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NÚMERO 78

Arqueología de la obra de
arte
Giorgio Agamben

La idea que guía a estas re exiones mías sobre el concepto de obra de arte SOBRE EL AUTOR
es que la arqueología es la única vía de acceso al presente. Es en este sentido Giorgio Agamben (1942)
como hay que entender el título «Arqueología de la obra de arte». Como lo es un filósofo nacido en
sugirió Michel Foucault, la indagación sobre el pasado no es más que la Roma, Italia. Es
sombra arrojada por una interrogación dirigida al presente. Es buscando principalmente conocido
comprender el presente como los hombres —al menos nosotros, los por su larga investigación
hombres europeos— nos vemos obligados a interrogar el pasado. He de casi veinte años Homo
precisado «nosotros, los europeos» porque me parece que, admitido que la sacer, en donde

palabra «Europa» tiene un sentido, éste, como hoy es evidente, no puede ser emprendió una

ni político ni religioso y mucho menos económico, sino que tal vez consiste arqueología de la política
occidental que retoma
en que el hombre europeo —a diferencia, por ejemplo, de los asiáticos y los
elementos de la obra de
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americanos, para los cuales la historia y el pasado tienen un signi cado Martin Heidegger, Carl

completamente diferente— puede acceder a su verdad sólo a través de una Schmitt, Walter Benjamin,

confrontación con el pasado, sólo haciendo cuentas con su historia. Hace Michel Foucault, entre

muchos años, un lósofo que también fue un alto funcionario de la Europa muchos otros autores y
registros. Entre sus obras
naciente, Alexandre Kojève, sostenía que el Homo sapiens había alcanzado el
más leídas se encuentran
nal de su historia y no tenía ya ante sí más que dos posibilidades: el acceso
La comunidad que viene
a una animalidad poshistórica (encarnado por el American way of life) o el
(1990), El tiempo que resta
esnobismo (encarnado por los japoneses, que continuaban celebrando sus
(2000), Estado de excepción
ceremonias del té, a pesar de que estuvieran vaciadas de cualquier
(2003), El Reino y la Gloria
signi cado histórico). Entre una América íntegramente reanimalizada y un
(2007) y El uso de los
Japón que se mantiene humano siempre y cuando renuncie a todo contenido cuerpos (2014).
histórico, Europa podría ofrecer la alternativa de una cultura que sigue
siendo humana y vital incluso después del n de la historia, porque es capaz
de confrontarse con su historia misma en su totalidad y alcanzar con esta
confrontación una vida nueva.

Por eso la crisis que Europa está atravesando —como tendría que ser
evidente con el desmantelamiento de sus instituciones universitarias y la
musei cación creciente de la cultura— no es un problema económico
(«economía» es hoy una consigna y no un concepto), sino una crisis de la
relación con el pasado. En la medida en que el único lugar en que el pasado
puede vivir es de manera evidente el presente, y si el presente no siente ya a
su pasado como vivo, las universidades y los museos se vuelven lugares
problemáticos. Y si el arte se ha vuelto hoy para nosotros una gura —tal vez
la gura— eminente de este pasado, entonces la pregunta que no hay que
dejar de plantearse es: ¿cuál es el lugar del arte en el presente? (Y aquí me
gustaría rendir homenaje a Giovanni Urbani, que quizá fue el primero que
planteó de modo coherente esta cuestión).

Por consiguiente, la expresión «arqueología de la obra de arte» presupone


que la relación con la obra de arte se ha vuelto en sí misma un problema. Y
puesto que estoy convencido, como Wittgenstein sugería, de que los
problemas losó cos son en última instancia preguntas sobre el signi cado
de las palabras, esto quiere decir que hoy en día el sintagma «obra de arte»
resulta opaco, si no es que ininteligible, y que su oscuridad no se re ere
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únicamente al término «arte», que dos siglos de re exión estética nos han
acostumbrado a considerar problemático, sino también y sobre todo al
término, en apariencia más simple, de «obra». Ni siquiera desde un punto de
vista gramatical el sintagma «obra de arte», que usamos con tanta
desenvoltura, es fácil de entender, ya que no es en absoluto claro si se trata
de un genitivo subjetivo (la obra está hecha del arte y pertenece a él) u
objetivo (el arte depende de la obra y recibe de ella su sentido). En otras
palabras, si el elemento decisivo es la obra o el arte, o una mezcla suya no
mejor de nida, y si los dos elementos proceden en un acuerdo armónico o
existen más bien en una relación conflictiva.

