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Kate Sweeney - Vientos Celestiales PDF
Kate Sweeney - Vientos Celestiales PDF
Julie
Julie
La cena fue toda una aventura. Tras declarar que «no podía ser tan
difícil», Casey había intentado ayudar a comer al pequeño
humanoide y acabó con espaguetis en el suelo, en el vaso de agua y
por todo el reloj de pulsera. Y mientras tanto, su propia cena seguía
intacta en el plato. Le estaba bien empleado.
—Por favor, no puedo contemplaros más —zanjó Liz, y le cogió
la cuchara a Casey.
Esta se relajó en la silla y fue testigo no solo de cómo aquella
mujer embarazada le daba de comer a su hija, sino que se comía su
plato al mismo tiempo y lo lograba manteniendo la mesa y la zona
circundante libre de salsa de tomate. Muy a su pesar, Casey se
sintió impresionada al verlas reír y comer juntas.
—¿Qué edad tienes, si puedo preguntar? —dijo, dando un
sorbo de vino.
—Veintinueve. ¿Y tú?
—Cuarenta. ¿Trabajabas en Nuevo México? —se interesó
mientras daba cuenta de la deliciosa ensalada, el pan de ajo y la
pasta.
Al parecer había gente que sí cocinaba y comía en casa.
—No. Bueno, no es exactamente así. Trabajaba a media
jornada. Así tenía dinero para contribuir a la casa. Una vecina
cuidaba de Skye por las tardes —explicó Liz. De repente, se la
veía agotada.
Y entonces dio un salto y se llevó las manos al estómago. Casey
se levantó a toda velocidad y en un abrir y cerrar de ojos estuvo a
su lado.
—No puede ser, no sales de cuentas hasta diciembre —gritó,
con una nota de pánico.
Liz hizo una mueca y esperó a que la punzada remitiese.
—Solo está un poco revoltosa, nada más. Casey, relájate, por
favor. Nos quedan cuatro meses.
A Casey se le cayó el alma a los pies. No iba a durar cuatro
meses así ni de broma.
***
Después de cenar, Casey vio que Liz se ponía a recoger la mesa.
—Deja que lo haga yo —se ofreció, y le quitó a Liz el plato de
la mano—. ¿Por qué no te sientas?
—Si estás segura... —accedió Liz, pasándole también el tenedor
y el cuchillo.
—Jesús, ¡puedo lavar un plato! —se ofendió Casey, de camino
al fregadero.
—No quería decir...
Casey la oyó suspirar y salir de la cocina.
«Maldita sea», se dijo. Aquello no iba a funcionar. Buscó el
lavavajillas con la mirada, pero no lo vio. Al final lo encontró en el
armario y torció los labios al darse cuenta de que ni siquiera lo
había estrenado. Sin comerlo ni beberlo, se sentía incómoda en su
propia casa.
—Esto no va a funcionar —musitó.
Cuando terminó encendió la cafetera, dando gracias por que Liz
hubiera incluido café en su lista, y se dedicó a ordenar el resto de
las ollas y sartenes. Notó que le tiraban de los pantalones cortos y
miró hacia abajo. Skye estaba junto a su pierna.
—Aúpa —le dijo, con los brazos estirados.
—Mira, pitufa. No puedo llevarte en brazos todo el rato —le
dijo con voz ronca.
—Aúpa, pofiii —suplicó.
—¿Te quieres pirar ya? —ordenó—. Dios, eres como una
garrapata. —Se le escapó un cazo de las manos y se le cayó al
suelo—. Mierda.
—¡Casey! —la riñó Liz de lejos.
Casey se mordió la lengua y le dedicó a Skye una mirada torva,
mientras la niña se desternillaba de risa.
—¿Ves lo que has hecho? Anda, fuera.
Liz levantó la mirada cuando Casey volvió a la sala de estar.
—¿No controlas al hobbit este?
Llevaba a Skye enganchada a la pierna, con las piernas y los
bracitos haciendo fuerza para no soltarse, y la arrastraba al
caminar.
—No es un hobbit, y si tuvieras una pizca de sensibilidad,
pensarías que a lo mejor echa de menos a Julie. O a lo mejor, que
me aspen si sé por qué, le has caído bien —apuntó Liz con una
mueca.
Casey se puso nerviosa y se dirigió hacia el sofá en donde estaba
Liz. Entonces levantó a Skye como si fuera un saco de patatas y se
la metió debajo del brazo cogiéndola de la cintura. Skye se partía
de risa y agitaba los brazos y las piernas.
—Vale... y esta es otra. ¿Es normal? —preguntó, al tiempo que
se acuclillaba y dejaba a la niña en el suelo.
Liz asintió fervorosamente.
—Sí, la verdad es que sí. Es muy activa. Seguramente entre
tanto grito...
—Yo... yo no he gritado —objetó Casey, con el ceño fruncido.
—No, pero yo sí. Lo siento. Estoy un poco irritable —dijo Liz,
con los dientes apretados.
—Mamá fadada —afirmó Skye, mirando a Casey.
—No, pastelito. Mamá no está enfadada —suspiró Liz con
cansancio.
Casey se apoyó en el respaldo y se le ocurrió una idea.
—¿Qué te parece si probamos el helado ese que me has hecho
comprar?
A Liz se le iluminaron los ojos y asintió ilusionada. Cuando
Casey se levantó para volver a la cocina, su sombra declaró:
—Skye ayuda a Cafey.
Y anadeó en pos de ella.
***
Mientras las tres comían helado en el porche delantero, Casey se
dio cuenta de que nunca le había gustado demasiado el helado.
Como pensamiento era bastante absurdo, pero la distrajo de lo que
decía Liz.
—Perdón, ¿qué decías? —le preguntó, dispuesta a volver a la
conversación.
Liz Kennedy era una joven muy atractiva. Los azules ojos le
relampagueaban a la luz de la vela de cidronela que había encima
de la mesa, mientras le iba dando cucharadas de helado a Skye de
su propio bol. Casey cabeceó, asombrada: vela de cidronela en
lugar de fuego en la chimenea, helado en lugar de Martini. Liz
Kennedy en lugar de...
—Te preguntaba si estabas saliendo con alguien —repitió Liz
distraídamente, mientras se reía de las monerías de su hija.
—Oh, no, estoy...
—¿Soltera? Por lo que contaba Julie, tenía la impresión de que
se te daban bien las mujeres —comentó Liz, ruborizada.
Los ojos verdes de Casey chispearon, traviesos.
—Tenía razón, así es, y disfruto de la compañía de un par de
mujeres. Me gusta la libertad —añadió.
Por primera vez en la vida, se sentía como si tuviera que
justificarse, y la sensación no le gustaba nada. Le vino a la cabeza la
sonrisa burlona de su abuela.
