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LA FAMILIA EN LA SOCIEDAD DE CONSUMO

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Axel Capriles Méndez
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Comenzando mi práctica analítica, a principios de los años ochenta en Zürich,
recibí, referido por un colega, un paciente que además de estar seriamente deprimido
mantenía enfrentamientos y conflictos permanentes con sus padres. Se trataba de un
joven deportista cuya mayor aspiración era llegar a formar parte del equipo nacional
de esquí de nieve, Su depresión había surgido, precisa- mente, a raíz de un accidente
deportivo que lo incapacitó justo antes de las primeras competencias calificadoras. En
una ocasión, le pedí me mencionara algo que él considerara valioso de sus padres. La
solicitud pareció no tener eco. En la sesión siguiente, sin embargo, el joven me mostró
una foto de su papá. En ella aparecía un trineo a motor sobre un campo nevado dentro
del cual se observaba algo que podíamos interpretar era un ser humano ataviado con
un vistoso anorak de color anaranjado, una especie de bulto cubierto de guantes,
gorra, lentes y pasamontañas, de cuyo rostro asomaba, a duras penas, una carnosa
nariz apuntando hacia un par de flamantes esquís y curvilíneos bastones clavados en la
nieve. La foto marcó el arranque de un interesante proceso de análisis donde fueron
apareciendo muchas de las complejidades familiares del paciente que podrían ser tema
suficiente para este ensayo, pero lo único que quiero resaltar aquí, como incentivo para
una reflexión más general, es la imagen de un joven contemporáneo que identifica y
muestra a su padre a través de una serie de objetos y artículos que no sólo expresan
su estilo de vida, sus gustos y su actividad, sino que implícitamente representan y
definen su identidad.
Situaciones y conductas similares aparecen ampliamente descritas en la
literatura psicológica. Hay pacientes que tienen mucha dificultad para hablar de sí
mismos, de sus relaciones afectivas y de su vida familiar, pero que al hablar de sus
pertenencias y posesiones se vuelven repentinamente elocuentes. Son personas que
utilizan los objetos y las marcas como símbolos para caracterizar y expresar sus
deseos, conflictos y aspiraciones, y para quienes, de hecho, la retórica del consumo es
la única vía de expresión y acceso a su mundo familiar y personal. En una
investigación llevada a cabo por el Instituto Dentsu de Estudios Humanos del
Japón, le pidieron a jóvenes de siete naciones que tomaran fotos de lo que ellos más
querían o más les gustaba. Casi todos tomaron fotos de productos y artículos de
consumo. El porcentaje de fotos donde aparecían personas fue muy bajo. Muchos de
los jóvenes japoneses señalaron la existencia de sus padres sólo a través de las fotos
de los objetos que habían recibido de sus padres como regalos de cumpleaños1.  

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De acuerdo a diversas investigaciones en el campo de las humanidades y de la
psicología social, pareciera que las tradiciones familiares o la adscripción a los núcleos
primarios de relación social han perdido peso como proveedores de identidad en la
sociedad actual. En otro estudio realizado igualmente en Japón sobre las tendencias

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Densu Institute for Human Studies (1993). Watashino Sukina Mono (Things I Like). Tokyo. Información en inglés obtenida
de http;//www.geocities.com/Athens/7606/mathesis.htm.
1!
del consumo juvenil en 1994, más de la mitad de los jóvenes entrevistados
respondieron que los productos adquiridos por ellos representaban de alguna manera
su identidad y que la variedad de artículos de consumo expresaba diversos aspectos de
su personalidad. La mención de la palabra familia pareciera no ser muy relevante al
hablar de identidad. En cambio, según el reporte Hakuhodo, hasta las cosas más
triviales expresan, con mucha frecuencia, la personalidad de los jóvenes japoneses.
Para e136% de la muestra masculina, el teléfono celular elegido marca un rasgo
cardinal de su perfil y estilo de vida, mientras que para e163% de las mujeres
entrevistadas la peluquería habitual representa con bastante precisión la personalidad
de cada cual2.  