Ustedes saben, por lo demás, que hoy en día la obra parece atravesar una
crisis decisiva, que la ha llevado a desaparecer del ámbito de la producción
artística, en la cual la performance y la actividad creativa o conceptual del
artista tienden cada vez más a tomar el lugar de aquello que estábamos
acostumbrados a considerar como «obra».

Ya en 1967, un joven y excepcional estudioso, Robert Klein, había publicado


un ensayo breve de título elocuente: El eclipse de la obra de arte. Klein sugería
que los ataques de las vanguardias artísticas del siglo XX no estaban dirigidos
hacia el arte, sino exclusivamente contra sus encarnaciones en una obra,
como si el arte, en un curioso impulso autodestructivo, devorara aquello que
había definido siempre su consistencia: la propia obra.

Que las cosas fueran justamente así, resulta con claridad por el modo en que
Guy Debord —que antes de fundar la Internacional Situacionista había
pertenecido a los últimos grupúsculos de las vanguardias del siglo XX—
resume su posición sobre el problema del arte en su tiempo: «El surrealismo
quiso realizar el arte sin abolirlo, el dadaísmo quiso abolirlo sin realizarlo,
nosotros queremos abolirlo y realizarlo al mismo tiempo». Es evidente que lo
que debe ser abolido es la obra, pero tanto más evidente es que la obra de
arte debe ser abolida en nombre de algo que, en el mismo arte, va más allá
de la obra y exige ser realizado no en una obra, sino en la vida (los
situacionistas trataron de forma coherente producir no obras, sino
situaciones).
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Si hoy en día el arte se presenta como una actividad sin obra —incluso si, con
una interesante contradicción, artistas y marchantes continúan estipulando
su precio—, esto ha podido ocurrir precisamente porque el ser-obra de la
obra de arte ha permanecido impensado. Yo creo que sólo una genealogía
de este concepto ontológico fundamental (si bien no registrado como tal en
los manuales de losofía) podrá volver comprensible el proceso que —según
el famoso paradigma psicoanalítico del retorno de lo reprimido en formas
patológicas— ha llevado la práctica artística a asumir aquellas características
que el arte así llamado contemporáneo ha extremado en formas
inconscientemente paródicas. (El arte contemporáneo como retorno en
formas patológicas de la «obra» reprimida).

Ciertamente, éste no es el lugar para intentar una genealogía semejante. Me


limitaré más bien a presentar algunas re exiones sobre tres momentos que
me parecen particularmente significativos.

Para empezar, será necesario que nos dirijamos a la Grecia clásica,


aproximadamente al tiempo de Aristóteles, es decir, al siglo IV antes de
Cristo. ¿Cuál es la situación de la obra de arte —y, más en general, de la obra
y del artista— en este momento? Muy distinta a aquella a la que estamos
acostumbrados. El artista, como cualquier otro artesano, está clasi cado
entre los technitai, es decir, entre aquellos que, practicando una técnica,
producen cosas. Sin embargo, su actividad nunca es tomada en cuenta como
tal, sino que es siempre y solamente considerada desde el punto de vista de
la obra producida. Esto resulta testimoniado con evidencia por el hecho,
sorprendente para los historiadores del derecho, de que el contrato que él
estipula con el cliente nunca menciona la cantidad necesaria de trabajo, sino
sólo la obra que él debe proporcionar. Por esto los historiadores modernos
están acostumbrados a repetir que nuestro concepto de trabajo o de
actividad productiva es completamente desconocido para los griegos, que
carecen incluso de un término para designarlo. Yo creo que habría que decir,
más precisamente, que ellos no distinguen entre el trabajo y la actividad
productiva de la obra, porque, a sus ojos, la actividad productiva reside en la
obra y no en el artista que la produjo.
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Existe un pasaje de Aristóteles en el que todo esto está expresado con
claridad. El pasaje se encuentra en el libro Theta de la Metafísica, que está
dedicado al problema de la potencia (dynamis) y del acto (energeia) . El
término energeia es una invención de Aristóteles —los lósofos, del mismo
modo en que los poetas, necesitan crear palabras y la terminología, fue
dicho con razón, es el elemento poético del pensamiento— pero, para un
oído griego, es inmediatamente inteligible. «Obra, actividad» se dice en
griego ergon y el adjetivo energos signi ca «activo, operante»: energeia
signi ca entonces que algo está «en obra, en actividad», en el sentido de que
ha alcanzado su n propio, la operación a la cual está destinado.
Curiosamente, para de nir la oposición entre potencia y acto, dynamis y
energeia, Aristóteles se sirve de un ejemplo tomado precisamente de la
esfera que nosotros denominaremos artística: Hermes, dice él, existe en
potencia en el leño todavía no esculpido, en cambio, existe en obra en la
estatua esculpida. Por consiguiente, la obra pertenece constitutivamente a la
esfera de la energeia, la cual, por lo demás, hace referencia en su propio
nombre a un ser-en-obra.