—Ajá —murmuró Liz, dándole otra cucharada a Skye.
—¿Y qué se supone que significa eso? —se picó Casey.
—Eso es que todavía no has conocido a la adecuada.
—Por Dios, suenas como mi abuela —replicó sarcásticamente
—. Y como Roger. —Ante la mirada interrogativa de Liz, aclaró
—: Mi abogado y, de cuando en cuando, amigo.
—Ya veo. ¿Le gusta hacerte de conciencia?
—Sí, es bastante molesto.
Liz sonrió y contempló la luna, casi llena, sobre la línea de
árboles.
—Entiendo por qué te gusta vivir aquí —exhaló un suspiro
reflexivo mientras se balanceaba con Skye en el columpio del
porche.
En ese momento, Skye se las apañó para bajar del columpio y
caminó como un patito hacia Casey, que estaba apoyada en la
barandilla. Esta la miró y frunció el ceño.
—¿Qué? ¿Otra vez aúpa? —le preguntó desdeñosamente.
Skye arrugó la nariz.
—Otaves... —declaró, estirando los brazos.
Sin esfuerzo alguno, Casey bufó y la cogió en brazos. Skye se
abrazó de su cuello, le apoyó la cabeza en el hombro y se puso a
jugar con su collar. Liz sonreía de oreja a oreja y Casey frunció aún
más el ceño, pero no dijo nada.
—Le gustas. Supongo que sí que se te dan bien las mujeres,
Bennett.
Se levantó con un gemido y Casey le ofreció la mano para
ayudarla a erguirse.
—Dentro de tres meses no será tan fácil —gruñó Liz—. Venga,
Skye. A la camita.
Skye se aferró del cuello de Casey, pero ella la apartó.
—Venga, pitufa. Haz caso a mamá —se descubrió diciendo.
—Dile buenas noches a Casey, pastelito —susurró Liz al coger a
su hija.
—Nanocheees —murmuró la pequeña, dándole un beso a
Casey en la mejilla.
Incluso en la penumbra, Liz vio que a Casey le subían los
colores.
—Buenas noches, pitufa —le deseó, algo incómoda, y sonrió
cuando Skye agitó la manita.
Liz entró con ella; entonces se volvió y le sonrió.
—Creo que yo me voy a ir a dormir con ella. Nanocheees,
Cafey.
Casey le regaló una sonrisa irónica.
—Eres la monda. Buenas noches.
Liz desapareció en el interior y Skye agitó la mano otra vez.
Casey fue a levantar la mano, pero en el último momento se rascó
la cabeza.
El ensayo era agónico y Casey gimió con los ojos cerrados al oír la
interpretación que hacía la orquesta de su composición. A su lado,
Niles dejó escapar un sonido parejo de frustración.
—Niles, no soy yo, ¿verdad? ¿Tú lo oyes?
Niles frunció los labios en una mueca de sufrimiento y asintió.
—Odio tener que decirlo.
Casey se echó hacia delante y hundió el rostro en las manos.
—Es Suzette... Ella...
—Apesta —ofreció Niles.
Casey levantó la cabeza y miró a su amigo con los ojos
entornados.
—Niles, «apesta» no es un término muy profesional.
—¿Es una mierda?
—Mucho mejor —dijo Casey—. Vamos a sacar a Jeffrey de ahí
antes de que se suicide. Tenemos que reconsiderar esto.
—Necesitamos otro chelista —farfulló Niles.
Sabía que Casey se daba cuenta de que debía tomar una
decisión. Jeffrey también era consciente de ello. Se reunieron en el
estudio vacío y Casey se sentó al piano y empezó a golpear las
teclas con actitud ausente.
—Casey, estás agotada. Has reescrito media banda sonora solo
para no echarla. No está bien y lo sabes —se sinceró Niles.
Casey se levantó y se desperezó.
—Lo sé, tengo que decírselo.
—Cógete unos días libres. Yo les he dado largas a los
productores, así que es el mejor momento. El director está en el
centro de desintoxicación Betty Ford y tiene para dos semanas por
lo menos. Sube al norte, relájate y vuelve con la cabeza despejada
—le recomendó Niles, con una palmada en el hombro.
Jeffrey cogió su maletín.
—No envidio la situación en la que te encuentras, Casey, pero
estoy de acuerdo con Niles. Buenas noches.
Niles se despidió de él con la mano, sin despegar los ojos de
Casey, que le dedicó a Jeffrey un triste gesto de cabeza. Casey
Bennett podía llegar a ser una mujer muy irritante, se dijo.
Seguramente era su creatividad lo que la hacía tan arrogante y
coñazo. No obstante, era una buena persona, amable y generosa,
por mucho que no dejara que lo supiera nadie.
Se había pasado la semana hablando con una mujer y, cada vez
que recibía una llamada telefónica de su parte, le cambiaba la cara.
Nunca la había visto así, ya que normalmente era una obsesa del
control y cuando trabajaba era fría como el hielo. No dejaba que
nada la distrajera ni se interpusiera en su camino. En cambio,
cuando recibía aquellas llamadas, se volvía más tranquila y... bueno,
femenina. Niles odiaba pensar algo así, pero tenía que admitirlo:
Casey Bennett era una mujer, ¿o no?
—¿Perdona, qué? —preguntó Niles, volviendo de golpe a la
realidad.
—He dicho que, si quieres subir a mi cabaña, eres más que
bienvenido.
Niles parpadeó estúpidamente.
—¿Yo? ¿Me invitas a mí? ¿Que yo suba a la cabaña? —Niles
alargó la mano y le tocó la frente. Los ojos verdes de Casey
relampaguearon con enfado, pero no dijo nada—. Vaya, vivir para
ver. A lo mejor lo hago.
Casey esbozó una sonrisa azorada.
—Puedes traer a Brian.
Niles se llevó la mano al corazón.
—Brian se quedará atónito.
Casey sonrió y se pasó el dedo por debajo de la nariz, como si
le diera vergüenza.
—Dios santo, ¿Casey Bennett ruborizada?
—No tientes a la suerte.
—De acuerdo —interpuso él enseguida, levantando las manos
—. ¿Y podré conocer a la mujer que te ha puesto de un humor tan
generoso?
Casey frunció el ceño.
—No hay ninguna mujer. Solo he pensado que no habías estado
nunca en la cabaña y sería un buen modo de tomarnos todos un
descanso.
—Entonces, ¿con quién has estado hablando los últimos dos
días? —se interesó, tomando asiento a su lado y acariciando las
teclas—. Ojalá supiera tocar este trasto. Haces que parezca tan
fácil...
Casey se rio y empezó a tocar, mientras Niles se movía para
dejarle espacio. No dijo nada, pero la observó sonreír mientras sus
elegantes dedos volaban sobre las teclas.
—Y ahora responde a mi pregunta —insistió él.
