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A mi sobrina y ahijada, Hannah Rose, que inspiró

al personaje de Skye en Vientos celestiales.


Hannah se ha convertido en una joven y preciosa
profesora, pero yo siempre recordaré a mi Hannie
como una niña revoltosa con un maravilloso
y sarcástico sentido del humor.
No se me ocurre de quién pudo sacarlo...
Agradecimientos

Como siempre, gracias a Denise por su perspicacia y


consideración.
A Jule y Tena, por tomarse la molestia de hacer de lectoras de
pruebas.
Y finalmente, gracias a mi editora, Tara Young.
Gracias a todas.
Capítulo 1

Un pasillo oscuro y estéril se extendió ante Liz al abrirse las puertas


del ascensor. ¿Cuántas veces había recorrido aquellos mismos
pasillos en los últimos tres meses? Pasó junto al puesto de
enfermeras y sus rostros familiares le dedicaron una sonrisa triste.
Liz, que las había llegado a conocer a todas, les devolvió la sonrisa
mientras recorría el camino a la habitación por última vez. Cuando
llegó a la puerta, tuvo que tragar saliva para aplacar las náuseas y
en ese instante salió Elaine. Elaine Hanson era la enfermera jefe de
la planta de oncología. Se había tomado un interés especial por Liz
y esta se lo agradecía, ya que habían sido tres meses muy duros.
Elaine era una mujer mayor, puede que anduviera cerca de los
sesenta. Se apartó un mechón oscuro canoso de la frente en gesto
ausente y apoyó las manos en los hombros de Liz.
—¿Estás bien, cariño?
Liz asintió, entre lágrimas repentinas.
—Quería estar aquí cuando...
Elaine la estrechó entre sus brazos.
—No podías saber que Julie nos dejaría tan deprisa. Es una
bendición, Liz.
Liz dio un paso atrás, inspiró hondo y se secó las lágrimas de las
mejillas.
—Lo sé.
—Estaré aquí. Ella ya descansa —aseguró Elaine, y le abrió la
puerta.
Liz asintió otra vez y la invadió cierta sensación de irrealidad al
entrar en la habitación. Estaba oscura, salvo por el tenue resplandor
que arrojaba la pequeña luz de la cama de hospital. Liz ladeó la
cabeza al aproximarse a la cama; Julie se veía muy tranquila, como
si estuviera dormida. Sin embargo, al acercarse más, la fría palidez
de Julie no dejaba lugar a dudas. Liz observó la figura inerte de la
que hasta hacía poco había sido su pareja, se puso la mano con
delicadeza sobre el vientre, en donde crecía su bebé, y le acarició la
helada mejilla a su compañera.
—Ya no llegarás a conocerla. Lo siento muchísimo, Julie —
susurró Liz, sin poder evitar que le rodaran las lágrimas mejillas
abajo—. Ahora ya no sufres.
Y se quedó mirando al vacío por un segundo al recordar un
tiempo en que no había dolor, sino únicamente risas.
—¿Qué hacemos hoy? —preguntó Liz, mientras recogía los
platos del desayuno.
Julie abrió el lavavajillas, con cara pensativa.
—Mmm, no lo sé. Hace un día de otoño precioso. Creo que
necesitamos una calabaza.
Liz meneó la cabeza y se dio la vuelta.
—Ya tenemos una, boba. Si pasaras más tiempo en casa la
habrías visto en el porche.
—¿Tenemos una? ¿Y cuándo fuimos a buscarla?
Liz se secó la mano en un trapo de cocina y se apoyó en el
mármol.
—Tú no fuiste. Fuimos Skye y yo el sábado pasado cuando
estabas en San Diego —replicó, sin poder disimular el
sarcasmo.
Julie percibió el tono mordaz en su voz y trató de defenderse.
—Cariño, es mi trabajo.
—Lo sé, lo sé, eres piloto. Lo entiendo. Pero podrías coger
trayectos más cortos..
—Ganaría menos dinero —la interrumpió Julie con el ceño
fruncido.
—Eso nunca me ha importado —objetó Liz en voz calma, y
respiró hondo.
—Oye, hace semanas que no estoy en casa, no quiero volver
a discutir por lo mismo —le dijo Julie, que se le acercó, le
rodeó la cintura con los brazos y la atrajo para sí—. ¿Y si no
salimos? —murmuró contra sus labios.
Liz suspiró y le devolvió el beso, rodeándole los hombros con
los brazos.
—Siempre te libras de las discusiones con sexo —le dijo,
recostándose contra el mármol.
Julie sonrió y le bajó la cremallera de los tejanos
lentamente.
—No es cierto —refunfuñó, juguetona—. Solo me encanta
sentirte —añadió, deslizando la mano bajo la tela—. Skye está
durmiendo la siesta, ¿verdad?
Liz cerró los ojos y asintió; Julie le bajó los tejanos hasta las
caderas y le arrancó un respingo al bailar con los dedos sobre
ella.
***
Liz esbozó una sonrisa triste al evocar aquellos recuerdos felices,
tan poco frecuentes. Durante los cinco años que estuvieron juntas,
Julie no había dejado de trabajar ni un solo instante y no había visto
crecer a Skye. Ahora... Liz volvió a ponerse la mano sobre la
barriga y dejó escapar un suspiro.
—Adiós, Julie —susurró.
Se inclinó, la besó en la fría mejilla y salió de la habitación. Ya
fuera, se tapó la boca con la mano y se le escapó un sollozo
desgarrado. Elaine acudió a su lado y la acompañó a la sala de
espera.
—Siéntate un momento.
—Gracias. ¿Sabes? Llevaba seis meses preparándome para
esto. Julie y yo lo hemos dejado todo arreglado, pero por alguna
razón... —Liz se interrumpió y se llevó una mano temblorosa a la
frente.
—Has sido muy fuerte durante todo este trance, Liz —le
aseguró Elaine para consolarla.
—He tenido que serlo. La pobrecita Skye no sabe lo que pasa.
Es muy pequeña. Le he dicho que Dios estaba solo y que
necesitaba a Julie más que nosotras, pero no lo entiende y casi me
alegro de que sea así. Julie pasaba mucho tiempo fuera por su
trabajo y, por poco que me gustase, eso seguramente hará las
cosas más fáciles para Skye. —Liz suspiró pesadamente antes de
continuar—. Nunca habría estado de acuerdo con tener a este
bebé si hubiera sabido lo enferma que estaba Julie. Lo único que
queríamos era un hijo de las dos. ¿Te parece algo tan egoísta? —le
preguntó a Elaine con mirada suplicante.
—No, las dos os queríais. Skye es una niñita preciosa y feliz, y
esta de aquí... —le dio una palmadita a Liz en la barriga—... será
igual de feliz. Y es gracias a ti y a Julie. Aunque si quieres que sea
sincera, es sobre todo gracias a ti.
—Lo sé. Julie quería tener hijos, pero no le gustaba la
responsabilidad. Recuerdo suplicarle que cambiara los turnos con la
línea aérea para poder pasar más tiempo en casa —suspiró, y echó
la cabeza hacia atrás.
La batalla que había librado Julie con el cáncer durante seis
meses había sido devastadora y su muerte representaba casi un
alivio. Liz se sentía culpable de pensar así, pero no podía evitarlo.
Cuando descubrieron que Julie tenía cáncer de huesos, la
enfermedad se extendió muy deprisa. Verla sufrir tanto había sido
insoportable.
—Ya no sufre.
Las dos mujeres permanecieron sentadas en silencio un
momento, hasta que la puerta del ascensor se abrió y Liz salió de su
ensimismamiento al ver aparecer a una mujer joven con una niña
rubia de pelo rizado en brazos, que cacareaba como una gallinita.
Nada más ver a Liz, estiró los brazos hacia ella; la mujer la dejó en
el suelo y Skye corrió hacia Liz sin dejar de reír. Liz también se rio
y abrazó a Skye cuando la niña fue a subirle al regazo.
—No, espera, cariño. Siéntate al lado de mamá. —Liz levantó la
mirada y sonrió—. ¿Se ha portado bien mi niña, Joanne?
—Por supuesto, como siempre —repuso esta.
Las dos mujeres se miraron a los ojos y Liz sonrió con tristeza y
negó con la cabeza. A Joanne se le saltaron las lágrimas, pero se las
enjugó rápidamente.
—Gracias por cuidar a Skye, Joanne.
—De nada. Nos lo hemos pasado muy bien —aseguró Joanne,
recuperando la compostura. Le desordenó el pelo a Skye—.
¿Verdad, chiquitina?
Skye asintió y Liz rodeó a su hija con el brazo.
—¿Te lo has pasado bien, pastelito? —le preguntó Liz,
apartándose el pelo caoba de la cara.
La niña sonrió de oreja a oreja y la miró con sus ojitos azules.
—Sííí, Skye comido helado.
—¿Y le has dado las gracias a Joanne?
Skye asintió y Liz se levantó con un gruñido, la cogió de la mano
y le susurró.
—Venga, Skye. Nos vamos a casa.
—Mamá, aúpa.
Liz la cogió en brazos y se la sentó en la cadera.
—Dentro de poco mamá ya no podrá llevarte en brazos —le
dijo, y le dio un beso en la cabeza.
Todas se dirigieron al ascensor en silencio. Liz se preguntaba qué
iba a pasar ahora. No les quedaba dinero, tendría que dejar su
trabajo a media jornada cuando tuviera al bebé. De repente odió a
Julie, la odió por morirse y por no estar allí como debía ser para
cuidar de la familia que quería. Tomó aire entrecortadamente y
abrazó a Skye más fuerte.
—Llámame para lo que sea. —Elaine la besó en la mejilla—. Ya
me dirás cuándo es el funeral y si puedo hacer algo. —Se rio
cuando Skye también le ofreció la mejilla. Besó a la niña y la miró a
los ojos—. Cuida mucho a mamá.
—Vale.
—Gracias por todo, Elaine —musitó Liz, tratando
desesperadamente de no echarse a llorar.
Skye frunció el ceño y observó a su madre.
—No llora, mamá.
Liz se reprimió las lágrimas y se rio.
—No lloro, pastelito. Vámonos a casa. ¿Quieres cenar perritos
calientes?
Skye abrió unos ojos como platos y asintió.
—¡Y helado!
***
A la mañana siguiente, Liz se sentó a la mesa de la cocina para
darle el desayuno a Skye.
—Esa boquita bien abierta para mamá —le dijo, y Skye esperó
con la boca abierta como un pajarillo—. Aquí viene —rio Liz,
haciéndole el avión con una cucharada de avena.
—Más —pidió Skye, golpeando la mesa con la cuchara.
Liz dejó escapar una carcajada y volvió a hacerle el avión.
—Ahora, cielo, tú solita —la animó Liz.
Skye agarró la cuchara de buena gana y se puso a comer muy
concentrada. Veinte minutos después, Liz había fregado el suelo, la
mesa y le había limpiado la avena del pelo a Skye.
—Cada vez lo haces mejor, pastelito. Igual que ir al lavabo.
Buena chica —la felicitó Liz.
En cuanto la bajó de la trona, Skye echó a correr hacia el baúl
de los juguetes, sacó un par de cosas inútiles de en medio y
encontró el libro que buscaba. Entonces se sentó con él en medio
de la habitación.
—Juega bien, ¿eh, Skye? —le susurró Liz, besándola en la
cabeza.
Echó un vistazo al escritorio y vio la pila de facturas sin pagar,
pero como no quería comerse la cabeza con eso por el momento,
se fijó en una fotografía de Julie y ella, en donde salían riendo y
abrazadas. Al mirarla de cerca, se dio cuenta por primera vez de
que ella no sonreía: mientras que Julie se reía, a ella se la veía
pensativa.
—¿Dónde estábamos y por qué no sonreía, Skye? —le
preguntó Liz a su hija, que rio y trató de ponerse en pie, solo para
caerse de culo—. ¡Ups! Culetazo.
Skye se echó a reír y dio palmas.
—Mamá graciosa.
Liz se rio con su hija y se frotó el vientre con delicadeza. El bebé
se estaba moviendo, como si quisiera formar parte del chiste
familiar. Y de repente, sin venir a cuento, Liz rompió a llorar y se
sentó al escritorio con la cara entre las manos. Skye la estudió con
el entrecejo fruncido.
—Mamá llora —murmuró, y le tembló la barbilla.
Liz se limpió las lágrimas enseguida y se obligó a sonreír.
—No, mamá no llora —le aseguró, y echó un vistazo a su
alrededor—. Joder... jolines, ¿qué voy a hacer?
Sonó el teléfono y Liz gimió y estiró la espalda antes de
agacharse a descolgar.
—¿Sí?
—¿La señora Elizabeth Kennedy? —preguntó una voz
masculina.
—Sí, soy yo.
—Me llamo John Harris y soy el abogado de la señora Bridges.
Siento molestarla en un momento como este, pero hay algunos
asuntos que tendría que tratar con usted. ¿Podría pasar por mi
despacho cuando le sea posible? Se trata del testamento de Julie.
—¿Testamento? No tenía ni idea de que hubiera hecho
testamento —contestó Liz, frunciendo el ceño.
¿Por qué Julie no le había hablado nunca de ningún testamento?
Estaba segura de que nunca lo habían discutido. Fue tanta la
sorpresa que casi se perdió las siguientes palabras del señor Harris.
—Sí, está su testamento y también otro asunto, pero me gustaría
hablarlo con usted en persona.
—Ningún problema, señor Harris. —Liz anotó la dirección y
luego tiró el bolígrafo y el teléfono encima de la mesa—. Fantástico.
Más facturas.
***
Los días siguientes pasaron como sumidos en una espesa neblina y
Liz daba gracias a Dios por contar con Elaine y Joanne. Por fin
terminó el funeral, porque Liz ya no era capaz de llorar más. Por
suerte, Joanne cuidaba a Skye en el apartamento y Liz se quedó a
solas en el cementerio cuando los escasos asistentes se marcharon.
Allí tuvo la extraña sensación de que Julie aparecería de un
momento a otro para reírse del chiste que acababa de gastarle. Eso
sería muy propio de ella, pensó, mientras se pasaba la mano por el
estómago en gesto ausente. Notaba moverse al bebé, y pensar en
la vida que crecía en su interior le arrancó una sonrisa. Al cabo de
un segundo se encontró preguntándose cómo iba a sacar adelante a
su familia.
Mientras se alejaba de la tumba, deseó que el misterioso
testamento fuera la respuesta, aunque en el fondo de su corazón
sabía que era mucho esperar.
Sentada en la sala de espera del abogado, Liz se sentía hinchada y
tenía calor. Era el mes de agosto y estaba embarazada de cinco
meses. Gracias a Dios se había cuidado y no había engordado
demasiado, pero aun así se sentía como el Hindenburg en su viaje
inaugural. Echó un vistazo alrededor; se moría por un cucurucho de
helado de chocolate.
—¿Señora Kennedy?
Liz levantó la vista y un sonriente señor Harris le hizo un gesto
para que pasara. La mujer se levantó despacio.
—¿Quiere que la ayude?
Ella le hizo un gesto con la mano y lo siguió dentro.
—No, gracias. Puedo sola —le aseguró, antes de tomar asiento
con un suspiro en la butaca que le ofrecía.
—Bien, vamos a ver —empezó el abogado, abriendo el
expediente.
Liz le escuchó leer los preliminares del testamento de Julie y
sintió que la invadía de nuevo un sentimiento de irritación. No sabía
que Julie se había tomado el tiempo de hacer testamento, porque
era algo de lo que nunca habían hablado.
—Lo siento, señora Kennedy. Julie no tenía seguro de vida. El
seguro médico de la compañía aérea pagó los gastos de médicos y
hospitales, pero...
—Ya lo sé, señor Harris. Julie creía que viviría para siempre.
No pudo evitar enfadarse con ella de repente. Sin seguro de
vida, sin haber dejado nada para Skye o para el bebé...
—Me he tomado la libertad de estudiar el caso y, si desea
conservar el seguro médico de su hija, puede convertir la póliza en
una póliza privada. Por desgracia eso sería...
—Asquerosamente caro —completó Liz, enfadada—. Pero no
me queda otra.
—Si quiere, veré qué puedo hacer —se ofreció el señor Harris.
—Gracias —aceptó Liz.
—Bien, continuemos. Todo el dinero está en una cuenta
conjunta, como bien sabe, así que no tendrá ningún problema para
acceder a los fondos.
—No queda mucho dinero, señor Harris —informó Liz—.
Cuando decidimos tener una hija gastamos la mayoría de nuestros
ahorros. Yo trabajo solo media jornada y tendré que dejarlo
cuando nazca la niña. Lo que queda lo usaré para pagar las facturas
pendientes.
Liz también estaba enfadada consigo misma. ¿Había sido egoísta
por su parte querer otro hijo? Julie y ella lo habían planeado así.
Ahora se sentía culpable por las veces que se había enfadado con
Julie por trabajar tanto. Solo intentaba mantenerlas a Skye y a ella.
De repente se sintió muy sola, y pensar en el futuro le resultó
aterrador.
—¿Señora Kennedy? —la llamó el señor Harris, para devolverla
a la realidad.
—Lo siento, ¿qué decía?
—Una carta. La dejó para usted. Tengo otra para la señora
Casey Bennett.
Liz abrió mucho los ojos.
—¿Casey Bennett? ¿Julie le ha dejado algo a esa mujer? —
inquirió, indignada.
Su reacción sorprendió al señor Harris.
—La carta está sellada y, como abogado de Julie, naturalmente
no se lo puedo decir. Le ruego que lea su carta.
Liz cogió el sobre y lo abrió con impaciencia.
Hola, cariño:
Las dos sabemos cómo estarán las cosas si estás leyendo esto. Lo
siento mucho. Pero, oye, quiero que me hagas un favor. Me voy a
poner en contacto con Casey Bennett, no te cabrees.
Sabes que te quiero, pero Casey es una mujer fuerte y te ayudará
con el bebé. Sé que lo hará por mí, tiene buen corazón. Y sé que ha
sido como una espina clavada para ti, pero eso es culpa mía. Al
principio me costó dejarla marchar, pero yo te quería a ti.
Sé que no he sido la mejor compañera. Formamos una bonita familia
pero yo no estuve lo bastante con vosotras y lo siento mucho. Tú eras
tan buena madre y yo... bueno, lo hice lo mejor que pude.
Deja que cuide de ti, de Skye y de la pequeña que está al llegar, solo
hasta que puedas salir adelante tú sola.
Perdóname por no estar contigo. Perdóname por no haber estado
contigo... Pero no olvides que te quería.

Julie

Liz suspiró y apoyó la carta sobre el regazo, tragándose las


lágrimas que se le agolpaban en la garganta. La dobló por la mitad
con manos temblorosas y luego la volvió a doblar. Un sentimiento
de soledad desesperado la desgarraba por dentro y a duras penas
podía respirar. Notó que el señor Harris la observaba
detenidamente.
—¿Conoce a Casey Bennett?
Liz reconoció la nota de amabilidad en su voz, pero la ignoró y
contestó con un gruñido.
—Casey Bennett es la exnovia de Julie, con la que rompió hace
cinco años porque era una fresca arrogante y egotista que no quería
sentar la cabeza —siseó, con los dientes apretados. Que en los
momentos descontrolados de pasión Julie hubiera gritado el nombre
de Casey en más de una ocasión no ayudaba precisamente a
reprimir su ira—. No —dejó escapar un hondo suspiro—. Nunca
llegué a conocerla.
El señor Harris le dedicó una leve sonrisa y flexionó el cuello con
nerviosismo. Liz le miró.
—¿Está casado, señor Harris?
—Sí, tengo tres hijos.
Liz asintió.
—Entonces sabe que los embarazos son una locura.
—Sí —rio él—. Cuando mi mujer estaba embarazada era igual.
Lo mejor era mantenerme alejado de la cocina cuando tenía un
cuchillo en la mano.
Los dos se quedaron callados un segundo. Luego, el señor
Harris continuó:
—Me temo que va a tener que conocer a esa tal Casey Bennett.
Esta es correspondencia legal, así que tengo que entregársela a su
abogado y asegurarme de que la lee. Lo que pase después ya es
cosa...
—Casey Bennett —repitió Liz con un gruñido sordo—. Ahora sí
que necesito helado.
—Julie creía que sería bueno para usted contar con la ayuda de
una mujer fuerte —ofreció.
Liz arqueó una ceja en gesto de duda, pero no dijo nada.
Capítulo 2

—Oh, Casey, Dios... qué cosas me haces —gimió Suzette.


Estaba desnuda, tumbada sobre los cojines frente a la enorme
chimenea. Suspiró y contempló a Casey mientras le besaba el
pecho y frotaba delicadamente su estilizado cuerpo contra ella.
—Dios mío, eres la mejor amante que he tenido nunca —susurró
en un gemido gutural.
Casey levantó la cabeza y la miró con sus chispeantes y felinos
ojos verdes. Ronroneó contra el pecho de Suzette, que respingó y
la agarró del corto cabello entrecano.
—Me lo tomaré como un cumplido, ya que diría que has estado
con la mitad de la orilla norte de Chicago —farfulló Casey.
Suzette rio y le tiró del pelo a su amante.
—Lo digo en serio. Eres asombrosa.
—Mi madre decía que si se hace algo, hay que hacerlo bien. Y,
mi querida Suzette, tú te mereces que te hagan las cosas bien.
Casey gimió y le mordisqueó el pezón endurecido con cuidado.
Entonces alcanzó la coctelera de Martini, vertió la bebida helada en
una copa de pie alto y luego le pasó el frío metal por el lateral del
pecho a Suzette, que arqueó la espalda.
—Casey —exclamó.
—¿Sí?
Casey le ofreció la copa de Martini y las dos dieron un sorbo
silencioso. Entonces Casey cogió la oliva de la copa y se la colocó
seductoramente en el ombligo a su amante. Suzette rio cuando
Casey le dijo al oído:
—Luego nos ocuparemos de eso.
A continuación le demostró a la adorable Suzette todo lo
asombrosa que podía ser.

Enredadas delante del fuego, las dos mujeres jadeaban


pesadamente.
—¿Me he comido la oliva?
Suzette se rio.
—Sí, te has comido la oliva y todo lo que se te ha puesto por
delante.
Casey levantó la cabeza y la miró con sus traviesos ojos verdes.
—Tenía hambre.
—Deberías volver al trabajo. Me temo que te he interrumpido
—suspiró Suzette, pasándole las uñas por la espalda.
—Una interrupción deliciosa. Necesitaba un descanso. No podía
pasarme ni un minuto más sentada al piano —aseguró, y le besó el
hombro. En ese momento sonó el teléfono y Casey gruñó desde el
fondo de la garganta—. Aish... —musitó, pero no se movió.
—Cógelo, podría ser tu productor —le recomendó Suzette,
instándola cariñosamente a levantarse.
—Mierda.
Casey rodó para ponerse de espaldas y cogió el teléfono.
—Más vale que sea importante —ladró al auricular, con la vista
fija en el techo.
—¿Casey? Soy Roger. Tienes que venir a Chicago. Tengo una
carta certificada de un abogado de Albuquerque. ¿A quién conoces
tú en Nuevo México?
Casey frunció el ceño al percibir la preocupación en su tono de
voz, sin apartar la mirada de las largas vigas del techo.
—A nadie. Al menos que yo sepa.
Rio y observó a Suzette moverse entre sus piernas. Contuvo el
aliento y le acarició el rubio cabello cuando Suzette se las separó y
le besó la cara interior del muslo.
—Ro... Roger, estaré allí mañana por la mañana —concluyó, y
soltó el teléfono con una exhalación.

—¿Quién era? —le preguntó Suzette al cabo de un rato,


acurrucada en brazos de Casey, mientras esta contemplaba las
llamas y le acariciaba el hombro distraídamente.
—Mi abogado, Roger. Alguien de... —se interrumpió, y
compuso un gesto pensativo—. No me acuerdo de dónde me ha
dicho. Bueno, que ha recibido una carta. Parecía preocupado.
Suzette hizo un puchero.
—¿Eso quiere decir que tenemos que marcharnos?
Casey soltó una carcajada.
—No hagas como si te molestase. Sé lo mucho que te gusta la
naturaleza.
Suzette levantó la vista y sonrió perezosamente.
—Soy una chica de ciudad. Me encanta Chicago.
Casey se quitó de encima a Suzette de un empujón cariñoso, se
levantó con un resoplido y le tendió la mano para ayudarla a
levantarse.
—Te encanta gastar dinero —levantó a Suzette y la atrajo a sus
brazos.
—No te pongas en plan campestre conmigo, Bennett. A ti
también te pirran las luces de la ciudad. No eres capaz de pasar
demasiado tiempo lejos de Chicago —alargó la mano y le acarició
un seno a Casey—. Me gustaría pensar que tengo algo que ver en
eso.
—Deberías —susurró Casey. Entonces rio y se apartó de su
amante—. Tengo que organizarme, hemos de salir por la mañana.
Le dio un palmetazo en el trasero y se encaminó al dormitorio.
El trayecto de vuelta desde Wisconsin fue largo. Mejor dicho,
largo para Casey, porque Suzette se pasó roncando todo el camino
hasta llegar a Chicago. Aparcó en el garaje subterráneo del edificio
de apartamentos de Suzette.
—Despierta, Bella Durmiente.
Suzette gimió y se desperezó.
—¿Ya hemos llegado?
—Sí, cariño. Gracias por hacerme compañía —replicó Casey,
mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad.
Suzette echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
—Vamos, Suzette. He quedado con Roger.
Bajó y sacó dos maletas del maletero. Cabeceando para sí, las
llevó al ascensor. Anda que... dos maletas para tres días.
Adormilada, Suzette se reunió con Casey en el ascensor.
—Supongo que puedes subirte las maletas sola —le dijo Casey
cuando se abrieron las puertas del ascensor. Besó a Suzette y le dio
una palmadita en la mejilla—. Te veo en el ensayo. Estúdiate la
partitura. Me gustaría escuchar un poco de sentimiento en esos
acordes.
—No vayas de chulita, Case —contestó Suzette, al tiempo que
cogía el equipaje y pulsaba el botón—. Me lo he pasado muy bien.
Hasta luego.
Agitó la mano como despedida y le lanzó un beso antes de que
se cerrara la puerta. Casey se quedó allí un momento, mirando la
puerta del ascensor, y esbozó una sonrisa avergonzada.
—Yo también te quiero.
Meneó la cabeza y se marchó. Después de dejar a Suzette en su
elegante torre de apartamentos, Casey condujo a través del tráfico
del centro de Chicago, cosa que detestaba. En cuanto había
ganado lo suficiente como compositora para cine y televisión, había
dejado su apartamento de lujo y se había mudado a una cómoda
cabaña de madera en la parte alta de Wisconsin, convertido en su
amado estado de adopción. Su casa estaba junto a un pequeño
lago y era como vivir en otro mundo en comparación con el bullicio
de su ciudad natal.
Casey sonrió al recordar su infancia en la ciudad. Su madre
estaba siempre alimentando su amor por la música y por el piano
con sus ánimos constantes. Se rio abiertamente al evocar el día en
que les había dicho a su madre y a su abuela que era lesbiana.
Tenía diecinueve años y acababa de empezar la universidad con
una beca de música...
Sentada al piano en su estudio, Casey se pasó los dedos por
la larga melena negra y se crujió los nudillos.
—Arrrgh —gritó su abuela—. No hagas eso. Eleanor, dile
que no lo haga.
Casey oyó reírse a su madre y volvió a hacerlo. A veces era
de lo más divertido sacar de quicio a su abuela. A continuación
abrió la partitura y empezó a tocar. Se sentía viva al golpear
las teclas negras y blancas con los dedos. Tocó la música que
había escrito ella misma, con una sonrisa en la mirada.
Mientras tocaba, levantó la vista y vio a su madre sonriéndole
con los ojos verdes anegados en lágrimas.
Su abuela aspiró por la nariz ruidosamente y dio un sorbo de
té.
—¿Cómo diantres vas a entrar en el Carnegie Hall si no
tocas a los clásicos? —refunfuñó.
Casey sonrió sin dejar de tocar.
—¿Quieres que pare?
—No, ya que estás, acaba —contestó su abuela, que le guiñó
el ojo a la madre de Casey.
Casey se detuvo y frunció el ceño.
—¿Qué pasa, Case? —se interesó Eleanor, acercándose al
piano.
—No sé cómo acabarla —explicó Casey.
Las dos se miraron a los ojos. Su madre ladeó la cabeza y
sonrió.
—Suena muy romántica.
—Supongo.
—¿Es para alguien en particular?
Casey se encogió de hombros.
—Puede.
Nada más oírlo, su abuela se les acercó en menos que canta
un gallo.
—¿Quién? No me lo digas. El chico Gentry... ¿cómo se
llama? —preguntó con vivo interés.
La madre de Casey no apartó los ojos de ella.
—No es él, ¿verdad, cariño?
Casey notó que se le llenaban los ojos de lágrimas como a su
madre.
—No, mamá. No es el chico Gentry.
—¿Entonces quién? —la interrogó alegremente su abuela.
Casey sabía que soñaba con una gran boda en la catedral de
San Patricio y pensó que iba a defraudarla terriblemente.
—No creo que queráis saberlo —afirmó Casey.
Rompió el contacto visual con su madre, agachó la mirada y
la posó sobre las teclas, acariciándolas con cariño, pero
Eleanor la cogió de la barbilla y le hizo mirarla a la cara.
Sonreía, llena de curiosidad.
—Yo sí quiero.
—Bueno, y yo también —se apresuró a apuntar su abuela,
que no quería quedarse al margen.
Casey tomó aire y miró de reojo la expresión expectante de
su abuela antes de decir:
—Nancy Folberg.
Su madre pestañeó y, por un momento, se la vio perpleja,
pero enseguida esbozó una sonrisa llena de curiosidad. Tragó
saliva y titubeó, como si intentara procesar la información.
Casey aguardó, con el corazón en un puño. Miró a su abuela,
que parecía completamente fuera de onda.
—¿Nancy? —repitió—. Pero es una mujer. No entien...
—Madre, por favor —la silenció la madre de Casey,
levantando una mano.
—Lo siento, mamá —aseguró Casey, que se sentía
súbitamente muy avergonzada.
—Bueno, yo diría que...
—Madre —la advirtió Eleanor. Había tanto amor en sus
ojos que Casey estuvo a punto de romper a llorar—. ¿Se trata
de alguien especial? Conozco a Nancy. Es una chica
encantadora.
—Oh, Dios mío —exclamó su abuela, y se dejó caer en la
silla más cercana—. Eleanor Casey-Bennett, no me puedo creer
que tu hija esté diciéndote esto y tú...
Ni Casey ni su madre le hicieron ningún caso.
—Sí que lo es, mamá —coincidió Casey—. No... no sé por
qué ni cómo. Lo único que sé es que me hace sentir igual que
dices que te hacía sentir papá.
Su madre asintió y su sonrisa se ensanchó.
—Entonces es especial y me alegro por ti, Case. Hablaremos
de todo esto luego. Ahora acaba su canción.
Casey frunció el ceño.
—No estoy segura de que sea para ella, sino para alguien...
—empezó a decir, aunque no terminó la frase.
Eleanor se puso detrás de ella y le cogió la larga melena
entre las manos para acariciársela. Casey cerró los ojos
mientras su madre le trenzaba perezosamente el pelo. Sabía
que para su madre no era fácil y no quería hacerle daño, pero
tenía que decirle la verdad.
—Te quiero, Case. —La besó en la coronilla y a
continuación fue hacia su abuela—. Madre, tenemos que
hablar.
La mayor de las tres se levantó y Casey le dedicó una
sonrisa.
—Te quiero, abuela.
La aludida miró a su nieta con ojos entornados.
—Te pareces a tu madre con esos ojos verdes tan zalameros
—afirmó. A continuación esbozó una sonrisa gruñona—.
Supongo que es fácil de entender lo que ven las chicas en ti.
La anciana se irguió en toda su estatura y carraspeó.
—¿Y por qué no? También te corre sangre Casey por las
venas.
Se acercó a su nieta y le tomó el rostro entre las manos.
—Supongo que ya puedo olvidarme de la boda en San
Patricio.
—Hasta que no cambien las leyes, me temo que sí —le dijo
Casey, sosteniéndole la mano—. Pero cuando llegue el
momento y... encuentre a alguien, ¿estarás allí, sea quien sea?
A su abuela se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No voy a fingir que lo entienda ni que esté de acuerdo —
dijo, aunque asintió—. Pero pobre de ti si tratas de
impedírmelo.
Casey se sonrió en el presente y se secó la lágrima que le corría
mejilla abajo. Su madre ya no estaba, pero nunca olvidaría aquel
día. Y hablando de recuerdos, Nancy Folberg no era más que uno
remoto a aquellas alturas, aunque había sido su primera experiencia.
Después de ella, Casey había tenido muchas amantes, pero ninguna
le había llegado tanto al corazón como para acabar su canción.
Se había concentrado en su carrera musical y ahora, a los
cuarenta años, Casey podía elegir qué trabajos aceptar y venir a
Chicago solo cuando tenía sesión de estudio. Normalmente le
llevaba un par de semanas y se quedaba en su apartamento de la
Torre Lake Point. El resto del tiempo estaba perdida en el bosque.
Si viviera en Los Ángeles o en Nueva York podría estar ganando
dinero a espuertas, pero prefería vivir tranquila y tener una cuenta
bancaria pequeña a vivir en la locura salvaje que era Hollywood. Su
abuela había apoyado su decisión. Tras la muerte de su madre,
había sido su abuela quien la había cuidado. Su abuela, Meredith
Casey, estaba empeñada en ver a su nieta feliz y con salud, y la
riqueza le parecía algo secundario. Si ser lesbiana la hacía feliz, su
abuela lo aceptaría, aunque fuera a regañadientes.
Sonrió al pensar en la matriarca Casey, siempre pendiente de su
vida. Sacó el teléfono móvil y marcó el número familiar.
—¡Hola, abuela!
—¿Quién es?
Casey se rio.
—Soy tu nieta favorita.
—Mmm, solo tengo una, tienes suerte. ¿Cómo estás? Sigues
viva, eso es bueno.
Casey hizo una mueca, consciente de la nota de reproche.
—Estoy bien. Lo siento, abuela. ¿Te apetece que vayamos a
cenar?
—¿Invitas tú?
—Por supuesto.
—Entonces sí, me encantaría cenar contigo. Elige tú el sitio, que
sea caro.
Casey rio de nuevo.
—Lo haré. ¿Qué te parece el Mickey’s, en Halsted? —propuso.
—No me voy a pasar la noche en ese barucho apestoso en el
que desperdiciaste tu juventud. Jamás en la vida entenderé por qué
tocabas el piano en ese sitio. Y sin cobrar siquiera...
—Recuerdo que el abuelo y tú ibais por allí de vez en cuando.
—No seas insolente. Solo por eso me vas a llevar al Charlie
Trotter’s.
Casey soltó un gemido.
—Ay, abuela, tendremos que ponernos de punta en blanco.
—No vas a morirte por ponerte un vestido de uvas a peras,
Casey Bennett. Aunque solo sea para recordar que eres una mujer.
—Sé que soy una mujer. Pregúntale a Suzette.
Se produjo un silencio sepulcral.
—Te encanta torturarme con tu lesbianismo, ¿verdad? Y ya que
has sacado el tema, ya que insistes con ese estilo de vida, ¿no
podrías buscarte una buena mujer? ¿Con un coeficiente intelectual
mayor al de un zapato?
—Venga ya, Suzette toca el chelo.
—¿Y bien? Es una idiota con talento.
Casey puso los ojos en blanco al tiempo que entraba en el
parking de su abogado.
—Estoy en el despacho de Roger.
—¿Qué has hecho?
—Nada. Te recojo a las siete. Te quiero.
—Mmm, aun así no voy a darte mi dinero. Yo también te quiero,
cielo.
Casey colgó, con una risita. Mentalmente, se preguntaba si se
habría metido en algún lío. Era su parte irlandesa, que siempre se
sentía culpable. Bajó del ascensor en el octavo piso.
—Soy Casey Bennett. Vengo a ver al picapleitos —anunció con
un guiño.
La joven secretaria se ruborizó y se rio del chiste.
—¿Es necesario que coquetees con mi secretaria? —le llegó la
voz de Roger desde el despacho.
Casey soltó una carcajada y entró.
—No, pero a veces tengo que hacerlo.
Se sentó y estiró las largas piernas. Llevaba tejanos y se distrajo
volteando las gafas de sol al tiempo que se apartaba un grueso
mechón de pelo de la frente.
—¿Y bien? ¿Me ha demandado alguien, Roger?
—Te veo seria —comentó Roger. Luego farfulló—. Si es que
Casey Bennett puede ponerse seria.
—Lo he oído —protestó ella, agitando el dedo en su dirección
—. Pareces mi abuela.
—Espero que Meredith siga bien —deseó Roger, mientras abría
un sobre de manila—. Y no tengo ni idea de si te han demandado.
Debes de sentirte culpable por algo. —Ignoró la risa de Casey y
continuó—: La carta introductoria dice que eres parte del
testamento de alguien. Una tal Julie Bridges —anunció, mirándola
por encima de las gafas.
Casey dejó de jugar con las gafas de sol de golpe y arrugó el
ceño. Entonces se echó hacia delante en la silla y cogió la carta que
le tendía Roger.
—Entiendo, pues, que la conocías.
—¿Conocerla? Sí, la conocía —repuso Casey lentamente,
tragando saliva con dificultad.
El corazón le latía en las sienes al abrir cuidadosamente la carta.
Querida Case:
Han pasado cinco años, ¿verdad? Siento tener que escribirte así,
pero no hay otra manera.
¿Resumiendo? Me han diagnosticado un cáncer de huesos y para
cuando leas esto, bueno... Parece algo sacado de una película de esas
para las que compones.
En fin, tengo un gran problema. La última vez que hablamos te conté
que había conocido a una mujer maravillosa y que me enamoré de ella,
¿te acuerdas? Liz Kennedy. Bueno, ella también se enamoró de mí,
quién iba a pensarlo, y formamos una familia. Ya sabes cuánto quería
tener una.
¿Sabes?, tenías razón cuando hace años me dijiste que no estaba
preparada para tener una familia. Me dijiste que estaba enamorada de
la idea de una familia, pero que nunca podría asumir la
responsabilidad. Tenías razón.
Liz también quería una familia y es una madre fantástica. Tenemos
una hija, Skye, que es una niña maravillosa, aunque no me conoce
demasiado. Todavía trabajo en la compañía aérea y paso fuera la
mayor parte del tiempo. Es algo que lamentaré siempre. Me he perdido
muchas cosas de Skye. Ahora ya nunca podré recuperar ese tiempo.
La he jodido en todo. Liz se esforzó mucho en crear una vida para
nosotras y yo no lo vi venir. Tengo miedo de haberla dejado sola, con
una hija y otra en camino. Sale de cuentas en diciembre.
Por favor, por favor ayúdala. Sabe quién eres. Solo necesita a
alguien que la ayude hasta que nazca el bebé y pueda salir adelante.
Creo que eres la única persona que me queda a la que no he
cabreado. Incluso Liz ha estado a punto de dejarme unas cuantas
veces.
Una vez me quisiste. Sé que es injusto usar eso y que no tengo
derecho a pedírtelo y que tú no me debes nada. Pero te suplico que
cuides de ellas por mí. No tengo a nadie más, Casey.

Julie

Casey se había quedado atónita y Roger rodeó la mesa y se sentó


en el borde.
—Casey, como abogado tuyo, ¿me permites? —le pidió con
amabilidad.
Ella le pasó la carta, como en trance, y Roger la leyó y la releyó.
Levantó la vista para mirar a Casey, pero esta tenía los ojos
pegados al suelo y el ceño fruncido.
—Bueno —empezó, doblando la carta—. ¿Qué vas a hacer?
Casey le lanzó una mirada incendiaria a su abogado y amigo.
—¿Hacer? —aulló, se levantó y empezó a pasear arriba y abajo
—. No voy a hacer nada. Julie me dejó hace cinco años, porque
quería tener hijos. Pues ya has leído la carta... yo tenía razón. La
jodió y ahora tiene a una mujer, a una hija y a otra a punto de nacer
de un momento a otro. ¡Joder!
Roger hizo una mueca, pero no interrumpió su diatriba hasta que
terminó.
—Casey —dijo entonces. Ella lo fulminó con la mirada y Roger
inspiró hondo y expiró despacio—. No te había visto tan furiosa
desde... bueno, desde aquel incidente en el Orchestra Hall. El
violinista se pasó una semana llorando —comentó, con una ligera
sonrisa—. Te pasaste un poco con el pobre Donald.
Por un instante, Casey se relajó y sonrió un poco. Sí que había
hecho llorar al pobre tipo: era un violinista terrible. No obstante,
enseguida volvió a dominarla el enfado.
—¡Joder! —rugió—. ¡Y ahora va y se muere!
Se desplomó sobre la silla y hundió el rostro entre las manos.
—Claramente sabía que podía contar contigo.
Casey soltó un bufido.
—Pues se equivocaba. ¿Qué sé yo de críos? Mira la vida que
llevo —enunció lentamente, como si se lo explicara.
Roger se rio de su sarcasmo.
—Estoy soltera y me gusta ser soltera. Sí, soy lesbiana y me
gusta tener la libertad de tener relaciones íntimas sin que la segunda
cita implique irnos a vivir juntas. Vivo en el bosque, al lado de un
lago. ¿Y sabes por qué vivo en el bosque, al lado de un lago?
—Sin ánimo de plagiar el título de la película, pero... ¿para estar
«lejos del mundanal ruido»? —respondió Roger, complaciente.
—Sí, exactamente.
—Está embarazada y no tiene adónde ir.
Casey se puso en pie y frunció el ceño, confusa.
—¿Cómo sabes que no tiene adónde ir?
Roger volvió a dar la vuelta al escritorio, recuperó la carta
introductoria y se la pasó. Casey la leyó en alto.
—Querido Sr. Bla bla, ese eres tú. Soy el Sr. Harris, ese es él...
—leyó la carta en diagonal hasta localizar el párrafo que buscaba.
Lo leyó y hundió los hombros—. Joder, sin dinero, sin casa. Hay
que joderse —volvió a dejarse caer en la silla—. No.
—Casey —insistió Roger—. Está casi en el tercer trimestre.
—Pues cuando se gradúe le daré una fiesta.
—Quiere decir que tendrá a la niña en diciembre —espetó él.
Casey parpadeó.
—Oh —musitó estúpidamente. Luego se echó las manos a la
cabeza—. ¿Lo ves? No sé nada sobre embarazos ni sobre bebés
—exclamó en tono teatral.
Al principio, Roger no dijo nada, pero le lanzó la clase de mirada
paternal que Casey adoraba en él. Subyugada, se sentó de nuevo.
—Casey Eleanor Bennett.
—Ya empezamos.
—Te conozco desde que... bueno, desde que eras muy joven.
Has vivido toda la vida como te ha dado la gana. Eres una persona
segura de ti misma, has salido del armario y no te importa quién lo
sepa. Tienes talento, eres guapa...
—De momento me gusta, pero me da la impresión de que de un
momento a otro viene el jarro de agua fría y me va a calar hasta la
rabadilla —refunfuñó, frotándose las sienes.
—Te he visto hacer cosas maravillosas con tu música. Te he
visto ayudar a todos esos niños cuando creías que nadie lo sabía.
Pero a veces eres la mocosa más arrogante, tozuda, hedonista y
caprichosa que he conocido nunca —afirmó. Casey lo dejó
proseguir, con la ceja levantada—. Necesitas a esa mujer. La
necesitas muchísimo, porque un día de estos, Casey Bennett, te
despertarás y te encontrarás completamente sola. Ya vas por ese
camino.
—Solo tengo cuarenta años —replicó ella, en su tono más
razonable.
—Renuncio —él dejó el bolígrafo sobre la mesa—. Si no te das
cuenta de lo importante que es esto...
Casey hizo una mueca y respiró hondo.
—Muy bien, dame su número.
—Ya... llamé a su abogado anoche. La ha montado en el
autobús de la mañana. Llega a la estación Greyhound de
Rhinelander dentro de dos días. Yo le ofrecí un billete de avión,
pero al parecer la señora Kennedy es orgullosa. Esto tampoco es
fácil para ella, Casey —le sonrió dolorosamente.
Ella le dedicó una mirada asesina y se inclinó sobre el escritorio.
—Casey, estás haciendo algo genial. Lo... lo sabes —aseguró
Roger, que se echó hacia atrás—. No dejes que tu legendaria mala
leche te pierda.
Casey esbozó una sonrisa lobuna.
—Sí, y no me arrepiento de tirar el atril de aquel músico por la
ventana. Y tuvo suerte de no ir detrás.
Roger sonrió levemente y se ocultó tras la protección que le
ofrecían las gafas. Casey se quedó quieta y tomó aire, emanando
indignación. Se puso las gafas de sol y estiró el cuello a lado y lado.
Las cervicales le crujieron al alinearse, y Roger reprimió una mueca.
—Te... te iría bien un masaje —ofreció, sonriente. Casey le
devolvió una mirada incendiaria—. Si necesitas cualquier cosa,
llámame a mí o a Trish. Ella ha cuidado de mis dos hijos. —Ante la
mirada de extrañeza de Casey, hizo un gesto distraído con la mano
—. Ya sabes a qué me refiero.
—Que tengas un buen día, Roger. Ten por seguro que te llamaré
—dijo entre dientes, y salió del despacho como un vendaval,
dejando la puerta abierta.
Su secretaria asomó la cabeza al interior del despacho.
—¿Betty? Necesito una copa.

Casey se hizo unos largos en la piscina de su gimnasio.


«Joder, ¿niñas? ¿Una madre? ¿Qué se supone que tengo que
hacer con ellas?»
Se detuvo a los veinte minutos, sin aliento, y se puso de pie en la
parte menos profunda de la piscina. Se arrancó las gafas de
natación y las lanzó al otro lado de la piscina con enfado. Algunas
cabezas se volvieron para mirarla cuando salía del agua de un salto
fluido e iba a coger la toalla.
Ni siquiera la sauna la ayudó. Allí dentro, sentada desnuda con
solo una sábana cubriendo parte de su esbelto cuerpo, respiró
hondo y recordó a Julie Bridges.
Estuvieron juntas casi cuatro años y Casey se sentía satisfecha y
feliz. Julie era piloto y pasaba mucho tiempo fuera. Seguramente
por eso Casey se sentía satisfecha y feliz. Aun así, quería a Julie
más de lo que había querido a nadie, y eso era mucho decir para
Casey Bennett. Hasta que, un buen día, Julie dejó caer la bomba:
hijos. Casey trató de entenderla, pero sencillamente aquello no le
iba. Un niño debía tener a una madre y a un padre, o al menos a
una pareja casada, ya fuera gay o hetero. Pero Julie quería hijos y
por esa razón abandonó a Casey. De eso hacía cinco años y desde
entonces Casey había vuelto a su rutina de amantes esporádicas,
buen sexo y ningún compromiso a largo plazo.
«Muy bien, ayudaré a la Liz Kennedy esa y a su familia. Las
dejaré quedarse en la cabaña y yo me quedaré en la ciudad.
Mierda, odio la ciudad.»
Entonces se le ocurrió que a lo mejor a Liz le gustaba más el
apartamento. Pero no, ¿una niña pequeña en un décimo piso? Eran
ganas de asegurarse un viaje a urgencias. Casi se imaginaba a la
renacuaja colgando del balcón...
—Mierda —maldijo, y fue a meterse en la ducha.
Capítulo 3

Meredith Casey se miró en el espejo y se tocó el pelo plateado de


las sienes.
—No está mal para tener setenta y nueve —le susurró a su
reflejo—. Y para haber tenido una hija a los dieciocho y una nieta a
los treinta y nueve.
Le echó un vistazo al reloj que había sobre la repisa de la
chimenea. Eran exactamente las 19.15. Dio un sorbo de Martini y
meneó la cabeza.
—Niña idiota... Como me llame con alguna excusa barata... —
En ese momento sonó el timbre de la puerta y Meredith exclamó—:
¡Está abierta!
Casey entró con gesto ceñudo.
—Por amor de Dios, abuela. Tienes que cerrar la puerta.
—Vivo en un buen vecindario. Además, tengo una pistola —rio.
Se dio cuenta de que su nieta ni siquiera sonreía, sino que se fue
a la sala de estar y se dejó caer en el sofá.
—¿Qué pasa? —le preguntó—. Has hecho algo malo, ¿verdad?
—No, no he hecho nada malo —replicó Casey, y observó la
copa de Martini—. ¿Hay para mí?
—Hay para cuatro más —aseguró su abuela—. Y por la cara
que traes, los necesitas.
Casey fue al mueble-bar, se sirvió un Martini y le añadió varias
olivas. Meredith no abrió la boca y se limitó a estudiar
detenidamente a su nieta, que tomó asiento de nuevo en el sofá, dio
un largo sorbo de Martini y dejó escapar un profundo suspiro.
—Me parece que vamos a cenar en casa —afirmó Meredith en
tono neutro—. No te veo de humor para el Charlie Trotter’s.
Se quitó los zapatos, cogió su copa y echó a andar pasillo abajo.
—Ven conmigo —la llamó por encima del hombro—. Y trae la
coctelera.
—No es necesario que hagas la cena —se apresuró a asegurar
Casey, mientras la seguía con la coctelera en la mano.
—No la voy a hacer yo, sino tú —le dijo Meredith, sentándose a
la mesa de la cocina—. María acaba de ir a comprar, así que la
nevera está llena. Tú misma —la animó.
Dicho lo cual, alzó la copa y dio un trago.
—Abuela, no sé cocinar.
—¿Aún no has aprendido? ¿Cómo diantres vas a encontrar
pareja si no sabes poner agua a hervir? Siéntate —ordenó.
Casey se sentó y dio un trago de Martini. Mientras tanto,
Meredith se levantó y fue a hurgar en la nevera.
—¿Qué te apetece? —preguntó, asomando la cabeza un
segundo desde el interior de la nevera.
—¿Un buen chuletón?
—Algo ligero e italiano. Y ahora cuéntame qué te pasa.
Casey gimió mientras Meredith empezaba a sacar los
ingredientes para preparar una ensalada de primero.
—Me llamó Roger.
—Eso ya lo sé. ¿Qué quería? —inquirió, al tiempo que dejaba
sobre la mesa la carne, las olivas, el tomate y el queso—. Corta el
queso.
—Muy graciosa —farfulló Casey, aceptando el cuchillo—.
Parece ser que mi pasado ha vuelto para atormentarme.
—¿En qué sentido? —quiso saber Meredith—. ¿No me digas
que has dejado embarazada a alguien? —apuntó, parpadeando con
una dulce sonrisa de inocencia.
Casey la fulminó con la mirada.
—¿Podemos dejar el numerito Hermanos Marx un segundo? Se
ve que una ex mía acaba de morir.
—Oh, cariño. Lo siento —dijo enseguida Meredith, que se
volvió y dejó el aceite de oliva y el pan en la mesa.
—No pasa nada, hacía cinco años que no veía a Julie. Nosotras
no... no estábamos hechas la una para la otra. Ella quería tener
niños.
—¿Y tú no? —preguntó su abuela—. Creía que te gustaban los
niños.
—Y me gustan, pero Julie no estaba preparada para asumir esa
responsabilidad y en aquel momento yo tampoco lo estaba. Para
ella fue motivo de ruptura, pero yo no me veía trayendo a un niño al
mundo en las condiciones en las que estábamos Julie y yo.
Meredith dispuso la ensalada y la aliñó con el aceite.
—¿Qué condiciones eran esas?
Casey dio un nuevo sorbo de Martini y rumió la respuesta
mientras Meredith aguardaba y cortaba rebanadas de pan.
—Yo estaba siempre yendo y viniendo de Chicago a Los
Ángeles. Julie era piloto, o copiloto en aquel entonces, y se pasaba
la vida volando a todas partes. Vivía en Colorado, pero yo cogía un
avión para ir a verla cuando hacía escala donde fuera. Teníamos un
estilo de vida muy bohemio.
Meredith asintió, comprensiva, y Casey levantó la mirada, algo
azorada.
—Ya sé que no apruebas mi estilo de vida, pero no voy a pedir
perdón.
—Casey, hace muchos años, el día que estábamos en la sala de
estar con tu madre, te dije que no iba a pretender entender que
fueras lesbiana, pero en este tiempo te he visto crecer y convertirte
en una mujer madura, bondadosa y con talento. La verdad es que
me cuesta encontrar alguna razón para criticar cómo eres —afirmó,
al tiempo que le pasaba a su nieta un plato de ensalada—. Y en lo
que respecta a llevar un estilo de vida bohemio, deja que te cuente
algo: tu abuelo y yo no fuimos siempre viejos y aburridos.
Casey levantó la mirada, con la boca llena.
—¿Qué quieres decir?
Meredith hizo una mueca burlona, se sentó relajadamente con su
copa en la mano y masticó una oliva con una sonrisa de oreja a
oreja.
—Nosotros también éramos bastante bohemios cuando éramos
jóvenes.
Casey ladeó la cabeza y le lanzó una mirada juguetona a su
abuela.
—Venga, desembucha.
Meredith se echó a reír.
—Conocí a tu abuelo a los dieciséis años. Él tenía diecinueve e
iba a la universidad.
A Casey casi se le salieron los ojos de las órbitas, pero Meredith
asintió.
—Sí, me enamoré del memo de George Casey y ya nunca miré
atrás. Acabé el colegio y me casé con él con diecisiete años y tuve
a tu madre un año después. Viajamos por todo el país con su grupo
de música. Sabes que tu abuelo era músico, ¿verdad? Tocaba el
clarinete —suspiró, y dio un mordisco de queso—. Diantres, eso es
lo que me conquistó.
—¿El qué?
—El clarinete. En cuanto empezó a tocar, estuve perdida. Lo
tocaba como si fuera un amante y me daba unas serenatas que
hacían que me temblaran las rodillas —rio Meredith, y se comió
otra oliva—. Era un demonio.
Casey rio a coro.
—Solo le recuerdo como profesor de música. ¿Por qué no me lo
habías contado? ¿Y por qué siempre quisiste que yo fuera a una
universidad privada?
—Supongo que quería que tuvieras más de lo que habíamos
tenido tu madre y yo. Tenías mucho talento. Te lo vimos ya de muy
pequeña.
Casey alargó el brazo y le cogió la mano.
—Tengo todo lo que quiero, abuela. Soy feliz y me siento
satisfecha, sin haber vendido mi alma por un fajo de billetes —
aseguró. Entonces se apoyó en el respaldo de la silla y frunció el
ceño—. Creía que era feliz cuando estaba con Julie, pero me cogió
a contrapié con lo de tener hijos... No sé. Se me dispararon todas
las alarmas y tuve que tomar una decisión.
Las dos se quedaron en silencio unos segundos, hasta que
Meredith volvió a hablar.
—¿Qué tiene que ver Roger con todo esto?
Como si despertara de un sueño, Casey miró a su abuela y
parpadeó.
—Julie tenía cáncer de huesos y murió hace dos semanas. Ha
dejado atrás a una familia sin recursos y me ha pedido ayuda.
—Guau.
—Sí, guau.
Meredith estudió a su única nieta con atención.
—¿Cómo de grande es esa familia?
—Una niña y otra en camino, según parece —contestó Casey,
que se sirvió otro Martini y le puso varias olivas para enfatizar la
gravedad de la situación.
—¿Qué vas a hacer?
Casey respiró hondo antes de responder.
—Voy a dejar que esa tal Liz Kennedy se quede en la cabaña.
Está haciendo no sé qué de un trimestre y tiene que parir en
diciembre.
Meredith arrugó las cejas y a continuación estalló en carcajadas.
—¿No sé qué de un trimestre?
Casey se puso roja y se pasó los dedos por el pelo.
—¿Te das cuenta de lo absurdo que es esto? ¿Qué mierdas sé
yo de críos?
—Para empezar —le dijo su abuela—, cuando Liz Kennedy
llegue con su familia a Wisconsin tendrás que dejar de decir
palabrotas.
—Estará allí en un par de días, a última hora de la tarde.
—¿Y ella está de acuerdo con todo esto? ¿Con viajar
embarazada y con una niña pequeña?
—Bueno, supongo que está acostumbrada a que se ocupen de
ella. Pero si cree que me va a tener comiendo de su mano porque
se ha quedado preñada, va lista.
Meredith enarcó una ceja ante el arrebato de su nieta, que se
sentó con los brazos cruzados como una niña enfadada.
—No la juzgues tan deprisa, Casey. No sabes cómo han ido las
cosas.
—Sé cómo han ido las cosas —gruñó esta—. Ha pasado
exactamente lo que yo evité: dos mujeres irresponsables se han
puesto a tener hijos. Pero resulta que una se muere y deja un lío de
narices para que lo limpien otros.
—Estás siendo muy cruel, Casey Bennett.
—Es posible, pero tengo toda la razón del mundo.
Meredith detectó la amargura en la voz de su nieta y no pudo
menos que preguntarse cómo sería aquella Liz Kennedy. De todas
maneras, fuera como fuera seguro que representaba una mejora en
comparación con la chelista.
Capítulo 4

—¿Estás segura de que quieres hacer esto, Liz? —insistió Elaine,


aceptando la copa de vino que le acercaba su amiga al sofá.
—Tengo que hacerlo, Elaine. Joanne dijo que tenía un amigo que
me alquilaría el apartamento amueblado. Espero volver cuando
nazca el bebé y pueda buscar trabajo otra vez —repuso Liz. Echó
un vistazo alrededor y suspiró—. Aunque Julie pasaba fuera la
mayor parte del tiempo, este sitio me trae muchos recuerdos.
Y sin embargo, la imagen que le vino a la cabeza fue la de
noches interminables, sola en la cama.
—¿Por qué no me dejas ayudarte? —pidió Elaine—. Puedo
ayudarte con...
Liz negó con la cabeza.
—No, por favor. Tú tienes mucho trabajo en el hospital y una
familia y facturas propias que pagar. Ya bastante haces con
guardarme las cosas —aseguró Liz. Se sentó en el sofá y dejó
escapar un suspiro cansado, al tiempo que le daba a Elaine una
palmadita en la rodilla—. Le he dado muchas vueltas desde que fui
a ver al abogado de Julie y ya no puedo pensarlo más. No tengo
trabajo y no tengo dinero para pagar la casa. Skye necesita
estabilidad y, antes de que te des cuenta, esta otra pequeñaja estará
aquí —dijo, pasándose la mano por la barriga.
—Lo entiendo. Si esa mujer conocía a Julie puede que las cosas
funcionen. Es muy generoso por su parte ofrecerse a ayudar.
—Me siento como un acto de caridad. Gracias a Dios, el
sobrino del abogado de Julie me ha comprado el coche, porque
necesitaba ese dinero.
Elaine alzó la copa.
—Bueno, cielo. Si necesitas cualquier cosa, ya sabes que estoy
aquí para lo que quieras. Por Wisconsin y por los nuevos
comienzos.
Liz le sonrió y brindó con el vaso de té helado.
—Esperemos.

Al llegar a Wisconsin, Liz cogió a Skye de la mano para bajar del


autobús. La espalda le dolía horrores y dejó escapar un bufido. El
sol tórrido de agosto caía a plomo sobre sus cabezas.
—Mamá, calor —protestó Skye, frotándose los ojos.
—Lo sé, cariño. Ahora vendrá una persona a buscarnos —la
tranquilizó con una palmadita en la cabeza.
El conductor del autobús la ayudó a bajar las bolsas y la
acompañó a la terminal. Cuando dejó las bolsas en el suelo, Liz se
sintió fatal, porque solo llevaba un billete de diez dólares, nada más
pequeño, y no podía dárselo todo.
—No se preocupe, señora —le dijo él con un guiño.
Le hizo un gesto de despedida con el sombrero y se marchó. Liz
se sentó en un banco y Skye se subió a su lado.
—Skye cansada —refunfuñó la pequeña, con las mejillas
enrojecidas por el calor.
—¿Señora Kennedy? —llamó una voz de mujer.
Liz levantó la vista y se quedó de piedra al ver a la
despampanante mujer que se había plantado delante de ella. Era
alta, de piel bronceada... y tenía el ceño fruncido. Debía de ser
Casey Bennett.
—Sí. ¿Señora Bennett?
Casey asintió.
—Deje... deje que la ayude. Así podremos salir de este calor
infernal —le dijo.
Entonces miró a Skye y Liz tuvo que disimular una sonrisa
cuando su hija le devolvió la mirada y le arrancó una mueca.
—Hola —la saludó Skye con una risita.
Liz desvió la mirada y reprimió una carcajada cuando el ceño de
Casey se acentuó aún más.
—Hola —le devolvió el saludo Casey en tono seco, y les cogió
las bolsas.
Liz se quedó muy sorprendida de que pudiera con las tres,
incluida la bolsa de los pañales.
—Yo puedo llevar una —se ofreció Liz.
Casey le miró la barriga.
—Esto... seguramente no debería usted levantar peso... —Casi
sonaba a pregunta, y Liz levantó una ceja ante la expresión confusa
de Casey. A punto estuvo de no oír lo siguiente—. Ni viajar en
autobús. ¿Por qué no aceptó los billetes de avión? —le preguntó,
ceñuda.
Casi sin esperar respuesta, se dio media vuelta y se dirigió a la
puerta de la terminal.
—¡Mamá dice no! —saltó Skye, con los brazos en jarras.
Liz abrió mucho los ojos, horrorizada, y miró a su hija, que
parecía clavadita a Shirley Temple. Casey las miró a las dos con las
cejas levantadas y le dedicó a Liz una sonrisa burlona. Liz se había
puesto como un tomate al recordar cómo se había empecinado en
no aceptar de aquella mujer más de lo estrictamente necesario.
Bastante duro le había resultado ya abandonar Nuevo México.
—Bueno, pues lo que diga mamá —refunfuñó Casey, y volvió a
echar a andar hacia la puerta.
Liz compuso una expresión desdeñosa, cogió a su hija de la
mano y trató de seguirle el ritmo, orgullosa, si bien al cabo de dos o
tres zancadas tuvo que rendirse y resignarse a seguirla.
—¿No tiene sillita para el coche? —preguntó Liz al llegar al
vehículo.
Casey cargó el maletero del reluciente Lexus y lo cerró de golpe.
—No, lo siento. Es un camino muy corto.
—La multarán —la advirtió Liz.
Casey puso los ojos en blanco y se colocó las gafas de sol.

