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13/2/2021 Manuel Andrade

MANUEL ANDRADE
Cuartel de invierno
(fragmento)

La luz
1
Noche que no difiere de la noche sino en el filo de la luz
que deja la cortina al separarse de la ventana abierta en breves ráfagas.
Noche cerrada afuera y silenciosa. Las húmedas tinieblas solapadas
por la humedad graciosa del verano forman la habitación, la desfiguran.

O acaso la vista cansada instrumente su danza personal y en la distancia


componga con las sombras y las luces una coreografía de tinieblas.
La noche infunde un miedo gracioso, como presentimiento de una culpa,
en el vislumbre tímido de un recuerdo difuso o en el desbordamiento...

La noche es carne viva tajada por un filo de palabras, un golpe de memorias inconexas,
un sentimiento abrupto ornado de nombres y cuerpos. Una hojarasca,
conciencia de pérdidas, que gotea en la cama su polvo de siglos, ya láminas óseas,
refugio del guerrero en el paisaje árido de las batallas inconclusas...

Desde ayer las preguntas se acumulan en la trama corporal para representar una tragedia
sin que funcionen los planes de evasión ni su costumbre: ni el frotamiento ni el disfraz
ni la rocosa parafernalia del discurso o su revés rocoso ni, menos, la garantía de lo probable
surten efecto ante la noche brava e interior que respira como muerte menor y lapidaria...

Por primera vez en muchos años recuerdo el patio de la casa paterna,


pero mis pasos dan a otros jardines, al cerrado de un cuerpo que descansa
y que es la noche vertida entre las sábanas y la imaginación, como tinieblas que dicen
que no habrá amanecer, que ya es la noche real e interna.

Aunque sea julio y una tarde lluviosa desguace la ciudad,


aunque sea la bautismal cama amatoria de noviembre;
aunque sea un febrero de cafetales y verduras, aunque sea
la infinita, playa de mayo del sueño infantil... será la noche.

La despoblada realidad del alma, ajena a las bondades de la carne


y el espíritu; sumida en el insomnio, en la escalera vana
de no poder nombrar la rosa y que aparezca,
y en la adusta resignación que nada espera, sino la noche real...

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13/2/2021 Manuel Andrade
La de inventar al asno que se aposenta junto al miedo,
y dice la frase gastada, volcado en la cama como en un desierto,
esperando la noche moderada: el dolor físico o la pesadilla desastrosa
que lo saque de la cama y lo separe de su alma, para siempre oscura...

2
Una mirada se aproxima a un deslinde de líneas verticales,
mas carece de la certeza del acero en la cuchilla
y del placer que circuye al agua fresca en el canto de las piedras;
se aleja sofocada de la experiencia diaria e inventa en el balcón un pasadizo.

Percibe, fraudulenta, la perenne virtud de un torso blanco


sobre la tristeza de los días, como si la acumulación de cansancio y de óxido pudiera
abrir una botella y olvidar el precipicio de la tarde, almena y palomar, nubes y gárgolas:
necedad que se extiende en la ventana si el pasado tutelar se abre telúrico...

La mirada se divierte al advertir su error pero no frena


porque supone un mundo a voluntad para representar el drama íntimo:
figura volátil dónde dejar las consideraciones laborales,
rendija lateral, compuesta de cuerpos y felices vidas ...

Las piernas abiertas del horizonte dejan ver una línea de arena,
el territorio mojado y sutil que es el sueño cuando es la amada aparecida de repente,
en una mirada que no quiere ver la sola silueta
sino el peso del cobre y su sabor a moneda faltante, a sudor y miseria.

La hilarante profecía de la noche, es una enorme lente


que absorbe el humo en suaves espirales, lo recompone y suple
por acordes marítimos para contar la dulce memoria de los cuerpos,
los detalles magníficos de las altivas camas desbocadas...
¿O qué fue del amor sino el batir constante del mar sobre la playa?
¿Qué imagen, qué sendero ocupó su lugar?
¿Qué artilugio sonoro de labrados pedruscos simuló sus lebreles,
su desorden lingüístico, perverso, y robó la delicia del amor?

