). Por eso, el lugar más sagrado en las iglesias es
precisamente donde se custodia la Eucaristía. (…) Del compartir este Pan
nace y se renueva la capacidad de compartir también la vida y los bienes,
de sobrellevar unos el peso de los otros, de ser hospitalarios y acogedores.
La solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor nos propone
nuevamente también el valor de la adoración eucarística. El siervo de Dios
Pablo VI recordaba que la Iglesia católica profesa el culto de la Eucaristía
«no sólo durante la misa, sino también fuera de su celebración,
conservando con la máxima diligencia las hostias consagradas,
presentándolas a la solemne veneración de los fieles cristianos,
llevándolas en procesión con alegría de la multitud del pueblo cristiano»
(Enc. Mysterium fidei, 32). La oración de adoración se puede realizar tanto
personalmente, permaneciendo en recogimiento ante el Sagrario, como en
forma comunitaria, también con salmos y cantos, pero siempre
privilegiando el silencio, en el cual escuchar interiormente al Señor vivo y
presente en el Sacramento. La Virgen María es maestra también de esta
oración, porque nadie más y mejor que ella ha sabido contemplar a Jesús
con los ojos de la fe y acoger en el corazón las íntimas resonancias de su
198
presencia humana y divina. Que por su intercesión se difunda y crezca en
cada comunidad eclesial una auténtica y profunda fe en el Misterio eucarí-
stico.

FIDELIDAD DE DIOS Y NUESTRA FIDELIDAD


20120611. Discurso. Pontificia Academia Eclesiástica
La fidelidad de Dios es la clave y la fuente de nuestra fidelidad. Hoy
quisiera llamar vuestra atención precisamente sobre esta virtud, que
expresa muy bien el vínculo especial entre el Papa y sus directos
colaboradores.
En el contexto bíblico, la fidelidad es sobre todo un atributo divino:
Dios se nos da a conocer como Aquél que es fiel para siempre a la alianza
que ha establecido con su pueblo, no obstante la infidelidad de éste. En su
fidelidad, Dios garantiza el cumplimiento de su plan de amor, y por esto es
también digno de fe y veraz. Es esta actitud divina la que crea en el
hombre la posibilidad de ser, a su vez, fiel. Aplicada al hombre, la virtud
de la fidelidad está profundamente unida al don sobrenatural de la fe,
llegando a ser expresión de la solidez que caracteriza a quien ha puesto en
Dios el fundamento de toda su vida. En la fe encontramos de hecho la
única garantía de nuestra estabilidad (cf. Is 7,9b), y sólo a partir de ella
podemos también nosotros ser verdaderamente fieles: en primer lugar con
respecto a Dios, después hacia su familia, la Iglesia, que es madre y
maestra, y en ella a nuestra vocación, a la historia en la que el Señor nos
ha injertado.
Queridos amigos, en esta óptica os animo a vivir el vínculo personal
con el Vicario de Cristo como parte de vuestra espiritualidad. Se trata,
ciertamente, de un elemento característico de todo católico, y más aún de
todo sacerdote. Sin embargo, para los que trabajan en la Santa Sede
adquiere un carácter particular, desde el momento que ellos ponen al
servicio del Sucesor de Pedro buena parte de sus propias energías, su
tiempo y su ministerio cotidiano. Se trata de una grave responsabilidad,
pero también de un don especial, que con el tiempo va desarrollando un
vínculo afectivo con el Papa, de confianza interior, un idem
sentire natural, que se expresa justamente con la palabra «fidelidad».
Y desde la fidelidad a Pedro, que os envía, deriva también una especial
fidelidad hacia aquellos a los cuales sois enviados: de hecho, se pide a los
Representantes del Romano Pontífice, y a sus colaboradores, de hacerse
intérpretes de su solicitud por todas las Iglesias, así como de la cercanía y
afecto con el que sigue el camino de cada pueblo. Debéis, por tanto,
alimentar una relación de profunda estima y benevolencia, incluso diría de
verdadera amistad, hacia las Iglesias y las comunidades a las cuales seréis
enviados. También hacia ellas tenéis un deber de fidelidad, que se concreta
en la dedicación asidua al trabajo cotidiano, en la presencia en medio de
ellas en los momentos alegres y tristes, a veces incluso dramáticos de su
historia, en la adquisición de un conocimiento profundo de su cultura, del
199
camino eclesial, en el saber apreciar todo lo que la gracia divina ha obrado
en cada pueblo y nación.
Se trata de una preciosa ayuda para el ministerio petrino, sobre el que
el siervo de Dios Pablo VI decía lo siguiente: «El Pastor Eterno, al confiar
a su Vicario la potestad de las llaves y constituirlo piedra y fundamento de
su Iglesia, le confió también el mandato de “confirmar a los hermanos”:
esto no se verifica solamente cuando los guía o los mantiene unidos en su
nombre, sino también cuando los sostiene y conforta, ciertamente con su
palabra, pero de alguna manera también con su presencia» (Carta
apos. Sollicitudo omnium ecclesiarum, 24 junio 1969: AAS 61 (1969)
473-474).
De esta forma, animaréis y estimularéis también a las Iglesias
particulares a crecer en fidelidad al Romano Pontífice, y a encontrar en el
principio de comunión con la Iglesia universal una orientación segura para
su propia peregrinación en la historia. Y, no por último, ayudaréis al
Sucesor de Pedro a ser fiel a la misión recibida de Cristo, permitiéndole
conocer más de cerca la grey que se le ha confiado y hacerse presente en
ella por medio de su palabra, su cercanía y su afecto.
Queridos amigos, en la medida en que seáis fieles, seréis también
dignos de fe. Sabemos por otra parte que la fidelidad que se vive en la
Iglesia y en la Santa Sede no es una lealtad «ciega», porque está iluminada
por la fe en Aquél que ha dicho: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Comprometámonos todos en este
camino, para que un día escuchemos las palabras de la parábola
evangélica dirigidas a nosotros: «Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de
tu señor» (cf. Mt 25,21).

LA PROFUNDIDAD DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO


20120611. Discurso. Asamblea eclesial de la diócesis de Roma
Hemos escuchado que las últimas palabras del Señor a sus discípulos
en esta tierra fueron: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
(Mt 28, 19). Haced discípulos y bautizad. ¿Por qué a los discípulos no les
basta conocer las doctrinas de Jesús, conocer los valores cristianos? ¿Por
qué es necesario estar bautizados? Este es el tema de nuestra reflexión,
para comprender la realidad, la profundidad del sacramento del Bautismo.
Una primera puerta se abre si leemos atentamente estas palabras del
Señor. La elección de la palabra «en el nombre del Padre» en el texto
griego es muy importante: el Señor dice «eis» y no «en», es decir, no
«en nombre» de la Trinidad, como nosotros decimos que un viceprefecto
habla «en nombre» del prefecto, o un embajador habla «en nombre» del
Gobierno. No; dice: «eis to onoma», o sea, una inmersión en el nombre de
la Trinidad, ser insertados en el nombre de la Trinidad, una inter-
penetración del ser de Dios y de nuestro ser, un ser inmerso en el Dios
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, como en el matrimonio, por
200
ejemplo, dos personas llegan a ser una carne, convirtiéndose en una nueva
y única realidad, con un nuevo y único nombre.
El Señor, en su conversación con los saduceos sobre la resurrección,
nos ha ayudado a comprender aún mejor esta realidad. Los saduceos, del
canon del Antiguo Testamento, reconocían sólo los cinco libros de Moisés,
y en ellos no aparece la resurrección; por eso la negaban. El Señor,
partiendo precisamente de estos cinco libros, demuestra la realidad de la
resurrección y dice: ¿No sabéis que Dios se llama Dios de Abrahán, de
Isaac y de Jacob? (cf. Mt 22, 31-32). Así pues, Dios toma a estos tres y
precisamente en su nombre se convierten en el nombre de Dios. Para
comprender quién es este Dios se deben ver estas personas que se han
convertido en el nombre de Dios, en un nombre de Dios: están inmersas
en Dios. Así vemos que quien está en el nombre de Dios, quien está
inmerso en Dios, está vivo, porque Dios —dice el Señor— no es un Dios
de muertos, sino de vivos; y si es Dios de estos, es Dios de vivos; los
vivos están vivos porque están en la memoria, en la vida de Dios. Y
precisamente esto sucede con nuestro Bautismo: somos insertados en el
nombre de Dios, de forma que pertenecemos a este nombre y su nombre
se transforma en nuestro nombre, y también nosotros, con nuestro
testimonio —como los tres del Antiguo Testamento—, podremos ser
testigos de Dios, signo de quién es este Dios, nombre de este Dios.
Por tanto, estar bautizados quiere decir estar unidos a Dios; en una
existencia única y nueva pertenecemos a Dios, estamos inmersos en Dios
mismo. Pensando en esto, podemos ver inmediatamente algunas
consecuencias.
La primera es que para nosotros Dios ya no es un Dios muy lejano, no
es una realidad para discutir —si existe o no existe—, sino que nosotros
estamos en Dios y Dios está en nosotros. La prioridad, la centralidad de
Dios en nuestra vida es una primera consecuencia del Bautismo. A la
pregunta: «¿Existe Dios?», la respuesta es: «Existe y está con nosotros; es
fundamental en nuestra vida esta cercanía de Dios, este estar en Dios
mismo, que no es una estrella lejana, sino el ambiente de mi vida». Esta
sería la primera consecuencia y, por tanto, debería decirnos que nosotros
mismos debemos tener en cuenta esta presencia de Dios, vivir realmente
en su presencia.
Una segunda consecuencia de lo que he dicho es que nosotros no nos
hacemos cristianos. Llegar a ser cristiano no es algo que deriva de una
decisión mía: «Yo ahora me hago cristiano». Ciertamente, también mi
decisión es necesaria, pero es sobre todo una acción de Dios conmigo: no
soy yo quien me hago cristiano, yo soy asumido por Dios, tomado de la
mano por Dios y, así, diciendo «sí» a esta acción de Dios, llego a ser
cristiano. Llegar a ser cristianos, en cierto sentido, es pasivo: yo no me
hago cristiano, sino que Dios me hace un hombre suyo, Dios me toma de
la mano y realiza mi vida en una nueva dimensión. Como yo no me doy la
vida, sino que la vida me es dada; nací no porque yo me hice hombre, sino
que nací porque me fue dado el ser humano. Así también el ser cristiano
me es dado, es un pasivo para mí, que se transforma en un activo en
201
nuestra vida, en mi vida. Y este hecho del pasivo, de no hacerse cristianos
por sí mismos, sino de ser hechos cristianos por Dios, implica ya un poco
el misterio de la cruz: sólo puedo ser cristiano muriendo a mi egoísmo,
saliendo de mí mismo.
Un tercer elemento que destaca de inmediato en esta visión es que,
naturalmente, al estar inmerso en Dios, estoy unido a los hermanos y a las
hermanas, porque todos los demás están en Dios, y si yo soy sacado de mi
aislamiento, si estoy inmerso en Dios, estoy inmerso en la comunión con
los demás. Ser bautizados nunca es un acto «mío» solitario, sino que
siempre es necesariamente un estar unido con todos los demás, un estar en
unidad y solidaridad con todo el Cuerpo de Cristo, con toda la comunidad
de sus hermanos y hermanas. Este hecho de que el Bautismo me inserta en
comunidad rompe mi aislamiento. Debemos tenerlo presente en nuestro
ser cristianos.
Y, por último, volvamos a las palabras de Cristo a los saduceos: «Dios
es el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob» (cf. Mt 22, 32); por
consiguiente, estos no están muertos; si son de Dios están vivos. Quiere
decir que con el Bautismo, con la inmersión en el nombre de Dios,
también nosotros ya estamos inmersos en la vida inmortal, estamos vivos
para siempre. Con otras palabras, el Bautismo es una primera etapa de la
Resurrección: inmersos en Dios, ya estamos inmersos en la vida
indestructible, comienza la Resurrección. Como Abrahán, Isaac y Jacob
por ser «nombre de Dios» están vivos, así también nosotros, insertados en
el nombre de Dios, estamos vivos en la vida inmortal. El Bautismo es el
primer paso de la Resurrección, es entrar en la vida indestructible de Dios.
Así, en un primer momento, con la fórmula bautismal de san Mateo,
con las últimas palabras de Cristo, ya hemos visto un poco lo esencial del
Bautismo. Ahora veamos el rito sacramental, para poder comprender aún
más precisamente qué es el Bautismo.
Este rito, como el rito de casi todos los sacramentos, se compone de
dos elementos: materia —agua— y palabra. Esto es muy importante. El
cristianismo no es algo puramente espiritual, algo solamente subjetivo, del
sentimiento, de la voluntad, de ideas, sino que es una realidad cósmica.
Dios es el Creador de toda la materia, la materia entra en el cristianismo, y
sólo somos cristianos en este gran contexto de materia y espíritu juntos.
Por consiguiente, es muy importante que la materia forme parte de nuestra
fe, que el cuerpo forme parte de nuestra fe; la fe no es puramente
espiritual, sino que Dios nos inserta así en toda la realidad del cosmos y
transforma el cosmos, lo atrae hacia sí. Y con este elemento material —el
agua— no sólo entra un elemento fundamental del cosmos, una materia
fundamental creada por Dios, sino también todo el simbolismo de las
religiones, porque en todas las religiones el agua tiene un significado. El
camino de las religiones, esta búsqueda de Dios de diversas maneras —
también equivocadas, pero siempre búsqueda de Dios— es asumida en el
Sacramento. Las otras religiones, con su camino hacia Dios, están
presentes, son asumidas, y así se hace la síntesis del mundo; toda la
búsqueda de Dios que se expresa en los símbolos de las religiones, y sobre
202
todo —naturalmente— el simbolismo del Antiguo Testamento, que así,
con todas sus experiencias de salvación y de bondad de Dios, se hace
presente. Volveremos sobre este punto.
El otro elemento es la palabra, y esta palabra se presenta en tres
elementos: renuncias, promesas e invocaciones. Es importante, por tanto,
que estas palabras no sean sólo palabras, sino también camino de vida. En
ellas se realiza una decisión; en estas palabras está presente todo nuestro
camino bautismal, tanto el pre-bautismal como el post-bautismal; por
consiguiente, con estas palabras, y también con los símbolos, el Bautismo
se extiende a toda nuestra vida. Esta realidad de las promesas, de las
renuncias y de las invocaciones es una realidad que dura toda nuestra vida,
porque siempre estamos en camino bautismal, en camino catecumenal, a
través de estas palabras y de la realización de estas palabras.
El sacramento del Bautismo no es un acto de «ahora», sino una realidad de
toda nuestra vida, es un camino de toda nuestra vida. En realidad, detrás
está también la doctrina de los dos caminos, que era fundamental en el
primer cristianismo: un camino al que decimos «no» y un camino al que
decimos «sí».
Comencemos por la primera parte, las renuncias. Son tres y tomo ante
todo la segunda: «¿Renunciáis a todas las seducciones del mal para que no
domine en vosotros el pecado?». ¿Qué son estas seducciones del mal? En
la Iglesia antigua, e incluso durante siglos, aquí se decía: «¿Renunciáis a
la pompa del diablo?», y hoy sabemos qué se entendía con esta expresión
«pompa del diablo». La pompa del diablo eran sobre todo los grandes
espectáculos sangrientos, en los que la crueldad se transforma en
diversión, en los que matar hombres se convierte en un espectáculo: la
vida y la muerte de un hombre transformadas en espectáculo. Estos
espectáculos sangrientos, esta diversión del mal es la «pompa del diablo»,
donde se presenta con aparente belleza y, en realidad, se muestra con toda
su crueldad. Pero más allá de este significado inmediato de la expresión
«pompa del diablo», se quería hablar de un tipo de cultura, de una way of
life, de un estilo de vida, en el que no cuenta la verdad sino la apariencia,
no se busca la verdad sino el efecto, la sensación, y, bajo el pretexto de la
verdad, en realidad se destruyen hombres, se quiere destruir y considerarse
sólo a sí mismos vencedores. Por lo tanto, esta renuncia era muy real: era
la renuncia a un tipo de cultura que es una anticultura, contra Cristo y
contra Dios. Se optaba contra una cultura que, en el Evangelio de san
Juan, se llama «kosmos houtos», «este mundo». Con «este mundo»,
naturalmente, Juan y Jesús no hablan de la creación de Dios, del hombre
como tal, sino que hablan de una cierta criatura que es dominante y se
impone como si fuera este el mundo, y como si fuera este el estilo de
vida que se impone. Dejo ahora a cada uno de vosotros reflexionar sobre
esta «pompa del diablo», sobre esta cultura a la que decimos «no». Estar
bautizados significa sustancialmente emanciparse, liberarse de esta
cultura. También hoy conocemos un tipo di cultura en la que no cuenta la
verdad; aunque aparentemente se quiere hacer aparecer toda la verdad,
cuenta sólo la sensación y el espíritu de calumnia y de destrucción. Una
203
cultura que no busca el bien, cuyo moralismo es, en realidad, una máscara
para confundir, para crear confusión y destrucción. Contra esta cultura, en
la que la mentira se presenta con el disfraz de la verdad y de la
información, contra esta cultura que busca sólo el bienestar material y
niega a Dios, decimos «no». También por muchos Salmos conocemos bien
este contraste de una cultura en la cual uno parece intocable por todos los
males del mundo, se pone sobre todos, sobre Dios, mientras que, en
realidad, es una cultura del mal, un dominio del mal. Y así, la decisión del
Bautismo, esta parte del camino catecumenal que dura toda nuestra vida,
es precisamente este «no», dicho y realizado de nuevo cada día, incluso
con los sacrificios que cuesta oponerse a la cultura que domina en muchas
partes, aunque se impusiera como si fuera el mundo, este mundo: no es
verdad. Y también hay muchos que desean realmente la verdad.
Así pasamos a la primera renuncia: «¿Renunciáis al pecado para vivir
en la libertad de los hijos de Dios?». Hoy libertad y vida cristiana,
observancia de los mandamientos de Dios, van en direcciones opuestas;
ser cristianos sería una especie de esclavitud; libertad es emanciparse de la
fe cristiana, emanciparse —en definitiva— de Dios. La palabra pecado a
muchos les parece casi ridícula, porque dicen: «¿Cómo? A Dios no
podemos ofenderlo. Dios es tan grande... ¿Qué le importa a Dios si
cometo un pequeño error? No podemos ofender a Dios; su interés es
demasiado grande para que lo podamos ofender nosotros». Parece verdad,
pero no lo es. Dios se hizo vulnerable. En Cristo crucificado vemos que
Dios se hizo vulnerable, se hizo vulnerable hasta la muerte. Dios se
interesa por nosotros porque nos ama y el amor de Dios es vulnerabilidad,
el amor de Dios es interés por el hombre, el amor de Dios quiere decir que
nuestra primera preocupación debe ser no herir, no destruir su amor, no
hacer nada contra su amor, porque de lo contrario vivimos también contra
nosotros mismos y contra nuestra libertad. Y, en realidad, esta aparente
libertad en la emancipación de Dios se transforma inmediatamente en
esclavitud de tantas dictaduras de nuestro tiempo, que se deben acatar para
ser considerados a la altura de nuestro tiempo.
Y, por último: «¿Renunciáis a Satanás?». Esto nos dice que hay un «sí»
a Dios y un «no» al poder del Maligno, que coordina todas estas
actividades y quiere ser dios de este mundo, como dice también san Juan.
Pero no es Dios, es sólo el adversario, y nosotros no nos sometemos a su
poder; nosotros decimos «no» porque decimos «sí», un «sí» fundamental,
el «sí» del amor y de la verdad. Estas tres renuncias, en el rito del
Bautismo, antiguamente iban acompañadas de tres inmersiones: inmersión
en el agua como símbolo de la muerte, de un «no» que realmente es la
muerte de un tipo de vida y resurrección a otra vida. Volveremos sobre
esto. Luego viene la profesión de fe en tres preguntas: «¿Creéis en Dios
Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra?; ¿Creéis en
Jesucristo? y, por último, ¿Creéis en el Espíritu Santo y en la santa
Iglesia?». Esta fórmula, estas tres partes, se han desarrollado a partir de las
palabras del Señor: «bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo»; estas palabras se han concretado y profundizado: ¿qué
204
quiere decir Padre?, ¿qué quiere decir Hijo —toda la fe en Cristo, toda la
realidad del Dios que se hizo hombre— y qué quiere decir creer que
hemos sido bautizados en el Espíritu Santo, es decir, toda la acción de
Dios en la historia, en la Iglesia, en la comunión de los santos? Así, la
fórmula positiva del Bautismo también es un diálogo: no es simplemente
una fórmula. Sobre todo la profesión de la fe no es sólo algo para
comprender, algo intelectual, algo para memorizar —ciertamente, también
es esto—; toca también el intelecto, toca también nuestro vivir, sobre todo.
Y esto me parece muy importante. No es algo intelectual, una pura
fórmula. Es un diálogo de Dios con nosotros, una acción de Dios con
nosotros, y una respuesta nuestra; es un camino. La verdad de Cristo sólo
se puede comprender si se ha comprendido su camino. Sólo si aceptamos
a Cristo como camino comenzamos realmente a estar en el camino de
Cristo y podemos también comprender la verdad de Cristo. La verdad que
no se vive no se abre; sólo la verdad vivida, la verdad aceptada como
estilo de vida, como camino, se abre también como verdad en toda su
riqueza y profundidad. Así pues, esta fórmula es un camino, es expresión
de nuestra conversión, de una acción de Dios. Y nosotros queremos
realmente tener presente también en toda nuestra vida que estamos en
comunión de camino con Dios, con Cristo. Y así estamos en comunión
con la verdad: viviendo la verdad, la verdad se transforma en vida, y
viviendo esta vida encontramos también la verdad.
Pasemos ahora al elemento material: el agua. Es muy importante ver
dos significados del agua. Por una parte, el agua hace pensar en el mar,
sobre todo en el mar Rojo, en la muerte en el mar Rojo. En el mar se
representa la fuerza de la muerte, la necesidad de morir para llegar a una
nueva vida. Esto me parece muy importante. El Bautismo no es sólo una
ceremonia, un ritual introducido hace tiempo; y tampoco es sólo un baño,
una operación cosmética. Es mucho más que un baño: es muerte y vida, es
muerte de una cierta existencia, y renacimiento, resurrección a nueva vida.
Esta es la profundidad del ser cristiano: no sólo es algo que se añade, sino
un nuevo nacimiento. Después de atravesar el mar Rojo, somos nuevos.
Así, el mar, en todas las experiencias del Antiguo Testamento, se ha
convertido para los cristianos en símbolo de la cruz. Porque sólo a través
de la muerte, una renuncia radical en la que se muere a cierto estilo de
vida, puede realizarse el renacimiento y puede haber realmente una vida
nueva. Esta es una parte del simbolismo del agua: simboliza —sobre todo
con las inmersiones de la antigüedad— el mar Rojo, la muerte, la cruz.
Sólo por la cruz se llega a la nueva vida y esto se realiza cada día. Sin esta
muerte siempre renovada no podemos renovar la verdadera vitalidad de la
nueva vida de Cristo.
Pero el otro símbolo es el de la fuente. El agua es origen de toda la
vida. Además del simbolismo de la muerte, tiene también el simbolismo
de la nueva vida. Toda vida viene también del agua, del agua que brota de
Cristo como la verdadera vida nueva que nos acompaña a la eternidad.
Al final permanece la cuestión —la comento brevemente— del
Bautismo de los niños. ¿Es justo hacerlo, o sería más necesario hacer
205
primero el camino catecumenal para llegar a un Bautismo verdaderamente
realizado? Y la otra cuestión que se plantea siempre es: «¿Podemos
nosotros imponer a un niño qué religión quiere vivir, o no? ¿No debemos
dejar a ese niño la decisión?». Estas preguntas muestran que ya no vemos
en la fe cristiana la vida nueva, la verdadera vida, sino que vemos una
opción entre otras, incluso un peso que no se debería imponer sin haber
obtenido el asentimiento del sujeto. La realidad es diversa. La vida misma
se nos da sin que podamos nosotros elegir si queremos vivir o no; a nadie
se le puede preguntar: «¿quieres nacer, o no?». La vida misma se nos da
necesariamente sin consentimiento previo; se nos da así y no podemos
decidir antes «sí o no, quiero vivir o no». Y, en realidad, la verdadera
pregunta es: «¿Es justo dar vida en este mundo sin haber obtenido el
consentimiento: quieres vivir o no? ¿Se puede realmente anticipar la vida,
dar la vida sin que el sujeto haya tenido la posibilidad de decidir?». Yo
diría: sólo es posible y es justo si, con la vida, podemos dar también la
garantía de que la vida, con todos los problemas del mundo, es buena, que
es un bien vivir, que hay una garantía de que esta vida es buena, que está
protegida por Dios y que es un verdadero don. Sólo la anticipación del
sentido justifica la anticipación de la vida. Por eso, el Bautismo como
garantía del bien de Dios, como anticipación del sentido, del «sí» de Dios
que protege esta vida, justifica también la anticipación de la vida. Por lo
tanto, el Bautismo de los niños no va contra la libertad; y es necesario
darlo, para justificar también el don —de lo contrario discutible— de la
vida. Sólo la vida que está en las manos de Dios, en las manos de Cristo,
inmersa en el nombre del Dios trinitario, es ciertamente un bien que se
puede dar sin escrúpulos. Y así demos gracias a Dios porque nos ha dado
este don, que se nos ha dado a sí mismo. Y nuestro desafío es vivir este
don, vivir realmente, en un camino post-bautismal, tanto las renuncias
como el «sí», y vivir siempre en el gran «sí» de Dios, y así vivir bien.
Gracias.

LA FE COMO AMISTAD PERSONAL CON JESUCRISTO


20120617. Videomensaje Clausura Congreso Eucarístico Dublín
El tema del Congreso – «La Eucaristía: Comunión con Cristo y entre
nosotros» – nos lleva a reflexionar sobre la Iglesia como misterio de
comunión con el Señor y con todos los miembros de su cuerpo. Desde los
primeros tiempos, la noción de koinonia o communio ha sido central en la
comprensión que la Iglesia ha tenido de sí misma, de su relación con
Cristo, su Fundador, y de los sacramentos que celebra, sobre todo la
Eucaristía. Mediante el Bautismo, se nos incorpora a la muerte de Cristo,
renaciendo en la gran familia de los hermanos y hermanas de Jesucristo;
por la Confirmación recibimos el sello del Espíritu Santo y, por nuestra
participación en la Eucaristía, entramos en comunión con Cristo y se hace
visible en la tierra la comunión con los demás. Recibimos también la
prenda de la vida eterna futura.
206
El Congreso tiene lugar en un momento en el que la Iglesia se prepara
en todo el mundo para celebrar el Año de la Fe, para conmemorar el
quincuagésimo aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, un
acontecimiento que puso en marcha la más amplia renovación del rito
romano que jamás se haya conocido. Basado en un examen profundo de
las fuentes de la liturgia, el Concilio promovió la participación plena y
activa de los fieles en el sacrificio eucarístico. Teniendo en cuenta el
tiempo transcurrido, y a la luz de la experiencia de la Iglesia universal en
este periodo, es evidente que los deseos de los Padres Conciliares sobre la
renovación litúrgica se han logrado en gran parte, pero es igualmente claro
que ha habido muchos malentendidos e irregularidades. La renovación de
las formas externas querida por los Padres Conciliares se pensó para que
fuera más fácil entrar en la profundidad interior del misterio. Su verdadero
propósito era llevar a las personas a un encuentro personal con el Señor,
presente en la Eucaristía, y por tanto con el Dios vivo, para que a través de
este contacto con el amor de Cristo, pudiera crecer también el amor de sus
hermanos y hermanas entre sí. Sin embargo, la revisión de las formas
litúrgicas se ha quedado con cierta frecuencia en un nivel externo, y la
«participación activa» se ha confundido con la mera actividad externa. Por
tanto, queda todavía mucho por hacer en el camino de la renovación
litúrgica real. En un mundo que ha cambiado, y cada vez más obsesionado
con las cosas materiales, debemos aprender a reconocer de nuevo la
presencia misteriosa del Señor resucitado, el único que puede dar amplitud
y profundidad a nuestra vida.
La Eucaristía es el culto de toda la Iglesia, pero requiere igualmente el
pleno compromiso de cada cristiano en la misión de la Iglesia; implica una
llamada a ser pueblo santo de Dios, pero también a la santidad personal; se
ha de celebrar con gran alegría y sencillez, pero también tan digna y
reverentemente como sea posible; nos invita a arrepentirnos de nuestros
pecados, pero también a perdonar a nuestros hermanos y hermanas; nos
une en el Espíritu, pero también nos da el mandato del mismo Espíritu de
llevar la Buena Nueva de la salvación a otros.
Por otra parte, la Eucaristía es el memorial del sacrificio de Cristo en
la cruz; su cuerpo y su sangre instauran la nueva y eterna Alianza para el
perdón de los pecados y la transformación del mundo. Durante siglos,
Irlanda ha sido forjada en lo más hondo por la santa Misa y por la fuerza
de su gracia, así como por las generaciones de monjes, mártires y
misioneros que han vivido heroicamente la fe en el país y difundido la
Buena Nueva del amor de Dios y el perdón más allá de sus costas. Sois los
herederos de una Iglesia que ha sido una fuerza poderosa para el bien del
mundo, y que ha llevado un amor profundo y duradero a Cristo y a su
bienaventurada Madre a muchos, a muchos otros. Vuestros antepasados en
la Iglesia en Irlanda supieron cómo esforzarse por la santidad y la
constancia en su vida personal, cómo proclamar el gozo que proviene del
Evangelio, cómo inculcar la importancia de pertenecer a la Iglesia
universal, en comunión con la Sede de Pedro, y la forma de transmitir el
amor a la fe y la virtud cristiana a otras generaciones. Nuestra fe católica,
207
imbuida de un sentido radical de la presencia de Dios, fascinada por la
belleza de su creación que nos rodea y purificada por la penitencia
personal y la conciencia del perdón de Dios, es un legado que sin duda se
perfecciona y se alimenta cuando se lleva regularmente al altar del Señor
en el sacrificio de la Misa. La gratitud y la alegría por una historia tan
grande de fe y de amor se han visto recientemente conmocionados de una
manera terrible al salir a la luz los pecados cometidos por sacerdotes y
personas consagradas contra personas confiadas a sus cuidados. En lugar
de mostrarles el camino hacia Cristo, hacia Dios, en lugar de dar
testimonio de su bondad, abusaron de ellos, socavando la credibilidad del
mensaje de la Iglesia. ¿Cómo se explica el que personas que reciben
regularmente el cuerpo del Señor y confiesan sus pecados en el
sacramento de la penitencia hayan pecado de esta manera? Sigue siendo
un misterio. Pero, evidentemente, su cristianismo no estaba alimentado
por el encuentro gozoso con Cristo: se había convertido en una mera
cuestión de hábito. El esfuerzo del Concilio estaba orientado a superar esta
forma de cristianismo y a redescubrir la fe como una amistad personal
profunda con la bondad de Jesucristo. El Congreso Eucarístico tiene un
objetivo similar. Aquí queremos encontrarnos con el Señor resucitado. Le
pedimos que nos llegue hasta lo más hondo. Que al igual que sopló sobre
los Apóstoles en la Pascua infundiéndoles su Espíritu, derrame también
sobre nosotros su aliento, la fuerza del Espíritu Santo, y así nos ayude a
ser verdaderos testigos de su amor, testigos de la verdad. Su verdad es su
amor. El amor de Cristo es la verdad.

PURIFICARSE Y REVITALIZAR LA FE
20120622. Discurso. Obispos Colombia ad limina primer grupo
Colombia no es ajena a las consecuencias del olvido de Dios. Mientras
que años atrás era posible reconocer un tejido cultural unitario,
ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a cuanto
inspirado en ella, hoy no parece que sea así en vastos sectores de la
sociedad, a causa de la crisis de valores espirituales y morales que incide
negativamente en muchos de sus compatriotas. Es indispensable, pues,
reavivar en todos los fieles su conciencia de ser discípulos y misioneros de
Cristo, nutriendo las raíces de su fe, fortaleciendo su esperanza y
vigorizando su testimonio de caridad.
4. El creciente pluralismo religioso es un factor que exige una seria
consideración. La presencia cada vez más activa de comunidades
pentecostales y evangélicas, no sólo en Colombia, sino también en muchas
regiones de América Latina, no puede ser ignorada ni minusvalorada. En
este sentido, es evidente que el pueblo de Dios está llamado a purificarse y
a revitalizar su fe dejándose guiar por el Espíritu Santo, para dar así nueva
pujanza a su acción pastoral, pues «muchas veces la gente sincera que sale
de nuestra Iglesia no lo hace por lo que los grupos “no católicos” creen,
sino fundamentalmente por lo que ellos viven; no por razones doctrinales
sino vivenciales; no por motivos estrictamente dogmáticos, sino
208
pastorales; no por problemas teológicos sino metodológicos de nuestra
Iglesia» (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Documento conclusivo, n. 225). Se trata, por tanto, de ser mejores
creyentes, más piadosos, afables y acogedores en nuestras parroquias y
comunidades, para que nadie se sienta lejano o excluido. Hay que
potenciar la catequesis, otorgando una especial atención a los jóvenes y
adultos; preparar con esmero las homilías, así como promover la
enseñanza de la doctrina católica en las escuelas y universidades. Y todo
esto para que se recobre en los bautizados su sentido de pertenencia a la
Iglesia y se despierte en ellos la aspiración de compartir con otros la
alegría de seguir a Cristo y ser miembros de su cuerpo místico. Es
importante también apelar a la tradición eclesial, incrementar la
espiritualidad mariana y cuidar la rica diversidad devocional. Facilitar un
intercambio sereno y abierto con los otros cristianos, sin perder la propia
identidad, puede ayudar igualmente a mejorar las relaciones con ellos y a
superar desconfianzas y enfrentamientos innecesarios.
5. Movidos por el celo apostólico y mirando al bien común, no dejen
ustedes de individuar cuanto entorpece el recto progreso de Colombia,
buscando salir al encuentro de los que se hallan privados de libertad por
causa de la inicua violencia. La contemplación del rostro lacerado de
Cristo en la Cruz les ha de impulsar también a redoblar las medidas y los
programas tendentes a acompañar amorosamente y a asistir a cuantos se
hallan probados, de modo peculiar a los que son víctimas de desastres
naturales, a los más pobres, a los campesinos, a los enfermos y afligidos,
multiplicando las iniciativas solidarias y las obras de amor y misericordia
en su favor. No olviden tampoco a quienes tienen que emigrar de su patria,
porque han perdido su trabajo o se afanan por encontrarlo; a los que ven
avasallados sus derechos fundamentales y son forzados a desplazarse de
sus propias casas y a abandonar sus familias bajo la amenaza de la mano
oscura del terror y la criminalidad; o a los que han caído en la red infausta
del comercio de las drogas y las armas. Deseo alentarles a proseguir este
camino de servicio generoso y fraterno, que no es resultado de un cálculo
humano, sino que nace del amor a Dios y al prójimo, fuente en donde la
Iglesia encuentra su fuerza para llevar a cabo su tarea, brindando a los
demás lo que ella misma ha aprendido del ejemplo sublime de su divino
Fundador.
6. Queridos hermanos en el Episcopado, si la gracia de Dios no lo
precede y sostiene, el hombre pronto flaquea en sus propósitos por
transformar el mundo. Por eso, para que la luz de lo Alto continúe
haciendo fecundo el empeño profético y caritativo de la Iglesia en
Colombia, insistan en favorecer en los fieles el encuentro personal con
Jesucristo, de modo que oren sin desfallecer, mediten con asiduidad la
Palabra de Dios y participen más digna y fervorosamente en los
sacramentos, celebrados a tenor de las normas canónicas y los libros
litúrgicos. Todo esto será cauce propicio para un idóneo itinerario de
Iniciación Cristiana, invitará a todos a la conversión y a la santidad y
cooperará a la tan necesaria renovación eclesial.
209
NO TEMEMOS AUNQUE TIEMBLE LA TIERRA
20120622. Discurso. Visita a Emilia-Romaña por terremoto
Como sabéis, nosotros los sacerdotes —aunque también los religiosos
y no pocos laicos— rezamos cada día con el «Breviario», que contiene la
Liturgia de las Horas, la oración de la Iglesia que marca la jornada.
Oramos con los Salmos, según un orden que es el mismo para toda la
Iglesia católica, en todo el mundo. ¿Por qué os digo esto? Porque en estos
días, al rezar el Salmo 46, he encontrado esta expresión que me ha
conmovido: «Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor
en el peligro. Por eso no tememos aunque tiemble la tierra y los montes se
desplomen en el mar» (Sal 46, 2-3). ¿Cuántas veces he leído estas
palabras? Innumerables veces. Soy sacerdote desde hace sesenta y un
años. Y sin embargo, en ciertos momentos, como este, esas palabras me
conmueven profundamente, porque tocan el corazón, dan voz a una
experiencia que ahora vosotros estáis viviendo, y que comparten todos los
que rezan. Pero, como veis, estas palabras del Salmo no sólo me
impresionan porque usan la imagen del terremoto, sino sobre todo por lo
que afirman respecto de nuestra actitud interior ante la devastación de la
naturaleza: una actitud de gran seguridad, basada en la roca estable,
inquebrantable, que es Dios. Nosotros «no tememos aunque tiemble la
tierra» —dice el salmista— porque «Dios es nuestro refugio y nuestra
fuerza», es «poderoso defensor en el peligro».
Queridos hermanos y hermanas, estas palabras parecen contrastar con
el miedo que inevitablemente se siente después de una experiencia como
la que habéis vivido. Una reacción inmediata, que puede imprimirse más
profundamente si el fenómeno se prolonga. Pero, en realidad, el Salmo no
se refiere a este tipo de miedo, que es natural, y la seguridad que afirma no
es la de superhombres que no albergan sentimientos normales. La
seguridad de la que habla es la de la fe, por la que, ciertamente, podemos
tener miedo, angustia —la experimentó también Jesús, como sabemos—,
pero en medio de todo miedo y angustia tenemos, sobre todo, la certeza de
que Dios está con nosotros; como el niño que sabe que siempre puede
contar con su mamá y su papá, porque se siente amado, querido, ocurra lo
que ocurra. Así, con respecto a Dios, somos pequeños, frágiles, pero
seguros en sus manos, es decir, abandonados a su Amor, que es sólido
como una roca. Este Amor lo vemos en Cristo crucificado, que es el signo
del dolor, del sufrimiento y, a la vez, del amor. Es la revelación de Dios
Amor, solidario con nosotros hasta la extrema humillación.
Sobre esta roca, con esta firme esperanza, se puede construir, se puede
reconstruir.

LA MISIÓN DE PEDRO EN LA IGLESIA


20120629. Homilía. Solemnidad Apóstoles Pedro y Pablo
Como todos saben, delante de la Basílica de San Pedro, están
colocadas dos imponentes estatuas de los apóstoles Pedro y Pablo,
210
fácilmente reconocibles por sus enseñas: las llaves en las manos de Pedro
y la espada entre las de Pablo. También sobre el portal mayor de la
Basílica de San Pablo Extramuros están representadas juntas escenas de la
vida y del martirio de estas dos columnas de la Iglesia. La tradición
cristiana siempre ha considerado inseparables a san Pedro y a san Pablo:
juntos, en efecto, representan todo el Evangelio de Cristo. En Roma,
además, su vinculación como hermanos en la fe ha adquirido un
significado particular. En efecto, la comunidad cristiana de esta ciudad los
consideró una especie de contrapunto de los míticos Rómulo y Remo, la
pareja de hermanos a los que se hace remontar la fundación de Roma. Se
puede pensar también en otro paralelismo opuesto, siempre a propósito del
tema de la hermandad: es decir, mientras que la primera pareja bíblica de
hermanos nos muestra el efecto del pecado, por el cual Caín mata a Abel,
Pedro y Pablo, aunque humanamente muy diferentes el uno del otro, y a
pesar de que no faltaron conflictos en su relación, han constituido un
modo nuevo de ser hermanos, vivido según el Evangelio, un modo
auténtico hecho posible por la gracia del Evangelio de Cristo que actuaba
en ellos. Sólo el seguimiento de Jesús conduce a la nueva fraternidad: aquí
se encuentra el primer mensaje fundamental que la solemnidad de hoy nos
ofrece a cada uno de nosotros, y cuya importancia se refleja también en la
búsqueda de aquella plena comunión, que anhelan el Patriarca ecuménico
y el Obispo de Roma, como también todos los cristianos.
En el pasaje del Evangelio de san Mateo que hemos escuchado hace
poco, Pedro hace la propia confesión de fe a Jesús reconociéndolo como
Mesías e Hijo de Dios; la hace también en nombre de los otros apóstoles.
Como respuesta, el Señor le revela la misión que desea confiarle, la de ser
la «piedra», la «roca», el fundamento visible sobre el que está construido
todo el edificio espiritual de la Iglesia (cf. Mt 16, 16-19). Pero ¿de qué
manera Pedro es la roca? ¿Cómo debe cumplir esta prerrogativa, que
naturalmente no ha recibido para sí mismo? El relato del evangelista
Mateo nos dice en primer lugar que el reconocimiento de la identidad de
Jesús pronunciado por Simón en nombre de los Doce no proviene «de la
carne y de la sangre», es decir, de su capacidad humana, sino de una
particular revelación de Dios Padre. En cambio, inmediatamente después,
cuando Jesús anuncia su pasión, muerte y resurrección, Simón Pedro
reacciona precisamente a partir de la «carne y sangre»: Él «se puso a
increparlo: … [Señor] eso no puede pasarte» (16, 22). Y Jesús, a su vez, le
replicó: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo…» (v.
23). El discípulo que, por un don de Dios, puede llegar a ser roca firme, se
manifiesta en su debilidad humana como lo que es: una piedra en el
camino, una piedra con la que se puede tropezar – en griego skandalon.
Así se manifiesta la tensión que existe entre el don que proviene del Señor
y la capacidad humana; y en esta escena entre Jesús y Simón Pedro vemos
de alguna manera anticipado el drama de la historia del mismo papado,
que se caracteriza por la coexistencia de estos dos elementos: por una
parte, gracias a la luz y la fuerza que viene de lo alto, el papado constituye
el fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo; por otra, emergen
211
también, a lo largo de los siglos, la debilidad de los hombres, que sólo la
apertura a la acción de Dios puede transformar.
En el Evangelio de hoy emerge con fuerza la clara promesa de Jesús:
«el poder del infierno», es decir las fuerzas del mal, no prevalecerán, «non
praevalebunt». Viene a la memoria el relato de la vocación del profeta
Jeremías, cuando el Señor, al confiarle la misión, le dice: «Yo te convierto
hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a
todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes
y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán -non
praevalebunt-, porque yo estoy contigo para librarte» (Jr 1, 18-19). En
verdad, la promesa que Jesús hace a Pedro es ahora mucho más grande
que las hechas a los antiguos profetas: Éstos, en efecto, fueron
amenazados sólo por enemigos humanos, mientras Pedro ha de ser
protegido de las «puertas del infierno», del poder destructor del mal.
Jeremías recibe una promesa que tiene que ver con él como persona y con
su ministerio profético; Pedro es confortado con respecto al futuro de la
Iglesia, de la nueva comunidad fundada por Jesucristo y que se extiende a
todas las épocas, más allá de la existencia personal del mismo Pedro.
Pasemos ahora al símbolo de las llaves, que hemos escuchado en el
Evangelio. Nos recuerdan el oráculo del profeta Isaías sobre el funcionario
Eliaquín, del que se dice: «Colgaré de su hombro la llave del palacio de
David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá»
(Is22,22). La llave representa la autoridad sobre la casa de David. Y en el
Evangelio hay otra palabra de Jesús dirigida a los escribas y fariseos, a los
cuales el Señor les reprocha de cerrar el reino de los cielos a los hombres
(cf. Mt 23,13). Estas palabras también nos ayudan a comprender la
promesa hecha a Pedro: a él, en cuanto fiel administrador del mensaje de
Cristo, le corresponde abrir la puerta del reino de los cielos, y juzgar si
aceptar o excluir (cf. Ap 3,7). Las dos imágenes – la de las llaves y la de
atar y desatar – expresan por tanto significados similares y se refuerzan
mutuamente. La expresión «atar y desatar» forma parte del lenguaje
rabínico y alude por un lado a las decisiones doctrinales, por otro al poder
disciplinar, es decir a la facultad de aplicar y de levantar la excomunión.
El paralelismo «en la tierra… en los cielos» garantiza que las decisiones
de Pedro en el ejercicio de su función eclesial también son válidas ante
Dios.
En el capítulo 18 del Evangelio según Mateo, dedicado a la vida de la
comunidad eclesial, encontramos otras palabras de Jesús dirigidas a los
discípulos: «En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará
atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en
los cielos» (Mt 18,18). Y san Juan, en el relato de las apariciones de Cristo
resucitado a los Apóstoles, en la tarde de Pascua, refiere estas palabras del
Señor: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»
(Jn 20,22-23). A la luz de estos paralelismos, aparece claramente que la
autoridad de atar y desatar consiste en el poder de perdonar los pecados. Y
esta gracia, que debilita la fuerza del caos y del mal, está en el corazón del
212
misterio y del ministerio de la Iglesia. La Iglesia no es una comunidad de
perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor
de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la Cruz de Jesucristo.
Las palabras de Jesús sobre la autoridad de Pedro y de los Apóstoles
revelan que el poder de Dios es el amor, amor que irradia su luz desde el
Calvario. Así, podemos también comprender porqué, en el relato del
evangelio, tras la confesión de fe de Pedro, sigue inmediatamente el
primer anuncio de la pasión: en efecto, Jesús con su muerte ha vencido el
poder del infierno, con su sangre ha derramado sobre el mundo un río
inmenso de misericordia, que irriga con su agua sanadora la humanidad
entera.
Queridos hermanos, como recordaba al principio, la tradición
iconográfica representa a san Pablo con la espada, y sabemos que ésta
significa el instrumento con el que fue asesinado. Pero, leyendo los
escritos del apóstol de los gentiles, descubrimos que la imagen de la
espada se refiere a su misión de evangelizador. Él, por ejemplo, sintiendo
cercana la muerte, escribe a Timoteo: «He luchado el noble combate» (2
Tm 4,7). No es ciertamente la batalla de un caudillo, sino la de quien
anuncia la Palabra de Dios, fiel a Cristo y a su Iglesia, por quien se ha
entregado totalmente. Y por eso el Señor le ha dado la corona de la gloria
y lo ha puesto, al igual que a Pedro, como columna del edificio espiritual
de la Iglesia.
Queridos Metropolitanos: el palio que os he impuesto, os recordará
siempre que habéis sido constituidos en y para el gran misterio de
comunión que es la Iglesia, edificio espiritual construido sobre Cristo
piedra angular y, en su dimensión terrena e histórica, sobre la roca de
Pedro. Animados por esta certeza, sintámonos juntos cooperadores de la
verdad, la cual –sabemos– es una y «sinfónica», y reclama de cada uno de
nosotros y de nuestra comunidad el empeño constante de conversión al
único Señor en la gracia del único Espíritu. Que la Santa Madre de Dios
nos guíe y nos acompañe siempre en el camino de la fe y de la caridad.
Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros. Amén.

CONTIGO HABLO, NIÑA, LEVÁNTATE


20120701. Ángelus
Este domingo, el evangelista san Marcos nos presenta el relato de dos
curaciones milagrosas que Jesús realiza en favor de dos mujeres: la hija de
uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y una mujer que sufría de
hemorragia (cf. Mc 5, 21-43). Son dos episodios en los que hay dos
niveles de lectura; el puramente físico: Jesús se inclina ante el sufrimiento
humano y cura el cuerpo; y el espiritual: Jesús vino a sanar el corazón del
hombre, a dar la salvación y pide fe en él. En el primer episodio, ante la
noticia de que la hija de Jairo había muerto, Jesús le dice al jefe de la
sinagoga: «No temas; basta que tengas fe» (v. 36), lo lleva con él donde
estaba la niña y exclama: «Contigo hablo, niña, levántate» (v. 41). Y esta
se levantó y se puso a caminar. San Jerónimo comenta estas palabras,
213
subrayando el poder salvífico de Jesús: «Niña, levántate por mí: no por
mérito tuyo, sino por mi gracia. Por tanto, levántate por mí: el hecho de
haber sido curada no depende de tus virtudes» (Homilías sobre el
Evangelio de Marcos, 3). El segundo episodio, el de la mujer que sufría
hemorragias, pone también de manifiesto cómo Jesús vino a liberar al ser
humano en su totalidad. De hecho, el milagro se realiza en dos fases: en la
primera se produce la curación física, que está íntimamente relacionada
con la curación más profunda, la que da la gracia de Dios a quien se abre a
él con fe. Jesús dice a la mujer: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y
queda curada de tu enfermedad» (Mc 5, 34).
Para nosotros estos dos relatos de curación son una invitación a
superar una visión puramente horizontal y materialista de la vida. A Dios
le pedimos muchas curaciones de problemas, de necesidades concretas, y
está bien hacerlo, pero lo que debemos pedir con insistencia es una fe cada
vez más sólida, para que el Señor renueve nuestra vida, y una firme
confianza en su amor, en su providencia que no nos abandona.
Jesús, que está atento al sufrimiento humano, nos hace pensar también
en todos aquellos que ayudan a los enfermos a llevar su cruz,
especialmente en los médicos, en los agentes sanitarios y en quienes
prestan la asistencia religiosa en los hospitales. Son «reservas de amor»,
que llevan serenidad y esperanza a los que sufren. En la encíclica Deus
caritas est, expliqué que, en este valioso servicio, hace falta ante todo
competencia profesional —que es una primera necesidad fundamental—,
pero esta por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, que
necesitan humanidad y atención cordial. «Por eso, dichos agentes, además
de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una
“formación del corazón”: se les ha de guiar hacia el encuentro con Dios en
Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro» (n. 31).

JESÚS, EL MILAGRO MÁS GRANDE DEL UNIVERSO


20120708. Ángelus
Voy a reflexionar brevemente sobre el pasaje evangélico de este
domingo, un texto del que se tomó la famosa frase «Nadie es profeta en su
patria», es decir, ningún profeta es bien recibido entre las personas que lo
vieron crecer (cf. Mc 6, 4). De hecho, Jesús, después de dejar Nazaret,
cuando tenía cerca de treinta años, y de predicar y obrar curaciones desde
hacía algún tiempo en otras partes, regresó una vez a su pueblo y se puso a
enseñar en la sinagoga. Sus conciudadanos «quedaban asombrados» por
su sabiduría y, dado que lo conocían como el «hijo de María», el
«carpintero» que había vivido en medio de ellos, en lugar de acogerlo con
fe se escandalizaban de él (cf. Mc 6, 2-3). Este hecho es comprensible,
porque la familiaridad en el plano humano hace difícil ir más allá y abrirse
a la dimensión divina. A ellos les resulta difícil creer que este carpintero
sea Hijo de Dios. Jesús mismo les pone como ejemplo la experiencia de
los profetas de Israel, que precisamente en su patria habían sido objeto de
desprecio, y se identifica con ellos. Debido a esta cerrazón espiritual,
214
Jesús no pudo realizar en Nazaret «ningún milagro, sólo curó algunos
enfermos imponiéndoles las manos» (Mc 6, 5). De hecho, los milagros de
Cristo no son una exhibición de poder, sino signos del amor de Dios, que
se actúa allí donde encuentra la fe del hombre, es una reciprocidad.
Orígenes escribe: «Así como para los cuerpos hay una atracción natural de
unos hacia otros, como el imán al hierro, así esa fe ejerce una atracción
sobre el poder divino» (Comentario al Evangelio de Mateo 10, 19).
Por tanto, parece que Jesús —como se dice— se da a sí mismo una
razón de la mala acogida que encuentra en Nazaret. En cambio, al final del
relato, encontramos una observación que dice precisamente lo contrario.
El evangelista escribe que Jesús «se admiraba de su falta de fe» (Mc 6, 6).
Al estupor de sus conciudadanos, que se escandalizan, corresponde el
asombro de Jesús. También él, en cierto sentido, se escandaliza. Aunque
sabe que ningún profeta es bien recibido en su patria, sin embargo la
cerrazón de corazón de su gente le resulta oscura, impenetrable: ¿Cómo es
posible que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la
bondad de Dios, que quiso compartir nuestra humanidad? De hecho, el
hombre Jesús de Nazaret es la transparencia de Dios, en él Dios habita
plenamente. Y mientras nosotros siempre buscamos otros signos, otros
prodigios, no nos damos cuenta de que el verdadero Signo es él, Dios
hecho carne; él es el milagro más grande del universo: todo el amor de
Dios contenido en un corazón humano, en el rostro de un hombre.
Quien entendió verdaderamente esta realidad es la Virgen María,
bienaventurada porque creyó (cf.Lc 1, 45). María no se escandalizó de su
Hijo: su asombro por él está lleno de fe, lleno de amor y de alegría, al
verlo tan humano y a la vez tan divino. Así pues, aprendamos de ella,
nuestra Madre en la fe, a reconocer en la humanidad de Cristo la
revelación perfecta de Dios.

FORMAR A LOS FORMADORES: EL PRIMER SERVICIO


20120715. Homilía. Visita a Frascati
En el Evangelio de este domingo, Jesús toma la iniciativa de enviar a
los doce apóstoles en misión (cf. Mc 6, 7-13). En efecto, el término
«apóstoles» significa precisamente «enviados, mandados». Su vocación se
realizará plenamente después de la resurrección de Cristo, con el don del
Espíritu Santo en Pentecostés. Sin embargo, es muy importante que desde
el principio Jesús quiere involucrar a los Doce en su acción: es una
especie de «aprendizaje» en vista de la gran responsabilidad que les
espera. El hecho de que Jesús llame a algunos discípulos a colaborar
directamente en su misión, manifiesta un aspecto de su amor: esto es, Él
no desdeña la ayuda que otros hombres pueden dar a su obra; conoce sus
límites, sus debilidades, pero no los desprecia; es más, les confiere la
dignidad de ser sus enviados. Jesús los manda de dos en dos y les da
instrucciones, que el evangelista resume en pocas frases. La primera se
refiere al espíritu de desprendimiento: los apóstoles no deben estar
apegados al dinero ni a la comodidad. Jesús además advierte a los
215
discípulos de que no recibirán siempre una acogida favorable: a veces
serán rechazados; incluso puede que hasta sean perseguidos. Pero esto no
les tiene que impresionar: deben hablar en nombre de Jesús y predicar el
Reino de Dios, sin preocuparse de tener éxito. El éxito se lo dejan a Dios.
La primera lectura proclamada nos presenta la misma perspectiva,
mostrándonos que los enviados de Dios a menudo no son bien recibidos.
Este es el caso del profeta Amós, enviado por Dios a profetizar en el
santuario de Betel, un santuario del reino de Israel (cf. Am 7, 12-15).
Amós predica con gran energía contra las injusticias, denunciando sobre
todo los abusos del rey y de los notables, abusos que ofenden al Señor y
hacen vanos los actos de culto. Por ello Amasías, sacerdote de Betel,
ordena a Amós que se marche. Él responde que no ha sido él quien ha
elegido esta misión, sino que el Señor ha hecho de él un profeta y le ha
enviado precisamente allí, al reino de Israel. Por lo tanto, ya se le acepte o
rechace, seguirá profetizando, predicando lo que Dios dice y no lo que los
hombres quieren oír decir. Y esto sigue siendo el mandato de la Iglesia: no
predica lo que quieren oír decir los poderosos. Y su criterio es la verdad y
la justicia aunque esté contra los aplausos y contra el poder humano.
Igualmente, en el Evangelio Jesús advierte a los Doce que podrá
ocurrir que en alguna localidad sean rechazados. En tal caso deberán irse a
otro lugar, tras haber realizado ante la gente el gesto de sacudir el polvo de
los pies, signo que expresa el desprendimiento en dos sentidos:
desprendimiento moral —como decir: el anuncio os ha sido hecho,
vosotros sois quienes lo rechazáis— y desprendimiento material —no
hemos querido y nada queremos para nosotros (cf. Mc 6, 11). La otra
indicación muy importante del pasaje evangélico es que los Doce no
pueden conformarse con predicar la conversión: a la predicación se debe
acompañar, según las instrucciones y el ejemplo de Jesús, la curación de
los enfermos; curación corporal y espiritual. Habla de las sanaciones
concretas de las enfermedades, habla también de expulsar los demonios, o
sea, purificar la mente humana, limpiar, limpiar los ojos del alma que
están oscurecidos por las ideologías y por ello no pueden ver a Dios, no
pueden ver la verdad y la justicia. Esta doble curación corporal y espiritual
es siempre el mandato de los discípulos de Cristo. Por lo tanto la misión
apostólica debe siempre comprender los dos aspectos de predicación de la
Palabra de Dios y de manifestación de su bondad con gestos de caridad, de
servicio y de entrega.
Queridos hermanos y hermanas: doy gracias a Dios que me ha enviado
hoy a re-anunciaros esta Palabra de salvación. Una Palabra que está en la
base de la vida y de la acción de la Iglesia, también de esta Iglesia que está
en Frascati. Vuestro obispo me ha informado del empeño pastoral que más
le importa, que en esencia es un empeño formativo, dirigido ante todo a
los formadores: formar a los formadores. Es precisamente lo que hizo
Jesús con sus discípulos: les instruyó, les preparó, les formó también
mediante el «aprendizaje» misionero, para que fueran capaces de asumir
la responsabilidad apostólica en la Iglesia. En la comunidad cristiana éste
es siempre el primer servicio que ofrecen los responsables: a partir de los
216
padres, que en la familia cumplen la misión educativa con los hijos;
pensemos en los párrocos, que son responsables de la formación en la
comunidad; en todos los sacerdotes, en los distintos ámbitos de trabajo:
todos viven una dimensión educativa prioritaria; y los fieles laicos,
además del ya recordado papel de padres, están involucrados en el servicio
formativo con los jóvenes o los adultos, como responsables en Acción
Católica y en otros movimientos eclesiales, o comprometidos en
ambientes civiles y sociales, siempre con una fuerte atención en la
formación de las personas. El Señor llama a todos, distribuyendo diversos
dones para diversas tareas en la Iglesia. Llama al sacerdocio y a la vida
consagrada, y llama al matrimonio y al compromiso como laicos en la
Iglesia misma y en la sociedad. Importante es que la riqueza de los dones
encuentre plena acogida, especialmente por parte de los jóvenes; que se
sienta la alegría de responder a Dios con uno mismo por entero, donando
esa alegría en el camino del sacerdocio y de la vida consagrada o en el
camino del matrimonio, dos caminos complementarios que se iluminan
entre sí, se enriquecen recíprocamente y juntos enriquecen a la
comunidad. La virginidad por el Reino de Dios y el matrimonio son en
ambos casos vocaciones, llamadas de Dios a las que responder con y para
toda la vida. Dios llama: es necesario escuchar, acoger, responder. Como
María: «Heme aquí, que se cumpla en mí según tu palabra» (cf. Lc 1, 38).
Aquí también, en la comunidad diocesana de Frascati, el Señor
siembra con largueza sus dones, llama a seguirle y a extender en el hoy su
misión. También aquí hay necesidad de una nueva evangelización, y por
ello os propongo que viváis intensamente el Año de la fe que empezará en
octubre, a los 50 años de la apertura del concilio Vaticano II. Los
documentos del Concilio contienen una riqueza enorme para la formación
de las nuevas generaciones cristianas, para la formación de nuestra
conciencia. Así que leedlos, leed el Catecismo de la Iglesia católica y así
redescubrid la belleza de ser cristianos, de ser Iglesia, de vivir el gran
«nosotros» que Jesús ha formado en torno a sí, para evangelizar el mundo:
el «nosotros» de la Iglesia, jamás cerrado, sino siempre abierto y orientado
al anuncio del Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas de Frascati: estad unidos entre
vosotros y al mismo tiempo abiertos, misioneros. Permaneced firmes en la
fe, arraigados en Cristo mediante la Palabra y la Eucaristía; sed gente que
ora para estar siempre unidos a Cristo, como sarmientos a la vid, y al
mismo tiempo id, llevad su mensaje a todos, especialmente a los
pequeños, a los pobres, a los que sufren. En cada comunidad quereos entre
vosotros; no estéis divididos, sino vivid como hermanos, para que el
mundo crea que Jesús está vivo en su Iglesia y el Reino de Dios está cerca.

SAN BUENAVENTURA: LA CENTRALIDAD DE JESUCRISTO


20120715. Ángelus
En el calendario litúrgico el 15 de julio es la memoria de san
Buenaventura de Bagnoregio, franciscano, doctor de la Iglesia, sucesor de
217
san Francisco de Asís en la guía de la Orden de los Frailes Menores.
Escribió la primera biografía oficial del «Poverello» y al final de su vida
fue también obispo de esta diócesis de Albano. En una carta suya,
Buenaventura escribe: «Confieso ante Dios que la razón que me ha hecho
amar más la vida del beato Francisco es que ésta se parece a los inicios y
al crecimiento de la Iglesia» (Epistula de tribus quaestionibus, in Opere di
San Bonaventura. Introducción general, Roma 1990, p. 29). Estas palabras
nos remiten directamente al Evangelio de este domingo, que nos presenta
el primer envío en misión de los doce apóstoles por parte de Jesús:
«Llamó a los Doce —narra san Marcos— y los fue enviando de dos en
dos... Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero
ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero
no una túnica de repuesto» (Mc 6, 7-9). Francisco de Asís, después de su
conversión, practicó a la letra este Evangelio, llegando a ser un testigo
fidelísimo de Jesús; y asociado de modo singular al misterio de la Cruz,
fue transformado en «otro Cristo», como lo presenta precisamente san
Buenaventura. Toda la vida de san Buenaventura, igual que su teología,
tienen como centro inspirador a Jesucristo. Esta centralidad de Cristo la
encontramos en la segunda lectura de la misa de hoy (cf. Ef 1, 3-14), el
célebre himno de la carta de san Pablo a los Efesios, que comienza así:
«Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha
bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo». El
apóstol muestra entonces cómo se ha realizado este proyecto de bendición
en cuatro pasajes que empiezan todos con la misma expresión «en Él»,
referida a Jesucristo. «En Él» el Padre nos ha elegido antes de la creación
del mundo; «en Él» hemos sido redimidos por su sangre; «en Él» hemos
sido constituidos herederos, predestinados a ser «alabanza de su gloria»;
«en Él» cuantos creen en el Evangelio reciben el sello del Espíritu Santo.
Este himno paulino contiene la visión de la historia que san Buenaventura
contribuyó a difundir en la Iglesia: toda la historia tiene como centro a
Cristo, quien garantiza también novedad y renovación en cada época. En
Jesús, Dios ha dicho y dado todo, pero dado que Él es un tesoro
inagotable, el Espíritu Santo jamás termina de revelar y de actualizar su
misterio. Por ello la obra de Cristo y de la Iglesia no retrocede nunca, sino
que siempre progresa.