Y aquí comienza el pasaje (1050a 21-35) que me interesa leer junto con
ustedes. El n, el telos —escribe— es el ergon, la obra, y la obra es energeia,
operación y ser-en-obra: de hecho, el término energeia deriva de ergon y
tiende por eso hacia la completitud, la entelecheia (otro término forjado por
Aristóteles: poseerse en el n propio). No obstante, existen casos en los
cuales el n último se agota en el uso, como en la vista (opsis, la facultad de
ver) y en la visión (el acto de ver, horasis), en las cuales no se produce nada
más aparte de la visión; existen, en cambio, otros casos en los cuales se
produce algo más, como, por ejemplo, del arte de construir (oikodomiké),
además de la operación de construir (oikodomesis), se produce también la
casa. En estos casos, el acto de construir, la oikodomesis, reside en la cosa
construida (en toi oikodomoumenoi), es originada (gignetaz, «se genera») y está
junto a la casa. Por consiguiente, en todos los casos en que se produce algo
más que el uso, la energeia reside en la cosa hecha (en toi poiumenoi), del
mismo modo en que el acto del construir está en la casa construida y el acto
de tejer en el tejido. Cuando, en cambio, no existe otro ergon, otra obra
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además de la energeia, entonces la energeia, el ser-en-obra, residirá en los
sujetos mismos, del mismo modo en que, por ejemplo, la visión reside en el
vidente y la contemplación (la theoria, es decir, el conocimiento más alto) en
el contemplador y la vida en el alma.

Detengámonos un momento en este pasaje extraordinario. Ahora


entendemos mejor por qué los griegos privilegiaron la obra con respecto al
artista (o al artesano). En las actividades que producen algo, la energeia, la
actividad productiva verdadera y propia, no reside, por mucho que esto
pueda sorprendernos, en el artista, sino en la obra: la operación de construir
en la casa y el acto de tejer en el tejido. Y entendemos también por qué los
griegos no pudieron tener en mucha estima al artista. Mientras la
contemplación, el acto del conocimiento, está en el contemplador, el artista
es un ser que tiene su n, su telos, fuera de sí, en la obra. Él es, por lo tanto,
un ser constitutivamente incompleto, que no posee nunca su telos, que
carece de entelecheia. Por esto los griegos consideraban al technites como un
banausos, término que indica a una persona sin importancia, no
propiamente decorosa. Esto no signi ca, evidentemente, que ellos no fueran
capaces de ver la diferencia entre un zapatero y Fidias: pero, a sus ojos,
ambos tenían su n fuera de sí mismos, el primero en el zapato y el segundo
en las estatuas del Partenón; en todos los casos, su energeia no les
pertenecía. Por consiguiente, el problema no era estético, sino metafísico.

Al lado de las actividades que producen obras, existen otras sin obra —que
Aristóteles ejempli ca en la visión y en el conocimiento— en las cuales la
energeia está, en cambio, en el sujeto mismo. Sobra decir que éstas son,
para un griego, superiores a las otras, una vez más, no porque no fueran
capaces de apreciar la importancia de las obras de arte con respecto al
conocimiento y al pensamiento, sino porque en las actividades
improductivas, como es precisamente el pensamiento (la theoria), el sujeto
posee perfectamente su n. La obra, el ergon, es en cambio de algún modo
una obstrucción que expropia al agente de su energeia, que reside no en él,
sino en la obra. La praxis, la acción que tiene en sí misma su n, es por esto,
como Aristóteles no se cansa de repetir, de algún modo superior a la poiesis,
a la actividad productiva, cuyo n está en la obra. La energeia, la operación
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perfecta, es sin obra y tiene su lugar en el agente. (De manera coherente los
antiguos distinguían las artes in e ectu, como la pintura y la escultura, que
producen una cosa, de las artes actuosae, como la danza y la mímica, que se
agotan en su ejecución).