La multaron. El agente de tráfico se quitó las gafas de sol y estudió


el interior del coche.
—Lo siento, es la ley.
Casey le lanzó una mirada furibunda.
—Soy perfectamente consciente de lo que dice la ley, agente.
Como ya le he explicado, no he tenido tiempo de comprar una.
—Bien, pues compre una. Si quiere apelar a la multa, la fecha de
la vista está en el dorso.
Casey evitó mirar a Liz, que estaba sonriendo de oreja a oreja, y
miró la multa.
—¿Doscientos cincuenta pavos? ¿Están ustedes tarumba?
—¿Le parece demasiado por la vida de una niña? —replicó él,
con una mueca irónica.
Casey abrió la boca, pero entonces la volvió a cerrar y se puso
las gafas otra vez.
—Que pasen un buen día —se despidió el policía antes de
alejarse.
El resto del trayecto transcurrió en silencio. Demasiado silencio.
—Mamá, mareo... —anunció Skye.
Casey se volvió.
—Oh, no, nena. En mi Lexus nuevo no —gruñó, y pisó el
acelerador.
—Señora Bennett, ¿quiere que le pongan otra multa? —
preguntó Liz, con una nota de ansiedad en la voz.
Casey tomó el camino de entrada a su cabaña. Al estar en medio
del bosque, la temperatura había disminuido considerablemente. Liz
estaba agotada y Skye dormía a pierna suelta, bocabajo sobre el
regazo de su madre. Esta sonrió al ver aparecer el lago y percibió la
mirada de Casey puesta en ella mientras lo contemplaba. Nerviosa,
se colocó un mechón de pelo caoba detrás de la oreja.
—¿Esto es suyo? —se interesó, cuando la cabaña de madera
quedó a la vista.
Casey dejó escapar un gruñido de afirmación.
—Voy a por el equipaje. Diría que el hobbit está reventado.
Liz encajó el sobrenombre de Skye con cierta animosidad, pero
no dijo nada. Eso sí, cuando Casey estaba abriendo el maletero, a
Liz se le escapó un gemido y se dio cuenta de que no podía
moverse.
—¿Señora Bennett?
Casey dio la vuelta y le abrió la puerta del asiento del
acompañante; Liz la miró a los verdes ojos.
—¿Podría cogerla, por favor? No puedo salir con ella encima.
Casey frunció el ceño y dio un paso atrás, como si le hubieran
pedido que se pusiera delante de un tren en marcha.
—No es una granada de mano —prometió Liz.
«Por amor de Dios. ¿Y Julie quería tener hijos con esta mujer?»
Casey rezongó y cogió a Skye en brazos. La niña se le agarró
del cuello de inmediato y le apoyó la cabecita caliente en el
hombro. Casey tragó saliva; se diría que estaba sosteniendo una
bomba de relojería en lugar de a una niña. Liz empezó a salir del
coche a duras penas y Casey le ofreció una mano.
—Gracias. Empiezo a sentirme como una tortuga panza arriba.
Y con eso llegó a ver sonreír a Casey mientras la ayudaba
amablemente. Su fuerza volvió a dejarla pasmada. Ya en pie, gimió,
se desperezó y alargó los brazos para coger a su hija.
—Gracias, ya la cojo yo.
No obstante, cuando intentó separarla de Casey, Skye dejó
escapar un quejido en sueños y se aferró del cuello de la mujer.
—Bueno, señora Bennett. Diría que ha hecho una amiga —
comentó Liz.
Casey gruñó otra vez.
—Ya volveré a por el equipaje —concluyó esta, emprendiendo
el camino hacia la parte delantera de la cabaña con la bolsa de los
pañales.
—Es espectacular —opinó Liz, en referencia a la casa.
—A mí me gusta —coincidió Casey, al tiempo que abría la
puerta y equilibraba a Skye en brazos como podía, ya que la niña
seguía sin soltarla.
Al entrar, Liz lo miró todo, maravillada. La sala principal era
enorme, sin tabiques. Una chimenea ocupaba gran parte de una
pared y cerca de ella había un piano de cola de color negro. Frente
al hogar estaba colocado un confortable sofá y dos butacas
mullidas cerraban el conjunto. El comedor estaba detrás de la sala
de estar, sin separaciones entre las áreas ni tampoco con la cocina,
que estaba delimitada únicamente por el mármol a modo de barra
americana. Era todo muy espacioso y ventilado. El techo de vigas
parecía una catedral y hacía que la cabaña pareciera más grande de
lo que era.
—Esto... solo hay un dormitorio. En la otra habitación trabajo y
en el loft todavía no hay camas. Así que usted y la pitufa pueden
quedarse en el dormitorio. Dejaré sitio para su ropa y pueden usar
la cómoda pequeña. Diría que habrá bastante espacio en los
cajones.
—Pero no, por favor...
—No discuta, señora Kennedy. Va a tener un bebé y tiene que
dormir cómoda. A mí ya me vale el sofá.
En ese momento se despertó Skye, eructó y seguidamente le
vomitó encima a Casey, que apartó a la niña bruscamente.
—Mamá, mareooo —gimoteó Skye, y empezó a llorar.
Casey le pasó la joyita a su madre y espetó:
—Ale, «mamá».
Liz se mordió el labio para no reírse mientras cogía a su hija.
—El baño está al final del pasillo —informó Casey, que se sacó
la camiseta de los tejanos y se dirigió a la cocina sin dejar de
farfullar.
—Skye, mi niña, como primera impresión no ha sido la mejor
que podíamos dar —suspiró Liz, encaminándose al baño con la
bolsa de pañales en la mano.
Tras acostar a Skye para que hiciera la siesta, Liz la rodeó de
cojines para que no rodara y se cayera de la enorme cama de
Casey. Solo les faltaría eso, pensaba, mientras estudiaba el
dormitorio de su anfitriona con las cejas arqueadas. Realmente era
una cama muy grande. Estaba decorada con estilo, con un tema
tirando a rústico del sudoeste. El malva pálido y los tonos tierra
realzaban la tonalidad de los troncos. La habitación olía a pino y a
perfume; Liz cerró los ojos, aspiró un poco y sonrió.
—¿Está todo bien?
Liz dio un salto al encontrarse a Casey de pie, mirándola.
Todavía estaba limpiándose la camisa.
—Lo siento...
Casey negó con la cabeza.
—No se preocupe. Es una fragancia interesante.
Pasó por delante de Liz, abrió un cajón de la cómoda y se quitó
la camiseta allí mismo. Liz parpadeó, pero no apartó la mirada de
Casey, en sujetador de deporte blanco, hasta que encontró una
camiseta limpia y se la metió por la cabeza.
—En esta puede devolver todo lo que quiera. Es de una ex —
sonrió Casey, y se marchó.
Liz se había quedado de piedra ante el hecho de que Casey no
hubiera tenido reparo alguno en quitarse la ropa delante de ella.
«A lo mejor como estoy embarazada se cree que no...»
Liz respiró hondo y se miró los pies, aún visibles, mientras
pensaba en el tonificado cuerpo de Casey Bennett.
—Es atractiva —rezongó.
Sacó el móvil y llamó a Elaine. Con todo lo que había pasado, se
había olvidado de llamarla y sonrió al oír la voz familiar al auricular.
—Bueno, estáis vivas.
Liz se rio.
—Sí, sanas y salvas.
—¿Y bien? —Elaine fue al grano—. ¿Cómo es ella?
—Es demasiado pronto para responder. Está siendo muy
generosa, aunque estoy convencida de que preferiría no tener que
hacerlo. ¿Y quién iba a culparla?
—Mmm, cierto. —Se hizo el silencio un momento—. ¿Y qué
aspecto tiene?
Liz percibió la curiosidad en la voz de su amiga y sonrió.
—Es muy atractiva. Alta, pelo negro, ojos verdes. Y arrogante.
¿Qué te parece?
Elaine se echó a reír.
—Ay, mierda. Me llaman. Hoy estamos de pacientes hasta
donde tú ya sabes. Oye, cuídate y dale un beso a Skye de mi parte.
Llámame, ¿vale? Te quiero.
—Yo también te quiero, Elaine —se despidió Liz, antes de
colgar.
Ya echaba de menos Nuevo México. «En fin», se dijo. Echó un
último vistazo a la dormida Skye y salió del dormitorio.
—Estoy aquí —la llamó Casey.
Liz vio que había preparado té helado.
—He pensado que podríamos sentarnos fuera. Hace un poco
más de fresco.
—Gracias.
Se sentaron en el porche y no hablaron demasiado durante un
rato. Al final, Liz miró a Casey de reojo mientras esta contemplaba
el lago.
—Le... le agradezco mucho que nos ayude. Solo es que...
bueno, nosotras no...
—Señora Kennedy, conocía a Julie, así que no tiene que
explicarme nada.
Liz se enfadó por el tonillo irónico de la otra mujer.
—¿Y eso qué significa exactamente?
Casey escrutó el rostro de Liz y luego paseó la mirada sobre su
cuerpo. Una vez más, Liz sintió que la invadía una oleada de
indignación cuando Casey se encogió de hombros.
—Nada, sencillamente que conocí a Julie durante cuatro años.
—Mire, sé que salió con Julie antes de que saliera conmigo. Soy
perfectamente consciente de ello. Sin embargo, señora Bennett, si
queremos que esto funcione, lo mejor es que no removamos el
pasado —afirmó Liz, dejando el vaso sobre la mesa—. Vamos a
dejarlo estar.
—No podría estar más de acuerdo, señora Kennedy. Accedí a
ayudarla a usted y a su familia hasta que naciera el bebé y...
—Si cree por un momento que me gusta esta situación o que me
resulta fácil, está muy equivocada.
Casey inspiró hondo y expiró lentamente.
—No quiero discutir con usted y menos en su estado.
Olvidémoslo, ¿le parece? —concluyó, dio un buen trago y se volvió
de nuevo hacia el lago.
—Muy buena idea.
Liz maldijo las lágrimas que le atoraban la garganta. Tenía las
hormonas disparadas y lo odiaba, así que, cuando se dio cuenta de
que el llanto estaba a punto de ganarle la batalla, se levantó de
golpe y se dirigió, trastabillante, a la mecedora.
—¿Se encuentra bien? —se interesó Casey, acudiendo a su
lado.
Liz notó que la cogía del brazo con su fuerte mano para ayudarla
a mantener el equilibrio.
—Estoy bien —mintió, mientras se secaba las lágrimas de las
mejillas.
—¿Se ha hecho daño?
—No, no me he hecho daño —saltó Liz, y se soltó el brazo
bruscamente, porque lo último que quería era perder el control
delante de aquella mujer.
—Vale, vale —cedió Casey, dando un incómodo paso atrás.
—Creo que voy a ir a tumbarme un rato con Skye. Estoy un
poco cansada —anunció Liz, que realmente sonaba exhausta.
—Va...vale. Muy bien.
Al levantar la vista, Liz se dio cuenta de que Casey no sabía
cómo reaccionar.
—Lo siento, son las hormonas.
Casey esbozó una sonrisa leve.
—Será mejor que duerma un poco. Luego haré... bueno, no sé
lo que tendré por ahí para hacer la cena —comentó, al tiempo que
se ponía en pie—. Normalmente no cocino.
Liz asintió y se dirigió a la puerta mosquitera; Casey se adelantó
y se la abrió. Por un momento, las dos estuvieron muy cerca la una
de la otra, pero Casey se apartó enseguida y pegó los ojos a la
barriga de Liz.
—No se preocupe, señora Bennett. No voy a explotar —
aseguró antes de entrar—. Todavía —amenazó por encima del
hombro.
Liz se tumbó en la cama al lado de Skye y oyó a Casey tocar el
piano desde la sala de estar. Era buena, se dijo Liz. Luego soltó un
resoplido. Típico: era una buscona chulita y arrogante que sabía
tocar el piano. Se quedó dormida oyendo la hermosa melodía, con
una sensación de satisfacción y seguridad por primera vez desde
hacía años.
Se despertó con un sobresalto y, por un instante, se sintió
desorientada. Skye seguía dormida como un tronco, bocabajo
encima de ella. Unos segundos después, Liz recordó dónde estaba
y por qué. Echada en la cama, echó un vistazo al dormitorio de
Casey Bennett. El reloj que había sobre la repisa de la chimenea
parecía antiguo, aunque dudaba que Casey coleccionara
antigüedades. En lo que sí que reparó fue en que el hogar le daba al
dormitorio un aire rústico y romántico.
«Romántico», pensó, con una mueca irónica.
Apostaría lo que fuera a que por aquel dormitorio había pasado
una retahíla continua de mujeres. Salió de debajo de Skye con
cuidado y tapó a la niña con una manta fina. Luego se levantó y
salió silenciosamente de la habitación. Casey estaba sentada al
piano, con un lápiz detrás de la oreja, y aporreaba acordes.
—Hola —saludó Liz.
Casey agitó la mano en su dirección, con un gruñido.
—Por amor de Dios —murmuró Liz para sí mientras se dirigía a
la cocina. Estaba famélica—. ¿Le importa si busco algo para...?
—No. Como quiera —la cortó Casey, ignorándola casi por
completo.
Liz puso los ojos en blanco y abrió la nevera.
—Dios santísimo —exclamó.
Cogió unos cuantos cartones de comida china pasada y torció el
gesto. Luego cogió una jarrita.
—¿Caviar?
Meneó la cabeza. Toda la comida que había consistía en una
caja de pizza, varias botellas de cerveza y un cartón de zumo de
naranja que tenía pinta de llevar allí desde la administración Reagan.
De repente oyó gruñir a Casey y cerrar la tapa del piano de
golpe. Sobresaltada, se volvió hacia la sala de estar a tiempo de ver
la espalda de la enfadada pianista desaparecer a toda prisa por la
puerta delantera. Liz se mordió el labio, nerviosa, y salió al porche.
—Si... siento haberla interrumpido.
Casey estaba de pie apoyada en la barandilla, contemplando el
lago.
—No es usted —suspiró pesadamente—. Tengo que acabar la
pieza antes de la fecha de entrega y no me acaba de funcionar, eso
es todo.
—¿Y cómo logra que funcione normalmente?
Casey se volvió a mirarla con los ojos felinos entornados y una
sonrisa endiablada en los labios.
—Me acuesto con alguien. Normalmente funciona.
—Siento haberle estropeado el plan.
Casey levantó una ceja.
—No se preocupe, que no lo ha hecho.
Liz notó que volvía a enfadarse cuando Casey se echó a reír. Sus
carcajadas no hicieron más que avivar su ira.
—Mire —empezó Casey—. No tengo mucha comida en casa.
—Sí, lo he notado.
—Puedo ir a la ciudad y comprar algunas cosas para un par de
días. Tiene pinta de estar destrozada y seguro que la pitufa sigue
frita —se ofreció, encogiéndose de hombros.
Instintivamente, Liz se llevó una mano al pelo, porque de repente
se sentía ajada y abotargada. Cuando miró a Casey a los ojos, esta
se removió, algo inquieta, y se hizo un silencio incómodo. Estaba
segura de que la señora Bennett no estaba acostumbrada a aquella
clase de situaciones y lo cierto era que ella tampoco.
—Podría hacerle una lista. Me temo que necesitaré algunas
cosas para Skye.
—Claro, haga una lista —aceptó Casey, y volvió a entrar.
Liz apuntó unos cuantos artículos y le llevó el papel a Casey, que
estaba cogiendo las llaves.
—Oh, Skye ya sabe pedir pipí, pero por la noche todavía
necesita dodotis. —Hizo una pausa y miró a Casey a los ojos—.
¿Sabe lo que es un dodotis, verdad?
—Sí, por amor del cielo, sé lo que es un dodotis —replicó
Casey, al tiempo que le quitaba la lista de la mano.
A continuación se puso las gafas de sol y se dirigió a la puerta
trasera.
—Para tres años —le gritó Liz al despedirla.

—¡Pedir pipí! ¡Dodotis! —se repetía una indignada Casey,


mientras aparcaba el Lexus delante del pequeño supermercado de
Rhinelander.
Cogió un carro y deambuló por los pasillos, hasta que se paró de
golpe y miró a su alrededor.
—¿Qué coño estoy haciendo? —Sacó el móvil y marcó—.
¿Abuela?
—Mmm, suenas crispada. ¿Qué tal va la vida doméstica de
momento?
—Esto es lo más estúpido que he hecho nunca.
—Ajá. No olvides a Suzette. ¿Cómo es Liz Kennedy?
—No lo sé. Es... —Casey guardó silencio y pensó en su larga
melena caoba y en sus brillantes ojos azules al tratar de reprimir el
llanto—... una embarazada.
Su abuela se rio al otro lado del auricular.
—Sé amable con esa mujer. Está pasando por un momento muy
duro.
—¿Ella? —chilló Casey, mientras repasaba la lista—. ¿Y yo
qué?
—¿Y tú qué? ¿Estás embarazada de cinco meses, con una hija
de tres años y sin dinero?
Casey se apartó el teléfono de la oreja y miró al cielo.
—¿Dónde estás?
—Estoy en el súper del pueblo —respondió, y arrugó la cara al
oír cómo su abuela se partía de risa.
—No me lo digas —rio—. Te ha dado una lista.
—Abuela... —la advirtió Casey, mientras empujaba el carro por
el pasillo casi desierto.
—¿Y para qué me llamas, cariño?
—Esto... ¿qué coño es un dodotis? —soltó Casey de golpe.
La anciana volvió a carcajearse.
—Es un pañal, tontaina. Dios mío, ¡qué mujer!
Casey se paró y cerró los ojos, mientras Meredith Casey
carraspeaba.
—Ve al pasillo donde está el papel higiénico y todo eso.
Casey llevó el carro al lugar indicado y los encontró.
—Vale, ya los tengo.
—¿Algo más... mami?
Casey volvió a apartarse el teléfono de la oreja y estuvo a punto
de tirarlo al suelo, hasta que recordó que era su móvil e inspiró
hondo antes de contestar.
—No, gracias. Adiós, abuela.
—Creo que quiero conocer a esa mujer y...
—No —la cortó Casey—. Luego te llamo. Sabes que te quiero.
Se hizo una pausa de varios segundos.
—Claro que lo sé. Yo también te quiero. ¿A qué viene eso? ¿Es
por la señora Kennedy o por la pequeña? ¿Cómo se llama, por
cierto?
—Skye —contestó Casey con una carcajada, mientras hacía
malabares para coger el siguiente artículo de la lista y aguantar el
móvil al mismo tiempo—. Tiene mucho carácter.
—Ajá.
Casey notó que se le encendían las mejillas.
—¿Qué significa eso?
—Ah, nada, nada. Acaba de comprar. Seguro que luego te toca
hacer la colada.
—Muy graciosa —bufó Casey—. Hasta luego.
—Hasta luego y buena suerte, cariño.
Como estaba demasiado ocupada leyendo el último artículo de la
lista, no oyó la risa de su abuela al colgar.
—Helado de chocolate y nata montada —repitió.
Entonces cayó en la cuenta y se rio a pesar de sí misma.
«Antojos...»
Y cogió dos.

Cuando Casey volvió a casa y entró cargada de bolsas, Liz estaba


tirando la comida pasada de la nevera.
—¿Tantas cosas he puesto en la lista?
Casey le dedicó una mirada de incredulidad.
—¿Que si ha puesto...? —Se paró para dejar las bolsas en el
suelo—. Sí.
Liz le entregó varios billetes doblados.
—Me... me gustaría contribuir con los gastos.
La mirada de Casey saltó del dinero a los orgullosos ojos azules
de la otra mujer y empujó el dinero hacia Liz con delicadeza.
—Esta vez pago yo. Más adelante, ya veremos.
A juzgar por la expresión de Liz, Casey no estaba segura de si
iba a discutir o a romper a llorar.
—Gracias —musitó.
De nuevo se produjo un silencio incómodo —y ya iban
demasiados—, hasta que, gracias a Dios, una vocecilla lo rompió:
—Mamá, aúpa.
Casey bajó la mirada hacia la niña, que estiraba los brazos hacia
su madre. Esta se agachó y gimió al cogerla.
—Hola, pastelito —la recibió, con un beso en la mejilla.
Casey las contempló juntas un instante, antes de concentrarse en
la compra. Notaba que Skye la observaba detenidamente y se
sintió muy violenta bajo el escrutinio, hasta el punto de que se le
cayó un huevo al suelo.
—¡Mierda! —maldijo Casey, alargando la mano hacia las
servilletas.
—¡Miedda! —repitió Skye.
La cogió tan de sorpresa que a Casey se le escapó una sonora
carcajada al mirar a la niña. Liz, en cambio, parecía algo menos
encantada.
—Señora Bennett, por favor.
Skye se echó a reír sin apartar la mirada de Casey, que seguía
riéndose también.
—¡Miedda! —repitió de nuevo Skye, dando palmas.
Casey se desternillaba de risa, pero se obligó a tranquilizarse al
notar la mirada gélida de su madre. Entonces miró a la pequeña,
cuyos ojos, tan parecidos a los de Liz, chispeaban de risa y se puso
seria.
—Muy bien, pitufa. No.
Skye dejó de reírse pero estiró los brazos hacia Casey. Esta
retrocedió.
—Aúpa —pidió la niña.
Liz le dedicó una sonrisa mordaz y las presentó.
—Skye, esta es Casey.
Casey le sonrió débilmente. ¿Qué diablos estaba pasando allí?
—Cafey, aúpa... pofiii —suplicó Skye.
—Oh, muy bien. Venga —refunfuñó esta, y cogió a la niña.
Skye le rodeó el cuello con los brazos de inmediato y Casey se
puso rojísima y evitó la risueña mirada de Liz. Sentada en la mesa
de la cocina con la niña en el regazo, le hizo el arre caballito
mientras su madre preparaba la cena.
—¿Por qué quería niños? —le preguntó de repente.
Liz la miró con curiosidad, sonrió y se encogió de hombros.
—Me encantan los niños. Que sea lesbiana no cambia eso.
—Sí, pero mire lo que ha pasado.
—¿Cómo? Mi pareja ha muerto. Habría sido lo mismo que
muriera mi marido o mi mujer. El amor es el amor, Casey, eh,
quiero decir, señora Bennett.
—Puedes llamarme Casey.
Fuera como fuese, Casey seguía pensando que había sido una
irresponsabilidad por parte de Liz y Julie tener familia.
—Si sigues dándole botes va a volver a vomitar, Casey —la
avisó Liz, sin dejar de partir tomates.
Casey levantó a Skye por encima de su cabeza y miró hacia
arriba.
—Nah, la pitufa no lo volverá a hacer —empezó a decir, pero
calló cuando la niña eructó.
Liz hizo una mueca y cogió a Skye; Casey se fue a la habitación
hecha una furia.
—A este paso, me voy a quedar sin camisetas.

La cena fue toda una aventura. Tras declarar que «no podía ser tan
difícil», Casey había intentado ayudar a comer al pequeño
humanoide y acabó con espaguetis en el suelo, en el vaso de agua y
por todo el reloj de pulsera. Y mientras tanto, su propia cena seguía
intacta en el plato. Le estaba bien empleado.
—Por favor, no puedo contemplaros más —zanjó Liz, y le cogió
la cuchara a Casey.
Esta se relajó en la silla y fue testigo no solo de cómo aquella
mujer embarazada le daba de comer a su hija, sino que se comía su
plato al mismo tiempo y lo lograba manteniendo la mesa y la zona
circundante libre de salsa de tomate. Muy a su pesar, Casey se
sintió impresionada al verlas reír y comer juntas.
—¿Qué edad tienes, si puedo preguntar? —dijo, dando un
sorbo de vino.
—Veintinueve. ¿Y tú?
—Cuarenta. ¿Trabajabas en Nuevo México? —se interesó
mientras daba cuenta de la deliciosa ensalada, el pan de ajo y la
pasta.
Al parecer había gente que sí cocinaba y comía en casa.
—No. Bueno, no es exactamente así. Trabajaba a media
jornada. Así tenía dinero para contribuir a la casa. Una vecina
cuidaba de Skye por las tardes —explicó Liz. De repente, se la
veía agotada.
Y entonces dio un salto y se llevó las manos al estómago. Casey
se levantó a toda velocidad y en un abrir y cerrar de ojos estuvo a
su lado.
—No puede ser, no sales de cuentas hasta diciembre —gritó,
con una nota de pánico.
Liz hizo una mueca y esperó a que la punzada remitiese.
—Solo está un poco revoltosa, nada más. Casey, relájate, por
favor. Nos quedan cuatro meses.
A Casey se le cayó el alma a los pies. No iba a durar cuatro
meses así ni de broma.
***
Después de cenar, Casey vio que Liz se ponía a recoger la mesa.
—Deja que lo haga yo —se ofreció, y le quitó a Liz el plato de
la mano—. ¿Por qué no te sientas?
—Si estás segura... —accedió Liz, pasándole también el tenedor
y el cuchillo.
—Jesús, ¡puedo lavar un plato! —se ofendió Casey, de camino
al fregadero.
—No quería decir...
Casey la oyó suspirar y salir de la cocina.
«Maldita sea», se dijo. Aquello no iba a funcionar. Buscó el
lavavajillas con la mirada, pero no lo vio. Al final lo encontró en el
armario y torció los labios al darse cuenta de que ni siquiera lo
había estrenado. Sin comerlo ni beberlo, se sentía incómoda en su
propia casa.
—Esto no va a funcionar —musitó.
Cuando terminó encendió la cafetera, dando gracias por que Liz
hubiera incluido café en su lista, y se dedicó a ordenar el resto de
las ollas y sartenes. Notó que le tiraban de los pantalones cortos y
miró hacia abajo. Skye estaba junto a su pierna.
—Aúpa —le dijo, con los brazos estirados.
—Mira, pitufa. No puedo llevarte en brazos todo el rato —le
dijo con voz ronca.
—Aúpa, pofiii —suplicó.
—¿Te quieres pirar ya? —ordenó—. Dios, eres como una
garrapata. —Se le escapó un cazo de las manos y se le cayó al
suelo—. Mierda.
—¡Casey! —la riñó Liz de lejos.
Casey se mordió la lengua y le dedicó a Skye una mirada torva,
mientras la niña se desternillaba de risa.
—¿Ves lo que has hecho? Anda, fuera.
Liz levantó la mirada cuando Casey volvió a la sala de estar.
—¿No controlas al hobbit este?
Llevaba a Skye enganchada a la pierna, con las piernas y los
bracitos haciendo fuerza para no soltarse, y la arrastraba al
caminar.
—No es un hobbit, y si tuvieras una pizca de sensibilidad,
pensarías que a lo mejor echa de menos a Julie. O a lo mejor, que
me aspen si sé por qué, le has caído bien —apuntó Liz con una
mueca.
Casey se puso nerviosa y se dirigió hacia el sofá en donde estaba
Liz. Entonces levantó a Skye como si fuera un saco de patatas y se
la metió debajo del brazo cogiéndola de la cintura. Skye se partía
de risa y agitaba los brazos y las piernas.
—Vale... y esta es otra. ¿Es normal? —preguntó, al tiempo que
se acuclillaba y dejaba a la niña en el suelo.
Liz asintió fervorosamente.
—Sí, la verdad es que sí. Es muy activa. Seguramente entre
tanto grito...
—Yo... yo no he gritado —objetó Casey, con el ceño fruncido.
—No, pero yo sí. Lo siento. Estoy un poco irritable —dijo Liz,
con los dientes apretados.
—Mamá fadada —afirmó Skye, mirando a Casey.
—No, pastelito. Mamá no está enfadada —suspiró Liz con
cansancio.
Casey se apoyó en el respaldo y se le ocurrió una idea.
—¿Qué te parece si probamos el helado ese que me has hecho
comprar?
A Liz se le iluminaron los ojos y asintió ilusionada. Cuando
Casey se levantó para volver a la cocina, su sombra declaró:
—Skye ayuda a Cafey.
Y anadeó en pos de ella.
***
Mientras las tres comían helado en el porche delantero, Casey se
dio cuenta de que nunca le había gustado demasiado el helado.
Como pensamiento era bastante absurdo, pero la distrajo de lo que
decía Liz.
—Perdón, ¿qué decías? —le preguntó, dispuesta a volver a la
conversación.
Liz Kennedy era una joven muy atractiva. Los azules ojos le
relampagueaban a la luz de la vela de cidronela que había encima
de la mesa, mientras le iba dando cucharadas de helado a Skye de
su propio bol. Casey cabeceó, asombrada: vela de cidronela en
lugar de fuego en la chimenea, helado en lugar de Martini. Liz
Kennedy en lugar de...
—Te preguntaba si estabas saliendo con alguien —repitió Liz
distraídamente, mientras se reía de las monerías de su hija.
—Oh, no, estoy...
—¿Soltera? Por lo que contaba Julie, tenía la impresión de que
se te daban bien las mujeres —comentó Liz, ruborizada.
Los ojos verdes de Casey chispearon, traviesos.
—Tenía razón, así es, y disfruto de la compañía de un par de
mujeres. Me gusta la libertad —añadió.
Por primera vez en la vida, se sentía como si tuviera que
justificarse, y la sensación no le gustaba nada. Le vino a la cabeza la
sonrisa burlona de su abuela.
—Ajá —murmuró Liz, dándole otra cucharada a Skye.
—¿Y qué se supone que significa eso? —se picó Casey.
—Eso es que todavía no has conocido a la adecuada.
—Por Dios, suenas como mi abuela —replicó sarcásticamente
—. Y como Roger. —Ante la mirada interrogativa de Liz, aclaró
—: Mi abogado y, de cuando en cuando, amigo.
—Ya veo. ¿Le gusta hacerte de conciencia?
—Sí, es bastante molesto.
Liz sonrió y contempló la luna, casi llena, sobre la línea de
árboles.
—Entiendo por qué te gusta vivir aquí —exhaló un suspiro
reflexivo mientras se balanceaba con Skye en el columpio del
porche.
En ese momento, Skye se las apañó para bajar del columpio y
caminó como un patito hacia Casey, que estaba apoyada en la
barandilla. Esta la miró y frunció el ceño.
—¿Qué? ¿Otra vez aúpa? —le preguntó desdeñosamente.
Skye arrugó la nariz.
—Otaves... —declaró, estirando los brazos.
Sin esfuerzo alguno, Casey bufó y la cogió en brazos. Skye se
abrazó de su cuello, le apoyó la cabeza en el hombro y se puso a
jugar con su collar. Liz sonreía de oreja a oreja y Casey frunció aún
más el ceño, pero no dijo nada.
—Le gustas. Supongo que sí que se te dan bien las mujeres,
Bennett.
Se levantó con un gemido y Casey le ofreció la mano para
ayudarla a erguirse.
—Dentro de tres meses no será tan fácil —gruñó Liz—. Venga,
Skye. A la camita.
Skye se aferró del cuello de Casey, pero ella la apartó.
—Venga, pitufa. Haz caso a mamá —se descubrió diciendo.
—Dile buenas noches a Casey, pastelito —susurró Liz al coger a
su hija.
—Nanocheees —murmuró la pequeña, dándole un beso a
Casey en la mejilla.
Incluso en la penumbra, Liz vio que a Casey le subían los
colores.
—Buenas noches, pitufa —le deseó, algo incómoda, y sonrió
cuando Skye agitó la manita.
Liz entró con ella; entonces se volvió y le sonrió.
—Creo que yo me voy a ir a dormir con ella. Nanocheees,
Cafey.
Casey le regaló una sonrisa irónica.
—Eres la monda. Buenas noches.
Liz desapareció en el interior y Skye agitó la mano otra vez.
Casey fue a levantar la mano, pero en el último momento se rascó
la cabeza.

Liz sintió la llamada de la naturaleza y bajó de la cama


trabajosamente para ir al baño.
—Está durmiendo justo encima de mi vejiga —lamentó,
bostezando en alto.
De vuelta, se le ocurrió ir a ver cómo estaba la otra niña, la de la
sala de estar. Casey estaba acostada en el sofá y los pies le
colgaban en un extremo.
—Dios, qué alta es —murmuró Liz.
Recogió la sábana que había caído al suelo, la tapó con cuidado
y la contempló un momento mientras dormía, resistiendo la
tentación de recolocarle el mechón que le caía sobre la frente.
Casey Bennett estaba siendo muy generosa, seguramente porque se
sentía culpable. Liz sospechaba que su abogado había tenido
mucho que ver. En fin, fuera por el motivo que fuera, Liz se lo
agradecía. Cuando tuviera al bebé podría organizarse, conseguir
trabajo, buscar una canguro y sacar adelante su vida y a su familia.
En ese momento, pensó en Julie. Puede que no supiera asumir
responsabilidades, pero sabía cuidarla muy bien en la cama. Aun
así, la intimidad no era lo suyo. No tenía nada que ver con su vida
sexual, sino con el tipo de cercanía que Liz siempre había buscado
y Julie nunca supo darle. Ansiaba tener a alguien que la abrazara
por la noche, sin necesidad de hablar: tan solo de oír latir el corazón
de la otra en el silencio.
Respiró hondo. A veces añoraba muchísimo el sexo. Pero al
mirar a la casquivana durmiente se dijo: «Tan desesperada no
estoy».
Capítulo 5

Algo le daba golpecitos en la cara y Casey protestó en sueños y


agitó la mano a ciegas. Entonces oyó una risita y abrió los ojos de
golpe. Ante ella había una masa de rizos rubios enmarcando una
bonita cara soñolienta.
—Hambre —susurró la niña, a escasos milímetros de su nariz.
—Vuelve a la cama —repuso Casey en voz igual de baja.
Skye frunció el ceño y le tiró del brazo.
—Pofiii —suplicó mientras estiraba.
Casey rugió, cogió a la niña y se la puso encima de la barriga.
—Decir por favor no siempre sirve para todo, pitufa —quiso
explicarle Casey.
Skye bostezó y se frotó los ojos.
—¿Ves? Todavía estás muerta. Vuelve a la cama —la apremió,
pero la niña cayó rendida sobre su pecho—. No, venga, pitufa.
Sin embargo, al mirar hacia abajo, Skye se había metido el
pulgar en la boca y tenía los ojos cerrados.
—Mierda —refunfuñó Casey, que también bostezó.
Con cuidado, le sacó a Skye el pulgar de la boca. No sabía nada
de ser madre, pero sabía un par de cosas sobre chupar dedos.
Instintivamente, colocó al pequeño monstruo en la parte interior del
sofá. Porque, sinceramente, lo último que le hacía falta era tener
que correr a urgencias.

Liz se despertó con un susto de muerte, porque al volverse Skye no


estaba. Se anudó la bata a toda prisa y corrió al pasillo. Entonces
se detuvo en seco, perpleja, y sonrió: Casey estaba estirada en el
sofá, tenía a Skye acurrucada contra su pecho y la rodeaba con el
brazo en gesto protector. Las dos chiquillas dormían
profundamente y Liz trató de no darle vueltas a lo natural que le
resultaba la escena. Casey respiraba acompasadamente y sonreía.
¿O quizá era lo que Liz quería imaginarse?
En fin, al menos podría ducharse en paz... y sola. Por mucho que
quisiera a su hija, atesoraba cada minuto que podía dedicarse a sí
misma. Cogió su albornoz y fue a ducharse.
—Ahhh, me encanta —suspiró bajo el relajante chorro de agua
caliente.
Por instinto, miró hacia abajo, esperando ver a Skye dentro de la
ducha con ella. Mientras se lavaba el pelo, se rio al pensar en las
inocentes preguntas sobre anatomía que solía responder durante las
duchas comunitarias. Liz, obediente, siempre contestaba a la niña
de tres años cuando le preguntaba sobre sus pechos, y Skye se
había quedado satisfecha cuando le había explicado que tenía la
barriguita más grande porque dentro estaba creciendo un hermanito
o hermanita. Lo que la dejó helada fue que Skye le preguntara
sobre el «pelo» que tenía entre las piernas. Liz había intentado
explicarle los conceptos de vello púbico y adolescencia mientras el
agua empezaba a enfriarse y todavía recordaba la cara de total
incomprensión de su hija.
—Mamá, ¡pelo! —había insistido ella.
Y Liz había dado su brazo a torcer.
—Tienes razón, pastelito.
En el presente, Liz se rio de buena gana y empezó a aclararse el
pelo.
—Ay, mi pequeña Skye.
Se quedó en la ducha un par de minutos más, para disfrutar de la
paz y la tranquilidad. Luego cerró el grifo y oyó que llamaban a la
puerta.
—Mamá, caca.
Liz rio de nuevo, se puso el albornoz y abrió la puerta. Skye
tenía las piernas cruzadas y cara de sueño.
—Buenos días, pastelito. Eres una niña muy buena. ¿Has...?
Skye anadeó hacia el váter y levantó la tapa.

Casey percibió el aroma a café y sonrió en sueños. Entonces volvió


a notar que le tocaban la cara y al abrir los ojos se encontró con la
misma masa de rizos desordenados de antes intentando tirarle del
párpado.
—¡Ariba! —insistió el hobbit.
—¿Ya has hecho caca? —farfulló Casey.
—Mmm, ariba —repitió Skye.
—No, arriba tú —replicó Casey, y empezó a hacerle cosquillas.
Skye soltó una risita y luego una de aquellas carcajadas infantiles
tan contagiosas que surgen de la inocencia más pura. Casey se rio
con ella y, al levantar la mirada, vio que Liz las observaba con una
sonrisita burlona y los brazos en jarras.
—Buenos días, Cafey —la saludó lacónicamente.
Casey carraspeó y se sentó derecha. Skye se le subió a la
espalda sin dejar de reír.
—Quítame al bicho de encima, ¿quieres? —se quejó.
Se puso de pie con Skye colgada del cuello y con las piernecitas
alrededor de su cintura como buenamente podía.
—Parezco Cuasimodo, joder.
—¡Joer! —repitió Skye.
Liz le lanzó a Casey una mirada furibunda y esta se puso
colorada. Entonces cogió a su hija y fue a la cocina.
—El desayuno estará listo dentro de unos minutos.
Casey arrugó la frente; volvía a sentirse fuera de lugar en su
propia casa. Liz vio la cara que ponía y volvió enseguida.
—Lo... lo siento. He pensado que podía preparar el desayuno
para las tres. Skye tiene que comer.
Casey se pasó la mano por el pelo y le hizo un gesto para que no
se preocupara.
—Es que no estoy acostumbrada a tener a alguien por aquí que
mida menos de metro y medio —confesó.
Liz se ruborizó y disimuló una sonrisa. Las dos se miraron a los
ojos unos segundos hasta que alguien empezó a golpear los
cubiertos contra la mesa y rompió el silencio.
—Parece que la pitufa tiene hambre —observó Casey.
Liz no estaba segura de si bromeaba o se burlaba de ella, pero
optó por ir a la cocina cuando Casey desapareció por el pasillo.
—¿Tienes hambre, cariño? ¿Te apetecen unos huevos?
Casey entró en la ducha y soltó un grito. No quedaba agua
caliente y se dio la ducha más rápida de su vida. Al secarse con la
toalla, no pudo evitar imaginarse a Liz haciendo lo mismo pocos
minutos antes y sacudió la cabeza para sacarse la imagen de la
mente.
—Por amor de Dios, Bennett, que está embarazada —se riñó.
Tanto Liz como Skye la miraron cuanto entró en la cocina con un
largo albornoz.
—Voy a nadar. Vuelvo enseguida.
—Skye nada —exclamó enseguida la pequeña, e intentó bajar
de la silla, pero Liz la hizo sentarse de nuevo—. Mamá, ¡Skye
nada! —insistió, forcejando contra su madre, que miró a Casey.
Esta se mordió el labio, seguramente para no reír.
—Es un gremlin de lo más revoltoso.
Con Liz aún tratando de controlarla, Casey se acercó a Skye, la
niña levantó la cabecita y se miraron a los ojos.
—Hacemos una cosa, pitufa. Primero acaba de desayunar.
Luego te llevaré a nadar. ¿Trato hecho? —propuso, estirando la
mano. Skye rio y Casey le cogió la manita y se la estrechó—.
¿Trato hecho o no? —preguntó de nuevo.
—Tato hecho —rio Skye, y Casey le sacudió la mano otra vez.
—Pero te tienes que comer todo el desayuno —le recordó
Casey con firmeza. Con una última y vigorosa sacudida, la soltó.
Se volvió hacia Liz con una mueca de arrogancia y no escondió
la mirada de superioridad. Sin perder la sonrisa, mas sin decir
palabra, Casey salió de la casa. Liz la fulminó con la mirada hasta
que desapareció y luego se puso seria con su hija, que la
contemplaba con sus inocentes ojos azules.
—¿Mamá fadada?
Liz se echó a reír y le dio un beso.
—No, mamá no está enfadada. Es solo que a Cafey se le dan
muy bien las mujeres. La muy creída... Seguro que ahora se cree
que le van a dar el título de Madre del Año.
Liz las contempló desde el porche y musitó un irónico «Ay, Cafey»
cuando Skye se soltó de su mano y se escapó hacia la playa.
—¡Eh! —le gritó Casey a la alegre Skye mientras le cortaba el
paso.
Era para verlas: la alta y esbelta mujer persiguiendo a... ¿cómo la
llamaba? Ah, sí, hobbit. Pues el hobbit estaba ganando.
—Le ruego que no mate a mi hija, señora Bennett —le gritó Liz
desde su asiento a la sombra, en donde bebía plácidamente un vaso
de té helado a sorbitos.
Casey la miró un segundo, furiosa, y enseguida volvió a buscar a
la niña, que iba directa a la orilla desternillándose de risa. Casey
echó a correr, la atrapó en dos zancadas y la levantó por la parte
de atrás del bañador. El mini saco de patatas lanzó un grito de
indignación, con los brazos y las piernas colgando.
—¡Skye nada!
Incluso desde el porche, Liz atisbó la sonrisa diabólica de Casey.
—Casey Bennett, ni se te ocurra.
Casey gimió, desilusionada, y entró en el agua con Skye en
brazos. Se pasaron una hora jugando y pasándolo bien en la playa.
Casey subió a Skye en una balsa de goma y la paseó por la zona
poco profunda. Por supuesto, Skye saltó y Casey tuvo que
arreglárselas para que la niña, encantada con la diversión, no se
ahogara.
—Cafey —llamó Skye, y señaló la superficie del agua.
En la zona menos profunda había un banco de peces junto a una
roca.
—Peses.
Casey se rio.
—Sí, son pececitos. Crecen y se hacen grandes. Te enseñaré a
cogerlos.
—Tero peses —afirmó Skye, que empezó a dar palmadas y
salpicar en el agua sin parar de reír.
Los peces salieron disparados en todas direcciones.
Cuando acabaron de jugar y salieron del agua, Liz se dio cuenta
de lo verdaderamente atractiva que era Casey Bennett. Era toda
piernas, pensó Liz. Estaba en forma. Se había puesto un discreto
bañador de una pieza y, de alguna manera, Liz sabía que lo había
hecho por Skye y por ella.
—Seguramente nada desnuda con sus mujeres. Las solteras y no
embarazadas —se dijo con algo de melancolía.
Skye estaba rebozada de arena y Casey también.
—Tu hija no le tiene miedo a nada —comentó al llegar al porche
seguida de Skye. Casey cogió una toalla—. Tengo arena en partes
del cuerpo que ni sabía que existían.
Skye echó a correr hacia su madre.
—Mamá, Skye nada. ¡He vito peses! —exclamó.
Liz la envolvió en una toalla y le dio un fuerte abrazo.
—Ya te he visto. Estoy muy orgullosa de ti, lo has hecho muy
bien, pastelito —le aseguró cariñosamente—. ¿Te han gustado los
peces?
Skye asintió enfáticamente y Liz se rio y le susurró algo al oído.
Skye asintió y fue con Casey dando tumbos.
—¿Sí? —le preguntó Casey, sonriendo.
—Gracias, Cafey —murmuró la niña.
Casey se sonrojó, porque no estaba acostumbrada a aquellas
cosas. Tosió y evitó mirar a Liz a la cara.
—De nada, pitufa.
Skye estiró los brazos hacia Casey, que se agachó. Entonces el
medio moco le plantó un beso en los labios y le dio una palmada en
las mejillas.

Esa noche, cuando Skye estaba ya en la cama, Liz y Casey salieron


al porche a disfrutar de la cálida noche veraniega.
—Tengo que irme a Chicago unos cuantos días. He acabado la
última canción y estaré en el estudio. Espero no estar fuera mucho
tiempo. Le he pedido a Marge que se pase de vez en cuando. Vive
a menos de un kilómetro, al otro lado del lago. Por si acaso. Yo
estaré en mi apartamento de la ciudad. El número está al lado del
teléfono y también tienes mi móvil, por si necesitas cualquier cosa.
Puedes llamarme cuando quieras —terminó, azorada.
Liz le sonrió afectuosamente.
—Gracias. No quiero ser una molestia mayor de lo que ya lo
soy. Te agradezco sinceramente todo lo que has hecho hasta ahora
—le dijo en voz queda.
—Bueno, sé que he estado un poco borde e irritable y lo siento.
No estoy acostumbrada a la compañía, bueno... siempre he estado
sola y... —se interrumpió, a sabiendas de que parecía idiota.
—Ya lo sé. Esto es un cambio para las dos, Casey. Yo no
quería marcharme de Nuevo México. No quería reconocer que no
podía arreglármelas sola. Pero tengo a Skye y dentro de tres meses
o así... Bueno, a veces el orgullo pasa a un segundo plano. Solo
quiero lo mejor para nosotras —admitió, acariciándose el vientre.
Casey la estudió con curiosidad.
—¿Qué se siente?
Liz posó los ojos en ella y enarcó una ceja.
—Bueno, es inquietante saber que un ser humano está creciendo
dentro de ti. A veces me siento como en la película esa, Alien —
contestó.
Casey se rio desde el fondo de la garganta y a Liz le pareció que
tenía una risa muy agradable. Le cambiaba la cara y la hacía todavía
más atractiva. Sin embargo, se apresuró a echar el freno a aquellos
pensamientos.
—Pero es un milagro. ¿Sinceramente? Al principio una parte de
mí esperaba que la inseminación no funcionara.
—¿Por qué? —quiso saber Casey, que se echó hacia delante en
el asiento.
—Porque justo después de inseminarme le diagnosticaron el
cáncer a Julie. No quiero parecer egoísta, pero en lo primero en
que pensé cuando se me pasó el susto de la noticia fue en el
embarazo.
Reinó el silencio un segundo, durante el cual Liz trató de
descifrar en qué pensaba Casey. Tenía el ceño fruncido y la vista
fija en la oscuridad, así que Liz no sabía qué decir.
—¿Julie no había ido al médico antes? No me creo que no lo
supiera o que tú no notaras que había algún cambio.
El tono de sospecha era evidente y Liz se encendió de nuevo. Ya
no sabía si eran las hormonas o la arrogancia de aquella mujer lo
que la sacaba de quicio.
—Julie siempre había estado muy sana. Debes de recordarlo.
Casey miró a Liz fijamente y esta le sostuvo la mirada, igual de
retadora.
—Me acuerdo muy bien de Julie. Y sí, estaba muy en forma.
—Bueno, yo no soy médica, pero el tipo de cáncer que tenía
era...
Pero Liz calló, porque de repente ya no le apetecía hablar del
tema. Se acarició la barriga otra vez para templar los nervios y
empezó a respirar lenta y acompasadamente: inspirar y expirar,
inspirar y expirar. Casey la observó, desconcertada.
—Mi médico de Nuevo México me recomendó respirar hondo
cuando noto que me estreso.
Casey asintió, aún ceñuda.
—¿Y crees que soy yo la que te estreso?
Liz pestañeó varias veces.
—No, la situación ya es estresante de por sí. Tú no has hecho
nada para empeorarlo, aunque me gustaría que dejaras de hablar
como si me acusaras de algo —replicó Liz, subiendo el tono a
medida que hablaba.
—Yo no estoy acusando a nadie —se defendió Casey.
Iba a decir algo más, pero se lo pensó mejor y fue Liz la que
habló.
—Oye, siento mucho todo esto. Créeme, ojalá tuviera algún sitio
adonde ir. Debería haberme quedado en Albuquerque —dijo, sin
dejar de respirar profundamente.
—Bueno, es un poco tarde para eso —replicó Casey,
frotándose la cara en gesto de exasperación—. No entiendo...
Liz ladeó la cabeza y esperó a que acabara, pero cuando Casey
no continuó, Liz la animó tan tranquilamente como pudo.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Nada.
—Casey, van a ser cuatro meses muy largos si no podemos ser
sinceras la una con la otra. Dime lo que te ronda por la cabeza, por
favor.
—Eh... supongo que sencillamente fue mala suerte. La
inseminación y justo después enterarse de que a Julie la estaba
devorando el cáncer.
Liz la miró con escepticismo.
—Me da la impresión de que hay algo que no me estás diciendo.
Entonces contempló la luz de la luna reflejada en el lago.
—Te agradezco que me ayudes. Te lo agradezco por mi familia.
Dicho aquello, se levantó y abrió la puerta de tela metálica.
Cuando miró atrás, Casey seguía con el ceño fruncido, y negó con
la cabeza.
—Si algún día quieres decirme lo que piensas, te escucharé
encantada. Sé que vamos a ser una extraña pareja estos meses,
pero espero que al menos podamos llevarnos bien.
No esperó a oír si Casey respondía, sino que entró en la sala de
estar a oscuras y se dirigió al dormitorio. Tras la puerta cerrada,
hizo lo que pudo por contener las lágrimas de enfado y frustración.
Capítulo 6

A la mañana siguiente, Liz estaba sentada con Skye en la cocina y


vigilaba a su hija mientras esta hacía un desastre con las tortitas.
Casey estaba estudiando sus partituras en el piano. Apenas se
habían dado los buenos días.
—Te llamaré.
—¿Tienes que salir tan temprano? —le preguntó Liz, al tiempo
que le limpiaba la boca, las manos, los codos y las rodillas
gordezuelas a Skye. ¿Cómo había llegado el sirope hasta allí? Ni
idea.
—Bueno, tengo que reunirme con Niles, que estará en el estudio
a las cuatro. Luego tengo un... compromiso para cenar. Mañana me
pasaré todo el día en el estudio y pasado también —explicó Casey,
y metió las partituras en su maletín de piel.
Liz se dio cuenta de que Skye no le quitaba ojo de encima a
Casey, y en cuanto la vio coger las llaves intentó bajar de la silla.
—Skye con Cafey...
Liz tuvo que forcejear con ella para que se quedara sentada.
—No, pastelito. Casey tiene que irse a trabajar —le explicó Liz.
Skye hizo un puchero y Casey se quedó mirándola, sin saber qué
hacer.
—No pasa nada, Casey —la tranquilizó Liz, con una sonrisa—.
Vete.
—¡Con Cafey! —gimoteó Skye, que agachó la cabecita y
rompió a llorar.
Casey dejó el maletín en el suelo e hizo una mueca, mirando a
Liz con expresión suplicante. Skye no estaba chillando ni se había
puesto histérica, pero se la veía desolada. La pianista se acercó a la
silla y se agachó.
—Oye, pitufa —le dijo.
Liz esbozó una cálida sonrisa ante la ternura que Casey le
demostraba a su hija.
—No, tambén voy —insistió la niña, con la cabeza apoyada en
la mesa.
Casey torció el gesto, le puso la mano entre los rizos dorados y
le acarició el pelo con cierta incomodidad.
—No estés triste, por favor. Volveré muy pronto. Y entonces
iremos a nadar y a comer perritos calientes.
Skye levantó la cabeza, con las mejillas arreboladas y húmedas
por el llanto. Casey parecía conmocionada y Liz habría jurado que
se le escapaba una lágrima.
—¿Lo prometes? —preguntó Skye, sorbiendo el llanto.
—Claro que sí. Hasta te traeré un regalo —afirmó Casey, pese
al gesto de negación de Liz—. ¿Trato hecho? —propuso,
extendiendo la mano.
Skye dejó escapar una risita, le puso la manita sobre la enorme
palma a Casey y la sacudió.
—Tato hecho —rio de nuevo y se le abrazó del cuello.
—Vale, me estás estrangulando —murmuró Casey, algo
avergonzada.
Skye la soltó.
—Besito —pidió. Casey pestañeó—. Pofiii.
Casey esbozó una sonrisa recelosa.
—Como todas las mujeres que han pasado por mi vida.
Se inclinó y la besó en la mejilla.
—Pórtate bien con mamá —le ordenó, en un claro intento de
sonar firme a pesar de la sonrisa de Liz.
—Buen viaje —le deseó Liz, que se pasó los dedos por el pelo
y la miró a los verdes ojos.
—Gracias —repuso Casey—. Oye, siento lo de anoche. Todo
esto es muy raro y supongo que aún estoy intentando hacerme a la
idea.
Sonaba insegura, pero aun así Liz creyó notar que Casey tenía
algo en mente.
—Nos va a costar adaptarnos a todas, Casey.
—Mamá, besito a Cafey, que se va —ordenó Skye desde la
silla.
Liz abrió algo más los ojos y notó que le subían los colores. Con
una risita nerviosa, se apartó de Casey y se sentó con su hija.
—Acábate el desayuno.
—Ya toy, mamá.
Liz vio que, en efecto, el plato de Skye estaba vacío, pero no fue
capaz de mirar a Casey. Eso sí, la oyó reírse al salir.
—Adiós, señoritas —se despidió por encima del hombro—.
Hasta dentro de unos días. No le prendáis fuego a la casa.
Cuando oyó que se cerraba la puerta, Liz hundió el rostro entre
las temblorosas manos.
Sentada en el estudio con los cascos puestos, Casey escuchaba la
grabación. Meneó la cabeza, airada.
—¡No, no, no! —rugió, y se quitó los cascos—. Niles, ven aquí,
porfi... por favor.
Niles entró en el estudio, se pasó la mano por el rubio cabello y
habló en tono paciente.
—¿El segundo estribillo, verdad?
—Sí, es demasiado rápido y los bronces están muy altos.
¿Podemos volver a traerlos para grabar otra vez?
—Claro, está previsto que vengan mañana por la mañana y los
tendrás todo el día. Pero los productores quieren el trabajo para
ayer —la advirtió.
—Lo sé.
Echó un vistazo a su reloj de pulsera: eran las cuatro y media y
Skye ya debía de haberse levantado de la siesta. De repente
deseaba estar allí y llevar al pequeño hobbit a nadar. Se le escapó
una carcajada y Niles la miró con desconfianza.
—¿Estás bien? Normalmente, cuando el director la jode tanto
con la orquesta te pones echa una furia —observó.
—Es que me ha venido algo agradable a la cabeza.
—¿Ah, sí?
Casey arqueó la ceja al detectar la incredulidad en el tono de
Niles. Su amigo estaba apoyado en el escritorio, con los brazos
cruzados.
—¿Y qué es lo que te ha venido a la cabeza?
Al recordar los ojos azules de Liz Kennedy, se le aceleró el
pulso un momento.
—¿En qué diantres estás pensando? Te has sonrojado —la
informó Niles—. Como no me lo digas...
—Nos vemos mañana.
—¿Has quedado con algún bombón?
Casey se despidió con un gesto de la mano.
—Buenas noches, Niles —le dijo.
Y cerró la puerta de un portazo.

—Dios, te he echado de menos —ronroneó Suzette en cuanto


puso un pie en el apartamento de Casey. Le rodeó el cuello con los
brazos y la besó apasionadamente—. Mmm, qué bien sabes —
murmuró contra sus labios.
—Es la pasta de dientes —contestó Casey, cuyos verdes ojos
relampagueaban, divertidos—. Adelante.
Casey se apartó para dejarla entrar, pero Suzette la atrajo de
vuelta y empezó a desabrocharle la camisa. Con las cejas
levantadas, Casey le permitió desnudarla.
—O podemos follar en el recibidor.
Al final lograron llegar al dormitorio, dejando un reguero de
prendas de ropa desde la entrada principal, y cayeron desnudas
sobre la cama. Realmente, Suzette había añorado a Casey y le
comió el cuello a besos en cuanto se le puso encima.
—Tendré que subir al norte más a menudo —jadeó Casey
cuando Suzette se acomodó entre sus piernas.
La chelista agachó la cabeza y le besó el pecho, le hizo cosquillas
en el ardiente pezón con la lengua y se lo lamió. Luego se lo metió
entero en la boca y lo chupó con fruición mientras le acariciaba el
torso con la mano libre. No hubo necesidad de palabras y,
definitivamente, Suzette se afanó a recuperar el tiempo perdido.
***
Mucho más tarde, cuando las dos mujeres tomaban champán en la
cama, Suzette comentó:
—Deberías quedarte en Chicago. Aquí hay muchas más cosas
que hacer. En tus bosques hay muchos... árboles —señaló. Casey
la contemplaba, tumbada sobre el costado—. O podrías invitarme
a subir más a menudo.
—Me gustan los árboles y me gusta la soledad —murmuró
Casey, dando un sorbo de champán. Antes de tragar, le comió el
pecho a Suzette y lamió sensualmente las burbujitas de la bebida—.
Esta es la única manera de beber champán.
Una vez más, sonó el teléfono.
—¿No pasó lo mismo la última vez? —refunfuñó Casey.
Suzette fue a coger el teléfono, pero Casey la advirtió:
—Ni se te ocurra.
—A lo mejor es Jeffrey —arguyó Suzette, que llegó al teléfono
antes que Casey.
—¿Sí? —A Suzette se le escapó un suspiro cuando Casey le
mordisqueó el hombro—. Sí, está aquí. ¿De parte de quién? —
Suzette se puso rígida y fulminó a Casey con la mirada—. Es Liz
Kennedy.
Suzette le dedicó una sonrisa edulcorada y le tiró el teléfono.
Casey lo atrapó como si fuera una patata caliente y le regaló a
Suzette una mirada furibunda.
—¿Liz? ¿Va todo bien? ¿Está bien la pitufa?
—Sí... todo bien. Sé que interrumpo, pero solo son las seis y no
creí que... bueno, me pareció que podía llamar...
—No pasa nada, ¿qué sucede? —preguntó Casey.
Por el rabillo del ojo vio a Suzette apurando una copa de
champán.
—Me siento muy estúpida. Está lloviendo y se ha ido la luz. He
llamado a Marge, pero no contesta.
—Mierda, lo siento. Mira en la cocina: está la caja de fusibles.
Hubo silencio un momento y luego Liz informó.
—Vale, la tengo.
—Dale al diferencial. —Esperó un segundo—. ¿Ha funcionado?
—No, le he dado y no ha pasado nada.
—Vale, no es algo inusual. Debe de estar lloviendo mucho.
—A cántaros.
Casey se sentó en el borde de la cama. Notaba que Liz estaba
asustada.
—Vale, voy para allá.
—No, no lo hagas. Dios, parezco idiota llamándote —interpuso
Liz enseguida—. Espera.
—¿Liz?
No le respondió y Casey se levantó de un salto y empezó a
pasear en cueros al lado de la cama.
—Liz, joder.
Se le ocurría todo tipo de situaciones horribles que podían estar
pasando, sobre todo cuando oyó llorar a Skye a lo lejos.
—Sabía que no debía dejarlas —se dijo, con el corazón
desbocado.
—¿Casey? —habló Liz de nuevo, a través de las interferencias
de la línea.
—¿Qué pasa, cariño?
—No pasa nada, ha venido Marge. Es que no sé dónde están
las cosas. Estamos bien, por favor tú vuelve con... —No terminó la
frase, pero Casey se ruborizó igual—. Estamos bien. Siento mucho
haberte molestado.
—Llámame, me da igual a qué hora —le ordenó Casey con
firmeza—. ¿Entendido?
—Sí, sí. Lo haré. Gracias, Casey, adiós. Ah, espera. Skye
quiere hablar contigo, ¿te parece bien?
—Claro, que se ponga —contestó Casey, con una gran sonrisa.
Miró a Suzette, que levantó su copa de champán antes de darle
la espalda.
—Cafey, no hay lus. Skye miedo —susurró la pequeña—.
Mamá miedo. Mamá dice joder.
Casey soltó una sonora carcajada.
—No tengas miedo, pitufa. Volverá la luz cuando deje de llover.
Cuida a mamá, ¿vale?
—Vale. Ven a casa —le rogó—. Pofiii.
—Lo... lo haré. ¿Vas a portarte bien por mí?
—Vale.
—Pásame a mamá, cielo —le dijo Casey.
Quería decirle «te quiero». ¿Por qué no lo había hecho? ¿Y por
qué iba a hacerlo? ¿Qué derecho tenía a...?
—Casey, de verdad, lo siento mucho —habló Liz, en tono
acongojado.
—No te preocupes, no pasa nada.
Se produjo un silencio momentáneo y a Casey se le secó la
garganta. Tragó saliva, pero no dijo nada.
—Skye te echa de menos.
Casey percibió la ternura en la voz de Liz y se le disparó el
corazón.
—Eso es porque quiere su regalo.
Las dos se rieron y la tensión se desvaneció.
—Conoces muy bien a mi hija, Bennett —afirmó Liz, entre risas
—. Bueno, te dejo. Nos vemos dentro de unos días, ¿verdad?
—Sí, volveré pronto. Adiós, Liz.
Casey colgó el teléfono y se lo quedó mirando unos instantes
antes de volverse hacia Suzette, que sostenía la botella de champán
vacía.
—Suzette, mi pequeña, deja eso —le ordenó Casey lentamente.
—Debería protestar —suspiró ella cuando Casey entró a gatas
en la cama y le quitó la botella de la mano.
—No se acepta, letrada —le aseguró Casey, mordisqueándole
el torso en toda su longitud.
Suzette se abrió de piernas y Casey se acomodó entre ellas, le
besó los suaves y oscuros rizos y le arrancó un profundo gruñido de
placer. Entonces le besó la cara interna del muslo y saboreó los
jadeos de Suzette con cada mordisquito que le daba. La chelista se
aferraba al cabezal con todas sus fuerzas y susurraba palabras de
aliento a su amante, que se inclinó, le separó los pliegues húmedos
con la lengua y la lamió de arriba abajo. De improviso le vino el
rostro de Liz Kennedy a la cabeza y se quedó quieta a medio
comer. Pestañeó unas cuantas veces y sacudió la cabeza. Suzette
dejó escapar un quejido.
—No pares.
Casey intentó recuperar la concentración desesperadamente. Al
final fue Suzette la que reaccionó, se apartó de golpe, y Casey solo
pudo levantar la vista, perpleja.
—Se acabó. Te conozco, Casey Bennett —dijo en voz calma,
mientras recogía su ropa.
Casey seguía estupefacta y se limitó a sentarse y contemplarla.
—¿Por qué no te vuelves al bosque y haces lo que tengas que
hacer? La seduces, te acuestas con ella, lo que quieras, pero te la
sacas de la cabeza —continuó, cada vez más enfadada—. Tú y yo
no tenemos compromisos y es como a mí me gusta, en serio, pero
eso sí... —empezó a vestirse—, al menos me gusta pensar que,
cuando me follas, es en mí en quién piensas.
Casey abrió unos ojos como platos.
—Espera, no es eso. Quiero decir que sí, que me vino su cara a
la cabeza, pero, Suzette, está embarazada.
—¿Qué? —rugió esta, y la miró asqueada—. ¿Fantaseas con
una mujer embarazada?
Casey puso los ojos en blanco ante el tono horrorizado de
Suzette.
—No se trata de eso. Tiene una niña pequeña.
—¿Qué? —volvió a escandalizarse Suzette, llevándose las
manos a la cabeza—. ¿Está embarazada y tiene una hija? ¿Estás
loca?
Ahora era Casey la que empezaba a cabrearse.
—No —le dijo, batallando por recobrar algo de credibilidad—.
No estoy loca. No es lo que piensas. Es muy atractiva pero a... a
mí no me atrae.
Suzette puso los ojos en blanco y se abrochó la blusa.
—Bennett, no me tomes por imbécil. Si te la quieres follar...
—No hables así de ella.
Suzette enarcó una ceja.
—Acabas de confirmar mis sospechas —rió, y se puso los
zapatos—. Esto te lo tienes que pensar mejor, Case. No es un rollo
típico de los que te van a ti.
Se volvió una última vez antes de marcharse.
—Embarazada y con una hija. ¿Es lesbiana?
Casey asintió, aún tratando de organizar sus pensamientos.
Suzette la estaba bombardeando con demasiadas verdades a la
vez.
—Bueno, eso ya es un punto a tu favor —opinó Suzette.
Al reparar en la cara de confusión de Casey, añadió:
—Nunca te había visto ni confundida ni desconcertada.
Pareces... —se interrumpió, y adoptó una expresión pensativa—.
Vulnerable —lo dijo como si fuera una palabra vulgar—. Nos
vemos mañana en el ensayo. Y esta vez no me grites. Solo porque
seamos amantes no quiere decir que tengas que meterte con mi
interpretación.
Casey le devolvió una mirada serena.
—Solo porque duermas con la compositora no significa que
puedas tocar el chelo de pena —espetó, completamente seria, con
la mirada retadora clavada en la airada chelista.
—La has llamado «cariño» —soltó Suzette.
Casey hizo una mueca de dolor y Suzette salió de la casa hecha
una furia, dando un portazo. La compositora se quedó sentada en
la cama, con la mirada perdida.
—Vale, hace tres días no tenía ninguna preocupación, follaba de
maravilla con una mujer preciosa y mi vida era solo mía. Ahora
estoy aquí sola, sentada en cueros y tengo a una mujer embarazada
y a su hija en mi cabaña —se dijo. Meneó la cabeza—. Necesito
una copa.
Cogió la botella de champán... pero estaba vacía, así que se dejó
caer sobre la cama de nuevo y se quedó mirando al techo.
—¿La he llamado «cariño»?
Capítulo 7

—¿Me ha llamado «cariño»?


