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Sobre “El maestro ignorante” – por Jacques Ranciere –

Estamos reunidos aquí para hablar de la virtud de los maestros. Escribí una obra que
se llama El maestro ignorante. Vuelvo lógicamente a defender en este tema la posición
aparentemente menos razonable: la primera virtud del maestro es una virtud de ignorancia.
Mi libro cuenta la historia de un profesor, Joseph Jacotot, que escandalizó a la Holanda y
Francia de los años 1830 proclamando que los ignorantes podían aprender solos sin maestro
que les explicara, y que los maestros, por su lado, podían enseñar aquello que ignoraban.
A la sospecha de utilizar paradojas fáciles, se agrega aquí la de complacerse con
antiguallas y extravagancias de la historia de la pedagogía. Quiero sin embargo, mostrarles
que no se trata del placer de la paradoja sino de la interrogación fundamental sobre lo que
saber, enseñar y aprender quiere decir. No se trata de hacer un viaje por la historia de la
pedagogía entretenida sino de una reflexión filosófica absolutamente actual sobre la manera
en que la razón pedagógica y la razón social se sostienen una a otra.
Voy enseguida al corazón de la cuestión. ¿Qué es esta virtud de ignorancia? ¿Qué es
un maestro ignorante? Para responder adecuadamente a esta pregunta es necesario
distinguir varios niveles. A nivel empírico más inmediato, un maestro ignorante es un
maestro que enseña lo que ignora. Es así como Joseph Jacotot se encontró por azar, en los
años 1820, enseñando a estudiantes flamencos cuya lengua no conocía y quienes no
conocían la suya, por medio de una obra providencial, un Telémaco bilingüe publicado
entonces en los Países Bajos. Lo puso en manos de los estudiantes y les dijo por medio de
un intérprete que leyeran la mitad ayudándose con la traducción, que repitieran sin cesar lo
que habían aprendido, que leyeran la otra mitad y que escribieran en francés lo que
pensaban. Se sorprendió al ver cómo sus estudiantes, a los que no les había transmitido
ningún saber, habían aprendido, ante su mandato, suficiente francés como para expresarse
correctamente; cómo les había enseñando sin explicarles nada. Concluyó que el acto del
maestro que obliga a otra inteligencia a ejercerse era independiente de la posesión del
saber, que era entonces posible que un ignorante permitiera a otro ignorante saber lo que él
mismo no sabía, que era posible que un hombre de pueblo iletrado permitiera, por ejemplo,
a otro iletrado aprender a leer.

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He aquí el segundo nivel de la cuestión, el segundo sentido de la expresión “maestro
ignorante”: un maestro ignorante no es un ignorante que juegue a ser maestro. Es un
maestro que enseña, es decir que es para otro causa de saber, sin transmitir ningún saber. Es
entonces un maestro que manifiesta la disociación entre la maestría del maestro y su saber,
que nos muestra que lo que se llama “transmisión de saber” comprende de hecho dos
relaciones intrincadas y que conviene disociar: una relación de voluntad a voluntad y una
relación de inteligencia a inteligencia. Es necesario no equivocarse sobre el significado de
esta disociación. Hay una manera usual de entenderla: la que quiere destituir la relación de
autoridad magistral en provecho de la sola fuerza de una inteligencia iluminando a otra. Es
este el principio de innumerables pedagogías anti-autoritarias cuyo modelo es la mayéutica
del maestro socrático, del maestro que finge ignorancia para provocar el saber. El maestro
ignorante opera completamente de otra manera la disociación. Conoce, en efecto, el doble
juego de la mayéutica. Bajo la apariencia de suscitar una capacidad, llega de hecho a
demostrar una incapacidad. Sócrates no sólo muestra la incapacidad de los falsos sabios
sino también la incapacidad de cualquiera que no es llevado por el maestro por el buen
camino, sometido a la buena relación de inteligencia a inteligencia.
El “liberalismo” mayéutico no es más que la variante sofisticada de la práctica
pedagógica ordinaria, que confía a la inteligencia del maestro el cuidado de colmar la
distancia que separa al ignorante del saber. Jacotot invierte el sentido de la disociación: el
maestro ignorante no ejerce ninguna relación de inteligencia a inteligencia. El es solamente
una autoridad, solamente una voluntad que dirige al ignorante para que haga su camino,
para que ponga en marcha la capacidad que ya posee, la capacidad que todo hombre ha
demostrado logrando sin maestro el más difícil de los aprendizajes: el de la lengua
extranjera que es para todo niño que viene al mundo, la lengua llamada materna. Tal es en
efecto, la experiencia azarosa que hizo del maestro sabio Jacotot un maestro ignorante.
Esta lección nos lleva a la lógica misma de la razón pedagógica, en sus fines y en
sus medios. El fin normal de la razón pedagógica es el de enseñar al ignorante lo que no
sabe, suprimir la distancia del ignorante con el saber. Su medio normal es el de la
explicación. Explicar es disponer los elementos del saber a transmitir conforme con las
capacidades supuestamente limitadas de los espíritus a instruir. Pero esta idea tan simple de
conformidad se revela rápidamente habitada por una huida al infinito. La explicación se