—¿Te acuerdas de Julie Bridges?
—Sí, tu ex que quería tener hijos.
Casey asintió, sin dejar de tocar.
—Murió hace unas semanas de cáncer.
—Lo siento mucho.
—Gracias. Dejó a su pareja, embarazada de su segunda hija.
—Dios mío —exclamó Niles—. ¿La segunda?
Fue cuando se dio cuenta de que Casey sonreía.
—Sí, tiene una niña de tres o cuatro años, no estoy segura. Se
llama Skye y está llena de vida y tiene unos ojos azules
endiablados.
Niles se separó un poco de ella para mirarla bien y sonrió de
oreja a oreja.
—¿Skye? Suena adorable. ¿Cómo sabes que tiene los ojos
azules?
Casey lo miró de reojo antes de contestar.
—Al parecer, la pareja de Julie, Liz Kennedy, está embarazada
de cinco meses y tiene problemas económicos. Julie me escribió
una carta antes de morir pidiéndome que ayudara a Liz y a su
familia hasta que naciera el bebé —repuso ella, encogiéndose de
hombros.
—Así que les ofreciste tu cabaña. Es muy considerado por tu
parte.
—Lo sé, no me pega nada, ¿verdad?
Niles levantó una ceja ante el amargo comentario.
—No, tú eres la única que cree eso, cariño. Resulta que yo
pienso que eres una mujer muy generosa. Ahora cuéntame cómo es
Liz Kennedy.
Casey soltó una carcajada aspirada, sin dejar de tocar.
—Te pareces a mi abuela, ya.
—¿Cómo está Meredith?
—Está bien. Quiere conocer a Liz.
—Y yo.
—Te voy a decir lo mismo que a ella. —Miró a Niles fijamente,
y este aguardó—. No.
Niles esbozó una sonrisa resabida.
—¿Entonces para qué quieres que suba con Brian a la cabaña?
¿Las esconderás a ella y a su hija?
Casey notó que se sonrojaba.
—No, yo...
—Admítelo. Quieres que conozcamos a esa mujer.
Casey miró al cielo y meneó la cabeza.
Niles se rio abiertamente y le dio una palmada en el hombro.
—Vale, vale. Pero sabes que no voy a dejar de insistir. Háblame
de ella.
Casey dejó de tocar un momento y se quedó con la mirada
perdida, mientras Niles esperaba a que siguiera hablando. Se
sorprendió de verla sonreír y negar con la cabeza. Entonces Casey
empezó a tocar de nuevo, pero esta vez una canción diferente. Al
reconocer las notas, Niles arrugó la frente.
—Es dura —empezó a decir Casey—. Y es una buena madre.
Tiene una relación maravillosa con su hija y le preocupa su futuro.
Se nota que detesta hallarse en la situación en la que está, pero no
puedo evitar pensar que se lo ha buscado ella. Me refiero a que
¿por qué hacer algo así? —miró a Niles y este se encogió de
hombros—. Sola y con dos hijas.
—Bueno, estoy seguro de que no es como le gustaría que fuera.
—Lo sé, pero es que es una irresponsabilidad flagrante. ¿Un
hijo? Vale. ¿Pero dos? Con lo caro que sale, por amor de Dios.
—¿Por qué te cabreas tanto por las decisiones de otra persona?
—le preguntó Niles, en tono sereno pero preocupado—. ¿Es
porque está viviendo en tu casa?
—No, bueno, al principio me sacaba de quicio. Supongo que, si
soy sincera, lo que no quería era tener que pensar en Julie.
—Sé que te importaba mucho.
—Así es, pero hizo una montaña del tema de los hijos.
Niles se fijó en que dejaba de tocar su canción incompleta.
Casey respiró hondo y cerró la tapa sobre las teclas.
—En fin, todo eso es agua pasada.
—Pero ahora ha vuelto a ser parte de tu vida, por esa Liz
Kennedy.
Los dos se quedaron callados un momento, hasta que Niles
volvió a hablar.
—¿Estás descubriendo que te importa esa mujer?
Casey pestañeó y le miró.
—Yo... no. Bueno... —dejó caer la frase y la confusión se hizo
patente en sus ojos verdes.
—¿Me permites hacer una observación?
Casey sonrió con reticencia.
—¿Serviría de algo decirte que no?
—Lo dudo —respondió Niles—. Normalmente, cuando te
pregunto sobre las mujeres que hay en tu vida, las describes
físicamente. Una era un bombón, la otra tenía unas piernas de
infarto, otra...
—Ve al grano.
—A Liz Kennedy la has descrito por cómo es, por lo que hace y
cómo piensa. Ni siquiera has mencionado qué aspecto tiene.
¿Quieres saber por qué?
—No.
—Porque a ella la ves como una persona, no un objeto de tu
lujuria.
Casey guardó silencio.
—¿Y quieres saber qué más?
—No —dijo Casey enseguida. Pero entonces se encogió de
hombros—. ¿Qué?
Niles se rio.
—Creo que lo dejaré para otro momento. Si seguimos hablando
del tema empezarás a sacar espuma por la boca.
—Bueno, gracias por la conversación de todos modos. Tenía
que hablarlo con alguien o me iba a volver loca —admitió ella,
pasándose una mano por el pelo.
—Me halaga que la segura y confiada Casey Bennett quiera mi
opinión.
—Los dos queríamos a Julie —susurró Casey.
—Lo sé. Es algo que vas a tener que superar.
Casey asintió, se puso de pie y estiró la espalda.
—¿Cómo es? Me tienes en ascuas —pinchó Niles.
—Tiene unos ojos azules muy bonitos y el pelo caoba claro.
Cuando sonríe se le ilumina la cara, como si la alegría naciera de lo
más profundo de su alma —describió Casey, encogiéndose de
hombros.
—¿Pero eso no importa, verdad?
—No —Casey cabeceó, y se puso a recoger las partituras para
guardarlas—. Puede que sea más joven que yo, pero
definitivamente tiene más experiencia en la vida.
Se quedó quieta un momento y se echó a reír. Niles no pudo
evitar reírse con ella, porque hacía tiempo que no veía a Casey reír
de corazón, y le resultaba cautivador.
—Ahora me tienes que decir qué es lo que te tiene tan contenta
—le dijo Niles, apoyado en el lateral del piano—. Todo el tiempo.
Sin dejar de sonreír, la mujer prosiguió:
—La hija de Liz, Skye. Tiene un vocabulario sorprendente, al
menos a mí me lo parece, pero tampoco es que conozca a muchos
niños de tres años. Es adorable y Liz ha hecho un trabajo fantástico
como madre. Es un gustazo verlas juntas; se nota el amor que las
une.
Ordenó las hojas de partituras y echó un vistazo a Niles.
