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EL DEBATE EN TORNO A LAS RELACIONES

ENTRE LA FE Y LA RAZÓN
¿Es posible una “filosofía cristiana”?, ¿no es contradictorio pretender reunir
conceptualmente religión y filosofía? Esta pregunta ha sido el núcleo de una famosa
controversia entre dos historiadores contemporáneos del pensamiento medieval: Émile
Bréhier y Étienne Gilson. El primero excluía la posibilidad de una filosofía cristiana,
mientras que el segundo, católico, afirmaba su legitimidad y su especificidad. El
pensamiento religioso se remite a textos fundadores (los Evangelios, la Biblia), a los que
tiene por sagrados debido a su origen sobrehumano. La base de la religión aparecía así en
las antípodas de la fuente de la filosofía, que es una actividad y un producto exclusivo de la
razón humana. La exégesis (interpretación, hermenéutica) de textos sagrados no es
asimilable a la discusión crítica de los escritos filosóficos: el espíritu es completamente
diferente en uno y otro caso, aun cuando a menudo sean comparables las técnicas.

El mensaje cristiano propiamente dicho no es intelectual: es un mensaje de amor –de amor


al prójimo–, una invitación a resolver el “problema” (el sufrimiento, la desazón) de la
condición humana, apelando a los recursos emocionales y afectivos del ser humano y no de
manera prioritaria a su razón. La integración de esta dimensión en la filosofía –que se da
por “amor”, pero por amor al saber– es difícil, cuando no imposible. La filosofía, en tanto
actividad intelectual, tiene tendencia a diferir la respuesta afectiva (a la que se considera
irracional), antes que a estimularla.

1. La razón
De entre los múltiples sentidos del término razón, dos merecen mención especial: 1) razón
como facultad del pensamiento discursivo y del juicio, y 2) razón como fundamento real e
inteligible de las cosas.

El vocablo latino ratio significaba “cálculo” y “proporción”, y fue tomado por Cicerón para
traducir el término griego logos. De este modo, primariamente predominó la idea de que la
razón es una facultad o una capacidad de conocer la realidad no ya sensitiva o
imaginativamente, sino de modo discursivo, es decir, hablando, discurriendo. Se entendió,
además, que esa peculiar capacidad de comprender lo real discurriendo es lo propio y
específico del hombre. De ahí la definición de hombre como “viviente dotado de razón”.
Según esto, los hombres poseeríamos una peculiaridad, que nos distingue de los animales,
pues por ella somos capaces de comprender y juzgar cómo son las cosas.

Es frecuente tomar el término razón en dos sentidos:

1. En sentido general, es racional todo conocimiento distinto del sensitivo, y así se


considera que toda operación del intelecto, discursiva o no, es racional. Por
ejemplo, Kant explica: “Por razón entiendo aquí toda la facultad cognoscitiva
superior”.
2. En sentido restringido, razón se opone a entendimiento, es decir, a los actos
cognitivos superiores no discursivos. Según esto, Kant sostiene que “todo nuestro
conocimiento comienza por los sentidos, pasa de éstos al entendimiento y termina
en la razón”.

Considerando que la razón es lo específico del hombre, tenemos que todo lo humano, en
cualquiera de sus dimensiones, está impregnado de racionalidad. De este modo, se puede
distinguir tantos tipos de razón como facetas de lo humano, y tantos como conexiones de
ésta con la realidad podamos establecer. Según esto, a lo largo de la historia de la filosofía
se ha distinguido entre razón especulativa y razón práctica, razón discursiva y razón
intuitiva, ratio superior y ratio inferior, razón analítica y razón sintética, razón abstracta y
razón concreta; y también se ha hablado de razón crítica, dialéctica, histórica, vital,
ilustrada, instrumental, técnica, etc.

Lo específico de la razón, frente a las sensaciones y otras formas de conocimiento, es que


ella es capaz de hacerse argo de qué son realmente las cosas, es decir, de su realidad en sí,
de sus fundamentos. Dar razón de algo es conocer sus principios y causas reales, de ahí que
el fundamento de las cosas se llame también razón. No todo discurso humano puede
llamarse racional, sino sólo el que se presenta con pretensión de universalidad, de
objetividad, de ser una comprensión adecuada de qué, cómo y por qué son las cosas. De ahí
que incluso haya un significado de razón –razón como concepto o definición– en el que se
funden ambos significados: razón es nuestro concepto de un objeto y, al mismo tiempo, es
esa misma idea o concepto puesto en la realidad.

1.1 Evolución del concepto de razón


En la Filosofía Medieval el concepto de razón se compara, contrasta u opone al concepto de
creencia o de fe.. Por ello en la filosofía medieval el problema de la razón es en gran
medida en problema de la filosofía en tanto que posibilidad de comprensión del contenido
de la fe –o, como se dice a veces, en tanto que prolegómeno de la fe–. Puesto que tal fe se
da a través de la revelación, la cual es conservada en un depósito de tradiciones, es
frecuente que al examen de las relaciones entre razón y fe su yuxtaponga el de las
relaciones entre la razón y la revelación, así como entre la razón y la autoridad.

Cuando la fe o la autoridad aparecen como «naturalmente» ligadas a la razón, no se


plantean graves cuestiones acerca de su relación mutua. Pero cuando por algún motivo la
separación se acentúa, los intentos de explicación de su relación mutua y en particular de su
mutua integración proliferan. Primado de la fe sobre la razón, primado de la razón sobre la
fe, equilibrio entre ambas, separación de ambas son algunas de las soluciones propuestas.

Durante la época «clásica» medieval la separación entre fe y razón (aun con vistas a su
acuerdo ulterior) no se manifiesta ni siquiera cuando los textos parecen tenerla en cuenta.
Sin embargo, la abundancia de intentos de harmonización entre ambos elementos prueba
que ha habido una cierta «ruptura», la cual llegó a la culminación cuando se propuso la
llamada «doctrina de la doble verdad». Para combatirla se hacen entonces necesarias una
serie de doctrinas, desde la que proclama la subordinación completa de la razón a la fe y a
la autoridad hasta la que da un cierto predominio a la razón en tanto que afirma que nada de
lo que ésta descubre puede ser falso, pasando por las tesis sobre la necesaria armonía entre
razón y fe, armonía que no necesita situar a ambas en un mismo plano, pues puede
reconocerse, por ejemplo, que la razón es lo primero en el orden del conocimiento sin ser lo
primero en el orden de la realidad.

Cuando se puso de manifiesto en algunos autores una ruptura bastante completa entre la fe
y la razón, en virtud de considerarse que la primera no debía ser «contaminada» por el
elemento racional ocurrió que la razón terminó por cobrar una completa autonomía. De
aquí ha partido en gran parte la idea de razón en el pensamiento moderno, llegando a
experimentar un proceso de «desteologización» casi completa, de modo que ya no ha sido
comparada, contrastada u opuesta a la fe, a la autoridad, sino a otros elementos, el principal
de los cuales ha sido, en el transcurso de la historia moderna, la experiencia. Lo que
importa en ésta es, por un lado, el sentido gnoseológico (las posibilidades o las dificultades
de la razón para aprehender lo que es verdaderamente real) y, por el otro, el sentido
metafísico (la posibilidad o imposibilidad de decir que la realidad es en último término de
carácter racional). Lo que se ha llamado “el primado de la razón” en la época moderna es,
en rigor, el primado del examen y discusión de tales problemas.

Desde el punto de vista gnoseológico, la razón ha sido contrastada con la experiencia, pero
esta experiencia no designa en la mayor parte de las ocasiones un mero y simple contacto
afectivo con lo exterior, sino otro modo de utilizar la razón. Según esto, es cierto que la
razón ha sido uno de los grandes ejes en torno a los cuales ha girado la filosofía moderna.
Ello no significa, no obstante, que toda la filosofía moderna haya estado dominada por las
exigencias del pensamiento racional; si bien es cierto que algunos de los grandes filósofos
del siglo XVII ensayaron una racionalización completa de lo real y que varias de las
escuelas del siglo XVIII intentaron reducir las estructuras de la realidad a las de la
idealidad, hay que tener en cuenta que esta racionalización no fue completa y que se dieron
muy diversos significados del concepto de razón. Entre estos significados destacan los
siguientes: la razón como intuición de ciertos elementos últimos supuestamente
constitutivos de lo real; la razón como análisis, y la razón como síntesis especulativa.

2. Fe y creencia
2.1 Fe
En el mundo clásico antiguo, la fe se consideró como un valor de primera importancia para
la vida. La confianza en la palabra del otro, expresada por el término griego BÆFJ4H y por el
latino fides, se personificó y fue una divinidad tanto en Atenas como en Roma, con sendos
templos y culto propio. Además, se consideraba la fe como el fundamento de las relaciones
comerciales, sociales y políticas. Los romanos se sentían orgullosos de la fides populi
romani y no concebían el Estado sin la misma. La fe, como confianza en los otros y
capacidad para merecerla de ellos, se tenía como condición fundamental para una vida
verdaderamente humana. Es reveladora la observación que al respecto hace Jenofonte sobre
la miseria del tirano: «El hombre, que no goza de fe, ¿cómo no será un pobre en el más
valioso de los bienes? ¿Qué relación agradable puede existir sin la confianza mutua? ¿Y
qué trato regocijante puede haber entre hombre y mujer sin la fe?». La descripción del
tirano, que traza Platón en el libro IX de la República, como la de un esclavo presa del
miedo, porque no puede fiarse de nadie, coincide con lo dicho por Jenofonte. Interesa en
este texto la contraposición entre fe y miseria, entendiendo que la mayor miseria es la
privación del mayor bien, que es la fe. Por eso para Gorgias «una vida privada de la fe no
es verdadera vida». Esquilo nos pone en la pista dela estructura del acto de fe cuando
escribe: «No son los juramentos los que garantizan su propia fe, sino los hombres los
garantes de los juramentos».

Además de esta fe en el sentido clásico, tenemos la fe bíblica. La fe bíblica es ante todo


confianza, seguridad fundada en la fidelidad del que me habla. Implica la interpretación
mediante la palabra y enlaza con la concepción hebrea de verdad. Verdad (‘emet, ‘âman,
‘emûnâh) es la cualidad de lo que es seguro, de aquello en lo que podemos apoyarnos. Hay
que entender esto en el contexto de la palabra y de la alianza. La fe es la respuesta a esta
palabra y la aceptación de la alianza. La fe bíblica es prioritariamente fe religiosa, teologal.
Pero en la Biblia también se exige la fe entre los hombres. Así, por ejemplo, “hacer la
bondad y la verdad” (Gen. 47,29; Jos. 2,11) es tanto como obrar con lealtad y fidelidad para
con los otros. Hay en la Biblia alianzas entre los hombres, que exigen fe mutua.

El término BÆFJ4H poco a poco fue experimentando un desplazamiento semántico de lo


fiducial a lo cognoscitivo. Este desplazamiento se hace exclusivo en algunos pensadores
importantes de la filosofía moderna y contemporánea. Kant estima que el edificio de la
ética queda como algo incompleto sin la afirmación de la libertad, de la vida eterna y de la
existencia de Dios. Hay que apelar a estas tres verdades, porque sin ellas no completamos
el orden práctico de la moral. Se trata de verdades no conocidas directamente, pero que hay
que postular, para explicarnos lo que experimentamos. Por lo mismo, estos postulados
faltos de razón objetiva reposan en la convicción del sujeto y a esta convicción Kant la
llama fe: «Tuve que desplazar la razón, para dejar lugar a la fe». Para Jacobi la realidad es
directamente cognoscible, sin que medie la construcción del sujeto kantiano. A este
conocimiento directo, primordial, Jacobi lo llama fe. Schleiermacher concibe la fe como
“un general sentimiento de dependencia” respecto del gran misterio, que funda nuestra
vida. Kierkegaard vuelve a la fe bíblica, interpretada en un sentido existencialista y
antihumanista, muy en consonancia con la teología luterana. Para Unamuno, el deseo de
eternizarse es el núcleo de la pretensión humana, y Dios el garante de esta pretensión. Pero
el hombre no existe a la escucha de Dios, sino que lo crea con su propio deseo. La
conclusión es triste: »Trágico hado sin duda, el de tener que cimentar en la movediza y
deleznable piedra del deseo de inmortalidad la afirmación de ésta».

En muchos textos filosóficos los términos ‘creencia’ y ‘fe’ son usados aproximadamente
con el mismo significado. Así, la expresión ‘Creo para comprender’ puede traducirse por
‘Tengo fe para comprender’. Ahora bien, el vocablo ‘fe’ se usa a veces con preferencia a
‘creencia’, como por ejemplo en la expresión ‘Filosofía de la fe’ por medio de la cual se
designa el pensamiento de todos aquellos autores que consideran la fe como una fuente de
conocimiento suprasensible o como una aprehensión directa de lo real en cuanto tal. En el
mismo sentido se usa en la expresión kantiana ‘tuvo que desplazar a la razón para dejar
lugar a la fe’.
Otras veces, fe se usa para designar algo distinto de ‘creencia’. Así, por ejemplo, cuando se
atribuye a ‘creencia’ un significado más amplio que a ‘fe’. En tal caso la creencia es tomada
como una aserción de carácter muy general, dentro de la cual la fe es considerada como una
variante religiosa. Otro es el que intenta distinguir formalmente entre creencia y fe
indicando que son dos tipos irreductibles del creer. Otro caso es la definición de ‘fe’ como
el contenido de la creencia. Otro, finalmente, es aquel en que la fe es definida como una
virtud teologal. Esta última significación es la más propia de la teología.

La base para la última concepción de la fe es el famoso pasaje de San Pablo (Hebreos, 11.1)
donde la fe es definida como la sustancia de las cosas que se esperan y que nos convence de
las que no podemos ver. Al comentar este pasaje Santo Tomás sostiene que la fe es un
hábito de la mente por medio del cual la vida eterna comienza en nosotros en tanto que
hace posible que el intelecto de su asentimiento a cosas que no aparecen. La fe es por ello
una evidencia, distinta de toda opinión o sospecha, en las cuales falta la adhesión firme del
entendimiento. La voluntad es movida al asentimiento por el acto del entendimiento
engendrado por la fe. Con lo cual la fe, aunque imposible sin la firme adhesión y
asentimiento del entendimiento, no es algo meramente «subjetivo». Sobre esta idea de la fe
se han basado las distinciones teológicas. Entre las más importantes figuran las dos
siguientes. Una es la distinción entre fe implícita y fe explícita. Otra es la distinción entre fe
confusa y fe distinta. La fe implícita es la fe en una verdad que está contenida en otra
verdad objeto de fe explícita, de tal suerte que la creencia explícita en la segunda verdad
implica la creencia implícita en la primera. La fe confusa es la fe del «simple creyente», el
cual vive en una «comunidad de fe», sin que parezca necesario pasar del vivir la fe al
conocimiento de ella. La fe distinta es la del «docto», el cual aspira a un conocimiento que,
sin separarse de la fe, contribuya a su precisión en la medida de lo posible. Como puede
advertirse, no es legítimo equiparar la fe implícita con la confusa y la fe explícita con la
distinta. Los que han sostenido la mencionada equiparación han definido ‘implícito’ en el
sentido de ‘lo que no está todavía aclarado’ y ‘explícito’ en el sentido de ‘lo ya aclarado’,
olvidando, por consiguiente, que la relación entre fe implícita y fe explícita no es una
relación de menor a mayor claridad, sino una relación de implicación.

2.2 Creencia
Durante la Edad Media, cuando por ‘creer’ se entendía «tener fe» se debatió a menudo el
problema de la relación entre creencia y ciencia, creencia y saber, creencia y razón. Puede
hablarse asimismo, y se hace con gran frecuencia, de «fe y razón».

Algunos estimaron que la razón es una preparación para la creencia (o la fe). Esto equivale
a suponer que no hay conflicto entre ambas. Otros estimaron que solamente si se cree se
puede comprender, esto es, comprender las llamadas «verdades de fe». La creencia,
además, requiere la comprensión, como se indica en la frase de San Anselmo “Creo para
comprender”. Ciertos autores juzgaron que puede haber conflictos entre creencia y razón,
pero que estos conflictos pueden solucionarse si se usa la razón rectamente – lo cual
equivale casi siempre a suponer que hay que partir de la creencia, como fundamento desde
el cual se consigue la racionalidad (de lo creído) –. Otros autores mantuvieron que hay
conflicto entre creencia y razón, pero que entonces hay que abandonar ésta para entregarse
a aquélla. Testimonio extremo de esta actitud es el Credo quia absurdum. También hubo
autores para quienes el llamado «conflicto entre la creencia (o fe) y la razón» es
manifestación del hecho de que hay dos tipos de «verdades»: las de creencia y las
racionales. Es la posición de la llamada «verdad doble».

En virtud del frecuente uso distinto de ‘creencia’ y ‘fe’, se han aplicado a ‘creencia’ las
distinciones que corresponden a ‘fe’. Así, por ejemplo, se ha hablado de creencia natural y
creencia sobrenatural, correspondiendo respectivamente a la fe natural, fides naturalis, y a
la fe sobrenatural, fides supernaturalis.

El sentido más «subjetivo» de ‘creencia’ ha sido muy común en la época moderna,


especialmente en la medida en que se ha supuesto que la creencia es una manifestación de
la voluntad, esto es, un asentimiento dado por la voluntad. Es probable que haya
antecedentes de esta concepción en el escotismo en cuanto se subraya el «voluntarismo» de
Duns Escoto. Tal concepción se manifiesta igualmente en el racionalismo y en el
empirismo modernos. Así, para el racionalismo la creencia es la evidencia de principios
innatos. Para el empirismo, la creencia es la «adhesión» a la vivacidad de las impresiones
sensibles.

