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RESPONSABILIDAD

SOCIAL COMPETITIVA

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Cristian Rovira Pardo con Elsa Hermida

RESPONSABILIDAD SOCIAL
COMPETITIVA
Empresas que hacen bien
su trabajo y el bien con su trabajo

Argentina – Chile – Colombia – España


Estados Unidos – México – Perú – Uruguay – Venezuela

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1.ª edición Junio 2016

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Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona
www.empresaactiva.com
www.edicionesurano.com

ISBN: 978-84-9944-985-2

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Índice

Índice
Cuando lloré en el Everest
La responsabilidad del emprendedor
1. Introducción
2. Pequeña historia de la RSE (Responsabilidad Social Empresarial)
3. Qué no es RSE
4. En qué consiste la #RSCompetitiva (Responsabilidad Social Competitiva)
5. ¿Existen los emprendedores sociales?
6. Tipos de empresas que desarrollan #RSCompetitiva
7. #RSCompetitiva de origen
8. #RSCompetitiva por transformación
9. #RSCompetitiva no buscada
10. La #RSCompetitiva en el mundo
11. La empresa del futuro
Agradecimientos
Sobre el autor

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Cuando lloré en el Everest

Cuando inicié el descenso de la cumbre del Everest, después de haber podido observar
nuestro planeta desde su punto más alto, me entraron unas tremendas ganas de llorar. No
eran lágrimas producidas por la hipersensibilidad del gran esfuerzo realizado o por la
emoción del simbolismo del momento, sino por el hecho de tomar plena conciencia de
que había estado toda mi vida viviendo de la naturaleza, disfrutando de ella, asumiendo
retos que giraban alrededor del entorno natural, y creyendo que amaba la belleza y lo que
me aportaba la naturaleza; pero en realidad yo no había hecho nada por ella.
A partir de allí me comprometí firmemente a que el eje central de todas mis
actividades serían los valores de respeto y conservación del medio natural con un impacto
positivo hacia la sociedad. No fue una decisión caprichosa, sino un contrato conmigo
mismo que debía impregnar radicalmente toda mi actitud vital.
Siempre he combinado mi actividad empresarial con la realización de aventuras más o
menos extremas; pero aquel compromiso me creó un primer gran impacto al constatar que
en mi parte profesional, la responsabilidad social y medioambiental no había sido la
prioridad, sino un factor secundario después del objetivo de alcanzar un buen resultado
económico. Me pareció horroroso estar viviendo conectado a unos valores muy sinceros
cuando estaba en la montaña, y luego desarrollar mi actividad profesional sin que estos
valores fuesen el eje básico de mi trabajo. Mi vida personal y profesional cambió en ese
momento, cuando decidí que mi responsabilidad con el mundo debía ser el punto de
partida, no un propósito de llegada.
La prioridad de las empresas no debería ser tener buenos resultados económicos y
luego, con esta meta conseguida, ser socialmente responsables. Las empresas deben tener
como prioridad tener buenos resultados sólo partiendo de una auténtica y comprometida
responsabilidad social.
Nunca en la historia de la humanidad hemos tenido tantas posibilidades de influir en el
mundo, pero este enorme poder puede convertirnos en armas letales o en constructores de
un gran futuro. Todas las personas y todas las organizaciones tienen una gran capacidad
de impacto en la sociedad y el medio ambiente, pero seguramente las empresas, por el
ritmo y alcance de su actividad, pueden causar efectos mucho más potentes. Ellas son
quizás el principal agente de cambio para diseñar y crear una sociedad más equilibrada y
globalmete feliz en el futuro, pero para ello tienen que decidir si quieren ser parte del
problema o parte de la solución. Así de fácil y así de complejo.
Si una organización es parte del problema, aunque a corto plazo cree empleo y genere
riqueza, está contribuyendo a un futuro peor para las siguientes generaciones y/o para la

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naturaleza; en cambio si decide ser parte de la solución, aparte de crear empleo y generar
riqueza en el presente, su éxito será el éxito del mundo. Cada progreso que haga, cada día
que avance, cada euro que genere, será siempre beneficioso para todos y estará
colaborando en la creación de una sociedad más próspera.
Por suerte hay cada vez más organizaciones que tienen claro este liderazgo
responsable en todas sus acciones; y en mi trayectoria empresarial, aventurera y como
divulgador, he conocido a un número creciente de empresarios y directivos que están en
esta línea. Sin embargo, me atrevo a decir que todavía es una posición minoritaria, y
domina ampliamente el grupo para quienes lo primero son los números, y después vienen
los compromisos sociales; los que tienen unos valores el domingo, pero el lunes aplican
otros para asegurar el buen rendimiento económico a toda costa.
Hace tiempo que conozco al autor de este libro, y siempre lo he admirado por ser un
líder responsable en su vida personal, en su empresa y en su actividad asociativa en
distintas organizaciones. Cristian Rovira tiene claro que no quiere ganar dinero y luego
montar un departamento de RSE, sino que quiere ser socialmente responsable desde la
base, y a partir de ahí no sólo ganar dinero, sino conseguir que ello sea un factor de mayor
competitividad para su negocio, pues si no es así, ni la empresa ni la responsabilidad
social serán sostenibles en el tiempo.
Ser social y medioambientalmente responsable no tiene que suponer un mayor coste,
sino que, como se reflexiona en este libro, puede y debe convertirse en un factor clave
para el mejor rendimiento y el futuro de la empresa. Entre muchos otros aspectos,
mejorará la imagen, la confianza y la conexión emocional con los clientes; mejorará la
calidad del ambiente de trabajo; mejorará la capacidad de captación de talento por ser más
atractiva y ética en su base; y al fin, mejorará la motivación y el compromiso de
empleados, socios y proveedores, porque todos sabrán que están conectados con un
propósito más potente, aparte de poder ganarse bien la vida.
Estoy convencido de que no somos lo que los otros ven de nosotros, sino que somos lo
que hacemos cuando nadie nos ve; y nuestra gran ambición debería ser la de estar
orgullosos de nuestras acciones cuando nos miramos al espejo. Con esa actitud sólo
podremos desarrollar nuestros proyectos profesionales y empresariales incorporando la
responsabilidad social en la base de nuestra actividad, y a partir de allí ser altamente
competitivos.
Cada empresa está formando la historia de la sociedad a través de su actividad diaria, y
el futuro será mejor o peor en función de lo que decida hacer y, sobre todo, de cómo
decida hacerlo. Por ello felicito y aplaudo a Cristian Rovira por haber escrito un libro tan
necesario en el panorama social y empresarial actual a partir de un conocimiento real de
los conceptos que se tratan y por estarlos aplicando él mismo en su propio proyecto.
Entre tanto, yo, por mi parte, continúo combinando mi actividad empresarial y las
aventuras, pero siempre intentando que los beneficios económicos sean la consecuencia

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de un trabajo bien hecho y socialmente responsable. He cometido y cometeré muchos
errores, he aprendido y aprenderé de éxitos y fracasos, he llorado y lloraré otras veces;
pero no quiero volver a llorar en una montaña porque mis valores no están incorporados
en mi vida personal y profesional de manera auténtica.

ALBERT BOSCH
Emprendedor y Aventurero
Autor de Espíritu de aventura

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La responsabilidad del emprendedor

Siempre recordaré el día que conocí a Cristian. Tuve el honor de recibir el Premio al
Joven Empresario de la Asociación Independiente de Jóvenes Empresarios de Catalunya
(AIJEC) en 2005 y él estaba allí junto a Ernest Benach, por aquel entonces Presidente del
Parlamento de Catalunya. Después del acto tuvimos la oportunidad de conversar un rato y
quedé maravillado cuando me explicó la historia de su empresa, Grupo SIFU, y su ámbito
de actuación. Pensé «menos mal que Cristian es el presidente de AIJEC, porque de lo
contrario ¡sería él quien ganase el premio cada año!».
Me impactó enormemente su experiencia creando una empresa sostenible y rentable,
con capacidad para crear un impacto social significativo. Hoy cuenta con más de 4.000
personas en su equipo, la gran mayoría con diversidad funcional, lo cual les sitúa como
un gran ejemplo de integración socio-laboral.
Reconozco que en un primer momento me sentí algo acomplejado. Mientras Cristian
estaba cambiando la vida a miles de personas, ofreciéndoles una oportunidad laboral, yo
me dedicaba a hacer páginas web o a vender máscaras de submarinismo. ¿Dónde estaba
mi impacto social? Esa pregunta me ha perseguido desde entonces, haciéndome
replantearme el sentido del verbo emprender hasta que un buen día, en una comida con el
mismo Cristian, caí en la cuenta de que no hay nada más social que generar un puesto de
trabajo. «Todo emprendedor es por definición un emprendedor social», comentaba
Cristian. Me sentí reconfortado y aliviado.
Han pasado algo más de 10 años desde que me hice por primera vez esa pregunta y, al
fin, tengo una respuesta. Durante todos estos años creando empresas, mi motivación ha
sido siempre solucionar un reto determinado, pero en todos los casos junto a un equipo
que compartiera unos valores y siempre velando por las personas que me acompañan. El
retorno económico, elemento fundamental para que todo negocio sea sostenible, llegaba
siempre como consecuencia de todo un proceso. Creo que todo el mundo con quien he
trabajado codo con codo puede dar fe sobre el estilo de dirección y las políticas de gestión
de personas que defiendo, en los que lo social tiene también siempre un gran peso en
todas las decisiones. Velar por el bienestar del equipo dentro y fuera del trabajo,
preocuparse por el crecimiento de cada profesional o asegurarse de que todo el mundo
tenga una misión transcendental —tomando conciencia sobre el impacto que genera su
trabajo hacia los demás— han sido siempre pilares fundamentales de todos mis proyectos
empresariales. Y para ello siempre he tendido a rodearme de personas que compartan esta
misma manera de entender los negocios, en la que tratar a la gente como nos gusta que
nos traten es condición indispensable.

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Debo reconocer que toda esta filosofía respondía a un objetivo muy egoísta por mi
parte, y es que tengo el convencimiento de que una persona feliz en su trabajo rinde más y
que esta felicidad no tiene que ver con el sueldo, sino sobre todo con sentirse a gusto y
valorado en el entorno laboral. Los resultados hablan por sí mismos. Al margen de las
cifras de negocio, a día de hoy es un orgullo para mí que muchas de las personas que se
incorporaron al principio de esta aventura empresarial sigan con nosotros 21 años
después. Además de forjar relaciones de auténtica confianza y complicidad, es un hecho
que para mí no tiene precio y supera cualquier beneficio económico posible.
Durante estos años he adquirido una experiencia gestionando equipos que intento
transmitir a los emprendedores noveles de mi entorno, ya sea en los eventos empresariales
en los que participo siempre que puedo o a través de la iniciativa de apoyo a startups
digitales del Banco Sabadell BStartup10, en la que tengo el placer de colaborar.
Ben Parker, el tío de Peter Parker, afirmaba en una de las películas de Spiderman que
los emprendedores tenemos un gran poder en nuestras manos, ya que podemos cambiar la
vida de mucha gente, pero tenemos que empezar por las vidas de las personas que nos
rodean. No puedo estar más de acuerdo. Un gran poder conlleva una gran
responsabilidad, ya que de ello depende la felicidad de mucha gente, mucha más de la que
nos podemos imaginar. Así, en el ámbito empresarial, es también responsabilidad del
empresario tomar conciencia e intentar transmitir la sensibilidad social a través de su
actividad, ya sea para hacer un mundo mejor, por su propio interés o por ambos motivos.
Por muchas razones, creo firmemente que hacer «el bien» con nuestro trabajo no solo
es rentable, sino que es además fuente de inspiración para centenares de emprendedores
que seguirán el ejemplo.

DÍDAC LEE
Emprendedor
@didaclee

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1. Introducción

El panadero de mi barrio

Hace un par de años abrieron una nueva panadería en la calle donde vivo. Un local
modesto pero con buen gusto que, a decir de su propietario, quería ofrecer a los vecinos el
mejor pan del mundo. Este me contó que para lograrlo había contactado con un proveedor
de confianza que elaboraba una harina ecológica de muy buena calidad, gracias a la cual
conseguía una masa perfecta. De vez en cuando le gustaba ir a los campos bañados por el
sol para ver cómo crecían el centeno y el maíz que luego le darían la mejor materia prima
para elaborar su preciado producto. Y ya creo que lo era, pues el pan era realmente bueno.
El negocio fue creciendo poco a poco y cada vez eran más los que se acercaban hasta
la Tahona de Carlos para pedir una especialidad concreta de pan o unos deliciosos
cruasanes de mantequilla. Entre los clientes más asiduos al local se encontraba la señora
María, una mujer de mediana edad a la que le encantaba disfrutar de los buenos productos
y que solía venir acompañada de su hijo Alberto. Ella le había contado a Carlos que una
de sus mayores preocupaciones era el futuro de su hijo de 20 años, pues aunque mostraba
unas ganas infinitas de comerse el mundo tenía síndrome de Down. Su ilusión en la vida
era que su hijo se sintiese útil y pudiera algún día conseguir un empleo. Una tarde, el
panadero estuvo reflexionando detenidamente sobre aquello. Cada vez tenía más trabajo,
más pedidos y más gama de productos. Por otro lado, era consciente de que las personas
con discapacidad encuentran serias dificultades para conseguir un trabajo, pues deben
demostrar que son tan válidas y productivas como cualquier otra. Sin pensárselo dos
veces y rompiendo con cualquier tipo de prejuicio, decidió contratar al hijo de su clienta
para que le echara una mano atendiendo al público y se encargase de algunas tareas en el
horno. Ambos formaban un buen tándem y los clientes valoraban positivamente el gesto
de Carlos y el buen trato de Alberto, un joven que siempre estaba sonriendo y se mostraba
siempre contento, a diferencia de otros ayudantes que había tenido. Para Alberto, la
panadería era el trabajo de su vida y quería corresponder con la mejor actitud. Llegaba
siempre puntual, rápidamente se colocaba el gorro y el delantal y enseguida empezaba a
atender a los clientes, a los que en pocos minutos ya tenía en el bolsillo…
El panadero también había empezado a notar que cada día generaba un excedente de
pan que no podía vender al día siguiente. Él había recibido una educación católica y de
vez en cuando le gustaba seguir con la tradición de ir a misa los domingos. Consciente de
las necesidades por las que pasan muchas familias sin recursos, decidió que llevaría
aquellos sobrantes a la parroquia del barrio al finalizar la jornada.

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Seguramente, Carlos apenas había oído hablar de lo que significa la RSE
(Responsabilidad Social Empresarial). Nadie le había indicado qué tipo de acciones debía
llevar a cabo en su panadería para generar un retorno de valor a la sociedad; sin embargo,
este panadero de barrio hacía lo que creía que debía hacer como propietario, empresario y
persona.
Difícilmente encontraríamos un ejemplo mejor de responsabilidad social en un
negocio que en este caso, pero eso demuestra que no hace falta ser una gran compañía
para poder comprometerse con los demás. La clave de esta pequeña historia es que una
filosofía empresarial enfocada a hacer «el bien» con las cosas que hacemos, más que
hacer solo bien las cosas, puede suponer el éxito comercial pero también social.

Proliferación de empresarios que trascienden lo económico

Desde hace algunos años han empezando a multiplicarse los «negocios con impacto
social» o «empresas al servicio del bien común y la transformación social», dos de las
fórmulas más utilizadas para describir una nueva manera de hacer en el mundo de las
finanzas. A diferencia de años atrás, las nuevas generaciones de empresarios ya empiezan
a mostrar una preocupación habitual por el papel que juegan nuestras compañías en la
sociedad y encuentran lógico asumir la obligación de comprometerse activamente en las
soluciones de los problemas sociales que nos acucian.
Tal preocupación no es casualidad. Los hábitos de consumo han cambiado y las
tendencias del mercado tienen la obligación de adaptarse a este nuevo contexto. Multitud
de informes y estadísticas nos muestran que los consumidores de hoy en día prefieren
productos ecológicos, realizados por colectivos en riesgo de exclusión o respetuosos con
el medioambiente, por poner algunos ejemplos. La gran mayoría de la población dice
optar por los productos y servicios que llevan la etiqueta «Responsable», pero en la
práctica muy pocos están dispuestos a pagar un precio mayor por ellos.
Si estos productos y servicios no resultan visiblemente competitivos tanto en precio
como en calidad, por muy socialmente responsables que sean, generalmente (y a
excepción de algunos individuos con férreas convicciones y capacidad económica), los
consumidores acabarán por relegar su conciencia a un segundo plano en favor de un
significativo ahorro en su cesta de la compra.
Veamos algunos casos reales de marcas y sectores que han conseguido el equilibrio
entre coste y prestigio para hacer llegar sus productos responsables al mercado.

La nueva movilidad urbana

Suele decirse que los mejores vehículos son los que conducen los taxistas. Nadie mejor
que ellos para escoger una buena máquina que les permita hacer kilómetros de manera

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eficiente y duradera. Desde hace ya unos años, el coche preferido por muchos taxistas de
mi ciudad (Barcelona) es el Toyota Prius, un vehículo híbrido calificado como «eco» por
sus reducidas emisiones de CO2 y su bajo consumo en gasolina. Sin embargo, no fue
hasta que se marcó un precio realmente asequible y se demostraron sus prestaciones
cuando las ventas subieron como la espuma. Seguramente algunos habrán adquirido este
modelo únicamente para contribuir a reducir la contaminación atmosférica, pero la gran
mayoría sin duda lo ha hecho por su competitividad.
Siguiendo la misma línea podría mencionarse el caso de los vehículos eléctricos. A
pesar de que la industria automovilística ha apostado por este tipo de automóviles y ha
puesto en marcha ayudas importantes para su comercialización; de que existen plazas
exclusivas para ellos en algunos aparcamientos, de que hay puntos de recarga gratuitos en
muchas ciudades que aspiran a convertirse en verdaderas ciudades inteligentes, y a pesar
del enorme ahorro de combustible que suponen (con su correspondiente reducción en
precio) muchos de estos coches, como el Renault ZOE o el BMW i3, no están teniendo el
éxito que se esperaba. ¿El motivo?: no resulta un producto competitivo. Por supuesto, la
gran mayoría de los consumidores preferirían tener un coche eléctrico; sin embargo, no lo
adquirirán hasta que no tengan plenas garantías en cuanto a su autonomía, fiabilidad,
durabilidad, diseño, precio, etc., es decir, hasta que no sean competitivos. Tal vez Tesla
sea la respuesta.

La apuesta por las energías renovables

Este libro tiene un afán claramente positivo, por eso no entraré a valorar la gran estafa en
la que se ha convertido el sector de las eléctricas en España; sin embargo, sí me gustaría
destacar que el liderazgo de España en el ámbito de las energías renovables no se debe a
la gran cantidad de horas de sol o viento de nuestra tierra, ni a la concienciación de los
empresarios o de los consumidores… El éxito de la implantación de estas energías se
produjo porque la política energética del Gobierno de Rodríguez Zapatero permitía
rentabilidades, muy superiores a las de cualquier fondo de renta fija, que «aseguraban»
(hasta que las eléctricas se preocuparon de dinamitar y cambiar la legislación) un retorno
a largo plazo. De nuevo se repite el mismo esquema: hasta que este tipo de energía no fue
lo suficientemente competitiva no se generalizó su utilización.
Hoy en día la principal herramienta comercial de las empresas instaladoras de placas
solares es el retorno que se produce de la inversión. Aunque solo sirvan para
autoconsumo, debido al encarecimiento cada vez mayor de la electricidad sigue siendo
rentable a largo plazo instalar unas placas solares en un edificio de oficinas o de
viviendas. Pero si el argumento comercial no fuera su competitividad, si su única
herramienta para la consecución de las ventas fuese su etiqueta de «Responsable»,
estaríamos hablando de un producto residual en el mercado.

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La extensión de supermercados bío

Aunque muy instaurados desde hace varios años en el resto de Europa, los productos
ecológicos no han conseguido implantarse en España de forma generalizada hasta que no
han resultado visiblemente rentables tanto para las empresas distribuidoras como para los
clientes. Recuerdo una conversación con Silvio Elías —responsable de la cadena de
supermercados Ecoveritas—, en la que aseguraba que no empezaron a obtener beneficios
hasta que no consiguieron reducir los precios en un 50 % y esto se debió a una buena
gestión, al volumen que habían alcanzado y a la generalización de la agricultura
ecológica. Y llegar a ese punto les costó nada más y nada menos que cinco años.
Sí, efectivamente, «somos lo que comemos». Debido al cambio sociocultural, cada vez
estamos más preocupados por cuidar nuestra alimentación y la consideramos un factor
clave para vivir más y mejor. Los consumidores somos más sensibles a este aspecto; no
obstante, solo unos pocos están dispuestos a pagar más por consumir productos
biológicos por muy beneficiosos que sean para nuestra salud.
Los ejemplos son muchos, aunque en cualquier sector el factor que decanta la balanza
para asegurar el éxito de un producto es el de la competitividad, mientras que el factor
social o responsable es simplemente un plus muy valorado y positivo, pero no
determinante. En algún momento de nuestras vidas todos hemos hecho una donación o
hemos ayudado de alguna manera a un colectivo desfavorecido, siempre sin esperar nada
a cambio. Por el contrario, cuando ejercemos nuestro papel de consumidores no
practicamos la «caridad», sino que sustituimos la erre por la ele y pasamos a pedir
«calidad».
Pues bien, este es el quid de la cuestión o el hilo conductor de este libro: demostrar a
aquellos que quieren poner en marcha su primer negocio, a los que quieren desarrollar
una idea empresarial innovadora o a los dirigentes que quieren explorar nuevos nichos de
mercado y diferenciarse de la competencia que el camino hacia el éxito reside en el
equilibrio entre crear valor social y económico, y en encontrar el punto armónico entre la
sostenibilidad social y financiera huyendo del modelo caritativo tradicional. Lo que
llamaremos, de ahora en adelante, practicar la Responsabilidad Social Competitiva.

Innovar socialmente en tiempos de crisis

Aunque está claro que el cambio en los hábitos de consumo es una razón de peso para la
evolución de nuestras compañías, existen otros tantos motivos que han propiciado su
proliferación.
Este es un fenómeno ciertamente reciente dentro de España, debido a diferentes
causas: somos un país con poca tradición emprendedora, económicamente hablando;
nuestro sistema educativo tampoco ha contribuido a generar este tipo de inquietudes entre

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los jóvenes que están formándose (sobre todo durante la etapa de escolarización
obligatoria); nunca se ha conseguido generar mucha confianza en el papel que puede
desempeñar una empresa dentro del ámbito social y, además, nuestros jóvenes hasta hace
poco parecían tener la vida resuelta. A diferencia de países como EE UU, donde el
emprendimiento o la innovación social involucra al 4,5 % de la población (más de 12
millones de personas), en España apenas un 1 % de nuestros conciudadanos han apostado
por este tipo de proyectos.
Sin embargo, la llegada de la crisis ha provocado que nos replanteemos nuestra manera
de hacer negocios. Nos ha obligado a reinventarnos, a buscar nuevos campos que ayuden
a reflotar nuestra economía, pero al mismo tiempo que ayuden a paliar el descenso de la
inversión pública en políticas sociales y también privada (por la desaparición de la obra
social debido al cierre de las cajas de ahorros…), así como a buscar una alternativa para
nuestros jóvenes, que han visto minadas sus oportunidades en el mercado convencional
de trabajo y en eso ellos, la conocida como generación millennial, han contribuido
especialmente.
Innovar en el terreno social no parece tarea fácil, pues implica encontrar ideas que
nunca se han llevado a cabo o planteamientos que cambien completamente la manera de
solucionar un problema con el fin de transformar la sociedad. Hoy todos hablan de
«innovación social», como algo cada vez más habitual. Un término que acumula millones
de entradas en Google que te remiten a un sinfín de blogs, artículos, foros… Pero ya se
sabe, si se habla mucho de un tema es porque muy probablemente todavía esté poco
definido o su descripción sea demasiado genérica.
En mi opinión, innovar no es más que hacer algo que ya existe, pero de una manera
mejorada, ya sea más eficiente, más económica o más completa y original, de modo que
el consumidor final pueda percibirlo como novedoso y atractivo. En este sentido es donde
encajaría el término, que no es más que focalizar la mejora del producto o servicio en el
ámbito social. Es decir, ser capaces de hacer algo que ya existe pero añadiendo factores
responsables y, gracias a esa innovación, ayudar a tener un mundo mejor.
Pero ¿por qué cuando hablamos de proyectos sociales la gran mayoría de la gente
piensa en las ONG? Aunque resulte algo contradictorio, la apuesta por mejorar nuestra
sociedad no está reñida con el beneficio económico y con la rentabilidad. Depender de
subvenciones o de donaciones puede llegar a mermar la capacidad de mejora social de
una organización. ¿Cuántas entidades sin ánimo de lucro han acabado por cerrar o
reestructurarse en época de recortes? Por eso estamos obligados a crear organizaciones
sociales más eficientes y longevas.
La situación actual está poniendo la semilla de las empresas del mañana y en poco
tiempo surgirán proyectos innovadores en áreas que hoy han comenzado a estar
desatendidas por nuestro sistema. No todo puede depender del Estado. Como ciudadanos
y como empresarios nosotros también tenemos una serie de obligaciones con la sociedad.

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Tenemos que ser provocadores del cambio, porque una sociedad que no llega a todos es
una sociedad que falla y que carece de justicia social.
Este no es un camino fácil. Para llegar a ser competentes en el mercado ordinario, son
necesarias grandes dosis de creatividad e imaginación. Debemos ser avispados, tener
intuición y también moral, así como una mente abierta para detectar oportunidades. Hay
que estar preparados para adquirir nuevas habilidades gestoras, comerciales y de
producción con el objetivo de adaptarnos a las tendencias actuales en consumo
responsable. Asimismo, debemos creer en nuestra empresa con determinación e
impregnar cada área, departamento y decisión de nuestra personalidad y empeño por
generar un negocio con valores. El objetivo es cambiar nuestras empresas, mejorarlas y si
no optar por cambiar de empresa.
Hay que ser conscientes de que eso significará invertir nuestro tiempo y nuestros
ahorros, teniendo en cuenta también que los riesgos son prácticamente los mismos que los
de un negocio al uso con un producto convencional: pérdida de inversión, de esfuerzo y
de tiempo, además de lucha contra la desconfianza o contra el estigma del fracaso.
No obstante, aunar objetivos sociales, innovación, crecimiento económico y
rentabilidad son las claves del éxito para que un proyecto funcione en el futuro. El camino
a seguir es diferenciarse de la competencia gracias al factor social e incrementar nuestras
ventas y beneficios, pero también nuestra contribución a la sociedad desde todas y cada
una de nuestras acciones, así como crear una empresa nacida con el compromiso social
como parte de su actividad principal (core business), sin que la sostenibilidad y la
responsabilidad social sean una simple estrategia.
Si crees que existen nuevas maneras de hacer, si quieres trabajar para cambiar las
cosas, si defiendes la importancia de la competitividad, la calidad y la diferenciación del
producto, pero también el convencimiento de que con él puedes ayudar a mejorar tu
entorno, este libro te puede ayudar a adquirir una perspectiva diferente, te aportará
algunas ideas de hacia dónde dirigir o redirigir tu negocio y las claves para saber aplicar
la Responsabilidad Social Competitiva.
En los próximos capítulos, veremos cómo los proyectos empresariales, como el de
nuestro panadero de barrio, pueden ser a la vez sociales y rentables, y cómo es
perfectamente compatible hacer «bien el trabajo» con hacer «el bien con el trabajo» o, en
otras palabras, cómo se puede aunar una visión social con una buena gestión empresarial.

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2. Pequeña historia de la RSE (Responsabilidad Social
Empresarial)

Cómo y dónde surgió el concepto

Nunca falla, en época navideña los corazones se ablandan, nos sentimos más unidos a la
familia y a los amigos, más tolerantes, más solidarios, más generosos… Sin remedio
hacemos balance del año que acaba y nos lanzamos a configurar una larga lista de buenos
propósitos para el año próximo, que realizamos con ilusión, aun sabiendo de antemano
que incumpliremos la gran mayoría de puntos. La programación televisiva ayuda a crear
esta atmósfera algo compasiva emitiendo, Navidad tras Navidad, Qué bello es vivir, y
vuelve a recordarnos los espíritus de las Navidades pasadas, presentes y futuras del viejo
avaro, Ebenezer Scrooge, que Charles Dickens nos presentó en su popular novela A
Christmas Carol (Un cuento de Navidad, de 1843). Un empresario de la burguesía inglesa
que se muestra impasible ante una sociedad recién industrializada y plagada de
desigualdades y al que poco a poco vemos transformarse en un ser bondadoso y
caritativo, que decide celebrar de nuevo las fiestas ofreciendo parte de su fortuna a los
que menos tienen y contribuyendo a remediar los males de la época.
Algunas teorías apuntan a que la idea originaria de lo que hoy se ha convertido en
Responsabilidad Social Empresarial, empezó a generarse y extenderse tras la Revolución
industrial, justamente en ese momento de la historia que tan bien ha descrito la literatura
victoriana y el realismo literario de Dickens.

Los inicios de la RSE

En pleno siglo XIX las desigualdades entre familias ricas y pobres eran más acentuadas
que nunca. Los primeros años de la industrialización aumentó la pobreza en las ciudades
de medio mundo: las mujeres y los niños trabajaban largas jornadas, las condiciones
laborales eran pésimas y los trabajadores destinaban cerca del 40 % de su salario tan solo
a la compra de harina y pan. Un gran porcentaje de población de las clases populares
vivía a expensas de la caridad, pero el hecho de poder ayudar a la indigencia era
considerado sorprendentemente como un avance, ya que la sociedad tenía más capacidad
para ofrecer bienes materiales y eso provocaba un aumento de la compasión hacia los que
no disponían de recursos. Por tanto, las clases pudientes que obtenían los beneficios del
aumento productivo (dueños de fábricas y empresarios), empezaron a tener gestos de
generosidad hacia aquellos que menos tenían.
La RSE estaba entonces estrechamente ligada al concepto de «caridad». Mucho antes

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de que se creara el Estado de bienestar eran las familias las encargadas de jugar un papel
protector, las que ayudaban a sus más allegados ante una situación de emergencia u otras
necesidades. Sin embargo, el desplazamiento de la población del campo a la ciudad
motivado por la Revolución industrial provocó el alejamiento físico del núcleo familiar, y
eso agravó las desigualdades. A partir de ese momento surgió en el escenario un nuevo
papel, el del empresario concienciado capaz de destinar una parte de sus ganancias al
prójimo.
Tal y como explica Diego Padilla Zelada, sociólogo chileno y profesor de la
Universidad de Concepción, es en ese punto de la historia cuando empezaron a surgir en
Europa y EE UU las primeras reflexiones sobre la relación entre empresa y sociedad e,
incluso, se formaron colectivos que cuestionan la función de las fábricas
comercializadoras de productos perjudiciales para la salud, como el tabaco y el alcohol.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuando ya existía un concepto mucho más
moderno de la empresa, la sociedad tomó conciencia de problemáticas colectivas como la
pobreza, la exclusión y los desequilibrios económicos (especialmente tras el crac del 29).
Y fue entonces cuando «la OIT marca los pilares de la corresponsabilidad de las
instituciones y agentes económicos, políticos y sociales con el fin de establecer el marco
para el progreso de la sociedad». Esto se acabaría concretando en la Declaración de
Filadelfia de 1944 que establecía la responsabilidad de gobiernos y compañías en la
generación de empleo y la mejora de las condiciones laborales.

La movilización social y las primeras medidas de la empresa moderna

Otras corrientes, sin embargo, sitúan el verdadero nacimiento y desarrollo de la RSE en


los años sesenta en EE UU, cuando conflictos como la guerra de Vietnam o el apartheid
habían hecho mella en muchas conciencias.
En esos años la sociedad comenzaba a creer en la posibilidad de cambiar las cosas y en
que los ciudadanos podían jugar un papel importante a la hora de pedir responsabilidades
a los diferentes actores. Los ciudadanos empezaban a ser conscientes de que a través de
determinados trabajos o de la compra de según qué productos se estaba colaborando con
el mantenimiento de regímenes políticos que promovían prácticas reprobables o se
estaban financiando economías éticamente censurables. Por eso reclamaban cambios en
los negocios y, en consecuencia, los primeros empresarios comenzaban a mostrar una
mayor implicación con el entorno.
Revueltas juveniles, movimientos estudiantiles, manifestaciones en contra del sistema
económico y político, del consumismo y el capitalismo, así como de las principales
instituciones públicas… Nuestra sociedad mira con nostalgia hacia aquella época, la del
Mayo del 68 y la del festival de música y arte de Woodstock, celebrado un año después,
cuando la comunidad despertaba de su letargo y se movilizaba masivamente para

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denunciar numerosas problemáticas cada vez más extensas, como la aparición de guetos,
la marginación urbana o las tensiones raciales entre otras cuestiones. Es en aquel
momento, ante una contestación social y cultural sin precedentes, cuando nace el
verdadero debate acerca de las responsabilidades de las empresas. A finales de los años
sesenta, el modelo empresarial se basaba en el crecimiento y en la consecución de
beneficios por encima de todas las cosas, sin reparar en los impactos negativos que
pudieran generar en el medioambiente o en los desequilibrios de clase, por lo que los
sectores más reivindicativos hicieron palpable su frustración.
Ante el auge de los problemas sociales, el sector académico comenzó a incluir entre
sus teorías y preocupaciones la relación entre empresa y sociedad. Diversas universidades
crearon programas de estudio y publicaron trabajos muy elaborados sobre lo que se llamó
por primera vez RSE, profundizando en el concepto y logrando que se consolidara como
una disciplina académica.
No solo los sectores de la intelectualidad tomaron nota del sentir popular, sino que
también los organismos oficiales decidieron pasar a la acción. Aunque existía un ligero
precedente con la Declaración de Filadelfia de 1944, fue en 1971 cuando el Comité para
el Desarrollo Económico de EE UU firmó una declaración que definió por primera vez las
responsabilidades sociales de las empresas con una propuesta formal para su implicación
junto a los gobiernos y con el objetivo de incidir en el progreso social de las naciones.
Empezó así una nueva etapa para las relaciones entre el sector social y el empresarial.
En ese periodo surgieron varias iniciativas en diferentes estados con el objetivo de
regular la actividad económica y de adaptarla al contexto social y a sus transformaciones
y, aunque no pretendían limitar la libertad de las compañías, sí ampliaron el campo de
actuación y las funciones de las diferentes administraciones, al tiempo que crearon
nuevos organismos de control.
Paralelamente, en Europa, se desarrollaron ideas muy similares. También en 1971
Jacques Delors, político y miembro del gabinete del primer ministro francés, estableció
una serie de indicadores para determinar los niveles de desarrollo social y los
desequilibrios entre el progreso social y el crecimiento económico, una reflexión que se
acabaría convirtiendo en ley en 1977 y que obligaba a las empresas de más de trescientos
trabajadores a detallar sus acciones destinadas a políticas sociales. También en junio de
1972, en el marco de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, se
firmó la declaración de Estocolmo ante la necesidad de establecer unos principios
comunes para preservar y mejorar el entorno natural.
Un paso en la misma dirección fue la publicación del Informe Brundtland, elaborado
en 1987 por la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, y que define
por primera vez el término de «desarrollo sostenible» como aquel que «satisface las
necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las del
futuro para atender sus propias necesidades».