Liz colgó el teléfono e ignoró la sensación de hormigueo en el
estómago. Se dijo que era el bebé, que estaba agitado, pero no
dejaba de pensar en el tono de preocupación de la voz de Casey.
Marge encendió varias velas.
—Esto pasa mucho por aquí, no te preocupes. Casey me ha
pedido que pase a ver cómo estás —comentó—. Debes de ser
alguien muy especial porque nadie, digo bien, nadie ha pasado más
de una noche en esta cabaña. Como mucho, un fin de semana de
desenfreno —rio.
Liz se rio con ella al tiempo que evitaba pensar en Casey Bennett
con otras mujeres.
—Me hizo prometer que te cuidaría —le dijo Marge, y le miró la
barriga—. ¿Cuándo sales de cuentas?
—El 3 de diciembre. Parece que tenga que ser mañana.
—He tenido tres, sé lo que quieres decir. —Entonces se fijó en
Skye, que se abrazaba del cuello de su madre—. Qué monada. No
me extraña que Casey os quiera —les guiñó un ojo—. Hace diez
años que la conozco. Compró esta propiedad y la arregló
prácticamente toda ella misma, con la ayuda de unos amigos. Tardó
casi ocho años en acabarla. Trabajó muy duro y también se divirtió
lo suyo. Ha tenido... —Marge calló, sonrojándose.
Liz se rio.
—Soy consciente de la reputación de la señora Bennett.
Marge le lanzó una mirada curiosa.
—Me gustas. Serías buena para Casey. A lo mejor consigues
que siente la cabeza.
—Bueno —empezó Liz, a sabiendas de que se había puesto
colorada—. Casey solo va a ayudarme hasta que nazca el bebé. En
cuanto pueda, buscaré un trabajo y volveré a poner nuestras vidas
en marcha.
Marge disimuló una sonrisa.
—¿Y por eso te has puesto como un tomate?
Liz se llevó las manos a las mejillas de inmediato.
—¿Ah, sí? —se rio, nerviosa—. Supongo que la arrogante
señora Bennett tiene ese efecto en muchas mujeres. Pero bueno,
Skye y yo pronto nos las podremos arreglar solas otra vez,
¿verdad, pastelito?
—Vedad, mamá —asintió la pequeña, en muestra de apoyo.

El ensayo era agónico y Casey gimió con los ojos cerrados al oír la
interpretación que hacía la orquesta de su composición. A su lado,
Niles dejó escapar un sonido parejo de frustración.
—Niles, no soy yo, ¿verdad? ¿Tú lo oyes?
Niles frunció los labios en una mueca de sufrimiento y asintió.
—Odio tener que decirlo.
Casey se echó hacia delante y hundió el rostro en las manos.
—Es Suzette... Ella...
—Apesta —ofreció Niles.
Casey levantó la cabeza y miró a su amigo con los ojos
entornados.
—Niles, «apesta» no es un término muy profesional.
—¿Es una mierda?
—Mucho mejor —dijo Casey—. Vamos a sacar a Jeffrey de ahí
antes de que se suicide. Tenemos que reconsiderar esto.
—Necesitamos otro chelista —farfulló Niles.
Sabía que Casey se daba cuenta de que debía tomar una
decisión. Jeffrey también era consciente de ello. Se reunieron en el
estudio vacío y Casey se sentó al piano y empezó a golpear las
teclas con actitud ausente.
—Casey, estás agotada. Has reescrito media banda sonora solo
para no echarla. No está bien y lo sabes —se sinceró Niles.
Casey se levantó y se desperezó.
—Lo sé, tengo que decírselo.
—Cógete unos días libres. Yo les he dado largas a los
productores, así que es el mejor momento. El director está en el
centro de desintoxicación Betty Ford y tiene para dos semanas por
lo menos. Sube al norte, relájate y vuelve con la cabeza despejada
—le recomendó Niles, con una palmada en el hombro.
Jeffrey cogió su maletín.
—No envidio la situación en la que te encuentras, Casey, pero
estoy de acuerdo con Niles. Buenas noches.
Niles se despidió de él con la mano, sin despegar los ojos de
Casey, que le dedicó a Jeffrey un triste gesto de cabeza. Casey
Bennett podía llegar a ser una mujer muy irritante, se dijo.
Seguramente era su creatividad lo que la hacía tan arrogante y
coñazo. No obstante, era una buena persona, amable y generosa,
por mucho que no dejara que lo supiera nadie.
Se había pasado la semana hablando con una mujer y, cada vez
que recibía una llamada telefónica de su parte, le cambiaba la cara.
Nunca la había visto así, ya que normalmente era una obsesa del
control y cuando trabajaba era fría como el hielo. No dejaba que
nada la distrajera ni se interpusiera en su camino. En cambio,
cuando recibía aquellas llamadas, se volvía más tranquila y... bueno,
femenina. Niles odiaba pensar algo así, pero tenía que admitirlo:
Casey Bennett era una mujer, ¿o no?
—¿Perdona, qué? —preguntó Niles, volviendo de golpe a la
realidad.
—He dicho que, si quieres subir a mi cabaña, eres más que
bienvenido.
Niles parpadeó estúpidamente.
—¿Yo? ¿Me invitas a mí? ¿Que yo suba a la cabaña? —Niles
alargó la mano y le tocó la frente. Los ojos verdes de Casey
relampaguearon con enfado, pero no dijo nada—. Vaya, vivir para
ver. A lo mejor lo hago.
Casey esbozó una sonrisa azorada.
—Puedes traer a Brian.
Niles se llevó la mano al corazón.
—Brian se quedará atónito.
Casey sonrió y se pasó el dedo por debajo de la nariz, como si
le diera vergüenza.
—Dios santo, ¿Casey Bennett ruborizada?
—No tientes a la suerte.
—De acuerdo —interpuso él enseguida, levantando las manos
—. ¿Y podré conocer a la mujer que te ha puesto de un humor tan
generoso?
Casey frunció el ceño.
—No hay ninguna mujer. Solo he pensado que no habías estado
nunca en la cabaña y sería un buen modo de tomarnos todos un
descanso.
—Entonces, ¿con quién has estado hablando los últimos dos
días? —se interesó, tomando asiento a su lado y acariciando las
teclas—. Ojalá supiera tocar este trasto. Haces que parezca tan
fácil...
Casey se rio y empezó a tocar, mientras Niles se movía para
dejarle espacio. No dijo nada, pero la observó sonreír mientras sus
elegantes dedos volaban sobre las teclas.
—Y ahora responde a mi pregunta —insistió él.
—¿Te acuerdas de Julie Bridges?
—Sí, tu ex que quería tener hijos.
Casey asintió, sin dejar de tocar.
—Murió hace unas semanas de cáncer.
—Lo siento mucho.
—Gracias. Dejó a su pareja, embarazada de su segunda hija.
—Dios mío —exclamó Niles—. ¿La segunda?
Fue cuando se dio cuenta de que Casey sonreía.
—Sí, tiene una niña de tres o cuatro años, no estoy segura. Se
llama Skye y está llena de vida y tiene unos ojos azules
endiablados.
Niles se separó un poco de ella para mirarla bien y sonrió de
oreja a oreja.
—¿Skye? Suena adorable. ¿Cómo sabes que tiene los ojos
azules?
Casey lo miró de reojo antes de contestar.
—Al parecer, la pareja de Julie, Liz Kennedy, está embarazada
de cinco meses y tiene problemas económicos. Julie me escribió
una carta antes de morir pidiéndome que ayudara a Liz y a su
familia hasta que naciera el bebé —repuso ella, encogiéndose de
hombros.
—Así que les ofreciste tu cabaña. Es muy considerado por tu
parte.
—Lo sé, no me pega nada, ¿verdad?
Niles levantó una ceja ante el amargo comentario.
—No, tú eres la única que cree eso, cariño. Resulta que yo
pienso que eres una mujer muy generosa. Ahora cuéntame cómo es
Liz Kennedy.
Casey soltó una carcajada aspirada, sin dejar de tocar.
—Te pareces a mi abuela, ya.
—¿Cómo está Meredith?
—Está bien. Quiere conocer a Liz.
—Y yo.
—Te voy a decir lo mismo que a ella. —Miró a Niles fijamente,
y este aguardó—. No.
Niles esbozó una sonrisa resabida.
—¿Entonces para qué quieres que suba con Brian a la cabaña?
¿Las esconderás a ella y a su hija?
Casey notó que se sonrojaba.
—No, yo...
—Admítelo. Quieres que conozcamos a esa mujer.
Casey miró al cielo y meneó la cabeza.
Niles se rio abiertamente y le dio una palmada en el hombro.
—Vale, vale. Pero sabes que no voy a dejar de insistir. Háblame
de ella.
Casey dejó de tocar un momento y se quedó con la mirada
perdida, mientras Niles esperaba a que siguiera hablando. Se
sorprendió de verla sonreír y negar con la cabeza. Entonces Casey
empezó a tocar de nuevo, pero esta vez una canción diferente. Al
reconocer las notas, Niles arrugó la frente.
—Es dura —empezó a decir Casey—. Y es una buena madre.
Tiene una relación maravillosa con su hija y le preocupa su futuro.
Se nota que detesta hallarse en la situación en la que está, pero no
puedo evitar pensar que se lo ha buscado ella. Me refiero a que
¿por qué hacer algo así? —miró a Niles y este se encogió de
hombros—. Sola y con dos hijas.
—Bueno, estoy seguro de que no es como le gustaría que fuera.
—Lo sé, pero es que es una irresponsabilidad flagrante. ¿Un
hijo? Vale. ¿Pero dos? Con lo caro que sale, por amor de Dios.
—¿Por qué te cabreas tanto por las decisiones de otra persona?
—le preguntó Niles, en tono sereno pero preocupado—. ¿Es
porque está viviendo en tu casa?
—No, bueno, al principio me sacaba de quicio. Supongo que, si
soy sincera, lo que no quería era tener que pensar en Julie.
—Sé que te importaba mucho.
—Así es, pero hizo una montaña del tema de los hijos.
Niles se fijó en que dejaba de tocar su canción incompleta.
Casey respiró hondo y cerró la tapa sobre las teclas.
—En fin, todo eso es agua pasada.
—Pero ahora ha vuelto a ser parte de tu vida, por esa Liz
Kennedy.
Los dos se quedaron callados un momento, hasta que Niles
volvió a hablar.
—¿Estás descubriendo que te importa esa mujer?
Casey pestañeó y le miró.
—Yo... no. Bueno... —dejó caer la frase y la confusión se hizo
patente en sus ojos verdes.
—¿Me permites hacer una observación?
Casey sonrió con reticencia.
—¿Serviría de algo decirte que no?
—Lo dudo —respondió Niles—. Normalmente, cuando te
pregunto sobre las mujeres que hay en tu vida, las describes
físicamente. Una era un bombón, la otra tenía unas piernas de
infarto, otra...
—Ve al grano.
—A Liz Kennedy la has descrito por cómo es, por lo que hace y
cómo piensa. Ni siquiera has mencionado qué aspecto tiene.
¿Quieres saber por qué?
—No.
—Porque a ella la ves como una persona, no un objeto de tu
lujuria.
Casey guardó silencio.
—¿Y quieres saber qué más?
—No —dijo Casey enseguida. Pero entonces se encogió de
hombros—. ¿Qué?
Niles se rio.
—Creo que lo dejaré para otro momento. Si seguimos hablando
del tema empezarás a sacar espuma por la boca.
—Bueno, gracias por la conversación de todos modos. Tenía
que hablarlo con alguien o me iba a volver loca —admitió ella,
pasándose una mano por el pelo.
—Me halaga que la segura y confiada Casey Bennett quiera mi
opinión.
—Los dos queríamos a Julie —susurró Casey.
—Lo sé. Es algo que vas a tener que superar.
Casey asintió, se puso de pie y estiró la espalda.
—¿Cómo es? Me tienes en ascuas —pinchó Niles.
—Tiene unos ojos azules muy bonitos y el pelo caoba claro.
Cuando sonríe se le ilumina la cara, como si la alegría naciera de lo
más profundo de su alma —describió Casey, encogiéndose de
hombros.
—¿Pero eso no importa, verdad?
—No —Casey cabeceó, y se puso a recoger las partituras para
guardarlas—. Puede que sea más joven que yo, pero
definitivamente tiene más experiencia en la vida.
Se quedó quieta un momento y se echó a reír. Niles no pudo
evitar reírse con ella, porque hacía tiempo que no veía a Casey reír
de corazón, y le resultaba cautivador.
—Ahora me tienes que decir qué es lo que te tiene tan contenta
—le dijo Niles, apoyado en el lateral del piano—. Todo el tiempo.
Sin dejar de sonreír, la mujer prosiguió:
—La hija de Liz, Skye. Tiene un vocabulario sorprendente, al
menos a mí me lo parece, pero tampoco es que conozca a muchos
niños de tres años. Es adorable y Liz ha hecho un trabajo fantástico
como madre. Es un gustazo verlas juntas; se nota el amor que las
une.
Ordenó las hojas de partituras y echó un vistazo a Niles.
—Freud se removería en su tumba por lo que voy a decir, pero
me recuerda un poco a mi madre en ese aspecto.
Niles soltó una carcajada.
—No necesito echar mano del psicoanálisis para eso. Conocí a
tu madre, ¿recuerdas? Era una mujer maravillosa y encantadora que
quería a su hija.
Cuando Casey no respondió, Niles se dio cuenta de que estaba
haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas.
—No pasa nada porque Liz te recuerde a ella. Y hacía siglos
que no tocabas eso.
Casey levantó la vista, con el ceño fruncido.
—¿Qué estaba tocando? Ni lo sé.
—Estabas tocando esa pieza que nunca has llegado a terminar.
—¿En serio? —rio Casey—. Tienes razón, hacía mucho que no
la tocaba. —Acarició la tapa del piano en silencio un par de
segundos—. Niles, me siento como si el mundo se hubiera vuelto
un lugar muy extraño.
Niles ladeó la cabeza y sonrió abiertamente.
—¿Estás enamorada de esa mujer?
—Tengo que decir que no. Pero solo porque no tengo ni idea de
lo que es estar enamorada. Ella estaba enamorada de Julie. Yo
quería a Julie. Todo es muy raro y aun así es... No sé. Parece lo
más natural del mundo. ¿Por qué?
—Guau, realmente todo esto es nuevo en ti. Dime una cosa.
¿Me lo preguntas a mí porque Brian y yo estamos casados?
Casey lo miró de refilón y asintió.
—He pensado que a lo mejor me iluminabas un poco.
—Bueno, me gustaría conocerlas a las dos, pero todavía no —le
dijo Niles—. Tienes que pensar bien en todo esto y tienes que
hacerlo sola. ¿Ella siente algo por ti?
—Seguramente no. ¿Por qué estoy pensando en estas cosas?
Niles arqueó una ceja ante el tono desamparado de su voz.
Casey Bennett era muchas cosas, pero no una mujer indefensa.
—Cariño, es la primera vez en mucho tiempo que sientes algo
remotamente parecido al amor. Quiero decir que normalmente lo
tuyo es el control y el sexo y pasar un buen rato y...
—Ya lo pillo, Niles —replicó ella, ceñuda, y se sentó en el
banco del piano—. Lo cierto es que no sé nada del amor.
Niles percibió el desaliento de su amiga y se sentó a su lado.
—Antes de conocer a Brian, era bastante playboy. La mayoría
de los gays lo somos hasta que encontramos al hombre adecuado.
Ahora que lo pienso, los hombres somos así en general.
—¿Así que conociste a Brian y te enamoraste?
—Sí, pero luché contra ello con todas mis fuerzas. No estaba
dispuesto a dejarme atrapar, ni siquiera por el hombre más
apetitoso que había conocido nunca.
—¿Apetitoso?
Niles asintió, destapó el piano y empezó a tocar Chopsticks.
—Vuelve a casa y tantea el terreno, pero no te lances a la
piscina demasiado deprisa. No vaya a ser que se hunda el barco.
Casey frunció el ceño y le regaló una mirada de perplejidad.
—Entre tanta metáfora has intentado decirme algo, ¿verdad?
—No tengo ni idea.
—Mmm, a ver, dime —le preguntó, al tiempo que se ponía a
tocar con él—. ¿Qué le compro a una niña de tres años precoz?
—No tengo ni idea.

El día de antes de volver a casa, Casey se descubrió vagando por


el centro de Chicago, de escaparate en escaparate.
—¿Qué estoy haciendo? —meneó la cabeza, aunque sabía
exactamente lo que estaba haciendo. Lo que se le escapaba era el
porqué.
Se detuvo delante del escaparate de una juguetería y se puso a
mirar los juguetes. Se rascó la nuca con una risita nerviosa y entró.
—¿Puedo ayudarla? —la saludó la dependienta.
Casey tragó saliva y echó un vistazo inquieto a su alrededor.
—Esto... eh, busco algún juguete para niños de tres años.
—¿Es para un niño o una niña?
Casey estaba mirando distraídamente el estante de los peluches.
—Ah, niña —respondió, al tiempo que cogía un osito, lo miraba
de cerca y lo volvía a dejar donde estaba.
—¿Es un regalo de cumpleaños? —preguntó la dependienta,
solícita, siguiendo a Casey con la mirada.
—No, solo es un regalo para... —Casey se interrumpió, sin
saber qué decir, y le dedicó a la dependienta un gesto de
indefensión.
—¿Para que sepa que le importa?
—Sí. Es mona y adorable. Lista como un ratón colorado y...
En ese momento lo vio, sonrió y cogió el peluche escogido.
—Me llevo este, por favor.
La mujer se echó a reír y se dirigió al mostrador, seguida de
Casey.
—Ha tardado usted poco. Debe de conocer a esa niña muy
bien.
Casey volvió a encogerse de hombros y cogió unas gafas de sol,
tan pequeñas que le arrancaron una carcajada.
—¿De verdad hacen gafas de sol para niños pequeños?
La dependienta también se rio.
—No debe de tener hijos, porque si no nunca habría preguntado
algo así —extendió la mano hacia Casey con una mirada de
interrogación.
—Bueno, sí, muy bien. Supongo que también me llevaré estas.
—Entonces cogió un sonajero de bebé del mostrador y lo agitó
adelante y atrás con cuidado. Tras observarlo un momento, miró a
la dependienta—. Y esto también, a lo mejor.
Casey se pasó el dedo por debajo de la nariz y evitó mirar a la
sonriente dependienta a los ojos mientras pagaba sus compras. Al
salir de la tienda con las bolsas se dio cuenta de que sonreía
mientras caminaba por la abigarrada calle. Se detuvo en seco
delante de una tienda premamá y enarcó las cejas.
«Ah, esto no es una buena idea, Casey.»
Aun así, reunió valor y entró en la tienda al mismo tiempo que
una mujer embarazadísima. Casey no daba crédito al tamaño del
barrigón que tenía y la incredulidad debió de notársele en la cara al
apartarse rápidamente de su camino, porque la mujer le lanzó una
mirada asesina.
—Sí, estoy enorme y ya me paso de cuentas —espetó, en tono
retador.
Casey esbozó una sonrisa leve, le aguantó la puerta y la siguió,
contrita, sin decir esta boca es mía. Volvía a tener la impresión de
no saber qué coño estaba haciendo. ¿De verdad quería comprarle
algo a Liz? Y si era así, ¿el qué?
—Esto también es una mala idea, Casey —murmuró para sí.
Dio media vuelta para marcharse, pero al hacerlo se chocó otra
vez con la mujer embarazada.
—Ah, mierda, disculpe —exclamó Casey, sosteniéndola para
que no perdiera el equilibrio.
—Tenemos que dejar de toparnos así —comentó la mujer.
Casey soltó una risita nerviosa—. Supongo que busca algo de ropa
premamá, aunque no parece que esté embarazada.
Casey pestañeó y balbuceó su respuesta.
—No, no. No lo estoy. Es u-una amiga. Está embarazada, va a
tener un bebé.
—Sí, es lo que suele pasar cuando se está embarazada.
Casey se quedó blanca, pero forzó una carcajada.
—Sí, bueno...
—¿Entonces ha venido a comprarle algo a su amiga? —la instó
la mujer. Cuando Casey se las arregló para asentir, sonrió
ampliamente—. Venga conmigo.
—Esto, yo... —protestó Casey, pero siguió a la extraña por la
tienda.
Se pararon junto a una silla y la mujer empezó a sentarse poco a
poco, resoplando en alto. Casey fue a ofrecerle la mano, pero la
mujer se acomodó sola.
—¿De cuánto está?
—Eh... —farfulló Casey, intentado hacer cálculos en su mente.
La mujer se rio.
—¿Cuándo sale de cuentas?
—En diciembre —contestó Casey de inmediato—. La primera
semana o así.
—Mmm, muy bien. ¿Vestido o pantalones? —preguntó la mujer,
al tiempo que extendía la mano—. Soy Karen.
Casey aceptó la mano que le tendía.
—Casey. Y creo que pantalones —añadió, aunque no tenía ni
idea.
—¿Cuánto peso ha ganado?
—No... no tengo la menor idea.
Karen entornó los ojos.
—Esto no va a ser fácil. ¿Ves a todas estas mujeres?
Casey miró a su alrededor y se fijó en que había muchas mujeres
embarazadas. Increíble.
—¿Las acaban de descargar?
Karen soltó una sonora carcajada.
—Escoge a una que sea más o menos como...
—Liz —completó Casey, observando a las mujeres. Cuando
encontró una más o menos del tamaño de Liz, la señaló—. Esa de
ahí. Me siento como una burra.
—Bueno, deberías. Mira que no saber cuánto peso ha ganado tu
pareja... Se supone que la tienes que cuidar.
—Ella... Liz no es mi... quiero decir, está viviendo en mi casa y...
—interpuso, pero al cabo de un segundo calló, porque sonaba
ridícula.
—Tú cuídala —repitió Karen—. No discutas con una mujer
embarazada. Estamos todas de los nervios y mataríamos por medio
kilo de Häagen Dazs.
Casey tragó saliva y asintió.
«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó, mirando a su alrededor
como un animal atrapado.
Capítulo 8

Durante todo el camino a casa, Casey tuvo el estómago hecho


nudos al recordar la conversación que había tenido con Niles.
Gimió en alto al pensar en el rostro iracundo de Suzette. Lo cierto
es que había tenido una buena relación con Suzette: sin ataduras, sin
compromisos, sin la trampa de las emociones y los celos
entorpeciendo el camino, al menos hasta que el incidente de la
llamada le había demostrado que Suzette podía llegar a ser celosa.
Sin embargo, Casey no podía culparla, porque si estuviera en su
lugar, eso también le habría molestado. ¿O no? ¿Qué pasaría si
Suzette se viera con otras?
—Ya no sé qué coño estoy haciendo —farfulló Casey al volante
—. Con lo feliz que vivía yo, y mírame ahora.
Echó un vistazo a los paquetes envueltos en papel de regalo y
puso los ojos en blanco.
—¡Qué estoy haciendo! —gruñó con desesperación mientras
veía pasar las líneas blancas de la autopista bajo el coche y
desaparecer en la distancia.
No podía evitar comparar aquellas líneas con su vida tal como la
había conocido hasta el momento. Se pasó el viaje discutiendo
consigo misma, pero sonrió cuando tomó el camino de entrada a su
propiedad y la cabaña y el lago aparecieron en el horizonte. Lo
cierto es que lo había echado de menos: la cabaña, el lago y sus
dos invitadas. Mientras sacaba el equipaje del maletero, oyó la
vocecilla de Skye.
—¡Cafey... Cafey! —la llamó la niña alegremente.
Casey esbozó una sonrisa radiante y se volvió. La criaturilla
corría en su dirección, pero de repente tropezó y se le escapó un
gruñido mientras se frotaba las manitas polvorientas. Casey fue por
ella a toda prisa y llegó junto a la pequeña al mismo tiempo que Liz,
que venía desde la parte trasera de la cabaña.
—Me caído.
—¿Te has hecho daño, pitufa? —preguntó Casey.
Skye negó con la cabeza mientras Liz le sacudía el polvo del
trasero. Cuando esta levantó la vista y miró a Casey a los ojos
sonrió.
—Hola —saludó, corta de aliento.
—Ei —le devolvió el saludo Casey.
Y las dos se quedaron en silencio un momento.
—¿Has tenido un buen viaje? Pareces cansada —rompió el
silencio Liz—. Bueno, Skye se alegra de verte.
—Ha sido productivo —repuso Casey, que se rascó la nuca.
Liz ladeó la cabeza y sonrió.
—Eso está bien.
—No tengo ni idea —rio Casey, nerviosa, y cogió a Skye en
brazos. Luego se la echó sobre el hombro y el minichampiñón se
deshizo en risitas—. ¿Me habéis echado de menos? —preguntó,
mirando a Liz.
—Sííí. Te echo de menos —rio Skye.
Casey le hizo cosquillas por todo el cuerpo y la enderezó, para
sostenerla sobre la cadera y coger la bolsa al mismo tiempo. Las
tres se dirigieron al porche, en donde Casey bajó a Skye al suelo.
—Skye nada —anunció la niña, contentísima, mirando a su
madre.
—¿Ah sí? ¿Con mamá? —se interesó Casey.
No obstante, la expresión de Liz era severa; Skye agachó la
cabeza y se llevó un dedo a la boca.
—Muy bien, ¿qué está pasando?
—¿Skye Marie? —advirtió Liz en tono inflexible.
Casey enarcó una ceja. ¿Skye Marie? Aquello no podía ser
bueno.
—Skye nada. Solita —farfulló Skye en voz baja.
A Casey casi se le salieron los ojos de las órbitas.
—¿Tú sola? —gritó.
De repente se le llenó la cabeza de imágenes horribles de aquella
cosita bocabajo en el lago. Se arrodilló y le puso un dedo bajo la
barbilla para hacerle mirarla a la cara.
—Cariñito, no vuelvas a ir sola al lago. Prométemelo —ordenó
Casey, con el corazón latiéndole en las sienes. Entonces miró a Liz
—. ¿La has dejado ir al lago sola?
Los azules ojos de Liz relampaguearon, rebosantes de furia.
Aquella mirada de estupor bastó para hacerle saber a Casey que
había dicho lo que no debía, pero Liz no dijo nada y se limitó a
respirar por la nariz, con las aletas dilatadas por el enfado.
—Espero que hayas tenido un buen viaje.
—Liz, yo...
—Estaba haciendo la comida. Venga, pastelito. Hora de comer.
Skye tenía pinta de estar a punto de romper a llorar y Casey le
acarició los rizos rubios.
—Ve con mamá, pitufa. Yo voy a lavarme para la comida.
Liz cogió a Skye de la mano y desapareció al otro lado de la
cabaña.
—Mierda —perjuró Casey, furiosa consigo misma por haber
perdido los nervios.
Bolsa en mano, las siguió al interior de la cabaña. La comida fue
más bien silenciosa y tensa. Liz estaba que echaba chispas aun
mientras le cortaba el sándwich a su hija y se lo ponía en el plato.
Como si pudiera percibir el humor de su madre, la pequeña musitó
un educado «gracias». Cuando Liz le puso el plato delante a Casey,
esta también repuso:
—Gracias, mamá.
Liz levantó la cabeza de golpe y fulminó a Casey con la mirada;
Casey trató de no reírse, pero Skye no pudo evitarlo.
—No es tu mamá, Cafey.
Casey se encogió de hombros y, al cabo de unos segundos, las
tres se habían echado a reír y la tensión se había evaporado.
Mientras bebía té helado, miró cómo Skye daba cuenta de su pasta
boloñesa con kétchup. Hizo una mueca solo de pensar en el sabor
de aquella combinación.
—Cafey, ¿vamos a nadar?
Casey se limpió los labios con la servilleta y miró a Liz de reojo.
—No lo sé, pitufa. Eso lo decide tu madre.
Liz miró alternativamente a Casey y a su hija.
—Claro que puedes ir a nadar. Pero tienes que escuchar a
Casey y hacer todo lo que te diga. No queremos que te pase nada.
Casey te llevará a nadar siempre que quieras, pero no puedes
entrar en el agua sola, ¿entendido?
A Skye le tembló la barbilla bajo la reprimenda, pero asintió.
Casey carraspeó.
—Bueno, si no recuerdo mal, te prometí traerte un regalo.
Skye abrió mucho los ojos y siguió a Casey con la mirada
mientras iba a la sala de estar y volvía con la bolsa. Sacó sus gafas
de sol y se las puso, ignorando la mirada de curiosidad de Liz.
Entonces sacó el minipar de gafas y se las dio a Skye, que se
entusiasmó cuando Casey la ayudó a ponérselas.
—¡Mamá! ¡Como Cafey!
Casey se rio y Liz meneó la cabeza.
—Justo lo que necesitaba, una versión en miniatura de Casey
Bennett —rezongó, si bien al mirarlas juntas con las gafas de sol
puestas no pudo evitar reírse—. Estás monísima, pastelito.
—¿Como Cafey?
Casey miró a Liz por encima de las gafas y esta esbozó una
sonrisa sarcástica.
—Oh, mucho más que Casey, cariño —le aseguró.
El ego de Casey se deshinchó de golpe, como un globo
pinchado. Rezongó como una niña pequeña, cogió la bolsa y sacó
el regalo de Skye. Skye miró a su madre, que le sonrió y asintió,
antes de romper el envoltorio.
—Mamá... ¡Un pes! —chilló Skye, encantada, ajustándose las
gafas de sol.
Sostuvo en alto el pez de peluche con aletas azules y naranjas y
lo abrazó. Casey sonrió, orgullosa.
«Se me ha ocurrido a mí, muchas gracias.»
—Ya lo veo. Es muy bonito, pastelito, puedes dormir con él —la
animó su madre, igual de entusiasmada.
Skye estaba tan contenta que no podía estarse quieta y saltó de
la silla para echarle los brazos al cuello a Casey.
—Gracias, Cafey.
—De nada, pitufa.
—Cafey, ¿nadamos ya? —preguntó, tirándole de los pantalones
cortos.
—Tu mamá se ha esforzado mucho en hacerme este
supersándwich tan bueno, pitufa, así que me lo voy a acabar.
—Skye, Casey está cansada. ¿Qué te parece dormir la siesta y
luego cuando te despiertes bajamos las tres al lago?
Skye pataleó.
—Skye —la advirtió su madre.
La independiente niña de tres años frunció el ceño.
—Quero nadar —se encabezonó.
Casey arqueó una ceja y trató de no reírse mientras se terminaba
el sándwich.
—Tapón revoltoso —farfulló entre dientes al tiempo que daba
un trago de té helado.
Liz le lanzó una mirada furibunda y susurró:
—¿Quieres hacer el favor de ponerte de mi lado en esto?
Casey asintió, se limpió con la servilleta, arrugó el ceño y miró a
Skye, que le sostuvo la mirada con el entrecejo igualmente fruncido.
—Siesta —ordenó Casey.
Skye las miró a las dos. Entonces cogió su pez de peluche y tiró
a Casey de la mano. Esta se rio y Skye cogió de la mano también a
su madre.
—Cafey cansada, mamá cansada —anunció, tirando de las dos.
Casey agachó la cabeza, con la esperanza de que no se le notara
el rubor en las mejillas.
—Bueno, es una cama grande. La podemos poner en el medio,
para que no se caiga —aventuró, apenas atreviéndose a mirar a Liz
a los ojos azules.
—La... la verdad es que pareces cansada y el sofá es muy corto
para ti —ofreció la otra mujer.
Skye no había dejado de mirarlas en todo el rato y las arrastró
fuera de la cocina.
—¡A momiiir! —insistió.
Casey subió a Skye a la cama sin esfuerzo y la colocó entre Liz y
ella. Su madre se tumbó y dejó escapar un suspiro de alivio al
estirar los músculos. A continuación intentó incorporarse de nuevo
para quitarse las sandalias, pero Casey se le adelantó y rodeó la
cama.
—Espera, tortuguita —le dijo, agachándose para descalzarla.
—No, por favor, puedo yo...
—Estate quieta —susurró Casey, y acabó de quitarle las
sandalias.
Al hacerlo le acarició ligeramente los tobillos con la yema de los
dedos. Liz echó la cabeza hacia atrás.
—Gracias —musitó—. Seguro que echas de menos dormir en tu
propia cama. Lo siento.
—Mamá, un cuento, pofiii —pidió Skye, acurrucándose contra
el costado de Liz. Le tiró de la camisa a Casey—. Mamá nos lee
cuento.
Casey sonrió y se movió hacia el medio de la cama, para
acurrucarse con Skye. Se acomodaron juntas mientras Liz cogía su
libro de poesía.
—¿Qué queréis que lea?
Skye se sacó el pulgar de la boca para contestar.
—El del beso, mamá —la animó la pequeña, rodeándole el
brazo con el suyo.
Liz sonrió a su hija.
—¿El del beso otra vez? ¿Por qué no leemos otro?
Casey, que observaba atentamente a Liz, se preguntó por qué se
habría puesto roja de repente. A lo mejor tenía que ver con el
embarazo, se dijo, incorporándose sobre el hombro para apoyar la
cara en la mano.
—¿El del beso?
Liz disimuló una nueva sonrisa y asintió mientras hojeaba el libro.
—¿Qué te parece el otro libro, pastelito? El Doctor Seuss o a lo
mejor...
—No, mamá, pofiii, el del beso —suplicó Skye.
Liz soltó una carcajada nerviosa.
—Skye, no sé por qué te gusta tanto ese poema. Shelley nada
menos.
Skye miró a Casey de golpe y anunció.
—Mamá nos lee cuento.
—Lo sé, pitufa. Estoy impaciente —afirmó Casey, con total
sinceridad.
Liz evitó mirarla a la cara, se aclaró la garganta y empezó a leer
en tono musical.
—«Las fuentes se unen con el río y los ríos con el Océano. Los
vientos celestiales se mezclan por siempre con calma emoción.»
La voz serena de Liz arrulló a Casey de tal manera que se perdió
las siguientes líneas, pero contempló su rostro mientras recitaba el
final del viejo poema.
—«La luz del sol ciñe a la Tierra y la Luna besa a los mares:
¿para qué esta dulce tarea si luego tú ya no me besas?» —Liz se
detuvo y miró a Casey—. ¿Qué pasa? ¿No te gusta la poesía?
Casey parpadeó, con la mente a años luz de distancia. No se
atrevía a preguntarse dónde, pero sí se daba cuenta de que estaba
mirando a Liz fijamente.
—No, ha sido precioso.
Skye estaba agarrada del brazo de su madre y abrazada al pez
de peluche.
—Otaves —murmuró, adormilada.
—Skye...
—Sí, mamá, otra vez —coincidió Casey en voz baja.
Las dos mujeres volvieron a sostenerse la mirada un momento,
antes de que Liz retomara la lectura. Skye cayó profundamente
dormida mientras Liz leía y no llegó a escuchar el final. Su madre
cerró el libro sobre el pecho y contempló a su hija.
—Pasa cada vez que le leo —susurró—. Debe de ser mi voz.
—Es muy relajante —murmuró Casey.
—No sabría decirte.
—Liz, siento lo del lago.
Liz negó con la cabeza.
—Ya lo sé. No pasa nada.
—Sí que pasa. No tengo ningún derecho a...
—Mejor que lo hablemos luego. No quiero despertarla.
Casey asintió y se le escapó un bostezo. Liz sonrió, cerró los
ojos y se quedó dormida bajo la atenta mirada de la compositora.
Al cabo de unos segundos, a Casey la sorprendió notar que le
pesaban los párpados y pronto acompañó a madre e hija a los
brazos de Morfeo.

Casey volvió a despertarse cuando algo le golpeó el ojo. Despegó


los párpados con un sobresalto y, de nuevo, se encontró cara a
cara con la rubita.
—Cafey, vamos a nadar —susurró.
Casey se desperezó y echó un vistazo a su reloj de pulsera. Eran
las dos y media. Asombroso. Casey ni siquiera recordaba la última
vez que se había echado la siesta. Meneó la cabeza al pensar en
ello, aunque lo cierto era que se sentía completamente descansada
y hasta rejuvenecida. Se volvió hacia Liz, que seguía profundamente
dormida, tumbada de lado de cara a ellas. Al contemplarla no pudo
ignorar el modo en que se le aceleraba el corazón: Liz era preciosa,
aun estando embarazada. Puede que precisamente porque estaba
embarazada y era feliz. La maternidad era algo ajeno para Casey,
pero para Liz Kennedy era algo natural. Era una buena mujer y
Casey no conocía a muchas de esas. Se preguntaba cómo acabaría
todo aquello. ¿Qué debía de pensar Liz?
—Cafey —susurró de nuevo Skye, en tono insistente.
—Vale. Shh, vamos a dejar que mamá duerma un ratito más.
Venga —le susurró Casey, deslizándose fuera de la cama.
Se llevó un dedo a los labios y Skye la imitó.
—¿Mamá dueme?
Casey asintió y cogió a la niña en brazos para salir del dormitorio
sin hacer ruido.

—Jesús, pitufa. ¡Estate quieta! —bufó Casey, que se las veía y


deseaba para ponerle el bañador a Skye. Cuando acabó de
ponérselo, se apartó y frunció los labios, desconcertada—. ¿Por
qué no queda bien?
Skye hizo una mueca, se llevó la mano al trasero y tiró del
bañador, con el ceño fruncido. Fue cuando Casey se fijó en la
etiqueta... estaba al revés.
—Mierda —gruñó.
Skye arrugó la nariz.
—No se dice, Cafey —la riñó.
Casey estaba avergonzada de verdad. Meneó la cabeza al darse
cuenta de que una niña de tres años era capaz de llamarla al orden.
—Tienes razón, lo siento. Ahora, ¿qué tal si te pongo bien el
bañador, antes de que salga tu madre y crea que soy todavía más
idiota de lo que piensa ya?

Eran casi las cuatro cuando Liz despertó al fin, al son de las notas
suaves de piano. Se sentía fresca y descansada, así que se las
arregló para levantarse y calzarse. Al recordar cómo Casey le había
quitado las sandalias, puso los ojos en blanco. Tenía los pies
enormes, gordos e hinchados, pero le había gustado sentir el roce
cálido de los fuertes dedos de Casey sobre la piel.
«Seguro que da buenos masajes», pensó Liz, de camino al
pasillo.
Permaneció en la entrada, sin que Casey la viera, mientras la veía
tocar el piano con Skye en el regazo.
—Pon los dedos aquí, aquí y aquí —la instruyó Casey,
apretando sus deditos contra las teclas que formaban el acorde—.
¿Ves? Estás tocando el piano.
Skye la miró.
—Otaves, Cafey, pofiii.
—¿Cómo voy a resistirme a esos ojitos azules? Son igualitos que
los de tu madre. Muy bien, otra vez.
Liz enarcó una ceja al oír el comentario sobre sus ojos y siguió
observándolas. Julie nunca había hecho algo así con Skye. Para
empezar, nunca estaba en casa lo suficiente y, cuando sí que
estaba, solo jugaba a lo que ella quería. Era como tener dos hijas.
Casey tenía razón. A Julie le gustaba la idea de tener hijos, no la
realidad. Lo que Liz había esperado es que su segundo bebé
cambiara eso. Se pasó la mano por la barriga, invadida de un
sentimiento de culpabilidad. ¿Se había equivocado al querer hijos?
Negó con la cabeza para dejar de pensar en eso y se concentró en
la actitud de Casey hacia la maternidad. Casey Bennett había
dejado escapar a Julie, porque no quería formar una familia. Era
madura e inteligente y sabía que los resultados serían desastrosos.
Liz intentó imaginarse su vida si Julie siguiera viva y sintió una nueva
punzada de culpabilidad al mirar a Casey, sonriente y haciendo reír
a su hija.
Skye fue la que reparó primero en su madre.
—¡Mamá! ¡Skye toca piano! —anunció entusiasmada.
—Ya lo oigo. Es muy bonito, pastelito.
Miró a Casey, que le sonreía un poco.
—Pareces descansada —comentó.
Liz fue consciente de que volvían a encendérsele las mejillas; se
pasó la mano por el pelo y se acercó al piano.
—Estoy horrorosa.
—Estás bien —aseguró Casey, justo cuando Skye la agarraba
de los carrillos para obligarla a mirarla.
—Otaves, Cafey —insistió la pequeña.
Casey arqueó una ceja oscura y Skye musitó:
—¿Pofiii?
—Claro, hobbit.
—Deja de llamarla hobbit —protestó Liz, y Casey soltó una
carcajada de disculpa—. ¿Te diviertes sacándome de mis casillas?
Casey ladeó la cabeza.
—Sí. A veces —confesó, y rio de nuevo cuando Liz la fulminó
con la mirada.
Levantó a Skye de su regazo y la sentó en el banco del piano.
Inmediatamente, Skye empezó a aporrear las teclas y Casey, con
los ojos fuera de las órbitas, se volvió hacia ella y le cogió las
manos con una mueca de dolor.
—Con cuidado, despacio. Es un instrumento musical muy
sensible —le explicó a la revoltosa niña de cabello de oro—. Y
caro.
Liz puso los ojos en blanco y acudió junto a Skye.
—Pastelito, no le des golpes o no podrás sentarte ahí —expuso
en un conciso tono maternal.
Skye hizo un puchero y miró a su madre a los ojos, pero la
expresión seria de Liz no vaciló ni un ápice.
—Vale, mamá —murmuró, y empezó a tocar las teclas con más
cuidado.
Liz le regaló a Casey una mirada de superioridad.
—«Instrumento musical sensible» —citó con un deje irónico—.
Si ni siquiera sabe pronunciarlo.
Casey entornó los ojos.
—Voy a preparar té helado y a darme una ducha.

Liz fue a sentarse al porche con Skye y fue dándole rodajas de


naranja para merendar mientras la niña jugaba con su peluche.
—Skye, te... te gusta Casey, ¿verdad?
—Sí. Skye nada. Y Cafey compra gafas y un pes y toco piano
—listó Skye alegremente.
Liz esbozó una sonrisa al darse cuenta de que su hija estaba
aprendiendo cada vez más palabras.
—¿Mamá gusta Cafey?
La sonrisa de su madre se ensanchó.
—Sí, me gusta Casey —repuso, dándole otra rodaja de naranja.
—Cafey dice mamá apa —informó Skye, alargando la mano
hacia la fruta.
Liz la retiró de su alcance un momento.
—¿Qué? ¿Casey ha dicho... eh... ha dicho que soy guapa? —le
susurró a su hija. Echó un vistazo furtivo a la puerta—. ¿Ha dicho
eso, cariño?
Skye asintió y estiró la mano hacia la naranja. Liz sonrió y se
relajó en el asiento.
—¿Cuándo, pastelito? —inquirió, a sabiendas de que debería
darle vergüenza interrogar a su propia hija.
—Nadando, mamá. Pofiii —se quejó Skye, que no llegaba a la
fruta.
—Ay, perdona, cariño —murmuró Liz, y se la acercó—. Y...
¿qué más ha dicho, cielo? ¿Te acuerdas y se lo cuentas a mamá?
—preguntó, mientras pelaba otra rodaja a modo de cebo.
Se subió a Skye al regazo, pese al dolor de espalda. La niña
puso cara pensativa y por un momento pareció tan adulta que Liz
no pudo evitar poner los ojos en blanco cariñosamente.
—Ojos asules —contestó su hija, masticando la fruta.
—¿Casey ha dicho que le gustan mis ojos azules?
Skye asintió y se tragó otra rodaja, mientras a su madre se le
aceleraba el corazón.
«Contrólate, Kennedy —se dijo—, esa mujer está fuera de tu
alcance. Que sea amable con tu hija es una cosa, pero que se sienta
atraída por una embarazada de tobillos hinchados es otra muy
diferente.»
Suspiró. Al menos era bonito soñar.
—¿Cafey apa, mamá? —preguntó la pequeña.
Liz miró al vacío y evocó las largas piernas y su cuerpo esbelto
bajo el bañador. Aquellos ojos verdes chispeantes y su sonrisa.
—Sí, pastelito. Creo que Casey es muy guapa.
Justo entonces, Casey apareció en el porche y Skye la recibió
con una gran sonrisa.
—Cafey, mamá dice que...
Liz le metió un trozo de naranja en la boca y le sonrió a Casey
con dulzura. Casey las miró con curiosidad.
—Tenéis cara de haber hecho algo muy, pero que muy malo.
Skye se zafó de su madre.
—¡Regalo! —exclamó al ver los paquetes envueltos detrás de
Casey.
—Casey, la vas a malcriar —objetó Liz.
Sin embargo, Casey sonrió con incomodidad al responderle a
Skye.
—Lo siento, pitufa. Estos son para tu madre.
Liz tragó saliva con dificultad.
—¿Para mí?
Casey se encogió de hombros y le entregó los paquetes.
—¡Corre, mamá! —gritó Skye, dando palmas.
Liz rezaba para que Casey no se diera cuenta de lo mucho que le
temblaban las manos. Rompió el papel de regalo y abrió la caja.
—Oh, Casey, ¡es preciosa! —exclamó al sacar una blusa de
seda azul cobalto.
—Dios, espero que te quede bien. Me tuvo que ayudar una
pobre embarazada —confesó Casey, azorada, mientras se rascaba
la nuca—. Creo que al cabo de un rato le habían entrado ganas de
matarme.
—Seguro que me irá —aseguró Liz—. Gracias.
—Mamá, más. ¡Abre! —insistió Skye.
Liz miró a Casey con impotencia.
—¿Más? No deberías haberlo hecho.
Casey volvió a ponerse roja como un tomate y, al verla tan
avergonzada, Liz sonrió. El impulso de tocarle la mejilla arrebolada
era casi irresistible, así que se concentró en su hija para quitarse la
idea de la cabeza.
—Muy bien, pastelito. Ayúdame —le dijo.
Skye se abalanzó sobre el papel de regalo sin esperar a que se lo
dijeran dos veces y abrió el siguiente paquete. Eran unos pantalones
de lino premamá de color tostado, con aspecto de costar una
fortuna.
—Oh, Casey —musitó en tono agradecido.
—Bueno, es que no he visto que tengas ropa de premamá y
pensé que estarías más cómoda, así que...
—Cafey, ¿qué es? —quiso saber Skye, sosteniendo el sonajero
de bebé.
Casey abrió los ojos desmesuradamente y evitó mirar a la cara a
una conmocionada Liz. Lo cierto es que había olvidado el sonajero
por completo. Poco a poco, los labios de Liz se curvaron en una
sonrisa y levantó una ceja en ademán interrogativo.
—Es un sonajero —explicó Casey.
—¿Para el bebé? —preguntó Skye, agitando el juguete.
Casey levantó las manos hacia el cielo en gesto de rendición y
soltó una carcajada.
—Sí, pitufa —miró a Liz, que tenía los ojos llenos de lágrimas—.
Es que lo vi en el mostrador y...
—Gracias —susurró Liz.
Y sin venir a cuento, rompió a llorar. Alarmada, Casey se quedó
con la boca abierta y Skye corrió al regazo de su madre.
—Mamá... —la llamó.
Liz no podía controlarse: sollozaba como una boba, aferrada a
su hija. Casey sonrió y se arrodilló delante de las dos.
—No pasa nada, pitufa. Mamá está contenta, ¿verdad? —
preguntó, al tiempo que cubría la temblorosa mano de Liz con la
suya.
Liz levantó la mirada y asintió, sin dejar de llorar.
—¿Ves? Ya me voy acostumbrando a esto del embarazo —se
enorgulleció Casey.
Liz estiró los brazos de repente y abrazó a Casey por el cuello.
Al principio, Casey se quedó paralizada, pero enseguida reaccionó
y le devolvió el abrazo. A los pocos segundos, Liz dejó de llorar y
soltó a la otra mujer de inmediato.
—Lo... lo siento mucho, Casey. No me lo esperaba —balbuceó,
secándose las lágrimas.
—Bueno, pues espero que te quede bien, porque te lo vas a
poner esta noche. Venga, me muero de hambre. Hoy cenamos
fuera —anunció Casey.
Skye aplaudió.
—¿Peritos calientes? —quiso saber, entusiasmada.
—Bueno, claro. Lo que tú quieras, pitufa —accedió Casey,
desordenándole los dorados rizos.
Capítulo 9

Skye arrugó la naricilla cuando Casey le dio a probar los


espárragos, y tanto esta como Liz se rieron.
—Asco, Cafey —protestó, y se apartó cuando Casey lo volvió
a intentar.
—Pitufa, la vida no consiste solo en perritos calientes y
macarrones con queso.
Liz puso los ojos en blanco.
—Tienes que empezar a pensar como una niña de tres años, no
a comportarte como una —apuntó, mientras cortaba el perrito
caliente en tres trozos.
Casey abrió la boca para contestar con alguna ironía, pero la
cerró al mirar a Liz. Se había dejado suelta la melena caoba y le
caía sobre los hombros. El azul de la blusa casaba perfectamente
con el color de sus ojos, tal como Casey había esperado. Recordó
el abrazo que le había dado un rato antes.
«Relájate, Romeo», se riñó.
Liz estaba agradecida, aquello era todo. Suspiró y cabeceó.
—Por Dios, que suspiro más gordo —comentó Liz, dándole de
comer a Skye y dando cuenta de su plato de pasta al mismo
tiempo.
Casey disimuló una sonrisa al verla comer. No era broma lo de
que comía por dos; apenas daba crédito a lo mucho que llegaba a
engullir y, aun así, el poco peso que había ganado.
—Oye, ¿tú no tendrías que ir al médico? —se interesó Casey,
antes de darle el último bocado a su chuletón y apartar el plato. Liz
le echó un vistazo poco sutil y Casey le dio su permiso—.
Adelante, estoy llena.
—Bueno, la verdad es que he estado buscando en la guía
telefónica —explicó Liz, acercándose el plato de Casey—. Con el
poco dinero que me quedaba, he estado pagando un seguro
médico Premium, así que puedo ir a cualquier ginecólogo.
—Eh, espera. No puedes ir a cualquier médico así sin más —
opinó Casey con firmeza. Sacó el teléfono móvil y marcó—. Roger.
Casey. ¿Qué ginecólogo tiene Trish? —le preguntó. Escribió lo que
le decía en una servilleta—. Gracias. ¿Qué? Ah, sí... —se ruborizó
y miró a Liz de reojo—. Va bien —farfulló—. Buenas noches,
picapleitos.
Colgó y se dirigió a Liz.
—Muy bien, pues mañana vas a llamar a la doctora Lillian
Haines. Roger dice que es la mejor en obstreti-no-sé-qué.
—Obstetricia —replicó Liz con sequedad—. La especialidad es
Obstetricia y Ginecología. Y gracias por tu ayuda, pero me gustaría
poder elegir a mi médico yo misma.
—¿Por qué? Ella es la mejor. No discutas, es tu último semestre
y...
Liz echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Skye también se
rio, sencillamente porque su madre lo hacía. Sentada a la mesa,
Casey las observó a las dos, hasta que también empezó a
carcajearse, sin saber muy bien por qué.
—¿Qué? ¿Qué es lo que tiene tanta gracia? —quiso saber
mientras se reía.
—Es... trimestre. Mi último trimestre —logró explicar Liz entre
carcajadas.
Casey dejó de reír de golpe.
—Pues no tiene tanta gracia —refunfuñó, dando un trago de
agua.
Liz también se serenó y se secó los ojos.
—Lo siento, tienes razón —carraspeó.
Pero Skye seguía riéndose.
—¿Cafey divetida, mamá?
—Cómete el perrito, cariño —instruyó su madre, pinchando otro
trozo en el tenedor.