Las orientaciones y tendencias observadas en las investigaciones orientales que


acabamos de citar no son exclusivas del Japón. Son, más bien, producto de la
extensión del estilo de vida del capitalismo post-industrial de las economías
occidentales contemporáneas, manifestaciones del proceso de expansión global de la
sociedad de consumo y de su impacto sobre los mecanismos de socialización
tradicionales. La mención de los resultados de estos estudios sobre el consumo
llevados a cabo en el Japón se me hace particularmente importante por tratarse de una
nación donde hasta no hace mucho perduraron códigos muy estrictos sobre los valores
que debían transmitirse de generación en generación y criterios de socialización
firmemente anclados en la tradición cultural. Una sociedad en la que la vida familiar y
privada transcurría en escenarios separados y distantes de los de la vida pública,
dentro de una especie de invernadero aislado e inmune a los embates del tiempo.
Desplegando una extraña psicología de compartimentos estancos, la sociedad japonesa
impidió, durante muchos años, que las transformaciones en el mundo laboral y la
avalancha económica de su vuelco hacia la producción y el consumo masivos
penetraran en la intimidad de sus familias y de sus casas.
Sin embargo, con el acelerado desarrollo y globalización del consumo como
actividad central de la especie, hasta en las más distantes culturas las mercaderías, los
atributos de los productos industriales y los mensajes comerciales desplazaron a los
grupos primarios de pertenencia, la familia, el clan, las costumbres o las tradiciones,
como principales fuentes de dirección e identidad personal y social. Las cosas se
convirtieron en indicadores de nuestras formas de vida, de nuestra posición en el
mundo. Los signos y mensajes de las marcas, los gustos y preferencias de los otros, se
transformaron en mandatos, en brújulas de nuestras acciones y portadores simbólicos
de personalidad. Con el advenimiento de la sociedad de consumo no sólo ocurrieron
cambios substanciales en el sistema económico y en el universo material, sino que se
transformaron radicalmente las formas y funciones de las instituciones más básicas de
la sociedad.
Se ha hecho más claro lo que el psicólogo norteamericano William James había
ya escrito en 1890:
Queda claro que la línea divisoria entre lo que un hombre llama yo y lo que él
simplemente llama mío es difícil de dibujar... En el sentido más amplio posible,
el yo de un hombre (a man's self) es la suma total de todo lo que él puede
llamar suyo, no sólo su cuerpo y sus fuerzas psíquicas, sino sus ropas y su casa,
su esposa y sus niños, sus ancestros y sus amigos, su reputación y trabajos, su
tierra y caballos y su yate y su cuenta bancaria. Todas estas cosas le dan las

! 2
Hakuhodo Institute of life And Living (1994). Wakamono: Masatsu Kaihi Sedai (Report on Youth Consumption Trend in
1994). Institute of Life and Living, Tokyo. Información en inglés obtenida de http://www.geocitties.com/Athens/7606/
mathesis.htm.
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mismas emociones. Si ellas aumentan y prosperan, él se siente triunfador, si
ellas disminuyen y se extinguen, él se siente abatido3.  