19
Por otro lado, Alemania empezó a llevar a cabo acciones a través de la DGB
(Confederación de Sindicatos Alemanes) para determinar una cogestión de las empresas
respecto al diálogo social, asegurando así una mayor responsabilidad social empresarial.
Estos cambios tan significativos provocaron que las compañías empezaran a mostrar
su cara más humana a través de las primeras acciones solidarias del sector empresarial,
por lo que la RSE tiene un origen claramente filantrópico, pero también tomaron medidas
e impulsaron ciertas iniciativas que más tarde se acabarían convirtiendo en políticas
sociales y en las bases del Estado de bienestar, como el seguro de desempleo, las
vacaciones pagadas, la limitación horaria de la jornada laboral o las becas para
estudiantes.

La década de los noventa y la legislación global

La explosión de la RSE y su verdadero desarrollo, que supuso el paso definitivo de las


recomendaciones locales a su plena regulación mediante leyes internacionales, llegó en la
década de los noventa. El primer síntoma fue el uso que, por primera vez, hizo la
Comisión Europea del concepto RSE para pedir la implicación del tejido empresarial en
las estrategias de empleo, pues Europa se enfrentaba entonces a los primeros indicativos
de desempleo estructural y a la falta de cohesión social como derivada.
Las empresas empezaban a formalizar sus acciones filantrópicas y los poderes
públicos se enfrentaban al reto de responder a la relación entre sociedad y empresa en un
nuevo contexto globalizado y con un Estado del bienestar en constante examen. La crisis
de gobernanza se hacía cada vez más evidente y países como Gran Bretaña o Dinamarca
instaron formalmente a sus empresas, así como a otros actores de la sociedad, entre ellos
sindicatos y organizaciones sin ánimo de lucro, a asumir su corresponsabilidad en la
resolución de los nuevos problemas sociales. Incluso en España este concepto empezó a
extenderse poco a poco y, gracias al papel de algunos grupos de interés, la clase
empresarial española fue transformando progresivamente su manera de hacer negocios,
asimilando ciertos valores y estrategias empresariales encaminadas a promover un
mercado más responsable.
No es casualidad que en 1999, durante el Foro Económico Mundial de Davos, el
secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, pidiera al mercado mundial que
adoptase «valores con rostro humano». El incumplimiento de los derechos humanos y
laborales, la corrupción, los delitos ecológicos o la colaboración con regímenes
autoritarios por parte de algunas multinacionales como Enron, Worldcom o Tyco, así
como las campañas de denuncia que promovieron algunas ONG y organizaciones
sindicales, dieron pie a que organismos internacionales del calado de la OIT, la OCDE, la
UE o la ONU promovieran leyes en materia de RSE, y que muchas otras corporaciones
transnacionales comenzaran a implementar políticas de responsabilidad social de manera

20
voluntaria.
La OCDE empezó a marcar directrices para las empresas y en 1997 creó la Global
Reporting Initiative (GRI) o Iniciativa para la Rendición de Cuentas Global, encargada de
establecer pautas en la redacción de los informes de sostenibilidad de cualquier compañía.
En el mismo año se firmó el protocolo de Kyoto y unos meses después nació el Instituto
Ethos, organización de referencia en materia de Responsabilidad Social Empresarial en
América Latina y uno de los mejores think tanks del planeta en esta materia.
Hoy la responsabilidad social ya cuenta con instituciones propias y organismos que
difunden la cultura responsable y velan por su cumplimiento en las empresas de todo el
mundo. Por ejemplo, las compañías que desarrollan buenas prácticas pueden adherirse al
Pacto Mundial de Naciones Unidas (UN Global Compact), diez principios para aplicar y
mejorar la gestión y estrategia empresarial en pro de la mejora de nuestra sociedad.
También existen normas oficiales como la SA 8000 (Social Accountability Standard
8000) impulsada por el Council on Economic Priorities, así como la SGE 21 de Forética o
la norma-guía ISO 26000, desarrollada recientemente por 450 expertos y 210
observadores de 99 países miembros de ISO y de 42 organizaciones vinculadas.
Asimismo, en la era de las nuevas tecnologías, debido a la toma de conciencia sobre la
ecología y la eliminación de fronteras se han creado documentos decisivos para el
desarrollo de la RSC, como el Libro Verde Europeo o el Libro Blanco en España, y
también se han desarrollado leyes de responsabilidad social en países como Brasil, en
cuya elaboración participaron numerosos empresarios.
Tal es la implantación de este concepto que cada año la ONG Accountability publica
la lista de los 20 países con mayor índice de desarrollo en Responsabilidad Social
Empresarial entre sus corporaciones. Por ahora, las primeras posiciones se las disputan
países del primer mundo como Suecia, Dinamarca, Finlandia, Islandia, Reino Unido,
Noruega o Nueva Zelanda.

Ir más allá de la RSE

La historia nos enseña que lo que nuestras corporaciones y la propia sociedad han
entendido hasta el momento por RSE se basa en una idea bien simple: una empresa
genera beneficios y, al tomar conciencia de su papel dentro de la sociedad, decide destinar
parte de esas ganancias a proyectos sociales, a través de la creación de una fundación o de
las acciones desarrolladas por el departamento de RRHH o de Responsabilidad Social.
Sin embargo, las cosas están cambiando y, como veremos en los próximos capítulos, las
compañías, tanto nuevas como de largo recorrido, están empezando a integrar la RSE
dentro de su estrategia de negocio como un camino hacia la innovación y como un valor
añadido tanto para el cliente como para el accionista.
Por un lado, tenemos el punto de vista deontológico, que se apoya en argumentos

21
éticos o morales para describir la RSE y prefiere destacar el modo en que se consiguen los
objetivos por encima de la cantidad, aunque también este punto de vista considera que la
manera de generar beneficios es clave para incidir positivamente en la cuenta de
resultados.
Si nos basamos en las visiones más utilitaristas, la RSE se entiende como una
herramienta de gestión, como un elemento de mejora de la competitividad y de creación
de valor para la compañía. En la actualidad existen numerosos estudios sobre lo que se
denomina el business case que prueban que las empresas con un modelo de gestión
basado en la RSE son más rentables que las que no lo tienen. Estas son las que a partir de
este momento pasaremos a llamar empresas con «Responsabilidad Social Competitiva».
Tal y como explica el Libro Blanco de la RSC editado por el Gobierno de Cantabria:
«…fruto de la tensión entre estas dos posiciones algunos sintetizan la RSE en el lema
doing well by doing good, hacerlo bien haciendo el bien». Y es precisamente ese el
leitmotiv de muchas de las empresas que descubriremos a continuación y que han
decidido atender tanto a sus trabajadores como a sus clientes, accionistas o proveedores,
así como al conjunto de la sociedad, de una manera sana y competente.
Las empresas que consigan sobrevivir, que consigan crecer, consolidarse e incluso
triunfar en esta época y en los años venideros, serán, sin lugar a dudas, aquellas que
consigan, como verdaderas funambulistas, el equilibrio entre las dimensión social,
medioambiental y económica. Y es que no debemos olvidar jamás que las empresas son
proyectos creados por personas, con personas y para las personas.

22
3. Qué no es RSE

Las perversiones de las modas

«Los italianos piensan que el mundo es tan duro que hace falta tener dos padres, por eso
todos tienen un padrino». El famoso don Vito Corleone pronunciaba esta frase en la
primera entrega de El padrino donde un espléndido Marlon Brando interpretaba casi a la
perfección a uno de los grandes mafiosos de la historia. Este fue un creyente empedernido
de la familia, con una vida fascinante, y que supo forjar un liderazgo envidiable, capaz de
reinventarse constantemente y de desarrollar las estrategias de negociación e, incluso, de
marketing más efectivas.
Hoy, algunas escuelas de negocios y cursos de MBA repasan las habilidades de los
malos de la ficción y de la realidad, porque dejando de lado juicios morales, estos pueden
dar cátedra de sus conocimientos y capacidades. Incluso Louis Ferrante, un exmiembro de
la mafia estadounidense, describe en su libro Aprenda de la mafia una serie de
enseñanzas y actitudes que hoy resultan muy valoradas en el mundo de la empresa y entre
las que, contra todo pronóstico, también se encuentra la RSE.
Así es. Los bancos, los gobiernos, las grandes multinacionales, los comercios de
barrio… ¡hasta las mafias! invierten en fundaciones (ya sean externas o propias) o en
acciones de sensibilización. La RSE está de moda y hoy por hoy parece impensable que
una compañía, se encuentre en el punto del globo terráqueo donde se encuentre o sea cual
sea su dimensión, no se haya planteado todavía cómo ser o parecer una compañía
sostenible. Sin embargo, las estrategias de RSE, en numerosas ocasiones, acaban por
resultar inútiles o contraproducentes para la reputación de marca, porque nuestros
«venerados consumidores» las perciben como un simple lavado de imagen.
En la actualidad muchas compañías creen que tener una buena reputación y cumplir
con los criterios éticos de nuestra sociedad puede suponer un factor de éxito en el
mercado de consumo e, incluso, en el bursátil, ya que puede ayudar a evitar ciertos
riesgos económicos. Es por este motivo que las grandes corporaciones han hecho serios
esfuerzos en obtener una buena imagen corporativa a través de la elaboración de extensas
memorias e informes de RSE, así como elaborados códigos de conducta o códigos éticos.
A menudo este tipo de estrategias tienen también por objetivo acabar con las críticas
públicas de sindicatos u organizaciones no gubernamentales que analizan con lupa las
prácticas productivas de estas empresas.
¿Y dónde surge el problema? Pues en que hoy no existe ninguna normativa que regule
la RSE ni ningún mecanismo suficientemente imparcial que pueda asegurarnos que las

23
empresas la practican. Este tipo de medidas responsables suelen estar elaboradas por las
propias compañías de forma voluntaria y arbitraria sin que existan mecanismos para
verificar su eficacia o cumplimiento por parte de órganos externos. Por eso, en la mayoría
de casos, existe una distancia considerable entre lo que las compañías dicen que hacen y
lo que realmente llevan a la práctica. Incluso, muchas de ellas llegan a realizar verdaderas
acciones solidarias, pero a su vez ejecutan una serie de directrices totalmente contrarias al
concepto de RSE, lo que nos demuestra que toda empresa tiene unos valores, pero no
siempre son buenos para el conjunto de la sociedad.
Los gobiernos no han impulsado todavía una regulación internacional de la actividad
social de las empresas transnacionales, por lo que esta se ha convertido en una cuestión
meramente discrecional más que en una cuestión que debería estar regulada dada su
importancia en el devenir de nuestra sociedad.
Ante tal situación, organizaciones como Amnistía Internacional o Intermón Oxfam,
que forman parte del Observatorio de RSC en España, se han convertido en las entidades
fiscalizadoras de estas prácticas y las responsables de exigir a las administraciones una
implicación real para hacer obligatoria la defensa de los derechos humanos, laborales y
medioambientales por parte del sector empresarial.
Precisamente algunas de estas organizaciones fueron las encargadas de sacar a la luz o
apuntar los escándalos de conocidas multinacionales que, sin que muchos fuesen
conocedores de ello, incumplían repetidamente con sus programas de responsabilidad
social e incluso con la propia legalidad.

El caso Volkswagen

«El compromiso con la sostenibilidad, el medioambiente y la sociedad constituyen los


principales valores de la Responsabilidad Social Corporativa de Volkswagen-Audi». Con
estas palabras definía la marca alemana su programa de RSE en la versión española de su
página web. Una empresa que era considerada como modélica en la reducción de las
emisiones de CO2 y que proclamaba a los cuatro vientos sus tres premisas en materia de
movilidad sostenible: «Reducir, compensar y contribuir». Tanta era su preocupación por
parecer una compañía ética que habían invertido grandes esfuerzos en desarrollar el
programa Think Blue, que tenía por objetivo utilizar tecnologías más eficientes para
proteger el medioambiente y la salud de la población a través de una conducción más
sostenible.
Sin embargo, el viernes 18 de septiembre de 2015 la verdad salió a la luz. La Agencia
de Protección Medioambiental de Estados Unidos (EPA) hizo público que Volkswagen
había trucado las pruebas de emisiones de sus vehículos. Gracias a la instalación de un
software en el ordenador de a bordo habían conseguido simular reducciones de hasta un

24
40 % en las operaciones de análisis de contaminantes. Inicialmente, más de 500.000
coches con motorización diésel vendidos en Estados Unidos entre el año 2008 y el 2015
aparecieron como afectados. Sin embargo, el problema no solo repercutió en la primera
potencia mundial, pocas horas después el caso estalló también en Europa hasta llegar a
los 11 millones de vehículos en todo el mundo.
A partir de ese momento fueron numerosos los efectos de la crisis para la compañía.
Las ventas de sus coches diésel quedaron paralizadas en todo EE UU, su capitalización en
bolsa bajó casi un 35 % en dos días (lo que supuso aproximadamente unas pérdidas de
26.450 millones de euros) y el presidente ejecutivo del grupo, Martin Winterkorn,
presentó su dimisión, así como también tres altos cargos que fueron jefes de desarrollo en
diferentes años en los que se llevó a cabo el engaño. Y por si eso fuera poco, la compañía
tuvo que hacer frente a los costes de las reparaciones y de las multas de los diferentes
gobiernos por valor de más de 16.000 millones de euros.
Las consecuencias no solo fueron nefastas para la marca madre y sus modelos Golf,
Passat, Bettle y Jetta, sino que también acabaron manchando el nombre de otras empresas
como Audi, Skoda, SEAT o BMW, que habían montado este tipo de motor en sus
vehículos, por lo que plantas de producción españolas, como las de VW en Navarra y
SEAT en Cataluña, empezaron a temer que la crisis afectara de igual forma a su
estructura.
Otro varapalo fue el tener que renunciar a su buena imagen y posicionamiento en RSE.
Como ya reconocía el máximo responsable de la firma en América, Michael Horn, habían
sido deshonestos con sus clientes, con la agencia norteamericana y con toda la sociedad, y
eso tiene difícil perdón por parte de la opinión pública. ¿Se habrían planteado en algún
momento el riesgo, no solo económico sino también para su reputación, que podía
suponer ser descubiertos? ¿Cuántos años de trabajo y esfuerzo les costó llegar a ser la
segunda marca en reputación de Alemania y la decimocuarta a nivel mundial (según el
índice Reptrak del Reputation Institute)? Sin lugar a dudas, no calcularon bien las
consecuencias, pues acabaron por escoger una estrategia errónea, totalmente contraria a
los valores que decían tener y que les costará grandes esfuerzos y dinero invertido en
restablecer algún día la confianza de los consumidores y el mercado.
Con el tiempo también descubriremos si Volkswagen quedará en los anales de la
historia como la responsable social de este escándalo o, por el contrario, si figurarán
como únicas culpables determinadas personas como directivos, jefes de innovación y
desarrollo o ingenieros que una vez sean sustituidos devolverán la paz a la empresa del
motor.

El caso Toshiba

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En el verano de 2015 la noticia sacudía al país nipón. Un informe elaborado por un
comité de abogados externos revelaba que la conocida marca de electrónica Toshiba, que
había sido ejemplo de los esfuerzos de Japón para controlar el comportamiento de las
empresas, había inflado sus beneficios en más de 1.000 millones de dólares. Unas malas
prácticas contables y auditoras que se habían perpetrado durante más de siete años.
En 2013 la Red de Gobierno Corporativo de Japón, una organización sin ánimo de
lucro de Tokio, había posicionado al grupo en el noveno puesto de 120 compañías
japonesas con buenas prácticas de gobierno corporativo. Pero no, no es oro todo lo que
reluce. A pesar de parecer una empresa modélica por haber sido de las primeras en
cumplir con la reforma del Gobierno y haber incorporado tres consejeros externos con
potestad para nombrar a altos ejecutivos y un comité de auditoría que controlase el
comportamiento de sus dirigentes, la realidad era bien distinta.
Con el tiempo se acabó destapando que su gestión estaba repleta de irregularidades y
la empresa japonesa, que fabricaba desde microchips a reactores nucleares, tuvo que
afrontar uno de los mayores escándalos del país. El caso acabó con la destitución de siete
miembros del consejo de administración, entre ellos el consejero delegado Hisao Tanaka
por su implicación directa en el fraude.

El caso FIFA

De pequeños, especialmente los chicos, siempre admirábamos a un deportista, a un ídolo


del balón, un referente, un héroe en el terreno de juego. Soñábamos con llegar a ser algún
día tan buenos en el campo como ese futbolista y nos dejábamos la piel en el patio del
colegio para marcar un gol y poder besar la camiseta como hacía él. Valores como el
esfuerzo, la perseverancia, la capacidad de superación, la voluntad de trabajo en equipo…
son lo que siempre hemos asociado al deporte y a los deportistas, y lo que sin duda la
FIFA ha sabido explotar en sus conferencias, galas y campañas con conocidos anuncios
que la mayoría habremos visto en las pausas televisivas de la Liga de Campeones. Sin
embargo, el tiempo ha demostrado que la organización deportiva no era tan gloriosa como
parecía. El negocio del fútbol tiene su lado oscuro y el caso FIFA-Gate se encargó de
destaparlo.
El 27 de mayo de 2015 las autoridades suizas, por órdenes de la fiscalía de Nueva
York y el FBI, irrumpieron en el lujoso Hotel Baur au Lac de Zurich para detener a
catorce personas, entre las que figuraban siete funcionarios del órgano rector del fútbol
mundial. Todos ellos fueron acusados de cometer durante años numerosos delitos: fraude,
cohecho, crimen organizado, blanqueo de dinero y sobornos por valor de 150 millones de
dólares. Los allí presentes se estaban preparando para asistir al 65.º Congreso de la FIFA,
que debía elegir al nuevo presidente entre el entonces mandatario, Joseph Blatter, y su

26
opositor, el príncipe Ali bin Hussein.
A partir de ese momento, la propia FIFA encargó una investigación acerca de lo
sucedido y acabó esclareciendo que había habido irregularidades en el proceso de
elección de Rusia y Qatar como sedes de los mundiales de fútbol de 2018 y 2022.
También la investigación penal de las autoridades americanas apuntó a numerosas
prácticas corruptas en la atribución de derechos mediáticos y de marketing relacionados
con la Copa América Centenario, así como sobornos para amañar los contratos de
patrocinio de ropa, la selección de la Copa Mundial de la FIFA 2010 y la elección
presidencial de 2011.
Como consecuencia, la FIFA suspendió al presidente Joseph Blatter y al
vicepresidente y presidente de la UEFA, Michel Platini, que paradójicamente también
había sido responsable del comité de ética de la organización, alegando que habían
perdido la confianza del mundo del fútbol, de los aficionados, los jugadores y los clubes.
Algunas empresas patrocinadoras se plantearon seguir con su apoyo a la institución por
miedo a quedar salpicadas, y marcas como Coca-Cola, Budweiser y Visa pidieron
expresamente la renuncia del presidente para poder pasar página.
Solo el tiempo demostrará si son los valores o el negocio sucio lo que acaba por
predominar en el ente más poderoso del mundo del fútbol.

El caso Nike

A mediados de los 90 la marca de ropa y calzados Nike estuvo en el punto de mira


público. Numerosas organizaciones sin ánimo de lucro y medios de comunicación
sacaron a la luz las malas prácticas laborales de la compañía, que subcontrataba el 93 %
de su producción a países como China, Indonesia, Vietnam y Tailandia. Trabajo infantil,
esclavitud, represión, salarios miserables y falta de seguridad industrial eran solo algunas
de las reprobables praxis que desarrollaban los proveedores de la firma americana.
Ante tal avalancha de críticas, la compañía decidió implementar una serie de medidas
para paliar los efectos que tales comentarios podían tener en su imagen y, en
consecuencia, en la caída de sus ventas. Para empezar, se redactó un código de conducta
que fijara unos mínimos laborales y ambientales a sus subcontratados y se incluyó un
sistema para medir si tales puntos se estaban cumpliendo o no y un programa de
incentivos a la mejora de las condiciones de los asalariados. Empezó a participar en
proyectos de responsabilidad social junto a gobiernos, ONG y otras empresas, además de
reformular los procesos de diseño y producción con el fin de reducir el impacto
ambiental, preservar la salud de los trabajadores y apostar por el reciclaje. Por otra parte,
la marca emprendió una estrategia comunicativa enfocada a potenciar sus puntos fuertes y
en sus múltiples y costosas campañas publicitarias puso el énfasis en la defensa de la

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igualdad de género o la lucha contra el racismo, siempre a través de conocidas caras del
deporte.
Nada de esto ha parecido suficiente. A pesar de los esfuerzos, la marca sigue luchando
contra los comentarios negativos y su mala imagen. Nike no supo ser proactivo en su
momento y tan solo implementó algunos cambios cuando su reputación y credibilidad ya
estaban profundamente tocadas. El Press for Change de New Jersey o el National Labor
Comitee siguen afirmando que no se ha aplicado una transformación profunda en sus
redes productivas y que su prioridad continúa siendo el ahorro en la fabricación, por
encima de la preocupación real de los derechos humanos. Una parte importante de la
población y de los stakeholders sigue pensando que Nike ha sucumbido e, incluso,
promovido el lado oscuro de la globalización, a pesar de que sus ventas y beneficios no
hayan parado de crecer.
La moraleja es bien clara, no es más limpio quien más limpia sino quien menos
ensucia. Muchas empresas, como las cuatro citadas anteriormente, no se verían obligadas
a desarrollar planes de choque o políticas de RSE con una fuerte campaña de difusión
implícita si por otro lado no se dedicaran a contaminar, explotar trabajadores o infringir
numerosos códigos éticos que casi todos los países que forman parte de las Naciones
Unidas afirmaron respetar. La mayoría de las compañías que desarrollan verdaderas
acciones de responsabilidad social no están preocupadas por publicitarlo, sino porque
supongan un cambio efectivo en las condiciones de una comunidad o un territorio. Las
empresas que sí desarrollan RSE lo hacen porque creen en ello, porque ese tipo de gestos
forman parte de su filosofía de empresa y de su estrategia de negocio, como si de un
hábito se tratase, como algo normal y no un hecho extraordinario que valga la pena dar a
conocer al mundo entero.
La realidad es que la falta de una política global respecto a los compromisos sociales
dentro de una compañía acaba conduciéndola inevitablemente hacia la incoherencia y la
contradicción. Llevar a cabo una o varias acciones de RSE no significa ser responsables,
es necesario que la organización al completo, y no solo los departamentos de RRHH o
Marketing, quede impregnada por esa otra manera de hacer en el mundo de los negocios.
Hay empresas que organizan un outdoor day y ayudan a construir un refugio en la
montaña para niños con necesidades especiales, pero luego no cumplen con la legislación
mínima medioambiental y reciben sanciones por contaminaciones atmosféricas; otras,
entre ellas compañías conocidas, se vanaglorian de sus múltiples acciones «caritativas»,
como desarrollar proyectos para la creación de escuelas en el tercer mundo, organizar el
Día del Voluntariado entre sus trabajadores o hacer donaciones a entidades de asistencia
social; sin embargo, antes de gritar a los cuatro vientos que tienen una empresa
socialmente responsable deberían asegurarse de que cumplen con el abecé de este
concepto.
En general, el objeto de estudio tanto en debates como en diversas publicaciones

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suelen ser las best practices. Es decir, aquellas medidas y requisitos para llevar a cabo
una buena política responsable; sin embargo, se descuida el otro lado, o sea, todas
aquellas acciones que sí desarrollan las empresas y que desacreditan cualquier tipo de
campaña social. Por ello es necesario empezar por definir aquellas prácticas que una
empresa no puede llevar a cabo, mientras desarrolla una estudiada y, en muchas ocasiones
mediática, política de RSE.

Prácticas incompatibles con el desarrollo de la RSE

He aquí un listado no taxativo de actitudes que no son compatibles con realizar acciones
de Responsabilidad Social Empresarial:

1. Cumplir con la ley y no ir más allá


En primer lugar, la Responsabilidad Social Empresarial no es tan solo cumplir con la
legislación vigente. Por ejemplo, en el caso de la Ley General de la Discapacidad
(LGD), las empresas de más de 50 trabajadores están obligadas a reservar un 2 % de
su plantilla a puestos para personas con discapacidad. El porcentaje de empresas que
cumplen con esta norma es francamente pequeño. Aun así, el porcentaje restante, a
pesar de estar cumpliendo con la ley, debe dar un paso más allá y en el caso de la
discapacidad desarrollar una serie de acciones encaminadas a integrar social y
laboralmente al colectivo en su empresa, así como sensibilizar a su personal al
respecto, algo que se produce todavía en menos casos. Una empresa que se considera
socialmente responsable no solo debe cumplir con los mínimos legales sino ir más allá.

2. Tratar a los proveedores como no te gustaría ser tratado


Otra de las contradicciones de las empresas que sacan pecho con la responsabilidad
social es que en muchas ocasiones se trata de compañías que marcan un plazo de
pagos a sus proveedores de entre 120 y 180 días o incluso eternizan el proceso hasta el
incumplimiento, algo que ocurre especialmente en la gran mayoría de firmas que
figuran en el IBEX 35 (el índice bursátil de las mayores empresas españolas). Si bien
existe una ley actual de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales, no
se han establecido las sanciones pertinentes, por lo que cada empresa se siente libre de
marcar los periodos de facturación que le convienen, aun cuando esta filosofía va en
detrimento del objetivo común que perseguimos todos los actores de la economía
española, que es el de crear puestos de trabajo y ayudar a nuestros autónomos y pymes
a subsistir. Durante la crisis muchas compañías han propiciado la destrucción de
numerosos puestos de trabajo o contribuido al cierre de sociedades por sus demoras en
los pagos, asfixiando a los proveedores hasta las últimas consecuencias. Incluso
algunas firmas han llegado a financiarse abusando de la confianza de sus partners, tal

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y como podemos consultar en el listado que publica la Plataforma contra la Morosidad
en su página web. Una empresa nunca llegará a ser socialmente responsable si no se
compromete con su entorno, sus proveedores y sus stakeholders.

3. Buscar fórmulas de evasión fiscal


Tampoco resulta convincente que una organización quiera hacernos creer en su
apuesta por el bienestar de nuestra sociedad cuando al mismo tiempo mantiene filiales
instaladas en paraísos fiscales para ahorrarse un buen número de impuestos y ese,
tristemente, es el caso de muchas multinacionales tecnológicas y de redes sociales
globalizadas. Tributar en el país donde se opera es lo mínimo exigible para una
empresa y también la mejor manera de ser socialmente responsable, contribuyendo al
desarrollo de una comunidad y al mantenimiento de sus políticas sociales, educativas,
sanitarias y culturales.

4. Maquillar las cuentas, engañando a clientes y accionistas


En los últimos tiempos parece que la contabilidad creativa está en auge. Toshiba no es
el único caso, empresas como Gowex, WorldCom, Bankia o Pescanova también
maquillaron sus cuentas con fórmulas muy elaboradas basadas en el ocultamiento de
gastos, la creación de empresas pantalla, el uso de una contabilidad B y la realización
de ingresos falsos o movimientos entre ejercicios. Este tipo de corrupción ha llegado
incluso a saltar del mundo empresarial al político, poniendo en duda la financiación de
partidos y la procedencia de los sueldos destinados a cargos públicos. Este tipo de
prácticas ya no solo contravienen lo considerado socialmente responsable, sino que
transgreden lo permitido en el mundo de la empresa.

5. Perpetuar el techo de cristal


Hay otras medidas, acciones y actitudes que no son propias de una empresa que dice
ejercer la RSE como, por ejemplo, la falta de iniciativas para que un hombre y una
mujer puedan acceder a cargos de responsabilidad en igualdad de condiciones. En
2014, Twitter y Facebook publicaban las cifras de diversidad dentro de sus reputadas
empresas y, en contra de lo que debiera, no cumplían ni de lejos con la equidad en
puestos de trabajo, especialmente entre los altos puestos. Esta es una asignatura
pendiente para muchas de nuestras compañías, que han seguido permitiendo que las
cúpulas directivas queden copadas por el género masculino sin que mujeres
igualmente competentes hayan tenido oportunidad de acceder por sus propios méritos.

6. Contribuir a la brecha salarial


Algunas empresas, además de cumplir con el anterior punto, también ejercen la
discriminación salarial por género, pues permiten diferencias en el sueldo entre

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empleados y empleadas por el desempeño de un mismo o similar puesto. Asimismo,
también acaba repercutiendo en su retribución el que la mujer deba conformarse con
puestos de menor responsabilidad, así como con su redirección hacia sectores que
ofrecen salarios más bajos que aquellos en que predominan los hombres o el tener que
soportar el peso del trabajo no remunerado del hogar y del cuidado de otros miembros
de la familia, por lo que tienden a trabajar un menor número de horas. Con el tiempo
este tipo de diferencias también se acaban trasladando a la jubilación, ya que las
diferencias en las pensiones también son palpables dadas las desigualdades en el rango
y categorías salariales entre hombres y mujeres a lo largo de los años de cotización.
Por otro lado también son habituales las diferencias pronunciadas entre los sueldos de
altos cargos y puestos administrativos o mandos intermedios, una brecha salarial que
contribuye a generar grandes desigualdades dentro de las compañías y que va en
contra de una política retributiva justa y equilibrada.

7. Favorecer las puertas giratorias


Que un buen día un exmiembro del Gobierno tras años en el poder pase a ocupar una
silla en el consejo de administración de una gran corporación ya no nos parece nada
extraño, pues son numerosos y comentados los ejemplos en muchos países: los
expresidentes del gobierno español José María Aznar y Felipe González, que pasaron a
ser consejeros de Endesa y Gas Natural respectivamente (curiosamente dos empresas
de energía que conforman el lobby más importante que existe en España); el
exministro del PP y posterior presidente de Bankia, Rodrigo Rato; el congresista
demócrata Dick Gephardt, que acabó trabajando para un influyente grupo de presión;
el fiscal general de los EE UU, Eric Holder, que se recolocó en un importante bufete
de abogados de Wall Street o el que fue ministro de Hacienda colombiano, Mauricio
Cárdena, que pasó a formar parte de la junta directiva de Telefónica. Sin embargo, que
las empresas se presten a este tipo de juegos produciendo conflictos de interés entre el
ámbito público y privado en beneficio propio debería ser algo totalmente prohibido
para aquellas que pretendan considerarse éticamente correctas.

8. Negarse a la mejora de las condiciones laborales


Otras prácticas incompatibles y no exentas de debate y de su consecuente polémica
serían las de establecer, promover o permitir dinámicas de trabajo que impidan la
conciliación de la vida laboral y familiar de los empleados, incluyendo la falta de
flexibilidad horaria. Como en el caso de Nike, citado anteriormente, también son
reprobables la implantación de jornadas laborales excesivas, la explotación laboral
infantil o no hacer todo lo posible por garantizar un sueldo digno a todos sus
trabajadores, más allá de cumplir con el salario mínimo interprofesional, así como
descuidar las condiciones de trabajo o las de sus instalaciones. Todas estas prácticas

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son más comunes y extendidas de lo que pensamos y, por supuesto, totalmente
incompatibles con una estrategia de transparencia y RSE.

9. Ir en contra de los propios valores


Los escándalos de Volswagen y FIFA ponen de manifiesto que algunas malas
decisiones pueden llevar a una empresa a realizar justamente lo contrario de lo que
propugna y a traicionar los valores que tanto le ha costado vincular a su marca. Años
de estrategias para posicionarse en el mercado y en el imaginario del consumidor que
se terminan de un plumazo. Las grandes compañías energéticas son también un claro
ejemplo, pues aseguran favorecer el consumo responsable, sostenible y limpio, y al
mismo tiempo presionan para que los gobiernos apliquen impuestos sobre el
autoconsumo de energía con placas solares, amputando las posibilidades de tener
energía renovable en los hogares. El haber sido deshonesto con los clientes y con el
conjunto de la sociedad apareciendo ante la opinión pública como simples estafadores
es algo que tiene difícil arreglo, pues no toleramos bien el engaño y, menos, descubrir
prácticas que nada tienen que ver con la tan nombrada Responsabilidad Social
Empresarial.

10. Sobrepasar la ética pública y privada mediante corrupción


Parece obvio que cualquier organización que quiera mostrarse como una entidad
transparente e implicada socialmente no puede acarrear prácticas de corrupción a sus
espaldas. Casos tan habituales como pagar comisiones a terceros o recibirlas por
conseguir o adjudicar contratos parecen haberse convertido en algo habitual en muchas
empresas. Esto no solo es ilegal, sino que entrar en este tipo de juegos nunca será
considerado algo ético ni digno de una organización que se llame responsable.
Lamentablemente la corrupción es uno de los grandes problemas del siglo XXI: se
invierten en sobornos cada año más de tres billones de dólares, una cantidad que
podría destinarse a mejorar la vida de muchos colectivos con necesidades. Razón por
la que el Pacto Mundial ya incluye en su décimo punto la obligación de las empresas
firmantes de «combatir la corrupción en todas sus formas, incluidas la extorsión y el
soborno», ya que distorsiona la competencia justa entre empresas y perpetúa la
pobreza.

Estas y otras muchas cuestiones deberían ser condición sine qua non para que una
compañía del siglo XXI pueda decir con todas las letras que desarrolla y ejerce la
Responsabilidad Social Empresarial, pues no podemos permitir que algunas empresas se
llenen la boca de buenos propósitos cuando bajo mano incurren en una serie de malas
prácticas totalmente reprochables.
Pero ¿qué papel jugamos nosotros en todo esto? Pues bien sencillo: aceptar las cosas

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que están mal también forma parte del problema porque nos hace cómplices. Nuestra
sociedad tiende a la queja constante, a reclamar derechos por activa y por pasiva, pero
pocas veces es capaz de asumir sus obligaciones. Cuando nos pasa algo siempre solemos
echar la culpa a otro y nos cuesta ser autocríticos y pensar qué responsabilidades debemos
asumir en la convivencia con los demás. Creemos que las cosas que pasan en el mundo no
van con nosotros y que en una sociedad globalizada no es suficiente con transformar algo
desde nuestra parcela de consumidores. No obstante, cada gesto resulta clave. Todas las
nuevas tendencias hacia la cultura de lo sostenible se han implantado mediante pequeños
pasos y cambios de hábitos en comunidad. Para uno tener derecho a quejarse primero
debe haber contribuido a solucionar el problema desde su entorno, porque la vía fácil es la
de la queja, sumada al inmovilismo y a la falta de implicación. Lo verdaderamente
complicado es aportar soluciones reales e intentar cambiar las cosas desde el origen del
problema.
Además, nuestra sociedad se ha acostumbrado a dar por válidas muchas prácticas que
deberían modificarse, como por ejemplo que en una consultora se trabaje hasta altas horas
la noche o que en una agencia los publicistas se reúnan incluso los domingos. Ha sido
solo con el paso tiempo que aquellas cosas que estaban bien vistas en el pasado se
perciben como inconcebibles en la actualidad. En Cataluña, durante una de las últimas
sequías, la falta de lluvia obligó a sus ciudadanos a concienciarse sobre el consumo
responsable de agua y eso hizo que hoy sea una de las comunidades con el consumo por
habitante más bajo de Europa. Culturalmente hemos evolucionando, y gracias a las
políticas de concienciación, a las modificaciones en la legislación y a los cambios de
hábitos vemos necesario cosas como llevar casco en la moto, ponerse el cinturón en el
coche, respetar los límites de velocidad o separar los residuos para facilitar el reciclaje.
En la RSE hay muchas cosas que faltan por hacer. Por eso es preciso que se
desarrollen políticas, pero también que se instauren cambios de actitud y hábitos sociales
que solo dependen de nosotros mismos.