TERESA DE JESÚS, ESTRELLA RESPLANDECIENTE DE DIOS


20120716. Mensaje. 450º Fundación Monasterio San José de Ávila
1. Resplendens stella. «Una estrella que diese de sí gran resplandor»
(Libro de la Vida 32,11). Con estas palabras, el Señor animó a Santa
Teresa de Jesús para la fundación en Ávila del monasterio de San José,
inicio de la reforma del Carmelo, de la cual, el próximo 24 de agosto, se
cumplen cuatrocientos cincuenta años. Con ocasión de esa feliz
circunstancia, quiero unirme a la alegría de la querida Diócesis abulense,
de la Orden del Carmelo Descalzo, del Pueblo de Dios que peregrina en
España y de todos los que, en la Iglesia universal, han encontrado en la
218
espiritualidad teresiana una luz segura para descubrir que por Cristo llega
al hombre la verdadera renovación de su vida. Enamorada del Señor, esta
preclara mujer no ansió sino agradarlo en todo. En efecto, un santo no es
aquel que realiza grandes proezas basándose en la excelencia de sus
cualidades humanas, sino el que consiente con humildad que Cristo
penetre en su alma, actúe a través de su persona, sea Él el verdadero
protagonista de todas sus acciones y deseos, quien inspire cada iniciativa y
sostenga cada silencio.
2. Dejarse conducir de este modo por Cristo solamente es posible para
quien tiene una intensa vida de oración. Ésta consiste, en palabras de la
Santa abulense, en «tratar de amistad, estando muchas veces a solas con
quien sabemos nos ama» (Libro de la Vida 8,5). La reforma del Carmelo,
cuyo aniversario nos colma de gozo interior, nace de la oración y tiende a
la oración. Al promover un retorno radical a la Regla primitiva, alejándose
de la Regla mitigada, santa Teresa de Jesús quería propiciar una forma de
vida que favoreciera el encuentro personal con el Señor, para lo cual es
necesario «ponerse en soledad y mirarle dentro de sí, y no extrañarse de
tan buen huésped» (Camino de perfección 28,2). El monasterio de San
José nace precisamente con el fin de que sus hijas tengan las mejores
condiciones para hallar a Dios y entablar una relación profunda e íntima
con Él.
3. Santa Teresa propuso un nuevo estilo de ser carmelita en un mundo
también nuevo. Aquellos fueron «tiempos recios» (Libro de la Vida 33,5).
Y en ellos, al decir de esta Maestra del espíritu, «son menester amigos
fuertes de Dios para sustentar a los flacos» (ibíd. 15,5). E insistía con
elocuencia: «Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a
Cristo, quieren poner su Iglesia por el suelo. No, hermanas mías, no es
tiempo de tratar con Dios asuntos de poca importancia» (Camino de
perfección 1,5). ¿No nos resulta familiar, en la coyuntura que vivimos, una
reflexión tan luminosa e interpelante, hecha hace más de cuatro siglos por
la Santa mística?
El fin último de la Reforma teresiana y de la creación de nuevos
monasterios, en medio de un mundo escaso de valores espirituales, era
abrigar con la oración el quehacer apostólico; proponer un modo de vida
evangélica que fuera modelo para quien buscaba un camino de perfección,
desde la convicción de que toda auténtica reforma personal y eclesial pasa
por reproducir cada vez mejor en nosotros la «forma» de Cristo
(cf. Gal 4,19). No fue otro el empeño de la Santa ni el de sus hijas.
Tampoco fue otro el de sus hijos carmelitas, que no trataban sino de «ir
muy adelante en todas las virtudes» (Libro de la Vida 31,18). En este
sentido, Teresa escribe: «Precia más [nuestro Señor] un alma que por
nuestra industria y oración le ganásemos mediante su misericordia, que
todos los servicios que le podemos hacer» (Libro de las Fundaciones 1,7).
Ante el olvido de Dios, la Santa Doctora alienta comunidades orantes, que
arropen con su fervor a los que proclaman por doquier el Nombre de
Cristo, que supliquen por las necesidades de la Iglesia, que lleven al
corazón del Salvador el clamor de todos los pueblos.
219
4. También hoy, como en el siglo XVI, y entre rápidas
transformaciones, es preciso que la plegaria confiada sea el alma del
apostolado, para que resuene con meridiana claridad y pujante dinamismo
el mensaje redentor de Jesucristo. Es apremiante que la Palabra de vida
vibre en las almas de forma armoniosa, con notas sonoras y atrayentes.
En esta apasionante tarea, el ejemplo de Teresa de Ávila nos es de gran
ayuda. Podemos afirmar que, en su momento, la Santa evangelizó sin
tibiezas, con ardor nunca apagado, con métodos alejados de la inercia, con
expresiones nimbadas de luz. Esto conserva toda su frescura en la
encrucijada actual, que siente la urgencia de que los bautizados renueven
su corazón a través de la oración personal, centrada también, siguiendo el
dictado de la Mística abulense, en la contemplación de la Sacratísima
Humanidad de Cristo como único camino para hallar la gloria de Dios
(cf. Libro de la Vida 22,1; Las Moradas 6,7). Así se podrán formar
familias auténticas, que descubran en el Evangelio el fuego de su hogar;
comunidades cristianas vivas y unidas, cimentadas en Cristo como en su
piedra angular y que tengan sed de una vida de servicio fraterno y
generoso. También es de desear que la plegaria incesante promueva el
cultivo prioritario de la pastoral vocacional, subrayando peculiarmente la
belleza de la vida consagrada, que hay que acompañar debidamente como
tesoro que es de la Iglesia, como torrente de gracias, tanto en su dimensión
activa como contemplativa.
La fuerza de Cristo conducirá igualmente a redoblar las iniciativas
para que el pueblo de Dios recobre su vigor de la única forma posible:
dando espacio en nuestro interior a los sentimientos del Señor Jesús
(cf. Flp 2,5), buscando en toda circunstancia una vivencia radical de su
Evangelio. Lo cual significa, ante todo, consentir que el Espíritu Santo nos
haga amigos del Maestro y nos configure con Él. También significa acoger
en todo sus mandatos y adoptar en nosotros criterios tales como la
humildad en la conducta, la renuncia a lo superfluo, el no hacer agravio a
los demás o proceder con sencillez y mansedumbre de corazón. Así,
quienes nos rodean, percibirán la alegría que nace de nuestra adhesión al
Señor, y que no anteponemos nada a su amor, estando siempre dispuestos
a dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 Pe 3,15) y viviendo, como Teresa
de Jesús, en filial obediencia a nuestra Santa Madre la Iglesia.
5. A esa radicalidad y fidelidad nos invita hoy esta hija tan ilustre de la
Diócesis de Ávila. Acogiendo su hermoso legado, en esta hora de la
historia, el Papa convoca a todos los miembros de esa Iglesia particular,
pero de manera entrañable a los jóvenes, a tomar en serio la común
vocación a la santidad. Siguiendo las huellas de Teresa de Jesús,
permitidme que diga a quienes tienen el futuro por delante: Aspirad
también vosotros a ser totalmente de Jesús, sólo de Jesús y siempre de
Jesús. No temáis decirle a Nuestro Señor, como ella: «Vuestra soy, para
vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?» (Poesía 2). Y a Él le pido que sepáis
también responder a sus llamadas iluminados por la gracia divina, con
«determinada determinación», para ofrecer «lo poquito» que haya en
220
vosotros, confiando en que Dios nunca abandona a quienes lo dejan todo
por su gloria (cf.Camino de perfección 21,2; 1,2).
6. Santa Teresa supo honrar con gran devoción a la Santísima Virgen, a
quien invocaba bajo el dulce nombre del Carmen. Bajo su amparo materno
pongo los afanes apostólicos de la Iglesia en Ávila, para que, rejuvenecida
por el Espíritu Santo, halle los caminos oportunos para proclamar el
Evangelio con entusiasmo y valentía. Que María, Estrella de la
evangelización, y su casto esposo San José intercedan para que aquella
«estrella» que el Señor encendió en el universo de la Iglesia con la
reforma teresiana siga irradiando el gran resplandor del amor y de la
verdad de Cristo a todos los hombres.

DIOS ES EL PASTOR DE LA HUMANIDAD


20120722. Ángelus
La Palabra de Dios de este domingo nos vuelve a proponer un tema
fundamental y siempre fascinante de la Biblia: nos recuerda que Dios es el
Pastor de la humanidad. Esto significa que Dios quiere para nosotros la
vida, quiere guiarnos a buenos pastos, donde podamos alimentarnos y
reposar; no quiere que nos perdamos y que muramos, sino que lleguemos
a la meta de nuestro camino, que es precisamente la plenitud de la vida. Es
lo que desea cada padre y cada madre para sus propios hijos: el bien, la
felicidad, la realización. En el Evangelio de hoy Jesús se presenta como
Pastor de las ovejas perdidas de la casa de Israel. Su mirada sobre la gente
es una mirada por así decirlo «pastoral». Por ejemplo, en el Evangelio de
este domingo se dice que, «habiendo bajado de la barca, vio una gran
multitud; tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas sin pastor, y
se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6, 34). Jesús encarna a Dios
Pastor con su modo de predicar y con sus obras, atendiendo a los enfermos
y a los pecadores, a quienes están «perdidos» (cf. Lc 19, 10), para
conducirlos a lugar seguro, a la misericordia del Padre.
Entre las «ovejas perdidas» que Jesús llevó a salvo hay también una
mujer de nombre María, originaria de la aldea de Magdala, en el lago de
Galilea, y llamada por ello Magdalena. Hoy es su memoria litúrgica en el
calendario de la Iglesia. Dice el evangelista Lucas que Jesús expulsó de
ella siete demonios (cf. Lc 8, 2), o sea, la salvó de un total sometimiento al
maligno. ¿En qué consiste esta curación profunda que Dios obra mediante
Jesús? Consiste en una paz verdadera, completa, fruto de la reconciliación
de la persona en ella misma y en todas sus relaciones: con Dios, con los
demás, con el mundo. En efecto, el maligno intenta siempre arruinar la
obra de Dios, sembrando división en el corazón humano, entre cuerpo y
alma, entre el hombre y Dios, en las relaciones interpersonales, sociales,
internacionales, y también entre el hombre y la creación. El maligno
siembra guerra; Dios crea paz. Es más, como afirma san Pablo, Cristo «es
nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su
cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad» (Ef 2, 14). Para
llevar a cabo esta obra de reconciliación radical, Jesús, el Buen Pastor,
221
tuvo que convertirse en Cordero, «el Cordero de Dios... que quita el
pecado del mundo» (Jn 1, 29). Sólo así pudo realizar la estupenda
promesa del Salmo: «Sí, bondad y fidelidad me acompañan / todos los
días de mi vida, / habitaré en la casa del Señor / por años sin término»
(22/23, 6).
Queridos amigos: estas palabras nos hacen vibrar el corazón, porque
expresan nuestro deseo más profundo; dicen aquello para lo que estamos
hechos: la vida, la vida eterna. Son las palabras de quien, como María
Magdalena, ha experimentado a Dios en la propia vida y conoce su paz.
Palabras más ciertas que nunca en los labios de la Virgen María, que ya
vive para siempre en los pastos del Cielo, donde la condujo el Cordero
Pastor. María, Madre de Cristo nuestra paz, ruega por nosotros.

MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES: CRISTO PAN DE VIDA


20120729. Ángelus
Este domingo hemos iniciado la lectura del capítulo 6 del Evangelio de
san Juan. El capítulo se abre con la escena de la multiplicación de los
panes, que después Jesús comenta en la sinagoga de Cafarnaúm,
afirmando que él mismo es el «pan» que da la vida. Las acciones
realizadas por Jesús son paralelas a las de la última Cena: «Jesús tomó los
panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados»,
como dice el Evangelio (Jn 6, 11). La insistencia en el tema del «pan»,
que es compartido, y en la acción de gracias (v. 11, eucharistesas en
griego), recuerda la Eucaristía, el sacrificio de Cristo para la salvación del
mundo.
El evangelista señala que la Pascua, la fiesta, ya estaba cerca (cf. v. 4).
La mirada se dirige hacia la cruz, el don de amor, y hacia la Eucaristía, la
perpetuación de este don: Cristo se hace pan de vida para los hombres.
San Agustín lo comenta así: «¿Quién, sino Cristo, es el pan del cielo? Pero
para que el hombre pudiera comer el pan de los ángeles, el Señor de los
ángeles se hizo hombre. Si no se hubiera hecho hombre, no tendríamos su
cuerpo; y si no tuviéramos su cuerpo, no comeríamos el pan del altar»
(Sermón 130, 2). La Eucaristía es el gran encuentro permanente del
hombre con Dios, en el que el Señor se hace nuestro alimento, se da a sí
mismo para transformarnos en él mismo.
En la escena de la multiplicación se señala también la presencia de un
muchacho que, ante la dificultad de dar de comer a tantas personas,
comparte lo poco que tiene: cinco panes y dos peces (cf. Jn 6, 8). El
milagro no se produce de la nada, sino de la modesta aportación de un
muchacho sencillo que comparte lo que tenía consigo. Jesús no nos pide lo
que no tenemos, sino que nos hace ver que si cada uno ofrece lo poco que
tiene, puede realizarse siempre de nuevo el milagro: Dios es capaz de
multiplicar nuestro pequeño gesto de amor y hacernos partícipes de su
don. La multitud queda asombrada por el prodigio: ve en Jesús al nuevo
Moisés, digno del poder, y en el nuevo maná, el futuro asegurado; pero se
queda en el elemento material, en lo que había comido, y el Señor,
222
«sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la
montaña él solo» (Jn 6, 15). Jesús no es un rey terrenal que ejerce su
dominio, sino un rey que sirve, que se acerca al hombre para saciar no
sólo el hambre material, sino sobre todo el hambre más profunda, el
hambre de orientación, de sentido, de verdad, el hambre de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que nos ayude a
redescubrir la importancia de alimentarnos no sólo de pan, sino de verdad,
de amor, de Cristo, del cuerpo de Cristo, participando fielmente y con gran
conciencia en la Eucaristía, para estar cada vez más íntimamente unidos a
él. En efecto, «no es el alimento eucarístico el que se transforma en
nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser
cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; “nos
atrae hacia sí”» (Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 70). Al mismo
tiempo, oremos para que nunca le falte a nadie el pan necesario para una
vida digna, y para que se acaben las desigualdades no con las armas de la
violencia, sino con el compartir y el amor.

EL CENTRO DE LA EXISTENCIA ES LA FE EN JESÚS


20120805. Ángelus
En la liturgia de la Palabra de este domingo prosigue la lectura del
capítulo sexto del Evangelio de san Juan. Nos encontramos en la sinagoga
de Cafarnaúm donde Jesús está pronunciando su conocido discurso
después de la multiplicación de los panes. La gente había tratado de
hacerlo rey, pero Jesús se había retirado, primero al monte con Dios, con
el Padre, y luego a Cafarnaúm. Al no verlo, se había puesto a buscarlo,
había subido a las barcas para alcanzar la otra orilla del lago y por fin lo
había encontrado. Pero Jesús sabía bien el porqué de tanto entusiasmo al
seguirlo y lo dice también con claridad: «Me buscáis no porque habéis
visto signos (porque vuestro corazón quedó impresionado), sino porque
comisteis pan hasta saciaros» (v. 26). Jesús quiere ayudar a la gente a ir
más allá de la satisfacción inmediata de sus necesidades materiales, por
más importantes que sean. Quiere abrir a un horizonte de la existencia que
no sea simplemente el de las preocupaciones diarias de comer, de vestir,
de la carrera. Jesús habla de un alimento que no perece, que es importante
buscar y acoger. Afirma: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por
el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del
hombre» (v. 27).
La muchedumbre no comprende, cree que Jesús pide observar
preceptos para poder obtener la continuación de aquel milagro, y
pregunta: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (v.
28). La respuesta de Jesús es clara: «La obra de Dios es esta: que creáis en
el que él ha enviado» (v. 29). El centro de la existencia, lo que da sentido y
firme esperanza al camino de la vida, a menudo difícil, es la fe en Jesús, el
encuentro con Cristo. También nosotros preguntamos: «¿Qué tenemos que
223
hacer para alcanzar la vida eterna?». Y Jesús dice: «Creed en mí». La fe es
lo fundamental. Aquí no se trata de seguir una idea, un proyecto, sino de
encontrarse con Jesús como una Persona viva, de dejarse conquistar
totalmente por él y por su Evangelio. Jesús invita a no quedarse en el
horizonte puramente humano y a abrirse al horizonte de Dios, al horizonte
de la fe. Exige sólo una obra: acoger el plan de Dios, es decir, «creer en el
que él ha enviado» (cf. v. 29). Moisés había dado a Israel el maná, el pan
del cielo, con el que Dios mismo había alimentado a su pueblo. Jesús no
da algo, se da a sí mismo: él es el «pan verdadero, bajado del cielo», él la
Palabra viva del Padre; en el encuentro con él encontramos al Dios vivo.
«¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (v. 28)
pregunta la muchedumbre, dispuesta a actuar, para que el milagro del pan
continúe. Pero Jesús, verdadero pan de vida que sacia nuestra hambre de
sentido, de verdad, no se puede «ganar» con el trabajo humano; sólo viene
a nosotros como don del amor de Dios, como obra de Dios que es preciso
pedir y acoger.
Queridos amigos, en los días llenos de ocupaciones y de problemas,
pero también en los de descanso y distensión, el Señor nos invita a no
olvidar que, aunque es necesario preocuparnos por el pan material y
recuperar las fuerzas, más fundamental aún es hacer que crezca la relación
con él, reforzar nuestra fe en Aquel que es el «pan de vida», que colma
nuestro deseo de verdad y de amor.

LA NATURALEZA DEL HOMBRE ES RELACIÓN CON EL


INFINITO
20120810. Mensaje. Al meeting de Rímini
El tema elegido este año —«La naturaleza del hombre es relación con
el infinito»— resulta especialmente significativo con vistas al ya
inminente inicio del «Año de la fe», que he querido convocar con ocasión
del quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico
Vaticano II.
Hablar del hombre y de su anhelo de infinito significa ante todo
reconocer su relación constitutiva con el Creador. El hombre es una
criatura de Dios. Hoy esta palabra —criatura— parece casi pasada de
moda: se prefiere pensar en el hombre como en un ser realizado en sí
mismo y artífice absoluto de su propio destino. La consideración del
hombre como criatura resulta «incómoda» porque implica una referencia
esencial a algo diferente, o mejor, a Otro —no gestionable por el hombre
— que entra a definir de modo esencial su identidad; una identidad
relacional, cuyo primer dato es la dependencia originaria y ontológica de
Aquel que nos ha querido y nos ha creado. Sin embargo esta dependencia,
de la que el hombre moderno y contemporáneo trata de liberarse, no sólo
no esconde o disminuye, sino que revela de modo luminoso la grandeza y
la dignidad suprema del hombre, llamado a la vida para entrar en relación
con la Vida misma, con Dios.
224
Decir que «la naturaleza del hombre es relación con el infinito»
significa entonces decir que toda persona ha sido creada para que pueda
entrar en diálogo con Dios, con el Infinito. Al inicio de la historia del
mundo, Adán y Eva son fruto de un acto de amor de Dios, hechos a su
imagen y semejanza, y su vida y su relación con el Creador coincidían:
«Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y
mujer los creó» (Gn 1, 27). Y el pecado original tiene su raíz última
precisamente en el sustraerse de nuestros progenitores a esta relación
constitutiva, en querer ocupar el lugar de Dios, en creer que podían
prescindir de él. Sin embargo, también después del pecado permanece en
el hombre el deseo apremiante de este diálogo, casi una firma grabada con
fuego en su alma y en su carne por el Creador mismo. El Salmo 63 nos
ayuda a entrar en el corazón de este discurso: «Oh Dios, tú eres mi Dios,
por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua» (v. 2). No sólo mi alma, sino cada
fibra de mi carne está hecha para encontrar su paz, su realización en Dios.
Y esta tensión es imborrable en el corazón del hombre: incluso cuando se
rechaza o se niega a Dios, no desaparece la sed de infinito que habita en el
hombre. Al contrario, comienza una búsqueda afanosa y estéril de «falsos
infinitos» que puedan satisfacer al menos por un momento. La sed del
alma y el anhelo de la carne de los que habla el salmista no se pueden
eliminar; así el hombre, sin saberlo, va en busca del Infinito, pero en
direcciones equivocadas: en la droga, en una sexualidad vivida de modo
desordenado, en las tecnologías totalizadoras, en el éxito a cualquier
precio, incluso en formas engañosas de religiosidad. También a menudo se
corre el riesgo de absolutizar las cosas buenas, que Dios ha creado como
caminos que conducen a él, convirtiéndolas así en ídolos que sustituyen al
Creador.
Reconocer que estamos hechos para el infinito significa recorrer un
camino de purificación de los que hemos llamado «falsos infinitos», un
camino de conversión del corazón y de la mente. Es necesario erradicar
todas las falsas promesas de infinito que seducen al hombre y lo hacen
esclavo. Para encontrarse verdaderamente a sí mismo y la propia
identidad, para vivir a la altura del propio ser, el hombre debe volver a
reconocerse criatura, dependiente de Dios. Al reconocimiento de esta
dependencia —que en lo profundo es el gozoso descubrimiento de ser
hijos de Dios— está vinculada la posibilidad de una vida verdaderamente
libre y plena. Es interesante notar cómo san Pablo, en la Carta a los
Romanos, ve lo contrario de la esclavitud no tanto en la libertad, cuanto en
la filiación, en el hecho de haber recibido el Espíritu Santo que nos hace
hijos adoptivos y nos permite clamar a Dios «¡Abba! ¡Padre!» (cf. 8, 15).
El Apóstol de los gentiles habla de una esclavitud «mala»: la del pecado,
de la ley, de las pasiones de la carne. A esta, sin embargo, no contrapone la
autonomía, sino la «esclavitud de Cristo» (cf. 6, 16-22); más aún, él
mismo se define: «Pablo, siervo de Cristo Jesús» (1, 1). El punto
fundamental, por tanto, no es eliminar la dependencia, que es constitutiva
225
del hombre, sino dirigirla hacia el Único que puede hacer verdaderamente
libres.
Pero en este punto surge una pregunta: ¿No le es tal vez
estructuralmente imposible al hombre vivir a la altura de su propia
naturaleza? Y ¿no es tal vez una condena este anhelo hacia el infinito que
él mismo advierte sin poderlo satisfacer nunca totalmente? Este
interrogante nos lleva directamente al corazón del cristianismo. El Infinito
mismo, en efecto, para hacerse respuesta que el hombre pueda
experimentar, asumió una forma finita. Desde la Encarnación, desde el
momento en que el Verbo se hizo carne, quedó eliminada la insalvable
distancia entre finito e infinito: el Dios eterno e infinito dejó su Cielo y
entró en el tiempo, se sumergió en la finitud humana. Ahora ya nada es
banal o insignificante en el camino de la vida y del mundo. El hombre está
hecho para un Dios infinito que se ha hecho carne, que ha asumido nuestra
humanidad para atraerla a las alturas de su ser divino.
Descubrimos así la dimensión más verdadera de la existencia humana,
que el siervo de Dios Luigi Giussani recordaba continuamente: la vida
como vocación. Cada cosa, cada relación, cada alegría, como también
cada dificultad, encuentra su razón última en el hecho de que es ocasión
de relación con el Infinito, voz de Dios que continuamente nos llama y nos
invita a elevar la mirada, a descubrir en la adhesión a él la realización
plena de nuestra humanidad. «Nos has hecho para ti —escribía san
Agustín— y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»
(Confesiones I, 1, 1). No debemos tener miedo de aquello que Dios nos
pide a través de las circunstancias de la vida, aunque fuera nuestra entrega
total en una forma particular de seguir e imitar a Cristo en el sacerdocio o
en la vida religiosa. El Señor, al llamar a algunos a vivir totalmente de él,
invita a todos a reconocer la esencia de la propia naturaleza de seres
humanos: estamos hechos para el infinito. Y Dios quiere nuestra felicidad,
nuestra plena realización humana. Pidamos, entonces, entrar y permanecer
en la mirada de la fe que ha caracterizado a los santos, para poder
descubrir las semillas de bien que el Señor esparce a lo largo del camino
de nuestra vida y adherirnos con gozo a nuestra vocación.

LOS LAICOS, NO COLABORADORES SINO


CORRESPONSABLES
20120810. Mensaje. Al Foro internacional de la Acción Católica
La corresponsabilidad exige un cambio de mentalidad especialmente
respecto al papel de los laicos en la Iglesia, que no se han de considerar
como «colaboradores» del clero, sino como personas realmente
«corresponsables» del ser y del actuar de la Iglesia. Es importante, por
tanto, que se consolide un laicado maduro y comprometido, capaz de dar
su contribución específica a la misión eclesial, en el respeto de los
ministerios y de las tareas que cada uno tiene en la vida de la Iglesia y
siempre en comunión cordial con los obispos.
226
Al respecto, la constitución dogmática Lumen gentium define el estilo
de las relaciones entre laicos y pastores con el adjetivo «familiar»: «De
este trato familiar entre los laicos y los pastores se pueden esperar muchos
bienes para la Iglesia; actuando así, en los laicos se desarrolla el sentido de
la propia responsabilidad, se favorece el entusiasmo, y las fuerzas de los
laicos se unen más fácilmente a la tarea de los pastores. Estos, ayudados
por laicos competentes, pueden juzgar con mayor precisión y capacidad
tanto las realidades espirituales como las temporales, de manera que toda
la Iglesia, fortalecida por todos sus miembros, realice con mayor eficacia
su misión para la vida del mundo» (n. 37).
Queridos amigos, es importante ahondar y vivir este espíritu de
comunión profunda en la Iglesia, característica de los inicios de la
comunidad cristiana, como lo atestigua el libro de los Hechos de los
Apóstoles: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola
alma» (4, 32). Sentid como vuestro el compromiso de trabajar para la
misión de la Iglesia: con la oración, con el estudio, con la participación en
la vida eclesial, con una mirada atenta y positiva al mundo, en la búsqueda
continua de los signos de los tiempos. No os canséis de afinar cada vez
más, con un serio y diario esfuerzo formativo, los aspectos de vuestra
peculiar vocación de fieles laicos, llamados a ser testigos valientes y
creíbles en todos los ámbitos de la sociedad, para que el Evangelio sea luz
que lleve esperanza a las situaciones problemáticas, de dificultad, de
oscuridad, que los hombres de hoy encuentran a menudo en el camino de
la vida.
Guiar al encuentro con Cristo, anunciando su mensaje de salvación con
lenguajes y modos comprensibles a nuestro tiempo, caracterizado por
procesos sociales y culturales en rápida transformación, es el gran desafío
de la nueva evangelización.

ASUNCIÓN: EN DIOS HAY ESPACIO PARA EL HOMBRE


20120815. Castelgandolfo
El 1 de noviembre de 1950, el venerable Papa Pío XII proclamó como
dogma que la Virgen María «terminado el curso de su vida terrestre, fue
asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». Esta verdad de fe era
conocida por la Tradición, afirmada por los Padres de la Iglesia, y era
sobre todo un aspecto relevante del culto tributado a la Madre de Cristo.
Precisamente el elemento cultual constituyó, por decirlo así, la fuerza
motriz que determinó la formulación de este dogma: el dogma aparece
como un acto de alabanza y de exaltación respecto de la Virgen santa. Esto
emerge también del texto mismo de la constitución apostólica, donde se
afirma que el dogma es proclamado «para honor del Hijo, para
glorificación de la Madre y para alegría de toda la Iglesia». Así se expresó
en la forma dogmática lo que ya se había celebrado en el culto y en la
devoción del pueblo de Dios como la más alta y estable glorificación de
María: el acto de proclamación de la Asunción se presentó casi como una
liturgia de la fe. Y, en el Evangelio que acabamos de escuchar, María
227
misma pronuncia proféticamente algunas palabras que orientan en esta
perspectiva. Dice: «Desde ahora me felicitarán todas la generaciones»
(Lc 1, 48). Es una profecía para toda la historia de la Iglesia. Esta
expresión del Magníficat, referida por san Lucas, indica que la alabanza a
la Virgen santa, Madre de Dios, íntimamente unida a Cristo su Hijo,
concierne a la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares. Y la
anotación de estas palabras por parte del evangelista presupone que la
glorificación de María ya estaba presente en el tiempo de san Lucas y que
él la consideraba un deber y un compromiso de la comunidad cristiana
para todas las generaciones. Las palabras de María dicen que es un deber
de la Iglesia recordar la grandeza de la Virgen por la fe. Así pues, esta
solemnidad es una invitación a alabar a Dios, a contemplar la grandeza de
la Virgen, porque es en el rostro de los suyos donde conocemos quién es
Dios.
Pero, ¿por qué María es glorificada con la asunción al cielo? San
Lucas, como hemos escuchado, ve la raíz de la exaltación y de la alabanza
a María en la expresión de Isabel: «Bienaventurada la que ha creído»
(Lc 1, 45). Y el Magníficat, este canto al Dios vivo y operante en la
historia, es un himno de fe y de amor, que brota del corazón de la Virgen.
Ella vivió con fidelidad ejemplar y custodió en lo más íntimo de su
corazón las palabras de Dios a su pueblo, las promesas hechas a Abrahán,
Isaac y Jacob, convirtiéndolas en el contenido de su oración: en el
Magníficat la Palabra de Dios se convirtió en la palabra de María, en
lámpara de su camino, y la dispuso a acoger también en su seno al Verbo
de Dios hecho carne. La página evangélica de hoy recuerda la presencia
de Dios en la historia y en el desarrollo mismo de los acontecimientos; en
particular hay una referencia al Segundo libro de Samuel en el capítulo
sexto (6, 1-15), en el que David transporta el Arca santa de la Alianza. El
paralelo que hace el evangelista es claro: María, en espera del nacimiento
de su Hijo Jesús, es el Arca santa que lleva en sí la presencia de Dios, una
presencia que es fuente de consuelo, de alegría plena. De hecho, Juan
danza en el seno de Isabel, exactamente como David danzaba delante del
Arca. María es la «visita» de Dios que produce alegría. Zacarías, en su
canto de alabanza, lo dirá explícitamente: «Bendito sea el Señor, Dios de
Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo» (Lc 1, 68). La casa de
Zacarías experimentó la visita de Dios con el nacimiento inesperado de
Juan Bautista, pero sobre todo con la presencia de María, que lleva en su
seno al Hijo de Dios.
Pero ahora nos preguntamos: ¿qué da a nuestro camino, a nuestra vida,
la Asunción de María? La primera respuesta es: en la Asunción vemos que
en Dios hay espacio para el hombre; Dios mismo es la casa con muchas
moradas de la que habla Jesús (cf. Jn 14, 2); Dios es la casa del hombre,
en Dios hay espacio de Dios. Y María, uniéndose a Dios, unida a él, no se
aleja de nosotros, no va a una galaxia desconocida; quien va a Dios, se
acerca, porque Dios está cerca de todos nosotros, y María, unida a Dios,
participa de la presencia de Dios, está muy cerca de nosotros, de cada uno
de nosotros. Hay unas hermosas palabras de san Gregorio Magno sobre
228
san Benito que podemos aplicar también a María: san Gregorio Magno
dice que el corazón de san Benito se hizo tan grande que toda la creación
podía entrar en él. Esto vale mucho más para María: María, unida
totalmente a Dios, tiene un corazón tan grande que toda la creación puede
entrar en él, y los ex-votos en todas las partes de la tierra lo demuestran.
María está cerca, puede escuchar, puede ayudar, está cerca de todos
nosotros. En Dios hay espacio para el hombre, y Dios está cerca, y María,
unida a Dios, está muy cerca, tiene el corazón tan grande como el corazón
de Dios.
Pero también hay otro aspecto: no sólo en Dios hay espacio para el
hombre; en el hombre hay espacio para Dios. También esto lo vemos en
María, el Arca santa que lleva la presencia de Dios. En nosotros hay
espacio para Dios y esta presencia de Dios en nosotros, tan importante
para iluminar al mundo en su tristeza, en sus problemas, esta presencia se
realiza en la fe: en la fe abrimos las puertas de nuestro ser para que Dios
entre en nosotros, para que Dios pueda ser la fuerza que da vida y camino
a nuestro ser. En nosotros hay espacio; abrámonos como se abrió María,
diciendo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra».
Abriéndonos a Dios no perdemos nada. Al contrario: nuestra vida se hace
rica y grande.
Así, la fe, la esperanza y el amor se combinan. Hoy se habla mucho de
un mundo mejor, que todos anhelan: sería nuestra esperanza. No sabemos,
no sé si este mundo mejor vendrá y cuándo vendrá. Lo seguro es que un
mundo que se aleja de Dios no se hace mejor, sino peor. Sólo la presencia
de Dios puede garantizar también un mundo bueno. Pero dejemos esto.
Una cosa, una esperanza es segura: Dios nos aguarda, nos espera; no
vamos al vacío; él nos espera. Dios nos espera y, al ir al otro mundo, nos
espera la bondad de la Madre, encontramos a los nuestros, encontramos el
Amor eterno. Dios nos espera: esta es nuestra gran alegría y la gran
esperanza que nace precisamente de esta fiesta. María nos visita, y es la
alegría de nuestra vida, y la alegría es esperanza.
Así pues, ¿qué decir? Corazón grande, presencia de Dios en el mundo,
espacio de Dios en nosotros y espacio de Dios para nosotros, esperanza,
Dios nos espera: esta es la sinfonía de esta fiesta, la indicación que nos da
la meditación de esta solemnidad. María es aurora y esplendor de la
Iglesia triunfante; ella es el consuelo y la esperanza del pueblo todavía
peregrino, dice el Prefacio de hoy. Encomendémonos a su intercesión
maternal, para que nos obtenga del Señor reforzar nuestra fe en la vida
eterna; para que nos ayude a vivir bien el tiempo que Dios nos ofrece con
esperanza. Una esperanza cristiana, que no es sólo nostalgia del cielo, sino
también deseo vivo y operante de Dios aquí en el mundo, deseo de Dios
que nos hace peregrinos incansables, alimentando en nosotros la valentía y
la fuerza de la fe, que al mismo tiempo es valentía y fuerza del amor.
Amén.

ASUNCIÓN: INVITACIÓN A LA CONFIANZA


229
20120815. Ángelus. Castelgandolfo
En el corazón del mes de agosto la Iglesia, tanto en Oriente como en
Occidente, celebra la solemnidad de la Asunción de María santísima al
cielo. En la Iglesia católica, el dogma de la Asunción —como es sabido—
fue proclamado durante el Año santo de 1950 por el venerable Pío XII. Sin
embargo, la celebración de este misterio de María hunde sus raíces en la fe
y en el culto de los primeros siglos de la Iglesia, por la profunda devoción
hacia la Madre de Dios que se fue desarrollando progresivamente en la
comunidad cristiana. Ya desde fines del siglo IV e inicios del V, tenemos
testimonios de varios autores que afirman que María está en la gloria de
Dios con todo su ser, alma y cuerpo, pero fue en el siglo VI cuando en
Jerusalén la fiesta de la Madre de Dios, la Theotókos, que se consolidó con
el concilio de Éfeso del año 431, cambió su rostro y se convirtió en la
fiesta de la dormición, del paso, del tránsito, de la asunción de María, es
decir, se transformó en la celebración del momento en que María salió del
escenario de este mundo glorificada en alma y cuerpo en el cielo, en Dios.
Para entender la Asunción debemos mirar a la Pascua, el gran Misterio
de nuestra salvación, que marca el paso de Jesús a la gloria del Padre a
través de la pasión, muerte y resurrección. María, que engendró al Hijo de
Dios en la carne, es la criatura más insertada en este misterio, redimida
desde el primer instante de su vida, y asociada de modo totalmente
especial a la pasión y a la gloria de su Hijo. La Asunción de María al cielo
es, por tanto, el misterio de la Pascua de Cristo plenamente realizado en
ella: está íntimamente unida a su Hijo resucitado, vencedor del pecado y
de la muerte, plenamente configurada con él. Pero la Asunción es una
realidad que también nos toca a nosotros, porque nos indica de modo
luminoso nuestro destino, el de la humanidad y de la historia. De hecho,
en María contemplamos la realidad de gloria a la que estamos llamados
cada uno de nosotros y toda la Iglesia.
El pasaje del Evangelio de san Lucas que leemos en la liturgia de esta
solemnidad nos presenta el camino que la Virgen de Nazaret recorrió para
estar en la gloria de Dios. Es el relato de la visita de María a Isabel
(cf. Lc 1, 39-56), en el que la Virgen es proclamada bendita entre todas las
mujeres y dichosa por haber creído en el cumplimiento de las palabras que
le había dicho el Señor. Y en el canto del Magníficat, que eleva con alegría
a Dios, se refleja su fe profunda. Ella se sitúa entre los «pobres» y los
«humildes», que no confían en sus propias fuerzas, sino que se fían de
Dios, que dejan espacio a su acción capaz de obrar cosas grandes
precisamente en la debilidad. La Asunción nos abre al futuro luminoso que
nos espera, pero también nos invita con fuerza a confiar más en Dios, a
abandonarnos más a Dios, a seguir su Palabra, a buscar y cumplir su
voluntad cada día: este es el camino que nos hace «dichosos» en nuestra
peregrinación terrena y nos abre las puertas del cielo.
Queridos hermanos y hermanas, el concilio ecuménico Vaticano II
afirma: «María, con su múltiple intercesión continúa procurándonos los
dones de la salvación eterna. Con su amor de Madre cuida de los
230
hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre angustias y
peligros hasta que lleguen a la patria feliz» (Lumen gentium, 62).
Invoquemos a la Virgen santísima a fin de que ella sea la estrella que guíe
nuestros pasos al encuentro con su Hijo en nuestro camino para llegar a la
gloria del cielo, a la alegría eterna.

EL SIGNIFICADO DE LA MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES


20120819. Ángelus
El Evangelio de este domingo (cf. Jn 6, 51-58) es la parte final y
culminante del discurso pronunciado por Jesús en la sinagoga de
Cafarnaúm, después de que el día anterior había dado de comer a miles de
personas con sólo cinco panes y dos peces. Jesús revela el significado de
ese milagro, es decir, que el tiempo de las promesas ha concluido: Dios
Padre, que con el maná había alimentado a los israelitas en el desierto,
ahora lo envió a él, el Hijo, como verdadero Pan de vida, y este pan es su
carne, su vida, ofrecida en sacrificio por nosotros. Se trata, por lo tanto, de
acogerlo con fe, sin escandalizarse de su humanidad; y se trata de «comer
su carne y beber su sangre» (cf. Jn 6, 54), para tener en sí mismos la
plenitud de la vida. Es evidente que este discurso no está hecho para atraer
consensos. Jesús lo sabe y lo pronuncia intencionalmente; de hecho, aquel
fue un momento crítico, un viraje en su misión pública. La gente, y los
propios discípulos, estaban entusiasmados con él cuando realizaba señales
milagrosas; y también la multiplicación de los panes y de los peces fue
una clara revelación de que él era el Mesías, hasta el punto de que
inmediatamente después la multitud quiso llevar en triunfo a Jesús y
proclamarlo rey de Israel. Pero esta no era la voluntad de Jesús, quien
precisamente con ese largo discurso frena los entusiasmos y provoca
muchos desacuerdos. De hecho, explicando la imagen del pan, afirma que
ha sido enviado para ofrecer su propia vida, y que los que quieran seguirlo
deben unirse a él de modo personal y profundo, participando en su
sacrificio de amor. Por eso Jesús instituirá en la última Cena el sacramento
de la Eucaristía: para que sus discípulos puedan tener en sí mismos su
caridad —esto es decisivo— y, como un único cuerpo unido a él,
prolongar en el mundo su misterio de salvación.
Al escuchar este discurso la gente comprendió que Jesús no era un
Mesías, como ellos querían, que aspirase a un trono terrenal. No buscaba
consensos para conquistar Jerusalén; más bien, quería ir a la ciudad santa
para compartir el destino de los profetas: dar la vida por Dios y por el
pueblo. Aquellos panes, partidos para miles de personas, no querían
provocar una marcha triunfal, sino anunciar el sacrificio de la cruz, en el
que Jesús se convierte en Pan, en cuerpo y sangre ofrecidos en expiación.
Así pues, Jesús pronunció ese discurso para desengañar a la multitud y,
sobre todo, para provocar una decisión en sus discípulos. De hecho,
muchos de ellos, desde entonces, ya no lo siguieron.
Queridos amigos, dejémonos sorprender nuevamente también nosotros
por las palabras de Cristo: él, grano de trigo arrojado en los surcos de la
231
historia, es la primicia de la nueva humanidad, liberada de la corrupción
del pecado y de la muerte. Y redescubramos la belleza del sacramento de
la Eucaristía, que expresa toda la humildad y la santidad de Dios: el
hacerse pequeño, Dios se hace pequeño, fragmento del universo para
reconciliar a todos en su amor. Que la Virgen María, que dio al mundo el
Pan de la vida, nos enseñe a vivir siempre en profunda unión con él.

SINCERIDAD: LA FALSEDAD ES LA MARCA DEL DIABLO


20120826. Ángelus
Los domingos pasados meditamos el discurso sobre el «pan de vida»
que Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaúm después de alimentar a
miles de personas con cinco panes y dos peces. Hoy, el Evangelio nos
presenta la reacción de los discípulos a ese discurso, una reacción que
Cristo mismo, de manera consciente, provocó. Ante todo, el evangelista
Juan —que se hallaba presente junto a los demás Apóstoles—, refiere que
«desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y no volvieron
a ir con él» (Jn 6, 66). ¿Por qué? Porque no creyeron en las palabras de
Jesús, que decía: Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que coma mi
carne y beba mi sangre vivirá para siempre (cf. Jn 6, 51.54); ciertamente,
palabras en ese momento difícilmente aceptables, difícilmente
comprensibles. Esta revelación —como he dicho— les resultaba
incomprensible, porque la entendían en sentido material, mientras que en
esas palabras se anunciaba el misterio pascual de Jesús, en el que él se
entregaría por la salvación del mundo: la nueva presencia en la Sagrada
Eucaristía.
Al ver que muchos de sus discípulos se iban, Jesús se dirigió a los
Apóstoles diciendo: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67).
Como en otros casos, es Pedro quien responde en nombre de los Doce:
«Señor, ¿a quién iremos? —también nosotros podemos reflexionar: ¿a
quién iremos?— Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído
y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69). Sobre este pasaje
tenemos un bellísimo comentario de san Agustín, que dice, en una de sus
predicaciones sobre el capítulo 6 de san Juan: «¿Veis cómo Pedro, por
gracia de Dios, por inspiración del Espíritu Santo, entendió? ¿Por qué
entendió? Porque creyó. Tú tienes palabras de vida eterna. Tú nos das la
vida eterna, ofreciéndonos tu cuerpo [resucitado] y tu sangre [a ti
mismo]. Y nosotros hemos creído y conocido. No dice: hemos conocido y
después creído, sino: hemos creído y después conocido. Hemos creído
para poder conocer. En efecto, si hubiéramos querido conocer antes de
creer, no hubiéramos sido capaces ni de conocer ni de creer. ¿Qué hemos
creído y qué hemos conocido? Que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, es
decir, que tú eres la vida eterna misma, y en la carne y en la sangre nos das
lo que tú mismo eres» (Comentario al Evangelio de Juan, 27, 9). Así lo
dijo san Agustín en una predicación a sus fieles.
Por último, Jesús sabía que incluso entre los doce Apóstoles había uno
que no creía: Judas. También Judas pudo haberse ido, como lo hicieron
232
muchos discípulos; es más, tal vez tendría que haberse ido si hubiera sido
honrado. En cambio, se quedó con Jesús. Se quedó no por fe, no por amor,
sino con la secreta intención de vengarse del Maestro. ¿Por qué? Porque
Judas se sentía traicionado por Jesús, y decidió que a su vez lo iba a
traicionar. Judas era un zelote, y quería un Mesías triunfante, que guiase
una revuelta contra los romanos. Jesús había defraudado esas expectativas.
El problema es que Judas no se fue, y su culpa más grave fue la falsedad,
que es la marca del diablo. Por eso Jesús dijo a los Doce: «Uno de
vosotros es un diablo» (Jn 6, 70). Pidamos a la Virgen María que nos
ayude a creer en Jesús, como san Pedro, y a ser siempre sinceros con él y
con todos.

LA ALEGRÍA DE LA LEY: DEJARNOS LLEVAR POR LA


VERDAD
20120902. Homilía. A sus exalumnos. Ratzinger Schülerkreis
En el Deuteronomio vemos la «alegría de la ley»: ley no como atadura,
como algo que nos quita la libertad, sino como regalo y don. Cuando los
demás pueblos miren a este gran pueblo —así dice la lectura, así dice
Moisés—, entonces dirán: ¡Qué pueblo tan sabio! Admirarán la sabiduría
de este pueblo, la equidad de la ley y la cercanía del Dios que está a su
lado y que le responde cuando lo llama. Esta es la alegría humilde de
Israel: recibir un don de Dios. Esto es muy distinto del triunfalismo, del
orgullo de lo que viene de sí mismos: Israel no se siente orgulloso de su
propia ley como podía estarlo Roma del derecho romano como don a la
humanidad; ni como Francia, tal vez orgullosa del «Código Napoleón»; ni
como Prusia, orgullosa del «Preußisches Landrecht», etc., obras del
derecho que reconocemos.
Israel sabe bien que su ley no la ha hecho él mismo; no es fruto de su
genialidad, sino que es don. Dios le ha mostrado qué es el derecho. Dios le
ha dado sabiduría. La ley es sabiduría. Sabiduría es el arte de ser hombres,
el arte de poder vivir bien y de poder morir bien. Y sólo se puede vivir y
morir bien cuando se ha recibido la verdad y cuando la verdad nos indica
el camino. Estar agradecidos por el don que no hemos inventado nosotros,
sino que nos ha sido dado, y vivir en la sabiduría; aprender, gracias al don
de Dios, a ser hombres de un modo recto.
El Evangelio, sin embargo, nos muestra que existe también un peligro,
como también se dice directamente al inicio del pasaje de hoy del
Deuteronomio: «no añadir ni quitar nada». Nos enseña que, con el paso
del tiempo, al don de Dios se fueron añadiendo aplicaciones, obras,
costumbres humanas que, al crecer, ocultan lo que es propio de la
sabiduría regalada por Dios, hasta el punto de convertirse en auténtica
atadura, que es preciso romper, o de llevar a la presunción: nosotros lo
hemos inventado.
Pasemos ahora a nosotros, a la Iglesia. De hecho, según nuestra fe, la
Iglesia es el Israel que ha llegado a ser universal, en el que todos, a través
del Señor, llegan a ser hijos de Abraham; el Israel que ha llegado a ser
233
universal, en el que persiste el núcleo esencial de la ley, sin las
contingencias del tiempo y del pueblo. Este núcleo es sencillamente Cristo
mismo, el amor de Dios a nosotros y nuestro amor a él y a los hombres. Él
es la Tora viviente, es el don de Dios para nosotros, en el que ahora todos
recibimos la sabiduría de Dios. Estando unidos a Cristo, caminando con
él, viviendo con él, aprendemos cómo ser hombres de modo recto,
recibimos la sabiduría que es verdad, sabemos vivir y morir, porque él
mismo es la vida y la verdad.
Así pues, la Iglesia, como Israel, debe estar llena de gratitud y de
alegría. «¿Qué pueblo puede decir que Dios está tan cerca de él? ¿Qué
pueblo ha recibido este don?». No lo hemos hecho nosotros, nos ha sido
dado. Alegría y gratitud por el hecho de que lo podemos conocer, de que
hemos recibido la sabiduría de vivir bien, que es lo que debería
caracterizar al cristiano. Así era, en efecto, en el cristianismo de los
orígenes: ser liberado de las tinieblas, de andar a tientas, de la ignorancia
—¿qué soy? ¿por qué existo? ¿cómo debo vivir?—; ser libre, estar en la
luz, en la amplitud de la verdad. Esta era la convicción fundamental. Una
gratitud que se irradiaba en el entorno y que así unía a los hombres en la
Iglesia de Jesucristo.
Sin embargo, también en la Iglesia se produce el mismo fenómeno:
elementos humanos se añaden y llevan o a la presunción, al así llamado
triunfalismo que se gloría de sí mismo en vez de alabar a Dios, o a la
atadura, que es preciso quitar, romper y destruir. ¿Qué debemos hacer?
¿Qué debemos decir? Creo que nos encontramos precisamente en esta
fase, en la que sólo vemos en la Iglesia lo que hemos hecho nosotros
mismos, y perdemos la alegría de la fe; una fase en la que ya no creemos
ni nos atrevemos a decir: él nos ha indicado quién es la verdad, qué es la
verdad; nos ha mostrado qué es el hombre; nos ha donado la justicia de la
vida recta. Sólo nos preocupamos de alabarnos a nosotros mismos, y
tememos vernos atados por reglamentos que constituyen un obstáculo para
la libertad y la novedad de la vida.
Si leemos hoy, por ejemplo, en la Carta de Santiago: «Sois generosos
por medio de una palabra de verdad», ¿quién de nosotros se atrevería a
alegrarse de la verdad que nos ha sido donada? Nos surge inmediatamente
la pregunta: ¿cómo se puede tener la verdad? ¡Esto es intolerancia! Los
conceptos de verdad y de intolerancia hoy están casi completamente
fundidas entre sí; por eso ya no nos atrevemos a creer en la verdad o a
hablar de la verdad. Parece lejana, algo a lo que es mejor no recurrir.
Nadie puede decir «tengo la verdad» —esta es la objeción que se plantea
— y, efectivamente, nadie puede tener la verdad. Es la verdad la que nos
posee, es algo vivo. Nosotros no la poseemos, sino que somos aferrados
por ella. Sólo permanecemos en ella si nos dejamos guiar y mover por
ella; sólo está en nosotros y para nosotros si somos, con ella y en ella,
peregrinos de la verdad.
Creo que debemos aprender de nuevo que «no tenemos la verdad». Del
mismo modo que nadie puede decir «tengo hijos», pues no son una
posesión nuestra, sino que son un don, y nos han sido dados por Dios para
234
una misión, así no podemos decir «tengo la verdad», sino que la verdad ha
venido hacia nosotros y nos impulsa. Debemos aprender a dejarnos llevar
por ella, a dejarnos conducir por ella. Entonces brillará de nuevo: si ella
misma nos conduce y nos penetra.
Queridos amigos, pidamos al Señor que nos conceda este don.
Santiago nos dice hoy en la lectura que no debemos limitarnos a escuchar
la Palabra, sino que la debemos poner en práctica. Esta es una advertencia
ante la intelectualización de la fe y de la teología. En este tiempo, cuando
leo tantas cosas inteligentes, tengo miedo de que se transforme en un
juego del intelecto en el que «nos pasamos la pelota», en el que todo es
sólo un mundo intelectual que no penetra y forma nuestra vida, y que por
tanto no nos introduce en la verdad. Creo que estas palabras de Santiago
se dirigen precisamente a nosotros como teólogos: no sólo escuchar, no
sólo intelecto, sino también hacer, dejarse formar por la verdad, dejarse
guiar por ella. Pidamos al Señor que nos suceda esto y que así la verdad
sea potente sobre nosotros, y que conquiste fuerza en el mundo a través de
nosotros.
La Iglesia ha puesto las palabras del Deuteronomio —«¿Dónde hay
una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor,
nuestro Dios, siempre que lo invocamos?» (4, 7)— en el centro del Oficio
divino del Corpus Christi, y así le ha dado un nuevo significado: ¿dónde
hay un pueblo que tenga a su dios tan cercano como nuestro Dios lo está a
nosotros? En la Eucaristía esto se ha convertido en plena realidad.
Ciertamente, no es sólo un aspecto exterior: alguien puede estar cerca del
Sagrario y, al mismo tiempo, estar lejos del Dios vivo. Lo que cuenta es la
cercanía interior. Dios se ha hecho tan cercano a nosotros que él mismo es
un hombre: esto nos debe desconcertar y sorprender siempre de nuevo. Él
está tan cerca que es uno de nosotros. Conoce al ser humano, conoce el
«sabor» del ser humano, lo conoce desde dentro, lo ha experimentado con
sus alegrías y sus sufrimientos. Como hombre, está cerca de mí, está «al
alcance de mi voz»; está tan cerca de mí que me escucha; y yo puedo
saber que me oye y me escucha, aunque tal vez no como yo me lo
imagino.
Dejémonos llenar de nuevo por esta alegría: ¿Dónde hay un pueblo
que tenga un dios tan cercano como nuestro Dios lo está a nosotros? Tan
cercano que es uno de nosotros, que me toca desde dentro. Sí, hasta el
punto de que entra en mi interior en la santa Eucaristía. Un pensamiento
incluso desconcertante. Sobre este proceso san Buenaventura utilizó una
vez en sus oraciones de Comunión una formulación que sorprende, casi
que asusta. Dice: «Señor mío, ¿cómo se te pudo ocurrir la idea de entrar
en la sucia letrina de mi cuerpo?». Sí, él entra dentro de nuestra miseria, lo
hace plenamente consciente, lo hace para compenetrarse con nosotros,
para limpiarnos y renovarnos, a fin de que, a través de nosotros, en
nosotros, la verdad se difunda en el mundo y se realice la salvación.
Pidamos perdón al Señor por nuestra indiferencia, por nuestra miseria,
que nos hace pensar sólo en nosotros mismos, por nuestro egoísmo que no
busca la verdad, sino que sigue su propia costumbre, y que a menudo hace
235
que el cristianismo parezca sólo un sistema de costumbres. Pidámosle que
entre con fuerza en nuestra alma, que se haga presente en nosotros y a
través de nosotros, para que así la alegría nazca también en nosotros: Dios
está aquí y me ama; es nuestra salvación. Amén.

EL PELIGRO DE LA FALSA RELIGIOSIDAD


20120902. Ángelus
En la liturgia de la Palabra de este domingo destaca el tema de la Ley
de Dios, de su mandamiento: un elemento esencial de la religión judía e
incluso de la cristiana, donde encuentra su plenitud en el amor (cf. Rm 13,
10). La Ley de Dios es su Palabra que guía al hombre en el camino de la
vida, lo libera de la esclavitud del egoísmo y lo introduce en la «tierra» de
la verdadera libertad y de la vida. Por eso en la Biblia la Ley no se ve
como un peso, como una limitación que oprime, sino como el don más
precioso del Señor, el testimonio de su amor paterno, de su voluntad de
estar cerca de su pueblo, de ser su Aliado y escribir con él una historia de
amor.
El israelita piadoso reza así: «Tus decretos son mi delicia, no olvidaré
tus palabras. (...) Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi
gozo» (Sal 119, 16.35). En el Antiguo Testamento, es Moisés quien en
nombre de Dios transmite la Ley al pueblo. Él, después del largo camino
por el desierto, en el umbral de la tierra prometida, proclama: «Ahora,
Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño para que,
cumpliéndolos, viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que el Señor,
Dios de vuestros padres, os va a dar» (Dt 4, 1).
Y aquí está el problema: cuando el pueblo se establece en la tierra, y es
depositario de la Ley, siente la tentación de poner su seguridad y su gozo
en algo que ya no es la Palabra del Señor: en los bienes, en el poder, en
otros «dioses» que en realidad son vanos, son ídolos.
Ciertamente, la Ley de Dios permanece, pero ya no es lo más
importante, ya no es la regla de la vida; se convierte más bien en un
revestimiento, en una cobertura, mientras que la vida sigue otros caminos,
otras reglas, intereses a menudo egoístas, individuales y de grupo.
Así la religión pierde su auténtico significado, que es vivir en escucha
de Dios para hacer su voluntad —que es la verdad de nuestro ser—, y así
vivir bien, en la verdadera libertad, y se reduce a la práctica de costumbres
secundarias, que satisfacen más bien la necesidad humana de sentirse bien
con Dios. Y este es un riesgo grave para toda religión, que Jesús encontró
en su tiempo, pero que se puede verificar, por desgracia, también en el
cristianismo.
Por eso, las palabras de Jesús en el evangelio de hoy contra los
escribas y los fariseos nos deben hacer pensar también a nosotros. Jesús
hace suyas las palabras del profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los
labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío,
porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos» (Mc 7, 6-7;
236
cf. Is 29, 13). Y luego concluye: «Dejáis a un lado el mandamiento de
Dios para aferraros a la tradición de los hombres» (Mc 7, 8).
También el apóstol Santiago, en su carta, pone en guardia contra el
peligro de una falsa religiosidad. Escribe a los cristianos: «Poned en
práctica la palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros
mismos» (St 1, 22). Que la Virgen María, a la que nos dirigimos ahora en
oración, nos ayude a escuchar con un corazón abierto y sincero la Palabra
de Dios, para que oriente todos los días nuestros pensamientos, nuestras
decisiones y nuestras acciones.

ATENCIÓN ESPECIAL A LOS SACERDOTES


20120907. Discurso. A nuevos obispos de tierras de misión
La misión requiere pastores configurados con Cristo por la santidad de
vida, prudentes y clarividentes, dispuestos a entregarse generosamente por
el Evangelio y a llevar en el corazón la solicitud por todas las Iglesias.
Vigilad al rebaño, prestando una atención especial a los sacerdotes.
Guiadlos con el ejemplo, vivid en comunión con ellos, estad disponibles
para escucharlos y acogerlos con benevolencia paterna, valorando sus
diversas capacidades. Esforzaos por asegurar a vuestros sacerdotes
encuentros de formación específicos y periódicos. Haced que la Eucaristía
sea siempre el corazón de su existencia y la razón de ser de su ministerio.
Tened una mirada de fe sobre el mundo de hoy, para comprenderlo en
profundidad, y un corazón generoso, dispuesto a entrar en comunión con
las mujeres y los hombres de nuestro tiempo. No descuidéis vuestra
primera responsabilidad de hombres de Dios, llamados a la oración y al
servicio de su Palabra en beneficio del rebaño. Que de vosotros se pueda
también decir lo que el sacerdote Onías afirmó del profeta Jeremías: «Este
es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo y por la
ciudad santa» (2 Mac 15, 14). Tened la mirada fija en Jesús, el Pastor de
los pastores: el mundo de hoy necesita personas que hablen a Dios, para
poder hablar de Dios. Sólo así la Palabra de salvación dará fruto
(cf. Discurso al Consejo pontificio para la promoción de la nueva
evangelización, 15 de octubre de 2011).

LA MARIOLOGÍA A PARTIR DEL CONCILIO VATICANO II


20120908. Discurso. Al Congreso Mariológico-Mariano Inter/nal
Muy oportunamente habéis reflexionado sobre el tema: «La mariología
a partir del concilio Vaticano II. Recepción, balance y perspectivas», dado
que nos preparamos para recordar y celebrar el 50° aniversario del inicio
de esa gran asamblea, que se inauguró el 11 de octubre de 1962.
El beato Juan XXIII quiso que el concilio ecuménico Vaticano II se
inaugurara precisamente el 11 de octubre, el mismo día en que, en el año
431, el concilio de Éfeso había proclamado a María «Theotokos», Madre
de Dios (cf. AAS 54, 1962, 67-68). En esa circunstancia comenzó su
discurso con palabras significativas y programáticas: «Gaudet Mater
237
Ecclesia quod, singulari divinae Providentiae munere, optatissimus iam
dies illuxit, quo, auspice Deipara Virgine, cuius materna dignitas hodie
festo ritu recolitur, hic ad Beati Petri sepulchrum Concilium
Oecumenicum Vaticanum Secundum sollemniter initium capit» («La
Madre Iglesia se alegra porque, por un don especial de la divina
Providencia, ya ha llegado el día tan anhelado en el que, con el auspicio de
la Virgen Madre de Dios, cuya dignidad materna se celebra hoy con
alegría, aquí, junto al sepulcro de san Pedro, se inicia solemnemente el
concilio ecuménico Vaticano II»).
Como sabéis, el próximo 11 de octubre, para recordar ese
extraordinario acontecimiento, se inaugurará solemnemente el Año de la
fe, que convoqué con el motu proprio Porta fidei, en el cual, presentando a
María como modelo ejemplar de fe, invoco su especial protección e
intercesión para el camino de la Iglesia, encomendándole a ella, dichosa
por haber creído, este tiempo de gracia. También hoy, queridos hermanos
y hermanas, la Iglesia exulta en la celebración litúrgica de la Natividad de
la santísima Virgen María, la Toda Santa, aurora de nuestra salvación.
El sentido de esta fiesta mariana nos lo recuerda san Andrés de Creta,
que vivió entre los siglos VII y VIII, en su famosa Homilía en la fiesta de
la Natividad de María, en la que el evento se presenta como una tesela
preciosa de ese extraordinario mosaico que es el designio divino de
salvación de la humanidad: «El misterio del Dios que se hace hombre y la
divinización del hombre asumido por el Verbo representan la suma de los
bienes que Cristo nos ha regalado, la revelación del plan divino y la
derrota de toda presuntuosa autosuficiencia humana. La venida de Dios
entre los hombres, como luz esplendorosa y realidad divina clara y visible,
es el don grande y maravilloso de la salvación que se nos concede. La
celebración de hoy honra la Natividad de la Madre de Dios. Pero el
verdadero significado y el fin de este evento es la encarnación del Verbo.
De hecho, María nace, es amamantada y educada para ser la Madre del
Rey de los siglos, de Dios» (Discurso I: pg 97, 806-807). Este importante
y antiguo testimonio nos introduce en el corazón de la temática sobre la
que reflexionáis y que el concilio Vaticano II ya quiso subrayar en el título
del capítulo VIII de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la
Iglesia: «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio
de Cristo y de la Iglesia». Se trata del «nexus mysteriorum», de la íntima
conexión entre los misterios de la fe cristiana, que el Concilio indicó como
horizonte para comprender los distintos elementos y las diversas
afirmaciones del patrimonio de la fe católica.
En el Concilio, en el que participé como experto siendo joven teólogo,
pude ver los diferentes modos de afrontar las temáticas relativas a la figura
y al papel de la santísima Virgen María en la historia de la salvación. En la
segunda sesión del Concilio un grupo numeroso de padres pidió que de la
Virgen se tratara dentro de la constitución sobre la Iglesia, mientras que
otro grupo igualmente numeroso sostenía la necesidad de un documento
específico que pusiera adecuadamente de relieve la dignidad, los
privilegios y el papel singular de María en la redención realizada por
238
Cristo. Con la votación del 29 de octubre de 1963 se decidió optar por la
primera propuesta y el esquema de la constitución dogmática sobre la
Iglesia se enriqueció con el capítulo sobre la Madre de Dios, en el cual la
figura de María, releída y propuesta de nuevo a partir de la Palabra de
Dios, con los textos de la tradición patrística y litúrgica, así como con la
amplia reflexión teológica y espiritual, aparece en toda su belleza y
singularidad, e íntimamente insertada en los misterios fundamentales de la
fe cristiana. María, de la que se subraya ante todo la fe, se comprende en
el misterio de amor y comunión de la Santísima Trinidad; su cooperación
al plan divino de la salvación y a la única mediación de Cristo está
claramente afirmada y puesta debidamente de relieve, presentándola así
como un modelo y un punto de referencia para la Iglesia, que en ella se
reconoce a sí misma, su propia vocación y misión. Por último, la piedad
popular, desde siempre dirigida a María, se apoya en referencias bíblicas y
patrísticas. Ciertamente, el texto conciliar no trató exhaustivamente todas
las problemáticas relativas a la figura de la Madre de Dios, pero constituye
el horizonte hermenéutico esencial para cualquier reflexión ulterior, tanto
de carácter teológico como de carácter más propiamente espiritual y
pastoral. Representa, además, un valioso punto de equilibrio, siempre
necesario, entre la racionalidad teológica y la afectividad creyente. La
singular figura de la Madre de Dios se debe ver y profundizar desde
perspectivas diversas y complementarias: aunque sigue siendo siempre
válida y necesaria la via veritatis, se deben recorrer también la via
pulchritudinis y la via amoris para descubrir y contemplar aún más
profundamente la fe cristalina y sólida de María, su amor a Dios y su
esperanza inquebrantable. Por eso, en la Exhortación apostólica Verbum
Domini dirigí una invitación a proseguir en la línea marcada por el
Concilio (cf. n. 27), invitación que os dirijo cordialmente a vosotros,
queridos amigos y estudiosos. Ofreced vuestra competente aportación de
reflexión y propuesta pastoral, para hacer que el inminente Año de la
fe constituya para todos los creyentes en Cristo un verdadero momento de
gracia, en el que la fe de María nos preceda y nos acompañe como faro
luminoso y como modelo de plenitud y madurez cristiana al cual mirar
con confianza y del cual sacar entusiasmo y alegría para vivir cada vez
con mayor compromiso y coherencia nuestra vocación de hijos de Dios,
hermanos en Cristo y miembros vivos de su Cuerpo que es la Iglesia.

SENTIDO DE LOS DIEZ MANDAMIENTOS


20120908. Videomensaje.
Pero, preguntémonos: ¿qué sentido tienen para nosotros estas Diez
Palabras en el actual contexto cultural, en el que se corre el riesgo de que
el laicismo y el relativismo se conviertan en los criterios de toda decisión,
y en esta sociedad que parece vivir como si Dios no existiese? Nosotros
respondemos que Dios nos ha dado los Mandamiento para educarnos en la
verdadera libertad y en el amor auténtico, de modo que podamos ser
realmente felices. Son un signo del amor de Dios Padre, de su deseo de
239
enseñarnos a distinguir correctamente el bien del mal, lo verdadero de lo
falso, lo justo de lo injusto. Todos los pueden comprender y, precisamente
porque fijan los valores fundamentales en normas y reglas concretas, al
ponerlos en práctica el hombre puede recorrer el camino de la verdadera
libertad, que lo consolida en el camino que lleva a la vida y a la felicidad.
Al contrario, cuando en su existencia el hombre ignora los Mandamientos,
no sólo se aliena de Dios y abandona la alianza con él, sino que también se
aleja de la vida y de la felicidad duradera. El hombre abandonado a sí
mismo, indiferente hacia Dios, orgulloso de su propia autonomía absoluta,
acaba por seguir los ídolos del egoísmo, del poder, del dominio,
contaminando las relaciones consigo mismo y con los demás, y
recorriendo sendas no de vida, sino de muerte. Las tristes experiencias de
la historia, sobre todo del siglo pasado, siguen siendo una advertencia para
toda la humanidad.
«Cuando el Amor da sentido a tu vida...». Jesús lleva a plenitud el
camino de los Mandamientos con su cruz y su resurrección; lleva a
superar radicalmente el egoísmo, el pecado y la muerte, con la entrega de
sí mismo por amor. Sólo la acogida del amor infinito de Dios, el tener
confianza en él, el seguir el camino que él ha trazado, da sentido profundo
a la vida y abre a un futuro de esperanza.