Skye se quedó dormida en la sillita nueva que habían comprado


para el coche y las dos mujeres condujeron en silencio un buen
rato, hasta que Liz se aclaró la garganta.
—Gracias por esta noche, por los regalos y por la sillita para el
coche —le dijo a Casey, echando la cabeza hacia atrás.
Casey se volvió hacia ella y sonrió.
—Bueno, 250 dólares es mucho dinero para tener debajo de la
baldosa —comentó, haciendo reír a Liz.
Cuando llegaron a la cabaña, Casey bajó del coche y, sin decir
nada, fue a abrirle la puerta a Liz para ayudarla a bajar.
—Vamos, tortuguita —murmuró para hacerla rabiar.
Sacó a Skye del coche en brazos, ya que seguía dormida. Liz
tropezó al subir las escaleras del porche y Casey la sostuvo.
Cogidas del brazo, las dos caminaron en la oscuridad.
—Agárrate bien, no vayas a caerte. Se me olvidó dejar
encendida la luz del porche —sugirió Casey.
Liz obedeció y se agarró de Casey con más firmeza. Al llegar a
la puerta principal, Liz fue perfectamente consciente de la mirada de
Casey y trató de evitar levantar la vista, así como de controlar el
pulso, que se le disparaba. El aire romántico de la luna sobre la
terraza no ponía las cosas fáciles, precisamente. Su luz de plata las
iluminó a las tres mientras Casey abría la puerta mosquitera. Por un
momento, Liz creyó que iba a decirle algo, pero Skye se despertó
justo entonces y se agitó en brazos de Casey.
—Será mejor que la acueste —opinó Liz con voz queda.
No le pasó por alto que Casey se estremecía al oírla y se sonrió.
—No tengo sueño, mamá —protestó Skye.
Como estaba demasiado cansada como para discutir, Liz se
dejó caer en el sofá, se quitó los zapatos y estiró los dedos de los
pies con una mueca de dolor.
—Mamá, pies —anunció su hija, y le frotó los tobillos.
Liz soltó una sonora carcajada.
—Gracias, pastelito.
Cerró los ojos con un suspiro; al poco notó que un par de manos
más fuertes le levantaban los pies.
—Mira, pitufa. Aprende de una experta.
Liz enderezó la cabeza justo cuando Casey tomaba asiento en el
sofá, se colocaba el pie de Liz sobre el regazo y se lo frotaba
afectuosamente. Liz suspiró de nuevo y se relajó contra el respaldo.
—Te dejo parar dentro de un año.
Casey se rio sin dejar de masajearle los pies cansados.
—Aúpa —pidió Skye, con un bostezo.
Liz gimió y fue a levantarse, pero Casey se le adelantó.
—Tú relájate. Yo acuesto al hobb... a la pitufa. Enseguida vuelvo
—dijo con firmeza—. Skye, dale las buenas noches a mamá.
Skye se cruzó de brazos, tozuda.
—No tengo sueño —refunfuñó.
Casey miró a la pequeña y puso los brazos en jarras.
—¿Y cómo vamos a ir a pescar mañana si no te vas a dormir?
—la retó, y también se cruzó de brazos.
Liz miró alternativamente a la alta mujer y a la minirrubita, sin
abrir la boca. Cuando su hija buscó su mirada, se limitó a
encogerse de hombros.
—Si quieres ir a pescar, será mejor que te vayas a la cama.
Skye agarró su pez, le dio a su madre un beso de buenas noches
y le dio la mano a Casey.
—¿Qué te pones para dormir? —le preguntó esta.
—Pijamita —contestó Skye—. ¿Tú llevas pijamita?
—Da igual —murmuró Casey.
Las dos desaparecieron por el pasillo y Liz no pudo menos que
preguntarse qué se ponía Casey para dormir. Se la imaginó
desnuda, pero apartó el pensamiento de su mente al oírla darle las
buenas noches a su hija desde la habitación y darse cuenta de que
ella seguía tumbada en el sofá.
—¿Qué estoy haciendo? —murmuró.
Y empezó a incorporarse trabajosamente.
—¿Adónde vas? —le preguntó Casey desde el pasillo.
Liz se ruborizó.
—Es que se me hacía raro esperar. No... no es necesario que...
Casey fue al sofá y retomó su posición. A Liz se le escapó un
suspiro involuntario de satisfacción.
—No tengo ni idea de cómo debe de ser estar embarazada —
comentó Casey mientras le masajeaba los pies—. Pero a veces se
te ve con la lengua fuera, del cansancio. Además, soy una maestra
masajista. Las hay que pagarían millones por esto.
—¿Como la mujer con la que estabas la otra noche? —espetó
Liz. Enseguida se dio cuenta de lo que acababa de decir y abrió los
ojos—. Lo siento.
Los ojos verdes de Casey adoptaron un brillo travieso al tiempo
que le trabajaba los tobillos.
—No. Suzette no paga.
—¿Suzette? ¿Se llama Suzette?
Casey se esforzó por ocultar la sonrisa y se limitó a asentir.
—¿Y vais en serio? —quiso saber Liz, que se había puesto un
cojín debajo de la cabeza para poder verla mejor.
Casey arrugó la frente un segundo.
—Si lo que preguntas es si somos pareja, entonces no. ¿Era esa
tu pregunta? —aclaró, hundiéndole los dedos con firmeza en el
arco del pie, primero en uno y después en el otro.
—Bueno, sí. Supongo que sí. Me refiero a si duermes con
alguien...
—Liz, dormir dormimos poco —repuso Casey. Enseguida
añadió—. De todas maneras, me temo que mis días con la
encantadora Suzette están a punto de terminar.
Por algún motivo, Liz dio saltos de alegría en su interior. Por
fuera, en cambio, era la viva imagen de la preocupación.
—¿Y cómo es eso?
—Bueno, Suzette toca el chelo...
Liz soltó una sonora carcajada, pero calló al ver la expresión de
Casey.
—Perdona, creía que era un chiste.
—Es chelista de estudio. Nos conocimos hace dos años, cuando
trabajé en una película, y empezamos a salir. Entonces me surgió la
oportunidad de componer una pieza muy buena y... bueno...
necesitaba a una chelista.
—Y naturalmente escogiste a la mejor.
Casey se puso roja como un tomate, evitó mirar a la sonriente
Liz a la cara y le frotó el pie con demasiada fuerza un segundo.
—Nepotismo. No se puede llamar de otra manera.
—¿Y qué problema hay? —preguntó Liz, con un bostezo.
—Que es un desastre —espetó Casey sucintamente.
—Y ahora tienes que decirle que no sirve y, cuando lo hagas...
—Adiós muy buenas, Suzette.
Liz supo que para Casey iba a ser un mal trago, por la expresión
desamparada de su rostro.
—Debería entenderlo, si se lo dices de la manera adecuada.
Casey la miró.
—¿Eso qué se supone que quiere decir?
—Es que no eres precisamente la persona más diplomática que
conozco.
—¡Eh! ¿Acaso no he llevado a Skye a la cama? ¿Y no conseguí
que se echara la siesta?
—¿Acaso no tiene tres años?
Casey abrió la boca para replicar, pero volvió a cerrarla.
—El ego de Suzette es más grande que el mío.
Liz esbozó una sonrisa traviesa.
—¿Tanto?
Casey le cogió un pie con las dos manos y apretó fuerte.
Entonces la hizo reír haciéndole cosquillas.
—¡No, no! —chilló Liz.
—Shh, vas a despertar a la niña —la riñó Casey. Al ver que Liz
se llevaba la mano al estómago, la soltó de inmediato—. ¿Estás
bien?
Liz asintió y se mordió el labio.
—Solo se está moviendo —le cogió la mano a Casey—. Mira,
¿lo notas?
Casey hizo ademán de retirar la mano de manera instintiva, pero
luego se la dejó coger con cautela y Liz la colocó sobre su vientre
delicadamente.
—Ahí —informó.
Aguardaron en silencio un momento, luego uno más, hasta que
de repente Casey sintió movimiento bajo la palma y abrió los ojos
de golpe.
—¿El bebé? —susurró.
Liz asintió con una sonrisa.
—Seguramente la hemos despertado —le dijo. Casey tenía la
mirada fija en sus manos puestas sobre el estómago de Liz—.
Dicen que los bebés oyen cosas —susurró esta.
Casey cabeceó, maravillada.
—Soy una mujer hecha y derecha y jamás había experimentado
algo así. Gracias, Liz.
Liz le regaló una sonrisa cariñosa.
—Un placer, Casey.
Las dos permanecieron como estaban, con las manos
entrelazadas sobre el vientre de Liz, a la espera de que el bebé
volviera a moverse.
—Creo que se ha dormido.
—Asombroso —suspiró Casey, meneando la cabeza otra vez.
Al levantar la vista se dio cuenta de que Liz tenía los ojos llenos de
lágrimas—. Eh, ¿qué te pasa?
Liz parpadeó para contener las lágrimas y negó con la cabeza.
—Nada, de verdad. Es que ahora mismo soy muy feliz.
—Yo también, no sé cómo explicarlo. Estoy muy agradecida de
poder formar parte de esto. Eres una mujer extraordinaria. Cuando
pienso en todo lo que has pasado con lo joven que eres...
—Bueno, tampoco es que tú seas tan vieja, ¿sabes? —objetó
Liz con voz suave.
Casey apoyó el brazo en el respaldo del sofá y le acarició la
barriga a Liz con la otra mano. A Liz le costaba tragar saliva: hacía
mucho tiempo que no la tocaba ninguna mujer. Sin embargo, Casey
pareció percatarse de golpe de lo que estaba haciendo y apartó la
mano como si se hubiera quemado.
—Lo siento, no debería acariciarte la barriga de esa manera —
farfulló en tono de disculpa.
—No me importa. La verdad es que me gusta.
Liz no estaba del todo segura que decir eso hubiera sido una
buena idea, pero habría jurado que la expresión de Casey se
tocaba de esperanza.
—Liz, sé que... —empezó Casey.
Pero el llanto de Skye desde el dormitorio la interrumpió. Casey
se incorporó de un salto, ayudó a la mujer tortuga a levantarse y
fueron corriendo a la habitación. Cuando llegaron se sentaron a
ambos lados de la niña, que lloraba en sueños. Instintivamente, la
pequeña se agarró a su madre, que la acunó amorosamente.
—Shh, pastelito. Mamá está aquí.
Las tres permanecieron sentadas en la oscuridad hasta que la
respiración acompasada de la niña se serenó. Su madre volvió a
acostarla en el centro de la cama y le acarició el pelo. Casey miró a
Liz con el ceño fruncido.
—¿Le pasa algo? —trató de susurrar.
Sin embargo, la voz le salió demasiado alta y despertó a Skye.
Liz suspiró y Casey le sonrió, avergonzada.
—¿Cafey? Momir —murmuró Skye, estirando la manita hacia la
compositora.
—Hola, nenita. Vuelve a dormirte —la arrulló Casey.
—Momir, pofiii —insistió Skye con un bostezo, sin soltarle la
camisa.
—¿Por qué no duermes aquí? —ofreció Liz en voz baja—. Yo
puedo irme al sofá.
—De ningún modo. Podemos dormir las dos aquí. Voy a cerrar.
—No pasa nada, Skye. Casey vuelve enseguida. —Oyó cómo
Liz tranquilizaba a su hija en voz baja, al salir de la habitación.
Liz se cambió tan deprisa como le permitían la barriga y los pies,
porque no quería que Casey entrara y la encontrase sin ropa.
—Qué sexy sería —se dijo en tono sarcástico mientras se
apresuraba a ponerse el camisón. Se le escapó un respingo de
dolor—. No, si aún me voy a adelantar el parto solo porque no me
vea en camisón...
A continuación se metió en la cama al lado de Skye. Cuando
Casey volvió a la habitación a oscuras, Liz la oyó abrir el cajón y,
aunque intentó permanecer con los ojos cerrados y en silencio, la
curiosidad pudo más, entreabrió un ojo y contempló cómo Casey
se desnudaba bajo la luz de la luna. Tragó saliva tan ruidosamente
que lo raro fue que no despertara a Skye. Bajo la suave luz
plateada de la noche, la curva de los pechos de Casey le arrancó
un escalofrío a Liz por toda la espalda. No podía quitarle ojo de
encima: Casey tenía un cuerpo muy hermoso.
Acabó de vestirse con lo que a Liz le parecieron unos bóxers y
una camiseta de tirantes y se deslizó entre las sábanas con una
carcajada.
—¿Qué es tan gracioso? —preguntó Liz en voz queda.
—Perdona, no quería despertarte —repuso Casey en un susurro
desde el otro lado de la cama. Liz giró la cabeza hacia Casey, cuyo
rostro estaba oculto a medias en la penumbra—. No tengo pijama,
pero no quería darle a la pitufa una lección de anatomía demasiado
temprana —rio con suavidad.
—Bueno, te lo agradezco —repuso Liz—. Buenas noches,
Casey.
—Buenas noches, Liz.
Casey bostezó y, al cabo de un segundo, su respiración se volvió
acompasada y profunda. Liz escuchó la respiración de Casey y la
de su hija durante unos segundos y luego sonrió, se tapó con la
manta y reprimió la risita que le hacía cosquillas en la garganta:
quería decirle a Casey que la madre de Skye había recibido su
lección de anatomía en lugar de la niña, mientras se había
desnudado bajo la luz de la luna.
Liz se despertó por la mañana temprano. Una suave brisa
agitaba las cortinas, y la luz de los primeros rayos del amanecer
entraba a raudales en el dormitorio. Al mirar a su hija la sorprendió
verla encima de Casey, que dormía tumbada de espaldas. Para más
inri, Liz descubrió que se había dado la vuelta mientras dormía y
estaba echada de lado con la cabeza apoyada en el hombro de
Casey y el brazo sobre la espalda de su hija en gesto protector.
Liz sabía que debía moverse, pero la verdad es que estaba
demasiado cansada y demasiado cómoda. La brisa de finales de
verano la acarició suavemente y volvió a quedarse dormida.
Sentadas a la mesa del desayuno, a Liz le pareció que Casey
parecía preocupada al ponerle el plato delante.
—Gracias —murmuró la compositora, distraída.
—¿Qué te pasa? —se interesó Liz.
«Muy bien —pensó—. Se ha dado cuenta de que esto ha sido
un error. Una noche durmiendo conmigo y con mi hija ha sido una
dosis de realidad demasiado grande para la señora Bennett.»
—Pensaba en Suzette —dijo Casey.
Liz puso los ojos en blanco mientras le daba el desayuno a Skye.
Le había entrado malhumor de golpe, sin que pudiera evitarlo.
«Dios, estoy impaciente por volver a tener el control sobre mis
hormonas», se lamentó mentalmente.
Skye, que estaba comportándose como una niña gruñona de tres
años, le empujó la mano.
—No —refunfuñó.
Así que las tres mujeres estaban de mal humor.
—Bueno, a mí me parece que tienes dos opciones —opinó Liz,
tratando de darle otra cucharada a su hija—. O le dices que su
talento musical no está a la altura o sigues acostándote con ella —
espetó. El irracional enfado hormonal se filtraba por todos sus
poros—. Vaya, qué decisión más difícil: ¿integridad o sexo?
Mmm... ¿Por cuál se decantará la egomaníaca Casey Bennett?
Casey le lanzó una mirada acerada.
—¿Qué coño te pasa? Gracias por el consejo —ladró, y dejó la
servilleta—. Mierda.
—Miedda —repitió Skye.
Liz la fulminó con la mirada.
—Joder, pitufa —la riñó Casey.
La niña se rio:
—Joer.
—¡Casey! —protestó Liz.
Casey rugió y echó la silla hacia atrás para levantarse.
—Jesús, ¿es que no la sabes controlar?
—Esús... —rio Skye, aunque calló cuando Casey le dirigió una
mirada torva.
—Si solo sabes decir palabrotas, haz el favor de callarte —
ordenó Liz.
Casey se levantó y salió de la sala de estar hecha una furia, con
Liz pisándole los talones. Esta obligó a Casey a volverse y la miró a
los airados ojos verdes sin pestañear.
—Ya es bastante difícil criar a una niña de tres años... —empezó
Liz.
Casey soltó una carcajada sonora y grosera.
—¿Tres? ¿Estás de coña? Esa cría tiene tres años pero se
comporta como si tuviera cuarenta —se indignó, como si la niña
fuera ella—. Y deja a Suzette fuera de esto. No es asunto tuyo con
quién me acuesto.
—Y a Dios doy gracias. Muy bien, acuéstate con tu chelista sin
oído. Sois tal para cual —aulló Liz.
—Pues muy bien, ¡lo haré!
—¡Perfecto! —gritó Liz, maldiciendo las lágrimas que afloraban
a sus ojos.
Casey tragó saliva y dio un paso hacia ella.
—Ni se te ocurra...
Skye también se había puesto a llorar. Casey se llevó la mano al
pelo, pasó junto a Liz y se puso las zapatillas deportivas. Cuando
salió por la puerta, Skye gritó su nombre. Liz fue junto a su hija con
paso cansado y la cogió en brazos.
—Skye con Cafey... —lloró Skye, forcejeando para que su
madre la soltara.
Cuando estuvo en el suelo, la niña corrió a la puerta delantera y
apoyó la carita en la mosquitera.
—¡Cafey! —gritó la rubita, golpeando la puerta.
Capítulo 10

Casey corrió más deprisa, para no oír cómo Skye la llamaba a


gritos. Tanta emoción la desbordaba, así que corrió lo más rápido
que pudo. Era algo que a Casey Bennett se le daba muy bien.
Mientras corría pensó en Julie y se puso todavía más furiosa. Si no
fuera por ella nada de esto habría pasado. Podría recuperar su vida
y tener...
«¿El qué?», se preguntó, aminorando la marcha.
Dejó de correr y se dobló, apoyando las manos en las rodillas.
Tenía ganas de vomitar, así que se irguió, respiró hondo y echó a
andar por el camino de grava en un intento de concentrarse en la
belleza del paraje. En un momento dado se dio la vuelta, decidida a
volver a la cabaña, pero se detuvo, se pasó la mano por el pelo
húmedo de sudor y siguió andando en dirección contraria a la casa.
¿De verdad quería recuperar su vida? ¿Qué vida? ¿Suzette, a
quien realmente ella no le importaba nada? Vale, el sexo era
tremendo, pero aquel factor estaba perdiendo enteros para Casey a
marchas forzadas. Se paró y se rio en alto.
—¿Qué probabilidades había de que llegara a pasar algo así?
Meneó la cabeza y tomó un sendero que se adentraba en el
bosque.
«Julie.»
Julie Bridges había sido una verdadera fuerza de la naturaleza.
Desde que se vieron por primera vez en el aeropuerto de Chicago,
Casey se quedó enganchada a ella. Habían llamado al mismo taxi
en el aeropuerto de O’Hare, bajo la tormenta.
Casey llevaba el maletín encima de la cabeza para no
mojarse mientras le silbaba al taxi. No se fijó en el piloto que
hacía lo mismo a su lado y, cuando el vehículo se detuvo junto
a la acera, fueron a la puerta al mismo tiempo. Casey pensó
que el piloto sería lo bastante caballeroso como para dejarle el
taxi, pero se vio gratamente sorprendida cuando un par de
profundos ojos castaños de mujer le devolvieron una mirada
airada.
—Yo lo he visto primero —afirmó la piloto, agarrando la
manecilla de la puerta.
Casey esbozó una amplia sonrisa y abrió la portezuela.
—Mira, está diluviando. Vamos a compartirlo antes de que
nos ahoguemos.
La mujer la observó unos segundos con los ojos entornados
y luego se metió en el taxi. Casey la imitó y se secó la lluvia de
la cara.
—Menudo chaparrón.
El taxista las miró por encima del hombro.
—¿Adónde las llevo, señoras?
—Al Hotel Drake —la piloto contestó primero.
Casey enarcó una ceja en su dirección.
—El Drake, ¿eh? Qué elegante. Creo que yo también iré allí.
Me encanta el restaurante de ese hotel —le sostuvo la mirada a
la piloto, que esbozaba una sonrisa irónica—. ¿Te gustaría
cenar conmigo? —Casey le ofreció la mano—. Soy Casey
Bennett.
La piloto aceptó el apretón de manos.
—Julie Bridges.
Durante un momento, las dos se miraron a los ojos, hasta
que el taxista tosió.
—El taxímetro corre, así que ¿al Drake?
Julie contestó sin apartar la mirada de Casey.
—Al Drake.
Casey sonrió de oreja a oreja y se acomodó en el asiento.
—Es un restaurante muy bonito —comentó Julie, dando un
sorbo de agua—. Gracias por esperarme mientras me
cambiaba.
Casey asintió.
—De nada. Estabas más mojada que yo.
Julie se encogió de hombros.
—Te ofrecí mi habitación para secarte.
Casey levantó la mirada de la carta de vinos.
—Fue muy amable por tu parte, a lo mejor te tomo la
palabra en otra ocasión —afirmó, y se concentró en la carta—.
¿Te apetece un poco de vino?
—Sí, por favor. Adelante. Yo no entiendo de vinos.
El camarero se acercó a su mesa y Casey pidió el vino.
Cuando se alejó, la compositora inició la conversación.
—Cuéntame algo de ti, Julie Bridges.
—No hay mucho que decir. Nací en Indiana, hija única,
buenos padres... Pero siempre tuve pocos amigos. Mi padre
estaba en el ejército, así que nos mudábamos a menudo.
—¿También era piloto? —quiso saber Casey,
En ese momento apareció el camarero con el vino y abrió la
botella. Casey lo probó e hizo un gesto de aprobación.
—Sí, era coronel de las Fuerzas Aéreas —contestó Julie,
levantando su copa cuando Casey alzó la suya.
—Por las noches lluviosas en Chicago —le sonrió esta.
Rozaron las copas en silencio y Casey contempló el bello
rostro de Julie mientras bebía. El cabello rubio a la altura de
los hombros le relucía bajo la luz suave del restaurante, y tenía
unos ojos castaños chispeantes. Su piel era fina y muy lisa, y
Casey supo instintivamente que sería sedosa al tacto.
—Te me comes con los ojos, Casey —observó Julie con una
sonrisa.
—No puedo evitarlo —replicó esta—. Eres muy atractiva.
Estoy segura de que ya te lo han dicho antes.
Julie la miró a los ojos y escrutó su rostro.
—Igual que tú.
El nivel de excitación de Casey aumentó unos cuantos
puntos y dio un trago de vino.
—¿Cuánto tiempo vas a estar en Chicago?
—Tengo un vuelo mañana por la noche, a las nueve —
contestó Julie al punto.
Casey asintió pero no dijo nada. Julie sonrió y se echó hacia
delante.
—¿Iba en serio lo de tomarme la palabra?
Casey se sentó en una roca y levantó la cara hacia el sol que se
filtraba entre las ramas de los árboles. Cerró los ojos al evocar la
velada cargada de tensión sexual y la mañana siguiente que pasó
con Julie. Así de rápido había empezado su relación. Desde
entonces se veían siempre que Julie volaba a Chicago y siempre
que Casey podía escaparse un fin de semana largo. Durante todo
aquel tiempo, Casey era consciente de que se estaba enamorando,
pero había algo que la echaba para atrás. Puede que fuera la actitud
casi infantil de Julie y su noción indolente de la responsabilidad. La
vida que llevaba la piloto, soltera y sin preocupaciones, no era tan
diferente de la suya propia, como compositora sin compromisos.
Julie y ella eran compatibles en muchos aspectos y Casey
escuchó a su corazón y se permitió querer más y más. Julie
también, pero el tema de los hijos fue un golpe inesperado.
—Cariño, no estamos preparadas para tener hijos —trató de
explicarle Casey.
Julie levantó la mirada, tumbada en brazos de Casey, y se
apartó los mechones rubios de la cara.
—¿No quieres tener hijos? Decías que te gustaba la idea.
—Dije que si la situación fuera diferente, me gustaría la idea
—la corrigió Casey amablemente, y se incorporó en la cama—.
Cielo, mira cómo vivimos. Tú eres piloto y estás siempre de acá
para allá. Nunca te quedas en el mismo sitio el suficiente
tiempo.
—Tú estás asentada, Case. Tienes un apartamento precioso
aquí, es enorme y pasas más tiempo en Chicago que nunca.
Estarías en casa todo el tiempo. Y podríamos contratar a una
canguro...
Casey ladeó la cabeza, confusa.
—¿Una canguro?
Julie siguió hablando antes de que Casey continuara.
—Sí, una vez que tuvieras el bebé, podrías...
—¿Yo? —se asombró Casey—. Espera, espera. Esto tenemos
que hablarlo más en serio.
Salió de la cama y se puso un pantalón de chándal y una
camiseta. Julie hizo lo mismo y se sentó en el mostrador de la
cocina con el gesto torcido en un puchero mientras Casey
preparaba café y le pasaba una taza humeante. Casey meneó
la cabeza, se sentó delante de ella y le cogió la mano.
—Ahora vamos a ser sinceras. Tú y yo solo hemos hablado
de este tema una vez, el año pasado. Cariño, mi reloj biológico
está corriendo y la verdad es que no me importa demasiado.
No siento la necesidad maternal de tener un hijo en mi vientre.
Sí, me gustan los niños. ¿Me gustaría ser madre? Quizá algún
día, cuando esté casada o tenga una relación segura y estable.
Julie se bebió el café, aún con los labios fruncidos; Casey le
dedicó una sonrisa triste.
—Y eso no lo tenemos, Julie.
La piloto alzó la mirada de repente y miró a Casey con
dureza.
—¿Estás diciéndome que no me quieres?
Casey puso los ojos en blanco y dio un sorbo de café.
—Julie, piensa en lo que me estás pidiendo. Traer a un niño
al mundo, siendo dos mujeres que apenas se ven y que no
tienen ni idea de cómo criar un hijo. Es completamente injusto
e infantil querer algo así solo porque fuiste hija única y ahora,
de adulta, quieres jugar con alguien.
Casey sabía que sus palabras herirían a Julie, pero tenía que
decirlo. Efectivamente, durante el último año, Julie había
mostrado signos de haber sido una niña consentida que obtenía
de sus padres todo lo que quería, seguramente porque se
sentían culpables de no poder darle estabilidad al viajar tanto
por todo el país e incluso por el extranjero.
—Te has equivocado de profesión —gruñó Julie, con un
brillo de ira en los ojos—. Tendrías que haber sido psicóloga en
lugar de compositora. ¿Por qué estás conmigo si crees que soy
una neurótica desastrosa? Me encantan los niños y creía que a
ti también. Ya veo que no.
—Julie, hemos hablado en profundidad sobre tu infancia y
tus padres. Los culpas por arrastrarte de un lado a otro, pero,
cariño, ahora eres una mujer adulta. Deja de culparlos y
empieza a vivir tu vida...
—Es lo que hago —replicó con enfado—. Quiero tener hijos.
Lo necesito, Casey, en lo más hondo de mí. ¿Es que no lo
entiendes? ¿O es que eres demasiado egoísta?
Casey se sulfuró ante la insinuación, y la tentación de seguir
aquella vía de acusaciones tan dañina casi la dominó, aunque
en lugar de lanzarle otra pulla habló en tono conciliador.
—Y si lo necesitas tanto en lo más hondo de ti, ¿por qué se
supone que vaya a tener yo al bebé?
Julie se indignó todavía más, se levantó y empezó a pasear
de arriba abajo como un animal enjaulado, mientras Casey
daba sorbos de café y esperaba, porque sabía percibir cuándo
Julie se sentía atrapada.
—Vale, pues ya... ya tendré yo al bebé —se limitó a decir,
lanzándole a Casey una mirada desafiante.
Casey dejó escapar un suspiro triste.
—Cariño, no es una competición. Intento explicarte que no
somos una pareja adecuada para tener hijos. Dices que quieres
un bebé, pero no estás dispuesta a pasar físicamente por el
embarazo —insistió Casey, cada vez más irritada—. Maldita
sea, es una responsabilidad enorme y sé que no podemos
asumirla. Y si lo pensaras con claridad, estarías de acuerdo
conmigo. No estoy dispuesta a traer a un niño al mundo con
dos goles en contra, solo para satisfacer tu necesidad egoísta
de rebobinar tu reloj biológico.
Julie se envaró.
—Casey, esto es el final.
Casey le devolvió una mirada incrédula y al cabo de un
segundo negó con la cabeza.
—Entonces que sea lo que tenga que ser.
Efectivamente, fue el final para ellas. Aunque siguieron juntas seis
meses más, las dos sabían que la batalla estaba perdida. Rompieron
en Denver y, si bien Casey estaba furiosa y triste, en el fondo de su
alma sabía que era inevitable. Claro que le gustaba su relación.
Nunca habían tenido que esforzarse y nunca habían tensado la
cuerda. Aquella había sido su prueba de fuego y Casey acabó con
el corazón roto, pero sabía que tenía razón. Si volviera atrás, haría
otra vez lo mismo.
Ahora tenía a la pareja de Julie embarazada y a su hija de tres
años en casa. Y para empeorar las cosas aún más —o para
mejorarlas, según se mirase—, Casey se sentía atraída por ella. En
ese momento, estaba terriblemente confusa y no sabía qué hacer.
Evocó el rostro de Liz, dormida a su lado, y la risa contagiosa de
Skye le arrancó una carcajada. Pero si no había podido asumir la
responsabilidad con Julie, ¿podría hacerlo con Liz? ¿Quería
hacerlo?
—Joder —gruñó, furiosa, y echó a correr de vuelta a la cabaña.
Cuanto más lo pensaba, más deprisa iba. No estaba segura de si
huía o si corría hacia Liz y su familia y tampoco sabía si quería
saberlo.

Liz había logrado calmar a Skye al cabo de una hora. La pobre


niñita había hiperventilado y le había entrado el hipo.
—¿Volve Cafey? —preguntó, sentada en brazos de Liz en el
columpio del porche.
—Sí, pastelito, Casey vuelve. Solo se ha enfadado.
—Mamá grita a Cafey.
Liz hizo una mueca y la abrazó más fuerte.
—Lo sé. Y no ha estado bien, Skye. Mamá tiene que pedirle
perdón a Casey.
—Cafey hace llorar a mamá.
—Bueno, mamá llora con mucha facilidad últimamente. Mamá y
Casey han discutido, nada más. Como cuando no quieres echarte la
siesta o terminarte el desayuno.
—Skye nada —ofreció la niña y su madre asintió.
—Exacto, como cuando querías ir a nadar.
En ese momento oyeron cómo se abría la puerta de la parte
trasera.
—Cafey en casa... —exclamó Skye, y corrió adentro.
Liz se quedó sentada donde estaba, con el corazón a cien. Se
sentía fatal por haber discutido sobre algo tan estúpido.
—Mamá, Cafey pupa —oyó que la llamaba Skye desde la
puerta delantera.
—¿Pupa?
Liz se puso de pie lo más deprisa que pudo y entró en la cabaña
a toda prisa. Casey estaba apoyada en el mármol con un paquete
de hamburguesas congeladas puesto sobre la cabeza. Tenía la ropa
machada de barro y polvo y arañazos en brazos y piernas.
—¿Qué ha pasado? —exclamó Liz, retirando el paquete
congelado. Le estaba saliendo un verdugón rojizo encima de la ceja
—. Siéntate, le ordenó.
Casey se sentó con cuidado en una silla de la cocina, mientras
Liz ponía hielo en una toalla y se la colocaba en la frente.
—Me... me caí —siseó Casey. Liz se mordió el labio, sin soltar
el hielo—. Adelante, que casi puedo oír cómo te partes la caja
internamente.
—¿Cafey caío? —se interesó Skye, dándole una palmadita a
Casey en la pierna.
—Eh, sí, cariñito. Ahora no molestes a Casey —le dijo su
madre, al notar que Casey volvía a enfadarse.
—Estaba corriendo —la compositora hizo una pausa y respiró
pesadamente—. Por mi vida —añadió con sarcasmo, y Liz
disimuló la sonrisa mientras le aplicaba el hielo con una mano y le
acariciaba la nuca húmeda con la otra—. Iba demasiado deprisa a
la vuelta y me torcí el tobillo con una piedra y salí volando como un
pu... Me caí en una zanja.
Liz observó el tobillo hinchado de la mujer.
—Vale, vamos al dormitorio, te echas y pones el pie en alto.
Tengo que limpiarte los arañazos.
—Estoy bien —protestó Casey.
—Casey Bennett, a la cama —le ordenó.
La aludida levantó la mirada y sonrió.
—La verdad es que nunca habían tenido que mandarme a mi
cuarto. Eres muy estricta, mamá —apuntó, en tono seco.
Liz notó que le subían los colores otra vez. Entonces Casey se
levantó con un gesto de dolor y la miró a los azules ojos.
—Lo siento, ha sido culpa mía.
—No, lo siento yo. No es asunto mío, tienes razón —afirmó Liz,
con lágrimas en los ojos.
—Este embarazo nos está afectando a las dos, Liz —le dijo
Casey. Sin previo aviso, le acercó la mano a la mejilla con afecto
—. Debería llevarlo mejor, lo siento. No estoy acostumbrada a
convivir con una mujer y una niña.
—Tienes razón en una cosa: esto es nuevo para las dos.

Liz le examinó el tobillo con cuidado.


—Diría que no está roto. Lo puedes mover. Solo te lo has
torcido y hay un leve edema —musitó, casi para sí. Casey la
contempló con interés mientras le vendaba el pie como una experta
—. ¿Demasiado apretado? —preguntó.
Casey negó con la cabeza.
—Lo has hecho muy deprisa, como una profesional —apuntó
Casey—. ¿De dónde has sacado la venda?
—Es en lo que trabajaba a media jornada —explicó Liz,
poniéndole un cojín debajo del pie—. Y la he encontrado en el
caos que llamas botiquín, en el lavabo.
—Oh —Casey hizo una mueca—. ¿Qué hacías?
—Soy enfermera. Enfermera diplomada, de hecho —repuso,
sentada al borde de la cama.
Casey asintió.
—Te imagino de enfermera. Eres muy cariñosa y considerada.
¿Trabajabas en un hospital?
—No, en una clínica en una zona dejada de la mano de Dios en
Albuquerque. La paga era pésima.
—Pero no lo hacías por el dinero —apuntó Casey, como si
fuera algo que quedara fuera de discusión.
—No, no lo hacía por el dinero. Si hubiera sido así, seguramente
mi situación sería diferente.
Casey se removió, incómoda, y Liz se inclinó hacia ella.
—¿Te duele? —le preguntó. Casey tenía la mirada algo nublada
—. Dime la verdad.
—Estoy bien —repitió Casey, aunque seguía con cara de querer
decir algo más.
—Vale, entonces, ¿qué te pasa?
—Nada.
—Casey, a veces tengo la impresión de que quieres decirme
algo. No puedo obligarte, pero de verdad desearía que me dijeras
lo que tienes en mente.
Como Liz notaba que volvía a enfadarse por momentos, se
entretuvo empapando algodón en antiséptico.
—Esto te va a doler.
—Suena a amenaza... —musitó Casey, que soportó la cura con
una mueca de dolor.
Al terminar, Liz tiró a la papelera los restos del material de
primeros auxilios.
—Skye también pupa —lloriqueó Skye, subiéndose a la cama.
Se tumbó al lado de Casey, que estaba echada de espaldas, y le
preguntó:
—¿Mamá cura sana?
Casey miró a Liz y se encogió de hombros.
—Supongo que sí.
Liz resopló con ironía y le prestó atención a su hija,
maldiciéndose internamente por que le temblaran las manos.
—¿También tienes pupa, pastelito? Déjame ver. ¿Dónde? —le
preguntó.
Skye le enseñó la rodilla, perfectamente sana.
—Caío.
—Oh, lo siento mucho. ¿Te duele, cariñito? —se interesó su
madre con ternura.
—Sí. Besito, mamá —pidió Skye, y su madre se rio y se inclinó
para darle un beso en la rodilla.
—Ya está. ¿Curado?
Skye asintió alegremente. Liz se volvió hacia Casey una vez más.
—No te muevas mientras te limpio la frente.
Al acabar, le puso una tirita encima de la ceja.
—Ya está. Cura sana —anunció, en tono sarcástico.
—Ja ja —replicó Casey, tocándose la ceja. Como Skye la
observaba con curiosidad, Casey le devolvió la mirada—. Supongo
que tenemos suerte, pitufa —le dijo.
Miró a Liz de reojo y esta cabeceó. Skye parecía embelesada
por la tirita que Casey llevaba en la frente.
—Mamá, besito —pidió, muy seria, señalando la ceja de Casey.
Liz se puso rígida y fue consciente de que se sonrojaba.
—Casey ya es mayor, Skye.
—No soy tan mayor —objetó Casey.
—Mamá... —insistió Skye.
Liz miró alternativamente a sus dos niñas, puso los ojos en
blanco cuando la expresión de Casey se tornó retadora, se inclinó y
la besó en la frente. A juzgar por la cara de sorpresa que puso,
Casey no la había creído capaz. Cuando Liz se apartó, las dos se
miraron a los ojos un momento.
—¿Mamá cura sana, Cafey? —preguntó Skye.
Liz no supo cómo interpretar la cara de Casey.
—Sí, pitufa. Más de lo que cree.

—No deberías apoyar peso sobre el tobillo —le recomendó Liz.


En bañador, Casey cogió a Skye de la cintura y la levantó.
—Estoy bien, el agua le sentará bien —se encabezonó.
Liz renunció: bastante cansado era batallar con Skye. Casey no
era más que una versión más alta y mucho más atractiva.
—Venga, pequeño saco de patatas. Vamos a nadar. —Se cargó
a Skye al hombro y se encaminó cojeando a la playa. Antes de
llegar se volvió hacia Liz—. ¿Estarás bien ahí sola?
—Estaré bien —les sonrió Liz—. Id.
Viéndola con su hija de camino al lago, Liz era incapaz de
hacerse a la idea de lo que le pasaba por la cabeza a Casey
Bennett. De repente era amable y generosa, y les traída regalos, y
al cabo de un momento se mostraba distante y arrogante. La única
constante para Liz era la incertidumbre sobre Casey: sobre lo que
les depararía el futuro.
Capítulo 11

Por la tarde, mientras veía a Casey jugar con su hija, a Liz se le


ocurrió ir a buscar algo frío para beber. Se dirigió a la cabaña,
reprimiendo un gemido por el esfuerzo de ponerse de pie, y fue
cuando oyó que se acercaba un coche por el camino de grava.
Asomó la cabeza por la ventana de la cocina y vio a una mujer
mayor, vestida de manera impecable, que bajaba de un coche de
lujo y estiraba los músculos.
—¿Quién será?
Estaba a punto de ir a buscar a Casey, pero la mujer parecía
moverse como si estuviera en su casa, así que Liz le abrió la puerta
y ella le sonrió. Guardaba un parecido lejano con Casey.
—Usted debe de ser la abuela de Casey —aventuró, mientras le
aguantaba la mosquitera abierta.
—Muy bien. Ahora si me dice los números que saldrán esta
noche en la lotería ya nos podremos jubilar.
Liz se rio y dio un paso atrás para dejarla pasar.
—Soy...
—Liz Kennedy. Yo soy Meredith Casey —le ofreció la mano
—. Casey me ha explicado su situación.
—¿Ah sí? —preguntó Liz, con el ceño fruncido.
Meredith alzó la mano.
—Solo lo básico —la tranquilizó. Entonces le miró el vientre—.
¿Cómo se encuentra? Le dije a la idiota de mi nieta que quería
conocerla.
Liz se rio de nuevo, acompañó a Meredith a la sala de estar y
esta se sentó en el sofá con un gruñido.
—Qué lejos queda esto.
—¿Quiere que le traiga algo? Estaba a punto de preparar té
helado.
—Sería maravilloso, muchas gracias.
Cuando Liz volvió a la sala de estar, Meredith estaba mirando
por la cristalera con una sonrisa. Debía de estar viendo jugar a
Casey y Skye.
—Aquí tiene, señora...
—Ni hablar. Solo Meredith, por favor —la interrumpió al
aceptar el vaso—. ¿Puedo llamarte Liz?
—Por supuesto. —Liz también miró por la ventana—. Skye
adora a tu nieta, Meredith.
La anciana arqueó una ceja mientras daba un sorbo de té.
—¿Y tú cómo te llevas con ella?
Liz notó que se ruborizaba y trató de disimularlo dando un sorbo
de té.
—Casey ha sido muy amable y generosa por dejar que Skye y
yo nos quedemos aquí hasta que nazca mi hija —contestó, con una
mano sobre la barriga mientras miraba a Casey y a Skye.
—Vamos a sentarnos, ¿te parece? No sé tú, pero tengo los pies
destrozados —afirmó Meredith, que se sentó en la mecedora—. Si
algo tiene mi nieta es que sabe vivir bien.
Liz se sentó en el sofá sin decir nada, aunque notaba que la otra
mujer la observaba con detenimiento.
—Siento mucho lo de tu pareja. Aunque fuera rápido, debió de
ser terrible.
—Gracias, fue terrible y todavía lo es en muchos sentidos. Por
otro lado, es... —dejó caer la frase y se entretuvo dando un trago
—. No quiero aburrirte con mi situación.
—En absoluto, querida. Me imagino que no has hablado con
nadie salvo con mi nieta y supongo que no ha sido de mucha ayuda.
Liz se rio con Meredith.
—No puedo echarle nada en cara a Casey. Ella se ha
encontrado en medio de este marrón de rebote; Julie prácticamente
le hizo chantaje emocional para que nos ayudase. No quería dejar
mi casa y venir aquí, pero no podía quedarme en Nuevo México
sola, embarazada y con Skye. Sé que somos una molestia para
Casey y espero poder pagárselo algún día.
—No digas tonterías. Casey necesita cuidar de alguien: tener a
alguien en su vida aparte de esa chelista idiota «con talento».
Liz se atragantó con el té que se estaba llevando a los labios y
empezó a toser y a reírse al mismo tiempo. Meredith también
estalló en carcajadas y se descalzó.
—Veo que has oído hablar de la señorita como-se-llame.
—Suzette —apuntó Liz, secándose con la servilleta.
—Oh, sí, Suzette. ¿Os habéis conocido?
—No, no he tenido el placer —negó con la cabeza Liz, entre
risitas.
—Por el amor del cielo... ¿qué ven mis ojos?
Alertada por el tono, Liz siguió la mirada curiosa de la mujer
hacia la ventana y parpadeó varias veces con incredulidad. Casey
estaba en el porche con un diminuto flotador de color rojo y azul
brillante con pececitos, metido por la cabeza y por un brazo. A su
espalda, Skye subía lentamente las escaleras.
—Ve a buscar a tu madre, pitufa —le pidió Casey, con voz
ahogada.
—Vale, Cafey.
Skye entró corriendo en el comedor y fue hacia su madre.
—Mamá, Cafey encallada.
En ese momento se percató de la presencia de Meredith y
frunció el ceño.
—Hola —la saludó Meredith—. ¿Qué le ha pasado a Casey?
—Cafey encallada —repitió la niña, tirándole a su madre de la
pierna.
Liz se puso de pie con un gemido teatral.
—¿Y ahora qué?
—Esto no me lo pierdo —afirmó Meredith.
Casey se dio la vuelta con los ojos desorbitados.
—¿Abuela? ¿Qué haces aquí? —se horrorizó, y forcejeó
desesperadamente para sacarse el flotador en el que estaba
atrapada.
—Disfruto del espectáculo. ¿Cómo diantres te has metido en ese
chisme?
—Casey, ¿qué haces? —la riñó Liz, al tiempo que trataba de
tirar del flotador.
Por desgracia, lo único que consiguió fue que le apretara más el
brazo.
—¡Au! ¡Vale ya! —se quejó Casey.
Skye se rio y ella le dirigió una mirada furibunda.
—Es culpa tuya.
—Ah, muy bien. Échale la culpa a una niña de tres años —
replicó Liz.
—Bueno, ha sido idea suya.
—¿Y quién es el adulto? —le preguntó Liz, furiosa, tirando del
flotador con más fuerza.
—Esto... ¿me permitís ayudar? —se ofreció Meredith, dando un
paso adelante.
Agarró el tenedor largo de la barbacoa y pinchó el flotador. Las
cuatro se quedaron quietas mientras el aire se escapaba por los
agujeros con un silbido persistente, hasta que el flotador se
deshinchó. Entonces Meredith le hizo un gesto a su nieta.
—¿Puedo?
Airada, Casey inspiró hondo y asintió; Meredith le sacó el
flotador pinchado por la cabeza y se lo devolvió.
—A lo mejor deberías limitarte a tocar el piano.
Casey la fulminó con la mirada.
—¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro?

Casey salió de darse una ducha con unos pantalones cortos y una
camiseta de tirantes, el pelo húmedo y una marca roja desde el
cuello al hombro. Meredith cruzó una mirada con Liz, que se
mordió el labio para no reír. Skye estaba sentada a la mesa en su
trona, comiéndose una rodaja de pepino, y levantó la mirada
cuando Casey entró en la cocina.
—¿Cafey? ¿Pipino? —le ofreció, alargándole el trozo que se
estaba comiendo.
—Gracias —aceptó esta, cogiéndole el pepino a medio comer.
Cuando fue a llevárselo a la boca, se le cayó al suelo.
—Ups.
Lo recogió y fue a darle un bocado, pero Liz se lo quitó de la
mano, boquiabierta.
—¿Estás loca? No te lo comas del suelo —la riñó, y lo tiró a la
basura.
Casey frunció el ceño, se miró la mano vacía y luego a Skye.
—Susio, Cafey.
—¿Quieres que te ayude, Liz? —preguntó Meredith, que estaba
sentada mientras la madre de Skye preparaba la ensalada para la
cena.
—Oh, no, Meredith. Tú ponte cómoda.
—¿Te apetece un Martini, abuela? —le preguntó Casey—.
Luego me cuentas por qué te has pegado el viaje de seis horas sin
avisarme. Habría ido a recogerte.
—Me encantaría un Martini, y ya soy mayorcita —repuso
Meredith—. Quería conocer a Liz y a su adorable hija. —Estiró la
mano y le dio un pellizquito a Skye debajo de la barbilla. La niña se
rio y se agitó en su asiento—. Y tú puedes llamarme abuela.
Liz miró a Casey de reojo, a tiempo de verla fruncir el ceño
momentáneamente, antes de concentrarse en preparar los cócteles.
A Meredith no se le escapó ni aquella expresión ni la cara de
preocupación que se le había quedado a Liz.
—Cuéntame, Liz. ¿Cómo te encuentras? ¿Hinchazón, sofocos,
hormonas descontroladas? —se interesó Meredith. Esbozó una
sonrisa maliciosa—. ¿Calambres en la espalda? ¿Ardor de
estómago?
—Y la lista sigue —afirmó Liz por encima del hombro, mientras
mascaba una zanahoria—. Eso por no hablar del apetito.
—No le pasa nada a tu apetito —interpuso Casey, pasándole a
su abuela una copa de pie alto.
Cuando iba a alejarse, Meredith le indicó que volviera musitando
un «no, no, no»; su nieta puso los ojos en blanco y le echó unas
cuantas olivas en la copa.
—Lo sé, ese es el problema. Zampo como una lima.
—Bueno, tienes buen aspecto —le aseguró Casey, dando un
trago de su botellín de cerveza.
Meredith las observaba con interés. Cuando Casey dejó el tapón
de la cerveza en el mármol, sin fijarse, Liz lo tiró a la basura
automáticamente. Mientras tanto, Casey sirvió el té helado y lo dejó
en el mármol, al lado de Liz, que lo miró por el rabillo del ojo.
—¿Puedes...?
Pero Casey ya había ido a por más hielo y se lo echó en el vaso.
—Gracias —murmuró Liz.
—De nada —le dijo Casey, y le apoyó la mano en el hombro un
segundo al pasar por su lado.
Se dio cuenta de que su abuela la miraba, pero esta se limitó a
enarcar una ceja y a dar un sorbo de Martini.
—¿Qué? —le preguntó Casey.
Meredith sonrió sin más.
—Sí, estás muy guapa, Liz. El embarazo te sienta bien. ¿No te
parece, Casey?
Casey miró a Liz, que le daba la espalda, y a Meredith no le
pasó por alto el repaso que le dio con la mirada.
—Sí que lo está. Y sí que le sienta bien.
—Solo quiero cuidarme para que el parto vaya bien y me
recupere pronto —explicó Liz al dejar la fuente de ensalada en la
mesa. Como Casey seguía mirándola fijamente, le preguntó—.
¿Qué?
Meredith observó el cruce de miradas mientras le daba a Skye
un trozo de apio.
—¿Qué? —parpadeó Casey.
Liz se secó las manos en una toalla.
—Me miras como si quisieras decirme algo y empieza a resultar
molesto.
Casey se puso colorada bajo la atenta mirada de su abuela.
Parecía un termómetro.
—No, no pensaba en nada.
—Mentirosa —farfulló Meredith, sin dejar de darle de comer a
Skye.
—Bueno, ¿te ocupas tú de la barbacoa? —le preguntó Liz a
Casey, tras sacar las chuletas de la nevera—. Menos mal que
compraste de sobra.
—Sí, claro.
Casey encendió el carbón y esperó a que estuviera al rojo vivo
antes de colocar las tres chuletas en la chisporroteante parrilla.
—¡No tengo ni idea de lo que estoy haciendo! —advirtió a voz
en grito hacia la cocina, con las pinzas de la barbacoa en alto.
Meredith se echó a reír y Liz también. La última seguía picando
pepino y, por cada rodaja de tomate que ponía en la ensalada, se
comía dos.
—No te preocupes. Si las quemas, Liz ya ha cenado —comentó
Meredith con ironía, meneando la cabeza—. Voy a asegurarme de
que no le prenda fuego al porche.
En la terraza, Casey levantó la vista cuando su abuela salió y dio
un trago de cerveza, sin dejar de prestarle atención a su tarea.
—Vaya, vaya. Te veo muy domesticada. Te sienta bien.
—¿Qué haces aquí? Que no es que no me guste verte...
—Me llamó Niles, cacareando como un pavo real —explicó
Meredith—. ¿No conoces a nadie que no sea gay?
—Ja, ja. A Niles le caes muy bien —dijo Casey, bebiendo de
nuevo—. Mamá también le gustaba.
Meredith percibió la tristeza en la voz de su nieta y dio un sorbo
de Martini. Se sentó en una de las butacas del porche, cruzó las
piernas y contempló a Casey unos segundos mientras esta miraba,
por la ventana de la cocina, al interior de la casa. Adentro se oían
las risas de Liz y Skye.
—Echo de menos a mamá —musitó Casey.
Miró a los ojos a Meredith y se encogió ligeramente de
hombros. Su abuela reclinó la cabeza y escrutó el rostro de Casey.
—Yo también. Sé que no he apoyado tu estilo de vida tanto
como Eleanor. Tu madre tenía un corazón que no le cabía en el
pecho, igual que su padre —se rio—. Tu padre se parecía más a
mí, y eso que ni siquiera éramos familia. Es curioso cómo van las
cosas.
Casey asintió en gesto ausente y contempló el bosque, que se
extendía más allá de las lindes de la cabaña.
—En estos últimos años me has apoyado mucho más, abuela.
Meredith dejó escapar un gruñido.
—Eso es porque quiero ganarme el cielo.
Casey se echó a reír.
—No, no es eso. Eres más cariñosa de lo que quieres dejar ver.
—Y si se lo dices a alguien, te desheredaré.
—Creía que no tenías dinero...
—Te dejaré la coctelera de Martini.
Casey se apoyó en la barandilla del porche y contempló el lago.
La animada discusión entre Liz y su hija la acompañaba de fondo.
—¿En qué piensas? —quiso saber Meredith.
Casey sonrió.
—Me encanta escapar de Chicago, dejarme de prisas y
refugiarme aquí.
—¿Sola?
Casey puso cara pensativa.
—Ya sabes cómo vivo.
—¿Y sigues queriendo vivir así? De ligue en ligue. Buscando
siempre algo nuevo. Eso no dura.
—No estoy segura de estar preparada para nada más. Julie fue
con la que llegué más lejos y ella...
—Quería una familia.
Casey asintió.
—Hice lo correcto al no formar una familia con Julie. No
estábamos preparadas, ni ella ni yo.
—¿Y ahora?
Casey levantó la cabeza de golpe y observó a su abuela como si
no diera crédito a sus oídos.
—¿Ahora? ¿Qué quieres decir?
Meredith señaló la cocina y Casey se quedó boquiabierta.
—¿Liz? Oh, por todos los cielos, abuela. Yo... ella... —
balbució.
Y se terminó la cerveza de un trago.
—¿No lo has pensado? —le preguntó Meredith con tacto.
—No. Bueno, sí. Pero no. —Casey exhaló un hondo suspiro—.
¿Les tengo cariño? Sí. ¿Liz me parece atractiva? Lo cierto es que
sí. Está incluso más guapa embarazada.
—¿De verdad? ¿Eso se lo has dicho a ella?
—Joder, no.
—¿Por qué no? Estoy segura de que en su estado le encantaría
oírlo.
Casey se quedó callada un momento.
—Tengo a Suzette.
Meredith dejó escapar un quejido ronco y puso los ojos en
blanco, pero Casey continuó:
—Lo digo en serio. Puede que Suzette sea superficial, pero sabe
lo que quiere de mí.
—Nada —apuntó Meredith.
—Sin ataduras, sin compromisos, sin...
—Amor.
Casey hundió los hombros y agachó la cabeza.
—Soy irritante, ¿verdad?
—No te haces una idea.
Las risitas de la cocina entre madre e hija volvieron a arrancarle
una sonrisa de satisfacción a Casey. Meredith se rio y echó la
cabeza hacia atrás para contemplar el crepúsculo.
—Lo siento, Casey, no debería entrometerme en tu vida. Eres
una mujer adulta con una carrera fabulosa y una vida sin
preocupaciones. Lo último que te hace falta es una familia caída del
cielo. —Al erguir la cabeza vio que la mirada de Casey era
inescrutable—. Pero estás haciendo algo bueno con ellas, cariño.
Te lo digo de verdad. La situación no es fácil ni para Liz ni para ti.
Puede que de todo esto surja una maravillosa amistad. Eso por sí
solo ya sería muy bueno para las dos.
—Puede —se encogió de hombros Casey. Levantó la tapa de la
parrilla y la dejó en el suelo—. No sé si están hechas ya.
—¿Casey? ¿Has mirado las chuletas? —le gritó Liz desde la
cocina justo en ese preciso instante.
A Meredith se le escapó una carcajada traviesa.
—¿Ya te lee los pensamientos? Qué interesante.
Casey le lanzó una mirada dura y fue a beber, pero se dio cuenta
de que la botella estaba vacía.
—Mierda.
Skye apareció en la puerta mosquitera, apoyó la naricilla en la
tela de malla y ahuecó las manos en torno a la cara para mirar a
Casey.
—Cafey, mamá...
—Dile a tu madre que no soy estúpida —se adelantó Casey,
mientras le daba la vuelta a las chuletas.
—¡Mamá! ¡Cafey dice que no túpida!
Meredith empezó a desternillarse de risa y estuvo a punto de
escupir la bebida, pero Casey la ignoró por completo.
—Qué manera de tirar un buen vodka —comentó la anciana,
limpiándose con la servilleta y regalándole a Casey una sonrisa
inocente.
—¡Yo no he dicho que lo seas! —respondió Liz desde la cocina
—. Ay, por favor, qué cabezota es...
—Te tiene calada —comentó Meredith, alzando su copa vacía.
Casey gimió de pura impotencia y le cogió la copa a su abuela.
—¿Quién te ha dado vela en este entierro? —repitió entre
dientes.
Fue al extremo opuesto del porche y contempló el bosque. No
podía seguir dándole vueltas a la cabeza, eran demasiadas
emociones. Demasiado...
—Casey...
—Abuela, ya sé por dónde vas y... —gimió cuando su abuela
empezó a hablar.
—¿Sabes dónde podemos pedir pizzas?
—¡Mamá! ¡Fuego!
Casey se dio la vuelta al oír gritar a Skye y vio que las llamas se
salían de la parrilla.
—¡Joder!
Meredith se quedó sentada tranquilamente en su diván mientras
Casey salía disparada del porche para coger la manguera del jardín.
Se abrió la puerta mosquitera de golpe y salió Liz con una jarra de
té con hielo. Meredith se sentía como una espectadora en un
partido de tenis: miró a Casey cuando corrió de vuelta con la
manguera y apuntó a las llamas, mientras que Liz retrocedía un
poco y tiraba el té helado a la barbacoa. No acertó a dar a la
parrilla, y a Casey le cayó todo encima, limones y cubitos de hielo
incluidos. Cegada por el té y recubierta de hielo y rodajas de limón,
Casey intentó secarse los ojos y encender la manguera al mismo
tiempo.
—¡Mierda de chisme!
—Casey, lo siento —exclamaba Liz.
Meredith levantó los ojos hacia el cielo y negó con la cabeza,
antes de levantarse con un suspiro, recoger la tapa de la barbacoa y
colocarla sobre la parrilla. Skye se partía de risa, Casey resoplaba
como un toro, empapada de la cabeza a los pies, y Liz estaba de
pie en medio de las dos, con la jarra de té vacía en una mano y
agitando la otra para que no le fuera el humo a la cara.
El aroma a ternera achicharrada impregnaba el aire. Meredith se
sacudió el polvo de las manos.
—Lo que decía, ¿pizza para todas?

—He encontrado a un médico en Rhinelander —comentó Liz


durante la cena—. Tengo cita pasado mañana por la tarde.
Casey levantó la mirada de la pizza.
—¿Es una cita ordinaria?
—Sí, no te preocupes —la tranquilizó Liz, al tiempo que soplaba
para no quemarse antes de dar el siguiente bocado.
—Si todavía estoy aquí, te llevaré —le sonrió Meredith, y miró a
Casey por el rabillo del ojo.
—Gracias, Meredith. Por desgracia no tengo coche.
Casey se limpió los labios con la servilleta.
—Yo te habría llevado. Solo tenías que pedírmelo.
Liz notó que se ruborizaba; por mucho que odiara aquel
sentimiento de impotencia, el tono crítico de Casey le tocaba la
fibra sensible. Empezaba a resultar de lo más irritante.
—Ya te he complicado bastante la vida como para...
Casey resopló con sarcasmo y la mirada de Meredith se tornó
acerada.
—¡Casey Bennett!
Liz dejó la servilleta y le limpió a Skye la salsa de tomate de la
cara.
—Vamos, pastelito. Hora de meterte en la bañera.
Meredith apoyó la mano en el brazo de Liz.
—Déjame a mí. Hace años que no baño a una niña. —Miró a
Skye, que se rio—. ¿Qué te parece, Skye? ¿Quieres que te bañe la
abuela?
—Vale —dijo Skye, que se bajó de la trona como pudo y cogió
a Meredith de la mano—. Vamos, abuela. Te enseño al pes.
Furiosa, Liz las vio desaparecer por el pasillo, se levantó de la
silla de la cocina con toda la dignidad que le permitía la barriga y se
dispuso a recoger los platos, pero Casey la retuvo.
—Ya recojo yo.
—No, gracias. Me gusta ganarme el sustento y el alojamiento,
Bennett —replicó airada.
Se soltó de Casey de malos modos y recogió los platos y los
vasos. Casey tiró la servilleta y salió de la cocina, pero Liz se dio la
vuelta y murmuró:
—Se acabó.
Siguió a Casey a la sala de estar. Estaba arrodillada ante el
hogar, preparándose para encender el fuego.
—Muy bien, Casey. Tú y yo vamos a hablar.
Casey frunció aún más el ceño, dispuso la yesca para prender los
leños y encendió una cerilla con enfado.
—No tengo nada que decir.
—Oh, sí lo tienes. Llevas muriéndote de ganas de decirme algo
desde que nos recogiste en la estación de autobuses, así que vamos
a hablar. No puedo vivir en vilo de esta manera. Un momento eres
encantadora y dulce y al siguiente te comportas como una cretina.
Al acabar, Liz deseó darse una patada a sí misma porque se le
hubiera escapado lo de que le parecía encantadora, al menos si
fuera capaz de levantar tanto la pierna. Casey respiraba hondo,
claramente para controlar la ira.
—Mira, sé que todo esto es una molestia para ti y sé que no
esperabas que tu vida fuera de esta manera, pero ¡joder, yo
tampoco!
Casey se volvió en redondo.
—Entonces, ¿por qué?
Liz parpadeó, sin entender la críptica pregunta.
—¿Por qué qué?
—Parece que eres o eras una persona razonable y sensata. Sé
cómo era Julie: lo irresponsable que podía llegar a ser.
Liz se sulfuró ante la acusación.
—No tengo que darte ninguna explicación, ¿cómo te atreves?
¿Qué derecho tienes a cuestionar nuestras decisiones sobre nuestra
familia y nuestra relación? ¿Qué sabes tú del amor, Casey Bennett?
¿O del compromiso? —Se acercó a Casey y se encaró con ella—.
No me parece que la vida que llevas sea tan ejemplar como para
cuestionar la mía. Tenía una pareja que me quería. ¿Era
irresponsable? Quizá.
—¿«Quizá»? Eso sí que es para partirse de risa. Julie era una
niña. No tenía ni idea de cómo ser madre.
—Y tú en eso tienes mucha experiencia, ¿verdad?
Casey miró a Liz a los ojos.
—No, no la tengo. Pero yo lo admito en lugar de ir y tener dos
hijos por egoísmo. Ni me imagino el dinero que cuesta eso, y tú
solo trabajabas a media jornada.
Liz negó con la cabeza.
—Espera un segundo, ¿de qué dos hijos hablas?
—¿Cómo se os ocurre hacerlo? ¡Dos veces! —inquirió Casey.
Sonaba verdaderamente confundida. Alzó una mano—. Mira, lo
siento. No es asunto mío.
—¿Eso es lo que te ha traído de cabeza todo este tiempo? —
preguntó Liz—. ¿Creías que Julie y yo habíamos tenido dos
inseminaciones? —Liz exhaló un profundo suspiro y se echó a reír.
Cuando levantó la mirada, la expresión de Casey era de interés.
Casi de miedo—. Así que también te parezco una irresponsable,
¿es eso?
—Como te he dicho, no es asunto mío.
—Eres muy arrogante y pomposa, te das cuenta, ¿verdad?
Una risotada ahogada se oyó desde el baño.
—Vamos a dejarlo.
—No, es importante. Voy a contártelo, Bennett, y si cuando
acabe todavía te parezco irresponsable, estaré encantada de hacer
el equipaje y marcharme.
Se volvió hacia la chimenea, meneó la cabeza y rio otra vez.
—¿Dos veces? —repitió.
¿Cómo iba a saberlo Casey?
—Casey, Skye no es mi hija biológica.
Capítulo 12

Casey cabeceó como si quisiera sacarse las telarañas de los oídos y


se pellizcó el puente de la nariz.
—¿Disculpa?
Liz suspiró.
—Será mejor que me siente —musitó, al tiempo que alcanzaba
la butaca que había junto al hogar.
Casey alargó la mano para ayudarla, pero como no llegó a
tiempo la apartó de nuevo, incómoda. En ese momento apareció
Skye, corriendo desnuda por el pasillo.
—Abuela me baña. ¡Y lee cuento!
Meredith regresó a la sala de estar y se pasó los dedos por el
pelo plateado.
—Solo he tenido que sacarla del desagüe una vez —rio, y
extendió la mano—. Venga, guppy. Dales un beso de buenas
noches a mamá y a Casey.
Liz se agachó con un gruñido para besar a su hija.
—Buenas noches, pastelito. Te quiero.
—Nanoches, mamá. —Corrió hacia Casey, que también se
agachó—. Nanoches, Cafey.
—Buenas noches, pitufa —susurró, y le dio un beso en la
sonrojada mejilla—. Dulces sueños.
Liz notó que se le llenaban los ojos de lágrimas al ver la tristeza
en la mirada felina de Casey. Hasta diría que a ella también le
brillaban sospechosamente los ojos.
—Gracias, Meredith —le dijo a la anciana.
—Un placer, querida.
—Esto... Meredith....
La aludida ladeó la cabeza interrogativamente, con Skye de la
mano.
—¿El pijama? —observó, señalando a la niña desnuda.
Meredith chasqueó los dedos.
—Ya sabía yo que me olvidaba de algo. Casey solía dormir
desnuda. Creo que todavía lo hace.
A Casey casi se le salieron los ojos de las órbitas y evitó mirar a
Liz cuando esta soltó una carcajada. El silencio, sin embargo, solo
duró un segundo en la habitación, antes de que Liz iniciara su relato.
—Vamos a ver, ¿por dónde empiezo? Skye es mi ahijada. Mi
mejor amiga, Barb, y su marido Steve murieron en un accidente de
coche cuando Skye tenía dos meses. Habíamos planeado que, si
les pasaba algo, yo sería la tutora legal de Skye y la adoptaría. Por
supuesto, no es algo que discutiéramos en profundidad, pero no
tenían más parientes. Yo creía que los padres de Steve pondrían
algún problema, pero no pareció importarles. ¿No te parece raro?
¿Unos abuelos que no quieran a su nieta?
Casey se encogió de hombros. Bastante trabajo le costaba
entender todo lo demás.
—Supongo. Cuando murió mi madre, Meredith ocupó su lugar.
Sé que yo ya era mayor y estaba en la universidad, pero no me la
imagino sin querer formar parte de mi vida —confesó, con los ojos
verdes puestos en el fuego.
—¿De qué murió tu madre? —quiso saber Liz.
Casey levantó la mirada y se encogió de hombros.
—Cáncer. Parece ser el modo más popular de marcharse... —
se interrumpió, al darse cuenta de lo que acababa de decir—. Lo
siento. Eso...
—Lo entiendo y tienes razón. ¿Pudiste pasar con ella mucho
tiempo?
—Sí —asintió Casey—. Pero cuando yo iba a la universidad ella
estaba muy enferma y no me permitió dejar la carrera y volver a
casa. Mi abuela dice que quería que terminara mis estudios y no
tuviera que cuidarla. O-Ojalá...
—Hubieras tenido más tiempo —le acabó la frase Liz.
—Sí —dijo Casey—. Perdona, acaba lo que me contabas de
Skye.
—Bueno, después del funeral y de acabar con todo el papeleo,
nos llevamos a Skye a casa. Los padres de Barb ya habían muerto
y los de Steve vinieron al funeral y luego cogieron un avión de
vuelta a su casa. Creo que viven fuera del país, al menos entonces
era así. No vi otra opción. Además, Julie estaba encantada. Skye
es una niñita preciosa y muy llena de vida.
—Y un diablillo —se oyó decir Casey, afectuosamente. Liz tuvo
que mostrarse de acuerdo—. Me siento como una idiota. Creía que
eras una irresponsable que se había gastado una fortuna no en una,
sino en dos inseminaciones artificiales, y que al morir Julie te habías
visto sin blanca.
—Entiendo que pensaras eso —aceptó Liz, que dejó escapar un
gemido quedo al reacomodarse en la butaca.
Casey le acercó una otomana y le subió las piernas.
—Gracias —suspiró Liz con pesadez.
Casey se sentó al lado de la chimenea, con la espalda contra la
pared de piedra, y contempló las llamas danzarinas, como
ensimismada. Por primera vez, Liz pensó de verdad en lo atractiva
que era Casey. No en plan «Oh, Dios mío, eres preciosa», que
también, sino en la manera sutil y tranquila como la veía ahora.
Casey no sabía o al menos no daba muestras de percatarse de que
Liz la observaba. Se la veía vulnerable, y la imagen era
definitivamente afrodisíaca para Liz.
—Puede que sea yo la que deba sentirse como una idiota,
Casey.
Casey pestañeó lentamente y la miró.
—¿Y eso?
—Fue Julie la que sacó el tema de la inseminación artificial. Al
principio le dije que no, que ya teníamos una hija, pero Julie quería
otro bebé. «Para que le haga compañía a Skye», decía. Te
acordarás de que Julie había sido hija única y tuvo una infancia muy
triste y solitaria. Lo usé como excusa. Creo que lo que intentaba
era conservar a Julie.
Casey no dijo nada.
—Julie siempre estaba fuera, volando de un lado para otro.
Nunca pasaba tiempo en casa con Skye... o conmigo. Así que fui
tan tonta de pensar que lo que quería era un bebé de las dos, para
que fuéramos más una familia, y que entonces sería más
responsable. Fue una estupidez por mi parte.
—No puedo creer que haya muerto —soltó Casey de repente.
Enseguida miró a Liz—. Mierda, lo siento. Menuda tontería acabo
de decir.
—No lo sientas, yo también me siento así. Pero ¿sabes? Pasaba
tanto tiempo fuera que, no sé, de alguna manera ha sido algo más
fácil. ¿Tiene algún sentido lo que estoy diciendo? Quiero decir, que
yo la quería y la echo de menos, pero los últimos seis meses fueron
terribles y he tenido que ocuparme de muchas cosas. —Se detuvo
y miró a Casey de reojo—. No busco que me compadezcas.
Casey esbozó una sonrisa leve.
—Lo sé. Eso es lo que me saca de quicio.
Liz le lanzó una mirada severa, pero cuando vio que Casey hacía
esfuerzos por no sonreír, soltó una carcajada.
—Tengo una vena independiente muy potente. —A su lado,
Casey asintió con énfasis antes de volver a contemplar el fuego—.
¿En qué piensas?
—Pensaba en Julie. Ella quería tener hijos, pero yo sabía que ella
no era responsable y yo no concebía la idea de hacerle algo así a un
niño, al menos si puedes elegir. Al ser lesbiana hay que ir con
mucho cuidado. Incluso para los heteros, tener un hijo es una
responsabilidad enorme.
—¿Demasiado grande para ti?
Casey reflexionó sobre la pregunta antes de contestar.
—No, demasiado no. Sencillamente no quería tener hijos con
Julie, y no es que pretenda hablar mal de ella, Liz. Yo... yo la
quería...
—No hace falta que me des explicaciones, entiendo
perfectamente cómo te sientes. Yo también quería a Julie —rio Liz,
meneando la cabeza—. Tenía algo único.
—Sí que lo tenía. Pero voy a serte sincera: nunca he considerado
la posibilidad de tener hijos sin estar casada con mi pareja —dijo,
con el ceño fruncido. Hacía cinco años que no pensaba en todo
aquello—. Pero eso es otra historia. No estoy en el mercado para
formar una familia ni para tener una relación seria. Me... me gusta la
libertad —afirmó, aunque el tema la hacía sentir violenta.
Liz asintió, y luego apoyó la cabeza en el respaldo.
—No te culpo. Parece que tienes una buena vida, muy cómoda.
Vas y vienes cuando quieres, aunque no comes bien. Imagino que
no te mueres por la compañía de una adorable mujercita. ¿No te
sientes sola? Por la noche, me refiero, sin nadie a quien abrazar, o
por la mañana, ¿alguien con quién empezar el día? —Como Casey
no contestó, Liz siguió hablando—. No, supongo que no. Te
envidio, Bennett —dijo. Bostezó—. Pero bueno, las cosas pasan
siempre por una razón. Una buena razón. Eso es lo que creo —
concluyó, con un suspiro, y cerró los ojos.
—¿Puedo decirte una cosa?
Liz irguió la cabeza y asintió, notando un cosquilleo de
expectación en la boca del estómago.
—Ahora mismo, se te ve muy joven. Demasiado joven para
tener dos hijas, haber pasado por la muerte de tu pareja y de tus
amigos. Joder, para haber tenido esa vida, se te ve muy bien. Eres
una mujer atractiva, Liz.
Liz notó que se le encendían las mejillas y supo que se estaba
ruborizando. Casey sonrió y apartó la vista.
—Gracias. Yo no me siento demasiado atractiva.
—Mi abuela me dijo que seguramente te pasaría eso —le dijo
Casey—. Mira, lo siento. Yo no tengo mano para esto. Quiero
ayudarte y, ahora que conozco toda la historia y me siento como
una capulla, a lo mejor podríamos volver a empezar.
Liz le regaló una sonrisa.
—Me gustaría. Skye... bueno, la verdad es que te quiere con
locura.
Esta vez le tocó sonrojarse a Casey, que se rio y se rascó la
frente.
—Menudo trasto está hecha, pero la verdad es que lo paso
genial con ella.
Las dos rieron juntas y luego se relajaron en un silencio cómodo,
por primera vez desde que se conocían.
—Bueno, cuéntame cómo te quedaste encallada en el flotador.
Casey soltó una carcajada.
—Estaba intentando enseñarle a ponérselo, para que pudiera
estar en el agua sin que yo la aguantara. Se parece mucho a su
madre, es muy independiente.
—Que Dios te pille confesada, Bennett.
—Diría que Dios ya me ha echado un cable.
Liz le lanzó una mirada de asombro, pero sonrió.
—Vaya, seguís vivas las dos —intervino Meredith, apareciendo
por el pasillo—. Skye está frita. He tenido que leerle a Shelley. Por
amor del cielo, Liz, ¿no se sabe la de un elefante, dos elefantes y
quién sabe cuántos elefantes más?
Las dos mujeres más jóvenes se echaron a reír y Meredith agitó
la mano en su dirección.
—Necesito una copa.
Capítulo 13

