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La Inserción de Latinoamérica
La Inserción de Latinoamérica
Tras las décadas de las luchas independentistas y guerras civiles, una vez estabilizados, los
gobiernos latinoamericanos iniciaron la “modernización” de sus países a fin de incorporarlos
en la división internacional del trabajo. Las nuevas repúblicas establecieron vínculos con
Inglaterra tanto por los crecientes préstamos como por el intercambio desigual.
El desarrollo del capitalismo periférico fue extravertido, es decir, orientado hacia el mercado
exterior, ya que los centros industriales obligaron a las periferias a cumplir la función de
proveedoras complementarias.
Las inversiones
Durante el siglo XIX la mayoría de las inversiones extranjeras en América Latina eran de origen
británico. En una primera etapa predominaron los préstamos a largo plazo a los gobiernos, y
luego las inversiones directas de infraestructura –como el ferrocarril- y a las producciones más
dinámicas: minas, agricultura comercial, petróleo y bancos. Además aumentaron los
préstamos al estado.
Francia también había hecho pocas inversiones en el continente, pero intervino varias veces
militarmente, en reclamos de deuda o indemnizaciones para sus colonos, bloqueos
comerciales e inclusive invadiendo México.
Las ciudades más importantes y las costumbres también se hicieron más europeas en busca
de la “modernidad”. Se introdujeron algunos progresos técnico como el alumbrado público a
gas, se construyeron y remodelaron suntuosos edificios gubernamentales, privados y por
ejemplo teatros, que recibieron compañías europeas en gira.
La organización de los estados nacionales se hizo bajo el signo liberal, y debido a eso fue
posible la transición hacia el capitalismo dependiente. Así como el latifundio y las formas
serviles de trabajo continuaron, se acentuó el despojo y racismo hacia los pueblos originarios.
Las reformas liberales apuntaron contra las comunidades desplazando a los indígenas de sus
tierras y obteniendo la sumisión de la mano de obra. Este proceso ocurrió e paralelo en varias
regiones (sur de Chile, Patagonia y chaco en Argentina, Yucatán, Guatemala, Perú, amazonia
brasilera).
Estas prácticas se justificaron con el credo positivista y el darwinismo social, bajo el supuesto
de que las “razas más débiles” no podían contribuir al progreso. El etnocidio fue un
denominador común y en las nuevas repúblicas los indios fueron despojados prácticamente de
sus derechos políticos.
Entre 1860 y 1900 tuvo lugar una inmigración masiva europea en los países de la costa
atlántica. EEUU llegó a sumar 20 millones de inmigrantes, Argentina seis, Brasil cuatro,
Uruguay un millón y Cuba 800.000. Millones de europeos dejaron su lugar en búsqueda de
nuevos horizontes laborales, y contaron con el apoyo de los gobiernos locales. Su inclusión fue
significativa como mano de obra agrícola, promotora de actividades comerciales, talleres,
servicios y manufacturas urbanas y educación.
El estado oligárquico
En casi toda Latinoamérica los estados se consolidaron recién a partir de 1870, hegemonizados
por la oligarquías terratenientes y con el financiamiento de préstamos externos que les
permitieron someter las resistencias provinciales o regionales a expensas de un poder
central. La dominación oligárquica impulsó programas modernizadores y defendió el
liberalismo económico.
Chile representó el más exitoso estado oligárquico, en Argentina estuvo representada por el
modelo de Roca, en Perú la llamada “república aristocrática”, en Brasil la “República Vieja” y
en México por el “porfiriato”
Si bien no existe una definición universal que se adapte a todos los caudillos bajo ninguna
circunstancia, los académicos generalmente acuerdan un conjunto de atributos que la mayoría
de los caudillos comparten y que en conjunto brindan una definición de trabajo viable del
fenómeno del caudillo.
En general, un caudillo era un hombre fuerte político-militar que ejercía autoridad política y
ejercía el poder político y militar en virtud del carisma personal, el control de recursos como la
tierra y la propiedad, la lealtad personal de sus seguidores y clientes, la dependencia de
amplias redes de clientes, la capacidad de dispensar patronato y recursos a los clientes, y el
control personal de los medios de violencia organizada.