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acompaña generalmente de la explicación de la explicación. Hacen falta libros para explicar
a los ignorantes el saber a aprender. Pero esta explicación es aparentemente insuficiente:
hace falta en efecto, maestros para explicar a los ignorantes los libros que les expliquen el
saber. Hacen falta explicaciones para que el ignorante comprenda la explicación que le
permita comprender.
La regresión sería infinita si la autoridad del maestro no la detiene de hecho
haciéndose juez en el punto en el que las explicaciones no tienen más necesidad de ser
explicadas. Jacotot creyó poder resumir la lógica de esta aparente paradoja. Si la
explicación es infinita, es porque su función esencial es la de hacer infinita la distancia
misma que ella se propone reducir. La práctica de la explicación es muy diferente de un
medio práctico al servicio de un fin. Ella es un fin en sí misma, la verificación infinita de un
primer axioma: el axioma de la desigualdad.
Explicar algo al ignorante, es ante todo explicarle que no comprende si no se le
explica, es ante todo demostrarle su incapacidad. La explicación se da como el medio para
reducir la situación de desigualdad donde aquellos que ignoran se encuentran en relación a
los que saben. Pero esta reducción es una confirmación.
Explicar es suponer, en la materia a aprender, una opacidad de un tipo específico,
una opacidad que resiste a los modos de interpretación y de imitación por los cuales el niño
ha aprendido a traducir los signos que recibe del mundo y de los seres parlantes que lo
rodean. Tal es la desigualdad específica que la razón pedagógica ordinaria pone en escena.
Esta puesta en escena tiene tres rasgos específicos. En primer lugar, supone la distinción
radical entre dos tipos de inteligencia, por un lado, la inteligencia empírica de los seres
parlantes que se relatan y se adivinan los unos a los otros, por el otro la inteligencia
sistemática de los que toman las cosas según sus articulaciones propias: a los niños y a las
inteligencias populares las historias, a los seres racionales las razones. La instrucción
aparece entonces como un punto de partida radical o un segundo nacimiento, el momento
donde ya no se trata de relatar y adivinar sino de explicar y comprender. Su acto inicial es
el de dividir en dos la inteligencia, el de reenviar a la rutina de los ignorantes los
procedimientos por los cuales el espíritu aprendió hasta allí, todo lo que sabe. De allí su
segundo rasgo: la razón pedagógica se pone en escena como el acto que levanta el velo
sobre la oscuridad de las cosas. Su topografía es la de lo alto y lo bajo, la superficie y la

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profundidad. El explicador es el que conduce el fondo oscuro a la superficie clara y el que
inversamente, relaciona la superficie falsamente evidente con el fondo más secreto que le
otorga razón. Esta verticalidad opone la profundidad del orden sabio de las razones a la
manera horizontal de los aprendizajes autodidactas que se desplazan de próximo en
próximo comparando lo que ignoran con lo que saben.
En tercer lugar, esta topografía implica ella misma una cierta temporalidad.
Levantar el velo de las cosas, relacionar toda superficie con su fondo y llevar todo fondo a
la superficie, no sólo demanda tiempo. Supone un cierto orden del tiempo. El velo se
levanta progresivamente, según la capacidad que se le puede acordar al espíritu infantil o
ignorante en tal o cual estado. Dicho de otra manera, el progreso es siempre la otra cara del
retraso. La reducción de la distancia no cesa de reinstaurarla y de verificar así el axioma de
la desigualdad.
La razón pedagógica ordinaria se sostiene en dos axiomas fundamentales:
primeramente, es necesario partir de la desigualdad para reducirla, en segundo lugar, el
medio de reducir la desigualdad, es el de adaptarse a ella haciéndola objeto de un saber. El
éxito del saber que reduce la desigualdad pasa por el saber de la desigualdad. Es este
“saber” el que rechaza el maestro ignorante. Es el tercer sentido de su ignorancia. Esta es
ignorancia de ese “saber de la desigualdad” que condiciona los medios para reducir la
desigualdad. De la desigualdad, no hay nada que saber. La desigualdad no es un dato a
transformar por el saber, la igualdad no es una meta a alcanzar por la transmisión del saber.
Igualdad y desigualdad no son dos estados. Son dos “opiniones”, es decir dos axiomas
opuestos según los cuales el aprendizaje puede operarse, dos axiomas que no admiten
ningún pasaje a su opuesto.
No se hace más que verificar el axioma que uno se ha dado. La razón del maestro
explicador propone la desigualdad en axioma: para ella, hay desigualdad entre los espíritus
pero se puede servir de esta desigualdad misma, hacerla servir a la causa de una igualdad
futura. El maestro es el desigual que trabaja por la abolición de su privilegio. El arte del
maestro que levanta metódicamente el velo sobre las cosas que el ignorante no podría
comprender solo promete que un día el ignorante será el igual de su maestro. Para Jacotot
esta igualdad por venir consiste simplemente en que el desigual devenido igual hará, a su
turno, marchar el sistema que produce y reproduce la desigualdad reproduciendo el proceso