A fines del XVIII y comienzos del XIX se discutió a menudo el problema de la naturaleza y
formas de la creencia (o de la «fe»). A menos de admitir el «escepticismo» de Hume, hay
que suponer que todos los fenómenos naturales están encadenados causalmente. Si así
ocurre, es difícil admitir que haya libertad, esto es, que la voluntad (humana) sea libre. La
única manera de admitir que hay libertad parece ser creer, o tener fe, en ella. Se cita a
menudo una frase del “Prólogo” a la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura, de
Kant: “he tenido que apartar el saber para hacer lugar a la fe”. Con esta frase Kant parece
dar a entender que la creencia es completamente independiente del saber, o que hay
inclusive un “primado” de la creencia respecto al saber. Sin embargo, hay que tener en
cuenta varios puntos. El primero es que el saber de que habla Kant en esta frase no es el
verdadero conocimiento o la ciencia, sino el pretendido saber propugnado por los
racionalistas, que procede por principios alegados supremos sin previo examen y crítica de
los límites de la facultad cognoscitiva. El segundo es que la creencia de que Kant habla no
es la “fe”, sino la razón práctica. El tercero es que, después de todo, no hay dos especies
distintas de razón, que sean además mutuamente incompatibles, sino una sola especie de
razón. Por consiguiente, es erróneo suponer que aquí Kant hace manifestación del
escepticismo antirracionalista o de “fideísmo”.

3. Las diferentes concepciones en torno al


debate «fe-razón» en la Edad Media
La religión cristiana se fundaba, desde su comienzos, sobre la enseñanza de los Evangelios,
es decir, sobre la fe en la persona y en la doctrina de Cristo. El Cristianismo se dirige al
hombre para aliviarle de su miseria, mostrándole cuál es la causa de ésta y ofreciéndole el
remedio. Es una doctrina de salvación, y por ello precisamente es una religión. Dentro de
esta religión todo quedará subordinado a la figura de Dios, quedando en segundo plano la
filosofía, el uso de la razón.

En este sentido, partiendo de la persona completa de Jesús, objeto de la fe cristiana, Juan se


vuelve hacia los filósofos para decirles que lo que ellos llamaban Logos era Él; que el
Logos se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros, de tal modo que –escándalo
intolerable para espíritus en busca de una explicación puramente especulativa del mundo–
nosotros lo hemos visto (Juan, I, 14).

En el mismo sentido, S. Pablo escribe:

Los judíos exigen milagros y los griegos buscan la sabiduría; nosotros, en cambio,
predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los
gentiles, pero para aquellos que han sido llamados, sean judíos o griegos, poder de
Dios y Sabiduría de Dios. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de
los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres (I
Cor., I, 22-25).

Este alegato contra la sabiduría griega no era, sin embargo, una condenación de la razón.
Subordinado a la fe, el conocimiento natural no queda excluido. Así, San Pablo afirma que
los hombres tienen de Dios un conocimiento natural suficiente para justificar la severidad
eterna para con ellos y, desde este punto de vista, la razón puede, mediante la inteligencia y
partiendo del espectáculo de las obras divinas, conocer la existencia de Dios, su eterno
poder, y otros atributos más. El deber de todo filósofo cristiano es admitir que es posible
para la razón humana adquirir un cierto conocimiento de Dios, a partir del mundo exterior.

Mientras perduró la ausencia de un poder religioso que combinara el celo por la verdad con
el poder político, los filósofos apenas entraron en conflicto con doctrina religiosa alguna.
Sin embargo, con la aparición del cristianismo la situación va a cambiar radicalmente.
Mientras el cristianismo se extendía por las capas bajas de la población carentes de una
sólida formación intelectual, los filósofos “paganos” pudieron ignorarlo como una más de
las extrañas doctrinas mítico religiosas orientales que no había que tomar en serio. Pero a
medida que el cristianismo se iba extendiendo cuantitativa y cualitativamente, y a medida
que sus doctrinas iban siendo elaboradas con más sutileza en términos filosóficos y
categorías que procedían de la tradición griega, los filósofos no cristianos se vieron
abocados a un enfrentamiento con tales doctrinas. Quienes no eran convencidos por la
apologética cristiana solían ver el cristianismo como algo absurdo, y esgrimían argumentos
lógicos contra ideas tales como que Dios sea una y tres personas simultáneamente, que
Cristo fuera a la vez Dios y hombre, que Dios haya creado ex nihilo, o que los cuerpos
corruptos puedan un día resucitar.

La reacción de los filósofos cristianos ante la acusación de irracionalidad fue bipolar. Por
un dado, están quienes, reconociendo una incompatibilidad entre la razón y la fe, entre la
filosofía y el cristianismo, optan abiertamente por la fe. Así, Tertuliano escribe:

¿Qué tiene en verdad que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué concordia puede haber entre la
Academia y la Iglesia … fuera todo intento de producir un cristianismo abigarrado de
compuestos estoicos, platónicos y dialécticos”. Y, en otro lugar, “El Hijo de Dios fue
crucificado, no me avergüenzo de ello, porque es vergonzoso; ha muerto el Hijo de Dios,
completamente creíble, ya que es absurdo; fue sepultado y resucitó; cierto, porque es
imposible

Sin embargo, casi todos los filósofos cristianos van a afirmar que la fe y la razón son, no
solamente compatibles, sino complementarias. De hecho, la división en dos bandos se dará
en lo tocante a la valoración de la razón filosófica sola propia de los griegos, esto es, de una
razón dejada de la mano de Dios. Por un lado, los filósofos cristianos y los Padres de la
Iglesia de tradición latina mayoritariamente tendrán una actitud despectiva hacia la
tradición filosófica griega: si hay algo de verdad en ella es porque los griegos han plagiado
el Antiguo Testamento, o porque los ángeles prevaricadores o el mismo demonio les
revelaron algunas verdades para confundirlos mejor. De este modo, andar rebuscando
migajas desperdigadas de la verdad por entre los filósofos, cuando poseemos la verdad
plena revelada en la Biblia es, cuando menos, una pérdida de tiempo.

Por otro lado, están quienes piensan que el logos divino no es exclusivo de los cristianos,
sino que puede haber iluminado también a un Heráclito, a un Sócrates o a un Platón. Así, S.
Justino escribe:

Cuanto han dicho los filósofos y los poetas acerca de la inmortalidad del alma y de la
contemplación de las cosas celestes, lo han tomado de los profetas. De ahí que parezca que
hay en todos ellos unas semillas de verdad, que no fueron bien comprendidas, porque se
contradicen unos a otros … Nosotros, en cambio, hemos recibido la enseñanza de Cristo,
que es el Logos de quien participa todo el género humano. Así, quienes vivieron en
conformidad con el Logos, son cristianos, aún cuando fueran tenidos por ateos, como
sucedió entre los griegos con Sócrates y Heráclito … Y del Logos que habló por los
profetas tomó Platón cuanto dijo acerca de que Dios creó el mundo transformando una
materia informe

3.1 La escuela de Alejandría: Clemente y Orígenes


Los partidarios de la gnosis herética enseñaban la imposibilidad de una reconciliación entre
la ciencia y la fe, ya que constituían dos elementos contradictorios. En cambio, Clemente se
propone demostrar la armonía entre ambas. El acuerdo entre la fe y el conocimiento es lo
caracteriza al cristiano perfecto y al verdadero gnóstico. La fe es el principio y el
fundamento de la filosofía. Ésta, por otra parte, resulta de la máxima importancia para el
cristiano deseoso de profundizar en el contenido de la propia fe por medio de la razón. La
filosofía aliada con la fe no concede más fuerza a la verdad en sí misma, pero anula los
ataques de los enemigos de la verdad, y constituye así un valioso baluarte defensivo. Para
Clemente la fe es el criterio de la ciencia. Y la ciencia es un auxilio de carácter casi
instrumental para la fe.

El eje de las reflexiones de Clemente es la noción de Logos, entendida en un triple sentido:


a) principio creador del mundo; b) principio de cualquier forma de sabiduría, que ha
inspirado a los profetas y a los filósofos; c) principio de salvación (Logos encarnado). El
Logos es el principio y el fin, el alfa y la omega, aquello de lo cual proviene todo y hacia el
cual todo se encamina; el Logos es maestro y salvador. En el Logosla justa medida se
integra en las enseñanzas de Cristo.

Por su parte, el pensamiento de Orígenes es el primer intento de síntesis entre filosofía y fe


cristiana, en el que las doctrinas de los griegos fueron utilizadas como instrumentos
conceptuales para expresar e interpretar racionalmente las verdades reveladas de la
Escritura. En el prólogo a su obra De principiis, él mismo señala la finalidad que se ha
impuesto:

Los Apóstoles nos han transmitido con la mayor claridad todo lo que han juzgado
necesario a todos los fieles, aun a los más lentos en cultivar la ciencia divina. Pero
han dejado a los dotados de dones superiores del espíritu y especialmente de la
palabra, de la prudencia y de la ciencia, el cuidad de buscar las razones de sus
afirmaciones. Sobre otros muchos puntos, se limitaron a la afirmación y no han
dado ninguna explicación, para que aquellos sucesores suyos que tengan pasión por
la sabiduría puedan ejercitar su ingenio

Orígenes distingue aquí las doctrinas esenciales y las doctrinas accesorias del cristianismo.
El cristiano que ha recibido la gracia de la palabra y de la sabiduría tiene la obligación de
interpretar las primeras y explicar las segundas. La primera función es indispensable para
todos; la segunda es una investigación supletoria, inspirada por un particular amor a la
sabiduría, y consiste en el simple ejercicio de la razón. Su trabajo exegético de los textos
bíblicos tiende a poner en claro el significado oculto y, por consiguiente, la justificación
profunda de las verdades reveladas. Distingue un triple significado de la Escritura: el
somático, el psíquico y el espiritual, que se relacionan así como las tres partes del alma: el
cuerpo, el alma y el espíritu. En la práctica, no obstante, contrapone al significado corpóreo
o literal, el significado espiritual o alegórico y sacrifica el primero al segundo cada vez que
lo considera necesario.

El paso del significado literal al significado alegórico de las Sagradas Escrituras es el paso
de la fe al conocimiento. Orígenes acentúa la diferencia entre la una y el otro y afirma la
superioridad del conocimiento, que compendia en sí a la fe. Profundizando en sí misma, la
fe se convierte en conocimiento: este proceso se verifica en los mismos apóstoles, que
primeramente han alcanzado por la fe los elementos del conocimiento, y después han
progresado en el conocimiento y llegado a ser capaces de conocer al Padre. La fe misma,
pues, por una exigencia intrínseca, busca sus razones y se convierte en conocimiento. La
redención del hombre, su retorno gradual a la vida espiritual, de que gozaba en el mundo
inteligible en el acto de la creación, es entendido por Orígenes como educación para el
conocimiento. Ahora bien, respecto al grado más alto del conocimiento, la enseñanza de las
Escrituras es insuficiente. Las Escrituras son tan sólo elementos mínimos del conocimiento
completo y constituyen la introducción al mismo. Por encima del Evangelio histórico y
como complemento de las verdades reveladas en él, hay un evangelio eterno que vale en
todas las épocas del mundo y solamente a pocos les es dado conocer.

3.2 San Agustín


San Agustín se propondrá – en contra de las promesas de los maniqueos, que le habían
prometido conducirlo a la fe en las Escrituras por el conocimiento racional – alcanzar, por
la fe en las Escrituras, la inteligencia de lo que éstas enseñan. Cierto que el asentimiento a
las verdades de fe debe ir precedido por algún trabajo de la razón; aunque aquéllas no sean
demostrables, se puede demostrar que es legítimo creerlas, y es la razón la encargada de
ello. Hay, pues, una intervención de la razón que precede a la fe, pero hay una segunda
intervención que la sigue. Para San Agustín, hay que aceptar por la fe las verdades que Dios
revela si se quiere adquirir luego alguna inteligencia de ellas; ésa será la inteligencia que,
del contenido de la fe, puede alcanzar el hombre aquí abajo. La tesis en la que se inspira
San Agustín dice así: «Comprende para creer, cree para comprender».

La fe no sustituye a la inteligencia y tampoco la elimina; al contrario, la fe estimula y


promueve la inteligencia. La fe es un cogitare cum assesione, un modo de pensar
asintiendo; por esto, si no hubiese pensamiento, no existiría la fe. Y de manera análoga, por
su parte la inteligencia no elimina la fe, sino que la refuerza y, en cierto modo, la aclara. En
definitiva: fe y razón son complementarias.

Toda la filosofía de la obra de San Agustín expresa el esfuerzo de una fe cristiana que
intenta llevar lo más lejos posible la inteligencia de su propio contenido, con ayuda de una
técnica filosófica cuyos elementos principales están tomados del neoplatonismo. Así,
cuando habla como simple cristiano, Agustín tiene buen cuidado de recordar que el hombre
es la unidad de alma y cuerpo; cuando filosofa, vuelve a caer en la definición de Platón. Es
más, retiene esta definición con las consecuencias lógicas que lleva consigo, la principal de
las cuales es la trascendencia jerárquica del alma sobre el cuerpo. Presente toda entera al
cuerpo todo entero, el alma, sin embargo, sólo le está unida por la acción que sobre él
ejerce continuamente para vivificarlo. Atenta a cuenta en él acontece, nada le pasa por alto.
Si algún objeto exterior hiere nuestros sentidos, nuestros órganos sensoriales sufren su
acción; pero como el alma es superior al cuerpo, y puesto que lo inferior no puede obrar
sobre lo superior, ella misma no sufre acción alguna.

Conocer es aprehender por el pensamiento un objeto que no cambia y cuya misma


estabilidad permite retenerlo bajo la mirada del espíritu. Una verdad es algo completamente
distinto de la constatación empírica de un hecho; es el descubrimiento de una regla por el
pensamiento, que se somete a ella. En cierto sentido, todos los conocimientos derivan de
nuestras sensaciones. Únicamente podemos concebir los objetos que hemos visto o los que
podemos imaginar a base de aquellos que hemos visto. Ahora bien, ninguno de los objetos
sensibles es necesario, inmutable o eterno; por el contrario, todos son contingentes,
mudables, pasajeros. Nunca, a partir de un conjunto de experiencias, se podrá concluir en
una regla necesaria. No son, pues, los objetos sensibles los que me enseñan las mismas
verdades que les conciernen, y mucho menos las otras. Entonces, ¿seré yo mismo la fuente
de mis conocimientos verdaderos? Mas yo también soy contingente y mudable. La
necesidad con que se impone la verdad a la razón no es otra cosa que el signo de su
trascendencia respecto de ella. La verdad está, en la razón, por encima de la razón.

Por tanto, en el hombre hay algo que lo trasciende. Puesto que ello es la verdad, ese algo es
una realidad puramente inteligible, necesaria, inmutable, eterna, Dios. El Dios de San
Agustín se ofrece como una realidad a la vez íntima al pensamiento y trascendente al
pensamiento. Su presencia es atestiguada por cada juicio verdadero, ya sea científico,
estético o moral; pero su naturaleza se nos escapa. Entre todos los nombres que se le
pueden dar, hay uno que le conviene más que los demás: Es el ser mismo, la realidad plena
y total.

3.3 Juan Escoto Erígena


El sentido de la doctrina de Erígena deriva de su concepción de las relaciones entre fe y
razón. Para comprenderlo es esencial distinguir los sucesivos estados del hombre con
respecto a la Verdad. No hay una única respuesta al problema del conocimiento, sino una
serie de respuestas, cada una de las cuales vale para uno de esos estados, y sólo para él.
Considerada en sí misma, la naturaleza humana siente un deseo innato de conocer la
verdad. Entre el pecado original y la venida de Cristo, la razón quedó oscurecida por las
consecuencias de su falta y, no estando aún aclarada por la revelación completa, que será el
Evangelio, no puede sino construir laboriosamente una física, a fin de comprender por lo
menos la Naturaleza y establecer la existencia del Creador, que es su causa. Desde esa
época, sin embargo, la revelación judía comienza su obra, y alcanza su plenitud en Cristo. A
partir de este momento, la razón entra en su segundo estadio. Ya no está sola y, puesto que
la verdad revelada le viene de una fuente absolutamente cierta, su sabiduría consistirá en
aceptar aquella verdad tal como Dios se la revela. Así, pues, la fe ha de preceder al ejercicio
de la razón, pero esto no quiere decir que la razón deba desaparecer; antes al contrario, Dios
quiere que la fe engendre en nosotros un doble esfuerzo: el de hacerla realidad en nuestros
actos por la vida activa y el de explorarla racionalmente por la vía contemplativa. Nuestra
razón es una razón enseñada por una revelación.

Puesto que Dios ha hablado, es imposible para la razón de un cristiano no tenerlo en cuenta.
La fe es para él, en adelante, condición de la inteligencia. La fe alcanza el objeto de la
inteligencia antes que la inteligencia misma, y puesto que la revelación divina se expresa en
la Escritura, hagamos que el esfuerzo de nuestra razón vaya precedido por un acto en virtud
del cual aceptemos como verdadero lo que la Escritura enseña. Para comprender la verdad
es necesario creerla antes.

Si la fe es verdaderamente un punto de partida, lo es porque se parte de ella, pero también


porque partimos verdaderamente de ella. Dios no ha dado la fe al hombre para que se
detenga en ella; muy al contrario, «no es otra cosa que una especie de principio a partir del
cual comienza a desarrollarse, en una criatura racional, el conocimiento de su Creador». Es,
pues, Dios mismo quien manda ir más lejos. Dios nos pide primero la fe, después una vida
conforme a esta fe, y finalmente una inteligencia racional y una ciencia que la complete.

