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UNIVERSIDAD DE PIURA

DEPARTAMENTO DE TEOLOGÍA

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TEOLOGÍA Y VIDA MORAL

UNIDAD 1

«EL HOMBRE Y SU VIDA MORAL»

1. EL MENSAJE MORAL DE JESÚS DE NAZARET


- Quién es Jesús
- El anuncio del Reino de Dios y la llamada a la conversión
2. FIN ÚLTIMO Y LIBERTAD
- Breves nociones de fin y finalidad
- Fin último
- Noción de libertad
3. LA LEY MORAL
- La ley moral, obra de la sabiduría divina
- Finalidad de la Ley moral natural
- La Ley moral: conocimiento y propiedades
- La ley moral sobrenatural o ley divino - positiva

Profesor: José Luis Chinguel Beltrán


UNIDAD 01: EL HOMBRE Y SU VIDA MORAL

Luego de creado, y tras la caída de los orígenes, el hombre se halló en una situación
que precisaba ser liberado, redimido y, en cierto modo, re-creado (santificado). Todo
eso ha sido posible gracias a la acción redentora de Jesucristo y a la acción
santificadora del Espíritu Santo, que actúa a través de la Iglesia. Un anhelo de
redención y de santificación son expresados en el deseo de perfección, de felicidad y
de infinitud en el hombre. El deseo de poseer el bien que no se acaba, un bien por
encima del cual no hay otro (fin último), es el deseo del bien que nos colma siempre
en plenitud. El Sumo bien es, para nosotros los cristianos, el Dios tres veces Santo
revelado en la persona de Jesucristo, por medio de quien podemos acceder a la vida
de Dios, en virtud del Espíritu que nos hace partícipes de la vida del Dios verdadero
que es también Amor.

1. El mensaje moral de Jesús de Nazaret

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?


Le responde Pedro:
― Tú eres el Cristo.” (Mc 8, 29).

QUIÉN ES JESÚS

El autor del mensaje moral que vamos a presentar es El Verbo de Dios encarnado.
Claramente, en estos pocos párrafos, no pretendemos agotar una exposición sobre la
persona de Jesucristo, tan sólo queremos referirnos a Él para caer en la cuenta de la
importancia que tiene el Verbo de Dios como Persona divina que es desde la eternidad,
y que al encarnarse es también persona humana y que, por tanto, ha tomado parte de
la historia. El Verbo de Dios es el Hijo Unigénito de Dios, cuya relación filial es eterna. Ya
guardaba relación con la Creación y con el género humano, pero ésta se intensificó
con su Encarnación, al punto que Jesucristo se presentaba a sí mismo como “El hijo
del hombre”, que equivale a decir simplemente hombre, con la diferencia que se hizo
hombre sin dejar de ser Dios. Es, si cabe hablar así, “uno de los nuestros” y a la vez es
una de las Tres Personas Divinas.

Podemos mencionar varios nombres, pero principalmente tres, para referirnos al


Verbo de Dios encarnado; el primero de ellos es Emmanuel (Dios-con-nosotros); el
segundo es Jesús (Dios-salva); el tercero une su nombre propio con su condición de
Cristo (Mesías o Ungido) dando lugar así a Jesucristo. El nombre en la mentalidad judía
denota tanto el Ser de la persona como su misión. Jesucristo es todo lo anterior y más.
Es el Dios-con-nosotros, es el Salvador y es el Ungido de Dios como Rey y Señor del
universo. Pero el Ser de Jesucristo lleva consigo su hacer; más propiamente denota su
misión: Él es el único Salvador del género humano. Su misión de Salvador es también
equiparada a otras expresiones como las de Redentor o Liberador. Redentor porque nos
redimió pagando un rescate: la de dar su propia vida por nosotros. Liberador porque
pasó por este mundo haciendo el bien y eso exigía liberar del pecado y de cualquier
mal, dolencia o enfermedad. Otras veces señalan a Jesús como Maestro, pues enseñó
como quien tiene la autoridad de Dios. Su enseñanza no está recogida sólo en palabras
sino también en acciones; en obras. Lo que hizo y digo nos enseña lo realmente
importante: que somos y venimos de Dios, y a Él hemos de volver, haciendo su
voluntad aquí en la tierra y valiéndonos de los dones de su gracia.

EL ANUNCIO DEL REINO DE DIOS Y LA LLAMADA A LA CONVERSIÓN

Jesús inicia su vida pública manifestándose en el Jordán al acudir donde su primo


Juan para ser bautizado por él. En ese momento, ocurre una Teofanía: la de Dios Padre
que habla de su Hijo amado y la de Dios Espíritu Santo que “baja” en forma de paloma
sobre Jesús, el Hijo de Dios (cf. Mc 1, 9-11 y Lc 3, 21-22). Pasado lo cual, narra el
Evangelio, fue impulsado al desierto donde fue tentado por Satanás. Allí ayunó,
cuarenta días y cuarenta noches, y los ángeles le servían (cf. Mc 1, 12-13 y Lc 4, 1-13).