EFFETÁ, ÁBRETE: RESUMEN DE LA MISIÓN DE CRISTO


20120909. Ángelus
En el centro del Evangelio de hoy (Mc 7, 31-37) hay una pequeña
palabra, muy importante. Una palabra que —en su sentido profundo—
resume todo el mensaje y toda la obra de Cristo. El evangelista san
Marcos la menciona en la misma lengua de Jesús, en la que Jesús la
pronunció, y de esta manera la sentimos aún más viva. Esta palabra es
«Effetá», que significa: «ábrete». Veamos el contexto en el que está
situada. Jesús estaba atravesando la región llamada «Decápolis», entre el
litoral de Tiro y Sidón y Galilea; una zona, por tanto, no judía. Le llevaron
a un sordomudo, para que lo curara: evidentemente la fama de Jesús se
había difundido hasta allí. Jesús, apartándolo de la gente, le metió los
dedos en los oídos y le tocó la lengua; después, mirando al cielo, suspiró y
dijo: «Effetá», que significa precisamente: «Ábrete». Y al momento aquel
hombre comenzó a oír y a hablar correctamente (cf. Mc 7, 35). He aquí el
significado histórico, literal, de esta palabra: aquel sordomudo, gracias a la
intervención de Jesús, «se abrió»; antes estaba cerrado, aislado; para él era
muy difícil comunicar; la curación fue para él una «apertura» a los demás
y al mundo, una apertura que, partiendo de los órganos del oído y de la
palabra, involucraba toda su persona y su vida: por fin podía comunicar y,
por tanto, relacionarse de modo nuevo.
Pero todos sabemos que la cerrazón del hombre, su aislamiento, no
depende sólo de sus órganos sensoriales. Existe una cerrazón interior, que
concierne al núcleo profundo de la persona, al que la Biblia llama el
«corazón». Esto es lo que Jesús vino a «abrir», a liberar, para hacernos
240
capaces de vivir en plenitud la relación con Dios y con los demás. Por eso
decía que esta pequeña palabra, «Effetá» —«ábrete»— resume en sí toda
la misión de Cristo. Él se hizo hombre para que el hombre, que por el
pecado se volvió interiormente sordo y mudo, sea capaz de escuchar la
voz de Dios, la voz del Amor que habla a su corazón, y de esta manera
aprenda a su vez a hablar el lenguaje del amor, a comunicar con Dios y
con los demás. Por este motivo la palabra y el gesto del «Effetá» han sido
insertados en el rito del Bautismo, como uno de los signos que explican su
significado: el sacerdote, tocando la boca y los oídos del recién bautizado,
dice: «Effetá», orando para que pronto pueda escuchar la Palabra de Dios
y profesar la fe. Por el Bautismo, la persona humana comienza, por decirlo
así, a «respirar» el Espíritu Santo, aquel que Jesús había invocado del
Padre con un profundo suspiro, para curar al sordomudo.
Nos dirigimos ahora en oración a María santísima, cuya Natividad
celebramos ayer. Por su singular relación con el Verbo encarnado, María
está plenamente «abierta» al amor del Señor; su corazón está
constantemente en escucha de su Palabra. Que su maternal intercesión nos
obtenga experimentar cada día, en la fe, el milagro del «Effetá», para vivir
en comunión con Dios y con los hermanos.

FORMAR DISCÍPULOS MISIONEROS DE CRISTO


20120910. Discurso. Obispos Colombia. Visita ad limina 2º grupo
3. La historia de Colombia está indeleblemente marcada por la
profunda fe católica de sus gentes, por su amor a la Eucaristía, su
devoción a la Virgen María y el testimonio de caridad de insignes pastores
y laicos. El anuncio del Evangelio ha fructificado entre ustedes con
abundantes vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, en la
disponibilidad mostrada para la misión ad gentes, en el surgimiento de
movimientos apostólicos, así como en la vitalidad pastoral de las
comunidades parroquiales. Junto a esto, ustedes mismos han constatado
también los efectos devastadores de una creciente secularización, que
incide con fuerza en los modos de vida y trastorna la escala de valores de
las personas, socavando los fundamentos mismos de la fe católica, del
matrimonio, de la familia y de la moral cristiana. A este respecto, la
infatigable defensa y promoción de la institución familiar sigue siendo una
prioridad pastoral para ustedes. Por ello, en medio de las dificultades, les
invito a no retroceder en sus esfuerzos y a seguir proclamando la verdad
integral de la familia, fundada en el matrimonio como Iglesia doméstica y
santuario de la vida (cf. Discurso en la clausura del V Encuentro Mundial
de las Familias, Valencia, 8 de julio de 2006).
4. El Plan Global (2012 – 2020) de la Conferencia Episcopal de
Colombia traza como objetivo general «promover procesos de nueva
evangelización que formen discípulos misioneros, animen la comunión
eclesial e incidan en la sociedad desde los valores del Evangelio» (cf. n.
5.1). Acompaño con mi oración este propósito, que ya tuve la oportunidad
de comentar al inaugurar la V Conferencia General del Episcopado
241
Latinoamericano y del Caribe, en Aparecida, pidiendo a Dios que, al
llevarlo a cabo, los ministros de la Iglesia no se cansen de identificarse
con los sentimientos de Cristo, Buen Pastor, saliendo al encuentro de
todos con sus mismas entrañas de misericordia, para ofrecerles la luz de su
Palabra. Así, el dinamismo de renovación interior llevará a sus
compatriotas a revitalizar su amor al Señor, fuente de la que podrán surgir
caminos que infundan una firme esperanza para vivir de manera
responsable y gozosa la fe e irradiarla en cada ambiente (cf. Discurso
Inaugural, 2).
5. Con espíritu paterno, consagren lo mejor de su ministerio a los
presbíteros, diáconos y religiosos que están bajo su cuidado. Denles la
atención que necesita su vida espiritual, intelectual y material, para que
puedan vivir fiel y fecundamente su ministerio. Y si fuese necesaria, no
ahorren con ellos la oportuna, clarificante y caritativa corrección y
orientación. Pero, sobre todo, sean para ellos modelo de vida y entrega a la
misión recibida de Cristo. Y no dejen de privilegiar el cultivo de las
vocaciones y la formación inicial de los candidatos a las órdenes sagradas
o a la vida religiosa, ayudándoles a discernir la verdad de la llamada de
Dios, para que respondan a ella con generosidad y rectitud de intención. A
este respecto, será oportuno que, siguiendo las orientaciones del
Magisterio, propicien la revisión de los contenidos y métodos de su
formación, con el deseo de que ella responda a los desafíos de la hora
presente y a las necesidades y urgencias del Pueblo de Dios. Igualmente,
es importante el fomento de una acertada pastoral juvenil, por medio de la
cual las nuevas generaciones perciban con nitidez que Cristo las busca y
desea ofrecerles su amistad (cf.Jn 15, 13-15). Él dio su vida para que
tengan vida abundante, para que su corazón no se deje arrastrar por la
mediocridad o por propuestas que acaban dejando el vacío y la tristeza tras
de sí. Él desea ayudar a cuantos tienen el futuro por delante a realizar sus
más nobles aspiraciones, para que aporten una savia fecunda a la sociedad,
y así ésta avance por las sendas de la salvaguarda del medio ambiente, del
ordenado progreso y la real solidaridad.

LÍBANO: PURIFICARSE PARA EDUCAR E ILUMINAR


20120914. Entrevista con los periodistas en viaje al Líbano
P. Lombardi: Gracias, Santo Padre. Muchos católicos manifiestan su
inquietud ante el crecimiento de los fundamentalismos en diversas
regiones del mundo y ante las agresiones de las que son víctimas
numerosos cristianos. En este contexto difícil y a menudo sangriento,
¿cómo puede la Iglesia responder al imperativo del diálogo con el Islam,
sobre el que usted tanta veces ha insistido?
Santo Padre: El fundamentalismo es siempre una falsificación de la
religión. Va en contra de la esencia de la religión, que quiere reconciliar y
crear la paz de Dios en el mundo. Por lo tanto, la tarea de la Iglesia y de
las religiones es purificarse; una alta purificación de estas tentaciones por
parte de la religión es siempre necesaria. Es tarea nuestra iluminar y
242
purificar las conciencias y mostrar claramente que cada hombre es imagen
de Dios; y debemos respetar en el otro, no solamente su alteridad, sino en
la alteridad y en la real esencia común, el ser imagen de Dios, y tratar al
otro como imagen de Dios. Por tanto, el mensaje esencial de la religión
debe ser contra la violencia, que es una de sus falsificaciones, como lo es
el fundamentalismo; el mensaje de la religión debe ser la educación,
iluminación y purificación de las conciencias, para hacerlas capaces de
diálogo, de reconciliación y de paz.

PARA ABRIR UN PORVENIR DE PAZ, EDUCAR EN LA PAZ


20120915. Discurso a los responsables políticos y religiosos
Para abrir a las generaciones futuras un porvenir de paz, la primera
tarea es la de educar en la paz, para construir una cultura de paz. La
educación, en la familia o en la escuela, debe ser sobre todo la educación
en los valores espirituales que dan a la transmisión del saber y de las
tradiciones de una cultura su sentido y su fuerza. El espíritu humano tiene
el sentido innato de la belleza, del bien y la verdad. Es el sello de lo
divino, la marca de Dios en él. De esta aspiración universal se desprende
una concepción moral sólida y justa, que pone siempre a la persona en el
centro. Pero el hombre sólo puede convertirse al bien de manera libre, ya
que «la dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una
elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente
desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera
coacción externa» (Gaudium et spes, 17). La tarea de la educación es la de
acompañar la maduración de la capacidad de tomar opciones libres y
justas, que puedan ir a contracorriente de las opiniones dominantes, las
modas, las ideologías políticas y religiosas. Éste es el precio de la
implantación de una cultura de la paz. Evidentemente, hay que desterrar la
violencia verbal o física. Ésta es siempre un atentado contra la dignidad
humana, tanto del culpable como de la víctima. Además, valorizando las
obras pacíficas y su influjo en el bien común, se aumenta también el
interés por la paz. Como atestigua la historia, tales gestas de paz tienen un
papel considerable en la vida social, nacional e internacional. La
educación en la paz formará así hombres y mujeres generosos y rectos,
atentos a todos y, de modo particular, a las personas más débiles.
Pensamientos de paz, palabras de paz y gestos de paz crean una atmósfera
de respeto, de honestidad y cordialidad, donde las faltas y las ofensas
pueden ser reconocidas con verdad para avanzar juntos hacia la
reconciliación. Que los hombres de Estado y los responsables religiosos
reflexionen sobre ello.
Debemos ser muy conscientes de que el mal no es una fuerza anónima
que actúa en el mundo de modo impersonal o determinista. El mal, el
demonio, pasa por la libertad humana, por el uso de nuestra libertad.
Busca un aliado, el hombre. El mal necesita de él para desarrollarse. Así,
habiendo trasgredido el primer mandamiento, el amor de Dios, trata de
pervertir el segundo, el amor al prójimo. Con él, el amor al prójimo
243
desaparece en beneficio de la mentira y la envidia, del odio y la muerte.
Pero es posible no dejarse vencer por el mal y vencer el mal con el bien
(cf. Rm 12,21). Estamos llamados a esta conversión del corazón. Sin ella,
las tan deseadas “liberaciones” humanas defraudan, puesto que se mueven
en el reducido espacio que concede la estrechez del espíritu humano, su
dureza, sus intolerancias, sus favoritismos, sus deseos de revancha y sus
pulsiones de muerte. Se necesita la transformación profunda del espíritu y
el corazón para encontrar una verdadera clarividencia e imparcialidad, el
sentido profundo de la justicia y el del bien común. Una mirada nueva y
más libre hará que sea posible analizar y poner en cuestión los sistemas
humanos que llevan a un callejón sin salida, con la finalidad de avanzar,
teniendo en cuenta el pasado, con sus efectos devastadores, para no volver
a repetirlo. Esta conversión que se requiere es exaltante, pues abre nuevas
posibilidades, al despertar los innumerables recursos que anidan en el
corazón de tantos hombres y mujeres deseosos de vivir en paz y
dispuestos a comprometerse por ella. Pero es particularmente exigente:
hay que decir no a la venganza, hay que reconocer las propias culpas,
aceptar las disculpas sin exigirlas y, en fin, perdonar. Puesto que sólo el
perdón ofrecido y recibido pone los fundamentos estables de la
reconciliación y la paz para todos (cf. Rm 12,16b.18).

JÓVENES: BUSCAD BUENOS MAESTROS ESPIRITUALES


20120915. Discurso. Encuentro con los jóvenes del Líbano
Conozco las dificultades que tenéis en la vida cotidiana, debido a la
falta de estabilidad y seguridad, al problema de encontrar trabajo o incluso
al sentimiento de soledad y marginación. En un mundo en continuo
movimiento, os enfrentáis a muchos y graves desafíos. Pero ni siquiera el
desempleo y la precariedad deben incitaros a probar la «miel amarga» de
la emigración, con el desarraigo y la separación en pos de un futuro
incierto. Se trata de que vosotros seáis los artífices del futuro de vuestro
país, y cumpláis con vuestro papel en la sociedad y en la Iglesia.
Tenéis un lugar privilegiado en mi corazón y en toda la Iglesia, porque
la Iglesia es siempre joven. La Iglesia confía en vosotros. Cuenta con
vosotros. Sed jóvenes en la Iglesia. Sed jóvenes con la Iglesia. La Iglesia
necesita vuestro entusiasmo y creatividad. La juventud es el momento en
el que se aspira a grandes ideales, y el periodo en que se estudia para
prepararse a una profesión y a un porvenir. Esto es importante y exige su
tiempo. Buscad lo que es hermoso y gozad en hacer el bien. Dad
testimonio de la grandeza y la dignidad de vuestro cuerpo, que es «para el
Señor» (1 Co6,13b). Tened la delicadeza y la rectitud de los corazones
puros. Como el beato Juan Pablo II, yo también os repito: «No tengáis
miedo. Abrid las puertas de vuestro espíritu y vuestro corazón a Cristo».
El encuentro con él «da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva» (Deus caritas est, 1). En él encontraréis la fuerza y
el valor para avanzar en el camino de vuestra vida, superando así las
dificultades y aflicciones. En él encontraréis la fuente de la alegría. Cristo
244

os dice: ُ‫سلَماي كأعُطيككم‬


‫( س‬Mi paz os doy). Aquí está la revolución que
Cristo ha traído, la revolución del amor.
Las frustraciones que se presentan no os deben conducir a refugiaros
en mundos paralelos como, entre otros, el de las drogas de cualquier tipo,
o el de la tristeza de la pornografía. En cuanto a las redes sociales, son
interesantes, pero pueden llevar fácilmente a una dependencia y a la
confusión entre lo real y lo virtual. Buscad y vivid relaciones ricas de
amistad verdadera y noble. Adoptad iniciativas que den sentido y raíces a
vuestra existencia, luchando contra la superficialidad y el consumo fácil.
También os acecha otra tentación, la del dinero, ese ídolo tirano que ciega
hasta el punto de sofocar a la persona y su corazón. Los ejemplos que os
rodean no siempre son los mejores. Muchos olvidan la afirmación de
Cristo, cuando dice que no se puede servir a Dios y al dinero
(cf. Lc 16,13). Buscad buenos maestros, maestros espirituales, que sepan
indicaros la senda de la madurez, dejando lo ilusorio, lo llamativo y la
mentira.
Sed portadores del amor de Cristo. ¿Cómo? Volviendo sin reservas a
Dios, su Padre, que es la medida de lo justo, lo verdadero y lo bueno.
Meditad la Palabra de Dios. Descubrid el interés y la actualidad del
Evangelio. Orad. La oración, los sacramentos, son los medios seguros y
eficaces para ser cristianos y vivir «arraigados y edificados en Cristo,
afianzados en la fe» (Col 2,7). El Año de la fe que está para comenzar será
una ocasión para descubrir el tesoro de la fe recibida en el bautismo.
Podéis profundizar en su contenido estudiando el Catecismo, para que
vuestra fe sea viva y vivida. Entonces os haréis testigos del amor de Cristo
para los demás. En él, todos los hombres son nuestros hermanos. La
fraternidad universal inaugurada por él en la cruz reviste de una luz
resplandeciente y exigente la revolución del amor. «Amaos unos a otros
como yo os he amado» (Jn13,35). En esto reside el testamento de Jesús y
el signo del cristiano. Aquí está la verdadera revolución del amor.
Por tanto, Cristo os invita a hacer como él, a acoger sin reservas al
otro, aunque pertenezca a otra cultura, religión o país. Hacerle sitio,
respetarlo, ser bueno con él, nos hace siempre más ricos en humanidad y
fuertes en la paz del Señor. Sé que muchos de vosotros participáis en
diversas actividades promovidas por las parroquias, las escuelas, los
movimientos o las asociaciones. Es hermoso trabajar con y para los
demás. Vivir juntos momentos de amistad y alegría permite resistir a los
gérmenes de división, que constantemente se han de combatir. La
fraternidad es una anticipación del cielo. Y la vocación del discípulo de
Cristo es ser «levadura» en la masa, como dice san Pablo: «Un poco de
levadura hace fermentar toda la masa» (Ga 5,9). Sed los mensajeros del
evangelio de la vida y de los valores de la vida. Resistid con valentía a
aquello que la niega: el aborto, la violencia, el rechazo y desprecio del
otro, la injusticia, la guerra. Así irradiaréis la paz en vuestro entorno.
¿Acaso no son a los «artífices de la paz» a quienes en definitiva más
admiramos? ¿No es la paz ese bien precioso que toda la humanidad está
245
buscando? Y, ¿no es un mundo de paz para nosotros y para los demás lo
que deseamos en lo más profundo? ُ‫سلَماي كأعُطيككم‬ ‫( س‬Mi paz os doy), dice
Jesús. Él no ha vencido el mal con otro mal, sino tomándolo sobre sí y
aniquilándolo en la cruz mediante el amor vivido hasta el extremo.
Descubrir de verdad el perdón y la misericordia de Dios, permite
recomenzar siempre una nueva vida. No es fácil perdonar. Pero el perdón
de Dios da la fuerza de la conversión y, a la vez, el gozo de perdonar. El
perdón y la reconciliación son caminos de paz, y abren un futuro.
Queridos amigos, muchos de vosotros se preguntan ciertamente, de
una forma más o menos consciente: ¿Qué espera Dios de mí? ¿Qué
proyecto tiene para mí? ¿Querrá que anuncie al mundo la grandeza de su
amor a través del sacerdocio, la vida consagrada o el matrimonio? ¿Me
llamará Cristo a seguirlo más de cerca? Acoged confiadamente estos
interrogantes. Tomaos un tiempo para pensar en ello y buscar la luz.
Responded a la invitación poniéndoos cada día a disposición de Aquel que
os llama a ser amigos suyos. Tratad de seguir de corazón y con
generosidad a Cristo, que nos ha redimido por amor y entregado su vida
por todos nosotros. Descubriréis una alegría y una plenitud inimaginable.
Responder a la llamada que Cristo dirige a cada uno: éste es el secreto de
la verdadera paz.
Ayer firmé la Exhortación Apostólica Ecclesia in Medio Oriente. Esta
carta, queridos jóvenes, está destinada también a vosotros, como a todo el
Pueblo de Dios. Leedla con atención y meditadla para ponerla en práctica.
Para que os ayude, os recuerdo las palabras de san Pablo a los corintios:
«Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y
leída por todo el mundo. Es evidente que sois carta de Cristo, redactada
por nuestro ministerio, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios
vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de corazones de carne» (2
Co 3,2-3). También vosotros, queridos amigos, podéis ser una carta viva
de Cristo. Esta carta no estará escrita con papel y lápiz. Será el testimonio
de vuestra vida y de vuestra fe. Así, con ánimo y entusiasmo, haréis
comprender a vuestro alrededor que Dios quiere la felicidad de todos sin
distinción, y que los cristianos son sus servidores y testigos fieles.

LÍBANO: Y VOSOTROS, ¿QUIÉN DECÍS QUE SOY YO?


20120916. Homilía. Misa en Beirut
En este domingo en el que Evangelio nos interroga sobre la verdadera
identidad de Jesús, henos aquí con los discípulos por la senda que conduce
a los pueblos de la región de Cesarea de Filipo. «Y vosotros, ¿quién decís
que soy yo?» (Mc 8,29), les preguntó Jesús. El momento elegido para
plantear esta cuestión tiene un significado. Jesús se encuentra en un
momento decisivo de su existencia. Sube hacia Jerusalén, hacia el lugar
246
donde, por la cruz y la resurrección, se cumplirá el acontecimiento central
de nuestra salvación. Jerusalén es también donde, al final de estos
acontecimientos, nacerá la Iglesia. Y cuando, en ese momento decisivo,
Jesús pregunta primero a sus seguidores: «¿Quién dice la gente que soy
yo?» (Mc 8,27), las respuestas que le dan son muy diferentes: Juan el
Bautista, Elías, un profeta. También hoy, como a lo largo de los siglos,
aquellos, que de una u otra manera, han encontrado a Jesús en su camino,
ofrecen sus respuestas. Éstas son aproximaciones que pueden permitir
encontrar el camino de la verdad. Pero, aunque no sean necesariamente
falsas, siguen siendo insuficientes, pues no llegan al corazón de la
identidad de Jesús. Sólo quien se compromete a seguirlo en su camino, a
vivir en comunión con él en la comunidad de los discípulos, puede tener
un conocimiento verdadero. Entonces es cuando Pedro, que desde hacía
algún tiempo había vivido con Jesús, dará su respuesta: «Tú eres el
Mesías» (Mc8,29). Respuesta acertada sin duda alguna, pero aún
insuficiente, puesto que Jesús advirtió la necesidad de precisarla. Se
percataba de que la gente podría utilizar esta respuesta para propósitos que
no eran los suyos, para suscitar falsas esperanzas terrenas sobre él. Y no se
deja encerrar sólo en los atributos del libertador humano que muchos
esperan.
Al anunciar a sus discípulos que él deberá sufrir y ser ajusticiado antes
de resucitar, Jesús quiere hacerles comprender quién es de verdad. Un
Mesías sufriente, un Mesías servidor, no un libertador político
todopoderoso. Él es siervo obediente a la voluntad de su Padre hasta
entregar su vida. Es lo que anunciaba ya el profeta Isaías en la primera
lectura. Así, Jesús va contra lo que muchos esperaban de él. Su afirmación
sorprende e inquieta. Y eso explica la réplica y los reproches de Pedro,
rechazando el sufrimiento y la muerte de su maestro. Jesús se muestra
severo con él, y le hace comprender que quien quiera ser discípulo suyo,
debe aceptar ser un servidor, como él mismo se ha hecho siervo.
Decidirse a seguir a Jesús, es tomar su Cruz para acompañarle en su
camino, un camino arduo, que no es el del poder o el de la gloria terrena,
sino el que lleva necesariamente a la renuncia de sí mismo, a perder su
vida por Cristo y el Evangelio, para ganarla. Pues se nos asegura que este
camino conduce a la resurrección, a la vida verdadera y definitiva con
Dios. Optar por acompañar a Jesucristo, que se ha hecho siervo de todos,
requiere una intimidad cada vez mayor con él, poniéndose a la escucha
atenta de su Palabra, para descubrir en ella la inspiración de nuestras
acciones. Al promulgar el Año de la fe, que comenzará el próximo 11 de
octubre, he querido que todo fiel se comprometa de forma renovada en
este camino de conversión del corazón. A lo largo de todo este año, os
animo vivamente, pues, a profundizar vuestra reflexión sobre la fe, para
que sea más consciente, y para fortalecer vuestra adhesión a Jesucristo y
su evangelio.
Hermanos y hermanas, el camino por el que Jesús nos quiere llevar es
un camino de esperanza para todos. La gloria de Jesús se revela en el
momento en que, en su humanidad, él se manifiesta el más frágil,
247
especialmente después de la encarnación y sobre la cruz. Así es como
Dios muestra su amor, haciéndose siervo, entregándose por nosotros.
¿Acaso no es esto un misterio extraordinario, a veces difícil de admitir? El
mismo apóstol Pedro lo comprenderá sólo más tarde.
En la segunda lectura, Santiago nos ha recordado cómo este seguir a
Jesús, para ser auténtico, exige actos concretos: «Yo con mis obras, te
mostraré la fe» (2,18). Servir es una exigencia imperativa para la Iglesia y,
para los cristianos, el ser verdaderos servidores, a imagen de Jesús. El
servicio es un elemento fundacional de la identidad de los discípulos de
Cristo (cf. Jn 13,15-17). La vocación de la Iglesia y del cristiano es servir,
como el Señor mismo lo ha hecho, gratuitamente y a todos, sin distinción.
Por tanto, en un mundo donde la violencia no cesa de extender su rastro de
muerte y destrucción, servir a la justicia y la paz es una urgencia, para
comprometerse en aras de una sociedad fraterna, para fomentar la
comunión. Os hago un llamamiento a todos a trabajar por la paz. Cada uno
como pueda y allí dónde se encuentre.
El servicio debe entrar también en el corazón de la vida misma de la
comunidad cristiana. Todo ministerio, todo cargo en la Iglesia, es ante
todo un servicio a Dios y a los hermanos. Éste es el espíritu que debe
reinar entre todos los bautizados, en particular con un compromiso
efectivo para con los pobres, los marginados y los que sufren, para
salvaguardar la dignidad inalienable de cada persona.
Queridos hermanos y hermanas que sufrís en el cuerpo o en el corazón,
vuestro dolor no es inútil. Cristo servidor está cercano a todos los que
sufren. Él está a vuestro lado. Que os encontréis en vuestro camino con
hermanos y hermanas que manifiesten concretamente su presencia
amorosa, que no os abandonará. Que Cristo os colme de esperanza.
Y todos vosotros, hermanos y hermanas, que habéis venido para
participar en esta celebración, tratad de configuraros siempre con el Señor
Jesús, con él, que se ha hecho servidor de todos para la vida del mundo.

LA REALIDAD QUE VIVIMOS EXIGE UNA SÓLIDA FORMACIÓN


20120920. Discurso. A nuevos obispos
Jesucristo quiso confiar ante todo la misión del anuncio del Evangelio
al cuerpo de los pastores —que deben colaborar entre sí y con el Sucesor
de Pedro (cf.ib., 23)— para que llegue a todos los hombres. Esto es
particularmente urgente en nuestro tiempo, que os llama a ser audaces al
invitar a los hombres de todas las condiciones al encuentro con Cristo y a
hacer más sólida la fe (cf. Christus Dominus, 12).
Vuestra preocupación prioritaria debe ser la de promover y sostener
«un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva
evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el
entusiasmo de comunicar la fe» (Porta fidei, 7). También en esto estáis
llamados a favorecer y alimentar la comunión y la colaboración entre
todas las realidades de vuestras diócesis. En efecto, la evangelización no
es obra de algunos especialistas, sino de todo el pueblo de Dios, bajo la
248
guía de los pastores. Cada fiel, en y con la comunidad eclesial, debe
sentirse responsable del anuncio y del testimonio del Evangelio. El beato
Juan XXIII, abriendo la gran asamblea del Vaticano II, planteaba «un paso
adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las
conciencias», y por eso —añadía— «que esté en correspondencia más
perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y
exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas
literarias del pensamiento moderno» (Discurso de apertura del concilio
ecuménico Vaticano II, 11 de octubre de 1962). Podríamos decir que la
nueva evangelización inició precisamente con el Concilio, que el beato
Juan XXIII veía como un nuevo Pentecostés que haría florecer a la Iglesia
en su riqueza interior y extenderse maternalmente hacia todos los campos
de la actividad humana (cf. Discurso de clausura del I período del
Concilio, 8 de diciembre de 1962). Los efectos de ese nuevo Pentecostés,
a pesar de las dificultades de los tiempos, se han prolongado, llegando a la
vida de la Iglesia en cada una de sus expresiones: desde la institucional a
la espiritual, desde la participación de los fieles laicos en la Iglesia al
florecimiento carismático y de santidad. A este respecto, no podemos
menos de pensar en el mismo beato Juan XXIII y en el beato Juan Pablo
II, en tantas figuras de obispos, sacerdotes, consagrados y laicos, que han
embellecido el rostro de la Iglesia en nuestro tiempo.
Esta herencia ha sido encomendada a vuestra solicitud pastoral. Tomad
de este patrimonio de doctrina, de espiritualidad y de santidad para formar
en la fe a vuestros fieles, para que su testimonio sea más creíble. Al mismo
tiempo, vuestro servicio episcopal os pide que deis «razón de vuestra
esperanza» (1 Pe 3, 15) a cuantos están en busca de la fe o del sentido
último de la vida, en los cuales también «obra la gracia de modo invisible.
Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es
una sola, es decir, la divina» (Gaudium et spes, 22). Por tanto, os aliento a
esforzaros para que a todos, según las diversas edades y condiciones de
vida, se les presenten los contenidos esenciales de la fe, de forma
sistemática y orgánica, para responder también a los interrogantes que
plantea nuestro mundo tecnológico y globalizado. Son siempre actuales
las palabras del siervo de Dios Pablo VI, que afirmaba: «Lo que importa
es evangelizar —no de una manera decorativa, como un barniz superficial,
sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces— la
cultura y las culturas del hombre, (...) tomando siempre como punto de
partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las
personas entre sí y con Dios» (Evangelii nuntiandi, 20). Con este fin, es
fundamental el Catecismo de la Iglesia católica, norma segura para la
enseñanza de la fe y la comunión en el único credo. La realidad en que
vivimos exige que el cristiano tenga una sólida formación.
La fe pide testigos creíbles, que confíen en el Señor y se encomienden
a él para ser «signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo»
(Porta fidei, 15). El obispo, primer testigo de la fe, acompaña el camino
de los creyentes dando el ejemplo de una vida vivida en el abandono
confiado en Dios. Por tanto, él, para ser maestro autorizado y heraldo de la
249
fe, debe vivir en presencia del Señor, como hombre de Dios. En efecto, no
se puede estar al servicio de los hombres, sin ser antes servidores de Dios.
Que vuestro compromiso personal de santidad os lleve a asimilar cada día
la Palabra de Dios en la oración y a alimentaros de la Eucaristía, para
tomar de esta doble mesa la linfa vital para el ministerio. Que la caridad os
impulse a estar cerca de vuestros sacerdotes, con ese amor paterno que
sabe sostener, alentar y perdonar; ellos son vuestros primeros y valiosos
colaboradores para llevar a Dios a los hombres y a los hombres a Dios. De
igual modo, la caridad del buen Pastor os hará estar atentos a los pobres y
a los que sufren, para sostenerlos y consolarlos, así como para orientar a
quienes han perdido el sentido de la vida. Estad particularmente cercanos
a las familias: a los padres, ayudándolos a ser los primeros educadores de
la fe de sus hijos; a los muchachos y a los jóvenes, para que puedan
construir su vida sobre la roca sólida de la amistad con Cristo. Tened
especial cuidado de los seminaristas, preocupándoos de que sean formados
humana, espiritual, teológica y pastoralmente, para que las comunidades
puedan tener pastores maduros y gozosos y guías seguros en la fe.
Queridos hermanos, el apóstol Pablo escribía a Timoteo: «Busca la
justicia, la fe, el amor, la paz. (...) Uno que sirve al Señor no debe
pelearse, sino ser amable con todos, hábil para enseñar, sufrido, capaz de
corregir con dulzura» (2 Tim 2, 22-25). Recordando, a mí y a vosotros,
estas palabras, imparto de corazón a cada uno la bendición apostólica,
para que las Iglesias confiadas a vosotros, impulsadas por el viento del
Espíritu Santo, crezcan en la fe y la anuncien con nuevo ardor por los
caminos de la historia.

SOLICITUD POR LOS SACERDOTES Y MISIÓN DEL LAICO


20120921. Discurso. A obispos de Francia en visita ad limina
Los desafíos de una sociedad ampliamente secularizada invitan ahora a
buscar una respuesta con valentía y optimismo, proponiendo con audacia e
inventiva la novedad permanente del Evangelio.
En esta perspectiva, para estimular a los fieles de todo el mundo he
propuesto el Año de la fe, recordando de este modo el 50º aniversario de la
apertura de los trabajos del concilio Vaticano II: «El Año de la fe es una
invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador
del mundo» (Porta fidei, 6). La figura del buen Pastor que conoce a sus
ovejas, sale en búsqueda de la que se perdió y las ama hasta dar su vida
por ellas, es una de las más sugestivas del Evangelio (cf. Jn 10). Se aplica
en primer lugar a los obispos en su solicitud por todos los fieles cristianos,
pero también a los sacerdotes, sus colaboradores. El exceso de trabajo que
grava sobre vuestros sacerdotes crea una obligación mayor de velar por
«su bien material y, sobre todo, espiritual» (Presbyterorum ordinis, 7),
puesto que vosotros habéis recibido la responsabilidad de la santidad de
vuestros sacerdotes, sabiendo bien que, como os dije en Lourdes, «su vida
espiritual es el fundamento de su vida apostólica» y, en consecuencia,
garante de la fecundidad de todo su ministerio. Así pues, el obispo
250
diocesano está llamado a manifestar una solicitud especial por sus
sacerdotes (cf. Código de derecho canónico, can. 384) y, más en
particular, por cuantos han recibido recientemente la ordenación y por
cuantos están necesitados o son ancianos. No puedo dejar de alentar
vuestros esfuerzos por acogerlos sin cansaros jamás, por actuar con ellos
con corazón de padre y de madre y por considerarlos «como hijos y
amigos» (Lumen gentium, 28). Os preocuparéis por poner a su disposición
los medios que necesiten para alimentar su vida espiritual e intelectual y
para que encuentren también el apoyo de la vida fraterna. Aprecio las
iniciativas que habéis tomado en este sentido y que se presentan como una
prolongación del Año sacerdotal, puesto bajo el patrocinio del santo cura
de Ars. Ha sido una excelente ocasión para contribuir a desarrollar este
aspecto espiritual de la vida del sacerdote. Proseguir en esa dirección no
puede menos de producir gran beneficio a la santidad de todo el pueblo de
Dios. En nuestros días los obreros del Evangelio son indudablemente
pocos. Por tanto, es urgente pedir al Padre que envíe obreros a su mies
(cf. Lc 10, 2). Es necesario rezar y hacer rezar con este fin, y os animo a
seguir con mayor atención la formación de los seminaristas.
Queréis que los grupos parroquiales que estáis organizando consientan
una mejor calidad de las celebraciones y una rica experiencia comunitaria,
apelando al mismo tiempo a una nueva valorización del domingo. Lo
habéis evidenciado en vuestra nota sobre «laicos en misión eclesial en
Francia». Yo mismo he tenido la oportunidad de poner de relieve en
diversas ocasiones este punto esencial para todo bautizado. Sin embargo,
la solución de los problemas pastorales diocesanos que se presentan no
debería limitarse a cuestiones organizativas, por más importantes que
sean. Se corre el riesgo de acentuar la búsqueda de la eficacia con una
especie de «burocratización de la pastoral», concentrándose en las
estructuras, en la organización y en los programas, que pueden volverse
«autorreferenciales», para uso exclusivo de los miembros de esas
estructuras. Entonces, estas últimas tendrían escaso impacto en la vida de
los cristianos alejados de la práctica regular. La evangelización, en
cambio, requiere partir del encuentro con el Señor mediante un diálogo
establecido en la oración; luego, concentrarse en el testimonio que hay que
dar para ayudar a nuestros contemporáneos a reconocer y redescubrir los
signos de la presencia de Dios. Sé también que por doquier en vuestro país
se proponen a los fieles tiempos de adoración. Me alegro profundamente
por ello y os animo a hacer de Cristo presente en la Eucaristía la fuente y
el culmen de la vida cristiana (cf. Lumen gentium, 11). Es necesario, pues,
que en la reorganización pastoral se confirme siempre la función del
sacerdote que, «por estar unido al orden episcopal, participa de la
autoridad con que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo»
(Presbyterorum ordinis, 2).
Rindo homenaje a la generosidad de los laicos llamados a participar en
oficios y encargos en la Iglesia (cf. Código de derecho canónico, can. 228,
§ 1), dando así prueba de una disponibilidad por la cual esta última está
profundamente agradecida. Pero, por otra parte, es oportuno recordar que
251
la tarea específica de los fieles laicos es la animación cristiana de las
realidades temporales, dentro de las cuales actúan por iniciativa propia y
de modo autónomo, a la luz de la fe y de la enseñanza de la Iglesia
(cf. Gaudium et spes, 43). Por consiguiente, es necesario vigilar sobre el
respeto de la diferencia existente entre el sacerdocio común de todos los
fieles y el sacerdocio ministerial de cuantos han sido ordenados al servicio
de la comunidad, diferencia no sólo de grado sino también de naturaleza
(cf. Lumen gentium, 10). Por otro lado, es necesario permanecer fieles al
depósito integral de la fe tal como la enseña el Magisterio auténtico y la
profesa toda la Iglesia. En efecto, «la misma profesión de fe es un acto
personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la
fe es la Iglesia» (Porta fidei, 10). Tal profesión de fe tiene en la liturgia su
expresión más alta. Es importante que esta colaboración se sitúe siempre
en el marco de la comunión eclesial en torno al obispo, que es su garante;
comunión por la cual la Iglesia se manifiesta como una, santa, católica y
apostólica.
Este año celebráis el sexto centenario del nacimiento de Juana de Arco.
A este propósito, he subrayado que «uno de los aspectos más originales de
la santidad de esta joven es precisamente este vínculo entre experiencia
mística y misión política. Después de los años de vida oculta y de
maduración interior sigue el bienio breve, pero intenso, de su vida pública:
un año de acción y un año de pasión» (Audiencia general, 26 de enero de
2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de enero de
2011, p. 3). Tenéis en ella un modelo de santidad laical al servicio del bien
común.
Además, desearía subrayar la interdependencia existente entre «la
perfección de la persona humana y el desarrollo de la misma sociedad»
(Gaudium et spes, 25), desde el momento que la familia «es el fundamento
de la sociedad» (ib., 52). Esta última está amenazada en muchos lugares,
como consecuencia de una concepción de la naturaleza humana que se
demuestra deficiente. Defender la vida y la familia en la sociedad no es en
absoluto un acto retrógrado, sino más bien profético, puesto que significa
promover valores que permiten el pleno desarrollo de la persona humana,
creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26). Aquí estamos ante un
verdadero desafío, que hay que aceptar. En efecto, «el bien que la Iglesia y
toda la sociedad esperan del matrimonio, y de la familia fundada en él, es
demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este ámbito pastoral
específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser
promovidas y protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica
verdad, porque el daño que se les hace provoca de hecho una herida a la
convivencia humana como tal» (Sacramentum caritatis, 29).
Por otro lado, al obispo diocesano le corresponde el deber de
«defender la unidad de la Iglesia universal» (Código de derecho canónico,
can. 392, § 1), en la porción del pueblo de Dios que se le ha confiado,
aunque dentro de ella se expresen legítimamente sensibilidades diversas
que merecen ser objeto de igual solicitud pastoral. Las expectativas
particulares de las nuevas generaciones exigen que se les proponga una
252
catequesis adecuada, para que encuentren su propio lugar en la comunidad
de los creyentes.
Para terminar, deseo expresar una vez más mi aliento por la
iniciativa Diaconía 2013, mediante la cual queréis exhortar a vuestras
comunidades diocesanas y locales, y también a todos los fieles, a volver a
poner en el centro del dinamismo eclesial el servicio al hermano, en
particular al más frágil. Que el servicio al hermano, arraigado en el amor a
Dios, suscite en todos vuestros diocesanos la preocupación por contribuir,
cada uno según sus propias posibilidades, a hacer de la humanidad, en
Cristo, una única familia, fraterna y solidaria.

EL FUNDAMENTO ÉTICO DEL COMPROMISO POLÍTICO


20120922. Discurso. A la Internacional Demócrata Cristiana
Ha pasado un lustro de nuestro anterior encuentro y en este tiempo el
compromiso de los cristianos en la sociedad no ha dejado de ser fermento
vital para una mejora de las relaciones humanas y de las condiciones de
vida. Este compromiso no debe experimentar pausas o repliegues, sino, al
contrario, debe prodigarse con renovada vitalidad, en consideración a la
persistencia y, en algunos casos, al agravamiento de las problemáticas que
tenemos ante nosotros.
Una importancia creciente asume la actual situación económica, cuya
complejidad y gravedad preocupan justamente, pero ante la cual el
cristiano está llamado a actuar y a expresarse con espíritu profético, es
decir, debe ser capaz de captar en las transformaciones en acto la
presencia incesante pero misteriosa de Dios en la historia, asumiendo así
con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades
emergentes. «La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos
nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso... De este
modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un
modo nuevo» (Caritas in veritate, 21).
En esta clave, confiada y no resignada, el compromiso civil y político
puede recibir un nuevo estímulo e impulso en la búsqueda de un sólido
fundamento ético, cuya ausencia en el campo económico ha contribuido a
crear la actual crisis financiera global (cf. Discurso a la Westminster Hall,
Londres, 17 de septiembre de 2010). Por tanto, la contribución política e
institucional que podéis dar no podrá limitarse a responder a las urgencias
de una lógica de mercado, sino que deberá seguir considerado central e
imprescindible la búsqueda del bien común, entendido rectamente, así
como la promoción y la tutela de la dignidad inalienable de la persona
humana. Hoy resuena más actual que nunca la enseñanza conciliar según
la cual «el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario»
(Gaudium et spes, 26). Este orden de la persona «tiene por base la verdad,
se edifica en la justicia» y «es vivificado por el amor» (Catecismo de la
Iglesia católica, 1912); y su discernimiento no puede proceder sin una
constante atención a la Palabra de Dios y al magisterio de la Iglesia,
253
particularmente por parte de quienes, como vosotros, inspiran su actividad
en los principios y en los valores cristianos.
Por desgracia, son muchos y rumorosos los ofrecimientos de
respuestas rápidas, superficiales y de poco alcance para las necesidades
más fundamentales y profundas de la persona. Esto hace que sea
tristemente actual la advertencia del Apóstol, cuando pone en guardia a su
discípulo Timoteo sobre el tiempo «en que los hombres no soportarán la
doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con
un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus
oídos de la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3).
Los ámbitos en los que se ejerce este discernimiento decisivo son
precisamente los que conciernen a los intereses más vitales y delicados de
la persona, allí donde tienen lugar las opciones fundamentales inherentes
al sentido de la vida y a la búsqueda de la felicidad. Por lo demás, tales
ámbitos no están separados, sino profundamente vinculados, subsistiendo
entre ellos un evidente «continuum» constituido por el respeto de la
dignidad trascendente de la persona humana (cf.Catecismo de la Iglesia
católica, 1929), enraizada en su ser imagen del Creador y fin último de
toda justicia social auténticamente humana. El respeto de la vida en todas
sus fases, desde la concepción hasta su ocaso natural —con el
consiguiente rechazo del aborto procurado, de la eutanasia y de toda
práctica eugenésica—, es un compromiso que se relaciona efectivamente
con el del respeto del matrimonio, como unión indisoluble entre un
hombre y una mujer y como fundamento a su vez de la comunidad de vida
familiar. En la familia, «fundada en el matrimonio y abierta a la vida»
(Discurso a las autoridades, Milán, 2 de junio de 2012: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 2012, p. 7), la
persona experimenta la comunión, el respeto y el amor gratuito,
recibiendo al mismo tiempo —del niño, del enfermo, del anciano— la
solidaridad que necesita. Y la familia también constituye el principal y
más decisivo ámbito educativo de la persona, a través de los padres que se
ponen al servicio de los hijos para ayudarles a sacar («e-ducere») lo mejor
de sí. De ahí que la familia, célula originaria de la sociedad, es raíz que
alimenta no sólo a cada persona sino también las mismas bases de la
convivencia social. Por eso el beato Juan Pablo II había incluido
correctamente entre los derechos humanos el «derecho a vivir en una
familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia
personalidad» (Centesimus annus, 44).
En consecuencia, un auténtico progreso de la sociedad humana no
podrá prescindir de políticas de tutela y promoción del matrimonio y de la
comunidad que deriva de él, políticas que no sólo los Estados sino
también la misma comunidad internacional deben adoptar para invertir la
tendencia de un creciente aislamiento del individuo, causa de sufrimiento
y aridez tanto para el individuo como para la misma comunidad.
Honorables señoras y señores, aunque es verdad que de la defensa y
promoción de la dignidad de la persona humana «son rigurosa y
responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de
254
la historia» (Catecismo de la Iglesia católica, 1929), también es verdad
que tal responsabilidad concierne de modo particular a cuantos están
llamados a desempeñar un papel de representación. Ellos, especialmente si
están animados por la fe cristiana, deben «dar a las generaciones venideras
razones para vivir y razones para esperar» (Gaudium et spes, 31). En este
sentido, resuena con provecho la amonestación del libro de la Sabiduría,
según la cual «un juicio implacable espera a los que están en lo alto»
(Sb 6, 5); pero no es una advertencia dada para atemorizar, sino para
impulsar y alentar a los gobernantes, a cualquier nivel, para que realicen
todas las posibilidades de bien de que son capaces, según la medida y la
misión que el Señor confía a cada uno.

PROFUNDA DISTANCIA ENTRE JESÚS Y SUS DISCÍPULOS


20120923. Ángelus
En nuestro camino con el Evangelio de san Marcos, el domingo
pasado entramos en la segunda parte, esto es, el último viaje hacia
Jerusalén y hacia el culmen de la misión de Jesús. Después de que Pedro,
en nombre de los discípulos, profesara la fe en Él reconociéndolo como el
Mesías (cf.Mc 8, 29), Jesús empieza a hablar abiertamente de lo que le
sucederá al final. El evangelista refiere tres predicciones sucesivas de la
muerte y resurrección, en los capítulos 8, 9 y 10: en ellas Jesús anuncia de
manera cada vez más clara el destino que le espera y su intrínseca
necesidad. El pasaje de este domingo contiene el segundo de estos
anuncios. Jesús dice: «El Hijo del hombre —expresión con la que se
designa a sí mismo— va a ser entregado en manos de los hombres y lo
matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (Mc 9, 31). Pero
los discípulos «no entendían lo que decía y les daba miedo preguntarle»
(v. 32). En efecto, leyendo esta parte del relato de Marcos se evidencia que
entre Jesús y los discípulos existía una profunda distancia interior; se
encuentran, por así decirlo, en dos longitudes de onda distintas, de forma
que los discursos del Maestro no se comprenden o sólo es así
superficialmente. El apóstol Pedro, inmediatamente después de haber
manifestado su fe en Jesús, se permite reprocharle porqué ha predicho que
tendrá que ser rechazado y matado. Tras el segundo anuncio de la pasión,
los discípulos se ponen a discutir sobre quién de ellos será el más grande
(cf. Mc 9, 34); y después del tercero, Santiago y Juan piden a Jesús
poderse sentar a su derecha y a su izquierda, cuando esté en la gloria
(cf. Mc 10, 34-35). Existen más señales de esta distancia: por ejemplo, los
discípulos no consiguen curar a un muchacho epiléptico, a quien después
Jesús sana con la fuerza de la oración (cf. Mc 9, 14-29); o cuando se le
presentan niños a Jesús, los discípulos les regañan y Jesús en cambio,
indignado, hace que se queden y afirma que sólo quien es como ellos
puede entrar en el Reino de Dios (cf. Mc 10, 13-16).
¿Qué nos dice todo esto? Nos recuerda que la lógica de Dios es
siempre «otra» respecto a la nuestra, como reveló Dios mismo por boca
del profeta Isaías: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos
255
no son mis caminos» (Is 55, 8). Por esto seguir al Señor requiere siempre
al hombre una profunda con-versión —de todos nosotros—, un cambio en
el modo de pensar y de vivir; requiere abrir el corazón a la escucha para
dejarse iluminar y transformar interiormente. Un punto clave en el que
Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: en Dios no hay orgullo
porque Él es toda la plenitud y tiende todo a amar y donar vida; en
nosotros los hombres, en cambio, el orgullo está enraizado en lo íntimo y
requiere constante vigilancia y purificación. Nosotros, que somos
pequeños, aspiramos a parecer grandes, a ser los primeros; mientras que
Dios, que es realmente grande, no teme abajarse y hacerse el último. Y la
Virgen María está perfectamente «sintonizada» con Dios. Invoquémosla
con confianza para que nos enseñe a seguir fielmente a Jesús en el camino
del amor y de la humildad.

JESÚS NO QUIERE ENVIDIAS NI CELOS EN SUS DISCÍPULOS


20120930. Ángelus
El Evangelio de este domingo presenta uno de esos episodios de la
vida de Cristo que, incluso percibiéndolos, por decirlo así, en passant,
contienen un significado profundo (cf. Mc 9, 38-41). Se trata del hecho de
que alguien, que no era de los seguidores de Jesús, había expulsado
demonios en su nombre. El apóstol Juan, joven y celoso como era, quería
impedirlo, pero Jesús no lo permite; es más, aprovecha la ocasión para
enseñar a sus discípulos que Dios puede obrar cosas buenas y hasta
prodigiosas incluso fuera de su círculo, y que se puede colaborar con la
causa del reino de Dios de diversos modos, ofreciendo también un simple
vaso de agua a un misionero (v. 41). San Agustín escribe al respecto:
«Como en la católica —es decir, en la Iglesia— se puede encontrar
aquello que no es católico, así fuera de la católica puede haber algo de
católico» (Agustín, Sobre el bautismo contra los donatistas: pl 43, VII, 39,
77). Por ello, los miembros de la Iglesia no deben experimentar celos, sino
alegrarse si alguien externo a la comunidad obra el bien en nombre de
Cristo, siempre que lo haga con recta intención y con respeto. Incluso en
el seno de la Iglesia misma, puede suceder, a veces, que cueste esfuerzo
valorar y apreciar, con espíritu de profunda comunión, las cosas buenas
realizadas por las diversas realidades eclesiales. En cambio, todos y
siempre debemos ser capaces de apreciarnos y estimarnos recíprocamente,
alabando al Señor por la «fantasía» infinita con la que obra en la Iglesia y
en el mundo.
En la liturgia de hoy resuena también la invectiva del apóstol Santiago
contra los ricos deshonestos, que ponen su seguridad en las riquezas
acumuladas a fuerza de abusos (cf. St 5, 1-6). Al respecto, Cesáreo de
Arlés lo afirma así en uno de sus discursos: «La riqueza no puede hacer
mal a un hombre bueno, porque la dona con misericordia; así como no
puede ayudar a un hombre malo, mientras la conserva con avidez y la
derrocha en la disipación» (Sermones 35, 4). Las palabras del apóstol
Santiago, a la vez que alertan del vano afán de los bienes materiales,
256
constituyen una fuerte llamada a usarlos en la perspectiva de la solidaridad
y del bien común, obrando siempre con equidad y moralidad, en todos los
niveles.
Queridos amigos, por intercesión de María santísima, oremos a fin de
que sepamos alegrarnos por cada gesto e iniciativa de bien, sin envidias y
celos, y usar sabiamente los bienes terrenos en la continua búsqueda de los
bienes eternos.

VOLVER A DIOS PARA VOLVER A SER HOMBRES


20121004. Homilía. Visita a Loreto
Como recordaba en la Carta apostólica de convocatoria, con el Año de
la fe «deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan
al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos
ofrece para rememorar el don precioso de la fe» (Porta fidei, 8). Y
precisamente aquí, en Loreto, tenemos la oportunidad de ponernos a la
escuela de María, de aquella que ha sido proclamada «bienaventurada»
porque «ha creído» (Lc 1,45). Este santuario, construido entorno a su casa
terrenal, custodia la memoria del momento en el que el ángel del Señor
vino a María con el gran anuncio de la Encarnación, y ella le dio su
respuesta. Esta humilde morada es un testimonio concreto y tangible del
suceso más grande de nuestra historia: la Encarnación; el Verbo se ha
hecho carne, y María, la sierva del Señor, es el canal privilegiado a través
del cual Dios ha venido a habitar entre nosotros (cf. Jn 1,14). María ha
ofrecido la propia carne, se ha puesto totalmente a disposición de la
voluntad divina, convirtiéndose en «lugar» de su presencia, «lugar» en el
que habita el Hijo de Dios. Aquí podemos evocar las palabras del salmo
con las que Cristo, según la Carta a los Hebreos, ha iniciado su vida
terrena diciendo al Padre: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me
formaste un cuerpo… Entonces yo dije: He aquí que vengo… para hacer,
¡oh Dios!, tu voluntad» (10, 5.7). María dice algo muy parecido al ángel
que le revela el plan de Dios sobre ella: «He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). La voluntad de María coincide
con la voluntad del Hijo en el único proyecto de amor del Padre y en ella
se unen el cielo y la tierra, Dios creador y su criatura. Dios se hace
hombre, María se hace «casa viviente» del Señor, templo donde habita el
Altísimo. Hace cincuenta años, aquí en Loreto, el beato Juan XXIII
invitaba a contemplar este misterio, «a reflexionar sobre aquella
conjunción del cielo con la tierra que fue el objetivo de la Encarnación y
de la Redención», y continuaba afirmando que el mismo Concilio tenía
como objetivo concreto extender cada vez más el rayo bienhechor de la
Encarnación y Redención de Cristo en todas las formas de la vida social
(cf. AAS 54 [1962], 724). Ésta es una invitación que resuena hoy con
particular fuerza. En la crisis actual, que afecta no sólo a la economía sino
a varios sectores de la sociedad, la Encarnación del Hijo de Dios nos dice
lo importante que es el hombre para Dios y Dios para el hombre. Sin Dios,
el hombre termina por hacer prevalecer su propio egoísmo sobre la
257
solidaridad y el amor, las cosas materiales sobre los valores, el tener sobre
el ser. Es necesario volver a Dios para que el hombre vuelva a ser hombre.
Con Dios no desaparece el horizonte de la esperanza incluso en los
momentos difíciles, de crisis: la Encarnación nos dice que nunca estamos
solos, Dios ha entrado en nuestra humanidad y nos acompaña.
Pero que Hijo de Dios habite en la «casa viviente», en el templo, que
es María, nos lleva a otro pensamiento: donde Dios habita, reconocemos
que todos estamos «en casa»; donde Cristo habita, sus hermanos y sus
hermanas jamás son extraños. María, que es la madre de Cristo, es
también madre nuestra, nos abre la puerta de su casa, nos guía para entrar
en la voluntad de su Hijo. Así pues, es la fe la que nos proporciona una
casa en este mundo, la que nos reúne en una única familia y nos hace a
todos hermanos y hermanas. Contemplando a María debemos
preguntarnos si también nosotros queremos estar abiertos al Señor, si
queremos ofrecer nuestra vida para que sea su morada; o si, por el
contrario, tenemos miedo a que la presencia del Señor sea un límite para
nuestra libertad, si queremos reservarnos una parte de nuestra vida, para
que nos pertenezca sólo a nosotros. Pero es Dios precisamente quien libera
nuestra libertad, la libera de su cerrarse en sí misma, de la sed de poder, de
poseer, de dominar, y la hace capaz de abrirse a la dimensión que la
realiza en sentido pleno: la del don de sí, del amor, que se hace servicio y
colaboración.
La fe nos hace habitar, vivir, pero también nos hace caminar por la
senda de la vida. En este sentido, la Santa Casa de Loreto conserva
también una enseñanza importante. Como sabemos, fue colocada en un
camino. Esto podría parecer algo extraño: desde nuestro punto de vista, de
hecho, la casa y el camino parecen excluirse mutuamente. En realidad,
precisamente este aspecto singular de la casa, conserva un mensaje
particular. No es una casa privada, no pertenece a una persona o a una
familia, sino que es una morada abierta a todos, que está, por decirlo así,
en el camino de todos nosotros. Así encontramos aquí en Loreto una casa
en la que podemos quedarnos, habitar y que, al mismo tiempo, nos hace
caminar, nos recuerda que todos somos peregrinos, que debemos estar
siempre en camino hacia otra morada, la casa definitiva, la Ciudad eterna,
la morada de Dios con la humanidad redimida (cf. Ap 21,3).
Todavía hay otro punto importante en la narración evangélica de la
Anunciación que quisiera subrayar, un aspecto que no deja nunca de
asombrarme: Dios solicita el «sí» del hombre, ha creado un interlocutor
libre, pide que su criatura le responda con plena libertad. San Bernardo de
Claraval, en uno de sus más celebres sermones, casi «representa» la
expectación por parte de Dios y de la humanidad del «sí» de María,
dirigiéndose a ella con una súplica: «Mira, el ángel aguarda tu respuesta,
porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió… Oh Señora, da
esta respuesta que esperan la tierra, los infiernos, e incluso los cielos
esperan. Así como el Rey y Señor de todos deseaba ver tu belleza, así
desea ardientemente tu respuesta positiva… Levántate, corre, abre.
Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento» (In
258
laudibus Virginis Matris, Homilía 4,8: Opera omnia, edición cisterciense,
4 [1966], 53-54). Dios pide la libre adhesión de María para hacerse
hombre. Cierto, el «sí» de la Virgen es fruto de la gracia divina. Pero la
gracia no elimina la libertad, al contrario, la crea y la sostiene. La fe no
quita nada a la criatura humana, sino que permite su plena y definitiva
realización.

LA IGLESIA EXISTE PARA EVANGELIZAR


20121007. Homilía. Apertura Sínodo y nuevos doctores de Iglesia
Con esta solemne concelebración inauguramos la XIII Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tiene como tema: La
nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Esta temática
responde a una orientación programática para la vida de la Iglesia, la de
todos sus miembros, las familias, las comunidades, la de sus instituciones.
Dicha perspectiva se refuerza por la coincidencia con el comienzo del Año
de la fe, que tendrá lugar el próximo jueves 11 de octubre, en el 50
aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II.
Las lecturas bíblicas de la Liturgia de la Palabra de este domingo nos
ofrecen dos puntos principales de reflexión: el primero sobre el
matrimonio, que retomaré más adelante; el segundo sobre Jesucristo, que
abordo a continuación. No tenemos el tiempo para comentar el pasaje de
la carta a los Hebreos, pero debemos, al comienzo de esta Asamblea
sinodal, acoger la invitación a fijar los ojos en el Señor Jesús, «coronado
de gloria y honor por su pasión y muerte» (Hb 2,9). La Palabra de Dios
nos pone ante el crucificado glorioso, de modo que toda nuestra vida, y en
concreto la tarea de esta asamblea sinodal, se lleve a cabo en su presencia
y a la luz de su misterio. La evangelización, en todo tiempo y lugar, tiene
siempre como punto central y último a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios
(cf. Mc 1,1); y el crucifijo es por excelencia el signo distintivo de quien
anuncia el Evangelio: signo de amor y de paz, llamada a la conversión y a
la reconciliación. Que nosotros venerados hermanos seamos los primeros
en tener la mirada del corazón puesta en él, dejándonos purificar por su
gracia.
Quisiera ahora reflexionar brevemente sobre la «nueva
evangelización», relacionándola con la evangelización ordinaria y con la
misión ad gentes. La Iglesia existe para evangelizar. Fieles al mandato del
Señor Jesucristo, sus discípulos fueron por el mundo entero para anunciar
la Buena Noticia, fundando por todas partes las comunidades cristianas.
Con el tiempo, estas han llegado a ser Iglesias bien organizadas con
numerosos fieles. En determinados periodos históricos, la divina
Providencia ha suscitado un renovado dinamismo de la actividad
evangelizadora de la Iglesia. Basta pensar en la evangelización de los
pueblos anglosajones y eslavos, o en la transmisión del Evangelio en el
continente americano, y más tarde los distintos periodos misioneros en los
pueblos de África, Asía y Oceanía. Sobre este trasfondo dinámico, me
agrada mirar también a las dos figuras luminosas que acabo de proclamar
259
Doctores de la Iglesia: san Juan de Ávila y santa Hildegarda de Bingen.
También en nuestro tiempo el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia un
nuevo impulso para anunciar la Buena Noticia, un dinamismo espiritual y
pastoral que ha encontrado su expresión más universal y su impulso más
autorizado en el Concilio Ecuménico Vaticano II. Este renovado
dinamismo de evangelización produce un influjo beneficioso sobre las dos
«ramas» especificas que se desarrollan a partir de ella, es decir, por una
parte, la missio ad gentes, esto es el anuncio del Evangelio a aquellos que
aun no conocen a Jesucristo y su mensaje de salvación; y, por otra parte,
la nueva evangelización, orientada principalmente a las personas que, aun
estando bautizadas, se han alejado de la Iglesia, y viven sin tener en
cuenta la praxis cristiana. La Asamblea sinodal que hoy se abre esta
dedicada a esta nueva evangelización, para favorecer en estas personas un
nuevo encuentro con el Señor, el único que llena de significado profundo
y de paz nuestra existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe,
fuente de gracia que trae alegría y esperanza a la vida personal, familiar y
social. Obviamente, esa orientación particular no debe disminuir el
impulso misionero, en sentido propio, ni la actividad ordinaria de
evangelización en nuestras comunidades cristianas. En efecto, los tres
aspectos de la única realidad de evangelización se completan y fecundan
mutuamente.

EL MATRIMONIO CONSTITUYE EN SÍ MISMO UN EVANGELIO


20121007. Homilía. Apertura Sínodo y nuevos doctores de Iglesia
El tema del matrimonio, que nos propone el Evangelio y la primera
lectura, merece en este sentido una atención especial. El mensaje de la
Palabra de Dios se puede resumir en la expresión que se encuentra en el
libro del Génesis y que el mismo Jesús retoma: «Por eso abandonará el
varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne»
(Gn 1,24, Mc 10,7-8). ¿Qué nos dice hoy esta palabra? Pienso que nos
invita a ser más conscientes de una realidad ya conocida pero tal vez no
del todo valorizada: que el matrimonio constituye en sí mismo un
evangelio, una Buena Noticia para el mundo actual, en particular para el
mundo secularizado. La unión del hombre y la mujer, su ser «una sola
carne» en la caridad, en el amor fecundo e indisoluble, es un signo que
habla de Dios con fuerza, con una elocuencia que en nuestros días llega a
ser mayor, porque, lamentablemente y por varias causas, el matrimonio,
precisamente en las regiones de antigua evangelización, atraviesa una
profunda crisis. Y no es casual. El matrimonio está unido a la fe, no en un
sentido genérico. El matrimonio, como unión de amor fiel e indisoluble, se
funda en la gracia que viene de Dios Uno y Trino, que en Cristo nos ha
amado con un amor fiel hasta la cruz. Hoy podemos percibir toda la
verdad de esta afirmación, contrastándola con la dolorosa realidad de
tantos matrimonios que desgraciadamente terminan mal. Hay una evidente
correspondencia entre la crisis de la fe y la crisis del matrimonio. Y, como
la Iglesia afirma y testimonia desde hace tiempo, el matrimonio está
260
llamado a ser no sólo objeto, sino sujeto de la nueva evangelización. Esto
se realiza ya en muchas experiencias, vinculadas a comunidades y
movimientos, pero se está realizando cada vez más también en el tejido de
las diócesis y de las parroquias, como ha demostrado el reciente Encuentro
Mundial de las Familias.

LOS SANTOS: LOS PROTAGONISTAS DE LA EVANGELIZACIÓN


20121007. Homilía. Apertura Sínodo y nuevos doctores de Iglesia
Una de las ideas clave del renovado impulso que el Concilio Vaticano
II ha dado a la evangelización es la de la llamada universal a la santidad,
que como tal concierne a todos los cristianos (cf. Const. Lumen gentium,
39-42). Los santos son los verdaderos protagonistas de la evangelización
en todas sus expresiones. Ellos son, también de forma particular, los
pioneros y los que impulsan la nueva evangelización: con su intercesión y
el ejemplo de sus vidas, abierta a la fantasía del Espíritu Santo, muestran
la belleza del Evangelio y de la comunión con Cristo a las personas
indiferentes o incluso hostiles, e invitan a los creyentes tibios, por decirlo
así, a que con alegría vivan de fe, esperanza y caridad, a que descubran el
«gusto» por la Palabra de Dios y los sacramentos, en particular por el pan
de vida, la eucaristía. Santos y santas florecen entre los generosos
misioneros que anuncian la buena noticia a los no cristianos,
tradicionalmente en los países de misión y actualmente en todos los
lugares donde viven personas no cristianas. La santidad no conoce
barreras culturales, sociales, políticas, religiosas. Su lenguaje – el del amor
y la verdad – es comprensible a todos los hombres de buena voluntad y los
acerca a Jesucristo, fuente inagotable de vida nueva.
A este respecto, nos paramos un momento para admirar a los dos
santos que hoy han sido agregados al grupo escogido de los doctores de la
Iglesia. San Juan de Ávila vivió en el siglo XVI. Profundo conocedor de
las Sagradas Escrituras, estaba dotado de un ardiente espíritu misionero.
Supo penetrar con singular profundidad en los misterios de la redención
obrada por Cristo para la humanidad. Hombre de Dios, unía la oración
constante con la acción apostólica. Se dedicó a la predicación y al
incremento de la práctica de los sacramentos, concentrando sus esfuerzos
en mejorar la formación de los candidatos al sacerdocio, de los religiosos
y los laicos, con vistas a una fecunda reforma de la Iglesia.
Santa Hildegarda de Bingen, importante figura femenina del siglo XII,
ofreció una preciosa contribución al crecimiento de la Iglesia de su
tiempo, valorizando los dones recibidos de Dios y mostrándose una mujer
de viva inteligencia, profunda sensibilidad y reconocida autoridad
espiritual. El Señor la dotó de espíritu profético y de intensa capacidad
para discernir los signos de los tiempos. Hildegarda alimentaba un gran
amor por la creación, cultivó la medicina, la poesía y la música. Sobre
todo conservó siempre un amor grande y fiel por Cristo y su Iglesia.
La mirada sobre el ideal de la vida cristiana, expresado en la llamada a
la santidad, nos impulsa a mirar con humildad la fragilidad de tantos
261
cristianos, más aun, su pecado, personal y comunitario, que representa un
gran obstáculo para la evangelización, y a reconocer la fuerza de Dios que,
en la fe, viene al encuentro de la debilidad humana. Por tanto, no se puede
hablar de la nueva evangelización sin una disposición sincera de
conversión. Dejarse reconciliar con Dios y con el prójimo (cf. 2 Cor 5,20)
es la vía maestra de la nueva evangelización. Únicamente purificados, los
cristianos podrán encontrar el legítimo orgullo de su dignidad de hijos de
Dios, creados a su imagen y redimidos con la sangre preciosa de
Jesucristo, y experimentar su alegría para compartirla con todos, con los
de cerca y los de lejos.