Ninguna autoridad te ha de apartar de las cosas que enseña la recta razón. En efecto, la
verdadera autoridad no se opone a la recta razón, ni ésta se opone a la verdadera autoridad,
porque ambas proceden de una fuente única, es decir, de la sabiduría divina.

La fe es un principio que tiende a desenvolverse en conocimiento más perfecto, no puede


alcanzar el fin hacia el que nos encamina sino conduciéndose por las sendas de la
especulación filosófica. Es propio de su naturaleza el suscitar, en los espíritus dispuestos a
esta clase de especulaciones, una investigación racional de tipo distinto. En ellos, la fe
provoca espontáneamente el nacimiento de una filosofía, que ella alimenta y por la cual es
iluminada. Por ello, Escoto Erígena viene a considerar filosofía y religión como términos
equivalentes. La verdadera filosofía prolonga el esfuerzo de la fe para alcanzar su objeto.
Aunque es un conocimiento distinto de la fe, tiene el mismo contenido y por eso, en cierta
manera, se confunden.

Una luz ilumina al alma cristiana: la de la fe. No es aún plena luz, ya que ésta sólo se
logrará en la visión beatífica, pero entre las dos se sitúa, cada vez más viva, la luz de la
especulación filosófica, que nos lleva desde la fe hasta la visión beatífica, y que va
aclarando progresivamente la oscuridad de la fe.

Ante la autoridad de la Escritura la razón no puede hacer otra cosa que inclinarse; Dios
habla; aceptamos por la fe lo que dice y su palabra es indiscutible. La autoridad contra la
que Erígena se alza no es la de Dios, sino la de los hombres, es decir, la interpretación de la
palabra de Dios, que es infalible, por razones humanas, que no lo son. La fuente de esta
autoridad es, en último término, la razón, y por eso es completamente discutible. Lo que
Dios dice es cierto, compréndalo o no la razón; lo que un hombre dice no lo es si la razón
no lo aprueba. La autoridad de los pensadores antiguos reside únicamente en la racionalidad
de han dicho

3.4 Anselmo de Cantorbery


Los hombres disponen de dos fuentes de conocimiento: la fe y la razón. Contra los
dialécticos afirma San Anselmo que es necesario, ante todo, afianzarse con seguridad en la
fe. La fe es, para el hombre, el dato del que debe partir. El hecho que debe comprender y la
realidad que su razón puede interpretar le son suministrados por la revelación; no se
comprende para creer, sino que, por el contrario, se cree para entender. La inteligencia
presupone la fe. Pero, inversamente, San Anselmo se enfrenta contra los adversarios
irreductibles de la dialéctica. Para aquel que primeramente se ha instalado con firmeza en la
fe, no hay inconveniente alguno en esforzarse por comprender racionalmente lo que cree.
Oponer, contra este uso legítimo de la razón, el argumento de que los Apóstoles y los
Santos Padres han dicho ya todo lo necesario, es olvidar que la verdad es demasiado vasta y
profunda para que los mortales puedan alguna vez abarcarla; que los días del hombre son
contados, que los Santos Padres no han podido decir todo lo que hubieran dicho de haber
vivido más tiempo, y que Dios no ha cesado ni cesará jamás de iluminar a su Iglesia; es
olvidar que entre la fe y la visión beatífica a la que aspiramos todos, hay aquí abajo una
etapa intermedia, que es la inteligencia de la fe. Comprender su fe es aproximarse a la
visión misma de Dios. El orden a observar en la búsqueda de la verdad es, pues, esforzarse
por comprender lo que se cree.

Anselmo tuvo una confianza ilimitada en el poder interpretativo de la razón. No confunde


fe y razón, puesto que el ejercicio de la razón presupone la fe; pero todo sucede como si
siempre se pudiese llegar a comprender, si no lo que se cree, al menos la necesidad de
creerlo.
Ahora bien, junto con el sentimiento vivísimo del poder explicativo de la razón, San
Anselmo conserva el sentimiento de que ésta jamás llegará a comprender el misterio.
Demostrar por razones lógicamente necesarias que Dios existe, que es un solo dios en tres
personas y que el Verbo debía encarnarse para salvar a los hombres, no es penetrar con el
pensamiento los secretos de la naturaleza divina ni el misterio de un Dios hecho hombre
para salvarnos.

En el prólogo al Proslogion escribe: «Señor, no trato de profundizar en tus msterios porque


mi inteligencia no es la adecuada para ello, pero deseo comprender un poco de tu verdad,
que mi corazón ya cree y ama. No busco comprenderte para creer, sino que creo para
poderte comprender». El programa de Anselmo es aclarar mediante la razón humana lo que
ya se posee a través de la fe. Anselmo posee una gran confianza en la razón humana, que
está capacitada en su opinión para arrojar luz sobre los misterios de la fe cristiana,
demostrando su coherencia, su conveniencia y su necesidad. Se trata, pues, de una fe que
busca la inteligencia, de una continuada y compleja meditación racional acerca de las
razones de la fe.

Las verdades de fe se hallan previamente supuestas en sus contenidos, que no son el fruto
de una indagación racional, sino que la fe misma los ofrece a dicha indagación. La fe
continúa siendo el punto de partida, una especie de pilar de toda la construcción racional.
La razón sirve para desentrañar las verdades de fe o para iluminarlas mediante una
argumentación dialéctica. De todo este conjunto surge un perfecto acuerdo entre razón y fe,
a condición de que la razón sea utilizada mediante reglas precisas o supuestos indubitables.
El supuesto fundamental de todo esto es la unidad y la perfecta correspondencia entre
lógica y mundo, entre res y voces. La realidad se corresponde con los conceptos, y la
vinculación entre éstos y aquélla es consecuencia de un movimiento objetivo.

3.5 Pedro Abelardo


Intenta mostrar el acuerdo sustancial entre la doctrina cristiana y la filosofía pagana. El
tratamiento racional del dogma trinitario es conducido por Abelardo demostrando el
acuerdo sustancial de los filósofos, y en particular de Platón y de los neoplatónicos, con la
revelación cristiana. Aun los filósofos paganos han conocido la Trinidad, según Abelardo.
Ellos admitieron que la Inteligencia divina o Nous ha nacido de Dios y es coeterna con Él;
y han considerado, además, el alma del mundo como la tercera persona, que procede de
Dios y es la vida y la salvación del mundo.

Platón reconoció explícitamente al Espíritu Santo como el alma del mundo y como la vida
de todo. Ya que en la bondad divina todo de alguna manera vive; y toda cosa está viva y
ninguna está muerta en Dios. Lo cual quiere decir que nada es inútil, ni siquiera los males,
que son dispuestos de la mejor manera para bien del conjunto (Theol. I, 27, c. 1013)

Si Platón dice que el alma del mundo es en parte indivisible e inmutable, en parte divisible
y mudable, en cuanto se multiplica y divide en los diversos cuerpos, esto se entiende en el
sentido de que el Espíritu Santo permanece indivisible en sí mismo; pero, en cuanto
multiplica sus dones, aparece de alguna manera dividido en su acción vivificadora. Cuando
Platón dice que el alma ha sido situada por dios en medio del mundo y que desde allí se
extiende igualmente por todo el globo del orbe, quiere indicar de bella manera que la gracia
de Dios se ofrece igualmente a todos y que en esta casa o templo suyo, que es el mundo,
ella dispone todas las cosas de modo saludable y justo.

Abelardo se proponía convertir el misterio cristiano en algo más comprensible y no


pretendía profanarlo ni degradarlo. «No pretendemos enseñar la verdad que, como es
sabido, ni nosotros ni ningún moral podemos alcanzar, sino que queremos proponer algo
verosímil, accesible a la razón humana y no contrario a la sagrada escritura». En
consecuencia, el perfeccionamiento de la ratio finaliza en lo verosímil del razonamiento de
divinis, pretendiendo llegara un conocimiento aproximativo-analógico, sin aspirar para
nada a agotar su contenido. Sin embargo, a pesar de ser consciente de las limitaciones de la
razón, Abelardo considera necesaria la indagación crítico-racional, para hacer que los
enunciados cristianos se vuelvan accesibles de algún modo a la inteligencia humana y para
que en ningún caso sean considerados como absurdos. Se trata de un compromiso
programático en el que no es la razón la que absorbe la fe, sino al contrario la fe es la que
absorbe en sí la razón, dado que el razonamiento filosófico no sustituye al teológico, sino
que lo facilita y lo transforma en accesible.

Abelardo distingue el intelligere del comprehendere, y afirma que la ratio resulta


indispensable para la inteligibilidad, pero no para la comprensión de las verdades cristianas.
El intelligere es una acción conjunta de la ratio y de la fides, mientras que el
comprehenderees exclusivamente un don de Dios, que concede a los hombres dóciles a su
gracia el entrar en el núcleo de sus misterios. La razón es necesaria para que la fe no se
reduzca a una vacía y mecánica prolatio verborum o a la aceptación acrítica y pasiva de un
corpus de fórmulas sacralizadas; la gradia o donumDei es necesaria para dejarse penetrar y
revestir por dichas verdades.

Por tanto, la ratio lleva a cabo una necesaria función de mediación con respecto al mundo
de la fe. Dicha función la coloca como enlace entre el pensamiento humano y el lógos
revelado.

3.6 Hugo de San Victor


La posición de Hugo frente a la ciencia se resume en la siguiente sentencia: «Apréndelo
todo, verás después que nada es superfluo» (Didasc., VI, 3). La misma ciencia profana es
útil a la ciencia sagrada, a la cual está subordinada: «Todas las artes naturales sirven a la
ciencia divina, y la sabiduría inferior, rectamente ordenada, conduce a la superior» (De
sacram., I, pról., 5, 6). En vez de contraponer entre sí la ciencia profana y la ciencia
sagrada, la fe mística y la investigación racional, Hugo procura establecer entre ellas un
equilibrio armónico y coordinarlas en un sistema único.

Hay dos modos y dos vías a través de los cuales Dios, que permanece primeramente
escondido al corazón del hombre, puede ser conocido y juzgado: la razón humana y
la revelación divina. La razón humana emprende de dos maneras la investigación de
Dios: en sí y en las cosas que están fuera de sí. De modo semejante la revelación de
Dios obra de dos maneras para disipar la ignorancia o la duda del hombre: con la
iluminación interior y la doctrina transmitida exteriormente y confirmada con
milagros (Ibid., I, 3, 3).

Los caminos de la razón son dados por la naturaleza; los caminos de la revelación, por la
gracia. Una y otra se sirven del interior y del exterior del hombre para conducirle a Dios. Y
así como se coordinan entre sí, respecto al único fin del conocimiento de Dios, la
investigación racional y la revelación, así se coordinan también entre sí todos los objetos
posibles en cuatro categorías, determinadas por su relación con la razón humana:

Algunas cosas se derivan de la razón, otras están conformes con la razón, otras están
por encima de la razón, otras finalmente contra la razón. Las cosas que proceden de
la razón son necesarias, las conformes a la razón son probables, las que están por
encima de ella, admirables, las contrarias, imposibles. Las primeras y las últimas
excluyen la fe; las primeras, al derivarse de la razón, son absolutamente conocidas y
no pueden ser creídas porque se conocen; las otras no pueden ser creídas porque la
razón no puede descansar en ellas. Pueden, por lo tanto, ser objeto de fe las cosas
que están conformes con la razón y las que están por encima de la razón. En las
primeras la fe está sostenida por la razón y la razón perfeccionada por la fe: si la
razón no comprende su verdad, con todos, tampoco obstaculiza a la fe en ellas. En
las cosas que están por encima de la razón, la fe no puede ser ayudada por la razón,
que no comprende lo que la fe cree; sin embargo, hay en ellas alguna cosa que avisa
a la razón para que venere la fe, aun cuando no la comprenda (Ibid., I, 3, 30)

El dominio de la investigación racional se distingue aquí rigurosamente del de la fe, como


el dominio de la necesidad lógica absoluta: la fe no tiene lugar en lo que por ser
absolutamente demostrable es absolutamente evidente. Pero la fe no se opone a la razón,
porque su objeto no es lo increíble, sino lo probable y lo admirable, lo que se aproxima a la
razón o la trasciende, pero no la niega.

3.7 Ricardo de San Victor


En el prólogo de su De Trinitate al comentar el versículo de Isaias (VII, ): “Si no creéis, no
comprenderéis”, lo interpreta como un estímulo para buscar, con la ayuda de la revelación
divina, una mayor inteligibilidad de aquello que se está obligado a creer; y si esto falta, lo
que creemos parece irracional:

Esta autoridad no nos niega la inteligencia d eestas cosas en general, sino


condicionalmente, cuando se nos dice: Si no creéis, no comprenderéis. Por tanto,
aquellos cuyos sentidos (espirituales) estén ejercitados no deben desesperar de
comprender tales objetos, con tal que se sientan firmes en la fe.

Y un poco más adelante:

En este conocimiento hay que entrar mediante la fe y no detenerse en seguida en la


entrada; por el contrario, a continuación hay que avanzar, mediante la inteligencia,
más hacia el centro, más hacia el fondo, hay que aplicarse con todo celo y toda
atención a progresar todos los días en la inteligencia de aquello que se nos enseña
mediante la fe

3.8 Averroes
Pese a haber sido acusado de herejía, Averroes no puede concebir que la investigación
filosófica sea opuesta a la tradición religiosa. En primer lugar, conoce el valor absoluto de
esta investigación. En realidad, sostiene Averroes, la verdadera religión de los filósofos
consiste en profundizar en el estudio de todo lo que existe; el mejor culto que puede darse a
Dios es conocer sus obras, y llegar a conocerle a Él en toda su realidad. A los ojos de Dios,
ésta es la acción más noble, mientras la más baja es acusar de vana presunción y error al
que se consagra a dicho culto, el más noble de todos, al que adora a Dios con esta religión,
que es la mejor de otras. Pero, por otra parte, no todos pueden llegar a la investigación
filosófica; la religión del filósofo no puede ser la religión del vulgo. Al igual que
determinados alimentos son buenos para ciertos animales y venenosos para otros, los
procedimientos que tan útiles son para las investigaciones de los filósofos, serían funestos
para los no filósofos. Si los filósofos explicaran sus dudas y demostraciones al pueblo,
darían ocasión a los incompetentes para plantear dudas y sofismas y para caer en el error.
Por ello la religión, hecha para la mayoría, sigue y debe seguir distinto camino, un camino
sencillo y narrativoque ilumine y dirija la acción. Éste es el verdadero dominio de la
religión. A la filosofía corresponde el mundo de la especulación; a la religión el mundo de
la acción. Quien niega o solamente duda de los principios enunciados por la tradición
religiosa, hace imposible la actuación del hombre, al igual que haría imposible el quehacer
científico quien negara o dudara de los primeros principios de que parte.

Por consiguiente, no se le puede atribuir la teoría de la doble verdad que los escolásticos
latinos consideraron la piedra angular de su sistema. No hay en él una verdad religiosa
junto a una verdad filosófica. Sólo hay una verdad: el filósofo la busca mediante la
demostración necesaria. El creyente la recibe de la tradición religiosa (la ley del Corán) en
forma sencilla y narrativa, adaptada a la naturaleza de la mayor parte de los hombres. Pero
no hay oposición entre las dos vías, ni hay dualismo en la verdad. Quienes no puedan
especular han de contentarse con la forma que la verdad ha recibido por obra de la tradición
religiosa, para poder ser iluminados y guiados en su actuación. En cambio, para los
filósofos la verdad adquiere el severo aspecto de la demostración necesaria y se convierte
en fin de una investigación que es la mejor y más elevada acción humana.

3.9 Maimónides
En la Guía de perplejos Maimónides tiende hacia una interpretación racionalizadora y
alegórica de la Ley. Esta armonización entre fe y razón la efectuó a partir de una
reinterpretación del aristotelismo. Afirmaba que fe y razón no se oponen sino que, bien al
contrario, convergen. Pero para que esto sea manifiesto, y para eliminar las indecisiones de
los perplejos, que son aquellos a los que la lectura de los textos filosóficos les hace poner
en duda la fe, considera que es preciso hacer una exégesis de los textos de las Escrituras de
forma alegórica, de manera que entonces, según él, desaparecen las aparentes
contradicciones entre la racionalidad y la creencia. A pesar de que dicha harmonización
entre filosofía y religión se apoyaba en el aristotelismo, Maimónides no dudó en oponerse a
Aristóteles en aquellas cuestiones en las que “el filósofo” contradecía abiertamente los
textos sagrados y no era posible, ni aún a través de interpretaciones alegóricas, armonizar
éstos con el pensamiento racional.

3.10 San Buenaventura


Es imprudente no ser más que filósofo. Por la experiencia se puede ver que los filósofos se
han equivocado; sin embargo, algunos se han equivocado menos que otros. Con respecto a
Platón y Aristóteles, tenemos que el primero se interesa más por el más allá y que el
segundo no se ocupa más que de cosas naturales, y por eso ignoró o negó verdades tan
esenciales como la existencia de ideas ejemplares, la providencia de Dios, o los fines del
mundo, ignorancia o negación de la que resultan, a su vez, los tres grandes errores: mundo
eterno, unidad del intelecto agente, ausencia de recompensas o castigos después de la
muerte. Platón y sus discípulos estaban en mejor camino, pero se detuvieron; al no estar
iluminados por la fe, no dijeron nada suficiente sobre la auténtica beatitud y sobre los
medios para llegar a ella. Ni unos ni otros pueden enseñarnos nada verdadero sobre Dios y
sobre su hijo, el cual es a la vez ratio essendi y ratio cognoscendi de todas las cosas. Creer
que se puede conocer al Creador a la luz de la filosofía es cosa de tontos: es como pretender
“ver el sol con candelas”. El conocimiento filosófico no da todo lo que puede dar si no está
precedido y sostenido por la fe: se transita por él cuando se pasa de la fe a la contemplación
o a la teología, pero no hay que atenerse a él como a algo consistente y seguro por sí
mismo. La caída original alejó al hombre de lo divino y lo hizo interesarse sobre todo por
las cosas sensibles. La razón, abandonada a sí misma, falla, a pesar de sus esfuerzos; sin
embargo, tiene un papel que desempeñar si se la integra en una especulación cuya fuente
está en otro sitio.