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de su reducción. La lógica de conjunto de este proceso que trabaja sobre la presuposición
de la desigualdad merece para Jacotot el nombre de “embrutecimiento”.
La razón del maestro ignorante, propone la igualdad en axioma a verificar.
Relaciona la situación de desigualdad entre maestro-alumno no con una promesa de una
igualdad por venir –que no llegará jamás- sino con la efectividad de una igualdad primera:
para que el ignorante haga los ejercicios que le ordena el maestro, hace falta que comprenda
lo que el maestro le dice. Hay una igualdad de los seres parlantes que precede la relación
desigualitaria y condiciona su ejercicio mismo. Es esto lo que Jacotot llama igualdad de las
inteligencias. Esto quiere decir que hay sólo una inteligencia en marcha en todos los
aprendizajes intelectuales. El maestro ignorante – es decir, ignorante de la desigualdad- se
dirige entonces al “ignorante” no desde el punto de vista de su ignorancia sino de su saber:
el supuesto ignorante conoce de hecho ya una multitud de cosas. Las ha aprendido
escuchando y repitiendo, observando y comparando, adivinando y verificando. Es así como
ha aprendido su lengua materna. Es así como puede aprender la lengua escrita, por ejemplo,
comparando una plegaria que sabe de memoria con los dibujos desconocidos que forma
sobre el papel el texto escrito de la misma plegaria. Hay que obligarlo a relacionar lo que
ignora con lo que sabe, a observar y comparar, a contar lo que ha visto y verificar lo que
dice. Si lo rechaza es porque piensa que no le es posible o no le es necesario saber más.
El obstáculo para ejercitar las capacidades del ignorante no es su ignorancia sino su
consentimiento de la desigualdad. Reside en la opinión de la desigualdad de las
inteligencias. Pero esta opinión es algo muy distinto que un retraso individual. Es un
axioma de sistema, es el axioma sobre el cual funciona ordinariamente el sistema social: el
axioma desigualitario. Aquel que no quiere ir más allá en el desarrollo de su poder
intelectual se satisface de no “poder” hacerlo por la seguridad de que otros no lo pueden
tampoco antes que él. El axioma desigualitario es un axioma de compensación de las
desigualdades que funciona a escala de la sociedad entera.
No es el saber del maestro el que puede suspender ese funcionamiento de la
máquina desigualitaria, sino su voluntad. El mandato del maestro emancipador prohibe al
pretendido ignorante satisfacerse con lo que sabe, declarándose incapaz de saber más. Lo
fuerza a probar su capacidad, a continuar su aventura intelectual por los mismos medios

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con que ha comenzado. Esta lógica, que trabaja sobre la presuposición de la igualdad y
ordena su verificación, merece el nombre de emancipación intelectual.
La oposición entre “embrutecimiento” y “emancipación” no es una oposición entre
dos métodos de instrucción. No es una oposición entre métodos tradicionales o autoritarios
y métodos nuevos o activos: el embrutecimiento puede pasar y pasa de hecho por todo tipo
de formas activas y modernas.
La oposición es propiamente filosófica. Concierne a la idea de inteligencia que
preside la concepción misma de aprendizaje. El axioma de la igualdad de las inteligencias
no afirma ninguna virtud específica de los ignorantes, ninguna ciencia de los humildes o
inteligencia de masas. Afirma simplemente que no hay más que un solo tipo de inteligencia
en marcha en todos los aprendizajes intelectuales. Se trata siempre de relacionar lo que se
ignora con lo que se sabe, de observar y comparar, decir y verificar. El alumno es siempre
un investigador. Y el maestro es ante todo un hombre que habla a otro, que cuenta historias
y reúne la autoridad del saber con la condición poética de toda transmisión de palabras.
La oposición filosófica así entendida es, al mismo tiempo, una oposición política.
No es política porque denuncia el saber de lo alto en nombre de una inteligencia de abajo.
Es política a un nivel más radical, porque concierne la concepción misma de la relación
entre igualdad y desigualdad. Es en efecto la lógica misma de la relación normal entre estos
términos la que Jacotot pone en cuestión denunciando el paradigma de la explicación y
mostrando que la lógica explicativa es una lógica social, una manera donde el orden
desigualitario se representa y se reproduce.
Si esta historia de los años 1830 nos concierne directamente, es porque es una
respuesta ejemplar a la puesta en marcha, en aquel tiempo, de un sistema político-social
inédito: un sistema donde la desigualdad no debía reposar sobre ninguna realidad soberana
o divina, sino únicamente sobre la base de la igualdad misma: un sistema en suma, de
inmanentisación y, si puede decirse, de igualación de la desigualdad.
Los años de la polémica jacotista corresponden en efecto, al momento en que se
pone en marcha el proyecto de un orden social reconstituido más allá del gran
estremecimiento de la Revolución Francesa. Es el momento en el que se quiere acabar la
revolución, en todos los sentidos de la palabra “acabar”, pasar de la edad “crítica” de la
destrucción de las trascendencias monárquicas y divinas a la edad “orgánica” de una