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4. En qué consiste la #RSCompetitiva (Responsabilidad
Social Competitiva)

Más allá de la RSE

Por el tipo de organización a la que pertenezco, he sido invitado a numerosas mesas


redondas donde diferentes empresas iban a hablar de sus experiencias o prácticas de
responsabilidad social. Un buen día, en uno de los foros organizados por Corresponsables
(la principal editorial de RSE de España), surgió la idea de ponerle nombre a este
concepto empresarial que hoy figura en el título de este libro. Esa mañana acudí, como
otras tantas veces, con mi lección bien aprendida y mi presentación de Power Point bajo
el brazo, con el fin de dar a conocer todo aquello que hacemos en mi empresa
considerado socialmente responsable. Yo debía ser el último en intervenir y, mientras
escuchaba detenidamente al resto de ponentes con presentaciones parecidas a la mía, me
di cuenta de que en todos y cada uno de los casos siempre existía «otro porqué», además
del simple hecho de ser responsables. En algunos casos ese porqué estaba relacionado con
el marketing social, en otros con la necesidad de cumplir la ley o con el hecho de que
ciertas acciones socialmente responsables acababan saliendo rentables, también
económicamente hablando. Fue ahí donde, repentinamente, decidí cambiar mi discurso y
basarlo en el motivo que nos conduce a hacer según qué acciones más que en las propias
acciones en sí mismas. Dejé de lado la presentación que había preparado y me centré en
explicar cómo esas actividades que nosotros consideramos RSE, al final las llevamos a
cabo porque son beneficiosas a nivel social, pero también lo pueden ser a nivel
económico, entendiendo que ambas visiones son perfectamente compatibles.
Uno de los mayores inconvenientes que surgen en este tipo de encuentros es que
siempre acaban participando las mismas personas. A todo el mundo le gusta decir que su
empresa desarrolla buenas prácticas, pero a la hora de la verdad no son sus dirigentes
quienes las dan a conocer en estos espacios, pues en la mayoría de casos son los
responsables de RSE o el personal de RRHH quienes acuden. Por ese motivo, pensé que
explicar que la responsabilidad social puede convivir con una visión más mercantilista
ayudaría a ampliar el foco y a acercar este concepto a empresarios o directores generales,
es decir, a aquellas personas que pueden llegar a creer en aspectos relacionados con la
RSE siempre que tengan connotaciones positivas en su cuenta de resultados.
De este modo fue como sustituí el término Responsabilidad Social Corporativa por el
de Responsabilidad Social Competitiva, que poco a poco fui introduciendo en mis
intervenciones, artículos publicados en prensa (el diario Expansión fue uno de los

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primeros en interesarse), presentaciones para la Patronal Catalana o la Asociación de la
Empresa Familiar, etc. Y a medida que pasaba el tiempo fui viendo que el concepto
conseguía calar entre los empresarios y los CEO, o directores ejecutivos, de otras
compañías. Un concepto diferente, innovador y eficaz, un concepto que mucha más gente
de la que pensamos ya está poniendo en práctica hasta haberse convertido en otros países
y en breve en el nuestro propio en una nueva tendencia empresarial.
Según su definición la Responsabilidad Social Empresarial o Responsabilidad Social
Corporativa es el conjunto de obligaciones y compromisos, legales y éticos tanto
nacionales como internacionales que adquiere una compañía en el ámbito social, laboral,
medioambiental y de derechos humanos.
Un estudio reciente, ponía de relieve que el 68 % de los españoles creen que su
empresa no desarrolla ninguna acción de RSE, ya sea porque a sus corporaciones «no les
interesa» o porque les supone «un coste elevado». Pero a pesar de lo que indica esta
encuesta, los empresarios en general dicen conocer bien lo que implica este término y qué
beneficios puede aportar no solo a su reputación de marca, sino también al conjunto de su
organización. Quien más y quien menos sabe que las empresas tienen infinidad de
maneras de devolver a la sociedad parte de sus beneficios; sin embargo, muchos
dirigentes desconocen lo positivo de desarrollar una Responsabilidad Social
Competitiva.
¿Qué significa este nuevo concepto? Pues bien, a diferencia de la habitual RSE, en este
caso el empresario crea su negocio desde un principio basándose en el factor social como
elemento diferencial sin perder de vista la rentabilidad. Su producto o servicio debe
generar valor social en sí mismo y desde el primer día cada euro invertido debe contribuir
a crear un mundo mejor, ya sea de manera consciente o inconsciente. No se trata de
considerar acciones accesorias, compensatorias o propias de una estrategia de marketing,
sino de originar expectativas económicas que consideren el compromiso con nuestra
sociedad algo esencial para el ADN de su empresa. Hablamos de compañías que han
conseguido generar negocio con el factor social como elemento competitivo,
convirtiéndolo además en la clave de su éxito.
Alimentos de km 0, coches eléctricos, cosméticos ecológicos, turismo sostenible…
Hoy en día los consumidores tienden más a comprar valores y no productos. Nuestra
sociedad ha empezado a exigirle a las empresas y a los gobiernos un comportamiento
ético, premiando las firmas que son competitivas en calidad y en precio pero también en
valores compartidos por el conjunto de la sociedad. Y es que, para poder contar con todos
estos elementos y encajar dentro de los nuevos criterios del consumidor, las empresas
tienden y tenderán cada vez más a generar o transformar su producto haciéndolo
responsable y competitivo.
Como ya avanzaba en el prólogo, los empresarios no deberíamos avergonzarnos del
hecho de querer ganar dinero. Cuando dejemos de hacerlo y acabemos con la creencia de

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que está mal o bien según si una empresa tiene o no ánimo de lucro, empezaremos a
entender de una vez por todas el verdadero sentido de la responsabilidad social. No se
trata de aplicar medidas solidarias para justificar nuestra cuenta de resultados, sino de
todo lo contrario, se trata de que la mejor manera de ser verdaderamente consecuentes
con nuestro entorno es aplicar la siguiente premisa: si contribuimos a que a la sociedad le
vaya bien, a nosotros también nos irá bien, pues si nosotros ganamos la sociedad también
gana. Este es el modelo que plantea la Responsabilidad Social Competitiva.
La RSE tradicional se muestra muchas veces como insuficiente e incluso ineficaz y no
acaba de tener la credibilidad que se merecería entre la opinión pública, pues para poder
hacer útiles las acciones sostenibles de una empresa es imprescindible que estas también
sean rentables. Y para muestra un botón: en tiempos de dificultades, toda economía
empieza por reducir gastos en aquellas partidas que no están estrechamente ligadas al
beneficio y no suponen una necesidad para seguir tirando adelante. Las familias acortan o
adaptan sus vacaciones y se pasan a las marcas blancas, por ejemplo, y con la llegada de
la crisis, los despidos, los recortes… muchas empresas también han dejado de invertir en
políticas sociales, es decir, en su RSE.
Cualquier marca puede pasar de ser socialmente responsable a no serlo, ya sea por que
el presupuesto destinado a esa área se esfuma de un día para otro o porque debido a un
escándalo relacionado con sus valores (como en los numerosos ejemplos del capítulo
anterior), la reputación de esta se acaba yendo al traste. También se da el caso en que el
cambio en la dirección de una compañía provoca la transformación de un negocio
responsable a solamente un negocio (como pasó con la empresa de mensajería MRW, que
veremos más adelante). Y es que, al final, las empresas las componen las personas y
según los valores de estas las compañías pueden desarrollar una deriva más o menos
social.
Cuando una empresa decide ser socialmente competitiva, difícilmente puede dejar de
serlo a menos que se vea obligada a cerrar. Si el origen de tu producto o tu servicio es
social y este además es competitivo y funciona, ¿por qué cambiarlo?, ¿por qué renunciar
al beneficio en ambos sentidos? ¿Alguien se imagina a la ONCE vendiendo cupones sin
personas con discapacidad o sin destinar sus beneficios a causas sociales? Sería
impensable. Tampoco nuestros clientes lo entenderían, pues una vez conseguido el
posicionamiento en el mercado como marca social, un cambio hacia un tipo de producto
convencional confundiría a los consumidores.
Si el objetivo de una compañía es ganar dinero, algo totalmente lícito, el propósito de
la Responsabilidad Social Competitiva no puede ser otro que ganar dinero contribuyendo
a la mejora del entorno. ¿Por qué habría que escoger entre el dinero o las personas? Se
puede poner el foco en ambas cosas, ya que los beneficios económicos también pueden
redundar en la población. Solo de este modo se puede incorporar la ética a la esencia de
una empresa, convirtiendo la RSE en una #RSCompetitiva presente en todos los procesos

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de negocio y en la gestión del día a día. Hay que dejar atrás la caridad y la filantropía para
apostar por la excelencia en la gestión, en la ejecución de las estrategias pensadas para
hacer bien las cosas y para «hacer el bien» con las cosas que hacemos. Además, sin duda
esta es la manera de poder ofrecer un plus a los clientes (a los habituales y a los más
conscientes del impacto social), a los empleados y a los stakeholders.

La responsabilidad social y la empresa familiar

Cuando pensamos en acciones de compromiso social solemos asociarlas a grandes firmas,


a empresas multinacionales que deciden devolver una parte de sus beneficios a la
sociedad y, como ya hemos visto anteriormente, muchas de estas políticas no vienen de la
base, sino que son acciones lideradas por departamentos independientes sujetas a un
determinado presupuesto. Lo que llamaríamos de forma simplificada estrategias de
greenwashing o aplicación de simples parches. Y es que existe una gran diferencia entre
«hacer el bien» y «quedar bien». ¿Por qué pasa esto? En mi opinión se debe a la falta de
valores. Al fin y al cabo estos gigantes de los negocios acaban contratando directivos que
están de paso, que dedican una etapa de su vida a implementar proyectos en esa empresa
para poder cobrar su bonus a final de año y al cabo de un tiempo saltar a otra firma que le
ofrezca un sueldo mayor y mejores condiciones. Este fenómeno hace que estos altos
cargos sientan poco la camiseta. Su prioridad se sitúa en el plano de lo crematístico, pues
su objetivo es desarrollar ideas económicamente «rentables», dejando de lado las
cuestiones más intangibles que tengan que ver con los valores de dicha compañía.
Las empresas familiares, por el contrario, suelen tener más presentes los valores por
encima del incremento de beneficios. Paradójicamente, son este tipo de organizaciones
las que menos divulgan su compromiso social o las que menos preocupadas están en dar a
conocer sus memorias de RSE. De nuevo quienes más hacen menos lo publicitan. Pero
esto también tiene un motivo y es que no entienden estas acciones como algo especial,
sino como una cuestión donde aplicar el sentido común. Como hacía nuestro amigo el
panadero al principio de este libro, hacen lo mejor para el negocio según los valores que,
como familias propietarias han ido marcando en su empresa.
Los consejos de administración, en estos casos, están formados por miembros de una o
varias estirpes, así los principios (que suelen estar alineados con su fundador y de facto
con la familia) están inherentes en cada decisión y en cada directivo, formando parte de la
cultura empresarial, lo que hace difícil que puedan ser cambiados o ignorados. Por eso
son precisamente las empresas de este tipo las que tienen más facilidad para poder aplicar
la #RSCompetitiva. En general, lo que acostumbra a producirse es que los negocios
tradicionales deciden evolucionar hacia este nuevo concepto por motivos normalmente
empresariales, como pueden ser la diferenciación de producto o el cambio de segmento de
mercado hacia el consumidor más sensible, sin perder de vista las connotaciones

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puramente económicas como la productividad, la competitividad, las economías de
escala… Más adelante veremos algunos ejemplos de ello.
Hasta el momento, diferenciábamos entre las empresas «tradicionales mercantiles» y
las llamadas «empresas sociales», pero ahora incorporamos una nueva variante: el de las
«empresas mercantiles sociales», que encuentran su hueco en el mercado, crecen y son
competitivas. Este concepto es el que precisamente puede transformar nuestra sociedad
actual en una más justa y equilibrada.
Sin duda, el hecho de aplicar la Responsabilidad Social Competitiva es algo que
imprime carácter y más en aquellas empresas en que surge desde su origen. Ese es mi
caso. Quién me iba a decir en mi época de estudiante de Administración y Dirección de
Empresas en la Universidad Internacional de Cataluña que acabaría embarcándome en un
proyecto por el que muy pocos apostaban y que, contra todo pronóstico, se convertiría en
un modelo de éxito con más de 20 años de existencia como empresa social.
Por aquel entonces, poner en marcha un negocio de tales características resultaba casi
una utopía, pues las ayudas y los clientes eran escasos e hizo falta mucho tesón, y
esfuerzo, pero sobre todo la firme creencia de que nuestra idea era capaz de funcionar.
Todavía recuerdo cómo muchos de mis compañeros de facultad solían alardear de sus
nuevos empleos en conocidas consultoras o prestigiosos despachos de abogados situados
la mayoría en impresionantes edificios del centro de Barcelona. Ante la perplejidad de
unos cuantos, yo había decidido apostar por un proyecto inusual, en el que ya invertía la
mayor parte de mi tiempo en el último año de carrera. Mañanas, tardes y hasta largas
noches de intenso trabajo en un despacho de la antigua zona industrial de Poble Nou. Un
local minúsculo y sin aire acondicionado donde nos pretendíamos dedicar a algo tan fa​-
shion como la limpieza con minusválidos (en aquella época ni siquiera se había
normalizado el uso de la palabra discapacidad, y se utilizaban términos como
«disminuido», que hacía referencia a una persona considerada menor). Mis colegas de
promoción se sentían cómodos trabajando en empresas de renombre y no dudaban en dar
a conocer a todo el mundo su posición, mientras yo iba repartiendo tarjetas de mi modesta
empresa, confiando en la posibilidad de que alguno pudiese contratar los servicios que
ofrecíamos y en el fondo, contrariamente a lo que todos pudieran pensar, orgulloso de
empezar a construir un proyecto que iba más allá de lo económico.
Los principios fueron duros. Muchos de los clientes que finalmente confiaban en
nosotros solicitaban servicios desarrollados por personas con discapacidades pero que,
sobre todo, no fuesen visibles. Se consideraban «empresarios sensibilizados» pero, aun
así, sucumbían a los tan extendidos prejuicios de nuestra sociedad e incidían en la
importancia de que no se les notasen las diferencias para no generar posibles rechazos
entre el resto de trabajadores o entre los visitantes a sus instalaciones.
A nuestra organización, a diferencia de otras empresas del sector, no se le presuponía
que el servicio que prestábamos fuese de calidad, sino que debíamos demostrar hasta

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límites insospechados que un empleado discapacitado era igualmente capaz de ejercer un
trabajo bien hecho. Por ese motivo, a los pocos años de empezar, decidimos certificarnos
en la normativa de calidad ISO 9001. Esta fue una decisión con intenciones comerciales,
pues debíamos revertir ese efecto y dar una razón más para que los clientes pudiesen estar
tranquilos externalizando servicios básicos con una empresa pequeña y con poca
experiencia como la nuestra. En los primeros días en la empresa del cliente nos
enfrentábamos a una evaluación permanente; las dudas entre los directivos eran
constantes: ¿a quién me pondrán? ¿Qué discapacidad tendrá? ¿Realmente lo podrá hacer
bien?… Sin embargo, una vez demostrada la capacidad y la calidad del servicio y de sus
trabajadores, las puertas de nuestros primeros clientes se abrieron de par en par y su
predisposición y entrega había cambiado por completo.
A pesar del esfuerzo que supone tener que demostrar a menudo que estoy al frente de
un buen proyecto empresarial a la vez que social, este trabajo también tiene su
recompensa, su lado más gratificante son, sin duda, las personas que me he ido cruzando
en el camino. Son muchísimas las anécdotas o los recuerdos que acumulo a lo largo de
dos décadas y que hacen que este no sea un trabajo más. Recaudaciones de dinero entre
toda la oficina para ayudar a ese empleado sin recursos que se enfrentaba a su primer día
de trabajo y necesitaba un corte de pelo y estar presentable o decidir comprar los últimos
cupones a una empleada que no llegaba a pagar la habitación donde vivía… y unos meses
más tarde tener la visita de esas mismas personas con toda su familia para que la
conociese, o traernos los planos del piso que acababan de apalabrar e incluso recibir un
pastel casero, hecho con todo el amor del mundo, como gesto de gratitud. Ellos y ellas,
hombres y mujeres, empleados y empleadas con «diversidad funcional» (término actual
que demuestra la evolución de nuestra sociedad) que en algún momento de su vida se
enrolaron en nuestro barco. Personas comprometidas, y sobre todo muy agradecidas, que
tenían muchas ganas de mostrar lo que podían y sabían hacer y tan solo necesitaban una
oportunidad.
Nuestro reto en los inicios fue transformar las connotaciones negativas asociadas a
servicios realizados por este tipo de empleados en algo positivo. Unas décadas atrás les
llamaban comúnmente tarados, tullidos, subnormales e inútiles (los lectores mayores de
40 años recordarán cómo al librarse del servicio militar a uno le daban un certificado
escrito donde se le declaraba «inútil total»). En los años noventa pasaron a denominarlos
«minusválidos», es decir, alguien menos válido que el resto, y de ahí se pasó al término
«disminuidos», que también comportaba un sentido de inferioridad. En la actualidad se
emplea la acepción de «discapacitado» como persona a la que se le reconocen algunas
pero no todas las capacidades. Así pues, con el tiempo, conseguimos convencer al cliente
de que creyera en nuestro producto por calidad y no por caridad, superando con ello todo
tipo de prejuicios. Hoy nadie entendería nuestra organización fuera del entorno de la
discapacidad, de ahí nuestro logro: el transformar nuestra mayor debilidad en nuestra

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mayor fortaleza.

La importancia de los valores en la #RSCompetitiva

Hace algunos meses los profesores de autoescuela de Barcelona decidieron unirse para
protestar, ya que sus demandas no eran escuchadas por la Administración. Llevaban
pidiendo desde hacía tiempo que no se dieran los resultados del examen práctico de
conducir a los alumnos inmediatamente después de realizar la prueba, sino unos días más
tarde, pues el número de agresiones a los examinadores había crecido exponencialmente
en los últimos años. Parece que los alumnos que están en desacuerdo con el resultado se
muestran más desafiantes, amenazadores y agresivos que nunca. De la misma manera, el
profesorado de los institutos o los árbitros de fútbol de categorías inferiores (y no tan
inferiores) pasan por situaciones muy similares.
A los que somos de otra generación esto nos parece de otra galaxia. En nuestra época
este tipo de actitudes eran inaceptables, y es que la pérdida de respeto provoca una
inevitable pérdida de valores. Un alumno que no respeta a sus profesores, o a sus padres,
difícilmente respetará a sus jefes o a sus empleados. Poco a poco estos malos hábitos han
ido calando entre los más jóvenes hasta transformar las relaciones sociales y también
empresariales, por lo que en consecuencia este tipo de actitudes hacen cada vez más
complicado que muchas empresas respeten los valores y las políticas sociales.
Así como el respeto, también hemos ido perdiendo valores como el del esfuerzo y la
gratificación por realizar un trabajo bien hecho. «Solo recoge el que siembra»; «Quien
bien siembra, bien trilla»; «Lo que más trabajo cuesta, más dulce se muestra»; «Quien en
agosto ara, riqueza prepara»; «Quien siembra llorando, siega cantando»… El refranero
popular y nuestra cultura económica más tradicional ya se basa en la enseñanza del
trabajo y el esfuerzo como clave para la consecución de beneficios.
En los últimos años, nuestra economía parece haber aparcado esos valores. Nos hemos
centrado en fomentar la importancia de ganar dinero a toda costa y, en muchos casos,
tanto empresarios curtidos como jóvenes directivos han enfocado sus negocios a alcanzar
este objetivo sin tener en cuenta que, indudablemente, siempre es necesario sembrar para
recoger. Probablemente algunas escuelas de negocios tengan mucho que ver en ello, pues
no han ayudado lo suficiente a preservar esos valores importantes tanto para la empresa
como para la sociedad y que han funcionado durante más de tres mil años.
El ansia de generar beneficios económicos ha provocado que olvidemos el resto de
pasos necesarios: escoger bien los ingredientes, conocer el punto justo de cocción, tener
paciencia y saber combinar los aromas y gustos a la perfección para ofrecer el mejor plato
posible al comensal. Y es que el proceso de aprendizaje resulta tan valioso como el
resultado final, por ello es necesario volver a la esencia y recuperar los valores del
esfuerzo.

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Querer ganar dinero es lícito, pero no así el hecho de que para conseguirlo se acabe
pervirtiendo el verdadero significado de la palabra «economía», del griego oikonomía,
que en sus orígenes se entendía como «buena administración de la casa».
Por suerte, los jóvenes emprendedores de hoy están sabiendo «reinventar» y
«reinvertir» para volver a los valores perdidos y generar negocio respetando el entorno,
así como consiguiendo objetivos basados en la filosofía de quien algo quiere, algo le
cuesta.
Como se puede ir desgranando de muchas de las reflexiones que contiene este libro, la
educación en valores es la base para cualquier cambio y la única vía para crear y
mantener compañías socialmente competitivas y responsables.

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5. ¿Existen los emprendedores sociales?

Superando clasificaciones del pasado

Cada domingo me levanto descansado y con ganas de hacer deporte. Tras desayunar y en
cuanto mis hijas de tres y cuatro años me dejan desconectar un rato, salgo a pedalear con
mi bici para evadirme de todo recorriendo kilómetro a kilómetro uno de mis itinerarios
preferidos. De vuelta a casa, reconecto con el mundo y ojeo Twitter para ver que se cuece
en la red desde la última vez que consulté el móvil. Tras prestar más o menos atención a
las noticias del día, me topo con un tuit que anuncia un reportaje sobre los 10 ganadores
de los Premios Jóvenes Emprendedores Sociales otorgados cada año por la Universidad
Europea. No tardo en coger mi iPad para ampliar la información y leo que en esta séptima
edición el jurado ha decidido galardonar a diversas iniciativas ligadas al cuidado y
desarrollo infantil, a otras que promueven la música como motor del cambio y algunas
más centradas en el desarrollo de entornos urbanos y el cuidado medioambiental. La lista
incluye los nombres de una decena de chicos y chicas que han puesto en marcha
proyectos ambiciosos y verdaderamente loables, pero en su mayoría carentes de un plan
empresarial o de la intención de generar beneficios económicos, más allá de los
necesarios para mantener vivo su propósito. Entre ellos, por ejemplo, descubro el de unos
jóvenes de mi localidad que han decidido implantar un proyecto de investigación y acción
llamado PASaPAS Les Planes. Su finalidad es autorregenerar la zona y mejorar el
metabolismo urbano. También descubro Prometteo, una original red social de viajeros
con discapacidad auditiva que les permite descubrir, valorar y opinar sobre la
accesibilidad de las diferentes ciudades visitadas por este tipo de usuarios.
«Nuestra economía está cambiando». Al oír esta frase, muchos de nosotros, escépticos
de por sí o desengañados por la época que nos ha tocado vivir, podríamos creer que se
trata de una sentencia equivocada, algo vacía y más propia de un discurso político en
campaña electoral que de la realidad. Sin embargo, solo hace falta mirar a nuestro
alrededor para darnos cuenta de que probablemente la microeconomía sí ha sufrido una
metamorfosis palpable. Nuestra manera de hacer negocios se ha modificado y no solo
consumimos de otra manera, sino también impulsamos nuevos proyectos empresariales
basados en valores intangibles, como el respeto por el medioambiente o la lucha por los
derechos humanos.
Jóvenes recién licenciados, empresarios que se reinventan, autónomos en busca de
nuevas metas… son algunos ejemplos de lo que hoy llamamos «emprendedores sociales»:
personas que han apostado por el mercado de la economía social y que crean empresas

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con el admirable propósito de mejorar el mundo.
En marzo de 2006 tuve la oportunidad de presidir la Asociación de Jóvenes
Empresarios de Cataluña (AIJEC) y formar parte, además, de la comisión ejecutiva de la
Confederación Española de Jóvenes Empresarios. Siempre me había sentido atraído por
los aspectos relacionados con la sociedad civil, incluso en algún momento estuve tentado
de entrar en política, pero tal y como estaba y está el panorama, decidí optar por
vincularme a asociaciones de ámbito empresarial. Probablemente la influencia de mi
padre tuvo mucho que ver en ello, pues durante un tiempo fue presidente de la PIMEC
(Patronal Catalana de pequeña y mediana empresa) y recuerdo que con apenas 20 años
insistía en llevarme con él a actos repletos de influyentes empresarios. No podía evitar
sentirme profundamente incómodo en aquella situación, yo no era más que un niño con su
insignificante microempresa al lado de tótems empresariales con nietos de mi edad que
me miraban por encima del hombro preguntándose qué hacía allí alguien como yo. Un
buen día, un amigo de la infancia me invitó a una comida que me haría descubrir la
asociación donde por suerte encontré perfiles similares al mío, con los mismos problemas
y las mismas inquietudes. Tras un largo tiempo como socio, finalmente, llegué a la
presidencia de la organización. Sin duda, una de las etapas más gratificantes de mi vida,
que duró poco más de 4 años y que me permitió conocer de cerca a multitud de
emprendedores, empresarios en estado embrionario de todos los ámbitos y sectores con
unas ganas terribles de aportar algo nuevo a la sociedad y dedicar energías e ilusión a un
negocio propio al servicio del bien común.
Entre los muchos proyectos que pude descubrir me llamó especialmente la atención el
de la empresa Albus Golf. A través de Eugeni Castejón, amigo y fundador de la primera
asociación de ecoemprendedores de Cataluña, conocí a Albert Buscató, el director de esta
empresa que se dedica a fabricar bolas de golf ecológicas. Con una ilusión propia de
quienes disfrutan enormemente con su trabajo, me explicó cómo tras años de
investigación él y su socia consiguieron dar con un tipo de material 100 % biodegradable
y de un solo uso que contiene comida para peces en su núcleo y que permite practicar golf
en entornos marinos. Nunca me había parado a pensar en la cantidad de bolas que se
tragan nuestras aguas, pues este deporte es muy frecuente en cruceros, yates de lujo,
playas, embarcaderos, hoteles y resorts. Su empeño les había llevado a transformar una
afición contaminante en una práctica medioambientalmente sostenible, sin olvidar que
con la comercialización de su producto también estaban creando una empresa socialmente
competitiva.
Como Albert, la mayoría de los jóvenes y no tan jóvenes que pude conocer, y que
clasificaríamos dentro de la categoría «emprendedores sociales», cumplían con una serie
de características comunes según el tipo de proyecto y la manera de liderarlo:

1. Eran curiosos y poseían una gran capacidad para aprender rápidamente, así

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como para adaptarse a las nuevas tendencias, a los gustos de los consumidores
y a los cambios constantes del mercado.

2. Tenían la capacidad de pensar en grande y un afán envidiable por cambiar las


cosas y romper con el statu quo, tanto dentro como fuera del sector
empresarial.

3. No tenían miedo a asumir riesgos de todo tipo, pues no solo se enfrentaban a


los de carácter económico, sino a la falta de confianza de sus más allegados o
del público en sus innovadoras ideas.

4. Su arrojo se basaba en que un día decidieron soñar, intentar hacer realidad sus
propósitos. Sus proyectos estaban cargados de esperanza y de creencias como
«el querer es poder».

5. Sabían que hacer contactos o networking es esencial para poner en marcha una
idea y que relacionarse con equipos multidisciplinares o asociarse con otros
emprendedores podía aportarles múltiples ventajas y nuevas vías de negocio.

6. Todavía estaban vírgenes en este mundo de las finanzas, y eso les daba
ingenuidad y frescura, lo que, en muchos casos, aportaba un plus a sus
productos y manera de vender.

7. Uno de sus principales objetivos era el de generar valor social, por lo que la
generosidad era una de sus principales características.

8. Creían en la practicidad por encima de todas las cosas y pasaban rápidamente


de todas aquellas teorías aprendidas en la universidad sobre la puesta en marcha
y la promoción de su idea en la calle.

9. Economizar recursos es algo que habían aprendido desde el principio, pues


fueron la generación que tuvo que salir al mercado en época de crisis y debido a
eso habían agudizado su ingenio para reciclar, reutilizar, ahorrar e invertir con
cabeza. Incluso apostaban por métodos alternativos de financiación, como el
micromecenazgo (crowdfunding).

10. Eran unos expertos en nuevas tecnologías y en redes sociales. Sabían que su
negocio no funcionaría sin una buena página web, una buena campaña de goteo
en la red o incluso un sistema de venta online; además, pensaban más allá, pues
ya valoraban el introducir formas innovadoras para completar su negocio en

44
fases como la fabricación o la distribución que también podían provenir de
proyectos de otros emprendedores locales.

Los llamados «emprendedores sociales» tienen actitudes muy admirables pues


persiguen incansablemente el solucionar los problemas de nuestra sociedad, incluso son
los más preparados para afrontar situaciones límite como enfrentarse a una crisis, pues
son los únicos que nacen en la mayor crisis posible: la de empezar un negocio sin tener
ningún cliente y sin saber cómo pagar las nóminas mes a mes. Cualquier emprendedor
que es capaz de superar esta situación está preparado para lo que se avecine. Sin embargo,
muchos de sus valores no proceden de la escuela de negocios, sino de mucho más atrás.
Soy empresario, de los que ha aprendido a emprender a base de carácter, esfuerzo y
gracias a una buena formación, pero también soy padre de tres niños. En casa es donde he
podido comprobar cómo ellos, los más pequeños, son quienes tienen todas esas aptitudes
emprendedoras que veríamos en el mejor de los referentes empresariales de forma
absolutamente innata.
Son capaces de asumir riesgos constantemente, ¿quién no les ha visto tentando su
suerte y poniendo los dedos en los enchufes? Siempre intentan subirse a cualquier sitio
por alto e inaccesible que parezca y no paran de caerse hasta que aprenden a caminar
gracias a que enseguida quieren alzarse de nuevo para seguir con sus propósitos. Ver a mi
hija Paola esforzándose por conseguir dar sus primeros pasos o a su hermana Andrea
insistiendo, a pesar de las caídas, en aprender a montar en bici sin ruedas y con menos de
tres años me hace recordar que solo cayéndonos aprendemos a levantarnos y que si de
adultos tuviésemos la mitad del espíritu de superación que teníamos de pequeños,
seríamos capaces de comernos el mundo.
Los niños son realmente insistentes, casi incansables y capaces de derrumbar a
cualquiera. ¡Cuando quieren algo no hay quien les pare! Y en eso mi hijo Álvaro es todo
un experto. Por supuesto, la curiosidad está entre sus características, siempre preguntan el
porqué de las cosas: ¿Esto qué es? ¿Cómo funciona? Son infinitamente creativos y son los
únicos capaces de pintar algo que todavía no han visto, y sino que se lo digan a mis dos
niñas, unas auténticas cracs que ya han firmado sus primeras obras en las paredes de casa
y en el sofá del salón, que ya empieza a parecer un Picasso. Incluso la más pequeña ya ha
llegado a rayarme el coche mientras me decía inocentemente: «Mira papi, la piña
pinta…». Pero qué remedio, los niños son también tremendamente empáticos y capaces
de hacerte reír a carcajadas, ablandando el corazón más rígido con tan solo una sonrisa.
Una cosa está clara, si trabajásemos más para que nuestros pequeños no
«desaprendieran» esas aptitudes emprendedoras tan valiosas, no tendríamos que estar
formándoles de adultos en lo que les hemos quitado a través de una educación rígida y
encorsetada. Ellos son nuestro futuro y esa inversión inicial por fomentar su espíritu
emprendedor puede ser clave para determinar quiénes serán los hombres y mujeres del

45
mañana.
Lo cierto es que innovar en el terreno social no es tarea fácil. Dar con un
planteamiento nuevo que nunca se haya llevado a cabo o un proyecto que cambie
completamente la manera de solucionar un problema con el fin de transformar la sociedad
y abogar por el cambio es algo realmente complicado, dado que supone enfrentarse a dos
retos: el de dar con algo nuevo y sorprendente y que además sirva para arreglar los
desbarajustes planetarios. Parece una idea de locos. Además, el emprendedor social no
solo debe aguzar su ingenio para desarrollar una idea creativa sino que debe enfrentarse a
prácticamente los mismos riesgos que los de un negocio al uso con un producto
convencional: pérdidas económicas y de ahorros, dedicarle mucho tiempo, esfuerzo y
tesón, sortear la desconfianza y defender la innovación y, finalmente, huir del estigma del
fracaso.
Hoy en día nos llenamos la boca hablando de estos nuevos empresarios, pero no somos
del todo conscientes de que en la figura del buen emprendedor siempre es necesario un
camino de aprendizaje basado en la prueba y el error. En la cultura anglosajona el fracaso
se considera algo lógico cuando se inicia un negocio. Los números nos demuestran que es
algo habitual en el mundo de las empresas: cerca del 80 % de las pymes no llegan a los
cinco primeros años de existencia y el 90 % no suelen durar más de una década.
Las estadísticas también reflejan que quienes emprenden por segunda vez un negocio
tienen un porcentaje muy elevado de éxito, ya que han podido aprender de sus errores.
Cuando un empresario fracasa, adquiere una serie de conocimientos y experiencia que ni
los mejores MBA le pueden transmitir y que le servirán, sin duda, para futuros proyectos.
Sin embargo, actualmente en España, Italia, Sudamérica y otros lugares, el contexto es
contrario a esta filosofía. Existe un miedo importante al fracaso, además de la falta de
oportunidades para reflotar la actividad empresarial.
Cuando un emprendedor fracasa, a pesar de haber realizado una buena gestión de su
empresa, y se ve obligado a cerrar su negocio y salir a concurso de acreedores debido a
las dificultades del mercado u otras circunstancias que le eximen de cualquier
responsabilidad, tiene igualmente el acceso cerrado al crédito bancario porque se
convierte en deudor. Especialmente en España, la crisis ha acabado con negocios viables
por razones que no están al alcance del emprendedor, como la falta de liquidez, una
competencia feroz o la morosidad pública. Al tratar de poner en marcha una nueva idea,
el banco no confía en su viabilidad porque mide por igual una quiebra fraudulenta que
una por circunstancias ajenas al empresario. La legislación crea una serie de obstáculos
que dificultan al emprendedor un segundo intento y, aunque la ley española de la segunda
oportunidad contempla que pasados cinco años el empresario deja de pertenecer a la lista
de impagados, este deberá acarrear de por vida las deudas a la seguridad social y eso
acaba provocando que muchos se lancen a la economía sumergida. No olvidemos que
poder disponer de dinero, seguridad, estabilidad económica y las condiciones necesarias

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para desarrollar un nuevo negocio son elementos esenciales para reactivar la actividad
empresarial.
Muchas de las que hoy consideramos grandes compañías se han levantado gracias a
empresarios que no han tirado la toalla y que, a pesar del éxito que aparentan, presentan
todo tipo de dificultades, las comunes en cualquier proyecto empresarial.
Otros países con un elevado índice de emprendimiento como Taiwán, Israel, Islandia o
Estados Unidos no ponen trabas a la recuperación del principiante, que tras la tormenta
vuelve a levantarse, aprende de sus fallos, resuelve errores y emprende por segunda vez
con nuevas ideas y capacidad de reactivar la economía. El talento es la mejor arma para la
recuperación y una época como la vivida, la de la crisis, es el mejor momento para
emprender.
Precisamente la búsqueda de oportunidades es lo que perseguían aquellos empresarios
incipientes con que me crucé durante mi paso por la AIJEC. En mis entrevistas con esos
jóvenes que querían iniciar su andadura en el mundo del emprendimiento social, observé
que en muchos de ellos se daba un patrón común: tenían claro que su emprendimiento
debía ser rentable, pues querían ganar dinero, pero con ello deseaban ayudar a tener un
mundo mejor, más sostenible y justo. Y no solo era en mi entorno más próximo donde
surgía la responsabilidad social competitiva, sino que se trataba de un fenómeno
transversal y de ámbito internacional, pues tras una charla en Alicante para la asociación
europea Yes for Europe pude comprobar cómo los emprendedores europeos también
tenían numerosos ejemplos en sus países de conceptos similares al que planteo.
Y es justo en este punto donde surgen todas las contradicciones hasta ahora expuestas
en la descripción del «emprendedor social». ¿Por qué en la mayoría de casos solemos
identificar a este tipo de agentes con actividades sin ánimo de lucro? ¿No son todos los
empresarios que cumplen con sus obligaciones emprendedores sociales? ¿No contribuyen
a crear puestos de trabajo y, por lo tanto, a reducir la tasa de desempleo? ¿No ayudan a
crear valor dentro de nuestra sociedad?
No hay nada más social que crear una empresa para colaborar en el crecimiento de un
país, ayudando a que su comunidad sea más productiva y avanzada tanto en conocimiento
como en recursos. Cualquiera que, hoy en día, se lanza a la aventura de impulsar un
negocio, sin duda debería llevar colgada la etiqueta de «emprendedor social», pues ante la
reciente crisis su papel de creador de puestos de trabajo resulta francamente vital.
¿Qué hay de malo en buscar un rendimiento a una idea o proyecto propio? No nos
limitemos a diferenciar entre empresarios sociales «buenos» y empresarios «no tan
buenos» en función del tipo de producto/servicio que producen o comercializan.
Me da la sensación de que, de manera errónea, hemos situado a los emprendedores
sociales moralmente por encima del resto de empresarios y deberíamos empezar a juzgar
la labor que una entidad concreta lleva a cabo en lugar de clasificarla tan solo por su
origen o forma jurídica. A fin de cuentas, lo más importante es la capacidad de

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transformación social y de crear riqueza para un país o comunidad que pueda tener esa
compañía. Es hora de dejar a un lado los prejuicios y las clasificaciones simplistas y de
dar ejemplo de la sociedad madura que deberíamos ser, destacando a los empresarios por
su contribución a la sociedad en todos los aspectos, siempre y cuando su modo de hacer
sea fruto de una enseñanza en valores.
A mi modo de ver, el término más acertado para definir el emprendimiento social es el
de social business (negocios sociales). En primer lugar, porque incluye la palabra
«negocio», con lo cual se distingue de lo que sería puramente una ONG u otro tipo de
iniciativas sin ánimo de lucro que solo son sostenibles con ayudas o donaciones de
particulares, empresas o de la administración pública. Los negocios sociales son
proyectos enfocados al mercado y, por lo tanto, deben ser rentables y competitivos en pro
de su subsistencia, siempre con un componente social que los haga diferentes al resto.
El mismo Michael Porter, gurú del marketing económico y toda una autoridad en
estrategia competitiva que dirige el Instituto de Estrategia y Competitividad de la Harvard
Business School, está introduciendo el concepto de share value, (valor compartido) para
explicar casos de éxito de iniciativas rentables, autosostenibles e infinitamente escalables,
que abordan los temas sociales desde una perspectiva empresarial.
El problema de esta argumentación es que puede sonar políticamente incorrecta, pues
a la mayoría de la gente no le gusta escuchar la palabra «negocio» y para la opinión
pública es un término que resulta peyorativo, incluso sucio, y se niega a unirlo con un
término tan puro como el de «social».
Si dos organizaciones, una de iniciativa social y otra de carácter privado, se dedican a
lo mismo, una escuela, por ejemplo, no sería justo decir que una es mejor que otra según
el tipo de iniciativa, sino que las juzgaríamos por los resultados académicos del alumnado
y los valores transmitidos. Aunque esta visión pueda parecer obvia, hoy en día nuestra
sociedad cuestiona muchos proyectos que contribuyen a la mejora de ciertas
problemáticas solo por el mero hecho de ser privados, como es el caso de hospitales,
centros de cuidado de enfermos, de personas de la tercera edad, con discapacidad o en
riesgo de exclusión.
Otra desventaja a tener en cuenta, por la que los negocios sociales deben buscar el
rendimiento monetario unido a la resolución de problemáticas comunes, es que el hecho
de depender de subvenciones puede mermar su capacidad para influir en la mejora social.
Desgraciadamente, son muchas las ONG y fundaciones que se han visto obligadas a
frenar su actividad, pues la falta de inversión por parte de los gobiernos ha impedido que
pudiesen seguir con su más que necesaria intervención en muchos ámbitos. Necesitamos
empresas sociales más eficientes, que sepan recuperar la inversión y rentabilizar el
negocio para seguir funcionando en un futuro, por lo que aunar objetivos sociales con
innovación, crecimiento económico y rentabilidad es el camino para conseguirlo.
Cuando llegue el día en que podamos unir el término «negocio» y el término «social»

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sin ningún miedo, sin prejuicios, sin que nos resulte extraño, habremos avanzado hacía
una economía y una sociedad más madura y eficiente.