No es que el hombre no pueda conocer naturalmente la existencia de Dios; ese


conocimiento está inserto naturalmente en cada mortal. Nuestro deseo de sabiduría, de
dicha, de paz, testifica que hay en nosotros algún conocimiento innato de Dios, el cual es en
grado sumo sabiduría, dicha y paz: el alma, inteligible, imagen de un Dios también él
inteligible por sí, es capaz de captarlo por asimilación, aunque no pueda comprenderlo,
porque es infinito. Además, la contemplación de las criaturas permite remontarse hasta la
existencia de Dios, que es su causa: de este modo pasaremos del por-otro al por-sí, de lo
compuesto a lo simple, de lo móvil a lo estable, de lo relativo a lo absoluto. Estas son
experiencias que nos colocan en presencia de ese Dios cuya idea está ya presente en
nosotros.

Si la filosofía de Aristóteles nos aleja de lo divino, si la de Platón es impotente para


llevarnos a ello. Sin duda no es por la filosofía por la que volvemos a hallar y explicitamos
este conocimiento de la existencia de Dios, por muy natural que sea: hay que admitir
indudablemente que la fe es la que nos ha hecho sensible a él.
Esto ocurre todavía mucho más cuando se trata de la doctrina de las Ideas, donde los
filósofos han naufragado: Aristóteles al negarlas, y Platón al ignorar lo que, en cambio, San
Agustín supo: la generación del Verbo divino:

El acceso a estas cosas es conocer el Verbo encarnado, raíz de la inteligencia de todas las
cosas; quien no posee este acceso, no puede entrar. Los filósofos consideran imposible lo
que es supremamente verdadero, porque el acceso permanece cerrado para ellos.

Siempre aparece el mismo fracaso de la filosofía, abandonada a sí misma, para hacer


inteligible el fondo y el origen de las cosas.

3.11 El debate del siglo XIII


A finales del siglo XII y comienzos del XIII se inicia la introducción de la obra de Averroes
en el Occidente Cristiano. Con respecto al tema que nos ocupa, la obra de Averroes
distingue entre:

 La religión era el nivel inferior de conocimiento, accesible al vulgo anclado en la


sensibilidad y por eso usaba de un lenguaje mítico y poético para expresar la
divinidad, el mundo y las obligaciones humanas para con Dios, en una perspectiva
político-pedagógica.
 La teología constituía el nivel intermedio, propio de aquellos hombres cuya
inteligencia superior al vulgo no alcanzaba, sin embargo, el nivel de la filosofía, y
se servía del razonamiento probable (dialéctico), concediendo una estructura
argumentativa (pero no científica) al mito religioso.
 Finalmente, la filosofía era el nivel supremo en el que la minoría de inteligencias
capaces alcanzaba el conocimiento científico de la divinidad y su relación con el
mundo y con el hombre, formulándolo en la forma del silogismo demostrativo
científico.

En el ejercicio de la filosofía alcanzaba la perfección y realización plena la razón humana,


esto es, la facultad que define al sujeto humano y por la cual el hombre es propiamente
hombre. Se seguía de aquí que sólo el filósofo es propiamente hombre y que la mayoría de
la humanidad de factovivía en un nivel infrahumano, animal; al mismo tiempo, el filósofo,
por la fuerza natural de la razón y del intelecto, conocía y se unía a las Inteligencias
separadas e incluso a la causa primera, obteniendo así la felicidad suprema accesible al
hombre mediante el ejercicio de la contemplación.

En su recepción latina, Averroes experimentó dos fases, completamente distintas, en


relación con el problema de la unicidad del intelecto humano. Para Avicena había un único
intelecto agente o en acto para la especie con pluralidad individual del intelecto posible (la
capacidad de recibir las formas universales abstractas).
 Hasta 1250-1260 se verá en Averroes la autoridad con la que combatir ese impío
error de Avicena, gracias a la concepción del intelecto posible y agente como
potencia y capacidad del alma individual.
 A partir de 1260, se extenderá como la genuina lectura de Averroes la doctrina, más
radical que la de Avicena, de la unicidad del intelecto posible y agente (“el intelecto
material [posible] es numéricamente uno en todos los individuos de la especie
humana; no es ni generable ni corruptible”). Ésta será la doctrina que concentrará
los ataques de los teólogos, convirtiéndose en la quintaesencia del “averroísmo”,
desde S. Buenaventura hasta Sto. Tomás.

El aristotelismo llegado del Islam, vía Averroes y Avicena, suscitó resistencias por parte de
la autoridad eclesiástica y de aquellos sectores identificados con un programa filosófico de
tipo agustiniano. Ya en 1210, en el sínodo de Sens, se prohibe la lectura de «los libros
naturales de Aristóteles, así como la de sus comentarios, tanto en público como en privado,
bajo pensa de excomunión». La prohibición afectada a la Físicay Metafísica de Aristóteles,
a los libros en que se exponía la concepción de la naturaleza, incluida la humana (De
anima) como una estructura de esencias eternas sometidas a una legalidad necesaria e
inmutable, ajena a las Escrituras y al mensaje cristiano. Cuando en 1215 el legado papal
Roberto de Courçon promulga los Estatutos de la Universidad de París, la facultad de
Teología impone a la de Artes esa prohibición (reduciéndola al campo de la enseñanza, no
de la mera lectura), de la que se excluyen explícitamente las obras lógicas, usadas ya por
los teólogos desde el siglo precedente en la construcción de su disciplina.

Esta primera derrota del aristotelismo se transforma en victoria en 1255, cuando los
Estatutos de la facultad de Artes de París establecen la obligación para el estudiante de leer
todo “Aristóteles” y sus comentadores (Averroes, Avicena).

Sin embargo, en 1270, el obispo de París Etienne Tempier condena estas trece
proposiciones:

1. No hay más que un único intelecto, numéricamente idéntico, para todos los
hombres.
2. La proposición “el hombre piensa” es falsa o impropia.
3. La voluntad humana quiere y escoge por necesidad.
4. Todo lo que acontece aquí abajo está sometido a la necesidad de los cuerpos
celestes.
5. El mundo es eterno.
6. No ha habido nunca un primer hombre.
7. El alma, que es la forma del hombre en tanto que hombre, perece al mismo tiempo
que su cuerpo.
8. Tras la muerte, el alma separada del cuerpo no puede arden con un fuego corporal.
9. El libre albedrío es una potencia pasiva, no activa, movida por la necesidad del
deseo.
10. Dios no conoce los individuos singulares.
11. Dios no conoce más que a sí mismo.
12. Las acciones humanas no están gobernadas por la Providencia divina.
13. Dios no puede conferir la inmortalidad o la incorruptibilidad a una realidad mortal o
corpórea.

En 1272 los teólogos imponen a la facultad de Artes un nuevo estatuto que prohibe a los
filósofos disputar cuestiones teológicas. Era un intento de confinar la filosofía en su papel
subordinado de sierva de la teología, que habrían rebasado excediéndose de sus límites al
tratar de problemas teológicos con razones exclusivamente naturales (aristotélicas) y con
independencia de la enseñanza cristiana. El nuevo estatuto obligaba, además, al filósofo, en
caso de que una quaestio filosófica trascendiera al territorio de la teología, a determinarla
en favor de la fe, aun en el caso de que hubiera desacuerdo con la razón, o bien a callarse.

A pesar de todo, el sector de filósofos identificados con una investigación filosófica


independiente de la fe y teología persistió en su actitud, transgrediendo el nuevo estatuto.
Ello justificó la ulterior intervención censora y precipitó la condena de 1277.

El 7 de marzo de 1277 Etienne Tempier condenada como contrarias a las Escrituras y a la


religión cristiana 219 proposiciones, excomulgando a quienes las sostuvieran. Tempier
imputaba dichas proposiciones a los artistas parisinos (filósofos), en cuya facultad
circulaban abiertamente; les acusaba, además, de sostener la tesis de “la doble verdad”:

Dicen, en efecto, que esas proposiciones son verdaderas según la filosofía, pero no según la
fe católica, como si hubiera dos verdades contrarias y como si contra la verdad de la
Sagrada Escritura hubiera verdad en los dichos de los paganos condenados, de quienes está
dicho: «Perderé la sabiduría de los sabios» (1 Corintios 1, 19), puesto que la verdadera
sabiduría anula la falsa sabiduría

La condena pretendía, en primer lugar, reducir o devolver la facultad de Artes (la filosofía)
y sus maestros a su función propia y a sus límites, los cuales habían rebasado
ilegítimamente al pretender una autonomía teórica y al invadir de hecho el territorio de la
teología determinando filosóficamente (desde la razón natural, desde Aristóteles) cuestiones
teológicas en contra de la enseñanza de la fe. Tempier pretendía reducir la filosofía a su
papel propedéutico, ancilar o servil con respecto a la teología y restaurar la hegemonía de
ésta (y de la autoridad eclesiástica) sobre el conjunto del pensamiento, esto es, pretendía
legitimar la teología para establecer la verdad también en el campo de la filosofía. Así, por
ejemplo, se condenaba la proposición según la cual «la resurrección futura no debe ser
admitida por el filósofo, ya que es imposible investigarla por medio de la razón» (n.º 216),
con la siguiente razón: «Es un error, puesto que también el filósofo debe doblegar su
entendimiento en obediencia a Cristo (2 Corintios 10, 5)». No había un territorio propio de
la filosofía en disonancia o independencia de la fe; la filosofía debía confirmar y someterse
a la enseñanza de la fe.

La condena perseguía, en segundo lugar, acabar con aquella orientación o formulación del
aristotelismo que resultaba inconciliable con el dogma cristiano: el “aristotelismo” que
establecía la necesidad de la creación divina, la necesidad del orden natural, el
determinismo físico y el gobierno completo del mundo sublunar por el mundo celeste, la
creación mediaday el desconocimiento de los individuos por Dios. Este aristotelismo
necesitarista cuestionaba y ponía en entredicho la libertad de Dios, la contingencia de la
creación, la omnipotencia divina, la providencia de Dios y la libertad humana

17: «Lo que es absolutamente imposible no puede ser hecho por Dios, ni por ningún otro
agente. – Falso, si se entiende de lo que es imposible según naturaleza».

20: «Dios hace necesariamente lo que hace de modo inmediato. – Falso, ya se entienda
como necesidad de coacción (porque elimina la libertad divina), ya se entienda como
necesidad de inmutabilidad divina, porque afirma la incapacidad de actuar de otra manera».

22: «Dios no puede ser causa de un hecho nuevo, ni puede producir algo nuevo».

23: «Dios no puede mover algo irregularmente, es decir, de un modo distinto a como lo
mueve, ya que su voluntad no cambia».

24: «Dios es tan eterno actuando y moviendo como siendo; de otro modo sería determinado
por otro, el cual sería anterior a él».

33: «El efecto inmediato de la causa primera debe ser tan sólo único y semejantísimo a
ella».

34: «Dios es causa necesaria de la inteligencia primera; puesta ella, se sigue el efecto y
ambas tienen idéntica duración».

La condena de Tempier no cuestionaba en ningún momento la validez de la física y


cosmología aristotélicas. Aceptaba que el mundo era en realidad como lo describía
Aristóteles; negaba que el mundo fuera así necesariamente, por necesidad absoluta, de
suerte que no pudiera ser de otro modo.

Así, cuando se condena la proposición 27 («Dios no podría hacer una pluralidad de


mundos»), no se niega la tesis aristotélica de que el mundo es único y no se afirma que
haya, efectivamente, una pluralidad de mundos; se niega la necesidad (en el aristotelismo)
de que el mundo sea único, en virtud de la esencia misma de las cosas y se afirma que Dios
habría podido actuar de modo diferente a como ha decidido hacerlo y crear una pluralidad
de mudos en lugar del único mundo que ha creado efectivamente, el cual es necesario no
por necesidad natural, sino por la libre voluntad de Dios.
Del mismo modo, cuando se condena la proposición 66 («Dios no puede mover el cielo con
movimiento, porque entonces dejaría un vacío»), se hace porque concede valor de
necesidad absoluta (la imposibilidad del vacío) a lo que tiene una necesidad secundaria,
fruto del libre decreto divino; Dios puede absolutamente producir el vacío y mover el cielo
con movimiento rectilíneo. No se rectifica, pues, la física de Aristóteles, sino la modalidad
ontológica de necesidad absoluta que se atribuye y que es, desde el punto de vista
teológico, una aberración.

Tempier condenaba también una serie de proposiciones que expresaban la excelencia de la


filosofía y formulaban el ideal de la vida filosófica como forma de vida superior en la que
se actualizan las facultades humanas superiores (razón, intelecto).

1: «No hay condición de vida más excelente que la vida filosófica».

2: «Los filósofos son los únicos sabios del mundo».

8: «Nuestro intelecto puede, por sus fuerzas naturales, alcanzar el conocimiento de la Causa
Primera».

9: «Podemos alcanzar a Dios en su esencia en esta vida mortal».

De ello se seguía no sólo que el filósofo es el homo perfectus, la perfección del hombre o el
hombre en sentido propio. Comportaba, además, que al elevarse por vía natural hasta el
conocimiento de las inteligencias separadas y de Dios mismo, el filósofo alcanzaba el bien
supremo, la máxima felicidad (mental) accesible en la Tierra, por medio de la razón natural.

Lo peligroso de esta representación residía en su aristocratismo elitista, conflictivo en


diversos puntos con la moral evangélica de la humildad, y sobre todo en que parecía admitir
la posibilidad de una unión o copulatio con dios por medios exclusivamente humanos, en la
que la trascendencia absoluta de Dios quedaba cuestionada igual que el papel de la gracia,
de la fe y del sacrificio redentor de Cristo.

166: «Si la razón es recta, la voluntad es también recta. – Falso, porque según esto, para la
rectitud de la voluntad no sería necesaria la gracia, sino únicamente la ciencia, lo cual es el
error de Pelagio».

La condena hecha por Tempier, sin embargo, no prohibió la lectura de Aristóteles. Se trató
de hacerlo inocuo con respecto al dogma cristiano y de restablecer la finalidad teológica de
la cultura y de la filosofía; pero no se cuestionó la posición de dominio que Aristóteles
había alcanzado en el campo de la filosofía; con lo que Aristóteles ganó la batalla, y
aristotélica fue la filosofía posterior, hasta el fin de la Edad Media e incluso en buena
medida hasta el siglo XVII, gracias, sobre todo, a la obra de Sto. Tomás.

3.12 Tomás de Aquino


Una doble condición domina el desarrollo de la filosofía tomista: la distinción entre la
razón y la fe, y la necesidad de su concordancia. El ámbito entero de la filosofía proviene
exclusivamente de la razón; es decir, que el filósofo no debe admitir nada más que lo que
sea accesible a la luz natural y demostrable por sus solos recursos. La teología, por el
contrario, se basa en la revelación. Los artículos de la fe son conocimientos de origen
sobrenatural, contenidos en fórmulas cuyo sentido no nos es enteramente penetrable, pero
que debemos aceptar como tales, aunque no podamos comprenderlos. Así, pues, un filósofo
argumenta siempre buscando en la razón los principios de su argumentación; un teólogo
argumenta siempre buscando sus principios en la revelación.

Ni la razón – cuando la usamos correctamente – ni la revelación – puesto que tiene su


origen en Dios – pueden engañarnos. Ahora bien, la concordancia de la verdad con la
verdad es necesaria. Es, por tanto, necesario que la verdad de la filosofía se ajustaría a la
verdad de la revelación por una cadena ininterrumpida de lazos de unión verdaderos e
inteligibles, si nuestro espíritu pudiese comprender plenamente los datos de la fe. De aquí
resulta que, siempre que una conclusión filosófica contradice al dogma, nos hallamos ante
un signo cierto de que tal conclusión es falsa. La razón tiene que criticarse en seguida a si
misma y encontrar el punto en que se ha producido el error. También se deduce de aquí que
la imposibilidad en que nos hallamos de tratar a la filosofía y a la teología con un método
único, no nos impide considerarlas como formando idealmente una sola verdad total. Por el
contrario, tenemos el deber de llevar lo más lejos posible la interpretación racional de las
verdades de la fe, de ascender por la razón hacia la revelación y de volver a descender
desde la revelación hacia la razón. Partir del dogma como de un dato, definirlo, desarrollar
su contenido, incluso esforzarse en mostrar por dónde puede nuestra razón rastrear el
sentido del dogma: tal es el objeto de la ciencia sagrada.

¿Qué ocurre cuando la filosofía contradice a la fe? Puesto que el desacuerdo en cuestión es
un indicio de error, y ya que el error no puede encontrarse en la revelación divina, es
necesario que se encuentre en la filosofía. Por tanto, o bien demostraremos que la filosofía
– en este caso – se equivoca, o mostraremos que ha querido probar en una materia en que la
prueba racional es imposible, y donde, por consiguiente, la decisión debe pertenecer a la fe.
La revelación, en este caso, no interviene mas que para señalar el error, pero no lo hace en
su nombre, sino exclusivamente en el de la razón.