—Freud se removería en su tumba por lo que voy a decir, pero
me recuerda un poco a mi madre en ese aspecto.
Niles soltó una carcajada.
—No necesito echar mano del psicoanálisis para eso. Conocí a
tu madre, ¿recuerdas? Era una mujer maravillosa y encantadora que
quería a su hija.
Cuando Casey no respondió, Niles se dio cuenta de que estaba
haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas.
—No pasa nada porque Liz te recuerde a ella. Y hacía siglos
que no tocabas eso.
Casey levantó la vista, con el ceño fruncido.
—¿Qué estaba tocando? Ni lo sé.
—Estabas tocando esa pieza que nunca has llegado a terminar.
—¿En serio? —rio Casey—. Tienes razón, hacía mucho que no
la tocaba. —Acarició la tapa del piano en silencio un par de
segundos—. Niles, me siento como si el mundo se hubiera vuelto
un lugar muy extraño.
Niles ladeó la cabeza y sonrió abiertamente.
—¿Estás enamorada de esa mujer?
—Tengo que decir que no. Pero solo porque no tengo ni idea de
lo que es estar enamorada. Ella estaba enamorada de Julie. Yo
quería a Julie. Todo es muy raro y aun así es... No sé. Parece lo
más natural del mundo. ¿Por qué?
—Guau, realmente todo esto es nuevo en ti. Dime una cosa.
¿Me lo preguntas a mí porque Brian y yo estamos casados?
Casey lo miró de refilón y asintió.
—He pensado que a lo mejor me iluminabas un poco.
—Bueno, me gustaría conocerlas a las dos, pero todavía no —le
dijo Niles—. Tienes que pensar bien en todo esto y tienes que
hacerlo sola. ¿Ella siente algo por ti?
—Seguramente no. ¿Por qué estoy pensando en estas cosas?
Niles arqueó una ceja ante el tono desamparado de su voz.
Casey Bennett era muchas cosas, pero no una mujer indefensa.
—Cariño, es la primera vez en mucho tiempo que sientes algo
remotamente parecido al amor. Quiero decir que normalmente lo
tuyo es el control y el sexo y pasar un buen rato y...
—Ya lo pillo, Niles —replicó ella, ceñuda, y se sentó en el
banco del piano—. Lo cierto es que no sé nada del amor.
Niles percibió el desaliento de su amiga y se sentó a su lado.
—Antes de conocer a Brian, era bastante playboy. La mayoría
de los gays lo somos hasta que encontramos al hombre adecuado.
Ahora que lo pienso, los hombres somos así en general.
—¿Así que conociste a Brian y te enamoraste?
—Sí, pero luché contra ello con todas mis fuerzas. No estaba
dispuesto a dejarme atrapar, ni siquiera por el hombre más
apetitoso que había conocido nunca.
—¿Apetitoso?
Niles asintió, destapó el piano y empezó a tocar Chopsticks.
—Vuelve a casa y tantea el terreno, pero no te lances a la
piscina demasiado deprisa. No vaya a ser que se hunda el barco.
Casey frunció el ceño y le regaló una mirada de perplejidad.
—Entre tanta metáfora has intentado decirme algo, ¿verdad?
—No tengo ni idea.
—Mmm, a ver, dime —le preguntó, al tiempo que se ponía a
tocar con él—. ¿Qué le compro a una niña de tres años precoz?
—No tengo ni idea.
Eran casi las cuatro cuando Liz despertó al fin, al son de las notas
suaves de piano. Se sentía fresca y descansada, así que se las
arregló para levantarse y calzarse. Al recordar cómo Casey le había
quitado las sandalias, puso los ojos en blanco. Tenía los pies
enormes, gordos e hinchados, pero le había gustado sentir el roce
cálido de los fuertes dedos de Casey sobre la piel.
«Seguro que da buenos masajes», pensó Liz, de camino al
pasillo.
Permaneció en la entrada, sin que Casey la viera, mientras la veía
tocar el piano con Skye en el regazo.
—Pon los dedos aquí, aquí y aquí —la instruyó Casey,
apretando sus deditos contra las teclas que formaban el acorde—.
¿Ves? Estás tocando el piano.
Skye la miró.
—Otaves, Cafey, pofiii.
—¿Cómo voy a resistirme a esos ojitos azules? Son igualitos que
los de tu madre. Muy bien, otra vez.
Liz enarcó una ceja al oír el comentario sobre sus ojos y siguió
observándolas. Julie nunca había hecho algo así con Skye. Para
empezar, nunca estaba en casa lo suficiente y, cuando sí que
estaba, solo jugaba a lo que ella quería. Era como tener dos hijas.
Casey tenía razón. A Julie le gustaba la idea de tener hijos, no la
realidad. Lo que Liz había esperado es que su segundo bebé
cambiara eso. Se pasó la mano por la barriga, invadida de un
sentimiento de culpabilidad. ¿Se había equivocado al querer hijos?
Negó con la cabeza para dejar de pensar en eso y se concentró en
la actitud de Casey hacia la maternidad. Casey Bennett había
dejado escapar a Julie, porque no quería formar una familia. Era
madura e inteligente y sabía que los resultados serían desastrosos.
Liz intentó imaginarse su vida si Julie siguiera viva y sintió una nueva
punzada de culpabilidad al mirar a Casey, sonriente y haciendo reír
a su hija.
Skye fue la que reparó primero en su madre.
—¡Mamá! ¡Skye toca piano! —anunció entusiasmada.
—Ya lo oigo. Es muy bonito, pastelito.
Miró a Casey, que le sonreía un poco.
—Pareces descansada —comentó.
Liz fue consciente de que volvían a encendérsele las mejillas; se
pasó la mano por el pelo y se acercó al piano.
—Estoy horrorosa.
—Estás bien —aseguró Casey, justo cuando Skye la agarraba
de los carrillos para obligarla a mirarla.
—Otaves, Cafey —insistió la pequeña.
Casey arqueó una ceja oscura y Skye musitó:
—¿Pofiii?
—Claro, hobbit.
—Deja de llamarla hobbit —protestó Liz, y Casey soltó una
carcajada de disculpa—. ¿Te diviertes sacándome de mis casillas?
Casey ladeó la cabeza.
—Sí. A veces —confesó, y rio de nuevo cuando Liz la fulminó
con la mirada.
Levantó a Skye de su regazo y la sentó en el banco del piano.
Inmediatamente, Skye empezó a aporrear las teclas y Casey, con
los ojos fuera de las órbitas, se volvió hacia ella y le cogió las
manos con una mueca de dolor.
—Con cuidado, despacio. Es un instrumento musical muy
sensible —le explicó a la revoltosa niña de cabello de oro—. Y
caro.
Liz puso los ojos en blanco y acudió junto a Skye.
—Pastelito, no le des golpes o no podrás sentarte ahí —expuso
en un conciso tono maternal.