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6. Tipos de empresas que desarrollan #RSCompetitiva

Quién lo hace y por qué lo hace

La empresa de paquetería y envíos exprés MRW, con 1370 franquicias en España,


Andorra, Portugal y Venezuela, había conseguido situarse entre las compañías más
comprometidas socialmente. Eran conocidas sus numerosas acciones dirigidas a mejorar
nuestro entorno en materia social, económica y ambiental. Hasta su máximo responsable,
que conozco bien y en especial a su hijo Paco por ser mi predecesor en la presidencia de
la AIJEC, había editado un libro titulado El primer café de la mañana, que se repartía a
domicilio de manera gratuita previa solicitud y donde relataba cómo el componente social
estaba integrado en su plan de negocio para que parte de los beneficios revirtieran
también en la mejora de nuestra sociedad. Acciones que iban mucho más allá de generar
empleo, respetar el medioambiente o cumplir las leyes y que seguían una filosofía
empresarial basada en incorporar la responsabilidad social en los planes estratégicos y
operativos para que más tarde se reinvirtieran en la empresa, contribuyendo a potenciar su
competitividad y generar valor añadido ante el resto de stakeholders. Cuando en 2012 su
presidente ejecutivo y fundador, Francisco Martín Frías, quien había sido el impulsor de
tales directrices, dejó de desempeñar ese cargo por desacuerdos con el resto de socios, la
organización cambió por completo y poco a poco empezó a desaparecer de todas las listas
de buenas prácticas. El cambio en la dirección provocó que lo que hasta el momento se
consideraba un ejemplo de negocio responsable pasara a ser solamente un negocio, pues a
fin de cuentas las empresas las componen las personas y según sus valores las compañías
pueden tomar una deriva más o menos social.
En épocas de dificultades económicas los directivos suelen optar por recortar en
aquellas partidas que consideran prescindibles, como la RSE, un intangible que según la
visión empresarial más clásica no reporta beneficios directos. Sin embargo, olvidan que
descuidar ese tipo de inversiones afecta en buena medida a la percepción de la marca y,
por lo tanto, al fondo del negocio y al contexto socioeconómico, pues contribuir a la
mejora de la sociedad también repercute en el devenir de sus empresas. Aunque no
podamos establecer una relación clara entre la caída de ingresos de una compañía y su
desvinculación de las acciones sociales, es indudable que, como en el caso de MRW, sí
existe una pérdida de notoriedad pública y de posicionamiento orgánico.
La mayoría de organizaciones que practican la #RSCompetitiva desarrollan este
concepto de manera transversal por una cuestión de convicciones personales. El aspecto
social suele estar profundamente ligado a la figura que lo impulsa y, por tanto, parece

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lógico pensar que para que el proyecto perdure es imprescindible desligarlo del impulsor
y trasladarlo al planteamiento ejecutivo. Los impulsores pueden ser dueños de empresas
familiares, socios de cooperativas o jóvenes emprendedores que creen firmemente en que
su producto puede ayudar también a generar valor social en una localidad, región o país e
incluso en todo el mundo. También encajan aquí perfiles que deciden impulsar nuevas
vías de negocio y provocar una transformación en su compañía. Hablamos de personas
que han creído en su idea de apostar por nuestra comunidad también económicamente
hablando y que han perseverado en su intención de llevarla a cabo. Pero ¿qué pasa cuando
estos dejan de ser los dirigentes o dueños de la empresa? Entonces se corre el riesgo de
que los pasos dados en una determinada dirección acaben por deshacerse. Ante tal
situación, resulta sumamente importante que la estrategia social de una compañía no esté
en manos de las personas, sino que pase a formar parte de la propia esencia de la empresa
para que, independientemente de quien esté al mando, se mantenga intacto el factor
diferencial. Lo verdaderamente importante es que, aunque el negocio se venda, cambie el
equipo directivo o se produzca un relevo generacional, la compañía siga manteniendo el
valor social intacto, pues eso es lo que la hace fuerte y distinta al resto de organizaciones
y lo que la caracteriza como una organización socialmente responsable y competitiva de
largo recorrido.

Nuevas empresas, nuevos empresarios y nuevos empleados

Como ya planteaba al comienzo del libro, el mercado está sufriendo un significativo


cambio de tendencias respecto al tipo de proyectos que se incorporan al tablero de juego.
Los nuevos modelos de negocio con compromiso social incrustado en el corazón de la
empresa han aumentado su popularidad, especialmente entre los jóvenes, que encuentran
respuesta a sus demandas tanto desde la perspectiva de consumidor como desde la de
impulsor de este tipo de iniciativas. Estas nuevas empresas buscan ser autosuficientes,
eficaces y rentables en el tiempo, transformando la sociedad a pequeña escala con
posibilidad de seguir creciendo. A través del aprendizaje tratan de aprovechar los cambios
de conducta del cliente y ganar terreno aplicando una economía de escala. Además, entre
sus nuevas funciones aparece el educar al consumidor, desde su radio de influencia, así
como a los productores y a sus propios empleados.
La sostenibilidad y la responsabilidad social ya no son una estrategia, sino el principal
objetivo del nuevo empresario que las ha integrado plenamente en su actividad principal y
ha pasado a considerar al consumidor como un ciudadano al que ofrecerle soluciones de
calidad revertiendo las desigualdades.
Este fenómeno cada vez se presenta a una edad más temprana. Desde hace tiempo y
unas dos veces al año suelo visitar diferentes escuelas para ofrecer charlas sobre el mundo
empresarial, el espíritu emprendedor y la importancia de la labor social en una

51
organización. Pocas actividades son tan reconfortantes como esta, pues enfrentarse a
alumnos de entre 14 y 18 años en pleno proceso de crecimiento, de dudas existenciales y
conflictos internos es toda una experiencia.
Hace un par de años conocí a un grupo de estudiantes de 4º de ESO en el Instituto Can
Jofresa de Terrassa que al finalizar mi intervención se acercaron para pedirme ayuda y
algún que otro consejo. Se trataba de un equipo de once alumnos llamado Lego Stones,
que había conseguido clasificarse para representar a España en la gran final de la First
Lego League (FLL) Razorbarch International de Fayettevile (Arkansas, EE UU). Tras
superar la primera fase de la competición, que consistía en programar un robot hecho con
piezas de Lego, se habían propuesto impulsar un proyecto empresarial para luchar contra
la exclusión social y el fracaso escolar a través de una serie de acciones que promovieran
la integración y cohesión entre los más pequeños, independientemente de su sexo, raza o
clase social. Principalmente, necesitaban una fuente de financiación para poder costear su
viaje y estancia en Estados Unidos. Una de las cosas que más me sorprendió es que no
permitían que cualquier empresa los ayudase, solo estaban dispuestos a aceptar dinero de
aquellas que tuviesen una serie de valores sociales, y por eso habían pensado en mi
organización como una candidata para poder ayudarlos.
A través de Fundación Grupo SIFU hicimos una aportación a su campaña de recogida
de fondos para que pudiesen viajar y presentar su proyecto. Finalmente, no consiguieron
ganar, pero sin duda pudieron disfrutar de la experiencia y de la capacidad de defender un
proyecto muy loable ante un jurado de excepción.
Esta llamada «generación millennial» hoy se inicia en el mundo empresarial como la
más preparada de la historia, una generación que se ha enfrentado a las vicisitudes del
mercado laboral en plena crisis y que, sin embargo, ha decidido creer plenamente en la
recuperación de los valores perdidos. Una generación de jóvenes también más
competitivos que buscan convertirse en protagonistas de los cambios sociales a través de
nuevos enfoques para solucionar los problemas que nos rodean. No se conforman con
trabajar en cualquier sitio, ni emprender cualquier tipo de proyecto, sino que se decantan
por empleos que les proporcionen un sueldo y que también les posibiliten vivir en un
mundo más feliz.
Una vez me explicaron que existen dos tipos de salario: el salario monetario y el
salario emocional. Sobre el primero no hace falta comentar nada, todos sabemos para qué
sirve y la importancia que tiene para poder sobrevivir. Sobre el segundo, en cambio, poco
hemos oído hablar. Este tipo de salario es el que recibimos cuando nos damos cuenta de
que estamos ayudando a los demás, de que lo que hacemos en nuestro día a día sirve de
algo, por lo que está dotado de cierta trascendencia y, por pequeño que sea, tiene un valor
más allá de lo económico. Este cada vez se tiene más en consideración.
¿Cuántas personas conocemos que realizan hoy voluntariados o acciones sociales? Son
muchos los trabajadores que tras su jornada laboral dedican parte de su tiempo libre a

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ayudar a la comunidad, personas a las que su empleo no les llena del todo y que tienen la
necesidad de sentirse útiles contribuyendo en la medida de lo posible a la resolución de
conflictos de nuestra sociedad. Es una muestra de madurez colectiva el hecho de que los
ciudadanos se involucren en temas sociales y estén donando horas de su vida a ONG y
entidades del tercer sector a cambio de ese salario emocional. Sin duda, les están
regalando uno de sus tesoros más preciados, el tiempo.
Net Impact, una organización que trabaja en todo el mundo analizando cómo las
personas contribuyen a mejorar el mundo a través del trabajo, publicó un informe sobre el
talento en el que afirmaba que los empleados aseguran sentirse mucho más satisfechos e
implicados en su trabajo cuando tienen la percepción de que pueden generar algún tipo de
impacto social o medioambiental a través de su empleo. Incluso el 45 % de los
estudiantes que fueron encuestados afirmaban que renunciarían a una parte de su sueldo a
cambio de trabajar en una organización que encajase con sus valores. Y es que el trabajo
con impacto social figura en la lista de motivos principales para alcanzar la felicidad.
Si lográsemos que las organizaciones llenasen las expectativas de sus empleados con
valores sociales, seguramente estaríamos hablando de empresas que cuentan con
trabajadores más implicados, más comprometidos y más motivados para la consecución
de objetivos. El hecho de formar parte de un proyecto que combina el salario económico
con el emocional facilita además que este tipo de empleados puedan encontrar respuesta a
ambas necesidades en un mismo espacio y dentro de su horario laboral. Uno de los
motivos de las depresiones y enfermedades de carácter mental es la ausencia de este
salario emocional. Las organizaciones deberían preocuparse también de esta parte
salarial, inculcando la trascendencia social del proyecto y enseñando a «ayudar» a sus
trabajadores.
Decía Mahatma Gandhi que debemos ser nosotros el cambio que queremos ver en el
mundo y eso solo se consigue implicándonos nosotros y a nuestro entorno. Ofrecer ese
componente emocional que promueva la implicación de la plantilla, la mejora de la
productividad y del buen clima laboral es, sin duda, uno de los retos de las empresas del
futuro.
Es por ello que transformarse en organizaciones socialmente competitivas ayuda a
complementar esa parte de salario emocional tan importante, así como a tener
colaboradores fieles al proyecto.
Además, las empresas que sepan aplicar la #RSCompetitiva compaginando la visión
social con la gestión empresarial se encontrarán también en ventaja en cuanto al acceso al
talento, ya que tendrán más facilidad para acceder a aquellos empleados comprometidos
con sus valores y preparados para transformar la sociedad y las organizaciones actuales.
Este es el caso de Stonyfield Farm, una firma estadounidense que produce yogures y
helados sanos y sabrosos, fundada en 1983 por Samuel Kaymen en New Hampshire, EE
UU. Por aquel entonces se trataba de una modesta granja orgánica con apenas siete vacas

53
lecheras que había nacido con el propósito de modificar los hábitos alimenticios de sus
vecinos. Gracias al boca a boca el producto fue calando entre los más allegados y así el
negocio fue haciéndose cada vez más grande hasta que consiguió cruzar la frontera de los
estados y acabar convirtiéndose en la tercera productora nacional de la industria. Hoy
genera unos 18 millones de vasos de yogur mensuales, factura más de 150 millones de
dólares anuales y cuenta con una plantilla de 215 personas con un índice de rotación
francamente bajo.
En su página web su presidente y CEO, Gary Hirshberg, mantiene que los valores y la
misión social de Stonyfield Farm son los factores clave de su éxito, y creo que no cabe
duda de ello. Obviamente la empresa ha perseguido y persigue el lucro, pero su énfasis
principal va más allá del objetivo financiero y es, como el primer día, el de seguir
cambiando la conciencia de su comunidad. Ellos ofrecen el mejor producto posible sin
dejar de cumplir su misión social porque han sabido transmitir a la perfección que los
clientes obtienen un doble beneficio al comprar sus lácteos: adquirir un producto sano
para ellos (reforzado con calcio, sin aditivos artificiales y orgánicamente certificado) y
sano también para el planeta (envase reciclable, inclusión en programas ambientales,
distribución del 10 % de la utilidad a causas medioambientales…). Además, su esfuerzo
no solo se focaliza en la producción, sino que sus acciones también van enfocadas a algo
de vital importancia: que los nuevos empleados se sientan identificados con la visión y
misión de la empresa, así como garantizar un ambiente de trabajo sano y productivo, con
verdaderas oportunidades de desarrollo y ascenso profesional para los empleados.
Asimismo, todas sus campañas van dirigidas a educar al consumidor y a los productores
acerca de la importancia de proteger el medioambiente y la relevancia de apoyar los
métodos orgánicos de agricultura.
Al iniciar su actividad Stonyfield encontró ciertas dificultades para dar con
proveedores de agricultura orgánica y eso les supuso elevar el coste de la producción. Sin
embargo, sus impulsores no desfallecieron y en 2003 consiguieron que el 85 % de sus
productos fuesen orgánicos, a excepción de los bajos en calorías. A día de hoy han
conseguido convertirse en una industria 100 % orgánica.
Este modelo de negocio actualmente se ha expandido por todo Estados Unidos, y es
que parece demostrado que el empresario con alto compromiso social que ofrece
productos que superan las expectativas del cliente acaban siendo premiados por el
mercado.

Cómo medir si una empresa es socialmente responsable y competitiva

Más adelante conoceremos de cerca proyectos sociales de distintos países que se han
convertido en ejemplos de éxito empresarial, independientemente de su forma jurídica
(Cooperativas de consumo, Sociedades Anónimas, Sociedades Limitadas, Sociedades

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Civiles Privadas, etc.), para evitar caer en el eterno debate de si son organizaciones «con»
o «sin» ánimo de lucro, ya que lo importante, a fin de cuentas, es medir los resultados y el
impacto social más que fijarnos en el origen formal de las iniciativas.
¿Y cómo se puede valorar la repercusión de una idea en nuestra sociedad?
Acostumbrados a clasificar nuestras sociedades según su valor económico-financiero a
través de la contabilidad, desde hace relativamente poco las empresas han empezado a
tener en cuenta otros índices de medición como el SROI (acrónimo del inglés Social
Return On Investment), desarrollado por los economistas Jed Emerson, de Estados
Unidos, y Jeremy Nicholls, del Reino Unido. Este método indica la eficacia y eficiencia
de las inversiones sociales según la tasa de recuperación, es decir, el retorno a nuestra
sociedad de cada euro invertido. Un sistema que tiene ciertas ventajas, pues consigue
superar la medición de lo puramente cuantitativo; sin embargo, en muchas ocasiones no
consigue reflejar el verdadero valor de los elementos intangibles siempre tan difíciles de
medir, pues confunde valor con coste.
Este índice de inversión también expresado con las siglas ISR (Inversión Socialmente
Responsable) toma criterios financieros (rentabilidad, riesgo…), así como
extrafinancieros: los llamados ASG (medioambientales, sociales y de buen gobierno).
Para poder medir el impacto social de una empresa se debe calcular: el porcentaje de
activos de ISR sobre el total de activos contenidos en el producto; el uso de proveedores
que cumplen con la ASG; la recogida de los intereses de trabajadores, consumidores o
sociedad civil y la posesión de sellos independientes que garanticen el cumplimiento de
los criterios considerados en el índice. Entre los indicativos y garantías externas
encontramos el cumplimiento de las políticas marcadas por el European SRI
Transparency del Pacto Mundial de las Naciones Unidas, de las directrices de la OCDE o
de las normas fundamentales de la OIT.
La mayoría de las compañías que aplican la #RSCompetitiva y, por tanto, los criterios
sociales incluidos en la SRI, suelen figurar en los ranking de empresas comprometidas
con la sociedad y reciben numerosos premios y galardones solo por su labor social. Pero
lamentablemente no son valoradas por su éxito económico, que también es
importantísimo. Las empresas de este tipo deben estar consideradas como el resto, pues
juegan con las mismas condiciones y será el propio mercado el que regule su
permanencia.
En los próximos capítulos veremos una clasificación de ejemplos de empresas que han
conseguido perdurar en el tiempo, que resultan rentables económicamente, que son
innovadoras y que han conseguido cierta relevancia destacando por encima de su
competencia gracias a su calidad y, en muchas ocasiones, también a su precio. Sin
embargo, cabe destacar que todas y cada una de ellas forman parte del concepto de
#RSCompetitiva porque venden un producto o servicio social y competitivo, porque lo
que importa es qué hacen y cómo lo hacen, de qué forma ganan el dinero, y no si son

55
totalmente responsables en cada unas de las acciones que llevan a cabo en la gestión de su
empresa, teniendo en cuenta que siempre respetarán la ley y cumplirán con la defensa y el
respeto de los derechos humanos.
Al fin y al cabo, ninguna empresa por muy premiada y valorada que esté conseguiría
ser impecable o «totalmente social», pues siempre encontraríamos algún aspecto que
mejorar o en el que pudiese ir más allá en su contribución a la sociedad. Tratándose de
cuestiones tan sensibles y tan sujetas a diversidad de percepciones, deberíamos marcarnos
unos criterios mínimos de cumplimiento que ya se recogen en la mayoría de certificados,
como la SA 8000 o la IQNet SR-10, y convenciones internacionales como las
anteriormente citadas.

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7. #RSCompetitiva de origen

Una apuesta desde el principio

Era tarde. Hacía horas que había anochecido y ese día llegaba a casa especialmente
cansado. La cartera repleta de papeles y el corazón, de buenas intenciones, pero mi mente
parecía inundada de interrogantes. Era totalmente consciente de que a ojos de los demás
no era la mejor decisión que podía haber tomado. Lo más fácil: optar por un negocio más
seguro, más estable, un buen empleo, un buen sueldo y buenas condiciones en una
consultora o compañía de prestigio, por ejemplo. Acostumbrarme a viajar por negocios al
extranjero y aprovechar mis años de juventud para visitar un sinfín de capitales europeas
y otros tantos destinos al otro lado del charco. Sin embargo, ese no era mi proyecto.
Estaba dispuesto a salir de lo preestablecido, de lo previsible, dar un golpe de timón y
emprender un rumbo distinto.
Las largas jornadas de trabajo debían tener un sentido más allá del puramente
económico, porque para mí era y sigue siendo imprescindible creer en lo que uno hace.
Estaba decidido. Quería intentar ser lo más coherente posible tanto en lo personal como
en lo profesional. Tenía unas ganas infinitas de sumarme a un proyecto como el de Albert
Campabadal y poder impregnar cada paso con aquellos valores que mi familia había
sabido transmitirme. Sin embargo, aquella tarde los comentarios de amigos y allegados
resonaban en mi cabeza: «¡Tú estás loco!», «No funcionará…»,»¿Cómo pretendes
ganarte la vida de esa forma?», «Sí, si todo lo que dices suena muy bonito, pero ¿de
dónde piensas sacar el dinero?, ¿Cómo vas a tirar esto adelante?», «No creo que lo
consigas…». Cerré los ojos para calmar el murmullo y seguí pensando relajadamente que
solo era cuestión de tiempo. No existían recetas del éxito pero sí buenos ingredientes,
tenacidad y buen hacer, que sin duda tarde o temprano me harían callar muchas bocas. Y
así fue.
Muchos de los ideólogos que conoceremos en las próximas páginas escucharon en un
sinfín de ocasiones frases como esas cuando su idea todavía se encontraba en una fase
embrionaria y las dudas y los miedos aparecían de forma reiterada. Pero el tesón y el
convencimiento de que invertir en las personas también puede funcionar los convirtieron
en empresarios de éxito. Empresarios con alma social y líderes de proyectos que ya
figuran en clasificaciones tan prestigiosas como la de Forbes. Y todo porque fueron
valientes cuando nadie confiaba en ellos y porque, a pesar de los esfuerzos, hoy siguen
creyendo en su idea tanto como el primer día.

57
Grupo SIFU: el proyecto de mi vida

Es tozudo, atrevido, a veces incluso disparatado, posee un gran sentido del humor y de
vez en cuando parece algo despistado, pero por encima de todas las cosas es una de esas
buenas personas que han sido valientes. Es mi amigo, mi socio, pero también la persona
que me dio la oportunidad de liderar el proyecto de mi vida cuando apenas había acabado
mis estudios y, sin lugar a dudas, un buen mentor que en muchas ocasiones ha sido como
un segundo padre. Conocí a Albert Campabadal Mas, presidente de Grupo SIFU, cuando
apenas era un chaval y la empresa no era más que una aventura aún por descubrir.
«Cuando hace 26 años empecé a dar trabajo a personas con discapacidad en gasolineras,
mis compañeros se echaban a reír y me decían que estaba loco, que era un chiflado.
Tenían el convencimiento de que el negocio no funcionaría. Yo estaba dispuesto a
probarlo y a asumir los riesgos que fueran necesarios, y con el tiempo se ha demostrado
que ellos eran los que estaban equivocados», así relata, con orgullo, cómo consiguió
llevar a cabo una de sus muchas «locuras».
En 1991, cuatro años antes de que yo me enrolara en este proyecto, Campabadal
planteó a sus socios emplear a trabajadores con diferentes discapacidades en las 16
estaciones de servicio que formaban parte del negocio familiar: «Tengo un hermano con
discapacidad intelectual y llegó un momento en el que empecé a plantearme la posibilidad
de darle a él, así como a otras tantas personas, una oportunidad laboral, con el fin de que
pudiesen obtener cierta autonomía. Comenzamos probando con un trabajador y resultó
tan bien que enseguida nos fuimos animando, hasta que llegó un momento en que había
100 personas con discapacidad repartidas por las gasolineras», recuerda Albert.
Enseguida se dio cuenta de que las gasolineras funcionaban igual de bien con personas
discapacitadas que con empleados sin discapacidad y los clientes no notaban diferencia en
el servicio ni en el trato cuando entraban en el establecimiento.
Cuando ya no pudo incorporar a más empleados, pues el número de gasolineras era
limitado, entonces se planteó crear una empresa intensiva en mano de obra que pudiese
emplear a un gran número de colaboradores de este tipo y lo primero que le vino a la
cabeza fue el dar servicios a las comunidades de propietarios de las barriadas
barcelonesas de Sant Gervasi, Tres Torres, Pedralbes o Sarrià. «Así fue cómo en 1993
nació Grupo SIFU, como Servicios Integrales de Fincas Urbanas. Buscábamos conjuntos
de viviendas que quisieran externalizar los servicios de portería, conserjería, limpieza,
jardinería y estas eran zonas con edificios que necesitaban este tipo de tareas. Nosotros
facilitábamos el personal y nos encargábamos de toda la gestión y los vecinos se
mostraban contentos pues se seleccionaba el perfil adecuado a cada trabajo», explica
Campabadal.
En aquella época España estaba en la cola de la UE de los 15 en cuanto a inserción
laboral de personas con discapacidad y Albert supo encontrar un sector de la población

58
que buscaba trabajo y tenía ganas de trabajar. Y vio la oportunidad de emprender un
negocio ofreciendo un tipo de servicios que reclamaba cada vez más empleados: «Una
empresa de estas características no se contemplaba en aquella época, cuando
prácticamente el 100 % de las empresas incumplía la LISMI [obligatoriedad de reservar
el 2 % de la plantilla a personal discapacitado en las empresas de más de 50 trabajadores].
Éramos un caso excepcional, pero esa fue la clave para diferenciarse y seguir creciendo»,
recuerda.
Pronto se dio cuenta de que los servicios que prestaban en fincas también eran
demandados por todo tipo de compañías en sus instalaciones. La sociedad se había
constituido con 3.000 euros y constaba de una triste y solitaria mesa donde poder colocar
las cartas, situada en una espacio de una de las gasolineras. Poco a poco los papeles
fueron invadiendo el escritorio y las estanterías. El proyecto iba creciendo y tras mi
llegada al negocio, SIFU se trasladó a su primera sede en un pequeño local del Poble
Nou, un barrio popular de Barcelona.
Yo me incorporé a la empresa como comercial, cuando todavía estudiaba la carrera de
Administración y Dirección de Empresas. Mi padre era socio del negocio de gasolineras y
me comentó que Albert estaba buscando a alguien para que le echara una mano en la
venta de los servicios, y como yo necesitaba ganar algo de dinero, la oportunidad me vino
como anillo al dedo. Recuerdo la primera compañía que fuimos a visitar juntos, los
aparcamientos Saba, que desde un buen principio se habían mostrado abiertos a contratar
servicios desarrollados por este tipo de empleados. Tras la visita nos comprometimos con
ellos a pasarles un presupuesto de limpieza y al llegar al aparcamiento, Campabadal y yo
nos miramos sonrientes y le dije: «¿Cómo se hace un presupuesto de limpieza?». Y él me
respondió: «Pues la verdad es que no tengo ni puñetera idea…». Pero lo hicimos y Saba
se convirtió en uno de nuestros primeros clientes, y todavía hoy sigue confiando en Grupo
SIFU.
En general, la mayoría de las empresas que visitábamos querían probar el servicio y, si
les funcionaba, aumentaban el personal. Por ejemplo, la constructora Núñez y Navarro
comenzó contratando un empleado en un aparcamiento y acabó teniendo hasta 26
operarios. El denominador común era que la empresa quería saber qué tipo de
discapacidad tenían los empleados que íbamos a asignarles y todos insistían en que
preferían que fuese una discapacidad no visible. Afortunadamente, esto con el tiempo fue
cambiando, pues con el paso de los años el haber conseguido tener un nombre y dar cierta
garantía, así como la superación de ciertas ideas preconcebidas de nuestra sociedad, ha
hecho que las empresas dejen atrás los prejuicios y se hayan lanzado a contratar personas
con todo tipo de discapacidades, visibles e invisibles. «Hoy el conocimiento de la
discapacidad es mayor. Hace años solo contemplábamos dentro de este colectivo a
personas ciegas o en sillas de ruedas… pero no se asociaban al entorno laboral. Ahora
conocemos que existen todo tipo de discapacidades, como las mentales, las asociadas a la

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depresión o los trastornos, incluso un cáncer es considerado como discapacidad, y
entendemos que este tipo de personas tiene derecho a trabajar y lo hacen de igual
manera», comenta Campabadal.
Al principio nos tocaba hacer de todo, no teníamos recepcionista y cada uno tenía
diferentes números de teléfonos en su mesa. Dependiendo del momento del día yo era
comercial, repartidor de material o entrevistador de empleados e, incluso, nos tocaba
hacer las nóminas. Pero con el tiempo fui enganchándome al negocio, hasta creer
firmemente en él. El último año de carrera estuve casi todo el tiempo en SIFU, casi no iba
a clase y al ser consciente de que en esta empresa se encontraban tanto el trabajo como el
proyecto que quería, pensé que podía aportar y sumar. Entonces fue cuando le planteé a
Albert entrar a trabajar con él de manera estable. En ese momento SIFU ya tenía unos 200
empleados y a mis 22 años poder gestionar una empresa de esa envergadura y con tales
características era un reto muy atractivo. Quise involucrarme completamente en el
proyecto, aunque mi padre no estuviese de acuerdo y en un principio no quisiera que me
dedicara a ello, ya que él prefería que me volcara en temas de comercio exterior. Tras un
tiempo como comercial, hice una propuesta para incorporarme a la gerencia y como socio
del proyecto. Los seis meses de prueba se acabaron convirtiendo en 20 años de trabajo en
los que siempre, a pesar de la crisis, hemos conseguido seguir creciendo y creando
puestos de trabajo.
Nosotros queríamos que nos contrataran, no por pena o por obligación, sino porque lo
que hacíamos lo hacíamos bien. Siempre hemos considerado a las personas con
discapacidad igual que cualquier otra y dentro de sus habilidades les hemos exigido de
igual manera, ya que nuestro objetivo era poder dar trabajo a cuantas más personas mejor.
No priorizamos la persona sino el puesto de trabajo, por eso buscamos el perfil más
adecuado para cada tarea y así conseguimos dar un buen servicio, crecer y seguir creando
empleo para el colectivo. Y nuestro valor, a diferencia de lo que existía hasta el momento
y de la manera de trabajar de otras entidades del tercer sector, es que supimos introducir
un cambio de mentalidad, poniendo la profesionalidad, la calidad de servicio y la
competitividad por encima de la mera responsabilidad social.
Recuerdo que cuando íbamos a vender, muchas empresas nos decían: «Nosotros ya
probamos tener a una persona con discapacidad y no nos funcionó». Y ¿cuántas has
probado sin discapacidad que tampoco te han funcionado? Es como pensar que porque
contrataste a alguien de Murcia que no acabó de adaptarse o que no encajó en el puesto de
trabajo, deberías dejar de contratar a murcianos, ¿verdad que resulta absurdo? Pues lo
mismo pasa con el colectivo de personas con diversidad funcional.
Actualmente, Grupo SIFU cuenta con más de 4.000 trabajadores con discapacidad
(1.000 de ellos de difícil inserción) y tiene oficinas por todo el territorio nacional.
Además, damos servicios de Facility Services a un importante número de clientes del
ámbito público y privado, en sectores tan diversos como el aeroportuario, farmacéutico,

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educativo, sanitario, industrial, hotelero, oficinas, grandes superficies… Definitivamente,
hemos sabido hacer el bien haciéndolo bien, dando una respuesta a las necesidades
laborales de un sector de nuestra sociedad sin dejar de ser competitivos ni por un
momento, pues la contratación de este colectivo nos permite no tener costes de seguridad
social y contar con una plantilla con menos rotación y mucho más implicada, ya que son
conscientes de lo que les costará tener otra oportunidad si esta no funciona. Las cosas han
cambiado, ahora puedo presumir de que trabajo en una empresa que integra personas con
discapacidad en el mercado laboral, cuando hace 20 años muchos se reían de mí, pero lo
que no ha cambiado es aquella ilusión y orgullo que sigo conservando como el primer día.

