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ENTRE LA FE Y LA RAZÓN
¿Es posible una “filosofía cristiana”?, ¿no es contradictorio pretender reunir
conceptualmente religión y filosofía? Esta pregunta ha sido el núcleo de una famosa
controversia entre dos historiadores contemporáneos del pensamiento medieval: Émile
Bréhier y Étienne Gilson. El primero excluía la posibilidad de una filosofía cristiana,
mientras que el segundo, católico, afirmaba su legitimidad y su especificidad. El
pensamiento religioso se remite a textos fundadores (los Evangelios, la Biblia), a los que
tiene por sagrados debido a su origen sobrehumano. La base de la religión aparecía así en
las antípodas de la fuente de la filosofía, que es una actividad y un producto exclusivo de la
razón humana. La exégesis (interpretación, hermenéutica) de textos sagrados no es
asimilable a la discusión crítica de los escritos filosóficos: el espíritu es completamente
diferente en uno y otro caso, aun cuando a menudo sean comparables las técnicas.
1. La razón
De entre los múltiples sentidos del término razón, dos merecen mención especial: 1) razón
como facultad del pensamiento discursivo y del juicio, y 2) razón como fundamento real e
inteligible de las cosas.
El vocablo latino ratio significaba “cálculo” y “proporción”, y fue tomado por Cicerón para
traducir el término griego logos. De este modo, primariamente predominó la idea de que la
razón es una facultad o una capacidad de conocer la realidad no ya sensitiva o
imaginativamente, sino de modo discursivo, es decir, hablando, discurriendo. Se entendió,
además, que esa peculiar capacidad de comprender lo real discurriendo es lo propio y
específico del hombre. De ahí la definición de hombre como “viviente dotado de razón”.
Según esto, los hombres poseeríamos una peculiaridad, que nos distingue de los animales,
pues por ella somos capaces de comprender y juzgar cómo son las cosas.
Considerando que la razón es lo específico del hombre, tenemos que todo lo humano, en
cualquiera de sus dimensiones, está impregnado de racionalidad. De este modo, se puede
distinguir tantos tipos de razón como facetas de lo humano, y tantos como conexiones de
ésta con la realidad podamos establecer. Según esto, a lo largo de la historia de la filosofía
se ha distinguido entre razón especulativa y razón práctica, razón discursiva y razón
intuitiva, ratio superior y ratio inferior, razón analítica y razón sintética, razón abstracta y
razón concreta; y también se ha hablado de razón crítica, dialéctica, histórica, vital,
ilustrada, instrumental, técnica, etc.
Durante la época «clásica» medieval la separación entre fe y razón (aun con vistas a su
acuerdo ulterior) no se manifiesta ni siquiera cuando los textos parecen tenerla en cuenta.
Sin embargo, la abundancia de intentos de harmonización entre ambos elementos prueba
que ha habido una cierta «ruptura», la cual llegó a la culminación cuando se propuso la
llamada «doctrina de la doble verdad». Para combatirla se hacen entonces necesarias una
serie de doctrinas, desde la que proclama la subordinación completa de la razón a la fe y a
la autoridad hasta la que da un cierto predominio a la razón en tanto que afirma que nada de
lo que ésta descubre puede ser falso, pasando por las tesis sobre la necesaria armonía entre
razón y fe, armonía que no necesita situar a ambas en un mismo plano, pues puede
reconocerse, por ejemplo, que la razón es lo primero en el orden del conocimiento sin ser lo
primero en el orden de la realidad.
Cuando se puso de manifiesto en algunos autores una ruptura bastante completa entre la fe
y la razón, en virtud de considerarse que la primera no debía ser «contaminada» por el
elemento racional ocurrió que la razón terminó por cobrar una completa autonomía. De
aquí ha partido en gran parte la idea de razón en el pensamiento moderno, llegando a
experimentar un proceso de «desteologización» casi completa, de modo que ya no ha sido
comparada, contrastada u opuesta a la fe, a la autoridad, sino a otros elementos, el principal
de los cuales ha sido, en el transcurso de la historia moderna, la experiencia. Lo que
importa en ésta es, por un lado, el sentido gnoseológico (las posibilidades o las dificultades
de la razón para aprehender lo que es verdaderamente real) y, por el otro, el sentido
metafísico (la posibilidad o imposibilidad de decir que la realidad es en último término de
carácter racional). Lo que se ha llamado “el primado de la razón” en la época moderna es,
en rigor, el primado del examen y discusión de tales problemas.
Desde el punto de vista gnoseológico, la razón ha sido contrastada con la experiencia, pero
esta experiencia no designa en la mayor parte de las ocasiones un mero y simple contacto
afectivo con lo exterior, sino otro modo de utilizar la razón. Según esto, es cierto que la
razón ha sido uno de los grandes ejes en torno a los cuales ha girado la filosofía moderna.
