Está en la página 1de 45

La violencia y la palabra*

I. Introducción: La violencia de los actos legales

La interpretación legal1 tiene lugar en un campo de dolor y muerte.


Esto es verdad en varios sentidos. Los actos de interpretación legal se­
ñalan y ocasionan la imposición de violencia sobre otros: un juez arti­
cula su entendimiento de un texto y, como resultado, alguien pierde
su libertad, su propiedad, sus hijos, hasta su vida. Las interpretaciones
del derecho también constituyen justificaciones para la violencia que

* Aparecido como «Violence a n d the Word» en 95 Yale L. J. 1601 (1986). Reimpre­


so en Martha Minow, Michael Ryan y Austin Sarat, N arrative, Violence a n d the Law,
Michigan University Press, Ann Arbor (1992). Traducción de Cecilia Ross, revisada
por Christian Courtis.
Siempre existen leyendas de aquellos que vinieron primero, aquellos que llam a­
ron las cosas por su nombre correcto y por ende fundaron la cultura del significado en la
cual nacimos los que llegamos después. Charles Black ha sido una de esas leyendas: ha
abarcado el campo de la ley poniendo nombre a las cosas y hablando «con autoridad».
Y nosotros, que vinimos luego, le estamos eternamente agradecidos.
Me gustaría agradecer a Harlon Dalton, Susan Koniak, y Harry W ellington por
haber leído y comentado los borradores de este ensayo. Algunas de las ideas de este en­
sayo fueron desarrolladas antes en la Conferencia Brown que dicté en el Georgia Scho-
ol of Law Conference sobre Interpretación en marzo de 1986. Agradezco a M ilner
Ball, Avi Soifer, Richard Weisberg, y James Boyd W hite por sus comentarios en res­
puesta a esa conferencia, que me ayudaron a trabajar nuevamente las ideas aquí ex­
puestas. Le estoy particularm ente agradecido a mi asistente Tracy Fessenden por su
investigación, edición y colaboración sustantiva de la más alta calidad.
1. Empleo a lo largo de este ensayo el término « interpretación leg al», aunque mi
argumento está dirigido principalmente a los actos interpretativos de los jueces. Mi
análisis sobre la acción institucional se aplica con especial fuerza a este tipo de inter-
114 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

ya ha ocurrido o que está a punto de ocurrir. Cuando los intérpretes


han culminado su trabajo, frecuentemente dejan detrás víctimas cuyas
vidas han sido destrozadas por estas prácticas sociales organizadas de
violencia. Ni la interpretación legal ni la violencia que ella ocasiona
pueden ser entendidas correctamente separadas la una de la otra. Hasta
aquí todo esto es obvio, aunque la creciente literatura que argumenta a
favor de la centralidad de las prácticas interpretativas en el derecho lo
ignora despreocupadamente.2

precación ju d icia l. Sin embargo, creo que el término más general de «interpretación
legal» está justificado, pues mi posición es que la violencia que los jueces despliegan
como instrumentos de un Estado-nación moderno necesariamente involucra a toda
persona que interpreta la ley durante el curso de una conducta que implica canto la
comisión como el sufrimiento de esta violencia.
2. Recientemente ha habido una explosión de erudición legal que pone la inter­
pretación legal en el q u id de la actividad legal. Una muestra am plia de este trabajo
puede verse en los varios artículos que aparecieron en dos simposios: Symposium: Law
a n d Literature, 60 Tex. L. Rev. 373 (1982); Interpretation Symposium, 58 S. Calif. L. Rev.
1 (1985) (publicado en dos números). El intenso interés en la «interpretación» o «her­
menéutica» en la literatura jurídica reciente es un fenómeno bastante diferente de la
serie tradicional de preguntas sobre cómo debe dársele efecto a una palabra, frase o ins­
trumento en un contexto particular. Más bien es el estudio de lo que he llamado «un
universo norm ativo... un id o... por compromisos interpretativos...» Cover, «T heS u-
preme Court, 1982 Term-Forword: Nomos a n d N arrative», 97, Harv. L. Rev. 4, 7 (1983)
[N. del T.: hay traducción castellana en este mismo volumen]. O, en palabras de Ro-
nald Dworkin, es el estudio del esfuerzo «de imponer significado a una institución... y
luego reestructurarla de acuerdo con tal significado.» R. Dworkin, Law's Empire 47
(1986) (el énfasis es del original). Dworkin, en Law's Empire, ha escrito la teoría más
elaborada y sofisticada que asigna a la dimensión de interpretación, con su capacidad
de nombrar y construir, un lugar central en el derecho. Jam es Boyd W hite constituye
otra voz elocuente, que ha reclamado primacía para lo que él llam a «la cultura del ar­
gum ento». W hite coloca la retórica en el lugar más alto de la filosofía del derecho. Ver
J . B. W hite, When Words Lose their M eaning (1984); J . B. W hite, Heracles’ B ow (1985).
El aspecto violento de la ley, y su conexión con la interpretación y la retórica, son
sistemáticamente ignorados o subestimados tanto en la obra de Dworkin como en la
de W hite. Es en el capítulo 9 de H eracles'B ow donde W hite se acerca más a la proble­
O Editorial G cdisa

mática de este ensayo. Este autor emprende una crítica a la práctica del derecho penal
en cuanto a su ininteligibilidad como «sistema de significado» sin que medien refor­
mas significativas. Pero no ve que la violencia tiene un lugar central en el fracaso de
ese sistema de significado. Sin embargo, W hite compara lo que el juez dice con lo que
La violencia y la palabra 115

Tomada en sí misma, la palabra «interpretación» puede resultar


engañosa. «Interpretación» sugiere la construcción social de una reali­
dad interpersonal a través del lenguaje. Pero el dolor y la muerte su­
gieren otras implicaciones totalmente distintas. En efecto, el dolor y
la muerte destruyen el mundo que la «interpretación» evoca. El hecho
de que la habilidad de uno de construir realidades interpersonales sea
destruida por la muerte es obvio, pero en este caso lo que es cierto
acerca de la muerte es cierto también acerca del dolor, porque el dolor
destruye, entre otras cosas, el lenguaje mismo. El brillante análisis de
Elaine Scarry sobre el dolor plantea este punto:

Para la persona que sufre dolor, éste está tan incontestable e innegociable­
mente presente que «sufrir dolor» llega a verse como el ejemplo más vivi­
do de lo significa «tener certidumbre», mientras que para otra persona se
trata de algo tan escurridizo que oír hablar de dolor puede llegar a consti­
tuir un modelo primario de lo que es «tener dudas». Por lo tanto, el dolor
se presenta entre nosotros como algo que no se puede compartir, algo que

hace con su decir. De todos modos, W hite reitera en su libro la afirmación central de
que «la le y ... debe ser considerada no como una máquina para el control social, sino
más bien como lo que yo llamo un sistema de retórica constitutiva: un conjunto de re­
cursos para reclamar, resistir, y declarar significado». Id. pág. 205. Yo no niego que la
ley sea todas esas cosas que W hite afirma, pero insisto en que es todas esas cosas en el
contexto de la práctica organizada de violencia. Y que la «significación» o significado
alcanzado debe ser experimentado y entendido de manera infinitamente diferente se­
gún uno sufre o no esa violencia. En «Nomos and Narrative», también pongo énfasis
sobre la capacidad de construir mundos que los compromisos interpretativos tienen
en el derecho. Sin embargo, la idea central de No/nos es que la creación del significado
legal es esencialmente una actividad cultural que tiene lugar (o tiene m ejor lugar) en­
tre grupos más bien pequeños. Tal actividad de construcción de significados no es na­
turalmente extensible a la gama de violencia efectivamente usada para alcanzar el con­
trol social. De este modo -dado que la ley es un intento de construir mundos fúturos-
su tensión esencial es la que se establece entre la elaboración de significado legal y el
ejercicio de o la resistencia a la violencia en el control social. Cover, supra p á g . 18:
«H ay una dicotomía radical entre la organización social de la ley como poder y la or­
O Editorial G cdisa

ganización de la ley como significado». Este ensayo elabora los sentidos en los cuales
las formas tradicionales de decisión legal no pueden ser fácilmente captadas por la
idea de la interpretación entendida como se la entiende habitualmente en la literatu­
ra, en el arte, o en las humanidades.
116 Derech o , n a r r a c ió n y v i o l e n c ia

no se puede negar pero que a la vez tampoco se puede probar. Fuera lo


que fuere lo que el dolor logra, lo logra en parte a través del hecho de que
no se lo puede compartir, y asegura esta cualidad en parte a través de su
resistencia al lenguaje... El dolor prolongado no se resiste simplemente
al lenguaje, sino que lo destruye activamente, llevando a cabo una inme­
diata regresión a un estadio anterior al lenguaje, a los sonidos y gritos que
el ser humano produce antes de aprender el lenguaje.3

Llamamos «tortura» a la deliberada inflicción de dolor para destruir el


mundo normativo de la víctim a y su capacidad para crear realidades
compartidas. El interrogatorio que forma parte de la tortura, señala
Scarry, raramente está destinado a obtener información. Es más fre­
cuente que el interrogatorio del torturador pretenda mostrar el fin del
mundo normativo de la víctima - la clausura de aquello que la víctima
valora, de los vínculos que constituyen la comunidad sobre la cual se
fundan los valores—. De modo que, concluye Scarry, «al forzar la confe­
sión, los torturadores obligan al prisionero a hacer constar y objetivar
la capacidad del dolor intenso para destruir mundos».4 Por ello es que
los torturadores casi siempre exigen la traición -un a demostración de
que el intangible mundo normativo de la víctim a ha sido aplastado
por la realidad material del dolor y su extensión, el m iedo-.5 El tortu­

3. E. Scarry, The B ody in P ain 4 (1985).


4. Id. pág. 29.
5. Id. «El dolor y el interrogatorio ocurren inevitablemente al mismo tiempo en
parte porque tanto el torturador como el prisionero los experimentan como opuestos.
La pregunta que, dentro de esta simulación política, importa tanto al torturador que es
causa de su grotesca brutalidad, le importa tan poco al prisionero que la sufre, que ter­
mina dando la respuesta. Para los torturadores, el puro y simple hecho de la agonía
humana se torna invisible, y el hecho moral de infligir esa agonía se neutraliza por la
fingida urgencia y significado de la pregunta. Para el prisionero, el puro, sim ple y
aplastante hecho de su agonía va a neutralizar y tornar invisible el significado de toda
pregunta, así como el significado del mundo al cual esa pregunta se refiere... Es por
esta razón que mientras el contenido de la respuesta del prisionero es solamente a ve­
O Editorial G edisa

ces importante para el régim en, la forma de la respuesta, y el hecho mismo de brin­
darla, es siempre c ru c ia l... En la confesión uno se traiciona a sí mismo y a todos
aquellos aspectos del mundo -a m ig o s, fam iliares, país, causa- con los cuales está
conformado el yo».
La violencia y la palabra 117

rador y la víctim a terminan creando su propio y terrible «mundo»,


pero el significado de este mundo deriva del hecho de ser impuesto so­
bre las cenizas del otro.6 La lógica de ese mundo es la dominación
completa, aunque el objetivo pueda no alcanzarse jamás.
Cada vez que el mundo normativo de una comunidad sobrevive al
miedo, al dolor, y a la muerte en sus formas más extremas, la misma
supervivencia es entendida como un milagro, tanto por quienes han
experimentado el sufrimiento como por quienes lo imaginan o recrean
vivamente. Así, pues, se ha escrito sobre el sufrimiento de los mártires
católicos santificados:

Debemos incluir tam bién... los hechos de los santos en los cuales su
triunfo ha resplandecido a través de muchas formas de tortura y de sus
m aravillosas confesiones de fe. ¿Qué católico puede dudar de que sufrieron
más de lo que los seres humanos pueden tolerar para los seres humanos, y
que no lo toleraron por sus propias fuerzas, sino por la gracia y ayuda de
Dios ?7

Y los judíos, todos los años en Yom Kippur, recuerdan que:

El Rabí A kiba... eligió continuar enseñando a pesar del decreto (de los
romanos que lo prohibía). Cuando lo llevaban ante el verdugo, decidió
que era el momento de recitar el Sb’ma. Mientras recitaba Sb’ma Yisrael, le
rasgaron la piel con peines de hierro, y él aceptó libremente el yugo del
Reino de Dios. «¿Aun ahora?», le preguntaron sus discípulos. Él respon­
dió: «Toda mi vida he estado preocupado por un verso: “Ama al Señor tu

Id. M ientras el dolor es la forma extrema de destrucción del mundo, el miedo


puede ser tan potente como el dolor, aun cuando no se lo conecte con el dolor físico y
la tortura. El hecho de contestar y la necesidad de la «destrucción del mundo» a través
de la traición fueron también esenciales durante el reino de terror del macartismo. Ver
por ejemplo, V. Navasky, N aming Ñames, 346 (1980) (el informante destruye «la mis­
ma posibilidad de com unidad... porque él opera sobre la base del principio de trai­
ción, y una comunidad sobrevive sobre la base del principio de confianza»).
O Editorial G eclisa

6. Acerca de la «ficción de poder» que la tortura crea, ver E. Scarry, supra nota 3
págs. 56-58.
7. R Brown, T beC ult o f theS aints 7 9 (1 9 8 1)(el énfasis es mío)(citado del Decretum
Gelasianum, Patrología Latina 59-171).
118 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

Dios con todo tu corazón y con toda tu alma”, que se aplica aun cuando
Él tome cu vida. Muchas veces me pregunté si cumpliría alguna vez con
esa obligación. Y ahora sé que puedo». Y dejó este mundo mientras pro­
nunciaba: «El Señor es Uno » .8

