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Autonomia
Autonomia
Si bien las posturas psicológicas son múltiples, todas ellas hacen énfasis
explícita o implícitamente en la autonomía del sujeto. Desde lo psíquico, ser
autónomo es, ante todo, ser sujeto capaz de elegir; elegir es una acción que
presupone riesgo y este es una opción de libertad. Acciones libres son
acciones autónomas capaces de crear sujetos con capacidad de
autorreconocimiento y de autocrítica. En este contexto se puede pensar que
la autonomía psíquica equivale a un estado de salud mental en el que el sujeto
administra sin sufrimiento su relación con el placer y la realidad.
La autonomía, como una de las metas del desarrollo integral y diverso del niño
y el joven, está íntimamente relacionada con todas ellas. Para su construcción
y reconstrucción, la autonomía, como la creatividad, no encuentra ambiente
propicio en la coacción. Junto con la autoestima, la autonomía es la base
indispensable para ser creativo; a su vez, en la expresión plástica, en el
ejercicio de la palabra, en la motricidad o en la estimulación de la fantasía,
todas ellas formas de creatividad, el sujeto encuentra espacios propicios
para acentuar y expresar su singularidad, su propia identidad. La aceptación
de la propia identidad es la equivalencia del autorreconocimiento.
Esto es así porque ser autónomo es una exigencia del compromiso del
desarrollo pleno y digno del proceso vital humano, un compromiso en el que el
querer permite un paso fundamental. Fernando Savater en su libro El
contenido de la felicidad, para explicar la relación entre biología, ética y
amor por sí mismo (autoestima o instinto de felicidad como lo llama el
filósofo Ludwig Feuerbach), plantea: Entre el es de nuestra condición natural
y el deber de nuestras normas éticas no hay un abismo insondable sino el
puente del querer.1 En este sentido, cuando el niño logra construir el querer
participar de las normas éticas, tiene el fundamento para construir la
solidaridad.
La autonomía, como todas las metas del desarrollo integral y diverso del
niño y el joven, se construye y reconstruye permanentemente, por lo cual es
pertinente preguntarse si es posible una educación en y para la autonomía.
Los niños construyen sus valores morales desde su interior, por interacción
con el ambiente; no los absorben, ni los toman prestados de otros. La
autonomía moral, que posibilita la solidaridad y que permite la felicidad, se
construye y reconstruye a partir de las relaciones humanas.
Del mismo modo, todo aquello que vaya orientado a fortificar el yo, como
por ejemplo los buenos niveles de comunicación y estimulación corporal, y a
evitar las reacciones de minusvaloración es directamente propiciador de
autonomía en el niño y el joven.
Finalmente, sea cual sea la postura intelectual y crítica ante estas dos
realidades (la familia y la escuela) se hace imperativo aceptar que, en el
estado actual de nuestra cultura, son ellas el epicentro de la mirada que se
puede tener sobre el modo de construir la autonomía.
Sin pretender comulgar con la utopía del cómo debiera ser, se ve que, en el
plano real de cada una de las instancias que se han mencionado como
comprometidas en la construcción y reconstrucción de la autonomía, es
posible esperar de ellas espacios y acciones que la propicien y la favorezcan.
Se plantea entonces una cultura que, más que favorecer la conducta masiva
y masificadora, reivindique el valor del niño, relegado casi siempre por la
ciencia y muchas de sus tecnologías; además, se aboga por un orden familiar
que propicie la palabra de todos sus miembros y que, al unísono con la escuela,
permita la relación con la ley (con la autoridad) en el plano de la racionalidad
y no en el del miedo.
Referencia bibliográfica
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