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sociedad que reposa sobre su propia razón inmanente. Esto quiere decir, una sociedad que
armoniza sus fuerzas productivas, sus instituciones y sus creencias, haciéndolas funcionar
según un solo y mismo régimen de racionalidad. Tal es el gran proyecto que atraviesa el
siglo XIX – entendido no como simple corte cronológico sino como proyecto histórico.
El pasaje de la edad “crítica” y revolucionaria a una edad orgánica, es ante todo la
regulación de la relación entre igualdad y desigualdad. Hace falta, decía Aristóteles, “hacer
ver la democracia a los demócratas y la oligarquía a los oligarcas”. El proyecto de la
sociedad orgánica moderna, es el proyecto de un orden desigualitario que da a ver la
igualdad., que incluye su visibilidad en la regulación de la relación de los poderes
económicos con las instituciones y con las creencias. Es el proyecto de las “mediaciones”
que instituyen, entre lo alto y lo bajo, dos cosas esenciales: un tejido mínimo de creencias
comunes y de las posibilidades de desplazamientos limitados entre los niveles de riqueza y
de poder.
Es en el corazón de este proyecto donde se inscribe el programa de “instrucción del
pueblo”, un programa que no pasa solamente por la organización estatal de la instrucción
pública sino también por la multiplicidad de iniciativas filantrópicas, comerciales o
asociativas que se consagran a un doble trabajo: por un lado, desarrollar los “conocimientos
útiles”, es decir, las formas de saberes prácticos racionalizados que permiten al pueblo salir
de su rutina y mejorar sus condiciones de vida sin salir de su condición ni reivindicarse
contra ella; por otro lado, ennoblecer la vida popular haciéndola participar, de maneras
apropiadas, en los goces del arte y en la expresión de un sentimiento de comunidad:
educación “estética” del pueblo cuya institución de las sociedades cantantes provee el gran
modelo.
La visión de conjunto que anima estas iniciativas privadas o públicas dispares es
clara: se trata de obtener un triple efecto. Primero, sacar al pueblo de las prácticas y
creencias retardatarias que le impiden participar en el progreso de las riquezas y desarrollan
en él formas de resentimiento contra las elites dirigentes; en segundo lugar, constituir entre
las elites y el pueblo un mínimo de creencias y goces comunes que impidan la
conformación de una sociedad cortada en dos mundos separados y potencialmente hostiles;
en tercer lugar, asegurar un mínimo de movilidad social que dé a todos el sentimiento de

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una mejora y permita a los más dotados de los niños del pueblo trepar en la escala social y
participar en la renovación de las elites dirigentes.
Así concebida, la instrucción del pueblo no es simplemente un instrumento, un
medio práctico para trabajar en el refuerzo de la cohesión social. Ella es propiamente, una
“explicación” de la sociedad, es la alegoría en acto de la manera en que la desigualdad se
reproduce “haciendo ver” la igualdad. Este “hacer ver” no es una simple ilusión, participa
en la positividad de lo que he denominado “partición de lo sensible”: una relación global
entre dos maneras de ser, dos maneras de hacer, de ver y de decir. No es la máscara bajo la
cual se disimularía la desigualdad social. Es la visibilidad bifronte de esta desigualdad: la
desigualdad aplicada al trabajo de su supresión, probando en acto el carácter a la vez
incesante e interminable de esta supresión.
La desigualdad no se esconde bajo la igualdad. Se afirma de alguna manera en
igualdad con ella. Esta igualdad entre la igualdad y la desigualdad tiene un nombre propio,
se llama “progreso”. La sociedad orgánica moderna que se da por tarea “acabar” la
revolución opone al orden inmóvil de las sociedades antiguas un orden “progresivo”, un
orden idéntico a la movilidad misma, al movimiento de expansión, de transmisión y
aplicación de los saberes.
La Escuela no es sólo el medio del nuevo orden progresivo. Ella es su modelo
mismo: modelo de una desigualdad que se identifica con la visible diferencia entre los que
saben y los que no saben, y que se consagra visiblemente a la tarea de hacer aprender a los
ignorantes lo que no saben, por tanto, de reducir la desigualdad, pero reducirla por etapas,
según los buenos medios que sólo los desiguales conocen: los medios que dan a una
población determinada y en el momento conveniente, el saber que ella es capaz de asimilar
con utilidad. La progresión escolar es también el arte de limitar la transmisión del saber, de
organizar el retraso, de diferir la desigualdad.
El paradigma pedagógico del maestro explicador, adaptándose al nivel y a las
necesidades de los alumnos, definió un modelo de funcionamiento social de la institución
escolar que se traduce él mismo en modelo general de una sociedad ordenada por el
progreso.
El maestro ignorante es el maestro que se sustrae a este juego, oponiendo el acto
desnudo de la emancipación intelectual a la mecánica de la sociedad y de la institución