Los objetos son hoy, tanto como los padres y la familia, partes inseparables de
nosotros mismos, piezas de nuestro sistema comunicativo, criterios de juicio, patrones
de valor, símbolos que suministran información sobre nuestra personalidad, sobre los
seres y el mundo que nos rodea.
En un espacio social donde los individuos se perciben a sí mismos y clasifican a
los otros miembros de su especie de acuerdo a ciertas categorías objetivas con base en
una muestra de mercaderías y servicios, y donde los estándares materiales han
reemplazado las normas convencionales, la relación entre padres e hijos y el papel de
la familia se han visto evidentemente afectados. Según David Riesman, en lugar del
sólido giroscopio interior producto de la temprana internalización de los principios y de
las rígidas normas morales impuestos por los padres y la ética burguesa del viejo
capitalismo industrial, los padres de la moderna sociedad de consumo dotan a sus hijos
de algo así como una antena movible y superficial para captar las señales provenientes
del exterior, una especie de radar capaz de registrar las reacciones de los demás para
utilizarlas como criterios normativos. Y en un mundo donde el modo de conformación
social predominante es la dirección externa,
...los padres influencian el carácter de sus hijos sólo en la medida en que a) sus
propias señales se mezclen con otras en la periferia del radar, b) que puedan
colocar a los niños en determinados ambientes sociales para alterar hasta un
grado muy limitado las señales que recibirán, y c) en la medida en que ellos
tomen los riesgos de una censura muy parcial y precaria de los mensajes
entrantes. En estas condiciones, el rol parental disminuye en importancia4.  

Los argumentos expuestos hasta ahora podrían ser utilizados, ya muchos lo han
hecho, como una crítica de los efectos perversos de la sociedad de consumo. Cada
cierto tiempo reaparece una especie de nostalgia por los valores y el calor de la familia
nuclear tradicional. Continuamente se diseñan programas para reforzar el papel de la
familia como célula básica de la sociedad. Pero aquí no se trata de emitir juicios de
valor sobre las bondades, o no, de ciertos tipos de estructura y dinámica familiar, sino
de diagnosticar su estado actual e interpretar sus posibles efectos. Como postula la
teoría psicogenética de la historia, la evolución de las prácticas de crianza infantil y de
la relación entre padres e hijos, los cambios en la estructura y dinámica de la familia y
en la forma de transmitir la cultura de generación en generación, constituyen la fuerza
central de las transformaciones socia- les y de la evolución histórica5. Pero de allí a  

postular que determinados modos de funcionamiento familiar son mejores o peores


que otros hay una gran distancia. De hecho, el concepto de familia, tal cual lo
entendemos hoy en día, es una creación muy precisa de la burguesía. Por algo, ya en
el siglo pasado, Engels denunció a la familia privada como la manifestación más
depurada del carácter capitalista.
Junto a la revolución industrial y a las nuevas formas de comercialización y
mercadeo ocurrieron también modificaciones significativas en las instituciones
primarias de la sociedad y en el perfil psicológico de la humanidad. Según Richard
Sennet, uno de los primeros efectos del capitalismo sobre la vida pública fue la
transferencia de atributos de carácter humano a los objetos. Un segundo efecto fue la

! 3
James, William (1980): The Principles of Psychology, New York.

! 4
Riesman, David (1980): The Lonely Crowd, Yale University Press, New Haven, p. 55.

! 5
Demause, Lloyd (1982): Foundations of Psychohistory, Creative Roots, Inc., New York.
3!
modificación del dominio de lo privado y de la naturaleza misma de la privacidad. No
sólo un cambio en cuanto a los elementos materiales de la apariencia pública, sino una
transformación en cuanto a la definición del ámbito de lo íntimo y a la manera de
experimentar la familia y la individualidad. El sistema de utilidades del capitalismo
industrial requirió para su éxito un nuevo concepto de célula familiar y de
personalidad.
Durante el siglo XIX, la familia... pasó a representar un refugio idealizado, un
mundo en sí mismo, con un valor moral más alto que el dominio público. Se
idealizó la familia burguesa como una vida donde el orden y la autoridad no
eran desafiados... y donde las transacciones entre los miembros de la familia no
tendrían que tolerar el juicio exterior. Cuando la familia se transformó en un
refugio frente a los terrores de la sociedad, también se volvió paulatinamente
un patrón moral para medir el dominio público... Utilizando las relaciones
familiares como un modelo, las gentes consideraron a la vida pública como
moralmente inferior. Intimidad y estabilidad parecieran estar unidas en la
familia6. 