Su ministerio público tiene comienzo en Galilea, donde predica el Evangelio de Dios


con estas palabras: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos
y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). El tiempo se ha cumplido; ¿qué tiempo? El tiempo
en el que Dios en persona actúa para salvar al hombre de la situación en que se
encontraba; a la vez que Dios se revela en la persona de Jesucristo como un Dios
Trinitario. El Reino de Dios es una categoría muy amplia que significa el dominio de
Dios sobre la creación, es un dominio que requiere que la criatura racional (ángeles y
hombres) se sometan plenamente a Dios, le rindan culto verdadero y realicen la
voluntad de Dios en ellos mismos. En ese Reino cada hombre está llamado a ser y a
vivir como un hijo del Gran Rey; es decir como hijo de Dios y su comportamiento,
como tal, es una llamada constante a ser vivido ya en este mundo. La llamada a la
conversión va dirigida a quienes tienen necesidad de convertirse, que a la vez tienen
la posibilidad de convertirse y quieren efectivamente convertirse. A los que no tienen
posibilidad de convertirse por algún impedimento mayor es Jesús mismo quien les
pone en condiciones ayudando su situación de miseria, de enfermedad o de esclavitud
(cf. Mc 1, 23-27; 1, 32-34). Es por eso que sana, cura, exorciza a quien no tiene
posibilidad de liberarse, para posteriormente convertirse y adherirse al Evangelio.
Para adherirse al Evangelio es necesario creer en Jesús y en su mensaje de salvación
que es, al mismo tiempo, un mensaje de compromiso en la misma misión que Jesús ha
venido a realizar: la salvación del género humano, uno a uno, persona a persona.
Jesús no solo hace (cura, sana, exorciza, predica, enseña, etc.) también ora; reza a su
Padre (cf Mc 1, 35-38). He aquí algo importante que aprender: nuestra actuar se
alimenta de la oración, del trato de relación con Dios. Jesús, también ejerce la
misericordia perdonando los pecados. Él lo podía hacer porque es Dios; así, antes de
curar a un paralítico cuyos amigos le pusieron delante de Él, le perdona sus pecados.
Aunque advirtió de un pecado que no puede ser perdonado: el pecado de blasfemia
contra el Espíritu Santo (cf. Mc 3, 28-29). En otra ocasión, le presentan a un hombre
que tenía la mano seca. Fue un sábado, y Jesús les pregunta: «¿Es lícito en sábado hacer
el bien o hacer el mal, salvar la vida de un hombre o quitársela?» (Mc 3, 4).
Naturalmente, es lícito hacer el bien o salvar una vida, ya sea en sábado o en cualquier
otro día.

Otra enseñanza importante la hallamos en que las llamadas o vocaciones que Él mismo
realiza nos muestra que Dios quiere contar con el hombre en la obra de la Redención.
La palabra con la que suele llamar a sus discípulos es “seguidme”. Y es que el
Seguimiento de Cristo resume bastante bien la adhesión a su persona; el “estar con Él”;
el “andar con Él”, el “ser uno de los suyos”. A la llamada a seguirle le hicieron caso
trabajadores de oficios modestos como el de ser pescadores; aunque también hubo
otros con mayor categoría social como Mateo. Además de la elección de los Doce
apóstoles, Jesús establece una nueva familia en la cual su “Madre y sus hermanos” son
los que hacen la Voluntad de Dios (cf. Mc 3, 33-35). Ese hacer la Voluntad de Dios
implica formar parte de su misión; de hecho, la palabra “Apóstol” significa enviado.
Jesús envía a los Doce con indicaciones concretas para el trabajo apostólico, que si
duda fue (y sigue siendo) abundante. No obstante, cuando los Apóstoles regresaron de
su primera misión, Jesús los invitó a un lugar apartado para descansar un poco. El
descanso forma parte de la vida humana, y es también santificable. Dicho trabajo
apostólico no dejará de ser premiado por la generosidad de Dios; así lo atestigua San
Marcos en su Evangelio que venimos citando continuamente: «En verdad os digo que
no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o
campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más, en
casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y en el siglo
venidero, la vida eterna» (Mc 10, 29-31)

Jesús se compadece de las necesidades espirituales y también materiales de quienes le


seguían para oírle. En lugar de despedirlos con el estómago vacío, les pide a los
Apóstoles que ellos den de comer a la multitud allí congregada. Otra vez Dios quiere
contar con lo poco que tengamos para ponerlo a sus pies y que sea Él quien ponga el
incremento: con sólo reunir cinco panes y dos peces obró Jesús el milagro de alimentar
a unos cinco mil hombres (cf. Mc 6, 34-44). Esta manera de actuar de Dios anima a
confiar en su Providencia, en su preocupación por nosotros.

Entre las cosas que más detesta Jesús encontramos, entre otras, la falta de fe o del sentido
de Dios y la hipocresía. Este último vicio se lo echaba en cara especialmente a los fariseos
y algunos escribas de la Ley (cf. Mc 7, 1-13). La falta de fe o del sentido de Dios es
reprochada también a sus discípulos; por ejemplo, cuando le dice a Pedro: «¡Apártate
de mí Satanás!, porque tú no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mc 8,
33). En otra ocasión exclama: «¡Oh, generación incrédula!, ¿Hasta cuándo tendré que
estar entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros?» (Mc 9, 19). Denuncia la
hipocresía de los escribas diciendo que «devoran las casas de las viudas y fingen largas
oraciones» (Mc 12, 40).