Skye hizo un puchero y miró a su madre a los ojos, pero la
expresión seria de Liz no vaciló ni un ápice.
—Vale, mamá —murmuró, y empezó a tocar las teclas con más
cuidado.
Liz le regaló a Casey una mirada de superioridad.
—«Instrumento musical sensible» —citó con un deje irónico—.
Si ni siquiera sabe pronunciarlo.
Casey entornó los ojos.
—Voy a preparar té helado y a darme una ducha.
Casey salió de darse una ducha con unos pantalones cortos y una
camiseta de tirantes, el pelo húmedo y una marca roja desde el
cuello al hombro. Meredith cruzó una mirada con Liz, que se
mordió el labio para no reír. Skye estaba sentada a la mesa en su
trona, comiéndose una rodaja de pepino, y levantó la mirada
cuando Casey entró en la cocina.
—¿Cafey? ¿Pipino? —le ofreció, alargándole el trozo que se
estaba comiendo.
—Gracias —aceptó esta, cogiéndole el pepino a medio comer.
Cuando fue a llevárselo a la boca, se le cayó al suelo.
—Ups.
Lo recogió y fue a darle un bocado, pero Liz se lo quitó de la
mano, boquiabierta.
—¿Estás loca? No te lo comas del suelo —la riñó, y lo tiró a la
basura.
Casey frunció el ceño, se miró la mano vacía y luego a Skye.
—Susio, Cafey.
—¿Quieres que te ayude, Liz? —preguntó Meredith, que estaba
sentada mientras la madre de Skye preparaba la ensalada para la
cena.
—Oh, no, Meredith. Tú ponte cómoda.
—¿Te apetece un Martini, abuela? —le preguntó Casey—.
Luego me cuentas por qué te has pegado el viaje de seis horas sin
avisarme. Habría ido a recogerte.
—Me encantaría un Martini, y ya soy mayorcita —repuso
Meredith—. Quería conocer a Liz y a su adorable hija. —Estiró la
mano y le dio un pellizquito a Skye debajo de la barbilla. La niña se
rio y se agitó en su asiento—. Y tú puedes llamarme abuela.
Liz miró a Casey de reojo, a tiempo de verla fruncir el ceño
momentáneamente, antes de concentrarse en preparar los cócteles.
A Meredith no se le escapó ni aquella expresión ni la cara de
preocupación que se le había quedado a Liz.
—Cuéntame, Liz. ¿Cómo te encuentras? ¿Hinchazón, sofocos,
hormonas descontroladas? —se interesó Meredith. Esbozó una
sonrisa maliciosa—. ¿Calambres en la espalda? ¿Ardor de
estómago?
—Y la lista sigue —afirmó Liz por encima del hombro, mientras
mascaba una zanahoria—. Eso por no hablar del apetito.
—No le pasa nada a tu apetito —interpuso Casey, pasándole a
su abuela una copa de pie alto.
Cuando iba a alejarse, Meredith le indicó que volviera musitando
un «no, no, no»; su nieta puso los ojos en blanco y le echó unas
cuantas olivas en la copa.
—Lo sé, ese es el problema. Zampo como una lima.
—Bueno, tienes buen aspecto —le aseguró Casey, dando un
trago de su botellín de cerveza.
Meredith las observaba con interés. Cuando Casey dejó el tapón
de la cerveza en el mármol, sin fijarse, Liz lo tiró a la basura
automáticamente. Mientras tanto, Casey sirvió el té helado y lo dejó
en el mármol, al lado de Liz, que lo miró por el rabillo del ojo.
—¿Puedes...?
Pero Casey ya había ido a por más hielo y se lo echó en el vaso.
—Gracias —murmuró Liz.
—De nada —le dijo Casey, y le apoyó la mano en el hombro un
segundo al pasar por su lado.
Se dio cuenta de que su abuela la miraba, pero esta se limitó a
enarcar una ceja y a dar un sorbo de Martini.
—¿Qué? —le preguntó Casey.
Meredith sonrió sin más.
—Sí, estás muy guapa, Liz. El embarazo te sienta bien. ¿No te
parece, Casey?
Casey miró a Liz, que le daba la espalda, y a Meredith no le
pasó por alto el repaso que le dio con la mirada.
—Sí que lo está. Y sí que le sienta bien.
—Solo quiero cuidarme para que el parto vaya bien y me
recupere pronto —explicó Liz al dejar la fuente de ensalada en la
mesa. Como Casey seguía mirándola fijamente, le preguntó—.
¿Qué?
Meredith observó el cruce de miradas mientras le daba a Skye
un trozo de apio.
—¿Qué? —parpadeó Casey.
Liz se secó las manos en una toalla.
—Me miras como si quisieras decirme algo y empieza a resultar
molesto.
Casey se puso colorada bajo la atenta mirada de su abuela.
Parecía un termómetro.
—No, no pensaba en nada.
—Mentirosa —farfulló Meredith, sin dejar de darle de comer a
Skye.
—Bueno, ¿te ocupas tú de la barbacoa? —le preguntó Liz a
Casey, tras sacar las chuletas de la nevera—. Menos mal que
compraste de sobra.
—Sí, claro.
Casey encendió el carbón y esperó a que estuviera al rojo vivo
antes de colocar las tres chuletas en la chisporroteante parrilla.
—¡No tengo ni idea de lo que estoy haciendo! —advirtió a voz
en grito hacia la cocina, con las pinzas de la barbacoa en alto.
Meredith se echó a reír y Liz también. La última seguía picando
pepino y, por cada rodaja de tomate que ponía en la ensalada, se
comía dos.
—No te preocupes. Si las quemas, Liz ya ha cenado —comentó
Meredith con ironía, meneando la cabeza—. Voy a asegurarme de
que no le prenda fuego al porche.
En la terraza, Casey levantó la vista cuando su abuela salió y dio
un trago de cerveza, sin dejar de prestarle atención a su tarea.
—Vaya, vaya. Te veo muy domesticada. Te sienta bien.
—¿Qué haces aquí? Que no es que no me guste verte...
—Me llamó Niles, cacareando como un pavo real —explicó
Meredith—. ¿No conoces a nadie que no sea gay?
—Ja, ja. A Niles le caes muy bien —dijo Casey, bebiendo de
nuevo—. Mamá también le gustaba.
Meredith percibió la tristeza en la voz de su nieta y dio un sorbo
de Martini. Se sentó en una de las butacas del porche, cruzó las
piernas y contempló a Casey unos segundos mientras esta miraba,
por la ventana de la cocina, al interior de la casa. Adentro se oían
las risas de Liz y Skye.
—Echo de menos a mamá —musitó Casey.
Miró a los ojos a Meredith y se encogió ligeramente de
hombros. Su abuela reclinó la cabeza y escrutó el rostro de Casey.