El martirio, por toda su extrañeza para el mundo laico del derecho es­
tadounidense contemporáneo, es un punto de partida propicio para
entender la naturaleza de la interpretación legal. Precisamente porque
es un fenómeno tan extraño, el martirio nos ayuda a ver lo que está
presente en menor grado cada vez que la interpretación se ve unida a
una práctica de dominación violenta. Ante una fuerza aplastante, los
mártires insisten en que, si la vida ha de continuar, no será en los tér­
minos de la ley del tirano. La Ley es una proyección de un futuro im a­
ginado sobre la realidad. Los mártires reclaman un futuro -cualquiera
que sea el que les toque—en los términos de la ley con la cual ellos es­
tán comprometidos (la Ley de Dios). Y el milagro del sufrimiento de
los mártires es la insistencia en la ley con la cual están comprometidos,
aun frente a un dolor capaz de destruir el mundo.9 Su triunfo -qu e
bien puede ser en parte im aginario- es el triunfo imaginario del mun­
do normativo -d e la Torah, del N otnos- sobre el mundo material de
muerte y dolor.10 El martirio es una forma extrema de resistencia fren­

8. La cita es del tradicional Eileh Ezkerab o el servicio de mártires de Yom Kippur.


Cito la traducción usada en M ahzor p or Rosh H ashnab y Yom Kippur, Libro de P legarias
para los D ías de Sobrecogimiento, págs. 555-557 (edición d e j. Harlow, 1972).
9. La palabra «m ártir» proviene de la raíz griega m artys, «testigo », y de la raíz
aria smer, «recordar». El martirio funciona como un re-recordar cuando el mártir, en el
acto de atestiguar, se sacrifica en nombre del universo normativo que es de ese modo
reconstituido, regenerado, o recreado. Una de las primeras fuentes que trata el m arti­
rio como un fenómeno religioso, M acabeos, Libro Segundo, acentúa la característica
del fenómeno como una insistencia en la integridad de la Ley del m ártir y de su obli­
gación para con ella frente a una violencia aplastante. En un momento, el libro descri­
be la horrible tortura y la matanza de siete hijos frente su madre: cada muerte es más
horrible que la anterior. El últim o y más joven de los hijos, animado por su madre,
responde al requerimiento del Rey de comer cerdo con las palabras: «No me doblega­
ré a los requerimientos del Rey: yo obedezco los mandamientos de la Ley dados por
Moisés a nuestros antepasados»; Macabeos, Libro Segundo, 7.30.
10. En casos extremos el martirio puede procurarse en un sentido afirmativo, por­
que es la prueba final de la capacidad del espíritu de triunfar sobre el cuerpo. El triun­
La violencia y la palabra 119

te a la dominación. Como tal, nos recuerda que la capacidad de cons­


truir mundos que constituye la «Ley» nunca es meramente un acto es­
piritual o mental. Un mundo legal se construye solamente en la medi­
da en que hay compromisos que ponen cuerpos en peligro. La tortura
del mártir es una forma extrema y repugnante de la violencia organi­
zada de las instituciones. Nos recuerda que los compromisos interpre­
tativos de los funcionarios oficiales se realizan, en efecto, sobre la car­
ne. En la medida en que esto sea así, los compromisos interpretativos
de una comunidad que se resiste a la ley oficial también deben reali­
zarse sobre la carne, sobre la carne de sus propios partidarios.

El martirio no es la única respuesta posible de un grupo que no se ha


ajustado o no ha aceptado la dominación mientras comparte un mis­
mo espacio físico. La rebelión y la revolución son respuestas alternati­
vas, cuando las condiciones hacen posibles tales actos y cuando existe
una voluntad no sólo de morir sino también de matar, a fin de lograr
un acuerdo sobre el futuro normativo que difiere de aquél del poder
dominante.11
Nuestra propia historia constitucional comienza con un acto de re­
belión semejante. El acto fue, formalmente, un ensayo de interpreta­

fo puede ser visto como un triunfo del amor o de la ley o de ambos, dependiendo de
los motivos dominantes del mundo normativo y religioso del m ártir y su comunidad.
El gran jurista y místico Joseph Karo (1488-1578) tuvo sueños extáticos de martirio:
un m aggid, mensajero celestial que habló por su boca y se le apareció en visiones, le
prometió el privilegio de morir como un mártir. (La promesa no se cumplió: murió de
viejo a una edad muy avanzada.) Ver Z. W erb lo w ski,JW ^ Karo: L aw yer a n d M ystic,
págs. 151-154 (segunda edición, 1977). Ha de notarse también el fenómeno de las
comunidades que se autodestruyen ante un enemigo. Compárese el complejo mito de
los mártires judíos ante los cruzados, elaborado en S. Spiegel, The Last Trial: On the Le-
gends a n d Lore o f the Command to A braham to Offer Isaac as a Sacrifice: the Akedah (traduc­
ción de J. Goldin, 1969) con el mito de la Noche Negra representado por Jonestown
en nuestros días, narrado en J . Sm ith, Im agim ng R eligión: From B abylon to Jonestow n,
págs. 102-120, 126-134(1982).
11. El arquetipo de la transición desde el martirio a la resistencia se encuentra en
O Editorial G ed i.a

M acabeos, Libro Primero, con la trágica matanza llevada a cabo por el Sacerdote M ata­
tías en M odi'in. Macabeos, Libro Primero, 2, 19-28. Su acto asume una significación
dram ática en el texto en parte porque tiene un marcado contraste con los actos de
martirio heroico descritos en Macabeos, Libro Segundo. Ver supra nota 9.
120 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

ción constitucional de afirmación del derecho de independencia polí­


tica de Gran Bretaña:

Nosotros, los representantes de los Estados Unidos de América, reunidos


en Congreso General, apelando al supremo juez del mundo por la recti­
tud de nuestras intenciones, en el nombre y por la autoridad del pueblo
de estas colonias, solemnemente hacemos público y declaramos que estas
Colonias Unidas son, y por derecho deben ser, estados libres e indepen­
dientes; que están absueltas de toda lealtad hacia la Corona Británica, y
que toda conexión política entre ellas y el Estado de Gran Bretaña está
y deber ser totalmente disuelto .12

Pero este acto interpretativo también incorporó un reconocimiento


del riesgo del dolor y la muerte que acompaña tales ocasiones inter­
pretativas trascendentales:

Nos comprometemos mutuamente con nuestras vidas, nuestra fortuna y


nuestro sagrado honor.13

La vida, la fortuna y el sagrado honor eran, por supuesto, precisamen­


te el precio que hubieran sufrido los conspiradores si su acto hubiera
fracasado. Con demasiada frecuencia olvidamos que los líderes de la
rebelión cometieron efectivamente una traición desde la perspectiva
del orden constitucional inglés. Y la condena por traición conllevaba
una muerte horrible y degradante, la pérdida de la propiedad, y la co­
rrupción de la sangre.14

12. Ver D eclaración de Independencia de los Estados Unidos (1776). Sobre las razones
por las cuales la Declaración debe verse como una interpretación de la posición consti­
tucional de Estados Unidos en el Imperio Británico, ver Black, «The Constitution of
Empire: The Case for the Colonists», 124 U. Pa. L. Rev. 1157 (1976).
13. D eclaración de Independencia (1976).
14. Ver Blackstone's Commentaries, Vol. IV, 92-93:
«El castigo por alta traición en general es muy solemne y terrible. 1. El infractor
Q Editorial G edisa

será arrastrado a la horca, y no será conducido ni se le perm itirá caminar; aunque


usualmente (por piedad, que finalmente se incorporó a la ley por razones humani­
tarias) se permite un trineo o valla para evitarle al infractor el tormento extremo
de ser arrastrado por el suelo o la vereda. 2. Será colgado por el cuello, y descuarti­
La violencia y la palabra 121

Los grandes problemas de la interpretación constitucional que re­


flejan cuestiones fundamentales de lealtad política —la Revolución Es-
taodunidense, la secesión de los estados de la Confederación, o los le­
vantamientos de los Indios de las Planicies- acarrean claramente las
semillas de violencia (dolor y muerte), al menos desde el momento en
que la comprensión de los textos políticos se imbrica en la capacidad
institucional de llevar a cabo acciones colectivas. Pero es precisamente
esta imbricación de la comprensión de textos políticos en las formas
institucionales de actuación lo que distingue la interpretación legal de
la interpretación en literatura, o en filosofía política, o de la crítica
constitucional.15 La interpretación legal culmina en el campo de dolor
y muerte, o es algo menos (o más) que la ley.

zado vivo. 3. Sus entrañas serán extraídas y quemadas, mientras permanezca aún
con vida. 4. Se le cortará la cabeza. 5. Su cuerpo será dividido en cuatro partes. 6.
Su cabeza y partes serán puestas a disposición del rey».
Con respecto a la pérdida de la propiedad y la corrupción de la sangre, ver id. 388-
396. No ha de extrañar, por tanto, que entre las pocas cláusulas de protección incor­
poradas en el cuerpo de la Constitución estaban aquellas que definen minuciosamente
la traición, establecen garantías procedim entales ante la condena por traición, y
prohíben la extensión de la pena infamante y la corrupción de la sangre como castigo
accesorio a la familia o a los descendientes de los condenados por traición.
15. Toda práctica institucional tiene lugar en algún contexto. Entre críticos re­
cientes, Stanley Fish ha sido uno de los que más ha insistido en el papel dominante
que juegan los contextos institucionales incluso en la interpretación de textos litera­
rios. Ver en general S. Fish, Is T h erea Text in tbis Clase? (1980); Fish, «Fish vs. Fish»,
36Stan. L. Rev. 1325, 1332 (1984) («E star... “profundamente dentro" de un contex­
to es estar ya mismo y siempre, pensar (y percibir) con y dentro de las normas, están­
dares, definiciones, rutinas y objetivos sobreentendidos que definen y son definidos
por ese mismo contexto.») No deseo discutir el argumento central de Fish con respec­
to a la literatura. Pienso, sin embargo, que las instituciones que están diseñadas para
realizar futuros normativos en parte a través de la práctica de la violencia colectiva no
se encuentran en una situación equiparable a aquellas instituciones que tienen una re­
lación más remota o incidental con la violencia en una sociedad. Puedo aceptar puntos
de vista como el de Fredric Jameson, quien argumenta en favor de «la prioridad de la
interpretación política de los textos literarios.» F. Jameson, The P olitica l Unconscious:
O Editorial G cdisa

N arrative as a Socially Symbolic Act (1981). Pero aunque se señale el lugar especial que
debe ocupar la interpretación política en nuestra realidad social, estas opiniones no
reivindican de modo alguno para las interpretaciones literarias lo que yo sostengo res­
pecto de la interpretación legal —que es parte de la práctica de la violencia política-.
122 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

Los acuerdos constitucionales revolucionarios están comúnmente


marcados por la sangre. En ellos, la violencia de la ley adopta su forma
más ostensible. Pero la relación entre la interpretación legal y la inflic­
ción de dolor sigue siendo operativa aún en el más rutinario de los ac­
tos legales. El acto de dictar sentencia respecto de un acusado que ha
sido condenado está entre los actos más rutinarios que realiza un
juez.16 Y, sin embargo, es inmensamente revelador del modo en que la
interpretación está distintivamente marcada por la violencia. En pri­
mer lugar, hay que examinar el hecho desde el punto de vista del acu­
sado. El mundo del acusado se ve amenazado. Pero él se sienta, gene­
ralmente muy callado, como si estuviera comprometido en un diálogo
civilizado. Si es condenado, el acusado usualmente camina -acompa­
ñado—hacia un confinamiento prolongado, generalmente sin pertur­
bación significativa de la apariencia civilizada del evento. Es, por su­
puesto, grotesco asumir que esa fachada civilizada es «voluntaria»
excepto en el sentido de que representa el reconocimiento autónomo
del acusado del aplastante despliegue de violencia dispuesto frente a
él, y de lo fútil de una resistencia o protesta.17

16. He usado el Derecho Penal para dar ejemplos a lo largo de todo el ensayo por
una razón simple. La violencia en el Derecho Penal es relativamente directa. Si mi ar­
gum ento no es convincente en este contexto, entonces será menos convincente en
otros contextos. Aceptaría que toda norma relativa a la propiedad, a su uso y a su pro­
tección, también tiene una base violenta. Pero en muchas -ta l vez en la m ayoría- de
las transacciones legales visibles relativas a la propiedad esa base de violencia no se po­
ne en juego de manera inmediata. Mi argumento no requiere, creo yo, que todo acto
interpretativo del derecho tenga sobre los participantes el tipo de impacto violento
directo que tiene un juicio penal. Es suficiente que eso suceda cuando, en situaciones
en las que la gente responde pasionalmente frente a ciertos sucesos y está preparada
para reaccionar, los funcionarios legales del Estado-nación quieren y pueden utilizar
sanciones penales o sanciones civiles violentas para controlar conductas.
17. Algunos acusados que han elaborado su propia comprensión del orden legal
han intentado negar abiertamente la ficción de que el juicio sea un acto civil colectivo
o comunitario en el que las interpretaciones de hechos y de conceptos legales se pon­
gan a prueba y se refinen. Adoptar un curso de acción tan frontal acaba con el acusado
© Editorial G edisa

físicamente atado y amordazado. Bobby Seale nos enseñaba a quienes vivimos en los
años sesenta que en el corazón del proceso penal se sitúa el control físico del tribunal
sobre el cuerpo del acusado. La «conducta civil» del acusado jamás puede, por lo tan­
to, significar una comprensión compartida de ese acto: más bien puede significar su
La violencia y la palabra 123