SAN JUAN DE ÁVILA, DOCTOR DE LA IGLESIA


20121007. Carta Apostólica. Proclamación como Doctor
BENEDICTO PP. XVI Ad perpetuam rei memoriam.
1. Caritas Christi urget nos (2 Co 5, 14). El amor de Dios, manifestado
en Cristo Jesús, es la clave de la experiencia personal y de la doctrina del
Santo Maestro Juan de Ávila, un «predicador evangélico», anclado
siempre en la Sagrada Escritura, apasionado por la verdad y referente
cualificado para la «Nueva Evangelización».
La primacía de la gracia que impulsa al buen obrar, la promoción de
una espiritualidad de la confianza y la llamada universal a la santidad
vivida como respuesta al amor de Dios, son puntos centrales de la
enseñanza de este presbítero diocesano que dedicó su vida al ejercicio de
su ministerio sacerdotal.
El 4 de marzo de 1538, el Papa Pablo III expidió la Bula Altitudo
Divinae Providentiae, dirigida a Juan de Ávila, autorizándole la fundación
de la Universidad de Baeza (Jaén), en la que lo define
como «praedicatorem insignem Verbi Dei». El 14 de marzo de 1565 Pío iv
expedía una Bula confirmatoria de las facultades concedidas a dicha
Universidad en 1538, en la que le califica como«Magistrum in theologia
et verbi Dei praedicatorem insignem» (cf. Biatiensis Universitas,1968).
Sus contemporáneos no dudaban en llamarlo «Maestro», título con el que
figura desde 1538, y el Papa Pablo VI, en la homilía de su canonización, el
31 de mayo de 1970, resaltó su figura y doctrina sacerdotal excelsa, lo
propuso como modelo de predicación y de dirección de almas, lo calificó
de paladín de la reforma eclesiástica y destacó su continuada influencia
histórica hasta la actualidad.
2. Juan de Ávila vivió en la primera amplia mitad del siglo XVI. Nació
el 6 de enero de 1499 ó 1500, en Almodóvar del Campo (Ciudad Real,
diócesis de Toledo), hijo único de Alonso Ávila y de Catalina Gijón, unos
padres muy cristianos y en elevada posición económica y social. A los 14
años lo llevaron a estudiar Leyes a la prestigiosa Universidad de
Salamanca; pero abandonó estos estudios al concluir el cuarto curso
porque, a causa de una experiencia muy profunda de conversión, decidió
regresar al domicilio familiar para dedicarse a reflexionar y orar.
262
Con el propósito de hacerse sacerdote, en 1520 fue a estudiar Artes y
Teología a la Universidad de Alcalá de Henares, abierta a las grandes
escuelas teológicas del tiempo y a la corriente del humanismo
renacentista. En 1526, recibió la ordenación presbiteral y celebró la
primera Misa solemne en la parroquia de su pueblo y, con el propósito de
marchar como misionero a las Indias, decidió repartir su cuantiosa
herencia entre los más necesitados. Después, de acuerdo con el que había
de ser primer Obispo de Tlaxcala, en Nueva España (México), fue a
Sevilla para esperar el momento de embarcar hacia el Nuevo Mundo.
Mientras se preparaba el viaje, se dedicó a predicar en la ciudad y en
las localidades cercanas. Allí se encontró con el venerable Siervo de Dios
Fernando de Contreras, doctor en Alcalá y prestigioso catequista. Éste,
entusiasmado por el testimonio de vida y la oratoria del joven sacerdote
San Juan, consiguió que el arzobispo hispalense le hiciera desistir de su
idea de ir a América para quedarse en Andalucía y permaneció en Sevilla,
compartiendo casa, pobreza y vida de oración con Contreras y, a la vez
que se dedicaba a la predicación y a la dirección espiritual, continuó
estudios de Teología en el Colegio de Santo Tomás, donde tal vez obtuvo
el título de Maestro.
Sin embargo en 1531, a causa de una predicación suya mal entendida,
fue encarcelado. En la cárcel comenzó a escribir la primera versión
del Audi, filia. Durante estos años recibió la gracia de penetrar con
singular profundidad en el misterio del amor de Dios y el gran beneficio
hecho a la humanidad por Jesucristo nuestro Redentor. En adelante será
éste el eje de su vida espiritual y el tema central de su predicación.
Emitida la sentencia absolutoria en 1533, continuó predicando con
notable éxito ante el pueblo y las autoridades, pero prefirió trasladarse a
Córdoba, incardinándose en esta diócesis. Poco después, en 1536, le llamó
para su consejo el arzobispo de Granada donde, además de continuar su
obra de evangelización, completó sus estudios en esa Universidad.
Buen conocedor de su tiempo y con óptima formación académica, Juan
de Ávila fue un destacado teólogo y un verdadero humanista. Propuso la
creación de un Tribunal Internacional de arbitraje para evitar las guerras y
fue incluso capaz de inventar y patentar algunas obras de ingeniería. Pero,
viviendo muy pobremente, centró su actividad en alentar la vida cristiana
de cuantos escuchaban complacidos sus sermones y le seguían por
doquier. Especialmente preocupado por la educación y la instrucción de
los niños y los jóvenes, sobre todo de los que se preparaban para el
sacerdocio, fundó varios Colegios menores y mayores que, después de
Trento, habrían de convertirse en Seminarios conciliares. Fundó asimismo
la Universidad de Baeza (Jaén), destacado referente durante siglos para la
cualificada formación de clérigos y seglares.
Después de recorrer Andalucía y otras regiones del centro y oeste de
España predicando y orando, ya enfermo, en 1554 se retiró
definitivamente a una sencilla casa en Montilla (Córdoba), donde ejerció
su apostolado perfilando algunas de sus obras y a través de abundante
correspondencia. El arzobispo de Granada quiso llevarlo como asesor
263
teólogo en las dos últimas sesiones del concilio de Trento; al no poder
viajar por falta de salud redactó los Memoriales que influyeron en esa
reunión eclesial.
Acompañado por sus discípulos y amigos y aquejado de fortísimos
dolores, con un Crucifijo entre las manos, entregó su alma al Señor en su
humilde casa de Montilla en la mañana del 10 de mayo de 1569.
3. Juan de Ávila fue contemporáneo, amigo y consejero de grandes
santos y uno de los maestros espirituales más prestigiosos y consultados
de su tiempo.
San Ignacio de Loyola, que le tenía gran aprecio, deseó vivamente que
entrara en la naciente Compañía de Jesús; no sucedió así, pero el Maestro
orientó hacia ella una treintena de sus mejores discípulos. Juan Ciudad,
después San Juan de Dios, fundador de la Orden Hospitalaria, se convirtió
escuchando al Santo Maestro y desde entonces se acogió a su guía
espiritual. El muy noble San Francisco de Borja, otro gran convertido por
mediación del Padre Ávila, que llegó a ser Prepósito general de la
Compañía de Jesús. Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia,
difundió en sus diócesis y por todo el Levante español su método
catequístico. Otros conocidos suyos fueron San Pedro de Alcántara,
provincial de los Franciscanos y reformador de la Orden; San Juan de
Ribera, obispo de Badajoz, que le pidió predicadores para renovar su
diócesis y, arzobispo de Valencia después, tenía en su biblioteca un
manuscrito con 82 sermones suyos; Teresa de Jesús, hoy Doctora de la
Iglesia, que padeció grandes trabajos hasta que pudo hacer llegar al
Maestro el manuscrito de su Vida; San Juan de la Cruz, también Doctor de
la Iglesia, que conectó con sus discípulos de Baeza y le facilitaron la
reforma del Carmelo masculino; el Beato Bartolomé de los Mártires, que
por amigos comunes conoció su vida y santidad y algunos más que
reconocieron la autoridad moral y espiritual del Maestro.
4. Aunque el «Padre Maestro Ávila» fue, ante todo, un predicador, no
dejó de hacer magistral uso de su pluma para exponer sus enseñanzas. Es
más, su influjo y memoria posterior, hasta nuestros días, están
estrechamente vinculados no sólo con el testimonio de su persona y de su
vida, sino con sus escritos, tan distintos entre sí.
Su obra principal, el Audi, filia, un clásico de la espiritualidad, es el
tratado más sistemático, amplio y completo, cuya edición definitiva
preparó su autor en los últimos años de vida. El Catecismo oDoctrina
cristiana, única obra que hizo imprimir en vida (1554), es una síntesis
pedagógica, para niños y mayores, de los contenidos de la fe. El Tratado
del amor de Dios, una joya literaria y de contenido, refleja con qué
profundidad le fue dado penetrar en el misterio de Cristo, el Verbo
encarnado y redentor. El Tratado sobre el sacerdocio es un breve
compendio que se completa con las pláticas, sermones e incluso cartas.
Cuenta también con otros escritos menores, que consisten en orientaciones
o Avisos para la vida espiritual. Los Tratados de Reforma están
relacionados con el concilio de Trento y con los sínodos provinciales que
lo aplicaron, y apuntan muy certeramente a la renovación personal y
264
eclesial. Los Sermones y Pláticas, igual que el Epistolario, son escritos
que abarcan todo el arco litúrgico y la amplia cronología de su ministerio
sacerdotal. Los comentarios bíblicos —de la Carta a los Gálatas a
la Primera carta de Juan y otros— son exposiciones sistemáticas de
notable profundidad bíblica y de gran valor pastoral.
Todas estas obras ofrecen contenidos muy profundos, presentan un
evidente enfoque pedagógico en el uso de imágenes y ejemplos y dejan
entrever las circunstancias sociológicas y eclesiales del momento. El tono
es de suma confianza en el amor de Dios, llamando a la persona a la
perfección de la caridad. Su lenguaje es el castellano clásico y sobrio de su
tierra manchega de origen, mezclado a veces con la imaginación y el calor
meridional, ambiente en que transcurrió la mayor parte de su vida
apostólica.
Atento a captar lo que el Espíritu inspiraba a la Iglesia en una época
compleja y convulsa de cambios culturales, de variadas corrientes
humanísticas, de búsqueda de nuevas vías de espiritualidad, clarificó
criterios y conceptos.
5. En sus enseñanzas el Maestro Juan de Ávila aludía constantemente
al bautismo y a la redención para impulsar a la santidad, y explicaba que
la vida espiritual cristiana, que es participación en la vida trinitaria, parte
de la fe en Dios Amor, se basa en la bondad y misericordia divina
expresada en los méritos de Cristo y está toda ella movida por el Espíritu;
es decir, por el amor a Dios y a los hermanos. «Ensanche vuestra merced
su pequeño corazón en aquella inmensidad de amor con que el Padre nos
dio a su Hijo, y con Él nos dio a sí mismo, y al Espíritu Santo y todas las
cosas»(Carta 160), escribe. Y también: «Vuestros prójimos son cosa que a
Jesucristo toca» (Ib. 62), por esto, «la prueba del perfecto amor de nuestro
Señor es el perfecto amor del prójimo» (Ib. 103). Manifiesta también gran
aprecio a las cosas creadas, ordenándolas en la perspectiva del amor.
Al ser templos de la Trinidad, alienta en nosotros la misma vida de
Dios y el corazón se va unificando, como proceso de unión con Dios y con
los hermanos. El camino del corazón es camino de sencillez, de bondad,
de amor, de actitud filial. Esta vida según el Espíritu es marcadamente
eclesial, en el sentido de expresar el desposorio de Cristo con su Iglesia,
tema central del Audi, filia. Y es también mariana: la configuración con
Cristo, bajo la acción del Espíritu Santo, es un proceso de virtudes y dones
que mira a María como modelo y como madre. La dimensión misionera de
la espiritualidad, como derivación de la dimensión eclesial y mariana, es
evidente en los escritos del Maestro Ávila, que invita al celo apostólico a
partir de la contemplación y de una mayor entrega a la santidad. Aconseja
tener devoción a los santos, porque nos manifiestan a todos «un grande
Amigo, que es Dios, el cual nos tiene presos los corazones en su amor [...]
y Él nos manda que tengamos otros muchos amigos, que son sus
santos» (Carta 222).
6. Si el Maestro Ávila es pionero en afirmar la llamada universal a la
santidad, resulta también un eslabón imprescindible en el proceso
histórico de sistematización de la doctrina sobre el sacerdocio. A lo largo
265
de los siglos sus escritos han sido fuente de inspiración para la
espiritualidad sacerdotal y se le puede considerar como el promotor del
movimiento místico entre los presbíteros seculares. Su influencia se
detecta en muchos autores espirituales posteriores.
La afirmación central del Maestro Ávila es que los sacerdotes, «en la
misa nos ponemos en el altar en persona de Cristo a hacer el oficio del
mismo Redentor» (Carta 157), y que actuar in persona Christi supone
encarnar, con humildad, el amor paterno y materno de Dios. Todo ello
requiere unas condiciones de vida, como son frecuentar la Palabra y la
Eucaristía, tener espíritu de pobreza, ir al púlpito «templado», es decir,
habiéndose preparado con el estudio y con la oración, y amar a la Iglesia,
porque es esposa de Jesucristo.
La búsqueda y creación de medios para mejor formar a los aspirantes
al sacerdocio, la exigencia de mayor santidad del clero y la necesaria
reforma en la vida eclesial constituyen la preocupación más honda y
continuada del Santo Maestro. La santidad del clero es imprescindible
para reformar a la Iglesia. Se imponía, pues, la selección y la adecuada
formación de los que aspiraban al sacerdocio. Como solución propuso
crear seminarios y llegó a insinuar la conveniencia de un colegio especial
para que se preparasen en el estudio de la Sagrada Escritura. Estas
propuestas alcanzaron a toda la Iglesia.
Por su parte, la fundación de la Universidad de Baeza, en la que puso
todo su interés y entusiasmo, constituyó una de sus aspiraciones más
logradas, porque llegó a proporcionar una óptima formación inicial y
continuada a los clérigos, teniendo muy en cuenta el estudio de la llamada
«teología positiva» con orientación pastoral, y dio origen a una escuela
sacerdotal que prosperó durante siglos.
7. Dada su indudable y creciente fama de santidad, la Causa de
beatificación y canonización del Maestro Juan de Ávila se inició en la
archidiócesis de Toledo, en 1623. Se interrogó pronto a los testigos en
Almodóvar del Campo y Montilla, lugares del nacimiento y muerte del
Siervo de Dios, y en Córdoba, Granada, Jaén, Baeza y Andújar. Pero por
diversos problemas la Causa quedó interrumpida hasta 1731, en que el
arzobispo de Toledo envió a Roma los procesos informativos ya
realizados. Por decreto de 3 de abril de 1742 el Papa Benedicto XIV
aprobó los escritos y elogió la doctrina del Maestro Ávila, y el 8 de
febrero de 1759 Clemente XIII declaró que había ejercitado las virtudes en
grado heroico. La beatificación tuvo lugar, por el Papa León XIII, el 6 de
abril de 1894 y la canonización, por el Papa Pablo VI, el 31 de mayo de
1970. Dada la relevancia de su figura sacerdotal, en 1946 Pío XII lo
nombró Patrono del clero secular de España.
El título de «Maestro» con el que durante su vida, y a lo largo de los
siglos, ha sido conocido San Juan de Ávila motivó que a raíz de su
canonización se planteara la posibilidad del Doctorado. Así, a instancias
del cardenal Don Benjamín de Arriba y Castro, arzobispo de Tarragona, la
XII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (julio 1970)
acordó solicitar a la Santa Sede su declaración de Doctor de la Iglesia
266
Universal. Siguieron numerosas instancias, particularmente con motivo
del XXV Aniversario de su Canonización (1995) y del V Centenario de su
nacimiento (1999).
La declaración de Doctor de la Iglesia Universal de un santo supone el
reconocimiento de un carisma de sabiduría conferido por el Espíritu Santo
para bien de la Iglesia y comprobado por la influencia benéfica de su
enseñanza en el pueblo de Dios, hechos bien evidentes en la persona y en
la obra de San Juan de Ávila. Éste fue solicitado muy frecuentemente por
sus contemporáneos como Maestro de teología, discernidor de espíritus y
director espiritual. A él acudieron en búsqueda de ayuda y orientación
grandes santos y reconocidos pecadores, sabios e ignorantes, pobres y
ricos, y a su fama de consejero se unió tanto su activa intervención en
destacadas conversiones como su cotidiana acción para mejorar la vida de
fe y la comprensión del mensaje cristiano de cuantos acudían solícitos a
escuchar su enseñanza. También los obispos y religiosos doctos y bien
preparados se dirigieron a él como consejero, predicador y teólogo,
ejerciendo notable influencia en quienes lo trataron y en los ambientes que
frecuentó.
8. El Maestro Ávila no ejerció como profesor en las Universidades,
aunque sí fue organizador y primer Rector de la Universidad de Baeza. No
explicó teología en una cátedra, pero sí dio lecciones de Sagrada Escritura
a seglares, religiosos y clérigos.
No elaboró nunca una síntesis sistemática de su enseñanza teológica,
pero su teología es orante y sapiencial. En el Memorial II al concilio de
Trento da dos razones para vincular la teología y la oración: la santidad de
la ciencia teológica y el provecho y edificación de la Iglesia. Como
verdadero humanista y buen conocedor de la realidad, la suya es también
una teología cercana a la vida, que responde a las cuestiones planteadas en
el momento y lo hace de modo didáctico y comprensible.
La enseñanza de Juan de Ávila destaca por su excelencia y precisión y
por su extensión y profundidad, fruto de un estudio metódico, de
contemplación y por medio de una profunda experiencia de las realidades
sobrenaturales. Además su rico epistolario bien pronto contó con
traducciones italianas, francesas e inglesas.
Es muy de notar su profundo conocimiento de la Biblia, que él deseaba
ver en manos de todos, por lo que no dudó en explicarla tanto en su
predicación cotidiana como ofreciendo lecciones sobre determinados
Libros sagrados. Solía cotejar las versiones y analizar los sentidos literal y
espiritual; conocía los comentarios patrísticos más importantes y estaba
convencido de que para recibir adecuadamente la revelación era necesario
el estudio y la oración, y que se penetrara en su sentido con ayuda de la
tradición y del magisterio. Del Antiguo Testamento cita sobre todo
los Salmos, Isaías y el Cantar de los cantares. Del Nuevo, el apóstol Juan
y San Pablo que es, sin duda, el más recurrido. «Copia fiel de San Pablo»,
lo llamó el Papa Pablo VI en la bula de su canonización.
9. La doctrina del Maestro Juan de Ávila posee, sin duda, un mensaje
seguro y duradero, y es capaz de contribuir a confirmar y profundizar el
267
depósito de la fe, iluminando incluso nuevas prospectivas doctrinales y de
vida. Atendiendo al magisterio pontificio, resulta evidente su actualidad,
lo cual prueba que su eminens doctrina constituye un verdadero carisma,
don del Espíritu Santo a la Iglesia de ayer y de hoy.
La primacía de Cristo y de la gracia que, en términos de amor de Dios,
atraviesa toda la enseñanza del Maestro Ávila, es una de las dimensiones
subrayadas tanto por la teología como por la espiritualidad actual, de lo
cual se derivan consecuencias también para la pastoral, tal como Nos
hemos subrayado en la encíclica Deus caritas est. La confianza, basada en
la afirmación y la experiencia del amor de Dios y de la bondad y
misericordia divinas, ha sido propuesta también en el reciente magisterio
pontificio, como en la encíclica Dives in misericordia y en la exhortación
apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, que es una verdadera
proclamación del Evangelio de la esperanza, como también hemos
pretendido en la encíclica Spe salvi. Y cuando en la carta
apostólica Ubicumque et semper, con la que acabamos de instituir el
Pontificio Consejo para promover la Nueva Evangelización, decimos:
«Para proclamar de modo fecundo la Palabra del Evangelio se requiere
ante todo hacer una experiencia profunda de Dios», emerge la figura
serena y humilde de este «predicador evangélico» cuya eminente doctrina
es de plena actualidad.
10. En 2002, la Conferencia Episcopal Española tuvo noticia de que
el Studio riassuntivo sull’eminente dottrina ravvisata nelle opere di San
Giovanni d’Avila, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, concluía
de modo netamente afirmativo, y en 2003 un buen número de Sres.
Cardenales, Arzobispos y Obispos, Presidentes de Conferencias
Episcopales, Superiores Generales de Institutos de vida consagrada,
Responsables de Asociaciones y Movimientos eclesiales, Universidades y
otras instituciones, y personas particulares significativas, se unieron a la
súplica de la Conferencia Episcopal Española por medio de Cartas
Postulatorias que manifestaban al Papa Juan Pablo II el interés y la
oportunidad del Doctorado de San Juan de Ávila.
Retornado el expediente a la Congregación de las Causas de los Santos
y nombrado un Relator para esta Causa, fue necesario elaborar la
correspondiente Positio. Concluido este trabajo, el Presidente y el
Secretario de la Conferencia Episcopal Española junto con el Presidente
de la Junta Pro Doctorado y la Postuladora de la Causa firmaron, el 10 de
diciembre de 2009, la definitiva Súplica (Supplex libellus) del Doctorado
para el Maestro Juan de Ávila. El 18 de diciembre de 2010 tuvo lugar el
Congreso Peculiar de Consultores Teólogos de dicha Congregación, en
orden al Doctorado del Santo Maestro. Los votos fueron afirmativos. El 3
de mayo de 2011, la Sesión Plenaria de Cardenales y Obispos miembros
de la Congregación decidió, con voto también unánimemente afirmativo,
proponernos la declaración de San Juan de Ávila, si así lo deseábamos,
como Doctor de la Iglesia universal. El día 20 de agosto de 2011, en
Madrid, durante la Jornada Mundial de la Juventud, anunciamos al Pueblo
de Dios que, «declararé próximamente a San Juan de Ávila, presbítero,
268
Doctor de la Iglesia universal». Y el día 27 de mayo de 2012, domingo de
Pentecostés, tuvimos el gozo de decir en la Plaza de San Pedro del
Vaticano a la multitud de peregrinos de todo el mundo allí reunidos: «El
Espíritu que ha hablado por medio de los profetas,con los dones de la
sabiduría y de la ciencia continúa inspirando mujeres y hombres que se
empeñan en la búsqueda de la verdad, proponiendo vías originales de
conocimiento y de profundización del misterio de Dios, del hombre y del
mundo. En este contexto tengo la alegría de anunciarles que el próximo 7
de octubre, en el inicio de la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los
Obispos, proclamaré a san Juan de Ávila y a santa Hildegarda de Bingen,
doctores de la Iglesia universal [...] La santidad de la vida y la profundidad
de la doctrina los vuelve perennemente actuales: la gracia del Espíritu
Santo, de hecho los proyectó en esa experiencia de penetrante
comprensión de la revelación divina y diálogo inteligente con el mundo,
que constituyen el horizonte permanente de la vida y de la acción de la
Iglesia. Sobre todo, a la luz del proyecto de una nueva evangelización a la
cual será dedicada la mencionada Asamblea del Sínodo de los Obispos, y
en la vigilia del Año de la Fe, estas dos figuras de santos y doctores serán
de gran importancia y actualidad».
Por lo tanto hoy, con la ayuda de Dios y la aprobación de toda la
Iglesia, esto se ha realizado. En la plaza de San Pedro, en presencia de
muchos cardenales y prelados de la Curia Romana y de la Iglesia católica,
confirmando lo que se ha realizado y satisfaciendo con gran gusto los
deseos de los suplicantes, durante el sacrificio Eucarístico hemos
pronunciado estas palabras:
«Nosotros, acogiendo el deseo de muchos hermanos en el episcopado
y de muchos fieles del mundo entero, tras haber tenido el parecer de la
Congregación para las Causas de los Santos, tras haber reflexionado
largamente y habiendo llegado a un pleno y seguro convencimiento, con la
plenitud de la autoridad apostólica declaramos a san Juan de Ávila,
sacerdote diocesano, y santa Hildegarda de Bingen, monja profesa de la
Orden de San Benito, Doctores de la Iglesia universal, en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Esto decretamos y ordenamos, estableciendo que esta carta sea y
permanezca siempre cierta, válida y eficaz, y que surta y obtenga sus
efectos plenos e íntegros; y así convenientemente se juzgue y se defina; y
sea vano y sin fundamento cuanto al respecto diversamente intente nadie
con cualquier autoridad, conscientemente o por ignorancia.
Dado en Roma, en San Pedro, con el sello del Pescador, el 7 de
octubre de 2012, año octavo de Nuestro Pontificado. BENEDICTO PP.
XVI

SANTA HILDEGARDA DE BINGEN, DOCTORA DE LA IGLESIA


20121007. Carta Apostólica. Proclamación como Doctora
BENEDICTO PP. XVI Ad perpetuam rei memoriam.
269
1. «Luz de su pueblo y de su tiempo»: con estas palabras el beato Juan
Pablo II, nuestro venerado predecesor, definió a santa Hildegarda de
Bingen en 1979, con ocasión del 800º aniversario de la muerte de la
mística alemana. Y verdaderamente, en el horizonte de la historia, esta
gran figura de mujer se perfila con límpida claridad por santidad de vida y
originalidad de doctrina. Es más, como para toda auténtica experiencia
humana y teologal, su autoridad supera decididamente los confines de una
época y de una sociedad y, a pesar de la distancia cronológica y cultural,
su pensamiento se manifiesta de perenne actualidad.
En santa Hildegarda de Bingen se advierte una extraordinaria armonía
entre la doctrina y la vida cotidiana. En ella la búsqueda de la voluntad de
Dios en la imitación de Cristo se expresa como una constante práctica de
las virtudes, que ella ejercita con suma generosidad y que alimenta en las
raíces bíblicas, litúrgicas y patrísticas a la luz de la Regla de San Benito:
resplandece en ella de modo particular la práctica perseverante de la
obediencia, de la sencillez, de la caridad y de la hospitalidad. En esta
voluntad de total pertenencia al Señor, la abadesa benedictina sabe
involucrar sus no comunes dotes humanas, su aguda inteligencia y su
capacidad de penetración de las realidades celestes.
2. Hildegarda nació en 1089 en Bermersheim, en Alzey, de padres de
noble linaje y ricos terratenientes. A la edad de ocho años fue aceptada
como oblata en la abadía benedictina de Disibodenberg, donde en 1115
emitió la profesión religiosa. A la muerte de Jutta de Sponheim, hacia
1136, Hildegarda fue llamada a sucederla en calidad de magistra. Delicada
en la salud física, pero vigorosa en el espíritu, se empleó a fondo por una
adecuada renovación de la vida religiosa. Fundamento de su espiritualidad
fue la regla benedictina, que plantea el equilibrio espiritual y la
moderación ascética como caminos a la santidad. Tras el aumento
numérico de las religiosas, debido sobre todo a la gran consideración de su
persona, en torno a 1150 fundó un monasterio en la colina llamada
Rupertsberg, en Bingen, adonde se trasladó junto a veinte hermanas. En
1165 estableció otro en Eibingen, en la orilla opuesta del Rin. Fue abadesa
de ambos.
Dentro de los muros claustrales atendió el bien espiritual y material de
sus hermanas, favoreciendo de manera particular la vida comunitaria, la
cultura y la liturgia. Fuera se empeñó activamente en vigorizar la fe
cristiana y reforzar la práctica religiosa, contrarrestando las tendencias
heréticas de los cátaros, promoviendo la reforma de la Iglesia con los
escritos y la predicación, contribuyendo a mejorar la disciplina y la vida
del clero. Por invitación primero de Adriano iv y después de Alejandro III,
Hildegarda ejerció un fecundo apostolado —entonces no muy frecuente
para una mujer— realizando algunos viajes no carentes de malestares y
dificultades, a fin de predicar hasta en las plazas públicas y en varias
iglesias catedrales, como ocurrió, entre otros lugares, en Colonia, Tréveris,
Lieja, Maguncia, Metz, Bamberg y Würzburg. La profunda espiritualidad
presente en sus escritos ejercita una relevante influencia tanto en los fieles
como en las grandes personalidades de su tiempo, involucrando en una
270
incisiva renovación la teología, la liturgia, las ciencias naturales y la
música.
Habiendo enfermado el verano de 1179, Hildegarda, rodeada de sus
hermanas, falleció con fama de santidad en el monasterio de Rupertsberg,
en Bingen, el 17 de septiembre de 1179.
3. En sus numerosos escritos Hildegarda se dedicó exclusivamente a
exponer la divina revelación y hacer conocer a Dios en la claridad de su
amor. La doctrina hildegardiana se considera eminente tanto por la
profundidad y la corrección de sus interpretaciones como por la
originalidad de sus visiones. Los textos por ella compuestos aparecen
animados por una auténtica «caridad intelectual» y evidencian densidad y
frescura en la contemplación del misterio de la Santísima Trinidad, de la
Encarnación, de la Iglesia, de la humanidad, de la naturaleza como
criatura de Dios que hay que apreciar y respetar.
Estas obras nacen de una experiencia mística íntima y proponen una
incisiva reflexión sobre el misterio de Dios. El Señor le había hecho
partícipe, desde niña, de una serie de visiones cuyo contenido ella dictó al
monje Volmar, su secretario y consejero espiritual, y a Richardis de
Strade, una hermana monja. Pero es particularmente iluminador el juicio
dado por san Bernardo de Claraval, que la alentó, y sobre todo por el Papa
Eugenio III, quien en 1147 la autorizó a escribir y a hablar en público. La
reflexión teológica permite a Hildegarda tematizar y comprender, al
menos en parte, el contenido de sus visiones. Además de libros de teología
y de mística, compuso también obras de medicina y de ciencias naturales.
Numerosas son igualmente las cartas —cerca de cuatrocientas— que
dirigió a personas sencillas, a comunidades religiosas, a papas, obispos y
autoridades civiles de su tiempo. Fue también compositora de música
sacra. El corpus de sus escritos, por cantidad, calidad y variedad de
intereses, no tiene comparación con ninguna otra autora del medioevo.
Las obras principales son el Scivias, el Liber vitae meritorum y
el Liber divinorum operum. Todas relatan sus visiones y el encargo
recibido del Señor de transcribirlas. Las Cartas, lo sabe la propia autora,
no revisten una importancia menor y testimonian la atención de
Hildegarda a los acontecimientos de su tiempo, que ella interpreta a la luz
del misterio de Dios. A éstas hay que añadir 58 sermones, dirigidos
exclusivamente a sus hermanas. Se trata de las Expositiones
evangeliorum, que contienen un comentario literal y moral de pasajes
evangélicos vinculados a las principales celebraciones del año litúrgico.
Los trabajos de carácter artístico y científico se concentran de modo
específico en la música con la Symphonia armoniae caelestium
revelationum; en la medicina con el Liber subtilitatum diversarum
naturarum creaturarum y elCausae et curae; y sobre las ciencias naturales
con la Physica. Y finalmente se observan también escritos de carácter
lingüístico, como Lingua ignota y las Litterae ignotae, en las que aparecen
palabras en una lengua desconocida de su invención, pero compuesta
predominantemente de fonemas presentes en la lengua alemana.
271
El lenguaje de Hildegarda, caracterizado por un estilo original y eficaz,
recurre gustosamente a expresiones poéticas de fuerte carga simbólica,
con fulgurantes intuiciones, incisivas analogías y sugestivas metáforas.
4. Con aguda sensibilidad sapiencial y profética, Hildegarda fija la
mirada en el acontecimiento de la revelación. Su investigación se
desarrolla a partir de la página bíblica, a la que, en sucesivas fases,
permanece sólidamente anclada. La mirada de la mística de Bingen no se
limita a afrontar cuestiones individuales, sino que quiere ofrecer una
síntesis de toda la fe cristiana. En sus visiones y en la sucesiva reflexión,
por lo tanto, ella compendia la historia de la salvación, desde el comienzo
del universo a la consumación escatológica. La decisión de Dios de llevar
a cabo la obra de la creación es la primera etapa de este inmenso itinerario
que, a la luz de la Sagrada Escritura, se desenvuelve desde la constitución
de la jerarquía celeste hasta la caída de los ángeles rebeldes y el pecado de
los primeros padres. A este marco inicial le sigue la encarnación redentora
del Hijo de Dios, la acción de la Iglesia que continúa en el tiempo el
misterio de la encarnación y la lucha contra satanás. La venida definitiva
del reino de Dios y el juicio universal serán la coronación de esta obra.
Hildegarda se plantea y nos plantea la cuestión fundamental de que es
posible conocer a Dios: es ésta la tarea fundamental de la teología. Su
repuesta es plenamente positiva: mediante la fe, como a través de una
puerta, el hombre es capaz de acercarse a este conocimiento. Sin embargo
Dios conserva siempre su halo de misterio y de incomprensibilidad. Él se
hace inteligible en la creación; pero esto, a su vez, no se comprende
plenamente si se separa de Dios. En efecto, la naturaleza considerada en sí
misma proporciona sólo informaciones parciales que no raramente se
convierten en ocasiones de errores y abusos. Por ello también en la
dinámica cognoscitiva natural se necesita la fe; si no, el conocimiento es
limitado, insatisfactorio y desviante.
La creación es un acto de amor gracias al cual el mundo puede
emerger de la nada: por lo tanto la caridad divina atraviesa toda la escala
de las criaturas, como la corriente de un río. Entre todas las criaturas, Dios
ama de modo particular al hombre y le confiere una extraordinaria
dignidad, donándole esa gloria que los ángeles rebeldes perdieron. La
humanidad, así, puede considerarse como el décimo coro de la jerarquía
angélica. Pues bien: el hombre es capaz de conocer a Dios en Él mismo, es
decir, su naturaleza individua en la trinidad de las personas. Hildegarda se
acerca así al misterio de la Santísima Trinidad en la línea ya propuesta por
san Agustín: por analogía con la propia estructura de ser racional, el
hombre es capaz de tener al menos una imagen de la íntima realidad de
Dios. Pero es sólo en la economía de la Encarnación y del acontecer
humano del Hijo de Dios que este misterio se hace accesible a la fe y a la
conciencia del hombre. La santa e inefable Trinidad en la suma unidad
estaba escondida para los servidores de la ley antigua. Pero en la nueva
gracia se revelaba a los liberados de la servidumbre. La Trinidad se ha
revelado de modo particular en la cruz del Hijo.
272
Un segundo «lugar» en el que Dios se hace cognoscible es su palabra
contenida en los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Precisamente
porque Dios «habla», el hombre está llamado a la escucha. Este concepto
ofrece a Hildegarda la ocasión de exponer su doctrina sobre el canto, de
manera especial el litúrgico. El sonido de la Palabra de Dios crea vida y se
manifiesta en las criaturas. También los seres privados de racionalidad,
gracias a la palabra creadora, son involucrados en el dinamismo creatural.
Pero, naturalmente, es el hombre la criatura cuya voz puede responder a la
voz del Creador. Y puede hacerlo de dos modos principales: in voce oris,
es decir, en la celebración de la liturgia, e in voce cordis, o bien con una
vida virtuosa y santa. Toda la vida humana, por lo tanto, puede
interpretarse como una armonía y una sinfonía.
5. La antropología de Hildegarda parte de la página bíblica de la
creación del hombre (Gn 1, 26), hecho a imagen y semejanza de Dios. El
hombre, según la cosmología hildegardiana fundada en la Biblia, encierra
todos los elementos del mundo porque el universo entero se resume en él,
que está formado de la materia misma de la creación. Por ello él puede
conscientemente entrar en relación con Dios. Esto sucede no por una
visión directa, sino, siguiendo la célebre expresión paulina, «como en un
espejo» (1 Co 13, 12). La imagen divina en el hombre consiste en su
racionalidad, estructurada en intelecto y voluntad. Gracias al intelecto el
hombre es capaz de distinguir el bien y el mal; gracias a la voluntad está
impulsado a la acción.
El hombre es visto como unidad de cuerpo y alma. Se percibe en la
mística alemana un aprecio positivo de la corporeidad y, también en los
aspectos de fragilidad que el cuerpo manifiesta, ella es capaz de captar un
valor providencial: el cuerpo no es un peso del que liberarse y, hasta
cuando es débil y frágil, «educa» al hombre en el sentido de la
creaturalidad y de la humildad, protegiéndole de la soberbia y de la
arrogancia. En una visión Hildegarda contempla las almas de los santos
del paraíso que están a la espera de reunirse con sus cuerpos. En efecto,
como para el cuerpo de Cristo, también nuestros cuerpos están orientados
hacia la resurrección gloriosa para una profunda transformación para la
vida eterna. La misma visión de Dios, en la que consiste la vida eterna, no
se puede conseguir definitivamente sin el cuerpo.
El hombre existe en la forma masculina y femenina. Hildegarda
reconoce que en esta estructura ontológica de la condición humana reside
una relación de reciprocidad y una sustancial igualdad entre hombre y
mujer. En la humanidad, sin embargo, habita también el misterio del
pecado y éste se manifiesta por primera vez en la historia precisamente en
esta relación entre Adán y Eva. A diferencia de otros autores medievales,
que veían la causa de la caída en la debilidad de Eva, Hildegarda la
percibe sobre todo en la inmoderada pasión de Adán hacia aquella.
Asimismo, en su condición de pecador, el hombre continúa siendo
destinatario del amor de Dios, pues este amor es incondicional, y tras la
caída asume el rostro de la misericordia. Incluso el castigo que Dios
inflige al hombre y a la mujer hace surgir el amor misericordioso del
273
Creador. En este sentido la descripción más precisa de la criatura humana
es la de un ser en camino, homo viator. En esta peregrinación hacia la
patria, el hombre está llamado a una lucha para poder elegir
constantemente el bien y evitar el mal.
La elección constante del bien produce una existencia virtuosa. El Hijo
de Dios hecho hombre es el sujeto de todas las virtudes; por ello la
imitación de Cristo consiste justamente en una existencia virtuosa en la
comunión con Cristo. La fuerza de las virtudes deriva del Espíritu Santo,
infundido en los corazones de los creyentes, que hace posible un
comportamiento constantemente virtuoso: tal es el objetivo de la
existencia humana. El hombre, de este modo, experimenta su perfección
cristiforme.
6. Para poder alcanzar este objetivo, el Señor ha dado los sacramentos
a su Iglesia. La salvación y la perfección del hombre, de hecho, no se
realizan sólo mediante un esfuerzo de la voluntad, sino a través de los
dones de la gracia que Dios concede en la Iglesia.
La Iglesia misma es el primer sacramento que Dios sitúa en el mundo
para que comunique a los hombres la salvación. Ella, que es la
«construcción de las almas vivientes», puede ser justamente considerada
como virgen, esposa y madre, y así está estrechamente asimilada a la
figura histórica y mística de la Madre de Dios. La Iglesia comunica la
salvación ante todo custodiando y anunciando los dos grandes misterios de
la Trinidad y de la Encarnación, que son como los dos «sacramentos
primarios»; después mediante la administración de los otros sacramentos.
El vértice de la sacramentalidad de la Iglesia es la Eucaristía. Los
sacramentos producen la santificación de los creyentes, la salvación y la
purificación de los pecados, la redención, la caridad y todas las demás
virtudes. Pero, de nuevo, la Iglesia vive porque Dios en ella manifiesta su
amor intratrinitario, que se ha revelado en Cristo. El Señor Jesús es el
mediador por excelencia. Del seno trinitario él va al encuentro del hombre
y del seno de María él va al encuentro con Dios: como Hijo de Dios es el
amor encarnado; como Hijo de María es el representante de la humanidad
ante el trono de Dios.
El hombre puede llegar incluso a experimentar a Dios. La relación con
Él, de hecho, no se consuma en la única esfera de la racionalidad, sino que
involucra de modo total a la persona. Todos los sentidos externos e
internos del hombre se implican en la experiencia de Dios: «Homo autem
ad imaginem et similitudinem Dei factus est, ut quinque sensibus corporis
sui operetur; per quos etiam divisus non est, sed per eos est sapiens et
sciens et intellegens opera sua adimplere. [...] Sed et per hoc, quod homo
sapiens, sciens et intellegens est, creaturas conosci; itaque per creaturas et
per magna opera sua, quae etiam quinque sensibus suis vix comprehendit,
Deum cognoscit, quem nisi in fide videre non valet» [«El hombre de
hecho ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, para que actúe
mediante los cinco sentidos de su cuerpo; gracias a estos no está separado
y es capaz de conocer, entender y realizar lo que debe hacer (…) y
precisamente por esto, por el hecho de que el hombre es inteligente,
274
conoce las criaturas, y así a través de las criaturas y de las grandes obras,
que a tientas logra comprender con sus cinco sentidos, conoce a Dios,
aquél Dios que no puede ser visto más que con los ojos de la fe»]
(Explanatio Symboli Sancti Athanasii: pl 197, 1066). Esta vía
experiencial, una vez más, halla su plenitud en la participación en los
sacramentos.
Hildegarda ve también las contradicciones presentes en la vida de los
fieles y denuncia las situaciones más deplorables. De forma particular
subraya cómo el individualismo en la doctrina y en la praxis, tanto por
parte de los laicos como de los ministros ordenados, es una expresión de
soberbia y constituye el principal obstáculo a la misión evangelizadora de
la Iglesia respecto a los no cristianos.
Una de las cumbres del magisterio de Hildegarda es la pesarosa
exhortación a una vida virtuosa que ella dirige a quien se compromete en
un estado de consagración. Su comprensión de la vida consagrada es una
verdadera «metafísica teológica», porque está firmemente enraizada en la
virtud teologal de la fe, que es la fuente y la constante motivación para
comprometerse a fondo en la obediencia, en la pobreza y en la castidad.
En la realización de los consejos evangélicos, la persona consagrada
comparte la experiencia de Cristo pobre, casto y obediente y sigue sus
huellas en la existencia cotidiana. Esto es lo esencial de la vida
consagrada.
7. La eminente doctrina de Hildegarda recuerda la enseñanza de los
apóstoles, la literatura patrística y los autores contemporáneos, mientras
encuentra en la Regla de San Benito de Nursia un constante punto de
referencia. La liturgia monástica y la interiorización de la Sagrada
Escritura constituyen las directrices de su pensamiento, que,
concentrándose en el misterio de la Encarnación, se expresa en una
profunda unidad de estilo y contenido que recorre íntimamente todos sus
escritos.
La enseñanza de la santa monja benedictina se plantea como una guía
para el homo viator. Su mensaje se presenta extraordinariamente actual en
el mundo contemporáneo, particularmente sensible al conjunto de valores
propuestos y vividos por ella. Pensemos, por ejemplo, en la capacidad
carismática y especulativa de Hildegarda, que se muestra como un vivaz
incentivo a la investigación teológica; en su reflexión sobre el misterio de
Cristo, considerado en su belleza; en el diálogo de la Iglesia y de la
teología con la cultura, la ciencia y el arte contemporáneo; en el ideal de
vida consagrada, como posibilidad de humana realización; en la
valorización de la liturgia, como celebración de la vida; en la idea de
reforma de la Iglesia, no como estéril modificación de las estructuras, sino
como conversión del corazón; en su sensibilidad por la naturaleza, cuyas
leyes hay que tutelar y no violar.
Por ello la atribución del título de Doctor de la Iglesia universal a
Hildegarda de Bingen tiene un gran significado para el mundo de hoy y
una extraordinaria importancia para las mujeres. En Hildegarda se
expresan los más nobles valores de la feminidad: por ello también la
275
presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad se ilumina con su
figura, tanto en la perspectiva de la investigación científica como en la de
la acción pastoral. Su capacidad de hablar a quienes están lejos de la fe y
de la Iglesia hacen de Hildegarda un testigo creíble de la nueva
evangelización.
En virtud de la fama de santidad y de su eminente doctrina, el 6 de
marzo de 1979 el señor cardenal Joseph Höffner, arzobispo de Colonia y
presidente de la Conferencia episcopal alemana, junto a los cardenales,
arzobispos y obispos de esta Conferencia, entre quienes nos contábamos
también Nosotros como cardenal arzobispo de Munich, sometió al beato
Juan Pablo II la súplica, a fin de que Hildegarda de Bingen fuera declarada
Doctor de la Iglesia universal. En la súplica el eminentísimo purpurado
ponía en evidencia la ortodoxia de la doctrina de Hildegarda, reconocida
en el siglo XII por el Papa Eugenio III, su santidad constantemente
advertida y celebrada por el pueblo, la autoridad de sus tratados. A tal
súplica de la Conferencia episcopal alemana, en los años se añadieron
otras, primera entre todas la de las monjas del monasterio de Eibingen, a
ella dedicado. Al deseo común del Pueblo de Dios para que Hildegarda
fuera oficialmente proclamada santa, por lo tanto, se añadió la petición de
que fuera también declarada «Doctor de la Iglesia universal».
Con nuestro asentimiento, así, la Congregación para las Causas de los
Santos diligentemente preparó una Positio super canonizatione et
concessione tituli Doctoris Ecclesiae universalispara la Mística de
Bingen. Tratándose de una renombrada maestra de teología, que ha sido
objeto de muchos y autorizados estudios, concedimos la dispensa de lo
dispuesto en el art. 73 de la Constitución Apostólica Pastor bonus. El caso
fue examinado con resultado unánimemente positivo por los Padres
Cardenales y Obispos reunidos en la Sesión Plenaria del 20 de marzo de
2012, siendo ponente de la causa el eminentísimo cardenal Angelo Amato,
prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.
En la audiencia del 10 de mayo de 2012 el propio cardenal Amato nos
informó detalladamente sobre el status quaestiones y sobre los votos
concordes de los Padres de la citada Sesión Plenaria de la Congregación
para las Causas de los Santos. El 27 de mayo de 2012, domingo de
Pentecostés, tuvimos la alegría de comunicar en la plaza de San Pedro a la
multitud de peregrinos llegados de todo el mundo la noticia de la
atribución del título de Doctor de la Iglesia universal a santa Hildegarda
de Bingen y san Juan de Ávila al inicio de la Asamblea del Sínodo de los
Obisposy en vísperas del Año de la Fe.
Por lo tanto hoy, con la ayuda de Dios y la aprobación de toda la
Iglesia, esto se ha realizado. En la plaza de San Pedro, en presencia de
muchos cardenales y prelados de la Curia romana y de la Iglesia católica,
confirmando lo que se ha realizado y satisfaciendo con gran gusto los
deseos de los suplicantes, durante el sacrificio Eucarístico hemos
pronunciado estas palabras:
«Nosotros, acogiendo el deseo de muchos hermanos en el episcopado
y de muchos fieles del mundo entero, tras haber tenido el parecer de la
276
Congregación para las Causas de los Santos, tras haber reflexionado
largamente y habiendo llegado a un pleno y seguro convencimiento, con la
plenitud de la autoridad apostólica declaramos a san Juan de Ávila,
sacerdote diocesano, y santa Hildegarda de Bingen, monja profesa de la
Orden de San Benito, Doctores de la Iglesia universal, en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Esto decretamos y ordenamos, estableciendo que esta carta sea y
permanezca siempre cierta, válida y eficaz, y que surta y obtenga sus
efectos plenos e íntegros; y así convenientemente se juzgue y se defina; y
sea vano y sin fundamento cuanto al respecto diversamente intente nadie
con cualquier autoridad, conscientemente o por ignorancia.
Dado en Roma, en San Pedro, con el sello del Pescador, el 7 de
octubre de 2012, año octavo de Nuestro Pontificado. BENEDICTO PP.
XVI

“EVANGELIUM”. SÓLO DIOS PUEDE CREAR SU IGLESIA


20121008. Discurso. Meditación al inicio del Sínodo
Mi meditación trata sobre la palabra «evangelium» «euangelisasthai»
(cf. Lc 4, 18). En este Sínodo queremos conocer mejor lo que nos dice el
Señor y qué podemos o debemos hacer nosotros. Se divide en dos partes:
la primera reflexión sobre el significado de estas palabras, y luego deseo
intentar interpretar el himno de la hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis
Spìritus», en la página 5 del Libro de oración.
La palabra «evangelium» «euangelisasthai» tiene una larga historia.
Aparece en Homero: es anuncio de una victoria, y, por lo tanto, anuncio de
un bien, de alegría, de felicidad. Aparece luego en el Segundo Isaías
(cf. Is 40, 9) como voz que anuncia la alegría de Dios, como voz que hace
comprender que Dios no ha olvidado a su pueblo, que Dios, quien
aparentemente se había retirado de la historia, está presente. Y Dios tiene
poder, Dios da alegría, abre las puertas del exilio; después de la larga
noche el exilio, aparece su luz y da al pueblo la posibilidad de regresar,
renueva la historia del bien, la historia de su amor. En este contexto de la
evangelización, aparecen sobre todo tres palabras: dikaiosyne, eirene,
soteria —justicia, paz, salvación—. Jesús mismo retomó las palabras de
Isaías en Nazaret, al hablar de este «Evangelio» que lleva precisamente
ahora a los excluidos, a los encarcelados, a los que sufren y a los pobres.
Pero para el significado de la palabra «evangelium» en el Nuevo
Testamento, además de esto —el Deutero Isaías que abre la puerta—, es
importante también el uso que hizo de la palabra el Imperio romano,
empezando por el emperador Augusto. Aquí el término «evangelium»
indica una palabra, un mensaje que viene del Emperador. El mensaje del
emperador —como tal— es positivo: es renovación del mundo, es
salvación. El mensaje imperial es, como tal, un mensaje de potencia y de
poder; es un mensaje de salvación, de renovación y de salud. El Nuevo
Testamento acepta esta situación. San Lucas compara explícitamente al
Emperador Augusto con el Niño nacido en Belén: «evangelium» —dice—
277
sí, es una palabra del Emperador, del verdadero Emperador del mundo. El
verdadero Emperador del mundo se ha hecho oír, habla con nosotros. Este
hecho, como tal, es redención, porque el gran sufrimiento del hombre —
entonces como ahora— es precisamente este: Detrás del silencio del
universo, detrás de las nubes de la historia ¿existe un Dios o no existe? Y,
si existe este Dios, ¿nos conoce, tiene algo que ver con nosotros? Este
Dios es bueno, y la realidad del bien ¿tiene poder en el mundo o no? Esta
pregunta es hoy tan actual como lo era en aquel tiempo. Mucha gente se
pregunta: ¿Dios es una hipótesis o no? ¿Es una realidad o no? ¿Por qué no
se hace oír? «Evangelio» quiere decir: Dios ha roto su silencio, Dios ha
hablado, Dios existe. Este hecho, como tal, es salvación: Dios nos conoce,
Dios nos ama, ha entrado en la historia. Jesús es su Palabra, el Dios con
nosotros, el Dios que nos muestra que nos ama, que sufre con nosotros
hasta la muerte y resucita. Este es el Evangelio mismo. Dios ha hablado,
ya no es el gran desconocido, sino que se ha mostrado y esta es la
salvación.
La cuestión para nosotros es: Dios ha hablado, ha roto verdaderamente
el gran silencio, se ha mostrado, pero ¿cómo podemos hacer llegar esta
realidad al hombre de hoy, para que se convierta en salvación? El hecho
de que Dios haya hablado, de por sí, es la salvación, es la redención. ¿Pero
cómo puede saberlo el hombre? Me parece que este punto es un
interrogante, pero también una pregunta, un mandato para nosotros:
podemos encontrar respuesta meditando el himno de la hora Tercia
«Nunc, Sancte, nobis Spiritus». La primera estrofa dice: «Dignàre
promptus ingeri nostro refusus, péctori», es decir, rezamos para que venga
el Espíritu Santo, para que esté en nosotros y con nosotros. Con otras
palabras: nosotros no podemos hacer la Iglesia, sólo podemos dar a
conocer lo que ha hecho él. La Iglesia no comienza con nuestro «hacer»,
sino con el «hacer» y el «hablar» de Dios. De este modo, después de
algunas asambleas, los Apóstoles no dijeron: ahora queremos crear una
Iglesia, y con la forma de una asamblea constituyente habrían elaborado
una constitución. No, ellos rezaron y en oración esperaron, porque sabían
que sólo Dios mismo puede crear su Iglesia, de la que Dios es el primer
agente: si Dios no actúa, nuestras cosas son sólo nuestras cosas y son
insuficientes; sólo Dios puede testimoniar que es Él quien habla y quien
ha hablado. Pentecostés es la condición del nacimiento de la Iglesia: sólo
porque Dios había actuado antes, los Apóstoles pueden obrar con Él y con
su presencia, y hacer presente lo que Él hace. Dios ha hablado y este «ha
hablado» es el perfecto de la fe, pero también es siempre un presente: lo
perfecto de Dios no es sólo un pasado, porque es un pasado verdadero que
lleva siempre en sí el presente y el futuro. Dios ha hablado quiere decir:
«habla». Y, como en aquel tiempo, sólo con la iniciativa de Dios podía
nacer la Iglesia, podía ser conocido el Evangelio, el hecho de que Dios ha
hablado y habla, así también hoy sólo Dios puede comenzar, nosotros
podemos sólo cooperar, pero el inicio debe venir de Dios. Por ello, no es
una mera formalidad si comenzamos cada día nuestra Asamblea con la
oración: esto responde a la realidad misma. Sólo el proceder de Dios hace
278
posible nuestro caminar, nuestro cooperar, que es siempre un cooperar, no
una pura decisión nuestra. Por ello es siempre importante saber que la
primera palabra, la iniciativa auténtica, la actividad verdadera viene de
Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta
iniciativa divina, podremos también nosotros llegar a ser —con Él y en Él
— evangelizadores. Dios siempre es el comienzo, y siempre sólo él puede
hacer Pentecostés, puede crear la Iglesia, puede mostrar la realidad de su
estar con nosotros. Pero, por otra parte, este Dios, que es siempre el
principio, quiere también nuestra participación, quiere que participemos
con nuestra actividad, de modo que nuestras actividades sean teándricas,
es decir, hechas por Dios, pero con nuestra participación e implicando
nuestro ser, toda nuestra actividad.
Por lo tanto, cuando hagamos nosotros la nueva evangelización es
siempre cooperación con Dios, está en el conjunto con Dios, está fundada
en la oración y en su presencia real.
Ahora, este obrar nuestro, que sigue la iniciativa de Dios, lo
encontramos descrito en la segunda estrofa de este himno: «Os, lingua,
mens, sensus, vigor, confessionem personent, flammescat igne caritas,
accendat ardor proximos». Aquí tenemos, en dos líneas, dos sustantivos
determinantes: «confessio» en las primeras líneas, y «caritas» en las
segundas dos líneas. «Confessio» y «caritas», como los dos modos con los
cuales Dios nos implica, nos hace obrar con Él, en Él y para la humanidad,
para su criatura: «confessio» y «caritas». Y se agregan los verbos: en el
primer caso «personent» y en el segundo «caritas» interpretado con la
palabra fuego, ardor, encender, echar llamas.
Veamos el primero: «confessionem personent». La fe tiene un
contenido: Dios se comunica, pero este Yo de Dios se muestra realmente
en la figura de Jesús y se interpreta en la «confesión» que nos habla de su
concepción virginal del Nacimiento, de la Pasión, de la Cruz, de la
Resurrección. Este mostrarse de Dios es toda una Persona: Jesús como el
Verbo, con un contenido muy concreto que se expresa en la «confessio».
Por lo tanto, el primer punto es que nosotros debemos entrar en esta
«confesión», compenetrarnos, de tal modo que «personent» —como dice
el himno— en nosotros y a través de nosotros. Aquí es importante
observar también un pequeña realidad filológica: «confessio» en el latín
precristiano no se diría «confessio» sino «professio» (profiteri): esto es el
presentar positivamente una realidad. En cambio la palabra «confessio» se
refiere a la situación en un tribunal, en un proceso donde uno abre su
mente y confiesa. En otras palabras, esta palabra «confessio», que en el
latín cristiano sustituyó a la palabra «professio», lleva en sí el elemento
martirológico, el elemento de dar testimonio ante instancias enemigas a la
fe, dar testimonio incluso en situaciones de pasión y de peligro de muerte.
A la confesión cristiana pertenece esencialmente la disponibilidad a sufrir:
esto me parece muy importante. En la esencia de la «confessio» de nuestro
Credo, está siempre incluida también la disponibilidad a la pasión, al
sufrimiento, es más, a la entrega de la vida. Precisamente esto garantiza la
credibilidad: la «confessio» no es una cosa que incluso se pueda dejar
279
pasar; la «confessio» implica la disponibilidad a dar mi vida, aceptar la
pasión. Esto es precisamente también la verificación de la «confessio». Se
ve que para nosotros la «confessio» no es una palabra, es más que el dolor,
es más que la muerte. Por la «confessio» realmente vale la pena sufrir,
vale la pena sufrir hasta la muerte. Quien hace esta «confessio»
verdaderamente demuestra de este modo que cuanto confiesa es más que
vida: es la vida misma, el tesoro, la perla preciosa e infinita. Precisamente
en la dimensión martirológica de la palabra «confessio» aparece la verdad:
se verifica solamente para una realidad por la cual vale la pena sufrir, que
es más fuerte incluso que la muerte, y demuestra que es la verdad que
tengo en la mano, que estoy más seguro, que «guío» mi vida porque
encuentro la vida en esta confesión.
Veamos ahora dónde debería penetrar esta «confesión»: «Os, lingua,
mens, sensus, vigor». Por san Pablo, Carta a los Romanos 10, sabemos
que la ubicación de la «confesión» está en el corazón y en la boca: debe
estar en lo profundo del corazón, pero también debe ser pública; la fe que
se lleva en el corazón debe ser anunciada: nunca es sólo una realidad en el
corazón, sino que tiende a ser comunicada, a ser realmente confesada ante
los ojos del mundo. De este modo, debemos aprender, por una parte, a ser
realmente —digamos— penetrados en el corazón por la «confesión», así
se forma nuestro corazón, y desde el corazón encontrar también, junto con
la gran historia de la Iglesia, la palabra y la valentía de la palabra, y la
palabra que indica nuestro presente, esta «confesión» que sin embargo es
siempre una. «Mens»: la «confesión» no es sólo cuestión del corazón y de
la boca, sino también de la inteligencia; debe ser pensada y así, pensada e
inteligentemente concebida, llega al otro y significa que mi pensamiento
está situado realmente en la «confesión». «Sensus»: no es algo puramente
abstracto e intelectual, la «confessio» debe penetrar incluso los sentidos de
nuestra vida. San Bernardo de Claraval nos dijo que Dios, en su
revelación, en la historia de salvación, dio a nuestros sentidos la
posibilidad de ver, de tocar, de gustar la revelación. Dios ya no es algo
sólo espiritual: ha entrado en el mundo de los sentidos y nuestros sentidos
deben estar llenos de este gusto, de esta belleza de la Palabra de Dios, que
es realidad. «Vigor»: es la fuerza vital de nuestro ser y también el vigor
jurídico de una realidad. Con toda nuestra vitalidad y fuerza, debemos ser
penetrados por la «confessio», que debe realmente «personare»; la
melodía de Dios debe entonar nuestro ser en su totalidad.
«Confessio» es la primera columna —por decirlo así— de la
evangelización, y la segunda es «caritas». La «confessio» no es algo
abstracto, es «caritas», es amor. Sólo así es verdaderamente reflejo de la
verdad divina, que como verdad es inseparablemente también amor. El
texto describe, con palabras muy fuertes, este amor: es ardor, es llama,
enciende a los demás. Hay una pasión en nosotros que debe crecer desde
la fe, que debe transformarse en el fuego de la caridad. Jesús nos dijo: He
venido a traer fuego a la tierra y cómo deseo que ya arda. Orígenes nos
transmitió una palabra del Señor: «Quien está cerca de mí, está cerca del
fuego». El cristiano no debe ser tibio. El Apocalipsis nos dice que este es
280
el mayor peligro del cristiano: que no diga no, sino un sí muy tibio.
Precisamente esta tibieza desacredita al cristianismo. La fe debe
convertirse en llama del amor, llama que encienda realmente mi ser, se
convierta en la gran pasión de mi ser, y así encienda al prójimo. Este es el
modo de la evangelización: «Accéndat ardor proximos», que la verdad se
convierta en mí en caridad y la caridad encienda como fuego también al
otro. Sólo en este encender al otro a través de la llama de nuestra caridad,
crece realmente la evangelización, la presencia del Evangelio, que ya no
es sólo una palabra, sino realidad vivida.
San Lucas nos relata que en Pentecostés, en esta fundación de la
Iglesia de Dios, el Espíritu Santo era fuego que transformó el mundo, pero
fuego en forma de lengua, es decir fuego que sin embargo también es
razonable, que es espíritu, que es también comprensión; fuego que está
unido al pensamiento, a la «mens». Y precisamente este fuego inteligente,
esta «sobria ebrietas», es característico del cristianismo. Sabemos que el
fuego está en el inicio de la cultura humana; el fuego es luz, es calor, es
fuerza de transformación. La cultura humana comienza en el momento en
que el hombre tiene el poder de crear el fuego: con el fuego puede
destruir, pero con el fuego puede también transformar, renovar. El fuego
de Dios es fuego transformador, fuego de pasión —ciertamente— que
también destruye muchas cosas en nosotros, que lleva a Dios, pero sobre
todo fuego que transforma, renueva y crea una novedad en el hombre, que
en Dios se convierte en luz.
De este modo, al final sólo podemos pedir al Señor que la «confessio»
esté en nosotros profundamente arraigada y que se convierta en fuego que
encienda a los demás; así el fuego de su presencia, la novedad de su estar
con nosotros, se hace realmente visible y fuerza del presente y del futuro.