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progresivas. Oponer el acto de emancipación intelectual a la institución de la instrucción
del pueblo, es afirmar que no hay etapas de la igualdad, que ésta es enteramente en acto o
no es. El precio a pagar por esta sustracción es pesado: si la explicación es el método social
por el cual la desigualdad se representa y se reproduce, y si la institución es el lugar donde
se opera esta representación, se deduce que la emancipación intelectual es necesariamente
opuesta a la lógica social e institucional. Esto quiere decir que no hay emancipación social
ni escuela emancipadora.
Jacotot opone estrictamente el método de emancipación, que es el método de los
individuos, al método social de la explicación. La sociedad tiene una mecánica regida por la
pesadez de los cuerpos desigualitarios, por el juego de las desigualdades compensadas. La
igualdad no puede ser allí introducida más que al precio de desigualarla y transformarla en
su contrario. Sólo los individuos pueden ser emancipados. Y todo lo que la emancipación
pueda prometer, es enseñar a ser hombres iguales en una sociedad regida por la desigualdad
y por las instituciones que la “explican”.
Esta paradoja extrema merece ser tomada en serio. Nos advierte dos cosas
esenciales: primeramente: la igualdad, en general, no es una meta a alcanzar. Ella es un
punto de partida, una presuposición que se trata de verificar por secuencias de actos
específicos. En segundo lugar, la igualdad es la condición misma de la desigualdad. Para
obedecer a una orden hay que comprenderla y comprender que hace falta obedecer. Hace
falta entonces ese mínimo de igualdad sin el cual la desigualdad se volvería vacía. De estos
dos axiomas, Jacotot extraía una disociación radical: la emancipación no podía ser una
lógica social. Intenté mostrar en “El desacuerdo” que se pueden articular de otra manera,
que la condición igualitaria de la desigualdad podía prestarse a secuencias de actos, a
formas de verificación propiamente políticas.
Pero esta demostración no entra en el marco del problema que nos reúne hoy. Me
atendré entonces a otro aspecto del problema: ¿cómo pensar hoy esta relación entre razón
pedagógica y razón social que Jacotot había puesto en el corazón de su demostración? A
primera vista, esta relación se presenta hoy bajo la forma de una extraña dialéctica. Por un
lado, la escuela se ve sin cesar acusada de faltar a su tarea que es la de reducir las
desigualdades sociales. Pero por otro lado, esta escuela constantemente declarada
inadecuada para su función social, aparece cada vez más como el modelo adecuado del

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funcionamiento “igualitario”, es decir, de la “igualdad desigual” propia de nuestras
sociedades.
Partiré, para explicitar esta dialéctica, del debate sobre la igualdad y la desigualdad
escolar, tal como se desarrolló en Francia desde los años 60, porque los términos del debate
me parecen resumir bastante bien un problema que se encuentra por todos lados bajo las
mismas formas. El debate se lanzó a partir de las tesis de Bourdieu, que pueden resumirse
así: la escuela falla en su misión de reducción de las desigualdades porque ignora el
funcionamiento de la desigualdad. Pretende reducir la desigualdad distribuyendo a todos
igualitariamente el mismo saber. Pero es precisamente esta apariencia igualitaria la que es
el motor esencial de la reproducción de la desigualdad escolar. Ella deja a los “dones
individuales” de los alumnos que hagan la diferencia. Pero estos dones no son ellos mismos
más que los privilegios culturales interiorizados por los niños bien nacidos.
Los niños de las clases privilegiadas no quieren el saber, los niños de las clases
dominadas, no pueden saber y se eliminan entonces a ellos mismos por el sentimiento
doloroso de su ausencia de dones. La escuela no realiza la igualdad porque la apariencia
igualitaria disimula la transformación del capital cultural socialmente heredado en
diferencia individual. La escuela, según esta lógica, funciona desigualitariamente porque no
sabe cómo funciona la desigualdad, porque no quiere saberlo.
Este “rechazo de saber” se deja interpretar de dos maneras exactamente opuestas:
puede entenderse como ignorancia de las condiciones de transformación de la desigualdad
en igualdad. Se dirá entonces que el maestro desconoce las condiciones de su ejercicio
porque le falta un saber, el saber de la desigualdad, saber que puede aprender del sociólogo.
Se concluirá entonces que la desigualdad escolar es solucionable a cambio de un
suplemento de saber que explicita las reglas del juego y racionaliza los aprendizajes
escolares. Esta fue la conclusión de Bourdieu y Passeron en su primer libro común, Los
Herederos.
Pero el rechazo de saber puede también entenderse como interiorización exitosa de
la lógica del sistema: se dirá entonces que el maestro es el agente de un proceso de
reproducción del capital cultural, el cual, por necesidad inherente al funcionamiento mismo
de la máquina social, reproduce indefinidamente sus condiciones de posibilidad. Todo