Hay sociedades en las que el arrepentimiento o la vergüenza con­


trolan la conducta del acusado en grado aún mayor que la violencia.
Tales sociedades requieren - y han merecido—formas distintivas de
análisis.18 Pero yo creo que es incuestionable que, en Estados Unidos,
la mayoría de los prisioneros entran en prisión caminando porque sa­
ben que serían arrastrados o golpeados para entrar en prisión si no ca­
minaran. No organizan sus fuerzas en contra de ser arrastrados porque
saben que si libran este tipo de batalla perderían - y muy probable­
mente, también su vida-.
Si he mostrado algún tipo de simpatía para con las víctimas de esta
violencia, esto puede inducir a error. Muy a menudo el equilibrio de
terror producido es justamente lo que yo desearía. Pero no quiero que
creamos que en realidad convencemos a los prisioneros a ir a prisión a
través de la palabra. Las «interpretaciones» o «conversaciones» que
constituyen precondiciones del encarcelamiento violento son en sí
mismas instrumentos de violencia. Oscurecer este hecho equivale pre­
cisamente a ignorar los gritos de fondo o los instrumentos de tortura
visibles en el interrogatorio de un inquisidor. La experiencia del pri­
sionero es, desde el comienzo, la experiencia de ser dominado violen­
tamente, y está coloreada desde el principio por el miedo de ser trata­
do violentamente.19

temor de que cualquier demostración pública de su propia interpretación del proceso


como «basura» pueda culminar en violencia contra su persona, en dolor infligido so­
bre él. Nuestro derecho constitucional, de manera bastante previsible, autoriza el uso
calibrado de grados crecientes de violencia ostensible para mantener el «orden» del
proceso penal. Ver, por ej., Illinois vs. A lien, 397 (1970); Tigar, «The Supreme Court,
1969 Term - Forward: W aiver of Constitutional Roghts: Disquiet in the Citadel»,
84 Harv. L. Reo. 1, 1-3, 10-11 (1970) (con comentarios sobre el caso Alien).
18. Sobre la distinción entre «culturas de la vergüenza» y «culturas de la culpa»,
ver generalmente E. Dodds, The Greeks a n d the Irrational (1950) y J. Redfield, N ature
a n d Culture in the llia d (1975). Para un análisis de una «cultura de la vergüenza» mo­
derna, ver R. Benedict, The Chrysanthemum a n d the Sword: P attem s ofja p a n ese Culture
(1946).
O Editorial Gedisa

19. Este argumento y otros muy similares aparecen rutinariamente en la literatu­


ra producida en las prisiones. Ver, por ej., E. Cleaver, Soul on lee, págs. 128-30 (1968);
J . W ashington, A B rights Spot in the Yard: Notes andS tories from a Prison Jou rnal, pág. 5
(1981).
124 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

La violencia del acto de condena es más que evidente cuando es ob­


servada desde el punto de vista del acusado. Por lo tanto, cualquier
versión que trate de minimizar la violencia o de elevar el carácter in­
terpretativo o el significado del hecho dentro de una comunidad de
valores compartidos tenderá a ignorar al prisionero o acusado, y a con­
centrarse en el juez y en el acto judicial interpretativo. El significado
del acto es creado a través de categorías interpretativas amplias, tales
como «culpabilidad» o «castigo», que justifican -frente a sí mismo y
frente a terceros- el papel que el juez juega en los actos de violencia.
No deseo minimizar el significado de tales funciones ideológicas de la
ley. Pero la función de la ideología en la justificación de un orden es
mucho más significativa para aquellos que se benefician principal­
mente del mismo y que deben defenderlo, que para esconder su natu­
raleza frente a quienes son sus víctimas.
La ideología del castigo no es, desde luego, propiedad exclusiva de
los jueces. El concepto opera en la cultura en general, y es inteligible
- y compartida por- los prisioneros, criminales y revolucionarios, tan­
to como por los jueces. ¿Por qué, entonces, no deberíamos concluir
que la interpretación es el concepto clave del derecho, que el acto in­
terpretativo de entender el «castigo» puede ser visto como mediador o
creador del sentido de los actos y experiencias opuestos del juez y del
acusado en el proceso penal? Naturalmente, quien va a ser castigado
probablemente va a tener que sufrir coacción. Y el castigo, si es que es
«justo», supuestamente legitim a la coerción o la violencia aplicada.
La ideología del castigo puede, entonces, operar exitosamente para
justificar nuestras prácticas del derecho penal frente a nosotros mis­
mos y, posiblemente, aun frente a aquellos que son o pueden llegar a
ser «castigados» por la ley.
Hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre el modo en
que el «castigo» opera como ideología en la literatura popular y profe­
sional, en el debate político, o en el discurso general, y el modo en que
opera en el contexto de los actos procesales legales, de imposición de
Editorial G cdisa

una condena y ejecución. Porque cuando el juez interpreta, usando el


concepto de castigo, él también actúa - a través de otros- para restrin­
gir las posibilidades de acción del prisionero, dañarlo, tornarlo inde­
0
La violencia y la palabra 125

fenso, o hasta matarlo. Por lo tanto, el significado común de toda in­


terpretación a la que pueda o no arribarse será destruido por las expe­
riencias divergentes que lo constituyen. Tal como el torturador y la
víctima logran un mundo «compartido» sólo en virtud de sus expe­
riencias diametralmente opuestas, el juez y el prisionero entienden el
«castigo» a través de sus experiencias diametralmente opuestas sobre
el acto de castigo. En últim a instancia, es irrelevante si el torturador y
su víctima comparten un punto de vista teórico sobre las justificacio­
nes de la tortura fuera del cuarto de tortura. De todos modos, han lle­
gado a la confesión por vías distintas: en un caso, provocando la des­
trucción, y en el otro, sufriéndola. Del mismo modo, aunque el juez o
el prisionero compartan la misma filosofía sobre el castigo, ellos arri­
ban al acto particular de castigo dominando y siendo dominado, res­
pectivamente, a través de la violencia.

II. Los actos de los jueces: interpretación,


actos y papeles

Empezamos, pues, no con lo que los jueces dicen, sino con lo que ha­
cen.
Los jueces reparten dolor y muerte.
No es esto todo lo que hacen. Tal vez no sea esto lo que hacen
usualmente. Pero s í reparten muerte y dolor. Desde John Winthrop
hasta Warren Burger, los jueces se han sentado en la cima de la pirá­
mide de violencia, y han repartido...
En esto son diferentes de los poetas, los críticos, los artistas. No
sirve insistir sobre la violencia de la poesía fuerte, o de los poetas fuer­
tes. Aun la violencia de los jueces débiles es totalmente real -un a rea­
lidad naive pero inmediata, que no tiene necesidad de ninguna inter­
pretación, de ningún crítico que la revele—.20 Su marca se despliega
O Editorial G edisa

20. Sobre la violencia que los poetas fuertes ejercen sobre sus ancestros literarios,
ver H. Bloom, The A nxiety o fln flu en ce (1973), H. Bloom, The B reaking o f th e Vessels
(1982), y la mayoría de la obra de Bloom desde Anxiety. Los jueces, como todos los
lectores y escritores de textos, ejercen violencia sobre sus antepasados literarios -e s de­
126 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

sobre todo prisionero. Si la violencia de los jueces está o no justificada


no es aquí la cuestión importante —sólo que de hecho existe, y que se
diferencia de la violencia que existe en literatura o en las caracteriza­
ciones metafóricas de los críticos literarios y los filósofos—. He escrito
en otro lugar que los jueces de un Estado son jurispáticos -q u e matan
las diversas tradiciones legales que compiten con el Estado-.21 Aquí,
sin embargo, no escribo sobre la calidad jurispática de su oficio, sino
sobre su potencial homicida.22

cir, sobre sus antecesores judiciales—. Para una aplicación interesante de la tesis central
de Bloom al derecho ver D. Colé «Agón and Agora: Creative Misreadings in the First
Amendment Tradition», 95 Y a leL .J. 857 (1986). Colé reconoce que la conexión en­
tre el derecho y la violencia diferencia la interpretación legal de la literaria, aunque
desafortunadamente no desarrolla el tema. Id. pág. 904.
Learned Hand ya había descrito correcta y prolijamente el carácter inquietante de
la influencia jurídica en su tributo a Cardozo, M r J u stice Cardozo, 30 Colum. L. Rev. 9
(1939). Mi argumento no es aquí que los jueces no ejerzan el tipo de violencia figurati­
va que los poetas ejercen sobre sus padres literarios, sino que llevan a cabo -ad em ás-
una forma de violencia mucho más literal a través de sus interpretaciones, ajena a la ac­
tividad de los poetas. Es significativo —y ha sido señalado repetidamente—que la inme­
diatez de la conexión entre el juez y la violencia del castigo ha cambiado a través de los
siglos. Ver, por ej., M. Foucault, D iscipline andP u nish : T heB irtb ofth eP rison (traducción
de A. Sheridan, 1977) [Trad. cast.: Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, México, Si­
glo XXI, 2000]. Ciertamente en los Estados Unidos de hoy, la responsabilidad eviden­
te del juez por la violencia del castigo requiere la evaluación —que todos los que viven en
una sociedad desarrollan- de la forma organizacional de acción. En ese sentido la reali­
dad «cándida» no significa demasiado. No se necesita mucha sofisticación para enten­
der la violencia de juzgar, pero tampoco se trata de una forma de violencia tan cándida
como la que se ejercería si los propios jueces ejecutaran las condenas que imponen.
Sobre las implicaciones de este punto, ver infra págs. 234-36.
21. Cover, nota 2 supra págs. 40-44.
22. La violencia de los jueces y funcionarios de un orden constitucional estableci­
do es generalmente asumido como im plícito en la práctica del derecho y el gobierno.
En esta actividad, la violencia es tan intrínseca, se da tanto por sentada, que no necesi­
ta ser mencionada. Leáse, por ejemplo, la Constitución. En ningún lado se establece,
como principio general, lo obvio -q u e el gobierno que ella establece y regula tiene el
poder de practicar violencia sobre la gen te-. Esa idea no necesita ser enunciada como
O Editorial G edisa

proposición general, ya que está sobreentendida en la idea misma de gobierno. Por su­
puesto, también está directamente im plícita en muchos otros poderes específicos con­
cedidos al gobierno general o a algún órgano o funcionario específico. Por ej., Consti­
tución Estadounidense, A rt. I, § 8, par. 1 («P oder para establecer y recaudar
La violencia y la palabra 127

El énfasis dual sobre los actos de los jueces y sobre la violencia de estos
actos lleva a la consideración de tres características de la dimensión
interpretativa de la conducta judicial. La interpretación legal es (1)
una actividad práctica, (2) está diseñada para generar amenazas creí­
bles y actos de violencia reales, (3) de un modo efectivo. A fin de ex­
plorar la conexión inescindible entre interpretación legal y violencia,
cada uno de estos tres elementos debe ser examinado independiente­
mente.

A. La interpretación legal como actividad práctica


La interpretación legal es una forma de conocimiento práctico.23 Su
ideal es el de «imponer un significado a la institución... y reestructu­
rarla a la luz de ese significado.»24 Hay, sin embargo, un vacío persis­

im puestos... y proveer a la defensa común»); id ., par. 6 («Imponer penas por la falsifi­


cación de valores y de moneda»); id ., par. 10 («D efinir y castigar la piratería»); id .,
par. 11 («Declarar la guerra»); id ., par. 15 («Disponer la convocatoria de milicias para
hacer cumplir las leyes de la unión, sofocar insurrecciones y repeler invasiones»); id.,
art. IV, § 2, par. 2-3 (obligación de entrega de fugitivos de la justicia y del cumpli­
miento de cargas públicas entre Estados).
23. Sobre el conocimiento práctico, ver A ristóteles, T he N icom achean E tbics,
I l4 0 a (2 4 )a ll4 0 b (3 0 ).
24. R. Dworkin, supra nota 2, pág. 47. La obra de Dworkin, que enaltece lo que él
llam a la «integridad» de una interpretación coherente y consecuente, se sitúa dentro
de una larga tradición de trabajos que desarrollan el punto de vista fundamental de
Aristóteles acerca de la naturaleza de la deliberación. Aristóteles ubica la amplia esfe­
ra de la deliberación normativa -constitutiva de la interpretación leg a l- en el domi­
nio del conocimiento práctico o phronesis, que él distinguía del conocimiento especu­
lativo. Aristóteles, supra nota 23, págs. 1139b(l4) a 1 l40b(30). Sobre la phronesis, ver
también H. Arendt, W illing, págs. 59-62 (1977). El conocimiento práctico, de acuer­
do con Aristóteles, es una forma de razonamiento aplicado: no consiste, como la cien­
cia, en el conocimiento de verdades preexistentes. Implica la deliberación -actividad
que no tiene sentido con respecto a la verdad lógica—. La deliberación supone la susti­
tución gradual de los juicios del pasado por nuevos juicios, a través de un «descubri­
miento» reflexivo de aquello que estaba implícito en los juicios del pasado. El cono­
O Editorial G edisa

cimiento técnico tiene también un carácter aplicado, pero el conocimiento práctico,


perteneciente a la esfera normativa, no puede ser evaluado a través de un estándar ex­
terno, tal como la utilidad, porque consiste en la aplicación de la razón en el moldea­
do del ser.
128 D erecho , n a r r a c ió n y v i o l e n c ia

tente entre el pensamiento y la acción. Una cosa es entender lo que se


debería hacer, otra cosa enteramente distinta es hacerlo. Hacer im pli­
ca un acto voluntario y puede requerir coraje y perseverancia. En el

Hans Georg Gadamer elevó estas características del conocimiento práctico al lu­
gar central de lo que él denomina «ciencias humanas.» H. Gadamer, Tnith a n d M et-
hod, págs. 5-10 passim (Edición de G. Barden & J . Cummings, 2da. Edición, 1975).
Gadamer sostiene que el ejemplo más claro de estos actos interpersonales y construc­
tivos de comprensión -herm enéuticas o interp retacio n es- es lo que él denomina
«dogmática jurídica». El proyecto de Gadamer puede interpretarse en cierta medida
como un intento de comprender todo entendimiento humano en términos de phrone-
sis; es decir, tomar la categoría de razonamiento aplicado que define nuestra situación
como actores morales y generalizar esa situación para incluir todos los aspectos de la
vida. «La comprensión es, pues, un caso particular de la aplicación de algo universal a
una situación particular.» Id. pág. 278.
Para Gadamer, Aristóteles es la fuente -qu ien coloca la acción y la voluntad en el
centro de la filosofía m oral-, «La descripción de Aristóteles del fenómeno ético y es­
pecialmente de la virtud del conocimiento m oral... es de hecho una especie de mode­
lo de los problemas de la herm éneutica... La aplicación no es una parte subsiguiente o
meramente ocasional del fenómeno de la comprensión, sino que la co-determina co­
mo un todo desde el principio». Id. pág. 289. Gadamer desarrolla a Aristóteles, incor­
porando la observación fundamental de H eidegger: siempre estamos situados en el
mundo, y construimos los futuros mundos que hemos de habitar. Esta construcción la
realizamos a través de la interpretación, que es simultáneamente un descubrimiento
de lo que sabemos y una nueva comprensión de lo «conocido» que nos perm ite descu­
brir más sobre lo que ya sabemos. A partir de Heidegger, Gadamer sostiene la unidad
de toda hermenéutica, de toda actividad interpretativa. Dado que toda comprensión
constituye una construcción tanto del ser como del mundo, en alguna m edida es prác­
tica y social, y por ende nunca está divorciada de la ética.
La práctica de la interpretación legal por un juez no es diferente de cualquier otro
ejercicio hermenéutico. Constituye un ejemplo de los efectos constructivos recíprocos
y reflexivos entre un texto, la comprensión previa de ese texto (la tradición), su aplica­
ción presente y su comprensión en tanto texto aplicado, y el compromiso con el futu­
ro. La dogmática jurídica es para Gadamer el «modelo para la unidad del interés dog­
mático e histórico y por ello también para la unidad de la herm enéutica como un
todo.» J W einsheimer, G adam er's H enneneutics, A R eading ofT ru th a n d M ethod, pág.
194(1985).
O Editorial G edisa