EL GRAN ACONTECIMIENTO DEL CONCILIO VATICANO II


20121010. Audiencia general
Estamos en la víspera del día en que celebraremos los cincuenta años
de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II y el inicio del Año de la
fe. Con esta Catequesis quiero comenzar a reflexionar —con algunos
pensamientos breves— sobre el gran acontecimiento de Iglesia que fue el
Concilio, acontecimiento del que fui testigo directo. El Concilio, por
decirlo así, se nos presenta como un gran fresco, pintado en la gran
multiplicidad y variedad de elementos, bajo la guía del Espíritu Santo. Y
como ante un gran cuadro, de ese momento de gracia incluso hoy
seguimos captando su extraordinaria riqueza, redescubriendo en él
pasajes, fragmentos y teselas especiales.
El beato Juan Pablo II, en el umbral del tercer milenio, escribió:
«Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia
que la Iglesia ha recibido en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha
ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que
comienza» (Novo millennio ineunte, 57). Pienso que esta imagen es
elocuente. Los documentos del concilio Vaticano II, a los que es necesario
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volver, liberándolos de una masa de publicaciones que a menudo en lugar
de darlos a conocer los han ocultado, son, incluso para nuestro tiempo,
una brújula que permite a la barca de la Iglesia avanzar mar adentro, en
medio de tempestades o de ondas serenas y tranquilas, para navegar
segura y llegar a la meta.
Recuerdo bien aquel periodo: era un joven profesor de teología
fundamental en la Universidad de Bonn, y fue el arzobispo de Colonia, el
cardenal Frings, para mí un punto de referencia humano y sacerdotal,
quien me trajo a Roma con él como su teólogo consultor; luego fui
nombrado también perito conciliar. Para mí fue una experiencia única:
después de todo el fervor y el entusiasmo de la preparación, pude ver una
Iglesia viva —casi tres mil padres conciliares de todas partes del mundo
reunidos bajo la guía del Sucesor del Apóstol Pedro— que asiste a la
escuela del Espíritu Santo, el verdadero motor del Concilio. Raras veces
en la historia se pudo casi «tocar» concretamente, como entonces, la
universalidad de la Iglesia en un momento de la gran realización de su
misión de llevar el Evangelio a todos los tiempos y hasta los confines de la
tierra. En estos días, si volvéis a ver las imágenes de la apertura de esta
gran Asamblea, a través de la televisión y otros medios de comunicación,
podréis percibir también vosotros la alegría, la esperanza y el aliento que
nos ha dado a todos nosotros tomar parte en ese evento de luz, que se
irradia hasta hoy.
En la historia de la Iglesia, como pienso que sabéis, varios concilios
precedieron al Vaticano II. Por lo general, estas grandes Asambleas
eclesiales fueron convocadas para definir elementos fundamentales de la
fe, sobre todo corrigiendo errores que la ponían en peligro. Pensemos en el
concilio de Nicea en el año 325, para combatir la herejía arriana y
reafirmar con claridad la divinidad de Jesús Hijo unigénito de Dios Padre;
o en el de Éfeso, del año 431, que definió a María como Madre de Dios;
en el de Calcedonia, del año 451, que afirmó la única persona de Cristo en
dos naturalezas, la naturaleza divina y la humana. Para acercarnos más a
nosotros, tenemos que mencionar el concilio de Trento, en el siglo XVI,
que clarificó puntos esenciales de la doctrina católica ante la Reforma
protestante; o bien el Vaticano I, que comenzó a reflexionar sobre varias
temáticas, pero que sólo tuvo tiempo de emanar dos documentos, uno
sobre el conocimiento de Dios, la revelación, la fe y las relaciones con la
razón, y el otro sobre el primado del Papa y la infalibilidad, porque fue
interrumpido por la ocupación de Roma en septiembre de 1870.
Si miramos al concilio ecuménico Vaticano II, vemos que en aquel
momento del camino de la Iglesia no existían errores particulares de fe
que se debían corregir o condenar, ni había cuestiones específicas de
doctrina o de disciplina por clarificar. Se puede comprender entonces la
sorpresa del pequeño grupo de cardenales presentes en la sala capitular del
monasterio benedictino de San Pablo Extramuros, cuando, el 25 de enero
de 1959, el beato Juan XXIII anunció el Sínodo diocesano para Roma y el
Concilio para la Iglesia universal. La primera cuestión que se planteó en la
preparación de este gran acontecimiento fue precisamente cómo
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comenzarlo, qué cometido preciso atribuirle. El beato Juan XXIII, en
el discurso de apertura, el 11 de octubre de hace cincuenta años, dio una
indicación general: la fe debía hablar de un modo «renovado», más
incisivo —porque el mundo estaba cambiando rápidamente—
manteniendo intactos sin embargo sus contenidos perennes, sin renuncias
o componendas. El Papa deseaba que la Iglesia reflexionara sobre su fe,
sobre las verdades que la guían. Pero de esta reflexión seria y profunda
sobre la fe, debía delinearse de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la
edad moderna, entre el cristianismo y ciertos elementos esenciales del
pensamiento moderno, no para someterse a él, sino para presentar a
nuestro mundo, que tiende a alejarse de Dios, la exigencia del Evangelio
en toda su grandeza y en toda su pureza (cf. Discurso a la Curia romana
con ocasión de la felicitación navideña, 22 de diciembre de 2005). Lo
indica muy bien el siervo de Dios Pablo VI en la homilía al final de la
última sesión del Concilio —el 7 de diciembre de 1965— con palabras
extraordinariamente actuales, cuando afirma que, para valorar bien este
acontecimiento, «se lo debe mirar en el tiempo en cual se ha verificado.
En efecto, tuvo lugar —dice el Papa— en un tiempo en el cual, como
todos reconocen, los hombres tienden al reino de la tierra más bien que al
reino de los cielos; un tiempo, agregamos, en el cual el olvido de Dios se
hace habitual, casi lo sugiere el progreso científico; un tiempo en el cual el
acto fundamental de la persona humana, siendo más consciente de sí y de
la propia libertad, tiende a reclamar la propia autonomía absoluta,
emancipándose de toda ley trascendente; un tiempo en el cual el
“laicismo” se considera la consecuencia legítima del pensamiento
moderno y la norma más sabia para el ordenamiento temporal de la
sociedad... En este tiempo se ha celebrado nuestro Concilio para gloria de
Dios, en el nombre de Cristo, inspirador el Espíritu Santo». Hasta aquí,
Pablo VI. Y concluía indicando en la cuestión sobre Dios el punto central
del Concilio, aquel Dios que «existe realmente, vive, es una persona, es
providente, es infinitamente bueno; es más, no sólo bueno en sí, sino
inmensamente bueno también para con nosotros, es nuestro Creador,
nuestra verdad, nuestra felicidad, a tal punto que el hombre, cuando en la
contemplación se esfuerza por fijar la mente y el corazón en Dios, realiza
el acto más elevado y más pleno de su alma, el acto que incluso hoy puede
y debe ser la cima de los innumerables campos de la actividad humana, de
la cual estos reciben su dignidad» (AAS 58 [1966], 52-53).
Vemos cómo el tiempo en el que vivimos sigue estando marcado por
un olvido y sordera con respecto a Dios. Pienso, entonces, que debemos
aprender la lección más sencilla y fundamental del Concilio, es decir, que
el cristianismo en su esencia consiste en la fe en Dios, que es Amor
trinitario, y en el encuentro, personal y comunitario, con Cristo que orienta
y guía la vida: todo lo demás se deduce de ello. Lo importante hoy,
precisamente como era el deseo de los padres conciliares, es que se vea —
de nuevo, con claridad— que Dios está presente, nos cuida, nos responde.
Y que, en cambio, cuando falta la fe en Dios, se derrumba lo que es
esencial, porque el hombre pierde su dignidad profunda y lo que hace
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grande su humanidad, contra todo reduccionismo. El Concilio nos
recuerda que la Iglesia, en todos sus componentes, tiene la tarea, el
mandato, de transmitir la palabra del amor de Dios que salva, para que sea
escuchada y acogida la llamada divina que contiene en sí nuestra
bienaventuranza eterna.
Mirando de este modo la riqueza contenida en los documentos del
Vaticano II, quiero sólo nombrar las cuatro constituciones, casi los cuatro
puntos cardinales de la brújula capaz de orientarnos. La constitución sobre
la sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium nos indica cómo en la Iglesia
al inicio está la adoración, está Dios, está la centralidad del misterio de la
presencia de Cristo. Y la Iglesia, cuerpo de Cristo y pueblo peregrino en el
tiempo, tiene como tarea fundamental glorificar a Dios, como lo expresa
la constitución dogmática Lumen gentium. El tercer documento que quiero
citar es la constitución sobre la divina Revelación Dei Verbum: la Palabra
viva de Dios convoca a la Iglesia y la vivifica a lo largo de todo su camino
en la historia. Y el modo como la Iglesia lleva a todo el mundo la luz que
ha recibido de Dios para que sea glorificado, es el tema de fondo de la
constitución pastoral Gaudium et spes.
El concilio Vaticano II es para nosotros un fuerte llamamiento a
redescubrir cada día la belleza de nuestra fe, a conocerla de modo
profundo para alcanzar una relación más intensa con el Señor, a vivir hasta
la últimas consecuencias nuestra vocación cristiana. La Virgen María,
Madre de Cristo y de toda la Iglesia, nos ayude a realizar y a llevar a
término lo que los padres conciliares, animados por el Espíritu Santo,
custodiaban en el corazón: el deseo de que todos puedan conocer el
Evangelio y encontrar al Señor Jesús como camino, verdad y vida.
Gracias.

REFLEXIONES SOBRE EL CONCILIO VATICANO II


20121011. Artículo. Introducción a sus obras: 2 agosto 2011
Fue un día espléndido aquel 11 de octubre de 1962, en el que, con el
ingreso solemne de más de dos mil padres conciliares en la basílica de San
Pedro en Roma, se inauguró el concilio Vaticano II. En 1931 Pío XI había
dedicado este día a la fiesta de la Divina Maternidad de María, para
conmemorar que 1500 años antes, en 431, el concilio de Éfeso había
reconocido solemnemente a María ese título, con el fin de expresar así la
unión indisoluble de Dios y del hombre en Cristo. El Papa Juan
XXIII había fijado para ese día el inicio del concilio con la intención de
encomendar la gran asamblea eclesial que había convocado a la bondad
maternal de María, y de anclar firmemente el trabajo del concilio en el
misterio de Jesucristo. Fue emocionante ver entrar a los obispos
procedentes de todo el mundo, de todos los pueblos y razas: era una
imagen de la Iglesia de Jesucristo que abraza todo el mundo, en la que los
pueblos de la tierra se saben unidos en su paz.
Fue un momento de extraordinaria expectación. Grandes cosas debían
suceder. Los concilios anteriores habían sido convocados casi siempre
284
para una cuestión concreta a la que debían responder. Esta vez no había un
problema particular que resolver. Pero precisamente por esto aleteaba en
el aire un sentido de expectativa general: el cristianismo, que había
construido y plasmado el mundo occidental, parecía perder cada vez más
su fuerza creativa. Se le veía cansado y daba la impresión de que el futuro
era decidido por otros poderes espirituales. El sentido de esta pérdida del
presente por parte del cristianismo, y de la tarea que ello comportaba, se
compendiaba bien en la palabra “aggiornamento” (actualización). El
cristianismo debe estar en el presente para poder forjar el futuro. Para que
pudiera volver a ser una fuerza que moldeara el futuro, Juan XXIII había
convocado el concilio sin indicarle problemas o programas concretos. Esta
fue la grandeza y al mismo tiempo la dificultad del cometido que se
presentaba a la asamblea eclesial.
Los distintos episcopados se presentaron sin duda al gran evento con
ideas diversas. Algunos llegaron más bien con una actitud de espera ante
el programa que se debía desarrollar. Fue el episcopado del centro de
Europa —Bélgica, Francia y Alemania— el que llegó con las ideas más
claras. En general, el énfasis se ponía en aspectos completamente
diferentes, pero había algunas prioridades comunes. Un tema fundamental
era la eclesiología, que debía profundizarse desde el punto de vista de la
historia de la salvación, trinitario y sacramental; a este se añadía la
exigencia de completar la doctrina del primado del concilio Vaticano I a
través de una revalorización del ministerio episcopal. Un tema importante
para los episcopados del centro de Europa era la renovación litúrgica, que
Pío XII ya había comenzado a poner en marcha. Otro aspecto central,
especialmente para el episcopado alemán, era el ecumenismo: haber
sufrido juntos la persecución del nazismo había acercado mucho a los
cristianos protestantes y a los católicos; ahora, esto se debía comprender y
llevar adelante también en el ámbito de toda la Iglesia. A eso se añadía el
ciclo temático Revelación – Escritura – Tradición – Magisterio. Los
franceses destacaban cada vez más el tema de la relación entre la Iglesia y
el mundo moderno, es decir, el trabajo en el llamado Esquema XIII, del
que luego nació la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual.Aquí se tocaba el punto de la verdadera expectativa del Concilio.
La Iglesia, que todavía en época barroca había plasmado el mundo, en un
sentido lato, a partir del siglo XIX había entrado de manera cada vez más
visible en una relación negativa con la edad moderna, sólo entonces
plenamente iniciada. ¿Debían permanecer así las cosas? ¿Podía dar la
Iglesia un paso positivo en la nueva era? Detrás de la vaga expresión
“mundo de hoy” está la cuestión de la relación con la edad moderna. Para
clarificarla era necesario definir con mayor precisión lo que era esencial y
constitutivo de la era moderna. El “Esquema XIII” no lo consiguió.
Aunque esta Constitución pastoral afirma muchas cosas importantes para
comprender el “mundo” y da contribuciones notables a la cuestión de la
ética cristiana, en este punto no logró ofrecer una aclaración sustancial.
Contrariamente a lo que cabría esperar, el encuentro con los grandes
temas de la época moderna no se produjo en la gran Constitución pastoral,
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sino en dos documentos menores cuya importancia sólo se puso de relieve
poco a poco con la recepción del concilio. El primero es la Declaración
sobre la libertad religiosa, solicitada y preparada con gran esmero
especialmente por el episcopado americano. La doctrina sobre la
tolerancia, tal como había sido elaborada en sus detalles por Pío XII, no
resultaba suficiente ante la evolución del pensamiento filosófico y la
autocomprensión del Estado moderno. Se trataba de la libertad de elegir y
de practicar la religión, y de la libertad de cambiarla, como derechos a las
libertades fundamentales del hombre. Dadas sus razones más íntimas, esa
concepción no podía ser ajena a la fe cristiana, que había entrado en el
mundo con la pretensión de que el Estado no pudiera decidir sobre la
verdad y no pudiera exigir ningún tipo de culto. La fe cristiana
reivindicaba la libertad a la convicción religiosa y a practicarla en el culto,
sin que se violara con ello el derecho del Estado en su propio
ordenamiento: los cristianos rezaban por el emperador, pero no lo
veneraban. Desde este punto de vista, se puede afirmar que el cristianismo
trajo al mundo con su nacimiento el principio de la libertad de religión.
Sin embargo, la interpretación de este derecho a la libertad en el contexto
del pensamiento moderno en cualquier caso era difícil, pues podía parecer
que la versión moderna de la libertad de religión presuponía la
imposibilidad de que el hombre accediera a la verdad, y desplazaba así la
religión de su propio fundamento hacia el ámbito de lo subjetivo. Fue
ciertamente providencial que, trece años después de la conclusión del
concilio, el Papa Juan Pablo II llegara de un país en el que la libertad de
religión era rechazada a causa del marxismo, es decir, de una forma
particular de filosofía estatal moderna. El Papa procedía también de una
situación parecida a la de la Iglesia antigua, de modo que resultó
nuevamente visible el íntimo ordenamiento de la fe al tema de la libertad,
sobre todo a la libertad de religión y de culto.
El segundo documento que luego resultaría importante para el
encuentro de la Iglesia con la modernidad nació casi por casualidad, y
creció en varios estratos. Me refiero a la Declaración “Nostra aetate”
sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.
Inicialmente se tenía la intención de preparar una declaración sobre las
relaciones entre la Iglesia y el judaísmo, texto que resultaba
intrínsecamente necesario después de los horrores de la Shoah. Los padres
conciliares de los países árabes no se opusieron a ese texto, pero
explicaron que, si se quería hablar del judaísmo, también se debía hablar
del islam. Hasta qué punto tenían razón al respecto, lo hemos ido
comprendiendo en Occidente sólo poco a poco. Por último, creció la
intuición de que era justo hablar también de otras dos grandes religiones
— el hinduismo y el budismo —, así como del tema de la religión en
general. A eso se añadió luego espontáneamente una breve instrucción
sobre el diálogo y la colaboración con las religiones, cuyos valores
espirituales, morales y socioculturales debían ser reconocidos,
conservados y desarrollados (n. 2). Así, en un documento preciso y
extraordinariamente denso, se inauguró un tema cuya importancia todavía
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no era previsible en aquel momento. La tarea que ello implica, el esfuerzo
que es necesario hacer aún para distinguir, clarificar y comprender, resulta
cada vez más patente. En el proceso de recepción activa poco a poco se
fue viendo también una debilidad de este texto de por sí extraordinario:
habla de las religiones sólo de un modo positivo, ignorando las formas
enfermizas y distorsionadas de religión, que desde el punto de vista
histórico y teológico tienen un gran alcance; por eso la fe cristiana ha sido
muy crítica desde el principio respecto a la religión, tanto hacia el interior
como hacia el exterior.
Mientras que al comienzo del concilio habían prevalecido los
episcopados del centro de Europa con sus teólogos, en el curso de las fases
conciliares se amplió cada vez más el radio del trabajo y de la
responsabilidad común. Los obispos se consideraban aprendices en la
escuela del Espíritu Santo y en la escuela de la colaboración recíproca,
pero lo hacían como servidores de la Palabra de Dios, que vivían y
actuaban en la fe. Los padres conciliares no podían y no querían crear una
Iglesia nueva, diversa. No tenían ni el mandato ni el encargo de hacerlo.
Eran padres del Concilio con una voz y un derecho de decisión sólo en
cuanto obispos, es decir, en virtud del Sacramento y en la Iglesia del
Sacramento. Por eso no podían y no querían crear una fe distinta o una
Iglesia nueva, sino comprenderlas de modo más profundo y, por
consiguiente, realmente “renovarlas”. Por eso una hermenéutica de la
ruptura es absurda, contraria al espíritu y a la voluntad de los padres
conciliares.
En el cardenal Frings tuve un “padre” que vivió de modo ejemplar este
espíritu del Concilio. Era un hombre de gran apertura y amplitud de miras,
pero sabía también que sólo la fe permite salir al aire libre, al espacio que
queda vedado al espíritu positivista. Esta es la visión a la que quería servir
con el mandato recibido a través del Sacramento de la ordenación
episcopal. No puedo menos que estarle siempre agradecido por haberme
llevado a mí — el profesor más joven de la Facultad teológica católica de
la universidad de Bonn — como su consultor a la gran asamblea de la
Iglesia, permitiéndome frecuentar esa escuela y recorrer desde dentro el
camino del concilio. En este volumen se han recogido varios escritos con
los cuales, en esa escuela, he pedido la palabra. Peticiones de palabra
totalmente fragmentarias, en las que se refleja también el proceso de
aprendizaje que el concilio y su recepción han significado y significan aún
para mí. Espero que estas diversas contribuciones, con todos sus límites,
puedan ayudar en su conjunto a comprender mejor el concilio y a
traducirlo en una justa vida eclesial. Agradezco de corazón al arzobispo
Gerhard Ludwig Müller y a sus colaboradores del Institut Papst Benedikt
XVI el extraordinario empeño que han puesto para la realización de este
volumen.

AÑO FE: CRISTO, CENTRO DEL COSMOS Y DE LA HISTORIA


20121011. Homilía. Apertura del Año de la Fe
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Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio
Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe. (…) Para rememorar
el Concilio, en el que algunos de los aquí presentes – a los que saludo con
particular afecto – hemos tenido la gracia de vivir en primera persona, esta
celebración se ha enriquecido con algunos signos específicos: la procesión
de entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable hicieron
los Padres conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica;
la entronización del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el
Concilio; y la entrega de los siete mensajes finales del Concilio y
del Catecismo de la Iglesia Católica, que haré al final, antes de la
bendición. Estos signos no son meros recordatorios, sino que nos ofrecen
también la perspectiva para ir más allá de la conmemoración. Nos invitan
a entrar más profundamente en el movimiento espiritual que ha
caracterizado el Vaticano II, para hacerlo nuestro y realizarlo en su
verdadero sentido. Y este sentido ha sido y sigue siendo la fe en Cristo, la
fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a Cristo a
todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación de la Iglesia
por los caminos de la historia.
El Año de la fe que hoy inauguramos está vinculado coherentemente
con todo el camino de la Iglesia en los últimos 50 años: desde el Concilio,
mediante el magisterio del siervo de Dios Pablo VI, que convocó un «Año
de la fe» en 1967, hasta el Gran Jubileo del 2000, con el que el beato Juan
Pablo II propuso de nuevo a toda la humanidad a Jesucristo como único
Salvador, ayer, hoy y siempre. Estos dos Pontífices, Pablo VI y Juan Pablo
II, convergieron profunda y plenamente en poner a Cristo como centro del
cosmos y de la historia, y en el anhelo apostólico de anunciarlo al mundo.
Jesús es el centro de la fe cristiana. El cristiano cree en Dios por medio de
Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él es el cumplimiento de las
Escrituras y su intérprete definitivo. Jesucristo no es solamente el objeto
de la fe, sino, como dice la carta a los Hebreos, «el que inició y completa
nuestra fe» (12,2).
El evangelio de hoy nos dice que Jesucristo, consagrado por el Padre
en el Espíritu Santo, es el verdadero y perenne protagonista de la
evangelización: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha
ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Esta misión
de Cristo, este dinamismo suyo continúa en el espacio y en el tiempo,
atraviesa los siglos y los continentes. Es un movimiento que parte del
Padre y, con la fuerza del Espíritu, lleva la buena noticia a los pobres en
sentido material y espiritual. La Iglesia es el instrumento principal y
necesario de esta obra de Cristo, porque está unida a Él como el cuerpo a
la cabeza. «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo»
(Jn 20,21). Así dice el Resucitado a los discípulos, y soplando sobre ellos,
añade: «Recibid el Espíritu Santo» (v. 22). Dios por medio de Jesucristo es
el principal artífice de la evangelización del mundo; pero Cristo mismo ha
querido transmitir a la Iglesia su misión, y lo ha hecho y lo sigue haciendo
hasta el final de los tiempos infundiendo el Espíritu Santo en los
discípulos, aquel mismo Espíritu que se posó sobre él y permaneció en él
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durante toda su vida terrena, dándole la fuerza de «proclamar a los
cautivos la libertad, y a los ciegos la vista»; de «poner en libertad a los
oprimidos» y de «proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un
documento específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado por
la conciencia y el deseo, por así decir, de adentrase nuevamente en el
misterio cristiano, para proponerlo de nuevo eficazmente al hombre
contemporáneo. A este respecto se expresaba así, dos años después de la
conclusión de la asamblea conciliar, el siervo de Dios Pablo VI:
«Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla expresamente de la fe,
habla de ella en cada página, al reconocer su carácter vital y sobrenatural,
la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella sus enseñanzas.
Bastaría recordar [algunas] afirmaciones conciliares… para darse cuenta
de la importancia esencial que el Concilio, en sintonía con la tradición
doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, a aquella que
tiene como fuente a Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia»
(Audiencia general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI, en 1967.
Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio
Vaticano II y lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura,
presentó el fin principal del Concilio en estos términos: «El supremo
interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina
cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La
tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o
aquel tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es
preciso que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente
respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro
tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792). Así decía el Papa Juan en la
inauguración del Concilio.
A la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve
entonces ocasión de experimentar: durante el Concilio había una
emocionante tensión con relación a la tarea común de hacer resplandecer
la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las
exigencias del presente ni encadenarla al pasado: en la fe resuena el
presente eterno de Dios que trasciende el tiempo y que, sin embargo,
solamente puede ser acogido por nosotros en el hoy irrepetible. Por esto
mismo considero que lo más importante, especialmente en una efeméride
tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia
aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al
hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la
nueva evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la
confusión, es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa,
que son los documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha
encontrado su expresión. Por esto, he insistido repetidamente en la
necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a
sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he
repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos.
La referencia a los documentos evita caer en los extremos de nostalgias
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anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la
continuidad. El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni
ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para
que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en
un mundo en transformación.
Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan
XXIII quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de
la fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente
profundizar en el depósito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres
conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se
abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque
estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En
cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la
mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas
del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como propias en
su verdad.
Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva
evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay
necesidad, todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a
esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del
Concilio, y que está contenida en sus documentos. También la iniciativa
de crear un Consejo Pontificio destinado a la promoción de la nueva
evangelización, al que agradezco su especial dedicación con vistas al Año
de la fe, se inserta en esta perspectiva. En estos decenios ha aumentado la
«desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber,
por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una
vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a
nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de
la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir
nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros,
hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que
es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los
signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo
manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan
sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino
hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza. La
fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo.
Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida
nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino. La primera lectura
nos ha hablado de la sabiduría del viajero (cf. Sir 34,9-13): el viaje es
metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de
vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo
largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad
se han multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas sienten hoy la
necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos
encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo?
Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los
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desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es
esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice
el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el
evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Ecuménico Vaticano
II son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la
Iglesia Católica, publicado hace 20 años.
Venerados y queridos hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba
la fiesta de María Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella el Año
de la fe, como lo hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen
María brille siempre como estrella en el camino de la nueva
evangelización. Que ella nos ayude a poner en práctica la exhortación del
apóstol Pablo: «La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su
riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos
mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en
nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él»
(Col 3,16-17). Amén

LA ALEGRÍA HUMILDE DE LA IGLESIA DESPUÉS DEL


CONCILIO
20121011. Discurso. Bendición en la procesión de antorchas
Hace cincuenta años, en este día, yo también estuve aquí en esta plaza,
mirando a esta ventana, donde apareció el buen Papa, el beato Papa Juan
XXIII; y nos habló con palabras inolvidables, palabras llenas de poesía, de
bondad, palabras del corazón.
Estábamos felices —diría— y llenos de entusiasmo. El gran concilio
ecuménico se inauguraba; estábamos seguros de que debía llegar una
nueva primavera para la Iglesia, un nuevo Pentecostés, con una nueva
presencia fuerte de la gracia liberadora del Evangelio.
También hoy estamos felices, traemos la alegría en nuestro corazón,
pero diría una alegría tal vez más sobria, una alegría humilde. En estos
cincuenta años hemos aprendido y experimentado que el pecado original
existe y se traduce, siempre de nuevo, en pecados personales, que pueden
también convertirse en estructuras de pecado. Hemos visto que en el
campo del Señor está siempre también la cizaña. Hemos visto que en las
redes de Pedro se encuentran también peces malos. Hemos visto que la
fragilidad humana está presente igualmente en la Iglesia, que la barca de
la Iglesia navega también con viento contrario, con tempestades que
amenazan la nave, y que algunas veces hemos pensado: «El Señor duerme
y se ha olvidado de nosotros».
Esta es una parte de las experiencias vividas en estos cincuenta años,
pero hemos tenido también, una nueva experiencia de la presencia del
Señor, de su bondad, de su fuerza. El fuego del Espíritu Santo, el fuego de
Cristo no es un fuego devorador, destructivo; es un fuego silencioso, es
una pequeña llama de bondad, de bondad y de verdad, que transforma, da
luz y calor. Hemos visto que el Señor no nos olvida. También hoy con su
modo humilde, el Señor está presente y da calor a los corazones, da vida,
291
crea carismas de bondad y de caridad que iluminan el mundo y son para
nosotros garantía de la bondad de Dios. Sí, Cristo vive, también hoy está
con nosotros, y podemos ser felices también hoy, porque su bondad no se
apaga; es fuerte también hoy.

EL CRISTIANISMO ES SIEMPRE NUEVO


20121012. Discurso. Padres conciliares y presidentes Conferencia
Son muchos los recuerdos que surgen en nuestra mente, y que cada
uno tiene bien impresos en el corazón, respecto a aquel período tan vivaz,
rico y fecundo que fue el Concilio. No quiero, sin embargo, extenderme
demasiado, pero retomando algunos elementos de mi homilía de ayer
quisiera recordar solamente cómo una palabra, lanzada por el beato Juan
XXIII casi de modo programático, regresaba continuamente en los
trabajos conciliares: la palabra «aggiornamento» (actualización).
A cincuenta años de distancia de la apertura de aquella solemne
Asamblea de la Iglesia, alguno se preguntará si esa expresión no haya sido
tal vez desde el principio en absoluto feliz. Creo que la elección de las
palabras podría ser discutida por horas y se encontrarían opiniones
continuamente discordantes, pero estoy convencido de que la intuición
que tenía el beato Juan XXIII, que resumió con esta palabra, ha sido y
sigue siendo todavía exacta. El cristianismo no debe considerarse como
«una cosa del pasado», ni debe vivirse con la mirada puesta
constantemente «en el pasado», porque Jesucristo es ayer, hoy y para la
eternidad (cf. Hb 13, 8). El cristianismo está marcado por la presencia del
Dios eterno, que entró en el tiempo y está presente en cada momento,
porque cada momento fluye de su poder creador, de su eterno «hoy».
Por ello el cristianismo es siempre nuevo. No debemos nunca verlo
como un árbol plenamente desarrollado a partir de la semilla de mostaza
del Evangelio, que creció, que dio sus frutos y un buen día envejeció
llegando al ocaso de su energía vital. El cristianismo es un árbol que, por
decirlo así, está en perenne «aurora», es siempre joven. Y esta actualidad,
este «aggiornamento», no significa ruptura con la tradición, sino que
expresa la continua vitalidad. No significa reducir la fe rebajándola a la
moda de los tiempos, al modelo de lo que nos gusta, a aquello que agrada
la opinión pública, sino todo lo contrario: precisamente como hicieron los
padres conciliares, debemos llevar el «hoy» que vivimos a la medida del
acontecimiento cristiano, debemos llevar el «hoy» de nuestro tiempo al
«hoy» de Dios.
El Concilio fue un tiempo de gracia en que el Espíritu Santo nos
enseñó que la Iglesia, en su camino en la historia, debe siempre hablar al
hombre contemporáneo, pero esto sólo puede ocurrir por la fuerza de
aquellos que tienen raíces profundas en Dios, se dejan guiar por Él y viven
con pureza la propia fe; no viene de quien se adapta al momento que pasa,
de quien escoge el camino más cómodo. El Concilio lo tenía bien claro,
cuando en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, en
el número 49, afirmó que todos en la Iglesia están llamados a la santidad
292
según las palabras del Apóstol Pablo: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra
santificación» (1 Tes 4, 3). La santidad muestra el verdadero rostro de la
Iglesia, hace entrar el «hoy» eterno de Dios en el «hoy» de nuestra vida,
en el «hoy» del hombre de nuestra época.
Queridos hermanos en el episcopado, la memoria del pasado es
preciosa, pero nunca es un fin en sí misma. El Año de la fe que hemos
comenzado ayer nos sugiere el modo mejor de recordar y conmemorar el
Concilio: concentrarnos en el corazón de su mensaje, que por lo demás no
es otro que el mensaje de la fe en Jesucristo, único Salvador del mundo,
proclamado al hombre de nuestro tiempo.
También hoy lo importante y esencial es llevar el rayo del amor de
Dios al corazón y a la vida de cada hombre y de cada mujer, y conducir a
los hombres y mujeres de toda época hacia Dios.
Deseo vivamente que todas las Iglesias particulares encuentren en la
celebración de este Año la ocasión para el siempre necesario retorno a la
fuente viva del Evangelio, al encuentro transformador con la persona de
Jesucristo. Gracias.

EL APEGO A LOS BIENES IMPIDE LA VERDADERA FELICIDAD


20121014. Ángelus
El Evangelio de este domingo (Mc 10, 17-30) tiene como tema
principal el de la riqueza. Jesús enseña que para un rico es muy difícil
entrar en el Reino de Dios, pero no imposible; en efecto, Dios puede
conquistar el corazón de una persona que posee muchos bienes e
impulsarla a la solidaridad y a compartir con quien está necesitado, con
los pobres, para entrar en la lógica del don. De este modo aquella se sitúa
en el camino de Jesús, quien —como escribe el apóstol Pablo— «siendo
rico se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza»
(2 Co 8, 9). Como sucede a menudo en los evangelios, todo empieza con
un encuentro: el de Jesús con uno que «era muy rico» (Mc 10, 22). Se
trataba de una persona que desde su juventud observaba fielmente todos
los mandamientos de la Ley de Dios, pero todavía no había encontrado la
verdadera felicidad; y por ello pregunta a Jesús qué hacer para «heredar la
vida eterna» (v. 17). Por un lado es atraído, como todos, por la plenitud de
la vida; por otro, estando acostumbrado a contar con las propias riquezas,
piensa que también la vida eterna se puede «comprar» de algún modo, tal
vez observando un mandamiento especial. Jesús percibe el deseo profundo
que hay en esa persona y —apunta el evangelista— fija en él una mirada
llena de amor: la mirada de Dios (cfr. v. 21). Pero Jesús comprende
igualmente cuál es el punto débil de aquel hombre: es precisamente su
apego a sus muchos bienes; y por ello le propone que dé todo a los pobres,
de forma que su tesoro —y por lo tanto su corazón— ya no esté en la
tierra, sino en el cielo, y añade: «¡Ven! ¡Sígueme!» (v. 22). Y aquél, sin
embargo, en lugar de acoger con alegría la invitación de Jesús, se marchó
triste (cf. v. 23) porque no consigue desprenderse de sus riquezas, que
jamás podrán darle la felicidad ni la vida eterna.
293
Es en este momento cuando Jesús da a sus discípulos —y también a
nosotros hoy— su enseñanza: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de
Dios a los que tienen riquezas!» (v. 23). Ante estas palabras, los discípulos
quedaron desconcertados; y más aún cuando Jesús añadió: «Más fácil le es
a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino
de Dios». Pero al verlos atónitos, dijo: «Es imposible para los hombres, no
para Dios. Dios lo puede todo» (cf. vv. 24-27). Comenta san Clemente de
Alejandría: «La parábola enseña a los ricos que no deben descuidar la
salvación como si estuvieran ya condenados, ni deben arrojar al mar la
riqueza ni condenarla como insidiosa y hostil a la vida, sino que deben
aprender cómo utilizarla y obtener la vida» (¿Qué rico se salvará? 27, 1-
2). La historia de la Iglesia está llena de ejemplos de personas ricas que
utilizaron sus propios bienes de modo evangélico, alcanzando también la
santidad. Pensemos en san Francisco, santa Isabel de Hungría o san Carlos
Borromeo. Que la Virgen María, Trono de la Sabiduría, nos ayude a
acoger con alegría la invitación de Jesús para entrar en la plenitud de la
vida.

HAY UNA NUEVA PRIMAVERA DEL CRISTIANISMO


20121015. Entrevista. De la película Campanas de Europa
P. ― Santidad, en sus encíclicas propone una antropología fuerte, un
hombre habitado por el amor de Dios, un hombre de racionalidad
ampliada por la fe, un hombre que tiene una responsabilidad social
gracias a la dinámica de caridad recibida y dada en la verdad. Santidad,
en este horizonte antropológico en que el mensaje evangélico exalta todos
los elementos dignos de la persona humana, purificando las escorias que
oscurecen el verdadero rostro del hombre creado a imagen y semejanza
de Dios, usted ha reafirmado en repetidas ocasiones que este
redescubrimiento de rostro humano, de los valores evangélicos, de las
raíces profundas de Europa es una fuente de gran esperanza para el
continente europeo, y no sólo ... ¿Puede explicar las razones de su
esperanza?
Santo Padre ― La primera razón de mi esperanza consiste en que el
deseo de Dios, la búsqueda de Dios está profundamente grabada en cada
alma humana y no puede desaparecer. Ciertamente, durante algún tiempo,
Dios puede olvidarse o dejarse de lado, se pueden hacer otras cosas, pero
Dios nunca desaparece. Simplemente, es cierto, como dice san Agustín,
que nosotros, los hombres, estamos inquietos hasta que encontramos a
Dios. Esta preocupación también existe en la actualidad. Es la esperanza
de que el hombre, siempre de nuevo, también hoy, se encamine hacia este
Dios.
La segunda razón de mi esperanza consiste en el hecho de que el
Evangelio de Jesucristo, la fe en Cristo, es simplemente verdad. Y la
verdad no envejece. También se puede olvidar durante algún tiempo, es
posible encontrar otras cosas, se puede dejar de lado; pero la verdad como
tal no desaparece. Las ideologías tienen un tiempo determinado. Parecen
294
fuertes, irresistibles, pero después de un determinado período se
consumen; pierden su fuerza porque carecen de una verdad profunda. Son
partículas de verdad, pero al final se consumen. En cambio, el evangelio
es verdadero, y por lo tanto nunca se consume. En todos los períodos de la
historia aparecen sus nuevas dimensiones, aparece en toda su novedad,
para responder a las necesidades del corazón y de la razón humana que
puede caminar en esta verdad y encontrarse en ella. Y así, por esta razón,
estoy convencido de que también hay una nueva primavera del
cristianismo.
Un tercer motivo empírico lo vemos en que esta inquietud se
manifiesta en la juventud de hoy. Los jóvenes han visto tantas cosas ―las
ofertas de las ideologías y del consumismo― pero perciben el vacío de
todo esto, su insuficiencia. El hombre ha sido creado para el infinito. Todo
lo finito es demasiado poco. Y por eso vemos cómo, en las generaciones
más jóvenes, esta inquietud se despierta de nuevo y cómo se ponen en
camino; así hay nuevos descubrimientos de la belleza del cristianismo; un
cristianismo que no es barato, ni reducido, sino radical y profundo . Por lo
tanto, me parece que la antropología, como tal, nos indica que siempre
habrá nuevos despertares del cristianismo y los hechos lo confirman con
una palabra: cimiento profundo. Es el cristianismo. Es verdadero, y la
verdad siempre tiene un futuro.
P.― Santidad, usted ha dicho muchas veces que Europa ha tenido y
tiene todavía una influencia cultural sobre toda la humanidad y tiene que
sentirse especialmente responsable, no sólo del propio futuro, sino
también del de todo el género humano. Mirando hacia adelante, ¿es
posible trazar los límites del testimonio visible de los católicos y de los
cristianos pertenecientes a las Iglesias ortodoxas y protestantes, en
Europa del Atlántico a los Urales que, viviendo los valores evangélicos en
los que creen, contribuyan a la construcción de una Europa más fiel a
Cristo, más acogedora, solidaria, no sólo custodiando la herencia
cultural y espiritual que los caracteriza, sino también en el compromiso
de buscar nuevas vías para afrontar los grandes desafíos comunes que
marcan la época post-moderna y multicultural?
Santo Padre ― Se trata de la gran cuestión. Es evidente que Europa
tiene también hoy en el mundo un gran peso tanto económico como
cultural e intelectual. Y, de acuerdo con este peso, tiene una gran
responsabilidad. Pero como ha dicho usted, Europa tiene que encontrar
todavía su plena identidad para poder hablar y actuar según su
responsabilidad. El problema hoy no son ya, en mi opinión, las diferencias
nacionales. Se trata de diversidades que, gracias a Dios, ya no constituyen
divisiones. Las naciones permanecen, y en sus diversidades culturales,
humanas, temperamentales, son una riqueza que se completa y da lugar a
una gran sinfonía de culturas. Son, fundamentalmente, una cultura común.
El problema de Europa para encontrar su identidad creo que consiste en el
hecho de que hoy en Europa tenemos dos almas: una de ellas es una razón
abstracta, anti-histórica, que pretende dominar todo porque se siente por
encima de todas las culturas. Una razón que al fin ha llegado a sí misma,
295
que pretende emanciparse de todas las tradiciones y valores culturales en
favor de una racionalidad abstracta. La primera sentencia de Estrasburgo
sobre el Crucifijo era un ejemplo de esta razón abstracta que quiere
emanciparse de todas las tradiciones, de la misma historia. Pero así no se
puede vivir. Además, también la "razón pura" está condicionada por una
determinada situación histórica, y solo en este sentido puede existir. La
otra alma es la que podemos llamar cristiana, que se abre a todo lo que es
razonable, que ha creado ella misma la audacia de la razón y la libertad de
una razón crítica, pero sigue anclada en las raíces que han dado origen a
esta Europa, que la han construido sobre los grandes valores, las grandes
intuiciones, la visión de la fe cristiana. Como decía usted, sobre todo en el
diálogo ecuménico entre Iglesia católica, ortodoxa, protestante, este alma
tiene que encontrar una común expresión y después tiene que confrontarse
con esa razón abstracta, es decir, aceptar y conservar la libertad crítica de
la razón con respecto a todo lo que puede hacer y ha hecho, pero
practicarla, concretarla en el fundamento, en la cohesión con los grandes
valores que nos ha dado el cristianismo. Sólo en esta síntesis Europa
puede tener peso en el diálogo intercultural de la humanidad de hoy y de
mañana, porque una razón que se ha emancipado de todas las culturas no
puede entrar en un diálogo intercultural. Sólo una razón que tiene una
identidad histórica y moral puede también hablar con los demás, buscar
una interculturalidad en la que todos pueden entrar y encontrar una unidad
fundamental de los valores que pueden abrir las vías al futuro, a un nuevo
humanismo, que tiene que ser nuestro objetivo. Y para nosotros este
humanismo crece precisamente a partir de la gran idea del hombre a
imagen y semejanza de Dios.
296

DERECHO A EMIGRAR Y A NO EMIGRAR


20121012. Mensaje. Jornada mundial del Emigrante 2013
Es cierto que cada Estado tiene el derecho de regular los flujos
migratorios y adoptar medidas políticas dictadas por las exigencias
generales del bien común, pero siempre garantizando el respeto de la
dignidad de toda persona humana. El derecho de la persona a emigrar -
como recuerda la Constitución conciliar Gaudium et spes en el n. 65 - es
uno de los derechos humanos fundamentales, facultando a cada uno a
establecerse donde considere más oportuno para una mejor realización de
sus capacidades y aspiraciones y de sus proyectos. Sin embargo, en el
actual contexto socio-político, antes incluso que el derecho a emigrar, hay
que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a tener las condiciones
para permanecer en la propia tierra, repitiendo con el Beato Juan Pablo II
que «es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin
embargo, este derecho es efectivo sólo si se tienen constantemente bajo
control los factores que impulsan a la emigración» (Discurso al IV
Congreso mundial de las Migraciones, 1998). En efecto, actualmente
vemos que muchas migraciones son el resultado de la precariedad
económica, de la falta de bienes básicos, de desastres naturales, de guerras
y de desórdenes sociales. En lugar de una peregrinación animada por la
confianza, la fe y la esperanza, emigrar se convierte entonces en un
«calvario» para la supervivencia, donde hombres y mujeres aparecen más
como víctimas que como protagonistas y responsables de su migración.
Así, mientras que hay emigrantes que alcanzan una buena posición y
viven con dignidad, con una adecuada integración en el ámbito de
acogida, son muchos los que viven en condiciones de marginalidad y, a
veces, de explotación y privación de los derechos humanos
fundamentales, o que adoptan conductas perjudiciales para la sociedad en
la que viven. El camino de la integración incluye derechos y deberes,
atención y cuidado a los emigrantes para que tengan una vida digna, pero
también atención por parte de los emigrantes hacia los valores que ofrece
la sociedad en la que se insertan.

NECESIDAD DE PERSONAS DE FE ILUMINADA Y VIVIDA


20121020. Discurso. Entrega del Premio Ratzinger
Es precisamente de personas que, a través de una fe iluminada y
vivida, hagan a Dios cercano y creíble para el hombre de hoy, de lo que
tenemos necesidad; hombres que mantengan la mirada fija en Dios
sacando de esta fuente la verdadera humanidad para ayudar a quien el
Señor pone en nuestro camino a fin de que comprenda que es Cristo el
camino de la vida; hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de
Dios, para que puedan hablar también a la mente y al corazón de los
demás. Trabajar en al viña del Señor, donde nos llama, para que los
hombres y las mujeres de nuestro tiempo puedan descubrir y redescubrir
297
el verdadero «arte de vivir»: esta fue también una gran pasión del concilio
Vaticano II, más actual que nunca en el compromiso de la nueva
evangelización.

SERVICIO AL HOMBRE Y AL EVANGELIO, COMO JESÚS


20121021. Homilía. Canonización de siete beatos
El hijo del hombre ha venido a servir y dar su vida en rescate por la
multitud (cf. Mc 10,45). Hoy la Iglesia escucha una vez más estas palabras
de Jesús, pronunciadas durante el camino hacia Jerusalén, donde tenía que
cumplirse su misterio de pasión, muerte y resurrección. Son palabras que
manifiestan el sentido de la misión de Cristo en la tierra, caracterizada por
su inmolación, por su donación total. En este tercer domingo de octubre,
en el que se celebra la Jornada Mundial de las Misiones, la Iglesia las
escucha con particular intensidad y reaviva la conciencia de vivir
completamente en perenne actitud de servicio al hombre y al Evangelio,
como Aquel que se ofreció a sí mismo hasta el sacrificio de la vida.
El hijo del hombre ha venido a servir y dar su vida en rescate por la
multitud (cf. Mc 10,45). Estas palabras han constituido el programa de
vida de los siete beatos que hoy la Iglesia inscribe solemnemente en el
glorioso coro de los santos.
Jacques Berthieu, nacido en 1838 en Francia, fue desde muy temprano
un enamorado de Jesucristo. Durante su ministerio parroquial, deseó
ardientemente salvar a las almas. Al profesar como jesuita, quería recorrer
el mundo para la gloria de Dios. Pastor infatigable en la isla de Santa
María y después en Madagascar, luchó contra la injusticia, aliviando a los
pobres y los enfermos. Los malgaches lo consideraban como un sacerdote
venido del cielo, y decían: tú eres nuestro padre y madre. Él se hizo todo
para todos, sacando de la oración y el amor al Corazón de Jesús la fuerza
humana y sacerdotal para llegar hasta el martirio, en 1896. Murió
diciendo: Prefiero morir antes que renunciar a mi fe. Queridos amigos,
que la vida de este evangelizador sea un acicate y un modelo para los
sacerdotes, para que sean hombres de Dios como él. Que su ejemplo
ayude a los numerosos cristianos que hoy en día son perseguidos a causa
de su fe. Que su intercesión, en este Año de la fe, sea fructuosa para
Madagascar y el continente africano. Que Dios bendiga al pueblo
malgache.
Pedro Calungsod nació alrededor del año 1654, en la región de Bisayas
en Filipinas. Su amor a Cristo lo impulsó a prepararse como catequista
con los misioneros jesuitas. En el año 1668, junto con otros jóvenes
catequistas, acompañó al Padre Diego Luis de San Vítores a las Islas
Marianas, para evangelizar al pueblo Chamorro. La vida allí era dura y los
misioneros sufrieron la persecución a causa de la envidia y las calumnias.
Pedro, sin embargo, mostró una gran fe y caridad y continuó catequizando
a sus numerosos convertidos, dando testimonio de Cristo mediante una
vida de pureza y dedicación al Evangelio. Por encima de todo estaba su
deseo de salvar almas para Cristo, y esto le llevó a aceptar con resolución
298
el martirio. Murió el 2 de abril de 1672. Algunos testigos cuentan que
Pedro pudo haber escapado para ponerse a salvo, pero eligió permanecer
al lado del Padre Diego. El sacerdote le dio a Pedro la absolución antes de
que él mismo fuera asesinado. Que el ejemplo y el testimonio valeroso de
Pedro Calungsod inspire al querido pueblo filipino para anunciar con
ardor el Reino y ganar almas para Dios.
Giovanni Battista Piamarta, sacerdote de la diócesis de Brescia, fue un
gran apóstol de la caridad y de la juventud. Percibía la exigencia de una
presencia cultural y social del catolicismo en el mundo moderno, por eso
se dedicó a hacer progresar cristiana, moral y profesionalmente a las
nuevas generaciones con claras dosis de humanidad y bondad. Animado
por una confianza inquebrantable en la Divina Providencia y por un
profundo espíritu de sacrificio, afrontó dificultades y fatigas para poner en
práctica varias obras apostólicas, entre las cuales: el Instituto de los
artesanillos, la Editorial Queriniana, la Congregación masculina de la
Sagrada Familia de Nazaret y la Congregación de las Humildes Siervas
del Señor. El secreto de su intensa y laboriosa vida estaba en las largas
horas que dedicaba a la oración. Cuando estaba abrumado por el trabajo,
aumentaba el tiempo para el encuentro, de corazón a corazón, con el
Señor. Prefería permanecer junto al Santísimo Sacramento, meditando la
pasión, muerte y resurrección de Cristo, para retomar fuerzas espirituales
y volver a lanzarse a la conquista del corazón de la gente, especialmente
de los jóvenes, para llevarlos otra vez a las fuentes de la vida con nuevas
iniciativas pastorales.
«Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos
de ti». Con estas palabras, la liturgia nos invita a hacer nuestro este himno
al Dios creador y providente, aceptando su plan en nuestras vidas. Así lo
hizo Santa María del Carmelo Sallés y Barangueras, religiosa nacida en
Vic, España, en 1848. Ella, viendo colmada su esperanza, después de
muchos avatares, al contemplar el progreso de la Congregación de
Religiosas Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza, que había
fundado en 1892, pudo cantar junto a la Madre de Dios: «Su misericordia
llega a sus fieles de generación en generación». Su obra educativa,
confiada a la Virgen Inmaculada, sigue dando abundantes frutos entre la
juventud a través de la entrega generosa de sus hijas, que como ella se
encomiendan al Dios que todo lo puede.
Paso hablar ahora de Mariana Cope, nacida en 1838 en Heppenheim,
Alemania. Con apenas un año de edad fue llevada a los Estados Unidos y
en 1862 entró en la Tercera Orden Regular de san Francisco, en Siracusa,
Nueva York. Más tarde, y como superiora general de su congregación,
Madre Mariana acogió gustosamente la llamada a cuidar a los leprosos de
Hawai, después de que muchos se hubieran negado a ello. Con seis de sus
hermanas de congregación, fue personalmente a dirigir el hospital en
Oahu, fundando más tarde el hospital de Malulani en Maui y abriendo una
casa para niñas de padres leprosos. Cinco años después aceptó la
invitación a abrir una casa para mujeres y niñas en la isla de Molokai,
encaminándose allí con valor y poniendo fin de hecho a su contacto con el
299
mundo exterior. Allí cuidó al Padre Damián, entonces ya famoso por su
heroico trabajo entre los leprosos, atendiéndolo mientras moría y
continuando su trabajo entre los leprosos. En un tiempo en el que poco se
podía hacer por aquellos que sufrían esta terrible enfermedad, Mariana
Cope mostró un amor, valor y entusiasmo inmenso. Ella es un ejemplo
luminoso y valioso de la mejor tradición de las hermanas enfermeras
católicas y del espíritu de su amado san Francisco.
Kateri Tekakwitha nació en el actual Estado de Nueva York, en 1656,
de padre mohawk y madre algonquina cristiana, quien le trasmitió la
experiencia del Dios vivo. Fue bautizada a la edad de 20 años y, para
escapar de la persecución, se refugió en la misión de san Francisco Javier,
cerca de Montreal. Allí trabajó hasta que murió a los 24 años de edad, fiel
a las tradiciones de su pueblo, pero renunciando a las convicciones
religiosas del mismo. Llevando una vida sencilla, Kateri permaneció fiel a
su amor a Jesús, a su oración y a su Misa diaria. Su deseo más alto era
conocer y hacer lo que agradaba a Dios. Kateri impresiona por la acción
de la gracia en su vida, carente de apoyos externos, y por la firmeza de
una vocación tan particular para su cultura. En ella, fe y cultura se
enriquecen recíprocamente. Que su ejemplo nos ayude a vivir allá donde
nos encontremos, sin renegar de lo que somos, amando a Jesús. Santa
Kateri, protectora de Canadá y primera santa amerindia, te confiamos la
renovación de la fe en los pueblos originarios y en toda América del
Norte. Que Dios bendiga a los pueblos originarios.
La joven Anna Schäffer, de Mindelstetten, quería entrar en una
congregación misionera. Nacida en una familia humilde, trabajó como
criada buscando ganar la dote necesaria y poder entrar así en el convento.
En este trabajo, tuvo un grave accidente, sufriendo quemaduras incurables
en los pies que la postraron en un lecho para el resto de sus días. Así, la
habitación de la enferma se transformó en una celda conventual, y el
sufrimiento en servicio misionero. Al principio se rebeló contra su destino,
pero enseguida, comprendió que su situación fue una llamada amorosa del
Crucificado para que le siguiera. Fortificada por la comunión cotidiana se
convirtió en una intercesora infatigable en la oración, y un espejo del amor
de Dios para muchas personas en búsqueda de consejo. Que su apostolado
de oración y de sufrimiento, de ofrenda y de expiación sea para los
creyentes de su tierra un ejemplo luminoso. Que su intercesión
intensifique la pastoral de los enfermos en cuidados paliativos, en su
benéfico trabajo.

LOS VIENTOS CONTRARIOS Y EL VIENTO DEL ESPÍRITU


20121027. Discurso. Saludo al final del Sínodo de los Obispos
Hemos oído cómo la Iglesia también hoy crece, vive. Pienso, por
ejemplo, en cuanto se nos ha dicho sobre Camboya, donde de nuevo nace
la Iglesia, la fe; o sobre Noruega y muchos más. Vemos cómo también
hoy, donde no se esperaba, el Señor está presente y es poderoso, y el Señor
actúa igualmente a través de nuestro trabajo y nuestras reflexiones.
300

Aunque la Iglesia siente vientos contrarios, sin embargo siente sobre


todo el viento del Espíritu Santo que nos ayuda, nos muestra el camino
justo; y así, con nuevo entusiasmo, me parece, estamos en camino y
damos gracias al Señor porque nos ha dado este encuentro verdaderamente
católico.

BARTIMEO Y LA NUEVA EVANGELIZACIÓN


20121028. Homilía. Clausura del Sínodo de los Obispos
El milagro de la curación del ciego Bartimeo ocupa un lugar relevante
en la estructura del Evangelio de Marcos. En efecto, está colocado al final
de la sección llamada «viaje a Jerusalén», es decir, la última peregrinación
de Jesús a la Ciudad Santa para la Pascua, en donde él sabe que lo espera
la pasión, la muerte y la resurrección. Para subir a Jerusalén, desde el valle
del Jordán, Jesús pasó por Jericó, y el encuentro con Bartimeo tuvo lugar a
las afueras de la ciudad, mientras Jesús, como anota el evangelista, salía
«de Jericó con sus discípulos y bastante gente» (10, 46); gente que, poco
después, aclamará a Jesús como Mesías en su entrada a Jerusalén.
Bartimeo, cuyo nombre, como dice el mismo evangelista, significa «hijo
de Timeo», estaba precisamente sentado al borde del camino pidiendo
limosna. Todo el Evangelio de Marcos es un itinerario de fe, que se
desarrolla gradualmente en el seguimiento de Jesús. Los discípulos son los
primeros protagonistas de este paulatino descubrimiento, pero hay
también otros personajes que desempeñan un papel importante, y
Bartimeo es uno de éstos. La suya es la última curación prodigiosa que
Jesús realiza antes de su pasión, y no es casual que sea la de un ciego, es
decir una persona que ha perdido la luz de sus ojos. Sabemos también por
otros textos que en los evangelios la ceguera tiene un importante
significado. Representa al hombre que tiene necesidad de la luz de Dios, la
luz de la fe, para conocer verdaderamente la realidad y recorrer el camino
de la vida. Es esencial reconocerse ciegos, necesitados de esta luz, de lo
contrario se es ciego para siempre (cf. Jn 9,39-41).
Bartimeo, pues, en este punto estratégico del relato de Marcos, está
puesto como modelo. Él no es ciego de nacimiento, sino que ha perdido la
vista: es el hombre que ha perdido la luz y es consciente de ello, pero no
ha perdido la esperanza, sabe percibir la posibilidad de un encuentro con
Jesús y confía en él para ser curado. En efecto, cuando siente que el
Maestro pasa por el camino, grita: «Hijo de David, Jesús, ten compasión
de mí» (Mc 10,47), y lo repite con fuerza (v. 48). Y cuando Jesús lo llama
y le pregunta qué quiere de él, responde: «Maestro, que pueda ver» (v. 51).
Bartimeo representa al hombre que reconoce el propio mal y grita al
Señor, con la confianza de ser curado. Su invocación, simple y sincera, es
ejemplar, y de hecho –al igual que la del publicano en el templo: «Oh
Dios, ten compasión de este pecador» (Lc 18,13)– ha entrado en la
tradición de la oración cristiana. En el encuentro con Cristo, realizado con
fe, Bartimeo recupera la luz que había perdido, y con ella la plenitud de la
301
propia dignidad: se pone de pie y retoma el camino, que desde aquel
momento tiene un guía, Jesús, y una ruta, la misma que Jesús recorre. El
evangelista no nos dice nada más de Bartimeo, pero en él nos muestra
quién es el discípulo: aquel que, con la luz de la fe, sigue a Jesús «por el
camino» (v. 52).
San Agustín, en uno de sus escritos, hace una observación muy
particular sobre la figura de Bartimeo, que puede resultar también
interesante y significativa para nosotros. El Santo Obispo de Hipona
reflexiona sobre el hecho de que Marcos, en este caso, indica el nombre
no sólo de la persona que ha sido curada, sino también del padre, y
concluye que «Bartimeo, hijo de Timeo, era un personaje que de una gran
prosperidad cayó en la miseria, y que ésta condición suya de miseria debía
ser conocida por todos y de dominio público, puesto que no era solamente
un ciego, sino un mendigo sentado al borde del camino. Por esta razón
Marcos lo recuerda solamente a él, porque la recuperación de su vista hizo
que ese milagro tuviera una resonancia tan grande como la fama de la
desventura que le sucedió» (Concordancia de los evangelios, 2, 65, 125:
PL 34, 1138). Hasta aquí san Agustín.
Esta interpretación, que ve a Bartimeo como una persona caída en la
miseria desde una condición de «gran prosperidad», nos hace pensar; nos
invita a reflexionar sobre el hecho de que hay riquezas preciosas para
nuestra vida, y que no son materiales, que podemos perder. En esta
perspectiva, Bartimeo podría ser la representación de cuantos viven en
regiones de antigua evangelización, donde la luz de la fe se ha debilitado,
y se han alejado de Dios, ya no lo consideran importante para la vida:
personas que por eso han perdido una gran riqueza, han «caído en la
miseria» desde una alta dignidad –no económica o de poder terreno, sino
cristiana –, han perdido la orientación segura y sólida de la vida y se han
convertido, con frecuencia inconscientemente, en mendigos del sentido de
la existencia. Son las numerosas personas que tienen necesidad de una
nueva evangelización, es decir de un nuevo encuentro con Jesús, el Cristo,
el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1), que puede abrir nuevamente sus ojos y
mostrarles el camino. Es significativo que, mientras concluimos la
Asamblea sinodal sobre la nueva evangelización, la liturgia nos proponga
el Evangelio de Bartimeo. Esta Palabra de Dios tiene algo que decirnos de
modo particular a nosotros, que en estos días hemos reflexionado sobre la
urgencia de anunciar nuevamente a Cristo allá donde la luz de la fe se ha
debilitado, allá donde el fuego de Dios es como un rescoldo, que pide ser
reavivado, para que sea llama viva que da luz y calor a toda la casa.
La nueva evangelización concierne toda la vida de la Iglesia. Ella se
refiere, en primer lugar, a la pastoral ordinaria que debe estar más animada
por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que
regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor
para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna. Deseo subrayar tres
líneas pastorales que han surgido del Sínodo. La primera corresponde a
los sacramentos de la iniciación cristiana. Se ha reafirmado la necesidad
de acompañar con una catequesis adecuada la preparación al bautismo, a
302
la confirmación y a la Eucaristía. También se ha reiterado la importancia
de la penitencia, sacramento de la misericordia de Dios. La llamada del
Señor a la santidad, dirigida a todos los cristianos, pasa a través de este
itinerario sacramental. En efecto, se ha repetido muchas veces que los
verdaderos protagonistas de la nueva evangelización son los santos: ellos
hablan un lenguaje comprensible para todos, con el ejemplo de la vida y
con las obras de caridad.
En segundo lugar, la nueva evangelización está esencialmente
conectada con la misión ad gentes. La Iglesia tiene la tarea de evangelizar,
de anunciar el Mensaje de salvación a los hombres que aún no conocen a
Jesucristo. En el transcurso de las reflexiones sinodales, se ha subrayado
también que existen muchos lugares en África, Asía y Oceanía en donde
los habitantes, muchas veces sin ser plenamente conscientes, esperan con
gran expectativa el primer anuncio del Evangelio. Por tanto es necesario
rezar al Espíritu Santo para que suscite en la Iglesia un renovado
dinamismo misionero, cuyos protagonistas sean de modo especial los
agentes pastorales y los fieles laicos. La globalización ha causado un
notable desplazamiento de poblaciones; por tanto el primer anuncio se
impone también en los países de antigua evangelización. Todos los
hombres tienen el derecho de conocer a Jesucristo y su Evangelio; y a esto
corresponde el deber de los cristianos, de todos los cristianos –sacerdotes,
religiosos y laicos–, de anunciar la Buena Noticia.
Un tercer aspecto tiene que ver con las personas bautizadas pero que
no viven las exigencias del bautismo. Durante los trabajos sinodales se ha
puesto de manifiesto que estas personas se encuentran en todos los
continentes, especialmente en los países más secularizados. La Iglesia les
dedica una atención particular, para que encuentren nuevamente a
Jesucristo, vuelvan a descubrir el gozo de la fe y regresen a las prácticas
religiosas en la comunidad de los fieles. Además de los métodos pastorales
tradicionales, siempre válidos, la Iglesia intenta utilizar también métodos
nuevos, usando asimismo nuevos lenguajes, apropiados a las diferentes
culturas del mundo, proponiendo la verdad de Cristo con una actitud de
diálogo y de amistad que tiene como fundamento a Dios que es Amor. En
varias partes del mundo, la Iglesia ya ha emprendido dicho camino de
creatividad pastoral, para acercarse a las personas alejadas y en busca del
sentido de la vida, de la felicidad y, en definitiva, de Dios. Recordamos
algunas importantes misiones ciudadanas, el «Atrio de los gentiles», la
Misión Continental, etcétera. Sin duda el Señor, Buen Pastor, bendecirá
abundantemente dichos esfuerzos que provienen del celo por su Persona y
su Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, Bartimeo, una vez recuperada la vista
gracias a Jesús, se unió al grupo de los discípulos, entre los cuales
seguramente había otros que, como él, habían sido curados por el Maestro.
Así son los nuevos evangelizadores: personas que han tenido la
experiencia de ser curados por Dios, mediante Jesucristo. Y su
característica es una alegría de corazón, que dice con el salmista: «El
Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (Sal 125,3).
303
También nosotros hoy, nos dirigimos al Señor, Redemptor
hominis y Lumen gentium, con gozoso agradecimiento, haciendo nuestra
una oración de san Clemente de Alejandría: «Hasta ahora me he
equivocado en la esperanza de encontrar a Dios, pero puesto que tú me
iluminas, oh Señor, encuentro a Dios por medio de ti, y recibo al Padre de
ti, me hago tu coheredero, porque no te has avergonzado de tenerme por
hermano. Cancelemos, pues, cancelemos el olvido de la verdad, la
ignorancia; y removiendo las tinieblas que nos impiden la vista como
niebla en los ojos, contemplemos al verdadero Dios…; ya que una luz del
cielo brilló sobre nosotros sepultados en las tinieblas y prisioneros de la
sombra de muerte, [una luz] más pura que el sol, más dulce que la vida de
aquí abajo» (Protrettico, 113, 2- 114,1). Amén

SER CRISTIANO: ENTRAR EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS


20121101. Ángelus. Todos los Santos
Tenemos hoy la alegría de encontrarnos en la solemnidad de Todos los
Santos. Esta fiesta nos hace reflexionar sobre el doble horizonte de la
humanidad, que expresamos simbólicamente con las palabras «tierra» y
«cielo»: la tierra representa el camino histórico, el cielo la eternidad, la
plenitud de la vida de Dios. Y así esta fiesta nos permite pensar en la
Iglesia en su doble dimensión: la Iglesia en camino en el tiempo y la que
celebra la fiesta sin fin, la Jerusalén celestial. Estas dos dimensiones están
unidas por la realidad de la «comunión de los santos»: una realidad que
empieza aquí abajo, en la tierra, y alcanza su cumplimiento en el cielo. En
el mundo terreno la Iglesia se halla al inicio de este misterio de comunión
que une a la humanidad, un misterio totalmente centrado en Jesucristo: es
Él quien ha introducido en el género humano esta dinámica nueva, un
movimiento que la conduce hacia Dios y al mismo tiempo hacia la unidad,
hacia la paz en sentido profundo. Jesucristo —dice el Evangelio de Juan
(11, 52)— murió «para reunir a los hijos de Dios dispersos», y esta obra
suya continúa en la Iglesia que es inseparablemente «una», «santa» y
«católica». Ser cristianos, formar parte de la Iglesia, significa abrirse a
esta comunión, como una semilla que se abre en la tierra, muriendo, y
germina hacia lo alto, hacia el cielo.
Los santos —aquellos a quienes la Iglesia proclama como tales, pero
también todos los santos y santas que sólo Dios conoce, y a quienes hoy
también celebramos— vivieron intensamente esta dinámica. En cada uno
de ellos, de manera muy personal, se hizo presente Cristo gracias a su
Espíritu, que actúa mediante la Palabra y los sacramentos. De hecho estar
unidos a Cristo, en la Iglesia, no anula la personalidad, sino que la abre, la
transforma con la fuerza del amor, y le confiere, ya aquí, en la tierra, una
dimensión eterna. En sustancia significa conformarse a la imagen del Hijo
de Dios (cf. Rm 8, 29), realizando el proyecto de Dios que ha creado al
hombre a su imagen y semejanza. Pero esta introducción en Cristo nos
abre también —como he dicho— a la comunión con todos los demás
miembros de su Cuerpo místico que es la Iglesia, una comunión que es
304
perfecta en el «cielo», donde no existe ningún aislamiento, ninguna
competición o separación.
En la fiesta de hoy pregustamos la belleza de esta vida de total apertura
a la mirada de amor de Dios y de los hermanos, estando seguros de
alcanzar a Dios en el otro y al otro en Dios. Con esta fe llena de esperanza
veneramos a todos los santos y nos preparamos a conmemorar mañana a
los fieles difuntos. En los santos vemos la victoria del amor sobre el
egoísmo y sobre la muerte: vemos que seguir a Cristo lleva a la vida, a la
vida eterna, y da sentido al presente, a cada instante que pasa, pues lo
llena de amor, de esperanza. Sólo la fe en la vida eterna nos hace amar
verdaderamente la historia y el presente, pero sin apegos, en la libertad del
peregrino que ama la tierra porque tiene el corazón en el cielo.
Que la Virgen María nos obtenga la gracia de creer fuertemente en la
vida eterna y sentirnos en verdadera comunión con nuestros queridos
difuntos.

¿CÓMO RESPONDEMOS A LA CUESTIÓN DE LA MUERTE?


20121103. Homilía. Sufragio por cardenales y obispos difuntos
En nuestro corazón está presente y vivo el clima de la comunión de los
santos y de la conmemoración de los fieles difuntos que la liturgia nos ha
hecho vivir de manera intensa en las celebraciones de los días pasados. En
particular la visita a los cementerios nos ha permitido renovar el vínculo
con los seres queridos que nos han dejado; la muerte, paradójicamente,
conserva lo que la vida no puede retener. Cómo vivieron nuestros
difuntos, qué amaron, temieron y esperaron, qué rechazaron, lo
descubrimos de modo singular precisamente en las tumbas, que han
quedado casi como un espejo de su existencia, de su mundo: estas nos
interpelan y nos inducen a reanudar un diálogo que la muerte puso en
crisis. Así, los lugares de la sepultura constituyen una especie de asamblea
en la que los vivos encuentran a sus propios difuntos y con ellos
consolidan los vínculos de una comunión que la muerte no ha podido
interrumpir. Y aquí, en Roma, en esos cementerios particulares que son las
catacumbas, advertimos como en ningún otro lugar los vínculos profundos
con la cristiandad antigua, que percibimos tan cercana. Cuando nos
adentramos en los pasillos de las catacumbas romanas —como también en
los de los cementerios de nuestras ciudades y de nuestros pueblos—, es
como si cruzáramos un umbral inmaterial y entráramos en comunicación
con quienes allí custodian su pasado, hecho de alegrías y dolores, de
derrotas y esperanzas. Esto sucede porque la muerte afecta al hombre de
hoy exactamente como al de entonces; y aunque tantas cosas de tiempos
pasados nos sean ya ajenas, la muerte sigue siendo la misma.
Ante esta realidad, el ser humano de toda época busca una rendija de
luz que permita esperar, que hable aún de vida, y también la visita a las
tumbas expresa este deseo. ¿Pero cómo respondemos los cristianos a la
cuestión de la muerte? Respondemos con la fe en Dios, con una mirada de
sólida esperanza que se funda en la muerte y resurrección de Jesucristo.
305
Entonces la muerte se abre a la vida, a la vida eterna, que no es un infinito
duplicado del tiempo presente, sino algo completamente nuevo. La fe nos
dice que la verdadera inmortalidad a la que aspiramos no es una idea, un
concepto, sino una relación de comunión plena con el Dios vivo: es estar
en sus manos, en su amor, y transformarnos en Él en una sola cosa con
todos los hermanos y hermanas que Él ha creado y redimido, con toda la
creación. Nuestra esperanza entonces descansa en el amor de Dios que
resplandece en la Cruz de Cristo y que hace que resuenen en el corazón las
palabras de Jesús al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso»
(Lc 23, 43). Esta es la vida que alcanza su plenitud: la vida en Dios; una
vida que ahora sólo podemos entrever como se vislumbra el cielo sereno a
través de la bruma.