Me parece que esta concepción del actuar humano contiene en sí el germen


de una aporía, la cual concierne al lugar propio de la energeia humana, que
reside en un caso —en la poiesis— en la obra y en otro en el agente. Que se
trate de un problema no irrelevante, o que de cualquier forma Aristóteles no
consideraba tal, está testimoniado por un pasaje de la Ética nicomáquea, en
el cual el lósofo se pregunta si existe algo como un ergon, una obra que
de na al hombre en cuanto tal, en el sentido en que la obra del zapatero es
hacer el zapato, la obra del autista tocar la auta y la del arquitecto
construir la casa. O bien, se pregunta Aristóteles, ¿tendremos que decir que
mientras el zapatero, el autista y el arquitecto tienen cada uno su obra, el
hombre en cuanto tal ha nacido, en cambio, sin obra? Aristóteles descarta en
seguida esta hipótesis, que a mí me parece interesantísima, y responde que
la obra del hombre es la energeia del alma según el logos, es decir, una vez
más, una actividad sin obra, o cuya obra coincide con su mismo ejercicio,
porque está ya siempre en-obra. Pero, podemos preguntar, ¿qué pasa
entonces con el zapatero, el autista, el artista, en suma, el hombre en
cuanto technites y constructor de un objeto? ¿No será acaso un ser
condenado a la escisión, pues habrá en él dos obras diferentes, una que le
compete en cuanto hombre y otra, exterior, que le compete en cuanto
productor?

Si confrontamos esta concepción de la obra de arte con la nuestra, podemos


decir que aquello que nos separa de los griegos es que, en un cierto punto, a
través de un lento proceso cuyos inicios podemos hacer coincidir con el
Renacimiento, el arte salió de la esfera de las actividades que tienen su
energeia fuera de ellas, en una obra, y se hipostasió en el ámbito de aquellas
actividades que, como el conocimiento o la praxis, tienen en sí mismas su
energeia, su ser-en-obra. El artista no es ya un banausos, obligado a perseguir
su completitud fuera de sí en la obra, sino, como el teórico, reivindica ahora
el dominio y la titularidad de su actividad creativa.
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Tal vez el momento crítico en que esta transformación encuentra su
condición de posibilidad es cuando, a partir del n del mundo clásico y
después en la teología medieval cada vez más a menudo, se abre camino la
concepción (a la que Erwin Panofsky dedicó un estudio ejemplar) según la
cual el arte no reside en la obra, sino en la mente del artista, y más
precisamente en la idea a la que él mira al realizar su obra. La fuerza de esta
concepción reside en que ella tenía su modelo en la creación divina. Del
mismo modo en que la casa preexiste como idea en la mente del arquitecto
—escribe Tomás—, así Dios ha creado el mundo según el modelo o la idea
que existía en su mente. Es de este paradigma de donde deriva la
desgraciada trasposición desde el vocabulario teológico de la creación hasta
la actividad del artista, que hasta entonces nadie habría pensado en de nir
como creativa. Y resulta signi cativo que precisamente la praxis del
arquitecto haya desempeñado un papel decisivo en la elaboración de este
paradigma (lo que signi ca, tal vez, que quien ejerce la arquitectura tendría
que ser particularmente cuidadoso cuando re exiona sobre su práctica; la
centralidad y al mismo tiempo la problematicidad de la noción de «proyecto»
tendrían que ser consideradas desde esta perspectiva).

Pero aquello que por un lado el artista ha conseguido —la independencia


con respecto a la obra— es, por así decirlo, algo que por el otro pierde. Si él
posee en sí mismo su energeia y puede afirmar de este modo su superioridad
sobre la obra, ésta llega a serle en un cierto sentido accidental, se transforma
de alguna forma en un residuo no necesario de su actividad creativa.
Mientras que en Grecia el artista es una especie de residuo embarazoso o un
presupuesto de la obra, en la modernidad la obra es de alguna forma un
residuo embarazoso de la actividad creativa y del genio del artista.