—Tenéis que venir a verme a Chicago —les dijo Meredith, cuando


la acompañaban al coche.
—Me encantaría, Meredith. Muchas gracias —repuso Liz, con
lágrimas en los ojos. Le dio un abrazo a la anciana y la besó en la
mejilla.
—Y cuídame a esta cabeza hueca, ¿quieres? —añadió
Meredith, señalando a Casey.
Su nieta puso los ojos en blanco y Liz se rio y se enjugó los ojos.
Skye hizo un puchero y estiró los brazos hacia Meredith.
—Adiós, princesita mía.
—Ayós, abuela —contestó Skye—. ¿Velves?
Meredith le dio una palmadita en la barbilla.
—Tú intenta impedírmelo.
Entonces atrajo a Casey contra su pecho y esta la abrazó con
fuerza.
—Venga, abuela, si te veré cuando vuelva a Chicago...
—Trae a las chicas —le ordenó, y le dio un cachecito en la
mejilla—. Pórtate bien hasta entonces.
Casey cogió a Skye en brazos y despidió a su abuela con la
mano, mientras el enorme coche maniobraba en el camino de
entrada.
—¡No mates a nadie! —le gritó Casey.
Liz le dio un palmetazo en el hombro y le cogió a Skye.
—Será mejor que nosotras también vayamos saliendo. Tengo
cita con el médico dentro de una hora —miró a Casey a los ojos
—. Gracias por llevarme y por quedarte con Skye.
—Nos lo pasaremos bien —aseguró Casey.
Tras esperar pacientemente a que Liz se preparara, recorrieron
el corto trayecto en coche hasta la clínica y Casey aparcó justo
delante de la consulta del médico.
—Skye, pórtate bien con Casey —advirtió Liz a su hija, dándole
un beso en la rubia cabecita. Entonces se dirigió a la otra mujer—:
Casey, pórtate bien con Skye —añadió con una risilla.
—Qué graciosa —replicó Casey.
No pudo evitar sonreír cuando a Liz le chispearon los ojos azules
y le costó Dios y ayuda apartar la mirada, hasta que notó que le
tiraban de los pantalones cortos.
—Vamos, Cafey —protestó Skye, tirando con más fuerza.
Liz se rio.
—Será mejor que os marchéis. Supongo que no tardaré más de
media hora o así.
—Te esperaremos aquí —le dijo Casey.
—Id con cuidado —pidió Liz, sin poder ocultar la preocupación.
—¿Qué quieres que pase? —le preguntó Casey, dejándose
arrastrar por Skye calle abajo.
Liz esperó sentada en la consulta mientras el viejo médico rellenaba
su historial.
—Parece que todo va bien, aunque debería haber ganado un
poco más de peso. ¿Cómo va todo lo demás? Su marido...
—No estoy casada, doctor —respondió Liz.
El anciano consultó el historial de nuevo.
—Ya veo. Disculpe por hacer suposiciones, en estos tiempos, ya
no se sabe. Bueno, lo está haciendo todo muy bien, siga así. ¿Su...?
—volvió a dudar, y se puso colorado delante de Liz—. ¿Vive usted
sola?
Fue el turno de sonrojarse de Liz.
—No... Por el momento vivo con una amiga. A lo mejor la
conoce, se llama Casey Bennett.
El doctor levantó una ceja, así que a Liz no le quedó ninguna
duda de que el doctor Martin conocía a Casey.
—Me está ayudando muchísimo —prosiguió Liz. Sonrió al
evocar la cena quemada de la víspera y lo mucho que la ayudaba
con Skye—. Más de lo que cree —completó en tono ausente.
Recordó la noche que habían pasado las tres juntas en la cama y
Liz había leído para ellas. También se acordó de cómo la había
mirado Casey. Era como si aquellos ojos verdes la atravesaran. O
puede que eso fuera lo que ella deseaba. Dejó escapar un hondo
suspiro de satisfacción y entonces se dio cuenta de que el doctor
Martin la estaba mirando. Este sonrió y ella carraspeó.
—Conozco a Casey Bennett. Si es capaz de hacerla sentir así de
feliz y contenta, espero que se quede con ella hasta que nazca el
bebé —le dijo, dándole una palmadita en la mano—. Como le he
dicho, siga así de bien y...
—Doctor, esto... tenemos a una mujer —los interrumpió la
enfermera, asomando la cabeza en el consultorio—, con una niña
pequeña...
Liz se levantó de un salto.
—¿Una niña rubia? ¿Y la mujer es alta y con el pelo oscuro? —
preguntó con nerviosismo.
La enfermera asintió y tanto Liz como el médico la siguieron a
toda prisa a la sala de exploración contigua. Casey estaba tumbada
en la camilla con una bolsa de hielo en la rodilla y el codo en carne
viva. Skye, de pie encima de una silla, le cogía la mano. Al ver a su
madre le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Mamá! Cafey caío otavés.
Liz corrió junto a su hija.
—¿Qué ha pasado? —inquirió, al tiempo que comprobaba que
Skye no se había hecho daño.
La niña tenía la cara roja de excitación; Casey fue a levantarse,
pero el doctor Martin le puso una mano en el hombro.
—Espere, deje que se lo mire.
Le quitó el hielo de la pierna, le examinó la herida de la rodilla y
se dispuso a curársela con la ayuda de la enfermera.
—¿Con qué se ha dado? —preguntó, mientras le palpaba la
articulación.
—Bueno... —empezó a decir Casey, con una mueca.
La preocupación era evidente en los ojos azules de Liz, y la
vergüenza era más que evidente en la expresión de Casey Bennett.
El doctor salió de en medio y dejó que la enfermera le limpiara la
rodilla y el codo, mientras la minirrubita ofrecía una explicación muy
madura para su edad, que a punto estuvo de hacer que le saltara la
risa.
—Cafey caío del culumpio.
Liz se frotó la cara con expresión de cansancio.
—¿Que se ha caído de un columpio? —miró a Casey, que
asintió y miró al techo—. ¿Cómo has podido caerte?
—Pues es más fácil de lo que creía —rezongó Casey.
Liz soltó una carcajada y Skye la imitó.
—Cuéntame.
—¿Podemos hablar de esto en casa? —suplicó Casey, mirando
por el rabillo del ojo al médico y a la enfermera, ambos con amplias
sonrisas en la cara.
—Ah, no. Yo quiero oírlo —afirmó el médico, que acercó una
silla y se sentó a la mesa a escribir—. Está bien, no hay nada roto.
Solo unos arañazos y el ego herido. Por favor, siga hablando.
Casey tomó aire con resignación y volvió a pegar los ojos al
techo. Liz rodeaba los hombros de su hija con el brazo y con la
mano libre le acariciaba el brazo a Casey.
—Estábamos en los columpios —explicó Casey, mirando a Liz
—. La pitufa estaba en uno de esos para niños, era seguro —se
apresuró a añadir.
—Lo sé —sonrió Liz.
—Bueno, pues tu hija quería que me columpiara más alto.
—¡Cafey llega muy alto, mamá! —apuntó Skye, entusiasmada.
—Me lo imagino, pastelito.
—Se me quedó el pie trabado en el suelo y prácticamente salí
volando del columpio.
—Cafey vuela como pajarito, mamá —exclamó Skye.
—¿Podemos irnos ya?
—Aún no. Me gustaría que el doctor te hiciera una radiografía
de la cabeza —dijo Liz.
—¿Por qué? Si no me he dado en... —Casey se interrumpió y
fulminó a Liz con la mirada—. Muy graciosa.
El doctor Martin se levantó, riendo.
—Está bien. No entre en los parques infantiles durante unos días.
Señora Kennedy, ¿por qué no sale con la pequeña y le pide una
piruleta a mi enfermera? Quiero hablar con la mayor un segundo.
Liz puso cara de preocupación, pero se dejó conducir fuera de
la habitación. Luego el doctor se volvió hacia Casey y esta se sentó
derecha y flexionó la rodilla.
—No me diga que es más grave de lo que pensaba —aventuró
ella con una sonrisa.
No obstante, la expresión seria del doctor la serenó de
inmediato.
—He tenido una agradable conversación con Liz y dice que se
quedará con usted hasta que nazca el bebé —le comunicó. Casey
asintió—. No estoy seguro de la experiencia que tiene con mujeres
embarazadas, Casey. ¿Puedo llamarla Casey? —preguntó
educadamente. Casey asintió de nuevo—. Es posible que sufra
cambios de humor durante el embarazo —comentó, al tiempo que
cogía unos panfletos del escritorio—. Le sugiero que lea esto.
Puede que le ayude a entender mejor la psicología de una mujer
embarazada. También hay un libro muy bueno en la biblioteca.
Le preparó unas recetas y se las entregó. Casey ojeó los
panfletos.
—Eso... si quiere entenderlo mejor —añadió él, observándola
detenidamente.
—Sí, doctor, quiero entenderla mejor. Quiero ayudarla con el
embarazo. Liz y Skye... bueno... yo... yo he llegado a... No sé qué
le habrá contado ella —balbució, sin poder evitarlo.
—Me ha contado lo suficiente para que me haga cargo de su
situación. No estoy seguro de por qué la está ayudando, Casey,
pero espero que esté dispuesta a llegar hasta el final, porque ella la
necesitará. La necesita ya ahora.
Ante sus ojos, fue como si Casey comprendiera de repente la
magnitud de sus palabras, y su reacción fue meterse los panfletos en
el bolsillo trasero, respirar hondo y asentir con total confianza.
—Gracias, doctor Martin. La cuidaré a ella y a Skye. No estoy
segura de si sé bien lo que estoy haciendo.
El médico le dio una palmada en la espalda al acompañarla a la
puerta.
—Todo irá bien. Tener un hijo es algo tan natural como caerse
de un columpio —comentó, y le dio un empujoncito al salir.
Capítulo 14

—Quédate —rogó Skye, agarrada del pantalón de Casey.


Liz tuvo que reprimir las lágrimas al mirar a su hija cuando Casey
dejó el maletín y la cogió en brazos.
—Pitufa, es como la otra vez. Volveré antes de que te des
cuenta. No llores, por favor —susurró, y le dio un beso en la mejilla
—. Tienes que cuidar de mamá mientras yo no esté, ¿vale?
—Vale —murmuró Skye—. Velves, ¿verdad?
—Sí, pitufa. Volveré. Te lo prometo. Ahora termínate el
desayuno.
—Ayós, Cafey —se despidió la pequeña, y le dio un beso en la
mejilla.
Casey y Liz fueron al coche la una al lado de la otra, en silencio.
—Te quiere mucho, Casey —le dijo Liz al llegar al vehículo.
Casey se volvió hacia ella, sonriente.
—Y yo también quiero al pequeño hobbit. Pero desearía que no
se lo tomara tan a pecho cuando me voy.
—Creo que de alguna manera se acuerda de Julie. Siempre le
prometía que volvería a casa, pero se retrasaba. Skye se quedaba
esperándola en la ventana hasta que tenía que llevármela a la cama.
No sé por qué lo hacía Julie —reflexionó Liz en voz alta. Bajó la
mirada y removió la tierra con el pie—. A Meredith le preguntó lo
mismo.
Casey la escuchó, apoyada en el coche.
—Voy a volver, Liz.
Liz levantó la mirada hacia ella.
—Eso espero, vives aquí.
Casey se echó a reír y meneó la cabeza.
—Volveré el viernes. Llámame a mí o a Marge si...
—Me conozco el procedimiento, mi General —la cortó Liz,
haciendo un saludo jocoso.
Volvió a producirse un silencio incómodo entre las dos, mientras
Liz se retorcía el pelo y se acariciaba la barriga en gesto ausente y
Casey miraba hacia el lago, con el maletín en la mano.
—Bueno... pues... —empezaron las dos al unísono.
Se echaron a reír y Casey abrió la puerta del coche.
—Buen viaje —le deseó Liz, y retrocedió.
—Gracias. Liz... —la llamó Casey, al cerrar la puerta.
No tenía ni idea de lo que quería decir o si debía decir algo.
—Lo sé, Casey. Vete. Nos vemos el viernes.
Se quedó en la entrada hasta que el coche tomó el camino de
tierra y Casey sacó la mano por la ventana para decir adiós. Liz le
sonrió y también agitó la mano.

Liz gimió al agacharse para recoger los juguetes de Skye, y al


erguirse trató de estirar la espalda. Acababa de acostar a la niña,
tras asegurarle por centésima vez que Casey volvería a casa al día
siguiente. Lo cierto es que a Liz empezaba a gustarle la idea tanto
como a su hija; se preguntaba qué hacía Casey en Chicago cuando
no estaba en el estudio y, por alguna razón, quería conocer a la
hermosa chelista.
—¿Por qué? —se dijo—. ¿Qué cambiaría eso?
Dejó los juguetes en el sofá y se dirigió pesadamente a la cocina
para poner agua a hervir.
—Seguro que Casey Bennett prefiere pasar el tiempo con ella
que con una embarazada gorda.
Deambuló por la cocina hasta que el hervidor de agua pitó para
indicarle que la infusión estaba lista y que por fin podía sentarse.
—La echo de menos —murmuró Liz, casi maravillada de que
fuera así.
Pensar en Casey la hizo sonreír y se acercó a la ventana con su
taza, para contemplar el lago. Estaba anocheciendo y las estrellas
apenas despuntaban en el cielo del crepúsculo; pronto, la luna se
elevaría por encima de los árboles. Aquellos bosques eran
preciosos y se sentía segura y satisfecha, pero de repente la invadió
una oleada de ansiedad. No sabía qué futuro le esperaba a su
futuro bebé. Entonces el rostro de Casey le vino a la cabeza y
sonrió de nuevo. El lago estaba silencioso y disfrutó
contemplándolo mientras sorbía su manzanilla.
***
El jueves por la noche, Casey estaba junto al gran ventanal de su
apartamento, con vistas al Lago Michigan. Había sido un día duro
en el trabajo, porque nada sonaba bien, la música no funcionaba...
o quizá era ella la que no funcionaba. Echó un vistazo circular a su
coqueto apartamento y dejó escapar un suspiro: en Chicago ya no
le quedaba nada.
Al preguntarse por qué, se dio cuenta de que la respuesta podía
residir a seis horas de allí, en dirección norte. ¿Pero la respuesta a
qué? El rostro de Liz le inundaba los pensamientos cada vez más a
menudo, y cuando evocó la alborozada carita de Skye, se rio en
alto.
—¿Qué coñ... diablos me pasa? —se preguntó, dando un sorbo
de vino, sin apartar los ojos del lago.
El timbre de la puerta la devolvió a la realidad. Echó un vistazo al
reloj sobre la repisa y gimió.
—Por favor, que no sea Suzette.
Fue a abrir la puerta y se quedó de piedra.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, meneando la cabeza.
Meredith la acalló con un gesto displicente de la mano y entró en
la casa sin más, algo falta de aliento.
—¿Has subido por las escaleras? —se extrañó Casey,
ayudándola a llegar al sofá con una mano bajo su brazo.
Meredith se dejó caer en el sofá con un gruñido.
—No, pero tu apartamento está muy lejos del ascensor.
Casey tomó asiento en una silla, enfrente de su abuela.
—Me has dado un susto de muerte —se quedó—. Oye, ¿cómo
sabías que estaría en casa... y sola?
—He hablado con Niles. Me ha dicho que estabas algo
melancólica hoy, así que sabía que no estarías con la idiota con
talento.
—No estaba melancólica. Y deja ya de llamarla así.
—Claro, tesoro. Se me ocurren muchos otros nombres. ¿Qué te
parece...?
—Da igual. ¿Quieres beber algo? —ofreció Casey, si bien se
levantó sin esperar respuesta.
—Preguntas cosas de lo más extrañas. Y hablando de cosas
extrañas: ¿verdad que «melancolía» es una palabra muy rara? —
comentó Meredith, quitándose los zapatos para estirar los dedos de
los pies.
Casey volvió con la copa helada y se la dio a su abuela.
—Gracias, querida. Volveré a incluirte en mi testamento.
Casey sonrió y se sentó junto a la chimenea para observar las
llamas.
—Te pareces mucho a tu madre. Siempre que algo la confundía,
ponía la misma expresión pensativa.
—No estoy confundida —objetó Casey, levantando la mirada
—. ¿Por qué iba a estar confundida?
—Liz, Skye —contestó su abuela. Y luego, en un susurro,
añadió—. Enamorarte.
Casey se quedó con la boca abierta.
—Tú chocheas —espetó, y alargó la mano por su copa.
Meredith se rio y dio un trago.
—No estoy enamorada de Liz, abuela.
—No, aún no.
—Abuela...
—Case...
Casey gimió y echó la cabeza hacia atrás, hasta apoyarla en la
losa de la chimenea.
—Por favor, no veas más de lo que hay y te montes películas de
amor. No hay nada entre Liz y yo. Joder, el otro día prácticamente
la llamé zorra buscafortunas irresponsable y egoísta.
—Pero te equivocabas —le recordó su abuela—. ¿Qué te llamó
Liz?
—Arrogante y pomposa.
—Ah, sí. Dio en el clavo, ¿verdad?
Casey no contestó, sino que inspiró hondo y luego expiró
lentamente.
—Y de aquí a que esto acabe, os volveréis a sacar de quicio y
diréis cosas que no sentís o haréis estupideces, pero os volveréis a
pedir perdón. El caso es que al final, cariño, te darás cuenta de lo
mucho que necesitas a Liz Kennedy y a su familia.
Casey parpadeó varias veces, como si tratara de procesar lo que
quería decir su abuela.
—No estoy enamorada de Liz. Ella no está enamorada de mí.
Solo la estoy ayudando hasta que nazca el bebé y ella pueda salir
adelante. Estoy segura de que quiere recuperar su vida y volver a
casa.
Meredith resopló y se comió una oliva.
—Sandeces.
Casey negó con la cabeza.
—Yo...
Volvió a sonar el timbre y Casey se levantó con un gruñido.
—Me pregunto quién será —musitó Meredith.
—Yo solo quería una noche tranquila.
—Pensando en Liz.
Casey rugió y abrió la puerta.
—Adelante —dijo sin más, y se apartó para dejar pasar al
recién llegado.
Era Niles, que entró sin hacerse de rogar y sonrió alegremente al
ver a Meredith.
—¡Meredith! Qué alegría verte.
Casey le dirigió una mirada torva.
—Como si no supieras que estaba aquí.
—Ay, calla. Me bebería una copa de vino —anunció Niles,
quitándose el abrigo. Luego tomó la mano que le ofrecía Meredith y
se la besó.
—Brian es un cabrón con suerte —opinó esta.
Niles se rio y se sentó a su lado; aceptó la copa que le dio Casey
y se acomodó sobre los mullidos cojines.
—¿Y de qué estábamos hablando? —se interesó Niles.
—Adivina —refunfuñó Casey, de vuelta junto al hogar.
—¿Ya la has convencido? —le preguntó Niles a Meredith.
Ella se encogió de hombros y volteó una oliva en la copa, de
manera que Niles se volvió hacia Casey.
—¿No te ha convencido?
—No estoy enamorada de Liz Kennedy.
—Claro que no... aún no.
—Eso mismo le he dicho yo —apuntó Meredith, y dejó la copa
al borde de la mesa—. ¿Qué es esto? —preguntó, al ver los
diversos panfletos—: «Qué hacer cuando llegue el momento».
Lo leyó por encima y luego se lo pasó a Niles, que lo estudió
con atención.
—¿Qué? —se defendió Casey, cada vez más avergonzada—.
Bueno, Liz pasará aquí unos meses, tengo que saber qué hacer,
¿no?
Los dos asintieron sin despegar los ojos de la lectura.
—Esto no lo sabía —comentó Niles, señalando un párrafo.
Meredith lo leyó sobre su hombro.
—Bueno, querido, es que tú no eres una mujer embarazada.
Siguieron leyendo en silencio, hasta que Casey se puso de los
nervios y se sentó en el sofá al lado de Niles. Sin dirigirle la mirada,
le pasó un panfleto; Casey lo cogió y empezó a leer.
—Esto no lo sabía —murmuró.
Niles y Meredith intercambiaron una mirada, pero no abrieron la
boca, y Casey supo que la aguardaba un buen dolor de cabeza.
***
A la mañana siguiente, antes de tomar rumbo al norte, Casey pasó
por la Biblioteca de Chicago y dejó el coche en el aparcamiento. El
silencio en el enorme edificio resultaba ensordecedor. Casey se
dirigió al mostrador principal y sacó un papel del bolsillo; la
jovencita de detrás del mostrador le sonrió.
—¿Puedo ayudarla?
Lo dijo tan bajito que Casey apenas la oyó. Carraspeó y le dio
el papel.
—Buscaba este libro.
La mujer echó un vistazo al papel y luego miró a Casey.
—¿Para su esposa? —se interesó, con una sonrisa cómplice.
Casey notó que se ponía colorada.
—Eh, no, no. Es para una amiga, que está embarazada, y la
estoy ayudando...
—¿Tuvo una charla con el doctor Martin y le sugirió este libro?
—¿De qué conoce al doctor Martin? —preguntó Casey,
perpleja.
La mujer le enseñó el papel y fue cuando Casey se dio cuenta de
que el médico había anotado la referencia del libro en una receta.
Soltó una risita.
—Ya veo.
—Puedo ayudarla a encontrar el libro. Acompáñeme.
Casey siguió a la mujer escaleras arriba y luego recorrió con ella
unos cuantos pasillos, hasta que la bibliotecaria se detuvo y buscó
en una estantería.
—Aquí está —anunció, y le entregó el libro a Casey.
—Usted lo ha...
—Sí, lo he leído. Mi mujer y yo tuvimos un bebé hace dos años
y a Gina le fue muy bien el libro —le contó la bibliotecaria—. La
ayudó muchísimo, porque no tenía ni idea.
Casey soltó una carcajada.
—Creo que su mujer y yo estamos en el mismo barco.
—¿Tiene usted carnet de la biblioteca?
Casey hizo una mueca y negó con la cabeza; la bibliotecaria le
tendió la mano.
—Me llamo Dorie. Necesitaré algún tipo de identificación.
Casey le estrechó la mano y sacó la cartera. Al cabo de un rato,
Casey estaba ojeando el libro mientras Dorie introducía sus datos
en el ordenador.
—Esto... ¿cómo...? Quiero decir, si no le importa...
Dorie la miró por encima de las gafas.
—No me importa en absoluto, puede preguntarme lo que quiera.
Mucho más tranquila, Casey se apoyó en el mostrador.
—¿Usted tuvo cambios de humor y antojos?
—Oh, Dios, sí. Hubo un punto en que creí que Gina iba a
dejarme. ¿Y antojos? Tuve una época loca por la comida china y
las patatas fritas.
—Bueno, eso no es tan raro —opinó Casey.
Dorie dejó de teclear.
—Las dos cosas al mismo tiempo.
—Ah.
—¿De cuánto está su amiga?
A Casey no se le escapó la nota de duda al pronunciar la palabra
«amiga».
—Sale de cuentas en diciembre.
De improviso, cayó en la cuenta de que solo faltaban dos meses
y le entraron náuseas. Notaba el estómago encogido y la sala se
cerraba sobre ella de un modo asfixiante. Se tiró del cuello del
jersey y notó que tenía la frente perlada de sudor. De lo que no se
percató fue de que Dorie se había levantado y había salido del
mostrador para guiarla a una silla cercana.
—¿Se encuentra bien? Parecía que estuviera a punto de
desmayarse.
Casey aceptó el vaso de agua que le ofrecía y se lo bebió de un
trago.
—Estoy bien, no sé qué me ha entrado.
—La realidad —rio Dorie, dándole una palmadita en el hombro.
Confusa, Casey la miró.
—Empieza a darse cuenta de la magnitud de la situación. Gina
reaccionó igual, también sobre el séptimo mes si no recuerdo mal.
Ya con el pulso algo más sereno, Casey soltó una carcajada.
—¿Y usted nunca tuvo miedo?
Dorie se lo pensó un momento y, entonces, sucedió: sonrió y
puso exactamente la misma cara de felicidad absoluta que Liz tenía
a menudo. Casey las envidiaba a las dos.
—Al principio sí, pero luego fue como si encajara todo de golpe
—explicó Dorie—. Iba a tener un bebé y era feliz.
Le dio otra palmadita en el hombro a Casey y volvió a su mesa,
no sin antes añadir por encima del hombro:
—Y Gina tenía ganas de vomitar.
Casey se pasó todo el trayecto de vuelta al norte dándole vueltas a
la cabeza sobre Dorie, todo lo que había leído y lo que le habían
dicho su abuela y Niles, hasta que ya no pudo pensar más. Ni
siquiera la radio lograba distraerla, porque no se lo sacaba de la
mente. ¿Estaba enamorándose de Liz? ¿Era eso posible? ¿Era lo
que quería? Se hizo todas aquellas preguntas una y otra vez,
mientras rezaba por obtener una respuesta. De lo que sí estaba
segura era de que pensar en Liz Kennedy le hacía cosquillas en el
estómago y le aceleraba el corazón. ¿Era amor aquello?
Tomó el desvío hacia su cabaña cerca de las cuatro de la tarde,
y entonces le dio un vuelco el corazón. La última vez que había
regresado a casa, Skye se había puesto tan nerviosa que se había
caído. Evocó la mirada de Liz, llena de preocupación por su hija.
¿Había algo en sus ojos azules que dijera qué significaba Casey
para ella? ¿Si es que significaba algo?
—Oh, Dios, ¡vale ya! —suplicó, al aparcar el coche.
Oyó sus voces en la playa y, al acercarse a ellas, casi se le
escapó la risa. Liz estaba con Skye en las aguas poco profundas: la
niña estaba con su flotador; su madre iba en pantalones cortos, con
una camiseta de tirantes azul enorme, como es natural, y empujaba
a su hija sin alejarse de la orilla. Liz llevaba gafas de sol y una gorra
de béisbol, con la melena en una coleta suelta que salía por la
abertura posterior. Tenía unos muslos musculosos y los brazos
firmes. Casey se preguntaba qué hacía antes de quedarse
embarazada. ¿Era deportista? ¿Hacía ejercicio? ¿O sencillamente
estaba en forma de manera natural? Seguramente seguirle el ritmo a
Skye la mantenía en forma. De todas maneras, nada de aquello era
importante para Casey, porque lo cierto es que Liz era hermosa
más allá de su aspecto físico. Lo era como persona. Cuando
sonreía, lo hacía de corazón, era una mujer segura de sí misma,
generosa...
Sin comerlo ni beberlo, Casey se sintió inepta y superficial.
¿Cuándo se había vuelto tan arisca con el amor? ¿Nunca tendría
nada más que sexo? Se metió las manos en los bolsillos de los
pantalones cortos y la recorrió una oleada de autocompasión. No
obstante, al oír reír a Skye se puso de buen humor enseguida y se le
escapó una carcajada.
—Gracias, pitufa —murmuró, a nadie en particular.
La pequeña miró en su dirección y chilló.
—¡Cafey!
Liz se volvió y le dirigió una sonrisa tan radiante que a Casey se
le iluminó la cara al devolvérsela.
—¡Hola! —las saludó, agitando la mano mientras se acercaba a
la playa.
Skye vadeó para salir del agua, se zafó de su madre y corrió
hacia Casey sin acabar de quitarse el flotador. Cuando llegó hasta
ella estaba medio encallada y la compositora sonrió.
—Ahora ya sabes cómo me sentí yo —comentó, y la ayudó a
quitárselo.
De inmediato, Skye saltó a sus brazos y Casey la abrazó con
fuerza. Miró a Liz, que salía del agua más lentamente, y fue hacia
ella para ofrecerle la otra mano.
—Hola —la saludó Liz, jadeando.
—Hola —contestó Casey.
Skye le rodeó el cuello con los brazos a Casey.
—Pastelito, estás empapada y estás estrangulando a Casey.
—No pasa nada, es agradable. —Bajó la mirada hacia sus
manos entrelazadas y soltó a Liz—. Tienes buen aspecto.
La sonrisa de Liz vaciló y empezó a ponerse colorada. Nerviosa,
se llevó la mano a la garganta y se rio.
—Bueno, gracias. Pero creo que he pasado demasiado tiempo
al sol.
Casey vio que sí tenía la piel algo quemada y dejó a Skye en el
suelo.
—Ya te vale, mamá —la riñó, juguetona.
—Cafey, abua —pidió Skye, tirándole de la pierna.
—Espera a que vaya a cambiarme, a no ser que estés cansada
—apuntó Casey, dirigiéndose a Liz.
—No, por favor. Me parece genial. Ve a cambiarte. Te
esperamos aquí.
***
El agua fría del lago rejuveneció a Casey al tirarse desde el muelle,
en donde Liz estaba sentada debajo de una sombrilla y vigilaba a
Skye, que jugaba con la arena. Sin duda aquella noche iba a tocarle
bañera. Se volvió a contemplar a Casey mientras nadaba.
«Qué cuerpazo, Dios», pensó.
Trató de imaginarse a Casey y a Julie juntas, no de un modo
sexual, sino más bien en los momentos íntimos que debían de haber
compartido. No le costaba adivinar lo que había atraído a Julie de
Casey: era una mujer segura, sexy e inteligente. Liz se estremeció al
recordar la tarde en que había despertado al sonido de Casey
tocando el piano. Era una música muy sensual y romántica.
También se acordaba de lo irritada que estaba la compositora.
Debía de tener que ver con su temperamento artístico. Liz cerró los
ojos y se imaginó a Julie escuchando tocar a Casey. Casi le tenía
envidia. ¿Cómo debía de ser saber que alguien está tocando una
canción para ti y solo para ti? Puso los ojos en blanco y se rio en su
fuero interno.
«Eres una boba romántica, Kennedy.»
Era un bello sueño, pero como todos los sueños, no era real. La
realidad era la que era: tendría al bebé, recuperaría su vida y...
¿entonces qué?
Un salpicón de agua fría le dio en plena cara, sacándola de su
ensimismamiento, y Liz pegó un grito. Skye empezó a partirse de
risa cuando Casey salpicó a su madre por segunda vez.
—Tú... —gruñó Liz.
Casey esbozó una sonrisa maliciosa desde el agua.
—Antes tendrás que pillarme.
—Tú espera, Bennett. Después de que nazca el bebé, la
venganza será terri...
—Ah, ah —la silenció Casey, agitando el dedo índice.
Al salir del agua se tiró de la parte posterior del bañador
distraídamente y, al fijarse en el firme trasero de Casey, Liz sintió un
cosquilleo que hacía tiempo que no sentía.

Disfrutaron de una cena maravillosa a base de perritos calientes y


hamburguesas y, tras un buen baño, Skye se quedó dormida como
un tronco antes de que se fuera el sol. Liz la dejó en el dormitorio,
con la puerta entreabierta, y fue a reunirse con Casey en el porche.
Esta estaba apoyada en la barandilla, contemplando el atardecer, y
Liz se quedó tras la puerta mosquitera unos segundos, para
observarla. Desde el bosque les llegaban los sonidos del final del
verano, los grillos cantaban, los pájaros nocturnos dejaban oír su
llamada y la suave brisa estival silbaba entre las ramas de los
abedules.
Liz sonrió y salió al porche; Casey se volvió hacia ella.
—La pitufa estaba muerta.
—Sí, la verdad es que sí. Ha tenido unos días muy intensos.
Tenía que mantenerla ocupada, porque te echaba mucho de menos.
—Yo también la he echado de menos —susurró Casey—. Y... y
a ti también, Liz.
—Gracias —musitó esta, y evitó mirarla a la cara—. Yo también
te he echado de menos.
Casey disimuló la sonrisa y se volvió hacia el lago de nuevo. Liz
también intentó no sonreír, pero no pudo evitarlo, porque se sentía
feliz. Entonces se fijó en el tubo de crema que había en la
barandilla.
—¿Qué es eso?
Casey siguió su mirada.
—Ah, es una crema que me pongo cuando me quemo con el sol.
He pensado que te iría bien —le miró los hombros y se echó a reír
—. Estás muy roja.
Liz estiró el cuello para verse la parte posterior de los hombros.
—Y pensar que prácticamente he rebozado a Skye de protector
solar durante toda la semana.
—Y vas y te olvidas de ti. —Casey cogió el tubo—. Anda, ven.
Liz estiró la mano para que le diera el tubo, pero Casey se la
apartó con delicadeza.
—Déjame a mí, tú no llegas. Date la vuelta.
—Oh.
Liz obedeció y miró al cielo para mantener la compostura
cuando notó la crema fría en los hombros.
—Sería mejor si te quitaras la camiseta —dijo Casey en voz
baja.
—¿Intentas ligar conmigo, Bennett? —preguntó Liz, consciente
de que le temblaba la voz. Le costaba mucho controlar la sensación
de hormigueo en el estómago.
—No lo sé. ¿Tan malo sería?
—No lo sé.
Tras un momento de silencio, las dos mujeres se rieron.
—Supongo que con esto será suficiente.
—Supongo que sí.
Liz hizo una mueca cuando se le escapó un hondo suspiro. En
cuanto Casey retiró los dedos, añoró su roce cariñoso, pero el
momento estaba roto. Se dio la vuelta y vio que Casey tenía el ceño
fruncido. Ciertamente no era la expresión que esperaba ver; al
menos hubiera querido verla respirar entrecortadamente o que le
temblaran las manos.
—Gracias, ya me encuentro mejor —le dijo Liz.
—De nada.
—Es un atardecer precioso —susurró, apoyándose junto a
Casey—. El lago está tan liso que parece de cristal.
—A lo mejor mañana podemos sacar la balsa. A Skye le
gustaría.
—Sí, seguro que sí. —Liz miró a Casey de reojo—. Gracias,
Casey.
Casey la miró a los ojos.
—¿Por qué?
—Por todo lo que has hecho por Skye y por mí. Si no fuera por
ti, no estoy segura de dónde estaría en este momento.
—Eso tienes que agradecérselo a Julie. Yo ni siquiera sabía que
existías.
—Creía que Julie te había hablado de mí.
Casey ladeó la cabeza y reflexionó sobre ello un momento.
Finalmente, sonrió.
—Sí, lo hizo. Supongo que quien yo no sabía que existía era Liz
Kennedy, madre generosa y gran amiga. Tenía una idea abstracta
de ti, pero ahora te conozco, sé cómo eres y lo que piensas. —Se
encogió de hombros antes de continuar—. Así que no, no sabía
que existías.
Durante un largo momento, Liz fue incapaz de hablar.
—Hay algo en ti, Casey. Puedo entender lo que Julie amaba en
ti. Supongo que las dos debemos darle las gracias —murmuró, con
lágrimas en los ojos. Desesperada, trató de reprimirlas, ya que no
quería estropear el momento lloriqueando como una tonta—. Esta
noche se lo agradeceré en mis oraciones, igual que a ti.
Supuso que lo mejor era irse a la cama antes de que las
hormonas se le descontrolaran y la empujaran a decir algo que
luego lamentaría.
—Yo también —aseguró Casey.
Liz sonrió y le cogió la mano a Casey un segundo.
—Creo que me voy a la cama. Buenas noches, Casey.
Casey asintió.
—Que duermas bien, Liz.

Esa noche, más tarde, Liz estaba tumbada en la cama mirando al


techo, con Skye dormida a su lado. Se pasó una mano por la
barriga y con la otra se secó las lágrimas. Aunque ya se llevaba
mejor con Casey y habían pasado un día fantástico, le dolía la
cabeza de intentar no pensar en todo lo que se le venía encima y
cómo iba a salir adelante ella sola. Ahora bien, si era sincera
consigo misma, Liz siempre había estado sola. Julie estaba siempre
de viaje. Al ser piloto pasaba fuera mucho más tiempo del que a Liz
le habría gustado, pero nunca estuvo segura de que a Julie le
molestara tanto como a ella. Dejó escapar un gruñido irónico:
aparentemente no. Las súplicas de Liz siempre habían caído en
saco roto.
Al principio había sido fabuloso, como imaginaba que eran la
mayoría de las relaciones cuando empiezan. Julie era una amante
fogosa y Liz se deleitaba con su ternura. Creía que había
encontrado a alguien a quien querer y con quien construir una vida
en común. Realmente, Julie Bridges parecía dar con el perfil. Sin
embargo, al año siguiente las cosas empezaron a cambiar cuando
Julie amplió su jornada y el número de vuelos con la compañía. Fue
un cambio lento, sutil, y a Liz la cogió por sorpresa. A lo mejor no
le prestaba suficiente atención a Julie. Skye había llegado a sus
vidas en una época muy temprana de la relación, cuando solo
llevaban dos años. Tras la muerte de Barb y Steve, la vida había
cambiado para todos.
Liz no tenía ni idea de cómo ser madre, pero Julie, por mucho
que la apenara la muerte de los padres de la pequeña, estaba
encantada con la idea de hacerle de madre a Skye. En el dormitorio
de la cabaña, mirando el paisaje por la ventana, Liz se descubrió
negando con la cabeza: decir que Julie estaba encantada con
hacerle de compañera de juegos era una definición más precisa.
Así pues, y a pesar de que la maternidad le había caído por
sorpresa, lo cierto es que le resultó natural, más fácil de lo que se
había imaginado. Cuando miró a Skye a sus adorables ojos azules,
se enamoró de ella. Desde aquel día, el bienestar de la pequeña fue
lo prioritario. Era una responsabilidad enorme y era consciente de
que a veces era demasiado dura con Julie, aunque igualmente cierto
era que Julie lo intentó. Todas pasaron por una etapa de adaptación
hasta que las cosas parecieron estabilizarse y fueron felices. Julie
aceptó su trabajo con la compañía aérea para ganar más dinero, un
dinero que necesitaban. Sí, se dijo Liz, con un suspiro cansado:
eran felices, eran una familia. Y entonces todo se desmoronó.
La respiración acompasada de Skye empezó a adormecer a su
madre, que notó que le pesaban los párpados. Alargó el brazo y le
puso la mano en el hombro a la niña, solo para sentir el contacto. Al
caer dormida, el rostro de Casey inundó sus pensamientos e
invadió sus sueños.

—¿Cuánto pesas? —quiso saber Casey durante el desayuno.


Liz miró a Casey con los ojos entornados, mientras la otra mujer
le ofrecía a Skye una minisalchicha y la niña la aceptaba con
entusiasmo.
—Sabe comer con tenedor.
Casey levantó la mirada y sonrió, pero cuando vio la expresión
ceñuda de Liz, enseguida le quitó la salchicha a Casey, se la cortó
en trocitos y le dio el tenedor a la niña.
—No tengo ni idea de cuánto peso. ¿Por qué lo preguntas? —
inquirió Liz, en referencia al interés de Casey, mientras se miraba la
mano y la flexionaba unas cuantas veces.
Casey notó la tirantez en su voz y supo que Liz estaba haciendo
un esfuerzo por controlar sus díscolas hormonas. A juzgar por
cómo se miraba las manos, Liz se sentía hinchada. Casey echó un
vistazo inconsciente al pasillo que conducía al dormitorio,
reprimiendo el impulso de correr a por el libro que le había
recomendado Dorie, Comprender su embarazo, y localizar el
capítulo adecuado.
—Solo quería asegurarme de que estés ganado suficiente peso,
eso es todo. El doctor Martin dijo que había que vigilarlo —
respondió, con una sensación de ineptitud incómoda. Sinceramente,
Casey no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo y todo el
tema del embarazo la sobrepasaba.
—¿Queréis hacer el favor de dejar ya lo del peso? —ladró Liz,
tirando la servilleta.
Sorprendida por el arrebato, Casey miró a Skye de reojo y vio
que también se había quedado boquiabierta. Quiso decir algo, pero
tuvo suficiente sentido común como para callar. Liz respiró hondo.
—Me muero por un café, no descafeinado. ¡Un café de verdad
con leche y azúcar! Quiero ser capaz de levantarme sin apoyarme
en la mesa. Quiero poder caminar sin parecer un pato —continuó,
subiendo cada vez más la voz—. Quiero poder dormir una noche
entera sin tener que ir al baño cada hora. Quiero volver a tener el
control sobre mis emociones. Ayer Skye y yo estuvimos viendo
Los tres chiflados ¡y me puse a llorar cuando Moe le mete el dedo
a Curly en el ojo! Quiero volver a verme los pies —aulló,
hundiendo el rostro entre las manos.
Casey miró a Skye de nuevo; la niña observaba a su madre con
gran curiosidad.
«Vale, cambios de humor, cambios de humor», se recordó
Casey, y le puso la mano en el brazo a Liz.
—Lo siento. Estoy bien, pastelito —aseguró esta, sorbiendo las
lágrimas y secándose los ojos con una servilleta.
Skye levantó los pies descalzos.
—Mamá, ¡mira pies!
Casey y Liz se echaron a reír.
—Sí, nena, veo tus pies.
Estiró la mano, le cogió los piececitos y le besó los dedos.
—Me encantan estos deditos —exclamó Liz.
Skye se partió de risa y su madre también siguió riéndose al
levantarse de la mesa. Empezó a recoger los platos, pero Casey se
puso de pie de inmediato.
—Siéntate, ya recojo yo.
—No, no, quiero hacerlo yo. Tú juega a cinco deditos con Skye
—le dijo, con una sonrisa desafiante.
Casey se puso colorada, pero Skye dio palmas y le ofreció los
pies a Casey.
—Deditos, pofiii.
Casey carraspeó y miró a Liz por el rabillo del ojo, pero esta se
había puesto a fregar los platos y les daba la espalda.
—Vale, pitufa. Ahí vamos —empezó, cogiéndole el piececito en
la mano—. Qué pies más pequeños tienes —exclamó,
arrancándole una risita a la propietaria—. En fin, que este fue a por
leña...
—¿Por qué? —preguntó Skye, ceñuda.
—Yo... no... no sabría decirte —balbuceó Casey. Miró a Liz,
que se encogió de hombros—. Ya volveremos sobre el tema, es
una buena pregunta. El caso es que este la cortó y no sé por qué —
añadió, antes de que Skye preguntara—. Este fue a por huevos. A
lo mejor necesitaban la leña del otro —anunció Casey, y le tiró del
dedito siguiente, juguetona—, porque este los frió.
Liz cerró el grifo y se quedó apoyada en el fregadero para oír el
resto de la disquisición lógica de Casey, que sonreía con seguridad.
Skye se miraba alternativamente los pies y a Casey con gran
interés.
—Y el más chiquitín, se los comió. Pero no estoy muy segura de
por qué. A lo mejor hacen turnos y le había tocado ir a por leña la
vez anterior y... —calló de golpe al darse cuenta de lo absurdo que
sonaba.
Liz cruzó una mirada con ella, con la ceja levantada en gesto de
superioridad, mientras se secaba las manos en el paño de cocina.
—Mamá juga mejor —le confió Skye en un susurro.
Casey esbozó una sonrisa avergonzada y se echó para atrás en
la silla.
—Bueno, hace tiempo que no jugaba a esto —admitió, dando
un sorbo de café.
Observó a Skye mientras se retorcía para salir de la trona, pero
cuando Liz fue a ayudarla, la niña declaró:
—Mamá, yo solita.
Liz dio un paso atrás y dejó que su hija bajara sola. En cuanto
llegó al suelo, salió corriendo de la cocina.
—¿Cuándo ha empezado? —rio Casey—. Suena mucho más
mayor.
—Hace un par de días. Empieza a querer ser independiente.
Esto se va a poner interesante —gimió Liz—. Su vocabulario crece
día a día.
Casey levantó la mirada y se dio cuenta de que Liz se veía muy
cansada. Aunque sus ojos azules no habían perdido la chispa,
parecía agotada. La compositora se levantó y la condujo hacia el
sofá.
—Venga, descansa un rato y pon los pies en alto. Ya acabo de
recoger yo.
Cuando terminó en la cocina y volvió a la sala de estar, Liz se
había quedado dormida en el sofá, con los pies en alto y la cabeza
apoyada hacia atrás.
—¡Mamá! —la llamó Skye desde el pasillo.
Liz abrió los ojos al punto y trató de sentarse, pero Casey la
retuvo.
—Voy a ver qué quiere esa pillina. Creo que me la llevaré a dar
una vuelta por el bosque.
Casey fue a por Skye y le ofreció la mano.
—Venga, Skye, nos vamos a dar un paseo.
Al salir le guiñó el ojo a Liz.
—Enseguida venimos.
Liz le sonrió, agradecida de poder disfrutar de un rato de calma.
También valoraba mucho que Casey notara cuándo lo necesitaba
sin que se lo pidiera, porque odiaba pedirle cosas, con lo buena y
considerada que había sido con ellas. Era agradable que alguien
más se ocupara de su hija, ni que fuera por unos minutos.
Sin embargo, al cabo de una hora, Liz empezaba a preocuparse.
Paseaba de un lado para otro del comedor, cuando por fin las oyó
llegar al porche, y en cuanto entraron dio un abrazo a Casey.
—¿Dónde habéis estado? —lloró, con las hormonas fuera de
control.
Casey abrió mucho los ojos y le rodeó la cintura a Liz con un
brazo.
—Lo siento. Hemos ido a coger flores silvestres —explicó.
Liz la soltó, cogió a Skye en brazos y empezó a llorar otra vez.
—Perdonadme.
Skye miró a su madre con extrañeza y luego miró a Casey, que
se encogió de hombros y le indicó que le diera un beso. Skye le
puso las manitas en las mejillas a Liz y le rozó la nariz con la suya.
—No llores, mamá —le dijo en tono muy adulto.
Entonces le dio un beso y aquello debió de ser la gota que colmó
el vaso, porque Liz se deshizo en llanto. Casey le rodeó los
hombros con el brazo cariñosamente.
—¿Mamá tiste?
Casey cogió a Skye de brazos de Liz y las llevó a las ambas al
sofá, en donde se sentaron juntas, con la pequeña en el regazo de
Casey.
—No, pitufa. Mamá está contenta, porque te quiere mucho.
—¡A ti también te quiero! —sollozó Liz.
Casey se quedó helada. Skye aplaudió.
—¡Mamá quere a Cafey!
Casey se rio y le secó las lágrimas de las mejillas a Liz con el
pulgar.
—¿Cafey quere a mamá? —preguntó Skye, tirándole de la
camisa.
Liz miró a Casey a los ojos y no supo lo que veía en ellos. O,
mejor dicho, sí lo supo y le dio muchísimo miedo.
—Sí, pitufa. Yo también quiero a tu mamá —afirmó, y le regaló
a Liz el ramo de flores silvestres.
Capítulo 15

Cuando llegó la hora de acostarse, Skye tiró a Casey de la mano.


Liz se rio e intentó coger a su hija en brazos.
—Es hora de irse a la cama, pastelito.
—Cafey también vene —dijo Skye—. Lee cuento.
Casey soltó una carcajada y dejó que Skye la condujera pasillo
abajo.
—Ya le leo yo, tú relájate —le dijo a Liz por encima del
hombro.
—No sabes lo que has hecho, Bennett. Ahora tendrás que leerle
todas las noches —le gritó Liz, de camino al porche.
Una vez fuera, se sentó en la mecedora y echó la cabeza hacia
atrás. Sonrió al oír los murmullos de Casey leyéndole a Skye en la
habitación y contempló el lago y el cielo estrellado. Entonces cerró
los ojos y empezó a mecerse lentamente.
En algún momento debió de quedarse dormida, porque despertó
de golpe y le entró el pánico.
—¿Qué hora es?
Ahogando un gruñido de dolor, se levantó a toda prisa y entró en
la casa. Según el reloj de la repisa eran casi las nueve, pero ¿dónde
estaba Casey? Al ir al dormitorio no pudo evitar sonreír y menear la
cabeza ante la imagen de Casey tumbada de espaldas,
profundamente dormida, con los brazos por encima de la cabeza.
Skye, que estaba sentada a su lado y ojeaba el libro, levantó la
mirada cuando entró su madre y se llevó un dedo a los labios.
—Cafey dormida.
Liz asintió.
—Ya lo veo —susurró—. ¿Y qué haces tú despierta?
—Mamá, duerme.
Liz miró a Casey con una ceja levantada: se la veía tan relajada,
tan vulnerable, respirando profundamente, dormida como una
bendita... Liz estiró la mano y Skye le dio el libro.
—Hora de acostarse, pastelito.
Skye arrugó la nariz y se tumbó sobre las almohadas. Casey la
rodeó con el brazo sin despertarse y la niña se acurrucó con ella.
Liz se cambió y fue a cerrar con llave. Luego volvió a echarle un
ojo a Skye. Tenía intención de dormir en el sofá, pero el firme
colchón le resultó demasiado tentador a su espalda, así que se
mordió el labio, retiró la sábana lentamente y se acostó. Al estirar la
espalda dejó escapar un suspiro de alivio, cerró los ojos y, justo
antes de dormirse, alargó la mano y se la colocó a su hija sobre la
pierna.
***
A la mañana siguiente, Casey no estaba cuando Liz despertó. Esta
se levantó de la cama con cuidado de no despertar a Skye, se puso
la bata y fue a la sala de estar, pero Casey no aparecía por ninguna
parte. Entonces miró por la cristalera y la vio nadando en el lago.
Desnuda.
—Dios mío —musitó. Se quedó clavada donde estaba, incapaz
de apartar la vista—. Debería mirar a otro lado —murmuró,
aunque no le quitaba ojo de encima a sus bronceadas caderas.
Tenía un cuerpo hermoso y torneado y Liz hizo una mueca amarga
—. Recuerdo la época en que yo era así —dijo en tono afilado.
En ese momento, Casey cambió de dirección y nadó hacia la
orilla. Liz tragó saliva e intentó apartar la mirada, de verdad que lo
hizo. No, en realidad no. Quería ver a Casey de cuerpo entero.
Casey salió del agua y se pasó los dedos por el corto pelo antes
de agitar la cabeza como un perro. A Liz se le quedó la boca seca
al contemplar el cuerpo musculoso pero definidamente femenino de
Casey mientras iba a por la bata de baño y se la ponía.
—Joder... —suspiró Liz, y se abanicó con la mano.
Enseguida se fue a la cocina y empezó a preparar el desayuno.

Casey leyó el periódico mientras desayunaba. En un momento


dado, dejó el periódico a un lado y anunció:
—Oye, ya sé lo que podemos hacer hoy.
Como siempre, Skye seguía con atención cada movimiento que
hacía Casey; Liz levantó la vista e inclinó la cabeza, con expresión
interrogativa.
—Vamos a la feria de Oneida County. Perritos calientes para
Skye, helado para mamá y, para mí, mis dos chicas Kennedy —
dijo, mirando directamente a Liz a los ojos.
Ella sonrió y Skye dejó escapar un chillido de entusiasmo.

Skye despuntaba por encima de todo el mundo, literalmente, ya


que Casey la llevaba a hombros y la niña iba agarrada de su pelo.
—¡Mira, mamá!
Casey hizo una mueca de dolor.
—Pitufa, el pelo... —rezongó, mientras la aguantaba de los pies
enfundados en sandalias.
Liz miró a su hija y se rio.
—Estás muy alta, pastelito.
Meneó la cabeza. Tanto Casey como Skye llevaban sus gafas de
sol y estaban de foto. Liz fue comiendo mientras paseaban. Dos
manzanas de caramelo después, empezó a picar de las palomitas de
Casey.
—Esto ha sido muy mala idea —suspiró Liz, agarrando un buen
puñado.
—Venga ya, no es para tanto. Además, has ganado muy poco
peso. El médico dijo que tendrías que ganar más. ¿Todavía te
tomas las vitaminas?
—¿Ahora eres una experta en embarazos?
—Sí, lo soy, así que cuidadín. —Casey la miró a los ojos y
carraspeó—. Esto... creo que tendríamos que hablar sobre...
bueno, cuando llegue el momento. No me gusta pensar que estés
aquí y yo en Chicago. Tengo que ir dentro de un par de días, así
que ¿por qué no venís conmigo?
Liz se paró y se la quedó mirando.
—¿Cómo? ¿Que vayamos a Chicago contigo?
Casey puso los ojos en blanco y aguantó a la renacuaja por los
pies.
—Sí, ¿por qué no? Estaré allí al menos tres semanas y no sé si
tendré tiempo de subir en algún momento. Ahora no te enfades...
Liz entornó los ojos y puso los brazos en jarras.
—¿Qué has hecho?
—Cafey, ¿qué hecho? —intervino una vocecilla por encima de
sus cabezas.
Casey levantó los ojos y frunció el ceño.
—Traidora —farfulló—. No he hecho nada. Bueno, sí, pero
creo que es una buena idea.
—¿Qué es buena idea? —preguntó Liz lentamente.
Casey esbozó una sonrisa leve.
—He llamado a la doctora Haines, ¿te acuerdas de ella? Le he
explicado mi... nuestra situación, y ha dicho que estaría encantada
de recibirte mientras estemos en Chicago. Así que está todo listo
—anunció, sin dejar de sonreír ni siquiera cuando dio un prudente
paso atrás.
Liz respiró hondo, pero no dijo nada. Casey se bajó a Skye de
los hombros, la sostuvo en brazos y le susurró algo
apresuradamente al oído. La pequeña de rizos de oro volvió la
cabeza hacia su madre con una mirada suplicante.
—Pofiii, mamá. Yo quero a Cafey.
Liz se quedó atónita.
—¿En serio estás usando a la niña?
—¿Qué? —fintó Casey, en tono inocente—. ¿Acaso es culpa
mía si la monigota me quiere?
—Casey —razonó Liz, mientras seguían paseando por la feria
—. Es un poco precipitado. —Se detuvo y la miró directamente—.
¿Estás segura de que quieres hacerlo? Skye y yo estamos bien
aquí.
—No —afirmó Casey—. No me gusta que estéis solas.
—Marge...
Casey levantó la mano.
—Quiero a Marge y confío en ella, pero si tengo que estar en
Chicago estaría más tranquila si estuvieseis conmigo.
—¿Por qué?
Liz miró al suelo. Bueno, o se miró la barriga; ya llegaría el día en
que volviera a verse los pies. No estaba segura de que fuera buena
idea ir a Chicago. Como Casey no le contestaba, volvió a levantar
la mirada. La expresión de la otra mujer era extraña y Liz no logró
descifrarla. Entre ellas, Skye se comía sus palomitas, sin interés
alguno por seguir la conversación de los adultos.
—No quiero tenerte...
—¿Sí?
Casey la miró a los ojos.
—No quiero tenerte lejos tanto tiempo.
Liz, que había cogido un puñado de palomitas del cartón, abrió
mucho los ojos y soltó las palomitas de golpe. Cuando por fin
recuperó la palabra, musitó.
—Solo serían unas semanas.
Casey negó con la cabeza, tiró las palomitas a la basura y bajó a
Skye al suelo. Colocándose delante de Liz, le puso las manos en
los hombros quemados por el sol.
—Liz, no estoy segura de lo que está pasando entre nosotras o
de si está pasando algo.
—¿Lo está? —dijo Liz, sosteniéndole la mirada.
—No lo sé. Yo... espero que sí —contestó Casey. Soltó una
risa nerviosa y Liz la imitó—. Lo único que sé es que ahora mismo
solo de pensar en que Skye y tú estéis fuera de mi vista me... —
tragó saliva—. Bueno, no quiero que pase. Quiero que vengáis y os
quedéis en mi apartamento cuando esté en Chicago. Hay sitio de
sobra y me sentiré mejor y...
Liz sonrió y le puso la mano en el hombro.
—Muy bien, tú ganas. Skye y yo iremos a Chicago contigo.
Skye aplaudió y Casey le dio una vuelta en el aire alegremente.
El resto del día fue fabuloso. Liz se dedicó a comer mientras
Skye y Casey se montaban en las atracciones. Skye vomitó una
vez; Casey tenía aspecto de estar a punto de imitarla. Jugaron en
todas las tómbolas y pruebas de habilidad y la heroína de Skye le
ganó varios peluches más. Ya cuando se marchaban, pasaron por
una parada en donde Casey vio un collar. Era un colgante
atrapasueños indio, en una cadena de oro.
—Esperad —les dijo, y le pasó a Skye a su madre—. ¿Cómo
se gana?
El hombre de la parada sonrió maliciosamente.
—Tiene que coger el martillo —indicó, señalando el clásico
juego—. Péguele fuerte en la base y, si llega a tocar la campana,
puede coger el regalo que quiera.
Skye dio un gritito de alegría. Liz se tapó los ojos con la mano y
acomodó a su hija sobre la cadera con el otro brazo.
—No puedo creer que vaya a hacerlo —farfulló, atisbando entre
los dedos.
Casey se escupió en las dos manos y las frotó al tiempo que les
dedicaba un guiño a Liz y a Skye. A continuación levantó el pesado
martillo y lo blandió con fuerza. Solo levantó la barra hasta medio
camino, lo cual fue un golpe para su ego, pero no se arredró. Liz le
regaló una sonrisa burlona y Skye soltó una carcajada.
—Otaves, Cafey. Otaves.
Casey frunció el ceño: su orgullo estaba en juego. Echó unos
cuantos billetes de dólar en el mostrador y el hombre se carcajeó.
—No lo logrará. Solo lo consiguen uno de cada mil... —la retó.
Casey le dirigió una mirada incendiaria.
—Casey, te harás daño.
Esta ignoró a Liz.
—Uno de cada mil, ¿eh? —refunfuñó, y levantó de nuevo el
martillo por encima de su cabeza.