Es preciso partir de las verdades racionales, porque la razón es la que nos sirve de terreno
común: «Es necesario recurrir a la razón, a la que todos deben asentir». Sobre esta base es
posible obtener los primeros resultados universales, porque son racionales, y edificar sobre
ellos un razonamiento posterior que sirva para profundizar desde un punto de vista
teológico. Discutiendo con los judíos se puede tomar como supuesto común el Antiguo
Testamento; para discutir con los herejes se puede apelar a toda la Biblia. No obstante, ¿qué
supuesto sirve para hacer posible la discusión con los paganos o gentiles, si no es aquello
que tenemos en común, es decir, la razón?

La razón constituye nuestro rasgo distintivo. No utilizar dicha potencia implicaría el


abdicar de una exigencia primordial y natural, aunque sea en nombre de una luz superior.
Además existe un corpus filosófico –fruto de ese ejercicio racional– que es la filosofía
griega, cuyos resultados han sido estimados y utilizados por toda la tradición cristiana.
Finalmente Tomás está convencido de que el hombre y el mundo, a pesar de su radical
dependencia de Dios en el ser y en el obrar, disfrutan de una relativa autonomía, sobre la
que debe reflexionarse con los instrumentos de la pura razón, poniendo en juego todo el
potencial cognoscitivo para responder a la vocación originaria de conocer y dominar el
mundo. El saber teológico, pues, no sustituye el saber filosófico, ni la fe sustituye la razón,
porque la fuente de la verdad es sólo una.

3.13 Siger de Brabante


Siger enseñaba la doctrina de la doble verdad: según ésta, aunque las proposiciones de
razón estén en contradicción con las de la fe, estas últimas siguen siendo aceptables por fe.
Siger se presenta como expositor de las opiniones del Filósofo, aunque las opiniones de
Aristóteles sean contrarias a la verdad. Por otra parte, «nadie debe tratar de someter a
investigación racional aquello que supera la razón; al igual que nadie debe negar la verdad
católica, basándose en razones filosóficas». Tomás buscaba conciliar fe y razón; Siger, en
cambio, separa los dos ámbitos y no considera vitales las contradicciones que se produzcan
entre ellos.

3.14 Duns Escoto


Escoto propone una distinción nítida entre filosofía y teología. La filosofía posee una
metodología y un objeto que no son asimilables a la metodología y al objeto de la teología.
Las disputas cada vez más numerosas y las condenas que se producían con frecuencia a
continuación, en opinión de Escoto poseían un origen común: la no rigurosa delimitación
de los ámbitos de investigación. Para Escoto, en consecuencia, es de gran importancia
precisar las esferas respectivas y los criterios específicos de la filosofía y de la teología.

La filosofía se ocupa del ente en cuanto ente y de todo lo que pueda reducirse a él o
deducirse de él. La teología, en cambio, trata de los articula fidei u objetos de fe. La
filosofía sigue un procedimiento demostrativo, mientras que la teología adopta el
procedimiento persuasivo; la filosofía se restringe a la lógica de lo natural, mientras que la
teología se mueve dentro de la lógica de lo sobrenatural. La filosofía se ocupa de lo general
o universal, porque se ve obligada a ajustarse pro statu isto al itinerario cognoscitivo de la
abstracción; la teología profundiza y sistematiza todo aquellos que Dios se ha dignado
revelarnos acerca de su naturaleza personal y de nuestro destino. La filosofía es
esencialmente especulativa, porque se propone conocer por conocer, mientras que la
teología es tendencialmente práctica, porque deja de lado ciertas verdades, con objeto de
inducirnos a actuar más correctamente.

3.15 Ockham
«Los artículos de fe no son principios de demostración y tampoco conclusiones, y ni
siquiera son probables, ya que aparecen como falsos ante todos, o ante la mayoría, o ante
los sabios: entendiendo por sabios aquellos que se confían a la razón natural, puesto que
sólo se entiende de este modo el sabio en ciencia y en filosofía». Las verdades de fe no son
evidentes por sí mismas, como los principios de la demostración; no son demostrables,
como las conclusiones de la demostración misma, y no son probables, porque aparecen
como falsas a quienes se sirven de la razón natural. El ámbito de las verdades reveladas es
radicalmente ajeno al reino del conocimiento racional. La filosofía no es una servidora de la
teología y ésta no es una ciencia sino un conjunto de proposiciones que se mantienen
unidas gracias a la fuerza cohesiva de la fe, pero sin una coherencia racional.

Con respecto al dogma de la Trinidad escribe: «Que una única esencia simplicísima sea tres
personas realmente distintas, es cosa de la que no puede convencerse ninguna razón natural
y sólo afirma la fe católica, como algo que supera todo sentido, todo intelecto humano y
casi toda razón». Niega la posibilidad de cualquier interpretación racional de esta suprema
verdad de la fe cristiana de una manera tan radical que señala la fase final de la escolástica.
La razón ya no puede ofrecer ningún apoyo, porque no logra otorgar al dato revelado más
transparencia que la que le da la fe. Las verdades de fe son un don gratuito de Dios y deben
seguir siéndolo. No es honrado revestir de plausibilidad racional unas verdades que
trascienden la esfera humana y que desvelan perspectivas que serían impensables e
inalcanzables de otra forma. La razón humana posee un ámbito y una tarea diferentes del
ámbito y de la tarea de la fe.

3.16 Los místicos


En un sentido amplio, el adjetivo “místico” denota cualquier experiencia que las personas
pueden interpretar como un contacto directo con una realidad espiritual no humana, tanto si
se cree que se trata de la presencia de Dios como si no. En un sentido más restringido, una
experiencia es mística si la persona objeto de ella siente que está en contacto directo con
Dios (independientemente de que Dios sea experimentado clara y vívidamente como una
presencia personal o como el indefinible fundamento espiritual de todo ser). Este contacto,
normalmente, está impregnado por la más intensa emoción de amor y asociado con un
fuerte deseo de lograr una unión perfecta con El o de disolver la propia personalidad en el
ilimitado océano de lo Divino o con el sentimiento de que se ha logrado temporalmente esa
unión. Sólo en la unión mística, Dios, en lugar de ser concebido solamente en términos
especulativos como un fundamento eterno, infinito y viviente del ser, es conocido, o, mejor
aún, sentido como tal en un “contacto” directo.

La mayoría de los místicos nunca se ha molestado en formular la cuestión de la Fe y la


Razón en categorías que les resultasen familiares a los filósofos. Tienen en común una
fuerte convicción negativa de que la razón profana y la lógica “humana” no pueden ser de
ninguna ayuda en nada que importe realmente en la vida humana, es decir, la unión con
Dios y el Conocimiento de El (si es que para ellos tiene algún sentido esta distinción:
normalmente no lo tiene). Algunos místicos se contentan con unas pocas frases desdeñosas
sobre la vanidad de la ciencia secular; otros resaltan la implacable hostilidad entre Fe y
Razón; otros aún (Eckhart) hablan de una facultad cognoscitiva superior, Razón o Intelecto,
que nos permite discernir la infinitud divina y que se guía por principios propios que, bien
mirados, resultan ser opuestos, más que complementarios, a las normas de la lógica común,
tanto si esta contradicción se anuncia explícitamente como si no.
Los místicos eran conscientes del hecho de que el conocimiento sobre Dios, ya fuera
obtenido en la contemplación o por medio de un esfuerzo especulativo, está más allá de la
capacidad del lenguaje y parece paradójico. Pseudo-Dionisio, en su tratado sobre los
nombres divinos, dice que Dios no tiene nombre y que uno tiene el mismo derecho a
aplicarle que a rehusarle cualquier nombre: como nuestro pensamiento es incapaz de captar
la unidad divina, ninguna aserción ni ninguna negación puede ser pronunciada,
estrictamente hablando, sobre Dios. Por tanto, recomienda que nos abstengamos de decir o
de pensar nada de Dios excepto lo que El quiso revelarnos en las Escrituras.

Ideas similares se encuentran en la mayoría de los filósofos neoplatónicos, cristianos o no.


La obra de Plotino está llena de prevenciones sobre la miseria incurable y la insuficiencia
del lenguaje que está usando. Eckhart no temía reconocer el carácter autocontradictorio del
discurso teológico y Cusanus trató de encontrar una nueva lógica de la infinitud en la que el
principio de contradicción era sustituido por el principio de la coincidentia oppositorum, la
convergencia de cualidades contrarias cuando alcanzan sus valores límite.

La principal fuente de contradicción parece haber sido siempre la misma, y todos los
místicos especulativos la identificaron: la Unidad del Ser enfrentada a un mundo creado,
consistente en muchos objetos. Nadie que tratase de concebir la cuestión dejaba de sentirse
sorprendido por un sentido de imposibilidad lógica: los racionalistas convirtieron esto en un
argumento cuasi ontológico a favor de la inexistencia de Dios (no puedo pensar en Dios sin
caer en contradicciones; en consecuencia, no puede pensar en Dios sin negar su existencia);
para los teólogos místicos y neoplatónicos la misma imposibilidad demostraba que nuestra
lógica tenía una validez limitada y que era impotente para tratar de Dios.

Los místicos sabían que estaban desafiando la lógica común. Su afirmación es que han
experimentado la identidad de la parte y el Todo; viven en ella, en vez de conocerla tal
como se ha codificado en los mitos y tal como se ha explicado laboriosamente en sistemas
metafísicos: ni necesitan presentar evidencia de esta experiencia ni les preocupa su
incoherencia lógica cuando la expresan verbalmente.

4. Del Renacimiento a Kant


4.1 La reforma protestante como contienda de la fe
contra la razón
Lutero asumió con respecto a los filósofos una postura completamente negativa: la
desconfianza en las posibilidades de la naturaleza humana de salvarse por sí sola, sin la
gracia divina, le condujo a quitar todo valor a una búsqueda racional autónoma, o al intento
de afrontar los problemas humanos fundamentales basándose en el lógos, en la mera razón.
La filosofía no es mas que un vano sofisma o, aún peor, fruto de aquella soberbia absurda y
abominable tan característica del hombre, que quiere basarse en sus solas fuerzas y no
sobre lo único que salva: la fe.
Mi consejo sería que los libros de Aristóteles –Physica, Metaphysica, De anima y
Ethica– que hasta ahora han sido reputados como los mejores, sean abolidos junto
con todos los demás que hablan de cosas naturales, porque en ellos no es posible
aprender nada de las cosas naturales, ni de las espirituales. Además, hasta ahora
nadie ha logrado comprender su opinión, y a través de un trabajo, un estudio y unos
gastos inútiles, muchas generaciones y almas nobles se han visto vanamente
oprimidas. Puedo decir con justicia que un alfarero posee más conocimiento de las
cosas naturales que el que aparece en libros de esta guisa. Me duele en el corazón
que aquel maldito, presuntuoso y astuto idólatra haya extraviado y embaucado con
sus falsas palabras a tantos de entre los mejores cristianos; con él, Dios nos ha
enviado una plaga como castigo a nuestros pecados. En efecto, este desventurado
enseña en su mejor libro, De anima, que el alma muerte junto con el cuerpo, aunque
muchos hayan querido salvarlo con inútiles palabras; como si no poseyésemos la
Sagrada Escritura, gracias a la cual somos abundantemente instruidos en todas las
cosas de las cuales Aristóteles no experimentó jamás ni el más mínimo barrunto.

Lutero separa tajantemente razón y fe, filosofía y teología. Cree que las dos fuentes son
radicalmente enemigas. No se trata tanto de que la razón y la fe lleguen a conclusiones
contradictorias, sino de que representan modos de vida o actitudes incompatibles:

Así como sucedió con Abraham, la fe vence, mata y sacrifica la razón, que es la más
rabiosa y pestilente enemiga de Dios

Una se basa en la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia de la razón humana. Otra se


abandona ciegamente al Creador, basándose así en la confianza, la humildad y la sumisión.
Para Lutero la fe es la lógica de la criatura. Pretender juzgar con nuestra razón los dictados
de la revelación divina es convertir al Juez Supremo en acusado. Pero, ¿quién puede pedirle
cuentas a Dios? Según Lutero existe un fundamento teológico para la completa
minusvaloración de la razón: la caída ha corrompido radicalmente nuestro entendimiento y
nuestra voluntad, de forma que somos incapaces de conocer el bien; y seríamos incapaces
de hacerlo aún conociéndolo de no ser por la gracia divina.

La opción por la fe frente a la razón en el plano epistemológico tiene así su correlato en el


plano ético. Frente a quienes –como los católicos– pretenden la salvación por las obras,
Lutero recogerá los textos paulinos que insisten en la justificación (o rehabilitación) ante
Dios solamente por la fe: ninguna obra puede bastar por buena que sea para que
merezcamos la salvación y la vida eterna. Sólo la fe, que además es un don divino, salva.

4.2 El conflicto entre ciencia y religión


La elaboración teórica que formula Galileo con respecto a la frontera entre proposiciones
científicas y proposiciones de fe reclama, por una parte, la autonomía de los conocimientos
científicos, que se prueban y se valoran por medio del mecanismo constituido por las reglas
del método experimental. Esta autonomía de las ciencias en relación con las Sagradas
Escrituras halla su justificación en el principio según el cual «la intención del Espíritu
Santo consiste en enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo». Galileo afirma
que «no sólo los autores de las Letras Sagradas no pretendieron enseñarnos las
constituciones y movimientos de los cielos y de las estrellas, y sus figuras, tamaños y
distancias, sino que -aunque todas estas cosas fueron conocidísimas para ellos- se
abstuvieron de hacerlo de una manera expresa. Dios nos ha dado sentidos, razonamiento e
intelecto: es por medio de ellos como podemos llegar a aquellas «conclusiones naturales»,
obtenibles «a través de las sensatas experiencias o de las demostraciones necesarias». La
Escritura no es un tratado de astronomía: hasta el punto de que,

Si los escritores sagrados hubiesen querido enseñarle al pueblo las disposiciones y


movimientos de los cuerpos celestes, y que en consecuencia nosotros hubiéramos de
recibir tales conocimientos de las Sagradas Escrituras, en mi opinión, no habrían
tratado tan poco de estas cuestiones, que es apenas nada en comparación con las
infinitas y admirables conclusiones que se contienen y se demuestran en tal ciencia.

No es intención de la Sagrada Escritura «enseñarnos que el cielo se mueve o está quieto, ni


si tiene una figura en forma de esfera, de disco, o si se extiende en un plano, ni si la Tierra
está contenida en su centro o se encuentra a un lado». Por lo tanto «tampoco tuvo la
intención de otorgarnos una certeza con respecto a otras conclusiones del mismo género y
vinculadas con las que acabamos de nombrar, que sin determinar aquéllas no se puede
afirmar nada de éstas; como son el determinar el movimiento y la quietud de la Tierra y del
Sol». Puesto que no es función de la Escritura determinar «las constituciones y
movimientos de los cielos y de las estrellas», Galileo llega a afirmar que

me parece que en las disputas acerca de problemas naturales no habría que


comenzar por la autoridad de los pasajes de las Escrituras, sino por las experiencias
sensatas y las demostraciones necesarias: porque, procediendo igualmente del Verbo
divino tanto la Escritura Sagrada como la naturaleza, aquélla como dictado del
Espíritu Santo y ésta como fidelísima ejecutora de las órdenes de Dios; y hallándose
además que en las Escrituras, para acomodarse el entendimiento del hombre en
general, se dicen muchas cosas distintas -en su aspecto y en cuanto al puro
significado de las palabras- de lo verdadero absoluto; por el contrario, empero,
siendo la naturaleza inexorable e inmutable, y al no traspasar jamás los límites que
las leyes le han impuesto, como por ejemplo la ley que en ella se cuida de que sus
íntimas razones y modos de operar estén manifiestos o no ante la capacidad de los
hombres; parece que aquel efecto natural que la experiencia sensata nos coloque
delante, o nos ofrezcan las demostraciones necesarias, no deba en ningún momento
verse puesto en duda, y tampoco condenado, mediante pasajes de la Escritura cuyas
palabras mostrasen un aspecto distinto, puesto que no todo dicho de la Escritura está
ligado a una necesidad tan severa como la de todos los efectos naturales, ni se
descubre a Dios de un modo menos excelente en los efectos de la naturaleza que en
las sagradas palabras de las Escrituras.

Se reclama, pues, la autonomía de la ciencia: todo aquello de lo que podamos tener noticia
a través de «las sensatas experiencias» y las «demostraciones necesarias» queda sustraído a
la autoridad de las Escrituras. Ahora bien, si las Escrituras no son un tratado de astronomía,
¿cuál es su finalidad?
Considero [...] que la autoridad de las Letras Sagradas tiene como propósito enseñar
principalmente a los hombres aquellos artículos y proposiciones que, superando
cualquier razonamiento humano, no podían hacérsenos creíbles mediante otra
ciencia o por ningún otro medio, que no fuese por boca del Espíritu Santo mismo.

Las proposiciones de fide se refieren a nuestra salvación (“cómo se va al cielo”), y


constituyen “decretos de verdad absoluta e inviolable”. La Escritura es un mensaje de
salvación que deja intacta la autonomía de la indagación científica.