—Yo también. Sé que no he apoyado tu estilo de vida tanto
como Eleanor. Tu madre tenía un corazón que no le cabía en el
pecho, igual que su padre —se rio—. Tu padre se parecía más a
mí, y eso que ni siquiera éramos familia. Es curioso cómo van las
cosas.
Casey asintió en gesto ausente y contempló el bosque, que se
extendía más allá de las lindes de la cabaña.
—En estos últimos años me has apoyado mucho más, abuela.
Meredith dejó escapar un gruñido.
—Eso es porque quiero ganarme el cielo.
Casey se echó a reír.
—No, no es eso. Eres más cariñosa de lo que quieres dejar ver.
—Y si se lo dices a alguien, te desheredaré.
—Creía que no tenías dinero...
—Te dejaré la coctelera de Martini.
Casey se apoyó en la barandilla del porche y contempló el lago.
La animada discusión entre Liz y su hija la acompañaba de fondo.
—¿En qué piensas? —quiso saber Meredith.
Casey sonrió.
—Me encanta escapar de Chicago, dejarme de prisas y
refugiarme aquí.
—¿Sola?
Casey puso cara pensativa.
—Ya sabes cómo vivo.
—¿Y sigues queriendo vivir así? De ligue en ligue. Buscando
siempre algo nuevo. Eso no dura.
—No estoy segura de estar preparada para nada más. Julie fue
con la que llegué más lejos y ella...
—Quería una familia.
Casey asintió.
—Hice lo correcto al no formar una familia con Julie. No
estábamos preparadas, ni ella ni yo.
—¿Y ahora?
Casey levantó la cabeza de golpe y observó a su abuela como si
no diera crédito a sus oídos.
—¿Ahora? ¿Qué quieres decir?
Meredith señaló la cocina y Casey se quedó boquiabierta.
—¿Liz? Oh, por todos los cielos, abuela. Yo... ella... —
balbució.
Y se terminó la cerveza de un trago.
—¿No lo has pensado? —le preguntó Meredith con tacto.
—No. Bueno, sí. Pero no. —Casey exhaló un hondo suspiro—.
¿Les tengo cariño? Sí. ¿Liz me parece atractiva? Lo cierto es que
sí. Está incluso más guapa embarazada.
—¿De verdad? ¿Eso se lo has dicho a ella?
—Joder, no.
—¿Por qué no? Estoy segura de que en su estado le encantaría
oírlo.
Casey se quedó callada un momento.
—Tengo a Suzette.
Meredith dejó escapar un quejido ronco y puso los ojos en
blanco, pero Casey continuó:
—Lo digo en serio. Puede que Suzette sea superficial, pero sabe
lo que quiere de mí.
—Nada —apuntó Meredith.
—Sin ataduras, sin compromisos, sin...
—Amor.
Casey hundió los hombros y agachó la cabeza.
—Soy irritante, ¿verdad?
—No te haces una idea.
Las risitas de la cocina entre madre e hija volvieron a arrancarle
una sonrisa de satisfacción a Casey. Meredith se rio y echó la
cabeza hacia atrás para contemplar el crepúsculo.
—Lo siento, Casey, no debería entrometerme en tu vida. Eres
una mujer adulta con una carrera fabulosa y una vida sin
preocupaciones. Lo último que te hace falta es una familia caída del
cielo. —Al erguir la cabeza vio que la mirada de Casey era
inescrutable—. Pero estás haciendo algo bueno con ellas, cariño.
Te lo digo de verdad. La situación no es fácil ni para Liz ni para ti.
Puede que de todo esto surja una maravillosa amistad. Eso por sí
solo ya sería muy bueno para las dos.
—Puede —se encogió de hombros Casey. Levantó la tapa de la
parrilla y la dejó en el suelo—. No sé si están hechas ya.
—¿Casey? ¿Has mirado las chuletas? —le gritó Liz desde la
cocina justo en ese preciso instante.
A Meredith se le escapó una carcajada traviesa.
—¿Ya te lee los pensamientos? Qué interesante.
Casey le lanzó una mirada dura y fue a beber, pero se dio cuenta
de que la botella estaba vacía.
—Mierda.
Skye apareció en la puerta mosquitera, apoyó la naricilla en la
tela de malla y ahuecó las manos en torno a la cara para mirar a
Casey.
—Cafey, mamá...
—Dile a tu madre que no soy estúpida —se adelantó Casey,
mientras le daba la vuelta a las chuletas.
—¡Mamá! ¡Cafey dice que no túpida!
Meredith empezó a desternillarse de risa y estuvo a punto de
escupir la bebida, pero Casey la ignoró por completo.
—Qué manera de tirar un buen vodka —comentó la anciana,
limpiándose con la servilleta y regalándole a Casey una sonrisa
inocente.
—¡Yo no he dicho que lo seas! —respondió Liz desde la cocina
—. Ay, por favor, qué cabezota es...
—Te tiene calada —comentó Meredith, alzando su copa vacía.
Casey gimió de pura impotencia y le cogió la copa a su abuela.
—¿Quién te ha dado vela en este entierro? —repitió entre
dientes.
Fue al extremo opuesto del porche y contempló el bosque. No
podía seguir dándole vueltas a la cabeza, eran demasiadas
emociones. Demasiado...
—Casey...
—Abuela, ya sé por dónde vas y... —gimió cuando su abuela
empezó a hablar.
—¿Sabes dónde podemos pedir pizzas?
—¡Mamá! ¡Fuego!
Casey se dio la vuelta al oír gritar a Skye y vio que las llamas se
salían de la parrilla.
—¡Joder!
Meredith se quedó sentada tranquilamente en su diván mientras
Casey salía disparada del porche para coger la manguera del jardín.
Se abrió la puerta mosquitera de golpe y salió Liz con una jarra de
té con hielo. Meredith se sentía como una espectadora en un
partido de tenis: miró a Casey cuando corrió de vuelta con la
manguera y apuntó a las llamas, mientras que Liz retrocedía un
poco y tiraba el té helado a la barbacoa. No acertó a dar a la
parrilla, y a Casey le cayó todo encima, limones y cubitos de hielo
incluidos. Cegada por el té y recubierta de hielo y rodajas de limón,
Casey intentó secarse los ojos y encender la manguera al mismo
tiempo.
—¡Mierda de chisme!
—Casey, lo siento —exclamaba Liz.
Meredith levantó los ojos hacia el cielo y negó con la cabeza,
antes de levantarse con un suspiro, recoger la tapa de la barbacoa y
colocarla sobre la parrilla. Skye se partía de risa, Casey resoplaba
como un toro, empapada de la cabeza a los pies, y Liz estaba de
pie en medio de las dos, con la jarra de té vacía en una mano y
agitando la otra para que no le fuera el humo a la cara.