Algunos caudillos también se distinguieron por su coraje personal excepcional, destreza física o
habilidad para liderar a los hombres en la batalla. Muchos también mostraron una especie de
machismo y pavoneo machista que enfatizaban su masculinidad en términos explícitamente
sexuales.
En muchos sentidos, la palabra clave es personal: un caudillo era un tipo de líder, marcado por
su estilo de liderazgo, y más definido por la naturaleza personal de su gobierno.
Constituciones, burocracias estatales, asambleas representativas, elecciones periódicas—estas
y otras limitaciones institucionales sobre el poder individual y personal, comúnmente
asociadas con las formas modernas del estado, eran antitéticas al estilo de gobierno del
caudillo, mientras que a menudo también coexistían en tensión con ello. La ideología
importaba poco, ya que los caudillos abarcaban desde los revolucionarios populistas a los
liberales moderados y los conservadores acérrimos.
Existe un amplio acuerdo en que los orígenes a corto plazo del caudillismo se pueden remontar
al tumulto del período de la independencia, a medida que los caudillos militares locales y
regionales surgieron en la lucha contra los Españoles.
Descendiente de una élite porteña (Buenos Aires) familia Criolla, Rosas dejó la ciudad portuaria
cuando era joven para convertirse en ganadero y dueño de una propiedad en las pampas del
interior, viviendo y trabajando entre los gauchos, de quienes exigió absoluta obediencia y
lealtad, y entre quienes desarrolló su base de apoyo social.
Con su base de apoyo segura, Rosas se alió con los federalistas que derrocaron a Rivadavia.
Poco después, se convirtió en gobernador de Buenos Aires y luego dictador absoluto. Su estilo
de liderazgo era profundamente personal: todo el poder y la autoridad fluían directamente de
él.
Ofreciendo favores y patronatos a sus leales aliados, también aterrorizó a sus enemigos, en
parte a través de su temida mazorca (literalmente, “mazorcas de maíz”—eficazmente,
“sicarios”), una especie de escuadrón de matones responsable de más de 2,000 asesinatos
durante su años en el poder. Rosas fue derrocado y exiliado en 1852.
Otros caudillos del siglo XIX demostraron variaciones en estos temas generales. El Criollo
Mexicano y autoproclamado fundador de la república y caudillo de la independencia José
Antonio López de Santa Ana fue ante todo un oportunista político—comenzando su carrera
como oficial del ejército realista al servicio de España, vistiendo el manto de liberalismo y
federalismo antes de la independencia en la década de 1820, y cambiar de bando nuevamente
para convertirse en un conservador devoto y centralista de la mitad 1830s.
Uno podría continuar en esta línea, identificando caudillos individuales que llegaron a dominar
la vida política de sus naciones—el caudillo popular populista Rafael Carrera en Guatemala, el
dictador Porfirio Díaz en México y muchos otros.
Los estudiosos han propuesto varias tipologías de caudillos, distinguiendo entre el caudillo
culto y el caudillo bárbaro, por ejemplo, o identificando el caudillo consular, el super caudillo y
el caudillo popular, entre otros. La multiplicidad de tipos sugiere la tremenda variabilidad del
fenómeno.
Sin embargo, no todos los caudillos eran líderes nacionales. Con mayor frecuencia
permanecieron figuras menores que dominaban sus propios lugares o regiones—hombres
como Juan Facundo Quiroga y Martín Güemes en el interior Argentino, Juan Nepomuceno
Moreno de Colombia y muchos otros.
De hecho, la regla de los caudillos nacionales se basaba en el apoyo de los hombres fuertes
locales y regionales que servían como sus clientes leales y subordinados, que a su vez
dominaban sus propios lugares.
Así surgió en muchas áreas una especie de red jerárquica de poder de caudillo, con el caudillo
primario dominante sobre numerosos caudillos secundarios menores, a su vez, dominante
sobre numerosos caudillos terciarios menores, y así sucesivamente hacia la cadena de lealtad,
alianza y patronato-clientela.