LA CAUSA QUE MÁS MUEVE AL CORAZÓN A AMAR


20121104. Ángelus
El Evangelio de este domingo (Mc 12, 28-34) nos vuelve a proponer la
enseñanza de Jesús sobre el mandamiento más grande: el mandamiento
del amor, que es doble: amar a Dios y amar al prójimo. Los santos, a
quienes hace poco hemos celebrado todos juntos en una única fiesta
solemne, son justamente los que, confiando en la gracia de Dios, buscan
vivir según esta ley fundamental. En efecto, el mandamiento del amor lo
puede poner en práctica plenamente quien vive en una relación profunda
con Dios, precisamente como el niño se hace capaz de amar a partir de
una buena relación con la madre y el padre. San Juan de Ávila, a quien
hace poco proclamé Doctor de la Iglesia, escribe al inicio de su Tratado
del amor de Dios: «La causa que más mueve al corazón con el amor de
Dios es considerar el amor que nos tiene este Señor... —dice—. Más
mueve al corazón el amor que los beneficios; porque el que hace a otro
beneficio, dale algo de lo que tiene: más el que ama da a sí mismo con lo
que tiene, sin que le quede nada por dar» (n. 1). Antes que un mandato —
el amor no es un mandato— es un don, una realidad que Dios nos hace
conocer y experimentar, de forma que, como una semilla, pueda germinar
también dentro de nosotros y desarrollarse en nuestra vida.
Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, ésta es
capaz de amar también a quien no lo merece, como precisamente hace
Dios respecto a nosotros. El padre y la madre no aman a sus hijos sólo
cuando lo merecen: les aman siempre, aunque naturalmente les señalan
cuándo se equivocan. De Dios aprendemos a querer siempre y sólo el bien
y jamás el mal. Aprendemos a mirar al otro no sólo con nuestros ojos, sino
con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que
parte del corazón y no se queda en la superficie; va más allá de las
apariencias y logra percibir las esperanzas más profundas del otro:
esperanzas de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de
amor. Pero se da también el recorrido inverso: que abriéndome al otro tal
como es, saliéndole al encuentro, haciéndome disponible, me abro
también a conocer a Dios, a sentir que Él existe y es bueno. Amor a Dios y
306
amor al prójimo son inseparables y se encuentran en relación recíproca.
Jesús no inventó ni el uno ni el otro, sino que reveló que, en el fondo, son
un único mandamiento, y lo hizo no sólo con la palabra, sino sobre todo
con su testimonio: la persona misma de Jesús y todo su misterio encarnan
la unidad del amor a Dios y al prójimo, como los dos brazos de la Cruz,
vertical y horizontal. En la Eucaristía Él nos dona este doble amor,
donándose Él mismo, a fin de que, alimentados de este Pan, nos amemos
los unos a los otros como Él nos amó.

ID Y HACED DISCÍPULOS A TODOS LOS PUEBLOS


20121018. Mensaje para la XXVIII JMJ de Río de Janeiro
Quiero haceros llegar a todos un saludo lleno de alegría y afecto. Estoy
seguro de que la mayoría de vosotros habéis regresado de la Jornada
Mundial de la Juventud de Madrid «arraigados y edificados en Cristo,
firmes en la fe» (cf. Col 2,7). En este año hemos celebrado en las
diferentes diócesis la alegría de ser cristianos, inspirados por el tema:
«Alegraos siempre en el Señor» (Flp4,4). Y ahora nos estamos preparando
para la próxima Jornada Mundial, que se celebrará en Río de Janeiro, en
Brasil, en el mes de julio de 2013.
Quisiera renovaros ante todo mi invitación a que participéis en esta
importante cita. La célebre estatua del Cristo Redentor, que domina
aquella hermosa ciudad brasileña, será su símbolo elocuente. Sus brazos
abiertos son el signo de la acogida que el Señor regala a cuantos acuden a
él, y su corazón representa el inmenso amor que tiene por cada uno de
vosotros. ¡Dejaos atraer por él! ¡Vivid esta experiencia del encuentro con
Cristo, junto a tantos otros jóvenes que se reunirán en Río para el próximo
encuentro mundial! Dejaos amar por él y seréis los testigos que el mundo
tanto necesita.
Os invito a que os preparéis a la Jornada Mundial de Río de Janeiro
meditando desde ahora sobre el tema del encuentro: Id y haced discípulos
a todos los pueblos (cf. Mt 28,19). Se trata de la gran exhortación
misionera que Cristo dejó a toda la Iglesia y que sigue siendo actual
también hoy, dos mil años después. Esta llamada misionera tiene que
resonar ahora con fuerza en vuestros corazones. El año de preparación
para el encuentro de Río coincide con el Año de la Fe, al comienzo del
cual el Sínodo de los Obispos ha dedicado sus trabajos a «La nueva
evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Por ello, queridos
jóvenes, me alegro que también vosotros os impliquéis en este impulso
misionero de toda la Iglesia: dar a conocer a Cristo, que es el don más
precioso que podéis dar a los demás.
1. Una llamada apremiante
La historia nos ha mostrado cuántos jóvenes, por medio del generoso
don de sí mismos y anunciando el Evangelio, han contribuido
enormemente al Reino de Dios y al desarrollo de este mundo. Con gran
entusiasmo, han llevado la Buena Nueva del Amor de Dios, que se ha
manifestado en Cristo, con medios y posibilidades muy inferiores con
307
respecto a los que disponemos hoy. Pienso, por ejemplo, en el beato José
de Anchieta, joven jesuita español del siglo XVI, que partió a las misiones
en Brasil cuando tenía menos de veinte años y se convirtió en un gran
apóstol del Nuevo Mundo. Pero pienso también en los que os dedicáis
generosamente a la misión de la Iglesia. De ello obtuve un sorprendente
testimonio en la Jornada Mundial de Madrid, sobre todo en el encuentro
con los voluntarios.
Hay muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la vida sea
un don y no ven con claridad su camino. Ante las dificultades del mundo
contemporáneo, muchos se preguntan con frecuencia: ¿Qué puedo hacer?
La luz de la fe ilumina esta oscuridad, nos hace comprender que cada
existencia tiene un valor inestimable, porque es fruto del amor de Dios. Él
ama también a quien se ha alejado de él; tiene paciencia y espera, es más,
él ha entregado a su Hijo, muerto y resucitado, para que nos libere
radicalmente del mal. Y Cristo ha enviado a sus discípulos para que lleven
a todos los pueblos este gozoso anuncio de salvación y de vida nueva.
En su misión de evangelización, la Iglesia cuenta con vosotros.
Queridos jóvenes: Vosotros sois los primeros misioneros entre los jóvenes.
Al final del Concilio Vaticano II, cuyo 50º aniversario estamos celebrando
en este año, el siervo de Dios Pablo VI entregó a los jóvenes del mundo un
Mensaje que empezaba con estas palabras: «A vosotros, los jóvenes de
uno y otro sexo del mundo entero, el Concilio quiere dirigir su último
mensaje. Pues sois vosotros los que vais a recoger la antorcha de manos de
vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más
gigantescas transformaciones de su historia. Sois vosotros quienes,
recogiendo lo mejor del ejemplo y las enseñanzas de vuestros padres y
maestros, vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis
con ella». Concluía con una llamada: «¡Construid con entusiasmo un
mundo mejor que el de vuestros mayores!» (Mensaje a los Jóvenes, 8 de
diciembre de 1965).
Queridos jóvenes, esta invitación es de gran actualidad. Estamos
atravesando un período histórico muy particular. El progreso técnico nos
ha ofrecido posibilidades inauditas de interacción entre los hombres y la
población, mas la globalización de estas relaciones sólo será positiva y
hará crecer el mundo en humanidad si se basa no en el materialismo sino
en el amor, que es la única realidad capaz de colmar el corazón de cada
uno y de unir a las personas. Dios es amor. El hombre que se olvida de
Dios se queda sin esperanza y es incapaz de amar a su semejante. Por ello,
es urgente testimoniar la presencia de Dios, para que cada uno la pueda
experimentar. La salvación de la humanidad y la salvación de cada uno de
nosotros están en juego. Quien comprenda esta necesidad, sólo podrá
exclamar con Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co 9,16).
2. Sed discípulos de Cristo
Esta llamada misionera se os dirige también por otra razón: Es
necesaria para vuestro camino de fe personal. El beato Juan Pablo II
escribió: «La fe se refuerza dándola» (Enc. Redemptoris Missio, 2). Al
anunciar el Evangelio vosotros mismos crecéis arraigándoos cada vez más
308
profundamente en Cristo, os convertís en cristianos maduros. El
compromiso misionero es una dimensión esencial de la fe; no se puede ser
un verdadero creyente si no se evangeliza. El anuncio del Evangelio no
puede ser más que la consecuencia de la alegría de haber encontrado en
Cristo la roca sobre la que construir la propia existencia. Esforzándoos en
servir a los demás y en anunciarles el Evangelio, vuestra vida, a menudo
dispersa en diversas actividades, encontrará su unidad en el Señor, os
construiréis también vosotros mismos, creceréis y maduraréis en
humanidad.
¿Qué significa ser misioneros? Significa ante todo ser discípulos de
Cristo, escuchar una y otra vez la invitación a seguirle, la invitación a
mirarle: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»
(Mt 11,29). Un discípulo es, de hecho, una persona que se pone a la
escucha de la palabra de Jesús (cf. Lc 10,39), al que se reconoce como el
buen Maestro que nos ha amado hasta dar la vida. Por ello, se trata de que
cada uno de vosotros se deje plasmar cada día por la Palabra de Dios; ésta
os hará amigos del Señor Jesucristo, capaces de incorporar a otros jóvenes
en esta amistad con él.
Os aconsejo que hagáis memoria de los dones recibidos de Dios para
transmitirlos a su vez. Aprended a leer vuestra historia personal, tomad
también conciencia de la maravillosa herencia de las generaciones que os
han precedido: Numerosos creyentes nos han transmitido la fe con
valentía, enfrentándose a pruebas e incomprensiones. No olvidemos nunca
que formamos parte de una enorme cadena de hombres y mujeres que nos
han transmitido la verdad de la fe y que cuentan con nosotros para que
otros la reciban. El ser misioneros presupone el conocimiento de este
patrimonio recibido, que es la fe de la Iglesia. Es necesario conocer
aquello en lo que se cree, para poder anunciarlo. Como escribí en la
introducción de YouCat, el catecismo para jóvenes que os regalé en
el Encuentro Mundial de Madrid, «tenéis que conocer vuestra fe de forma
tan precisa como un especialista en informática conoce el sistema
operativo de su ordenador, como un buen músico conoce su pieza musical.
Sí, tenéis que estar más profundamente enraizados en la fe que la
generación de vuestros padres, para poder enfrentaros a los retos y
tentaciones de este tiempo con fuerza y decisión» (Prólogo).
3. Id
Jesús envió a sus discípulos en misión con este encargo: «Id al mundo
entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea
bautizado se salvará» (Mc 16,15-16). Evangelizar significa llevar a los
demás la Buena Nueva de la salvación y esta Buena Nueva es una
persona: Jesucristo. Cuando le encuentro, cuando descubro hasta qué
punto soy amado por Dios y salvado por él, nace en mí no sólo el deseo,
sino la necesidad de darlo a conocer a otros. Al principio del Evangelio de
Juan vemos a Andrés que, después de haber encontrado a Jesús, se da
prisa para llevarle a su hermano Simón (cf. Jn 1,40-42). La evangelización
parte siempre del encuentro con Cristo, el Señor. Quien se ha acercado a él
y ha hecho la experiencia de su amor, quiere compartir en seguida la
309
belleza de este encuentro que nace de esta amistad. Cuanto más
conocemos a Cristo, más deseamos anunciarlo. Cuanto más hablamos con
él, más deseamos hablar de él. Cuanto más nos hemos dejado conquistar,
más deseamos llevar a otros hacia él.
Por medio del bautismo, que nos hace nacer a una vida nueva, el
Espíritu Santo se establece en nosotros e inflama nuestra mente y nuestro
corazón. Es él quien nos guía a conocer a Dios y a entablar una amistad
cada vez más profunda con Cristo; es el Espíritu quien nos impulsa a
hacer el bien, a servir a los demás, a entregarnos. Mediante la
confirmación somos fortalecidos por sus dones para testimoniar el
Evangelio con más madurez cada vez. El alma de la misión es el Espíritu
de amor, que nos empuja a salir de nosotros mismos, para «ir» y
evangelizar. Queridos jóvenes, dejaos conducir por la fuerza del amor de
Dios, dejad que este amor venza la tendencia a encerrarse en el propio
mundo, en los propios problemas, en las propias costumbres. Tened el
valor de «salir» de vosotros mismos hacia los demás y guiarlos hasta el
encuentro con Dios.
4. Llegad a todos los pueblos
Cristo resucitado envió a sus discípulos a testimoniar su presencia
salvadora a todos los pueblos, porque Dios, en su amor sobreabundante,
quiere que todos se salven y que nadie se pierda. Con el sacrificio de amor
de la Cruz, Jesús abrió el camino para que cada hombre y cada mujer
puedan conocer a Dios y entrar en comunión de amor con él. Él constituyó
una comunidad de discípulos para llevar el anuncio de salvación del
Evangelio hasta los confines de la tierra, para llegar a los hombres y
mujeres de cada lugar y de todo tiempo.¡Hagamos nuestro este deseo de
Jesús!
Queridos amigos, abrid los ojos y mirad en torno a vosotros. Hay
muchos jóvenes que han perdido el sentido de su existencia. ¡Id! Cristo
también os necesita. Dejaos llevar por su amor, sed instrumentos de este
amor inmenso, para que llegue a todos, especialmente a los que están
«lejos». Algunos están lejos geográficamente, mientras que otros están
lejos porque su cultura no deja espacio a Dios; algunos aún no han
acogido personalmente el Evangelio, otros, en cambio, a pesar de haberlo
recibido, viven como si Dios no existiese. Abramos a todos las puertas de
nuestro corazón; intentemos entrar en diálogo con ellos, con sencillez y
respeto mutuo. Este diálogo, si es vivido con verdadera amistad, dará
fruto. Los «pueblos» a los que hemos sido enviados no son sólo los demás
países del mundo, sino también los diferentes ámbitos de la vida: las
familias, los barrios, los ambientes de estudio o trabajo, los grupos de
amigos y los lugares de ocio. El anuncio gozoso del Evangelio está
destinado a todos los ambientes de nuestra vida, sin exclusión.
Quisiera subrayar dos campos en los que debéis vivir con especial
atención vuestro compromiso misionero. El primero es el de las
comunicaciones sociales, en particular el mundo de Internet. Queridos
jóvenes, como ya os dije en otra ocasión, «sentíos comprometidos a
sembrar en la cultura de este nuevo ambiente comunicativo e informativo
310
los valores sobre los que se apoya vuestra vida. […] A vosotros, jóvenes,
que casi espontáneamente os sentís en sintonía con estos nuevos medios
de comunicación, os corresponde de manera particular la tarea de
evangelizar este “continente digital”» (Mensaje para la XLIII Jornada
Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24 mayo 2009). Por ello, sabed
usar con sabiduría este medio, considerando también las insidias que
contiene, en particular el riesgo de la dependencia, de confundir el mundo
real con el virtual, de sustituir el encuentro y el diálogo directo con las
personas con los contactos en la red.
El segundo ámbito es el de la movilidad. Hoy son cada vez más
numerosos los jóvenes que viajan, tanto por motivos de estudio, trabajo o
diversión. Pero pienso también en todos los movimientos migratorios, con
los que millones de personas, a menudo jóvenes, se trasladan y cambian
de región o país por motivos económicos o sociales. También estos
fenómenos pueden convertirse en ocasiones providenciales para la
difusión del Evangelio. Queridos jóvenes, no tengáis miedo en testimoniar
vuestra fe también en estos contextos; comunicar la alegría del encuentro
con Cristo es un don precioso para aquellos con los que os encontráis.
5. Haced discípulos
Pienso que a menudo habéis experimentado la dificultad de que
vuestros coetáneos participen en la experiencia de la fe. A menudo habréis
constatado cómo en muchos jóvenes, especialmente en ciertas fases del
camino de la vida, está el deseo de conocer a Cristo y vivir los valores del
Evangelio, pero no se sienten idóneos y capaces. ¿Qué se puede hacer?
Sobre todo, con vuestra cercanía y vuestro sencillo testimonio abrís una
brecha a través de la cual Dios puede tocar sus corazones. El anuncio de
Cristo no consiste sólo en palabras, sino que debe implicar toda la vida y
traducirse en gestos de amor. Es el amor que Cristo ha infundido en
nosotros el que nos hace evangelizadores; nuestro amor debe conformarse
cada vez más con el suyo. Como el buen samaritano, debemos tratar con
atención a los que encontramos, debemos saber escuchar, comprender y
ayudar, para poder guiar a quien busca la verdad y el sentido de la vida
hacia la casa de Dios, que es la Iglesia, donde se encuentra la esperanza y
la salvación (cf. Lc 10,29-37). Queridos amigos, nunca olvidéis que el
primer acto de amor que podéis hacer hacia el prójimo es el de compartir
la fuente de nuestra esperanza: Quien no da a Dios, da muy poco. Jesús
ordena a sus apóstoles: «Haced discípulos a todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo;
enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). Los
medios que tenemos para «hacer discípulos» son principalmente el
bautismo y la catequesis. Esto significa que debemos conducir a las
personas que estamos evangelizando para que encuentren a Cristo vivo, en
modo particular en su Palabra y en los sacramentos. De este modo podrán
creer en él, conocerán a Dios y vivirán de su gracia. Quisiera que cada uno
se preguntase: ¿He tenido alguna vez el valor de proponer el bautismo a
los jóvenes que aún no lo han recibido? ¿He invitado a alguien a seguir un
camino para descubrir la fe cristiana? Queridos amigos, no tengáis miedo
311
de proponer a vuestros coetáneos el encuentro con Cristo. Invocad al
Espíritu Santo: Él os guiará para poder entrar cada vez más en el
conocimiento y el amor de Cristo y os hará creativos para transmitir el
Evangelio.
6. Firmes en la fe
Ante las dificultades de la misión de evangelizar, a veces tendréis la
tentación de decir como el profeta Jeremías: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira
que no sé hablar, que sólo soy un niño». Pero Dios también os contesta:
«No digas que eres niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te
ordene» (Jr 1,6-7). Cuando os sintáis ineptos, incapaces y débiles para
anunciar y testimoniar la fe, no temáis. La evangelización no es una
iniciativa nuestra que dependa sobre todo de nuestros talentos, sino que es
una respuesta confiada y obediente a la llamada de Dios, y por ello no se
basa en nuestra fuerza, sino en la suya. Esto lo experimentó el apóstol
Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una
fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2Co 4,7).
Por ello os invito a que os arraiguéis en la oración y en los
sacramentos. La evangelización auténtica nace siempre de la oración y
está sostenida por ella. Primero tenemos que hablar con Dios para poder
hablar de Dios. En la oración le encomendamos al Señor las personas a las
que hemos sido enviados y le suplicamos que les toque el corazón;
pedimos al Espíritu Santo que nos haga sus instrumentos para la salvación
de ellos; pedimos a Cristo que ponga las palabras en nuestros labios y nos
haga ser signos de su amor. En modo más general, pedimos por la misión
de toda la Iglesia, según la petición explícita de Jesús: «Rogad, pues, al
Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38). Sabed
encontrar en la eucaristía la fuente de vuestra vida de fe y de vuestro
testimonio cristiano, participando con fidelidad en la misa dominical y
cada vez que podáis durante la semana. Acudid frecuentemente al
sacramento de la reconciliación, que es un encuentro precioso con la
misericordia de Dios que nos acoge, nos perdona y renueva nuestros
corazones en la caridad. No dudéis en recibir el sacramento de la
confirmación, si aún no lo habéis recibido, preparándoos con esmero y
solicitud. Es, junto con la eucaristía, el sacramento de la misión por
excelencia, que nos da la fuerza y el amor del Espíritu Santo para profesar
la fe sin miedo. Os aliento también a que hagáis adoración eucarística;
detenerse en la escucha y el diálogo con Jesús presente en el sacramento
es el punto de partida de un nuevo impulso misionero.
Si seguís por este camino, Cristo mismo os dará la capacidad de ser
plenamente fieles a su Palabra y de testimoniarlo con lealtad y valor. A
veces seréis llamados a demostrar vuestra perseverancia, en particular
cuando la Palabra de Dios suscite oposición o cerrazón. En ciertas
regiones del mundo, por la falta de libertad religiosa, algunos de vosotros
sufrís por no poder dar testimonio de la propia fe en Cristo. Hay quien ya
ha pagado con la vida el precio de su pertenencia a la Iglesia. Os animo a
que permanezcáis firmes en la fe, seguros de que Cristo está a vuestro lado
en esta prueba. Él os repite: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten
312
y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y
regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5,11-
12).
7. Con toda la Iglesia
Queridos jóvenes, para permanecer firmes en la confesión de la fe
cristiana allí donde habéis sido enviados, necesitáis a la Iglesia. Nadie
puede ser testigo del Evangelio en solitario. Jesús envió a sus discípulos a
la misión en grupos: «Haced discípulos» está puesto en plural. Por tanto,
nosotros siempre damos testimonio en cuanto miembros de la comunidad
cristiana; nuestra misión es fecundada por la comunión que vivimos en la
Iglesia, y gracias a esa unidad y ese amor recíproco nos reconocerán como
discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35). Doy gracias a Dios por la preciosa obra
de evangelización que realizan nuestras comunidades cristianas, nuestras
parroquias y nuestros movimientos eclesiales. Los frutos de esta
evangelización pertenecen a toda la Iglesia: «Uno siembra y otro siega»
(Jn 4,37).
En este sentido, quiero dar gracias por el gran don de los misioneros,
que dedican toda su vida a anunciar el Evangelio hasta los confines de la
tierra. Asimismo, doy gracias al Señor por los sacerdotes y consagrados,
que se entregan totalmente para que Jesucristo sea anunciado y amado.
Deseo alentar aquí a los jóvenes que son llamados por Dios, a que se
comprometan con entusiasmo en estas vocaciones: «Hay más dicha en dar
que en recibir» (Hch 20,35). A los que dejan todo para seguirlo, Jesús ha
prometido el ciento por uno y la vida eterna (cf. Mt 19,29).
También doy gracias por todos los fieles laicos que allí donde se
encuentran, en familia o en el trabajo, se esmeran en vivir su vida
cotidiana como una misión, para que Cristo sea amado y servido y para
que crezca el Reino de Dios. Pienso, en particular, en todos los que
trabajan en el campo de la educación, la sanidad, la empresa, la política y
la economía y en tantos ambientes del apostolado seglar. Cristo necesita
vuestro compromiso y vuestro testimonio. Que nada –ni las dificultades,
ni las incomprensiones– os hagan renunciar a llevar el Evangelio de Cristo
a los lugares donde os encontréis; cada uno de vosotros es valioso en el
gran mosaico de la evangelización.
8. «Aquí estoy, Señor»
Queridos jóvenes, al concluir quisiera invitaros a que escuchéis en lo
profundo de vosotros mismos la llamada de Jesús a anunciar su Evangelio.
Como muestra la gran estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, su
corazón está abierto para amar a todos, sin distinción, y sus brazos están
extendidos para abrazar a todos. Sed vosotros el corazón y los brazos de
Jesús. Id a dar testimonio de su amor, sed los nuevos misioneros animados
por el amor y la acogida. Seguid el ejemplo de los grandes misioneros de
la Iglesia, como san Francisco Javier y tantos otros.
Al final de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, bendije a
algunos jóvenes de diversos continentes que partían en misión. Ellos
representaban a tantos jóvenes que, siguiendo al profeta Isaías, dicen al
Señor: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). La Iglesia confía en vosotros y os
313
agradece sinceramente el dinamismo que le dais. Usad vuestros talentos
con generosidad al servicio del anuncio del Evangelio. Sabemos que el
Espíritu Santo se regala a los que, en pobreza de corazón, se ponen a
disposición de tal anuncio. No tengáis miedo. Jesús, Salvador del mundo,
está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).
Esta llamada, que dirijo a los jóvenes de todo el mundo, asume una
particular relevancia para vosotros, queridos jóvenes de América Latina.
En la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tuvo
lugar en Aparecida en 2007, los obispos lanzaron una «misión
continental». Los jóvenes, que en aquel continente constituyen la mayoría
de la población, representan un potencial importante y valioso para la
Iglesia y la sociedad. Sed vosotros los primeros misioneros. Ahora que la
Jornada Mundial de la Juventud regresa a América Latina, exhorto a todos
los jóvenes del continente: Transmitid a vuestros coetáneos del mundo
entero el entusiasmo de vuestra fe.
Que la Virgen María, Estrella de la Nueva Evangelización, invocada
también con las advocaciones de Nuestra Señora de Aparecida y Nuestra
Señora de Guadalupe, os acompañe en vuestra misión de testigos del amor
de Dios. A todos imparto, con particular afecto, mi Bendición Apostólica.

ANALOGÍA DE LAS CIENCIAS, SER PARTICIPADO Y


CREACIÓN
20121108. Discurso. Academia Pontificia de las Ciencias
Este enfoque interdisciplinario de la complejidad muestra también que
las ciencias no son mundos intelectuales separados uno del otro y de la
realidad, sino más bien que están unidos entre sí y orientados al estudio de
la naturaleza como realidad unificada, inteligible y armoniosa en su
indudable complejidad. Esta visión encierra puntos de contacto fecundos
con la visión del universo adoptada por la filosofía y la teología cristianas,
con la noción de ser participado, en la que cada criatura, dotada de su
propia perfección, también participa de una naturaleza específica, y esto
dentro de un universo ordenado que tiene origen en la Palabra creadora de
Dios. Precisamente esta intrínseca organización «lógica» y «analógica» de
la naturaleza anima la investigación científica e impulsa la mente humana
a descubrir la coparticipación horizontal entre seres y la participación
trascendente por parte del Primer Ser. El universo no es caos o resultado
del caos, sino más bien aparece cada vez más claramente como
complejidad ordenada que permite elevarnos, a través del análisis
comparativo y la analogía, desde la especialización hacia un punto de vista
más universal, y viceversa. A pesar de que los primeros instantes del
cosmos y de la vida eluden todavía la observación científica, la ciencia
puede reflexionar sobre una vasta serie de procesos que revela un orden de
constantes y de correspondencias evidentes y sirve de componente
esencial de la creación permanente.
En este contexto más amplio querría observar cuán fecundo se ha
revelado el uso de la analogía en la filosofía y en la teología, no sólo como
314
instrumento de análisis horizontal de las realidades de la naturaleza sino
también como estímulo para la reflexión creativa en un plano trascendente
más elevado. Precisamente gracias a la noción de creación el pensamiento
cristiano ha utilizado la analogía no sólo para investigar las realidades
terrenas, sino también como medio para elevarse del orden creado hacia la
contemplación de su Creador, con la debida consideración del principio
según el cual la trascendencia de Dios implica que toda semejanza con sus
criaturas necesariamente comporta una desemejanza mayor: mientras la
estructura de la criatura es la de ser un ser por participación, la de Dios es
la de ser un ser por esencia, o Esse subsistens. En la gran empresa humana
de tratar de desvelar los misterios del hombre y del universo, estoy
convencido de la necesidad urgente de diálogo constante y de cooperación
entre los mundos de la ciencia y de la fe para edificar una cultura de
respeto del hombre, de la dignidad y la libertad humana, del futuro de
nuestra familia humana y del desarrollo sostenible a largo plazo de nuestro
planeta. Sin esta interacción necesaria, las grandes cuestiones de la
humanidad dejan el ámbito de la razón y de la verdad y se abandonan a la
irracionalidad, al mito o a la indiferencia, con gran detrimento de la
humanidad misma, de la paz en el mundo y de nuestro destino último.

LA MÚSICA SAGRADA, LA FE Y LA EVANGELIZACIÓN


20121110. Discurso. Congreso de Scholae Cantorum
Desearía destacar brevemente cómo la música sagrada puede
favorecer, ante todo, la fe, y además contribuir a la nueva evangelización.
Acerca de la fe, es natural pensar en la historia personal de san Agustín
—uno de los grandes Padres de la Iglesia, que vivió entre los siglos IV y V
después de Cristo—, a cuya conversión contribuyó ciertamente y de modo
relevante la escucha del canto de los salmos y los himnos en las liturgias
presididas por san Ambrosio. En efecto, si bien la fe siempre nace de la
escucha de la Palabra de Dios —una escucha naturalmente no sólo de los
sentidos, sino que de los sentidos pasa a la mente y al corazón—, no cabe
duda de que la música, y sobre todo el canto, pueden dar al rezo de los
salmos y de los cánticos bíblicos mayor fuerza comunicativa. Entre los
carismas de san Ambrosio figuraba justamente el de una destacada
sensibilidad y capacidad musical, y, una vez ordenado obispo de Milán,
puso este don al servicio de la fe y de la evangelización. El testimonio de
Agustín, que en aquel tiempo era profesor en Milán y buscaba a Dios,
buscaba la fe, es muy significativo al respecto. En el décimo libro de
las Confesiones, de su autobiografía, escribe: «Cuando recuerdo las
lágrimas que derramé con los cánticos de la iglesia en los comienzos de
mi conversión, y lo que ahora me conmuevo, no con el canto, sino con las
cosas que se cantan, cuando se cantan con voz clara y una modulación
convenientísima, reconozco de nuevo la gran utilidad de esta costumbre»
(XXXIII, 50). La experiencia de los himnos ambrosianos fue tan fuerte
que Agustín los llevó grabados en su memoria y los citó a menudo en sus
obras; es más, escribió una obra propiamente sobre la música, el De
315
Musica. Afirma que durante las liturgias cantadas no aprueba la búsqueda
del mero placer sensible, pero que reconoce que la música y el canto bien
interpretados pueden ayudar a acoger la Palabra de Dios y a experimentar
una emoción saludable. Este testimonio de san Agustín nos ayuda a
comprender que la constitución Sacrosanctum Concilium, conforme a la
tradición de la Iglesia, enseña que «el canto sagrado, unido a las palabras,
constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne» (n. 112).
¿Por qué «necesaria o integral»? Está claro que no es por motivos
puramente estéticos, en un sentido superficial, sino porque precisamente
por su belleza contribuye a alimentar y expresar la fe y, por tanto, a la
gloria de Dios y a la santificación de los fieles, que son el fin de la música
sagrada (cf.ib.). Justamente por esto quiero agradeceros el valioso servicio
que prestáis: la música que ejecutáis no es un accesorio o sólo un adorno
exterior de la liturgia, sino que es ella misma liturgia. Vosotros ayudáis a
que toda la asamblea alabe a Dios, a que su Palabra descienda a lo
profundo del corazón: con el canto rezáis y hacéis rezar, y participáis en el
canto y en la oración de la liturgia que abraza toda la creación al glorificar
al Creador.
El segundo aspecto que propongo a vuestra reflexión es la relación
entre el canto sagrado y la nueva evangelización. La constitución conciliar
sobre la liturgia recuerda la importancia de la música sagrada en la
misión ad gentes y exhorta a valorizar las tradiciones musicales de los
pueblos (cf. n. 119). Pero precisamente también en los países de antigua
evangelización, como Italia, la música sagrada —con su gran tradición
que le es propia, que es cultura nuestra, occidental— puede tener y de
hecho tiene una misión relevante, para favorecer el redescubrimiento de
Dios y un acercamiento renovado al mensaje cristiano y a los misterios de
la fe. Pensemos en la célebre experiencia de Paul Claudel, poeta francés
que se convirtió escuchando el canto del Magníficat durante las Vísperas
de Navidad en la catedral de Notre Dame de París: «En aquel momento —
escribe— tuvo lugar el acontecimiento que domina toda mi vida. En un
instante mi corazón fue tocado, y creí. Creí con una fuerza de adhesión tan
grande, con tal elevación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte en
una certeza que no dejaba lugar a ningún tipo de duda que, después de
entonces, ningún razonamiento, ninguna circunstancia de mi vida agitada
han podido turbar mi fe ni tocarla». Pero, sin importunar a personajes
ilustres, pensemos en cuántas personas han sido tocadas en lo profundo
del corazón escuchando música sagrada; y mucho más quienes se han
sentido atraídos nuevamente hacia Dios por la belleza de la música
litúrgica, como Claudel. Y aquí, queridos amigos, tenéis un papel
importante: esforzaos por mejorar la calidad del canto litúrgico, sin temor
a recuperar y valorizar la gran tradición musical de la Iglesia, que en el
gregoriano y en la polifonía tiene dos de las expresiones más elevadas,
como afirma el mismo Vaticano II (cf. Sacrosanctum Concilium, 116). Y
desearía poner de relieve que la participación activa de todo el pueblo de
Dios en la liturgia no sólo consiste en hablar, sino también en escuchar, en
acoger con los sentidos y con el espíritu la Palabra, y esto vale también
316
para la música sagrada. Vosotros, que tenéis el don del canto, podéis hacer
cantar el corazón de muchas personas en las celebraciones litúrgicas.

EL ÓBOLO DE LA VIUDA: UNIDAD ENTRE FE Y CARIDAD


20121111. Ángelus
La Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrece como modelos de
fe las figuras de dos viudas. Nos las presenta en paralelo: una en el Primer
Libro de los Reyes (17, 10-16), la otra en el Evangelio de San Marcos (12,
41-44). Ambas mujeres son muy pobres, y precisamente en tal condición
demuestran una gran fe en Dios. La primera aparece en el ciclo de los
relatos sobre el profeta Elías, quien, durante un tiempo de carestía, recibe
del Señor la orden de ir a la zona de Sidón, por lo tanto fuera de Israel, en
territorio pagano. Allí encuentra a esta viuda y le pide agua para beber y
un poco de pan. La mujer objeta que sólo le queda un puñado de harina y
unas gotas de aceite, pero, puesto que el profeta insiste y le promete que,
si le escucha, no faltarán harina y aceite, accede y se ve recompensada. A
la segunda viuda, la del Evangelio, la distingue Jesús en el templo de
Jerusalén, precisamente junto al tesoro, donde la gente depositaba las
ofrendas. Jesús ve que esta mujer pone dos moneditas en el tesoro;
entonces llama a los discípulos y explica que su óbolo es más grande que
el de los ricos, porque, mientras que estos dan de lo que les sobra, la viuda
dio «todo lo que tenía para vivir» (Mc 12, 44).
De estos dos episodios bíblicos, sabiamente situados en paralelo, se
puede sacar una preciosa enseñanza sobre la fe, que se presenta como la
actitud interior de quien construye la propia vida en Dios, sobre su
Palabra, y confía totalmente en Él. La condición de viuda, en la
antigüedad, constituía de por sí una condición de grave necesidad. Por
ello, en la Biblia, las viudas y los huérfanos son personas que Dios cuida
de forma especial: han perdido el apoyo terreno, pero Dios sigue siendo su
Esposo, su Padre. Sin embargo, la Escritura dice que la condición objetiva
de necesidad, en este caso el hecho de ser viuda, no es suficiente: Dios
pide siempre nuestra libre adhesión de fe, que se expresa en el amor a Él y
al prójimo. Nadie es tan pobre que no pueda dar algo. Y, en efecto,
nuestras viudas de hoy demuestran su fe realizando un gesto de caridad:
una hacia el profeta y la otra dando una limosna. De este modo
demuestran la unidad inseparable entre fe y caridad, así como entre el
amor a Dios y el amor al prójimo —como nos recordaba el Evangelio el
domingo pasado—. El Papa san León Magno, cuya memoria celebramos
ayer, afirma: «Sobre la balanza de la justicia divina no se pesa la cantidad
de los dones, sino el peso de los corazones. La viuda del Evangelio
depositó en el tesoro del templo dos monedas de poco valor y superó los
dones de todos los ricos. Ningún gesto de bondad carece de sentido
delante de Dios, ninguna misericordia permanece sin fruto» (Sermo de
jejunio dec. mens., 90, 3).
La Virgen María es ejemplo perfecto de quien se entrega totalmente
confiando en Dios. Con esta fe ella dijo su «Heme aquí» al Ángel y acogió
317
la voluntad del Señor. Que María nos ayude también a cada uno de
nosotros, en este Año de la fe, a reforzar la confianza en Dios y en su
Palabra.

ES BELLO SER ANCIANO: ¡JAMÁS LA TRISTEZA!


20121112. Discurso. Visita a la casa “Viva los ancianos”
Vengo entre vosotros como obispo de Roma, pero también como
anciano de visita a sus coetáneos. Sobra decir que conozco bien las
dificultades, los problemas y las limitaciones de esta edad, y sé que estas
dificultades, para muchos, se han agravado con la crisis económica. A
veces, a una cierta edad, sucede que se mira al pasado, añorando cuando
se era joven, se tenían energías lozanas, se hacían planes de futuro. Así
que la mirada, a veces, se vela de tristeza, considerando esta fase de la
vida como el tiempo del ocaso. Esta mañana, dirigiéndome idealmente a
todos los ancianos, consciente de las dificultades que nuestra edad
comporta, desearía deciros con profunda convicción: ¡es bello ser anciano!
En cada edad es necesario saber descubrir la presencia y la bendición del
Señor y las riquezas que aquella contiene. ¡Jamás hay que dejarse atrapar
por la tristeza! Hemos recibido el don de una vida larga. Vivir es bello
también a nuestra edad, a pesar de algún «achaque» y limitación. Que en
nuestro rostro esté siempre la alegría de sentirnos amados por Dios, y no
la tristeza.
En la Biblia se considera la longevidad una bendición de Dios; hoy
esta bendición se ha difundido y debe verse como un don que hay que
apreciar y valorar. Sin embargo a menudo la sociedad, dominada por la
lógica de la eficiencia y del beneficio, no lo acoge como tal; es más,
frecuentemente lo rechaza, considerando a los ancianos como no
productivos, inútiles. Muchas veces se percibe el sufrimiento de quien está
marginado, vive lejos de su propia casa o se halla en soledad. Pienso que
se debería actuar con mayor empeño, empezando por las familias y las
instituciones públicas, para que los ancianos puedan quedarse en sus
propias casas. La sabiduría de vida de la que somos portadores es una gran
riqueza. La calidad de una sociedad, quisiera decir de una civilización, se
juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les
reserva en la vida en común. Quien da espacio a los ancianos hace espacio
a la vida. Quien acoge a los ancianos acoge la vida.
La Comunidad de San Egidio, desde sus comienzos, ha sostenido el
camino de muchos ancianos, ayudándoles a permanecer en sus ambientes
de vida, abriendo varias casas-familia en Roma y en el mundo. Mediante
la solidaridad entre jóvenes y ancianos, ha ayudado a que se comprenda
que la Iglesia es efectivamente familia de todas las generaciones, donde
cada uno debe sentirse «en casa» y donde no reina la lógica del beneficio
y el tener, sino la de la gratuidad y el amor. Cuando la vida se vuelve
frágil, en los años de la vejez, jamás pierde su valor y dignidad: cada uno
de nosotros, en cualquier etapa de la existencia, es querido, amado por
318
Dios, cada uno es importante y necesario (cf. Homilía en el inicio del
Ministerio petrino, 24 de abril de 2005).
La visita de hoy se sitúa en el Año europeo del envejecimiento activo y
de la solidaridad entre las generaciones. Y precisamente en este contexto
deseo recalcar que los ancianos son un valor para la sociedad, sobre todo
para los jóvenes. No puede existir verdadero crecimiento humano y
educación sin un contacto fecundo con los ancianos, porque su existencia
misma es como un libro abierto en el que las jóvenes generaciones pueden
encontrar preciosas indicaciones para el camino de la vida.
Queridos amigos, a nuestra edad experimentamos con frecuencia la
necesidad de ayuda de los demás; y esto también ocurre con el Papa. En el
Evangelio leemos que Jesús dijo al apóstol Pedro: «Cuando eras joven, tú
mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás
las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21, 18). El
Señor se refería al modo en que el Apóstol daría testimonio de su fe hasta
el martirio; pero con esta frase nos hace reflexionar sobre el hecho de que
la necesidad de ayuda es una condición del anciano. Desearía invitaros a
ver también en esto un don del Señor, pues es una gracia ser sostenidos y
acompañados, sentir el afecto de los demás. Esto es importante en cada
fase de la vida: nadie puede vivir solo y sin ayuda; el ser humano es
relacional. Y en esta casa veo, con agrado, que cuantos ayudan y cuantos
son ayudados forman una única familia, que tiene como linfa vital el amor.
Queridos hermanos y hermanas ancianos, a veces los días parecen
largos y vacíos, con dificultades, pocos compromisos y encuentros; no os
desaniméis nunca: sois una riqueza para la sociedad, también en el
sufrimiento y la enfermedad. Y esta fase de la vida es un don igualmente
para profundizar en la relación con Dios. El ejemplo del beato Papa Juan
Pablo II fue y sigue siendo iluminador para todos. No olvidéis que entre
los recursos preciosos que tenéis está el recurso esencial de la oración:
haceos intercesores ante Dios, rogando con fe y constancia. Orad por la
Iglesia, también por mí, por las necesidades del mundo, por los pobres,
para que en el mundo no haya más violencia. La oración de los ancianos
puede proteger al mundo, ayudándole tal vez de manera más incisiva que
la solicitud de muchos. Quisiera encomendar hoy a vuestra oración el bien
de la Iglesia y la paz en el mundo. El Papa os quiere y cuenta con todos
vosotros. Sentíos amados por Dios y llevad a esta sociedad nuestra,
frecuentemente tan individualista y eficientista, un rayo del amor de Dios.
Y Dios estará siempre con vosotros y con cuantos os sostienen con su
afecto y ayuda.

SI DIOS NO EXISTE, EL MUNDO NO FUNCIONA: VALOR VIDA


20121113. Mensaje. Atrio de los Gentiles en Portugal
Con profunda gratitud y afecto saludo a todos los participantes en el
«Atrio de los gentiles», que se inaugura en Portugal el 16 y el 17 de
noviembre de 2012 y reúne a creyentes y no creyentes en torno a la
319
aspiración común de afirmar el valor de la vida humana contra el creciente
embate de la cultura de la muerte.
En realidad, la conciencia de la sacralidad de la vida que se nos ha
confiado, no como algo de lo que se puede disponer libremente, sino como
un don que hay que custodiar fielmente, pertenece a la herencia moral de
la humanidad. «Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien,
aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el
influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural
escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana
desde su inicio hasta su término» (Encíclica Evangelium vitae, 2). No
somos un producto casual de la evolución, sino que cada uno de nosotros
es fruto de un pensamiento de Dios: Él nos ama.
Pero, si la razón puede captar este valor de la vida, ¿por qué interpelar
a Dios? Respondo citando una experiencia humana. La muerte de la
persona amada es, para quien ama, el acontecimiento más absurdo que se
pueda imaginar: ella es incondicionalmente digna de vivir, es bueno y
bello que exista (el ser, el bien y lo bello, como diría un metafísico, se
equivalen trascendentalmente). De igual modo, la muerte de esta misma
persona aparece, a los ojos de quien no ama, como un suceso natural,
lógico (no absurdo). ¿Quién tiene razón? ¿Quién ama («la muerte de esta
persona es absurda») o quien no ama («la muerte de esta persona es
lógica»)?
La primera posición sólo es defendible si toda persona es amada por
un Poder infinito; y éste es el motivo por el cual ha sido necesario recurrir
a Dios. De hecho, quien ama no quiere que la persona amada muera; y, si
pudiera, siempre lo impediría. Si pudiera… El amor finito es impotente; el
Amor infinito es omnipotente. Pues bien, esta es la certeza que la Iglesia
anuncia: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito,
para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna»
(Jn 3, 16). ¡Sí! Dios ama a cada persona que, por eso, es
incondicionalmente digna de vivir. «La sangre de Cristo, mientras revela
la grandeza del amor del Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los
ojos de Dios y qué inestimable es el valor de su vida»
(Encíclica Evangelium vitae, 25).
Pero en la época moderna el hombre ha querido evitar la mirada
creadora y redentora del Padre (cf. Jn 4, 14), basándose en sí mismo y no
en el Poder divino. Casi como sucede en los edificios de cemento armado
sin ventanas, donde es el hombre quien provee a la aireación y a la luz; de
igual modo, incluso en dicho mundo auto-construido, accede a los
«recursos» de Dios, que se transforman en nuestros productos. ¿Qué decir
entonces? Es necesario reabrir las ventanas, ver de nuevo la vastedad del
mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo ello de modo justo. De
hecho, el valor de la vida resulta evidente sólo si Dios existe. Por eso,
sería hermoso si los no creyentes quisieran vivir «como si Dios existiera».
Aunque no tengan la fuerza para creer, deberían vivir según esta hipótesis;
en caso contrario, el mundo no funciona. Hay muchos problemas por
resolver, pero jamás se resolverán del todo si no se pone a Dios en el
320
centro, si Dios no vuelve a ser visible en el mundo y determinante en
nuestra vida. Quien se abre a Dios no se aleja del mundo y de los
hombres, sino que encuentra hermanos: en Dios caen nuestros muros de
separación, todos somos hermanos, formamos parte los unos de los otros.
Amigos: desearía concluir con estas palabras del Concilio Vaticano II a
los hombres del pensamiento y de la ciencia: «Felices los que, poseyendo
la verdad, la buscan más todavía a fin de renovarla, profundizar en ella y
ofrecerla a los demás» (Mensaje, 8 de diciembre de 1965). Estos son el
espíritu y la razón de ser del «Atrio de los gentiles».

EL HOSPITAL, LUGAR DE EVANGELIZACIÓN


20121117. Discurso. Conferencia del P.C. Pastoral de la Salud
La Iglesia se dirige siempre con el mismo espíritu de fraterna
participación a cuantos viven la experiencia del dolor, animada por el
Espíritu de Aquel que, con el poder de su amor, ha devuelto sentido y
dignidad al misterio del sufrimiento. A estas personas el concilio Vaticano
II dijo: no estáis «abandonados» ni sois «inútiles», porque, unidos a la
Cruz de Cristo, contribuís a su obra salvífica (cf. Mensaje a los pobres, a
los enfermos y a todos los que sufren, 8 de diciembre de 1965). Y con los
mismos acentos de esperanza, la Iglesia interpela también a los
profesionales y a los voluntarios de la salud. La vuestra es una singular
vocación que necesita estudio, sensibilidad y experiencia. Sin embargo, a
quien elige trabajar en el mundo del sufrimiento viviendo la propia
actividad como una «misión humana y espiritual» se le pide una
competencia ulterior, que va más allá de los títulos académicos. Se trata de
la «ciencia cristiana del sufrimiento», indicada explícitamente por el
Concilio como «la única verdad capaz de responder al misterio del
sufrimiento» y de dar a quien está enfermo «un alivio sin engaño»: «No
está en nuestro poder —dice el Concilio— el concederos la salud corporal,
ni tampoco la disminución de vuestros dolores físicos... Pero tenemos una
cosa más profunda y más preciosa que ofreceros... Cristo no suprimió el
sufrimiento y tampoco ha querido desvelarnos enteramente su misterio: Él
lo tomó sobre sí, y eso es bastante para que nosotros comprendamos todo
su valor» (Ib.). De esta «ciencia cristiana del sufrimiento» sois expertos
cualificados. Vuestro ser católicos, sin temor, os da una responsabilidad
mayor en el ámbito de la sociedad y de la Iglesia: se trata de una
verdadera vocación, como recientemente han testimoniado figuras
ejemplares como san Giuseppe Moscati, san Riccardo Pampuri, santa
Gianna Beretta Molla, santa Anna Schäffer y el siervo de Dios Jérôme
Lejeune.
Es éste un empeño de nueva evangelización también en tiempos de
crisis económica que sustrae recursos a la tutela de la salud. Precisamente
321
en tal contexto hospitales y estructuras de asistencia deben reflexionar en
su papel para evitar que la salud, en lugar de un bien universal que hay
que garantizar y defender, se convierta en una simple «mercadería»
sometida a las leyes del mercado, por lo tanto, en un bien reservado a
pocos. Jamás puede olvidarse la debida atención particular a la dignidad
de la persona que sufre, aplicando también en el ámbito de las políticas
sanitarias el principio de subsidiariedad y el de solidaridad (cf.
Enc. Caritas in veritate, 58). Hoy, aunque por un lado, con motivo de los
progresos en el campo técnico-científico, aumenta la capacidad de curar
físicamente al enfermo, por otro lado parece debilitarse la capacidad de
«atender» a la persona que sufre, considerada en su totalidad y unicidad.
Así que parecen ofuscarse los horizontes éticos de la ciencia médica, que
corre el riesgo de olvidar que su vocación es servir a cada hombre y a todo
el hombre, en las diversas fases de su existencia. Es deseable que el
lenguaje de la «ciencia cristiana del sufrimiento» —al que pertenecen la
compasión, la solidaridad, la participación, la abnegación, la gratuidad, el
don de sí— se convierta en el léxico universal de cuantos trabajan en el
campo de la asistencia sanitaria. Es el lenguaje del Buen Samaritano de la
parábola evangélica, que puede considerarse —según el beato Papa Juan
Pablo II— «uno de los elementos esenciales de la cultura moral y de la
civilización universalmente humanas» (Lett. ap. Salvifici doloris, 29). En
esta perspectiva los hospitales deben ser considerados como lugar
privilegiado de evangelización, pues donde la Iglesia se hace «vehículo de
la presencia de Dios», se convierte al mismo tiempo en «instrumento de
una verdadera humanización del hombre y del mundo» (Congregación
para la doctrina de la fe, Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la
evangelización, 9:L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21
de diciembre de 2007, p. 11). Sólo teniendo bien claro que en el centro de
la actividad médica y asistencial está el bienestar del hombre en su
condición más frágil e indefensa, del hombre en busca de sentido ante el
misterio insondable del dolor, se puede concebir el hospital como «lugar
en donde la relación de curación no es oficio, sino una misión; donde la
caridad del Buen Samaritano es la primera cátedra; y el rostro del hombre
sufriente, el Rostro mismo de Cristo» (Discurso en la Universidad
Católica del Sacro Cuore de Roma, 3 de mayo de 2012: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 6 de mayo de 2012, p. 3).
Queridos amigos: esta asistencia sanadora y evangelizadora es la tarea
que siempre os espera. Ahora más que nunca nuestra sociedad necesita de
«buenos samaritanos» de corazón generoso y brazos abiertos a todos,
sabiendo que «la grandeza de la humanidad está determinada
esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre»
(Enc. Spe salvi, 38). Este «ir más allá» del acercamiento clínico os abre a
la dimensión de la trascendencia, respecto a la cual un papel fundamental
desempeñan los capellanes y asistentes religiosos. A ellos compete en
primer lugar hacer que se transparente en el variado panorama sanitario,
también en el misterio del sufrimiento, la gloria del Crucificado
Resucitado.
322
Una última palabra deseo reservaros a vosotros, queridos enfermos.
Vuestro silencioso testimonio es un un signo eficaz e instrumento de
evangelización para las personas que os atienden y para vuestras familias,
en la certeza de que «ninguna lágrima, ni de quien sufre ni de quien está a
su lado, se pierde delante de Dios» (Ángelus, 1 de febrero de
2009: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de febrero de
2009, p. 15). Vosotros «sois los hermanos de Cristo paciente, y con El, si
queréis, salváis al mundo» (Conc. Vat. II, Mensaje cit.)

JESUCRISTO ES EL NUEVO CENTRO DE LA HISTORIA


20121118. Ángelus
En este penúltimo domingo del año litúrgico, se proclama, en la
redacción de San Marcos, una parte del discurso de Jesús sobre los
últimos tiempos (cf. Mc 13, 24-32). Este discurso se encuentra, con
algunas variaciones, también en Mateo y Lucas, y es probablemente el
texto más difícil del Evangelio. Tal dificultad deriva tanto del contenido
como del lenguaje: se habla de un porvenir que supera nuestras categorías,
y por esto Jesús utiliza imágenes y palabras tomadas del Antiguo
Testamento, pero sobre todo introduce un nuevo centro, que es Él mismo,
el misterio de su persona y de su muerte y resurrección. También el pasaje
de hoy se abre con algunas imágenes cósmicas de género apocalíptico: «El
sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del
cielo, los astros se tambalearán» (v. 24-25); pero este elemento se
relativiza por cuanto le sigue: «Entonces verán venir al Hijo del hombre
sobre las nubes con gran poder y gloria» (v. 26). El «Hijo del hombre» es
Jesús mismo, que une el presente y el futuro; las antiguas palabras de los
profetas por fin han hallado un centro en la persona del Mesías nazareno:
es Él el verdadero acontecimiento que, en medio de los trastornos del
mundo, permanece como el punto firme y estable.
Ello se confirma con otra expresión del Evangelio del día. Jesús
afirma: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (v. 31).
En efecto, sabemos que en la Biblia la Palabra de Dios está en el origen de
la creación: todas las criaturas, empezando por los elementos cósmicos —
sol, luna, firmamento—, obedecen a la Palabra de Dios, existen en cuanto
que son «llamados» por ella. Esta potencia creadora de la Palabra divina
se ha concentrado en Jesucristo, Verbo hecho carne, y pasa también a
través de sus palabras humanas, que son el verdadero «firmamento» que
orienta el pensamiento y el camino del hombre en la tierra. Por esto Jesús
no describe el fin del mundo, y cuando utiliza imágenes apocalípticas, no
se comporta como un «vidente». Al contrario, Él quiere apartar a sus
discípulos —de toda época— de la curiosidad por las fechas, las
previsiones, y desea en cambio darles una clave de lectura profunda,
esencial, y sobre todo indicar el sendero justo sobre el cual caminar, hoy y
mañana, para entrar en la vida eterna. Todo pasa —nos recuerda el Señor
—, pero la Palabra de Dios no muta, y ante ella cada uno de nosotros es
323
responsable del propio comportamiento. De acuerdo con esto seremos
juzgados.
Queridos amigos: tampoco en nuestros tiempos faltan calamidades
naturales, y lamentablemente ni siquiera guerras y violencias. Hoy
necesitamos también un fundamento estable para nuestra vida y nuestra
esperanza, tanto más a causa del relativismo en el que estamos inmersos.
Que la Virgen María nos ayude a acoger este centro en la Persona de
Cristo y en su Palabra.

LA IGLESIA DE CRISTO ES CATÓLICA


20121124. Homilía. Consistorio para nuevos cardenales
«Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica».
Estas palabras, que dentro de poco pronunciarán solemnemente los
nuevos cardenales al hacer la profesión de fe, son parte del símbolo
niceno-constantinopolitano, la síntesis de la fe de la Iglesia que cada uno
recibe en el momento del Bautismo. Sólo profesando y preservando
intacta esta regla de la verdad somos verdaderos discípulos del Señor. En
este Consistorio, quisiera centrarme particularmente en el significado del
término «católica», que indica un rasgo esencial de la Iglesia y su misión.
El argumento sería amplio y se podría enfocar desde diversas perspectivas.
Hoy me limito sólo a alguna consideración.
Las notas características de la Iglesia responden al designio divino,
como se afirma en el Catecismo de la Iglesia Católica: «Es Cristo, quien,
por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica,
y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de estas cualidades» (n.
811). Más específicamente, la Iglesia es católica porque Cristo abraza en
su misión de salvación a toda la humanidad. Aunque la misión de Jesús en
su vida terrena se limitaba al pueblo judío, «a las ovejas descarriadas de
Israel» (Mt 15,24), sin embargo desde el inicio estaba orientada a llevar a
todos los pueblos la luz del Evangelio y a hacer entrar a todas las naciones
en el Reino de Dios. En Cafarnaún, Jesús exclama ante la fe del centurión:
«Os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán con
Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11). Esta
perspectiva universalista se desprende, por ejemplo, de la presentación
que Jesús hace de sí mismo, no sólo como «Hijo de David», sino también
como «Hijo del hombre» (Mc 10,33), como hemos oído en el pasaje
evangélico proclamado hace poco. En el lenguaje de la literatura judía
apocalíptica inspirada en la visión de la historia en el Libro del profeta
Daniel (cf. 7,13-14), el título «Hijo del hombre» se refiere al personaje
que viene «en las nubes del cielo» (v. 13), y es una imagen que anuncia
con antelación un reino totalmente nuevo, un reino que no se apoya en los
poderes humanos, sino en el verdadero poder que proviene de Dios. Jesús
usa esta expresión rica y compleja, y la refiere a sí mismo para manifestar
el verdadero carácter de su mesianismo, como misión hacia todo el
hombre y todos los hombres, superando todo particularismo étnico,
nacional y religioso. En efecto, en este nuevo reino, que la Iglesia anuncia
324
y anticipa, y que vence la fragmentación y la dispersión, se entra
precisamente siguiendo a Jesús, dejándose atraer dentro de su humanidad,
y por tanto en la comunión con Dios.
Además, Jesús no envía su Iglesia a un grupo, sino a la totalidad del
género humano para reunirlo, en la fe, en un único pueblo con el fin de
salvarlo, como lo expresa bien el Concilio Vaticano II en la Constitución
dogmática Lumen gentium: «Todos los hombres están invitados al Pueblo
de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el
mundo a través de todos los siglos, para que así se cumpla el designio de
Dios» (n. 13). Así, pues, la universalidad de la Iglesia proviene de la
universalidad del único plan divino de salvación del mundo. Este carácter
universal aparece claramente el día de Pentecostés, cuando el Espíritu
inunda de su presencia a la primera comunidad cristiana, para que el
Evangelio se extienda a todas las naciones y haga crecer en todos los
pueblos el único Pueblo de Dios. Así, ya desde sus comienzos, la Iglesia
está orientada kat’holon, abraza todo el universo. Los Apóstoles dan
testimonio de Cristo dirigiéndose a los hombres de toda la tierra, todos los
comprenden como si hablaran en su lengua materna (cf. Hch2,7-8). A
partir de aquel día, la Iglesia, con la «fuerza del Espíritu Santo», según la
promesa de Jesús, anuncia al Señor muerto y resucitado «en Jerusalén, en
toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). Por
tanto, la misión universal de la Iglesia no sube desde abajo, sino que
desciende de lo alto, del Espíritu Santo, y está orientada desde el primer
instante a expresarse en toda cultura para formar así el único Pueblo de
Dios. No es tanto una comunidad local que crece y se expande lentamente,
sino que es como levadura destinada a lo universal, a la totalidad, y que
lleva en sí misma la universalidad.
«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación»
(Mc 16,15); «haced discípulos de todos los pueblos», dice el Señor
(Mt 28,19). Con estas palabras, Jesús envía a los Apóstoles a todas las
criaturas, para que llegue por doquier la acción salvífica de Dios. Pero si
nos fijamos en el momento de la ascensión de Jesús al cielo, según se
relata en los Hechos de los Apóstoles, observamos que los discípulos
siguen encerrados en su visión, piensan en la restauración de un nuevo
reino davídico, y preguntan al Señor: «¿Es ahora cuando vas a restaurar el
reino de Israel?» (Hch 1,6). Y ¿cómo responde Jesús? Responde abriendo
sus horizontes y dejándoles la promesa y un cometido: promete que serán
colmados de la fuerza del Espíritu Santo y les confiere el encargo de dar
testimonio de él en el mundo, superando los confines culturales y
religiosos en los que estaban acostumbrados a pensar y vivir, para abrirse
al reino universal de Dios. Y en los comienzos del camino de la Iglesia,
los Apóstoles y los discípulos se ponen en marcha sin ninguna seguridad
humana, sino con la sola fuerza del Espíritu Santo, del Evangelio y de la
fe. Es el fermento que se esparce por mundo, entra en las diversas
coyunturas y en los múltiples contextos culturales y sociales, pero que
sigue siendo una única Iglesia. En torno a los Apóstoles florecen las
comunidades cristianas, pero éstas son «la» Iglesia, que tanto en Jerusalén
325
como en Antioquía o Roma, es siempre la misma, una y universal. Y
cuando los Apóstoles hablan de la Iglesia, no se refieren a su propia
comunidad: hablan de la Iglesia de Cristo, e insisten en esta identidad
única, universal y total de la Catholica, que se realiza en cada Iglesia
local. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica; refleja en sí misma la
fuente de su vida y de su camino: la unidad y la comunión de la Trinidad.

JESÚS ACLARA LA NATURALEZA DE SU REINO


20121125. Homilía. Cristo Rey. Misa con los nuevos cardenales
En este último domingo del año litúrgico la Iglesia nos invita a
celebrar al Señor Jesús como Rey del universo. Nos llama a dirigir la
mirada al futuro, o mejor aún en profundidad, hacia la última meta de la
historia, que será el reino definitivo y eterno de Cristo. Cuando fue creado
el mundo, al comienzo, él estaba con el Padre, y manifestará plenamente
su señorío al final de los tiempos, cuando juzgará a todos los hombres. Las
tres lecturas de hoy nos hablan de este reino. En el pasaje evangélico que
hemos escuchado, sacado del Evangelio de san Juan, Jesús se encuentra en
la situación humillante de acusado, frente al poder romano. Ha sido
arrestado, insultado, escarnecido, y ahora sus enemigos esperan conseguir
que sea condenado al suplicio de la cruz. Lo han presentado ante Pilato
como uno que aspira al poder político, como el sedicioso rey de los judíos.
El procurador romano indaga y pregunta a Jesús: «¿Eres tú el rey de los
judíos?» (Jn 18,33). Jesús, respondiendo a esta pregunta, aclara la
naturaleza de su reino y de su mismo mesianismo, que no es poder
mundano, sino amor que sirve; afirma que su reino no se ha de confundir
en absoluto con ningún reino político: «Mi reino no es de este mundo …
no es de aquí» (v. 36).
Está claro que Jesús no tiene ninguna ambición política. Tras la
multiplicación de los panes, la gente, entusiasmada por el milagro, quería
hacerlo rey, para derrocar el poder romano y establecer así un nuevo reino
político, que sería considerado como el reino de Dios tan esperado. Pero
Jesús sabe que el reino de Dios es de otro tipo, no se basa en las armas y la
violencia. Y es precisamente la multiplicación de los panes la que se
convierte, por una parte, en signo de su mesianismo, pero, por otra, en un
punto de inflexión de su actividad: desde aquel momento el camino hacia
la Cruz se hace cada vez más claro; allí, en el supremo acto de amor,
resplandecerá el reino prometido, el reino de Dios. Pero la gente no
comprende, están defraudados, y Jesús se retira solo al monte a rezar, a
hablar con el Padre (cf. Jn 6,1-15). En la narración de la pasión vemos
cómo también los discípulos, a pesar de haber compartido la vida con
Jesús y escuchado sus palabras, pensaban en un reino político, instaurado
además con la ayuda de la fuerza. En Getsemaní, Pedro había
desenvainado su espada y comenzó a luchar, pero Jesús lo detuvo
(cf. Jn 18,10-11). No quiere que se le defienda con las armas, sino que
quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no
con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que
326
da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la
tierra.
Y es esta la razón de que un hombre de poder como Pilato se quede
sorprendido delante de un hombre indefenso, frágil y humillado, como
Jesús; sorprendido porque siente hablar de un reino, de servidores. Y hace
una pregunta que le parecería una paradoja: «Entonces, ¿tú eres rey?».
¿Qué clase de rey puede ser un hombre que está en esas condiciones? Pero
Jesús responde de manera afirmativa: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto
he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la
verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (18,37). Jesús habla
de rey, de reino, pero no se refiere al dominio, sino a la verdad. Pilato no
comprende: ¿Puede existir un poder que no se obtenga con medios
humanos? ¿Un poder que no responda a la lógica del dominio y la fuerza?
Jesús ha venido para revelar y traer una nueva realeza, la de Dios; ha
venido para dar testimonio de la verdad de un Dios que es amor
(cf. 1Jn 4,8-16) y que quiere establecer un reino de justicia, de amor y de
paz (cf. Prefacio). Quien está abierto al amor, escucha este testimonio y lo
acepta con fe, para entrar en el reino de Dios.
Esta perspectiva la volvemos a encontrar en la primera lectura que
hemos escuchado. El profeta Daniel predice el poder de un personaje
misterioso que está entre el cielo y la tierra: «Vi venir una especie de hijo
de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta
su presencia. A él se le dio poder, honor y reino, y todos los pueblos,
naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su
reino no acabará» (7,13-14). Se trata de palabras que anuncian un rey que
domina de mar a mar y hasta los confines de la tierra, con un poder
absoluto que nunca será destruido. Esta visión del profeta, una visión
mesiánica, se ilumina y realiza en Cristo: el poder del verdadero Mesías,
poder que no tiene ocaso y que no será nunca destruido, no es el de los
reinos de la tierra que surgen y caen, sino el de la verdad y el amor. Así
comprendemos que la realeza anunciada por Jesús de palabra y revelada
de modo claro y explícito ante el Procurador romano, es la realeza de la
verdad, la única que da a todas las cosas su luz y su grandeza.
En la segunda lectura, el autor del Apocalipsis afirma que también
nosotros participamos de la realeza de Cristo. En la aclamación dirigida a
aquel «que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre»
declara que él «nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (1,5-
6). También aquí aparece claro que no se trata de un reino político sino de
uno fundado sobre la relación con Dios, con la verdad. Con su sacrificio,
Jesús nos ha abierto el camino para una relación profunda con Dios: en él
hemos sido hechos verdaderos hijos adoptivos, hemos sido hechos
partícipes de su realeza sobre el mundo. Ser, pues, discípulos de Jesús
significa no dejarse cautivar por la lógica mundana del poder, sino llevar
al mundo la luz de la verdad y el amor de Dios. El autor del Apocalipsis
amplia su mirada hasta la segunda venida de Cristo para juzgar a los
hombres y establecer para siempre el reino divino, y nos recuerda que la
conversión, como respuesta a la gracia divina, es la condición para la
327
instauración de este reino (cf. 1,7). Se trata de una invitación apremiante
que se dirige a todos y cada uno de nosotros: convertirse continuamente en
nuestra vida al reino de Dios, al señorío de Dios, de la verdad. Lo
invocamos cada día en la oración del «Padre nuestro» con la palabras
«Venga a nosotros tu reino», que es como decirle a Jesús: Señor que
seamos tuyos, vive en nosotros, reúne a la humanidad dispersa y sufriente,
para que en ti todo sea sometido al Padre de la misericordia y el amor.
Queridos y venerados hermanos cardenales, de modo especial pienso
en los que fueron creados ayer, a vosotros se os ha confiado esta ardua
responsabilidad: dar testimonio del reino de Dios, de la verdad. Esto
significa resaltar siempre la prioridad de Dios y su voluntad frente a los
intereses del mundo y sus potencias. Sed imitadores de Jesús, el cual, ante
Pilato, en la situación humillante descrita en el Evangelio, manifestó su
gloria: la de amar hasta el extremo, dando la propia vida por las personas
que amaba. Ésta es la revelación del reino de Jesús. Y por esto, con un
solo corazón y una misma alma, rezamos: «Adveniat regnum tuum».
Amén.