Le vemos dando a las personas y sus actos la importancia que les corresponde. Les
enseña a sus discípulos el valor del servicio: «Si alguno quiere ser el primero, que se
haga el último de todos y servidor de todos» (Mc 9, 35). Más adelante resalta que recibir
en su nombre a un niño es recibirle a Él (cf. Mc 9, 37); pues «de los que son como ellos
es el Reino de Dios» (Mc 9, 35). Advierte a su vez la gravedad que supone
“escandalizar a uno de estos pequeños” (Mc 9, 42). Otro motivo de rechazo por parte
del Señor se halla en el adulterio que un hombre puede ocasionar al repudiar a su
mujer, pues le expone a que otro se case con ella, cometiendo este último otro
adulterio.

Ser capaces de alcanzar un lugar en el Cielo es algo imposible para los hombres,
contando con sus solas fuerzas; pero es posible con la ayuda de Dios, pues para «Dios
todo es posible» (Mc 10, 27). Por lo que cualquier emprendimiento humano ha de
contar con Dios si pretende ser realizable; más aún la aspiración de la salvación de las
almas deberá contar con la ayuda de Dios, pues es un don por Él otorgado a los
hombres; siempre que éstos libremente quieran aceptar ese don. Uno de los
impedimentos al don Dios es rechazar su perdón, así como el no querer perdonar a
los demás; por eso es condición para ser perdonados por Dios el que nosotros
perdonemos, de veras, a los demás (cf. Mc 11, 25-26).

En relación a la autoridad civil, son pocas las alusiones. Por lo menos citamos aquella
respuesta que Jesús dio a quienes querían tenderle una trampa con ocasión de
preguntarle su parecer respecto de pagar impuestos al Imperio Romano. He aquí su
respuesta, por lo demás muy conocida: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo
que es de Dios» (Mc 12, 17). Respecto de la atención a los pobres, enseña el valor de
hacerles el bien (benefacere), pero esa atención no es mayor que aquella que hemos de
tener para con el Señor: «Dejadla, ¿por qué la molestáis? Ha hecho una obra buena
conmigo, porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis hacerles bien
cuando queráis, pero a mí no siempre me tenéis» (Mc 14, 6-7).

El mensaje de Jesús está tensionado hacia el final de los tiempos, y conviene tomarlo
en consideración; pues habrá dolor y tribulación previos a ese final de los tiempos.
Frente a ello, se salvará quien persevere hasta el fin (cf. Mc 13, 13). Esa perseverancia
ha de ser en vigilia; es decir en vela, porque no se sabe el día ni la hora de ese momento
final (cf. Mc 13, 37). También dicha perseverancia se conjuga con el llevar a cabo el
mandato final de Cristo de ir por el mundo entero y predicar el Evangelio a toda
criatura (cf. Mc 16, 15).

2. Fin último y la libertad

BREVES NOCIONES DE FIN Y FINALIDAD

Ferrater Mora (1994, p. 1355) precisa que «fin puede significar “terminación”, “límite”
o “acabamiento” de una cosa o de un proceso». De ello se infiere que puede entenderse
en sentido temporal como el momento final; en sentido espacial, como el límite; así como
en sentido de definición o determinación, y en sentido de “intención” o
“cumplimiento de intención”, como propósito, objetivo, blanco. Reviste cierto interés
conocer que en el origen del término griego telos parece que proviene de “cinta”,
“venda”, “ligadura”. Y no menos llamativo resulta que el término latino finis haya
derivado de “fijar”, “sujetar”. Por su parte, para De Vries (1976, p. 258) fin «significa
todo aquello por cuyo motivo algo es o sucede. El fin se dice normalmente de la meta
perseguida por la aplicación de medios (…). Bajo el aspecto moral, los medios, por su
utilización para un fin moralmente bueno, participan de la bondad del mismo; en
cambio ningún fin por bueno o necesario que sea, puede justificar la utilización de
medios que son malos por naturaleza».

La palabra finalidad merece aclaración y distinción respecto del significado de fin. A


propósito de ello, Alvira (2010, pp. 489-490) manifiesta que «este concepto [de
finalidad] está directamente relacionado con el de fin o término, y con el límite; a los
que añade el matiz dinámico. La finalidad consiste en la “tensión hacia un término o
límite” (…) La tendencia parece implicar una dualidad ―lo que tiende y aquello hacia
lo que se tiende―, cuya conjunción y modo de conjunción son problemáticos». Y, en
relación a la praxis, amplía este autor diciendo que «la finalidad es particularmente
difícil de negar en la esfera de la praxis humana. Tenemos experiencia de que nuestras
acciones conscientes tienden a un fin. La discusión versa aquí sobre el carácter libre o
no de esa tendencia para el ser humano». En el apartado número 3 abordaremos el
tema de la libertad.

Para De Vries (1976, p. 259) «finalidad significa la orientación de un ente, en su


estructura y función, a un fin, en el que dicho ser encuentra su consumación esencial
pero también el final o el límite de su devenir». Conviene destacar aquí que coincide
con Alvira respecto al matiz dinámico del concepto de finalidad. Pero De Vries
desarrolla aún más el concepto sosteniendo que hay cuatro clases de finalidad: una
finalidad de la esencia, una finalidad de sentido, una finalidad de adecuación y una
finalidad utilitaria1.

FIN ÚLTIMO

“Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Ts 4, 3).


“Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la
verdad” (Tm 2, 3-4).
“Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: ― Esta es la morada de
Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su
pueblo y Él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lagrima de
sus ojos, y no habrá ya muerte ni llanto, ni gritos ni fatigas, porque el
mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 3-4).