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programa reformista se ve entonces de entrada, tachado de vanidad. Es en este sentido que
concluye el libro siguiente de Bourdieu y Passeron, La Reproducción.
Hay entonces una duplicidad de la demostración. Por un lado, concluye en la
reducción de las desigualdades, por el otro, en su perpetuación eterna. Esta duplicidad no es
otra que la duplicidad del “progresismo” mismo, tal como lo había analizado inicialmente
Jacotot: es la lógica de la desigualdad que se reproduce por el trabajo mismo de su
reducción. El sociólogo introduce una vuelta más en la espiral incluyendo una ignorancia,
una incapacidad suplementaria: la ignorancia de quien tiene que suprimir la ignorancia. Los
reformadores gubernamentales no se atienen a ver esta duplicidad propia de toda pedagogía
progresista. De la sociología de Bourdieu, los reformadores socialistas extrajeron un
programa que se proponía reducir las desigualdades de la escuela, reduciendo parte de la
gran cultura, volviéndola menos sabia y más convivencial, más adaptada a las maneras de
ser de los niños de hogares desfavorecidos, es decir, para los niños de la inmigración. Este
sociologismo reducido sólo afirmó mejor, desgraciadamente, el presupuesto central del
progresismo que ordena a aquel que sabe a ponerse “al alcance” de los desiguales, a limitar
el saber transmitido a lo que los pobres pueden comprender y a lo que necesitan. Reproduce
el camino que confirma la desigualdad presente en nombre de la igualdad por venir.
En Francia, la ideología llamada republicana salió pronto a denunciar estos métodos
adaptados para los pobres que no pueden ser más que métodos para pobres, hundiendo a los
“dominados” en la situación de la que se pretende hacerlos salir. La potencia de la igualdad
residía para ella, a la inversa, en la universalidad de un saber igualmente distribuido a
todos, sin consideraciones de origen social, en una escuela bien separada de la sociedad.
Pero la distribución del saber no comporta ella misma ninguna consecuencia igualitaria
sobre el orden social. La igualdad como la desigualdad no son más que la consecuencia de
ellas mismas. La pedagogía tradicional de la transmisión neutra del saber y las pedagogías
modernistas del saber adaptado al estado de la sociedad se mantienen del mismo lado. Las
dos toman a la igualdad como meta, es decir que ellas toman a la desigualdad como punto
de partida y trabajan bajo su presuposición. Se diferencian solamente por la forma de
“saber sobre la desigualdad” que presuponen. Es que las dos están encerradas en el círculo
de la sociedad pedagogizada. Las dos atribuyen a la escuela el poder fantasmático de

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realizar la igualdad social o, al menos, de reducir la “fractura social”, denunciando
alternativamente la falla de la otra para realizar este programa.
El sociologismo llama a esta falla “crisis de la escuela” y apela a la reforma de la
escuela. El republicanismo acusa de buen grado a la reforma de ser ella misma la principal
causa de la crisis. Pero la reforma y la crisis pueden reunirse en una misma noción jacotista:
las dos son la explicación de la escuela, la explicación infinita de las razones por las cuales
la desigualdad debe llevar a la igualdad y por qué no llega jamás. La crisis y la reforma son
de hecho el funcionamiento normal del sistema, el funcionamiento normal de la
desigualdad “igualada” en la cual la razón pedagógica y la razón social se hacen cada vez
más parecidas una a otra.
Es en efecto remarcable que esta escuela declarada no apta para “reducir” la
desigualdad se ofrece cada vez más como la analogía positiva del sistema social. En este
sentido se puede decir que el diagnóstico jacotista sobre la razón pedagógica como nueva
forma generalizada de desigualdad ha sido perfectamente verificado. Jacotot había
percibido, en el rol dado por los espíritus “progresistas” de su tiempo a la instrucción del
pueblo, las premisas de una nueva forma de partición de lo sensible, de una identificación
entre razón pedagógica y razón social. Lo había percibido en el seno de una sociedad donde
esta identificación no era todavía más que una utopía, donde el valor y la constancia de las
divisiones de clases y de las jerarquías eran francamente afirmadas por las elites, donde la
desigualdad era afirmada como la ley del funcionamiento legítimo de la comunidad.
El escribía en la época en que los reaccionarios recordaban, con su pensador
Bonald, que algunas personas estaban “en” la sociedad sin ser “de” la sociedad y donde los
liberales explicaban por medio de su portavoz, el ministro Guizot, que la política era el
asunto de los “hombres del ocio”. Las elites de su tiempo confesaban sin rodeos la
desigualdad y la división en clases. La instrucción del pueblo era solamente para ellas un
medio de instituir algunas mediaciones entre lo alto y lo bajo: de dar a los pobres la
posibilidad de mejorar individualmente su condición y de dar a todos el sentimiento de
pertenecer, cada uno en su lugar, a una misma comunidad.
Nosotros no estamos ya claramente allí: nuestras sociedades se representan como
sociedades homogéneas donde el ritmo vivo y común de la multiplicación de las
mercancías y de los intercambios ha aplastado las viejas divisiones de clase y ha hecho