Skye dormía en el asiento trasero, abrazada de todos los peluches


que era capaz de abarcar. Liz sonreía pacíficamente mientras
acariciaba el colgante de oro que llevaba alrededor de la garganta.
A Casey le chispeaban los felinos ojos verdes y sonreía con
arrogancia.
—Uno de cada mil... ¡Ja! —comentó entre dientes, y dejó
escapar un gruñido de satisfacción al aparcar en la puerta de casa.
Liz se echó a reír y Casey sacó a Skye de su sillita y se la pasó a
Liz sin que se despertara. Luego recogió todos los premios que
habían ganado y los tiró al sofá.
—Al final necesitaré una habitación para meterlos.
—Eres nuestra heroína —le dijo Liz mientras acostaba a la niña.
—Necesita una cama para ella sola, ¿no crees? —comentó
Casey.
Liz asintió.
—Pero solo tienes una habitación y no quiero que duerma en la
sala de estar.
—No, eso no iría bien —susurró Casey.
Cogió a Liz del brazo y la llevó fuera. Mientras Liz se sentaba en
el sofá, ella empezó a encender el fuego.
—Ya ha llegado el otoño. Empieza a hacer frío. ¿Café? —
ofreció.
Liz arrugó la nariz, pero Casey esbozó una sonrisa tentadora.
—¿Chocolate caliente?
La sonrisa de Liz fue radiante.
—¿Con malvaviscos?
—Ahora vuelvo, tortuguita.
Se tomaron el chocolate caliente en el sofá. Liz tenía los pies
encima de una otomana, cerca del fuego, y apoyaba la taza en su
enorme vientre.
—¿Sabes? Cuando volvamos de Chicago podría convertir la
habitación que uso para componer en un dormitorio pequeño. Está
enfrente de nuestra... del dormitorio, y Skye podría dormir allí.
Cuando llegue el bebé, puede dormir contigo en el dormitorio —
ofreció Casey, horrorizada por su lapsus. Por suerte se había
corregido enseguida—. De esa manera, Skye tendría su propia
habitación, tú dormirías con el bebé y, cuando yo esté aquí, puedo
quedarme en el sofá. O para entonces puedo poner una cama en la
sala de estar y dormir aquí.
—El bebé y yo podemos dormir en la sala de estar. No
deberíamos ocuparte la habitación más tiempo, Casey; al fin y al
cabo es tu casa. Además, en primavera empezaré a buscar algún
sitio para nosotras... —musitó.
A Casey se le cayó el alma a los pies al pensar en que se
marchasen.
—O podríamos quedarnos en Chicago —aventuró, vacilante.
Enseguida prosiguió—. Tenemos mucho tiempo para pensar en
eso. Vamos a concentrarnos en el presente. No quiero que te
preocupes por nada que no sea tener al bebé.
Liz le sonrió.
—Gracias. No me creo la suerte que tenemos Skye y yo. Ella...
te quiere mucho —susurró con suavidad.
—Yo también la quiero. La llevo en el corazón, Liz —le dijo. Y
entonces decidió arriesgarse más que nunca—. Y a ti también.
Liz siguió mirando las llamas, sin decir nada.
—Liz... —titubeó Casey.
—¿Sí?
—Nada. Yo... nada —balbuceó Casey, sintiéndose
completamente idiota.
—Te agradezco mucho todo lo que has hecho por nosotras,
Casey, y te lo agradeceré eternamente —declaró Liz en voz queda.
Casey se encogió de hombros.
—Ha sido más fácil de lo que habría imaginado nunca. —Se rio
y continuó—. Como caerse de un columpio.
Liz sonrió y le cogió la mano.
—Has sido muy amable.
—No lo hago solo por amabilidad.
Miró a Liz de reojo, pero esta tenía los ojos pegados a las
manos.
—¿Entonces por qué?
«¿Entonces por qué?», se preguntó Casey, acariciándole la mano
cálida a Liz. Normalmente Casey era una persona segura de sí
misma en el trato con las mujeres, pero nunca había sentido algo así
por ninguna otra y sabía que iba más allá de la atracción física.
Aunque tampoco era cuestión de engañarse: la atracción física
estaba muy presente. ¿Acaso estaba enamorándose? ¿Lo estaba
ya? Liz era buena persona, tenía una familia y un futuro por delante.
¿Por qué diantres querría una persona como Liz estar con ella?
—¿En qué piensas, Casey?
Casey la miró a los ojos azules y se tiró al vacío.
—Pensaba en cómo me dejas sin habla. Normalmente, con una
mujer guapa soy muy...
—¿Arrogante? —completó Liz, con una sonrisa.
Casey se rio, azorada.
—Supongo que sí.
Permanecieron en silencio unos instantes, hasta que Liz volvió a
hablar.
—Ahora mismo no me siento muy guapa.
—Ay, Liz. Lo eres, créeme. A lo mejor no te sientes así, pero lo
eres —aseguró Casey. La dejó de piedra ver que Liz tenía lágrimas
en los ojos—. Me da miedo que pueda estar enamorándome de ti.
—¿Mi... miedo?
Casey asintió.
—No tengo ni idea de qué es realmente el amor. Y ahora resulta
que me importas muchísimo... y Skye también.
Liz suspiró profundamente y Casey le lanzó una mirada de
inquietud.
—¿Pasa algo? No tendrías que haberte comido dos manzanas
de caramelo. Joder, Liz. Seguro que ha sido ese apestoso algodón
de azúcar, te lo dije —la riñó, preocupada. Aquello era mucho más
fácil que pensar en lo que estaba ocurriendo entre ellas—. ¿Qué te
parece si hago té? ¿O prefieres darte un baño caliente? Espera, no,
baños no, que no puedes, me olvidaba. ¿Y si...?
Liz puso los ojos en blanco, tomó el rostro de Casey entre las
manos y la besó. Allí mismo, en el sofá. Casey se llevó una
sorpresa y jadeó con la boca abierta al notar los calientes labios de
Liz sobre los suyos. Sin razón aparente, su reacción fue apretarse
más contra Liz y devolverle el beso. Sus labios se unieron en un
asombroso beso tierno y dulce que arrancó chispas eléctricas entre
las dos mientras danzaban, húmedos, boca sobre boca, hasta que
Casey se apartó pese a sí misma. Liz le sonrió.
—Eso sí que es un beso —exclamó.
Casey se puso de pie de un salto y empezó a pasear de un lado
a otro, con los pensamientos y el pulso a toda velocidad.
—Espera. Yo no... es decir, esto... tenemos que... Vale, ¿me
dejarás terminar? —preguntó con nerviosismo.
Liz sonrió ante los tartamudeos de Casey.
—¿Qué has dicho?
—No he dicho nada —respondió Liz.
—Ah, pensaba que habías dicho algo. Bueno, de todas maneras,
verás, Liz. Yo... tú...
—¿Casey? —la interrumpió Liz en voz calma—. Ven aquí y
siéntate.
Casey frunció el ceño. Había perdido el control completamente y
le había gustado. Obediente, se sentó al lado de Liz, que la cogió
de la mano.
—Ha sido solo un beso —la tranquilizó.
Casey le lanzó una mirada de incredulidad.
—No ha sido solo un beso, Liz. Yo...
—¿Qué? —la animó Liz, apretándole la mano.
Casey gimió.
—Ay, no lo sé.
Liz le dio una palmadita en la mano y notó la mirada de Casey
clavada en ella.
—¿Por qué me has besado? —quiso saber.
Liz dejó escapar una risilla nerviosa.
—No tengo ni idea.
Casey también se rio.
—Bueno, al menos ninguna de las dos tiene ni idea.
—Casey, aquí están pasando muchas cosas y no te negaré que
te he cogido mucho cariño.
—Creía que era arrogante y pomposa.
Liz levantó la mirada.
—Ah, no, no me malinterpretes. Lo eres.
Casey no sabía si tenía que enfadarse o echarse a reír, así que
hizo lo segundo. Cogida de su mano, Liz también se desternillaba
de risa, como si fueran dos adolescentes.
—Creo que es hora de acostarse —musitó Liz, con la mirada
fija en sus manos entrelazadas.
—¿Quieres que...?
Liz la miró a los ojos.
—Sí.
Casey sonrió de oreja a oreja y suspiró, aliviada.
Se tumbaron en la cama, con Skye entre las dos, y Casey se
puso de lado para mirar a Liz. Estudió su perfil bajo la luz de la
luna.
—Eres preciosa —susurró.
Liz sonrió con los ojos cerrados.
—Gracias.
Tras unos maravillosos momentos de contemplar a Liz y
escuchar el latido de su corazón, oyó su voz de vuelta.
—¿En qué piensas? —le preguntó, abriendo los ojos para mirar
a Casey.
—Pensaba en el día que leíste aquel poema. No me lo he
quitado de la cabeza desde entonces. Vientos celestiales... eso es
lo que me viene a la cabeza cuando pienso en ti. No sé... no sé por
qué exactamente. —Guardó silencio un segundo y sonrió—.
¿Cómo empezaba? «Los vientos celestiales se mezclan por siempre
con calma emoción.» Esos vientos son los que os han traído aquí a
Skye y a ti.
Liz suspiró y se puso las manos sobre la barriga.
—No te olvides de esta. Dicen que los bebés oyen.
Para sorpresa de Liz, Casey se levantó de la cama, la rodeó, se
sentó en el borde junto a Liz y le puso las manos en el estómago.
—¿Me oyes? —preguntó, inclinándose sobre su barriga—. Vas
a ser un bebé muy feliz. Tienes una hermana mayor que te cuidará y
una mamá que te quiere.
A Liz se le llenaron los ojos de lágrimas y Casey le sonrió y
susurró, sosteniéndole la mirada.
—Te envidio.
Le besó a Liz el dorso de la mano, que tenía sobre el estómago.
Liz respingó y tragó saliva. No dijo nada cuando Casey le besó
también la otra mano, volvió a su lado de la cama y se acostó con
cuidado de no despertar a Skye. Liz parecía conmocionada.
—Eso ha sido increíblemente romántico, Casey.
La aludida cerró los ojos y sonrió de oreja a oreja.
—Nos iremos a Chicago el sábado. Será mejor que duermas un
poco.
—Sí, Casey —suspiró Liz.
—Así me gusta, que obedezcas.
—No te pases.
Capítulo 16

—Nunca había estado en Chicago —comentó Liz, contemplando


los altos edificios por la ventanilla—. Es impresionante.
—No, no son más que edificios —le aseguró Casey. Entonces
tomó dirección al este por la ronda de Congress y le tocó el brazo
a Liz—. Eso sí que es impresionante —afirmó con una indicación
de cabeza.
Liz abrió unos ojos como platos al ver aparecer el lago
Michigan.
—Mira qué lago tan grande, pastelito —exclamó.
Skye estiró el cuello desde su sillita y vio el agua.
—¡Abua, Cafey! —se entusiasmó, y las dos mujeres se echaron
a reír.
Por el retrovisor, Casey vio que la niña hacía un mohín.
—En verano —le recordó.

Subieron al apartamento del décimo piso en ascensor.


—No me creo que vivas aquí —se asombró Liz cuando se
abrieron las puertas.
Skye se aferró del cuello de Casey al recorrer el rellano hasta la
puerta; Casey la abrió y entró, seguida de Liz, que echó un vistazo
circular a la enorme sala de estar.
—Dios mío, pero si es tan grande como toda la cabaña.
—Lo sé. Estoy intentando venderlo, pero de momento es mi
casa y la vuestra, así que poneos cómodas —les dijo, y dejó a la
niña en el suelo.
Liz observó la amplia sala con atención. Junto al fabuloso
ventanal que daba al lago Michigan había un piano enorme. La
pared de enfrente era toda una chimenea y había un gran sofá
colocado ante ella, con aspecto de ser muy cómodo. La parte de
comedor estaba atrás y la cocina, a la derecha. Era todo abierto y
parecía un estudio gigantesco.
—Los dormitorios están por el pasillo. El principal tiene su
propio baño. El otro baño está al fondo —explicó Casey, al tiempo
que encendía la chimenea de gas—. Fuego instantáneo —anunció
—. Aunque prefiero la cabaña.
—Yo también. Me encanta el olor a la madera quemada en la
chimenea —suspiró Liz, contemplando las llamas.
Y así, sin más, Casey se sintió inexplicablemente feliz; se acercó
a Liz, se puso delante de ella y le cogió la cara entre las cálidas
manos.
—Quiero besarte.
—Me gustaría.
Casey la besó con dulzura y se apartó, meneando la cabeza.
—¿Qué está pasando, Liz?
—No estoy segura, pero me gusta.
—A mí también.
Casey la besó de nuevo y esta vez fue Liz la que se apartó;
sonrió y se dirigió a la ventana. Casey la siguió y le puso las manos
en los hombros.
—¿Qué pasa? ¿No debería haberte besado?
Liz negó con la cabeza y se enjugó las lágrimas, dándole la
espalda, pero Casey la hizo volverse cariñosamente.
—Eh, ¿qué te pasa?
—Son las hormonas, creo. No me hagas caso —rio Liz.
—Liz, creo que...
—No, no lo digas —la acalló Liz, poniéndole la yema de los
dedos sobre los labios.
Casey frunció el ceño y le besó los dedos.
—Lo entiendo, están pasando muchas cosas y conoces mi
reputación —suspiró, resignada, y se alejó.
—Casey, no es eso —insistió Liz, que la siguió por el pasillo
hasta que Casey se volvió para mirarla a la cara—. Es verdad que
están pasando muchas cosas, pero no tiene nada que ver ni con tu
pasado ni con el mío.
—¿El tuyo? —se extrañó Casey—. El pasado no me importa.
Liz se pasó la mano por la barriga.
—Tenemos muchas cosas de las que hablar.
Casey le echó un vistazo a su vientre y luego volvió a mirarla a
los ojos.
—Es verdad. Y hablaremos de todo eso. Liz, creo que estoy
enamorándome de ti.
Liz cerró los ojos y se llevó la mano a la cara.
—No sabes lo que estás diciendo —abrió los ojos—. Mírame.
Casey sonrió, apoyada en el marco de la puerta.
—Te estoy mirando.
Liz se puso como un tomate.
—No digas nada que luego...
En ese momento apareció Skye corriendo por el pasillo.
—¡Mamá! ¡Pes, pes! —gritó, y le tiró del pantalón a su madre
—. Ven.
—Luego hablamos —dijo Casey.
Entraron en un dormitorio pequeño, en donde había un acuario
en una de las paredes. Casey fue hasta él y le dio al interruptor del
fluorescente del tanque, que se encendió tras un parpadeo. Skye
estaba anonadada con los peces de colores que nadaban dentro.
Entonces a Casey se le ocurrió una idea, se agachó al lado de la
niña y le acarició los rizos rubios.
—Oye, pitufa, ¿qué te parecería que esta fuera tu habitación?
Puedes dormir aquí y ver los peces. También puedes ponerles
comida y cuidarlos por mí.
Skye abrió unos ojos como platos y abrazó a Casey con todas
sus fuerzas.
—Mi habitación. ¿Pono comida pes?
—Sí, pero los tienes que cuidar —le recordó Casey.
Skye asintió y cogió el bote de comida.
—Luego te enseñaré cómo darles de comer —le dijo Casey.
Skye corrió hacia su madre.
—Mamá, mi habitación.
Liz miró a Casey con suspicacia.
—¿En qué está pensando esa cabecita musical? —le preguntó.
Luego le devolvió su atención a Skye—. Es genial, pastelito.
¿Quieres tener tu propia habitación?
La pequeña asintió, dejó su pez de peluche en la cama y lo
acarició cariñosamente.
—Mi camita. Mi pes.
—Bueno, pues ya está todo arreglado. Skye tiene su habitación.
Ahora tenemos que pensar dónde quiere dormir mamá —comentó
Casey, y se rascó la barbilla como si reflexionara sobre la cuestión.
Junto a la puerta, Liz miró al cielo.
—Serás cría... —la riñó, aunque no pudo disimular la sonrisa.
—Mmm... ¿dónde debería dormir mamá? —suspiró Casey, y
bajó la vista hacia la rizada cabecita rubia en busca de ayuda.
—Casey Bennett —protestó Liz, si bien con poca firmeza.
Su hija adoptó la misma postura meditabunda de Casey,
rascándose la barbilla. Al final frunció el ceño y las miró a las dos.
—Mamá domme con Cafey.
Casey abrió la boca como si la idea le pareciera descabellada.
—¡No! ¿Crees que mamá y yo deberíamos dormir en la misma
cama?
Skye asintió con énfasis.
—Claro —zanjó la niña.
—Claro. Estoy de acuerdo con la pitufa —asintió Casey a su
vez—. Todo arreglado. Mamá domme con Cafey —murmuró
Casey en voz baja y sensual.
Al pasar junto a la sonrojada Liz, le dio un beso en la mejilla.

—Muy bien, ya tenemos la nevera llena. Solo tengo que pasar un


momento por el estudio. Como mucho en un par de horas estaré de
vuelta —anunció Casey.
Se puso el abrigo, agarró a Liz de la cintura y la atrajo todo lo
que el bebé permitía.
—Ten la cena hecha, mujer —le ordenó en tono seductor, y le
dio un profundo beso en la boca.
Liz miró a Casey con los ojos entornados y esta esbozó una
sonrisa azorada.
—O ya traeré algo de cena. Ah, casi se me olvida, ten... —le dio
a Liz un teléfono móvil—. Por si sales con Skye y tienes que llamar.
Llévalo encima. —La besó de nuevo—. Me gusta besarte.
—Cafey, besito. Aúpa.
Casey levantó a Skye fácilmente con un solo brazo y le dio un
beso.
—Besito a mamá otavés —rio la niña.
—Será un placer.
Casey besó a Liz y esta exhaló un suspiro de satisfacción cuando
se separaron.
—Otaves, Cafey —musitó Liz.
Casey dejó a Skye en el suelo y besó a Liz profundamente. Las
dos suspiraron cuando, por fin, Casey la soltó a regañadientes.
—Tengo que irme. Os veo dentro de un rato. Pitufa, vigila a los
peces.
Le guiñó un ojo a Liz y salió por la puerta. Liz miró a su hija.
—Casey está chiflada.
Skye asintió y echó a correr hacia su nueva habitación.

Niles observó a Casey mientras su amiga ojeaba las partituras.


Estaba tarareando. Casey Bennett estaba tarareando. En un
momento dado se arremangó y dijo, con un gruñido:
—Muy bien. ¿Cómo vamos, Niles? ¿Cuánto tiempo...?
Pero calló al ver que Niles sonreía de oreja a oreja.
—¿Por qué coño sonríes así? —le preguntó, con los brazos en
jarras.
—Ah, por nada, por nada. ¿Cómo están Liz y la pequeña Skye?
Dios, ya es como si las conociera personalmente.
Entonces fue Casey la que sonrió.
—Están bien. Las... las he traído aquí. Supuse que estaría liada
al menos un par de semanas y no quería...
—¿Perderlas de vista durante tanto tiempo? —aventuró Niles.
Casey gimió.
—No, sencillamente no quería dejarla sola tanto tiempo. Sale de
cuentas en diciembre. Yo... bueno, yo... Ah, cierra el pico, Niles —
rugió, y se puso a reordenar las partituras—. Tenemos trabajo que
hacer, listillo —zanjó con un gruñido, y se sentó a su lado ante el
panel de control de sonido de la cabina.
Niles sonrió y se acercó al micrófono.
—Ay, Jeffrey, a ver si complacemos a la compositora, que
parece que hoy se ha levantado con el pie izquierdo.
Casey contó hasta diez con los ojos cerrados.
—Cuando acabemos te asesinaré —farfulló entre dientes.
Niles tapó el micrófono con la mano.
—Tomo nota. Muy bien, vamos a ver cómo suena.

Casi tres horas después, Casey estaba a punto de estrangular a


alguien. Pero no a alguien cualquiera: a Suzette.
—¿Es posible que pueda sonar peor? —gimió, con la cara entre
las manos.
A continuación agarró el micro y aulló.
—¡Basta!
Niles le quitó el micrófono a toda prisa, antes de que empezara a
soltar tacos.
—Bienvenido —saludó a Jeffrey, que entró en la sala de sonido
como un vendaval.
—O se va ella o me voy yo. Ya no aguanto más —bufó. Casey
agitó una mano en gesto de asentimiento—. Case... —le suplicó él.
—Lo sé, lo sé —aseguró Casey, que echó un vistazo a la hora
—. Mierda. Vamos a descansar por hoy. Mañana hablaré con
Suzette.
—Encontraré a otro chelista, no te preocupes. Ve a casa,
pareces agotada —le dijo Jeffrey.

Liz tenía el pollo en el horno y miró el reloj. Aunque Casey le había


dicho dos horas, ya hacía casi tres. Miró el móvil y se mordió el
labio. No quería parecer una de esas mujeres pesadas y
controladoras, porque lo más probable es que a Casey se le
hubiera ido el santo al cielo sin más. No obstante, sus hormonas
eligieron ese momento para ponerse tontas. ¿Y si estaba con la
chelista sin oído musical? Casey tenía una vida sexual activa y
mantenía una relación con aquella mujer. ¿Acaso podía culparla
Liz? Seguro que era preciosa, con una figura de escándalo, y no
estaba embarazada. Y también sabía perfectamente cómo darle
placer a Casey.
La inseguridad se apoderó de ella en un abrir y cerrar de ojos:
estaba embarazada, gorda y con los pies hinchados. Se sentó en
una silla de la cocina y tuvo que echarla hacia atrás para que
cupiera el barrigón que acarreaba. ¿Qué razón tendría Casey
Bennett para quererla? Skye, esa era la razón. Casey quería a Skye
y se sentía responsable de ellas. A lo mejor Casey solo decía que la
quería por Skye. A lo mejor no la quería en absoluto y ahora
mismo estaba con Suzette. A lo mejor Casey era como Julie y de lo
que estaba enamorada era de una idea.
—Pues muy bien, Bennett. Tú acuéstate con tu chelista. Yo
tendré a mi hija y nos volveremos las tres a Nuevo México —
murmuró, con los ojos anegados en lágrimas.
Justo en ese momento se abrió la puerta y la voz de Casey sonó
desde la entrada.
—¡Liz, siento llegar tarde!
Liz se puso de pie con dificultad y se dirigió a la sala de estar con
evidente enfado y un cucharón de madera en la mano. Casey notó
de inmediato la cara que traía.
—Eh, Liz, baja eso, no vayamos a hacernos daño —le dijo,
mientras se quitaba el abrigo muy despacio—. Siento llegar tarde,
me lié en el estudio.
—¡Con Suzette, seguro! —exclamó Liz.
A Casey casi se le salieron los ojos de las órbitas.
«Vale, recuerda que sale de cuentas en un mes. Has leído los
libros, tonta.»
—¡Cafey! —la saludó Skye, que salió de su habitación y corrió
hacia ella.
—Hola, pitufa —la saludó Casey alegremente, cogiéndola en
brazos para darle un beso—. ¿Has cuidado a los peces? —le
preguntó al dejarla en el suelo.
Skye asintió, encantada de la tarea, y volvió trotando a su
habitación. Liz se llevó una mano temblorosa a la cara y Casey se le
acercó y la rodeó con los brazos.
—Liz, perdóname.
—No, perdóname tú. Soy una idiota —aseguró.
Apartó a Casey con delicadeza y volvió a la cocina; Casey hizo
una mueca de dolor y la siguió.
—Huele muy bien. Oye, ¿por qué no vas y te sientas delante de
la chimenea? Yo ya acabo de hacer la cena.
—Está todo hecho. Hace una hora que está listo —espetó Liz,
que enseguida volvió a odiarse por sonar como una esposa gruñona
y se dejó caer en la silla de la cocina.
—Oh, Liz, lo siento. No estoy acostumbrada. Dame tiempo, por
favor. Debería haber llamado, lo sé.
Casey se agachó junto a Liz y le cogió las manos, pero Liz soltó
una y se la pasó por el corto pelo canoso.
—No puedo pretender que cambies tu vida por completo. Es el
embarazo, Casey. Tengo miedo.
Casey levantó la cabeza de golpe.
—¿De qué?
Liz le puso una mano en los labios.
—Es que estoy tan cansada todo el tiempo que no sé. Seguro
que es normal.
—¿Cuándo tienes cita con la doctora Haines?
—Pasado mañana. Me llevaré a Skye.
Casey se sentó sobre los talones, desilusionada, y miró a Liz a
los ojos, llenos de determinación.
—No quieres que vaya contigo —dijo en tono de decepción.
Liz escrutó su triste mirada esmeralda.
—No quiero entorpecer tu trabajo, ya has hecho demasiado.
—¿Pero quieres que vaya? Porque yo quiero ir —aseguró
Casey con total seriedad.
—Claro que quiero que vengas. Sencillamente no se me había
ocurrido que tú quisieras estar.
Casey se frotó los ojos cansados.
—Vamos a cenar, y cuando Skye se vaya a dormir tú y yo
hablaremos. Hablaremos de verdad.

Casey apenas llegó a saborear nada de la cena, porque Liz y ella se


intercambiaban miradas nerviosas continuamente. Luego fregó los
platos mientras Liz acostaba a Skye. Al acabar, apagó la luz de la
cocina y se dio cuenta de que tenía la boca seca y que el corazón le
iba a cien. Casi se tropezó con Liz al salir de la cocina, y esta se rio
y se agarró de su brazo para sostenerse en pie. Casey la miró a los
ojos azules y le apartó un mechón de la cara con cariño.
—¿Te apetece chocolate caliente?
Liz negó con la cabeza y llevó a Casey a la sala de estar, en
donde se sentaron en el sofá y contemplaron el fuego. Casey sabía
que Liz no sería quien rompería el hielo, ya que la brillante idea de
tener aquella conversación había sido suya.
—Bueno —musitó, mirando a Liz de reojo.
—¿Sí?
—Si quieres decir algo en cualquier momento...
—Mira, Casey, de verdad que no hace falta que tengamos
ningún tipo de charla.
Casey se volvió hacia ella mientras Liz hablaba.
—Como ya hemos dicho, esto es nuevo para todas. Tú
aterrizaste en este marrón de rebote y sé que no es lo que tú
querías. No quiero que te sientas obligada a decir nada que no
sientas realmente. Admito que disfruto de tu compañía y me
encanta que Skye te adore.
Guardó silencio un instante, como si tratara de poner en orden
sus pensamientos. Casey se echó hacia atrás y se apoyó en el
respaldo del sofá, sin dejar de mirarla. Era consciente de lo mucho
que le gustaba contemplar a Liz: ver cómo fruncía el ceño cuando
estaba muy concentrada, cómo la sonrisa le salía del alma cuando
hablaba sobre Skye. Cómo le dolía el pecho cuando estaba lejos
de Liz. Para Casey, el resto de las cosas habían perdido todo
interés.
—¿Me estás escuchando?
Casey notó que sonaba enfadada y parpadeó.
—Sí, sí, continúa.
—¿Qué acabo de decir?
Casey no pudo evitar una enorme sonrisa.
—Creo que estabas a punto de decirme que me querías.
Liz enderezó la espalda y le regaló una expresión de
estupefacción. A Casey también le gustaba aquella expresión.
—¿Qué has dicho?
—Que creo que estabas a punto de...
—No lo he dicho.
—No, pero estabas a punto de hacerlo —repitió Casey,
acariciándole el hombro.
—No, no lo estaba. Estaba ofreciéndote una salida, Bennett
arrogante.
Casey enarcó una ceja y se deslizó en el sofá para acercarse más
a la otra mujer.
—¿Crees que quiero una salida?
Liz inspiró entrecortadamente y se miró las manos sobre el
regazo.
—No te culparía si fuera así.
—Bueno, eso es verdad.
—Por favor, no juegues conmigo, Casey. Ahora no.
La tristeza en la voz de Liz dejó a Casey sin habla. Alargó la
mano, le apoyó las yemas de los dedos en la barbilla para obligar a
que la mirara a la cara y la sorprendió comprobar que Liz tenía los
ojos llenos de lágrimas. Pasó otro largo segundo de silencio
mientras Casey la miraba profundamente a los húmedos ojos
azules.
—Liz Kennedy, ¿qué me has hecho? —susurró.
—No lo sé, pero, sea lo que sea, tú también me lo has hecho a
mí.
—Nunca jugaría con tus sentimientos, Liz —aseguró. Era algo
que tenía que decir antes de perder el coraje—. Te quiero.
Liz escrutó su rostro y a continuación, sin previo aviso, hundió la
cara entre las manos y trató con todas sus fuerzas de no
desmoronarse y romper a llorar. Casey lo sabía y torció el gesto.
—¿Vas a llorar?
Liz solo pudo asentir antes de estallar en sollozos y abrazarse del
cuello de Casey, que la estrechó con fuerza y la dejó llorar en su
hombro. Sonriente, Casey la acunó con dulzura y la besó en el
pelo.
—¿Así que tú también me quieres?
Liz asintió entre sollozos, tratando de hablar.
—Yo... yo... —balbuceó.
—¿Y sentiste lo mismo cuando leíste el poema? Porque me
pareció que lo veía en tus ojos cuando nos miramos —quiso saber
Casey.
Liz volvió a asentir.
—Sí... Nu-nunca pensé que tú... —sollozó sin remedio.
—¿Sentiría lo mismo? —completó Casey. Liz asintió una vez
más, deshecha en lágrimas—. Bueno, pues así es. Lo que no me
creo es que me quieras tú —murmuró, en tono maravillado—. Un
día de estos, cuando dejes de llorar, tendrás que decírmelo en voz
alta, para que me lo crea. Espero que sea antes de que nazca el
bebé.
Liz se apoyó en su hombro y dejó de llorar. Cuando se separó
de Casey y la miró a los ojos, tomó aire entrecortadamente.
—Te quiero. Te he querido desde que leí aquel poema. No sé
por qué a Skye le gusta tanto.
—¿Se lo leías con Julie? —preguntó Casey, pese a saber que no
tenía derecho a saberlo.
—Por Dios, no —exclamó Liz, agitando la mano. Casey
reprimió las ganas de sonreír y la dejó continuar—. Julie, que en
paz descanse, no era de esas. Un día me iba a echar la siesta con
Skye y me pidió que le leyera, y era el único libro que tenía a mano.
Entonces me acordé del poema. Es como veo yo el amor, supongo
—explicó. Casey le dio un beso en la cabeza—. Supongo que a
Skye le hizo gracia.
—Está hecha un pequeño Cupido, debo decir.
Casey rodeó los hombros de Liz con el brazo y la apretó contra
sí. Juntas, se apoyaron contra el respaldo del sofá y permanecieron
cómodamente en silencio un rato.
—Casey... —dijo Liz al fin.
—¿Mmm? —musitó Casey, acariciándole el pelo.
—No voy a ser siempre así: gorda e hinchada.
Casey percibió la nota de preocupación en la voz de Liz y
estrechó su abrazo.
—Qué tonta eres, tortuguita. No me creerás, y no sé si es
porque las dos somos mujeres y podemos empatizar y entendernos
a un nivel primario o porque toda la situación me sobrepasa, pero
te encuentro extremamente sexy y muy deseable y sé que tú ahora
mismo no te sientes así. Sin embargo, Kennedy, cuando lo hagas...
Estás avisada.
Liz la miró a los ojos y le acarició la mejilla con suavidad.
—Gracias. Ha sido perfecto.
—Es fácil cuando es la verdad.
Al cabo de unos segundos, Liz volvió a hablar.
—Y... ¿qué pasará cuando nazca el bebé?
—¿A qué te refieres?
—Quiero decir que, seamos realistas, tú estás acostumbrada a
vivir sola y a ser libre. ¿Seguro que quieres asumir todo esto? —
quiso saber Liz, cuya voz sonaba trémula.
Casey no titubeó.
—Sí, por primera y única vez en la vida, estoy enamorada y te
quiero a ti, a Skye y al futuro hobbit.
—Dios, estoy loca por ti —murmuró Liz, y se acurrucó aún más
cerca de Casey—. Ya cambiarás de opinión cuando tengas que
levantarte a las dos de la mañana para darle el biberón.
—Eso es lo que tú te crees. Esa niñita te chupará el pecho a ti,
querida, no a mí.
De nuevo se produjo un momento de silencio.
—Bueno, pero tú estarás ahí de alguna manera —le aseguró Liz
en un susurro.
Casey dejó escapar un gemido de alegría.
—¿Eso quiere decir que quieres venir al médico conmigo?
Casey se inclinó hacia delante, se volvió hacia Liz en el sofá y le
cogió las cálidas manos.
—Liz, escúchame, por favor. Quiero ser parte de esto. Soy
parte de esto. Te quiero a ti y al bebé y quiero estar a tu lado en
todo, para cualquier cosa que necesites. No me importa el trabajo.
Voy a acompañarte al médico siempre que vayas, da igual cuándo
sea, ¿de acuerdo?
Liz se apartó un grueso mechón de pelo de la frente.
—De acuerdo.
Casey dejó escapar un sonoro suspiro de alivio.
—Me habías preocupado, Kennedy. No vuelvas a hacerlo —le
pidió Casey, que, sin embargo, notaba cómo Liz tenía algo más en
mente—. ¿Qué, Liz?
Liz se puso como la grana.
—Yo... quiero decir, nosotras... —se interrumpió, y miró a
Casey, que trataba de descifrar lo que quería decir—. Ahora
mismo, como estoy embarazada, yo no...
Cuando Casey cayó en lo que quería decir, soltó una carcajada,
pero dejó de reírse cuando Liz la fulminó con la mirada.
—Sé adónde quieres ir a parar, cariño. Verás, hay un capítulo
entero sobre el sexo y la futura madre.
Liz agachó la cabeza y gimió, pero Casey continuó.
—No te apetece mucho el sexo ahora, ¿verdad?
Liz levantó la cabeza de golpe y miró a Casey con incredulidad.
—¿Tenemos que hablar de esto ahora?
—No —la tranquilizó Casey—. Creo que ya hemos aclarado
muchas cosas por esta noche.
—Estoy de acuerdo —dijo Liz, acomodando la cabeza en el
hombro de Casey.
—Tú y yo necesitamos estar solas. No sexualmente, lo sé. Pero
necesitamos intimidad, sin hacer el amor. Necesitamos tener
también ese tipo de conexión. El sexo ya llegará —dijo Casey, con
una sonrisa radiante.
Liz se miró la barriga, nerviosa.
—Ya sé que tardará un tiempo, pero puedo esperar —susurró
Casey, y la besó en el estómago, en el cuello y en los labios—. Hay
mucho por lo que esperar.
Las dos mujeres contemplaron el fuego en silencio, mientras
Casey le acariciaba el pelo a Liz con gesto ausente. Liz le acarició
el rostro y musitó:
—¿Dormirás conmigo esta noche?
A Casey le dio un vuelco el corazón. Se levantó y le tendió la
mano a Liz.
—Ve a ver cómo está Skye. Yo mientras echaré la llave.
Liz asintió, sonriente, y se marchó, no sin antes abrazar a Casey
y besarla lenta y profundamente.
—Te veo en el dormitorio.
Casey se quedó donde estaba, balanceándose, hasta que Liz
desapareció por el pasillo. Entonces apagó la chimenea, cerró y
apagó las luces. Se encontró con Liz en el pasillo a oscuras; la única
luz existente provenía de la lamparita de noche de Skye, y Liz había
dejado la puerta entreabierta.
—¿La pitufa duerme? —susurró Casey.
Liz asintió, y la besó en la mejilla.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por entrar en nuestras vidas y por querernos.
—Ha sido, de lejos, lo más fácil que he hecho nunca —repuso
Casey, besándola en la frente—. Venga, es hora de acostarse.
Liz sonrió, la cogió de la mano y atravesó el pasillo. En el
dormitorio, Liz cogió el camisón y fue a cambiarse pudorosamente
al baño. Casey sonrió, se desnudó y se puso el pijama ya por
costumbre. Cuando Liz volvió y la vio, se echó a reír.
—Creo que Skye y yo ya te hemos torturado demasiado —le
dijo, indicando el pijama.
—No quiero que parezca que...
Pero calló cuando Liz rodeó la enorme cama y se quitó la bata.
Casey tragó saliva con dificultad al contemplar a la hermosa mujer
embarazada ante sus ojos, con el ligero camisón de seda suelto
sobre su cuerpo. Esta sonrió, con una ceja levantada.
—¿Qué? No es la primera vez que me ves en camisón, Casey.
—Sí... pero siempre estaba Skye en la habitación y ahora
estamos... —cerró la boca, rodeó la cama y besó a Liz—.
Túmbate, tortuguita —le dijo afectuosamente, al tiempo que
retiraba el edredón.
Con un poco de ayuda, Liz se metió en la cama. Casey le quitó
las zapatillas y la arropó, antes de rodear la cama y apagar las
luces. Para cuando Casey se acurrucó al lado de Liz, esta estaba ya
casi dormida.
—Es raro no tener a Skye en medio —murmuró la madre de la
pequeña.
Casey rio y la besó en la frente.
—Creo que nos acostumbraremos —le dijo. Liz se echó a reír
—. ¿Qué? —quiso saber Casey, curiosa.
—Cariño, quítate los bóxers —se carcajeó Liz—. Te he visto
desnuda.
—Genial.
Casey saltó de la cama y se quitó el pijama, encantada de
deslizarse desnuda bajo las sábanas y acurrucarse detrás de Liz.
—¿A qué te refieres con que me has visto desnuda? ¿Cuándo?
He ido con mucho cuidado —le preguntó Casey al oído.
Liz estiró el brazo hacia atrás y le apoyó la mano en la mejilla.
—Fuiste a nadar desnuda una mañana y, bueno...
Casey sonrió de oreja a oreja cuando Liz calló y adivinó el rubor
que le subía por las mejillas.
—Qué poca vergüenza que tienes —la riñó Casey en voz baja y
traviesa.
—Tienes un cuerpo muy hermoso. Ten paciencia conmigo, por
favor —pidió Liz.
Casey se incorporó en la cama e instó a Liz a que se pusiera de
espaldas.
—Me pareces preciosa, no te preocupes por eso, por favor.
Confía en mí para tenerte así abrazada. Para mí, dormir a tu lado es
el paraíso. Buenas noches —le susurró en los labios.
—Buenas noches —murmuró Liz.
Durmió plácidamente... durante dos horas. El bebé le presionaba
la vejiga y Liz se levantó de la cama con un gemido y se dirigió al
baño. De vuelta del baño le echó un vistazo a Skye, que estaba
profundamente dormida, abrazada del pez de peluche. Liz sonrió y
volvió a la cama. Casey estaba tumbada bocabajo y Liz se quedó
un momento mirando aquel cuerpo tan delicioso antes de meterse
entre las sábanas con un gruñido quedo. Bastó para despertar a
Casey, que irguió la cabeza.
—¿Estás bien? —farfulló, y empezó a incorporarse.
Liz se echó bocarriba a su lado y Casey se pegó a ella y le
apoyó el brazo en el pecho con un suspiro. Tenía la cara tan cerca
sobre la almohada que Liz notaba su aliento cálido en la mejilla.

Casey se despertó con un suspiro de satisfacción, abrió un ojo y


sonrió. Liz seguía dormida, con la boca entreabierta, y respiraba
lenta y acompasadamente, así que Casey se tomó su tiempo
maravillándose de su cuerpo. Con mucho cuidado, se inclinó y
apoyó el oído en el vientre de Liz.
—¿Me oyes? —susurró Casey—. Quiero a tu mamá. Es muy
bonita y te quiere. Ah, y me llamo Casey.
—¿Qué haces?
Casey levantó la vista y sonrió.
—Buenos días, mamá. Estamos conociéndonos. Ahora ya oyen,
ya sabes.
Liz soltó una carcajada adormilada y se desperezó.
—¿Vas a seguir citando ese libro hasta que nazca?
—Seguramente. —Casey la besó en la barriga—. ¿Has dormido
bien?
Liz abrió los brazos y Casey se acostó con la cabeza sobre su
pecho.
—Qué suave y acolchadita, Kennedy.
Liz dejó escapar una risilla nerviosa.
—Y muy sensible. He dormido muy bien. Me ha encantado
tenerte al lado al despertar. Ha hecho que levantarme al baño a las
tres de la mañana fuera casi un placer.
—¿Mamá?
Las dos mujeres se volvieron hacia la puerta, en donde Skye
estaba frotándose los ojos con cara de sueño.
—Hola, pitufa —la saludó Casey.
Skye sonrió enseguida y escaló a la cama con los ojos medio
cerrados.
—Mierda —se sobresaltó Casey, y se apresuró a taparse con la
sábana.
Liz puso los ojos en blanco como respuesta a su sonrisa
azorada, mientras Skye se acomodaba entre las dos y se abrazaba
a su madre.
—Cafey desnuda —le confió en un susurro.
Casey se puso como un tomate y se tapó la cara con las manos.
—Ya lo sé —le contestó Liz, estrechando a Skye entre sus
brazos—. Se ha olvidado el pijama en la cabaña.
Casey hizo una mueca, se levantó de la cama y se apresuró a
ponerse los bóxers y la camiseta de tirantes.
—Voy a preparar el desayuno.
—No sabes cocinar.
—Ah, bueno, pues prepararé el café. Tú haces el desayuno.
Liz la escuchó silbar en la cocina desde la cama, con Skye a su
lado. La pequeña se sacó el pulgar de la boca.
—Cafey divertida.
Liz se rio y le hizo cosquillas.
—Sí, Casey es muy divertida.
—¡Mamá, para!
Liz cedió y apretó a Skye contra su pecho.
—Pastelito, quiero preguntarte una cosa.
Skye se puso de rodillas al lado de su madre, con las mejillas
sonrojadas y los rizos rubios desordenados.
—¿Te gusta Casey, verdad?
—Ajá.
—¿Te gustaría que viviera con nosotras?
Skye frunció el ceño, muy concentrada, y por un segundo Liz
vaciló.
—¿Qué, nena?
Skye se le acercó y susurró.
—Tengo caca.
Liz se echó a reír y le desordenó el pelo con los dedos.
—Muy bien, Skye. Ve yendo, que ahora voy yo.
Capítulo 17

—Bueno, estás un poco por debajo del peso para mi gusto, pero
todo está bien. Veo que no queréis saber el sexo del bebé —
comentó la doctora Haines, quitándose las gafas con una sonrisa.
Casey dirigió a Liz una mirada curiosa.
—¿De verdad? Creía que lo sabías, porque siempre te refieres al
bebé como «ella» —razonó.
—Quiero que sea una sorpresa —contestó Liz, encogiéndose de
hombros—. ¿Tú quieres saberlo?
Casey se lo pensó un segundo, pero al final sonrió.
—No, que sea una sorpresa.
Liz le cogió la mano.
—¿El peso de Liz es un problema? —se interesó Casey,
apretándole la mano a la otra mujer.
La doctora negó con la cabeza.
—No, tengo los resultados de todas las pruebas que hizo
vuestro médico de Wisconsin. Estás rozando la anemia, así que
descansa todo lo que puedas y vigila la dieta, como ya has estado
haciendo. El bebé debería nacer la primera semana de diciembre.
¿Vais a quedaros en Chicago?
—¿Sería mejor quedarnos? —preguntó Liz con gravedad.
—No es imperativo, pero me gustaría controlar la anemia. Como
te decía, no es nada fuera de lo común, pero convendría que te
quedaras en la ciudad si es posible.
—Vivimos lejos del hospital —intervino Casey, y miró a Liz de
reojo—. Nos quedaremos aquí. Podemos subir al norte en
cualquier momento.
Liz asintió y se llevó la mano a la barriga con inquietud. La
doctora las miró a ambas y esbozó una sonrisa.
—¿Es el primero, veo?
Las dos asintieron.
—Todo irá bien. El único problema que veo es el peso. El
corazón del bebé está perfectamente. Tiene el tamaño adecuado y
todo va muy bien —les aseguró.
Liz torció los labios en una sonrisa nerviosa y le apretó la mano a
Casey.
—El estrés es otro factor que debemos considerar. No sé nada
de vuestra vida personal, pero veo que os importáis la una a la otra,
y eso es bueno, porque vais a tener que ayudaros. ¿Existe algún
otro factor de estrés?
Casey y Liz se miraron y la primera negó con la cabeza.
—¿Liz?
Liz cruzó una nueva mirada con Casey, pero no dijo nada.
—¿Qué os parece si os dejo solas unos minutos? Te apuntaré
cita para el martes a las tres —ofreció la amable doctora, y salió de
la consulta.
—¿Qué sucede, cariño? —preguntó Casey, sin despegar los
ojos de Liz.
—Es que... No te enfades. Suzette llamó el otro día y... ella...
—¿Ella qué?
—Dijo que estabais juntas la otra noche, cuando llegaste tarde.
Lo sé, sé que mentía. Confío en ti, Casey.
Casey se levantó y empezó a pasear de lado a lado de la
habitación, cada vez más furiosa con cada paso que daba. Al mirar
a Liz, que se veía cansada y pálida, se arrodilló ante ella.
—Muy bien, de ahora en adelante, cuéntame las cosas, por
favor. No te estoy ocultando nada, no estoy con nadie. Lo sabes.
—Sí. Por favor no te enfades.
Casey le puso los dedos en los labios.
—No te preocupes, que el bebé te oye. Oye, ¿ya has pensado
en algún nombre? Nunca hemos hablado de eso. Espera, mejor
volvemos a casa y lo pensamos entre las tres.
—Skye nunca nos lo perdonaría —afirmó Liz.
Casey sonrió, aunque en quien pensaba era en Suzette. Iba a
matar a aquella zorra traidora.

Al entrar en la sala de estar se encontraron con Niles llevando a


Skye a caballito por toda la habitación. Brian estaba sentado en el
sofá con una copa de vino y se desternillaba de risa.
—Mamá, Nize sube caballito —exclamó la niña.
Niles la dejó en el suelo e hizo como si no viera la mueca burlona
de Casey, rojo como la grana, mientras la niña corría a los brazos
de su madre. Casey la interceptó, la levantó en volandas, le dio un
beso en la mejilla y luego se la pasó a Liz.
—No puedes levantar peso —la advirtió en tono severo. Liz
puso los ojos en blanco—. Gracias, Niles, eres un buen amigo.
El aludido sonrió ampliamente.
—Me gusta el efecto que Liz ejerce sobre ti, gracias.
—Ah, por cierto, ¿ya habéis encontrado a otro chelista?
—De hecho, puedo tener a uno para pasado mañana. Está
grabando un anuncio de detergente. Qué puede aportar un chelo al
detergente es algo que se me escapa, por cierto —se encogió de
hombros Niles.
—Bien, mañana se lo diré a Suzette —afirmó Casey.
Niles le dio una palmada en la espalda.
—Perfecto, yo no estaré —dijo. Casey lo fulminó con la mirada
—. Es broma.
Los cuatro se despidieron con sendos besos y Niles le pellizcó la
nariz a Skye.
—Buenas noches, pequeña diosa —le dijo, dándole un beso en
la mejilla.
Brian se rio y la besó en la frente.
—Vaya rompecorazones que vas a ser.
Liz los acompañó a la puerta. Al volver, Casey estaba de pie
delante del fuego y sus ojos verdes, habitualmente cálidos, tenían un
brillo oscuro, glacial y acerado como los de un tigre al reflejar las
llamas.

Como un tigre enjaulado, Casey paseaba arriba y abajo en el


estudio, mientras esperaba a Suzette, bajo la atenta mirada de Niles
y Jeffrey.
—Case, ¿quieres que se lo diga yo? —se ofreció Niles.
Enseguida, Jeffrey también se adelantó, dándole a entender que
estaba igualmente dispuesto, pero Casey se rio.
—Gracias, chicos, pero no. Tengo que hacerlo. Fue un error mío
y me toca corregirlo. No os preocupéis, ahora soy una Casey
Bennett mucho más tranquila y sosegada —afirmó, arrancando las
carcajadas de los dos hombres.
En ese momento se abrió la puerta, pero en lugar de Suzette fue
Liz la que apareció, con Skye de la mano. Casey parpadeó y
sonrió.
—¿Qué coño...? —Suspiró y fue a reunirse con ella.
Niles y Jeffrey las observaron con complicidad.
—No me digas que las mujeres no son más perspicaces que
nosotros, Niles. Liz sabe lo que va a pasar, mírala. Parece una
madre osa protegiendo a sus oseznos.
Los dos se rieron.
—Casey Bennett enamorada y con familia, nada menos. Será
mejor que me retire antes de que las vacas vuelen —rio Niles.
Jeffrey le siguió.

Casey fue con Liz y aupó a Skye en cuanto la pequeña estiró los
brazos hacia ella.
—Hola, pitufa —la saludó con un beso, antes de mirar a Liz—.
¿Qué hacéis aquí? —preguntó, inclinándose para besarla.
Liz suspiró al romper el beso.
—Skye y yo hemos salido a comprar caramelos para
Halloween, lo cual me recuerda que mañana tenemos que ir a
comprar una calabaza. Así que he pensado que podíamos pasar a
ver dónde trabajabas —explicó con naturalidad.
Como tenía cara de cansada, Casey se preocupó.
—La doctora Haines te dijo que reposaras, no que te patearas la
Orilla Norte de Chicago —la riñó con cariño, y la besó otra vez—.
Pero me alegro de que estéis aquí. ¿No tendrá nada que ver con
cierta chelista, entiendo?
—No seas boba.
—Mientes fatal —apuntó Casey.
—Cafey, toca piano —pidió Skye, palmeándole las mejillas.
Casey no pudo resistirse a aquellos ojos azules.
—Dios, qué pasa con las Kennedy y esos ojitos que ponéis... —
refunfuñó, y dejó a Skye en el suelo antes de sentarse al piano.
Liz se puso al lado del instrumento y se acercó a Casey, con una
sonrisa.
—¿Qué pasó al final con la canción que tocabas en la cabaña?
—La dejé estar —repuso Casey mientras tocaba.
—¿Por qué? Era muy bonita —opinó Liz, que cerró los ojos y
suspiró—. Dios, qué bien que tocas.
—Eso es lo que le digo siempre, que debería componer su
propia música y grabar un disco. Tiene un montón de canciones que
podrían...
—Cállate, Niles —lo reprendió Casey afectuosamente.
—Lo toca como una amante —le susurró Niles a Liz.
Esta se estremeció visiblemente al observar cómo Casey
deslizaba los largos y delicados dedos sobre las teclas blancas y
negras. La pianista cruzó una mirada con ella y esbozó una sonrisa.
—Ah, idos a un hotel —protestó Niles, que había sido testigo de
la escena.
Jeffrey se les acercó y le dijo algo a Casey al oído. Ella dejó de
tocar de inmediato, asintió y se levantó.
—Ahora mismo vuelvo, no os vayáis a ninguna parte. Luego te
llevo a ti y a la pitufa a comer.
Liz le dedicó una sonrisa de apoyo y le guiñó el ojo antes de que
desapareciera por la puerta.
—Muy bien —advirtió Niles—. Lo siguiente que oigamos...
En ese momento, el choque de unos platillos los sobresaltó a
todos y al volver la cabeza encontraron a Skye junto a la batería,
con una baqueta en la mano.
—Skye toca, mamá —anunció.
Niles se partía de risa, mientras que Liz se había puesto como un
tomate.
—No te reirás tanto si le da una patada a uno de los bombos,
Niles —apuntó Liz, sin asomo de broma en su tono.
Niles saltó sobre Skye a toda prisa.

—Casey, ¿qué haces aquí tan temprano? —preguntó Suzette,


mientras se quitaba el abrigo.
—Suzette, tenemos que hablar.
Suzette se volvió hacia Casey con una sonrisita seductora.
—¿Ya te has hartado de jugar a las casitas? ¿Has recuperado el
juicio, Bennett? —aventuró, coqueta, acariciándole el cuello.
Casey le apartó las manos bruscamente y se alejó de ella.
—Supongo que no —murmuró Suzette—. Entonces lo nuestro
se ha acabado. ¿Es eso? Lo entiendo. Tú y yo no teníamos ningún
compromiso y ha sido divertido mientras ha durado —dijo.
Casey la observó detenidamente antes de hablar.
—Suzette, hemos tenido que contratar a otro segundo chelista.
Lo siento, pero no encajas.
Suzette la miró como un animal atrapado.
—¿Que qué?
Casey suspiró y se frotó la frente.
—Ya me has oído. Los tres estamos de acuerdo y he pensado
que tenía que decírtelo yo. Tienes mucho talento —le dijo, a
sabiendas de que era mentira. Le vino a la cabeza lo que había
dicho Liz de ser diplomática—. Sencillamente esta pieza no es para
ti. Créeme, encontrarás...
—¡No me jodas!
—Suzette... —empezó a decir Casey.
La chelista agarró uno de sus zapatos de tacón de aguja y se lo
tiró a Casey, que logró esquivar el misil gracias a sus rápidos
reflejos.
—Vale, estás disgustada y lo entiendo —intentó intervenir
Casey, mientras el otro zapato volaba por la habitación.
Esta vez se agachó demasiado tarde y el proyectil hizo blanco: en
toda la nariz. Aturdida, Casey se tambaleó hacia atrás y atravesó
las puertas del estudio antes de caer de espaldas con la nariz
sangrando del corte en el puente.
—¡Joder! —gritó Casey.
Suzette la siguió como un rayo.
—¿Crees que me puedes follar y luego tirarme como un pañuelo
usado? —aulló—. ¿De qué coño vas?
Niles y Jeffrey se habían dado la vuelta ante la entrada triunfal de
Casey; Liz contemplaba la escena con los ojos desorbitados y
Skye le tiraba del pantalón.
—Ha dicho palabrota, mamá.
—Y no va a ser la última, diosa mía —le susurró Niles,
tapándole los oídos.
—Suzette, no estoy tirando a nadie. Es tu música —intentó
explicar Casey, aunque la voz le saliera nasal.
Suzette respiraba aceleradamente y la miraba como una
demente.
—Suzette, por amor de Dios —se escandalizó Niles.
Skye abrió mucho los ojos y se fijó en Casey, con el ceño
fruncido. La mujer estaba echada hacia delante y se tapaba la nariz
con la mano.
—¡Cafey pupa! —exclamó, y echó a correr hacia ella.
Niles y Jeffrey la siguieron y Liz los imitó, tan rápido como le
permitió su estado. Skye se había encarado con Suzette, con los
bracitos en jarras.
—Pupa a Cafey. Muy mal —gritó, y empujó a Suzette a la altura
de la pierna.
Suzette trastabilló hacia atrás y bajó los ojos hacia la niñita rubia.
—¿Qué cojones es esto? ¿Es tu puta hija, Casey?
Casey rugió y parpadeó repetidamente para reprimir las lágrimas
de dolor. Liz perdió los estribos, apartó a Niles de su camino,
cogió a Skye y la arrastró detrás de ella. Niles se apresuró a coger
a la niña y la retuvo pese a sus forcejeos.
—¡Deja! ¡Pupa a Cafey!
—Skye —la acalló su madre.
Skye se quedó quieta, mirando a Liz.
—Mamá, señora mala pupa a Cafey.
Liz le sonrió a su hija.
—Lo sé, pastelito.
Le hizo un gesto a Niles y este cogió en brazos a la revoltosa
niña de tres años. Casey seguía parpadeando para aclarar la vista,
sin soltarse la nariz. La sangre le resbalaba entre los dedos.
—Suzette —musitó.
Sin apartar la mirada de Suzette, Liz habló.
—Casey, siéntate y echa la cabeza hacia atrás, cariño.
Se aseguró de enfatizar la última palabra, y Suzette le digirió una
mirada incendiaria. Respiraba como un toro bravo, con las aletas
de la nariz dilatadas. La voz calma de Liz hizo que Casey se pusiera
todavía más nerviosa.
—Suzette. ¿Puedo llamarte Suzette? Sé que sientes que Casey
te ha ofendido y puede que tengas razón. Sin embargo, si vuelves a
intentar hacerle daño, te aseguro que aunque no te lo parezca
encontraré la manera de hacer de tu vida un infierno. Que no se te
vuelva a pasar por la cabeza hacerle daño a Casey o a nuestra hija
jamás.
Casey levantó la cabeza de golpe al oír que Liz decía «nuestra»
hija. Pestañeando, se levantó, se limpió la sangre con la manga y se
colocó junto a Liz, con el brazo sobre sus hombros. Niles sonrió y
dejó a Skye en el suelo; la niña corrió hacia Casey y se puso entre
las dos mujeres, con el brazo alrededor de la pierna de Casey. Esta
la miró y la cogió en brazos sin dificultad.
—Lo siento, Suzette. Esto no tiene nada que ver con lo que
fuéramos tú y yo. Se trata de tu música. Se te ha pagado todo el
mes, me parece más que justo. Adiós —zanjó, y empezó a
alejarse, no sin antes volverse una última vez—. Ah, y no vuelvas a
hablarle así a mi hija. No hay que decir palabrotas enfrente de los
niños.
Liz puso los ojos en blanco y se alejó con Casey, rodeándole la
cintura con el brazo en actitud protectora. Niles y Jeffrey
intervinieron enseguida y sacaron a la indignada chelista de la sala.
—Suzette, querida, hay una plaza libre en el Orchestra Hall. Te
he concertado una entrevista... —oyeron decir a Niles, antes de
que se cerraran las puertas.
Casey dejó a Skye de pie sobre la banqueta del piano, y Liz se
sacó un pañuelo del bolsillo y se lo aplicó en la nariz para ver si
dejaba de sangrar.
—¿Cafey pupa?
—No, pitufa, estoy bien —la tranquilizó Casey.
Liz le pellizcó el puente de la nariz con demasiada fuerza.
—Lo siento, ¿te he hecho daño? —le preguntó en tono meloso.
Casey hizo una mueca.
—No, seguramente me lo he ganado.
—Bueno, ahora ya no tienes que preocuparte por más mujeres
despechadas, ¿verdad? —preguntó Liz, batiendo las pestañas.
—Solo estás tú, mi amor. Solo tú —replicó desdeñosamente. A
continuación cogió a Skye otra vez—. Oye, pitufa, gracias por
enfrentarte a esa abusona para defenderme. Eres una niña muy
mayor y me has salvado.
Skye esbozó una sonrisa de pura felicidad.
—Yo solita. ¡Pupa a Cafey!
—Vámonos de aquí antes de que os metáis en otra pelea —
propuso Liz, y condujo a sus dos guerreras fuera del estudio.

Casey abrazaba a Liz en la oscuridad, con la mirada perdida.


Aquella tarde había sido una experiencia muy reveladora. Se había
quedado patidifusa cuando Skye se había encarado con Suzette, y
luego la dejó de piedra que Liz se refiriera a ella como «nuestra
hija». Casey nunca se había sentido tanto parte de la vida. Aunque
ya sabía que su amor por Liz duraría siempre y que quería a Skye
como si fuera suya, en aquel momento ella también se había sentido
querida y necesitada.
La vida le cambiaba a cada minuto que pasaba, hasta el punto de
que apenas recordaba la vida antes de conocer a Liz y Skye, pese
a que solo hubieran pasado unos meses. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo
podía querer tan profundamente a alguien? No tenía ni idea y no se
atrevía a ahondar en la cuestión. Lo único que sabía era que los
vientos celestiales le habían enviado a aquellas dos personas.
Bueno, mejor dicho, dos y media. Y ya nada las apartaría de su
lado.
—¿Qué tal la nariz? —preguntó Liz, soñolienta.
Casey gimió y se tocó la tirita.
—Bien. Espero que no esté rota.
—Bueno, cariño, quizás es una mejora.
—Muy graciosa. Yo también te quiero —susurró Casey, y la
besó en la frente—. Perdóname, Liz.
—¿Por qué?
—Es como si el pasado me persiguiera.
—Olvídate del pasado, Casey —murmuró Liz—. ¿Tienes que ir
al estudio mañana?
—En realidad no. ¿Qué quieres hacer?
—Bueno, pronto será Halloween. He pensado que si no estás
ocupada podríamos ir a comprar una calabaza.
—Guau, ya es Halloween. Vale, a la pitufa le encantará —
accedió Casey.
Liz dejó escapar un gruñido de exasperación y empezó a
incorporarse.
—¿El bebé duerme encima de tu vejiga otra vez? —se interesó
Casey entre bostezos, al tiempo que le daba un empujoncito para
ayudarla a levantarse.
Liz se rio cuando Casey la impulsó fuera de la cama.
—Cada vez se te da mejor, Bennett.
Anadeó hacia el baño entre resoplidos y Casey soltó una
carcajada al verla caminar. Entonces se puso las manos debajo de
la cabeza y suspiró, feliz, mientras daba gracias al cielo.

—Es como la feria de Oneida County —comentó Liz mientras


examinaba las calabazas expuestas.
—Sírvase usted misma —le dijo el anciano dependiente,
mientras se guardaba un fajo de billetes en el bolsillo—. Están
ordenadas por precio, así que solo tiene que elegir.
El sonriente tendero las dejó solas. Liz inspiró hondo y se
relamió. Casey, al verla, meneó la cabeza.
—Muy bien, ¿qué quieres?
—Un bratwurst con mostaza y chucrut —respondió Liz al punto.
Casey soltó una carcajada y fue a buscárselos, mientras Skye
estudiaba las calabazas apiladas. Volvió con la salchicha de Liz y un
pretzel recubierto de chocolate para Skye, que su madre miró de
reojo.
—Tranquila, también te he comprado uno a ti.
Liz se rio y le dio un buen bocado; Casey apartó la vista, con
una mueca.
—No quiero verlo —se volvió hacia Skye, que seguía muy
concentrada con las calabazas—. ¿Ves alguna que te guste, pitufa?
—Esa —señaló la niña.
Casey siguió la indicación. Por supuesto, la que quería tenía que
ser la de encima de todo de la pila, a la que Casey no llegaba ni de
lejos.
—¿Y esta qué te parece? Es igual de grande.
—No, esa —insistió Skye—, Cafey, pofiii.
—Muy bien —suspiró Casey, y observó la calabaza en cuestión
—. Supongo que me toca escalar.
Casey empezó a maniobrar entre la montaña de calabazas. A su
espalda, Liz todavía tenía la boca llena cuando le pidió que tuviera
cuidado.
—Que tenga cuidado... —se dijo Casey, plantando el pie entre
dos calabazas.
Nada más poner un poco de peso, resbaló y se fue de cabeza
contra la pila. Oyó vagamente gritar a Skye y a Liz cuando la
montaña de calabazas se derrumbó encima de ella y se cubrió la
cabeza para protegerse de los golpes. Cuando todo terminó y por
fin abrió los ojos, Skye estaba cogiendo la calabaza que había
elegido.
—Gracias, Cafey.
Sentada entre las calabazas, Casey torció el gesto y se sacó una
del trasero, porque le estaba clavando todo el rabo.
—De nada, pitufa.
—¿Estás bien? —se interesó Liz.
—Perfectamente, pero o me he meado encima o he chafado una
calabaza.
Liz se rio y le tendió la mano a Casey, pero esta rechazó la
ayuda y se levantó sola. Ya de pie, agitó la pierna. En ese momento
regresó el dueño del puesto y se quedó mirando el estropicio.
—Le pagaré todas las que se hayan estropeado —le aseguró
Casey—. Sé que al menos una está chafada —comentó, tirándose
de la parte de atrás de los pantalones.
—No, no pasa nada. ¿Puedo preguntarle por qué no ha usado la
escalera? —quiso saber el tendero, señalando una escalera
apoyada contra la caseta con un enorme cartel que decía «Para las
calabazas altas».
—¡Oh, mazorcas de maíz! —exclamó Liz, en tono hambriento.
Casey tiró la calabaza chafada al suelo y sacó la cartera.
Capítulo 18

—Estate quieta, nena —ordenó Liz, mientras le abrochaba el


cinturón a Skye—. Esta camisa de franela vieja es perfecta.
Skye se agitó, aun tratando de no moverse.
—¿Parezco un vagabundo, mamá?
—Claro que sí, cariño.
Skye miró a Meredith, que asintió y le guiñó un ojo.
—Igualita que Casey a tu edad.
—Yo nunca he sido tan pequeña —objetó Casey, descorchando
una botella de vino—. Y ahora, la barba desaliñada.
Con el ceño fruncido, Skye observó a Casey mientras acercaba
el corcho de la botella al fuego.
—Quema, Cafey.
—No, no quema.
Achicharró el corcho y se acercó a Skye, pero esta retrocedió.
—Pitufa, te digo que no quema.
—Hazlo tú —pidió Skye.
Liz la desafió con una sonrisa.
—Sí, Casey, ponte un poco. Aún mejor, déjame a mí.
Skye se rio y Meredith aplaudió.
—Excelente idea, Liz.
Liz le quitó el corcho de la mano y la empujó para que se sentara
en una silla de la cocina.
—A ver, a ver... Necesitamos una barba.
—Me vengaré, Kennedy —la avisó Casey, mientras Skye daba
palmas, entusiasmada.