Sarmiento, Molina y Trigo (2013) afirman que «la cuestión del fin último ha sido objeto
de una notable discusión en los últimos decenios» (p. 111). Y que existe un fin último
para el hombre, el cual «en términos naturales, se identifica con la perfección de la
naturaleza o de la persona humana como tal». Pero, en términos dados por la
revelación, el fin último se identifica «con Dios mismo o, en general, con la felicidad o
bienaventuranza» (p. 112). Es más, ese fin último puede ser visto como Bien supremo2.

1 Estas finalidades van de lo más general a lo más singular y específico, según se ve a continuación:
―(1) La finalidad de la esencia, por la que todo ente en su esencia y devenir existe de tal manera que en
su principio puede y debe realizar su propia naturaleza esencial. Esta forma fundamental de finalidad
queda expresada en «el principio de finalidad» con una visión apriorística de la positividad del ser y
de la posesión del mismo: «es mejor ser que no ser».
―(2) La finalidad del sentido se refiere al camino que conduce a la realización de la esencia y a la manera
de esa realización: al camino, por cuanto éste es apropiado para conducir al fin, a la manera del fin, por
cuanto éste da expresión a la esencia. Algunas propiedades morfológicas y fisiológicas de los
organismos (p. ej., muchos colores y formas de las mariposas, pájaros y peces) no son útiles en el sentido
usual de la finalidad utilitaria o de la acomodación al entorno, sino que más bien en su forma dan
expresión a la especie. En el ámbito del hombre las formas y las conductas artísticas (p. ej., la danza)
encarnan un sentido, pero sin ser útiles en sentido auténtico.
―(3) Finalidad es referencia a un fin en el sentido de aspiración o adecuación al mismo. Aspiración a un
fin significa la orientación de una actividad o principio activo a un objetivo previamente señalado que
debe conseguirse. El hombre mismo propone tales fines con libre conocimiento y querer (finalidad
consciente). Pero la posición del fin presupone ya, por lo menos, una orientación del hombre a unos
fines a través de los cuales él consuma su esencia. Esta orientación previamente dada a unos fines, que
existe en el hombre y en todas las cosas sin su intervención, se llama finalidad de la naturaleza. La
finalidad consciente es incompleta en los animales, por cuanto la tendencia natural solo se concreta por
mediación del conocimiento y apetito sensibles. Si el orden final se impone a un material desde fuera,
se trata de una finalidad operativa accidental. El fin tiene más en cuenta la ordenación de los medios
puestos para conseguir una meta.
― (4) La finalidad utilitaria centra la mirada en el provecho mayor o menor de los órdenes finales. Bajo
este aspecto distinguimos la finalidad propia, la de la especie, y la ajena, según que el fin aparezca en
provecho para el individuo, para la especie o para otro ser.
2 Por eso, sostienen los autores mencionados que «este bien supremo es el que, en la tradición cristiana,

se ha identificado con Dios (...), un Dios personal que se revela como Padre, Hijo y Espíritu Santo, al
Con ayuda de la categoría del encuentro —pero de un encuentro que lleve a la unión-
comunión— es posible exponer en qué consiste, para el hombre, la felicidad plena y
verdadera. Explican Sarmiento, Molina y Trigo (p. 115) que «según el pensamiento
cristiano, vale la pena ejercitarse en la vida virtuosa por amor del Summum Bonum, por
Dios; la felicidad vendrá como encuentro inseparable con Él». Estos autores valoran
positivamente que el tratado de moral de Santo Tomás de Aquino 3 se llame De
beatitudine; es decir Sobre la felicidad o Bienaventuranza, y esa beatitudo está
«indisociablemente unida a la posesión de Dios» (p. 115).

Por su parte, «la Teología ha tematizado este aspecto bajo el concepto de gloria de Dios,
que no es otra cosa que el esplendor de la perfección, bondad y amor divinos (...) La gloria
de Dios, como decía San Ireneo, es el hombre viviente, y tanto más cuanto con más
plenitud vive la vida que recibió: en él brilla la grandeza de Dios» (p. 119).

Los tres autores citados, consideran que en el pensamiento contemporáneo «se quiere
huir de un tipo de interpretación del fin último denominada “finalista” de la naturaleza
humana, ajena a la subjetividad del hombre» (p. 120). Pues, aunque es verdadero
«afirmar que Dios es el fin último del hombre por naturaleza», tal afirmación «no dice
nada de cómo el fin último desencadena la acción moral, de cómo se convierte en
principio de acciones humanas». Como posible respuesta a esta objeción diremos que
el deseo del bien se constituye en un principio y en un dinamismo interior de nuestras
acciones que nos debería conducir hacia el fin último.