Galileo efectúa, además, otras importantes consideraciones:

1. Se equivocan quienes pretenden detenerse exclusivamente en el «puro significado


de las palabras», ya que, si se hiciese tal cosa, entonces en la Escritura «no sólo
aparecerían diversas contradicciones, sino también graves herejías e incluso
blasfemias; sería necesario, así, darle a Dios pies, manos y ojos, y asimismo efector
corporales y humanos, como la ira, el arrepentimiento, el odio, y a veces hasta el
olvido de las cosas pasadas y la ignorancia de las futuras».
2. De esto se sigue que, viéndose obligada la Escritura a «adaptarse a la incapacidad
del vulgo», «los sabios expositores indican los verdaderos sentidos, y en ellos
señalan las razones particulares por las que han sido proferidos, utilizando
determinadas palabras».
3. La Escritura «no sólo da pie a exposiciones distintas al significado aparente de las
palabras, sino que las requiere necesariamente». Los escritores sagrados se dirigían
«a pueblos rudos e indisciplinados».
4. «Y siendo por lo demás manifiesto que jamás pueden contradecirse dos verdades, el
oficio de los sabios expositores consiste en esforzarse para hallar los sentidos
verdaderos de los pasajes sagrados, que concuerden con aquellas conclusiones
naturales de las que estamos seguros y ciertos con anterioridad, a través de una
sensación evidente o de las demostraciones necesarias».
5. De esta manera la ciencia se convierte en uno de los instrumentos que hay que usar
para interpretar algunos pasajes de la Escritura. «Cuando nos cercioremos de
algunas proposiciones naturales, debemos servirnos de ellas como medios muy
apropiados para la verdadera exposición de las Escrituras y para investigar aquellos
sentidos que en éstas se contienen necesariamente, como algo muy verdadero y
concorde con las verdades demostradas».
6. Es preciso manejar con mucha circunspección «aquellas conclusiones naturales que
no son de fe, a las que pueden llegar la experiencia y las demostraciones
necesarias». «Sería pernicioso afirmar como doctrina defendida por las Sagradas
Escrituras una proposición de la cual en algún momento pudiese obtenerse una
demostración en contrario».
7. La Escritura, por lo tanto, no debe verse comprometida por intérpretes falibles y no
inspirados, en materias que pueda resolver la razón humana. La ciencia progresa y
por ello resulta equivocado tratar de comprometer la Escritura acerca de
proposiciones que más adelante puedan verse contradichas.

Además de los artículos referentes a la salvación y al establecimiento de la fe, contra cuya


solidez no hay ningún peligro de que jamás pueda surgir una doctrina válida y eficaz, quizá
la decisión óptima sería no agregar ningún otro sin necesidad; y si esto es así, ¿no sería
acaso un desorden mucho mayor añadirlos por solicitud de personas que, además de ignorar
nosotros si hablan inspirados por virtud celestial, vemos con toda claridad que carecen por
completo del entendimiento que sería necesario no ya para impugnar, sino para comprender
siquiera las demostraciones que emplean las ciencias tan perspicaces en la confirmación de
sus conclusiones?.

Por consiguiente: 1) la Escritura es necesaria para la salvación del hombre; 2) los «artículos
referentes a la salvación y al establecimiento de la fe» son tan firmes que «no hay ningún
peligro de que jamás se pueda alzar ninguna doctrina válida y eficaz» en contra de ellos; 3)
la Escritura no posee ninguna autoridad con respecto a todos aquellos conocimientos que
pueden ser descubiertos mediante «experiencias sensatas y demostraciones necesarias»; 4)
cuando la Escritura habla sobre lo que es necesario para la salvación no puede verse
desmentida; 5) sin embargo, dado que los escritores sagrados se dirigían al “vulgo rudo e
indisciplinado”, la Escritura necesita ser interpretada en muchos pasajes; 6) la ciencia
puede constituir un medio para efectuar interpretaciones correctas; 7) no todos los
intérpretes de la Biblia son infalibles; 8) no se puede comprometer la Escritura en aquellas
cosas que el hombre puede conocer con su sola razón; 9) la ciencia es autónoma: sus
verdades se establecen a través de experiencias sensatas y determinadas demostraciones,
pero no basándose en la autoridad de la Escritura; 10) ésta ocupa el último puesto en lo
referente a cuestiones naturales.

Por lo tanto, la ciencia y la fe son imposibles de comparar. Sin embargo, son compatibles, a
pesar de ser incomparables. El discurso científico es un discurso empíricamente
controlable, que nos permite comprender cómo funciona este mundo. El razonamiento
religioso es un mensaje de salvación que no se preocupa del “que”, sino del sentido de estas
cosas y de nuestra vida; la fe es incompetente con respecto a cuestiones fácticas. Tanto la
ciencia como la fe poseen sus propios hechos: por esta razón siempre están de acuerdo. No
se contradicen, ni pueden contradecirse, porque no son comparables: la ciencia nos dice
“cómo va el cielo”, y la fe, “cómo se va al cielo”.

4.3 Descartes
Para Descartes, la verdad no se encuentra en el juicio, que para él es operación de la
voluntad, sino en la intuición de la mente que recibe pasivamente la idea. Por eso, la
evidencia no se refiere a las cosas que concibo, sino a mi concepción de las cosas, a la idea
de ellas, pues «no conozco las cosas, sino las ideas de las cosas»; como las ideas no reciben
su claridad de las cosas, sino de Dios, el conocimiento no viene a ser asimilación del ser ni
tampoco producción del ser, sino que es un reflejo pasivo de la realidad.
El pensar queda reducido al acto de conciencia. Para el ejercicio de su conocimiento, la
inteligencia se basta a sí misma; ella sola puede darse su objeto propio, sin recurrir a algo
extramental o extraconciencial; el sujeto cognoscente no necesita salir de sí. De este modo,
la realidad del mundo sensible no se podrá salvar sino con un realismo indirecto
(recurriendo a la veracidad de Dios). El entendimiento deja de ser aquella carta en la que
nada está escrito, pues nace con las ideas.

La sustancia, descubierta como idea clara en el «Pienso» viene a ser el sujeto pensante, la
sustancia pensante no es más que el pensamiento existente y no implica substrato real, sino
solamente relación intrínseca por la cual el yo es la evidencia de su propia existencia.

El «Pienso, luego existo» me da la seguridad de que las ideas existen en mi pensamiento


como actos del mismo, ya que forman parte de mí, como sujeto pensante, pero no se
aseguran que los objetos representados existan en la realidad. Para resolver este problema,
Descartes distingue tres clases de ideas: las que han nacido en mí, con mi naturaleza; las
que proceden de fuera; y las que nosotros mismos fabricamos. Consideradas desde el punto
de vista subjetivo, todas estas ideas son iguales; pero si se las mira en cuanto representan
algo, difieren entre sí.

Para probar que estas ideas representan algo real, necesitamos un criterio superior de
certeza. Este criterio es la existencia de Dios; así, pues, el primer paso es demostrar la
existencia de Dios. Una vez demostrada la existencia de Dios, queda comprobado el criterio
de certeza, pues siendo Él suma perfección no puede engañarse ni engañarme; si Dios me
dio la facultad de juicio, ella no puede ser tal que me induzca a error cuando la emplee
rectamente. Por tanto, la función primera y más fundamental de dios es ser principio y
garantía de toda verdad.

Lógicamente, este Dios garantizador de las verdades las debería respetar; de ahí se
concluiría que las verdades son independientes de Dios. La doctrina cartesiana, empero, es
todo lo contrario: las verdades eternas (enunciados sobre las esencias inmutables) no son
independientes de la voluntad de Dios, pues atarían su libertad; Dios las ha creado
libremente. Así, Dios no ha querido las leyes del triángulo porque no podían ser de otra
manera, sino que, por el contrario, las ha querido libremente, y por esto los triángulos se
rigen por esa ley. No se sigue de ahí, añade Descartes, que las esencias sean mudables:
deben depender del libre albedrío divino para que Dios sea su garante, pero como la
voluntad de Dios es inmutable, la verdad, producto de su arbitrio, queda absolutamente
garantizada y no se puede cambiar.

4.4 Spinoza
Las ideas filosóficas de Spinoza no dejaban ningún espacio a la religión, a no ser en un
plano muy diferente al de la filosofía, que únicamente se desvela en los grados del segundo
y del tercer género de conocimiento (planos de la razón y del intelecto). Por el contrario, la
religión permanece en grado del primer género de conocimiento, en el que predomina la
imaginación. Los profetas, autores de los textos bíblicos, no destacan por el vigor de su
intelecto, sino por la potencia de su fantasía o imaginación; los contenidos de sus escritos
no son conceptos racionales, sino imágenes vívidas. La religión, además, se propone
obtener una obediencia, mientras que la filosofía –y sólo ella– aspira a la verdad. Tanto es
así, que los regímenes tiránicos se valen ampliamente de la religión para conseguir sus
objetivos. La religión, tal como es profesada en la mayoría de los casos, está alimentada por
el temor y por la superstición, y la mayor parte de los hombres limitan su credo religioso a
las prácticas del culto, hasta el punto de que, si se tiene en cuenta la vida que llevan los más
de ellos, se hace imposible saber de qué credo religioso son seguidores.

El contenido de la fe se reduce a unas cuantas directrices, que Spinoza agrupa en estos siete
criterios:

1. Dios existe como ente supremo, sumamente justo y misericordioso, modelo de vida
auténtica. Quien lo ignora o no cree en su existencia no puede obedecerle, ni
reconocerlo como juez.
2. Dios es único. Nadie puede dudar que la admisión de este dogma sea absolutamente
necesaria para los fines de la suprema devoción, admiración y amor a Dios, puesto
que la devoción, la admiración y el amor nacen exclusivamente de la excelencia de
uno solo sobre todos los demás.
3. Dios es omnipotente, todo le es concedido. Considerar que las cosas se le oculten, o
ignorar que él vea todo, significaría dudar de la equidad de su justicia, según la cual
él lo rige todo, o incluso ignorarla.
4. Dios posee el derecho y el dominio supremos sobre todo, y no hace nada obligado
por una ley, sino de acuerdo con su absoluto beneplácito y por efecto de su gracia
singular. Todos están obligados a obedecerle en todo a él, y él en cambio a nadie.
5. El culto a Dios y la obediencia a sus mandatos consiste únicamente en la justicia y
en la caridad, es decir en el amor al prójimo.
6. Todos aquellos que obedecen a Dios siguiendo esta norma de vida se salvan (sólo
ellos); todos los demás, que viven a merced de los placeres, se pierden. En ausencia
de esta firme convicción no se vería por qué los hombres habrían de preferir
obedecer a Dios y no a sus placeres.
7. Dios perdona los pecados a quien se arrepiente. Todos los hombres caen en el
pecado, y si no existiese la certeza del perdón, todos perderían la esperanza de la
salvación, y ya no habría motivos para considerar que Dios es misericordioso. En
cambio, quien está profundamente convencido de que Dios, en virtud de su
misericordia y de su gracia, de acuerdo con las cuales gobierna todo, puede
perdonar los pecados de los hombres, y debido a esta fe se enciende cada vez más
en amor a Dios, éste conoce de veras a Cristo según el Espíritu, y Cristo está con él.

La fe no requiere “dogmas verdaderos” sino “dogmas píos”, capaces de inducirnos a la


obediencia. Lo verdadero y lo falso no pertenecen a la religión, sino a la actividad
filosófica.
4.5 Pascal
Como Descartes, Pascal afronta una crítica del conocimiento, pasa sacar una conclusión
opuesta al optimismo racionalista. Su tesis es paradójica y gira en torno a dos antinomias:
dogmatismo versus escepticismo, corazón versus razón. Los errores de nuestras facultades
favorecen el escepticismo y muestran su insuficiencia para solucionar el problema crítico
del conocimiento; pero como el hombre no puede persistir en la actitud escéptica, el
instinto del corazón, especie de intuición o sentido común para afirmar los principios
indemostrables, satisface su ansia de verdad.

Nuestro conocimiento sobre el mundo tiene un doble límite. En primer lugar, la experiencia
no sirve para decidir sobre la verdad, no es guía de las explicaciones, sino que es punto de
partida para sacar las leyes; la ciencia no es la deducción geométrica de los fenómenos,
como creyó Descartes. Por otra parte, los principios, que son el fundamento de las ciencias,
están fuera de todo razonamiento; los escépticos no logran refutarlos; la imposibilidad de
demostrarlos prueba, no la incertidumbre de los principios, sino la debilidad de la razón.
Queda el camino para que el corazón o instinto los justifique, no demostrándolos, sino
sintiendo la verdad de esos enunciados.

Para reconocer su no ser, el hombre se ha de comparar con el ser; para reconocer su error,
su duda y su miseria, se ha de comparar con la verdad, el bien y la felicidad; así comienza
la búsqueda de la fe. La fe impregna todo el hombre, que debe emplearse todo en ella. Esa
fe no es evidencia ni posesión segura, pues el hombre excluye estas cosas. El mundo
mismo, así como no manifiesta totalmente a Dios, tampoco lo excluye; esto sucede para
que el hombre no crea que posee a Dios y se olvide de su miseria; pero si no viere nada de
la divinidad, no sabría que lo que ha perdido y aspiraría a reconquistarlo. Tentar a Dios es
pretender alcanzarlo sin humildad en la búsqueda; Él se revela a quienes buscan la fe, que
no se demuestra. Las pruebas de la existencia de dios valen sólo para quienes tienen fe. Con
las demostraciones racionales se llega a un Dios autor de las verdades geométricas, que no
es el Dios de los cristianos; nuestros Dios llena el alma y el corazón de quienes Él posee y
les hace sentir su miseria y su misericordia infinita.

El hombre debe decidirse en sus relaciones con Dios; no puede aplazar la decisión: o vivir
como si Dios existiera o como si Dios no existiera; sustraerse a la elección es elegir la
negativa. Si la razón no le puede resolver la cuestión, puede mostrarle que se trata de una
apuesta en que se juega la pérdida de todo o la ganancia; ahora bien, quien apuesta sobre la
existencia de Dios, si gana, lo gana todo; si pierde, no pierde nada; por lo tanto, ha de
apostar. Puesto que se trata del infinito, la conveniencia de la apuesta supera todo. Cuando
se titubea no hay que violentar ni aumentar razones, sino acallar las pasiones y valerse de
las formas exteriores de la fe para empeñar a todo el hombre.

4.6 Lamennais
En su Ensayo para combatir con más eficacia los excesos de la razón individual, causa del
desvío de dios, propone el sistema del sentido común como verdad que los hombres crean
invenciblemente. Esta fe no se funda en razones individuales, cuya impotencia para darnos
certeza queda testificada por la experiencia y la historia. Tres hechos nos convences: 1) La
razón individual no puede llegar, por sus propias fuerzas, más que a un escepticismo; duda
de los sentidos, de la razón y hasta de la misma evidencia, que es un estado subjetivo,
variable según los individuos; así dudamos hasta de la propia existencia. 2) Todos creemos
algunas verdades, como que los cuerpos tienen propiedades nutritivas, porque tenemos que
vivir, y dichas verdades son indispensables para la vida física y social, de modo que
aceptamos las conclusiones aunque sean muy débiles las razones. 3) Todos nos servimos,
para discernir lo verdadero de lo falso, del consentimiento universal, norma natural e
infalible, y al que no piensa así se le llama demente.

La autoridad de este sentido común es infalible y es el único medio de escapar del


escepticismo, en el cual sería imposible vivir. La primera y principal verdad testificada por
el consentimiento universal es la existencia de Dios. Ella explica los tres hechos
mencionados, y por eso viene a ser la base de toda la filosofía.

En efecto, no siendo la verdad otra cosa que «la razón de ser de lo que es», el hombre no
posee la razón de ser en sí, sino sólo en Dios; por consiguiente, la razón individual no
produce sino un movimiento hacia el escepticismo, que es su propia destrucción; ella no
puede hallar en el «Pienso» cartesiano la verdad; únicamente la halla en Dios. Sin embargo,
la inteligencia no se puede destruir a sí misma, y como su esencia es poseer la verdad, Dios,
al crearla, le infundió las verdades primordiales con palabras adecuadas para expresarlas y
trasmitirlas. Con esta razón nosotros creemos natural e invenciblemente. Finalmente, como
Dios ha creado a todos semejantes entre sí, para hallar ese primordial elemento de verdad
hemos de aceptar lo que es común a todos, o sea, en lo que estamos de acuerdo, y rechazar
lo que pudo añadir el sentido privado.

Con estas premisas queda demostrada la tesis de que la filosofía debe empezar por un acto
de fe en las verdades primitivas, transmitidas, por la tradición, mediante el lenguaje o el
consentimiento de todos. Antes de Cristo, todo lo que era común a todos era lo verdadero;
después de Cristo, la Iglesia católica se hace garante de esa verdad y la infalibilidad
pontificia lo asegura.

Lamennais propone un sistema completo: la existencia del universo es indemostrable y se


admite por fe. El universo viene de Dios, no por creación de la nada, sino reproduciendo de
manera finita lo infinito, y ambos vienen a ser dos estados diversos de la misma sustancia.

4.7 Locke
Para Locke, es necesario aclarar el problema de la fe y de la razón si queremos ponernos de
acuerdo sobre asuntos de religión. Para ello, lo primero que debemos hacer es definir fe y
razón.

[...] entiendo por razón, distinguida de la fe, el descubrimiento de la certidumbre o


de la probabilidad de las proposiciones o de las verdades que la mente logra
alcanzar por medio de la deducción, partiendo de aquellas ideas que adquiere por el
uso de sus facultades naturales, a saber: la sensación o la reflexión.
La fe, en cambio, es el asentimiento que otorgamos a cualquier proposición que no
esté fundada en deducción racional, sino sobre el crédito del proponente, que viniera
de Dios por alguna manera extraordinaria de comunicación. Esta manera de
descubrir verdades a los hombres es lo que llamamos la revelación (Ensayo sobre el
entendimiento humano, 3, XVIII, ii).