Las élites modernizadoras deseosas de crear formas estatales más modernas se encontraban
entre los oponentes más vociferantes del gobierno del caudillo. Una crítica clásica es la obra
del estadista y erudito Argentino Domingo Faustino Sarmiento, cuya influyente y mordaz
biografía, Facundo (o, Civilización y barbarie, vida de Juan Facundo), publicada por primera vez
en 1845, denigraba la regla de los caudillos “primitivos” como Facundo y Rosas, mientras se
enmarca el fenómeno del caudillo en el contexto más amplio de la lucha épica entre la
civilización y la barbarie.
No hay un consenso académico sobre cuándo terminó el fenómeno del caudillo, o incluso si ha
terminado. Algunos apuntan a la primera mitad del siglo XIX como el apogeo de los caudillos y
el caudillismo; otros argumentan que el fenómeno continuó en el siglo XX y después,
transmutando en diversas formas de populismo y dictadura, y se manifestó en personas como
Juan Perón de Argentina, Fidel Castro de Cuba y Hugo Chávez de Venezuela.
Sin embargo, a pesar de los vigorosos debates sobre definiciones, orígenes, periodización y
otros aspectos, sin embargo, algunos no están de acuerdo con que la comprensión del
fenómeno del caudillo y el caudillismo sea esencial para comprender la evolución política de la
América Latina posterior a la independencia.
Desarrollo
Como consecuencia de las guerras de independencia, la sociedad que emergía del mundo
colonial sufrió, según señala correctamente Halperín, un proceso de ruralización y
militarización que favorecería el surgimiento del caudillismo. En realidad, la figura del caudillo
(cacique, en términos políticos) ya existía en la sociedad colonial y descansaba
fundamentalmente en la existencia de relaciones patrón-cliente y en el establecimiento de
lazos de fidelidad y lealtades personales a cambio de seguridad y determinadas prebendas. En
algunos casos, como en México, asistimos a la formación de sistemas verticales de tipo
piramidal, que trasladan las relaciones clientelistas de una pirámide a otra, a lo largo de toda la
escala social, de modo que ciertos caudillos dependerían a su vez de otros caudillos. La
principal diferencia con el pasado radicaba en que los caudillos coloniales se desarrollaron en
una sociedad escasamente militarizada, lo contrario de lo ocurrido tras el estallido de las
guerras de independencia y de las guerras civiles. La militarización se había hecho necesaria en
la búsqueda de un sistema democrático, pero una vez consolidado, la misma militarización
puso en peligro el proceso democratizador.Los procesos de ruralización y militarización
constituyeron al caudillo en una de las figuras típicas de América Latina en el siglo XIX. Al
mismo tiempo, la inestabilidad política y el debilitamiento del poder central revalorizaron la
figura de los caudillos, convertidos por las circunstancias en los principales garantes del orden
y de la cohesión social a escala local o regional, orden y cohesión que en numerosas ocasiones
debían defenderse con las armas. La figura del caudillo se manifestaba al margen de las
opciones políticas o ideológicas de la época, los había federalistas o centralistas, y liberales o
conservadores, pero también había quienes cambiaban de bando a medida que cambiaban sus
lealtades personales o que las circunstancias concretas lo aconsejaban. Dada la debilidad del
poder central, los jefes armados se volvieron autónomos de las autoridades que habían
organizado los ejércitos, siendo la figura de Facundo Quiroga arquetípica del caudillo rural
decimonónico.La emancipación prácticamente no había provocado transformaciones sociales
en el mundo rural, aunque sí revalorizó el papel de los propietarios rurales en comparación
con la posición más subordinada que solían tener en la colonia. Esto respondía, en parte, al
mayor empobrecimiento de las élites urbanas, mucho más afectadas por la política de los
gobiernos que buscaban fondos (confiscaciones) con los que financiar las guerras. En el medio
rural seguían siendo los propietarios quienes mandaban y eran ellos, o sus representantes, los
encargados de mantener el orden y quienes estaban al frente de las milicias. La figura de Juan
Manuel de Rosas, dominante en la Argentina entre 1829 y 1852 es fiel reflejo de lo que aquí se
dice. La entrega de tierras a los oficiales que pelearon en las guerras de independencia,