Era la tarde escrupulosa y sólida de un cuerpo ambarino que cae como un fruto
en la imaginación de un tallador oblicuo (quizá más recordado
por su risa que por la gracia con que ejecutó, contra la pantanosa claridad
de los ecos pacíficos, una tonada absorta)...

Era la sed nutricia, la balada perfecta, el eterno retorno y su revés de trigo;


era la vasta y noble sabiduría del cuerpo, biológica, nerviosa, el silencio
de sus imperfecciones hilarantes, la música perpetua de la piel,
la rosa cautivada en el concierto frágil de la estrella.

¿Era el amor y su rudeza espiritual, el agua de su negra leyenda, la excesiva


piedad de su violencia heráldica, sin límite ni tiempo?
¿O era sólo su sombra, el recuerdo feliz y lapidario de lo efímero
formando entre oropeles su discurso de lavas apagadas?

¿Una ciudad capaz de ofrecer al viajero cierta hospitalidad coherente,


racional? ¿Un paraíso blanco para ahuyentar a golpes la vejez,
el vómito nocturno, las ansias matinales,
el llanto inexpresable de la esperanza rota...?

Eran sólo la fe y el arrebato, la destreza instintiva de acampar en lo eterno,


de afirmar por la sangre la fuerza de la vida…

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13/2/2021 Manuel Andrade
Incluso en el pequeño precipicio de su criatura doble.
Sobre todo en la agónica ternura de su criatura doble.

En ese abstracto símil de la muerte, en su jubón precario.


En la marea de la mirada y en la pregunta sin respuesta.
En el invento frágil, necesario, de saberla velamen, fruto, fiesta,
suave pasaje hacia la realidad, espejismo sabroso e incendiario...

Entonces te celebro como a novia primeriza el suspiro y la guirnalda,


bajo una lluvia que repite el olor penetrante de mi tierra, cesta pródiga
de frases aduladoras y necias bajo la cual funge de madre la verdadera tierra,
ingrata, desértica, y la palabra verdadera para cantar el dolor y la ausencia.

Y en la perplejidad del agua ante su líquido desliz,


en el reflejo vago de su identidad apalabrada por el descuido de la luz,
hallar al fin las prendas del amor, su roto aroma,
la humillación y la violencia tras su rostro de signos y ceniza.

Si todo fuera describirte en cada marejada o fuera el estribillo silábico,


con que justificas la precaria raíz, la fortuna, el inocuo ateísmo
como una vanidad intelectual que te reservas para afrontar, tu propia índole culposa.
Si todo fuera mencionar el vacío y gozar de la propia nimiedad...

Mas la vida parece escaramuza ardiente cuando la eternidad la desfonda;


es la nada que te refleja cuando escribes, tu vivienda, y manías, los despojos
que le vas a legar a la posteridad, la ironía con que te gratificas el cansancio,
de un mano a mano entre ceniza y erotismo:

Porque nada perdurará sino el deseo, la oscura cifra, sutil, de su entramado,


el periplo jocundo de su formato lúdico, la maravilla de la vida sola, sin vehículos...
No hay claridad ante el vértigo y es inútil que el oráculo fije las estaciones.
Y más inútil esta certeza de la finitud.

Su cuerpo es el rescoldo del instante, como aguacero perenne y letal…


Porque al final quisieras pasarte de listo y sentarte a escribir, a disfrutar
de un intangible cuerpo memorable, sin la conciencia rota por la muerte,
en un sueño gratuito, milenario…)

3
La negrura del insomnio me trajo a un cuadro de Paul Klee
desde la misteriosa sede de algún placer recordado de oído,
y efervecieron los sentidos al contacto del amarillo chillante
que contrastó con el pálido azul y con mi emoción, terrosa.

Así pude rescatar un beso frío, la palma de mi mano contra un muslo


y otra muy breve variedad de salivas y cantos de otro tiempo...
No estaba ahí la negrura ni más acá, en la desnuda habitación
ni al fondo como siempre de mi boca, donde la muerte ensaya a cada rato...

El cuadro tenía también un árbol y un museo lo rodeaba,


y la lluvia de abril, inusitada en este lento invierno...
Y claro está, la tibia geografía del placer, en una oralidad imaginaria,
pero brava, olorosa, más abierta y desnuda...