—Menuda noche para truco o trato —comentó Meredith.


Liz y ella observaron a Casey caminar calle abajo con Skye de la
mano. Su madre sonrió al oírla exclamar:
—¡Tuco o tato!
Meredith soltó una sonora carcajada.
—Qué niña más adorable. Skye también es mona.
Liz se rio del chiste, pero no dijo nada; Meredith se detuvo y se
volvió hacia ella.
—¿Estás enamorada de mi nieta, verdad?
Vio que Liz se ponía como la grana. Hasta las orejas se le habían
puesto coloradas.
—Sí, Meredith. Creo que podría enamorarme locamente de
Casey.
—No suenas del todo segura —opinó Meredith.
No obstante, Skye la interrumpió al correr hacia Liz, con su
calabaza naranja en el brazo.
—Mira, mamá. Tengo caramelos —le mostró la calabaza, falta
de aliento.
—Ya lo veo, cariño. ¿Has dicho gracias?
Skye asintió y miró a Meredith.
—Mira, abuela, tengo caramelos.
—Es fantástico, Skye. ¿Te lo pasas bien, bonita? —preguntó,
dándole un pellizquito en la barbilla.
Skye asintió de nuevo y volvió a coger a Casey de la mano.
—Vamos, Cafey.
Riendo, Casey dejó que la arrastrara por la acera hasta la casa
siguiente, seguidas de Liz y Meredith.
—Pues eso, Liz, te noto insegura.
Esta se encogió de hombros.
—No lo sé, Meredith. Casey lleva soltera mucho tiempo y ha
dejado muy clara su postura respecto al compromiso y a los hijos.
—Eso era antes de que se enamorara de ti —apuntó Meredith,
que continuó cuando Liz guardó silencio—. Y está enamorada de
ti.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —quiso saber Liz.
La imagen de Casey animando a Skye a llamar a la puerta le
arrancó una sonrisa.
—Bueno, no ha salido a por caramelos desde que era una niña,
y hace días que no la oigo decir palabrotas.
Liz se echó a reír.
—En eso estoy contigo.
—Ya también veo cómo te mira —prosiguió Meredith—.
Conozco esa mirada. También la reconozco en ti.
Liz se mordió el labio inferior y siguió caminando al lado de
Meredith.
—Debes tener paciencia con ella, imagino que no es fácil para
ninguna de las dos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó la joven.
Meredith reflexionó un momento antes de contestar.
—Bueno, considerando cómo os conocisteis, que las dos
queríais a Julie y que ahora tenéis a una hija y a otro bebé en
camino.
—Eso es lo que más me preocupa —confesó Liz—. Sé que
Casey nos quiere a Skye y a mí. Pero puede que sea demasiado
pedir que forme parte permanente de nuestras vidas.
—Es posible —coincidió Meredith—. Pero no pierdas la
esperanza, cariño.
Liz sonrió a Meredith.
—No puedo. Estoy coladita por tu nieta.
Meredith se echó a reír y se cogió del brazo de Liz.
—Estoy más que convencida de que el sentimiento es mutuo.

Cuando se encendieron las farolas de la calle, Liz le dijo a Casey


que era hora de volver a casa. Casey frunció el ceño y echó un ojo
a la calabaza de Skye.
—Mmm, vale, pitufa. Has conseguido un buen botín. Vámonos a
casa y vemos qué te han dado.
Acabaron sentadas alrededor de la mesa de la cocina de
Meredith mientras esta hacía chocolate caliente. Casey volcó el
contenido de la calabaza en la mesa y a Liz le hizo mucha gracia
verlas todavía con la marca del corcho quemado en la cara. Skye
se puso de rodillas en la silla, apoyó los codos en la mesa y miró a
su madre, expectante.
—¿Puedo comerme uno? —pidió.
Casey le dedicó a Liz un puchero de súplica.
—¿Podemos?
Liz puso los ojos en blanco, justo cuando Meredith traía las tazas
de chocolate para todas.
—Uno —accedió Liz—. Cada una —añadió.
Casey arrugó el gesto.
—Vale, pitufa. Elige uno bueno.
Skye estudió su botín de Halloween, con cara de concentración,
y Casey la imitó. Por fin, la pequeña tomó una decisión.
—¿Puedo comerme un trozo del tuyo? —preguntó Casey.
—Claro —aceptó Skye, sin darle importancia, mientras le
pasaba el dulce a Liz para que se lo abriera.
Casey cogió el caramelo de mantequilla de cacahuete.
—Este es mi favorito.
Liz se levantó con un gemido.
—Esta niña se sienta justo encima de mi vejiga, lo juro.
Casey la ayudó a retirar la silla y la vio marchar por el pasillo.
Mientras tanto, Meredith se bebía su chocolate y Skye volvía a
meter los caramelos en la calabaza, uno a uno.
—He tenido una conversación muy agradable con Liz mientras
Skye y tú mendigabais caramelos.
Casey estudió a su abuela con aprensión.
—Oh.
—Sí —Meredith le dedicó una sonrisa resabida—. Te lo dije.
Casey se ruborizó y apartó la mirada.
—¿Y qué ha dicho?
Meredith enarcó una ceja.
—¿Sobre qué?
—Sabes perfectamente de qué hablo.
Meredith dejó escapar una risilla diabólica.
—Creo que quiere una relación exclusiva.
Casey también se rio.
—Oh, no me digas.
—También tiene dudas.
Casey dejó de reír de inmediato.
—¿Ah, sí?
—Sí, parece que tu reputación te precede.
Casey se echó hacia atrás en la silla y gruñó, defraudada.
—Tienes que ser sincera con Liz, Casey. No tienes nada que
perder.
—Salvo a ella.
Meredith se encogió de hombros.
—Bueno, o te vale la pena o no. —Alargó el brazo y le estrechó
la mano a Casey—. Tienes que tomar una decisión, cariño. Ha
llegado la hora, ¿no te parece?
Casey se limitó a beberse el chocolate caliente, sin pronunciar
palabra.

Casey contempló las llamas del hogar, en pie ante la chimenea,


mientras Liz y Skye dormían. El truco o trato había dejado a las
dos Kennedy para el arrastre. Las palabras de su abuela le daban
vueltas en la cabeza; habían pasado muchas cosas en aquellos tres
meses, desde que Liz y Skye habían entrado en su vida. Era
sorprendente todo lo que había cambiado. Casey nunca había
creído que se encontraría en aquella posición. Cuando Julie rompió
con ella cinco años atrás, se había sentido dolida y enfadada,
porque había querido a Julie aunque en el fondo de su corazón
supiera que lo suyo no iba a durar. Al menos para siempre. Entre
ellas había atracción y amor, pero no era lo mismo que sentía por
Liz.
—Ah, no sé —se dijo.
¿Era demasiado pronto? ¿Estaba tirándose a la piscina sin
pensar las cosas con claridad? Había hecho lo correcto al no
querer tener hijos con Julie, pero ahora estaba a punto de iniciar
una relación con Liz, que tenía familia. ¿Era lo que quería? La duda
la corroía desde hacía semanas.
Su abuela había dicho que Liz tenía dudas. Al parecer, en
relación con su reputación. Liz era una mujer inteligente y sensata.
—Mierda.
Su propia indecisión la atormentaba. Al final cerró el gas y apagó
la chimenea para irse a su habitación. Por el pasillo, oyó gimotear a
Skye y abrió la puerta de su cuarto para echarle un vistazo. La niña
dormía en su cama, bajo la luz tenue de la lámpara de la mesita de
noche. Casey se sentó en el borde de la cama con cuidado, le pasó
la mano por los rizos dorados lentamente, para no despertarla,
meneó la cabeza y sonrió. Se le humedecieron los ojos solo de
pensar en lo mucho que adoraba a Skye, probablemente desde que
la había visto por primera vez en la estación de autobuses: aquella
niña de carácter, con los bracitos en jarras. Casi se rio al recordar
que le había vomitado encima. En aquel momento, la situación le
había resultado de lo más irritante.
¿Y ahora? Casey se inclinó y besó a Skye en la frente. Skye se
abrazó del pez de peluche en sueños y se puso de lado. Casey la
tapó con el edredón hasta los hombros y volvió a pasarle los dedos
por el pelo rubio.
—Te quiero, pitufa —susurró antes de ponerse en pie.
Cuando se volvió, vio que Liz la observaba desde el umbral, con
las mejillas surcadas por las lágrimas. Le sonrió a Casey, sin hacer
ademán de secárselas.
—Me ha parecido que la oía llorar —susurró Liz, que dio un
paso atrás para dejar que Casey saliera y entrecerrara la puerta.
—A mí también. Pero está bien. Seguro que soñaba con
caramelos.
Liz sonrió y miró a Casey a los ojos.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Liz, secándole las lágrimas.
—¿Y tú? —replicó Casey, pasándole la yema de los dedos bajo
los ojos.
—Me ha emocionado lo tierna que eres con Skye —contestó
Liz.
—Quiero a esa renacuaja —admitió Casey, sorbiendo el llanto.
Liz cogió a Casey de la mano y atravesó con ella el pasillo hasta
el dormitorio.
—Y la renacuaja te quiere.
Casey se detuvo y le tiró de la mano.
—¿Y tú?
Liz levantó el brazo y le apoyó la palma de la mano en la mejilla.
—Creo que sí.
Casey sonrió y le dio un abrazo.
—Yo también te quiero, Liz. Sé que todavía tenemos que hablar
de muchas cosas. Sé que no soy la candidata más idónea para todo
esto. —La besó en la frente antes de continuar—. Tengo un
pasado de mierda.
Liz fue hasta la cama y retiró el edredón; luego, con la ayuda de
Casey se tumbó con un profundo suspiro.
—Tu pasado ha quedado atrás, Casey. Vamos a concentrarnos
en el presente.
Casey asintió, tapó a Liz y se desnudó, antes de deslizarse entre
las sábanas y apretarse contra la otra mujer, de lado, para poder
mirarla. Liz volvió la cabeza y le sonrió.
—Buenas noches, Casey.
Esta le dio un beso suave en los labios.
—Buenas noches, Liz.
La besó de nuevo y, esta vez, Liz le devolvió el beso y no se
apartó. Con la respiración entrecortada, Casey se incorporó un
poco para cubrir a Liz, sin romper el beso, y cuando la oyó gemir,
el corazón se le disparó. Le cogió un pecho con la mano y gimió al
acariciarle el pezón erecto. Liz le metió la punta de la lengua entre
los labios y Casey respondió masajeándole el pecho, deleitándose
en el tacto sedoso de la tela. Liz arqueó la espalda y entonces le
retiró la mano a Casey delicadamente. Casey se separó de ella y la
miró a los ojos azules, dilatados por la lujuria.
—Deberíamos... parar... —susurró Liz.
Aunque no había nada que Casey deseara más que continuar, lo
comprendió.
—Es por mí, ¿verdad?
—¿Qué?
—Sé lo que piensas y no pasa nada. Espero que con el tiempo
mi pasado no...
Liz le apoyó la yema de los dedos en los labios.
—No es por ti, Casey. Soy yo. Te deseo mucho, pero estoy
embarazada y gorda e hinchada y...
Esta vez le tocó a Casey silenciarla con los dedos sobre la boca.
Embelesada con los labios de Liz, se los acarició con la yema de
los dedos.
—Entiendo cómo te sientes, pero tienes que saber que te
encuentro muy deseable ahora mismo. Justo así. No estoy
esperando a que cambies, ni tu cuerpo ni tú. Así que cuando te
apetezca, estará bien. No te preocupes, no voy a ninguna parte. —
Besó a Liz y se acurrucó a su lado—. Esperaré.
—Gracias.
—Ahora duérmete. Antes de que te des cuenta será la hora
bruja y el bebé se acostará encima de tu vejiga otra vez.
Liz dejó escapar una carcajada adormilada y se acomodó sobre
el hombro de Casey.
—Besas muy bien, Bennett.
Casey la abrazó con más fuerza y se rio.
—Tú tampoco lo haces nada mal. Duérmete.
Yacieron en silencio unos momentos, hasta que Liz dijo:
—Adivina lo que estoy haciendo ahora mismo.
—Ni idea.
—Mis ejercicios Kegels.
Casey se echó a reír y pronto Liz estalló en carcajadas a su vez,
de modo que las dos acabaron desternillándose de risa.
Capítulo 19

Con cada día que pasaba, Casey intentaba adivinar cuándo llegaría
la nueva Kennedy.
—Vale, ya lo tengo todo pensado —anunció una tarde en la
cocina.
Skye estaba comiéndose un plátano, mientras Liz le sonreía,
solícita.
—Sales de cuentas el día tres de diciembre. Eso nos deja dos
semanas. El jueves que viene es Acción de Gracias. No te
preocupes por la cena, yo la prepararé.
—¿Cariño, has cocinado un pavo alguna vez? —preguntó Liz.
Casey pestañeó estúpidamente.
—Bueno...
—Puedo hacerlo yo.
—No, no tienes por qué. Espera, tengo una idea.
Skye dejó escapar un gemido infantil y agachó la cabeza. Casey
la miró, ceñuda.
—Oye, va a salir bien. Dime lo que tengo que hacer y yo
cocinaré. La pitufa y yo iremos al supermercado a comprarlo todo.
—¡Yo ayudo! —se alegró Skye.
A Casey se le iluminó la cara y la señaló.
—¿Ves? Perfecto.
Liz gimió.
—Vale, haré una lista. —Le pasó el teléfono a Casey y, ante la
extrañeza de esta, añadió—: Quieres invitar a Meredith, Niles y
Brian, ¿verdad?
—Claro, pero recuerda que no vas a mover ni un dedo —reiteró
con firmeza.
Liz se limitó a asentir.

Casey empujó el carro de la compra por los pasillos del


supermercado.
—Tu madre y las listas... —rezongó.
Skye iba sentada en la sillita del carro, con los brazos cruzados y
expresión desafiante. Casey no se dejó amedrentar por el carácter
del minihumanoide.
—Cafey, solita.
—No, empezarás a correr por todas partes y tenemos que
concentrarnos —rebatió Casey, y revisó la lista—. Bueno, yo tengo
que concentrarme. —Se detuvo en el área de frutas y hortalizas y
se alejó del carro—. Vamos a ver, cebollas y apio. Puedo hacerlo
—se animó, y empezó a coger los productos—. Patatas...
Fue tachando de la lista y al terminar lo llevó todo al carro. Skye
alargó la mano, cogió un tomate y le hincó el diente.
—Pitufa... —la riñó.
Pero Skye alejó el tomate de su alcance y, cada vez que Casey
intentaba cogerlo, la pequeña se lo apartaba.
—Jolines, serás pulpo... —protestó Casey entre dientes.
Poco a poco se le daba mejor lo de no decir palabrotas. De
golpe, Skye dejó caer el tomate mordido al suelo.
—Perdón, Cafey —dijo, con una sonrisa precoz.
Casey la fulminó con la mirada y, para su vergüenza, una
pelirroja recogió el tomate y se lo devolvió con una sonrisa
radiante.
—¿Lo has perdido? —la pinchó.
Casey esbozó una sonrisa azorada.
—Gracias... No tendría que haber dejado a la princesita sola —
musitó, con una mirada severa a Skye, que no había dejado de
sonreír.
—Bueno, parece que tienes muchas cosas entre manos. ¿Es tu
hija? ¿O estás soltera? —quiso saber la pelirroja, con los ojos
pegados a los de Casey.
Esta tragó saliva y torció los labios con impotencia.
—Sí a lo primero y no —sonrió.
La pelirroja se encogió de hombros.
—Bueno, feliz Día de Acción de Gracias —les deseó mientras
se alejaba.
Casey cruzó una mirada con Skye; era como si la pequeña
supiera lo que quería la pelirroja, pero ¿era eso posible? Había
muchas cosas que no sabía de los niños.

Una hora más tarde, Casey estaba agotada y Skye estaba toda roja
y de un humor de perros.
—Bueno, no ha ido tan mal —rezongó Casey sarcásticamente,
de vuelta al coche con el carro.
Skye se cruzó de brazos y resopló.
—Cafey, ayudo —dijo, con un puchero.
Casey dejó el carro junto al coche y observó la triste carita de
Skye. En un abrir y cerrar de ojos, la hizo sentir como una cretina.
—Skye, tengo que acabar esto. ¿Has visto toda la gente que
había en el súper? Dios, si te hubiera bajado del carro me habría
pasado el rato detrás de ti.
—Ayudo —repitió la niña en voz baja.
Casey gimió, sintiéndose como la peor persona del mundo.
—Vale, cuando lleguemos a casa puedes ayudarme a guardar la
compra y a hacer la cena de Acción de Gracias. Luego tenemos
que escribirle la carta a Papá Noel.
A Skye le brillaron los ojos.
—¿Carta? ¿Mía a Papá Noel?
—Sí. ¿Qué te parece, me ayudarás?
Skye le dio una palmadita en la mano.
—Claro. Ayudo a Cafey.
Casey la miró a los ojos azules.
—Gracias, pitufa. Me has salvado otra vez —le aseguró, y le
besó la nariz, haciéndola reír.

—Estante de abajo —instruyó Casey.


Skye forcejeó con el paquete de harina.
—Pesa, Cafey —gruñó la niña.
Liz le lanzó a Casey una mirada asesina y esta tuvo que hacer
esfuerzos para no echarse a reír.
—¿De qué sirve tener a un hobbit...? —empezó a decir, pero
como Liz seguía fulminándola con los ojos, Casey se rio y cogió la
harina ella mima.
—Muy bien, pitufa, vamos a intentarlo con esto —dijo Casey, y
le dio los tomates.
—Como la señora del súper —observó Skye.
Casey cerró los ojos y elevó una plegaria al cielo, pero no hubo
suerte. Las mujeres en general tenían un sexto sentido; las mujeres
embarazadas tenían un radar mejor que el del Pentágono.
—¿Qué señora, pastelito? —se interesó Liz, como si no le diera
importancia.
—Pelo rojo. Le gusta Cafey —contestó Skye.
Casey metió a Skye en la nevera e intentó cerrar la puerta,
mientras Skye chillaba y se reía, hasta que la soltó.
—¿Ah sí? ¿Y qué pasó, Skye? —insistió Liz, tomando asiento a
la mesa de la cocina.
—Vale, vale, no interrogues a la niña —se rindió Casey, con las
manos en alto—. Tu hija cogió un tomate, le dio un bocado y lo tiró
al suelo. Una mujer lo recogió. Nos intercambiamos un par de
comentarios educados y esto fue todo. Feliz Acción de Gracias,
adiós muy buenas.
Skye dejó escapar una risilla y logró escabullirse de la nevera.
—Espera, aún no estás congelada —le gritó Casey a la pequeña
traidora en tono travieso.
Skye chilló entre las carcajadas y corrió hacia su madre.

A la mañana siguiente, de camino al estudio, Casey desayunó con


su abuela. Meredith extendió generosas capas de mermelada sobre
la tostada y le dio un buen mordisco.
—Ha sido una idea maravillosa —opinó.
Casey asintió mientras se bebía el café.
—Ahora dime cómo vas a preparar el pavo de la cena.
—He ido a comprarlo todo.
—¿Otra lista?
—Sí —sonrió Casey—. Liz será nuestra sargento y nos irá
dando las órdenes para que Skye y yo hagamos la cena.
Meredith se apoyó en el respaldo de la silla y observó a su nieta,
que mascaba una tira de beicon.
—Estás muy enamorada de esa mujer.
Casey dejó de masticar y levantó la vista.
—Yo... supongo que sí.
—¿Ya os habéis acostado?
Casey casi se atragantó con los huevos.
—Joder —tosió, y se limpió la barbilla—. ¡Abuela! ¿Qué clase
de pregunta es esa?
—Creo que es una pregunta perfectamente normal que hacerle a
una mujer enamorada.
Casey ocultó el rostro entre las manos.
—¿Y bien?
—Aún no —respondió Casey, evitando mirarla a los ojos.
—Ya veo. En el estado de Liz, seguro que el sexo es lo último
que tiene en la cabeza. ¿Pero al menos dormís en la misma cama?
—Sí —contestó Casey, obediente—. Y ahora, vieja chafardera,
¿podemos hablar de otra cosa?
—Una pregunta más. ¿Liz practica sus Kegels?
Casey agachó la cabeza, pero respondió solícitamente.
—Sí, abuela.

La mañana de Acción de Gracias empezó con un sonoro golpetazo.


Casey hizo una mueca cuando se le cayó la olla al suelo.
—Vale, se me da muy bien seguir instrucciones —se dijo.
Volvió a poner la olla en el fuego y se frotó las manos. Durante
las tres horas siguientes, Liz dio órdenes y Casey las siguió al pie de
la letra. El único momento en que arrugó la nariz fue cuando hubo
que rellenar el pavo. También Skye puso cara de asco, ataviada
con un delantal solo porque Casey llevaba uno.
—Esto es repugnante —se quejó Casey.
Skye, que la contemplaba con los codos apoyados en el mármol,
se mostró de acuerdo.
—Puaj, Cafey —opinó, frunciendo el ceño y sacando la lengua.
Aparte de eso, el pavo acabó exitosamente en el horno. Habían
comprado los pasteles de calabaza y de manzana en la panadería,
porque Casey todavía no estaba preparada para hornear.
—Mamá, sube pies —recomendó Skye, arrancándole una
carcajada a su madre.
Casey estuvo de acuerdo y fue a buscar la otomana; Liz se sentó
en el sofá y apoyó los pies en alto. Cuando Casey le acarició las
pantorrillas exhaló un suspiro de satisfacción.
—No discutas —le dijo, y la besó profundamente.
—No, señora —aceptó Liz, y cerró los ojos.
—Bueno, creo que falta poco para que llegue Papá Noel.
Casey llamó a Skye y puso el desfile de Acción de Gracias en
televisión. La niña salió corriendo de la habitación y se sentó
delante de la pantalla, mientras Casey tomaba asiento en el sofá, al
lado de Liz.
—¿Dónde ta Papá Noel? —preguntó Skye.
—Pronto saldrá, pastelito —contestó Liz, con un suspiro de
cansancio.
Casey la miró por el rabillo del ojo.
—¿Estás bien, tortuguita?
Liz asintió, sonriente, y Casey le acarició la barriga y la hizo reír.
—Dios, ¡estoy enorme! ¿Por qué todo el mundo quiere tocarme
la barriga? Ayer estaba con Skye en la tienda y dos personas me
pidieron permiso para tocarme la barriga. ¿Por qué?
Solo de imaginárselo, Casey se echó a reír.
—No lo sé. A lo mejor es porque llevas una minipersonita
dentro.
Skye se volvió hacia ellas.
—Queren al bebé, mamá.
Las dos mujeres observaron a la niña unos segundos.
—Skye, cariño. ¿Tú quieres al bebé?
—Ajá. Una hermanita para jugar en la barriga de mamá.
—¿Y si fuera un hermanito? ¿Te parecería bien? —preguntó
Casey.
—Claro —contestó Skye, concentrada en el desfile.
—¿Cómo podríamos llamar al bebé, Skye? —preguntó Liz.
—Mamá, vene Papá Noel —insistió Skye. Entonces chilló,
entusiasmada—. ¡Papá Noel! —gritó, y empezó a dar saltos, antes
de escalar al regazo de Cafey— Cafey, vene Papá Noel.
El nombre del bebé tendría que esperar.

La cena de Acción de Gracias estaba casi lista.


—Huele que alimenta —aspiró Casey, mientras ponía la mesa
con Skye.
Liz estaba haciendo de anfitriona con Niles, Brian y Meredith.
—Permíteme que haga los honores —pidió Brian, acercándose
al mueble bar—. ¿Martini, Meredith? —ofreció, aunque no esperó
a que contestara para preparar el cóctel.
—Liz, no doy crédito a lo mucho que ha cambiado Casey... —
comentó Niles.
El ruido de cubiertos impactando contra el suelo lo interrumpió,
pero los cuatro decidieron ignorarlo gentilmente y Niles siguió
hablando.
—Le has salvado la vida. Tú y tu pequeña diosa.
Feliz, Liz observó cómo Skye ponía la mesa siguiendo las
instrucciones de Casey.
—Ella ha hecho lo mismo por nosotras —afirmó. Cerró los ojos
cuando se les cayó otro cubierto—. Le debo mucho.
Un cubierto caído más tarde, Casey asomó la cabeza a la sala de
estar.
—Ya casi estamos, lo siento —musitó, avergonzada.
Meredith aceptó la copa que le tendía Brian y luego él le dio un
vaso de agua con hielo a Liz, que sonrió apreciativamente.
—Detecto otra vez una nota de duda —observó la anciana,
dirigiéndose a Liz.
—Prepárame algo exótico —pidió Niles al mismo tiempo.
—Tú ya eres lo bastante exótico —replicó Brian.
Niles lo besó y a Meredith y a Liz les hizo mucha gracia verlos
tan juguetones, pero Meredith no había olvidado su pregunta.
—Cuéntame, Liz.
—Solo pensaba en la postura de Casey respecto a los hijos, lo
de que merecen tener a un padre y a una madre, y me preguntaba si
lo decía de verdad o si no quiere algo así conmigo.
Meredith asintió, comprensiva.
—Bueno, lo único que sé es que Casey no deja de hablar de ti
siempre que nos vemos y Niles es testigo. Habla de Skye y de ti
todo el tiempo. Niles dice que empieza a ser muy cansino.
Liz se sonrojó y apoyó la cabeza hacia atrás en el respaldo del
sofá.
—Quiero a esa pianista, Meredith.
—Ya lo sé, cariño. Y la pianista te quiere a ti. Ten paciencia —le
recomendó, dándole un apretón en la mano.

Casey ocupó una de las cabeceras de la mesa y Liz la otra; Skye se


sentaba entre su madre y Niles, que tenía a Brian en el otro lado,
mientras que Meredith estaba al lado de Liz. Todos dieron gracias
y Casey alzó la copa de vino. Liz levantó el vaso de agua y Skye
levantó su vaso de plástico como todos los demás.
—Nadie sabe mejor que yo lo mucho que tengo que agradecer.
En un par de semanas habrá una silla más en esta mesa —dijo
Casey, que cruzó una mirada con Liz. Las dos tenían los ojos llenos
de lágrimas—. He recibido una bendición. Feliz Día de Acción de
Gracias —terminó, con la voz rota por la emoción.
Todos brindaron y el sonido de las copas al entrechocar se
mezcló con las risitas de Skye cuando Niles brindó con ella. Casey
le hizo un guiño a Liz. Luego, ante la atenta mirada de Liz, Casey
sostuvo el cuchillo con sus largos y esbeltos dedos y, con un diestro
movimiento... el pavo saltó de la bandeja y aterrizó encima de la
mesa. Meredith se echó a reír a carcajadas, igual que Niles y Brian.
La risa de Skye era infantil y de pura inocencia, mientras que Casey
soltó una risita nerviosa e hizo una mueca al recuperar el pavo y
colocarlo de nuevo en la bandeja. Fue un alivio que el resto de la
cena transcurriera sin incidentes, y así dieron comienzo las
Navidades.
Capítulo 20

Liz estaba reordenando los armarios de la cocina cuando sonó el


timbre. Con un gemido, anadeó hacia la puerta lo más deprisa que
pudo, porque no quería que el timbre despertara a Skye de la
siesta. En la puerta había dos hombres con sendas sonrisas.
—Tenemos una entrega para Liz Kennedy. ¿Dónde la quiere?
—Va en la habitación del fondo, la señora te lo dijo —refunfuñó
el otro, cargado de bultos.
—Bueno —musitó Liz, que dio un paso atrás—. La habitación
del fondo está a la derecha.
Los dos transportistas llevaron las cajas a la habitación y Liz los
observó, confusa, mientras desembalaban las cajas. El hombre de
más edad le sonrió.
—Se supone que tengo que decirle que se siente y ponga los
pies en alto.
Liz abrió mucho los ojos.
—Vaya, pues a nosotros nos pagan por hora.
Liz les lanzó una mirada prudente antes de volver a la sala de
estar, desde donde los observó hacer viajes por la casa. Al
parecer, al cabo de una hora, habían terminado.
—Muy bien, ya puede mirar. ¡Feliz Navidad! —le dijo el mayor,
y le estrechó la mano.
Liz no salía de su asombro al acompañarlos a la puerta. Para
más inri, el portero apareció de improviso y se le acercó, cargado
de cajas y paquetes.
—Papá Noel se ha adelantado, señora Kennedy. Casey me dijo
que le dijera que se sentase...
—Y que ponga los pies en alto, lo sé, Mike. Pasa —lo invitó
con una risotada—. Creo que todo eso debe de ir en la habitación
del fondo.
De repente, se le había puesto un nudo en la garganta y le
saltaron las lágrimas. El portero le guiñó un ojo y recorrió el pasillo.
—Feliz Navidad, señora Kennedy —le dijo, e inclinó su
sombrero al salir.
Liz entró en la habitación muy despacio y se llevó la mano al
corazón.
Habían montado una cuna con una mecedora al lado. En la
pared de enfrente había una cómoda y un cambiador. Los paquetes
envueltos con papel de regalo estaban en la cuna, sobre la cual
habían colocado un móvil de Disney. Fue entonces cuando vio que
había una tarjeta colgada del móvil y fue a abrirla con los ojos
anegados en lágrimas.
Mi querida Liz:
La maternidad te sienta muy bien. Nuestro bebé no puede llegar a
este mundo sin tener un sitio donde dormir. Que te ayude Skye... ¡Dile
que ha sido Papá Noel!
Te quiero, solo a ti. ¡Feliz Navidad! Eres la única para mí.
Por siempre, Casey.

PD: Ya sé que son las hormonas, pero siéntate y deja de limpiar los
armarios.

—Nuestro bebé —susurró Liz, mirando en derredor con la


tarjeta contra el pecho.
—Mamá —la llamó Skye, con voz adormilada.
Liz se volvió hacia su hija, que entró en la habitación con las
mejillas arreboladas.
—Papá Noel ha venido antes para el bebé —la informó Liz.
Skye abrió unos ojos azules como platos.
—¡Vene muy pronto, mamá!
—Ya lo sé, pero sabía que necesitábamos todo... todo esto y
nos... nos quiere... —balbuceó Liz, que rompió a llorar en la
mecedora.
Skye corrió hacia ella y le apoyó la cabeza en el regazo.
—¿Mamá, contenta?
—Sí, pastelito, mamá está muy contenta —le dijo, y se secó los
ojos—. Vamos a ver qué ha traído Papá Noel.
Liz se pasó la hora siguiente balanceándose en la mecedora
mientras Skye abría los paquetes, maravillada de la cantidad de
ropa de bebé que había. Le hizo mucha gracia que fuera toda
blanca, ni para niño ni para niña. También había sonajeros y anillos
de dentición. Sonrió al imaginarse a Casey Bennett suelta en una
tienda de bebés. Que Dios se apiadase de las dependientas.
Entonces Skye abrió otro paquete y arrugó el ceño con curiosidad.
—¿Qué dice, mamá? —preguntó.
Le llevó la camiseta recién desenvuelta y Liz se echó a reír al
leerla.
—Serás idiota, Bennett...
Ponía «Las pianistas lo hacen de pie» en enormes letras rojas en
la parte delantera. Se lo leyó a Skye, pero la niña no pilló el chiste,
así que se limitó a encogerse de hombros y se centró en el último
regalo.
—¿Es todo para el bebé? —preguntó, mientras Liz la ayudaba a
recoger los papeles.
—Sí, cariño. ¿Verdad que Papá Noel ha sido muy bueno? Ya
verás cuando te traiga regalos a ti —la tranquilizó su madre. La niña
sonrió y dio palmas—. Tenemos que enviarle la carta. ¿Quieres que
lo hagamos después de cenar?
Skye no cabía en sí de gozo.

Casey silbaba la tonadilla de «Navidad, Navidad» mientras


acarreaba el enorme abeto. Mike, el portero, se partía de risa.
—Por amor de Dios, Case, ¿ya va a caber en el ascensor?
Casey se detuvo y estudió el árbol.
—Mierda, espero que sí. Ayúdame con las bolsas, Mike, por
favor.
Él meneó la cabeza, cogió las bolsas y la siguió al ascensor.
—¿Se ha sorprendido? —quiso saber Casey.
Mike asintió.
—Si no hubiera estado yo, se habría puesto a llorar como una
niña.
—Tengo que acabar de prepararlo todo. El bebé nacerá dentro
de una semana o así —explicó Casey, mientras pugnaba por entrar
en el ascensor. El olor del abeto llenó la cabina.
—Estás dejando resina por todas partes —refunfuñó Mike, que
le aguantaba la puerta.
—No tienes ni pizca de romanticismo, Michael —lo riñó ella, y
le dio un beso en la mejilla.
Cuando llegó al apartamento, abrió con su llave.
—Jo jo jo —anunció su llegada en voz baja.
Skye chilló, se echó a reír y se puso a dar saltos.
—Cafey... ¡Un árbol!
Liz salió de la cocina y cabeceó.
—Casey... —rio.
Casey sonreía como una niña pequeña. Apoyó el árbol contra la
pared, fue hacia Liz y la besó en la boca.
—Hola —le susurró—. ¿Ya estabas limpiando otra vez?
—Sí y sí, son las hormonas. Gracias —murmuró Liz contra sus
labios—. Hueles a abeto.
Casey se rio.
—Hola, pitufa —la saludó, y la volteó en sus brazos.
Al cabo de media hora, Skye y ella tenían colocado el árbol en
su soporte, al lado de la chimenea.
—Esperad... —les dijo Liz, que estaba sentada en el sofá con
los pies en alto—. Hay un hueco. Giradlo un poco.
Casey lo giró ligeramente.
—Un poco más —la animó Liz.
Casey gruñó al arrastrar el enorme árbol.
—Poco ma, Cafey —imitó Skye.
Casey asomó la cabeza y fulminó con la mirada al tapón de rizos
dorados, mientras Liz trataba de disimular la sonrisa.
—¡Perfecto! —anunció Liz—. ¿Verdad, pastelito?
—Verdad —asintió Skye.
Casey se dejó caer en el sofá con ellas, agotada.
—Necesito algo de beber. Bueno, ¿ha pasado algo interesante
hoy?
Skye se acordó de las novedades de repente.
—Cafey, Papá Noel vene pronto —exclamó, y le tiró de la
mano.
Casey ayudó a Liz a levantarse y Skye se adelantó por el pasillo,
a todo correr. Liz retuvo a Casey un momento y le acarició la
mejilla.
—Eres una buena persona, Bennett —susurró, y la besó con
ternura.
—¡Mamá! ¡Cafey! —las llamó Skye.
Casey sonrió y rodeó a Liz con el brazo mientras caminaban por
el pasillo.
—¡La madre del cordero! —exclamó Casey al ver el cuarto.
Skye estaba tan excitada que casi se mordió la lengua.
—¡Es inquedible! —gritó, sin dejar de dar palmas—. Es todo
para el bebé. Y mamá tene mecedora —informó, colocándose
junto a la mecedora.
—Sabía que le gustaría, pitufa —afirmó Casey en tono
afectuoso, con un guiño a Liz.
El resto de la tarde se dedicaron a adornar el árbol, con
villancicos de fondo. Al final, se sentaron en el sofá para contemplar
su obra. La sala de estar estaba bañada del resplandor cálido y
acogedor combinado del fuego del hogar y las lucecitas del árbol.
Casey rodeaba a Liz con el brazo y esta tenía la cabeza apoyada en
su hombro. Sobre ellas, Skye dormía con la cabeza en el regazo de
Liz y los pies encima de Casey, que le acariciaba la pierna en gesto
ausente.
—Esto es vida —murmuró Casey, sosteniéndole la mirada a Liz.
—Sí que lo es —suspiró Liz. Luego miró a su hija—. Será mejor
que la acostemos.
Casey se levantó y llevó a Skye a su habitación en brazos.
Cuando la acostó, la niña se despertó con un quejido.
—Eh, vuelve a dormirte —le susurró Casey, y le dio un beso en
la mejilla.
—Mi pes... —musitó Skye.
Aún con los ojos cerrados, estiró los brazos hacia el peluche y
Casey se lo acercó cariñosamente.
—Buenas noches, pitufa.
—Nanoches, Cafey —repuso ella, casi dormida.
Casey volvió a la sala y se encontró con que Liz también estaba
casi dormida en el sofá.
—Venga, tortuguita. Hora de irse a la cama.
—¿No podemos quedarnos aquí un ratito? La espalda me está
matando, pero se está muy bien.
—Claro —dijo Casey—. Levanta.
Liz obedeció y levantó los pies. Casey se sentó y se los colocó
en el regazo.
—Haces unos masajes geniales —le dijo Liz cuando empezó a
acariciarle los pies cansados.
Se colocó un cojín detrás de la cabeza y escrutó el rostro de
Casey, que miraba fijamente las llamas.
—¿En qué estás pensando?
Casey sonrió y se encogió de hombros.
—Solo pensaba en todo lo que nos ha pasado estos últimos
meses.
—¿Te parece demasiado? —quiso saber Liz, acariciándose la
barriga casi sin darse cuenta.
—Bueno, ha sido un gran cambio para las dos.
—Sí, es verdad. Mira, Casey, si tienes dudas sobre esto, lo
entiendo perfectamente.
Casey dejó de frotarle los pies y se volvió a medias hacia ella.
—No, cariño. No dudo de mi amor por ti y por Skye. Pero,
sinceramente, dudo de mí misma.
—¿Por qué, cielo? —inquirió Liz.
Como Casey no contestaba, ella guardó silencio hasta que la
pianista continuó.
—Supongo que no estoy segura de ser una buena madre y una
buena compañera. He vivido sola mucho tiempo —dijo,
reanudando el masaje.
—Para mí también es duro, Casey —se sinceró Liz.
—¿Hasta qué punto?
Esta vez fue Liz la que guardó silencio y Casey la que esperó a
que siguiera hablando.
—A veces siento que fui egoísta al querer este bebé. Quiero
decir: lo quería. Julie también lo quería. Pero en aquel momento en
lo que pensaba era en que Julie estuviera más tiempo en casa. Fue
una estupidez de lo más infantil —confesó, y respiró hondo.
—Liz, eres una buena madre y serás una buena madre para el
bebé.
—Es que todo pasó tan deprisa con Julie...
Casey asintió.
—Imagino lo duro que fue para ti.
—Enfermó muy rápido y los últimos meses fueron trágicos.
Cuando no estaba con la quimio, que la destrozaba, estaba
completamente exhausta y no podía hacer nada. El cáncer la
devoró.
Casey no la interrumpió, para que se desahogara, ya que era la
primera vez que hablaba del tema.
—Cuando murió estaba casi irreconocible —explicó Liz en voz
hueca, con la mirada fija en los pies, que le masajeaba Casey—.
Skye apenas se acuerda de ella, porque siempre estaba fuera.
Cuando me dijo que tenía cáncer de huesos, empezó a pasar la
mayor parte del tiempo en el hospital o en casa de Joanne. —
Casey puso cara de extrañeza, y Liz aclaró—: Es una buena amiga
nuestra. Julie no quería estar en casa cuando no estaba en el
hospital. Según Joanne, no quería que Skye la viera así de enferma.
El único problema con eso es que yo no tuve ocasión de cuidarla.
Estábamos tan contentas cuando me quedé embarazada... Fue casi
como si... —dejó caer la frase.
—Como si no quisiera que le recordaran cosas felices cuando no
iba a poder tenerlas.
Liz asintió; le temblaba la barbilla.
—Seguramente fue lo mejor. Como he dicho, Skye casi no se
acuerda de ella. —Respiró hondo y exhaló lentamente varias veces.
—¿Estás bien? —se interesó Casey.
Liz asintió, sin dejar de respirar.
—¿Braxton Hicks? —preguntó Casey. Sin esperar respuesta,
salió de debajo de las piernas de Liz y se agachó junto a su cabeza
—. Dicen que si te mueves, las contracciones a veces paran. Deben
de ser cada vez más fuertes, ¿verdad?
Liz le sonrió.
—¿Ya has estado leyendo otra vez?
—Pues sí. Venga, vamos a llevarte a la cama. ¿Te apetece una
manzanilla? —ofreció Casey, al tiempo que la ayudaba a
incorporarse.
—No, tengo acidez de estómago —replicó Liz, irritada.
—Niveles altos de progesterona —asintió Casey.
Liz le lanzó una mirada incendiaria.
—Hace que los músculos se relajen y los ácidos del estómago...
—calló de golpe, al detectar en los ojos azules de Liz lo que había
llegado a identificar como odio furibundo.
—Sí, ya lo sé.
—¿Y un yogur?
—No me gusta el yogur.
—¿Y un vasito de leche caliente, con un poco de miel?
La mirada de Liz no se suavizó ni un ápice.
—Recuérdame que le dé las gracias al doctor Martin por darte
esos panfletos —espetó. Luego esbozó una sonrisa reticente—.
Supongo que un brownie con helado no es una posibilidad...
—Eh, pues no.
—Muy bien, doctora, pues entonces leche caliente. Te espero en
la habitación. Pero si te presentas con algo de chocolate, no
respondo de mis actos.
Casey se rio y le dio un empujoncito a Liz en la dirección
adecuada. Al pensar en la leche caliente, reprimió una mueca.
—Menos mal que pronto tendrá al bebé.
Capítulo 21

Había llegado el momento. El grito ahogado de dolor que le


arrancó la segunda contracción llegó a los tres minutos de la
anterior y Liz alargó la mano hacia Casey, que se despertó de
inmediato.
—¿Ya? —exclamó Casey, echando un vistazo al reloj de la
mesilla de noche.
Si las miradas mataran, Casey habría caído fulminada al instante.
—No creo que al bebé le importe la hora que sea —siseó, con
los dientes apretados.
—¿Cada cuánto son? —quiso saber Casey, al tiempo que se
vestía a toda velocidad. Al ponerse los tejanos se tropezó y se fue
de bruces al suelo—. ¡Joder!
Liz puso los ojos en blanco.
—Casey, lo último que necesito ahora es tener que llevarte a
urgencias.
Dejó escapar un suspiro cuando el dolor de la contracción
disminuyó. Casey se levantó y se subió la cremallera de los tejanos
antes de encender la luz. Entonces cogió el teléfono y llamó a Niles.
—Niles... ya viene. Sí, ahora. Vale... llama a mi abuela. —Colgó
el teléfono sin más—. Niles y Brian estarán aquí en diez minutos.
Ayer estuvimos planeando la ruta que debían seguir.
Liz intentó burlarse de los preparativos de Casey, pero la
siguiente contracción transformó su sonrisa en una mueca de dolor.
Casey corrió a su lado y se arrodilló junto a ella.
—Vale, voy a llamar a la doctora Haines.
Marcó el número.
—Doctora Haines... Sí... Es la hora... Tres minutos... Sí, sí. De
acuerdo —dijo, y respiró hondo, como al parecer le había
recomendado.
Liz gritó.
—Salimos en cinco minutos —informó Casey a la doctora.
—¡Casey! —gimió Liz, estirando la mano.
Casey se agachó a su lado de nuevo y le cogió la mano.
—Muy bien, vamos a vestirte.
—Cariño, está bien. Solo pásame las zapatillas.
—¿Zapatillas? ¿Dónde?
Casey se puso muy nerviosa y empezó a buscarlas
frenéticamente por debajo de la cama. Mientras, Liz se incorporó
con mucho esfuerzo y, justo cuando lograba sentarse al borde de la
cama, Casey salió de mirar debajo y le dio un cabezazo en la
mejilla.
—Joder, cariño, ¡lo siento mucho! —gruñó Casey, frotándose la
cabeza.
Liz se llevó la mano a la mejilla.
—No pasa nada, Casey, cálmate antes de que te desmayes —le
recomendó Liz, pese al dolor de las contracciones—. Casey, ay
Dios.
—¿Qué pasa? —preguntó Casey, histérica.
La súbita cascada de fluido que le resbaló entre las piernas a Liz
la dejó estupefacta.
—Por los clavos de Cristo, ¿qué...?
—Creo que he roto aguas, cielo.
—¿Tus aguas? —chilló Casey—. ¿Dónde cojones está Niles?
Liz alargó la mano y Casey se apresuró a agarrársela otra vez,
con los ojos desorbitados y cara de preocupación.
—Cariño, respira hondo.
Casey inspiró unas cuantas veces hasta rozar la hiperventilación y
se tambaleó un instante cuando la sangre volvió a subirle a la
cabeza.
—Ahora, cielo, me encanta tu cuerpo, pero quizá deberías
ponerte una camisa.
Casey se miró, semidesnuda, y torció el gesto antes de agarrar
un jersey, metérselo por la cabeza y, finalmente, calzarse los
zapatos. En ese momento llamaron a la puerta.
—No te muevas —le dijo a Liz.
Corrió a abrirles la puerta a Niles y a Brian.
—Muy bien, vosotros dos os quedáis con Skye —anunció
Casey, le quitó las llaves a Niles y volvió con Liz como alma que
lleva el diablo.
—¡Hola! —le gritó Niles a la atribulada mujer.
Brian se rio y se quitó el abrigo.
—Os llamaré cuando podáis traer a Skye —les dijo Casey por
encima del hombro mientras ayudaba a Liz a salir.
—¿Habéis llamado a Meredith? —preguntó Liz, mientras se
ponía el abrigo y apretaba la mandíbula contra el dolor.
—Sí, no te preocupes. Viene enseguida, y luego iremos todos al
hospital —la tranquilizó Niles, y le dio un beso en la mejilla—.
Buena suerte, Liz. No con el bebé, sino con esta —señaló a Casey,
que estaba de los nervios.
Liz se rio.
—Decidle a Skye que la queremos. Tráemela luego, Niles —
pidió Liz, mientras Casey la hacía salir, con ternura, pero con
firmeza.

—Casey, por favor, que no nos multen. Estoy bien, tenemos mucho
tiempo —pidió Liz, con el rostro desencajado.
La mujer que amaba condujo como una loca por las oscuras
calles de Chicago. Ante la entrada de urgencias, frenó derrapando,
y cuando fue a salir del coche, se olvidó de que llevaba puesto el
cinturón de seguridad. La marca del tirón que le dejó en el cuello le
duraría varios días. Por el momento se limitó a gruñir de dolor y a
manosear el enganche traidor para liberarse, pero sin éxito.
—¡Por amor de Dios! —rugió, furiosa.
A punto estuvo de arrancar el cinturón entero de la puerta del
coche.
—Casey, cariño, por favor —le suplicó Liz entre contracciones.
—Estoy bien —graznó Casey, estirando el cuello.
Corrió al interior del hospital y se hizo con una silla de ruedas,
con la que intentó estúpidamente pasar por las puertas giratorias y
se quedó encallada. Buscó a Liz con la mirada, oyó sus gritos
amortiguados desde el coche y retrocedió con la silla.
—¡Estúpidas puertas de mierda! —gritó, y se dirigió a la puerta
automática.
En cuanto se abrió, se plantó delante de Liz en un abrir y cerrar
de ojos para ayudarla a sentarse. Enseguida la metió en el hospital
en la silla de ruedas, a través de las puertas automáticas.
—Casey, cariño, frena —pidió Liz, aquejada de una nueva
contracción.
Casey llevó la silla y a su ocupante ante el puesto de enfermeras.
La más mayor sonrió a Liz.
—¿El bebé ya llega? —se interesó. Entonces se fijó en la marca
enrojecida que Casey tenía en el cuello—. ¿Qué ha pasado?
Liz agitó una mano para descartar la cuestión.
—Hemos tenido una experiencia cercana a la muerte al salir del
coche.
Casey puso los ojos en blanco mientras la enfermera se echaba a
reír y les pasaba los formularios que debían completar.
—¿Es que nadie va a preocuparse de lo que toca? —gimió
Casey.
—Es peor que un hombre —comentó la enfermera, con un guiño
hacia Liz.
Le dejó un bolígrafo a Casey y esta rellenó los papeles en menos
que canta un gallo.
—La doctora Haines ha llamado: está de camino. Vamos a
prepararla. Venga, mami —la animó la enfermera.
Casey se quedó quieta, hasta que Liz levantó la mirada y le cogió
la mano.
—Casey, cariño, te habla a ti.
—Oh —pestañeó Casey—. Oh —repitió, como si acabara de
entender la teoría de la relatividad.
Así que las siguió por el pasillo.

Dos horas después, Liz estaba en la camilla ginecológica con


estribos, sudando profusamente. Cada contracción le arrancaba un
chillido. Casey le sostenía la mano y le secaba el sudor de la frente.
—No pasa nada, mi vida.
—¿Y tú qué coño vas a saber? ¡El próximo lo tienes tú!
Horrorizada, Casey abrió desmesuradamente los ojos e hizo una
mueca cuando Liz le estrujó la mano. No tenía ni idea de que
aquella mujer tuviera tanta fuerza, pero lo cierto es que casi cayó de
rodillas. Justo en ese momento entró la doctora Haines, con una
sonrisa en los labios.
—Vaya, buenos días. ¿Cómo está la mamá?
—Estoy bien... —Casey calló cuando Liz la fulminó con la
mirada—. Ah.
La doctora se rio y procedió a examinar a Liz.
—Muy bien, estás dilatando perfectamente, Liz —le dijo, y le
tomó la presión.
Casey fue la que se dio cuenta de que fruncía el ceño, ya que Liz
estaba demasiado ocupada con las contracciones.
—Muy bien, Liz. Tienes la presión un poco baja, pequeña. La
iremos controlando, ¿vale? —le dijo con un guiño.
Impotente, Casey solo pudo ser testigo de los quejidos de Liz,
que intentaba no gritar con cada contracción.
—Lo estás haciendo muy bien, Liz. Ahora respiraciones cortas y
empuja...
Liz obedeció y dejó escapar un grito al empujar. Casey le apretó
la mano y le ofreció palabras de aliento.
—Empuja, cariño —la animó.
Liz asintió y volvió a empujar. La doctora Haines levantó la
mirada para vigilar la presión sanguínea, pero de repente Liz se
desplomó sobre la almohada, blanca como el papel.
—Muy bien, nos la llevamos a quirófano.
Casey se quedó donde estaba, sin saber cómo reaccionar.
—¿Cómo?
—Casey, le está bajando mucho la tensión. Solo es para
asegurarnos de que todo vaya bien. Espera fuera. Iré a buscarte
luego.
—¿Pero está...? —croó Casey.
Liz gemía y le agarraba la mano con todas sus fuerzas.
—Estará bien. Ahora dale un beso y sal de aquí —le ordenó la
doctora Haines.
Casey le dio un beso rápido, sin soltarle la mano.
—Liz, mi amor. Te quiero. Estaré fuera. Por favor... —Se
detuvo e inspiró hondo.
Liz alzó la mano y le acarició la mejilla.
—Va a ser niña —sonrió.
Casey le devolvió la sonrisa y le dio un largo beso.
—Te quiero. Díselo a Skye... —le dijo en un susurro.
Casey la vio desaparecer tras las puertas del quirófano, con el
corazón en un puño.

Meredith se reunió con Casey en la sala de espera, con Skye en


brazos. Niles y Brian les pisaban los talones. En cuanto dejó a la
niña en el suelo, Skye corrió a los brazos de Casey.
—¡Cafey! —la llamó.
La pianista la levantó en volandas, la abrazó con fuerza y se echó
a llorar. Niles le puso una mano en el hombro.
—Tienes mal aspecto.
—¿Mamá tene bebé? —preguntó Skye.
Casey negó con la cabeza.
—Todavía no, cariño. Pero pronto —logró decir sin sollozar.
Meredith acudió junto a su nieta.
—¿Qué pasa?
—Tenía la presión baja. Está en quirófano. La doctora Haines
no quiere correr riesgos —le explicó a su abuela, con los ojos
anegados en lágrimas.
Meredith abrió los brazos y Casey se refugió entre ellos y sollozó
en silencio contra su pecho.
—No puede morirse, abuela. Ahora no, no puede...
—No se va a morir, no digas eso —le susurró Meredith, y la
apartó un poco—. Liz tiene muchas razones para vivir, Casey.
Casey no pudo contener las lágrimas y se secó los ojos. Al otro
lado de la sala de espera, Brian y Niles jugaban con Skye.
—Vamos a dar un paseo —le dijo Meredith, cogiéndose del
brazo de su nieta.
Caminaron por el pasillo hasta las puertas de la capilla. Casey las
contempló, inexpresiva, y luego miró a su abuela.
—Hace siglos que no piso una iglesia.
Meredith le sonrió, con los azules ojos brillantes de lágrimas.
—A Él no le importa —le dijo, y le dio un suave empujón hacia
la puerta.
Casey entró, y el ensordecedor silencio la golpeó como un
martillo. Se sentó en el último banco, al fondo de la capilla, y
contempló el crucifijo sobre el pequeño altar. Entonces se arrodilló
y murmuró:
—Espero que mi abuela tenga razón y no Te importe. Por favor,
Dios, no me la quites. Tus ángeles me la enviaron y ni siquiera
hemos empezado a vivir... Te lo suplico —rogó Casey, con las
manos unidas en oración. Con un sollozo desgarrador, hundió el
rostro entre las manos—. Julie... —susurró—. Por favor, ayúdanos
si puedes. Tú nos uniste. Por favor...
Dejó escapar un nuevo sollozo y se irguió. Al cabo de unos
minutos, se sentía emocionalmente exhausta. Oyó el crujido de las
puertas al abrirse y Skye asomó la cabeza al interior.
—¿Cafey?
Casey se volvió y vio que su abuela le había traído a Skye.
Meredith le guiñó un ojo y la dejó a solas con la niña.
—Ven aquí, pitufa.
Skye corrió hacia ella y Casey la sentó a su lado en el banco.
—¿Qué haces, Cafey?
—Rezo.
Skye estudió el altar con el ceño fruncido.
—¿Como antes de dormir?
—Sí, cielo —asintió Casey, tratando desesperadamente de
contener el llanto.
Las dos permanecieron sentadas en silencio, la una al lado de la
otra. Aunque Casey tenía los ojos cerrados, notaba que Skye la
observaba. Al abrir los ojos, Skye estaba haciendo precisamente
eso.
—¿Rezas por dentro, Cafey?
A Cafey le tembló la barbilla al contestar.
—Sí, cariño.
—Yo también —afirmó Skye, y cerró los ojos.
—Recemos por mamá y por el bebé.
—Vale, Cafey.
Al cabo de un rato, Skye le tiró de la manga.
—¿Ya estás? Tengo caca.
Casey escrutó el inocente rostro de Skye y se echó a reír.
Estrechó a la pequeña entre sus brazos con mucha fuerza, hasta que
Skye gimió.
—Cafey, caca.

Casey paseaba de un lado para otro de la sala de espera, mientras


Meredith veía la televisión con Skye. Brian y Niles habían ido a por
café y, cuando volvieron, Niles le pasó una taza humeante a Casey.
—¿Alguna novedad? —se interesó Brian.
Casey, que estaba perdiendo la paciencia, negó con la cabeza.
—Ya hace más de dos horas.
—Casey, si Liz estuviera teniendo un parto natural, es posible
que tardara todavía más.
—Lo sé, lo sé —dijo Casey, sin dejar de caminar.
Al final se sentó y dio un trago de café. Justo en ese momento
apareció la doctora Haines, y Casey se tiró el café encima al
ponerse de pie de golpe.
—¿Cómo está?
—Está bien. El bebé está bien. Felicidades, mami. Es una niña.
Casey se tapó la cara con las manos y se echó a llorar, con Brian
y Niles a lado y lado y Skye aferrada a su pierna. Meredith parecía
a punto de desmayarse.
—Está muy cansada. Va a tener que quedarse ingresada un día,
solo para controlarle la tensión. Es una mujer muy fuerte. No me ha
dejado hacerle cesárea, pero hemos estado cerca. La niña está
bien, tiene sus diez dedos en las manos y en los pies. La tenemos en
observación, pero las dos están perfectamente —les dijo con un
guiño—. Vosotras dos podéis subir.
Casey entró en la habitación con Skye de la mano y Liz les sonrió
de oreja a oreja.
—Pareces agotada, estás pálida y eres absolutamente preciosa
—la saludó Casey.
Skye estiró los bracitos hacia su madre y Casey la levantó en
brazos por encima de la baranda de la cama, para que le diera un
beso.
—Hola, mamá. ¿Pupa?
—No, pastelito. Mamá solo está un poco cansada. Tienes una
hermanita, Skye.
Casey la dejó en el suelo y Skye las miró a ambas.
—Hola, mami —le susurró Liz a Casey, cuya mirada seguía
siendo indefinida y estupefacta—. Estoy bien, Casey. Tenemos una
niña.
Casey no pudo evitarlo: apoyó la cabeza sobre el pecho de Liz y
lloró, mientras esta le acariciaba el pelo cariñosamente.
—Mamá, Cafey llora —se lamentó Skye.
Liz le sonrió a su hija.
—No pasa nada, pastelito, es que está contenta —le explicó,
mientras abrazaba a la otra mujer—. Acaba de darse cuenta de que
lo del embarazo ha ido en serio —le susurró con afecto, y la besó
en el oscuro cabello.
Cuando Casey dejó de berrear, Liz aventuró:
—¿Qué te parece Tara?
—¿Tara? Mmm, vale —se mostró de acuerdo Casey, sorbiendo
las lágrimas.
—Skye significa Cielo, ¿así que por qué no tener también la
Tierra?
Casey no pudo contener las lágrimas y volvió a echarse a llorar
en brazos de Liz. Justo en ese momento apareció la enfermera, que
anunció:
—Tenemos a una pequeña visitante y tiene hambre.
Skye se puso a dar saltos y Casey pestañeó, sin poder apartar
los ojos del pequeño bulto que llevaba la enfermera en brazos.
—Qué suerte tiene esta bebita, con sus dos mamás... —comentó
la enfermera.
Le entrego el bebé a Liz, que la acunó instintivamente.
—Es tu primera, así que te enseñaré a darle el pecho...
La enfermera calló y arqueó una ceja, porque la pequeña Tara
ya había encontrado el pecho de Liz y mamába plácidamente. Liz
esbozó una amplia sonrisa, mientras Casey las admiraba, llena de
asombro. Entonces la enfermera se rio.
—Supongo que no me necesitarás. Si la notas inquieta, cambia
de lado. A veces un lado le va mejor que otro.
Liz levantó la mirada hacia la atónita Casey y le sonrió.
—Está aquí —exclamó.
Las dos mujeres soltaron una risita y Casey alargó la mano y le
acarició la cabeza a la pequeña.
—Es tan diminuta... —musitó—. Y yo estoy... —hizo una pausa
y sonrió—... celosa.
Liz se puso muy colorada y disimuló una sonrisa. Entonces
Casey miró a su alrededor y vio que Skye observaba ceñuda a la
nueva incorporación, con los brazos cruzados en gesto desafiante.
Le dio un golpecito a Liz en el brazo, que también miró a Skye.
—Oh, oh... —murmuró—. Eh, pastelito, ven a decirle hola a
Tara, tu nueva hermanita.
—No —dijo Skye con un puchero.
Casey levantó una ceja.
«¿Y ahora qué?»
Miró a Liz, que se encogió de hombros, como queriendo decir:
«Te toca». Casey se sentó y trató de subir a Skye a su regazo, pero
la niña se zafó de ella y se quedó junto a la puerta.
—¿Qué pasa, pitufa? —le preguntó Casey—. Cuéntamelo,
tesoro.
A Skye le tembló la barbilla.
—Tada tene dos mamás. No justo —lloró.
Casey y Liz cruzaron una mirada de sorpresa, ya que no habían
previsto aquel tipo de reacción.
—Yo también quero dos mamás —declaró Skye.
Liz se sorprendió de lo mucho que había crecido en los últimos
cuatro meses. Enarcó una ceja y Casey parpadeó.
«¿Qué vas a hacer ahora, Bennett?»
—Pitufa, ven aquí, por favor —pidió Casey, abriendo los
brazos.
Skye se le acercó despacio, sin descruzar los brazos.
—Lo siento, cariño.
—No justo, Cafey —afirmó Skye, con vocecilla triste.
Liz fingió no prestarles atención mientras le daba el pecho a
Tara, ya que aquel era un problema que tenía que solucionar
Casey.
—Lo sé. ¿Me quieres a mí? Quiero decir, ya tienes a tu mamá.
—Si Tada tene dos mamás, ¿po qué yo no?
—No se me ocurre ninguna razón, es verdad. Si tu hermana
puede tener dos mamás, tú también. Me encantaría ser tu mami. Te
quiero mucho. Quiero a tu mamá y a la pequeña Tara. Somos una
familia, pitufa. Nunca os dejaré y siempre estaremos juntas. ¿Qué
te parece? —preguntó Casey, con un nudo en la garganta.
Skye saltó a su regazo y Casey la abrazó con un gemido.
—¿Todavía eres Cafey?
—Sí, pitufa. Siempre seré Casey y tu mami.