La ubicación de Gadamer de la dogm ática jurídica en el centro de la empresa ge­


neral de comprensión de las ciencias sociales constituye una invitación -o tal vez una
tentación- para los teóricos del derecho que conciben al derecho como la construc­
ción de un sistema de significado normativo. Si el mundo entero de las humanidades
La violencia y la palabra 129

caso de las acciones de un individuo, comúnmente pensamos que ta­


les cualidades son las funciones de la motivación, el carácter, o la psi­
cología.
La interpretación legal es, sin embargo, una actividad práctica en
otro sentido completamente distinto. La palabra judicial constituye
un mandato para que otros hagan. De no ser así, los objetivos prácti­
cos del proceso deliberativo sólo podrían alcanzarse, si ello fuera posi­
ble, a través de medios más indirectos y riesgosos. El contexto de un
pronunciamiento judicial es un comportamiento institucional en el
cual se puede requerir de otros -que ocupan papeles preexistentes-
que actúen, implementen, o respondan de algún otro modo específico
a la interpretación del juez. De este modo, el contexto institucional
ata el acto del lenguaje del entendimiento práctico a los actos físicos
de otros de una manera predecible, aunque no lógicamente necesa­
ria.25 Estas interpretaciones, entonces, no solamente son «prácticas»:
constituyen prácticas en sí mismas.
Formalmente, en un nivel tanto normativo como descriptivo, hay
o puede haber reglas y principios que describan la relación entre los
actos interpretativos de los jueces y los actos que pueden esperarse de

—es decir, las variadas formas de actividad interpretativa- puede empezar a entenderse
en términos jurídicos, resultaría posible colocar este elemento interpretativo común
en el centro mismo del derecho. De hecho, este parece haber sido el efecto del lento
fluir de ideas acerca de la interpretación sobre la doctrina jurídica de Estados Unidos.
Ronald Dworkin sintetiza estas ideas interpretativas en su nuevo trabajo, Laws's
Empire, Ronald Dworkin, supra nota 2. Law's Empire constituye un elaborado desarro­
llo de la forma de conocimiento práctico, reflexiva y deliberativa, que tiene raíces en
la phronesis de Aristóteles. También parte de la crítica previa de Dworkin al positivis­
mo legal, para presentar a la «interpretación» como la actividad central del acto judi­
cial, manteniendo a su vez la centralidad de la actividad judicial para el derecho.
Coincido totalmente en que la forma dominante del pensamiento jurídico debería ser
interpretativa en el sentido amplio de la palabra. Sin embargo, el lugar central conce­
dido a la interpretación no refleja, por sí solo, el modo en que los actos interpretativos
de los jueces son simultáneamente pronunciamientos performativos en una estructura
O Editorial Gcdisa

institucional preparada para el comportamiento violento.


25. Podría decirse que las instituciones crean el contexto para transformar lo con­
tingente en necesario. Ver H. Arendt, supra nota 24, pág. 14; ver tam bién}. Searle, Spe-
ech A cts{1969)-
130 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

tales actos. Estas reglas y principios son lo que H. L. A. Hart llamó


«reglas secundarias».26 Algunas reglas y principios secundarios iden­
tifican al menos los términos de cooperación entre especialistas en in­
terpretación y otros actores de una organización social. Los materiales
preceptivos secundarios establecen las reglas de lo que tales relaciones
deberían ser; las reglas y principios secundarios descriptivos genera­
rían una predicción precisa acerca de cómo serán realmente los térmi­
nos de cooperación. Por supuesto, en un sistema determinado puede
no haber ningún grado particular de correspondencia entre estos dos
conjuntos de reglas.
Las reglas y principios secundarios proporcionan el patrón para
transformar el lenguaje en acción, la palabra en hechos. Como tal,
ellas ocupan un lugar central en el análisis de la interpretación legal
que propongo aquí. El filósofo del derecho puede proponernos un mo­
delo de juez hipotético que es capaz de lograr un entendimiento her-
culeano de la totalidad de los textos legales y sociales relevantes para
un caso particular, y a partir de ese entendimiento arribar a una única
decisión jurídica correcta.27 Pero ese acto mental interpretativo no
puede darse efecto a sí mismo. La práctica de la interpretación requie­
re la comprensión de lo que los otros harán con ese pronunciamiento
judicial y, en muchas instancias, la adaptación del pronunciamiento a
tal comprensión, independientemente de cuán errada pueda pensar

26. H. L. A. Hart, The Concept ofL aw , págs. 77-106 (1961). Dworkin ha cuestio­
nado agudamente el papel supuestamente central de las reglas secundarias en la teoría
de derecho. R. Dworkin, Taking R igbts Seriously (1977). La crítica de Dworkin es espe­
cialmente pertinente para socavar la idea de que las reglas de reconocimiento justifi­
can adecuadamente ciertos principios que tienen efecto de ley. Ver también Cover, su-
p ra nota 2. Sin embargo, algunas reglas de reconocimiento secundarias no están
destinadas a generar el reconocimiento del contenido de reglas o principios, sino a re­
conocer los resultados que han de llevarse a cabo. Es decir, que algunas reglas secun­
darias organizan la cooperación social para la realización de los actos violentos del de­
recho. Por lo general las reglas secundarias que organizan la violencia del derecho son
más claras y más jerárquicas que aquellas que organizan el contenido ideológico del
derecho. Para una excelente reseña de la importancia de la posición de Dworkin para
la viabilidad del positivismo legal como sistema, ver Coleman, N egative a n d Positive
Positivism, 11J . Leg. Stud. 139 (1982).
27. Ver R. Dworkin, supra nota 26, págs. 105-130; ver también infra nota 61.
La violencia y la palabra 131

uno que será la probable respuesta institucional. De fallar esto, el in­


térprete sacrifica la conexión entre el entendimiento de lo que debería
ser hecho y el hecho mismo. Pero salvar el abismo entre el pensamien­
to y la acción en el sistema legal no es siempre un simple acto de vo­
luntad. El espacio entre la comprensión y la acción corresponde apro­
ximadamente a diferencias entre papeles institucionales y a la división
de trabajo y de responsabilidad que estos papeles representan. De este
modo, lo que podría describirse como un problema de la voluntad res­
pecto del individuo se transforma, en un contexto institucional, pri­
mariamente en un problema de organización social. En otro trabajo he
denominado a la comprensión especializada de esta relación -entre la
interpretación de un juez y la organización social requerida para trans­
formarla en realidad- «hermenéutica de los textos de jurisdicción».28
Esta comprensión especializada debe situarse en el centro de la activi­
dad oficial de juzgar.

B. La interpretación dentro de un sistema destinado


a generar violencia
El abismo entre el pensamiento y la acción se ensancha cada vez que la
violencia entra seriamente en juego, porque, para la mayoría de noso­
tros, consideraciones evolutivas, psicológicas, culturales y morales in­
hiben la inflicción de dolor a otras personas. Desde luego, estas res­
tricciones no son absolutas ni universales. Hay algunos individuos
desviados cuyo comportamiento no concuerda con esas inhibiciones.29

28. Cover, supra nota 2, págs. 53-60.


29- Hay personas cuyo comportamiento es al mismo tiempo violento con los de­
más y aparentemente inconsciente frente a las consecuencias violentas que ese com­
portamiento les ocasiona a ellas mismas. Este comportamiento va acompañado fre­
cuentemente por una extraña ausencia de afectividad. Existen grandes discusiones
sobre su clasificación como personas que sufren de una enfermedad mental. Sin em­
bargo, actualmente hay una variedad de etiquetas que se pueden aplicar apropiada­
mente sobre la base de una u otra autoridad. Ver, por ej., Am. Psychiatric Assoc.,
€> Editorial G edisa

D ia gn ostica n d S ta th tica lM a n u a l o f M ental Disorders, págs. 317-321 (3a ed. 1980) (que
clasifica a las personas antes descritas como personas que sufren de «desorden antiso­
cial de la personalidad»). Para algunas clasificaciones anteriores, ver W. McCord & J.
McCord, T hePsychopath, págs. 39-55 (1964).
132 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

Además, casi todas las personas se sienten fascinadas y atraídas por la


violencia, aunque al mismo tiempo les repugne.30 Finalmente —y esto
es más importante para nuestro propósito—, bajo determinadas cir­
cunstancias, ciertos disparadores sociales hacen que casi todas las per­
sonas puedan vencer o suprimir la repugnancia que les causa la violen­
cia.31 Estas lim itaciones no niegan el poder de las inhibiciones en
contra de la violencia. En efecto, el juego de violencia e inhibiciones
crea las condiciones sin las cuales el derecho sería innecesario o impo­
sible. Si la inhibición contra la violencia fuera perfecta, el derecho se­
ría innecesario; si no fuera capaz de ser vencida a través de ciertas seña­
les sociales, el derecho no sería posible.
Dado que la interpretación legal es una práctica incompleta sin la
violencia -y a que depende de una práctica social de violencia para su
eficacia-, ella debe estar relacionada de un modo fuerte a los dispara­
dores que operan para eludir o suprimir los mecanismos psico-sociales
que habitualmente inhiben las acciones humanas que causan dolor y
muerte. Las interpretaciones que causan violencia deben distinguirse
de los actos violentos que ellas ocasionan. Cuando los jueces interpre­
tan la ley en un contexto oficial, esperamos que se revele o se establez­
ca una relación estrecha entre sus palabras y los actos que ellas orde­
nan. Esto es, esperamos que las palabras de los jueces sirvan como
gatillos virtuales para la acción. No esperaríamos, por ejemplo, de
parte de los carceleros o directores de cárcel, contemplaciones o deli­
beraciones que interfieran con la acción autorizada por las palabras ju­

30. Ver, por ej., C. Ford & F. Beach, P a ttern s o f Sexual B ehavior, págs. 64-65
(1951) (quienes señalan las variadas respuestas culturales asociadas al dolor y la sexua­
lidad). Se discute si hay una atracción sadomasoquista más profunda hacia el dolor o la
violencia con formas más serias de imposición o sufrimiento de dolor que sea sim ilar­
mente universal. La atracción hacia la violencia puede ser justificada en términos de
un impulso de «agresión». Ver generalm ente K Lorenz, On Aggression (traducción de M.
W ilson, 1966).
31. Ver, por ej., S. M ilgram , Obedience to A uthority (1974). Janis y Mann discuten
y ubican los experimentos de M ilgram en el contexto de un conjunto mucho más ex­
tenso de trabajo experimental y de material anecdótico acerca de la toma de decisio­
nes. Ver I. Janis & L. Mann, D ecisión M aking: A P sychological A nalysis o f Conflics, Choi-
ce, a n d Commitment, págs. 268-271 (1977).
La violencia y la palabra 133

diciales. Pero tal rutinización del comportamiento violento requiere


una forma de organización que opere en los ámbitos de la acción y de
la interpretación simultáneamente. Para entender la violencia de un
acto interpretativo de un juez, debemos entender también el modo en
que se transforma en un acto violento a pesar de la resistencia general
frente a tales actos; para comprender el significado de este acto violen­
to, debemos entender también de qué manera lo autoriza y legitim a el
acto interpretativo de un juez.
Aunque difícilmente pueda ofrecerse una revisión exhaustiva de
los modos posibles en que la organización del sistema legal opera para
facilitar la reducción de las inhibiciones contra de la violencia intraes-
pecífica, deseo referirme a algunos de los códigos sociales que limitan
tales inhibiciones. Para ello resulta útil la literatura de la psicología
social. El estudio y teoría más conocidos sobre los códigos sociales y
sobre el papel que éste juega para vencer las inhibiciones normales an­
te la inflicción de dolor a través de la violencia es Obedience a n d Autho-
rity de M ilgram .52 En las investigaciones experimentales de Milgram,
las personas que eran objeto de investigación debían administrar lo
que ellos suponían shocks eléctricos dolorosos a otras personas que, se­
gún ellos creían, eran el objeto del experimento. Esto se hacía bajo la
dirección u órdenes de los supuestos investigadores. Los verdaderos
sujetos del experimento -es decir, quienes administraban los shocks-
demostraron un nivel alarmantemente alto de conformidad con las fi­
guras de autoridad a pesar del aparente dolor evidenciado por los fal­
sos sujetos experimentales. De los resultados de su experimento, M il­
gram ha formulado una teoría que aún es incompleta en algunos
aspectos. La parte más desarrollada de la teoría depende en gran parte
de la distinción que él hace entre actuar en un estado «autónomo» y el
actuar como «agente». M ilgram postula que la evolución de la dispo­
sición humana para actuar como «agente» depende de las jerarquías,
dado que los miembros de jerarquías organizadas son tradicionalmen­
te más proclives a sobrevivir que los miembros de grupos sociales me­
O Editorial G edisa

nos organizados. Paralelamente, la «conciencia» o «superyó» evolu-

32. S. M ilgram , supra nota 31.


134 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

donó como respuesta a la necesidad de un comportamiento o juicio


autónomo, dada la evolución de las estructuras sociales. Es este com­
portamiento autónomo el que inhibe el acto de infligir dolor a otros.
Pero cuando los individuos actúan dentro de una estructura jerárqui­
ca, la regulación del comportamiento autónomo del individuo debe
poder ser suprimida o subordinada a las características del comporta­
miento como «agente».53 Además de sus teorías sobre los mecanismos
evolutivos específicos de una especie, M ilgram también señala que
existen formas de aprendizaje y condicionamiento para el comporta­
miento como agente dentro de estructuras jerárquicas que son especí­
ficas del individuo y de la cultura. De este modo -d e acuerdo con la
explicación de M ilgram del «comportamiento como ag e n te »- los
«sistemas institucionales de autoridad» juegan un papel clave en el
suministro de aquellos disparadores necesarios para causar el paso del
comportamiento autónomo al comportamiento como agente, requeri­
do cibernéticam ente para hacer que las jerarquías funcionen.34 Si­
guiendo a M ilgram , los disparadores necesarios para vencer el com­
portamiento autónomo -o «conciencia»- consisten en mandatos u
órdenes sancionadas institucionalmente, o señales de autoridades legi­
timadas institucionalmente, características de la organización jerár­
quica humana.35