Tampoco estaba en ella la negrura, aunque su fuerte sombra de canela


talló en mi paladar una delicia de tapiz oscuro, una mesa de roble,
el sabor –sí, el sabor– del tejido de una alfombra, y la gracia mullida
de un sueño interpretado como miedo a las pérdidas por un profesional...

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El cuadro sucedió en mi adolescencia. Ni el museo ni el árbol
eran contemporáneos de las piernas que rodeaban mi cuello.
La sala era un recuerdo de la infancia y el sismo lo soñé en Coyoacán
(y era divertido porque quería sacar la computadora hasta la calle).

La llovizna, bien sé, está relacionada con mi madre por un método idiota de asociar
ciertos colores, ciertos ritmos; y abril es el mes más cruel...
Pero el cuadro de Klee venía sobre lo vivido y sus sabores,
a oponerse a la negrura, como una garza que cruza un pantano...

Era otra vez la luz, siempre memoria de furtivos y prodigiosos juegos;


pero ahora sin el alma, desprovista de sol, sobre la noche.
Era una luz artificial, más fuerte que el amor y sus insectos,
más dura que la muerte y la perplejidad de recordarte.

Era menos que el cuadro, el color amarillo, su entonación, su lujo,


su valor frente al pálido azul, su prominencia de invento y de captura
levantándose airoso, medular, en medio del dolor y la tristeza,
ingenioso y risueño, como un acto amoroso, como un árbol en pie...

Opuesto a la negrura, pude, acaso sin saber desde donde, rescatar


momentos y lugares vaporosos; la seda fina de la percepción liada al color,
despertó una nostalgia, llamó de corazón al placer y al instante
para ahondar el paisaje en una gota. Pero no fue bastante.

La luminosidad tenía también la sombra de una búsqueda inquieta,


promovió en mi interior un hormigueo letal, pues la negrura
era un pozo abandonado, ni amarillo ni azul,
una oquedad de piedra, de fantasma, creciendo en mi interior.

Miré dentro de mí como se mira un cuarto


donde hay sólo trebejos y utensilios. Sin pena y sin dolor, miré la hondura,
sin voz para el reclamo, y también la distancia incomprensible
entre ese cuarto y el amarillo recordado...

Nada más que tristeza en la negrura del insomnio, interna.


Los colores huyeron y en su lugar tembló una fotografía,
la seriedad de un discurso sin credo,
la tímida risa de un alguacil chantajeado por el amor y la muerte:

Había bocas abiertas a la sorpresa cauta de merecer la paciencia,


bocas clausuradas por un miedo a decir la pasión y la calle,
bocas heridas de rocío, bocas pintadas y crepusculares
sangrantes bocas de labios mordidos...

Pero la negrura era una enorme roca, un diablo solemne y helado,


la fascinación de la inmovilidad y la razón incrédula opuesta al delirio,
el azar pervertido en discurso, rimas cotidianas y previstas,
también el destino y sus nombres comunes...

Enfermo, al tiempo que olvidé mi nombre, entre en el sueño.


La luz borraba todo, formaba breves arco iris contra la llovizna.
Estaba en el amarillo, pero era el azul y era tan pálido
que la intensidad me mareaba, pero también me provocaba envidia...

Afuera, un árbol esparcía tonos verdes y sepias contra un muro blanco.


Adentro, deseaba tanto ser el amarillo, que comencé a llorar y al agitarme
supe que podía ser lo que quisiera, del amarillo al rojo.
Pero volví al insomnio y la negrura...

Tu cuerpo recortado contra el amanecer predijo la luz gozosa de otro día…


¿Me desperté sin miedo junto a tu cuerpo cálido o sólo imaginé?

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La luz, despacio, puso en orden el mundo, la negrura dejó paso a la luz:
envuelta entre su canto, sonreías...

Y te amé para siempre y de una vez por todas


luchando al escapar del diablo y de la roca,
para ganar la luz en un amanecer inusitado,
sin recuerdo ni sueños, vacío e iluminado de memoria.

4
Hidra absoluta es el amor, descansa carne y hueso,
bajo la luz terrible del amanecer, más pura y recordada
si más perdida en la silente novedad del cuerpo,
sí más oscura el alma y más dormida su queja…

Pertenezco a una época oscurantista, vana, por eso soy así,


y porque los demonios me infundieron
su escepticismo riente de humo y calavera.
Así, distingo la fibra del amor de su seda frutal.