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO


20121125. Ángelus
Hoy la Iglesia celebra a Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo.
Esta solemnidad si sitúa al término del año litúrgico y resume el misterio
de Jesús, «primogénito de los muertos y dominador de todos los poderosos
de la tierra» (Oración Colecta Año b), ampliando nuestra mirada hacia la
plena realización del Reino de Dios, cuando Dios sea todo en todos (cf.
1 Co 15, 28). San Cirilo de Jerusalén afirma: «Nosotros anunciamos no
sólo la primera venida de Cristo, sino también una segunda mucho más
bella que la primera. La primera de hecho fue una manifestación de
padecimiento, la segunda lleva la diadema de la realeza divina; ...en la
primera fue sometido a la humillación de la cruz, en la segunda es
circundado y glorificado por una corte de ángeles» (Catequesis XV, 1
Illuminandorum, De secundo Christi adventu: PG 33, 869 a). Toda la
misión de Jesús y el contenido de su mensaje consiste en anunciar el
Reino de Dios y realizarlo en medio de los hombres con signos y
prodigios. «Pero —como recuerda el Concilio Vaticano II—, ante todo, el
Reino se manifiesta en la persona misma de Cristo» (Const. dogm. Lumen
gentium, 5), que lo ha instaurado mediante su muerte en la cruz y su
resurrección, manifestándose así como Señor y Mesías y Sacerdote por la
eternidad.
Este Reino de Cristo ha sido confiado a la Iglesia, que de él es
«germen» y «principio» y tiene la misión de anunciarlo y difundirlo entre
todos los pueblos, con la fuerza del Espíritu Santo (cf. ibid.). Al término
del tiempo establecido, el Señor entregará a Dios Padre el Reino y le
presentará a cuantos vivieron según el mandamiento del amor.
Queridos amigos: todos nosotros estamos llamados a prolongar la obra
salvífica de Dios convirtiéndonos al Evangelio, poniéndonos
328
decididamente a seguir al Rey que no ha venido a ser servido, sino a servir
y a dar testimonio de la verdad (cf. Mc 10, 45; Jn 18, 37).

UNIVERSITARIOS: EL QUE OS LLAMA ES FIEL


20121201. Homilía. Vísperas Adviento.Universitarios romanos
«El que os llama es fiel» (1 Ts 5, 24). Queridos amigos universitarios:
Las palabras del apóstol Pablo nos guían para captar el verdadero
significado del Año litúrgico, que esta tarde comenzamos juntos con el
rezo de las primeras Vísperas de Adviento. Todo el camino del año de la
Iglesia está orientado a descubrir y a vivir la fidelidad del Dios de
Jesucristo que en la cueva de Belén se nos presentará, una vez más, con el
rostro de un niño. Toda la historia de la salvación es un itinerario de amor,
de misericordia y de benevolencia: desde la creación hasta la liberación
del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, desde el don de la Ley en
el Sinaí hasta el regreso a la patria de la esclavitud babilónica. El Dios de
Abraham, de Isaac, de Jacob ha sido siempre el Dios cercano, que jamás
ha abandonado a su pueblo. Muchas veces ha sufrido con tristeza su
infidelidad y esperado con paciencia su regreso, siempre en la libertad de
un amor que precede y sostiene al amado, atento a su dignidad y a sus
expectativas más profundas.
Dios no se ha encerrado en su Cielo, sino que se ha inclinado sobre las
vicisitudes del hombre: un misterio grande que llega a superar toda espera
posible. Dios entra en el tiempo del hombre del modo más impensable:
haciéndose niño y recorriendo las etapas de la vida humana, para que toda
nuestra existencia, espíritu, alma y cuerpo —como nos ha recordado san
Pablo— pueda conservarse irreprensible y ser elevada a las alturas de
Dios. Y todo esto lo hace por su amor fiel a la humanidad. El amor,
cuando es verdadero, tiende por su naturaleza al bien del otro, al mayor
bien posible, y no se limita a respetar simplemente los compromisos de
amistad asumidos, sino que va más allá, sin cálculo ni medida. Es
precisamente lo que ha realizado el Dios vivo y verdadero, cuyo misterio
profundo nos lo revelan las palabras de san Juan: «Dios es amor» (1 Jn 4,
8. 16). Este Dios en Jesús de Nazaret asume en sí toda la humanidad, toda
la historia de la humanidad, y le da un viraje nuevo, decisivo, hacia un
nuevo ser persona humana, caracterizado por el ser generado por Dios y
por el tender hacia Él (cf. La infancia de Jesús, ed. Planeta 2012, p. 19).
Estáis viviendo el tiempo de preparación para las grandes elecciones
de vuestra vida y para el servicio en la Iglesia y en la sociedad. Esta tarde
podéis experimentar que no estáis solos: están con vosotros los profesores,
los capellanes universitarios, los animadores de los colegios. ¡El Papa está
con vosotros! Y, sobre todo, estáis insertados en la gran comunidad
académica romana, en la que es posible caminar en la oración, en la
investigación, en la confrontación, en el testimonio del Evangelio. Es un
don valioso para vuestra vida; sabed verlo como un signo de la fidelidad
de Dios, que os ofrece ocasiones para conformar vuestra existencia a la de
Cristo, para dejaros santificar por Él hasta la perfección (cf. 1 Ts 5, 23). El
329
año litúrgico que iniciamos con estas Vísperas será también para vosotros
el camino en el que una vez más reviviréis el misterio de esta fidelidad de
Dios, sobre la que estáis llamados a fundar, como sobre una roca segura,
vuestra vida. Celebrando y viviendo con toda la Iglesia este itinerario de
fe, experimentaréis que Jesucristo es el único Señor del cosmos y de la
historia, sin el cual toda construcción humana corre el riesgo de frustrarse
en la nada. La liturgia, vivida en su verdadero espíritu, es siempre la
escuela fundamental para vivir la fe cristiana, una fe «teologal», que os
implica en todo vuestro ser —espíritu, alma y cuerpo— para convertiros
en piedras vivas en la construcción de la Iglesia y en colaboradores de la
nueva evangelización. En la Eucaristía, de modo particular, el Dios vivo se
hace tan cercano que se convierte en alimento que sostiene el camino,
presencia que transforma con el fuego de su amor.
Queridos amigos, vivimos en un contexto en el que a menudo
encontramos la indiferencia hacia Dios. Pero pienso que en lo profundo de
cuantos viven la lejanía de Dios —también entre vuestros coetáneos— hay
una nostalgia interior de infinito, de trascendencia. Vosotros tenéis la
misión de testimoniar en las aulas universitarias al Dios cercano, que se
manifiesta también en la búsqueda de la verdad, alma de todo compromiso
intelectual. A este propósito expreso mi complacencia y mi aliento por el
programa de pastoral universitaria con el título: «El Padre lo vio de lejos.
El hoy del hombre, el hoy de Dios»… La fe es la puerta que Dios abre en
nuestra vida para conducirnos al encuentro con Cristo, en quien el hoy del
hombre se encuentra con el hoy de Dios. La fe cristiana no es adhesión a
un dios genérico o indefinido, sino al Dios vivo que en Jesucristo, Verbo
hecho carne, ha entrado en nuestra historia y se ha revelado como el
Redentor del hombre. Creer significa confiar la propia vida a Aquel que es
el único que puede darle plenitud en el tiempo y abrirla a una esperanza
más allá del tiempo.
Reflexionar sobre la fe, en este Año de la fe, es la invitación que deseo
dirigir a toda la comunidad académica de Roma.
Queridos amigos, «el que os llama es fiel, y Él lo realizará» (1 Ts 5,
24); hará de vosotros anunciadores de su presencia. En la oración de esta
tarde encaminémonos idealmente hacia la cueva de Belén para gustar la
verdadera alegría de la Navidad: la alegría de acoger en el centro de
nuestra vida, a ejemplo de la Virgen María y de san José, a ese Niño que
nos recuerda que los ojos de Dios están abiertos sobre el mundo y sobre
todo hombre (cf. Zc 12, 4). ¡Los ojos de Dios están abiertos sobre nosotros
porque Él es fiel a su amor! Sólo esta certeza puede conducir a la
humanidad hacia metas de paz y de prosperidad, en este momento
histórico delicado y complejo.

ADVIENTO: VENIDA Y PRESENCIA DE DIOS EN EL MUNDO


20121202. Ángelus
La Iglesia empieza hoy un nuevo Año litúrgico, un camino que se
enriquece además con el Año de la fe, a los 50 años de la apertura del
330
Concilio Ecuménico Vaticano II. El primer tiempo de este itinerario es el
Adviento, formado, en el Rito Romano, por las cuatro semanas que
preceden a la Navidad del Señor, esto es, el misterio de la Encarnación. La
palabra «adviento» significa «llegada» o «presencia». En el mundo
antiguo indicaba la visita del rey o del emperador a una provincia; en el
lenguaje cristiano se refiere a la venida de Dios, a su presencia en el
mundo; un misterio que envuelve por entero el cosmos y la historia, pero
que conoce dos momentos culminantes: la primera y la segunda venida de
Cristo. La primera es precisamente la Encarnación; la segunda el retorno
glorioso al final de los tiempos. Estos dos momentos, que
cronológicamente son distantes —y no se nos es dado saber cuánto—, en
profundidad se tocan, porque con su muerte y resurrección Jesús ya ha
realizado esa transformación del hombre y del cosmos que es la meta final
de la creación. Pero antes del fin, es necesario que el Evangelio se
proclame a todas las naciones, dice Jesús en el Evangelio de san Marcos
(cf. 13, 10). La venida del Señor continúa; el mundo debe ser penetrado
por su presencia. Y esta venida permanente del Señor en el anuncio del
Evangelio requiere continuamente nuestra colaboración; y la Iglesia, que
es como la Novia, la Esposa prometida del Cordero de Dios crucificado y
resucitado (cf. Ap 21, 9), en comunión con su Señor colabora en esta
venida del Señor, en la que ya comienza su retorno glorioso.
A esto nos llama hoy la Palabra de Dios, trazando la línea de conducta
a seguir para estar preparados para la venida del Señor. En el Evangelio de
Lucas, Jesús dice a los discípulos: «Tened cuidado de vosotros, no sea que
se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y la inquietudes
de la vida... Estad despiertos en todo tiempo, rogando» (Lc 21, 34.36). Por
lo tanto, sobriedad y oración. Y el apóstol Pablo añade la invitación a
«crecer y rebosar en el amor» entre nosotros y hacia todos, para que se
afiancen nuestros corazones y sean irreprensibles en la santidad (cf. 1 Ts 3,
12-13). En medio de las agitaciones del mundo, o los desiertos de la
indiferencia y del materialismo, los cristianos acogen de Dios la salvación
y la testimonian con un modo distinto de vivir, como una ciudad situada
encima de un monte. «En aquellos días —anuncia el profeta Jeremías—
Jerusalén vivirá tranquila y será llamada “El Señor es nuestra justicia”»
(33, 16). La comunidad de los creyentes es signo del amor de Dios, de su
justicia que está ya presente y operante en la historia, pero que aún no se
ha realizado plenamente y, por ello, siempre hay que esperarla, invocarla,
buscarla con paciencia y valor.
La Virgen María encarna perfectamente el espíritu de Adviento, hecho
de escucha de Dios, de deseo profundo de hacer su voluntad, de alegre
servicio al prójimo. Dejémonos guiar por ella, a fin de que el Dios que
viene no nos encuentre cerrados o distraídos, sino que pueda, en cada uno
de nosotros, extender un poco su reino de amor, de justicia y de paz.

DE LA EVANGELIZACIÓN DERIVA UN NUEVO HUMANISMO


20121203. Discurso. Al Consejo Pontificio Justicia y Paz
331
Aunque la defensa de los derechos haya hecho grandes progresos en
nuestro tiempo, la cultura actual, caracterizada, entre otras cosas, por un
individualismo utilitarista y un economicismo tecnocrático, tiende a
subestimar a la persona. Esta es concebida como un ser «fluido», sin
consistencia permanente. No obstante esté sumergido en una red infinita
de relaciones y de comunicaciones, el hombre de hoy paradójicamente
aparece a menudo como un ser aislado, porque es indiferente respecto a la
relación constitutiva de su ser, que es la raíz de todas las demás relaciones,
la relación con Dios. El hombre de hoy es considerado en clave
prevalentemente biológica o como «capital humano», «recurso», parte de
un engranaje productivo y financiero que lo supera. Si, por una parte, se
sigue proclamando la dignidad de la persona, por otra, nuevas ideologías
—como la hedonista y egoísta de los derechos sexuales y reproductivos o
la de un capitalismo financiero desordenado que prevarica en la política y
desestructura la economía real— contribuyen a considerar al trabajador
dependiente y su trabajo como bienes «menores» y a minar los
fundamentos naturales de la sociedad, especialmente la familia. En
realidad, el ser humano, constitutivamente trascendente respecto a los
demás seres y bienes terrenos, goza de un primado real que lo sitúa como
responsable de sí mismo y de la creación. Concretamente, para el
cristianismo, el trabajo es un bien fundamental para el hombre, en vista de
su personalización, de su socialización, de la formación de una familia, de
la aportación al bien común y a la paz. Precisamente por esto el objetivo
del acceso al trabajo para todos es siempre prioritario, también en los
períodos de recesión económica (cf. Caritas in veritate, 32).
De una nueva evangelización del ámbito social pueden derivar un
nuevo humanismo y un renovado compromiso cultural y proyectivo. Ella
ayuda a destronar los ídolos modernos, a sustituir el individualismo, el
consumismo materialista y la tecnocracia con la cultura de la fraternidad y
de la gratuidad, del amor solidario. Jesucristo resumió y perfeccionó los
preceptos en un mandamiento nuevo: «Como yo os he amado, amos
también unos a otros» (Jn 13, 34); aquí está el secreto de toda vida social
plenamente humana y pacífica, así como de la renovación de la política y
de las instituciones nacionales y mundiales. El beato Papa Juan XXIII
motivó el compromiso por la construcción de una comunidad mundial,
con su autoridad correspondiente, justamente partiendo del amor, y
precisamente del amor por el bien común de la familia humana. Así
leemos en la Pacem in terris: «Si se examinan con atención, por una parte,
el contenido intrínseco del bien común, y, por otra, la naturaleza y el
ejercicio de la autoridad pública, todos habrán de reconocer que entre
ambos existe una imprescindible conexión. Porque el orden moral, de la
misma manera que exige una autoridad pública para promover el bien
común en la sociedad civil, así también requiere que dicha autoridad
pueda lograrlo efectivamente» (n. 136).
La Iglesia no tiene ciertamente la tarea de sugerir, desde el punto de
vista jurídico y político, la configuración concreta de tal ordenamiento
internacional, pero ofrece a quien tiene la responsabilidad los principios
332
de reflexión, los criterios de juicio y las orientaciones prácticas que
pueden garantizar su entramado antropológico y ético en torno al bien
común (cf. Caritas in veritate, 67). En la reflexión, de cualquier manera,
se ha de tener presente que no se debería imaginar un superpoder,
concentrado en las manos de pocos, que dominaría a todos los pueblos,
explotando a los más débiles, sino que toda autoridad debe entenderse,
ante todo, como fuerza moral, facultad de influir según la razón
(cf. Pacem in terris, 47), o sea, como autoridad participada, limitada por
competencia y por el derecho.
Doy las gracias al Consejo pontificio Justicia y paz porque, junto con
otras instituciones pontificias, se ha prefijado profundizar las
orientaciones que ofrecí en la Caritas in veritate. Y esto ya sea mediante
las reflexiones para una reforma del sistema financiero y monetario
internacional, ya sea mediante la Plenaria de estos días y el Seminario
internacional sobre la Pacem in terris del próximo año.
Que la Virgen María, que con fe y amor acogió en sí al Salvador para
darlo al mundo, nos guíe en el anuncio y en el testimonio de la doctrina
social de la Iglesia, para hacer más eficaz la nueva evangelización. Con
este deseo, de buen grado imparto a cada uno de vosotros la bendición
apostólica. Gracias.

UN PEQUEÑO FUEGO PUEDE INCENDIAR UN GRAN BOSQUE


20121203. Discurso. A Colegio Inglés de Roma
Potius hodie quam cras, como dijo san Ralph Sherwin cuando le
pidieron que emitiera una promesa misionera, «mejor hoy que mañana».
Estas palabras transmiten bien su ardiente deseo de mantener viva la llama
de la fe en Inglaterra, a cualquier precio personal. Aquellos que en verdad
han encontrado a Cristo son incapaces de callar sobre Él. Como dijo san
Pedro mismo a los ancianos y a los escribas de Jerusalén: «Nosotros no
podemos callar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). San Bonifacio,
san Agustín de Canterbury, san Francisco Javier, cuya memoria
celebramos hoy, y muchos otros santos misioneros, nos muestran cómo el
amor profundo por el Señor suscita el deseo intenso de hacer que otros le
conozcan. También vosotros, mientras seguís las huellas de los mártires
del Colegio, sois hombres que Dios ha elegido para difundir hoy el
mensaje del Evangelio, en Inglaterra y en Gales, en Canadá, en
Escandinavia. Vuestros predecesores afrontaron la posibilidad concreta del
martirio, y es bueno y justo que veneréis la gloriosa memoria de aquellos
cuarenta y cuatro exalumnos del Colegio que derramaron su sangre por
Cristo. Estáis llamados a imitar su amor por el Señor y dar a conocer su
celo, potius hodie quam cras. Las consecuencias, los frutos, los podéis
poner con confianza en las manos de Dios.
Vuestra primera tarea, pues, es conocer vosotros mismos a Cristo, y el
tiempo que pasáis en el seminario os ofrece una oportunidad privilegiada
para hacerlo. Aprended a rezar cada día, especialmente en presencia del
Santísimo Sacramento, escuchando atentamente la Palabra de Dios y
333
permitiendo al corazón hablar al corazón, como diría el beato John Henry
Newman. Recordad a los dos discípulos del primer capítulo del Evangelio
de Juan, que seguían a Cristo y querían saber dónde vivía, y, como ellos,
responded con ardor a su invitación: «Venid y veréis» (cf. Jn 1, 37-39).
Permitid a la fascinación de su persona capturar vuestra imaginación y
caldear vuestro corazón. Os ha elegido para que seáis sus amigos y no sus
siervos, y os invita a participar en su obra sacerdotal de realizar la
salvación del mundo. Poneos totalmente a su disposición y permitidle que
os forme para cualquier tarea que pueda tener en mente para vosotros.
Habéis oído hablar mucho de la nueva evangelización, la proclamación
de Cristo en aquella parte del mundo donde el Evangelio ya ha sido
predicado, pero donde, en mayor o menor medida, la brasa de la fe se ha
enfriado y ahora tiene necesidad de ser alimentada nuevamente para
transformarse en llama. El lema de vuestro Colegio habla del deseo de
Cristo de traer fuego a la tierra, y vuestra misión es la de servir como sus
instrumentos para reavivar la fe en vuestros respectivos países. En la
Sagrada Escritura, el fuego sirve a menudo para indicar la presencia
divina, ya sea la zarza ardiente desde la cual Dios reveló su nombre a
Moisés, ya sea la columna de fuego que guió al pueblo de Israel en su
camino de la esclavitud a la libertad, o las lenguas de fuego posadas sobre
los Apóstoles en Pentecostés, permitiéndoles ir, con la fuerza del Espíritu,
a proclamar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Precisamente
como un pequeño fuego puede incendiar un gran bosque (cf. St 3, 5), de
igual modo el testimonio fiel de pocos puede liberar la potencia
purificadora y transformadora del amor de Dios para que se difunda en
una comunidad o en una nación. Como los mártires de Inglaterra y de
Gales, por tanto, permitid a vuestros corazones arder de amor por Cristo,
por la Iglesia y por la misa.
Durante mi visita al Reino Unido constaté directamente que entre las
personas hay una gran hambre espiritual. Llevadles el alimento auténtico
que viene de conocer, amar y servir a Cristo. Decidles la verdad del
Evangelio con amor. Ofrecedles el agua viva de la fe cristiana y
encaminadlas hacia el pan de vida, para que su hambre y su sed se sacien.
Pero sobre todo permitid a la luz de Cristo resplandecer a través de
vosotros, viviendo una vida de santidad, siguiendo las huellas de los
numerosos y grandes santos de Inglaterra y Gales, los hombres y las
mujeres santos que dieron testimonio del amor de Dios también a costa de
su vida. El Colegio, del que formáis parte, el ambiente en que vivís y
estudiáis, la tradición de fe y el testimonio cristiano que os ha formado:
todas estas cosas son santificadas por la presencia de muchos santos. ¡Que
vuestra aspiración sea la de ser incluidos entre ellos!

EL AUTÉNTICO SENSUS FIDEI NO CONTESTA AL MAGISTERIO


20121207. Discurso. Comisión Teológica Internacional
«La teología hoy. Perspectivas, principios y criterios». Reconociendo
la vitalidad y la variedad de la teología después del Concilio Vaticano II,
334
este documento busca presentar, por así decirlo, el código genético de la
teología católica, esto es, los principios que definen su propia identidad y,
en consecuencia, garantizan su unidad en la diversidad de sus
realizaciones. A tal fin, el texto aclara los criterios para una teología
auténticamente católica y por lo tanto capaz de contribuir a la misión de la
Iglesia, al anuncio del Evangelio a todos los hombres. En un contexto
cultural donde algunos tienen la tentación o de privar a la teología de un
estatuto académico —a causa de su vínculo intrínseco con la fe— o de
prescindir de la dimensión creyente y confesional de la teología —con el
riesgo de confundirla y de reducirla a las ciencias religiosas—, vuestro
documento recuerda oportunamente que la teología es inseparablemente
confesional y racional, y que su presencia en la institución universitaria
garantiza, o debería garantizar, una visión amplia e integral de la misma
razón humana.
Entre los criterios de la teología católica, el documento menciona la
atención que los teólogos deben reservar al sensus fidelium. Es muy útil
que vuestra Comisión se haya concentrado también sobre este tema que es
de particular importancia para la reflexión sobre la fe y para la vida de la
Iglesia. El Concilio Vaticano II, subrayando el papel específico e
insustituible que corresponde al Magisterio, ha recalcado sin embargo que
el conjunto del Pueblo de Dios participa en el oficio profético de Cristo,
realizando así el deseo inspirado, expresado por Moisés: «¡Ojalá todo el
pueblo del Señor recibiera el espíritu del Señor y profetizara!» (Nm 11,
29). La constitución dogmática Lumen gentium enseña al respecto: «La
totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20.27),
no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan
peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando
“desde los obispos hasta los últimos fieles cristianos” muestran estar
totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral» (n. 12). Este don,
el sensus fidei, constituye en el creyente una especie de instinto
sobrenatural que tiene una connaturalidad vital con el objeto mismo de la
fe. Observamos que precisamente los fieles sencillos llevan consigo esta
certeza, esta seguridad del sentido de la fe. El sensus fidei es un criterio
para discernir si una verdad pertenece o no al depósito vivo de la tradición
apostólica. Presenta también un valor propositivo porque el Espíritu Santo
no deja de hablar a las Iglesias y de guiar hacia la verdad plena. Pero hoy
es particularmente importante precisar los criterios que permiten distinguir
el sensus fidelium auténtico de sus falsificaciones. En realidad éste no es
una especie de opinión pública eclesial, y no es concebible poderlo
mencionar para contestar las enseñanzas del Magisterio, pues el sensus
fidei no puede desarrollarse auténticamente en el creyente más que en la
medida en la que él participa plenamente en la vida de la Iglesia, y ello
exige la adhesión responsable a su Magisterio, al depósito de la fe.
Hoy este mismo sentido sobrenatural de la fe de los creyentes lleva a
reaccionar con vigor también contra el prejuicio según el cual las
religiones, y en particular las religiones monoteístas, serían
intrínsecamente portadoras de violencia, sobre todo a causa de la
335
pretensión de que ellas exponen la existencia de una verdad universal.
Algunos sostienen que sólo el «politeísmo de los valores» garantizaría la
tolerancia y la paz civil y sería conforme al espíritu de una sociedad
democrática pluralista. En esta dirección vuestro estudio sobre el tema
«Dios Trinidad, unidad de los hombres. Cristianismo y monoteísmo» es de
viva actualidad. Por un lado es esencial recordar que la fe en el Dios
único, Creador del cielo y de la tierra, sale al encuentro de las exigencias
racionales de la reflexión metafísica, la cual no se debilita, sino que se
refuerza y profundiza por la Revelación del misterio del Dios-Trinidad.
Por otro lado, es necesario subrayar la forma que toma la Revelación
definitiva del misterio del único Dios en la vida y muerte de Jesucristo,
que sale al encuentro de la Cruz como «cordero llevado al matadero»
(Is 53, 7). El Señor atestigua un rechazo radical de toda forma de odio y
violencia a favor del primado absoluto del agape. Así que si en la historia
ha habido o hay formas de violencia perpetradas en nombre de Dios, éstas
no se pueden atribuir al monoteísmo, sino a causas históricas,
principalmente a los errores de los hombres. Más bien es precisamente el
olvido de Dios lo que sumerge a las sociedades humanas en una forma de
relativismo que genera ineluctablemente la violencia. Cuando se niega la
posibilidad para todos de referirse a una verdad objetiva, el diálogo se
hace imposible y la violencia, declarada u oculta, se convierte en la regla
de las relaciones humanas. Sin la apertura a lo trascendente, que permite
hallar respuestas a los interrogantes sobre el sentido de la vida y sobre la
manera de vivir de modo moral, sin esta apertura el hombre se vuelve
incapaz de actuar según justicia y de comprometerse por la paz.
Si la ruptura de la relación de los hombres con Dios lleva consigo un
desequilibrio profundo en las relaciones entre los hombres mismos, la
reconciliación con Dios, obrada por la Cruz de Cristo, «nuestra paz» (Ef 2,
14), es la fuente fundamental de la unidad y de la fraternidad. En esta
perspectiva se sitúa también vuestra reflexión sobre el tercer tema, el de la
doctrina social de la Iglesia en el conjunto de la doctrina de la fe. Ella
confirma que la doctrina social no es un añadido extrínseco, sino que, sin
descuidar la aportación de una filosofía social, toma sus principios de
fondo de las fuentes mismas de la fe. Tal doctrina busca hacer efectivo, en
la gran diversidad de las situaciones sociales, el mandamiento nuevo que
el Señor Jesús nos ha dejado: «Como yo os he amado, amaos también
unos a otros» (Jn 13, 34).

INMACULADA: NADA SEPARA A MARÍA DE DIOS


20121208. Ángelus
Os deseo a todos feliz fiesta de María Inmaculada. En este Año de la
fe desearía subrayar que María es la Inmaculada por un don gratuito de la
gracia de Dios, que encontró en Ella perfecta disponibilidad y
colaboración. En este sentido es «bienaventurada» porque «ha creído»
(Lc 1, 45), porque tuvo una fe firme en Dios. María representa el «resto de
Israel», esa raíz santa que los profetas anunciaron. En ella encuentran
336
acogida las promesas de la antigua Alianza. En María la Palabra de Dios
encuentra escucha, recepción, respuesta; halla aquel «sí» que le permite
hacerse carne y venir a habitar entre nosotros. En María la humanidad, la
historia, se abren realmente a Dios, acogen su gracia, están dispuestas a
hacer su voluntad. María es expresión genuina de la Gracia. Ella
representa el nuevo Israel, que las Escrituras del Antiguo Testamento
describen con el símbolo de la esposa. Y san Pablo retoma este lenguaje
en la Carta a los Efesios donde habla del matrimonio y dice que «Cristo
amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla,
purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentarse a Él
mismo la Iglesia toda gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante,
sino santa e inmaculada» (5, 25-27). Los Padres de la Iglesia desarrollaron
esta imagen y así la doctrina de la Inmaculada nació primero en referencia
a la Iglesia virgen-madre, y sucesivamente a María. Así escribe
poéticamente Efrén el Sirio: «Igual que los cuerpos mismos pecaron y
mueren, y la tierra, su madre, está maldita (cf. Gn3, 17-19), así, a causa de
este cuerpo que es la Iglesia incorruptible, su tierra está bendita desde el
inicio. Esta tierra es el cuerpo de María, templo en el cual se ha puesto una
semilla» (Diatessaron4, 15: SC 121, 102).
La luz que promana de la figura de María nos ayuda también a
comprender el verdadero sentido del pecado original. En María está
plenamente viva y operante esa relación con Dios que el pecado rompe.
En Ella no existe oposición alguna entre Dios y su ser: existe plena
comunión, pleno acuerdo. Existe un «sí» recíproco, de Dios a ella y de ella
a Dios. María está libre del pecado porque es toda de Dios, totalmente
expropiada para Él. Está llena de su Gracia, de su Amor.
En conclusión, la doctrina de la Inmaculada Concepción de María
expresa la certeza de fe de que las promesas de Dios se han cumplido: su
alianza no fracasa, sino que ha producido una raíz santa, de la que ha
brotado el Fruto bendito de todo el universo, Jesús, el Salvador. La
Inmaculada demuestra que la Gracia es capaz de suscitar una respuesta;
que la fidelidad de Dios sabe generar una fe verdadera y buena.

INMACULADA: SILENCIO, GRACIA, ALEGRÍA


20121208. Discurso. Inmaculada. Plaza de España
Ante todo nos impresiona siempre, y nos hace reflexionar, el hecho de
que ese momento decisivo para el destino de la humanidad, el momento
en el que Dios se hizo hombre, está envuelto de un gran silencio. El
encuentro entre el mensajero divino y la Virgen Inmaculada pasa
completamente inadvertido: ninguno lo sabe, nadie habla de ello. Es un
acontecimiento que, si sucediera en nuestros tiempos, no dejaría rastro en
periódicos ni revistas, porque es un misterio que ocurre en el silencio. Lo
que es verdaderamente grande a menudo pasa desapercibido y el quieto
silencio se revela más fecundo que la frenética agitación que caracteriza
nuestras ciudades, pero que —con las debidas proporciones— se vivía ya
en ciudades importantes como la Jerusalén de entonces. Ese activismo que
337
nos hace incapaces de detenernos, de estar tranquilos, de escuchar el
silencio en el que el Señor hace oír su voz discreta. María, el día en que
recibió el anuncio del Ángel, estaba completamente recogida y al mismo
tiempo abierta a la escucha de Dios. En ella no hay obstáculo, no hay
pantalla, no hay nada que la separe de Dios. Este es el significado de su
ser sin pecado original: su relación con Dios está libre de la más mínima
fisura; no hay separación, no hay sombra de egoísmo, sino una perfecta
sintonía: su pequeño corazón humano está perfectamente «centrado» en el
gran corazón de Dios. Así, queridos hermanos, venir aquí, a este
monumento a María en el centro de Roma, nos recuerda ante todo que la
voz de Dios no se reconoce en el estruendo y en la agitación; su proyecto
sobre nuestra vida personal y social no se percibe permaneciendo en la
superficie, sino bajando a un nivel más profundo, donde las fuerzas que
actúan no son las económicas y políticas, sino las morales y espirituales.
Es allí donde María nos invita a descender y a sintonizarnos con la acción
de Dios.
Hay una segunda cosa, más importante aún, que la Inmaculada nos
dice cuando venimos aquí, y es que la salvación del mundo no es obra del
hombre —de la ciencia, de la técnica, de la ideología—, sino que viene de
la Gracia. ¿Qué significa esta palabra? Gracia quiere decir el Amor en su
pureza y belleza; es Dios mismo así como se ha revelado en la historia
salvífica narrada en la Biblia y enteramente en Jesucristo. María es
llamada la «llena de gracia» (Lc 1, 28) y con esta identidad nos recuerda la
primacía de Dios en nuestra vida y en la historia del mundo; nos recuerda
que el poder de amor de Dios es más fuerte que el mal, puede colmar los
vacíos que el egoísmo provoca en la historia de las personas, de las
familias, de las naciones y del mundo. Estos vacíos pueden convertirse en
infiernos donde es como si la vida humana fuera arrastrada hacia abajo y
hacia la nada, privada de sentido y de luz. Los falsos remedios que el
mundo propone para llenar estos vacíos —emblemática es la droga— en
realidad amplían la vorágine. Sólo el amor puede salvar de esta caída, pero
no un amor cualquiera: un amor que tenga en sí la pureza de la Gracia —
de Dios, que transforma y renueva— y que pueda así introducir en los
pulmones intoxicados nuevo oxígeno, aire limpio, nueva energía de vida.
María nos dice que, por bajo que pueda caer el hombre, nunca es
demasiado bajo para Dios, que descendió a los infiernos; por desviado que
esté nuestro corazón, Dios siempre es «mayor que nuestro corazón» (1
Jn 3, 20). El aliento apacible de la Gracia puede desvanecer las nubes más
sombrías, puede hacer la vida bella y rica de significado hasta en las
situaciones más inhumanas.
Y de aquí se deriva la tercera cosa que nos dice María Inmaculada: nos
habla de la alegría, esa alegría auténtica que se difunde en el corazón
liberado del pecado. El pecado lleva consigo una tristeza negativa que
induce a cerrarse en uno mismo. La Gracia trae la verdadera alegría, que
no depende de la posesión de las cosas, sino que está enraizada en lo
íntimo, en lo profundo de la persona y que nadie ni nada pueden quitar. El
cristianismo es esencialmente un «evangelio», una «alegre noticia»,
338
aunque algunos piensan que es un obstáculo a la alegría porque ven en él
un conjunto de prohibiciones y de reglas. En realidad el cristianismo es el
anuncio de la victoria de la Gracia sobre el pecado; de la vida sobre la
muerte. Y si comporta renuncias y una disciplina de la mente, del corazón
y del comportamiento es precisamente porque en el hombre existe la raíz
venenosa del egoísmo que le hace daño a él mismo y a los demás. Así que
es necesario aprender a decir no a la voz del egoísmo y a decir sí a la del
amor auténtico. La alegría de María es plena, pues en su corazón no hay
sombra de pecado. Esta alegría coincide con la presencia de Jesús en su
vida: Jesús concebido y llevado en el seno, después niño confiado a sus
cuidados maternos, luego adolescente y joven y hombre maduro; Jesús a
quien ve partir de casa, seguido a distancia con fe hasta la Cruz y la
Resurrección: Jesús es la alegría de María y es la alegría de la Iglesia, de
todos nosotros.
Que en este tiempo de Adviento María Inmaculada nos enseñe a
escuchar la voz de Dios que habla en el silencio; a acoger su Gracia, que
nos libra del pecado y de todo egoísmo; para gustar así la verdadera
alegría. María, llena de gracia, ¡ruega por nosotros!

ADVIENTO: JUAN BAUTISTA PREPARA EL CAMINO DE JESÚS


20121209. Ángelus
En el tiempo de Adviento la liturgia pone de relieve, de modo
particular, dos figuras que preparan la venida del Mesías: la Virgen María
y Juan Bautista. Hoy san Lucas nos presenta a este último, y lo hace con
características distintas de los otros evangelistas. «Los cuatro Evangelios
sitúan la figura de Juan el Bautista al comienzo de la actividad de Jesús,
presentándolo como su precursor. San Lucas ha trasladado hacia atrás la
conexión entre ambas figuras y sus respectivas misiones... Ya en la
concepción y el nacimiento, Jesús y Juan son puestos en relación entre sí»
(La infancia de Jesús, 21). Este planteamiento ayuda a comprender que
Juan, en cuanto hijo de Zacarías e Isabel, ambos de familias sacerdotales,
no sólo es el último de los profetas, sino que representa también el
sacerdocio entero de la Antigua Alianza y por ello prepara a los hombres
al culto espiritual de la Nueva Alianza, inaugurado por Jesús (cf. ibid. 25-
26). Lucas además deshace toda lectura mítica que a menudo se hace de
los Evangelios y coloca históricamente la vida del Bautista, escribiendo:
«En el año decimoquinto el imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio
Pilato gobernador... bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás» (Lc 3, 1-
2). Dentro de este marco histórico se coloca el auténtico gran
acontecimiento, el nacimiento de Cristo, que los contemporáneos ni
siquiera notarán. ¡Para Dios los grandes de la historia hacen de marco a
los pequeños!
Juan Bautista se define como la «voz que grita en el desierto: preparad
el camino al Señor, allanad sus senderos» (Lc 3, 4). La voz proclama la
palabra, pero en este caso la Palabra de Dios precede, en cuanto es ella
339
misma la que desciende sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto
(cf.Lc 3, 2). Por lo tanto él tiene un gran papel, pero siempre en función de
Cristo. Comenta san Agustín: «Juan es la voz. Del Señor en cambio se
dice: “En el principio existía el Verbo” (Jn 1, 1). Juan es la voz que pasa,
Cristo es el Verbo eterno que era en el principio. Si a la voz le quitas la
palabra, ¿qué queda? Un vago sonido. La voz sin palabra golpea el oído,
pero no edifica el corazón» (Discurso 293, 3: pl 38, 1328). Es nuestra
tarea escuchar hoy esa voz para conceder espacio y acogida en el corazón
a Jesús, Palabra que nos salva. En este tiempo de Adviento preparémonos
para ver, con los ojos de la fe, en la humilde Gruta de Belén, la salvación
de Dios (cf. Lc 3, 6). En la sociedad de consumo, donde existe la tentación
de buscar la alegría en las cosas, el Bautista nos enseña a vivir de manera
esencial, a fin de que la Navidad se viva no sólo como una fiesta exterior,
sino como la fiesta del Hijo de Dios, que ha venido a traer a los hombres
la paz, la vida y la alegría verdadera.
A la materna intercesión de María, Virgen de Adviento, confiamos
nuestro camino al encuentro del Señor que viene, para estar preparados a
acoger, en el corazón y en toda la vida, al Enmanuel, Dios-con-nosotros.

BIENAVENTURADOS LOS QUE TRABAJAN POR LA PAZ


20121208. Mensaje. JM Paz 1 enero 2013
1. Cada nuevo año trae consigo la esperanza de un mundo mejor. En
esta perspectiva, pido a Dios, Padre de la humanidad, que nos conceda la
concordia y la paz, para que se puedan cumplir las aspiraciones de una
vida próspera y feliz para todos.
Trascurridos 50 años del Concilio Vaticano II, que ha contribuido a
fortalecer la misión de la Iglesia en el mundo, es alentador constatar que
los cristianos, como Pueblo de Dios en comunión con él y caminando con
los hombres, se comprometen en la historia compartiendo las alegrías y
esperanzas, las tristezas y angustias 9, anunciando la salvación de Cristo y
promoviendo la paz para todos.
En efecto, este tiempo nuestro, caracterizado por la globalización, con
sus aspectos positivos y negativos, así como por sangrientos conflictos
aún en curso, y por amenazas de guerra, reclama un compromiso renovado
y concertado en la búsqueda del bien común, del desarrollo de todos los
hombres y de todo el hombre.
Causan alarma los focos de tensión y contraposición provocados por la
creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio de una
mentalidad egoísta e individualista, que se expresa también en un
capitalismo financiero no regulado. Aparte de las diversas formas de
terrorismo y delincuencia internacional, representan un peligro para la paz
los fundamentalismos y fanatismos que distorsionan la verdadera

9
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1.
340
naturaleza de la religión, llamada a favorecer la comunión y la
reconciliación entre los hombres.
Y, sin embargo, las numerosas iniciativas de paz que enriquecen el
mundo atestiguan la vocación innata de la humanidad hacia la paz. El
deseo de paz es una aspiración esencial de cada hombre, y coincide en
cierto modo con el deseo de una vida humana plena, feliz y lograda. En
otras palabras, el deseo de paz se corresponde con un principio moral
fundamental, a saber, con el derecho y el deber a un desarrollo integral,
social, comunitario, que forma parte del diseño de Dios sobre el hombre.
El hombre está hecho para la paz, que es un don de Dios.
Todo esto me ha llevado a inspirarme para este mensaje en las palabras
de Jesucristo: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán
llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
La bienaventuranza evangélica
2. Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf. Mt 5,3-
12; Lc 6,20-23) son promesas. En la tradición bíblica, en efecto, la
bienaventuranza pertenece a un género literario que comporta siempre una
buena noticia, es decir, un evangelio que culmina con una promesa. Por
tanto, las bienaventuranzas no son meras recomendaciones morales, cuya
observancia prevé que, a su debido tiempo –un tiempo situado
normalmente en la otra vida–, se obtenga una recompensa, es decir, una
situación de felicidad futura. La bienaventuranza consiste más bien en el
cumplimiento de una promesa dirigida a todos los que se dejan guiar por
las exigencias de la verdad, la justicia y el amor. Quienes se encomiendan
a Dios y a sus promesas son considerados frecuentemente por el mundo
como ingenuos o alejados de la realidad. Sin embargo, Jesús les declara
que, no sólo en la otra vida sino ya en ésta, descubrirán que son hijos de
Dios, y que, desde siempre y para siempre, Dios es totalmente solidario
con ellos. Comprenderán que no están solos, porque él está a favor de los
que se comprometen con la verdad, la justicia y el amor. Jesús, revelación
del amor del Padre, no duda en ofrecerse con el sacrificio de sí mismo.
Cuando se acoge a Jesucristo, Hombre y Dios, se vive la experiencia
gozosa de un don inmenso: compartir la vida misma de Dios, es decir, la
vida de la gracia, prenda de una existencia plenamente bienaventurada. En
particular, Jesucristo nos da la verdadera paz que nace del encuentro
confiado del hombre con Dios.
La bienaventuranza de Jesús dice que la paz es al mismo tiempo un
don mesiánico y una obra humana. En efecto, la paz presupone un
humanismo abierto a la trascendencia. Es fruto del don recíproco, de un
enriquecimiento mutuo, gracias al don que brota de Dios, y que permite
vivir con los demás y para los demás. La ética de la paz es ética de la
comunión y de la participación. Es indispensable, pues, que las diferentes
culturas actuales superen antropologías y éticas basadas en presupuestos
teórico-prácticos puramente subjetivistas y pragmáticos, en virtud de los
cuales las relaciones de convivencia se inspiran en criterios de poder o de
beneficio, los medios se convierten en fines y viceversa, la cultura y la
educación se centran únicamente en los instrumentos, en la tecnología y la
341
eficiencia. Una condición previa para la paz es el desmantelamiento de la
dictadura del relativismo moral y del presupuesto de una moral totalmente
autónoma, que cierra las puertas al reconocimiento de la imprescindible
ley moral natural inscrita por Dios en la conciencia de cada hombre. La
paz es la construcción de la convivencia en términos racionales y morales,
apoyándose sobre un fundamento cuya medida no la crea el hombre, sino
Dios: « El Señor da fuerza a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con
la paz », dice el Salmo 29 (v. 11).
La paz, don de Dios y obra del hombre
3. La paz concierne a la persona humana en su integridad e implica la
participación de todo el hombre. Se trata de paz con Dios viviendo según
su voluntad. Paz interior con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y
con toda la creación. Comporta principalmente, como escribió el beato
Juan XXIII en la Encíclica Pacem in Terris, de la que dentro de pocos
meses se cumplirá el 50 aniversario, la construcción de una convivencia
basada en la verdad, la libertad, el amor y la justicia10. La negación de lo
que constituye la verdadera naturaleza del ser humano en sus dimensiones
constitutivas, en su capacidad intrínseca de conocer la verdad y el bien y,
en última instancia, a Dios mismo, pone en peligro la construcción de la
paz. Sin la verdad sobre el hombre, inscrita en su corazón por el Creador,
se menoscaba la libertad y el amor, la justicia pierde el fundamento de su
ejercicio.
Para llegar a ser un auténtico trabajador por la paz, es indispensable
cuidar la dimensión trascendente y el diálogo constante con Dios, Padre
misericordioso, mediante el cual se implora la redención que su Hijo
Unigénito nos ha conquistado. Así podrá el hombre vencer ese germen de
oscuridad y de negación de la paz que es el pecado en todas sus formas: el
egoísmo y la violencia, la codicia y el deseo de poder y dominación, la
intolerancia, el odio y las estructuras injustas.
La realización de la paz depende en gran medida del reconocimiento
de que, en Dios, somos una sola familia humana. Como enseña la
Encíclica Pacem in Terris, se estructura mediante relaciones
interpersonales e instituciones apoyadas y animadas por un « nosotros »
comunitario, que implica un orden moral interno y externo, en el que se
reconocen sinceramente, de acuerdo con la verdad y la justicia, los
derechos recíprocos y los deberes mutuos. La paz es un orden vivificado e
integrado por el amor, capaz de hacer sentir como propias las necesidades
y las exigencias del prójimo, de hacer partícipes a los demás de los
propios bienes, y de tender a que sea cada vez más difundida en el mundo
la comunión de los valores espirituales. Es un orden llevado a cabo en la
libertad, es decir, en el modo que corresponde a la dignidad de las
personas, que por su propia naturaleza racional asumen la responsabilidad
de sus propias obras11.

10
Cf. Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 265-266.
11
Cf. ibíd.: AAS 55 (1963), 266.
342
La paz no es un sueño, no es una utopía: la paz es posible. Nuestros
ojos deben ver con mayor profundidad, bajo la superficie de las
apariencias y las manifestaciones, para descubrir una realidad positiva que
existe en nuestros corazones, porque todo hombre ha sido creado a imagen
de Dios y llamado a crecer, contribuyendo a la construcción de un mundo
nuevo. En efecto, Dios mismo, mediante la encarnación del Hijo, y la
redención que él llevó a cabo, ha entrado en la historia, haciendo surgir
una nueva creación y una alianza nueva entre Dios y el hombre
(cf. Jr 31,31-34), y dándonos la posibilidad de tener « un corazón nuevo »
y « un espíritu nuevo » (cf. Ez 36,26).
Precisamente por eso, la Iglesia está convencida de la urgencia de un
nuevo anuncio de Jesucristo, el primer y principal factor del desarrollo
integral de los pueblos, y también de la paz. En efecto, Jesús es nuestra
paz, nuestra justicia, nuestra reconciliación (cf. Ef 2,14; 2Co 5,18). El que
trabaja por la paz, según la bienaventuranza de Jesús, es aquel que busca
el bien del otro, el bien total del alma y el cuerpo, hoy y mañana.
A partir de esta enseñanza se puede deducir que toda persona y toda
comunidad –religiosa, civil, educativa y cultural– está llamada a trabajar
por la paz. La paz es principalmente la realización del bien común de las
diversas sociedades, primarias e intermedias, nacionales, internacionales y
de alcance mundial. Precisamente por esta razón se puede afirmar que las
vías para construir el bien común son también las vías a seguir para
obtener la paz.
Los que trabajan por la paz son quienes aman, defienden
y promueven la vida en su integridad
4. El camino para la realización del bien común y de la paz pasa ante
todo por el respeto de la vida humana, considerada en sus múltiples
aspectos, desde su concepción, en su desarrollo y hasta su fin natural.
Auténticos trabajadores por la paz son, entonces, los que aman, defienden
y promueven la vida humana en todas sus dimensiones: personal,
comunitaria y transcendente. La vida en plenitud es el culmen de la paz.
Quien quiere la paz no puede tolerar atentados y delitos contra la vida.
Quienes no aprecian suficientemente el valor de la vida humana y, en
consecuencia, sostienen por ejemplo la liberación del aborto, tal vez no se
dan cuenta que, de este modo, proponen la búsqueda de una paz ilusoria.
La huida de las responsabilidades, que envilece a la persona humana, y
mucho más la muerte de un ser inerme e inocente, nunca podrán traer
felicidad o paz. En efecto, ¿cómo es posible pretender conseguir la paz, el
desarrollo integral de los pueblos o la misma salvaguardia del ambiente,
sin que sea tutelado el derecho a la vida de los más débiles, empezando
por los que aún no han nacido? Cada agresión a la vida, especialmente en
su origen, provoca inevitablemente daños irreparables al desarrollo, a la
paz, al ambiente. Tampoco es justo codificar de manera subrepticia falsos
derechos o libertades, que, basados en una visión reductiva y relativista
del ser humano, y mediante el uso hábil de expresiones ambiguas
encaminadas a favorecer un pretendido derecho al aborto y a la eutanasia,
amenazan el derecho fundamental a la vida.
343
También la estructura natural del matrimonio debe ser reconocida y
promovida como la unión de un hombre y una mujer, frente a los intentos
de equipararla desde un punto de vista jurídico con formas radicalmente
distintas de unión que, en realidad, dañan y contribuyen a su
desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel
insustituible en la sociedad.
Estos principios no son verdades de fe, ni una mera derivación del
derecho a la libertad religiosa. Están inscritos en la misma naturaleza
humana, se pueden conocer por la razón, y por tanto son comunes a toda
la humanidad. La acción de la Iglesia al promoverlos no tiene un carácter
confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su
afiliación religiosa. Esta acción se hace tanto más necesaria cuanto más se
niegan o no se comprenden estos principios, lo que es una ofensa a la
verdad de la persona humana, una herida grave inflingida a la justicia y a
la paz.
Por tanto, constituye también una importante cooperación a la paz el
reconocimiento del derecho al uso del principio de la objeción de
conciencia con respecto a leyes y medidas gubernativas que atentan contra
la dignidad humana, como el aborto y la eutanasia, por parte de los
ordenamientos jurídicos y la administración de la justicia.
Entre los derechos humanos fundamentales, también para la vida
pacífica de los pueblos, está el de la libertad religiosa de las personas y las
comunidades. En este momento histórico, es cada vez más importante que
este derecho sea promovido no sólo desde un punto de vista negativo,
comolibertad frente –por ejemplo, frente a obligaciones o constricciones
de la libertad de elegir la propia religión–, sino también desde un punto de
vista positivo, en sus varias articulaciones, comolibertad de, por ejemplo,
testimoniar la propia religión, anunciar y comunicar su enseñanza,
organizar actividades educativas, benéficas o asistenciales que permitan
aplicar los preceptos religiosos, ser y actuar como organismos sociales,
estructurados según los principios doctrinales y los fines institucionales
que les son propios. Lamentablemente, incluso en países con una antigua
tradición cristiana, se están multiplicando los episodios de intolerancia
religiosa, especialmente en relación con el cristianismo o de quienes
simplemente llevan signos de identidad de su religión.
El que trabaja por la paz debe tener presente que, en sectores cada vez
mayores de la opinión pública, la ideología del liberalismo radical y de la
tecnocracia insinúan la convicción de que el crecimiento económico se ha
de conseguir incluso a costa de erosionar la función social del Estado y de
las redes de solidaridad de la sociedad civil, así como de los derechos y
deberes sociales. Estos derechos y deberes han de ser considerados
fundamentales para la plena realización de otros, empezando por los
civiles y políticos.
Uno de los derechos y deberes sociales más amenazados actualmente
es el derecho al trabajo. Esto se debe a que, cada vez más, el trabajo y el
justo reconocimiento del estatuto jurídico de los trabajadores no están
adecuadamente valorizados, porque el desarrollo económico se hace
344
depender sobre todo de la absoluta libertad de los mercados. El trabajo es
considerado una mera variable dependiente de los mecanismos
económicos y financieros. A este propósito, reitero que la dignidad del
hombre, así como las razones económicas, sociales y políticas, exigen que
« se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por
parte de todos, o lo mantengan »12. La condición previa para la realización
de este ambicioso proyecto es una renovada consideración del trabajo,
basada en los principios éticos y valores espirituales, que robustezca la
concepción del mismo como bien fundamental para la persona, la familia
y la sociedad. A este bien corresponde un deber y un derecho que exigen
nuevas y valientes políticas de trabajo para todos.
Construir el bien de la paz mediante un nuevo modelo de desarrollo
y de economía
5. Actualmente son muchos los que reconocen que es necesario un
nuevo modelo de desarrollo, así como una nueva visión de la economía.
Tanto el desarrollo integral, solidario y sostenible, como el bien común,
exigen una correcta escala de valores y bienes, que se pueden estructurar
teniendo a Dios como referencia última. No basta con disposiciones de
muchos medios y una amplia gama de opciones, aunque sean de apreciar.
Tanto los múltiples bienes necesarios para el desarrollo, como las opciones
posibles deben ser usados según la perspectiva de una vida buena, de una
conducta recta que reconozca el primado de la dimensión espiritual y la
llamada a la consecución del bien común. De otro modo, pierden su justa
valencia, acabando por ensalzar nuevos ídolos.
Para salir de la actual crisis financiera y económica – que tiene como
efecto un aumento de las desigualdades – se necesitan personas, grupos e
instituciones que promuevan la vida, favoreciendo la creatividad humana
para aprovechar incluso la crisis como una ocasión de discernimiento y un
nuevo modelo económico. El que ha prevalecido en los últimos decenios
postulaba la maximización del provecho y del consumo, en una óptica
individualista y egoísta, dirigida a valorar a las personas sólo por su
capacidad de responder a las exigencias de la competitividad. Desde otra
perspectiva, sin embargo, el éxito auténtico y duradero se obtiene con el
don de uno mismo, de las propias capacidades intelectuales, de la propia
iniciativa, puesto que un desarrollo económico sostenible, es decir,
auténticamente humano, necesita del principio de gratuidad como
manifestación de fraternidad y de la lógica del don 13. En concreto, dentro
de la actividad económica, el que trabaja por la paz se configura como
aquel que instaura con sus colaboradores y compañeros, con los clientes y
los usuarios, relaciones de lealtad y de reciprocidad. Realiza la actividad
económica por el bien común, vive su esfuerzo como algo que va más allá
de su propio interés, para beneficio de las generaciones presentes y

12
Carta enc., Caritas in veritate (29 junio 2009), 32: AAS 101 (2009), 666-667.
13
Cf. ibíd., 34. 36: AAS 101 (2009), 668-670; 671-672.
345
futuras. Se encuentra así trabajando no sólo para sí mismo, sino también
para dar a los demás un futuro y un trabajo digno.
En el ámbito económico, se necesitan, especialmente por parte de los
estados, políticas de desarrollo industrial y agrícola que se preocupen del
progreso social y la universalización de un estado de derecho y
democrático. Es fundamental e imprescindible, además, la estructuración
ética de los mercados monetarios, financieros y comerciales; éstos han de
ser estabilizados y mejor coordinados y controlados, de modo que no se
cause daño a los más pobres. La solicitud de los muchos que trabajan por
la paz se debe dirigir además – con una mayor resolución respecto a lo que
se ha hecho hasta ahora – a atender la crisis alimentaria, mucho más grave
que la financiera. La seguridad de los aprovisionamientos de alimentos ha
vuelto a ser un tema central en la agenda política internacional, a causa de
crisis relacionadas, entre otras cosas, con las oscilaciones repentinas de los
precios de las materias primas agrícolas, los comportamientos
irresponsables por parte de algunos agentes económicos y con un
insuficiente control por parte de los gobiernos y la comunidad
internacional. Para hacer frente a esta crisis, los que trabajan por la paz
están llamados a actuar juntos con espíritu de solidaridad, desde el ámbito
local al internacional, con el objetivo de poner a los agricultores, en
particular en las pequeñas realidades rurales, en condiciones de poder
desarrollar su actividad de modo digno y sostenible desde un punto de
vista social, ambiental y económico.
La educación a una cultura de la paz: el papel de la familia y de las
instituciones
6. Deseo reiterar con fuerza que todos los que trabajan por la paz están
llamados a cultivar la pasión por el bien común de la familia y la justicia
social, así como el compromiso por una educación social idónea.
Ninguno puede ignorar o minimizar el papel decisivo de la familia,
célula base de la sociedad desde el punto de vista demográfico, ético,
pedagógico, económico y político. Ésta tiene como vocación natural
promover la vida: acompaña a las personas en su crecimiento y las anima
a potenciarse mutuamente mediante el cuidado recíproco. En concreto, la
familia cristiana lleva consigo el germen del proyecto de educación de las
personas según la medida del amor divino. La familia es uno de los sujetos
sociales indispensables en la realización de una cultura de la paz. Es
necesario tutelar el derecho de los padres y su papel primario en la
educación de los hijos, en primer lugar en el ámbito moral y religioso. En
la familia nacen y crecen los que trabajan por la paz, los futuros
promotores de una cultura de la vida y del amor14.
En esta inmensa tarea de educación a la paz están implicadas en
particular las comunidades religiosas. La Iglesia se siente partícipe en esta
gran responsabilidad a través de la nueva evangelización, que tiene como
pilares la conversión a la verdad y al amor de Cristo y, consecuentemente,

14
Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1994 (8 diciembre 1993),
2:AAS 86 (1994), 156-162.
346
un nuevo nacimiento espiritual y moral de las personas y las sociedades.
El encuentro con Jesucristo plasma a los que trabajan por la paz,
comprometiéndoles en la comunión y la superación de la injusticia.
Las instituciones culturales, escolares y universitarias desempeñan una
misión especial en relación con la paz. A ellas se les pide una contribución
significativa no sólo en la formación de nuevas generaciones de líderes,
sino también en la renovación de las instituciones públicas, nacionales e
internacionales. También pueden contribuir a una reflexión científica que
asiente las actividades económicas y financieras en un sólido fundamento
antropológico y ético. El mundo actual, particularmente el político,
necesita del soporte de un pensamiento nuevo, de una nueva síntesis
cultural, para superar tecnicismos y armonizar las múltiples tendencias
políticas con vistas al bien común. Éste, considerado como un conjunto de
relaciones interpersonales e institucionales positivas al servicio del
crecimiento integral de los individuos y los grupos, es la base de cualquier
educación a la auténtica paz.
Una pedagogía del que trabaja por la paz
7. Como conclusión, aparece la necesidad de proponer y promover una
pedagogía de la paz. Ésta pide una rica vida interior, claros y válidos
referentes morales, actitudes y estilos de vida apropiados. En efecto, las
iniciativas por la paz contribuyen al bien común y crean interés por la paz
y educan para ella. Pensamientos, palabras y gestos de paz crean una
mentalidad y una cultura de la paz, una atmósfera de respeto, honestidad y
cordialidad. Es necesario enseñar a los hombres a amarse y educarse a la
paz, y a vivir con benevolencia, más que con simple tolerancia. Es
fundamental que se cree el convencimiento de que « hay que decir no a la
venganza, hay que reconocer las propias culpas, aceptar las disculpas sin
exigirlas y, en fi n, perdonar » 15, de modo que los errores y las ofensas
puedan ser en verdad reconocidos para avanzar juntos hacia la
reconciliación. Esto supone la difusión de una pedagogía del perdón. El
mal, en efecto, se vence con el bien, y la justicia se busca imitando a Dios
Padre que ama a todos sus hijos (cf. Mt 5,21-48). Es un trabajo lento,
porque supone una evolución espiritual, una educación a los más altos
valores, una visión nueva de la historia humana. Es necesario renunciar a
la falsa paz que prometen los ídolos de este mundo y a los peligros que la
acompañan; a esta falsa paz que hace las conciencias cada vez más
insensibles, que lleva a encerrarse en uno mismo, a una existencia
atrofiada, vivida en la indiferencia. Por el contrario, la pedagogía de la paz
implica acción, compasión, solidaridad, valentía y perseverancia.
Jesús encarna el conjunto de estas actitudes en su existencia, hasta el
don total de sí mismo, hasta « perder la vida »
(cf. Mt 10,39; Lc 17,33; Jn 12,35). Promete a sus discípulos que, antes o
después, harán el extraordinario descubrimiento del que hemos hablado al
15
Discurso a los miembros del gobierno, de las instituciones de la república, el cuerpo
diplomático, los responsables religiosos y los representantes del mundo de la cultura,
Baabda-Líbano (15 septiembre 2012): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española, 23
septiembre 2012, p. 6.
347
inicio, es decir, que en el mundo está Dios, el Dios de Jesús,
completamente solidario con los hombres. En este contexto, quisiera
recordar la oración con la que se pide a Dios que nos haga instrumentos de
su paz, para llevar su amor donde hubiese odio, su perdón donde hubiese
ofensa, la verdadera fe donde hubiese duda. Por nuestra parte, junto al
beato Juan XXIII, pidamos a Dios que ilumine también con su luz la
mente de los que gobiernan las naciones, para que, al mismo tiempo que
se esfuerzan por el justo bienestar de sus ciudadanos, aseguren y
defiendan el don hermosísimo de la paz; que encienda las voluntades de
todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos
de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar
la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan
injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se
abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan
anhelada paz16[8].
Con esta invocación, pido que todos sean verdaderos trabajadores y
constructores de paz, de modo que la ciudad del hombre crezca en fraterna
concordia, en prosperidad y paz.