Hay, por supuesto, una variedad de modos alternativos de conceptua-


lizar el facilitamiento de la violencia a través de papeles instituciona­
les. Uno podría señalar, por ejemplo, la teoría de que los seres huma­
nos tiene una tendencia natural, un impulso instintivo, hacia la

33. Id. págs. 135-138. M ilgram sugiere incluso que puede haber reguladores
neuroquímicos de tal subordinación.
34. Id. págs. 123-164.
35. Id. págs. 125-130, 143-148. M ilgram también se p regu nta—muy apropiada- '
m ente- si la hipótesis de un impulso general o tendencia a la agresión intrínseca al ser
humano y normalmente suprimida por factores sociales explicaría mejor el comporta- <
© Editorial G edisa

miento obtenido en sus experimentos. Los experimentos podrían entonces entenderse


como oportunidades para la emergencia de la agresión pre-existente creadas por la eli­
minación de las restricciones sociales sobre la violencia. Id. , págs. 165-168. No parece
que las dos teorías se excluyan mutuamente.
La violencia y la palabra 135

agresión, y que una variedad de conductas aprendidas mantiene a


la agresión dentro de ciertos límites. Las ocasiones de violencia especi­
ficadas institucionalmente podrían verse entonces como escapes para
la agresión que ordinariamente procuraríamos ejercitar en caso de no
existir restricciones. Desde el punto de vista psicoanalítico, algunos
autores han planteado la hipótesis de que las estructuras formales para
la administración de violencia permiten que muchos individuos evi­
ten la satisfacción de sus deseos agresivos a través de la «delegación»
de la actividad violenta a otros.30
Hay enormes diferencias entre las teorías de M ilgram sobre la vio­
lencia institucionalizada y las de Anna Freud o Konrad Lorenz, y entre
las suposiciones acerca de la naturaleza humana que las informan. Pe­
ro lo que tienen en común todas estas teorías es una observación del
comportamiento que requiere explicación. Las personas que actúan
dentro de organizaciones sociales que ejercen autoridad actúan violen­
tamente sin experimentar las inhibiciones normales o el grado normal
de inhibición que regula el comportamiento de quienes actúan autó­
nomamente. Cuando los jueces interpretan, desencadenan comporta­
mientos en carácter de agente precisamente dentro de una institución
u organización social similar. En cierto nivel, los jueces parecen ofre­
cer - y tal vez ofrezcan efectivam ente- su comprensión del mundo
normativo al público destinatario. Pero en otro nivel desenlazan un
mecanismo violento a través del cual una parte sustancial del público
destinatario pierde la capacidad de pensar y actuar autónomamente.

C. La interpretación y la organización efectiva de la violencia


Un tercer factor distingue la autorización de la violencia como ejerci­
cio deliberado, interpretativo, del hecho de violencia. La víctima rara­
mente sufre los hechos de violencia fuera de una situación de domina­

36. Anna Freud sigue a Stone cuando llam a al fenómeno «delegación». «El indi­
viduo se priva de la satisfacción de sus deseos agresivos, pero concede permiso para
ello a algún agente superior como el Estado, la policía, las autoridades m ilitares o le­
gales.» A. Freud, Comments on Aggression, en Psychoanalytic Psychology o f N orm al Deve-
lopment, pág. 161 (1981) (The W ritings ofA nna Freud, Vol. III). Debo esta referencia a
Diane Cover.
136 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

ción.37 Esta situación puede ser manifiestamente coercitiva y violenta,


o puede ser el producto de una historia de violencia que condiciona las
expectativas de los actores. La imposición de la violencia depende de
las pre-condiciones sociales para su efectividad. Pocos de nosotros so­
mos lo suficientemente valientes o imprudentes para actuar violenta­
mente por principio y de modo incondicional, sin prestar atención a
las probables respuestas de aquellos a quienes pretendiéramos impo­
nerle nuestra voluntad.38

37. Mi colega Harlon Dalton refiere un punto de vista sostenido por algunas per­
sonas que han trabajado como asistentes de los jueces del Tribunal de Apelaciones del
Segundo Circuito: los jueces parecen reacios a confirmar las condenas del jurado cuan­
do creen que el acusado está en la sala. Dalton sugiere dos razones para explicar la ten­
dencia de reservarse la decisión en tales casos. Primero, los jueces desean dar la apa­
riencia de deliberación a fin de minimizar, en lo posible, la insatisfacción del perdedor
por el resultado; segundo, y más importante, los jueces desean evitar que un acusado
descontento (cuyas inhibiciones ante la comisión de violencia sean débiles) decida
«enfrentar al tribunal». Dalton recuerda una escena que presenció cuando trabajaba
para quien entonces era un juez de distrito bastante nuevo, que cometió el error de
dictar sentencia en una pequeña antesala situada detrás de la sala de audiencias del tri­
bunal. (La sala de audiencias estaba momentáneamente fuera de uso por una u otra ra­
zón.) El pedido del acusado de que su fam ilia estuviera presente durante el pronuncia­
miento de la sentencia fue por supuesto concedido. Como resultado, el juez debió
enfrentarse a la esposa en llanto, a los niños abatidos, al abogado -qu e pudo entonces
desplegar su actuación en un escenario íntim o—y al acusado -q u e tuvo entonces la
oportunidad de presentar su alegato al juez cara a cara a una distancia no mayor de
unos tres m etros-. Para el juez resultó, por lo tanto, imposible esconderse o aislarse
de la violencia que se desprendería de las palabras que estaba a apunto de pronunciar,
y estaba visiblemente afectado cuando pronunció la sentencia. Aun así, ni él ni Dalton
estaban preparados para lo que siguió. El acusado comenzó alternativamente a gritar y
a suplicarle al juez que cambiara de opinión; su mujer comenzó a llorar en voz alta; el
acusado se arrastró hacia el juez, aparentemente con el solo objeto de acercarse a quien
le estaba haciendo algo espantoso. Dado que el diseño de los asientos de la antesala no
tenía previstos dispositivos de seguridad, al jefe de la guardia le llevó uno o dos se­
gundos —uno o dos largos segundos—sujetar al acusado. Luego, como la única salida
de la sala se encontraba detrás del lugar en donde se habían sentado el acusado y su fa­
m ilia, el juez tuvo que esperar hasta que, uno a uno, fueron obligados y forzados a re­
© Editorial G edisa

tirarse antes de que él pudiera salir. De este modo, presenció personalmente cómo se
traducían sus palabras en hechos. Agradezco a Harlon Dalton por este testimonio.
38. Es la fantasía de este modo de actuar lo que justifica la atracción de tantos hé­
roes violentos. En los lugares en los que los sistemas de disuasión y justicia dependen,
La violencia y la palabra 137

Si la interpretación legal implica acción en un campo de dolor y


m uerte, entonces es esperable que el acto de interpretación preste
atención a las condiciones de dominación efectiva. En la medida en que la
dominación efectiva no se encuentre presente, nuestra comprensión de
la ley se acomodará, de modo de requerir sólo aquello que puede espe­
rarse razonablemente de las personas que estén en condiciones de res­
ponder, resistir o vengarse,39 o bien habrá una crisis de credibilidad.
La ley puede variar con el tiempo y tener sólo una relación incierta con
los hechos que institucionalmente implementa. Algunos sistemas, es­
pecialmente los religiosos, pueden perpetuar y aún beneficiarse de una
dicotomía entre una ley ideal y una realizable.40 Pero tal dicotomía
tiene implicaciones inmensas si se encuentra inserta en la ley. En nuestro
propio sistema legal secular, es necesario asumir que este no es un de­
sarrollo deseable.

D. La interpretación legal como interpretación constreñida


La interpretación legal, por lo tanto, nunca puede ser «libre»: nunca
puede ser función del entendimiento de un texto o de una palabra so­
lamente. Tampoco puede ser una simple función de lo que el intérpre-

o han dependido, de un alto riesgo de actos de violencia, existen grandes tentaciones


para evitar los principios demasiado elevados. En muchas sociedades tribales o de cla­
nes antagónicos, el problema social principal parece no haber sido cómo detener las
venganzas sangrientas entre los distintos grupos, sino cómo lograr que los protagonis­
tas reacios actuaran de manera de proteger a los miembros más vulnerables o de ven­
garlos. Miller, «Choosing the Avenger: Some Aspects of Bloodfeud in Medieval Ice-
land and England», 1 L aivandH ist. Rev. 159, 160-162, 175 (1983).
39- Ver el corpus de la obra de M iller sobre las venganzas de clanes en la Islandia
medieval. Id. págs. 175-194. Ver también W. Miller, Gift, Sale, Payment, R aid: Case
Studies in the N egotiation a n d Classification ofE xchange in M edieval Iceland, 61 Speculum
18-50 (1986); cf. E. Ayers, Vengeance a n dJustice: Crime a n d Punishment in the 19'h Cen-
tury American South 18 (1984) («El honor y el legalism o... son incom patibles...» ).
40. Por ejemplo, el relato del debate en la teoría legal de chiíta acerca de la posi­
bilidad de establecer un gobierno confesional antes del advenimiento del Doceavo
O Editorial G cdisa

Imán refleja esta dicotomía en un contexto religioso. Ver R. Mottahedeh, The M antle
o f the Prophet: R eligión a n d Politics in Irán, págs. 172-173 (1985). De acuerdo con las
creencias chiítas, sólo el advenimiento de este «Imán de los tiempos» haría posible
una comunidad política islámica perfecta. Id. págs. 92-93.
138 Derecho, n a r r a c ió n y v io l e n c ia

te concibe como una mera lectura de un «texto social» -un a lectura de


todo el conjunto de datos relevantes-. La interpretación legal debe ser
capaz de transformarse en acción; debe ser capaz de sobrellevar las in­
hibiciones en contra de la violencia, a fin de generar los hechos que re­
quiere; debe ser capaz de reunir un grado de violencia suficiente para
prevenir la represalia y la venganza.
Para mantener estas conexiones críticas con el comportamiento
violento efectivo, la interpretación legal debe considerar reflexiva­
mente su propia organización social. En esa reflexión, el intérprete re­
nuncia a parte de su independencia de pensamiento y autonomía de
juicio -dado que el significado legal que un Hércules hipotético (Hy-
porcules) pueda construir a partir del mar de nuestros textos legales y
sociales sólo es un elemento de la práctica institucional que llamamos
derecho-. La coherencia del significado legal es un elemento en la in­
terpretación legal. Pero es un elemento que está potencialmente en
tensión con la necesidad de generar acción efectiva en un contexto vio­
lento. Y ni la acción efectiva ni el significado coherente pueden man­
tenerse, juntos o separados, sin una estructura completa de coopera­
ción social. De modo que la interpretación legal es una forma de
interpretación constreñida, sujeta a un tiempo a la aplicación práctica
(a los hechos que ella implica) y a la ecología de papeles jurisdicciona­
les (las condiciones de dominación efectiva). Las constricciones son re­
cíprocas, porque los hechos de la violencia social, tal como los conoce­
mos, también requieren que se los presente inteligiblem ente -q u e
estén sujetos tanto a la interpretación como a aquellas formas especia­
lizadas y lim itadas de comportamiento que constituyen los «pape-
j les»-. Y el comportamiento esperado en el marco de estos papeles no
i puede existir sin las interpretaciones que expliquen las pautas de vigo-
1 rosa acción e inacción que de otra manera no tendrían significado, ni
tampoco ser inteligible sin una comprensión de los hechos que están
t destinados a realizar.
tj La interpretación legal puede ser el acto de jueces o ciudadanos, le­
O Editorial G edisa

gisladores o presidentes, objetores de conciencia del servicio m ilitar o


rc militantes antiabortistas. Cada tipo de intérprete habla desde un lugar
institucional diferente. Cada uno tiene una perspectiva diferente acer-
La violencia y la palabra 139

c a de las implicaciones fácticas o morales de una determinada com­


prensión de la Constitución. La comprensión de cada uno variará se­
gún varían los papeles y los compromisos morales. Pero las con­
sideraciones acerca de palabras, hechos y papeles siempre van a estar
presentes en alguna medida. Las relaciones entre estos tres factores son
el producto del contexto práctico y violento de la práctica de la inter­
pretación legal y, por lo tanto, constituyen el aspecto más significativo
del proceso de interpretación legal.