Elvis & Kresse y cómo hacer del reciclaje la actividad principal de un


negocio

Kresse Wesling pasó su niñez en Canadá, uno de los países más desarrollados del mundo,
y tuvo la suerte de poder formarse en el extranjero estudiando el bachillerato
internacional en Hong Kong. Su estancia en Asia quedó marcada por un aspecto:
diariamente sus ciudades acumulaban una ingente cantidad de desechos sin que su
población se preocupara excesivamente por ello.
A veces la casualidad más insignificante nos acaba conduciendo a derroteros
sorprendentes y es que en 2005, la joven, instalada desde hacía un año en Londres, fue
invitada a visitar la brigada de bomberos de la capital. Allí descubrió que el cuerpo
amontonaba cerca de diez toneladas de mangueras abandonadas en un almacén.
Seguramente el hecho de haber viajado propició que Wesling mostrara una actitud
abierta. Aquello le dio una brillante idea: las cosas que la mayoría de gente considera
basura pueden convertirse en la materia prima de un negocio de reciclaje y producción de
nuevos y originales objetos. En 2007 montó junto a su socio Elvis una pyme británica
dedicada a la fabricación de complementos de lujo, como bolsos y cinturones, con
materiales reutilizados y previamente recogidos en vertederos.
Los inicios no fueron fáciles, pues necesitaban asociarse a talleres o colectivos que
trabajasen la producción del cuero y estos se mostraron muy reacios a tratar con este tipo
de material; en cambio, los clientes sí respondieron de manera positiva. Curiosamente,
una de las cosas que más valoraban era la calidad de los productos y su material, pues al
estar hechos con la goma sintética de las mangueras la gente adquiría bolsos y cinturones
increíblemente duraderos, que además eran impermeables al agua e ignífugos. Además,
los consumidores habían encontrado una historia detrás de cada accesorio y eso es algo
que valoraban sobremanera. La tendencia global hacia el consumo responsable (solo hay
que ver los anuncios que últimamente invaden las pausas de televisión) ha supuesto una
clara oportunidad para el crecimiento de este tipo de proyectos. «En el futuro la gente se

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preguntará por qué es necesario usar materias primas vírgenes en lugar de productos
desechados que pueden tener un enorme valor», subrayaba Wesling en una entrevista
reciente.
Hoy en día, en que pocas cosas quedan por inventar, el hecho de detectar un nuevo uso
de los objetos y apostar por la reutilización es una muy buena vía de emprendimiento
social. Kresse Wesling consiguió canalizar sus ganas de modificar el mundo y preservar
el medioambiente a través de los negocios. Actualmente, Elvis & Kresse, que ha sido
galardonada con el Premio IE de lujo sostenible en la categoría de moda y complementos,
ya le ha dado una nueva vida a más de 300 toneladas de residuos; está presente en más de
20 países entre los que figuran Estados Unidos, Bélgica, Holanda y Taiwán, y destina el
50 % de sus beneficios a actividades benéficas de la Organización Caritativa de
Bomberos.

Triodos Bank: el poder transformador del dinero

Como ya vimos en capítulos anteriores, a finales de la década de 1960 el mundo vivía un


momento convulso y a la crisis política se sumaba el descontento popular generalizado
que daba pie a numerosas manifestaciones en ciudades de todo el planeta. Cuando la
población descubrió que sus inversiones y compras estaban contribuyendo a las mismas
injusticias por las que se movilizaban, la sociedad civil empezó a tomar conciencia sobre
el uso de su dinero y a plantear alternativas a las formas de consumo habitual.
En 1968, un economista (Adriaan Deking Dura), un profesor de Derecho (Dieter
Brüll), un especialista en organización (Lex Bos) y un directivo de banca (Rudolf Mees)
tuvieron una gran idea: utilizar el dinero, que para muchos es considerado la base de la
desigualdad, como instrumento de transformación social. Ni cortos ni perezosos,
formaron un grupo de investigación para encontrar una alternativa a la gestión de la
riqueza que fuese más consciente y sostenible. Entre otras corrientes basaron sus estudios
en la antroposofía, pensamiento desarrollado por el filósofo austríaco Rudolf Steiner que
teoriza sobre cómo humanizar el mundo económico y financiero. Tras horas y horas de
conversaciones, debates y lectura dieron con la respuesta. En 1971 se creaba la Fundación
Triodos, dedicada a captar fondos de donantes privados para invertirlos en actividades
con fines sociales, medioambientales y culturales.
Tal y como figura en su web, el actual director internacional de Administración y
Control Financiero de Triodos Bank, Adri Dijsktra, asegura que «al principio los
fundadores no se planteaban crear un banco, sino más bien servir de consultoría a
emprendedores sociales. Pero pronto vieron que esto no era suficiente y que era preciso
poner en marcha otro tipo de banca».
Es así como nueve años más tarde, con un capital social de 540.000 euros aportados

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por 300 particulares e inversores institucionales, la fundación abrió la primera sucursal de
Triodos Bank en la pequeña localidad de Zeist (Holanda), lo que con el tiempo se
convertiría en un claro referente de banca ética y sostenible en Europa. Su objetivo no era
maximizar el beneficio, sino contribuir a mejorar la calidad de vida de la gente desde
diferentes vertientes, lo que ellos llaman «poner el dinero al servicio de las personas y el
medioambiente». Y todo ello siendo un banco como los demás, con la misma estructura
empresarial, pero con el reto de transformar la banca desde el propio sistema financiero.
Desde 1980 Triodos Bank, hoy con sucursales en Bélgica, Reino Unido, España,
Alemania y Francia, ofrece créditos y productos bancarios innovadores, con un enfoque
sostenible, que permiten captar fondos para invertirlos en actividades con fines sociales,
medioambientales y culturales y siempre con la máxima transparencia, de modo que sus
clientes pueden ser conscientes del impacto positivo de su dinero. A principios de la
década de 1990 fueron los primeros que se atrevieron a lanzar un fondo de inversión
verde y también fueron pioneros en el desarrollo de los microcréditos y, entre muchas
otras acciones, tras la catástrofe de Chernóbil, tomaron la iniciativa para impulsar
inversiones en energías renovables.
En aquellos años la banca ética todavía sonaba como algo extraño y no se tomaba lo
suficientemente en serio. Con el cambio de valores que estamos viviendo, la apuesta de
Triodos por construir una economía verde, inclusiva y responsable se percibe como
necesaria e imprescindible para un futuro mejor, y demuestra además que la rentabilidad
económica es compatible con la sostenibilidad y responsabilidad social, pues los números
no engañan. En 2014 Triodos Bank obtuvo unos ingresos netos de 189.591 millones de
euros. Ahora cuentan con más de 1.000 empleados entre todas sus oficinas y más de
530.000 clientes por toda Europa, lo que es un síntoma inequívoco de su éxito social pero
también económico.

Better World Book y el reto de la alfabetización global

Hacía pocos días que Christopher Fuchs, Xavier Helgesen y Jeff Kurtzman habían
asistido a la ceremonia de su graduación en la Universidad de Notre Dame du Lac en
Indiana. Tras obtener su título dejaban atrás largas jornadas de estudio y sobre todo una
gran cantidad de apuntes y de libros. ¿Qué hacer con ellos ahora que ya estamos
licenciados?, se preguntaron. Rápidamente, optaron por vender sus libros de texto a través
de internet por un módico precio. Poco tiempo después, Fuchs y Helgesen, tras su
experiencia con la venta online realizaron una colecta de libros en beneficio del Centro de
Aprendizaje Robinson Community de South Bend, Indiana. Tal fue su éxito que
consiguieron recoger y vender 2.000 libros, y recaudar más de 20.000 dólares, que se
destinaron a apoyar iniciativas de alfabetización en el centro comunitario.

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Ese fue el pistoletazo de salida de un fructífero negocio. Un año más tarde, los tres
compañeros de universidad consiguieron ganar el concurso Notre Dame Venture Business
Social, al que presentaron su idea Better World Books, un elaborado proyecto basado en
la venta de libros reciclados con los que se contribuiría a promover programas de
alfabetización en todo el mundo. Gracias al premio y al apoyo y supervisión del
empresario David Murphy pudieron hacer crecer su negocio poco a poco.
En la actualidad, cuentan con una red de 1.800 universidades y más de 2.000 librerías
en todo Estados Unidos que les donan diariamente grandes cantidades de libros usados
para su venta. Además, la firma vende más de 10.000 libros al día y desde su fundación
ha conseguido invertir el 30 % de sus ventas, más de 10.000 millones de dólares, en
fondos para que niños y adultos sin recursos de todo el mundo retomen sus estudios.
Esta librería tan especial, certificada como B Corporation, ha conseguido convertirse
en una empresa autosuficiente que crea un valor social, económico y medioambiental
para todos los stakeholders.

Ciudad Saludable: un proyecto de gestión ambiental para la inclusión


social

Perú es uno de los países en el punto de mira del protocolo de Kioto. Padece una
contaminación ambiental crónica que se agrava en ciudades con una alta actividad minera
o pesquera, con gran congestión de vehículos y recintos industriales. Los peruanos
producen diariamente 15.000 toneladas de residuos sólidos y solo el 60 % son
recolectados y de estos apenas el 35 % llega a reciclarse o eliminarse de forma correcta.
Siendo estudiante de ingeniería industrial, Albina Ruiz ya centró sus esfuerzos en
desarrollar un sistema para gestionar residuos de forma integral. Pero su empeñó fue más
allá y un buen día se convirtió en una emprendedora social que daría respuesta a los
grandes problemas medioambientales de su país.
Así creó Ciudad Saludable, un proyecto para mejorar la calidad de vida de las
poblaciones más pobres de Perú a través de la gestión eficiente de residuos sólidos. Cómo
le pasó a Kresse Wesling, donde los demás solo veían basura ella supo ver una
oportunidad. La emprendedora puso en marcha una red de microempresas de recogida y
reciclado de basuras que no solo ha contribuido a mejorar sustancialmente las condiciones
sanitarias de más de 35 ciudades peruanas, sino que ha creado numerosos puestos de
trabajo en la comunidad, pues en ellas trabajan habitantes de estas poblaciones que en su
mayoría se encontraban sin empleo. Integrar a la sociedad civil en el proceso a través de
un empleo ha sido la clave para conseguir la implicación de la plantilla. Albina Ruiz no se
limitó a impulsar una iniciativa basada en donaciones, sino en la creación de valor, de
riqueza y de crecimiento para el país a través de un desarrollo integral de las

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comunidades.
El trabajo diario de estas personas ha permitido reducir los problemas de salud y
contaminación del aire y el agua que generan los residuos arrojados a ríos, áreas agrícolas
o calles. Su compromiso como trabajadores es máximo, pues se sienten agradecidos por
una doble razón: han encontrado un empleo y están contribuyendo a tener ciudades más
limpias y saludables.
Ciudad Saludable, que ya ha dado el salto a otros países de Latinoamérica como
Venezuela, Chile, Bolivia o Ecuador, cuenta con más de 2.000 empleados que se
encargan de la recolección y procesamiento de los residuos en todas sus fases, así como
su reciclaje para fabricar rellenos sanitarios de baja tecnología o generar compost. El
proyecto se financia con los beneficios obtenidos por los propios servicios y proyectos
que se ofrecen a diferentes empresas privadas y estatales (incluyendo mineras y
petroleras), así como a fondos de cooperación internacional o procedentes de gobiernos
regionales y locales.
Sus méritos no son pocos. Albina ha sido galardonada con el premio al Proyecto más
innovador en Desarrollo 2007, otorgado por la Red Global del Desarrollo. Hoy es
considerada una de las emprendedoras sociales más importantes de Sudamérica (tal y
como publica la revista Forbes) y ha logrado crear una diplomatura a distancia de gestión
integral de residuos, en colaboración con la Universidad Católica de Lima. Además,
gracias a su iniciativa, Perú cuenta hoy con una Ley de Residuos y un Plan Nacional de
Residuos para el país. De esta forma, Ciudad Saludable ha conseguido convertirse en un
negocio rentable, pero también sensible a las problemáticas de la comunidad en el ámbito
social y medioambiental.

Specialisterne: la oportunidad de centrarse en las habilidades

Thorkil Sonne era directivo de una empresa dedicada a las Tecnologías de la Información
en Dinamarca. Se encontraba en un buen momento profesional y hacía poco que había
tenido un hijo. El pequeño Lars iba creciendo y sus padres notaban ciertos
comportamientos extraños en él. Nunca se cansaba, podía estar horas y horas sentado en
el columpio y apenas interactuaba con el resto de niños de su alrededor, pues ignoraba a
todo aquel que quisiera jugar con él. A los tres años fue diagnosticado autista.
Durante mucho tiempo la principal preocupación de Thorkil fue preguntarse qué le
pasaría a su hijo cuando él faltase, pues los niños con discapacidad intelectual siempre
dependen de alguien. Sabía que aquello que le separaba de una vida más o menos normal,
como la del resto de sus compañeros, era el acceso a una buena formación, que en su caso
debía ser adaptada, y el obtener un trabajo que le permitiese adquirir cierta independencia
y realización personal. Sin embargo, era consciente de que las personas con TEA lo

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tienen verdaderamente difícil en este ámbito pues carecen de habilidades sociales y
comunicativas, por lo que son descartados en cualquier entrevista de empleo para un
puesto que requiera trabajo en equipo o tareas de gestión.
Cuando su hijo cumplió los siete años, el directivo danés hizo un importante
descubrimiento. Simplemente debía modificar su punto de vista y empezar a centrarse en
aquellas cosas que el pequeño sí podía hacer para tratar de potenciar sus verdaderas
capacidades.
Muchas de las personas con Trastorno del Espectro Autista desarrollan una
extraordinaria capacidad para la música pues poseen un muy buen oído, y también tienen
una memoria fotográfica envidiable y pueden desarrollar actividades reiterativas de
manera indefinida. Como experto en la materia, Thorkil empezó a darle vueltas a la
cabeza para encontrar la manera de utilizar esas habilidades en el campo de la tecnología.
Enseguida dio con una idea: este tipo de personas podían entrar a trabajar en su empresa
para hacer pruebas de software, una tarea muy repetitiva, y también podían dedicarse a
desarrollar software para videojuegos porque se requería una enorme memoria. Apostó
por ello, probó suerte con unos cuantos empleados y la idea, sin duda, funcionó.
De esta manera, en 2003 nació Specialisterne, una empresa de informática y servicios
de consultoría y tratamiento de datos de la que él mismo es presidente y donde el 80 % de
los empleados tienen autismo, síndrome de Asperger o diagnósticos similares. Dar este
paso fue todo un reto, una decisión difícil, pues montar un negocio en torno a la
integración de estos perfiles era una apuesta arriesgada; sin embargo, poco a poco
pudieron ir convenciendo a la gente y haciendo que las empresas les contratasen, no solo
como iniciativa de responsabilidad social corporativa, sino por el plus de calidad que este
tipo de empleados podían aportar. Así, Specialisterne, que en danés significa «los
especialistas», se ha convertido en una de las primeras compañías en el mundo en
aprovechar las especiales capacidades de este tipo de personas, que son más persistentes,
pacientes y cuidadosas, para ofrecer un servicio competitivo.
Su lema es «Pasión por el detalle», aspecto en el que las personas con TEA son
expertas. Hoy esta compañía, que se usa como ejemplo cada año en la Escuela de
Negocios de Harvard, ha conseguido llevar su modelo a otras partes del mundo, como
España, Alemania, Australia, Austria, Brasil, Canadá, Estados Unidos, India, Irlanda,
Islandia, Noruega, Polonia, Reino Unido y Suiza. En 2008 su facturación anual superaba
los dos millones de euros y sus beneficios de más de 100.000 euros fueron reinvertidos en
su fundación.
Además de ofrecerles un trabajo y de garantizar que los empleados con TEA perciban
los salarios habituales de un consultor de software, Specialisterne ofrece a sus
colaboradores una capacitación de cinco meses y la oportunidad de tener una vida más o
menos estructurada. Thorkil Sonne sigue trabajando para lograr su sueño, el desarrollar
un millón de empleos en el mundo para personas con autismo.

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TOMS Shoes: calzar pies y remover conciencias

El verano pasado un amigo me hablaba de lo contento que estaba con las nuevas
alpargatas que se había comprado. Cómodas, de buen material, modernas y fácilmente
combinables. Poco después, vi algunos modelos parecidos en un par de tiendas y volví a
encontrarlas en una de las revistas que compra mi mujer. No es nada fácil poner de moda
un estilo pero ¿y si además de una forma de vestir y de calzar estás vendiendo una sonrisa
y también una nueva forma de consumir? La firma TOMS Shoes ha conseguido ambas
cosas, tanto poner de moda un producto —cabeceras tan importantes como Rolling
Stones, New York Times, People, Vogue, Menshealth o Elle ya hablan de ella— como
contribuir a reducir la situación de pobreza extrema en Sudamérica y el continente
africano.
Todo empezó cuando en 2006 el estadounidense Blake Mycoskie, que para entonces
tenía 30 años, hizo un viaje a Argentina con la intención de ver mundo y aprender a jugar
al polo. En su recorrido, especialmente por el norte del país, quedó impresionado por la
situación de miseria en la que vivían muchas familias, y vio como multitud de niños
jugaban en la calle descalzos y con los pies llenos de heridas. Allí tuvo la oportunidad de
hablar con trabajadores sociales de la zona que se dedicaban a repartir calzado y que le
pusieron al día de las repercusiones que ello tenía en cuanto a enfermedades o abandono
escolar. En ese mismo periplo descubrió que los argentinos calzaban unas simpáticas
alpargatas hechas de lona y con la suela de yute muy típicas en la región.
Tras las vacaciones Blake volvió a California, pero no pudo dejar de pensar en
aquellos niños. Estaba dispuesto a intentar cambiar esa realidad. Así que fundó TOMS
Shoes, una empresa de zapatos inspirados en las tradicionales alpargatas argentinas a
gusto de los consumidores estadounidenses, donde aseguraba que por cada par vendido se
entregaría otro exactamente idéntico a un niño necesitado de la pampa.
Siempre tuvo claro que su apuesta debía dirigirse a crear una empresa y no una ONG
para poder crear un negocio sostenible económicamente. En una entrevista que le hizo
Bill Clinton en uno de sus eventos decía: «TOMS prueba cómo los negocios y las
acciones sociales no son excluyentes, y que pueden coexistir por el bien común. Si
hubiera creado una organización sin fines de lucro, dependiente de la recaudación de
donaciones, podríamos haber entregado zapatillas una vez, o quizá dos».
La clave de su éxito, entre otras cosas, fue el crear un negocio que combinase el factor
empresarial con el social. Su estrategia también contempla no gastar ninguna partida
presupuestaria en publicidad o marketing para poder costear el calzado que envían a
países del tercer mundo sin dejar de obtener ganancias. Cada uno de sus compradores se
convierte en donante y en prescriptor de su moda y su mensaje, filántropos bien calzados
que difunden su lema «Ayúdanos a cambiar el mundo». Tal ha sido su aceptación entre el
público que desde sus inicios TOMS Shoes ha entregado más de un millón de pares de

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zapatillas en todo el mundo y ha colaborado con diferentes entidades para acompañar a
los pequeños en riesgo de exclusión durante su etapa de crecimiento.
En el mundo existen otros muchos ejemplos de emprendedores, en muchos casos
considerados como visionarios, que dieron con la clave del éxito: el valor social como
elemento de diferenciación ante la competencia. Estos son algunos de ellos:

BIOHOTELS: hoteles 100 % respetuosos con el medioambiente

Se trata de la mayor asociación de hoteles ecológicos de Europa. Fue una iniciativa


impulsada en Austria en 2001 por Ludwig Gruber, que actualmente tiene más de 100
establecimientos en siete países entre los que se encuentra Suiza, Italia, Francia, Grecia,
Eslovenia y España. Todos sus hoteles tienen en común que proporcionan un menú
ecológico, saludable y km 0 elaborado con productos 100 % orgánicos, y garantizan el
uso de electricidad verde, una gestión eficiente de los residuos y el uso de papel reciclado
o procedente de bosques gestionados de forma sostenible contribuyendo de esta forma a
reducir el impacto de CO2. Además, sus huéspedes disponen de champú, jabón, cremas o
aceites certificados como cosméticos naturales de acuerdo con las normas o empresas de
certificación BDIH, Ecocert, ABG, ICEA y NaTrue y la limpieza de las habitaciones y
zonas comunes se realiza con productos naturales respetuosos con el medioambiente.

Revolution Foods: comida saludable para las escuelas estadounidenses

Kristin Richmond y Kirsten Tobey, dos madres norteamericanas que se conocieron en la


escuela de negocios Haas School de Berkeley, decidieron un buen día acabar con el
fastfood y la comida precocinada de las escuelas del país. Preocupadas por la
alimentación de sus hijos decidieron impulsar un proyecto empresarial, una B
corporation, para proporcionar diariamente comida fresca y sana a los estudiantes. Esta
aventura social ha conseguido revolucionar la línea de almuerzo escolar, pues producen
más de un millón de comidas saludables, asequibles y preparados frescos cada semana y
para todo el país. Sus comidas son de estilo casero y basadas en ingredientes como los
cereales integrales o frutas y verduras frescas, sin jarabe de maíz alto en fructosa, grasas
saturadas, conservantes o preparados artificiales. Además del programa de comidas,
también promueven buenos hábitos alimenticios y pautas nutricionales a través de
formaciones y comercializan sus productos para hogares y centros cívicos. Desde su
fundación en 2006, Revolution Foods ha servido más de 60 millones de comidas
saludables.

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Who gives a crap: venta de papel higiénico para construir inodoros

El papel higiénico supuso para ellos la forma de marcar la diferencia ante esta realidad:
dos millones y medio de personas de todo el mundo no tienen acceso a un inodoro. Eso es
más o menos el 40 % de la población mundial y conlleva que las enfermedades
relacionadas con la diarrea llenan más de la mitad de las camas de los hospitales de África
subsahariana, matando a unos 1.400 niños menores de cinco años todos los días. Estas
escalofriantes cifras hicieron que Simon, Jehan y Danny, tres amigos estadounidenses, se
plantearan crear un negocio original y con cierto gancho que además de proporcionarles
un modo de subsistir permitiera mejorar el saneamiento de países del tercer mundo. En
julio de 2012, iniciaron una campaña de crowdfunding y en dos días ya tenían recaudados
50.000 dólares, lo que les permitió poner en marcha la maquinaria. Actualmente, su papel
higiénico decorado con diseños divertidos no solo adorna baños de todo el país, sino que
también permite donar el 50 % de los beneficios de la compañía a la ONG WaterAid,
dedicada a construir aseos y hacer del mundo un lugar mejor. Hasta el momento han
proporcionado acceso a saneamiento a más de 20.000 personas; han salvado 22.758
árboles y ahorrado 54 millones de litros de agua, pues su papel se elabora con material
reciclado.

Cocunat: cosmética saludable libre de toxinas

La madre de Sara Werner cada poco tiempo amplía su larga lista de alergias a productos
de droguerías, medicamentos, cosméticos y hasta tintes de ropa. Padece SQM
(Sensibilidad Química Múltiple), una enfermedad que te hace terriblemente sensible a
todo tipo de tóxicos, como los que se encuentran en los alimentos o en las cosas que nos
ponemos y olemos. Con el tiempo su madre pasó un cáncer y las operaciones y la
radioterapia hicieron mella en su piel produciéndole sequedad, arrugas y descamaciones.
Sara quiso hacerle un regalo y se puso a buscar por internet cosméticos libres de tóxicos,
pero le resultó verdaderamente difícil, pues no solo existía poca información al respecto
sino que ratificó que muchos de los productos que la gran industria dice que son naturales
en realidad no lo son. Finalmente, encontró una crema de la firma Alqvimia que mejoró
sustancialmente la dermis de su madre. Así, tuvo la idea de crear Cocunat, una tienda
online de cosmética 100 % saludable y natural que ofrece más de 700 productos de
diferentes marcas y de todo el mundo con la garantía de ser libres de tóxicos. La
cosmética saludable mueve 22.000 millones de euros al año en Europa y cerca de 30
millones de mujeres se muestran interesadas en este tipo de artículos, por eso Cocunat
espera alcanzar el medio millón de euros en facturación y abrir pronto tiendas físicas en
Madrid y Barcelona.

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Som Energía: cooperativa de consumo energético 100 % verde

En 2010 surgió en la ciudad de Girona la primera cooperativa de consumo de energía


verde de Cataluña. Esta empresa, comprometida con el cambio de modelo energético
actual, se dedica a la comercialización y producción de energía de origen renovable. Por
un lado, a través de instalaciones generadoras produce energía eléctrica verde y
garantizada de origen por la CNMC (Comisión Nacional de los Mercados y de la
Competencia) a través de fuentes renovables como el viento, el sol, el biogás o la
biomasa. Por otro lado, y gracias a la liberalización del mercado, es capaz de gestionar,
comprar y facturar la electricidad que consumen aquellos clientes que pasan a ser socios
de la cooperativa sin ánimo de lucro, sin necesidad de efectuar cambios técnicos en su
instalación y proporcionando periódicamente estudios de eficiencia energética que acaben
con el desajuste entre la potencia y tarifas contratadas y necesidades reales de los
usuarios. Actualmente, tienen más de 17 600 clientes en toda la comunidad autónoma.

La Casa de Carlota: diseñadores profesionales con discapacidad


intelectual

El estudio de diseño de José Mª Batalla, afincado en Barcelona, es consciente de la


enorme competencia que existe en la capital catalana entre agencias dedicadas a tal
menester. Por eso decidió contar con una visión diferente y qué mejor manera de hacerlo
que la de contribuir a mejorar las condiciones de vida de un colectivo en riesgo de
exclusión. Así decidió contratar a un equipo insólito de creativos formado por personas
con discapacidad intelectual, que trabajan de forma integrada y absolutamente
normalizada con jóvenes diseñadores y directores de arte. Este tipo de personas suelen
desarrollar lo que se llama «el pensamiento lateral», un planteamiento menos obvio y
racional que aporta nuevos enfoques y supone una verdadera ventaja competitiva, pues
proporciona al estudio un gran número de ideas y nuevos enfoques para ofrecer
soluciones de diseño nuevas, sorprendentes y diferentes. Es así como La Casa de Carlota
se ha convertido en un referente de innovación creativa e impacto social, pues ya ha
trabajado para importantes clientes como Nestlé, Mahou, La Caixa, Zurich Seguros o el
Ayuntamiento de Barcelona, para el que, por ejemplo, creó una bonita campaña para la
Navidad 2015-2016 que vistió la ciudad de banderolas y carteles con una gráfica tierna y
original.

Celobert: cooperativa de arquitectos socialmente responsable

Este grupo de profesionales catalanes de la arquitectura tiene claro que su actividad, más

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en tiempos de crisis, es una herramienta que debe estar al servicio de las personas y de la
sociedad. Su oportunidad de negocio vino tras el estallido de la burbuja inmobiliaria
porque su perfil social supuso una ventaja competitiva muy apreciada por sus clientes
potenciales. Así empezaron a incrementar sus ingresos ofreciendo servicios técnicos de
arquitectura, ingeniería y urbanismo con responsabilidad ecosocial. Y es que su
compromiso se basa en que todos sus proyectos priorizan el ahorro y la eficiencia
energética, así como el uso de energías renovables. Promueven también la construcción y
rehabilitación de edificios de mínima huella ecológica y consumo energético; y usan
materiales orgánicos y biodegradables contemplados dentro del concepto de
bioconstrucción. Además, trabajan para crear comunidades y barrios que favorezcan la
buena convivencia y la cohesión social y participan en iniciativas de diversa índole que
promuevan el derecho de cualquier ciudadano a una vivienda y al disfrute de una ciudad
para todos. Han trabajado en multitud de proyectos tanto en Cataluña como en Madrid,
también en países como Túnez o Mauritania y actualmente están participando en la
elaboración del Plan Local de Vivienda del Ayuntamiento de Barcelona.

Biocoop: el primer supermercado libre de envases y bolsas

Biocoop es una red francesa de tiendas ecológicas y totalmente libres de envases de gran
éxito en ese país, que va camino de convertirse en un referente de las cadenas de
alimentación bío. Es también un gran impulsor del cambio que supone el paso de la
sociedad de lo desechable a la sociedad de lo perdurable. Sus supermercados, decorados
con materiales reciclados, con refrigeradores de CO2 e iluminados con energía renovable
venden a granel todo tipo de productos orgánicos, como frutas, verduras, pan, galletas,
legumbres, cereales, huevos o productos del hogar. De esta forma los compradores
acuden a su punto de venta del barrio con sus botes reutilizables, los rellenan y vuelven
con estos a realizar su próxima compra. Por ejemplo, pueden rellenar su envase de café
con un dispositivo para triturarlo a diferentes grados o verter el vino y la miel en sus
propias botellas una y otra vez. Este concepto permite, además de reducir el precio final
del producto, comprar la cantidad imprescindible y necesaria de consumo, evitando tirar
comida caducada. Hoy la cadena gala cuenta con más de 350 locales y 657 millones de
euros de volumen de negocio. Proyectos similares están surgiendo en muchos otros
lugares como es el caso de Wefood en Dinamarca, el primer supermercado especializado
en la venta de productos caducados o a punto de caducar con descuentos de hasta el 50 %
o Fruta Imperfeita, startup brasileña dedicada a vender frutas y verduras descartadas en
fábrica por no pasar los requisitos de tamaño y color, pero que conservan intactas sus
propiedades.

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Fiare: una fuente de financiación ética

Peru Sasia, profesor de Ética en la Universidad de Deusto, lo tenía claro: el objetivo de su


negocio debía ser estar al servicio de la transformación social. Por ello creó hace más de
una década Fiare, una entidad de crédito que financia proyectos de economía social y
solidaria, y promueve la cultura de la intermediación financiera transparente, participativa
y democrática. Fusionados con el banco cooperativo italiano Banca Popolare Etica, se han
propuesto recuperar el valor del dinero y hacer del crédito un derecho accesible para
todos. Hoy son un banco cooperativo de referencia en Europa, con depósitos de ahorro de
más de 37.000 personas y organizaciones socias repartidas entre Italia y España que
contribuyen a financiar cooperativas sociales, proyectos de agroecología, negocios de
comercio justo o empresas que luchan contra la exclusión social.

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8. #RSCompetitiva por transformación

Producto de la innovación social

Suena el teléfono. La recepcionista avisa de la esperada llegada del señor Mateo. El resto
de miembros de la junta de accionistas ha ido entrando en la sala y esperan a los más
rezagados mientras comentan, como si se tratase de un punto del día, el derbi celebrado la
noche anterior. A pesar de lo superfluo de la conversación, la tensión es palpable. Esta no
será una reunión fácil ni tranquila como aquellas que solían acabar en carcajadas y
copiosas comidas tras un consenso casi unánime. El último año las cosas se han puesto
verdaderamente feas y la mayoría de los allí presentes hace tiempo que teme por el futuro
de sus inversiones y su propio puesto de trabajo. No es la primera vez que se pone en
duda el modelo de negocio, y más de uno sabe que a lo largo de la mañana alguien sacará
el tema y pondrá en cuestión la productividad de la estructura, la capacidad de gestionar y
optimizar los recursos, la calidad del producto, la supuesta satisfacción del cliente y la
estrategia para publicitarlo de cara a la nueva temporada. Probablemente, el primero en
romper el hielo, como viene siendo habitual, será el director de RRHH, quien viene
advirtiendo desde hace tiempo sobre la falta de sentido de pertenencia de los empleados y
sobre el clima interno, que ha empeorado notablemente en los últimos años. La cuestión,
en definitiva, es cómo remontar la situación.
Su entrada es pausada. El silencio se ha apoderado de la estancia y muchos parecen
impacientes por que el señor Mateo, como en cada encuentro, dé la bienvenida a los
asistentes y exponga un breve resumen de la situación financiera de la empresa, antes de
dar paso a las numerosas intervenciones. Pero esta vez las cosas serán diferentes. Lo ha
meditado mucho. Ha llegado el momento de cambiar la manera de hacer y, pese a sus
propias reticencias y las de muchos socios a modificar viejos hábitos, es hora de mirar
hacia delante, de diferenciarse de la competencia pero también de ser más responsables.
Muy pocos intuyen que esa reunión va a ser decisiva y que llegará a un punto de no
retorno que modificará el guión preestablecido. La empresa se enfrentará a partir de ese
momento a un periodo de transformación para adaptar su producto a las nuevas
tendencias, para aplicar una estrategia social en todas las facetas del proceso productivo e,
incluso, en el funcionamiento interno de la compañía. Y de ese modo poder ofrecer
artículos más atractivos, más competitivos, más beneficiosos para la propia fábrica y para
el entorno, sin dejar de lado la calidad que tanto les ha caracterizado durante años.
«Renovarse o morir». Este podría ser perfectamente el mantra de muchas de nuestras
corporaciones. Las nuevas tecnologías, la era digital y la conectividad, las

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transformaciones en la movilidad, la toma de conciencia de los consumidores por los
problemas sociales mencionadas anteriormente… La sociedad evoluciona a un ritmo
frenético y adaptarse a ello no siempre es fácil; más cuando en los tiempos que corren una
mala decisión o la apuesta por el desvío equivocado puede acabar con años de sacrificios
de un proyecto empresarial. Pero, sin duda alguna, el cambio es siempre necesario porque
puede suponer el resurgir de una crisis, la puerta para evitar despidos e, incluso, el cierre
de un negocio o la palanca para explorar nuevos sectores que nos permitan diversificar
nuestros productos y servicios con el consecuente crecimiento.
Esta es la historia de unas cuantas marcas que en su día apostaron por la innovación
social como vía para diferenciarse de la competencia:

De Caprabo a Ecoveritas

Damos un paso al frente para pasar del bullicio callejero a un espacio templado.
Cruzamos el marco de las puertas acristaladas y automáticas que nos invitan a pasar a su
interior de una forma honesta. Desde la entrada divisamos los paneles naranjas, los
mostradores de madera y una señalización clara y sencilla envuelta en una iluminación
cálida y agradable. Entonces empezamos a recorrer lentamente cada uno de los pasillos,
repletos de colorido, de frutas y verduras que emanan frescor, disfrute y alegría. Nos
sumergimos en un espacio amable, sin demasiadas pretensiones, útil, moderno y
funcional con una distribución pensada para conducirnos a un paseo entre estantes, cestos
de mimbre, palés y cajas de madera que nos recuerdan el valor de las cosas simples. En
nuestro viaje, por supuesto, no faltan los guías que nos informan y recomiendan, con la
dosis adecuada de cariño y amabilidad, sobre cómo llenar nuestra cesta y quienes nos
ayudan a colocar los productos en la bolsa y los que, tras darnos las gracias, nos desean
que tengamos un buen día. Cada segundo de esta experiencia cuenta, por insignificante
que parezca el simple hecho de ir a comprar. De eso es plenamente consciente Silvio
Elías de Gispert, director general de Veritas, uno de los primeros supermercados bío que
consiguió convertirse en cadena de establecimientos de este tipo y que a finales de 2016
contará ya con 45 tiendas y una gama de 4500 productos (400 de ellos de marca propia)
con certificación de producción 100 % ecológica. A Silvio lo conocí hace siete años y
desde entonces son muchos los proyectos que nos han unido. Es un tipo honesto, con
valores diferentes, con muchas ganas de cambiar el mundo y con una increíble capacidad
de involucrarse en todo tipo de aventuras de gran componente social. Juntos hemos
invertido en empresas socialmente responsables y competitivas, además de haber
colaborado en la primera asociación de ecoemprendedores de Cataluña y compartido una
de nuestras grandes pasiones, el jogo bonito del Barça. Por eso, hace cosa de dos años,
decidimos emprender un bonito camino, el de la elaboración de mermeladas, zumos y

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caldos 100 % ecológicos. Esto se hace reutilizando el excedente de frutas y verduras de
las tiendas Veritas, como por ejemplo las manzanas picadas, aptas para el consumo y con
el mismo sabor y propiedades, pero con un aspecto feo para la venta. Gracias a las recetas
de la Fundación Alicia, centro de investigación dedicado a la innovación tecnológica en
cocina presidido por Ferran Adrià, los trabajadores con discapacidad de Grupo SIFU son
los encargados de preparar estos deliciosos productos que vuelven a las estanterías de las
tiendas Veritas para su comercialización.
Muchos sabrán que en otro tiempo la familia Elías fue accionista de la marca de
supermercados Caprabo, actualmente propiedad en su totalidad del Grupo Eroski.
Durante esa época adquirieron la experiencia necesaria en distribución para lanzarse a
fundar en el año 2002 Ecoveritas, un proyecto tan innovador como arriesgado.
«Cuando salimos, la alimentación ecológica certificada era poco conocida en España,
muy atomizada y fragmentada y para un público muy minoritario. Quedaba mucho
trabajo por hacer». Así recuerda su actual director el reto que debía enfrentar su familia a
comienzos del siglo XXI. El proyecto, fundado por su padre, Silvio Elías Marimón,
suponía un cambio en todos los niveles que implicaba un gran esfuerzo por modificar los
hábitos del sector y de los clientes: «Cuando nos lanzamos a ello no éramos tan
conscientes de la dificultad, no solo se trataba de producir la oferta sino también de crear
la demanda. Debíamos concienciar a la industria y al consumidor. Tuvimos que invertir
mucho en pedagogía y divulgación, y desviar la atención del consumidor de las grandes
marcas que se anunciaban en televisión para que desactivara el piloto automático y se
cuestionara qué estaba comiendo a diario, pues en aquella época era algo que muy pocos
se preguntaban».
El propio Silvio cuenta que antes de abrir su primera tienda estudiaron las tendencias
de consumo de otros lugares, como Estados Unidos, Australia o los países nórdicos,
donde existía una gran sensibilidad por recuperar otras maneras de producir. En
Alemania, Bélgica o incluso Italia ya se habían puesto en marcha iniciativas muy
similares con una distribución más organizada y pensaron que en la península ibérica
también podría funcionar, ¿por qué no? Su apuesta era francamente difícil, pero la
diferenciación y el mantener una filosofía orientada hacia la recuperación del planeta y la
mejora de la calidad de vida no podían hacerles fallar.
A principios del milenio las tendencias de consumo de las familias habían empezando
a cambiar tímidamente. Surgían las primeras voces que ponían en cuestión los procesos
de la industria alimentaria, los productos químicos utilizados en las diferentes fases de
elaboración, así como el hecho de que el aumento de la producción irremediablemente
hiciera bajar la calidad. «Por primera vez el consumidor empezaba a mostrar su
preocupación por los efectos negativos de los sistemas productivos para el
medioambiente, la salud y el entorno de las comunidades, y las madres se preocupaban
por saber qué ingredientes debían comer sus seres queridos y cuáles no», comenta el

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actual director.
Pocos años después y a raíz de la crisis, muchas familias se hicieron esta reflexión y se
plantearon introducir cambios en su manera de comer. Al mismo tiempo estas
reordenaron sus prioridades, lo que facilitó poco a poco el camino a Ecoveritas, que
empezó a abrir cada vez más puntos de venta enfocados en construir ambientes amables y
funcionales. Ahora publican periódicamente una revista, forman a su personal a
conciencia y han conseguido afianzar una propuesta comercial diferente en cuanto a
productos y prestación de servicios.
Además, sus propietarios quisieron ir más allá y seguir con el sueño de su fundador
involucrándose en otro proyecto de economía verde: su incorporación como accionistas al
Hotel Mas Salagros Ecoresort & AIRE Ancient Baths, de 5 estrellas, el primer hotel
español perteneciente a la red de BIOHOTELS. Se trata de una antigua masía, conocida
con el nombre de Can Sala Gros, ubicada en Vallromanes (Barcelona) y rodeada por
hectáreas de explotación ecológica agraria y ganadera. El establecimiento posee una
caldera de biomasa alimentada por astillas de madera para el agua caliente sanitaria y la
calefacción, lo que asegura una importante reducción de las emisiones de CO2; e incluye
entre sus servicios una agrotienda Veritas que ofrece una variada selección de sus
productos.