El aroma a ternera achicharrada impregnaba el aire. Meredith se
sacudió el polvo de las manos.
—Lo que decía, ¿pizza para todas?
—Bueno, estás un poco por debajo del peso para mi gusto, pero
todo está bien. Veo que no queréis saber el sexo del bebé —
comentó la doctora Haines, quitándose las gafas con una sonrisa.
Casey dirigió a Liz una mirada curiosa.
—¿De verdad? Creía que lo sabías, porque siempre te refieres al
bebé como «ella» —razonó.
—Quiero que sea una sorpresa —contestó Liz, encogiéndose de
hombros—. ¿Tú quieres saberlo?
Casey se lo pensó un segundo, pero al final sonrió.
—No, que sea una sorpresa.
Liz le cogió la mano.
—¿El peso de Liz es un problema? —se interesó Casey,
apretándole la mano a la otra mujer.
La doctora negó con la cabeza.
—No, tengo los resultados de todas las pruebas que hizo
vuestro médico de Wisconsin. Estás rozando la anemia, así que
descansa todo lo que puedas y vigila la dieta, como ya has estado
haciendo. El bebé debería nacer la primera semana de diciembre.
¿Vais a quedaros en Chicago?
—¿Sería mejor quedarnos? —preguntó Liz con gravedad.
—No es imperativo, pero me gustaría controlar la anemia. Como
te decía, no es nada fuera de lo común, pero convendría que te
quedaras en la ciudad si es posible.
—Vivimos lejos del hospital —intervino Casey, y miró a Liz de
reojo—. Nos quedaremos aquí. Podemos subir al norte en
cualquier momento.
Liz asintió y se llevó la mano a la barriga con inquietud. La
doctora las miró a ambas y esbozó una sonrisa.
—¿Es el primero, veo?
Las dos asintieron.
—Todo irá bien. El único problema que veo es el peso. El
corazón del bebé está perfectamente. Tiene el tamaño adecuado y
todo va muy bien —les aseguró.
Liz torció los labios en una sonrisa nerviosa y le apretó la mano a
Casey.
—El estrés es otro factor que debemos considerar. No sé nada
de vuestra vida personal, pero veo que os importáis la una a la otra,
y eso es bueno, porque vais a tener que ayudaros. ¿Existe algún
otro factor de estrés?
Casey y Liz se miraron y la primera negó con la cabeza.
—¿Liz?
Liz cruzó una nueva mirada con Casey, pero no dijo nada.
—¿Qué os parece si os dejo solas unos minutos? Te apuntaré
cita para el martes a las tres —ofreció la amable doctora, y salió de
la consulta.
—¿Qué sucede, cariño? —preguntó Casey, sin despegar los
ojos de Liz.
—Es que... No te enfades. Suzette llamó el otro día y... ella...
—¿Ella qué?
—Dijo que estabais juntas la otra noche, cuando llegaste tarde.
Lo sé, sé que mentía. Confío en ti, Casey.
Casey se levantó y empezó a pasear de lado a lado de la
habitación, cada vez más furiosa con cada paso que daba. Al mirar
a Liz, que se veía cansada y pálida, se arrodilló ante ella.
—Muy bien, de ahora en adelante, cuéntame las cosas, por
favor. No te estoy ocultando nada, no estoy con nadie. Lo sabes.
—Sí. Por favor no te enfades.
Casey le puso los dedos en los labios.
—No te preocupes, que el bebé te oye. Oye, ¿ya has pensado
en algún nombre? Nunca hemos hablado de eso. Espera, mejor
volvemos a casa y lo pensamos entre las tres.
—Skye nunca nos lo perdonaría —afirmó Liz.
Casey sonrió, aunque en quien pensaba era en Suzette. Iba a
matar a aquella zorra traidora.
Casey fue con Liz y aupó a Skye en cuanto la pequeña estiró los
brazos hacia ella.
—Hola, pitufa —la saludó con un beso, antes de mirar a Liz—.
¿Qué hacéis aquí? —preguntó, inclinándose para besarla.
Liz suspiró al romper el beso.
—Skye y yo hemos salido a comprar caramelos para
Halloween, lo cual me recuerda que mañana tenemos que ir a
comprar una calabaza. Así que he pensado que podíamos pasar a
ver dónde trabajabas —explicó con naturalidad.
Como tenía cara de cansada, Casey se preocupó.
—La doctora Haines te dijo que reposaras, no que te patearas la
Orilla Norte de Chicago —la riñó con cariño, y la besó otra vez—.
Pero me alegro de que estéis aquí. ¿No tendrá nada que ver con
cierta chelista, entiendo?
—No seas boba.
—Mientes fatal —apuntó Casey.
—Cafey, toca piano —pidió Skye, palmeándole las mejillas.
Casey no pudo resistirse a aquellos ojos azules.
—Dios, qué pasa con las Kennedy y esos ojitos que ponéis... —
refunfuñó, y dejó a Skye en el suelo antes de sentarse al piano.
Liz se puso al lado del instrumento y se acercó a Casey, con una
sonrisa.
—¿Qué pasó al final con la canción que tocabas en la cabaña?
—La dejé estar —repuso Casey mientras tocaba.
—¿Por qué? Era muy bonita —opinó Liz, que cerró los ojos y
suspiró—. Dios, qué bien que tocas.
—Eso es lo que le digo siempre, que debería componer su
propia música y grabar un disco. Tiene un montón de canciones que
podrían...
—Cállate, Niles —lo reprendió Casey afectuosamente.
—Lo toca como una amante —le susurró Niles a Liz.
Esta se estremeció visiblemente al observar cómo Casey
deslizaba los largos y delicados dedos sobre las teclas blancas y
negras. La pianista cruzó una mirada con ella y esbozó una sonrisa.
—Ah, idos a un hotel —protestó Niles, que había sido testigo de
la escena.
Jeffrey se les acercó y le dijo algo a Casey al oído. Ella dejó de
tocar de inmediato, asintió y se levantó.
—Ahora mismo vuelvo, no os vayáis a ninguna parte. Luego te
llevo a ti y a la pitufa a comer.
Liz le dedicó una sonrisa de apoyo y le guiñó el ojo antes de que
desapareciera por la puerta.
—Muy bien —advirtió Niles—. Lo siguiente que oigamos...
En ese momento, el choque de unos platillos los sobresaltó a
todos y al volver la cabeza encontraron a Skye junto a la batería,
con una baqueta en la mano.
—Skye toca, mamá —anunció.
Niles se partía de risa, mientras que Liz se había puesto como un
tomate.
—No te reirás tanto si le da una patada a uno de los bombos,
Niles —apuntó Liz, sin asomo de broma en su tono.
Niles saltó sobre Skye a toda prisa.