III. La interpretación y la acción efectiva:


El caso de las condenas penales

Las constricciones que pesan sobre la interpretación legal pueden


apreciarse mejor estudiando más a fondo un acto judicial típico - la
imposición de una condena en un caso penal- desde la perspectiva del
juez. Este acto tiene pocas de las complicaciones relativas al tipo de re­
medio procesal y al papel de los distintos actores, que han ocupado a
los estudiosos de la función judicial en casos de litigio destinado a pro­
ducir reformas institucionales, o en casos de «cuestiones políticas»
complejas en los que se demanda la realización de medidas positivas.41
Al imponer condenas en casos penales, los jueces hacen algo que cae
claramente dentro de su competencia. No pretendo sugerir que no
existan desacuerdos con respecto de cómo debe ser llevado a cabo ese
acto -si con mucha o poca discrecionalidad, si atendiendo más a crite­
rios objetivos o cuantificables que a criterios subjetivos y cualitati­
vos-. Pero el acto es y ha sido por mucho tiempo un acto judicial, que
no requiere modelos de interacción extraños o nuevos con otros fun­
cionarios o ciudadanos.

41. Mi argumento no es simplemente que en alguna subclase de casos haya consi­


deraciones prudenciales que hagan conveniente, diplomático o necesario para el juez
O Editorial G edisa

ser deferente con los deseos o las directrices políticas de otros actores políticos. Mi
opinión, más bien, es que en todo acto -aun aquellos que uno cree que «pertenecen» a
los jueces- hay un elemento necesario de deferencia hacia aquellos requisitos necesa­
rios para transformar el pensamiento judicial en acción violenta.
140 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

Algo que se da por sentado en este acto judicial es la estructura


de cooperación que asegura - a l menos eso se espera- la efectiva do­
minación de la víctim a de la violencia estatal presente y futura: el
acusado declarado culpable. El papel del juez se torna peligroso,
ciertam ente, cada vez que las condiciones de dominación sobre el
prisionero y sus aliados están ausentes. A lo largo de la historia, ha
habido ocasionalmente ejemplos de dominación ineficaz en nuestro
país, y muchos en otras naciones.42 La imposición de una condena
incluye, entonces, la actuación de la policía, de carceleros u otros
funcionarios que restrinjan la libertad del detenido (o que lo dejen
en libertad, pero sujeto a condiciones que garanticen una futura res­
tricción) por orden del juez, y de guardias que impidan que el dete­
nido sea rescatado y protejan al juez, a los fiscales, testigos y carcele­
ros contra la venganza.

Al imponer la sentencia el juez normalmente da por sentada la estruc­


tura de papeles que se describe analógicamente como la «transm i­
sión» del motor de la justicia. La autorización interpretativa del juez
de la sentencia «adecuada» puede ser llevada a cabo sólo por otros: el
vínculo entre palabra y hecho se obtiene sólo porque existe un sistema
de cooperación. Ese sistema le garantiza al juez el recurso a una enor­
me fuerza —es decir, las condiciones de efectiva dominación- de ser ne­
cesario. Garantiza —o al menos, eso se supone—una correspondencia
relativamente fiel entre la palabra del juez y los actos llevados a cabo
en contra del prisionero.

A. La revelación del factor que juegan los papeles latentes


Si la estructura institucional - e l sistema de papeles- da efecto a la
comprensión efectuada por el juez, transformando esa comprensión en

42. La dominación ineficaz ha motivado, por ejemplo, las extraordinarias medi­


das de seguridad adoptadas en los juicios más significativos contra la mafia, en Italia.
Puede percibirse también en el fracaso de la justicia de la República de Weimar. Ver
P. Gay, W eimar C ulture: The O utsider a s lnsider, págs. 20-21 (1968). No hay por qué
presumir que nuestro propio sistema legal está enteramente libre de tales problemas.
La violencia y la palabra 141

« le y » , tam bién le confiere sign ificado a los hechos que llevan a cabo
esta transform ación, tornándolos así «leg ales» y ortorgándoles le g iti­
m id ad . U na de las tareas centrales del intérprete legal es atender los
aspectos problem áticos de la integración de papel, hecho y palabra, no
sólo cuando la violencia - e sto es, la ejecución de la m edida ordenada-
carece de sign ificad o , sin o tam bién cuando el sig n ificad o carece de
violencia.
En una nación como la nuestra, en la cual las condiciones de la do­
minación estatal raramente están ausentes, es demasiado fácil asumir
que habrá funcionarios fieles para llevar a cabo lo que decretan los jue­
ces, y jueces disponibles para tornar legales los actos de esos funciona­
rios. Para apreciar cuán importante es esta estructura que se da por
sentada, puede ser útil examinar un caso en el que ella está ausente.
Las decisiones del juez Herbert Stern en el caso United Staes v. Tiede4j
demuestran una comprensión infrecuentemente lúcida de la significa­
ción de las conexiones institucionales entre la palabra judicial y los he­
chos violentos que ella autoriza.
El juez Stern era (y es) juez de distrito federal en Nueva Jersey. En
1979 fue nombrado juez especial del Tribunal de los Estados Unidos
para Berlín. Este acontecimiento singular - e l único caso de convoca­
toria del Tribunal para B erlín- constituyó la respuesta estadouniden­
se a la renuencia de Alemania Occidental a procesar a dos secuestra­
dores que habían usado un arma de juguete para amenazar a la
tripulación de un avión de pasajeros polaco que se dirigía de Gdansk
hacia Berlín Oriental, forzándolo a aterrizar en Berlín Occidental. El
estatus oficial de Berlín como ciudad «ocupada» perm itió que los

Aunque en general los jueces han salido notoriamente bien parados si se tiene el cuen­
ta el número de gente a la que perjudican, hay ejemplos ocasionales de violencia d iri­
gida contra los jueces. Y el problema de proteger a los testigos es un problema serio y
persistente del sistema de la justicia penal.
43. 86 F.R.D. 227 (U.S. Ct. for Berlín 1979). La decisión publicada registra sólo
O Editorial G edisa

ciertas cuestiones procedimentales que surgieron en el juicio -fundamentalmente si


los acusados tenían derecho a un juicio por jurados-. Puede encontrarse un relato ex­
haustivo del juicio y de las diversas decisiones adoptadas durante su transcurso en H.
Stern, Ju d gm en t in Berlín (1984).
142 Derecho, n a r r a c ió n y v io l e n c ia

alemanes dejaran a los estadounidenses la responsabilidad de perse­


guir penalmente a los secuestradores-refugiados.44
Stern escribió un conmovedor informe del inusual proceso, inclu­
yendo su larga disputa con el gobierno de Estados Unidos sobre la
cuestión general de la aplicabilidad de la Constitución de Estados
Unidos al procedimiento. Después de un juicio por jurados -a l que el
fiscal se opuso- y de un veredicto de condena por una de las acusacio­
nes, se exigió a Stern el «sim ple» acto interpretativo de imponer la
sentencia apropiada. La interpretación de los elementos que regulan
la determinación de la pena se constituía ciertamente de un «simple»
acto —un acto en el que la ley alemana, suficientemente inequívoca so­
bre el punto, debía ser inequívocamente aplicada en virtud de la ley
estadounidense que regula los tribunales de ocupación-.45
Stern ilustró brillantemente los defectos de tal cadena de razona­
mientos. El acto judicial interpretativo de dictar sentencia se traduce
en un hecho - la efectiva descarga de la violencia del castigo sobre el
acusado-. Pero estos dos elementos —la palabra judicial y el hecho pu­
nitivo—sólo están conectados por la cooperación social de muchas
otras personas, quienes, desde sus papeles de abogado, policía, carcele­
ro, guardia, juez de ejecución, llevan a cabo los actos autorizados por
la palabra judicial. En general, la cooperación entre estos funcionarios
se presume, pero, por supuesto, hay una gran variedad de factores que
pueden hacer fracasar las condiciones que habitualmente aseguran el
éxito de esta cooperación.
Este es el informe del juez Stern sobre su condena contra el acusa­
do, Hans Detlef Alexander Tiede:

Señores (dirigiéndose a los abogados del Departamento de Estado y del


Departamento de Justicia ), no les entregaré a este acusado... ya lo he
mantenido bajo su custodia durante casi nueve m eses... Ustedes me han

44. H. Stern, supra nota 43, págs. 3-61.


45. Hubo varias cuestiones interpretativas significativas incluidas en la sentencia
aparte de la tratada aquí: por ejemplo, si una oferta de acuerdo del fiscal al acusado a
cambio del desistimiento de ser juzgado por jurados lim itaba la posibilidad de una
sentencia menos severa que la pactada, id. págs. 344-345, y si el juez estaba obligado
La violencia y la palabra 143

persuadido para que lo haga. Ahora considero, sin embargo, que ustedes
no reconocen limitación alguna fundada sobre el debido proceso...
No tengo que ser un gran profeta para entender que probablemente
no haya aquí un gran futuro para el Tribunal de Estados Unidos en Ber­
lín .46 (...)
Bajo esas circunstancias, ¿quién va a proteger a Tiede si yo se los en­
tregara por cuatro años? Si la Constitución no es de aplicación, si Uds.
mismos no se consideran limitados de manera alguna, ¿quién se colocará
entre él y ustedes? ¿Qué juez? ¿Qué juez independiente tienen ustedes
aquí? ¿Qué juez independiente permitirían ustedes aquí?
Cuando un juez dicta sentencia, pone al acusado bajo custodia -en
Estados Unidos el juez dice, «Lo dejo bajo custodia del Procurador Gene­
ral de Estados Unidos», etcétera-. Aquí supongo que dice «lo coloco ba­
jo custodia del Comandante, o del Secretario de Estado», o lo que fuera...
Yo no lo haré. No bajo estas circunstancias...
En consecuencia declaro que el condenado ya ha cumplido su pena.
Desde este momento... queda Usted en libertad .47

La notable sentencia de Herbert Stern no es simplemente un efectivo y


conmovedor alegato por una justicia independiente y en contra de la
ciega sumisión que el gobierno trató de imponerle. Es una disección
de la anatomía del castigo penal en un sistema constitucional. Como
tal, revela el papel interno de la palabra judicial en el acto de dictar
sentencia. Revela la necesidad de una estructura latente de papeles pa-

a aplicar la ley alemana, que establecía una pena mínim a de tres años para el delito por
el cual Tiede fue declarado culpable, id. págs. 350-355.
46. Stern había recibido oficialmente la «orden» de no proceder en un caso civil
contra Estados Unidos. El caso era el últim o intento en un complicado procedimiento
en el cual el gobierno de Berlín Occidental había adquirido espacios verdes -supues­
tamente en violación de la ley alemana—para la construcción de un complejo de vi­
viendas para el Comando del Ejército de Estados Unidos en Berlín. Los oficiales esta­
dounidense se habían negado a perm itir que los tribunales alemanes entendieran en el
caso, ya que afectaba los intereses de la autoridad de ocupación. El Embajador ameri­
O Editorial G cdiui

cano W aiter Stoessel le había escrito oficialmente a Stern -u n día antes de su senten­
cia en el caso T iede- que «su designación como juez de la Corte de Estados Unidos
para Berlín no se extiende a esta cuestión». Id. pág. 353.
47. Id. pág. 370.
144 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

ra tornar moralmente inteligible el pronunciamiento judicial. Y pro­


clama la ininteligibilidad moral de los pronunciamientos judiciales
de rutina cuando esa estructura no está presente. Casi todo pronuncia­
miento judicial se hace efectivo a través de los actos de otros -d e actos
insertos en papeles sociales-. El juez debe ser consciente, como lo fue
Stern, de que el significado de sus palabras puede cambiar cuando los
papeles de estos otros cambian. Generalmente suponemos que la vio­
lencia constitucional siempre se desarrolla dentro de límites sanciona­
dos institucionalmente y que está sujeta a una acción de otros circuns­
crita institucionalm ente y delim itada por reglas que establecen
papeles. Stern fue consciente de lo poco fiable que era tal suposición
en el contexto de Berlín y por ello «reinterpretó» su sentencia de
acuerdo con esas circunstancias.48

B. La imposición de la pena de muerte como un acto


interpretativo de violencia
La constitucionalidad de la pena de muerte y, de serlo, su concreta im­
posición, son algunos de los problemas más difíciles que puede en­

48. El Juez Stern debió enfrentarse con una situación inusual -inexistencia de un
sistema judicial y falta de denegatoria explícita por parte de aquellos que controlaban
la violencia oficial de que su poder estaba constitucionalmente lim itado -. En algún
sentido, se trataba de una situación de «anarquía legal de ju re». Pero el razonamiento
de Stern va más allá del caso en cuestión: puede ser extendido para incluir, por ejem­
plo, el estado de anarquía legal d e ja cto que rige la vida de muchas de las prisiones de
Estados Unidos. El denominado litigio judicial de reforma institucional -aplicado a
prisiones, escuelas, u hospitales- involucra cuestiones complejas relativas al alcance
de los remedios ordenados por el Poder Ju d icial. En muchos casos, estas cuestiones
conllevan problemas de discrecionalidad en la administración de remedios judiciales.
Cuando se discute el dictado de una orden judicial de hacer (injunction), los jueces ge­
neralmente «interpretan» la ley teniendo en cuenta las dificultades que im plica llevar
a cabo las sentencias. Pero la decisión de Stern en el caso Tiede sigue un camino dife­
rente. Un juez puede ser o no capaz de dominar los actos de violencia oficial, pero
siempre puede negarse a aportar la justificación de tal violencia. Puede o no ser capaz
de lograr buenas condiciones en una prisión, pero también puede negarse a condenar a
alguien a cum plir su pena en una prisión constitucionalmente inadecuada. De hecho,
algunos jueces han seguido este curso de acción. Ver, por ejemplo, Barnes v. G overn­
ment o f the Virgin h la n d s, 415 F. Supp. 1218 (D.V.I. 1976).
La violencia y la palabra 145

frentar un juez. Aunque su gramática pueda parecer sim ilar a la de


cualquier otra condena penal, la condena a muerte en tanto acto inter­
pretativo es única en por lo menos tres aspectos. En primer lugar, el
juez debe interpretar los textos constitucionales y otros textos legales
que regulan las ocasiones apropiadas o permisibles para la imposición
de la pena de muerte. En segundo lugar, el contexto en el que debe en­
tender estos textos es el de una decisión que prescribe el acto de matar
a una persona. Por último, debe actuar para poner en movimiento ac­
tos de otras personas que, de seguir normalmente su curso, van a de­
sembocar en el acto de dar muerte al acusado que ha sido condenado.
Nuestros jueces nunca matan al acusado ellos mismos. No presencian
la ejecución. Sin embargo, son intensamente conscientes del acto que
sus palabras autorizan.49
La situación sensible y confusa hoy prevaleciente en relación con la
pena de muerte en Estados Unidos es en varios aspectos un producto
de lo que yo he descrito como el carácter constreñido de la interpreta­
ción legal - la compleja estructura de las relaciones entre palabra y ac­
to-. En el acto de la pena de muerte, la renuencia y el rechazo -consti­
tutivos de aquella instancia que debe ser superada para conectar la
interpretación y la acción-, se hacen presentes en una medida extraor­
dinaria para toda persona que sienta las inhibiciones normales contra
la imposición de dolor y muerte. Dado que en la pena de muerte la ac­
ción o el acto es extremo e irrevocable, la presión se centra sobre la p a ­
labra -es decir, sobre la interpretación que establece la justificación le­
gal del acto—.50 Al mismo tiempo, el hecho de que la pena de muerte
constituya la manifestación más simple, más deliberada, y más cons-