Con el tiempo, sin embargo, este orden ideal fue perdiendo legitimidad y
nacionalidad a medida que avanzaba la nueva cultura del ocio y del consumo en el
siglo XX. Pero, adicionalmente, recibió el impacto del cambio social de mayor
envergadura ocurrido en Occidente, el fenómeno cultural más significativo de las
postrimerías del segundo milenio, como fue la abismal transformación de la mujer en
este siglo y su incorporación al mercado de trabajo y a la vida económicamente activa.
La asombrosa mutación de la sociología y psicología femenina es un evento que no
podemos pasar por alto porque se trata de una verdadera metamorfosis en el centro
de la familia, en el eje de la crianza infantil, en el portador del misterio mismo de la
vida. Esa mujer moderna que ocupa más del 60% de las universidades nacionales, que
aventaja al hombre en el consumo de libros e información y que, habiendo perdido ya
la docilidad o la fragilidad romántica de las bailarinas de Les Silfides, se ha incorporado
enérgicamente al escenario público, le ha exigido al hombre contemporáneo una
reevaluación de la imagen que a lo largo de la historia de Occidente se había planteado
como arquetipalmente suya.
El orden patriarcal de la familia burguesa que todos conocemos se fundamenta
en la función del hombre como proveedor. Pero bajo el panorama actual donde la
mujer ha penetrado masivamente el mercado laboral y compite, de igual a igual, en la
generación de recursos económicos, convirtiéndose a sí misma en proveedora, la
dinámica familiar se ha visto, obviamente, transformada. Como observa V. S. Naipaul,
refiriéndose específicamente al machismo predominante en muchos países del tercer
mundo, en las sociedades coloniales, tan disminuidas y empobrecidas culturalmente,
sólo quedaba el machismo, o lo que es igual, la conquista y la humillación de la mujer
y su supeditación dentro de la jerarquía familiar y social. Pero esa defensa psicológica
tan elemental que levanta la autoestima y el ego masculino disminuyendo y
victimizando a la mujer, no se mantiene por sí sola. «En una sociedad tan dominada
por la idea del pillaje, los atractivos del macho, de arriba a abajo en la escala del
dinero, son esencialmente económicos. El dinero hace al macho»7. Por eso, en la  

condición contemporánea donde los atractivos económicos han dejado de ser posesión
y atributos exclusivos del hombre, y donde, según el ritmo que observamos, la relación
probablemente se invertirá en corto tiempo, el orden patriarcal y el machismo han
perdido uno de sus principales sustentos. Muchas de las imágenes sobre las cuales la

! 6
Sennet, Richard (1978): El Declive del Hombre Público, Ediciones Península, Barcelona, p. 30.