Ello no significa, no obstante, que toda la filosofía moderna haya estado dominada por las
exigencias del pensamiento racional; si bien es cierto que algunos de los grandes filósofos
del siglo XVII ensayaron una racionalización completa de lo real y que varias de las
escuelas del siglo XVIII intentaron reducir las estructuras de la realidad a las de la
idealidad, hay que tener en cuenta que esta racionalización no fue completa y que se dieron
muy diversos significados del concepto de razón. Entre estos significados destacan los
siguientes: la razón como intuición de ciertos elementos últimos supuestamente
constitutivos de lo real; la razón como análisis, y la razón como síntesis especulativa.
2. Fe y creencia
2.1 Fe
En el mundo clásico antiguo, la fe se consideró como un valor de primera importancia para
la vida. La confianza en la palabra del otro, expresada por el término griego BÆFJ4H y por el
latino fides, se personificó y fue una divinidad tanto en Atenas como en Roma, con sendos
templos y culto propio. Además, se consideraba la fe como el fundamento de las relaciones
comerciales, sociales y políticas. Los romanos se sentían orgullosos de la fides populi
romani y no concebían el Estado sin la misma. La fe, como confianza en los otros y
capacidad para merecerla de ellos, se tenía como condición fundamental para una vida
verdaderamente humana. Es reveladora la observación que al respecto hace Jenofonte sobre
la miseria del tirano: «El hombre, que no goza de fe, ¿cómo no será un pobre en el más
valioso de los bienes? ¿Qué relación agradable puede existir sin la confianza mutua? ¿Y
qué trato regocijante puede haber entre hombre y mujer sin la fe?». La descripción del
tirano, que traza Platón en el libro IX de la República, como la de un esclavo presa del
miedo, porque no puede fiarse de nadie, coincide con lo dicho por Jenofonte. Interesa en
este texto la contraposición entre fe y miseria, entendiendo que la mayor miseria es la
privación del mayor bien, que es la fe. Por eso para Gorgias «una vida privada de la fe no
es verdadera vida». Esquilo nos pone en la pista dela estructura del acto de fe cuando
escribe: «No son los juramentos los que garantizan su propia fe, sino los hombres los
garantes de los juramentos».
En muchos textos filosóficos los términos ‘creencia’ y ‘fe’ son usados aproximadamente
con el mismo significado. Así, la expresión ‘Creo para comprender’ puede traducirse por
‘Tengo fe para comprender’. Ahora bien, el vocablo ‘fe’ se usa a veces con preferencia a
‘creencia’, como por ejemplo en la expresión ‘Filosofía de la fe’ por medio de la cual se
designa el pensamiento de todos aquellos autores que consideran la fe como una fuente de
conocimiento suprasensible o como una aprehensión directa de lo real en cuanto tal. En el
mismo sentido se usa en la expresión kantiana ‘tuvo que desplazar a la razón para dejar
lugar a la fe’.
Otras veces, fe se usa para designar algo distinto de ‘creencia’. Así, por ejemplo, cuando se
atribuye a ‘creencia’ un significado más amplio que a ‘fe’. En tal caso la creencia es tomada
como una aserción de carácter muy general, dentro de la cual la fe es considerada como una
variante religiosa. Otro es el que intenta distinguir formalmente entre creencia y fe
indicando que son dos tipos irreductibles del creer. Otro caso es la definición de ‘fe’ como
el contenido de la creencia. Otro, finalmente, es aquel en que la fe es definida como una
virtud teologal. Esta última significación es la más propia de la teología.
La base para la última concepción de la fe es el famoso pasaje de San Pablo (Hebreos, 11.1)
donde la fe es definida como la sustancia de las cosas que se esperan y que nos convence de
las que no podemos ver. Al comentar este pasaje Santo Tomás sostiene que la fe es un
hábito de la mente por medio del cual la vida eterna comienza en nosotros en tanto que
hace posible que el intelecto de su asentimiento a cosas que no aparecen. La fe es por ello
una evidencia, distinta de toda opinión o sospecha, en las cuales falta la adhesión firme del
entendimiento. La voluntad es movida al asentimiento por el acto del entendimiento
engendrado por la fe. Con lo cual la fe, aunque imposible sin la firme adhesión y
asentimiento del entendimiento, no es algo meramente «subjetivo». Sobre esta idea de la fe
se han basado las distinciones teológicas. Entre las más importantes figuran las dos
siguientes. Una es la distinción entre fe implícita y fe explícita. Otra es la distinción entre fe
confusa y fe distinta. La fe implícita es la fe en una verdad que está contenida en otra
verdad objeto de fe explícita, de tal suerte que la creencia explícita en la segunda verdad
implica la creencia implícita en la primera. La fe confusa es la fe del «simple creyente», el
cual vive en una «comunidad de fe», sin que parezca necesario pasar del vivir la fe al
conocimiento de ella. La fe distinta es la del «docto», el cual aspira a un conocimiento que,
sin separarse de la fe, contribuya a su precisión en la medida de lo posible. Como puede
advertirse, no es legítimo equiparar la fe implícita con la confusa y la fe explícita con la
distinta. Los que han sostenido la mencionada equiparación han definido ‘implícito’ en el
sentido de ‘lo que no está todavía aclarado’ y ‘explícito’ en el sentido de ‘lo ya aclarado’,
olvidando, por consiguiente, que la relación entre fe implícita y fe explícita no es una
relación de menor a mayor claridad, sino una relación de implicación.