49- Compárese la discreta distancia de los jueces de hoy en día en las condenas a
muerte con el espectáculo de la ejecución de la pena de muerte en Hay, «Property,
Authority and the Criminal Law», en Albion's Fatal Tree: C rim ea n d S ociety in Eighte-
enth-Century England, págs. 28-29 (1975).
50. Esta presión a favor de la necesidad de una justificación más estricta de la con­
dena a muerte se encuentra presente en el desarrollo de la postura que exige un «debi­
<f) Editorial G edisa

do proceso agravado» {«super d u ep rocess» ) en los casos de pena de muerte. Ver, por
ejemplo, Radin, «Cruel Punishment and Respect for Persons: Super Due Process for
Death», 53 S. Cal. L Rev. 1143 (1980) (que describe las garantías procedimentales es­
tablecidas por la Corte Suprema a partir de la Octava Enmienda de la Constitución
146 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

cíente de la interpretación legal como violencia, hace de la imposición


de la sentencia una prueba especialmente poderosa de la fe y el com­
promiso de los intérpretes.51 Ni siquiera la apariencia de «humaniza­
ción» -si es que esta existe- puede ocultar la violencia de la sentencia
que impone la pena de muerte.
Por ello, los casos de condena a muerte revelan mucho más de la es­
tructura de la interpretación judicial que otros casos. Colabora con esta
revelación el carácter agonístico del derecho: el acusado y su abogado
buscan y explotan cualquier detalle de la estructura que pudiera estar
de su lado. Y lo hacen en un grado extremo, porque se trata de un caso
de vida o muerte.52 >
Así, en el típico caso en el que está en juego la aplicación de la pe­
na de muerte, al juez se le recuerda permanentemente aquello que la
defensa intenta explotar constantemente: la estructura de interdepen­
dencia de papeles -es decir, aquel elemento que el juez Stern conside­
ró potencialmente ausente en el caso Tiede, en Berlín-. Veámoslo. Los
actores que cumplen estos papeles no sólo llevan a cabo la decisión ju­
dicial: ¡la están esperando! Todos ellos saben que los jueces serán con­
vocados, una y otra vez, para considerar exhaustivamente todos los ve­

estadounidense). No conozco un alegato más poderoso sobre las implicaciones ú lti­


mas de esta posición que el de C. Black, C apital Punishm ent: The Inevitability o f Caprice
a n d Mistake (segunda edición 1981).
51. Creo que la moratoria de casi una década de duración sobre las condenas a
muerte puede entenderse como un problema de voluntad por parte de la mayoría de la
Corte que, durante ese período, ha decidido simultáneamente que no existe impedi­
mento constitucional general para la imposición de la pena de muerte, y que aún no
está preparada para que los estados comiencen una serie de ejecuciones. Por supuesto,
a lo largo de todo el período, fueron surgiendo nuevas cuestiones procedimentales.
Pero no parece exagerado suponer que hubo también cierta reticencia a aceptar las im ­
plicaciones de la posición m ayoritaria sobre esta cuestión constitucional. Ver Nota,
«Summary Processes and the Rule of Law: Expediting Death Penalty Cases in the Fe­
deral Courts», 95 Yale L .J. 349, 354 (1985) (que comenta la jurisprudencia «muchas
veces incierta y tortuosa» de la Corte en este período acerca de la pena de muerte).
52. Ver por ejemplo, S ullivan v. W aim vright, 464 U.S. 109, 112 (1983) (voto con­
currente del juez Burger, que deniega la suspensión de la ejecución). El juez Burger,
presidente de la Corte Suprema, acusó a los abogados opuestos a la pena de muerte de
«convertir la administración de justicia en una competencia deportiva».
La violencia y la palabra W

ricuetos interpretativos que el abogado defensor puede sostener para


evitar la ejecución de la sentencia. Y difícilmente esperan que la sen­
tencia sea ejecutada sin una cantidad importante de demoras, durante
las cuales los jueces considerarán alguna defensa aún no completamen­
te decidida por ellos o por otro tribunal.53 La acción casi estilizada del
drama requiere que los carceleros estén visiblemente preparados para
recibir la comunicación del acto judicial —aun cuando se trate sólo del
acto de decidir tomar una acción futura—. La suspensión de la ejecu­
ción, aunque no signifique nada —literalmente nada—como acto de
exégesis textual, constituye sin embargo una forma importante de in­
terpretación constitucional. Pues muestra que la violencia del director
de la cárcel y del verdugo están ligadas al acto deliberativo de com­
prensión del juez. La suspensión de la ejecución, esa especial línea
abierta, permite o, más precisamente, requiere que la inferencia se de­
rive del fracaso de la suspensión de la ejecución Ese también es el lazo
visible entre palabra y acto.54 Los directores de cárceles, los guardias,
los doctores, bailan al compás del juez Si el acto se ejecuta, es un acto
constitucional -uno integrado a y justificable bajo la comprensión
apropiada de la palabra— En resumen, es la suspensión, el drama de la
posibilidad de la suspensión, lo que torna la ejecución en violencia
constitucional, lo que hace que el acto se convierta en acto de interpre­
tación.
Después de todo, hay ejecuciones en casi todas partes Si la gente
desaparece, si muere de repente y sin ceremonia en prisión, con total

53. La actual Corte (o su mayoría) es muy hostil ante estas demoras Los casos Ba-
refoot v. Estelle, 463 U. S. 880 (1983), Z ant v. Spephens, 462 U S 862 (1983\ C alifor­
nia v. Ramos, 463 LJ. S. 992 (1983), y B arclay v Florida, 463 U S 939 (1983), marcan
una inversión de la tendencia que permitía o favorecía una audiencia plena para escu­
char todas las pretensiones o defensas posibles Sin embargo, incluso con esta nueva
impaciencia ante la ejecución, habitualmente hay demoras substanciales en alguna
instancia antes de la ejecución.
54. Considérense las opiniones de los distintos jueces en R osenlerg v. U nited States,
© Editorial G cdisa

■S 346 U.S.273 (1953), que revierte la suspensión de la condena a muerte que había sido
a concedida por el juez Douglas. Para un análisis de las deliberaciones, ver Parrish,
| <-Cold W ar Justice: The Supreme Court and the Rosenbergs» 82 Am Hist R eí 805-
o 842(1977).
148 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

prescindencia de una justificación y autorización articulada para su fa­


llecimiento, la interpretación constitucional no se halla en el centro de
esos actos, ni el acto, la muerte, se halla en el centro de la Constitu­
ción. El problema de la incapacidad o la falta de voluntad para asegu­
rar un vínculo fuerte y virtualmente certero entre el pronunciamiento
judicial y el acto violento ha caracterizado a ciertos sistemas legales en
épocas determinadas.55 Caracterizó en gran medida, por ejemplo, al
sistema legal estadounidense hasta bien entrado el siglo xx: los lin­
chamientos, por ejemplo, son considerados una aberración propia de
Estados Unidos.56 Esa aberración adoptó muchas formas. En muchos
casos consistía en sustraer completamente el castigo de los supuestos
delincuentes de las manos de los jueces. Pero a veces consistía en llevar
a cabo las condenas de muerte sin respetar los procesos de apelación y
recursos posteriores a la condena. Ese fue el resultado, por ejemplo, del
tristemente célebre caso «Leo Frank» .57
Hemos recorrido un largo camino desde 1914 en orden a nuestras
expectativas de que las personas acusadas por delitos conminados con
pena de muerte sean juzgadas, condenadas apropiadamente, y vivan
hasta el momento en que se ha previsto la ejecución de sus sentencias.
De hecho, hoy esperamos una coordinación casi perfecta entre todos
aquellos cuyo papel es infligir violencia sujeta a las decisiones inter­

55. Ver, por ejem plo, R. Brown, Strain o f Vióleme, H istorical Studies o f American
V iolenceand Vigilantism, págs. 144-179 (1975) (discute las actitudes legales frente a la
justicia por mano propia en Estados Unidos).
56. Ver R. Zangrando, The NAACP Crusade A gainst Lynching, 1909-1950, págs.
9-11 (1980).
57. Leo Frank era un judío neoyorquino que administraba una fábrica de lápices
en Georgia. Fue acusado de violar y asesinar a una empleada de la fábrica de 14 años.
El juicio (y condena) tuvo lugar en una atmósfera enrarecida por la presión de la mu­
chedumbre, razón por la cual la Corte debió sugerir al acusado y a su defensa que no
estuvieran presentes en la sala de audiencias en el momento de la lectura del veredicto
por miedo de que fueran atacados violentamente. Después de la condena, Frank fue
© Editorial G cdisa

sacado por la fuerza de su lugar de detención y linchado. El caso fue crucial para la
constitución del B ’nai Brith Anti-Defamation League. La Corte Suprema se negó a re­
visar la condena. V. Frank v. M angum , 237 U.S. 309 (1915), con enérgicas disidencias
de los jueces Holmes y Hughes.
La violencia y la palabra 149

pretativas de los jueces. Incluso esperamos una cooperación coordina­


da que asegure el cumplimiento de todas las interpretaciones judicia­
les plausibles sobre este asunto.58
Esa forma bien coordinada de violencia constituye un logro Los
delicados compromisos sociales destinados a llevar a cabo ese acto de
violencia que es la pena de muerte, o a evitarlo, no son productos for­
tuitos o casuales de las circunstancias. Son más bien producto de un
diseño estrechamente ligado a las reglas y principios secundarios que
ofrecen criterios claros para el reconocimiento de estos y otros actos
interpretativos, entre ellos, principalmente, los actos ju d icia les Su
«significado» es siempre secundario frente a su origen Ni los directo­
res de cárceles, ni los guardias o verdugos esperan una llamada telefó­
nica del mayor experto en derecho constitucional, filósofo o crítico del
derecho antes de ejecutar a los prisioneros, independientemente de
cuán convicentes sean sus interpretaciones Además, sólo esperan la
palabra de los jueces en la medida en que esa palabra sea portadora de
indicios formales de haber sido pronunciada en ejercicio de la investi­
dura judicial. La cooperación social, crucial para esta forma constitu­
cional de cooperación para ejercer violencia, también concierne, en­
tonces, al reconocimiento del papel judicial y al reconocimiento de
aquellos que llevan a cabo los pronunciamientos judiciales
Hay, por supuesto, algunas situaciones en las que el papel judicial
no está bien definido, sino que resulta más bien impugnado Sin em­
bargo, la cooperación social para ejercer violencia constitucional, tal
como la conocemos, requiere al menos que sea muy claro quién ha­
bla como juez y cuándo lo hace. El ordenamiento jerárquico entre las
distintas voces judiciales también debe ser muy claro o ser susceptible

58. Por supuesto, no pretendo sugerir que ya no »e legistre violencia 110 autoriza­
da por parte de la policía, carceleros, etcétera. Pero la postura casi publica de que la
«justicia» de la muchedumbre debe suplantar al debido proceso ante los tribunales
dejó de ser prevaleciente. Ver el extraordinario artículo de Charles Bonaparte, «Lynch
O Editori il G edis»

Law and Its Remedy», 8 Yale L .J. 335, 336 (1899) (quien argumenta que el propósi­
to subyacente del linchamiento «no es violar, sino reivindicar ía ley, o, para ser más
preciso,... se deja de lado la parte “adjetiva” a fin de que su parte “sustantiva” sea
preservada»).
150 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

de clarificación. Ya hemos señalado la necesidad de las reglas y princi­


pios que identifiquen a los intérpretes judiciales y que prescriban ac­
ciones sobre la base de lo que ellos dicen. Las reglas y principios que
identifican las voces autorizadas a los fines de la acción hacen patente
los defectos de aquellos modelos de interpretación judicial que se ba­
san sobre el trabajo de una sola mente coherente y consecuente. Por­
que en Estados Unidos no hay un conjunto de reglas y principios se­
cundarios más importantes que aquellos que hacen imposible que
cualquier juez -independientemente de cuán herculeana sea su com­
prensión del derecho- tenga alguna vez la últim a palabra respecto del
modo en que el significado legal afecta a los casos reales. En Estados
Unidos -con sólo algunas excepciones triviales- ningún juez indivi­
dual competente frente a un problema jurídico significativo está in­
mune de la revisión de su decisión por vía de apelación. En sentido in­
verso, si un juez forma parte de un tribunal que tiene a su cargo la
últim a instancia de un problema jurídico significativo, el tribunal es
colegiado. Esta situación es determinada por un complejo de reglas se­
cundarias. Este complejo comprende normas tales como las leyes que
conceden el derecho a apelar al menos en una oportunidad las senten­
cias definitivas de los tribunales de primera instancia {trial courts), las
leyes especiales que requieren la revisión por vía de apelación de las
sentencias que imponen la pena de muerte, y la garantía constitucio­
nal que prohíbe suspender el babeas corpus.59 Las instancias últimas de
apelación de Estados Unidos han tenido siempre al menos tres jueces.
Algunas constituciones estatales especifican su número. Aunque no
exista una disposición explícita en la Constitución de Estados Unidos
que exija que la Corte Suprema sea un tribunal colegiado, desde 1789
tanto la práctica constante como su generalizada interpretación han
hecho que la idea de una Corte Suprema unipersonal sea prácticamen­