! 7
Naipaul, V.S. (1981): The Return of Eva Perón, Vintage Books, New York, p. 163.
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sociedad construyó su modelo de familia y sus métodos de socialización y crianza
infantil han desaparecido dejando un profundo vacío. Es este vacío el que, poco a poco,
ha sido ocupado por las marcas comerciales y por los objetos de consumo. Pero, como
toda transformación de las formas implícitas en que se expresan y modelan
culturalmente las relaciones sociales, el proceso inevitablemente sorprende e inspira
miedo. Produce confusión, como todo cambio de identidad personal o colectiva.
Los desplazamientos en la psicología femenina colectiva son particularmente
relevantes para la familia venezolana. Merecen un análisis más detallado y particular
que pueda dar cuenta de nuestra idiosincrasia cultural, sobre todo, por tratarse de una
sociedad en la que la mujer de las clases populares, y por tanto del grueso de la
población, ha sido, consuetudinariamente, el principal sustento económico, la
proveedora regular y el soporte moral de los hijos y de la familia. La familia primaria
como refugio nuclear y como institución fundamental de la sociedad nunca ha
funcionado ni existido verdaderamente en Venezuela de manera generalizada. De
hecho, la noción de familia que habitualmente casi todos tenemos, reflejo del modelo
de la familia burguesa de las naciones del eje noratlántico, se restringe y opera, de
manera casi exclusiva, en las clases medias y altas de la población, un sector muy
reducido de la nación, hoy prácticamente desaparecido.
Los hogares populares venezolanos se caracterizan por incluir en ellos una gran
variedad de miembros de la familia extendida (primos, sobrinos, cuñadas, etc.), y
hasta conocidos o extraños circunstanciales, aglutinados en torno a una madre con
numerosa prole producto de diferentes hombres. Uno de los principales rasgos del
escenario familiar es la ausencia o mudanza periódica de la figura paterna y esta
particular constelación familiar venezolana no puede pasar desapercibida. Ciertamente,
a lo largo de toda la historia de la humanidad, los hombres siempre han sido
guerreros, navegantes, cruzados, caballeros andantes, conquistadores, piratas. Pocas
veces han sido estables hombres del hogar.
Pero para la familia burguesa y el carácter social que hizo posible la revolución
industrial y el desarrollo del sistema capitalista, la falta o distanciamiento sostenido del
pater familiae, la carencia de la imagen paterna por cualquier causa, por ausencia
física real, por relaciones amorosas extra- maritales o por debilidad de carácter, actúan
como elementos disruptivos en el desarrollo del ego, en la internalización de los
mandatos e ideales colectivos y en la construcción del super-yo, todas piezas
indispensables del carácter social con dirección interna asociado al empuje inicial de las
economías, de mercado de las democracias liberales occidentales. Esta interrelación
entre la estructura familiar y la dinámica económica es un aspecto que deberíamos
analizar y trabajar más seriamente en Venezuela, principalmente por la ausencia
paterna y la debilidad del logos masculino que caracteriza a la mayoría de los hogares
venezolanos, donde las funciones paternales y maternales, que en principio son
diferentes y se complementan, las suple, con demasiada frecuencia, una sola figura
que es, en nuestro caso, la mujer. Con esta particular historia familiar a cuestas, la
nación venezolana tenía ya el campo abonado para recibir y sembrar los vástagos de la
sociedad de consumo.
La imagen de la familia del hombre y de la mujer actual se ha vuelto imprecisa
y difusa. Está rodeada de conflictos, cubierta de ansiedad y de culpa. Si por un lado,
demasiados padres y madres modernos viven perennemente angustiados por querer
ser buenos y mejores padres, excesivamente preocupados por los posibles efectos de
sus acciones u omisiones sobre la salud mental y el futuro de sus hijos, por el otro
lado, esos mismos padres tampoco logran cumplir cabalmente sus funciones porque no
tienen idea precisa de los principios que deben regir en el hogar e inculcar en sus hijos.
Una suerte de convicción colectiva y difusa empuja a los padres de hoy a permutar la
autoridad y la disciplina por la comunicación y la empatía, a comportarse
5!
afectuosamente y a actuar como compañeros y buenos amigos de sus hijos en lugar
de figuras rectoras. La convicción se convierte, con mucha frecuencia, en mandato
obsesivo. La inasistencia a una de las reuniones familiares del colegio puede ser fatal
para la estabilidad emocional del muchacho. Hay que jugar con el menor en el parque
y llevarlo al cine el domingo. Hay que practicar béisbol con el de mediana edad en las
tardes, así como acompañarlo y presenciar religiosamente sus partidos de fútbol todos
los sábados. Hay que ser comprensivo y tolerante con el desvelo social del adolescente
y la avalancha de fiestas los fines de semana.