LA FUERZA DECISIVA PARA TRANSFORMAR AMÉRICA


20121209. Discurso. Congreso sobre América. PCal
El tema que guió las reflexiones de aquella Asamblea sinodal puede
servir también de inspiración para los trabajos de estos días: "El encuentro
con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la
solidaridad en América". En efecto, el amor al Señor Jesús y la potencia
de su gracia han de arraigar cada vez más intensamente en el corazón de
las personas, las familias y las comunidades cristianas de vuestras
naciones, para que en éstas se avance con dinamismo por las sendas de la
concordia y el justo progreso.
La citada Exhortación apostólica apuntaba ya a retos y dificultades que
en la hora actual siguen presentes con singulares y complejas
características. En efecto, el secularismo y diferentes grupos religiosos se
expanden por todas las latitudes, dando lugar a numerosas problemáticas.
La educación y promoción de una cultura por la vida es una urgencia
fundamental ante la difusión de una mentalidad que atenta contra la
dignidad de la persona y no favorece ni tutela la institución matrimonial y
familiar. ¿Cómo no preocuparse por las dolorosas situaciones de
emigración, desarraigo o violencia, especialmente las causadas por la
delincuencia organizada, el narcotráfico, la corrupción o el comercio de
armamentos? ¿Y qué decir de las lacerantes desigualdades y las bolsas de

16
Cf. Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 304.
348
pobreza provocadas por cuestionables medidas económicas, políticas y
sociales?
Todas estas importantes cuestiones requieren un esmerado estudio. Sin
embargo, más allá de su evaluación técnica, la Iglesia católica tiene la
convicción de que la luz para una solución adecuada sólo puede provenir
del encuentro con Jesucristo vivo que suscita actitudes y comportamientos
cimentados en el amor y la verdad. Ésta es la fuerza decisiva para la
transformación del Continente americano.
Queridos amigos, el amor de Cristo nos urge a dedicarnos sin reservas
a proclamar su Nombre en todos los rincones de América, llevándolo con
libertad y entusiasmo a los corazones de todos sus habitantes. No hay
labor más apremiante ni benéfica que ésta. No hay servicio más grande
que podamos prestar a nuestros hermanos. Ellos tienen sed de Dios. Por
ello es preciso asumir este cometido con convicción y gozosa entrega,
animando a los sacerdotes, a los diáconos, los consagrados y los agentes
de pastoral a purificar y vigorizar cada vez más su vida interior a través
del trato sincero con el Señor y la participación digna y asidua en los
sacramentos. A esto ayudará una adecuada catequesis y una recta y
constante formación doctrinal, con fidelidad total a la Palabra de Dios y al
Magisterio de la Iglesia y buscando dar respuesta a los interrogantes y
anhelos que anidan en el corazón del hombre. De este modo, el testimonio
de vuestra fe será más elocuente e incisivo, y se acrecentará la unidad en
el desempeño de vuestro apostolado. Un renovado espíritu misionero y el
ardor y generosidad de vuestro compromiso serán una aportación
insustituible que la Iglesia universal espera y necesita de la Iglesia en
América.
349

ADVIENTO: ALEGRÍA, CONVERSIÓN


20121216. Homilía. Parroquia San Patricio - Roma
Me alegro mucho de estar entre vosotros y de celebrar con vosotros y
para vosotros la Santa Eucaristía. Desearía ante todo ofrecer algún
pensamiento a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado. En este
tercer domingo de Adviento, llamado domingo «Gaudete», la liturgia nos
invita a la alegría. El Adviento es un tiempo de compromiso y de
conversión para preparar la venida del Señor, pero la Iglesia hoy nos hace
pregustar la alegría de la Navidad ya cercana. De hecho, el Adviento
también es tiempo de alegría, pues en él se vuelve a despertar en el
corazón de los creyentes la esperanza del Salvador, y esperar la llegada de
una persona amada es siempre motivo de alegría. Este aspecto gozoso está
presente en las primeras lecturas bíblicas de este domingo. El Evangelio
en cambio se corresponde a la otra dimensión característica del Adviento:
la de la conversión en vista de la manifestación del Salvador, anunciado
por Juan Bautista.
La primera lectura que hemos escuchado es una invitación insistente a
la alegría. El pasaje empieza con la expresión: «Alégrate hija de Sión...
regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén» (Sof 3, 14), que es
semejante a la del anuncio del ángel a María: «Alégrate, llena de gracia»
(Lc 1, 28). El motivo esencial por el que la hija de Sión puede exultar se
expresa en la afirmación que acabamos de oír: «El Señor está en medio de
ti» (Sof 3, 15.17); literalmente sería «está en tu seno», con una clara
referencia al morar de Dios en el Arca de la Alianza, situada siempre en
medio del pueblo de Israel. El profeta quiere decirnos que no existe ya
motivo alguno de desconfianza, de desaliento, de tristeza, cualquiera que
sea la situación que se debe afrontar, porque estamos seguros de la
presencia del Señor, que por sí sola basta para tranquilizar y alegrar los
corazones. El profeta Sofonías, además, hace entender que esta alegría es
recíproca: nosotros somos invitados a alegrarnos, pero también el Señor se
alegra por su relación con nosotros; en efecto, el profeta escribe: «Se
alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo»
(v. 17). La alegría que se promete en este texto profético encuentra su
cumplimiento en Jesús, que está en el seno de María, la «Hija de Sión», y
pone así su morada en medio de nosotros (cf. Jn 1, 14). Él, de hecho,
viniendo al mundo, nos da su alegría, como Él mismo confía a sus
discípulos: «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y
vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15, 11). Jesús trae a los hombres la
salvación, una nueva relación con Dios que vence el mal y la muerte, y da
la verdadera alegría por esta presencia del Señor que viene a iluminar
nuestro camino frecuentemente oprimido por las tinieblas y el egoísmo. Y
podemos reflexionar si realmente somos conscientes de este hecho de la
presencia del Señor entre nosotros, que no es un Dios lejano, sino un Dios
con nosotros, un Dios en medio de nosotros, que está con nosotros aquí,
en la Santa Eucaristía; está con nosotros en la Iglesia viva. Y nosotros
350
debemos ser portadores de esta presencia de Dios. Y así Dios se alegra por
nosotros y nosotros podemos tener la alegría: Dios existe, y Dios es
bueno, y Dios está cerca.
En la segunda lectura que hemos escuchado san Pablo invita a los
cristianos de Filipos a alegrarse en el Señor. ¿Podemos alegrarnos? ¿Y por
qué hay que alegrarse? La respuesta de san Pablo es: porque «el Señor
está cerca» (Flp 4, 5). Dentro de pocos días celebraremos la Navidad, la
fiesta de la venida de Dios, que se ha hecho niño y nuestro hermano para
estar con nosotros y compartir nuestra condición humana. Debemos
alegrarnos por esta cercanía suya, por esta presencia suya y buscar
entender cada vez más que realmente está cerca, y así ser penetrados por
la realidad de la bondad de Dios, de la alegría de que Cristo está con
nosotros. Pablo dice con fuerza en otra Carta que nada puede separarnos
del amor de Dios manifestado en Cristo. Sólo el pecado nos aleja de Él,
pero esto es un factor de separación que nosotros mismos introducimos en
nuestra relación con el Señor. Pero aun cuando nos alejamos, Él no deja de
amarnos y continúa siéndonos cercano con su misericordia, con su
disponibilidad a perdonar y a volvernos a acoger en su amor. Por ello,
como prosigue san Pablo, jamás debemos angustiarnos; siempre podemos
exponer al Señor nuestras peticiones, nuestras necesidades, nuestras
preocupaciones, «en la oración y en la súplica» (v. 6). Y esto es un gran
motivo de alegría: saber que siempre es posible orar al Señor y que el
Señor nos escucha, que Dios no está lejos, sino que escucha realmente,
nos conoce; y saber que nunca rechaza nuestras plegarias, aunque no
responda siempre como deseamos, pero responde. Y el Apóstol añade:
orar «con acción de gracias» (ib.). La alegría que el Señor nos comunica
debe hallar en nosotros un amor agradecido. De hecho, la alegría es plena
cuando reconocemos su misericordia, cuando nos hacemos atentos a los
signos de su bondad, si realmente percibimos que esta bondad de Dios
está con nosotros, y le damos gracias por cuanto recibimos de Él cada día.
Quien acoge los dones de Dios de manera egoísta no encuentra la
verdadera alegría; en cambio quien hace de los dones recibidos de Dios
ocasión para amarle con sincera gratitud y para comunicar a los demás su
amor, tiene el corazón verdaderamente lleno de alegría. ¡Recordémoslo!
Tras las lecturas llegamos al Evangelio. El Evangelio de hoy nos dice
que para acoger al Señor que viene, debemos prepararnos mirando bien
nuestra conducta de vida. A las diversas personas que le preguntan qué
deben hacer para estar preparadas para la venida del Mesías (cf. Lc 3,
10.12.14), Juan Bautista responde que Dios no exige nada de
extraordinario, sino que cada uno viva según criterios de solidaridad y de
justicia; sin ellos no es posible prepararse bien al encuentro con el Señor.
Por lo tanto también nosotros preguntemos al Señor qué espera y qué
quiere que hagamos, y empecemos a entender que no exige cosas
extraordinarias, sino vivir la vida ordinaria con rectitud y bondad.
Finalmente Juan Bautista indica a quién debemos seguir con fidelidad y
valor. Ante todo niega ser él mismo el Mesías, y después proclama con
firmeza: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo,
351
a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias» (v. 16). Aquí
observamos la gran humildad de Juan al reconocer que su misión es la de
preparar el camino a Jesús. Al decir «yo os bautizo con agua» quiere dar a
entender que su acción es simbólica. En efecto, él no puede eliminar ni
perdonar los pecados: bautizando con agua sólo puede indicar que es
necesario cambiar la vida. Al mismo tiempo Juan anuncia la venida del
«más fuerte», que «os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (ib.). Y como
hemos escuchado, este gran profeta usa imágenes fuertes para invitar a la
conversión, pero no lo hace con el fin de infundir temor, sino más bien
para incitar a acoger bien el Amor de Dios, el único que puede purificar
verdaderamente la vida. Dios se hace hombre como nosotros para
donarnos una esperanza que es certeza: si le seguimos, si vivimos con
coherencia nuestra vida cristiana, Él nos atraerá hacia Sí, nos conducirá a
la comunión con Él; y en nuestro corazón estará la verdadera alegría y la
verdadera paz, también en las dificultades, en los momentos de debilidad.

VIVIR LA VIDA ORDINARIA CON RECTITUD Y BONDAD


20121216. Ángelus
El Evangelio de este domingo de Adviento muestra nuevamente la
figura de Juan Bautista, y lo presentan mientras habla a la gente que acude
a él, al río Jordán, para hacerse bautizar. Dado que Juan, con palabras
penetrantes, exhorta a todos a prepararse a la venida del Mesías, algunos
le preguntan: «¿Qué tenemos que hacer?» (Lc 3, 10.12.14). Estos diálogos
son muy interesantes y se revelan de gran actualidad.
La primera respuesta se dirige a la multitud en general. El Bautista
dice: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que
tenga comida, haga lo mismo» (v. 11). Aquí podemos ver un criterio de
justicia, animado por la caridad. La justicia pide superar el desequilibrio
entre quien tiene lo superfluo y quien carece de lo necesario; la caridad
impulsa a estar atento al prójimo y salir al encuentro de su necesidad, en
lugar de hallar justificaciones para defender los propios intereses. Justicia
y caridad no se oponen, sino que ambas son necesarias y se completan
recíprocamente. «El amor siempre será necesario, incluso en la sociedad
más justa», porque «siempre se darán situaciones de necesidad material en
las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al
prójimo» (Enc. Deus caritas est, 28).
Vemos luego la segunda respuesta, que se dirige a algunos
«publicanos», o sea, recaudadores de impuestos para los romanos. Ya por
esto los publicanos eran despreciados, también porque a menudo se
aprovechaban de su posición para robar. A ellos el Bautista no dice que
cambien de oficio, sino que no exijan más de lo establecido (cf. v. 13). El
profeta, en nombre de Dios, no pide gestos excepcionales, sino ante todo
el cumplimiento honesto del propio deber. El primer paso hacia la vida
eterna es siempre la observancia de los mandamientos; en este caso el
séptimo: «No robar» (cf. Ex 20, 15).
352
La tercera respuesta se refiere a los soldados, otra categoría dotada de
cierto poder, por lo tanto tentada de abusar de él. A los soldados Juan dice:
«No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino
contentaos con la paga» (v. 14). También aquí la conversión comienza por
la honestidad y el respeto a los demás: una indicación que vale para todos,
especialmente para quien tiene mayores responsabilidades.
Considerando en su conjunto estos diálogos, impresiona la gran
concreción de las palabras de Juan: puesto que Dios nos juzgará según
nuestras obras, es ahí, justamente en el comportamiento, donde hay que
demostrar que se sigue su voluntad. Y precisamente por esto las
indicaciones del Bautista son siempre actuales: también en nuestro mundo
tan complejo las cosas irían mucho mejor si cada uno observara estas
reglas de conducta. Roguemos pues al Señor, por intercesión de María
Santísima, para que nos ayude a prepararnos a la Navidad llevando buenos
frutos de conversión (cf. Lc 3, 8).

DA A CÉSAR LO QUE ES DE CÉSAR, Y A DIOS LO DE DIOS


20121220. Artículo para el Financial Times
«Da a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios» fue la
respuesta de Jesús cuando se le preguntó lo que pensaba sobre el pago de
impuestos. Quienes le interrogaban obviamente querían tenderle una
trampa. Querían obligarle a tomar posición en el candente debate político
sobre la dominación romana en la tierra de Israel. Y en cambio estaba en
juego mucho más: si Jesús era realmente el Mesías esperado, entonces
ciertamente se opondría a los dominadores romanos. Por lo tanto la
pregunta estaba calculada para desenmascararlo como una amenaza para
el régimen o como un impostor.
La respuesta de Jesús lleva hábilmente la cuestión a un nivel superior,
poniendo finamente en guardia frente a la politización de la religión y a la
deificación del poder temporal, junto a la incansable búsqueda de la
riqueza. Sus interlocutores debían entender que el Mesías no era César, y
que César no era Dios. El reino que Jesús venía a instaurar era de una
dimensión absolutamente superior. Como respondió a Poncio Pilato: «Mi
reino no es de este mundo».
Los relatos de Navidad del Nuevo Testamento tienen el objetivo de
expresar un mensaje similar. Jesús nació durante un «censo del mundo
entero» querido por César Augusto, el emperador famoso por haber
llevado la Pax Romana a todas las tierras sometidas al dominio romano.
Sin embargo este niño, nacido en un oscuro y lejano rincón del imperio,
estaba a punto de ofrecer al mundo una paz mucho mayor, verdaderamente
universal en sus fines y trascendiendo todos los límite de espacio y
tiempo.
Se nos presenta a Jesús como heredero del rey David, pero la
liberación que llevó a su gente no se refería a tener vigilados a los
ejércitos enemigos; se trataba, en cambio, de vencer para siempre el
pecado y la muerte. El Niño Jesús, vulnerable e impotente en términos
353
mundanos, tan distinto de los dominadores terrenos, es el verdadero rey
del cielo y de la tierra.
El nacimiento de Cristo nos desafía a pensar en nuestras prioridades,
en nuestros valores, en nuestro modo de vivir. Y aunque la Navidad es
indudablemente un tiempo de gran alegría, es también una ocasión de
profunda reflexión; es más, un examen de conciencia. Al final de un año
que ha significado privaciones económicas para muchos, ¿qué podemos
aprender de la humildad, de la pobreza, de la sencillez de la escena del
pesebre?
El relato de Navidad puede introducirnos a Cristo, tan indefenso y tan
fácilmente cercano. La Navidad puede ser el tiempo en el que aprendamos
a leer el Evangelio, a conocer a Jesús no sólo como el Niño del pesebre,
sino como aquél en quien reconocemos al Dios hecho Hombre.
Es en el Evangelio donde los cristianos hallan inspiración para la vida
cotidiana y para su implicación en las cuestiones del mundo —ya suceda
en el Parlamento o en la Bolsa—. Los cristianos no deberían huir del
mundo; al contrario, deberían comprometerse en él. Pero su implicación
en la política y en la economía debería trascender toda forma de ideología.
Los cristianos combaten la pobreza porque reconocen la dignidad
suprema de cada ser humano, creado a imagen de Dios y destinado a la
vida eterna. Los cristianos obran por una participación equitativa de los
recursos de la tierra porque están convencidos de que, como
administradores de la creación de Dios, tenemos el deber de atender a los
más débiles y vulnerables, ahora y en el futuro. Los cristianos se oponen a
la avidez y a la explotación con el convencimiento de que la generosidad y
un amor desprendido de sí, enseñados y vividos por Jesús de Nazaret, son
el camino que conduce a la plenitud de la vida. La fe cristiana en el
destino trascendente de cada ser humano implica la urgencia de la tarea de
promover la paz y la justicia para todos.
Dado que tales fines son compartidos por muchos, es posible una
colaboración mucho más fructífera entre cristianos y otros. Y sin embargo
los cristianos dan a César sólo lo que es de César, pero no lo que pertenece
a Dios. A veces, a lo largo de la historia, los cristianos no han podido
condescender con las peticiones llegadas de César. Desde el culto del
emperador de la antigua Roma hasta los regímenes totalitarios del siglo
recién pasado, César ha intentado ocupar el lugar de Dios. Cuando los
cristianos rechazan inclinarse ante los falsos dioses que se proponen en
nuestros tiempos, no es porque tengan una visión anticuada del mundo. Al
contrario: ello ocurre porque son libres de las ligaduras de la ideología y
están animados por una visión tan noble del destino humano que no
pueden aceptar componendas con nada que lo pueda insidiar.
En Italia muchas escenas de pesebres se adornan con ruinas de los
antiguos edificios romanos al fondo. Ello demuestra que el nacimiento del
Niño Jesús marca el final del antiguo orden, el mundo pagano, en el que
las reivindicaciones de César se presentaban como imposibles de desafiar.
Ahora hay un nuevo rey, que no confía en la fuerza de las armas, sino en
el poder del amor. Él trae esperanza a cuantos, como Él mismo, viven al
354
margen de la sociedad. Lleva esperanza a cuantos son vulnerables en los
cambiantes destinos de un mundo precario. Desde el pesebre Cristo nos
llama a vivir como ciudadanos de su reino celestial, un reino que cada
persona de buena voluntad puede ayudar a construir aquí, en la tierra

FAMILIA, DIÁLOGO Y NUEVA EVANGELIZACIÓN


20121221. Discurso. Curia Romana
La gran alegría con la que se han reunido en Milán familias de todo el
mundo ha puesto de manifiesto que, a pesar de las impresiones contrarias,
la familia es fuerte y viva también hoy. Sin embargo, es innegable la crisis
que la amenaza en sus fundamentos, especialmente en el mundo
occidental. Me ha llamado la atención que en el Sínodo se haya subrayado
repetidamente la importancia de la familia para la transmisión de la fe
como lugar auténtico en el que se transmiten las formas fundamentales del
ser persona humana. Se aprenden viviéndolas y también sufriéndolas
juntos. Así se ha hecho patente que en el tema de la familia no se trata
únicamente de una determinada forma social, sino de la cuestión del
hombre mismo; de la cuestión sobre qué es el hombre y sobre lo que es
preciso hacer para ser hombres del modo justo. Los desafíos en este
contexto son complejos. Tenemos en primer lugar la cuestión sobre la
capacidad del hombre de comprometerse, o bien de su carencia de
compromisos. ¿Puede el hombre comprometerse para toda la vida?
¿Corresponde esto a su naturaleza? ¿Acaso no contrasta con su libertad y
las dimensiones de su autorrealización? El hombre, ¿llega a ser sí mismo
permaneciendo autónomo y entrando en contacto con el otro solamente a
través de relaciones que puede interrumpir en cualquier momento? Un
vínculo para toda la vida ¿está en conflicto con la libertad? El
compromiso, ¿merece también que se sufra por él? El rechazo de la
vinculación humana, que se difunde cada vez más a causa de una errónea
comprensión de la libertad y la autorrealización, y también por eludir el
soportar pacientemente el sufrimiento, significa que el hombre permanece
encerrado en sí mismo y, en última instancia, conserva el propio «yo» para
sí mismo, no lo supera verdaderamente. Pero el hombre sólo logra ser él
mismo en la entrega de sí mismo, y sólo abriéndose al otro, a los otros, a
los hijos, a la familia; sólo dejándose plasmar en el sufrimiento, descubre
la amplitud de ser persona humana. Con el rechazo de estos lazos
desaparecen también las figuras fundamentales de la existencia humana: el
padre, la madre, el hijo; decaen dimensiones esenciales de la experiencia
de ser persona humana.
El gran rabino de Francia, Gilles Bernheim, en un tratado
cuidadosamente documentado y profundamente conmovedor, ha mostrado
que el atentado, al que hoy estamos expuestos, a la auténtica forma de la
familia, compuesta por padre, madre e hijo, tiene una dimensión aún más
profunda. Si hasta ahora habíamos visto como causa de la crisis de la
familia un malentendido de la esencia de la libertad humana, ahora se ve
claro que aquí está en juego la visión del ser mismo, de lo que significa
355
realmente ser hombres. Cita una afirmación que se ha hecho famosa de
Simone de Beauvoir: «Mujer no se nace, se hace» (“On ne naît pas
femme, on le devient”). En estas palabras se expresa la base de lo que hoy
se presenta bajo el lema «gender» como una nueva filosofía de la
sexualidad. Según esta filosofía, el sexo ya no es un dato originario de la
naturaleza, que el hombre debe aceptar y llenar personalmente de sentido,
sino un papel social del que se decide autónomamente, mientras que hasta
ahora era la sociedad la que decidía. La falacia profunda de esta teoría y
de la revolución antropológica que subyace en ella es evidente. El hombre
niega tener una naturaleza preconstituida por su corporeidad, que
caracteriza al ser humano. Niega la propia naturaleza y decide que ésta no
se le ha dado como hecho preestablecido, sino que es él mismo quien se la
debe crear. Según el relato bíblico de la creación, el haber sido creada por
Dios como varón y mujer pertenece a la esencia de la criatura humana.
Esta dualidad es esencial para el ser humano, tal como Dios la ha dado.
Precisamente esta dualidad como dato originario es lo que se impugna. Ya
no es válido lo que leemos en el relato de la creación: «Hombre y mujer
los creó» (Gn1,27). No, lo que vale ahora es que no ha sido Él quien los
creó varón o mujer, sino que hasta ahora ha sido la sociedad la que lo ha
determinado, y ahora somos nosotros mismos quienes hemos de decidir
sobre esto. Hombre y mujer como realidad de la creación, como
naturaleza de la persona humana, ya no existen. El hombre niega su propia
naturaleza. Ahora él es sólo espíritu y voluntad. La manipulación de la
naturaleza, que hoy deploramos por lo que se refiere al medio ambiente, se
convierte aquí en la opción de fondo del hombre respecto a sí mismo. En
la actualidad, existe sólo el hombre en abstracto, que después elije para sí
mismo, autónomamente, una u otra cosa como naturaleza suya. Se niega a
hombres y mujeres su exigencia creacional de ser formas de la persona
humana que se integran mutuamente. Ahora bien, si no existe la dualidad
de hombre y mujer como dato de la creación, entonces tampoco existe la
familia como realidad preestablecida por la creación. Pero, en este caso,
también la prole ha perdido el puesto que hasta ahora le correspondía y la
particular dignidad que le es propia. Bernheim muestra cómo ésta, de
sujeto jurídico de por sí, se convierte ahora necesariamente en objeto, al
cual se tiene derecho y que, como objeto de un derecho, se puede adquirir.
Allí donde la libertad de hacer se convierte en libertad de hacerse por uno
mismo, se llega necesariamente a negar al Creador mismo y, con ello,
también el hombre como criatura de Dios, como imagen de Dios, queda
finalmente degradado en la esencia de su ser. En la lucha por la familia
está en juego el hombre mismo. Y se hace evidente que, cuando se niega a
Dios, se disuelve también la dignidad del hombre. Quien defiende a Dios,
defiende al hombre.
Con esto quisiera llegar al segundo gran tema que, desde Asís hasta
el Sínodo sobre la Nueva Evangelización, ha impregnado todo el año que
termina, es decir, la cuestión del diálogo y del anuncio. Hablemos primero
del diálogo. Veo sobre todo tres campos de diálogo para la Iglesia en
nuestro tiempo, en los cuales ella debe estar presente en la lucha por el
356
hombre y por lo que significa ser persona humana: el diálogo con los
Estados, el diálogo con la sociedad –incluyendo en él el diálogo con las
culturas y la ciencia– y el diálogo con las religiones. En todos estos
diálogos, la Iglesia habla desde la luz que le ofrece la fe. Pero encarna al
mismo tiempo la memoria de la humanidad, que desde los comienzos y en
el transcurso de los tiempos es memoria de las experiencias y sufrimientos
de la humanidad, en los que la Iglesia ha aprendido lo que significa ser
hombres, experimentando su límite y su grandeza, sus posibilidades y
limitaciones. La cultura de lo humano, de la que ella se hace valedora, ha
nacido y se ha desarrollado a partir del encuentro entre la revelación de
Dios y la existencia humana. La Iglesia representa la memoria de ser
hombres ante una cultura del olvido, que ya sólo conoce a sí misma y su
propio criterio de medida. Pero, así como una persona sin memoria ha
perdido su propia identidad, también una humanidad sin memoria perdería
su identidad. Lo que se ha manifestado a la Iglesia en el encuentro entre la
revelación y la experiencia humana va ciertamente más allá del ámbito de
la razón, pero no constituye un mundo especial, que no tendría interés
alguno para el no creyente. Si el hombre reflexiona sobre ello y se adentra
en su comprensión, se amplía el horizonte de la razón, y esto concierne
también a quienes no alcanzan a compartir la fe en la Iglesia. En el
diálogo con el Estado y la sociedad, la Iglesia no tiene ciertamente
soluciones ya hechas para cada uno de los problemas. Se esforzará junto
con otras fuerzas sociales para las respuestas que se adapten mejor a la
medida correcta del ser humano. Lo que ella ha reconocido como valores
fundamentales, constitutivos y no negociables de la existencia humana, lo
debe defender con la máxima claridad. Ha de hacer todo lo posible para
crear una convicción que se pueda concretar después en acción política.
En la situación actual de la humanidad, el diálogo de las religiones es
una condición necesaria para la paz en el mundo y, por tanto, es un deber
para los cristianos, y también para las otras comunidades religiosas. Este
diálogo de las religiones tiene diversas dimensiones. Será en primer lugar
un simple diálogo de la vida, un diálogo sobre el compartir práctico. En él
no se hablará de los grandes temas de la fe: si Dios es trinitario, o cómo ha
de entenderse la inspiración de las Sagradas Escrituras, etc. Se trata de los
problemas concretos de la convivencia y de la responsabilidad común
respecto a la sociedad, al Estado, a la humanidad. En esto hay que
aprender a aceptar al otro en su diferente modo de ser y pensar. Para ello,
es necesario establecer como criterio de fondo del coloquio la
responsabilidad común ante la justicia y la paz. Un diálogo en el que se
trata sobre la paz y la justicia se convierte por sí mismo, más allá de lo
meramente pragmático, en un debate ético sobre la verdad y el ser
humano; un diálogo acerca de las valoraciones que son el presupuesto del
todo. De este modo, un diálogo meramente práctico en un primer
momento se convierte también en una búsqueda del modo justo de ser
persona humana. Aun cuando las opciones de fondo en cuanto tales no se
ponen en discusión, los esfuerzos sobre una cuestión concreta llegan a
desencadenar un proceso en el que, mediante la escucha del otro, ambas
357
partes pueden encontrar purificación y enriquecimiento. Así, estos
esfuerzos pueden significar también pasos comunes hacia la única verdad,
sin cambiar las opciones de fondo. Si ambas partes están impulsadas por
una hermenéutica de la justicia y de la paz, no desaparecerá la diferencia
de fondo, pero crecerá también una cercanía más profunda entre ellas.
Hay dos reglas para la esencia del diálogo interreligioso que, por lo
general, hoy se consideran fundamentales:
1. El diálogo no se dirige a la conversión, sino más bien a la
comprensión. En esto se distingue de la evangelización, de la misión.
2. En conformidad con esto, en este diálogo, ambas partes permanecen
conscientemente en su propia identidad, que no ponen en cuestión en el
diálogo, ni para ellas, ni para los otros.
Estas reglas son justas. No obstante, pienso que estén formuladas
demasiado superficialmente de esta manera. Sí, el diálogo no tiene como
objetivo la conversión, sino una mejor comprensión recíproca. Esto es
correcto. Pero tratar de conocer y comprender implica siempre un deseo
de acercarse también a la verdad. De este modo, ambas partes,
acercándose paso a paso a la verdad, avanzan y están en camino hacia
modos de compartir más amplios, que se fundan en la unidad de la verdad.
Por lo que se refiere al permanecer fieles a la propia identidad, sería
demasiado poco que el cristiano, al decidir mantener su identidad,
interrumpiese por su propia cuenta, por decirlo así, el camino hacia la
verdad. Si así fuera, su ser cristiano sería algo arbitrario, una opción
simplemente fáctica. De esta manera, pondría de manifiesto que él no
tiene en cuenta que en la religión se está tratando con la verdad. Respecto
a esto, diría que el cristiano tiene una gran confianza fundamental, más
aún, la gran certeza de fondo de que puede adentrarse tranquilamente en la
inmensidad de la verdad sin ningún temor por su identidad de cristiano.
Ciertamente, no somos nosotros quienes poseemos la verdad, es ella la
que nos posee a nosotros: Cristo, que es la Verdad, nos ha tomado de la
mano, y sabemos que nos tiene firmemente de su mano en el camino de
nuestra búsqueda apasionada del conocimiento. El estar interiormente
sostenidos por la mano de Cristo nos hace libres y, al mismo tiempo,
seguros. Libres, porque, si estamos sostenidos por Él, podemos entrar en
cualquier diálogo abiertamente y sin miedo. Seguros, porque Él no nos
abandona, a no ser que nosotros mismos nos separemos de Él. Unidos a
Él, estamos en la luz de la verdad.
Para concluir es preciso hacer una breve anotación sobre el anuncio,
sobre la evangelización, de la que, siguiendo las propuestas de los padres
sinodales, hablará efectivamente con amplitud el documento postsinodal.
Veo que los elementos esenciales del proceso de evangelización aparecen
muy elocuentemente en el relato de san Juan sobre la llamada de los dos
discípulos del Bautista, que se convierten en discípulos de Cristo
(cf. Jn 1,35-39). Encontramos en primer lugar el mero acto del anuncio.
Juan el Bautista señala a Jesús y dice: «Este es el Cordero de Dios». Poco
más adelante, el evangelista narra un hecho similar. Esta vez es Andrés,
que dice a su hermano Simón: «Hemos encontrado al Mesías» (1,41). El
358
primero y fundamental elemento es el simple anuncio, el kerigma, que
toma su fuerza de la convicción interior del que anuncia. En el relato de
los dos discípulos sigue después la escucha, el ir tras los pasos de Jesús,
un seguirle que no es todavía seguimiento, sino más bien una santa
curiosidad, un movimiento de búsqueda. En efecto, ambos son personas
en búsqueda, personas que, más allá de lo cotidiano, viven en espera de
Dios, en espera porque Él está y, por tanto, se mostrará. Su búsqueda,
iluminada por el anuncio, se hace concreta. Quieren conocer mejor a
Aquél que el Bautista ha llamado Cordero de Dios. El tercer acto
comienza cuando Jesús mira atrás hacia ellos y les pregunta: «¿Qué
buscáis?». La respuesta de ambos es de nuevo una pregunta, que
manifiesta la apertura de su espera, la disponibilidad a dar nuevos pasos.
Preguntan: «Maestro, ¿dónde vives?». La respuesta de Jesús: «Venid y
veréis», es una invitación a acompañarlo y, caminando con Él, a llegar a
ver.
La palabra del anuncio es eficaz allí donde en el hombre existe la
disponibilidad dócil para la cercanía de Dios; donde el hombre está
interiormente en búsqueda y por ende en camino hacia el Señor. Entonces,
la atención de Jesús por él le llega al corazón y, después, el encuentro con
el anuncio suscita la santa curiosidad de conocer a Jesús más de cerca.
Este caminar con Él conduce al lugar en el que habita Jesús, en la
comunidad de la Iglesia, que es su Cuerpo. Significa entrar en la
comunión itinerante de los catecúmenos, que es una comunión de
profundización y, a la vez, de vida, en la que el caminar con Jesús nos
convierte en personas que ven.
«Venid y veréis». Esta palabra que Jesús dirige a los dos discípulos en
búsqueda, la dirige también a los hombres de hoy que están en búsqueda.
Al final de año, pedimos al Señor que la Iglesia, a pesar de sus pobrezas,
sea reconocida cada vez más como su morada. Le rogamos para que, en el
camino hacía su casa, nos haga día a día más capaces de ver, de modo que
podamos decir mejor, más y más convincentemente: Hemos encontrado a
Aquél, al que todo el mundo espera, Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y
verdadero hombre.

ADVIENTO: VISITA DE MARÍA A ISABEL


20121223. Ángelus
En este IV domingo de Adviento, que precede en poco tiempo al
Nacimiento del Señor, el Evangelio narra la visita de María a su pariente
Isabel. Este episodio no representa un simple gesto de cortesía, sino que
reconoce con gran sencillez el encuentro del Antiguo con el Nuevo
Testamento. Las dos mujeres, ambas embarazadas, encarnan, en efecto, la
espera y el Esperado. La anciana Isabel simboliza a Israel que espera al
Mesías, mientras que la joven María lleva en sí la realización de tal
espera, para beneficio de toda la humanidad. En las dos mujeres se
encuentran y se reconocen, ante todo, los frutos de su seno, Juan y Cristo.
Comenta el poeta cristiano Prudencio: «El niño contenido en el vientre
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anciano saluda, por boca de su madre, al Señor hijo de la Virgen»
(Apotheosis, 590: PL 59, 970). El júbilo de Juan en el seno de Isabel es el
signo del cumplimiento de la espera: Dios está a punto de visitar a su
pueblo. En la Anunciación el arcángel Gabriel había hablado a María del
embarazo de Isabel (cf. Lc 1, 36) como prueba del poder de Dios: la
esterilidad, a pesar de la edad avanzada, se había transformado en
fertilidad.
Isabel, acogiendo a María, reconoce que se está realizando la promesa
de Dios a la humanidad y exclama: «¡Bendita tú entre las mujeres, y
bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre
de mi Señor?» (Lc 1, 42-43). La expresión «bendita tú entre las mujeres»
en el Antiguo Testamento se refiere a Yael (Jue 5, 24) y a Judit (Jdt 13,
18), dos mujeres guerreras que se ocupan de salvar a Israel. Ahora, en
cambio, se dirige a María, joven pacífica que va a engendrar al Salvador
del mundo. Así también el estremecimiento de alegría de Juan (cf. Lc 1,
44) remite a la danza que el rey David hizo cuando acompañó el ingreso
del Arca de la Alianza en Jerusalén (cf. 1 Cro 15, 29). El Arca, que
contenía las tablas de la Ley, el maná y el cetro de Aarón (cf. Hb 9, 4), era
el signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El que está por
nacer, Juan, exulta de alegría ante María, Arca de la nueva Alianza, que
lleva en su seno a Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre.
La escena de la Visitación expresa también la belleza de la acogida:
donde hay acogida recíproca, escucha, espacio para el otro, allí está Dios y
la alegría que viene de Él. En el tiempo de Navidad imitemos a María,
visitando a cuantos viven en dificultad, en especial a los enfermos, los
presos, los ancianos y los niños. E imitemos también a Isabel que acoge al
huésped como a Dios mismo: sin desearlo, no conoceremos nunca al
Señor; sin esperarlo, no lo encontraremos; sin buscarlo, no lo
encontraremos. Con la misma alegría de María que va deprisa donde
Isabel (cf. Lc 1, 39), también nosotros vayamos al encuentro del Señor que
viene. Oremos para que todos los hombres busquen a Dios, descubriendo
que es Dios mismo quien viene antes a visitarnos. A María, Arca de la
Nueva y Eterna Alianza, confiamos nuestro corazón, para que lo haga
digno de acoger la visita de Dios en el misterio de su Nacimiento.

NO HABÍA LUGAR PARA DIOS EN LA POSADA


20121224. Homilía. Misa de Nochebuena
Una vez más, como siempre, la belleza de este Evangelio nos llega al
corazón: una belleza que es esplendor de la verdad. Nuevamente nos
conmueve que Dios se haya hecho niño, para que podamos amarlo, para
que nos atrevamos a amarlo, y, como niño, se pone confiadamente en
nuestras manos. Dice algo así: Sé que mi esplendor te asusta, que ante mi
grandeza tratas de afianzarte tú mismo. Pues bien, vengo por tanto a ti
como niño, para que puedas acogerme y amarme.
Nuevamente me llega al corazón esa palabra del evangelista, dicha casi
de pasada, de que no había lugar para ellos en la posada. Surge
360
inevitablemente la pregunta sobre qué pasaría si María y José llamaran a
mi puerta. ¿Habría lugar para ellos? Y después nos percatamos de que esta
noticia aparentemente casual de la falta de sitio en la posada, que lleva a la
Sagrada Familia al establo, es profundizada en su esencia por el
evangelista Juan cuando escribe: «Vino a su casa, y los suyos no la
recibieron» (Jn 1,11). Así que la gran cuestión moral de lo que sucede
entre nosotros a propósito de los prófugos, los refugiados, los emigrantes,
alcanza un sentido más fundamental aún: ¿Tenemos un puesto para Dios
cuando él trata de entrar en nosotros? ¿Tenemos tiempo y espacio para él?
¿No es precisamente a Dios mismo al que rechazamos? Y así se comienza
porque no tenemos tiempo para Dios. Cuanto más rápidamente nos
movemos, cuanto más eficaces son los medios que nos permiten ahorrar
tiempo, menos tiempo nos queda disponible. ¿Y Dios? Lo que se refiere a
él, nunca parece urgente. Nuestro tiempo ya está completamente ocupado.
Pero la cuestión va todavía más a fondo. ¿Tiene Dios realmente un lugar
en nuestro pensamiento? La metodología de nuestro pensar está planteada
de tal manera que, en el fondo, él no debe existir. Aunque parece llamar a
la puerta de nuestro pensamiento, debe ser rechazado con algún
razonamiento. Para que se sea considerado serio, el pensamiento debe
estar configurado de manera que la «hipótesis Dios» sea superflua. No hay
sitio para él. Tampoco hay lugar para él en nuestros sentimientos y deseos.
Nosotros nos queremos a nosotros mismos, queremos las cosas tangibles,
la felicidad que se pueda experimentar, el éxito de nuestros proyectos
personales y de nuestras intenciones. Estamos completamente «llenos» de
nosotros mismos, de modo que ya no queda espacio alguno para Dios. Y,
por eso, tampoco queda espacio para los otros, para los niños, los pobres,
los extranjeros. A partir de la sencilla palabra sobre la falta de sitio en la
posada, podemos darnos cuenta de lo necesaria que es la exhortación de
san Pablo: «Transformaos por la renovación de la mente» (Rm 12,2).
Pablo habla de renovación, de abrir nuestro intelecto (nous); habla, en
general, del modo en que vemos el mundo y nos vemos a nosotros
mismos. La conversión que necesitamos debe llegar verdaderamente hasta
las profundidades de nuestra relación con la realidad. Roguemos al Señor
para que estemos vigilantes ante su presencia, para que oigamos cómo él
llama, de manera callada pero insistente, a la puerta de nuestro ser y de
nuestro querer. Oremos para que se cree en nuestro interior un espacio
para él. Y para que, de este modo, podamos reconocerlo también en
aquellos a través de los cuales se dirige a nosotros: en los niños, en los que
sufren, en los abandonados, los marginados y los pobres de este mundo.
En el relato de la Navidad hay también una segunda palabra sobre la
que quisiera reflexionar con vosotros: el himno de alabanza que los
ángeles entonan después del mensaje sobre el Salvador recién nacido:
«Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres en quienes él se
complace». Dios es glorioso. Dios es luz pura, esplendor de la verdad y
del amor. Él es bueno. Es el verdadero bien, el bien por excelencia. Los
ángeles que lo rodean transmiten en primer lugar simplemente la alegría
de percibir la gloria de Dios. Su canto es una irradiación de la alegría que
361
los inunda. En sus palabras oímos, por decirlo así, algo de los sonidos
melodiosos del cielo. En ellas no se supone ninguna pregunta sobre el
porqué, aparece simplemente el hecho de estar llenos de la felicidad que
proviene de advertir el puro esplendor de la verdad y del amor de Dios.
Queremos dejarnos embargar de esta alegría: existe la verdad. Existe la
pura bondad. Existe la luz pura. Dios es bueno y él es el poder supremo
por encima de todos los poderes. En esta noche, deberíamos simplemente
alegrarnos de este hecho, junto con los ángeles y los pastores.
Con la gloria de Dios en las alturas, se relaciona la paz en la tierra a los
hombres. Donde no se da gloria a Dios, donde se le olvida o incluso se le
niega, tampoco hay paz. Hoy, sin embargo, corrientes de pensamiento
muy difundidas sostienen lo contrario: la religión, en particular el
monoteísmo, sería la causa de la violencia y de las guerras en el mundo;
sería preciso liberar antes a la humanidad de la religión para que se
estableciera después la paz; el monoteísmo, la fe en el único Dios, sería
prepotencia, motivo de intolerancia, puesto que por su naturaleza quisiera
imponerse a todos con la pretensión de la única verdad. Es cierto que el
monoteísmo ha servido en la historia como pretexto para la intolerancia y
la violencia. Es verdad que una religión puede enfermar y llegar así a
oponerse a su naturaleza más profunda, cuando el hombre piensa que debe
tomar en sus manos la causa de Dios, haciendo así de Dios su propiedad
privada. Debemos estar atentos contra esta distorsión de lo sagrado. Si es
incontestable un cierto uso indebido de la religión en la historia, no es
verdad, sin embargo, que el «no» a Dios restablecería la paz. Si la luz de
Dios se apaga, se extingue también la dignidad divina del hombre.
Entonces, ya no es la imagen de Dios, que debemos honrar en cada uno,
en el débil, el extranjero, el pobre. Entonces ya no somos todos hermanos
y hermanas, hijos del único Padre que, a partir del Padre, están
relacionados mutuamente. Qué géneros de violencia arrogante aparecen
entonces, y cómo el hombre desprecia y aplasta al hombre, lo hemos visto
en toda su crueldad el siglo pasado. Sólo cuando la luz de Dios brilla
sobre el hombre y en el hombre, sólo cuando cada hombre es querido,
conocido y amado por Dios, sólo entonces, por miserable que sea su
situación, su dignidad es inviolable. En la Noche Santa, Dios mismo se ha
hecho hombre, como había anunciado el profeta Isaías: el niño nacido aquí
es «Emmanuel», Dios con nosotros (cf. Is 7,14). Y, en el transcurso de
todos estos siglos, no se han dado ciertamente sólo casos de uso indebido
de la religión, sino que la fe en ese Dios que se ha hecho hombre ha
provocado siempre de nuevo fuerzas de reconciliación y de bondad. En la
oscuridad del pecado y de la violencia, esta fe ha insertado un rayo
luminoso de paz y de bondad que sigue brillando.
Así pues, Cristo es nuestra paz, y ha anunciado la paz a los de lejos y a
los de cerca (cf. Ef2,14.17). Cómo dejar de implorarlo en esta hora: Sí,
Señor, anúncianos también hoy la paz, a los de cerca y a los de lejos. Haz
que, también hoy, de las espadas se forjen arados (cf. Is 2,4), que en lugar
de armamento para la guerra lleguen ayudas para los que sufren. Ilumina
la personas que se creen en el deber aplicar la violencia en tu nombre, para
362
que aprendan a comprender lo absurdo de la violencia y a reconocer tu
verdadero rostro. Ayúdanos a ser hombres «en los que te complaces»,
hombres conformes a tu imagen y, así, hombres de paz.
Apenas se alejaron los ángeles, los pastores se decían unos a otros:
Vamos, pasemos allá, a Belén, y veamos esta palabra que se ha cumplido
por nosotros (cf. Lc 2,15). Los pastores se apresuraron en su camino hacia
Belén, nos dice el evangelista (cf. 2,16). Una santa curiosidad los
impulsaba a ver en un pesebre a este niño, que el ángel había dicho que
era el Salvador, el Cristo, el Señor. La gran alegría, a la que el ángel se
había referido, había entrado en su corazón y les daba alas.
Vayamos allá, a Belén, dice hoy la liturgia de la Iglesia. Trans-
eamus traduce la Biblia latina: «atravesar», ir al otro lado, atreverse a dar
el paso que va más allá, la «travesía» con la que salimos de nuestros
hábitos de pensamiento y de vida, y sobrepasamos el mundo puramente
material para llegar a lo esencial, al más allá, hacia el Dios que, por su
parte, ha venido acá, hacia nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la
capacidad de superar nuestros límites, nuestro mundo; que nos ayude a
encontrarlo, especialmente en el momento en el que él mismo, en la
Sagrada Eucaristía, se pone en nuestras manos y en nuestro corazón.
Los pastores se apresuraron. Les movía una santa curiosidad y una
santa alegría. Tal vez es muy raro entre nosotros que nos apresuremos por
las cosas de Dios. Hoy, Dios no forma parte de las realidades urgentes.
Las cosas de Dios, así decimos y pensamos, pueden esperar. Y, sin
embargo, él es la realidad más importante, el Único que, en definitiva,
importa realmente. ¿Por qué no deberíamos también nosotros dejarnos
llevar por la curiosidad de ver más de cerca y conocer lo que Dios nos ha
dicho? Pidámosle que la santa curiosidad y la santa alegría de los pastores
nos inciten también hoy a nosotros, y vayamos pues con alegría allá, a
Belén; hacia el Señor que también hoy viene de nuevo entre nosotros.
Amén.

LA VERDAD HA BROTADO DE LA TIERRA


20121225. Mensaje. Urbi et orbi
«Veritas de terra orta est» - «La verdad ha brotado de la tierra»
(Sal 85,12)
Expreso mi felicitación esta Navidad, en este Año de la fe, con estas
palabras tomadas del Salmo: «La verdad brota de la tierra». En realidad,
en el texto del Salmo las encontramos en futuro: «La verdad brotará de la
tierra»; es un anuncio, una promesa, acompañada de otras expresiones que
juntas suenan así: «La misericordia y la verdad se encontrarán, / la justicia
y la paz se besarán; / la verdad brotará de la tierra, / y la justicia mirará
desde el cielo; / el Señor nos dará la lluvia, / y nuestra tierra dará su
fruto. / La justicia marchará ante él, / la salvación seguirá sus pasos» (Sal
85,11-14).
Hoy, esta palabra profética se ha cumplido. En Jesús, nacido en Belén
de la Virgen María, se encuentran realmente la misericordia y la verdad, la
363
justicia y la paz se han besado; la verdad ha brotado de la tierra y la
justicia mira desde el cielo. San Agustín explica con feliz concisión:
«¿Qué es la verdad? El Hijo de Dios. ¿Qué es la tierra? La carne. Investiga
de dónde nació Cristo, y verás que la verdad nació de la tierra… la verdad
nació de la Virgen María» (En. in Ps. 84, 13). Y en un sermón de Navidad
afirma: «Con esta festividad anual celebramos, pues, el día en que se
cumplió la profecía: “La verdad ha brotado de la tierra, y la justicia ha
mirado desde el cielo”. La Verdad que mora en el seno del Padre ha
brotado de la tierra para estar también en el seno de una madre. La Verdad
que contiene al mundo, ha brotado de la tierra para ser llevada por manos
de una mujer… La Verdad a la que no le basta el cielo, ha brotado de la
tierra para ser colocada en un pesebre. ¿En bien de quién vino con tanta
humildad tan gran excelsitud? Ciertamente, no vino para bien suyo, sino
nuestro, a condición de que creamos» (Serm. 185, 1).
«A condición de que creamos». Ahí está el poder de la fe. Dios ha
hecho todo, ha hecho lo imposible, se ha hecho carne. Su omnipotencia de
amor ha realizado lo que va más allá de la comprensión humana, el
Infinito se ha hecho niño, ha entrado en la humanidad. Y sin embargo, este
mismo Dios no puede entrar en mi corazón si yo no le abro la
puerta. Porta fidei. La puerta de la fe. Podríamos quedar sobrecogidos,
ante nuestra omnipotencia a la inversa. Este poder del hombre de cerrarse
a Dios puede darnos miedo. Pero he aquí la realidad que aleja este
pensamiento tenebroso, la esperanza que vence el miedo: la
verdad ha brotado. Dios ha nacido. «La tierra ha dado su fruto»
(Sal 67,7). Sí, hay una tierra buena, una tierra sana, libre de todo egoísmo
y de toda cerrazón. Hay en el mundo una tierra que Dios ha preparado
para venir a habitar entre nosotros. Una morada para su presencia en el
mundo. Esta tierra existe, y también hoy, en 2012, de esta tierra ha brotado
la verdad. Por eso hay esperanza en el mundo, una esperanza en la que
poder confiar, incluso en los momentos y en las situaciones más difíciles.
La verdad ha brotado trayendo amor, justicia y paz.

SAN ESTEBAN Y LA NUEVA EVANGELIZACIÓN


20121226. Ángelus
Cada año, al día siguiente del Nacimiento del Señor, la liturgia nos
invita a celebrar la fiesta de san Esteban, diácono y primer mártir. El libro
de los Hechos de los Apóstoles nos lo presenta como un hombre lleno de
gracia y de Espíritu Santo (cf. Hch 6, 8-10; 7, 55); en él se verificó
plenamente la promesa de Jesús a la que hace referencia el texto
evangélico de hoy; es decir, que los creyentes llamados a dar testimonio
en circunstancias difíciles y peligrosas no serán abandonados y
desprotegidos: el Espíritu de Dios hablará en ellos (cf. Mt 10, 20). El
diácono Esteban, en efecto, obró, habló y murió animado por el Espíritu
Santo, testimoniando el amor de Cristo hasta el sacrificio extremo. Al
primer mártir se lo describe, en su sufrimiento, como imitación perfecta de
Cristo, cuya pasión se repite hasta en los detalles. La vida de san Esteban
364
está totalmente plasmada por Dios, conformada a Cristo, cuya pasión se
repite en él; en el momento final de la muerte, de rodillas, él retoma la
oración de Jesús en la cruz, encomendándose al Señor (cf. Hch 7, 59) y
perdonando a sus enemigos: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado»
(v. 60). Lleno de Espíritu Santo, mientras sus ojos están por cerrarse, él
fija la mirada en «Jesús de pie a la derecha de Dios» (v. 55), Señor de todo
y que a todos atrae hacia Sí.
En el día de san Esteban, también nosotros estamos llamados a fijar la
mirada en el Hijo de Dios, que en el clima gozoso de la Navidad
contemplamos en el misterio de su Encarnación. Con el Bautismo y la
Confirmación, con el precioso don de la fe alimentada por los
Sacramentos, especialmente por la Eucaristía, Jesucristo nos ha vinculado
a Sí y quiere continuar en nosotros, con la acción del Espíritu Santo, su
obra de salvación, que todo rescata, valoriza, eleva y conduce a su
realización. Dejarse atraer por Cristo, como hizo san Esteban, significa
abrir la propia vida a la luz que la llama, la orienta y le hace recorrer el
camino del bien, el camino de una humanidad según el designio de amor
de Dios.
San Esteban, finalmente, es un modelo para todos aquellos que quieren
ponerse al servicio de la nueva evangelización. Él demuestra que la
novedad del anuncio no consiste primariamente en el uso de métodos o
técnicas originales, que ciertamente tienen su utilidad, sino en estar llenos
del Espíritu Santo y dejarse guiar por Él. La novedad del anuncio está en
la profundidad de la inmersión en el misterio de Cristo, de la asimilación
de su palabra y de su presencia en la Eucaristía, de modo que Él mismo,
Jesús vivo, pueda hablar y obrar en su enviado. En definitiva, el
evangelizador se hace capaz de llevar a Cristo a los demás de manera
eficaz cuando vive de Cristo, cuando la novedad del Evangelio se
manifiesta en su propia vida. Oremos a la Virgen María, a fin de que la
Iglesia, en este Año de la fe, vea multiplicarse a los hombres y a las
mujeres que, como san Esteban, saben dar un testimonio convencido y
valiente del Señor Jesús.

SAGRADA FAMILIA
20121230. Ángelus
Hoy es la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En la liturgia, el
pasaje del Evangelio de san Lucas nos presenta a la Virgen María y a san
José que, fieles a la tradición, suben a Jerusalén para la Pascua junto a
Jesús, que tenía doce años. La primera vez que Jesús había entrado en el
Templo del Señor fue a los cuarenta días de su nacimiento, cuando sus
padres ofrecieron por Él «un par de tórtolas o dos pichones» (Lc 2, 24), es
decir la ofrenda de los pobres. «Lucas, cuyo Evangelio está impregnado
todo él por una teología de los pobres y de la pobreza, nos da a entender...
que la familia de Jesús se contaba entre los pobres de Israel; nos hace
comprender que precisamente entre ellos podía madurar el cumplimiento
de la promesa» (La infancia de Jesús, 88). Hoy Jesús está nuevamente en
365
el Templo, pero esta vez desempeña un papel diferente, que le implica en
primera persona. Él realiza, incluso sin haber cumplido aún los trece años
de edad, con María y José, la peregrinación a Jerusalén según cuánto
prescribe la Ley (cf. Ex 23, 17; 34, 23s): un signo de la profunda
religiosidad de la Sagrada Familia. Sin embargo, cuando sus padres
regresan a Nazaret, sucede algo inesperado: Él, sin decir nada, permanece
en la Ciudad. María y José le buscan durante tres días y le encuentran en
el Templo, dialogando con los maestros de la Ley (cf.Lc 2, 46-47); y
cuando le piden explicaciones, Jesús responde que no deben asombrarse,
porque ese es su lugar, esa es su casa, junto al Padre, que es Dios (cf. La
infancia de Jesús, 128). «Él —escribe Orígenes— profesa estar en el
templo de su Padre, aquel Padre que nos ha revelado a nosotros y de quien
ha dicho ser el Hijo» (Homilías sobre el Evangelio de san Lucas, 18, 5).
La preocupación de María y de José por Jesús es la misma de todo
padre que educa a un hijo, que le introduce a la vida y a la comprensión de
la realidad. Hoy, por lo tanto, es necesaria una oración especial por todas
las familias del mundo. Imitando a la Sagrada Familia de Nazaret, los
padres se han de preocupar seriamente por el crecimiento y la educación
de los propios hijos, para que maduren como hombres responsables y
ciudadanos honestos, sin olvidar nunca que la fe es un don precioso que se
debe alimentar en los hijos también con el ejemplo personal. Al mismo
tiempo, oremos para que cada niño sea acogido como don de Dios y
sostenido por el amor del padre y de la madre, para poder crecer como el
Señor Jesús «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los
hombres» (Lc 2, 52). Que el amor, la fidelidad y la dedicación de María y
José sean ejemplo para todos los esposos cristianos, que no son los amigos
o los dueños de la vida de sus hijos, sino los custodios de este don
incomparable de Dios.
Que el silencio de José, hombre justo (cf. Mt 1, 19), y el ejemplo de
María, que conservaba todo en su corazón (cf. Lc 2, 51), nos hagan entrar
en el misterio pleno de fe y de humanidad de la Sagrada Familia. Deseo
que todas las familias cristianas vivan en la presencia de Dios con el
mismo amor y con la misma alegría de la familia de Jesús, María y José.

SABER PARARNOS A PENSAR Y DAR SIEMPRE GRACIAS


20121231. Homilía. Te Deum de fin de año. Basílica Vaticana
El Te Deum que elevamos al Señor esta tarde, al término de un año
solar, es un himno de gratitud que se abre con la alabanza —«A ti, oh
Dios, te alabamos; a ti, Señor, te reconocemos»— y concluye con una
profesión de confianza —«En ti, Señor, confié; no me veré defraudado
para siempre»—. Cualquiera que haya sido la marcha del año, fácil o
difícil, estéril o rico de frutos, nosotros damos gracias a Dios. En el Te
Deum, de hecho, se contiene una sabiduría profunda: la sabiduría que nos
hace decir que, a pesar de todo, existe el bien en el mundo, y este bien está
destinado a vencer gracias a Dios, el Dios de Jesucristo, encarnado,
muerto y resucitado. Cierto: a veces es difícil percibir esta profunda
366
realidad porque el mal hace más ruido que el bien; un homicidio feroz,
extendidas violencias, graves injusticias son noticia; al contrario, los
gestos de amor y de servicio, la fatiga cotidiana soportada con fidelidad y
paciencia, se quedan a menudo en la sombra, no emergen. Es motivo
también para que no nos quedemos sólo en las noticias si queremos
entender el mundo y la vida; debemos ser capaces de detenernos en el
silencio, en la meditación, en la reflexión serena y prolongada; debemos
saber pararnos a pensar. De este modo nuestro ánimo puede hallar
curación de las inevitables heridas del día a día, puede profundizar en los
hechos que ocurren en nuestra vida y en el mundo y llegar a esa sabiduría
que permite valorar las cosas con ojos nuevos. Sobre todo en el
recogimiento de la conciencia, donde nos habla Dios, se aprende a
contemplar con verdad las propias acciones, también el mal presente en
nosotros y a nuestro alrededor, para comenzar un camino de conversión
que haga más sabios y mejores, más capaces de generar solidaridad y
comunión, de vencer el mal con el bien. El cristiano es un hombre de
esperanza —también y sobre todo frente a la oscuridad que a menudo
existe en el mundo y que no depende del proyecto de Dios, sino de las
elecciones erróneas del hombre— pues sabe que la fuerza de la fe puede
mover montañas (cf. Mt 17, 20): el Señor puede iluminar hasta la tiniebla
más densa.
367

Índice
Jesús es la bendición de Dios......................................................................1
Santa María, Madre de Dios........................................................................3
Características esenciales del ministerio.....................................................4
Epifanía: Jesús es la luz del mundo.............................................................7
Misiones: Hacer resplandecer la Palabra de verdad....................................7
La responsabilidad educativa del bautismo.................................................8
Bautismo: Somos hijos de Dios.................................................................10
Sin la luz divina, el mundo está en sombras..............................................12
Madurar un renovado humanismo.............................................................12
El papel decisivo de un guía espiritual......................................................13
Las graves amenazas del laicismo radical.................................................14
El presbítero debe ser reflejo de la Palabra eterna.....................................17
Llevar Cristo a los hombres y los hombres a Cristo.................................18
La interpretación de la ley canónica..........................................................21
Dejarnos transformar a imagen de Cristo..................................................24
Silencio y Palabra: camino de evangelización..........................................25
Seremos transformados por Jesucristo......................................................28
Seminaristas: El mundo de hoy espera santos...........................................29
Estamos ante una profunda crisis de fe.....................................................30
Jesús traduce el poder en humildad y amor...............................................32
Finalidades de la Jornada para la Vida Consagrada...................................33
¿Cómo reaccionar ante la enfermedad?.....................................................34
Jesús, nuestro contemporáneo...................................................................35
No la Iglesia, sino Cristo transformará todo..............................................37
Enfermos: Penitencia, Unción y Eucaristía...............................................37
Sentido de la enfermedad..........................................................................40
Dejémonos tocar y purificar por Jesús......................................................41
Seminaristas: Dejémonos transformar por el Señor..................................42
Dos lógicas opuestas que se enfrentan siempre.........................................46
Sentido del ministerio petrino en la Iglesia...............................................47
Responsabilidad recíproca y corrección fraterna.......................................50
El tiempo de cuaresma: La Redención está disponible.............................54
El signo litúrgico de la ceniza....................................................................57
Sacerdotes: Andad como pide vuestra vocación........................................60
Diagnóstico y terapia de la infertilidad......................................................68
Jesús es tentado en el desierto: paciencia y humildad...............................70
Las vocaciones, don de la caridad de Dios................................................71
El sacrificio de Abrahán y la Transfiguración..........................................74
El misterio de la Transfiguración en la cuaresma.....................................77
La crisis actual del matrimonio y de la familia.........................................78
La confesión, camino para la nueva evangelización.................................80
Acoger la gracia de Dios...........................................................................82
368
El celo del amor que paga en carne propia................................................83
Jóvenes: Alegraros siempre en el Señor....................................................84
Misericordia de Dios y responsabilidad del hombre.................................91
México: Anunciar a Dios y educar las conciencias...................................92
México: Peregrino de fe, esperanza y caridad...........................................96
Si Cristo nos cambia, podremos cambiar el mundo..................................97
Crea en mí, Señor, un corazón puro..........................................................98
Amar a María es vivir según las palabras de Jesús..................................101
Que Jesucristo sea conocido, amado y seguido.......................................102
No ceder a la mentalidad utilitarista........................................................104
La regeneración del mundo precisa hombres rectos................................105
Cuba: El significado de la encarnación...................................................105
Cuba: Edificar la vida sobre la roca firme: Cristo...................................107
Cuba: Jesús, la verdad, os hará libres......................................................108
Cuba: Cristo es el factor principal del desarrollo....................................110
El don de Jesús con su Via Crucis: Dios es amor....................................111
El Concilio Vaticano II, signo de Dios y gran fuerza..............................112
Santa Clara de Asís: una conversión al amor...........................................113
El núcleo de todo: ¿Quién es para nosotros Jesús?..................................116
Jóvenes: Hablad de Cristo sin complejos ni temores...............................119
Configuración con Cristo, base de toda renovación................................120
Jesús, en comunión con Dios Padre hasta la cruz....................................123
Familia y cruz. Miremos a la cruz de Cristo............................................126
La túnica sagrada de Jesús: mensaje y significado..................................127
Pascua es la fiesta de la nueva creación..................................................128
Resucitó Cristo, mi esperanza.................................................................130
La resurrección, el misterio decisivo de nuestra fe.................................131
La transformación de la pascua en los discípulos....................................132
El culto cristiano es encuentro con el Resucitado...................................135
Bernardita, Labre y el misterio pascual: Señales.....................................136
El porqué del “por muchos” en lugar de “por todos”..............................139
Inspiración y verdad de la Biblia.............................................................143
Jesús Resucitado entre sus discípulos......................................................144
Mucho que aprender todavía de la Pacem in terris..................................145
El rasgo cualificador del pastor: dar la vida............................................146
El Señor llama, pero no lo escuchamos y tememos................................149
La búsqueda de Dios es fecunda para la inteligencia..............................150
Una visita a la catedral, testigo de fe.......................................................152
La educación religiosa y la formación en la fe........................................154
Es indispensable estar unidos a la vid, Jesús...........................................157
San Juan de Ávila, auténtico renovador..................................................158
La misión necesita la relación personal con Cristo.................................159
Os he destinado para que vayáis y deis fruto...........................................160
Transformarse para configurarse con Jesús.............................................161
Atreverse a una nueva partida.................................................................163
María, la mujer del “heme aquí” a Dios..................................................164
Ascensión del Señor................................................................................165
369
La historia, una lucha entre dos amores..................................................166
Escuchar el Concilio Vaticano II: Primacía de Dios................................166
Adultos según el Evangelio.....................................................................170
Pentecostés: Fiesta de la comunión humana............................................172
Juan de Ávila e Hildegarda, doctores de la Iglesia..................................174
En la familia se aprende a no ponerse en el centro..................................175
El sacerdocio es un don precioso.............................................................175
El gran don de la confirmación................................................................177
Cualidades del gobernante según san Ambrosio.....................................180
Interrogantes de las familias sobre la familia..........................................181
La familia, imagen de la Trinidad............................................................187
El Señor está presente y vivo en la Iglesia..............................................189
La familia, el trabajo y la fiesta...............................................................190
El deporte, escuela que educa al hombre.................................................191
El culto de la Eucaristía y su sacralidad..................................................191
La fiesta del Corpus Christi.....................................................................194
Fidelidad de Dios y nuestra fidelidad......................................................195
La profundidad del sacramento del bautismo..........................................196
La fe como amistad personal con Jesucristo...........................................202
Purificarse y revitalizar la fe....................................................................204
No tememos aunque tiemble la tierra......................................................205
La misión de Pedro en la Iglesia..............................................................206
Contigo hablo, niña, levántate.................................................................209
Jesús, el milagro más grande del universo..............................................210
Formar a los formadores: el primer servicio............................................211
San Buenaventura: la centralidad de Jesucristo.......................................213
Teresa de Jesús, estrella resplandeciente de Dios....................................214
Dios es el Pastor de la humanidad...........................................................216
Multiplicación de los panes: Cristo pan de vida......................................217
El centro de la existencia es la fe en Jesús..............................................219
La naturaleza del hombre es relación con el infinito...............................220
Los laicos, no colaboradores sino corresponsables.................................222
Asunción: En Dios hay espacio para el hombre......................................223
Asunción: Invitación a la confianza........................................................225
El significado de la multiplicación de los panes......................................226
Sinceridad: La falsedad es la marca del diablo........................................227
La alegría de la ley: dejarnos llevar por la verdad...................................228
El peligro de la falsa religiosidad............................................................231
Atención especial a los sacerdotes...........................................................232
La mariología a partir del Concilio Vaticano II.......................................233
Sentido de los diez mandamientos...........................................................235
Effetá, Ábrete: Resumen de la misión de Cristo.....................................235
Formar discípulos misioneros de Cristo..................................................236
Líbano: Purificarse para educar e iluminar..............................................238
Para abrir un porvenir de paz, educar en la paz.......................................238
Jóvenes: Buscad buenos maestros espirituales........................................239
Líbano: Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?........................................242
370
La realidad que vivimos exige una sólida formación..............................243
Solicitud por los sacerdotes y misión del laico........................................245
El fundamento ético del compromiso político.........................................248
Profunda distancia entre Jesús y sus discípulos.......................................250
Jesús no quiere envidias ni celos en sus discípulos.................................251
Volver a Dios para volver a ser hombres.................................................252
La Iglesia existe para evangelizar............................................................254
El matrimonio constituye en sí mismo un evangelio...............................255
Los santos: los protagonistas de la evangelización.................................256
San Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia...................................................257
Santa Hildegarda de Bingen, Doctora de la Iglesia.................................264
“Evangelium”. Sólo Dios puede crear su Iglesia.....................................272
El gran acontecimiento del Concilio Vaticano II.....................................276
Reflexiones sobre el Concilio Vaticano II...............................................279
Año Fe: Cristo, centro del cosmos y de la historia..................................282
La alegría humilde de la Iglesia después del Concilio............................285
El cristianismo es siempre nuevo............................................................286
El apego a los bienes impide la verdadera felicidad................................287
Hay una nueva primavera del cristianismo..............................................288
Derecho a emigrar y a no emigrar...........................................................291
Necesidad de personas de fe iluminada y vivida.....................................291
Servicio al hombre y al Evangelio, como Jesús......................................292
Los vientos contrarios y el viento del Espíritu........................................294
Bartimeo y la nueva evangelización........................................................295
Ser cristiano: entrar en la comunión de los santos...................................298
¿Cómo respondemos a la cuestión de la muerte?....................................299
La causa que más mueve al corazón a amar............................................300
Id y haced discípulos a todos los pueblos................................................301
Analogía de las ciencias, ser participado y creación...............................308
La música sagrada, la fe y la evangelización...........................................309
El óbolo de la viuda: Unidad entre fe y caridad......................................310
Es bello ser anciano: ¡Jamás la tristeza!..................................................311
Si Dios no existe, el mundo no funciona: Valor vida..............................313
El hospital, lugar de evangelización........................................................315
Jesucristo es el nuevo centro de la historia..............................................316
La Iglesia de Cristo es católica................................................................317
Jesús aclara la naturaleza de su reino......................................................319
Jesucristo, Rey del universo....................................................................322
Universitarios: El que os llama es fiel.....................................................322
Adviento: Venida y presencia de Dios en el mundo................................324
De la evangelización deriva un nuevo humanismo.................................325
Un pequeño fuego puede incendiar un gran bosque................................327
El auténtico sensus fidei no contesta al magisterio.................................328
Inmaculada: Nada separa a María de Dios..............................................330
Inmaculada: Silencio, gracia, alegría.......................................................331
Adviento: Juan Bautista prepara el camino de Jesús...............................333
Bienaventurados los que trabajan por la paz...........................................334
371
La fuerza decisiva para transformar América..........................................342
Adviento: alegría, conversión..................................................................343
Vivir la vida ordinaria con rectitud y bondad..........................................345
Da a César lo que es de César, y a Dios lo de Dios.................................346
Familia, Diálogo y Nueva evangelización...............................................348
Adviento: Visita de María a Isabel..........................................................352
No había lugar para Dios en la posada....................................................353
La verdad ha brotado de la tierra.............................................................356
San Esteban y la nueva evangelización...................................................357
Sagrada Familia.......................................................................................358
Saber pararnos a pensar y dar siempre gracias........................................359

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