notable en el caso venezolano, provocó una cierta renovación entre los terratenientes.A
consecuencia de las guerras, la violencia se convirtió en algo cotidiano y la movilización bélica
tuvo su parte de movilización política. La larga duración de los enfrentamientos llevó a los dos
bandos en pugna a sumar al es fuerzo bélico a amplios grupos sociales, no pertenecientes
exclusivamente a las oligarquías y para ello fue necesario otorgar contrapartidas. En el Río de
la Plata, en México y en Venezuela, y de un modo más limitado en Chile o Colombia, la rapidez
de la movilización militar no permitió disciplinar a aquellos sectores convocados a las armas,
como los indios o los esclavos.Los ejércitos que sobrevivieron a las guerras de independencia
eran muy nutridos y las autoridades no siempre quisieron, o pudieron, desmovilizarlos, ya que
su favor podía ser vital para la estabilidad del propio gobierno. Por ello era necesario dedicar a
los gastos militares las mejores y más saneadas partidas presupuestarias, que por lo general
superaban el 50 por ciento de los gastos del Estado. El presupuesto de defensa se dedicaba a
pagar los salarios a la tropa y a la oficialidad y también a la adquisición de armas y municiones,
de modo de evitar cualquier conflicto de tipo gremial o reivindicativo por parte de los militares
y que pudiera terminar en una asonada. A veces los recursos sólo se conseguían mediante el
saqueo, es decir, recurriendo a una mayor cuota de violencia.En México y Perú, buena parte de
la oficialidad provenía de los ejércitos realistas, lo que otorgó a los militares profesionales un
peso mayor que en otros países del continente. En aquellos países cuyos ejércitos habían
estado peleando fuera de sus fronteras (argentinos, chilenos, venezolanos o colombianos), las
milicias locales, más vinculadas a las estructuras locales de poder que las fuerzas regulares,
fueron claves para garantizar el orden. El costo de mantenimiento de las milicias era menor
que el de los ejércitos, y muchas veces sirvieron como correa de transmisión para expresar el
agobio de las poblaciones frente a las exacciones gubernamentales. Pero a medida que las
milicias extendieron su actuación, requirieron una mayor cantidad de dinero, única manera de
competir eficazmente con los ejércitos regulares.Esto explica la recurrencia de las guerras
civiles durante gran parte de la centuria, pero el recurso sistemático a la guerra no se debe
sólo al peso de lo militar, sino también a la falta de una política o de un sector social que
fueran hegemónicos y pudieran imponerse claramente sobre el resto de la sociedad. La
naturaleza y el alcance de los enfrentamientos fueron exagerados por los viajeros extranjeros y
por algunos testigos locales, que centraban sus descripciones en la ferocidad de los
contendientes y en la destrucción generalizada. La abundancia de las guerras influyó
negativamente en las economías, especialmente en los gastos militares o en la pérdida de
vidas humanas, más cuantiosas en los conflictos prolongados, como la Guerra Federal
venezolana o la que enfrentó a los colombianos Joaquín Mosquera y Mariano Ospina
Rodríguez. Las batallas destruían buena parte del aparato productivo, de ganados, cultivos y
campos de labor. El reclutamiento, muchas veces mediante procedimientos violentos, de
campesinos y otros trabajadores, era causa de continuas deserciones, que se hacían más
numerosas en las épocas de la siembra y la cosecha. En la segunda mitad del siglo, México y
Venezuela fueron afectadas por las peores guerras civiles desde la independencia, que en el
caso de México se vio agravado por la " class="manita" data-toggle="popover" data-
content="La Reforma se estructuró en base a dos leyes fundamentales: la ley Juárez que abolió
el fuero eclesiástico y la ley Lerdo que prohibía la propiedad comunal de la tierra, lo que
afectaba tanto a la Iglesia y a las órdenes religiosas como a las comunidades indígenas. De este
modo se llegó a la abolición de los fueros eclesiásticos, a la desamortización de las propiedades
de la Iglesia y a la secularización del registro de nacimientos, defunciones y matrimonios. Los
liberales contaban con un enemigo implacable, Porfirio Díaz, que se había levantado en 1871
contra la reelección de Juárez y en 1875 contra Lerdo, ocasión en la que tuvo éxito.">invasión
francesa.