Estos padres ideales, sin embargo, carentes de tradiciones y de criterios
normativos convencionales, no tienen noción clara de lo que deben enseñarle a sus
hijos. Inevitablemente conscientes, como herederos de su tiempo, de la volatilidad y
relatividad de los valores, demasiado inseguros para imponer restricciones normativas
sobre sus descendientes, e incapacitados para transmitir con certeza un objetivo de
vida a sus hijos, los padres de la sociedad de consumo acuden a otras personas
buscando orientación. Recurren a fuentes objetivas externas para proveerse de
criterios de juicio. Es aquí donde el poder simbólico de las marcas comerciales y de las
mercaderías de consumo entra en plena acción, actuando como faros o señales de un
sistema comunicativo, aparentemente objetivo, provisto de numerosos indicadores de
posición en el espacio social, categorías de prestigio y de valía personal, esquemas
normativos y patrones de acción que la familia contemporánea dejó de suministrar.
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Habiendo delineado ya un panorama más o menos general de la situación de la
familia en la sociedad de consumo, tiene sentido preguntarse sobre sus consecuencias
y efectos en la psicología y condición humana. La familia fue la piedra fundamental de
la estructura social arcaica. En casi todos los grupos humanos de la más lejana
antigüedad, como en las sociedades sin escritura de la actualidad, la familia fue la
unidad primaria de organización social. Las actividades de producción, la propiedad, el
sistema político y el orden legal, dependían en alto grado de las reglas de parentesco y
de la solidaridad familiar. En las sociedades indoeuropeas, como en muchas otras,
imperó un régimen patriarcal donde la autoridad del padre, cabeza de la familia, era
indiscutible e ilimitada. Los hijos le debían eterno respeto y obediencia al padre y una
especie de participación mística inconsciente los hacía herederos no sólo de los logros
y valores familiares sino también de sus culpas. Un destino traspasado de generación
en generación. El surgimiento y el desarrollo de la conciencia y de la individualidad no
hubieran sido posibles sin el aflojamiento de los lazos de parentesco y el debilitamiento
del principio absoluto de la solidaridad familiar que dieron pie al reclamo de mayores
derechos, responsabilidades y libertad personal.
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Siguiendo esta misma línea de pensamiento, es posible interpretar de manera
positiva algunos de los efectos producidos por el impacto del afán de lucro y de
consumo sobre la estructura de la familia moderna. De alguna forma, la introducción
de objetos transicionales e impersonales en el proceso de construcción de la identidad,
la intermediación económica abstracta y la transferencia parcial al mundo exterior de
muchas de las categorías y criterios normativos que rigen la personalidad, podrían ser
también pasos en el camino de individuación antes mencionado. Senderos que llevan
más allá el relajamiento de los lazos inconscientes; nos mantienen amarrados a los
complejos familiares y que frenan nuestra individualidad. Mecanismos para debilitar la
participación mística inconsciente que nos empuja a replicar el destino y los errores de
nuestros padres y que nos paraliza con mitos ilusorios de una historia familiar que
nada tiene que ver con el presente.
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6!
Pero por más optimista y plausible que la anterior interpretación pueda ser,
dista mucho de ser explicación suficiente y de entregar una versión completa del
complejo fenómeno social que aquí hemos intentado analizar. Como todo acto humano,
la transformación de la familia en la sociedad de consumo tiene su sombra. Esconde
aspectos oscuros, destructivos y perversos. Las funciones y los roles adscritos
tradicionalmente a los padres y a la institución de la familia tienen una base arquetipal
anclada en lo más profundo de la naturaleza y el alma humana. Marcan un campo
afectivo y requieren de las formas de los dioses eternos que los rigen. Son portadores
de una carga emocional y apuntan hacia significados espirituales sobre el sentido de la
existencia humana que nunca podrán ser totalmente transferidos a los objetos. Aún los
desplazamientos parciales difícilmente pueden ocurrir sin causar serios daños en el
aparato psíquico. El trasiego de la identificación con los padres y de la solidaridad
familiar en la identidad con las marcas y la solidaridad con el grupo de pares deja un
espacio vacío. En un mundo donde las cosas se personifican y las personas se
cosifican, el mimetismo adaptativo, el exceso y la desmesura avanzan sin formas
propias que los contengan. La familia como patria potestas seguirá siendo el espacio
cardinal donde se incuban aquellos significados emocionales que nos hacen más
propiamente humanos.
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