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participar a todo el mundo en los mismos goces y en las mismas libertades. En estas
condiciones la representación de las desigualdades sociales tiende cada vez más a operarse
sobre el modelo de la clasificación escolar: todos son iguales y tienen la posibilidad de
llegar a toda posición.
Todos son iguales pero algunos carecen de la inteligencia o de la energía necesaria
para sostenerse en la competencia o simplemente para asimilar los ejercicios nuevos que el
gran pedagogo, el Tiempo en marcha, les impone año tras año. Ellos no se adaptan, se dice,
a las tecnologías y mentalidades nuevas y se estancan entre el fondo de la clase y el abismo
de la exclusión. La sociedad se representa así a la manera de una vasta escuela con sus
salvajes a civilizar y sus alumnos con dificultad a recuperar. En estas condiciones la
institución escolar está cada vez más cargada con la tarea fantasmática de colmar la
separación entre igualdad proclamada de las condiciones y la desigualdad existente, cada
vez más sumida en reducir las desigualdades formuladas como residuales.
Pero el rol último de este sobreinvestimiento pedagógico es finalmente el de
acomodar a la inversa la visión oligárquica de una sociedad-escuela. No sólo la autoridad
estatal y el poder económico vuelven sobre la clasificación escolar, sino que esta escuela
se presenta como una escuela sin maestros, donde los maestros son solamente los mejores
de la clase, los que se adaptan mejor al progreso y se muestran capaces de sintetizar los
datos, demasiado complejos para las inteligencias ordinarias. A los primeros de la clase se
les propone de nuevo la vieja alternativa pedagógica devenida razón social global: los
republicanos austeros les demandan administrar con la autoridad y la distancia
indispensables de toda buena progresión de la clase, los intereses de la comunidad; los
sociólogos, politólogos o periodistas les demandan adaptarse, por medio de una buena
pedagogía comunicativa, a las inteligencias modestas y a los problemas cotidianos de los
menos dotados a fin de ayudar a los atrasados a avanzar, a los excluidos a reinsertarse en el
tejido social. Información y periodismo son las dos grandes instituciones intelectuales
encargadas de secundar al gobierno de los grandes hermanos o de los primeros de la clase,
haciendo circular incansablemente, esta forma inédita de lazo social, esta explicación
perfeccionada de la desigualdad, que estructura nuestras sociedades: el saber de las razones
por las cuales los atrasados son atrasados.

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Es así por ejemplo que toda manifestación desviada –movimientos sociales de
extrema izquierda a los de extrema derecha- es para nosotros la ocasión de una intensa
actividad explicadora de las razones del retraso de los sindicalismos arcaicos, de los
pequeños salvajes de la inmigración o de los pequeños burgueses sobrepasados por el ritmo
del progreso. En buena lógica embrutecedora, esta explicación se duplica por la explicación
de los medios por los cuales se puede sacar a los retrasados de su retraso, medios
desgraciadamente ineficaces por el hecho mismo de que son retrasados. En lugar de sacar a
los retrasados de su retraso, esta explicación es, en cambio, bastante apropiada para fundar
el poder de los avanzados que no sería en suma otra cosa que su avance mismo.
Era esto lo que tenía en mente Jacotot: la manera en que la Escuela y la Sociedad se
simbolizan mutuamente sin fin y reproducen así indefinidamente la presuposición
desigualitaria, en su negación misma. Si creí necesario resucitar este discurso caído en el
olvido, no es, una vez más, para proponer una pedagogía nueva. No hay pedagogía
jacotista. No hay tampoco anti-pedagogía jacotista, en el sentido que se le da
ordinariamente a esta palabra. En fin, el jacotismo no es un pensamiento de la educación
que se podría aplicar a la reforma del sistema escolar. La virtud de ignorancia es ante todo
una virtud de disociación. Ante el mandato de disociar maestría y saber, se impide que sea
el principio de ninguna institución donde una y otra se armonizarían a fin de optimizar la
función social de la institución. Es justamente sobre esta voluntad de armonización y
optimización de las funciones donde recae su crítica. Esta crítica no nos prohibe enseñar, no
prohibe la función del maestro. Manda, en cambio, separar radicalmente el poder de ser
para cualquiera causa de saber y la idea de una función social global de la institución.
Manda separar el poder de ser, para otro, causa de una actualización igualitaria y la idea de
una institución social encargada de realizar la igualdad.
La igualdad, afirmaba Jacotot, no existe más que en acto y para los individuos. Se
pierde cuando se piensa como colectiva. Es posible corregir este veredicto, pensar la
posibilidad de actualizaciones colectivas de la igualdad. Pero esta posibilidad misma
supone que se mantengan separadas las formas de actualización de la igualdad, que se
rechace en consecuencia la idea de una mediación institucional, de una mediación social,
entre las manifestaciones individuales y colectivas de la igualdad. Sin duda las
actualizaciones individuales y colectivas tienen la misma presuposición: que la igualdad es