Con cada día que pasaba, Casey intentaba adivinar cuándo llegaría
la nueva Kennedy.
—Vale, ya lo tengo todo pensado —anunció una tarde en la
cocina.
Skye estaba comiéndose un plátano, mientras Liz le sonreía,
solícita.
—Sales de cuentas el día tres de diciembre. Eso nos deja dos
semanas. El jueves que viene es Acción de Gracias. No te
preocupes por la cena, yo la prepararé.
—¿Cariño, has cocinado un pavo alguna vez? —preguntó Liz.
Casey pestañeó estúpidamente.
—Bueno...
—Puedo hacerlo yo.
—No, no tienes por qué. Espera, tengo una idea.
Skye dejó escapar un gemido infantil y agachó la cabeza. Casey
la miró, ceñuda.
—Oye, va a salir bien. Dime lo que tengo que hacer y yo
cocinaré. La pitufa y yo iremos al supermercado a comprarlo todo.
—¡Yo ayudo! —se alegró Skye.
A Casey se le iluminó la cara y la señaló.
—¿Ves? Perfecto.
Liz gimió.
—Vale, haré una lista. —Le pasó el teléfono a Casey y, ante la
extrañeza de esta, añadió—: Quieres invitar a Meredith, Niles y
Brian, ¿verdad?
—Claro, pero recuerda que no vas a mover ni un dedo —reiteró
con firmeza.
Liz se limitó a asentir.
Una hora más tarde, Casey estaba agotada y Skye estaba toda roja
y de un humor de perros.
—Bueno, no ha ido tan mal —rezongó Casey sarcásticamente,
de vuelta al coche con el carro.
Skye se cruzó de brazos y resopló.
—Cafey, ayudo —dijo, con un puchero.
Casey dejó el carro junto al coche y observó la triste carita de
Skye. En un abrir y cerrar de ojos, la hizo sentir como una cretina.
—Skye, tengo que acabar esto. ¿Has visto toda la gente que
había en el súper? Dios, si te hubiera bajado del carro me habría
pasado el rato detrás de ti.
—Ayudo —repitió la niña en voz baja.
Casey gimió, sintiéndose como la peor persona del mundo.
—Vale, cuando lleguemos a casa puedes ayudarme a guardar la
compra y a hacer la cena de Acción de Gracias. Luego tenemos
que escribirle la carta a Papá Noel.
A Skye le brillaron los ojos.
—¿Carta? ¿Mía a Papá Noel?
—Sí. ¿Qué te parece, me ayudarás?
Skye le dio una palmadita en la mano.
—Claro. Ayudo a Cafey.
Casey la miró a los ojos azules.
—Gracias, pitufa. Me has salvado otra vez —le aseguró, y le
besó la nariz, haciéndola reír.
PD: Ya sé que son las hormonas, pero siéntate y deja de limpiar los
armarios.
—Casey, por favor, que no nos multen. Estoy bien, tenemos mucho
tiempo —pidió Liz, con el rostro desencajado.
La mujer que amaba condujo como una loca por las oscuras
calles de Chicago. Ante la entrada de urgencias, frenó derrapando,
y cuando fue a salir del coche, se olvidó de que llevaba puesto el
cinturón de seguridad. La marca del tirón que le dejó en el cuello le
duraría varios días. Por el momento se limitó a gruñir de dolor y a
manosear el enganche traidor para liberarse, pero sin éxito.
—¡Por amor de Dios! —rugió, furiosa.
A punto estuvo de arrancar el cinturón entero de la puerta del
coche.
—Casey, cariño, por favor —le suplicó Liz entre contracciones.
—Estoy bien —graznó Casey, estirando el cuello.
Corrió al interior del hospital y se hizo con una silla de ruedas,
con la que intentó estúpidamente pasar por las puertas giratorias y
se quedó encallada. Buscó a Liz con la mirada, oyó sus gritos
amortiguados desde el coche y retrocedió con la silla.
—¡Estúpidas puertas de mierda! —gritó, y se dirigió a la puerta
automática.
En cuanto se abrió, se plantó delante de Liz en un abrir y cerrar
de ojos para ayudarla a sentarse. Enseguida la metió en el hospital
en la silla de ruedas, a través de las puertas automáticas.
—Casey, cariño, frena —pidió Liz, aquejada de una nueva
contracción.
Casey llevó la silla y a su ocupante ante el puesto de enfermeras.
La más mayor sonrió a Liz.
—¿El bebé ya llega? —se interesó. Entonces se fijó en la marca
enrojecida que Casey tenía en el cuello—. ¿Qué ha pasado?
Liz agitó una mano para descartar la cuestión.
—Hemos tenido una experiencia cercana a la muerte al salir del
coche.
Casey puso los ojos en blanco mientras la enfermera se echaba a
reír y les pasaba los formularios que debían completar.
—¿Es que nadie va a preocuparse de lo que toca? —gimió
Casey.
—Es peor que un hombre —comentó la enfermera, con un guiño
hacia Liz.
Le dejó un bolígrafo a Casey y esta rellenó los papeles en menos
que canta un gallo.
—La doctora Haines ha llamado: está de camino. Vamos a
prepararla. Venga, mami —la animó la enfermera.
Casey se quedó quieta, hasta que Liz levantó la mirada y le cogió
la mano.
—Casey, cariño, te habla a ti.
—Oh —pestañeó Casey—. Oh —repitió, como si acabara de
entender la teoría de la relatividad.
Así que las siguió por el pasillo.
Liz miró a su amante, con los ojos llorosos. Casey tenía razón: en
aquel momento le estaba haciendo el amor con aquella canción. Liz
se acercó al piano para verla tocar mejor y Casey le sonrió. En ese
momento vio la cajita azul que había en una esquina del piano. La
sonrisa de Casey se ensanchó y le dedicó un guiño. Liz abrió la caja
y se llevó la mano a la boca: era un increíble anillo de zafiro con un
diamante a cada lado y le iba a juego con los pendientes. Su mirada
encontró la de Casey cuando esta acabó la canción con un acorde
lento y sensual.
Sin pronunciar palabra, Casey sacó el anillo de la caja y se lo
puso en el dedo. A Liz le temblaban las piernas al rodear el piano y
Casey la abrazó de la cintura mientras ella le echaba los brazos al
cuello.
—Te quiero, Casey Bennett —le susurró al oído.
—Cásate conmigo, Liz. Estoy perdida sin ti —le suplicó Casey,
besándole el cuello.
—Sí. Me casaré contigo... —lloró Liz.
Casey la levantó del suelo y le dio una vuelta entre sus brazos.
Skye se levantó enseguida, porque no quería quedarse al margen.
—Yo también. ¡Aúpa! —exclamó.
Casey la cogió en brazos y las tres se besaron y se abrazaron
mientras bailaban por la sala de estar.
Capítulo 23