Cafés Novell y la filosofía Q (de Quality)

Huele a tinta, a papel de periódico y café recién hecho. Es de uno de los mejores
momentos del día. Ese en que consigues escaparte de las reuniones, del estrés, del ajetreo
diario y bajas a por tu dosis de cafeína diaria en la pausa del mediodía. Su alegre
camarero ya no pregunta qué deseas, ha aprendido a servirte el café con el punto justo de
leche y la temperatura idónea para notarlo caliente pero no hirviendo. Cruzas un par de
comentarios con él y te apoderas del periódico para hojearlo mientras te sumerges en tus
pensamientos. De repente, tu mente deja de divagar y fija su atención en esa taza que
sostienes en la mano. ¿Te habías dado cuenta de que en cada sorbo y en el aroma que
percibes estás ayudando al desarrollo de una comunidad? ¿Eras consciente de que estás
consumiendo un producto de alta calidad y posiblemente mil veces más sano que el que
has probado hasta el momento? ¿Y ese sabor? Ahora es más intenso, mucho mejor. El
camarero se acerca a recoger tu taza.

—Oye, ¿habéis cambiado de marca de café?


—Sí, desde hace unos días tenemos Cafés Novell, ¿le gusta?
—Sí, verdaderamente sí.

Un buen día Ramón Novell Vivó decidió que la filosofía de su empresa podía dar un

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giro de 180 grados. Su producción podía ser responsable y de comercio justo sin perder
calidad cuidando y controlando cada detalle y cada momento del proceso de elaboración,
además de aplicando normas económicas, sociales y ambientales éticas y sobre todo
garantizando un salario justo para sus trabajadores y productores.
«A finales de la década de 1990 comenzamos a hablar de que teníamos que hacer algo
por nuestro entorno. Decidimos que la potenciación de la compra de cafés certificados era
un camino muy coherente con nuestra actividad y manera de pensar», explica Ramón
Novell Pujadas, hijo del fundador y actual gerente de la compañía. Ellos querían hacer las
cosas diferentes, pues en ese momento lo único que existía eran las tiendas de comercio
justo e iniciativas de comercio directo de productor a consumidor en que la intención era
muy buena pero faltaba un control de calidad por parte de los actores, probablemente
debido a la diversificación de productos y a la poca especialización, lo que provocaba que
la calidad del producto final no acompañara los buenos propósitos.
Como en el caso anterior, a principios de 2000 decidieron incluir la RSE como uno de
los tres valores de su empresa y se centraron en la producción de cafés verdes certificados
que tuvieran la misma calidad que el que ofrecían hasta el momento. «Nuestro objetivo
era poder proponer a nuestros clientes un cambio total de producto, sin mermar la calidad
que estábamos ofreciendo o incluso incrementarla con el valor añadido de ser un café
certificado. Además, el precio de venta no tenía por qué ser distinto del que teníamos
hasta entonces», explica Ramón, quien tiene muy claro que su plan era el de poder hacer
también una transformación casi total de sus clientes, que empezaban a ser conscientes de
la responsabilidad social y del valor añadido de su consumo, por lo que no se trataba de
ser una empresa con un producto responsable, sino de convertirse en una empresa 100 %
responsable y competitiva.
El motivo del cambio en un primer momento no fue ni económico ni estratégico. Sin
embargo, más adelante sus propietarios se dieron cuenta de que el hecho de convertirse en
una empresa pionera en este tipo de producto les fue aportando inputs positivos, desde
nuevos proveedores que se sumaron a los proveedores de siempre a los que certificaron
para poder seguir colaborando, hasta nuevos clientes que valoraron su diferencia de la
competencia y su valor añadido. «Sin lugar a dudas nuestro crecimiento es producto de
muchos factores, pero seguro que uno de ellos es tener una política de RSE en el ADN de
la compañía y en la de nuestros trabajadores y colaboradores», afirma Ramón, que añade
que «en cuanto a los beneficios económicos hay que decir que indirectamente una política
socialmente responsable y competitiva siempre te aporta valor en el mercado y, por lo
tanto, la ganancia económica, pero no es algo que se tenga que buscar de forma directa,
sino como efecto de crecimiento para este factor y el valor de la imagen de tu empresa».
Esta empresa familiar, que fue fundada en 1958, hoy ya cuenta con delegaciones en
Italia, Hong Kong, Estados Unidos y Reino Unido y ha conseguido convertirse en la
primera compañía de ámbito peninsular que garantiza un café Responsable y de Comercio

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Justo con dos reconocidos sellos acreditados por las organizaciones internacionales UTZ
Certified y FAIR TRADE.
El 70 % de su café ya posee una certificación (un 65 % como café responsable y un 5
% como comercio justo) y su intención es llegar durante 2016 a que la totalidad del café
esté certificado para poder seguir luchando contra la problemática mundial del mercado:
los precios bajos de los recolectores, los efectos negativos sobre el medioambiente y la
falta de calidad a través de las siguientes prácticas: preservar el entorno en todo el
proceso de recolección y elaboración; contribuir a la supervivencia del trabajo y mejora
de condiciones laborales de los agricultores y productores y garantizar un café de alta
calidad desde la plantación hasta la torrefacción.

Orona, la primera en promover el ecodiseño

Presionamos el botón del ascensor (como estamos cargados de impaciencia, damos tanto
al de subida como al de bajada), esperamos a que llegue a nuestra planta, a que las puertas
se abran, entramos en la cabina, preguntamos el piso a nuestros acompañantes de viaje,
pulsamos el botón e iniciamos una conversación sobre «el tiempo», nos miramos en el
espejo de reojo y, por fin, llegamos a destino. Según un estudio, un ascensor realiza en
España una media de 100.000 trayectos al año, hacia arriba o hacia abajo. Parémonos a
pensar ¿cuántas mentes, planos, manos, máquinas, piezas y pruebas han hecho falta para
ello? Puede que esta alternativa a la escalera nos haya aportado una gran satisfacción,
haya supuesto un gran avance de nuestra sociedad y nos haya ahorrado muchas agujetas,
sin contar con los problemas de movilidad que ha solventado a ciertos colectivos. Pero
¿qué pasaría si además compensásemos el impacto medioambiental de su construcción y
puesta en marcha? Eso es precisamente lo que se propuso la compañía española de
ascensores y escaleras mecánicas Orona, que un buen día decidió poner todo su empeño
en ofrecer un plus a sus clientes pero también al conjunto de la población y a su entorno,
pues cada vez que uno de sus ascensores sube o baja, está contribuyendo a preservar
nuestro medioambiente.
En 1967 dos pequeñas cooperativas del País Vasco decidieron fusionarse para crear
Orona, nombre que proviene de la contracción de la palabra euskera ororena que significa
«de todos». Diecisiete extrabajadores de la antigua Cementos Rezola y cinco fundadores
de Mastra decidieron constituir una empresa solidaria dedicada a la construcción e
instalación de ascensores, que poco después se acabaría asociando al conocido grupo
Mondragón Corporación Cooperativa (MCC).
Desde un principio, el negocio se caracterizó por una constante preocupación por la
innovación, y en 1974 empezó a apostar por fabricar con tecnología propia. La gestión
comercial fue aumentando de forma muy dinámica hasta abrir delegaciones en todo el

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país e iniciar la exportación de su producto a diferentes países de Europa y América, lo
que le permitió abrir sedes también en París y Milán. Al cabo de los años, Orona se había
consolidado como la mayor empresa de capital totalmente español en el sector de
ascensores.
Siempre tuvieron claro que una de sus prioridades era adaptar su oferta a la demanda
del mercado, por eso con la llegada del nuevo milenio intensificaron su inversión en
innovación tecnológica y fundaron el centro Orona EIC (Orona Elevator Innovation
Centre). Pero su estrategia no se quedó ahí y subieron su apuesta introduciendo un
cambio importante en la filosofía de la empresa para encaminarse hacia la Innovación
Social. De este modo, en 2008 la compañía consiguió convertirse en la primera empresa
del sector de la elevación a nivel mundial en recibir el certificado de Ecodiseño ISO
14006 de AENOR. Esta certificación garantiza la máxima calificación de eficiencia
energética en sus ascensores (A) y que la empresa ha realizado una gestión «limpia» en
todas las fases del producto, desde su diseño, creación, distribución hasta el final de su
ciclo de vida: mínimas emisiones, buenas prácticas de fabricación y consumo reducido.
En Orona están convencidos de que este compromiso con el planeta les ha aportado
una clara ventaja competitiva y estratégica en todos los aspectos: social, medioambiental
y económico. No es casualidad que su marca sea verde, la apuesta por la sostenibilidad ha
acabado por formar parte de cada paso que dan y está presente en cada una de las piezas
del engranaje, pues le han sabido dar un enfoque integral y estratégico alineado con un
compromiso con su futuro, que es el de un proyecto socioempresarial.
Además de sus acciones de RSC, pues Orona forma parte del Pacto Mundial, destina
un porcentaje de sus beneficios a la promoción de acciones solidarias, educativas y
culturales en las comunidades en las que opera, así como a financiar proyectos de
colaboración para países en vías de desarrollo a través de su Fundación Mundukide. La
firma ha entendido perfectamente el concepto de Responsabilidad Social Competitiva,
por eso ha creado su línea Orona’s Green, que se despliega en toda la organización
mediante la integración de diferentes acciones en el campo de la eficiencia energética
como: accionamiento de bajo consumo, control de la luz de la escalera, almacenamiento
de energía, iluminación eficiente, puesta del ascensor en stand-by, iluminación
automática de la cabina o regeneración de energía. Entre otros, Orona también lidera el
Proyecto Net0lift, incluido en el programa CENIT, donde 12 empresas investigan de
forma conjunta el desarrollo de sistemas de elevación sostenibles desde el punto de vista
medioambiental, social, energético y económico a través de ascensores mejor integrados
en los edificios, con consumos mínimos y adaptados a las necesidades de los usuarios.
«El beneficio en Orona solo adquiere sentido cuando se mide en beneficio social» es
una de las frases que aparece en el argumentario de su página web y es que, a pesar de
que la cooperativa tuvo que superar las sucesivas crisis de la economía española,
especialmente acusadas para el sector de la construcción, han conseguido encontrar un

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camino de éxito y diferenciación que les ha permitido ampliar su capacidad productiva,
incrementar el volumen de ventas y aumentar el personal de su plantilla, contribuyendo a
la creación de riqueza, empleo y valor añadido para el planeta.

Salgot se redefine gracias a EcoSalgot

Siempre me he preguntado qué es lo que hace que uno entable conversaciones casuales
con gente que luego acaban siendo unos forofos del fútbol como tú o unos grandes
compañeros para emprender caminatas por la montaña o incluso para jugar torneos de
pádel. Probablemente uno de los momentos que unen más a las personas sean las
comidas. Los encuentros alrededor de una mesa nunca decepcionan y lo cierto es que con
el estómago lleno uno está más predispuesto a la risa y el disfrute. Seguro que en
cualquier casa a la hora de reunir amigos no faltan los buenos productos, un buen jamón,
un buen embutido… Ya sea en cumpleaños, fiestas, cenas, incluso en los bocadillos para
las excursiones o el almuerzo diario, a todos nos gusta saborear un buen embuchado que
consiga transportarte a instantes de felicidad. Y es que ¿quién no quiere comer sano y
sabroso?
Eso mismo pensaron los miembros de la familia Salgot, cuando un buen día
decidieron modificar la estrategia de su compañía para posicionar sus productos en el
segmento premium con su gama de productos orgánicos EcoSalgot. Hace un tiempo leí un
estudio realizado por Silvia Rodríguez para una clase de IESE, escuela de negocios en la
que yo me formé. En ese documento explican con todo lujo de detalles cómo la empresa
Salgot, dedicada a la elaboración de delicatessen del cerdo y fundada en 1928, apostó por
la diferenciación invirtiendo en un arduo proyecto de innovación social: la creación de
una granja ecológica.
La marca catalana comenzó su andadura con la venta al detalle y por mayor en una
modesta tienda situada en el domicilio familiar, en el municipio barcelonés de
Aiguafreda. Tras la Guerra Civil, su mercado se amplió exponencialmente pues las
butifarras que antes comercializaban en cestos de paja se habían convertido en un
ingrediente indispensable en los menús de posguerra y eso les llevó a dar el paso a la
industrialización del negocio. Tanto se amplió su radio de distribución que incluso
llegaron a firmar acuerdos con compañías como SEAT, para la que suministraban el
embutido de los bocadillos repartidos entre los obreros, de ahí que consiguieran hacer
famosa la «llonganissa SEAT».
Su primera apuesta por la diferenciación llegó en la época de la Transición. La
explosión de la ganadería intensiva de porcino hizo que aumentara la producción de este
alimento, pero en consecuencia también bajara la calidad. Ellos quisieron aprovechar la
oportunidad para empezar a criar sus propios cerdos y obtener de ese modo el distintivo

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«Q de Qualitat» que otorgaba la Generalitat de Catalunya.
Como en otros de los casos anteriormente citados, la llegada del nuevo milenio trajo
consigo un relevo generacional, que convirtió en CEO al actual presidente de la
compañía, Valeri Salgot, y se dio inicio al lanzamiento de su lema: «Especialistas en
delicatessen del cerdo», con el que ya empezaban a apuntar de qué manera la marca
quería posicionarse en el mercado, es decir, con embutidos de alta gastronomía para
paladares exigentes.
No obstante, su verdadero reto se produjo con la llegada de la reciente crisis
económica. Las características del propio sector, con una distribución cada vez más
concentrada, y la desaparición paulatina del comercio tradicional, que era uno de sus
puntos fuertes, no les dejó otra opción que la de pensar en una estrategia a largo plazo y
buscar nuevas formas de vender. «En 2007-2008 iniciamos un periodo de reflexión sobre
el estado de la empresa. Hicimos un estudio sobre las tendencias europeas en consumo y
nos dimos cuenta de que se dirigían claramente hacia el consumo responsable y
respetuoso con el medioambiente. El sector porcino español no había iniciado aún este
camino, entonces veníamos de la época de vacas gordas, y decidimos que era el momento
de invertir en la creación de una ecogranja», explica Valeri, quien admite también que no
fue nada fácil mantener su apuesta por la diferenciación, pues la recesión económica les
cogió en plena inversión y pronto apareció el boom de las marcas blancas y la bajada del
consumo: «Fueron dos años de proceso en plena crisis, pero nuestra estrategia era
posicionarnos como líderes en el producto porcino ecológico tanto en volumen de
producción como en el hecho de haber sido pioneros. Y durante los años difíciles, la
comercialización en establecimientos especializados fue de gran ayuda».
El programa ACCIÓ10 de la Generalitat de Catalunya, el Centro para el Desarrollo
Tecnológico Industrial (CDTI) y el Institut de Recerca i Tecnologia Agroalimentàries
(IRTA) les ayudaron con la normativa sobre ganadería ecológica, así como a la
elaboración de un plan para crear nuevas oportunidades de negocio basadas en la
diferenciación y la innovación social. Casi dos millones de euros invertidos en esta granja
porcina, totalmente ecológica, la convirtieron en la primera explotación de España que
realizaba estos trabajos en la misma planta de producción. En 2010 consiguieron lanzar su
marca EcoSalgot, una línea de embutidos provenientes de cerdos que se alimentan con
ingredientes ecológicos (cebada, trigo, guisantes, aceite de oliva…). Además, la paja y el
forraje de los animales se cultiva sin aditivos y la instalación es totalmente sostenible,
pues gestionan los residuos, reutilizan el agua y generan su propia energía a través de una
caldera de biomasa y unas placas solares térmicas y fotovoltaicas.
Tuve la suerte de conocer a Valeri hace unos cinco años, cuando supe de la creación
de su ecogranja y enseguida me animé a visitarla. Una de las cosas que más me
sorprendió fue ver que sus cerdos estaban sumamente limpios y paseaban tan tranquilos
por las instalaciones (una imagen poco habitual en el sector). Desde entonces puedo decir

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que conservo una muy buena amistad con este empresario, sumamente amable, con el que
hemos realizado varias ponencias conjuntas sobre el concepto de #RSCompetitiva para
diferentes foros, como el Salón de la Emprendeduría de Barcelona.
Su objetivo siempre estuvo claro: incrementar la calidad y diferenciarse de la
competencia con un producto respetuoso con el entorno: «Ha costado tiempo y esfuerzo,
pero ha supuesto una clara oportunidad de negocio. El consumidor aprecia el adquirir un
producto con buen sabor y de gran valor añadido. Ahora ya existen cadenas de
alimentación, como los supermercados Bonpreu e incluso El Corte Inglés, que valoran
este tipo de producto», asegura Valeri, quien se alegra que de la mano de la demanda
actualmente estén consumiendo todo lo que producen en la granja «El Saüc» con una
facturación de 10,7 millones de euros al año. Ahora su futuro pasa por aumentar la
producción y llegar a acuerdos con ganaderos para criar más cerdos de este tipo: «Este es
un proyecto vocacional, creemos que el desarrollo de la ganadería tiene que ser sostenible
con el territorio y con el valor gastronómico y eso es lo que hace de nuestro producto un
producto Premium».

Restaurantes Toks, de la filantropía al negocio inclusivo

Sostienes la guía entre las manos. Tu estómago ruge hasta ponerte en evidencia, porque
hace rato que reclama tu atención, pero siempre es difícil decidirse por un buen sitio
donde comer cuando no conoces el país, todavía no controlas las distancias o ni siquiera
eres capaz de discernir si un restaurante es demasiado caro al cambio de moneda. Los que
hayan viajado a México, sea cual sea el recorrido que hayan hecho, se habrán topado en
algún momento de su viaje con una de las famosas cadenas gastronómicas del territorio,
los restaurantes Toks. ¿Y qué piensa uno cuando le viene a la cabeza el concepto de
cadena o franquiciado? Inevitablemente, lo asociamos a comida rápida, a alimentos
congelados y precocinados o también a productos con aditivos, conservantes y
aromatizantes. Pocos podrían llegar a imaginar que un gigante de la restauración de
América Latina como este tendría entre sus prioridades cuidar a las comunidades rurales
que, en la mayoría de los casos, subsisten a duras penas sin muchos de los recursos que si
disfrutan las urbes.
Hace 45 años el Grupo Gigante decidió abrir una serie de cafeterías propias a lo largo
y ancho de la República Mexicana con el objetivo de ofrecer un servicio rápido, de buena
calidad y a precios accesibles para todo tipo de clientes. Poco a poco fueron dando forma
al negocio y encaminando su estrategia empresarial a poner en valor el factor humano y la
responsabilidad social. Al cabo del tiempo los Restaurantes Toks ya eran considerados el
benchmarking del sector y apostaron por una dirección de RSE, se esforzaron por crear
ambientes cálidos y confortables en sus establecimientos. Además pusieron en marcha

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interesantes proyectos de crecimiento profesional y personal para sus empleados como las
«Lecturas de provecho», donde a través de programas y hábitos de lectura ofrecían a sus
colaboradores la posibilidad de alcanzar un mayor nivel intelectual y de superación; las
campañas de protección del medioambiente como el alquiler de árboles vivos en Navidad,
cultivados en maceta por la organización Siempre Verde que después volvían a
replantarse en bosques del centro del país, o las aportaciones dinerarias al apoyo de la
reproducción y conservación del águila real. Gracias a este tipo de gestos, Toks logró el
distintivo «H», que otorga la Secretaría de Turismo por el manejo higiénico de sus
alimentos, y la etiqueta ESR (empresa socialmente responsable) que concede el Centro
Mexicano para la Filantropía (CEMEFI).
A pesar de haberse diferenciado como una de las empresas destacadas en acciones de
RSE, sus directivos se preguntaban qué hacer para ir un poco más allá. Toks debía
encontrar la fórmula para convertir la responsabilidad social en una ventaja competitiva
con continuidad, sin tener que limitar su vertiente social a campañas puntuales. De ese
modo surgió la idea de convertirse en un negocio inclusivo desarrollando un modelo
empresarial rentable que integrara en su cadena de valor a proveedores o distribuidores de
comunidades sin recursos, logrando con ello un doble objetivo: crecer ayudando a crecer
a los demás.
Así nació el proyecto «Productos Toks», basado en la comercialización de platos
cocinados con ingredientes naturales y ecológicos elaborados artesanalmente por
productores locales y puestos a la venta por un precio justo, lo que constituiría una
importante fuente de ingresos para numerosas familias del área rural. En 2004 un grupo
de mujeres mazahuas del poblado de San Felipe del Progreso empezaron a elaborar
granola para la cadena haciendo uso de la tradición para la utilización de semillas y frutos
de sus propios huertos; por su parte, doña Yolanda y otras seis mujeres mazahuas fueron
las encargadas de preparar el mole, plato mexicano por excelencia que los clientes
aprecian especialmente por su sabor inigualable, resultado de un método de producción
milenario; las mujeres de la sierra Central de Guanajuato pusieron su mayor empeño en
crear una deliciosa mermelada de fresas de la región, 100 % natural; la Procesadora de
Alimentos Nostálgicos de Oaxaca (grupo PANO) consiguió, gracias a la apuesta de Toks,
construir una moderna fábrica en su lugar de origen, Ayoquezco de Aldama, para crear el
Chocolate Sierra Morena, elaborado mediante la antigua tradición artesanal oaxaqueña; y,
por último, los indígenas de la montaña Amuzga encontraron en la recolección y
elaboración artesanal de miel la manera de subsistir sin perjudicar al entorno.
Gracias a este programa, la empresa consiguió incrementar sus beneficios, así como
seguir cosechando reconocimientos y adherirse al Pacto Mundial. La clave de su éxito
radica en lograr un beneficio mutuo y generar valor tanto para la marca como para la
comunidad, haciendo rentable la responsabilidad social. Durante la Semana de la RSE en
Panamá, el actual presidente de la red del Pacto Mundial en México y director de

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Responsabilidad Social y Sustentabilidad de Restaurantes Toks, Gustavo Pérez Berlanga,
aseguró que en un momento dado pusieron por delante el bien común y apostaron por
ayudar a las comunidades indígenas alejadas del centro del país para que desarrollaran sus
empresas y fueran más productivas a la vez que su compañía conseguía un producto que
les generase más ingresos.
«Lo importante es que en lugar de ver a las comunidades como marginadas o a la
pobreza con lástima, se vea como una oportunidad. Es ahí donde se encuentra la
diferencia y se puede lograr un cambio desde lo profundo, buscando que el programa
prevalezca y se alimente, y no apoyarlas tan solo con un donativo económico temporal»,
afirmaba Pérez Berlanga, quien también se mostró convencido de que todas las industrias
pueden generar valor. «Todo lo que hacemos en Responsabilidad Social tiene valor para
alguno de nuestros grupos de interés a través de cuatro elementos clave: producto,
servicio, ambiente y precio».
Al convertirse en un negocio inclusivo, Toks consiguió implantar un modelo
empresarial competitivo y sustentable en el tiempo, y centró su actividad empresarial y no
filantrópica en la creación de valor financiero y social, considerando a esos productores
rurales como socios de una alianza estratégica. Esta apuesta les permitió innovar, mejorar
su competitividad y aumentar su prestigio corporativo, así como acceder a nuevos
mercados. Y a las comunidades anteriormente citadas les supuso una oportunidad para
financiarse, para crecer y capacitarse a un precio justo.
La cadena, que ya cuenta con más de 130 establecimientos en todo México, comparte
actualmente su experiencia y las claves de su modelo con otras empresas y universidades
con el fin de difundir la importancia de la rentabilidad de los negocios responsables,
fomentar su práctica y propiciar un desarrollo social equilibrado que beneficie por igual a
compañías, sociedad y gobiernos.

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9. #RSCompetitiva no buscada

Maneras tradicionales socialmente responsables

Es verano y el calor aprieta sin dejar apenas unas horas de tregua. El sol ha empezado a
caer y un niño juega en la cocina de una casa antigua. Imagina que es un astronauta,
destinado en el espacio con una importante misión. Mientras, colorea ilusionado su nave
espacial, sin reparar en los márgenes que delimitan el dibujo.
La estancia se va impregnando de un olor dulce, casi hipnótico. En los fogones su
abuela prepara un delicioso pastel de arándanos, su preferido. El niño detiene por un
momento su actividad y observa con detalle a su abuela. Sus manos, arrugadas por el
irrefrenable paso de los años, mezclan lentamente la masa del bizcocho mientras de fondo
se oye el inconfundible sonido del agua en ebullición que pronto empezará a teñirse de
rojo para acabar convirtiéndose en una mermelada casera hecha con frutos rojos de su
propio huerto. Y sin que pueda apreciarse a simple vista, ella ha sabido darle ese toque
secreto: buenos productos, mucha paciencia y amor… los ingredientes de la mejor tarta
artesana que él probará jamás.
Con el tiempo, ese niño, que ahora ya es adulto, al cerrar los ojos será capaz de
recordar ese momento como si volviese a tener seis años. Es la tradición: su pueblo, sus
abuelos, el olor del buen vino al sentarse a la mesa, el de la hierba mojada de su pequeño
jardín, las largas tardes de costura ante el televisor en blanco y negro, la reconfortante
sensación de estrenar jerséis únicos y nuevos o su queridísimo caballito de madera hecho
con tanto esmero por el ebanista de la casa de enfrente. Él quiere volver a recuperar esa
sensación, así que llena su nevera del sabor de los buenos productos directos del campo;
su armario, del tacto de la ropa hecha a mano, y el cuarto de los juguetes de sus hijos, de
la madera tallada con cariño.
Este mundo, hoy desbordado por la innovación, nos ha llevado a saber valorar mucho
más los productos de siempre. Desde hace ya un tiempo, en Estados Unidos y Europa los
consumidores demandan otro tipo de materiales y de valores añadidos y, aunque en
España es más reciente, sin duda, es una tendencia que ha llegado para quedarse. En
radio, televisión y prensa, así como en blogs y revistas de ocio y trends proliferan los
artículos sobre nuevas marcas y creadores que basan su filosofía en ofrecer diseños
exclusivos y originales, productos artesanales que el consumidor desea porque percibe
como diferentes y de calidad. Síntoma de este cambio también es la apertura cada vez
más frecuente de tiendas delicatessen o bío, donde el cliente se siente informado sobre el
proceso de producción de los artículos que adquiere, de forma que está plenamente

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capacitado para decidir qué tipo de consumidor quiere ser. También resulta sorprendente
la cantidad de ferias, mercados y encuentros dirigidos a la venta que han surgido
últimamente en ciudades que quieren demostrar estar a la última, como Madrid y
Barcelona, donde empresas, diseñadores y emprendedores se reúnen para presentar,
promocionar y vender sus productos. Así encontramos el Mercado de Motores y el
Nómada Market en la capital española y lugares como Palo Alto, FleaMarket o el
Festivalet en la Ciudad Condal. Citas todas de diseño cuidado y alternativo que también
se convierten en el entorno ideal para dar a conocer productos alimenticios ecológicos o
de km 0 en novedosos formatos gastronómicos e itinerantes como las foodtrucks.
Son nuevos hábitos surgidos tras esos años de mala alimentación y del estallido de los
fastfood, que empiezan a revertirse en parte por la toma de conciencia sobre las
condiciones laborales de aquellas industrias que manufacturan casi todos los productos
textiles made in India, Taiwán o China. Ya están aquí las alternativas al lujo: productos
únicos, excelentes y hechos a mano que harán las delicias de la nueva clase de
consumidor/usuario calificados como hípster, joven moderno que busca una estética
impecable. La conclusión es clara, echar la vista atrás y recuperar los sabores
tradicionales se ha convertido en una experiencia novedosa y las generaciones venideras
adoran el handmade, es decir, los productos elaborados de forma artesanal.
En algunos sectores esta tendencia se ha dado de forma muy clara. Es el caso del
agroalimentario, donde muchos productores han dejado a un lado los métodos más
extendidos que alteran los procesos de producción originales (añadiendo plaguicidas,
antibióticos, fertilizantes, aditivos y otros químicos) para poder ofrecer vinos, embutidos,
dulces, aceites, quesos, mermeladas o frutas y verduras naturales, algo cada vez más
apreciado por los consumidores por tratarse de productos sanos y de calidad. Fruto de sus
exigencias, la industria, los mayoristas y los distribuidores han empezando a tener en
cuenta la agricultura ecológica como un competidor de primera división. Su misión es la
de preservar el medioambiente, mantener la fertilidad del suelo y proporcionar alimentos
con todas sus propiedades esenciales, y eso tiene múltiples ventajas: son productos con
mejor sabor, un mayor aporte de vitaminas y proteínas y, por supuesto, más saludables,
además de que se pueden considerar gourmet por su elevada calidad.
Esta realidad hace que poco a poco más agricultores apuesten por los alimentos
ecológicos y la cocina tradicional, así como también están las empresas que no se han
plegado a las nuevas maneras de producir de forma masiva y desde sus inicios, muchos
años atrás, apostaron por una elaboración artesanal aplicando, sin darse cuenta, una
Responsabilidad Social Competitiva no buscada. Este es el caso de algunas marcas de
vinos y cavas, un ámbito con las condiciones idóneas para conseguir el mejor producto a
través de métodos artesanos.

La primera bodega de cava 100 % ecológico

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Hace unos 200 años Joan Juvé Mir, un viticultor emprendedor de la época, ponía los
primeros cimientos de un negocio que años más tarde continuaría su hijo, Antoni Juvé
Escaiola, y su nieto, Joan Juvé Baqués. Se fundaba así la primera bodega Juvé y Camps.
Según me explicó su actual presidente, Joan Juvé Santacana (a quien tuve el placer de
conocer en una visita empresarial a sus bodegas), la saga, siempre fiel a las tradiciones de
la región, buscó la forma de convertir la excelencia de sus uvas en un caldo de gran
calidad y por eso decidió apostar por los métodos artesanales de elaboración del cava.
Tiempo después, y tras años de seguir aplicando la técnica que les ha garantizado un
producto de máxima calidad, se encuentran con que su perseverancia en conservar los
métodos tradicionales les hace también una empresa respetuosa con el entorno. Ese plus
que siempre han tenido, hoy es doblemente valorado y como consecuencia de ello
iniciaron los trámites para certificar su cava como producto 100 % ecológico. Este año la
compañía se ha convertido en la principal bodega española con toda su producción
certificada. Sus 271 hectáreas ya poseen el sello que garantiza una vendimia
completamente ecológica en unos terrenos orgánicos, libres de pesticidas y herbicidas.
Ahora la empresa ha encontrado una manera de visibilizar su gran valor añadido, algo
en lo que no habían reparado, ni nunca habían sentido como baza ante la competencia,
pero que gracias a la certificación y al nuevo etiquetado distinguirá sus vinos y cavas
como productos de alta calidad y respetuosos con el medioambiente.
Su idea es empezar a comercializar primero los vinos con etiqueta bío de variedades
como chardonnay, pinot noir, macabeo, xarel·lo y parellada, para vender todos sus cavas
con certificación, incluyendo, hacia el 2018, los gran reserva. Una estrategia que les va a
permitir, entre otras cosas, aumentar las exportaciones a países como Estados Unidos,
Japón, Perú o Noruega, donde ya han comprobado cómo este tipo de productos son muy
bien recibidos, pues en los tres últimos años han conseguido duplicar sus ventas con
previsión de seguir por el mismo camino una vez empiecen a embotellar con la nueva
etiqueta.
Han necesitado tiempo para adaptar sus instalaciones a una viticultura integrada que
les permitiera certificarse, creando una bodega con técnicas preventivas que se adelantan
al clima para proteger las uvas. Esto les ha supuesto un gran desembolso y esfuerzo, pero
simplemente han modernizado su manera tradicional de trabajar para elevar
cualitativamente sus productos y mostrarle al mundo su implicación por el
medioambiente y la salud de los consumidores.