El lugar de la obra de arte se ha hecho pedazos. Ergon y energeia se disocian y


el arte —concepto cada vez más enigmático, que después será transformado
por la estética en un verdadero misterio— no reside ya en la obra, sino
también y sobre todo en la mente del artista.

En este punto, la hipótesis que me gustaría sugerir es que ergon y energeia,


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obra y operación creativa, son nociones complementarias y, no obstante, sin
comunicación, que forman, con el artista como su medio, aquello que
propongo llamar la «máquina artística» de la modernidad; y no es posible, a
pesar de que todo el tiempo se lo intente, ni separarlas ni hacerlas coincidir
ni, mucho menos, jugar una contra otra. Se trata, pues, de algo como un
nudo borromeo, que aprieta juntos la obra, el artista y la operación; y, como
en todo nudo borromeo, no es posible desvincular uno de los tres elementos
que lo componen sin romper irrevocablemente el nudo entero.

Me gustaría invitarlos ahora a dirigirnos a Alemania, en los primeros años de


la década de 1920, pero no a los desórdenes y los tumultos que marcan en
aquellos años la vida de las grandes ciudades alemanas, sino al silencio y el
recogimiento de la abadía benedictina de Maria Laach en Renania. Aquí un
monje oscuro, Odo Casel, publica en 1923 (el mismo año en que Duchamp
termina o, más bien, abandona en un estado de «incompletitud de nitiva» El
gran vidrio) Die Liturgie als Mysterienfeier (La liturgia como esta mistérica),
una especie de mani esto de aquello que será más tarde de nido como el
Movimiento litúrgico.

Los primeros treinta años del siglo XX han sido bautizados con razón «la era
de los movimientos». No sólo, tanto a derecha como a izquierda del espectro
político, los partidos ceden su lugar a los movimientos (tanto el Fascismo
como el movimiento obrero se de nen de este modo), sino que también en
el arte, en las ciencias (cuando Freud intentó de nir en 1914 el psicoanálisis,
no encontró nada mejor que «movimiento psicoanalítico») y en cualquier
aspecto de la cultura los movimientos sustituyen a las escuelas y las
instituciones. Es en este contexto donde «la renovación de la Iglesia a partir
del espíritu de la liturgia» emprendido en Maria Laach acabó siendo de nido
como liturgische Bewegung, precisamente del mismo modo en que muchas
vanguardias de aquellos años se cali caban como «movimientos» artísticos o
literarios.

No es improcedente la proximidad entre la práctica de las vanguardias y la


liturgia, entre movimientos artísticos y movimiento litúrgico. De hecho, en la
base de la doctrina de Casel está la idea de que la liturgia (hay que notar que
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el término griego leitourgia signi ca «obra, prestación pública», de laos,
«pueblo», y ergon) es esencialmente un «misterio». No obstante, misterio no
signi ca de ningún modo, según Casel, enseñanza oculta o doctrina secreta.
En su origen, como en los misterios eleusinos que se celebraban en la Grecia
clásica, misterio signi ca una praxis, una especie de acción teatral,
conformada de gestos y palabras que se cumplen en el tiempo y en el
mundo para la salvación de los hombres. El cristianismo no es por lo tanto
una «religión» o una «confesión» en el sentido moderno del término, es
decir, un conjunto de verdades y dogmas que se trata de reconocer y
profesar: es, en cambio, un «misterio», es decir, una actio litúrgica, una
performance, cuyos actores son Cristo y su cuerpo místico, es decir, la Iglesia.
Y esta acción es, sí, una praxis especial, pero, a la vez, ella de ne la actividad
humana más universal y más verdadera, en la cual está en juego la salvación
de aquel que la cumple y de aquellos que participan en ella. Desde esta
perspectiva, la liturgia deja de aparecer como la celebración de un rito
exterior, que tiene su verdad en otro lugar (en la fe y en el dogma): al
contrario, sólo en el cumplimiento hic et nunc de esta acción absolutamente
performativa, que realiza en cada ocasión aquello que signi ca, el creyente
puede encontrar su verdad y su salvación.