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en última instancia la condición de posibilidad de la desigualdad misma y que es posible
producir el efecto de esta condición. Hay entonces analogía entre los efectos del axioma
igualitario, como hay analogía entre los efectos del axioma desigualitario. Pero la analogía
desigualitaria funciona como mediación social efectiva. Es esta mediación ininterrumpida
la que Jacotot teoriza en su concepto de explicación. Pero no ocurre lo mismo con la
analogía igualitaria. El acto que emancipa una inteligencia no produce por sí mismo efecto
en el orden social.
El axioma igualitario en sí mismo ordena rechazar la idea de tal mediación. Prohibe
pensar una razón social por la cual las actualizaciones individuales se transformarían ellas
mismas en actualizaciones colectivas. Es por aquí que las razones de la desigualdad se
introducen en las razones de la igualdad. La sociedad explicadora-explicada, la sociedad de
la desigualdad igualada, dirige la armonización de las funciones. Demanda, en particular a
los docentes que somos, fundir nuestra competencia de investigadores sabios, nuestra
función de maestros, trabajando en una institución y nuestra actividad de ciudadanos en una
sola energía que haga avanzar en un mismo paso la transmisión del saber, la integración
social y la conciencia ciudadana. Es este requerimiento el que la virtud del maestro
ignorante nos ordena ignorar.
La virtud del maestro ignorante es la de saber que un sabio no es un maestro, que un
maestro no es un ciudadano, que un ciudadano no es un sabio. No es que no sea posible ser
las tres cosas a la vez. Lo que es imposible es armonizar los roles de estos tres personajes.
Esta armonización no se hace más que en el sentido de la explicación dominante. El
pensamiento de la emancipación dirige la división de las razones. Nos muestra que es
posible hacer girar la máquina social trabajando, si lo deseamos, en la invención de formas
individuales y colectivas de actualización de la igualdad, mientras que estas funciones no se
confundan jamás. Nos obliga a rechazar la mediatización de la igualdad.
Tal es me parece, la lección que podemos sacar de esta singular disonancia afirmada
al comienzo de la puesta en marcha de la máquina escolar-social moderna. La igualdad no
se inscribe en la máquina social más que por el disenso. El disenso no es, ante todo, la
querella, es la separación en la configuración misma de los datos sensibles, la disociación
introducida en la correspondencia entre las maneras de ser y las maneras de hacer, de ver y
de decir.

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La igualdad es a la vez el principio último de todo orden social y gubernamental y la
causa excluída de su funcionamiento “normal”. No reside ni en un sistema de formas
constitucionales ni en un estado de costumbres de la sociedad, ni en la enseñanza uniforme
de los niños de la república ni en la disponibilidad de productos a bajo precio en los
estantes de los supermercados.
La igualdad es fundamental y ausente, es actual e intempestiva, siempre devuelta a
la iniciativa de los individuos y de los grupos que, contra el curso ordinario de las cosas,
corren el riesgo de verificarla, de inventar formas individuales o colectivas de verificación.
La afirmación de estos simples principios constituye de hecho una disonancia
inaudita, una disonancia que es necesario olvidar, en cierta forma, para continuar
edificando escuelas, programas y pedagogías, pero que es necesario también, cada tanto,
volver a escuchar para que el acto de enseñar no pierda la conciencia de las paradojas que
le dan sentido.

Página Web Multitudes – Texto puesto en línea en Noviembre 2004:


http//multitudes.samizdat.net/article.php3?id_article=1714 – en el original: “Sur Le
Maître ignorant”
Traducido por Ma. Beatriz Greco

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