Pero me importa mucho más la luz, la hermosa luz


que en este amanecer renacentista no nubla la conciencia que la habita,
porque fuma y festeja la cristalina ausencia de los dioses
en la playa de esta ciudad azul y desbocada.

Despierta, para escuchar el lamento fácil del insomne


y la voz nocturna del poeta que canta su amor fibroso y turbio...
Te saludo entonces, te relamo la espalda, te acostumbro a mi ronco proceder.
Te nombro entre la nieve de este dolido invierno sedentario.

Sin voluptuosidad, me entrego a la tarea de darle forma a un canto sin objetos.


Porque la luz, la inquieta, se levanta y borra todo con dedos rosados...
Ah, que tú vieras este amanecer, y sintieras el fuego, el resplandor
que imparte la justicia de la imagen y despuebla el cielo de misterios...

En su negrura de nieve, de heridas, se leen grandes pasiones,


la suma de lo sublime y lo vulgar tocándose las manos debajo de la luz.
Es otra vez su fuerza de tormenta, hecha de nubes, olas y montañas
que son sueños antiguos, labios que se pierden tras un adiós florido.

Cabelleras brumosas de ninfas olvidadas más por necesidad que por disgusto,
y otras sedas gaseosas, como la biografía del náufrago que zarpó de este balcón
para leer en islas otoñales la historia de la magia, y descubrió que no había misterios,
sólo la muerte, por todos lados, todo el tiempo, más blanca que las tumbas...

(Cuerpo que era la muerte, tarde que la vestía, y su sonrisa delicada, al acercarse con el zoom,
tenía el mismo futuro, el mismo suéter, igual resignación, su escritura
dejaba ver huesitos por doquier... y era risueña, sin embargo,
la clave misantrópica robada a la ternura para olvidar su nombre y sus abejas...)

Pero la luz, la luz del día, abría sus esporas delirantes, fraguaba las insólitas banderas,
las pronunciaba en clave y en estruendo, era la vida densa,
haciéndose presente hasta en la luz . Sobre todo en la luz
que sólo viste desde la turbia sombra de mi voz.

En esta luz gozosa que mataba la muerte y esparcía tu rostro, amor, la fuerza de tus labios:
las tensiones marinas de tus piernas, el necio proceder de tus hierbas perpetuas,
el tejido iracundo de la vida como una lucha ciega, como una marejada...
Porque la luz, oleaje y sacudida, era relato barroco y sexual, esta mañana.

En ello estaban comprometidos la oscuridad, los lamentos, los dolores,


la muerte como precio y cuchillada, como premio final
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y atroz conocimiento desbordado: el alma, ¡vamos! y sus sensaciones
gratuitas, melosas, lapidarias...

El alma desprovista de dioses y pecados, esa compleja suma,


sucia y radiante en su contorno frágil de líquidos vitales y sueños soterrados,
el alma, sí, brillando a plena luz, con su gangrena, su clamor, su níquel,
su espejo de azucenas y festines, su saciedad y renovado celo...

El alma en vilo siempre soslayada, impura y redimida


por la muerte y su páramo florido, por la vida y su estanque macilento.
El alma era la luz y lo sabía. Por eso señalaba contra el cielo
la ambigua precisión de los placeres y la graciosa flor sobre la tumba.

Te saludo entonces, alma mía, cual si pudieras presenciarte


entre la luz copiosa, si bastara tu gracia para esparcir el miedo y darlo a los durmientes...
Como si una razón, un grito, un hueso, algo más poderoso que la sangre,
menos ridículo que el rezo, una virtud acaso, un vicio cultivado pudiera servir de testimonio...

Como si se pudiera arrancar el velo a la noche y levantar el alma


a que la luz se posara sobre ella, la atravesara de dardos, de labios, de manos...
Ah, que quedaras sobre la ilimitada soledad de la plaza, a plena luz,
sin bordes ni minutos ni mentiras... Que fueras sólo un hálito de luz...

Manuel Andrade, "Cuartel de invierno", Fractal n° 24, enero-marzo, 2002, año 6, volumen VII pp. 29-41.

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