El pan de toda la vida

Otra área del sector agroalimentario que ha visto como aumentaba su popularidad en los
últimos tiempos ha sido el de panadería. Años atrás, era muy común comprar el pan e
incluso los cruasanes del desayuno en gasolineras o supermercados, un producto

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económico pero de baja calidad al que tristemente nos habíamos acostumbrado, aunque
alguno que otro intentábamos luchar contra los elementos para impedir que de camino a
casa se convirtiese en una auténtica piedra o acabase pareciéndose demasiado a un chicle.
Afortunadamente, ahora las panaderías de toda la vida están en auge, pues los
consumidores han conseguido superar aquella etapa y buscan más que nunca tener a
diario la calidad y el afecto en su mesa.
La gente quiere pan con el sabor de siempre, rico, sano y natural. Por eso las
panaderías de barrio que ofrecían este producto, básico en cualquier cesta de la compra,
han visto cómo se incrementaba su clientela, y las calles se han llenado de otras
franquicias y negocios que ofrecen pan ecológico, como es el caso del exitoso horno
catalán Barcelona-Reykjavik o las panaderías El Mimbre en Andalucía.
Los primeros se han especializado en ofrecer a los barceloneses un pan ecológico con
masa madre y fermento biodinámico de múltiples variedades de cereal como la espelta, el
centeno, el turgidum, el alforfón o el trigo. David Nelson y su mujer, Gudrún Margrét, no
encontraban pan a su gusto en la ciudad, lo que les llevó a plantearse un buen día abrir un
establecimiento donde volver a los orígenes y ofrecer panes, pasteles y especialidades
saladas con ingredientes de cultivo ecológico y horneados de manera tradicional. Así en
2005, con empeño y con mucho amor por los alimentos, consiguieron impulsar el primer
y único horno ecológico de Barcelona, situado en la calle Doctor Dou, y que llevaba por
rótulo el nombre de sus dos ciudades de origen.
En la actualidad, ya son cuatro las tiendas que tienen en la capital catalana y en todas
ellas trabajan verdaderos alquimistas del pan que buscan ese gusto, ese aroma y esa
textura como las de antaño, a través de harinas molidas a la piedra, hierbas y frutos
ecológicos y una masa madre hecha con harina de trigo, harina de guisante y miel
altamente digestiva. De esta forma, los impulsores del proyecto han conseguido no solo
convertir un producto funcional en algo gourmet y ampliamente aceptado por el
consumidor, sino que además trabajan con proveedores de la zona como La Selvatana,
Puigcerver, Taüll, Betara, Hortus, Gallegos, Roca, Hortec… contribuyendo con ello a la
protección de tierras de cultivo.
El caso de las panaderías El Mimbre es algo distinto. Desde 1974, esta empresa,
creada por Juan Rubio Valenzuela a partir de una modesta y tradicional panadería situada
en la localidad malagueña de Álora, ha querido ofrecer el mejor pan y el más sano a sus
vecinos. Es por ello que han seguido la tradición familiar y nunca han dejado de elaborar
pan como lo aprendieron de sus antepasados. Eso les ha llevado a diseñar una amplia
gama de pan ecológico elaborado con cereales y semillas producidas de forma natural,
que solo incluye abonos biológicos como el compost. Su pan de campo, pan de centeno
con semillas, pan integral ecológico, pan de espelta, mollete campero de Málaga o pan de
espelta integral ecológico está avalado por el CAAE (Comité Andaluz de Agricultura
Ecológica), y con su producción colaboran con el desarrollo rural y la protección del

88
ecosistema. Actualmente, ya tienen 13 tiendas físicas en la provincia y poseen una nave
industrial de más de 1200 metros cuadrados desde donde distribuyen este tipo de
alimentos a grandes superficies de renombre como Carrefour, Eroski, Lidl o Ikea.

Helados deliciosos y también sanos

Cómo no, los productos lácteos también se han posicionado como una línea a explorar
dentro de los alimentos bío. Por ejemplo, hace poco pude probar los maravillosos helados
artesanos de Bodevici. Su creador es Jordi Rivera Jové, un joven ingeniero industrial
especializado en energías renovables que decidió abrir su propia heladería y yogurtería
ecológica en el barrio de Gracia de Barcelona. Leí en una entrevista que se declaraba un
«comedor de helados de toda la vida» y que al no tener hijos, ni hipoteca, quiso invertir
todos sus ahorros y el crédito que le concedió el ICO en este original proyecto. En la
actualidad, ha conseguido montar una franquicia al año sin perder de vista el valor
diferencial del producto: helados saludables, ligeros en azúcar (también sin lactosa, sin
azúcar o sin gluten) y con todo el sabor de la fruta.
Otra cadena de helados artesanales es BíO-CREAM, obra del maestro heladero
Francisco García. Formado en empresariales, decidió sumergirse en el oficio tras un viaje
a Italia y consiguió enamorarle por completo. En una visita posterior al Reino Unido y a
EE UU tomó conciencia de la importancia de lo orgánico para nuestra alimentación y
entonces incorporó el modelo bío a sus dos primeras heladerías con la finalidad de seguir
creciendo y buscando la fórmula de abaratar los costes de la materia prima de origen
ecológico. Su primera creación fue el Kit Cream, un helado elaborado con leche de cabra
y hoy su particular «revolución verde», la que ya es todo un hecho pues cuenta con una
amplia gama de helados que comercializa en grandes superficies, al tiempo que ha abierto
múltiples locales en diferentes puntos de España donde además se informa a los
consumidores sobre aspectos nutricionales.
Y si hablamos de productos tradicionales, no podemos olvidar la horchata. Este es el
origen de la empresa valenciana JB Natural Foods S.L., dedicada desde 1946 al cultivo y
distribución de este fruto para los mejores horchateros. En 2013, su pasión por lo
tradicional les llevó a inaugurar la primera heladería ecológica y biodinámica de la
Comunitat Valenciana llamada L’Obrador y situada en la playa de Alboraya. ¿Y por qué
el nombre? Porque en ella los clientes pueden ver y comprobar con sus propios ojos a
través de un obrador acristalado cómo sus propietarios preparan la horchata y otros
productos elaborados con ingredientes naturales para ofrecer la máxima calidad posible.
Dicen que sus sanísimos helados tienen un éxito aplastante, sin dejar de ofrecer el mejor
sabor.

Pisadas más sostenibles

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Puede que los españoles hayamos sido los mejor calzados durante décadas, pues larga es
la tradición de fabricación manual de zapatos que existe en la península y que aún se
conserva en zonas como el alicantino valle del Vinalopó (Villena, Elda, Elche, etc.) o en
las Islas Baleares (Inca, Menorca…). El tratamiento de las pieles, el diseño sobre horma,
el despiece, el corte y la costura… supone un arduo y delicado proceso que viste una de
las partes más importantes de nuestro cuerpo y que, sin duda, es sinónimo de calidad y
también de salud, ya que calzar adecuadamente siempre se ha asociado a la fortaleza
física.
Pero la cosa no va solo de vestir bien, sino de hacerlo de una forma más sostenible.
Esta es la oportunidad que se les ha presentado a muchas de las empresas del sector ante
los cambios de hábitos de consumo, pues su producto, elaborado de forma artesana desde
hace siglos, diseñado y producido con criterios de proximidad, con métodos de trabajo de
menor impacto ambiental y con el uso de materiales naturales ahora resulta más atractivo
para el consumidor y es la baza perfecta para diferenciarse de la competencia al tiempo
que son socialmente responsables y competitivos.
Existen varias marcas que tienen en cuenta el impacto de fabricación de sus productos
y que han introducido cambios para reducirlo, incluso, en otros pasos del proceso
productivo como el embalaje o la logística.
Como ejemplo de ello podríamos hablar de Nagore, una marca de calzado con un
eslogan bien claro: «Ecologic and Friendly Shoes». Su historia se remonta a la década de
1980 en Ciutadella, la capital de Menorca, donde comenzaron a vender las típicas abarcas
menorquinas en mercadillos y festivales de música. Su crecimiento fue de forma pausada,
y poco a poco fueron trabajando el concepto de fabricación local, lanzando dos
colecciones anuales basadas en el diseño artesano y la sostenibilidad, pues sus zapatos
son duraderos, hechos con materiales naturales y reciclados, como curticiones vegetales,
fibras biodegradables de producción ecológica o suelas de caucho natural de savia de
árboles. Además su sensibilidad hacia el impacto social y ecológico no se queda solo en
el uso de materias primas saludables para las personas y el entorno, sino que todos sus
zapatos están hechos artesanalmente en condiciones laborales justas y se entregan al
cliente embalados en cajas reutilizables y en bolsas de fécula de patata compostables.
Quien también ha decidido explotar su lado más social es la marca Vialis, nacida a
mediados de la década de 1990 en el barrio barcelonés del Born. Su lema es «Handmade
in Spain» y cuentan con nueve tiendas entre Barcelona, Madrid y Bilbao, así como varios
puntos de distribución en toda España y Europa y una clara intención de
internacionalizarse en un futuro próximo. Tras una época difícil al comienzo de la crisis,
consiguieron salir a flote gracias a la compra de Calzados Lamolla (propietario de la
cadena de zapaterías Casas) y con el tiempo han conseguido posicionarse como un
producto de gran calidad, hecho a mano y de diseño y fabricación totalmente española
que se vende muy bien gracias a la necesidad de los clientes de obtener un producto

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auténtico, creativo y exclusivo, hecho con materiales y procesos de producción
respetuosos con el medioambiente tal y como manda la tradición.
Curioso es también el caso de la conocida marca de zapatillas Victoria. Hace más de
100 años un joven riojano, Gregorio Jiménez, se casó con su novia de toda la vida en el
pequeño pueblo de Cervera del Río Alhama. Aquel acontecimiento condicionaría la
manera de calzarse de muchos niños y jóvenes, pues poco después instalaría allí una
fábrica de zapatillas a la que le puso el nombre de su querida esposa. Lo que comenzó
siendo un modesto negocio de venta de alpargatas de yute acabaría por convertirse en una
de las empresas de mayor producción de calzado del país, que fabricaría en la década de
1960 las «inglesitas» de loneta más famosas de España. Durante los 70 y 80 calzaron a
toda la generación del baby boom y consiguieron emplear a más de 200 trabajadores. Sin
embargo, tras el relevo de la dirección el éxito llegó a su fin y en 1990 la fábrica se vio
forzada a echar el cierre ante el descenso de ventas. Nueve largos años tuvieron que pasar
hasta que un antiguo trabajador (Claudio Ferreiro, actual jefe de ventas de la compañía) y
dos socios más se atrevieron a refundar el proyecto comprando las marcas Victoria y
Wamba, y trasladando la sede a Calahorra. No solo consiguieron remontar el negocio,
sino que además sortearon la crisis gracias al retorno de la moda ochentera y a
posicionarlas como un complemento imprescindible para cualquier indie y hípster que se
precie.
Y ahora sí, la empresa ha visto la oportunidad de poner en valor aquellas señas de
identidad relacionadas con la tradición y los buenos materiales. Su producto siempre se ha
fabricado con lona libre de tóxicos y, en la actualidad, posee el certificado Öko-Tex
Standard 100. Son reciclables y su suela, a diferencia de otras marcas, es de caucho
natural, más resistente al calor y al desgaste que el caucho sintético, y es además
respetuoso con la naturaleza. Sus tejidos están realizados con algodón 100 % natural,
cultivado y elaborado en España. Por otro lado, sus fábricas están certificadas por una
entidad externa que garantiza un código de conducta y responsabilidad social, asegurando
que todas las zapatillas están realizadas en un entorno donde se respetan los derechos de
los trabajadores. Con estas claves basadas en la receta de siempre, Victoria ha resurgido
de sus cenizas cual ave Fénix, y en el presente produce más de 2 millones de zapatos al
año, exporta el 40 % de su producción a países como Reino Unido, Francia, Alemania,
Bélgica, Portugal o China. Dentro de su estrategia de marketing ha llegado a acuerdos de
colaboración con firmas de moda como Mango, ha patrocinado festivales de música y
forma parte de la campaña de sensibilización sobre el alzhéimer (edición Recuerda) de la
Fundación Reina Sofía.
La Responsabilidad Social Competitiva no buscada nos demuestra que por muchos
avances tecnológicos que hayan adoptado nuestras industrias, especialmente la
agroalimentaria, esos pasos hacia delante no siempre nos han hecho avanzar en la buena
dirección. La era postindustrial también nos ha llevado a la perversión de los procesos

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productivos y a la consecuente pérdida de hábitos saludables y de un consumo sano con el
entorno y con nosotros mismos. El futuro, claro está, pasa por saber volver a los
verdaderos orígenes, a los platos de la abuela y a la elaboración consciente y sostenible
con los que crecieron nuestros padres. Porque el éxito de estos empresarios ha sido el
escuchar a su cuerpo y a su estómago, a su olfato y a su paladar, y el saber ofrecer
productos de altísima calidad siendo a la vez socialmente responsables.

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10. La #RSCompetitiva en el mundo

Con la mirada hacia el otro lado del charco

Como buen argentino, Álex Pryor siempre andaba pegado a su «bombilla» y a su mate.
Pausas de clase, descansos en el bar, tardes de largas conversaciones con los compañeros
de facultad… Cualquier momento era bueno para disfrutar de esa bebida que rápidamente
le hacía recordar su querido hogar, aunque estudiara a cientos de kilómetros de distancia.
Un buen día de 1996, aburrido de vérselas y deseárselas para encontrar yerba de mate en
el estado de California decidió fundar junto a seis de sus amigos una de las primeras
veinticinco B Corps del mundo (actualmente existen más de 750) a la que nombraron
Guayakí. Su propósito, por supuesto, iba más allá de lo económico. Gracias a los
conocimientos adquiridos en su especialidad de ingeniería alimentaria establecieron un
sistema productivo que permitía restaurar bosques andinos desforestados donde se habían
utilizado agrotóxicos y así poder recobrar su fertilidad, preservar el hábitat de la fauna y
la flora autóctona y, además, aportar empleo y beneficios a las comunidades locales.
Hoy podemos encontrar bolsas de Guayakí en más de 20.000 puntos de venta y la
empresa ha llegado a facturar más de 20 millones de dólares anuales. En su ADN reside
su amor por nuestro planeta y un firme propósito por regenerar el ecosistema, por eso
entre sus objetivos futuros se han propuesto para el año 2020 recuperar 60.000 hectáreas
de bosques nativos en Argentina, Paraguay y Brasil.
Aunque en este libro hayamos podido descubrir numerosos modelos de negocio como
este, es decir, con el compromiso social incrustado en el corazón de la empresa y
originados en cualquier lugar del mundo, no debemos engañarnos. Nuevamente los
pioneros y más avanzados en este aspecto son los mismos que lideran también multitud
de sectores de la economía global como el de las TIC o el químico y farmacéutico: sí,
Estados Unidos. Y como suelen explicar en esas aplaudidas conferencias que luego se
cuelgan en YouTube hasta convertirse en virales, el hecho de contar con un garaje lleno
de trastos para poder experimentar en sus ratos libres y el convencimiento de que forman
parte de la tierra de las libertades, las oportunidades y el éxito ayudan sobremanera a que
sea en ese país donde surjan emprendedores como setas.
En mi adolescencia, hace ya más de 25 años, solía pasar los veranos en Estados
Unidos. Una inversión que agradezco enormemente a mis padres, pues me permitió no
solo aprender a hablar inglés con fluidez, sino también a conocer el día a día de las
familias norteamericanas, una cultura y forma de vida bien distinta a la nuestra. Los
sábados por la mañana estaban reservados al divertimento, por eso los chicos de la casa y

93
yo salíamos a la calle a disfrutar del buen tiempo y a la búsqueda de actividades para
entretenernos. El emprendimiento marca a los «yanquis» desde una edad tan temprana
que nuestra afición favorita se convirtió en recoger latas de refresco por todo el barrio
para luego venderlas por 5 centavos en el centro de recolección de chatarra existente
debido a la ley de depósitos para envases. Con la recaudación diaria conseguíamos
suficiente dinero para pagarnos una buena merienda que cada tarde saboreábamos como
verdaderos sibaritas. Esa era la mejor recompensa posible a nuestro esfuerzo.
Sin lugar a dudas las políticas municipales, regionales y estatales, incluso las directivas
transnacionales, ayudan a cambiar los hábitos de la población mejorando poco a poco su
comportamiento respecto al entorno, pero también las propias iniciativas de los
ciudadanos, como en este caso en que la simple actividad diaria de unos jóvenes
proactivos y con ganas de ganarse un dinero ayudaba a fomentar el reciclaje y a tener
unas calles más limpias.
Lo mismo pasó con los envases de vidrio años atrás en España, cuando podías cobrar
en los supermercados los envases vacíos de cristal que tuvieses por casa, una acción que
posiblemente era mucho más eficaz para concienciar a la gente sobre el ser responsables
que otras costosas campañas de concienciación que en la actualidad vemos (¡y a veces
incluso sufrimos!).
En nuestra compra diaria también empezaron a cambiar muchas otras cosas. Hace
unos seis años los supermercados españoles dejaron de proporcionar bolsas de plástico de
forma gratuita y comenzaron a cobrar por ellas y a promover el uso de bolsas reciclables.
Poco a poco los compradores nos fuimos acostumbrando a llevar nuestra propia bolsa y
ya es habitual que muchos las usen plegables o de tela, y también los supermercados han
ido cambiado el plástico por bolsas fabricadas a partir de almidón de patata y una
pequeña proporción de plastificantes (glicerina o urea). En algunos países de Sudamérica
se comenzó a recuperar este viejo hábito de llevar cada uno su «morral» hace menos
tiempo, pero en Alemania o Irlanda, por ejemplo, los autóctonos ya están más que
acostumbrados a encontrar bolsas de papel en su tienda habitual o a llevar su propia bolsa
para realizar sus compras en la mayoría de establecimientos.
Con la llegada de la recogida selectiva de residuos nos acostumbramos a distinguir los
colores de cada contenedor y, en consecuencia, a separar y reciclar también en nuestros
hogares. Hasta hace nada, pocos eran los que separaban los desperdicios orgánicos del
resto de basura, pero fue con la llegada del contenedor marrón que en ciudades como
Barcelona los urbanitas empezaron a ser sensibles a este tipo de reciclaje.
El sector de la iluminación tampoco quiso quedarse atrás en la contribución al cambio
de hábitos. Primero fueron las bombillas de bajo consumo y más tarde los LED, sistemas
de iluminación eco y de larga duración que poco a poco se fueron extendiendo hasta casi
sustituir a la bombilla tradicional en muchos de nuestros comercios.
También cabe reconocer que nos volvimos todos mucho más ordenados cuando

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empezamos a utilizar un euro para extraer los carros de la compra en las grandes
superficies, pues debíamos volver a aparcarlos para su devolución, y la prueba está en que
en los aeropuertos o en tiendas como IKEA donde no se aplica esta práctica es necesario
personal de servicios auxiliares para su recopilación, con el consecuente sobrecoste que
eso supone. En conclusión, si se realizan acciones acertadas para «incentivar» la
responsabilidad de la ciudadanía, las personas acaban reaccionando a ellas de manera
positiva.
Volviendo a la supremacía americana, la revista Forbes publica cada año una lista con
los 30 emprendedores sociales más exitosos, un grupo de empresas que gracias a la venta
de sus productos o servicios ayudan a resolver numerosas problemáticas en diferentes
partes del planeta. Sin embargo, resulta algo desilusionador darse cuenta de que casi el 99
% de los integrantes de este ranking son de origen norteamericano y que además impulsan
empresas situadas en el país de las barras y estrellas.
Pero para que seamos plenamente conscientes de la ventaja que nos sacan, solo hace
falta citar el caso de Ashoka, la red mundial de emprendedores sociales (Premio Príncipe
de Asturias de la Concordia en 2011) que, por supuesto, tiene un fundador, Bill Drayton,
de origen anglosajón y casualmente también jurado de la famosa lista anteriormente
mencionada. Esta organización supranacional se dedica a invertir en ideas innovadoras de
emprendedores que buscan generar cambios estructurales en nuestra sociedad en pro del
bienestar de la tierra y las personas que la habitan. Desde hace más de treinta años,
trabajan para consolidar este tipo de iniciativas sociales y en la actualidad cuentan con
una red de 3.000 emprendedores en más de 60 países de todo el mundo, con un
incremento de 150 miembros por año.
Los seleccionados disponen de un sueldo mensual durante tres años para poder
dedicarse en cuerpo y alma a desarrollar su idea, pero además pueden disfrutar del
asesoramiento gratuito de profesionales especializados en diferentes disciplinas, así como
colaborar con otros emprendedores de cualquier punto del mundo para establecer
sinergias. Ahí es nada.
Uno de los proyectos destacados que aparece en el famoso listado de Forbes es el de
Terracycle, una reconocida compañía internacional que se dedica a la colecta de envases
difíciles de reciclar y a su transformación en nuevos productos innovadores, útiles y
económicos.
La idea surgió cuando Tom Szaky, un estudiante de 20 años de la Universidad de
Priceton, tuvo la escatológica ocurrencia de usar excrementos de gusano como fertilizante
orgánico. Consiguió reunir unos 20.000 dólares entre préstamos de familiares y amigos
sumados a todos sus ahorros con el fin de patentar el «gusano gin», una especie de fábrica
de gusanos, y ante la mirada de muchos incrédulos abandonó los estudios para seguir
alimentando el negocio. Unos 2.000 dólares más provenientes del capital de riesgo Suman
Sinha y de la venta de su coche a un centro de jardinería local le bastaron para empezar a

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envasar el fertilizante nada más y nada menos que en botellas de refresco usadas. Poco
después, consiguió convencer a la cadena Home Depot sobre los beneficios de
comercializar su abono y tiempo más tarde la distribución del producto se extendió y pasó
a ocupar un espacio en las estanterías de tiendas como Target o la famosa Walmart. Pero
su capacidad de emprendimiento no se quedó ahí, además de sus peculiares fertilizantes,
Terracycle empezó a explorar una nueva línea de producción, la recogida de residuos de
todo tipo para su conversión en productos divertidos y originales, como bolsas de
mensajero hechas con paquetes reciclados de la marca Capri Sun, regaderas, bancos de
jardín o portalápices. Quince años después Szaky puede estar orgulloso de haber
levantado una compañía que recoge residuos en catorce países y que es todo un referente
en el reciclaje y el emprendimiento de los EE UU. Además, su contribución a la
humanidad no se limita solo al aspecto medioambiental, porque por cada elemento
reciclado se donan dos centavos a una organización para personas en riesgo de exclusión
social, ayudando no solo a la tierra sino también a las personas que la habitan.

¿Y los europeos?

Queda claro que los líderes en innovación social son, sin discusión alguna, los hijos del
American Way of Life, pero numerosos expertos también coinciden en destacar al Reino
Unido, donde el emprendimiento tiene una extensa tradición y donde recientemente el
Gobierno impulsó la ley Social Value Act para garantizar que las administraciones
públicas incluyan el impacto social y medioambiental además del económico en la
concesión de contratos públicos a empresas externas. En Inglaterra hace ya algún tiempo
que han empezado a diferenciar las empresas sociales en dos categorías: las Impact first,
que son aquellas que priorizan su impacto social a su rentabilidad económica, y las
llamadas Profit First, aquellas que desde el inicio aúnan sostenibilidad social con
rentabilidad económica y que serían lo más semejante a lo que nosotros llamamos
«Empresas con #RSCompetitiva». El Gobierno británico ha impulsado además una
interesante iniciativa para conceder beneficios fiscales específicos (30 % de bonificación
mediante el SITR, programa británico de desgravación fiscal de la inversión social) a
aquellas entidades que decidan invertir en las llamadas «inversiones de impacto». Sin
duda, una excelente iniciativa que debería ser exportada a otros países de la UE y que ya
se empieza a contemplar en iniciativas europeas como la Estrategia 2020. Como ya venía
haciendo EE UU con los bonos de impacto social (inversiones privadas para solucionar
problemas sociales), actualmente en Inglaterra, como también ocurre en Italia con el Oltre
Venture, también existen fondos de inversión específicos de varios cientos de millones de
euros destinados a proyectos de responsabilidad social. En Francia, país que siempre ha
mostrado una gran preocupación por la ayuda social, existen iniciativas en la misma línea,

96
como la creación en 2013 de la Plataforma Nacional de Acción Global para la
Responsabilité sociétale des entreprises, impulsada por el primer ministro Jean Marc
Ayrault y formada por dieciséis entidades con el objetivo de consensuar recomendaciones
y posibles acuerdos de ley sobre competitividad, transparencia y cadena de valor que
potencien la RSE dentro de las empresas del país.
También surge de una ciudad europea el modelo económico Felber, que aboga por
poner a las personas y no el dinero en el centro de la economía. La llamada «Economía
del bien común» es un proyecto promovido desde octubre de 2010 por el economista
austríaco Christian Felber que pretende modificar el sistema actual promoviendo
compañías con principios y valores básicos como la confianza, la honestidad, la
responsabilidad, la cooperación, la solidaridad o la generosidad.
Más de 700 empresas en quince países aplican este novedoso patrón económico con
balances anuales muy distintos de los que estamos habituados. A diferencia de la lógica
actual, donde el éxito empresarial se mide solo a través de indicadores monetarios, estas
compañías valoran también cuestiones tan importantes como la dignidad humana, la
justicia social, la sostenibilidad ecológica, la democracia con los proveedores y con los
clientes, además de tener en cuenta los contextos sociales de su territorio, como el hecho
de que un país esté en guerra o que viva bajo una dictadura, las condiciones laborales de
la población, el tipo de producción y la manera de producir… Esa ponderación hace que
el consumidor sea plenamente consciente de qué tipo de producto está consumiendo
porque está totalmente informado del verdadero origen del mismo, así como de todos los
efectos colaterales, tanto positivos como negativos, de su fabricación. En la actualidad
este novedoso concepto ha llegado a traspasar el círculo empresarial para convertirse en
un movimiento político cuya finalidad es la de presionar a los gobiernos para que sus
principios se acaben plasmando en leyes europeas.
El Viejo Continente avanza lentamente en la legislación comunitaria sobre la
responsabilidad social en las empresas. A finales de 2014, por ejemplo, se aprobó la
Directiva Europea de Información no Financiera que obliga a las grandes compañías a
reportar sus acciones en materia de sostenibilidad a partir de 2017; también se publicó la
tan ansiada Estrategia Española de RSE que propone sesenta medidas para la promoción
de la RSE en España, como la financiación de modelos de gestión sostenibles para que las
empresas sean más competitivas y las administraciones públicas más eficientes o la
integración de esta disciplina en el programa formativo de nuestros jóvenes, así como el
impulso de la investigación en este campo. Sin embargo, hasta el momento esta iniciativa
ha tenido una actividad bastante mínima debido a los cambios sufridos en la dirección
general del Consejo Estatal de la RSE. Como en el caso del Reino Unido, en España
también se han empezado a aprobar las primeras iniciativas a nivel local y regional
(Barcelona, Gipúzcoa, Aragón…) sobre contratación pública responsable con criterios
sociales y ambientales.

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¿Qué pasa en Latinoamérica?

Latinoamérica, pese a sus diferencias económicas respecto al resto de países citados y


fruto en muchas ocasiones de la desesperanza, cuentan con numerosas experiencias que
proponen alternativas a la pobreza y a la desigualdad, sin tener que acudir a la filantropía.
Debido a las problemáticas de sus comunidades, hace años que estudian y desarrollan
infinidad de proyectos basados en la RSE, especialmente en lo relacionado con la
protección de los espacios naturales.
Este es el caso del interesantísimo proyecto Travolution, una agencia de turismo
comunitario que ofrece viajes con sentido social. Fue en una escapada a Uganda cuando
Sebastián Gatica, un joven chileno muy avispado, se percató de que los lujosos hoteles de
4 y 5 estrellas de la ciudad decoraban sus estancias y pasillos con artesanías típicas de la
zona, pero que contradictoriamente habían sido realizadas e importadas de otros países.
Eso le hizo pensar que las comunidades locales estaban siendo excluidas por completo de
la estrategia turística promovida por el Gobierno. Con el paso del tiempo y la
democratización de los viajes, lo que antes era un lujo para muchos hoy está al alcance de
casi cualquiera y ya es frecuente que los habitantes del primer mundo escojan destinos tan
exóticos como África. Allí pueden apreciar y fotografiar de cerca a los animales que antes
solo veían en los documentales, además de ablandar sus corazones y sacudir sus
conciencias (al menos por un tiempo) pasando una jornada junto a tribus autóctonas que
viven en la más absoluta pobreza. Sin embargo, este tipo de turismo es promovido por
una industria que mueve millones de dólares los cuales, desgraciadamente, no van a parar
en ningún caso a las comunidades locales, pues las visitas de los hombres blancos no les
aportan ni beneficio ni valor alguno.
Tras estudiar un doctorado en Londres sobre empresas sociales, Sebastián regresó a
Chile y llamó a su amigo Juan para plantearle un negocio que revolucionaría la manera de
viajar haciendo del turismo una herramienta de desarrollo sostenible para las localidades.
Al cabo de poco tiempo comenzaron a tejer la «red global de turismo comunitario».
Viajaron a lugares como Camboya, Egipto, Nepal o Colombia buscando este tipo de
iniciativas con el propósito de generar sinergias de trabajo, al tiempo que consiguieron
crear nuevas propuestas turísticas de origen comunitario gracias a su asesoría, pues
muchas regiones ya poseen un potencial importantísimo en cuanto a historia y tradiciones
se refiere, simplemente necesitaban aunarlo a una visión de negocio. Y el hecho de haber
surgido en plena crisis, de nuevo se había convertido en una oportunidad, pues el turismo
es el único sector que a pesar de las recesiones sigue creciendo cerca de un 7 %.
Su éxito es rotundo, constantemente amplían su trama de aliados y sus clientes pueden
experimentar otra manera mucho más auténtica de viajar, sabiendo que su dinero habrá
sido invertido para bien. Entre las vivencias únicas que pueden llevarse a casa los viajeros
está recorrer el desierto de San Pedro de Atacama con un guía indígena y deleitarse con

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estupendos desayunos de la zona; participar en una excursión por el Salar y conocer la
cultura aimara de primera mano gracias a una jornada de observación astronómica;
recorrer los bosques del Biobío y compartir actividades cotidianas con los autóctonos que
guardan en su memoria viejas historias sobre la evangelización de los mapuches; aprender
cómo cruzar la cordillera siguiendo los pasos del puma; practicar trekking por la jungla;
navegar en bote por los ríos de Camboya o dormir en villas rurales sin luz eléctrica donde
aprendes a valorar los entornos naturales y la biodiversidad.
Marcos González, CEO de la publicación Corresponsables, emprendedor donde los
haya y un muy buen amigo, editó hace un tiempo el especial «Economía Verde en
Iberoamérica», donde se analiza en profundidad la lucha contra el cambio climático por
parte de países como Argentina, Colombia, Chile, Ecuador, México o Perú, que en los
últimos años han adoptado un firme compromiso por la protección del medioambiente.
De sus conclusiones se extrae, sin embargo, que no basta con exigir responsabilidad a las
multinacionales o a los gobiernos de dichos países, sino que es la población en su papel
de consumidores, trabajadores o votantes, por ejemplo, los que pueden y deben contribuir
también a alcanzar el equilibrio entre lo económico y lo social.
Como comentábamos, en Sudamérica la Responsabilidad Social Empresarial está en
fase de crecimiento, pues las desigualdades sociales son tan pronunciadas que las
empresas nuevas y también las ya asentadas han empezado a encontrar en ella no solo una
manera de dar respuesta a las demandas de sus conciudadanos sino una vía de negocio y
una salida factible al estancamiento económico del continente. Sin embargo, según
explica el propio Marcos, por ahora «siguen siendo las entidades sin ánimo de lucro y el
mundo académico los que impulsan la locomotora de la RSE en la región y, por el
contrario, las pymes y la propia ciudadanía continúan ocupando los últimos vagones».
El mercado empresarial está sufriendo un proceso de cambio a nivel global y, por
tanto, al otro lado del charco también tienen el reto de integrar un modelo de gestión
social en la actividad principal de las compañías. Por eso, las preocupaciones actuales del
mundo empresarial en el hemisferio sur, según el último Informe Corresponsables, van
dirigidas a cómo elaborar buenos informes de sostenibilidad, a cómo integrar la
responsabilidad social en su gestión diaria o a impulsar el voluntariado corporativo, entre
otras acciones.