VIDA ETERNA

“Uno de los principales le preguntó: ― Maestro bueno, ¿qué haré para


tener en herencia la vida eterna?” (Lc 18, 18)
“Le respondió Simón Pedro: ― Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes
palabras de vida eterna” (Jn 6, 68)
“Entonces Pedro tomando la palabra, le dijo: ― Ya lo ves, nosotros lo
hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos, pues?

que tenemos acceso en y por Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, gracias a la acción del Espíritu
Santo» (p. 114).
3 A fin de ampliar la explicación recogemos lo que afirman estos autores sobre la doctrina del Aquinate:

«De acuerdo con Santo Tomás, en la vida presente del hombre se pueden vislumbrar dos tipos de
felicidad. Una natural ―proporcionada a la naturaleza humana, en la expresión de los clásicos― que
la persona puede alcanzar por sí misma; otra sobrenatural ―que excede a la naturaleza humana― que
se consigue sólo con la ayuda de Dios [ver S.Th., I-II, q. 62, a.1], a través de la participación de la
naturaleza divina. La felicidad natural es verdadera felicidad, pero por una parte es ciertamente
incompleta; y, por otra, precaria y esquiva, siempre sometida, mientras se vive en el tiempo, al temor
de perderla» (p, 118).
Jesús le respondió: ― (…) Y todo el que haya dejado casa, hermanos o
hermanas, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre,
recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna” (Mt 19, 27-29).

Corresponde hora referirnos a la noción de vida eterna, para lo cual hemos recurrido a
algunas citas de las Sagradas Escrituras4 que hacen referencia explícita esa realidad
prometida. Junto con ello, pasamos a reseñar dos encíclicas recientes del magisterio
pontificio: Veritatis splendor (VS) y Spe Salvi (SpS). A propósito de la pregunta del joven
rico a Jesús «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt
19, 16), comenta Juan Pablo II en VS, 8 que es «una pregunta esencial e ineludible para
la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida
eterna que hemos de alcanzar. El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión
entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino». Benedicto XVI, en
Spe Salvi5 ensaya la cuestión de ¿en qué consiste la vida eterna? Y responde que ésta no
es una sucesión interminable de la vida tal y como la conocemos en este mundo; esto
sería algo aburrido e insoportable (SpS, 10). No; la vida eterna es de otra índole: es la
vida verdadera, que ignoramos, pero creemos que es algo que debe existir (cf. SpS, 11)
y que por eso “tendemos a ello” (n. 12). A la vez, incide Benedicto XVI, citando a De
Lubac, que la salvación no es individualista, sino comunitaria (cf. SpS, 13 -14).

NOCIÓN DE LIBERTAD

“Ante los hombres están la vida y la muerte, el bien y el mal; a cada


uno se le dará lo que le plazca” (Si 15, 18).
“Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos,
conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31-32).
“Pero, gracias a Dios, vosotros, que fuisteis esclavos del pecado,
obedecisteis de corazón a aquel modelo de doctrina al que fuisteis
confiados y, liberados del pecado, os hicisteis siervos de la justicia”
(Rom 6, 17-18).
“Porque vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad. Pero esta
libertad no sea pretexto para la carne, sino servíos mutuamente unos a
otros por amor” (Gal 5, 13).

4 Recogemos también lo manifestado por Sarmiento, Molina y Trigo, especialmente referido al Cuarto
Evangelio y a una de las Cartas paulinas: «El Evangelio de Juan usa la expresión vida eterna para indicar
lo que se incoa en el hombre cuando se recibe a Jesucristo por la fe y que se consumará con el encuentro
definitivo con Él. La vida eterna incluye, superándola, lo que en el lenguaje filosófico denominamos vida
lograda o feliz. Referida a la vida del cristiano, “eterna” no designa tanto oposición a terrena cuanto la
novedad indefectible de una nueva madurez de la plenitud de Cristo (Ef 4, 13)» (pp. 118-119).
5 Vemos, pues, el acierto del Papa emérito en tratar la virtud de la esperanza en relación a la felicidad.

Y en esto nos respaldamos también en el siguiente número del Catecismo de la Iglesia Católica: «La virtud
de la esperanza responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume
las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los
cielos» (CEC, n. 1818).
Citamos a continuación los siguientes puntos del Catecismo de la Iglesia Católica:
1731 La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no
obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por
el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es, en el hombre, una fuerza
de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad alcanza su
perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza.

1732 Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios,
la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer
en perfección o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los actos propiamente
humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito.

1733 En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más
libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección
de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a la esclavitud del
pecado (cf Rm 6, 17).

1734 La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que estos
son voluntarios. El progreso en la virtud, el conocimiento del bien, y la ascesis
acrecientan el dominio de la voluntad sobre los propios actos.

1735 La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas


e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor,
los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales.

1736 Todo acto directamente querido es imputable a su autor:


Así el Señor pregunta a Adán tras el pecado en el paraíso: “¿Qué has hecho?” (Gn
3,13). Igualmente a Caín (cf Gn 4, 10). Así también el profeta Natán al rey David, tras
el adulterio con la mujer de Urías y la muerte de éste (cf 2 S 12, 7-15).
Una acción puede ser indirectamente voluntaria cuando resulta de una negligencia
respecto a lo que se habría debido conocer o hacer, por ejemplo, un accidente
provocado por la ignorancia del código de la circulación.

1737 Un efecto puede ser tolerado sin ser querido por el que actúa, por ejemplo, el
agotamiento de una madre a la cabecera de su hijo enfermo. El efecto malo no es
imputable si no ha sido querido ni como fin ni como medio de la acción, como la
muerte acontecida al auxiliar a una persona en peligro. Para que el efecto malo sea
imputable, es preciso que sea previsible y que el que actúa tenga la posibilidad de
evitarlo, por ejemplo, en el caso de un homicidio cometido por un conductor en estado
de embriaguez.