59- Ver, por ejemplo, 28 U.S.C. § 1291 (1982) (en el que se declara que existe un
derecho a apelar las decisiones finales de los tribunales de distrito); id. § § 4 6 (b), 46
(c) (en el que se establece que las audiencias ante los Tribunales Federales de Apela­
ción requieren la presencia de tres jueces, salvo en los casos en los que se exija la reu­
nión del tribunal en pleno); Constitución de los Estados Unidos, Art 1, § 9, par. 2
(que consagra el babeas corpus).
La violencia y la palabra 151

te un absurdo. Dada la claridad de la expectativa de que los cuerpos


judiciales supremos sean colectivos, me parece dudoso que un im agi­
nario tribunal unipersonal satisfaga el requisito constitucional de que
haya una Corte Suprema.60
Si algún hipotético juez herculeano lograra una interpretación,
una comprensión de los textos constitucionales y sociales, que lo lleva­
ra a pensar que la pena de muerte es un castigo permisible y apropiado
para un caso particular, de inmediato se enfrentaría con el problema
de traducir esa convicción en un acto. Su propia comprensión de la
constitucionalidad de la pena de muerte capital y de la corrección de
su imposición supondría -como parte de esa comprensión- el conoci­
miento de que él mismo no podría llevar a cabo la sentencia. La com­
prensión más elemental de nuestra práctica social de la violencia ase­
gura que el juez sepa que él no puede apretar el botón. Esta no es una
convención trivial. Porque significa que otra persona va a tener la
obligación y la oportunidad de volver a considerar lo que el juez ha he­
cho. Si se tratara de un juez de sentencia que emitiera una orden de
ejecución, siempre habría otro juez a quien apelar para que suspenda o
revoque la orden. El hecho de que otra persona deba llevar a cabo la eje­
cución significa que esta otra persona puede enfrentarse con dos escri­
tos: digamos una orden judicial para la ejecución de la sentencia de
muerte en una fecha y lugar específicos, y una suspensión de ejecución
de un tribunal de apelación. Se espera que esta otra persona —el direc­
tor de la cárcel, para simplificar las cosas- determine cuál de estas ór­
denes escritas va a cumplirse, de acuerdo con algunos principios alta­
mente arbitrarios y jerárquicos que nada tienen que ver con los
méritos o deméritos relativos de los argumentos que justifican las res­
pectivas posiciones sustantivas.

60. 28 U.S.C. § 1 (1982) (que establece una Corte Suprema de nueve jueces de los
cuales, con quorum de seis). La otra excepción histórica significativa relativa a la gene­
ralización que efectúo en el texto me lleva a ser prudente con respecto a la inconstitu-
Edicori ti G rdisa

cionalidad de una Corte Suprema de un solo juez. Es cierto, por supuesto, que el Can­
ciller era, form alm ente, una A lta Corte unipersonal. Y, aunque no sea la regla,
algunos sistemas judiciales estadounidenses han mantenido un tribunal de arbitraje
unipersonal, aunque muchas veces con una instancia apelación colegiada.
152 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

Es crucial señalar aquí que si el director de la cárcel dejara de aten­


der en forma relativamente automática las órdenes escritas que fluyen
de los jueces de acuerdo con estas reglas y principios arbitrarios y a ve­
ces jerárquicamente rígidos, los jueces perderían su capacidad para
crear violencia. Sólo les quedaría la oportunidad de convencer al direc­
tor de la cárcel y a sus hombres de llevar adelante la violencia. Y, en
sentido inverso, el director de la cárcel y sus hombres perderían la ca­
pacidad de poner en cabeza del juez la responsabilidad moral primaria
de la violencia que ellos mismos llevan a cabo. Deberían cargar ellos
mismos con la justificación de la violencia en cada caso, tornando así
el proceso judicial en una especie de audiencia preliminar. Hay, por
cierto, muchas prisiones en este mundo que se asemejan a esta situa­
ción hipotética. Hay sistemas en los cuales las decisiones más signifi­
cativas sobre el castigo son tomadas por aquellos que llevan a cabo o
tienen una autoridad de supervisión directa sobre la realización misma
de la violencia.
En nuestro sistema hemos hecho algo extraño. Hemos separado rí­
gidamente el acto de interpretación - la comprensión de lo que debe
hacerse- del acto de llevar a cabo este «deber ser» a través de la violen­
cia. Al mismo tiempo, al menos en el derecho penal, hemos vinculado
rígidamente el cumplimiento de las órdenes de los jueces con el acto
de interpretación judicial por medio de la jerarquía relativamente in­
flexible de los pronunciamientos judiciales y de la firme obligación de
cumplirlos por parte de los funcionarios penales a cargo. Los jueces es­
tán a la vez inextricablemente separados de y conectados con los actos
que ellos autorizan.
Este atributo extraño aunque familiar del acto de juzgar en Esta­
dos Unidos ha tenido el efecto de asegurar que ningún juez actúe solo.
El juez Hércules imaginado por Ronald Dworkin61 puede parecer una

61. El Hércules de Dworkin aparece por primera vez en el artículo «Hard Cases».
Dworkin, «Hard Cases», 89 Han/. L. Rev. 1057 (1975). Hércules sigue vivo en Law's
Empire, supra nota 2 págs. 239-275, donde asume la investidura de juez modelo de
«integridad». Para Dworkin, esta no parece ser fundamentalmente una cualidad per­
sonal, sino una postura interpretativa que valora la consistencia y coherencia intelec­
tual. Id p á g s. 164-167.
La violencia y la palabra 153

construcción útil para entender cómo debería actuar la mente de un


juez. Pero es engañoso precisamente porque sugiere -o quizás requie­
re- un contexto que, en Estados Unidos, nunca está presente Pensar
la interpretación judicial de la ley independientemente de su contexto
de aplicación puede tener algún sentido -o tal vez no-. Pero una cosa
es casi seguramente cierta. La aplicación de cualquier interpretación
judicial en el terreno del dolor y de la muerte siempre va a requerir la
aquiescencia pasiva o activa de otros jueces. Es posible trasladar este
argumento a la observación más nimia de la práctica profesional Si un
juez de primera instancia desea que su interpretación se transforme en
acto, debe asegurarse de que su decisión no será revocada Si se trata de
un tribunal de apelación, debe conseguir que al menos otro juez lo si­
ga. Es casi un lugar común que muchas opiniones adoptadas por ma­
yoría muestran las «cicatrices» o marcas de haber sido escritas para
formar mayoría. Muchas sentencias de primera instancia cargan las ci­
catrices de haber sido escritas fundamentalmente para evitar ser revo­
cadas.
Ahora bien, ¿cuál es el verdadero acto de interpretación legal ? ¿Es
la imaginaria comprensión de una única mente puesta en la posición
francamente hipotética de ser capaz de tomar decisiones finales uni-
personalmente? ¿O bien el producto real de los jueces que actúan bajo
la restricción de una potencial vigilancia grupal de todas las decisiones
que han de tornarse efectivas mediante la violencia colectiva? Es pro­
bable que la decisión individual de un hipotético juez Hércules sea
más articulada y coherente que una decisión colectiva de muchos jue­
ces que sea fruto de recíprocas transacciones. Pero Hipórcules no es ni
puede ser portador de la fuerza de la violencia colectiva. Este es un de­
fecto propio de la definición de la interpretación legal como actividad
mental de una única persona, antes que como actividad violenta de
una organización de personas.
Seamos entonces explícitos. Aunque el hecho de que la muerte y el
dolor estén en el centro de la interpretación legal parece ser un pensa­
miento desagradable, así son las cosas. El cuadro no meioraría si sólo
hubiera una comunidad argumentativa formada por lectores y escrito­
res de textos, por intérpretes. En la medida en que la muerte y el dolor
154 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

sean parte de nuestro mundo político, es esencial que estén en el cen­


tro del derecho. La alternativa es verdaderamente inaceptable -que sean
parte de nuestra política pero estén fuera de la disciplina de las reglas
de decisión colectivas y de los esfuerzos individuales para obtener resul­
tados a través de esas reglas-. El hecho de que necesitemos muchas vo­
ces no es, entonces, un accidente o una peculiaridad de nuestras reglas
jurisdiccionales. Es un aspecto intrínseco de cualquier logro en la ta­
rea de domesticar la violencia.

IV. Conclusión

Hay una valiosa tradición que nos hace escuchar al juez como la voz de
la razón: verlo como la personificación de los principios. El actual in­
terés académico por la interpretación, la atención que se presta a la co­
munidad de significado y de compromiso, no son apologéticos ni en
su intención ni en su efecto. Esta tendencia representa, por lo general,
un intento de lograr un ideal valioso ante lo que todos concordarían
que es una realidad ineluctable. No discutiría el impulso que lleva a
este tipo de crítica.
Sin embargo, olvidar los límites que son intrínsecos a esta activi­
dad de interpretación legal o exagerar la medida en la cual cualquier
interpretación, en tanto parte de un acto de violencia estatal, puede
constituir una base de comprensión coherente y común, tiene sus peli­
gros. He subrayado dos clases bastante diferentes de límites a las posi­
bilidades de lograr una comunidad coherente de significado. Una es la
de los límites prácticos que surgen de la organización social de la vio­
lencia legal. Hemos visto que, para llevar a cabo la violencia de mane­
ra segura y efectiva, la responsabilidad por esa violencia debe ser com­
partida: el derecho debe operar como un sistema de disparadores y
señales para muchos actores que de otra manera no estarían dispuestos
a realizar actos de violencia, serían incapaces de hacerlo, o irresponsa- *
bles por ellos. Esta organización social de la violencia se manifiesta en ¿
reglas y principios secundarios que en general aseguran que ninguna J
mente única y ninguna voluntad solitaria puedan generar los resulta- J
La violencia y la palabra 155

dos violentos que surgen de los compromisos interpretativos. Ningu­


na persona individual puede transformar por sí misma su interpreta­
ción operativa en ley -e n tanto autoridad para un acto violento-.
Aunque la existencia de una convergencia de comprensión que invo­
lucre a todos los actores legales relevantes no sea necesariamente im ­
posible, es, sin embargo, muy improbable. Y, por supuesto, no po­
demos escapar de la m ultiplicidad de opiniones y voces que la
organización social del derecho-en tanto-violencia requiere para un
proceso hipotético de decisión que agregara todas esas voces en una so­
la. Sabemos que -salvo en una dictadura- no hay regla de agregación
que cumpla necesariamente las condiciones elementales de racionali­
dad en las relaciones existentes entre las diferentes elecciones socia­
les.62
Aunque nuestras reglas para adoptar decisiones sociales no pue­
dan garantizar coherencia y racionalidad de significado, sí pueden ge­
nerar - y de hecho lo hacen- acciones violentas que pueden tener un
significado distintivo y coherente al menos para uno de los actores re­
levantes. Sólo nos quedan, entonces, en el mundo real de la organiza­
ción del derecho-en tanto-violencia, decisiones cuyo significado no sea
probablemente coherente si es común, y probablemente no sea común
si es coherente.
Este lím ite práctico y contingente de la interpretación legal es, sin
embargo, el menos importante y menos profundo de las dos clases de
límites que he presentado. Porque si verdaderamente prestamos aten­
ción al modo en que se practica la interpretación legal en el campo del
miedo, dolor y muerte, veremos que el principal impedimento para el
logro de un significado común y coherente es un límite necesario, in­
trínseco a esta actividad. Los jueces, oficiales, opositores, mártires, di­
rectores de cárceles, condenados, pueden o no compartir textos; pue­
den o no compartir un vocabulario común, un patrimonio cultural
común de gestos y ritos; pueden o no compartir un marco filosófico.
Habrá en el inmenso panorama humano una gran variedad en el grado
de comunión sobre cualquiera de esos valores. Pero mientras la inter­

62. K. Arrow, Social Chotee a n d Individu al Valúes (1951).


156 D erecho , n a r r a c ió n y v io l e n c ia

pretación legal sea constitutiva tanto de comportamiento violento co­


mo de significado, mientras haya gente dispuesta a usar o a resistir el
uso de la organización social de la violencia para tornar reales sus in­
terpretaciones, habrá siempre un lím ite trágico para la posibilidad de
alcanzar significados en común.
El autor y la víctima de la violencia organizada experimentarán si­
tuaciones significativas dolorosamente dispares. Para el autor, el dolor
y el miedo son remotos, irreales, y en gran medida no compartidos.
Por lo tanto, casi nunca forman parte de los artificios interpretativos
tales como la opinión judicial. Por otro lado, para quienes imponen la
violencia la justificación es importante, real y cuidadosamente culti­
vada. En sentido inverso, para la víctima, la realidad y la significación
de la violencia retroceden en forma proporcional a la devastadora reali­
dad del dolor y del miedo sufridos.
Entre la idea y la realidad del significado en común cae la sombra
de la violencia del mismo derecho.
CLADEMA/DERECHO

PABLO E. NAVARRO h a relevancia del derecho


Y MARÍA CRISTINA REDONDO Ensayos de filosofía jurídica,
(compiladores) moral y política

JOSEPH RAZ La ética en el ámbito público

THOMAS NAGEL La última palabra

AND REIM ARM OR Interpretación y teoría del derecho

DANIEL MENDONCA Las claves del derecho

JORGE MALEM SEÑA Globalización, comercio


internacional y corrupción

NORBERT HOERSTER En defensa del positivismo jurídico

LUCIAN KERN La justicia: ¿discurso o mercado?


Y HANS PETER MÜLLER
(compiladores)

MICHAEL SANDEL El liberalismo y los límites


de la justicia

DENNIS F. THOMPSON La ética política y el ejercicio


de cargos públicos

J . G. RIDALL Teoría del derecho

RICCARDO GUASTINI Distinguiendo


Estudios de teoría y metateoría
del derecho

DAVID GAUTHIER La moral por acuerdo

BRIAN BARRY Teorías de la justicia

También podría gustarte