Mediante la revelación no podemos llegar al conocimiento de ideas simples, pues estas


dependen completamente de nuestras facultades naturales; pero, aunque pudiésemos, el
conocimiento que adquirimos de las ideas simples mediante la revelación jamás será tan
seguro como el que adquirimos mediante la percepción del acuerdo o desacuerdo de
nuestras ideas. Si Dios nos revelase algo, de lo único que podríamos tener certeza es de que
es una revelación divina, pero no podríamos conocer de lo que se trata, pues no sería fruto
de nuestra percepción de las ideas.

La fe está subordinada a la razón, porque es un asunto de razón, y no de fe, el creer las


cuestiones reveladas por la fe. Es claro que Dios no puede revelar nada que vaya contra
nuestro entendimiento, pues eso supondría que Dios destruiría su propia obra. Pero, cuando
Dios revela algo que está de acuerdo con nuestro entendimiento, es la razón quien decide
que eso es fruto de una revelación y que, por tanto, merece su asentimiento, aunque, como
ya se ha dicho, no pueda entenderlo. En definitiva, con respecto a aquellas cosas de que
tenemos conciencia clara, es la razón su único juez, y aunque la fe pueda confirmar sus
decisiones, no puede invalidar sus decretos.

Esto, sin embargo, no invalida la fe, pues nuestro conocimiento es limitado, y hay cosas
que están por encima de nuestra razón. Con respecto a estas, es la fe quien debe predominar
sobre la razón, pero siempre teniendo en cuenta que la decisión sobre lo que es y lo que no
es una revelación divina es siempre asunto de la razón. En este sentido, es claro que nada
que sea incompatible con los dictados de la razón puede ser objeto de fe; tampoco es objeto
de fe aquello que podemos conocer mediante nuestra razón, o mediante nuestra razón en
unión con nuestras facultades sensibles. Por tanto, el ámbito de la fe queda restringido a
aquello que escapa a los límites de nuestra razón.

La diferencia con respecto a la filosofía medieval es clara. Para los filósofos medievales,
cuando había conflicto entre la fe y la razón había que desechar el dato racional, pues Dios
no nos engañaba; para Locke, por el contrario, cuando hay conflicto entre ambas, hay que
desechar el dato de fe, pues, de lo contrario, tendríamos que admitir que Dios destruye su
propia obra mediante contradicciones. Además, repito, la decisión de qué es y qué no es un
dato revelado (digno de confianza) es una decisión que compete exclusivamente a la razón.

4.8 Hume
Hume es posiblemente el primero que, entendiendo que la razón y la fe (o la filosofía y la
religión) tienen una estrecha relación, y que esa relación es muy conflictiva, opta
racionalmente contra la religión y, sobre todo, se extiende pormenorizadamente en
argumentos.
Hay, efectivamente, un núcleo de intersección entre la razón y la fe, pero las aserciones de
la fe son increíbles para la razón dada la evidencia disponible (y muy especialmente la
evidencia del mal). Los argumentos de la teología natural son todos falaces. La religión
debe ser descartada. La fe no puede sostenerse ante la razón. Frente a la razonabilidad del
cristianismo de Locke, Hume muestra que el cristianismo no es nada razonable, y que la
razón natural apunta en el mejor de los casos a que

este mundo … sólo fue el primer ensayo tosco de alguna divinidad menor de edad
que lo abandonó después, avergonzado de su imperfecta obra; sólo es la obra de
alguna divinidad dependiente e inferior, y constituye un objeto de risa para sus
superiores; es el producto de la vejez y la chochez de alguna divinidad cargada de
años y, desde su muerte, ha corrido a la aventura tras el primer impulso y la fuerza
activa que recibió de ella

Hume representa una postura que será común también entre los ilustrados franceses: la
Iglesia es una institución “impresentable”, el teísmo es filosóficamente insostenible, a los
sumo podemos quedarnos en el deísmo o, si damos un paso más, en el panteísmo o el
agnosticismo.

4.9 Kant: la fe racional práctica


Kant pretende separar definitivamente y por completo los ámbitos de la razón y la fe, pero
de la razón teórica –esto es, de la ciencia y filosofía especulativa–, porque existe también
una razón práctica donde sí va a haber lugar para la fe.

En Crítica de la razón pura Kant establece la imposibilidad de las demostraciones


ontológicas, cosmológicas y físico-teológicas de la existencia de Dios. Pero no se trata ya
meramente de que la teología natural fracase, sino de que todo conocimiento en esta área es
de suyo imposible. Dado que la Crítica ha establecido una división tajante entre el mundo
fenoménico y el nouménico, y dado que la conclusión de Kant es que del mundo de los
noúmenos –sobre el que versan tanto la metafísica como la teología natural– nosotros los
humanos no podemos conocer nada, todas las especulaciones metafísico-teológicas serán
una pérdida de tiempo. Es decir, la razón teórica nada puede ayudar a la fe, pero
precisamente por ello tampoco criticarla:

los mismos motivos en virtud de los cuales se demuestra la incapacidad de la razón


para afirmar la existencia de ese ser [Dios], tienen que ser suficientes para probar lo
inadecuado de toda afirmación en sentido contrario (B 669)

Sin embargo, en el prólogo de la misma obra, Kant afirma: “Tuve, pues, que suprimir el
saber para dejar sitio a la fe” (B XXX). En otras palabras, aún siendo imposible la teología
racional en cuanto teología trascendental (argumentos ontológico y cosmológico), en
cuanto teología natural física (argumento teleológico), sí es en cambio posible una teología
moral
Esta teología moral tiene la ventaja peculiar, frente a la teología especulativa, de
conducirnos inevitablemente al concepto de un ser primario, uno, perfectísimo y
racional, un ser al que la teología especulativa no podía remitirnos, ni siquiera
partiendo de fundamentos objetivos, no digamos ya convencernos de su existencia
(B 842)

Entonces, la razón, en su uso práctico, nos permitirá postular aquellas verdades de la fe


sobre las que la razón teórica nos dejaba en completo suspenso: la existencia de Dios como
legislador moral supremo, y asimismo la de la libertad humana y la de la inmortalidad del
alma.

Kant insiste en que los la “libertad humana” y la “inmortalidad del alma” no son un dogma
demostrado, sino supuestos “absolutamente necesarios”:

es ésta una exigencia en sentido absolutamente necesario, y justifica su


presuposición, no sólo como hipótesis permitida, sino como postulado en sentido
práctico (Crítica de la razón práctica, II, II, VIII)

De ahí que Kant hable de una fe racional pura práctica:

Como el fomento del supremo bien y, por tanto, la presuposición de su posibilidad


es necesaria objetivamente (pero solo a consecuencia de la razón práctica), y al
mismo tiempo el modo en que nosotros queremos pensarlo como posible, se halla
en nuestra elección, decidiéndola, empero, un libre interés de la razón pura práctica,
en favor de la aceptación de un creador sabio del mundo, resulta, pues, que el
principio que determina nuestro juicio en esto es ciertamente subjetivo, como
exigencia, pero también, al mismo tiempo, como medio de fomentar aquello que en
el sentido moral, es decir, de una fe racional pura práctica. Esta, pues, no es
ordenada, sino originada en la disposición moral de ánimo, como una determinación
de nuestro juicio, de admitir aquella existencia y ponerla además a la base del uso
de la razón, determinación que es libre, consciente para el propósito moral
(mandato), y además concordante con la exigencia teórica de la razón; ella puede,
por tanto, tambalearse a menudo, aun en los bien dispuestos moralmente, pero
nunca hacerles caer en la falta de fe (ibid.)

La fe que Kant considera racional y razonable es la fe cristiana, pero de una religión


depurada de dogmas y mitos. Así, en La religión dentro de los límites de la mera razón,
Kant hace una reconstrucción racional de la religión cristiana en la que a veces se perfila un
Dios más próximo al del deísmo que al del teísmo, y en la que lo básico de la religión
queda reducido a sus componentes morales. Pero la moral es un producto de la razón
(práctica), luego también habrá de serlo la religión

4.10 El deísmo
Al siglo XVIII se le ha llamado «siglo de las luces» porque extiende la luz de la razón a
todos los campos de la experiencia humana. Surgieron en el siglo XVII y llegaron a su
culminación en el XVIII dos graves problemas, uno teórico y el otro práctico, el problema
crítico y el problema social moderno. Ambos se originan por un espíritu de rebelión del
individuo contra la autoridad. Paso a paso, desde Descartes, el «yo» se fue independizando
y constituyéndose el centro de todo, para no obedecer más que a sí mismo, tesis del
liberalismo inglés que se especificará en la Ilustración francesa con una independencia de la
Iglesia.

Se exaltará la eficacia de la razón y de la ciencia como regla de vida, rasgo racionalista que
caracteriza a los «enciclopedistas».

El Deísmo inglés es la primera fase de la Ilustración, doctrina de una religión natural o


racional, fundada en la manifestación natural que la divinidad hace de sí misma a la razón
humana, no por revelación histórica o sobrenatural.

Las tesis principales del deísmo podrían reducirse a lo siguiente: la religión no puede
contener nada de irracional, y, por tanto, la verdad de la religión se revela a la razón misma,
resultando superflua la revelación histórica; las creencias de esa religión han de ser pocas y
simples (Dios existe, es creador y gobernador del universo, castiga el mal y premia el bien
en la vida futura). Los deístas ingleses atribuyen a Dios, no sólo el gobierno del mundo
físico, sino también del moral, mientras los franceses, comenzando por Voltaire, niega que
Dios se ocupe del hombre y le atribuyen la más radical indiferencia en relación con su
destino. Rousseau se acercará más a la teoría inglesa. En todo caso, lo propio del deísmo es
la negación de la revelación y la reducción del concepto de dios a las características que la
simple razón pueda atribuirle.

5. Relación entre fe y razón en la filosofía


contemporánea
5.1 Religión racional contra religión arracional: Hegel vs.
Kierkegaard
Para Hegel, religión y filosofía coinciden plenamente en cuanto a su objeto, lo Absoluto.
Pero, mientras que la filosofía nos proporciona una representación por conceptos, la
religión lo hace mediante imágenes. En este sentido, la filosofía, la razón, representa un
conocimiento superior de lo absoluto (el saber absoluto) y por ello la religión es
considerada como un conocimiento valioso, pero siempre supeditado. Así, Hegel pensará
que la religión está bien para que el pueblo conozca la verdad, pero que los filósofos deben
acceder al nivel superior de la filosofía.

En Hegel volvemos a encontrarnos con una comunidad y complementariedad de la fe y la


razón que enlaza con la mejor tradición agustiniana. Pero no sólo el cristianismo de Hegel
es mucho más heterodoxo, sino que su visión de la religión está sobrecargada de
racionalidad. En Hegel tenemos una religión al servicio de la razón. La religión ha quedado
superada –absorbida, englobada, cancelada– en el momento supremo del desarrollo de lo
absoluto hacia su autoconocimiento: la filosofía.

En Kierkegaard volvemos a asistir a un divorcio entre fe y razón. La razón es la imposición


de lo universal. Frente a ello Kierkegaard reclama la existencia individual. La moral es el
terreno de la universalidad. Pera el hombre representa sólo un estadio, el intermedio, entre
el previo estado estético y el superior estado religioso. La afirmación del principio religioso
se opone así a la del principio moral; no hay posibilidad de conciliación entre ambos. Pero
entonces, la elección entre los dos principios no puede obtenerse a partir de consideraciones
generales. Hay que optar: o la obediencia a Dios, o la obediencia a la conciencia moral
general de la humanidad. Pero la fe no es un principio universal: es una relación privada
entre el hombre y Dios, es el dominio de la soledad. De ahí procede el carácter incierto y
arriesgado de la vida religiosa, ¿cómo puede el hombre estar seguro de ser una excepción
justificada?, ¿cómo puede saber que él es el elegido, aquel al que Dios ha confiado una
tarea excepcional que exige y justifica la suspensión de la ética? La fuerza angustiosa con
que se le presenta al hombre este interrogante es la única señal indirecta de su elección. La
fe es propiamente la certeza angustiosa, la angustia que tiene la certeza de sí misma y de
una oculta relación con Dios. El hombre puede pedir la fe a Dios, pero, ¿no es la misma
posibilidad de orar un don divino? Por eso existe en la fe una contradicción que no se puede
erradicar. La fe es paradoja y escándalo. Cristo es el signo de esta paradoja: es el que sufre
y muere como hombre mientras habla y procede como Dios. El hombre queda ante un
dilema: creer o no creer. La existencia humana implica esta angustia entre ambas
posibilidades. En la medida, pues, en que la opción por la fe es un salto a ciegas, volvemos
a encontrarnos con una oposición entre fe y razón. Si el cristianismo es contradicción y
paradoja, y a la par ésas son las características de la existencia humana, entonces nos
acercamos nuevamente al “creo porque es absurdo”.

5.2 Freud: la religión como ilusión


Para Freud, aunque el hombre es un ser principalmente instintivo, la satisfacción
indiscriminada de estos instintos –el estado de naturaleza– va en contra de la supervivencia
de la propia especie. En consecuencia, y para evitar este peligro, surge la cultura, cuya
principal función es defendernos contra la naturaleza. La cultura nos defiende contra la
naturaleza reprimiendo la satisfacción de nuestros instintos, así como imponiéndonos
ciertas obligaciones. Sin embargo, esta represión y esta imposición, al ser antinaturales,
provocan en nosotros sufrimientos e insatisfacciones. ¿Cómo conseguir que los hombres
obedezcan fielmente estas represiones y estas imposiciones? Atribuyéndoles un origen
divino, «situándolos por encima de la sociedad humana y extendiéndolos al suceder natural
y universal».

Según Freud, las representaciones religiosas surgen por dos motivos: 1) «para defenderse
contra la abrumadora prepotencia de la Naturaleza»; y 2) por «el impulso a corregir las
penosas imperfecciones de la civilización».
Las representaciones religiosas son principios y afirmaciones sobre hechos y relaciones de
la realidad exterior (o interior) en los que se sostiene algo que no hemos hallado por
nosotros mismos y que aspiran a ser aceptados como ciertos.

Los defensores de estos principios religiosos aducen –según Freud–, a favor de su verdad,
tres razones: 1) debemos aceptarlos porque ya nuestros antepasados los creyeron ciertos; 2)
se aduce la existencia de pruebas que nos han sido transmitidas por las generaciones
anteriores; 3) se nos hace saber que está prohibido plantear interrogación alguna sobre la
credulidad de tales principios. Ninguna de estas tres razones parece convincente a Freud.
Comenzando por la tercera; ¿no será, nos dice Freud, que si está prohibido interrogarnos
sobre tales principios es, sencillamente, porque tales principios no tienen ningún
fundamento? Es más, si tales principios tuviesen algún fundamento, ¿no nos sería mostrado
éste inmediatamente? Como no ocurre así, hemos de concluir que ese fundamento,
efectivamente, no existe.

Tampoco 1) demuestra nada, pues nuestros antepasados eran mucho más ignorantes que
nosotros, y creyeron cosas que hoy nos es imposible aceptar; por ejemplo, los antiguos –
algunos antiguos– creyeron que el mundo reposaba sobre la espalda de una tortuga, que a
su vez reposaba sobre la espalda de un elefante, que a su vez...; ahora bien, esta creencia
nos parece hoy absurda; ¿por qué considerar absurda a esta creencia, y no considerar
absurda a la creencia religiosa?

Con respecto a 3), las pruebas que los antiguos nos han transmitido aparecen incluidas en
escritos faltos de toda garantía, contradictorios y falseados. Es más, estas pruebas son
circulares, porque se pretende aducir como prueba que tales escritos son parte de la
revelación divina; ahora bien, esta misma prueba es parte de la doctrina; de donde se sigue
que ya estamos dando por supuesto lo que queremos demostrar.

Llegamos así al resultado singular de que precisamente aquellas tesis de nuestro


patrimonio cultural que mayor importancia podían entrañar para nosotros, y a las
que corresponde la labor de aclararnos los enigmas del mundo y reconciliarnos con
el dolor de la vida, son las que menos garantías nos ofrecen. Si un hecho tan
indiferente para nosotros como el de que las ballenas sean animales vivíparos, y no
ovíparos, fuera igualmente difícil de demostrar, no nos decidiríamos nunca a creerlo
(Freud, S., “El porvenir de una ilusión”, p. 2975)

Otros dos argumentos a favor de las ideas religiosas son el credo quia absurdum y lo que
Freud denomina filosofía del “como si”. Según la doctrina del credo quia adsurdum, las
creencias religiosas están sustraídas a las exigencias de la razón, hallándose por encima de
ella; no necesitamos comprenderlas, basta con que sintamos interiormente su verdad. Ahora
bien, aduce Freud, ¿habremos de obligarnos acaso a creer cualquier absurdo? Y si no, ¿por
qué precisamente este? No hay, según Freud, instancia alguna superior a la razón. Si la
verdad de las doctrinas religiosas depende de un suceso interior que testimonia de ella, ¿qué
haremos con los hombres en cuya vida interna no surge jamás tal suceso nada frecuente?
Aunque podemos exigir a todos los hombres que hagan uso de su razón, no podemos
instituir una obligación para todos sobre una base que en muy pocos existe.
Según lo que Freud denomina filosofía del “como sí”, las creencias religiosas son ficciones,
pero ficciones útiles, hay radical su verdad; debemos creer en ellas porque –desde un punto
de vista práctico– es mejor creer en ellas que no creer. Según Freud, esta doctrina es
equivalente al credo quia absurdum pero con el agravante de que sólo podría ser aceptada
por un filósofo, nunca por una persona normal, pues ¿cómo un hombre normal podría
conceder valor a cosas declaradas de antemano absurdas y contrarias a la razón?, ¿cómo
una persona tal podría ser movido a renunciar, precisamente en cuanto a uno de sus
intereses más importantes, a aquellas garantías que acostumbra a exigir en el resto de sus
actividades?