1738 La libertad se ejercita en las relaciones entre los seres humanos. Toda persona
humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como un
ser libre y responsable. Todo hombre debe prestar a cada cual el respeto al que éste
tiene derecho. El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la
dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa (cf DH 2).
Este derecho debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien
común y del orden público (cf DH 7).

3. La ley moral natural

LA LEY MORAL, OBRA DE LA SABIDURÍA DIVINA

Una primera aproximación a la ley moral


La ley moral es una ayuda para el hombre porque señala el camino que la persona
ha de seguir para hacer de su vida una respuesta al designio amoroso de Dios
(Sarmiento, Molina y Trigo, 2013: 383). Además de la ley moral, se requiere de la gracia,
por eso, sostienen estos autores, “el hombre cuenta con el auxilio de la gracia, que lo
capacita para obrar sobrenaturalmente, y con la ayuda de la ley, que lo instruye en el
conocimiento y dirección del bien.” (p. 385).
El número 1951 del Catecismo de la Iglesia Católica (CCE por sus siglas en Latín) nos
dice, a modo de definición que:
«La ley moral supone el orden racional establecido entre las criaturas, para su bien y con
miras a su fin, por el poder, la sabiduría y la bondad del Creador. (…) La ley es declarada y
establecida por la razón como una participación en la providencia del Dios vivo, Creador y
Redentor de todos».
Los autores hacen dos recomendaciones para una buena comprensión de la ley
moral: i) desprenderse de una concepción de la ley prevalentemente jurídica,
difundida sobre todo en el Occidente latino; y ii) situarse en el contexto bíblico de la
Alianza originaria de Dios con los hombres (p. 387).

La ley eterna, fundamento y fuente de la ley moral


Citan a dos doctores de la Iglesia respecto de lo que conciben como ley eterna. El
primero, S. AGUSTÍN, sostiene que «La ley eterna es la razón divina o voluntad de Dios
que manda conservar el orden moral y prohíbe alterarlo» [Réplica a Fausto, el maniqueo,
Libro XXII: Católicos y maniqueos ante patriarcas y profetas. Traducción de Pío de
Luis, OSA; consultado el 04/11/2018 en agustinus.it].
El segundo es S. TOMÁS DE AQUINO, para quien «La ley eterna no es otra cosa que
la razón de la sabiduría divina en cuanto principio directivo de todo acto y de todo
movimiento» [S.Th. I II, q. 93 a.1 sol.; Madrid: BAC, 2001]. A continuación, explica las
características de la Ley eterna: “Es ley, porque es el plan con el que Dios crea y cuida
de todas las cosas. Es eterna, porque se identifica con la misma Sabiduría divina: «como
la Sabiduría de Dios nada concibe en el tiempo, sino que tiene un Verbo eterno (Prv 8,
28), con propiedad se llama ley eterna» [S.Th. I II, q. 93 a.1]” (p. 388). Y que dicha ley
“es fruto del Amor y Sabiduría divinos... Así lo manifiesta abiertamente la Sagrada
Escritura y lo percibe también con claridad la luz de la razón” (p. 389). El hombre es
libre de seguirla o no; de hacerlo de un modo o de otro; pero seguirla, es tan relevante
que le asegura actuar con fidelidad al bien y caminar en la verdad (p. 388).

La racionalidad de la ley moral


Al respecto dicen los autores que “El hombre realiza su vida en la verdad cuando
observa con fidelidad la ley moral. Ésta, sin embargo, solo lo es en la medida en que
la razón, como guía de la voluntad, se identifique con la misma razón divina, es decir,
con la Ley eterna” (p. 389).
Y respecto a la obligatoriedad de la ley, nos indican que, si se “sostiene, como debe
hacerse, que la ley pertenece a la razón, su fuerza vinculante surge primaria y
fundamentalmente de la conformidad con la verdad (con la realidad). La obligación
de observarla deriva de ella misma (de lo señalado por la ley), no de que ese contenido
esté mandado o prohibido” (p. 390). Por esto llegan a afirmar que “El fundamento
último de la conexión entre la ley (la verdad) y la libertad se encuentra en la verdad
de la creación. Descubrir y adherirse a la verdad es una exigencia de la misma
libertad” (p. 391).

LA FINALIDAD DE LA LEY MORAL

Cristo, plenitud y fin de la vida moral


Los autores manifiestan que “El plan de Dios sobre el hombre es la identificación con
Cristo. [El hombre] ha sido creado con el fin de llegar a ser hijo de Dios. Esa es también
la finalidad de la encarnación y de la redención: que el ser humano participe de la vida
de los hijos de Dios en Cristo, el Hijo de Dios; que entre a formar parte de la familia
de Dios participando de la misma relación que tiene el Hijo con el Padre. Por eso, solo es
posible conocer la verdad plena sobre el hombre si se conoce el fin para el que ha sido
destinado” (p. 394).
Y a continuación destacan que “por tanto, el hombre encuentra en Cristo el
resumen y la plenitud de la ley moral. Cristo, en efecto, es quien revela al hombre de
manera plena el sentido de su dignidad y vocación humana (esa es la finalidad de la
ley moral natural); y Cristo es también quien, con su vida y palabras, le descubre la
filiación divina, es decir, el sentido y razón última del vivir humano (esa es la finalidad
de la ley revelada)” (p. 394).
La ley moral, bien y verdad del hombre
Previamente habían aseverado que el hombre, “inclinado creacionalmente hacia el
bien que corresponde a su dignidad de imagen de Dios, el hombre está capacitado,
por la luz de su razón, para descubrir la verdad sobre ese bien y para actuar de
acuerdo con ella” (p. 392). Complementan diciendo que “El hombre cuenta además
con otra vía de conocimiento de la ley moral. Es sobrenatural o revelada, por lo que se
conoce la ley moral sobrenatural o de la gracia, también llamada ley moral divino-positiva.
Por ella el hombre tiene la posibilidad de conocer y realizar el bien que es conforme al
entero plan de Dios sobre su vida, es decir, es capaz de discernir el obrar moral propio
de un hijo de Dios.” (p. 393).