De acuerdo con Casel, en efecto, la liturgia (por ejemplo, la celebración del


sacri cio eucarístico en la mesa) no es una «representación» o una
«conmemoración» del acontecimiento salví co: ella misma es el
acontecimiento. No se trata, pues, de una representación en sentido
mimético, sino de una (re)presentación en la cual la acción salví ca (la
Heilstat) de Cristo se vuelve efectivamente presente a través de los símbolos y
las imágenes que la signi can. Por esto, la acción litúrgica actúa, como se
dice, ex opere operato, es decir, por el hecho mismo de ser cumplida en aquel
momento y en aquel lugar, independientemente de las cualidades morales
del celebrante (incluso si éste fuera un criminal —si, por ejemplo, bautizara a
una mujer con la intención de violentarla— el acto litúrgico no perdería por
esto su validez).

Es a partir de esta concepción «mistérica» de la religión como me gustaría


proponerles la hipótesis de que entre la acción sagrada de la liturgia y la
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praxis de las vanguardias artísticas y del arte denominado contemporáneo
existe algo más que una simple analogía. Una atención especial a la liturgia
por parte de los artistas había aparecido ya en los últimos decenios del siglo
XIX, en particular en aquellos movimientos artísticos y literarios que se
de nen generalmente con los términos tanto más vagos de «simbolismo»,
«estetismo», «decadentismo». De mano del proceso que, con la primera
aparición de la industria cultural, arroja a los seguidores desde un arte puro
hasta los márgenes de la producción social, artistas y poetas (basta con
aludir aquí el nombre de Mallarmé) comienzan a mirar su práctica como la
celebración de una liturgia; liturgia en el sentido exacto del término, en
cuanto que implica tanto una dimensión soteriológica, en la cual parece
estar en cuestión la salvación espiritual del artista, como una dimensión
performativa, en la cual la actividad creativa asume la forma de un verdadero
ritual, desvinculado de todo signi cado social y e caz por el simple hecho de
ser celebrado.

En cualquier caso, es también y precisamente este segundo aspecto el que es


retomado rmemente tanto por las vanguardias del siglo xx como por
aquellos movimientos que constituyen una extremación radical y, en
ocasiones, una parodia. No creo enunciar nada extravagante sugiriendo la
hipótesis de que conviene leer las vanguardias y sus derivas
contemporáneas como la recuperación lúcida y a menudo consciente de un
paradigma esencialmente litúrgico.

Del mismo modo en que, de acuerdo con Casel, la celebración litúrgica no es


una imitación o una representación del acontecimiento salví co, sino que
ella misma es el acontecimiento, así también aquello que de ne a la praxis
de las vanguardias del siglo XX y de sus derivas contemporáneas es el
abandono decidido del paradigma mimético-representativo en nombre de
una pretensión genuinamente pragmática. La acción del artista se emancipa
de su n productivo o reproductivo tradicional y se vuelve una performance
absoluta, una pura «liturgia» que coincide con su celebración y es e caz ex
opere operato y no por las cualidades intelectuales o morales del artista.

En un célebre pasaje de la Ética nicomáquea, Aristóteles había distinguido el


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hacer (poiesis), que mira a un n externo (la producción de una obra), del
actuar (praxis), que tiene en sí mismo (en el actuar bien) su n. Entre estos
dos modelos, liturgia y performance insinúan un tercero híbrido, en el cual la
acción misma pretende presentarse como obra.

En este punto, para el tercer momento de mi arqueología sumaria, tenemos


que dirigirnos a Nueva York en torno a 1916. Aquí un señor que no sabría
cómo de nir, quizá un monje como Casel, de algún modo un asceta,
ciertamente no un artista, de nombre Marcel Duchamp inventa el ready-
made. Como lo había entendido Giovanni Urbani, Duchamp, con su
propuesta de aquellos actos existenciales (y no obras de arte) que son los
ready-made, sabía perfectamente que no obraba como artista. Sabía también
que el camino del arte se encontraba bloqueado por un obstáculo
insuperable, que era el arte mismo, ahora constituido por la estética como
una realidad autónoma. En los términos de esta arqueología, yo diría que
Duchamp había entendido que aquello que bloqueaba el arte era
justamente aquello que llamé la máquina artística, que con la liturgia de las
vanguardias había alcanzado su punto crítico.