Las ideas religiosas, para Freud, son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos,
intensos y apremiantes de la Humanidad; el secreto de su fuerza radica en la fuerza de estos
deseos; el gobierno bondadoso de la divina Providencia mitiga el miedo a los peligros de la
vida; y la institución de un orden moral universal asegura la victoria de la Justicia, tan
vulnerada dentro de la civilización humana, y la prolongación de la existencia terrenal por
una vida futura amplía infinitamente los límites temporales y espaciales en los que han de
cumplirse estos deseos.

El que las ideas religiosas sean ilusiones, no significa que sean falsas, pues puede haber
ilusiones, deseos, que luego se hacen realidad; lo que esto significa, para Freud, es que las
ideas religiosas no tienen un origen racional, sino emotivo. La idea de “Dios” proviene de
una insinceridad, insinceridad consistente en dar el nombre de “Dios” a una vaga
abstracción creada por el hombre y presentarse ante el mundo como deísta, jactándose de
haber descubierto un concepto mucho más elevado y puro de Dios, aunque en realidad este
Dios no es más que una sombre inexistente.

5.3 Wittgenstein: religión sin teología


En el Tractatus, Wittgenstein rechaza como carentes de sentido todas las proposiciones que
no versen sobre cuestiones de hecho o sobre lógica y matemáticas. Pero, para Wittgenstein,
si bien la teología es imposible como disciplina, la religión es algo defendible y valioso,
algo por lo que cualquiera puede dignamente optar. Una religión que se reduce a una suerte
de sentimiento místico hacia el hecho de que el mundo sea, y que conlleva ciertas actitudes,
pero no creencias. La religión es sobre todo expresiva; dará salida a emociones últimas
sobre el sentido último mediante símbolos.

En las Investigaciones filosóficas Wittgenstein habla de “creencias religiosas”. “Creencia”


aquí no significa contenido proposicional, sino la apertura de otra manera de ver el mundo.
Manera que no se basa en el razonamiento, sino en la regulación propia de una forma de
vida. De este modo, el creyente no lo es por inducción o razonamiento. Así, al participar de
la forma de vida de una religión concreta los creyentes dan nuevos significados a los
términos, válidos para ellos. Han dado un sentido nuevo y positivo a sus vidas que, aunque
podamos no compartir, merecen nuestro respeto. De este modo la fe, para Wittgenstein,
sería algo ajeno pero respetable. Comprensible y aceptable sólo desde dentro, para quienes
participen de esa forma de vida, de ese juego de lenguaje. Y, desde luego, algo que no tiene
que ver con argumentos, sino con la propia experiencia, con los sentimientos, con la
autobiografía. Quien quiera reclutarnos para su fe no deberá exponernos argumentos, sino
tratar de que recreemos vivencias parecidas a las suyas. En suma, la fe no es asunto de la
razón y, precisamente por ello, es injusto (e ilógico) tildarla de irracional.

En Conferencias y conversaciones sobre estética, psicología y la creencia religiosa


Wittgenstein defiende que el hombre religioso y el acteo hablan entre sí sin comunicarse;
no es que el creyente haga una afirmación y el ateo sostenga la negación de ésta, sino que el
discurso religioso es de alguna manera inconmensurable. ¿Cómo niega Wittgenstein la
ocnmensurabilidad entre el discurso religioso y el no religioso? Wittgenstein distingue las
creencias religiosas por lo que él denomina su inquebrantabilidad. Cuando considera la
inquebrantabilidad de una creencia religiosa como una de sus características, no quiere
decir con ello que una creencia religiosa verdadera esté siempre y en todo momento fuera
de duda., sino que la creencia religiosa “regula” toda la vida del creyente, aun cuando
pueda alternarse con la duda. En este aspecto, es distinta de una creencia empírica. La
religión tiene más que ver con el tipo de concepción conforme al que la persona organiza su
vida que con las expresiones de creencia.

Para Wittgenstein el discurso religioso puede ser entendido sólo si se entiende la forma de
vida a que pertenece. Lo que caracteriza a esta forma de vida no son las expresiones de
creencia que la acompañan, sino una manera (en la que están incluidas las palabras y las
imágenes, pero que dista mucho de consistir sólo en palabras e imágenes) de amar la propia
vida, de regular todas las decisiones que se toman.

5.4 La situación actual: la epistemología reformada


Una de las tesis principales de la epistemología reformada es que creer en Dios puede ser
racional aunque ningún argumento teísta lo pruebe.

En la parte destructiva de su teoría, la epistemología es presentada por Plantinga como una


crítica a los conceptos de “racionalidad” y “justificación” que aparecen como base de
muchos argumentos ateológicos. En su parte constructiva esta epistemología sostiene que la
creencia en Dios es adecuada o propiamente básica.

La propuesta epistemológica de Plantinga parte de la crítica al evidencialismo, es decir, la


posición que sostiene que nuestras creencias son racionales sólo si se apoyan en alguna
evidencia. Tal requerimiento de evidencia como sostén de nuestras creencias se suele
presentar como un deber. Se supone que las personas tenemos que cumplir ciertos deberes
respecto de nuestras creencias y, en concreto, que debemos creer sólo lo que es racional.
Plantinga está de acuerdo en principio con esta concepción deontológica de las creencias,
pero no aceptará el criterio de que sólo es racional lo que sea evidente.

Desde el evidencialismo se puede criticar la creencia en la existencia de Dios de acuerdo al


siguiente argumento: la estructura noética (es decir, el conjunto de proposiciones que
alguien cree y las relaciones que existen entre ellas) de la persona que cree en Dios padece
alguna deficiencia. Quien acepta una proposición –como la proposición “Dios existe”– sin
la suficiente evidencia –no hay evidencia de que Dios exista– padece alguna deficiencia
cognitiva. El creyente sería una especie de tullido intelectual pues padece la grave
enfermedad de formar creencias sin tener evidencias.

La forma más extendida de presentar el evidencialismo es apoyándose en una visión


fundacionalista del conocimiento; por tanto, deberemos primero criticar al
fundacionalismo. El fundacionalismo es la teoría epistemológica que sostiene que en la
base de la estructura cognoscitiva de la persona existen unas creencias que no son aceptadas
sobre la base de otras creencias; se trata de “creencias básicas”. Para el fundacionalismo la
estructura noética de una persona está constituida por unas creencias que, en último
término, deben apoyarse en aquellas creencias que sean adecuada o propiamente básicas,
las cuales constituyen el fundamento de esa estructura noética.

Plantinga no acepta la versión fundacionalista clásica (o “fundacionalismo en sentido


fuerte”) según la cual la evidencia es el único criterio de basicalidad de las creencias.
Plantinga distingue dos versiones principales del fundacionalismo clásico, la antiguo-
medieval –cuyo paradigma sería Sto. Tomás de Aquino– y la moderna –cuyos paradigmas
serían Locke y Descartes–. Para la versión fundacionalista medieval las creencias
adecuadamente básicas deben ser autoevidentes o evidentes a los sentidos. Por su parte, el
fundacionalismo moderno considera que son creencias básicas las autoevidentes o las que
son incorregibles (aquellas en las que no puedo equivocarme; es decir, las que pasan el test
de la duda cartesiana). La autoevidencia es entendida bien como un conocimiento
inmediato (Tomás de Aquino), bien como una propiedad de las proposiciones, su claridad o
luminosidad (Locke, Descartes).

Este criterio de evidencia le parece, en principio, aceptable a Plantinga. Podemos sostener


que aquellas proposiciones que sean autoevidentes o incorregibles son adecuadamente
básicas. Lo que no se puede sostener es que sólo esas proposiciones lo sean, pues: 1)
creemos muchas proposiciones que no comprobamos ni podríamos hacerlo. Si sólo lo
evidente fuera racionalmente aceptable, la mayor parte de nuestras creencias serían
irracionales. Existen creencias que son básicas para un individuo y que no son evidentes. 2)
No hay ninguna evidencia que apoye el criterio de que sólo es adecuadamente básico
aquello que es evidente. Este mismo principio no es aceptado en base a la evidencia sino
por cualquier otra razón, lo que genera una inconsistencia autorreferencia. Es más, desde
las propias premisas fundacionalistas no se debería aceptar sin que fuera evidente la
proposición de que sólo es básico lo que es autoevidente. Quizás fuera posible que el
principio evidencialista se apoyara en otras premisas, las cuales fueran evidentes, pero de
hecho ningún evidencialista ha mostrado tales premisas ni Plantinga piensa que sea
probable que lo haga.

La conclusión de Plantinga es que

El fundacionalismo está en bancarrota y en tanto en cuanto la objeción


evidencialista se apoye en el fundacionalismo clásico está muy pobremente apoyada
(“Reason and Belief in God”, en a. Plantinga-N. Wolterstoff (eds.), Faith and
Rationality, Reason and Belief in God, University of Notre Dame Press, Notre
Dame, 1983, p. 62)
Ahora bien, también puede defenderse el evidencialismo desde un punto de vista
coherentista; por tanto, para que la crítica al evidencialismo sea completa, también hemos
de criticar el coherentismo. En principio, una teoría coherentista no acepta que existan
creencias básicas; para esta epistemología una creencia es racional si es coherente con el
resto de las creencias que yo tengo. Lo que el ateólogo que sostuviera esta perspectiva
aduciría es que la creencia en Dios no está en coherencia con el resto de la estructura
noética del teísta. La creencia en Dios será inconsistente con otras creencias como pro
ejemplo la creencia en que no existen seres personales sin cuerpo.

A esta teoría Plantinga presenta dos objeciones: 1) aun admitiendo el coherentismo, de la


constatación de que la creencia en Dios no es coherente con otras creencias no se sigue que
se deba abandonar tal creencia. Sin duda, el teísta debería corregir la incoherencia, pero
dejar de creer en Dios no es la única forma de hacerlo; podría esforzarse en enmendar sus
otras creencias de tal manera que la creencia en Dios no dejara de estar en coherencia con
el resto de su estructura noética. 2) Plantinga no admite el coherentismo como teoría
general del conocimiento. Considera que es muy difícil establecer lo que significa
“coherencia” y que, en cualquier caso, la exigencia de coherencia no sería una condición
necesaria ni suficiente para que hubiera conocimiento. En conclusión, según Plantinga, el
coherentismo no ayuda nada ni conforta a quien presenta la objeción evidencialista a la
creencia teísta.

Parece, por tanto, que podemos prescindir del criterio evidencialista como medida de la
racionalidad de las creencias y, por tanto, se desvanece el argumento evidencialista de que
la proposición “Dios existe” no es una proposición evidente.

En cualquier caso, Plantinga no se conforma con rechazar la crítica evidencialista a la


creencia en Dios. Según la epistemología reformada, la creencia en Dios es una creencia
adecuadamente básica, lo que significa, en principio, que creer en Dios está justificado
aunque no podamos aportar pruebas a favor de su existencia. Esto lleva a Plantinga a un
rechazo de la teología natural, es decir, de cualquier intento de demostrar la existencia en
Dios.

Plantinga interpreta el pensamiento reformado –procedente de Calvino– como un rechazo


implícito del fundacionalismo clásico y su exigencia evidencialista. No se niegan todo los
principios del fundacionalismo: se admite que hay unas creencias básicas y que las no
básicas se fundamentan en las básicas. Lo que no se admite es que el principio
evidencialista sea el único criterio para establecer lo que es básico. Desde la perspectiva
reformada se podría considerar que la creencia en Dios forma parte de los fundamentos de
una estructura noética perfectamente racional. O, con otras palabras, se sostiene que la
creencia en Dios es una creencia adecuadamente básica.

El pensamiento reformado –en la interpretación de Plantinga– no niega que pueda haber


argumentos a favor de la existencia de Dios; lo que sostiene es que la creencia en Dios no
depende del éxito que tengan tales argumentos ni es más racional por el hecho de contar
con pruebas.
Al rechazar la teología natural, estos reformadores quieren subrayar ante todo que la
propiedad o rectitud de la creencia en Dios no depende de ninguna forma del éxito o
eficacia del tipo de argumentos teístas que forman parte del inventario profesional
del teólogo natural (o. c., p. 72)

Junto a esto Plantinga presenta una “objeción moral” a la teología natural. El núcleo de esta
objeción es que argumentar a favor de la existencia de Dios a partir de la teología natural
sería un insulto a Dios pues indicaría una desconfianza en Él.

Creer en la existencia de Dios en base a un argumento racional es como creer en la


existencia de tu esposa en base al argumento analógico de que hay otras mentes;
sería sumamente extraño y probablemente no agradaría a la persona a la que se
refiere (o. c., p. 68)

Por tanto, hasta ahora tenemos, por un lado, que no hay una crítica válida a la creencia en la
existencia de Dios y, por otro, que no es necesario aducir pruebas para fundamentar esta
creencia. Y con ello llegamos a la tesis principal de la epistemología reformada: la
evidencia no es el único criterio para establecer qué creencias son básicas. Existen
creencias que son adecuadamente básicas sin ser evidentes. Así sucede con nuestras
creencias acerca de la percepción o sobre los sentimientos o pensamientos de otra persona.
Del mismo modo que tenemos una tendencia natural a formar creencias sobre la
percepción, en determinadas circunstancias también tenemos una tendencia natural a
formar creencias como “Dios me habla” o “Dios ha creado todo” o “Dios no aprueba lo
que he hecho”. Plantinga defiende así una “paridad” epistemológica entre las creencias
sobre la percepción o la memoria y la creencia en Dios, que sería adecuadamente básica.

Ahora bien, podríamos preguntar, ¿cuál es el criterio para establecer qué es básico? Según
Plantinga, aunque no se pudiera establecer con claridad tal criterio, se podría sostener que
ciertas proposiciones en determinadas circunstancias son básicas. En general, el modo de
establecer el criterio no es reductivo sino inductivo: debemos ir coleccionando ejemplos y
estableciendo hipótesis. Los criterios han de ser “argumentados y comprobados por un
conjunto relevante de ejemplos”. Es claro que quizás no todos estén de acuerdo con los
ejemplos. De hecho, con mucha probabilidad teísta y no teísta presentarán ejemplos
distintos. Ahora bien, el teísta tiene derecho a usar sus propios ejemplos. Esto no es
entendido, sin embargo, como una invitación al subjetivismo. Seguramente uno de los dos
estará equivocado; pero mientras que no se pueda establecer quien lo está, se tiene derecho
a partir de las propias creencias.

El que algunas creencias sean básicas no supone que carezcan de cualquier fundamento. Si
yo tengo la creencia de que veo un árbol, puedo sostener en principio que hay un árbol, a no
ser que con esta creencia viole algún deber epistémico o que mi estructura noética resulte
defectuosa por aceptarlo. En cada caso hay circunstancias que sirven de fundamento o
justificación.

Lo mismo sucede con la creencia en Dios, que tiene su fundamento en la disposición a


creer en dios en determinadas circunstancias. La fuente de creencia teísta es esa tendencia
que Dios ha implantado en nosotros y que nos hace formar creencias acerca de la relación
de Dios con el mundo, creencias que implican la creencia de que Dios existe. Así, al leer la
Biblia puedo formar creencias como: 1) Dios me habla, 2) Dios ha creado todo esto, etc. De
tales creencias se deriva la creencia en Dios. Por ello, estrictamente hablando, estas serían
las creencias básicas aunque de modo genérico se puede decir que creer en Dios es
adecuadamente básico.

¿Qué ocurre entonces con la teología natural? La afirmación de que la creencia en Dios es
adecuadamente básica no implica la negación de toda teología natural. Lo que se rechaza es
que ella sea la base sobre la que se afirma que Dios existe. La teología natural es válida,
pues la justificación que se alcanza al considerar la creencia en Dios como básica es sólo
una justificación prima facie. La teología natural puede ayudara una ulterior justificación
de esta creencia y puede servir al cristiano para confirmar la existencia de Dios.

La teología natural tiene dos partes. La primera es negativa: se trata de hacer frente a la
aserción de que el teísmo es irracional o incoherente. Decir que en principio la creencia en
Dios es básica no significa que esta creencia sea inmune a toda crítica. Si se mostrara a
partir de las premisas que yo acepto que es falsa, no tendría justificación para sostenerla.
Pues bien, de hecho existen “derrotadores” de la creencia en Dios. Piénsese en el problema
del mal o en la interpretación de Feuerbach de la creencia en Dios. El valor de la teología
natural sería entonces apologético: ayudar al creyente a que derrote a los derrotadores. No
se trata de fundamentar en evidencias la creencia en Dios, la cual sigue siendo básica, sino
de hacer frente a los argumentos racionales en contra de ella. Por su parte, la apologética
positiva tiene como objeto ofrecer pruebas o argumentos de la existencia de Dios. Plantinga
lamenta a este propósito tres confusiones que suelen ser comunes. La primera es que se
suele exigir que un buen argumento sea estrictamente demostrativo, cuando la verdad es
que casi ningún buen argumento filosófico se ajusta a estos criterios de racionalidad. La
segunda exigencia es que las premisas sean aceptadas por todos pero esto es pedir
demasiado. Si alguien no acepta las premisas, no será un buen argumento para esa persona,
pero puede ser bueno para quien las acepte. Finalmente, Plantinga lamenta que la discusión
sobre las pruebas de la existencia de Dios se haya limitado a los tres argumentos expuestos
por Kant (ontológico, cosmológico, teleológico), cuando existen otros buenos argumentos.

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