LA LEY MORAL: CONOCIMIENTO Y PROPIEDADES

Interesa citar lo explicado por los autores a continuación: “El hombre participa de
la sabiduría y de la bondad de Dios por medio de su razón y su voluntad. Gracias a la
razón, sabe cuál es el bien moral que debe buscar como fin y experimenta que debe
hacerlo y cómo debe hacerlo (de acuerdo con las virtudes). Puede conocer también
cuáles son los medios buenos que debe poner para alcanzar el fin que se ha propuesto.
Y gracias a la voluntad, atraída por el bien (y ayudada por la afectividad sensible),
quiere el fin, quiere los medios y los realiza” (p. 406).

El conocimiento de la ley moral natural


Se trata de ver el alcance de ese conocimiento y el modo en que puede ser
alcanzado, puesto que se da por sentada la capacidad que tiene la criatura racional de
conocer la ley moral natural (cf. p. 406).
Hay un hábito de la facultad de entendimiento humano que conoce los primeros
principios de la razón práctica y preceptúa realizarlos. Hablamos de la sindéresis. El
primero de esos principios puede enunciarse como “el bien ha de hacerse y buscarse,
y el mal ha de evitarse” (cf. p. 407).
No sólo eso, sino que también la sindéresis “conoce y preceptúa los fines que la
persona debe perseguir” (p. 407). Haciendo esto, ordena y regula; es decir, da “forma”
a las inclinaciones naturales del hombre (cf. p. 408). Y es “a partir de los fines virtuosos
captados naturalmente por la sindéresis, se establecen las verdades o principios
prácticos” (ibid.).

La universalidad e inmutabilidad de la ley moral natural


Se trata de dos de sus propiedades o aspectos específicos de la ley moral natural
(cf. p. 409). Es universal en el sentido que alcanza a todos los hombres (ibid.). Y dice el
CCE, 1956 que “expresa la dignidad de la persona y determina la base de sus derechos
y deberes”. Es universal porque también abarca todos los actos singulares del hombre
(cf. p. 410). Que la ley moral natural sea inmutable significa que permanece invariable
a través de los tiempos y lugares. Inmutabilidad que no excluye la historicidad (cf. p.
410).

Los preceptos de la ley moral


Señalan Sarmiento Molina y Trigo (2013: 411) que “el tratamiento clásico de la ley
moral distingue tres clases de preceptos:
--- Los primeros que son evidentes y conocidos por sí mismos con el solo despliegue
de la razón (...) Su consideración ilumina inmediatamente sobre la bondad o malicia de
los actos que realiza la persona y también porque a ellos remiten siempre todos los
demás preceptos de la ley natural. Ej. Haz el bien, evita el mal.
--- Los de segunda categoría o secundarios están contenidos en los primeros y se
derivan de ellos con un simple razonamiento; son como una explicitación de los
primeros (coinciden con los preceptos del Decálogo). Su formulación más adecuada
puede ser sintetizada en el mandamiento de amar a Dios y a los demás como a uno
mismo.
--- Los tercera categoría se derivan de estos últimos con un razonamiento más o
menos complejo. No están contenidos expresamente en el Decálogo, pero pueden
deducirse de él, al menos por los «más sabios» de la comunidad”. Esta tercera
categoría es necesaria para dilucidar frente a dilemas éticos y la han de tomar en
cuenta los jueces y legisladores.
*Nos advierten también que “no cabe ignorancia inculpable de los primeros
preceptos. La razón humana los capta de modo evidente. No hacerlo manifestaría
oscurecimiento de la luz natural de la inteligencia; y eso no puede acontecer sin culpa
de la persona. En cambio, cabe cierta ignorancia inculpable de los preceptos secundarios
(de alguno de los preceptos del Decálogo) por un período de tiempo más o menos
largo, pero no por toda la vida. La razón es que, como se trata de preceptos que no son
evidentes en sí mismos, su conocimiento exige un discurso más o menos largo, por lo
que pueden darse situaciones en las que alguien yerre de buena fe” (p. 412).

Magisterio de la Iglesia y ley natural


El Magisterio de la Iglesia es una ayuda en el ámbito de las normas morales
concretas, ya que el hombre no es infalible y puede errar en el acceso a la verdad (cfr.
p. 414). Y que “la conciencia cristiana es conciencia eclesial. Lo que, entre otras cosas,
quiere decir que la verdad de la conciencia está ligada a la fidelidad a la autoridad
jerárquica que Dios ha querido para su Iglesia” (p. 414).
Dicha ayuda del Magisterio en modo alguno menoscaba la libertad de conciencia
de los cristianos, que nunca es libertad respecto a la verdad sino siempre y sólo en la
verdad (cfr. p. 414).