Una mirada global

Si ampliamos el foco de atención, nos daremos cuenta de que también son numerosas las
iniciativas recientes que involucran al conjunto de la población mundial en la creación de
una sociedad más justa y también de unas empresas más comprometidas.
Por ejemplo, en 2015 la Asamblea General de la ONU aprobó la Agenda 2030 y los

99
Objetivos de Desarrollo del Milenio que, por primera vez, interpelan a todos los países
independientemente de su situación social o económica, así como a sectores muy diversos
tanto públicos como privados. Dicho documento pone sobre la mesa 169 metas a
conseguir en menos de quince años que afectan a nuestro desarrollo económico, social y
medioambiental.
Aunque el documento contiene muy buenas intenciones, como el fin de la pobreza y
las desigualdades, la protección de los derechos humanos o la preservación del planeta y
los recursos naturales, y cuenta con el valor de haber sido elaborado durante casi dos años
de trabajo gracias a procesos participativos, a la interacción con el tejido social y
asociativo y tras extensos debates entre los países miembros, se trata de una declaración
genérica que podrá aplicar cada país a su manera, por lo que la concreción y efectos
reales de la misma pueden quedarse en agua de borrajas o no llegar a alcanzar las
expectativas creadas al respecto.
En 2015 otro gran sector que juega un rol indiscutible en las reglas de la globalización,
la Comisión Nacional del Mercado de Valores, lanzó su nuevo Código de Buen Gobierno
de las Sociedades Cotizadas. Sin duda, un paso en la buena dirección, donde se marcan
tres pautas relacionadas con la RSE, y con la mejora de la gestión por parte de los órganos
de administración de las empresas. Así, se les pide a nuestras compañías ser más
transparentes, ejemplares y responsables creando propuestas de valor que beneficien al
conjunto de la sociedad a largo plazo.
También a finales de 2105 se celebró en París la COP21 (XXI Conferencia
Internacional sobre el Cambio Climático o Conferencia de las Partes en el Protocolo de
Kyoto) con un desenlace agridulce. El reto no era menor, pues debía alcanzarse un
acuerdo universal para luchar contra el cambio climático entre 195 países con intereses
tan encontrados como Venezuela, Rusia o Arabia Saudí, que iban a defender sus recursos
de energía fósil; Estados Unidos, que ejercía una presión constante para rebajar la
obligatoriedad del pacto; India y China, que llegaron con la negativa bajo el brazo
dispuestas a seguir emitiendo gases contaminantes durante algún tiempo más; la UE, con
la misión de pedir a los países emergentes que también financiasen la cruzada contra el
cambio climático, y el continente africano, que se limitaría a reivindicar sus derechos y un
espacio en el tablero de juego luchando por subsistir. Una auténtica olla de grillos que
contra todo pronóstico acabó en acuerdo, aunque hay que reconocerlo, un acuerdo de
mínimos con ausencia de concreción y también de sanciones al incumplimiento. A pesar
de que se ha conseguido situar el problema del medioambiente en la agenda setting así
como en la conciencia y preocupación de la sociedad mundial, el pacto actual no permite
alcanzar el objetivo de limitar la subida de la temperatura por los gases de efecto
invernadero a 1,5°C, ni menciona, por ejemplo, el papel de sectores tan contaminantes
como el marítimo o el de la aviación. Puede que esta resolución sea un punto de inflexión,
pero todavía queda un largo camino por recorrer y solo se conseguirá cambiar las cosas

100
con la ayuda e implicación de la ciudadanía y sus instituciones.
La realidad es que por muchos buenos propósitos que puedan surgir desde los
gobiernos u otras organizaciones supranacionales, únicamente se podrán conseguir los
objetivos si el mensaje consigue llegar hasta las empresas o a la ciudadanía, porque sin su
implicación esta es una batalla perdida. Para poder hacerlo existen tres opciones. Por un
lado, que las administraciones utilicen su propio poder de compra (que en muchos casos
ronda el 30 % del PIB del país) para incentivar la contratación responsable. Por otro lado,
que en lugar de legislar en negativo apuesten por la legislación en positivo basada en la
conocida teoría del aprendizaje de Iván Pavlov, es decir, premiar a aquellos que hacen el
bien, por ejemplo, que los vehículos eléctricos no paguen peajes. Y por último, incentivar
fiscalmente a los negocios responsables para propiciar una serie de ventajas que decanten
la balanza a la extensión de este tipo de prácticas por parte de nuestras empresas, como
ocurre en el caso de la contratación de personas con discapacidad. Esperemos que en los
próximos tiempos sean estas las directrices de actuación de nuestros poderes públicos
porque, como hemos visto, sí existen diferentes fórmulas para actuar sobre las empresas o
las personas.
En el mundo de los emprendedores y los negocios, mirar más allá de nuestras fronteras
siempre es un ejercicio necesario, pues nos permite plantearnos qué no estamos haciendo
todavía de puertas para adentro o cómo podemos tomar ejemplo de quienes han
conseguido implantar mejoras alrededor del planeta a la vez que emprendían el camino
hacia el éxito profesional. La clave es adoptar una visión mucho más abierta que permita
entender el mundo de los negocios de otra manera. Aprovechar el factor social para ser
más competitivos, para diferenciarse y para poder ayudar a nuestro entorno. Sin duda,
estos tres pasos nos harán sentir orgullosos de contar a qué nos dedicamos.

101
11. La empresa del futuro

Organizaciones del mañana (o del presente)

En 1807 la abolición de la esclavitud en Inglaterra creó un fuerte debate social. Ser los
precursores de la Revolución industrial había permitido que los británicos tomaran
ventaja y se posicionaran con preferencia como la primera potencia mundial para exportar
textiles y otros productos como el azúcar a través de una potente flota de barcos
mercantes. Poco a poco los avances tecnológicos dejaban patente que la mano de obra
esclava debía dejarse atrás y a estos se sumaron las reivindicaciones de los cuáqueros
(abolicionistas religiosos) y algunos grupos de hombres ilustrados que defendían la
igualdad laboral. La tensión era máxima, pues en Haití una revuelta de esclavos había
desembocado en su independencia de la Francia napoleónica y en Jamaica empezaban a
aparecer los primeros conflictos violentos en contra de la esclavitud. Empresarios
británicos y ciertos sectores de la clase gobernante estaban verdaderamente preocupados
por la pérdida de competitividad, pues iban a pasar de obtener mano de obra gratuita a
contemplarla como un gasto añadido, el de los salarios. Esta inversión podía suponerles
un importante varapalo financiero. Sin embargo, el Gobierno era consciente de que su
decisión debía ser la correcta, pues desde los estamentos más populares se reclamaba un
cambio palpable e inmediato en sus condiciones laborales. Los grupos abolicionistas,
conocidos como los «Santos», contaban por aquel entonces con un importante número de
representantes afines dentro del Parlamento. Entre ellos se encontraba William
Wilberforce, uno de los activistas contrarios al comercio de esclavos más conocido. El 25
de marzo la Cámara de los Comunes, con una abrumadora mayoría de 283 votos a favor
(100 de ellos de parlamentarios irlandeses) y 16 en contra, finalmente promulgó la Ley
para la Abolición del Comercio de Esclavos. El Gobierno, liderado por el primer ministro
lord Grenville, decidió apostar por ofrecer una respuesta a las necesidades de la gente y a
la lucha por un derecho básico de la humanidad, la libertad. Lo hacían en la seguridad de
que se podía mantener una economía igualmente competitiva aunque a partir de ese
momento tuviesen que contar con el añadido de la remuneración salarial. Así resultó ser
y, como entonces, esta también debería ser la tónica habitual en la apuesta de futuro de
nuestras compañías y gobiernos. Numerosos cambios de nuestra historia han demostrado
que a pesar del riesgo, la apuesta por una sociedad más justa y responsable puede ser
también una apuesta segura para la economía.
Que el mercado y el mundo son cada vez más competitivos es una obviedad. Que las
empresas se diferencian cada vez menos las unas de las otras es algo evidente y que las

102
organizaciones buscan, en ocasiones a la desesperada, estrategias para distanciarse de la
competencia es algo que pasa y cada vez pasará más.
Como habrás podido comprobar en estas páginas, te propongo en este libro apostar por
un factor diferencial, que a su vez es social y competitivo, algo que hasta ahora solo se
había aplicado al ámbito del marketing social y que ha funcionado en muchas compañías,
pero que también ha sido un arma de doble filo para muchas otras. Un factor diferencial
que transformará a las empresas del mañana para ser más productivas y responsables.
Empresas que además de ofrecer un buen producto ayudarán a construir un mundo mejor,
más equitativo, más sostenible y más consciente. Este tipo de organizaciones, que han
sabido evolucionar con la sociedad, tienen el futuro asegurado porque el consumidor
valorará muy positivamente su lado más humano y, aunque casi nunca comprará sus
productos exclusivamente por ese motivo, sí que resultará un factor decisorio cuando el
artículo o servicio sea por sí mismo competitivo y de calidad.
Nuestro mercado está preparado pero no satisfecho y eso es una clara oportunidad para
emprender. Ante la sobresaturación del océano rojo, se nos abren las puertas al mercado
social, un océano azul donde todavía hay múltiples posibilidades para crecer y mucho
recorrido por andar. Esas van a ser las compañías del mañana, pero también del presente,
pues esta carrera ha empezado ya y es el momento de sumarse a los millones de
emprendedores que sobre una base sólida de producto y un proyecto con un buen
conglomerado apuestan por el factor social desde el principio. Porque son valientes, son
responsables y su objetivo último es creer e invertir en las personas.

El «peso» de la ley

Como veíamos en el capítulo anterior, las leyes tanto locales como de alcance global
ayudan a que las empresas del mañana cumplan con este perfil. Sin embargo, legislar no
siempre es tarea fácil. Recientemente en España, así como en muchas otras partes del
mundo, mareas de gente se movilizaban en la calle ante la pérdida de derechos sociales
que ha supuesto la crisis y ciertas decisiones incómodas tomadas tanto por el Gobierno
central como los gobiernos de las diferentes comunidades autónomas. Los recortes, la
reforma laboral, los desahucios… llenaban las plazas de ciudadanos que reivindicaban la
vuelta del Estado del bienestar, pero también otras voces aplaudían algunas controvertidas
medidas que surgieron durante esta etapa tan convulsa que nos ha tocado vivir.
No es nada sencillo legislar y menos pensando en el fomento de la justicia social y de
la responsabilidad social. El ciudadano tiene claro que las mejores leyes son aquellas que
favorecen a la mayoría de la población, pero ciertas decisiones que se toman en este
sentido pueden acabar por volverse en contra. Este es el caso de algunas leyes destinadas
a proteger a sectores con dificultades para acceder al empleo o en riesgo de exclusión

103
social, como son el de las personas con discapacidad o el de las mujeres.
En EE UU, donde los mercados fluctúan en un marco mucho más liberalizado que en
nuestro país, la enmienda de la ley para estadounidenses con discapacidad firmada en
2008 y que modificaba la Americans with Disabilities Act de 1990 permitió proteger a las
personas con diversidad funcional ante cualquier situación de discriminación relativa a su
condición. De esta manera se fijaban una serie de restricciones que provocaron el
aumento de demandas en el mundo laboral por motivos de discriminación. Así pues, la
norma trajo consigo un claro efecto negativo, ya que el número de contrataciones dentro
del colectivo empezó a bajar considerablemente, y es que las empresas tenían y todavía
tienen miedo a tener que enfrentarse a futuras indemnizaciones, ciertamente elevadas.
En España, a finales de 2013, el Consejo de Ministros aprobó un decreto ley para
ampliar cuatro años más el periodo de tiempo en que las madres trabajadoras pueden
solicitar una reducción de jornada para cuidar a sus hijos. Así se modifica la legislación
anterior, que ponía el límite en los ocho años del hijo, extendiéndose ahora hasta los doce.
Además, la ley establece los porcentajes de reducción en una horquilla de entre el 12,5 %
y un máximo del 50 % y mantiene las cotizaciones invariables durante los dos primeros
años de reducción de jornada.
Esta modificación ha permitido que más personas puedan conciliar su vida laboral y
familiar; sin embargo, ante la inseguridad actual para mantener un puesto de trabajo,
algunos se aprovechan de la situación y se acogen a la reducción de jornada para
blindarse ante un posible despido. Como efecto negativo, la ley ha provocado que muchas
empresas se cuestionen seriamente contratar a mujeres jóvenes o con niños pequeños.
A veces ciertas decisiones que se toman en positivo y pretenden favorecer a la mayoría
de la población y a los sectores con más dificultades laborales o en riesgo de exclusión
social, como son los discapacitados o las mujeres, se vuelven armas de doble filo y
acaban provocando el efecto contrario. Es por ello que el legislador debería prever el
impacto negativo de las leyes que, con intención de favorecer, acaban perjudicando a
ciertos sectores, en contra del espíritu de beneficio colectivo con el que han sido creadas.
De este modo, para optimizar la finalidad de las mismas los gobiernos deberían tener en
cuenta en el proceso de su elaboración a todas las partes implicadas en este tipo de
decisiones y no solo contar con la opinión de los colectivos que pretenden favorecer.
En general, no suelo ser muy partidario de sumar limitaciones, prohibiciones o
sanciones al ejercicio diario de nuestras compañías, pues los empresarios ya bregamos
con suficientes impedimentos y burocracias. La opción más razonable sería la de legislar
en positivo y ofrecer incentivos a las empresas responsables, de forma que se premie y se
potencie la concienciación, en lugar del castigo.

Derechos y obligaciones

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Tertulias de bar, charlas en el autobús o veladas entre amigos… son escenarios de la vida
cotidiana donde los españoles (y la mayoría de los latinoamericanos) solemos reproducir
una y otra vez el mismo tema de conversación: la corrupción. La actualidad no nos deja
indiferentes y los escándalos, que de forma cada vez más habitual inundan nuestros
medios de comunicación y las redes sociales, se convierten en objetivo de nuestras
críticas diarias.
Lo más fácil, claro está, es asegurar que todos los males de esta época de crisis son
exclusivamente culpa de nuestros políticos, de lo incompetentes y corruptos que son y lo
mucho que nos roban a los ciudadanos de a pie gracias a su posición privilegiada. Pero
¿por qué no plantearnos si aquellos que nos representan no son más que el reflejo de lo
que tenemos en nuestra sociedad?
Si es cierto que algunos representantes de nuestras instituciones han incurrido en
diversos delitos, extralimitándose en sus funciones y sobrepasando la confianza de la
población (otros muchos realizan su trabajo de manera impecable), preguntémonos
cuántos ciudadanos se han visto en situaciones parecidas confiando en que si no se
destapaba la liebre, podían sortear los límites de la ley sin problemas.
Ejemplo de ello son aquellas «pequeñas ilegalidades» que a ojos de la mayoría no
parecen ser graves, ya que forman parte de nuestro «carácter latino», pero que no dejan de
ser un reflejo de nuestra doble moral. Todos conocemos a alguien en nuestro entorno que
ha llevado a cabo alguna de estas acciones, incluso sabemos de gente que se llega a
vanagloriar de ellas, como colarse en el metro, copiar en un examen, fingir un catarro y
no acudir a su puesto de trabajo, trabajar en negro y cobrar al mismo tiempo el subsidio
de desempleo o facturar con y sin IVA según convenga. Lo peligroso de todo esto es que
nadie cuestiona este tipo de comportamientos, por lo que acaban asumiéndose como
normales.
Ya desde la época del Renacimiento y el Humanismo literario, momento en que se
sitúa la historia del Lazarillo de Tormes, se habla de la picaresca como un factor
diferencial de la cultura española. Algunas expresiones típicas como «hecha la ley, hecha
la trampa» o «hacer la 3-14» (también 13-14 en referencia a la medida de las llaves fijas),
expresión esta que se usa cuando alguien te la juega, ya que se solía dar esta medida
inexistente a los novatos que entraban a trabajar a un taller de veteranos. Lo mismo se
aplica a expresiones sudamericanas como «hacer perro muerto» (lo que en España sería
«hacer un simpa», irse de un bar sin pagar) o «pegar la mascada», que nos confirman
hasta qué punto uno se puede estrujar el cerebro para sortear cualquier norma que se nos
imponga, ya sea en el ámbito fiscal, medioambiental o en un campo tan sensible como el
social.
Una vez, el responsable de una empresa local de alimentación me explicó que habían
elaborado una campaña para ofrecer al personal de sus tiendas productos rotos o que
tuviesen el envoltorio deteriorado a un 30 % de descuento. Semanas después se dieron

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cuenta de que este tipo de productos, que normalmente solían ser un excedente residual,
habían aumentado de tal manera que resultaba sospechoso, y es que en muchos casos
algunos trabajadores rompían el cartón de un paquete o las galletas de una caja para poder
adquirirlo a un precio rebajado. Somos capaces de saltarnos la ley y hasta enorgullecernos
de ello explicando a nuestros amigos el maravilloso truco que hemos utilizado para
escaquearnos de la norma. ¿Quién no ha sacudido alguna vez las máquinas expendedoras
para que le cayera doble ración de un producto o ha decidido quedarse con el cambio mal
dado, sintiéndose el más suertudo del planeta? Por alguna razón somos uno de los países
con más piratería informática (descargas ilegales de música, series y películas) mundo.
En muchos países de Europa, la actitud de la población es muy diferente a la nuestra.
Por ejemplo, en uno de mis viajes a Alemania pude comprobar cómo en el aeropuerto de
Múnich los pasajeros que pasaban el control accedían a un mostrador con botellines de
agua que podían cogerse libremente, simplemente iban acompañadas de una caja donde
los viajeros dejaban libremente 1 € a cambio. También habréis podido ver que en muchas
ciudades europeas no hay barreras para acceder al metro, pero aun así los ciudadanos
validan su billete de transporte.
La sociedad no permite irregularidades entre sus conciudadanos, ya que su nivel de
autoexigencia es tan alto que quien opta por infringir la ley es mal visto, y en el caso de
que lo haga un representante público, este es automáticamente desautorizado y obligado a
presentar su dimisión. Son numerosos los casos de cargos públicos europeos que han
renunciado por cosas que aquí pueden parecer hasta una ridiculez, como el ministro de
Defensa de Alemania Karl-Theodor zu Guttenberg, quien en 2011 dejó su puesto tras
saberse que había plagiado su tesis doctoral, o la socialdemócrata Ulla Schmidt, quien
dejó su escaño como ministra de Sanidad por utilizar el coche oficial durante sus
vacaciones de verano en Alicante. Prueba de ello es que cuando le cuentas a un extranjero
lo habituales que llegan a ser en nuestro país algunas de estas prácticas se echan las
manos a la cabeza. Está claro que tenemos el deber de exigir a nuestros políticos un
comportamiento ejemplar, pero también debemos sentirnos corresponsables en este
sentido y empezar a hacer las cosas bien.
Nos hemos convertido en la sociedad de la queja y de la demanda, y al reclamar tantos
derechos hemos desatendido nuestras obligaciones. Como país de futuro y con futuro es
básico empezar a demostrar que somos un pueblo mucho más consciente de sus
necesidades básicas, pero también de sus deberes individuales. Para crear un mundo
mejor resulta imprescindible empezar por adquirir una serie de compromisos; por
ejemplo, como consumidores forzar no solo un cambio de paradigma y de convicciones,
sino también una serie de obligaciones morales como: cumplir con las tasas de reciclaje,
que en mi opinión no debería ser algo a lo que los gobiernos locales deban temer; aceptar
la limitación de velocidad en la entrada a las ciudades o la restricción del tráfico por
motivos medioambientales, o entender y apoyar la tasa turística dado el uso y desgaste

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que ejercemos en el disfrute de los espacios públicos e instalaciones de nuestros destinos.
Si fuésemos capaces de cambiar el enfoque, de utilizar esa picaresca e ingenio para
mejorar el mundo, pensando en cómo hacer mejor las cosas, cómo solucionar los
problemas que tanto nosotros como los que nos rodean encuentran en su día a día…, si
fuésemos capaces de invertir la misma energía que utilizamos para el escaqueo en buscar
fórmulas creativas y soluciones eficaces, seguramente seríamos uno de los países más
innovadores que existen.
¿Y cómo cambiarlo? En segundo lugar educando en valores a nuestros hijos y digo en
segundo lugar, aunque todo el mundo lo ponga por delante, porque somos nosotros los
primeros que debemos modificar nuestra conducta para poder dar ejemplo. Los más
pequeños no dejan de observarlo todo, de aprender y analizar el mundo a través de sus
ojos, pues acumulan conocimiento con la vista y no con las orejas, así que da igual lo que
les inculquemos si después no somos capaces de predicar con el ejemplo. Solo cambiando
nuestros hábitos podremos acabar con este «típico carácter latino» que no deja de ser un
mal legado de generaciones pasadas y que ha llegado el momento de superar, pues será
también la única manera de que nuestras organizaciones también empiecen a hacer el
bien, no solo por dinero.

¡Reutilicemos!: la nueva revolución postindustrial

Hace algunos meses leía con sorpresa una interesantísima entrevista en «La Contra» del
diario La Vanguardia a Ken Webster. En ella este visionario director de Innovación de la
Fundación Ellen MacArthur no solo aseguraba que en un futuro no muy lejano habrá
cambios significativos en nuestra manera de consumir, sino también en los propios
sistemas de producción, pues se acerca el momento de superar la obsolescencia
programada y sustituir el comprar por el disfrutar.
Webster es reconocido como un auténtico pionero de la economía circular (una
alternativa que ya han empezado a explorar distintas empresas y que se basa en la lógica
de la naturaleza, donde el ciclo de vida de un producto se conserva más tiempo y mejora
el capital natural, optimiza el uso de los recursos y minimiza los riesgos del sistema al
incidir en los renovables), y también es el creador del diseño del cradle to cradle («de la
cuna a la cuna»), gracias también a la influencia de los arquitectos de productos
eternamente renovables, William McDonaugh y Michael Bowngard.
Su propuesta es la de empezar a pagar solo por horas y potencia de uso, en lugar de
por la adquisición total del producto. Pongamos el ejemplo de Rolls-Royce, una de las
marcas que ha apostado por esta filosofía en algunas de sus líneas de negocio y ya no
vende turbinas de avión, sino que comercializa sus horas de uso monitorizando a través
de internet su rendimiento, mantenimiento y rentabilidad a cada momento. También pasa

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algo similar con los trenes alemanes, que han dejado de fabricarse, simplemente se
rehacen una y otra vez con piezas de otras locomotoras en uso. Incluso Ford está
considerando asociarse con Google para construir vehículos de autoconducción que se
podrán usar a través de una cuota mensual.
«Los distintos modelos de negocio que se aplican en la actualidad siguen la premisa de
“fabricar, vender y tirar”, pero en el futuro la apuesta es la de fabricar pensando ya en el
reciclado, pues se puede vivir a pleno confort disfrutando de todos los avances que hemos
logrado, pero de forma ecológicamente sostenible», afirma Webster. Pero es que esta
nueva manera de producir también resulta rentable para todo el mundo. Si desaparece la
venta, la fabricación cambiará conceptualmente para dirigirse a la eternización de los
productos y eso llevará implícito que estos no gasten ni contaminen, pues estamos
hablando de productos y servicios smart. En definitiva, las empresas dejarán de producir
con la intención de que les vuelvan a comprar de aquí a 3 o 4 años, para pasar a fabricar
con el objetivo de que sus productos duren lo máximo posible.
Debemos empezar a acostumbrarnos a la nueva cultura del uso y dejar atrás la de
propiedad, de manera que consumamos artículos más sostenibles, eficientes y duraderos.
Por ejemplo, en Barcelona, tras el estallido de la burbuja inmobiliaria y una larga
tradición de hipotecas y compra de propiedades privadas que daban lugar a la
especulación y posterior perversión del mercado, se ha empezado a apostar por otro tipo
de construcción y adquisición de inmuebles que ya lleva años de vida en países como
Dinamarca o Uruguay: viviendas en régimen de cesión de uso.
Según su teoría, nos dirigimos hacia un futuro de usuarios y no de compradores porque
también es la opción más rentable, tanto económica como socialmente. No tiraremos
nada, todo estará ya fabricado para ser reciclado o reutilizado y acabaremos con el gran
problema de los residuos pagando por servicios de movilidad, iluminación, calefacción o
energía que incluyen en el precio el daño medioambiental de su producción. Y este es el
camino, un mañana limpio e inteligente para nuestra industria.

El punto de inflexión: la aceptación de las grandes empresas

Puede que muchos de los ejemplos que figuran en este libro puedan parecer valientes y
anodinos e, incluso, casos aislados dentro de este contexto de competencia salvaje en el
que se mueven las empresas e irremediablemente también los nuevos emprendedores. Sin
embargo, la prueba irrefutable de que algo está cambiando es el giro inesperado de las
multinacionales y grandes compañías que, por fin, tras años de presión de ciertos sectores
y entidades de la sociedad o de determinados gobiernos, han entendido que la única
manera de evolucionar, crecer y sobrevivir es la de cuidar a las personas y al mundo en el
que vivimos. Y es que solo ante el cambio de conducta de los consumidores han sabido

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reaccionar para no perder el compás de este baile que ya ha dado comienzo.
En sectores de gran consumo, donde la transformación resulta algo más fácil y se
puede medir la rentabilidad y la sostenibilidad, algunas grandes empresas han empezado a
virar hacia la producción sostenible. Ahora pasan por una primera fase de pequeñas
modificaciones, pero más adelante se proponen emprender un cambio profundo que irá
acompañado de una estudiada comunicación abierta al consumidor. Por ejemplo,
Unilever, la multinacional británico-neerlandesa que integra marcas como Axe, Calvé,
Frigo, Knorr, Lipton o Lux se ha propuesto para el 2020 reducir a la mitad el impacto
medioambiental de sus productos, garantizar que todas las materias primas procedan de
fuentes sostenibles y con ello ayudar a mil millones de personas que trabajan en la cadena
de valor a mejorar su salud y bienestar. Y ¿por qué han decido apostar por este plan de
compromiso social? La razón no está solo en un simple cambio de valores o motivaciones
por parte de la dirección, sino en el cambio de tendencias de los consumidores, porque no
hacer nada ya no es una opción posible y ya es un deber el implantar una nueva manera
de hacer negocios.
Además esta apuesta les ha hecho ver (a pesar de los miedos iniciales) que también les
aporta una clara rentabilidad económica, pues con los primeros cambios su gama de
marcas más sostenibles como Dove, Ben & Jerrys o Lifebuoy ya están experimentando un
crecimiento dos veces superior al resto de productos de su cartera. Su estrategia
contempla seguir por esta vía controlando los costes y gestionando el riesgo a través de
una nueva herramienta: la sostenibilidad. Una verdadera opción de crecimiento pero
también de ahorro, así como una oportunidad para mejorar su reputación y captar talento
gracias a la inversión prevista en innovación y en marketing. En la actualidad, ya generan
cero residuos a los vertederos en todas sus fábricas; han reducido un 12 % los
desperdicios asociados al uso de sus productos por parte de los consumidores y, además,
también se han propuesto en cinco años eliminar la deforestación de la cadena de
suministros de sus productos básicos, así como mejorar los medios de subsistencia de los
pequeños agricultores y contribuir a garantizar el acceso universal al agua potable, el
saneamiento y la higiene.
Y no son los únicos. La compañía francesa especializada en el bricolaje y la venta de
equipamiento de casa y jardín, Leroy Merlín, fomenta el consumo responsable de sus
productos gracias a la comercialización de una línea de herramientas y materiales
respetuosos con el medioambiente durante toda la cadena productiva certificados por el
FSC (Consejo de Administración Forestal), de modo que es el consumidor quien decide
decantarse o no por este producto de gran valor añadido. La cadena sueca de tiendas de
ropa H&M también ha empezado a poner en valor este tipo de iniciativas y, por ejemplo,
se ha comprometido a que a partir de 2020 todo el algodón utilizado para la fabricación
de prendas sea completamente orgánico e, incluso, su fundación H&M Conscious ha
creado una convocatoria para premiar ideas e iniciativas socialmente responsables

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relacionadas con el mundo de la moda. Por su parte, la marca Nestlé ya produce sus
famosas barritas de chocolate Kit Kat con cacao 100 % sostenible procedente de países en
vías de desarrollo como Costa de Marfil, donde además ha contribuido a la construcción
de 40 escuelas para apartar del trabajo infantil a más de 10.000 niños y jóvenes.
Sin embargo, es importante que todas las empresas que emprendan el camino de la
transformación o hayan nacido ya en este escenario tengan en cuenta también el contexto
político y social en el que se enmarcan y que sean conscientes de que deben adaptarse al
mismo, controlando las influencias y redes relacionales o de difusión con el objetivo de
alcanzar la visibilidad y el éxito.
Como dice el propio Paul Polman, presidente mundial de Unilever: «Todos tenemos
que cambiar para que la vida humana en el planeta siga prosperando. Solo las compañías
que sigan este modelo sobrevivirán. Solo aquellas que crezcan de manera sostenible
prosperarán». Pues que así sea.
Sí, los tiempos están cambiando. Sin ir más lejos los dos últimos emprendedores que
vinieron a verme han impulsado proyectos tecnológicos con factor social desde la
concepción del negocio. Por un lado, los chicos de Fashiop, una empresa socialmente
competitiva donde han aunado las nuevas tendencias de la venta online con la
reutilización y la inversión social. Los fundadores de esta start-up, cocinada en La Salle-
Technova de Barcelona, vieron una clara oportunidad de negocio y de mejorar nuestra
sociedad en la creación de una web para comprar ropa de hombre por internet. Su
funcionamiento es el siguiente: primero el usuario se registra y de forma gratuita la
página te ofrece el asesoramiento de un estilista que toma las tallas, gustos y necesidades,
después este selecciona una serie de prendas según el presupuesto fijado por el usuario y
una vez aceptado se envían a domicilio de forma gratuita. Una vez recibido el paquete el
cliente escoge con qué piezas se queda (solo pagará por aquellas que adquiera finalmente)
y devuelve las que no le gusten (también sin coste alguno), y también puede donar la ropa
que ya no use introduciéndola en una bolsa que contiene la caja y que la empresa hará
llegar a entidades solidarias de recogida de ropa. Por otro lado, la empresa Happy
Illusions, que se dedica a crear y comercializar las primeras cajas regalo socialmente
responsables. El destinatario puede escoger entre múltiples opciones (5 tipos de embalaje,
en 3 colores y con 14 posibles diseños) y el producto está elaborado por personas con
discapacidad. Su ilusión, conseguir una sociedad más igualitaria mediante un consumo
más responsable y contribuir a la integración social y laboral de los dos colectivos más
afectados por el paro en España: los jóvenes y las personas con diversidad funcional.
Como estos dos casos, un sinfín de nuevos proyectos en todo el mundo están teniendo
una gran acogida, como las numerosas empresas de consumo colaborativo. Ya no
queremos tener cosas, queremos disfrutar de las cosas, y si la economía colaborativa nos
permite tener esa experiencia como consumidor a un precio más económico y además
ayudando al medioambiente, mejor que mejor. Parece que ha llegado su momento e

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iniciativas como Social Car, Wallapop o Verkami han venido para quedarse.
No es casualidad que en las escuelas de negocio se esté produciendo un cambio
paradigmático en lo que a este tipo de negocios se refiere. Si bien hasta hace pocos años
en los proyectos de fin de carrera los estudiantes apenas tenían en cuenta los factores
sociales dentro del proyecto, actualmente más de un 30 % de los trabajos presentados
incluyen estos aspectos en el origen del negocio, complementando así el impacto
económico. Forma parte de lo que llamamos «revolución millennial», una generación que
consume de una manera diferente y busca también trabajar en proyectos más competitivos
y sociales. Esta mentalidad hará que en poco tiempo se incremente cada vez más la
presencia de este tipo de proyectos tanto en la fase de formación como en el propio
mercado.
Cuando me preguntan cómo debería ser la empresa del futuro, siempre respondo que
debería parecerse al agua en sus tres estados naturales. Por un lado, debería poder ser una
empresa líquida, con una tesorería suficientemente holgada como para hacer frente a los
pagos sin una dependencia excesiva de los bancos; también debería ser una empresa
sólida, en cuanto a imagen de marca y prestigio, con un producto apreciado por sus
clientes y por el mercado, y de la misma manera debería ser una empresa gaseosa, con la
capacidad de poder trasladarse fácilmente a otro lugar, es decir, con un producto escalable
y replicable en cualquier parte del mundo.
Hasta aquí nada que nos suene a chino, pues estos tres pasos están incluidos en lo que
llamamos la empresa tradicional. Sin embargo, existe una nueva visión empresarial donde
las compañías, al igual que el agua tan cristalina y purificante, deben ser transparentes en
todo lo relacionado con sus cuentas, con la comunicación interna y externa, con la
publicidad que realicen, así como con la relación que establecen con sus diferentes
clientes y proveedores. Empresas naturales que ayuden (no que impidan) a tener un
mundo más sostenible. Empresas más sanas, por dentro y por fuera, que contribuyan en lo
posible a que sus productos o servicios sean en sí mismos más saludables y promuevan
buenos hábitos entre sus consumidores y también colaboradores, y que sobre todo, igual
que el agua calma la sed, satisfagan una necesidad concreta del mercado y sean la base
sobre la que puedan crecer y desarrollarse las personas que forman parte de la
organización, convirtiéndose en empresas necesarias e imprescindibles para vivir en un
mundo mejor.
Desde la Revolución industrial las empresas han ayudado a la fase de mayor
crecimiento y bienestar social de la historia, pero desgraciadamente también han dejado a
un lado cosas tan importantes como la sostenibilidad del planeta o el bienestar de los más
desfavorecidos. Ha llegado la hora de que las organizaciones dejen de ver más rentable
contaminar que limpiar, destruir que construir, pues la apuesta social también es una clara
oportunidad de negocio. Las empresas que hasta ahora habían sido parte del problema
deben convertirse en la solución.

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Durante todo este libro he intentado transmitir que la filosofía empresarial de hacer
bien el trabajo haciendo el bien con el trabajo funciona y que será un elemento
fundamental en las empresas del futuro. Hagas lo que hagas, le puedes dar un nuevo
enfoque social que te permitirá mejorar el mundo y sobre todo tu cuenta de resultados. En
el caso de que te plantees transformar tu negocio o poner en marcha un proyecto como
algunos de los ejemplos que hemos visto, permíteme que te proponga una serie de pautas
que te puedan ayudar a desarrollarlo.

Claves y condiciones para crear una empresa con #RSCompetitiva

1. Estar convencido de que se puede compatibilizar una gestión empresarial


rentable con una visión social.

2. Entender el significado de las tendencias sociales, pues ya se han impuesto


con fuerza.

3. Ver en el factor social una oportunidad para diferenciarse en el mercado.

4. Estar dispuesto a invertir y creer de verdad en lo que estás haciendo.

5. Ver en la acción social un negocio y no una acción filantrópica o paternalista.

6. Hacer que la inversión social esté alineada con la actividad principal del
negocio (core business).

7. Contemplar condiciones de crecimiento y replicabilidad, así como


compromisos a largo plazo o permanencia.

8. Tener herramientas para medir resultados continuamente.

9. Ser coherentes y aplicar el factor social a todos los aspectos de nuestra


empresa.

10. Involucrar y contagiar a toda la organización en este cambio.

Todos los casos de empresas de Responsabilidad Social Competitiva que has podido
leer en este libro y todas aquellas ideas que, con la más profunda de las modestias, he
querido aportar son simplemente ejemplos que ya están ayudando y ayudarán a trasformar
nuestro planeta y la mentalidad de muchas personas. ¡Tú puedes ser uno de ellos!

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Agradecimientos

A Mónica, mi mujer, amiga, compañera y confidente, por ser el complemento sin el que
no sería yo.
A mis hijos, Álvaro, Andrea y Paola, por iluminar mi vida cada día.
A mis padres, por la paciencia que han tenido y tienen siempre conmigo, y por haberme
enseñado a trabajar y no a ganar dinero.
A Albert Campabadal y su familia, porque además de ser mi socio, mentor, amigo y
consejero, me ayuda a ser mejor persona.
A Sílvia Ferre, mi secretaria, por prestarme su tiempo y dedicación en todo lo que he
necesitado.

A Elsa Hermida, por su gran ayuda en la realización de este libro.


A las personas que componen Grupo SIFU, por demostrar cada día lo que valen las
personas con discapacidad y enseñar al mundo que si se quiere se puede.
A ti, por leerme. Sin ti este libro no tendría sentido. Me encantaría que, tanto si te ha
gustado como si no, si quieres compartir algo conmigo lo hagas gustosamente a
cr@gruposifu.com

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Sobre el autor

Cristian Rovira, casado y padre de tres hijos, es empresario y emprendedor. Licenciado en


Administración y Dirección de Empresas por la Universitat Internacional de Catalunya
(UIC), se incorporó a Grupo SIFU en el año 1995, donde actualmente es socio y
vicepresidente. Especializada en Facility Services, la compañía es líder en integración
laboral de personas con discapacidad con más de 4.000 trabajadores y oficinas por toda
España. De los profesionales que integran Grupo SIFU, más del 80% tiene algún tipo de
discapacidad, ya sea física, psíquica, mental o sensorial.
Rovira está convencido de que la excelencia en la gestión empresarial puede —y debe
— ir de la mano del desempeño de una labor social que esté integrada en el ADN de la
empresa. Fruto de esta filosofía, surge el concepto Responsabilidad Social Competitiva
como la unión entre resultados económicos y acción social.
Debido a su implicación en numerosas organizaciones del ámbito empresarial y social,
se ha convertido en un referente en ambos campos. Actualmente, es miembro del Consejo
Social de la Universitat Politècnica de Catalunya (UPC) y del pleno de la Cámara de
Comercio de Barcelona. Además, es vicepresidente de la Confederación Nacional de
Centros Especiales de Empleo (CONACEE) y también ha sido miembro del Comité
Ejecutivo de la patronal catalana y presidente de la Asociación de Jóvenes Empresarios
de Catalunya (AIJEC).

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