¿Qué hace Duchamp para hacer explotar o al menos desactivar la máquina


obra-artista-operación? Él toma un objeto cualquiera de uso, quizá un
mingitorio, y, tras introducirlo en un museo, lo fuerza a presentarse como
una obra de arte. Naturalmente —excepto por el breve instante que dura el
efecto de la extrañación y de la sorpresa— aquí no viene nada en realidad a
la presencia: no la obra, ya que se trata de un objeto de uso cualquiera
producido industrialmente, ni la operación artística, ya que de ninguna
forma hay poiesis, producción, y ni siquiera el artista, ya que aquel que rma
con un irónico nombre falso el mingitorio no actúa como artista, sino, en
todo caso, como lósofo o crítico o, como le gustaba decir a Duchamp, como
«alguien que respira», un simple viviente. El ready-made no tiene ya lugar, ni
en la obra ni en el artista, ni en el ergon ni en la energeia, sino solamente en
el museo, que adquiere en este punto un rango y un valor decisivo.

Lo que ocurrió después es que una congregación, por desgracia todavía


activa, de hábiles especuladores y de tontos transformó el ready-made en
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obra de arte. No es que ellos hayan conseguido realmente poner de nuevo
en marcha a la máquina artística —ésta gira ahora en el vacío—, sino que la
apariencia de un movimiento consigue alimentar, yo creo que no por
demasiado tiempo, esos templos del absurdo que son los museos de arte
contemporáneo.
No trato de decir que el arte contemporáneo —o, si se quiere, el arte post-
Duchamp— no tenga interés. Al contrario, lo que trae a la luz es tal vez el
acontecimiento más interesante que se pueda imaginar: la aparición del
con icto histórico, en todos los sentidos decisivo, entre arte y obra, energeia
y ergon. Mi crítica, si de crítica se puede hablar, se dirige a la perfecta
irresponsabilidad con la que artistas y curadores eluden bastante a menudo
la confrontación con este acontecimiento y ngen que todo continúa como
antes.

Me gustaría concluir ahora mi breve arqueología de la obra de arte


sugiriendo abandonar la máquina artística a su destino. Y, con ella,
abandonar también la idea de que exista algo semejante a una actividad
humana suprema que, a través de un sujeto, se realiza en una obra o en una
energeia que extraen de ella su valor incomparable. Esto implica que hay que
trazar de nuevo el mapa del espacio en el que la modernidad situó al sujeto y
sus facultades.

Artista o poeta no es aquel que tiene la potencia o facultad de crear, que un


buen día, a través de un acto de voluntad u obedeciendo a un mandato
divino (la voluntad es, en la cultura occidental, el dispositivo que permite
atribuir a un sujeto las acciones y las técnicas como una propiedad), decide,
como el Dios de los teólogos, no se sabe cómo y por qué, poner en obra. Y,
del mismo modo en que el poeta y el pintor, así el carpintero, el zapatero, el
autista y, en n, cualquier hombre, no son los titulares trascendentes de
una capacidad de actuar o de producir obras: son, más bien, vivientes que,
en el uso y solamente en el uso tanto de sus miembros como del mundo que
los rodea, hacen experiencia de sí y se constituyen como forma de vida.

El arte no es más que el modo en que el anónimo al que llamamos artista,


manteniéndose constantemente en relación con una práctica, busca
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constituir su vida como una forma de vida: la vida del pintor, del carpintero,
del arquitecto, del contrabajista, en quienes, como en toda forma-de-vida,
está en cuestión nada menos que su felicidad.

Traducción del italiano:


Alan Cruz

© Giorgio Agamben, «Archeologia dell’opera d’arte», en Creazione e anarchia.


L’opera nell’età della religione capitalistica, Vicenza, Neri Pozza, 2017, pp. 8-28.
Este libro reúne, con ligeras variaciones, cinco lecciones impartidas en la
Accademia di Architettura di Mendrisio entre octubre de 2012 y abril de 2013.

BIBLIOGRAFÍA

Odo Casel, «Die Liturgie als Mysterienfeier», en Jahrbuch für


Liturgiewissenschaft, núm. 3, 1923.
Guy Debord, La Société du spectacle, París, Buchet/Chastel, 1967.
Robert Klein, La forme et l’intelligible, París, Gallimard, 1970.
Alexandre Kojève, Introdution à la lecture de Hegel, París, Gallimard, 1947.
Giovanni Urbani, Per una archeologia del presente , Milán, Skira, 2012.

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