LA LEY MORAL SOBRENATURAL O LEY DIVINO - POSITIVA

En el apartado anterior se destacó lo importante e imprescindible que es la


Revelación para el conocimiento y la participación en el designio o Plan eterno de Dios
sobre la creación. Se trata, pues de desarrollar un poco más esa Revelación en lo
referido al conocimiento de la ley de Dios. Dios, movido por su amor, fue dándose a
conocer al hombre y dio a conocer las exigenciaa de su Alianza con Él y las exigencias
cultuales, jurídicas y morales que de dicha Alianza se colegían. Ese darse a conocer
fue gradual como se irá mostrando a continuación (cfr. p. 417).

La Ley antigua, primer estadio de la ley revelada


Resumimos diciendo que “la ley, que da a conocer el camino que ha de seguir el
pueblo de Israel, es fruto del amor de Dios que lo libera de la esclavitud; y también,
que el cumplimiento de la ley es la respuesta que el pueblo ha de dar al amor de Dios:
a eso se reduce la obediencia y la fidelidad que le pide el Señor” (p. 418).
Y, aunque “la Ley con la que Dios guía a su pueblo es santa, espiritual y buena” es
aún imperfecta; y es considerada preparación para el Evangelio (pp. 418 -419); es decir
para la Ley nueva en Cristo.

El Decálogo, don y proclamación singular de la Ley de Dios


En el conjunto de la Ley antigua, el Decálogo ocupa un lugar y un significado muy
particular. Es tal su importancia que, con él, Dios constituye, funda el pueblo de la
Alianza (cfr. Ex 24), llamado a ser su propiedad personal entre todos los pueblos, una nación
santa (Ex 19, 5-6), que hiciera resplandecer sus santidad entre todas las naciones (cfr.
pp. 419 - 420). Considerado “un don particular y signo de la alianza divina a favor del
hombre, ya que revela una intervención singular de Dios”, gracias al cual la persona
humana recibe una ayuda en el discernimiento del bien y de la maldad (cfr. 420).
Afirman con el CCE, n. 2058 que “el contexto de la Alianza hace descubrir también
que el Decálogo es un resumen y una proclamación singular de la ley moral” (p. 420). En
otras palabras, “el Decálogo es una expresión privilegiada de la ley moral, porque se
centra en las exigencias fundamentales (derechos y deberes) de la persona en su
relación con Dios y con los demás” (p. 420).
Y que gracias a la consideración de la Alianza se pone de relieve “que el fin de la
ley es el amor de Dios, y que los mandamientos indican el camino que el hombre ha
de seguir para responder positivamente a ese amor” (p. 420). Los preceptos allí
recogidos en el Decálogo —y grabados en el corazón del hombre— pueden ser de dos
tipos: positivos y negativos. “Los preceptos positivos obligan siempre, pero no en cada
momento o circunstancia. Los negativos, en cambio, obligan a todos y cada uno
siempre y en todas las circunstancias”.

La Ley nueva, plenitud de la ley divina natural y revelada


Explicitan que “La Ley nueva es la participación más elevada de la ley eterna, es la
norma suprema de la vida moral humana. Al observarla, el hombre responde a la
vocación a la que Dios le ha destinado desde toda la eternidad: ser y vivir como hijo de Dios
en el Hijo” (p. 422). Allí mismo los autores nos indican que “a la Ley nueva, como
propia de la «plenitud de los tiempos», se refiere la Escritura con expresiones como
«ley de Cristo» (cf. Ga 6, 2; 1 Co 9, 21), «ley del espíritu» (cf. Rm 8, 1-2), «ley de la fe»
(cf. Rm 3, 27-28), «ley perfecta» (cf. St 1, 25), «ley de la libertad» (cf. St 2, 12).”
A continuación, presentan la siguiente cita del CEC, n. 1966: «La Ley nueva es la
gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo. Actúa por la caridad,
utiliza el Sermón del Señor para enseñarnos lo que hay que hacer, y los sacramentos
para comunicarnos la gracia para realizarlo.» Y para decirnos en qué consiste la gracia,
exponen que “la gracia, que transforma por completo y desde dentro a la naturaleza
humana y sus inclinaciones, es la fuente primera del obrar6 propio de la nueva Ley.
Con la gracia, la persona recibe los dones del Espíritu Santo y las virtudes infusas” (p.
423). En la Ley nueva siguen vigentes la Ley natural y la Ley antigua, porque dicha
Ley nueva significa la superación y plenitud de estas, pero nunca su derogación (cf.
p. 424).

BIBLIOGRAFÍA
AA. VV. Catecismo de la Iglesia Católica, Madrid: Asociación Editores del Catecismo,
2015.
AA. VV. Nueva Biblia de Jerusalén, Bilbao: Descleé De Brouwer, 1998.
DE VRIES, J. (1976). «Fin», en Diccionario de Filosofía, Barcelona: Herder. (Ed. 1995).
FERRATER MORA, J. (1994). Diccionario de Filosofía, Barcelona: Ariel Referencia.
SARMIENTO, A., MOLINA, E. Y TRIGO, T. Teología Moral Fundamental, Pamplona: Eunsa,
2013.

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Explican (p. 423) la gracia como un dinamismo interior que es “fruto de la acción del Espíritu Santo,
que muestra a la persona el camino hacia el bien, lo inclina a él, y, sobre todo, le da la fuerza para
recorrerlo”

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