Después de que Meredith y los chicos pasaran a verla, Liz estaba


agotada, así que Meredith se llevó a Skye a casa y dejó a Casey y
a Liz solas al fin. Sentada al borde de la cama, Casey le sostuvo la
mano a Liz.
—Bueno, ha ido bien.
—Es un poco confuso para la pobre niña, pero sí, creo que lo he
gestionado muy bien —asintió Casey, satisfecha de su primera
aportación a la maternidad.
—Así es. Estoy orgullosa de ti, mami —le sonrió Liz.
La enfermera regresó con Tara.
—Hora de otra toma.
Liz cogió a Tara y la sostuvo contra su pecho. Casey seguía
maravillada ante la imagen.
—No tengo palabras. Te quiero y te admiro tantísimo por haber
tenido a este bebé... —le dijo, y le acarició el pequeño remolino de
pelo de la cabeza al bebé—. Me preocupaste, Liz.
Esta levantó la mirada.
—Estamos bien.
—Lo sé. Sencillamente no sé qué haría sin ti.
—Casey —empezó Liz. Tara dejó escapar un gimoteo, y Liz se
la apartó del pecho y se la tumbó encima—. Tenemos una vida muy
larga por delante, cariño. Tú y yo, con Skye y con Tara.
Casey sonrió y asintió, al tiempo que Liz le dedicaba una mirada
retadora.
—¿Quieres cogerla?
Casey se envaró de golpe, abrió unos ojos como platos y se
puso blanca.
—Es muy pequeña.
—No pasa nada. Sencillamente, que no se te caiga —le dijo Liz,
levantando a Tara.
La niña estaba profundamente dormida. Casey se pasó las
manos por el pelo y luego se secó el sudor de las palmas en la
pernera del pantalón.
—Ay, Dios, me sudan las manos.
Agarró al bultito con mucho cuidado y la acunó en brazos.
—Cuidado con la cabeza.
Casey asintió y soltó una carcajada.
—No me puedo creer que tenga a tu bebé en brazos.
—Nuestro bebé —la corrigió Liz.
—Sí, nuestro bebé. —Casey besó a Tara en la frente—. A lo
mejor toca el piano.
Liz las observó juntas, sonriente.
—A lo mejor sí. Podrá ser lo que quiera ser.
Casey levantó la mirada y se le escapó una lágrima.
—Te quiero, Liz.
—Yo también te quiero, Casey.
Tara empezó a despertarse y se quejó otra vez.
—A lo mejor tiene hambre.
Le devolvió el bebé a su madre con cuidado y esta se la acercó
al pecho. Casey le dedicó una mirada curiosa y sensual.
—Esto de dar el pecho... —comentó, y se acercó unos
centímetros.
Liz se rio de buena gana.
Capítulo 22

Liz y Casey solían contemplar a Tara mientras dormía. Tenía ya


casi tres semanas y tanto ella como Liz se estaban acostumbrando a
la rutina. Habían trasladado la cuna a su habitación, porque una de
las tomas era en mitad de la noche. Cuando se despertaba, Casey
se levantaba a cogerla y se la llevaba a Liz.
—Esta es mi niña —le susurró Liz, y le besó la cabecita mientras
mamába ávidamente.
Casey se tumbó de lado para mirarlas.
—Eres una mujer muy buena, Liz. Te quiero muchísimo —
murmuró, y le dio un beso en la frente, aunque tardó un poco en
despegar los labios de su piel.
—Dios, Casey —gimió Liz—. Han sido tres semanas muy
largas.
—Lo sé —le dijo Casey.
Le acarició el hombro con cariño y luego le acarició la cabeza a
Tara, jugueteando con el remolino de pelo oscuro que tenía en la
coronilla.
—Me encanta jugar con su pelo.
Liz se rio y miró a Casey sin decir nada.
—¿Qué? —le preguntó Casey.
—Es que... me preguntaba... No hemos hablado mucho de
nosotras —dijo Liz.
—No, es verdad. ¿Qué te preocupa, cariño?
—Mi cuerpo se ha ido recuperando desde el parto y creo que
estoy volviendo a ser como... —calló, al notar que Tara se había
dormido.
Casey cogió a la niña con cuidado y la dejó en su cuna, en
donde la observó un momento antes de volver a la cama.
—Así que... lo que decías de tu cuerpo... —empezó Casey con
voz ronca.
Liz soltó una risilla nerviosa y se subió la manta hasta la barbilla.
Casey arqueó una ceja, pero no dijo nada.
—Necesito un poco de tiempo. Quiero que me encuentres
atractiva.
—Creo que eres preciosa.
A Liz le tembló la barbilla y ocultó el rostro entre las manos.
—Yo no me siento atractiva —farfulló—. Y me da miedo que
nuestra relación vaya a ser esto: dormir juntas y nada más.
Casey esbozó una sonrisa leve y le apartó las manos; los azules
ojos de Liz brillaban por las lágrimas y Casey le pasó el pulgar bajo
los ojos.
—Escúchame bien —le susurró—. Haremos el amor cuando
estés preparada. Yo sé de estas cosas.
Liz levantó una ceja.
—Sabes de estas cosas, ¿eh?
Casey se inclinó y la besó en el cuello, arrancándole un gemido.
—Sí. Hay un capítulo entero dedicado a la vida sexual después
del parto. No hay reglas ni plazos grabados en piedra —le
mordisqueó la tierna carne bajo los labios—. La autora instaba a
las parejas a darle a la madre todo el tiempo y el espacio del
mundo y hacer todo lo posible para que se sienta deseada —
susurró Casey contra su garganta—. Cumpliré mi palabra y
esperaré todo el tiempo que haga falta —le dijo, y levantó la mirada
—. ¿Cómo voy?
Liz se rio, azorada.
—Vas muy bien. Sigue leyendo.

A medida que se acercaba la Navidad, Skye estaba entusiasmada


con la llegada de Papá Noel. Meredith se reía al escuchar la lista de
Navidad de Skye. Cuando terminó de hacerla, la niña se metió en
su habitación a jugar y Meredith contempló a Liz recogiendo los
juguetes del comedor.
—Skye —la llamó Meredith—. Ven aquí, cariño, y recoge los
juguetes.
Skye salió corriendo y trató de llevarse todos los peluches a la
vez.
—¿Tú qué quieres para Navidad, Liz? —se interesó Meredith,
mientras observaba a Skye de reojo hacer varios viajes al baúl de
sus juguetes.
Liz se encogió de hombros.
—No se me ocurre nada que necesite o que quiera. Mira mi
vida, Meredith. Tengo una familia y a una mujer que me quiere.
Liz se sentó en la merecedora, que ahora estaba más cerca de la
chimenea. A Meredith le gustaban los cambios que había hecho Liz
en la casa desde que se había mudado con Casey.
—Esto ya parece un verdadero hogar. Y eso es gracias a ti.
Liz se meció y echó un vistazo circular al apartamento.
—Gracias. Creo que a Casey también le gusta. Dice que le
recuerda a su cabaña.
—Tienes otra vez esa mirada. ¿Qué pasa?
—Dios, Meredith, nada. Soy muy feliz. Bueno, salvo por las
tomas de las dos de la madrugada.
Meredith se rio, pero no estaba dispuesta a dejar el tema.
—¿Y qué más?
Liz meneó la cabeza.
—No importa. Creo que tengo depresión posparto —rio—. Si
Casey estuviera aquí me diría en qué capítulo sale.
—¿Y dónde está esa cabeza hueca que tengo por nieta?
—Está en el estudio. Ha ido pasándose por allí durante estas dos
semanas, porque dice que tiene que arreglar algunas
composiciones. —Liz empezó a mecerse algo más deprisa, bajo la
atenta mirada de Meredith—. Aquí tiene un piano muy bueno, pero
ni lo ha tocado.
Meredith arrugó el ceño.
—¿Y lo que te preguntas es por qué tiene que ir al estudio? Te
preocupa que sea por Suzette.
Liz dejó de balancearse.
—Sí, y me odio por ello.
—¿Lo has hablado con Casey? Si no lo has hecho, ¿por qué
no? Ya sabes que con Casey hace falta una bomba para que hable
de cualquier cosa. La mitad de veces no se entera —sonrió—. Y lo
digo con todo el cariño.
Liz se echó a reír y se mostró de acuerdo.
—De verdad que no creo que Casey esté haciendo nada a mis
espaldas. Confío totalmente en ella. Es solo que ella y yo... Casey y
yo no...
—¿Tenéis sexo?
Liz se encogió sobre sí misma.
—¿Por qué suena tan horrible cuando lo dices tú?
—No lo sé. Mira, querida, ¿has hablado con Casey del tema?
—Sí, y está siendo fiel a su palabra.
—¿Que era...?
—Que esperaría a que yo estuviera preparada y no me
presionaría.
—¿Y qué hay de malo en eso?
—No lo sé —musitó Liz—. Supongo que nada.
Meredith entornó los ojos, sagaz.
—Ya veo, quieres que te coja en brazos y te tumbe de espaldas
en la cama.
Liz se encogió de hombros.
—¿Es malo eso?
—En absoluto. De hecho, es necesario. Pero, Liz... —le dijo
Meredith, echándose hacia delante—. ¿Ella cómo lo va a saber? Te
dijo que esperaría hasta que estuvieras preparada. Tienes que darle
alguna señal. Por amor del cielo, eres una mujer y eres muy
atractiva. Te has recuperado muy bien desde que has tenido a mi
segunda bisnieta. —Meredith hizo una pausa y sonrió—. Me
encanta decir eso.
Liz se levantó y se puso las manos en la barriga.
—Llevo tanto tiempo embarazada que no sé cómo actuar sin
estarlo. Mírame, Meredith. Aún estoy hinchadísima.
—Eso se pasará, lo sabes —le aseguró Meredith, con expresión
curiosa—. Aquí pasa algo más. Algo aparte del sexo.
Liz le dio la espalda y negó con la cabeza.
—Creerás que soy una puritana.
—Pruébame. Esto tengo que oírlo.
Liz se volvió hacia ella de nuevo y la sorprendió lo roja que se
estaba poniendo.
—No creo que Casey esté hecha para el matrimonio.
—Ah, ya veo. ¿Y necesitas que sea así?
Liz se encogió de hombros.
—No lo sé. Es que han pasado muchas cosas. Entre la muerte
de Julie, el nacimiento de Tara, Casey y yo enamorándonos contra
toda lógica... Y entonces va y me dice que solo sería madre si
estuviera casada, pero no ha vuelto a decirme una sola palabra del
tema. ¿Cómo crees que me hace sentir?
Meredith abrió la boca, pero Liz no le dio tiempo a intervenir.
—Pues te lo voy a decir. Me siento como una amante... ¡sin ni
siquiera tener sexo! —exclamó. Enseguida cerró los ojos para
calmarse—. Ya sé que estoy siendo irracional. Creía que, una vez
que tuviera a la niña, mis hormonas volverían a la normalidad. —Se
desplomó sobre la mecedora, abatida—. Supongo que no.
—Todavía hace muy poco del parto. No seas tan dura contigo
misma ni con Casey.
—Lo sé, tienes razón —rio Liz mirando a Meredith—. Diría que
te apetece beber algo.
—¡Ahora estás hablando! —le dijo Meredith—. ¿Qué planes
tenéis para Navidad?
—No lo hemos hablado, pero me encantaría pasar las fiestas
contigo y con los chicos.
—Díselo a Casey, a mí me parece bien —afirmó—. Y ahora,
¿qué decías de beber algo?
***
Casey estaba sentada al piano y tocaba con un lápiz detrás de la
oreja, cuando se le acercó Niles y le puso la mano en el hombro.
—Llevas dos horas, vete a casa.
Casey comprobó la hora en su reloj de pulsera.
—Ah, vaya por Dios. —Recogió las partituras y las metió en la
banqueta del piano—. No las toques.
Niles puso cara de ofendido.
—Vale, vale, mujer...
—Lo siento —se disculpó ella—. Pero lo digo en serio.
Niles puso los ojos en blanco y la echó del estudio.
En cuanto metió la llave en la cerradura de casa, Casey oyó a su
abuela reírse. Elevó los ojos al cielo y entró. Liz estaba en la cocina
y Meredith estaba con Tara en brazos, en la sala de estar, y levantó
la mirada cuando Casey entró por la puerta.
—Vaya, ¿dónde estabas?
—En el estudio. Estoy trabajando en una pieza. ¿Y Liz?
—Estoy en la cocina, Case.
Casey le dio un beso en la mejilla a su abuela y otro a Tara en la
frente.
—Y ahora ve a besar a tu esposa. Ah, espera. Que no es tu
esposa.
Casey la miró con incredulidad.
—¿De qué estás hablando? —le preguntó por encima del
hombro, de camino a la cocina.
Liz le sonrió y la recibió con un beso.
—Ñam... Sabes a salsa de espaguetis. Y hablando de salsa, ¿mi
abuela ha estado bebiendo? Acaba de decirme una cosa rarísima
—comentó, antes de besar a Liz de nuevo—. Te quiero. ¿Qué tal
el día?
—Yo también te quiero y ha sido divertido. Meredith ha venido
a hacerme compañía.
Casey creyó detectar cierto deje de amargura en la voz de Liz.
Le robó una hoja de lechuga y se apoyó en el mármol para
observarla.
—¿Qué te pasa, cariño?
Liz suspiró y sacó las salchichas de la nevera.
—Nada, de verdad. Es que estoy cansada de seguir sintiéndome
embarazada.
Casey abrió la boca, pero Liz le metió un trozo de zanahoria y
sonrió.
—Lo sé, hay un capítulo entero sobre la depresión posparto. —
La besó en la mejilla—. Oh, y vamos a celebrar la Navidad. Es
dentro de una semana. Dios, han pasado tantas cosas que no me
creo que llegue Navidad. Bueno, he invitado a Meredith. Puedes
decírselo a Niles, ¿qué te parece?
—Claro, por mí bien. Tengo muchas ganas de que llegue
Navidad. Ah, y acuérdate de que dijiste que no nos hiciéramos
regalos caros.
—Sí. Anda, ve a cambiarte para la cena.
Cuando se dio la vuelta, Casey le dio una torta juguetona en el
trasero, pero cuando Liz se volvió con un chillido, la pianista ya se
había esfumado.

Por fin llegó la mañana de Navidad y Skye a duras penas contenía


los nervios mientras esperaba a que Casey se levantara de la cama.
—Cafey, pofiii —le suplicaba, y le tiraba del brazo.
Casey fingió que seguía durmiendo y hasta roncó y todo.
—Mami —insistió Skye, con la nariz pegada a la suya.
Casey soltó una carcajada ronca.
—Ahora soy «mami», ¿eh? Muy bien, pequeño hobbit...
—Casey... —la apremió Liz desde el umbral.
Estaba haciendo eructar a Tara. Casey se dio la vuelta y subió a
Skye a la cama.
—Mamá, Cafey está desnuda otavés —anunció la niña.
Casey se subió la colcha hasta cubrirse los pechos y Liz la
fulminó con la mirada justo cuando Tara eructó.
—Traidora —murmuró Casey, que empezó a hacerle cosquillas
a Skye hasta que la hizo chillar.
—Cafey, vene Papá Noel —suplicó.
Casey alargó la mano hacia la bata.
—Vale, dame un segundo.
Skye saltó de la cama y corrió junto a Liz.
—Venga, cariño. Vamos a cambiar a Tara —le dijo Liz—. Así,
mientras, Casey se viste.
Casey hizo una mueca ante el énfasis que la otra mujer puso en la
última palabra y se puso la bata.
—Necesito un pijama —se dijo.
Cuando fue a la habitación del bebé, Liz estaba en la mecedora
con Tara en brazos y Skye le acariciaba el bracito con delicadeza.
—Qué manitas más peques, mamá.
Liz sonrió y dejó a Tara dormida en la cuna.
Eran unas Navidades modestas, porque Liz le había pedido a
Casey que no se pasara con los regalos y esta había estado de
acuerdo... Sin embargo, no pudo menos que menear la cabeza al
descubrir a Skye sentada entre decenas de peluches nuevos, sobre
todo peces.
—Hay muchos, mamá. Papá Noel sabe que me gustas los peses.
Casey dio un sorbo de café, sin dejar de sonreír. Llevaba su
bufanda nueva al cuello.
—Me encanta mi regalo, mamá.
—Y a mí también el mío, cielo —contestó Liz, tocándose los
pendientes de zafiro.
—A lo mejor a Tara le gustaría tener alguno —opinó Casey,
refiriéndose a los peluches.
—¿Puedo? Le doy a Tada alguno para su camita —dijo Skye.
—Es una buena idea, pastelito. Eres una buena hermana mayor.
—Bueno, parece que esto es todo —comentó Casey, pero
entonces miró hacia el piano—. Oye, ¿qué es aquello de allá? —
preguntó, al tiempo que se sentaba en el brazo del sofá, al lado de
Liz.
Esta frunció el ceño y miró a Casey con suspicacia.
—¿Qué has hecho?
—Nada —protestó Casey.
Entonces Skye vio que había algo debajo de una manta y miró a
sus dos madres.
—Adelante, pitufa. Ve y levántala.
Skye levantó la puntita de la manta y soltó un grito. Era un piano
de cola en miniatura y la pequeña no supo cómo reaccionar.
—¿Un piano para mí? —preguntó, casi temerosa.
Casey asintió.
—Para ti solita, pitufa —le dijo cariñosamente.
Liz se apoyó en ella.
—Eres maravillosa —le dijo, acariciándole la pierna.
Casey tragó saliva con cierta dificultad. Era la primera muestra
física de cariño fuera de besarse y acurrucarse juntas que salía de
Liz.
«Frena, Bennett...», se dijo.
—Queda uno —anunció.
—Dijimos que no gastaríamos mucho... —susurró Liz.
Casey sonrió de oreja a oreja, la abrazó y la besó con lengua,
mientras le acariciaba el cuello y la cara. Se sorprendió gratamente
cuando Liz le devolvió el beso con la misma pasión, hasta el punto
de que casi perdió el equilibrio y se cayó del brazo del sillón.
—Guau —musitó.
Se apartó de Liz sin aliento y escrutó su rostro, esperanzada. Liz
asintió y meneó las cejas, con una sonrisa radiante.
—Feliz Navidad, mamá —le susurró en tono seductor.
Era la primera vez que Casey la oía hablar así, y la recorrió un
escalofrío de la cabeza a los pies. Cerró los ojos y sonrió.
—¡Gracias, Dios!
A regañadientes, se separó de Liz, fue al piano y abrió la
banqueta, sin que Skye se diera cuenta, ya que la niña estaba
sentada en el suelo, tocando el piano alegremente como Schroeder,
de Snoopy. Le llevó a Liz un paquete envuelto y esta sonrió cuando
Casey se sentó delante de ella; después abrió el paquete y sacó una
partitura. Puso los ojos como platos al leer el título.
—«Vientos celestiales.»
Las lágrimas se le agolparon en los ojos al mirar a Casey, que
sonreía algo avergonzada.
—Me dijiste que la habías dejado, pero la has acabado...
—Es en lo que he estado trabajando en el estudio estas últimas
dos semanas; no quería que lo supieras —explicó Casey, que se
sentó al piano—. Solo para ti —le dijo.
Y empezó a tocar.
—¿La has escrito para mí?
Casey esbozó una sonrisa torcida.
—Pues claro, boba.
Liz exhaló un suspiro de felicidad y escuchó los románticos
acordes que su amante tocaba para ella. La música le arrancó un
escalofrío y sintió una oleada de satisfacción. Al darle la vuelta a la
partitura se dio cuenta de que Casey le había escrito una breve nota
al final, que la hizo fruncir el ceño.
Mi único amor:
Los vientos celestiales te han traído hasta mí y no me imagino la
vida sin estar a tu lado. Este es mi regalo para ti: mi amor y mi vida.
Una vez dije que solo había una manera de que quisiera formar una
familia. Hablaba en serio y ahora todavía más. Vivamos como los
vientos celestiales, por siempre entrelazadas. Por favor, Liz Kennedy,
cásate conmigo, sé mi compañera y recorre conmigo esta vida. No
rechaces mi amor. No soportaría estar en este mundo sola, sin ti y sin
las niñas.
Ahora mismo te estoy haciendo el amor.

Liz miró a su amante, con los ojos llorosos. Casey tenía razón: en
aquel momento le estaba haciendo el amor con aquella canción. Liz
se acercó al piano para verla tocar mejor y Casey le sonrió. En ese
momento vio la cajita azul que había en una esquina del piano. La
sonrisa de Casey se ensanchó y le dedicó un guiño. Liz abrió la caja
y se llevó la mano a la boca: era un increíble anillo de zafiro con un
diamante a cada lado y le iba a juego con los pendientes. Su mirada
encontró la de Casey cuando esta acabó la canción con un acorde
lento y sensual.
Sin pronunciar palabra, Casey sacó el anillo de la caja y se lo
puso en el dedo. A Liz le temblaban las piernas al rodear el piano y
Casey la abrazó de la cintura mientras ella le echaba los brazos al
cuello.
—Te quiero, Casey Bennett —le susurró al oído.
—Cásate conmigo, Liz. Estoy perdida sin ti —le suplicó Casey,
besándole el cuello.
—Sí. Me casaré contigo... —lloró Liz.
Casey la levantó del suelo y le dio una vuelta entre sus brazos.
Skye se levantó enseguida, porque no quería quedarse al margen.
—Yo también. ¡Aúpa! —exclamó.
Casey la cogió en brazos y las tres se besaron y se abrazaron
mientras bailaban por la sala de estar.
Capítulo 23

Fue una Navidad fabulosa: Skye jugó con su piano y le regaló a su


hermana pequeña varios peluches; Liz hizo la cena y Casey pudo
elegir entre tocar el piano o ayudar en la cocina.
Así que Skye y ella se sentaron en sus pianos respectivos.
Niles y Brian fueron a cenar y Skye volvió a recibir regalos de
Papá Noel. También se pasaron el rato haciéndole monerías a
Tara, que sonrió, babeó y sonrió aún más. Fue Meredith la primera
en fijarse en el anillo y le cogió la mano a Liz al punto, para
estudiarlo.
—Vaya, vaya... —suspiró—. Es muy bonito, Liz. Qué
romántico.
Liz contuvo las lágrimas y asintió.
—Ha acabado la canción, Meredith.
—¿Qué? —se asombró Meredith, que no pudo ocultar la
sorpresa cuando Casey regresó a la sala de estar—. Casey,
después de todos estos años, has acabado tu canción.
—La canción de Liz, abuela. —Casey la rodeó con el brazo—.
Mamá decía que algún día encontraría a la persona adecuada y
sería capaz de terminarla. Tenía razón.
Liz le dio un beso en la mejilla y regresó a la cocina; Casey se
volvió hacia su abuela, que sonrió y la besó a su vez.
—Eleanor estaría muy orgullosa de ti. Está orgullosa de ti. Y yo
también.
—Gracias, abuela.
—¿La querrás para siempre? —le preguntó Meredith.
Casey asintió.
—Para siempre. Que Dios se apiade de ella.
El chillido de Niles desde la cocina interrumpió sus carcajadas y
salió corriendo, seguido de Liz, meneando la cabeza, para abrazar
a Casey con todas sus fuerzas.
—Es maravilloso —se alegró—. Es... ay, es muy romántico. ¿Y
has terminado tu canción para Liz? Ay, Dios mío, eso... oh, es tan...
—Romántico —completó Meredith.
Casey puso los ojos en blanco y fue a la cocina.
—Necesitamos champán.
Niles miró a Liz.
—No bromea, ¿verdad?
—No, me quiere —afirmó Liz, feliz como unas castañuelas, y la
siguió a la cocina.
Mientras Casey abría la botella, Liz fue por detrás, le rodeó la
cintura con los brazos y le besó el cuello. Casey cerró los ojos y se
estremeció. Entonces Liz fue subiendo la mano lentamente y le tocó
un pecho.
—Ah, Dios, Liz... no hagas eso ahora —gimió Casey,
temblorosa.
Liz se alegraba de ver que no había perdido la práctica, porque
había pasado mucho tiempo y las expectativas sobre cómo sería su
primera vez la estaban matando.
—Has tenido mucha paciencia. Ya no voy a hacerte esperar
más, cariño... —murmuró Liz, masajeándole el pecho muy
despacio.
Casey cerró los ojos de nuevo; tenía la respiración desbocada.
—Después de acostar a las niñas. Guarda una botella de
champán —le susurró al oído antes de soltarla.
Casey dejó escapar un gruñido de impotencia y se volvió hacia
Liz, que mordisqueaba una ramita de apio. Salió de la cocina y
Casey se quedó clavada donde estaba, paralizada y dominada por
el ansia.

Casey echó a Niles y a Brian temprano y Meredith se partía de risa


mientras se ponía el abrigo, hasta el punto de que Liz se moría de
vergüenza.
—Vale, vale, ya lo hemos pillado —les dijo Niles, al salir por la
puerta.
—Feliz Navidad —les deseó Liz.
Los dos se despidieron con un gesto de la mano. A Meredith le
dio un beso y la anciana meneó las cejas.
—Pasadlo bien —les deseó, y besó a Casey en la mejilla—.
Espero no saber nada de vosotras hasta dentro de unos días.
—Te quiero, abuela —le dijo Casey—. Pero ya te estás
largando.
Meredith soltó una carcajada, les lanzó un beso a ambas y cerró
la puerta.
—Casey Bennett... —la riñó Liz cuando se hubo marchado.
Casey la ignoró y cogió en brazos a Skye, que dormitaba en el
sofá.
—Muy bien, pitufa, hora de irse a la camita —anunció, y llevó a
la adormilada pequeña a su habitación.
Liz cabeceó, pero se apresuró a apagar las luces, cerrar la
puerta con llave y coger el champán. Dentro del baño, se
contempló en el espejo que había detrás de la puerta.
—No está mal, con un poco de ejercicio... Bueno, con mucho
ejercicio —se dijo.
Se cepilló el pelo, se puso el camisón que le había regalado
Casey por Navidad y la bata de seda a juego, y respiró hondo.
Al llegar a la habitación, Casey vio el botellero casero dentro del
cual había metido el champán en hielo. Sonrió y abrió la botella con
un chasquido que lanzó el corcho a la otra punta de la habitación,
llenó dos copas y empezó a desabrocharse la camisa.
—Ah, no. Quieta —le ordenó Liz desde la puerta del baño.
Casey se dio la vuelta y se quedó con la boca abierta. Liz
estaba...
—Absolutamente preciosa —musitó, con la boca seca.
Dio un trago apresurado de champán cuando Liz se le acercó; al
llegar a su lado le quitó la copa y dio un sorbo. Casey sonrió y
cerró los ojos, sumergiéndose en el embriagador perfume de su
amante. Entonces Liz dejó la copa y empezó a desabrocharle la
camisa ella misma.
—Llevo tanto tiempo imaginándote así, Casey...
Esta exhaló un suspiro y le acarició la melena caoba a Liz, que le
apartó la camisa de los hombros y le besó la parte superior de los
senos. Casey inspiró bruscamente y se le escapó un gemido quedo.
Se quitó la camisa lo más rápido que pudo, al tiempo que Liz le
desabrochaba el sujetador y lo dejaba caer al suelo.
—Dios mío, Casey, tienes un cuerpo precioso —susurró Liz.
Le agarró los dos pechos a la vez y Casey se quedó sin habla.
Le temblaban los dedos al desatarle la bata de seda y Liz, más que
dispuesta a ayudarla, empezó a desabrocharse los botones, pero
Casey le apartó las manos.
—Yo solita.
—No, por favor, nada de hablar como una niña pequeña... a no
ser que la situación lo requiera —pidió Liz en voz baja.
La recorrió un escalofrío cuando la bata se deslizó de sus
hombros y le cayó alrededor de los tobillos. Dios, querían ir
despacio, de verdad que sí, pero las dos mujeres ansiaban tanto
sentirse la una a la otra que era casi doloroso y lo único que querían
era llegar al clímax. Se tumbaron en la cama, con la respiración
entrecortada, y Casey le devoró el cuello a Liz. Esta jadeó y le
acarició el espeso cabello.
—Casey, por favor, necesito tenerte dentro...
Casey le abrió las piernas a su amada y titubeó.
—¿Estás segura? Quiero decir, no...
Liz le selló los labios con la yema de los dedos.
—Estoy bien, no me harás daño.
Casey sonrió y le besó los dedos. Cuando deslizó sus largos
dedos de pianista entre sus húmedos pliegues, dejó escapar un
gruñido ronco.
—Por Dios, Liz... —gimió, cuando el primer contacto con la
mujer que amaba la hizo estremecer.
Liz arqueó las caderas, buscándola.
—Casey —le suplicó.
Casey la penetró una y otra vez, con tanta ternura que Liz estuvo
a punto de perder el control. Se sacudió descontroladamente y
chilló.
—Casey, sí, más hondo, por favor —gemía, incapaz de
contenerse.
Casey apenas respiraba y Liz notó la tensión en su rostro y
movió la pierna debajo de Casey. Al levantarla entre sus muslos, le
frotó la entrepierna y se maravilló de lo caliente y lo mojada que
estaba.
—Dios mío, Liz —gritó Casey.
Le metió los dedos con más fuerza y los gemidos de ambas
llenaron la quietud de la habitación. Casey se balanceaba sobre el
muslo de Liz, mientras la penetraba todo lo hondo que podía,
sumando un dedo y luego otro más.
—¡Sí, Casey! —exclamó Liz, sofocando un grito.
Agitó las caderas, hundiéndole el muslo a Casey entre las
piernas. Ella intentó contenerse hasta que Liz estuviera a punto.
—Estoy muy cerca —la advirtió entre jadeos, y le metió y agitó
los dedos en su interior.
Entonces notó que los músculos de Liz se tensaban alrededor de
sus dedos y se descubrió dando gracias estúpidamente por sus
ejercicios Kegels, por saber que Liz estaba al límite.
—Córrete conmigo, Liz... —le rogó en voz baja y sensual.
Aquello bastó. Liz puso todo el cuerpo en tensión y el orgasmo
la recorrió como una cascada, arrastrando a su amante al abismo.
El clímax fue rápido y poderoso, pero sorprendentemente
silencioso. Liz se abrazó a Casey, respingando y sacudiéndose
hasta que por fin dejó de temblar. Solo entonces Casey retiró la
mano y Liz arqueó la espalda y gimió al dejar de sentirla dentro.
—Casey —murmuró, cuando su amante se tumbó encima de ella
para recuperar el aliento.
La abrazó y repitió su nombre una y otra vez, hasta que Casey
fue capaz de moverse y se echó de espaldas. Enseguida, Liz se
acurrucó a su lado.
—Oh, Dios mío —susurró Liz al recuperar el habla.
Casey se limitó a asentir, alargar el brazo y servir dos copas de
champán.
—Guau —murmuró, y brindó con Liz.
Estuvieron un rato abrazadas en la cama, bebiendo champán, sin
decir nada, hasta que la oyeron:
—Mamá... —llamaba Skye.
—Esa no puede ser Tara —opinó Casey—. ¿Verdad?
—Mamá —insistió Skye.
—Te llama a ti —afirmó Casey, dándose aires de superioridad.
Liz se incorporó y la observó.
—¿Y por qué no puedes ser tú?
—Porque yo soy «mami». Tú eres mamá.
Liz la miró con los ojos entornados, pero tuvo que admitir que
tenía razón. Entonces volvió a oírse la vocecilla.
—Mami...
Casey arrugó la nariz, y esta vez fue Liz la que le regaló una
sonrisa burlona, antes de besarla en el cuello.
—Ya voy yo —susurró.
Casey gruñó y dejó la copa en la mesita de noche.
—No, voy yo. Si vas tú te pasarás una hora, arrullándola y
haciendo de madre cursi —opinó Casey.
Se dirigía a la puerta cuando Liz la llamó.
—Cariño.
Casey se volvió.
—La bata —le recordó Liz en tono severo.
Casey se puso colorada.
—Siempre se me olvida —farfulló, y se puso la bata.
—Si fuera por ti, criaríamos dos niñas nudistas —comentó Liz,
dando un sorbo de champán—. ¿Cielo?
Casey miró a su amada: Liz estaba tumbada de lado y se pasaba
una mano por el pecho lentamente.
—Date prisa.
Casey se estremeció físicamente.
—Ay, Dios —gimió.
Y salió a toda prisa.
—Eh, pitufa. ¿Qué pasa, cariño? —la oyó preguntar Liz.
Skye farfulló algo que Liz no llegó a entender, así que se levantó
y salió al pasillo a tiempo de ver a Casey con Skye bajo el brazo,
de camino al baño. La niña se reía.
—Deprisa, nena... —le decía Casey.
Liz se tapó los ojos con la mano.
—Madre del año —suspiró, y dio otro sorbo de champán.
—Ya está, buena chica. Eres muy mayor —la felicitó Casey
apresuradamente. Liz oyó que, gracias a Dios, tiraban de la cadena
y se alegró muchísimo cuando Casey apuntó—: Espera, lávate las
manos antes de que mamá me grite.
A continuación asistió horrorizada a cómo Casey salía corriendo
del baño con su hija debajo del brazo como un saco de patatas,
con los brazos y las piernas colgando.
—¡Cafey! ¡Mami! —protestaba Skye.
Liz se tapó la cara otra vez.
—Qué niña más buena, ¿sí? Ya está, bonita. Felices sueños.
Skye murmuró algo más.
—Aquí tienes al pez. Te quiero. Buenas noches, pitufa.
En un abrir y cerrar de ojos, Casey estaba de vuelta en la
habitación.
—Una parada en tiempo récord, si me permites —se
enorgulleció.
Liz le lanzó una mirada severa.
—¿Qué? —se extrañó Casey, confundida.
Forzó una risita al quitarse la bata y deslizarse bajo las sábanas
con Liz.
—Nuestra hija no es un saco de patatas —insistió Liz.
Casey se apoyó sobre el codo cuando Liz le pasó la copa de
champán.
—Ya lo sé, mi amor. Es... bueno, es un hobbit, cariño.
Liz trató de contener la risa.
—¿Por qué la llamas así?
—Porque me encanta cómo se te marca la vena del cuello —
respondió Casey, pasándole la yema de los dedos por la vena en
cuestión.
El cálido roce le arrancó un suspiro a Liz.
—Si las teclas de tu piano pudieran hablar... —susurró.
Casey sonrió y le paseó los dedos por los senos. Luego la tumbó
de espaldas afectuosamente y admiró su cuerpo.
—Déjame mirarte —pidió Casey, recorriéndole con los dedos el
contorno de los generosos pechos.
A Liz le entró vergüenza, porque sus pechos no se habían
recuperado tan bien como el resto de su cuerpo. Casey adivinó lo
que le pasaba por la cabeza.
—Te adoro. Adoro saber que has dado tu cuerpo por nuestra
hija. Me parece increíblemente sexy —murmuró Casey en voz
ronca y sensual.
A Liz se le sacudieron las caderas instintivamente y Casey, que
lo notó, le regaló una sonrisa radiante. Le encantaba saber que era
capaz de excitar tanto a aquella mujer. Su caricia, ligera como una
pluma, se centró en el turgente pezón, que se puso duro como una
piedra bajo sus atenciones.
—Me encanta cómo responde tu cuerpo cuando te toco. Nadie
más sabrá cómo darte placer, solo yo.
—Es como si hubiera sido la primera vez que me hacían el amor.
Nadie me ha hecho sentir nunca como tú. Es como si me tocaras el
alma.
Casey le sonrió y le acarició la curva de la cadera y el estómago.
—Y pensar que solo hace tres semanas que Tarita estaba
creciendo aquí dentro... —suspiró Casey, y bajó la mano un poco,
enredando los dedos en los suaves rizos oscuros.
Liz sonrió y cerró los ojos.
—Por Dios, Bennett, se te da bien...
Casey se agachó y la besó en la mejilla, en la comisura de los
labios y finalmente en la boca, caliente y húmeda. Le lamió los
labios con la punta de la lengua, hasta que los separó, y entonces le
recorrió los dientes antes de buscar al fin la sedosa lengua de Liz.
Cuando sus lenguas se encontraron, las dos mujeres gimieron y las
entrelazaron en una suave danza. Casey se colocó sobre ella y le
separó las piernas con la rodilla. Liz se lo permitió con un suspiro
de satisfacción, y Casey se colocó entre sus muslos y empezó a
balancearse contra sus caderas. Mientras tanto, Liz le masajeó el
trasero y se frotó con ella. Casey gimió y se tumbó encima de su
amante, de manera que sus pechos se rozaran sensualmente y sus
pezones entraran en contacto.
—Dios —gimió Casey, arqueando la espalda bajo las caricias
de Liz.
Esta suspiró cuando sus labios se unieron de nuevo en un beso
celestial. Luego los labios de Casey viajaron más al sur y le
cubrieron de besos la barbilla y el cuello... Cuando alcanzó su
pecho y se metió el pezón en la boca, Liz se arqueó de golpe. Miró
hacia abajo para verla chupar y le enredó los dedos en el pelo para
mantenerle la cabeza en su sitio. Casey gimió contra su pecho y a
Liz le entraron los temblores; con la mano libre, Casey se concentró
en el otro pecho y le pellizcó el pezón con delicadeza, sin dejar de
chuparla. Liz estaba en el paraíso.
De repente, Casey se apartó de golpe y miró a Liz, helada.
Tragó saliva y se relamió. Liz levantó la vista.
—¿Qué, Casey? ¿Qué pasa?
—Yo... tu pecho... He tragado un poco... lo siento. Tu leche...
yo... —balbuceó, perpleja.
—Creo que no pasa nada —le aseguró Liz, aunque frunció el
ceño—. No pasa nada, ¿verdad? —preguntó, algo inquieta.
—Voy a averiguarlo.
Casey saltó de la cama, cogió su móvil y marcó. Mientras
esperaba que se lo cogieran, paseaba desnuda por la habitación.
—No estarás llamando a Meredith.
—Dios, no —contestó Casey.
—¿Estás llamando a la doctora?
Casey se detuvo en seco y se volvió, roja como un tomate.
—Oh. Supongo que eso habría sido mejor idea —musitó, con
una leve sonrisa.
Liz abrió unos ojos como platos.
—¿Y a quién demonios estás llamando? —inquirió, subiéndose
la sábana hasta la garganta.
Casey torció el gesto y habló al auricular.
—Hola... ¿Roger?
—¿Roger? —gimió Liz, desplomándose de espaldas y
tapándose la cabeza.
—Esto... hola, Roger... Sí, o... oye, ¿está Trish? —preguntó
Casey, tratando de aparentar naturalidad.
Estar desnuda en el medio de la habitación, por mucho que
apoyara una mano en la cadera, no ayudaba precisamente a
aparentar que no pasaba nada.
—Casey —la voz soñolienta de Trish sonó al otro lado del
auricular—. ¿Qué pasa?
—Perdona por despertarte, pero es que tengo una pregunta.
Esto... —Casey hizo una pausa cuando oyó reírse a Liz debajo de
la sábana, y también se rio—. Tengo una pregunta sobre dar el
pecho.
Liz estalló en carcajadas, bajó la sábana, y observó a Casey con
incredulidad.
—¿Dar el pecho? —preguntó Trish.
—Sí, yo... Bueno, es que resulta que yo... Verás, Liz y yo
estábamos... y yo...
—Ni una palabra más, ya me lo imagino. No pasa nada. La
leche de Liz está perfectamente. Sencillamente deja algo para el
bebé.
Casey suspiró, aliviada.
—Gracias, Trish.
—Pasadlo bien. Eso sí que es dar el pecho, y lo demás son
tonterías. Me muero de ganas de contárselo a Roger.
Casey colgó, satisfecha, y le sonrió seductoramente a Liz.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó esta cuando su amante se metió
otra vez en la cama y gateó sobre ella como una pantera a punto de
atacar.
Casey se tumbó encima de Liz y la besó apasionadamente.
—Que recordáramos dejar algo para el bebé. Si con esto no
despertamos a las niñas, será un milagro —le dijo Casey en voz
baja.
La besó entre los pechos y le pasó la lengua por todo el torso y
por la zona del ombligo, sin dejar de estrujarle los pechos con las
manos.
—Liz, te deseo tanto... —murmuró Casey contra su estómago al
notar que los músculos de Liz se estremecían incontroladamente.
Liz abrió las piernas todo lo que pudo y empujó a Casey por los
hombros.
—¿Quieres algo, cariño? —preguntó Casey con voz ronca—.
Dímelo, Liz. Dime lo que quieres.
—Casey, por favor... Yo... —calló, porque nadie le había
preguntado nunca lo que quería—. Quiero sentir cómo me comes
entera, cariño. Por favor, ahora —le suplicó. Su deseo latía cada
vez con más urgencia.
Casey descendió sobre ella y Liz gimió en alto cuando la besó en
el pubis y en la cara interior del muslo. Casey la lamió y le besó la
pierna hasta la rodilla y luego volvió hacia arriba, ignorando el
palpitante clítoris de Liz con toda la intención. Liz gimoteó, pero si
la primera vez había sido demasiado rápido, esta vez Casey iba a
asegurarse de que su amante lo disfrutaba. Se merecía que la mujer
que la quería le hiciera el amor lenta y apasionadamente. Siempre.
Casey le besó la parte superior del muslo y luego le subió un
poco las piernas, para acariciarle la parte de atrás. Liz se
estremecía y se mordía el labio, aferrada a las sábanas, para no
gritar, así que Casey supuso que ya la había hecho esperar bastante
y se inclinó para besar sus tiernos pliegues.
—Sí... sí —suplicó Liz.
Casey siguió besándola amorosamente unos segundos y
finalmente sacó la lengua y saboreó su amor por primera vez.
—Casey, no pares cariño, por favor, no pares —repetía Liz,
enredándole los dedos en el pelo.
Casey suspiró bajo las caricias de Liz y a continuación le cubrió
el clítoris con la boca y chupó con delicadeza.
—Oh —Liz dejó escapar un gruñido gutural.
Era como si volara. Había olvidado aquella sensación, y saber
que era Casey la que le hacía el amor y que nunca sería nadie más
que ella era la emoción más exquisita que había experimentado
jamás. Arqueó la espalda cuando Casey la lamió con la lengua
plana, de arriba abajo, sin parar, y todo su cuerpo se puso en
tensión.
—Ahora, Liz. Córrete para mí ahora. Solo para mí —murmuró
Casey.
La erótica orden desató una pasión arrolladora que la recorrió en
oleadas de gloria hasta entregarle a aquella mujer todo lo que tenía
dentro.
—Sí, Casey —gritó, cuando un nuevo orgasmo volvió a partirla
en dos.
Y aun así, notaba un tercero cerca y agarró a Casey del pelo con
todas sus fuerzas para que no se moviera. Para que no parase.
Finalmente, el placer se convirtió en un dolor sordo y ya no pudo
soportarlo más. Tiró de Casey y esta remontó sobre su cuerpo,
cubriéndola de besos por todas partes. Entonces Liz rodó e
inmovilizó a Casey bajo su cuerpo. La pianista gimió, y Liz la besó
apasionadamente y le estrujó los senos firmes y suaves.
—Casey, yo también te deseo. Necesito estar dentro de ti. Muy
dentro —dijo.
El sonido de su voz le puso a Casey el corazón a cien. Entre
tanto, su amante agachaba la cabeza y se metía su duro pezón en la
boca. La maravillaba lo mucho que le gustaba el sabor del cuerpo
de Casey y le comió el pezón con avidez.
—Liz, Liz... por favor —gruñía Casey.
Liz estaba completamente concentrada en dar placer a Casey: le
pasó la mano por el vientre y luego bajó un poco más. Casey
enseguida abrió las piernas, increíblemente excitada. Sus oscuros
rizos brillaban de humedad y latían, hambrientos de sus caricias.
—¡Liz! —gritó Casey, sacudiendo las caderas con anticipación.
Liz le acarició el pubis empapado, enganchada a su olor, y gimió
contra el pecho de Casey mientras le introducía los dedos entre los
pliegues y alcanzaba el clítoris palpitante con la yema de los dedos.
La estudió con insistencia, ansiosa por conocer cada centímetro
inexplorado de Casey. Esta estaba completamente entregada, con
los ojos cerrados y perdida en sus caricias.
—Casey, mi amor, mírame —le susurró apasionadamente—.
Puede que hayas conocido a muchas mujeres, pero la única que
conocerá tu cuerpo de ahora en adelante seré yo. Eres mía, Casey
Bennett, y yo soy tuya. Ahora y para siempre.
—Sí, Liz. Soy tuya. Nunca había sentido algo tan fuerte por
nadie... nunca —gimió Casey, asombrada.
Era la verdad, Liz tenía razón: era como si fuera su primera vez.
Liz estaba acariciándole el alma.
—Ahora, Casey. Córrete para mí —repitió la erótica orden de
Casey.
Esta chilló cuando Liz le metió un dedo y luego otro. Arqueó las
caderas para darle mejor acceso.
—Más, Liz, dámelo todo, cariño, por favor... —suplicó Casey,
aferrada a su amada con los dedos enredados en su espesa melena
caoba.
Nunca había pedido ni necesitado tanto de nadie como de Liz en
aquel instante.
—¡Liz, ahora!
Liz la penetró con caricias largas y rítmicas hasta que el interior
de Casey se contrajo en torno a sus dedos.
—¡Dios! —gritó Casey cuando la recorrió una nueva oleada.
Liz notó el amor de Casey resbalarle por la mano, hasta que su
cuerpo se sacudió una última vez y Liz aminoró el ritmo y recibió a
Casey con ternura en su lento regreso del cielo.
—Estoy completamente muerta —croó Casey con la voz rota.
Liz le acarició los pechos.
—Para ya o me desmayaré —le dijo Casey.
Liz se rio, pero dejó la mano quieta.
—Ha sido maravilloso —afirmó, y la besó en el hombro.
—Sí, lo ha sido —asintió Casey—. Y pensar que no hemos
despertado a las niñas...
—Creo que hemos estado muy cerca un par de veces.
Liz se echó a su lado y apoyó la cabeza sobre su pecho.
—Ahora mismo soy muy feliz.
—Yo también, Liz. Es verdaderamente increíble.
Yacieron abrazadas, sin hablar. Casey no dejaba de acariciarle
el pelo, en gesto ausente pero reverente. La notaba parpadear
contra su pecho y sabía que no estaba dormida.
—¿En qué piensas? —susurró.
—Me acordaba del día que viniste a recogernos a la estación de
autobuses —respondió Liz afectuosamente, y le acarició el
estómago.
Casey soltó una carcajada y un bostezo al mismo tiempo.
—Jolín, no estaba preparada para tener a nadie en mi vida. La
primera vez que te vi, yo...
Liz levantó la mirada.
—¿Tú qué? —inquirió, apoyando la cabeza sobre la mano.
Casey se encogió de hombros y se rio, nerviosa.
—No entré enseguida. Os vi a Skye y a ti y os observé un par
de minutos. Te vi con el conductor e imaginé que no tenías dinero
para darle. Vi la cara que ponías.
Liz asintió.
—Sí, estaba sin blanca, Bennett.
Se quedaron calladas un par de minutos, hasta que Casey volvió
a hablar.
—Era completamente irracional, pero estaba cabreada con Julie
por ponernos en aquella situación —confesó Casey.
Liz asintió de nuevo.
—Lo entiendo, yo también estaba un poco enfadada con ella. —
Respiró hondo y exhaló lentamente—. ¿Te importa que hablemos
de Julie? Sé que acabamos de hacer el amor como nunca y
deberíamos de hablar sobre el futuro...
—A veces el pasado forma parte del futuro. Claro que no me
importa. Nunca hemos llegado a hablar de ella.
Aunque hablaba en serio, Casey no pudo evitar notar una
punzada de inseguridad, que relegó al fondo de su mente para
escuchar a Liz.
—Cuando Julie me dijo que tenía cáncer de huesos, como te
conté, me quedé destrozada. Lo sentía muchísimo por ella. Quería
consolarla de alguna manera, pero ella se alejó de mí. Se volvió
huraña y distante, pero no podía culparla. No tengo ni idea de
cómo habría reaccionado yo en su situación. —Hizo una pausa y
volvió a inspirar profundamente. Casey guardó silencio—. Entonces
pensé en Skye y en mi embarazo. Fue surrealista descubrir que
estaba embarazada pocas semanas antes de que a Julie le
diagnosticaran el cáncer. Era como...
—El mejor momento de tu vida y el peor.
Liz asintió y siguió mirando al frente.
—Pasó todo muy deprisa —susurró, y se secó una lágrima—.
Casi no tuvimos tiempo de hacernos a la idea antes de que
empeorara. Enseguida se debilitó y se puso muy enferma. A los seis
meses se había ido. Pasó la mayor parte de su tiempo lejos de
nosotras.
—Lo sé. Cuando me lo dijiste no me lo podía creer. ¿Por qué
crees que fue?
—Decía que no quería que Skye la viera así. La verdad es que
Julie era una mujer muy solitaria y celosa de su intimidad. Me había
dicho que quería morir sola, sin que nadie la llorara. Así que en los
últimos meses permaneció alejada hasta que no le quedó más
opción que ir al hospital. Como te dije, vivía con Joanne.
—¿Y no te parece raro?
Liz estuvo de acuerdo.
—Yo no podía hacer nada. Intenté entenderla y creo que en
parte sí la entiendo. Era su vida y era decisión suya cómo quería
pasar sus últimos meses. Yo iba a verla cada día. Bueno, siempre
que Julie me lo permitía, porque había días que no quería verme.
Hubo un tiempo en que pensé que Joanne y ella tenían una
aventura.
—¿Todavía lo piensas?
—No, y a estas alturas, tampoco importa. Cuando Julie perdió
el conocimiento y la ingresaron en el hospital, Joanne me llamó y
tuvo la amabilidad de cuidar de Skye mientras yo pasaba
prácticamente todo mi tiempo en el hospital. Fue cuestión de días.
Julie estaba hasta arriba de morfina y apenas se daba cuenta de que
estaba con ella. Era muy triste, Casey.
Casey tragó saliva alrededor del nudo que se le había puesto en
la garganta y asintió; Liz alargó la mano y le acarició la mejilla.
—Siento hablar de esto.
—No lo sientas. Julie ha sido parte de nuestras vidas.
—¿Dónde la conociste? —quiso saber Liz.
—En Chicago. Compartimos taxi desde el aeropuerto. Llovía.
Esa noche se quedaba en la ciudad, así que cenamos juntas —
explicó Casey—. Creo que fue el uniforme.
Liz sonrió cariñosamente.
—A mí también me conquistó.
Las dos se rieron. Luego Casey siguió hablando.
—Nuestra relación empezó muy deprisa. Con Julie las cosas
eran rápidas y apasionadas. Nunca estábamos quietas demasiado
tiempo, y a mí ya me convenía, porque en aquella época yo también
me movía constantemente. Entre Chicago y Los Ángeles intentaba
coger el vuelo que pilotaba ella... —confesó, y dejó caer la voz,
con una sonrisa.
—Lo pasaste bien con ella —dijo Liz, más a modo de
afirmación que de pregunta.
Casey asintió.
—Sí, lo pasamos bien, Liz. Llevábamos una vida muy... —hizo
una pausa y se rio al dar con la palabra adecuada—... muy
bohemia. Nunca nos asentábamos en ninguna parte, así que cuando
empezó a hablar de tener hijos...
—Te entró el pánico —completó Liz, con una sonrisa burlona.
—No estoy segura de que «pánico» sea la palabra adecuada,
pero me quedé de piedra. Tener hijos era lo último que se me había
pasado por la cabeza, aunque hubiéramos hablado de ello. Sabía
que ella no pensaba en el futuro. Creo que más bien quería un
compañero de juegos. Y no pretendo sonar reduccionista: a Julie le
encantaba la idea de tener un hijo, pero no era responsable. Joder,
no es que yo lo fuera. Así que el tema abrió una brecha entre
nosotras.
—Y eso fue lo que terminó con lo vuestro.
—Sí. Ella me presionaba demasiado y yo estaba harta de
discutir, de darle explicaciones y de tratar de entenderla. Hace
cinco años hizo escala en Denver y yo volé allá para encontrarme
con ella.
Liz se incorporó en la cama.
—¿A Denver?
Casey enarcó una ceja.
—Sí, ¿por?
—¿Eso cuándo fue?
—He dicho hace cinco años. En invierno, justo antes de...
—San Valentín —completó Liz.
Casey arrugó el ceño y entonces cayó en la cuenta.
—No me digas.
—Sí, yo vivía en Denver. Conocí a Julie y empezamos a salir
unos días antes de San Valentín, hace cinco años.
Las dos se quedaron en silencio unos momentos. A Casey le
daba vueltas la cabeza, intentando recordar aquella última vez que
había visto a Julie.
—Habíamos tenido una pelea terrible. Yo estaba harta de la
situación y fui a Denver con la esperanza de arreglarlo de una vez
por todas. Las dos nos tranquilizamos y estuvimos hablando casi
todo el día y toda la noche hasta que ambas nos dimos cuenta de
que se había acabado. El último año nos habíamos distanciado y el
amor, sencillamente, se había desvanecido —relató Casey, y
suspiró profundamente—. Me besó y me dijo: «Nos vemos, Case»,
y salió de la habitación de hotel. Fue la última vez que la vi.
—No me lo puedo creer —se sorprendió Liz—. Mira que es
casualidad.
—Pues sí. Supe de ella al cabo de un año. Me llamó de repente
y me contó que había conocido a una mujer y que estaba loca por
ella.
—Julie me habló de ti. No paraba, la verdad. Estaba harta de oír
«Casey Bennett esto, Casey Bennett lo otro» —rio Liz—. Cuando
el abogado de Julie dijo tu nombre me entraron ganas de agarrar la
grapadora y graparle la lengua a la frente.
Casey enarcó las cejas con asombro.
—Eso es un poquitín extremo, nena.
Liz soltó una sonora carcajada, aunque enseguida hizo una
mueca y echó un vistazo a la cuna donde dormía Tara.
—En ese momento estaba embarazada y tenía antojo de helado.
Casey se rio e hizo que Liz se acostara de nuevo a su lado.
—No me cabe duda.
De nuevo se quedaron en silencio un rato, tumbadas
cómodamente la una junto a la otra.
—¿Liz?
—¿Mmm? —contestó Liz, adormilada.
—¿Crees que Julie sabía que nos enamoraríamos?
Liz miró a Casey a los ojos.
—No lo sé. Nunca lo sabremos, Casey. Pero una cosa es
segura.
—¿El qué?
—Nunca he querido a nadie tanto como te quiero a ti. Me haces
sentir amada, Casey Bennett. Eres una buena persona y una buena
amiga —le dijo, y apoyó la cabeza en su pecho una vez más.
—Yo siento lo mismo, Liz. Y también quiero a Skye y a Tara.
Somos una familia, para siempre.
—Para siempre jamás —susurró Liz, casi dormida.
Casey siguió abrazando con fuerza a Liz hasta que las dos
mujeres se sumieron en un plácido sueño.
Epílogo

Casey estaba en pie ante la chimenea de la cabaña, muy nerviosa.


El fuego hacía lo posible por caldear la fría noche de febrero y
tenían invitados, de manera que habían cambiado de sitio los
muebles de la sala de estar para que estuvieran cómodos. Niles
alargó el brazo y le arregló el cuello de la blusa.
—Estás preciosa —le susurró.
Casey llevaba una blusa de seda color marfil, con unos
pantalones de lana marrones que acentuaban su estatura. Encima
llevaba una chaqueta de tweed abierta, con una rosa roja en la
solapa.
—¿Tienes el anillo? —le preguntó a Niles por enésima vez.
Él asintió, paciente, y en ese momento llegó el anciano sacerdote
y ocupó su lugar.
—Estás más tensa que una gata a punto de saltar, Casey —le
dijo.
Ella le sonrió, al borde del desmayo. Algo más atrás, su abuela
tenía a Tara en brazos y por suerte la niña estaba dormida. Cuando
sus miradas se cruzaron, Meredith le guiñó un ojo.
—Te quiero —le susurró.
—Yo también te quiero, abuela.
—Bueno, no es San Patricio —comentó Meredith—. Pero,
como te dije hace muchos años, pobre de ti si intentabas que me
perdiera tu boda.
Casey sonrió y le dio un beso.
—Gracias.
La anciana se sentó en la primera fila de sillas. Había pocos
invitados, pero eran los amigos más cercanos de Casey y Liz. Los
hijos de Marge aguardaban sentados pacientemente; Jeffrey levantó
el pulgar en su dirección, sentado junto a su esposa. Roger y Trish
sonreían alegremente y la mirada de su amigo era de pura
admiración. Todas las personas importantes para Liz y ella estaban
allí.
Entonces Casey oyó que abrían la puerta del dormitorio y sonrió
cuando Skye fue la primera en salir. Llevaba un jersey de tweed
con una camisa debajo porque les había asegurado que iba a
«vestirse como Cafey». Para Liz fue un alivio.
—Al menos no quiere ir desnuda —había comentado.
La niña llevaba los rubios rizos peinados hacia atrás y le relucían
los ojos azules de pura alegría. Saludó a Casey con la manita
mientras se acercaba poco a poco por el pasillo formado entre las
sillas. Casey le devolvió el saludo y le guiñó un ojo. Lo que vio a
continuación la transformó por completo, su corazón ya nunca
volvería a latir igual: del brazo de Brian caminaba la mujer más
hermosa que Casey había visto nunca.
Liz llevaba una falda de tweed con chaqueta a juego y la melena
caoba, suelta sobre los hombros, le hacía juego con la vestimenta
de Casey. En la mano llevaba un pequeño ramo de rosas rojas.
Casey contuvo la respiración a medida que Brian acercaba a Liz a
la que iba a ser su nueva vida y se le saltaron las lágrimas al ver que
llevaba puesto el collar de oro con el colgante del atrapasueños. Liz
sonrió y acarició el colgante con cariño.
Brian y Niles se quedaron junto a ellas, en su papel de testigos, y
Casey y Liz se volvieron hacia el sacerdote.
—Bueno, estas son las bodas que más me gustan. Esta unión
entre estas dos mujeres es especial. Especial, porque vivimos en un
mundo muy precario donde por desgracia el amor no se mide por
el corazón de las personas, sino por su género.
»Casey Bennett y Liz Kennedy han demostrado que el amor va
más allá del género. El amor es sencillamente... Amor. Nada más y
nada menos. Cuando dos corazones se encuentran, nada más
importa en realidad. Es en verdad lo que Jesús nos enseñó: a amar
a los demás como él nos amó a todos y a cada uno de nosotros.
Por eso aplaudo y celebro su unión.
»En un mundo lleno de racismo, odio y falta de voluntad para
aceptar al prójimo, estas mujeres son un ejemplo de lo que hay de
bueno en este mundo. De lo que anhelamos y esperamos alcanzar
algún día. Por tanto, es un honor para mí unirlas en matrimonio.
Daos la mano.
El sacerdote les sonrió. Casey le cogió la mano a Liz y se la
apretó muy fuerte.
—Casey Eleanor Bennett, ¿quieres a Liz Kennedy como esposa,
para amarla y respetarla, en la salud y en la enfermedad, en la
riqueza y en la pobreza, y prometes serle fiel hasta que la muerte os
separe?
—Sí, quiero —contestó Casey en tono seguro.
Liz le dio un apretón en la mano.
—Y tú, Elizabeth Therese Kennedy, ¿quieres a Casey Bennett
como esposa, para amarla y respetarla, en la salud y en la
enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, y prometes serle fiel
hasta que la muerte os separe?
Liz asintió, luchando por no llorar.
—Sí, quiero —croó por fin, deshecha en llanto.
Casey puso los ojos en blanco y mantuvo el cariñoso apretón.
—¿Los anillos? —pidió el sacerdote.
Niles le dio el anillo a Casey.
—Pónselo en el dedo y demuéstrale a esta mujer tu amor y
compromiso.
Casey le puso el anillo y esbozó una sonrisa radiante.
—Me he pasado la vida corriendo. Y todo ese tiempo, corría
hacia ti. Gracias por salvarme, Liz Kennedy.
Liz pestañeó para ver a través de las lágrimas y aceptó la alianza
de boda que le tendía Brian.
—Pónselo en el dedo y demuéstrale a esta mujer tu amor y
compromiso.
Casey tenía la mano caliente cuando Liz la sostuvo entre las
suyas, y le colocó el anillo en el esbelto dedo.
—Me he encontrado a mí misma en ti, Casey Bennett. Estás en
mi corazón y en lo más profundo de mi alma. Doy gracias a Dios
por tu bondad y generosidad. Te querré siempre y para siempre.
Casey sonrió y fue a darle el beso, pero el sacerdote carraspeó y
Casey se puso como la grana.
—Impulsiva —le susurró Liz entre dientes.
—Por el poder que me ha sido conferido, y ante estos testigos y
amigos, yo os declaro compañeras en la vida. Para vivir y amaros a
los ojos de Dios —dijo, y sonrió—. Ahora, Casey, puedes besar a
la novia...
Casey sonrió, estrechó a Liz entre sus brazos, la miró a sus
azules ojos y la besó apasionadamente. Liz le devolvió el beso y,
para cuando Casey la soltó, se había quedado sin aliento. Entonces
Skye le tiró de la chaqueta a Casey y esta la levantó en brazos y le
dio un buen beso. Meredith le dio el bebé a Liz; Tara se despertó y
empezó a llorar, así que Liz la acunó amorosamente.
—Tara llora otra vez —se lamentó Skye.
Casey se echó a reír.
—Eso es porque es un bebé, no una niña mayor como tú, pitufa
—le dijo, y le hizo cosquillas en la barriga.
Las cuatro se abrazaron y dio comienzo la fiesta. Entre besos y
abrazos, sus miradas llenas de amor se cruzaron y en sus
profundidades hallaron la felicidad del paraíso. Casey le guiñó un
ojo y levantó el dedo anular. Liz sonrió y también le mostró el suyo.
—Para siempre —dijeron las dos a la vez.

Los vientos celestiales las unieron y Casey y Liz volaron a lomos de


aquellos vientos el resto de sus vidas, tanto en la bonanza como en
la tormenta. Envejecieron juntas, vieron a sus hijas formar sus
propias familias y malcriaron a sus nietos. Al final, les bastaba
abrazarse ante la chimenea de la cabaña que tanto amaban. Ni
siquiera la muerte fue capaz de separarlas, pues los vientos
celestiales recogieron sus almas y las entrelazaron para siempre con
dulce emoción. Para siempre jamás.

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