2.2 Creencia
Durante la Edad Media, cuando por ‘creer’ se entendía «tener fe» se debatió a menudo el
problema de la relación entre creencia y ciencia, creencia y saber, creencia y razón. Puede
hablarse asimismo, y se hace con gran frecuencia, de «fe y razón».
Algunos estimaron que la razón es una preparación para la creencia (o la fe). Esto equivale
a suponer que no hay conflicto entre ambas. Otros estimaron que solamente si se cree se
puede comprender, esto es, comprender las llamadas «verdades de fe». La creencia,
además, requiere la comprensión, como se indica en la frase de San Anselmo “Creo para
comprender”. Ciertos autores juzgaron que puede haber conflictos entre creencia y razón,
pero que estos conflictos pueden solucionarse si se usa la razón rectamente – lo cual
equivale casi siempre a suponer que hay que partir de la creencia, como fundamento desde
el cual se consigue la racionalidad (de lo creído) –. Otros autores mantuvieron que hay
conflicto entre creencia y razón, pero que entonces hay que abandonar ésta para entregarse
a aquélla. Testimonio extremo de esta actitud es el Credo quia absurdum. También hubo
autores para quienes el llamado «conflicto entre la creencia (o fe) y la razón» es
manifestación del hecho de que hay dos tipos de «verdades»: las de creencia y las
racionales. Es la posición de la llamada «verdad doble».
En virtud del frecuente uso distinto de ‘creencia’ y ‘fe’, se han aplicado a ‘creencia’ las
distinciones que corresponden a ‘fe’. Así, por ejemplo, se ha hablado de creencia natural y
creencia sobrenatural, correspondiendo respectivamente a la fe natural, fides naturalis, y a
la fe sobrenatural, fides supernaturalis.
A fines del XVIII y comienzos del XIX se discutió a menudo el problema de la naturaleza y
formas de la creencia (o de la «fe»). A menos de admitir el «escepticismo» de Hume, hay
que suponer que todos los fenómenos naturales están encadenados causalmente. Si así
ocurre, es difícil admitir que haya libertad, esto es, que la voluntad (humana) sea libre. La
única manera de admitir que hay libertad parece ser creer, o tener fe, en ella. Se cita a
menudo una frase del “Prólogo” a la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura, de
Kant: “he tenido que apartar el saber para hacer lugar a la fe”. Con esta frase Kant parece
dar a entender que la creencia es completamente independiente del saber, o que hay
inclusive un “primado” de la creencia respecto al saber. Sin embargo, hay que tener en
cuenta varios puntos. El primero es que el saber de que habla Kant en esta frase no es el
verdadero conocimiento o la ciencia, sino el pretendido saber propugnado por los
racionalistas, que procede por principios alegados supremos sin previo examen y crítica de
los límites de la facultad cognoscitiva. El segundo es que la creencia de que Kant habla no
es la “fe”, sino la razón práctica. El tercero es que, después de todo, no hay dos especies
distintas de razón, que sean además mutuamente incompatibles, sino una sola especie de
razón. Por consiguiente, es erróneo suponer que aquí Kant hace manifestación del
escepticismo antirracionalista o de “fideísmo”.
Los judíos exigen milagros y los griegos buscan la sabiduría; nosotros, en cambio,
predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los
gentiles, pero para aquellos que han sido llamados, sean judíos o griegos, poder de
Dios y Sabiduría de Dios. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de
los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres (I
Cor., I, 22-25).
Este alegato contra la sabiduría griega no era, sin embargo, una condenación de la razón.
Subordinado a la fe, el conocimiento natural no queda excluido. Así, San Pablo afirma que
los hombres tienen de Dios un conocimiento natural suficiente para justificar la severidad
eterna para con ellos y, desde este punto de vista, la razón puede, mediante la inteligencia y
partiendo del espectáculo de las obras divinas, conocer la existencia de Dios, su eterno
poder, y otros atributos más. El deber de todo filósofo cristiano es admitir que es posible
para la razón humana adquirir un cierto conocimiento de Dios, a partir del mundo exterior.
Mientras perduró la ausencia de un poder religioso que combinara el celo por la verdad con
el poder político, los filósofos apenas entraron en conflicto con doctrina religiosa alguna.
Sin embargo, con la aparición del cristianismo la situación va a cambiar radicalmente.
Mientras el cristianismo se extendía por las capas bajas de la población carentes de una
sólida formación intelectual, los filósofos “paganos” pudieron ignorarlo como una más de
las extrañas doctrinas mítico religiosas orientales que no había que tomar en serio. Pero a
medida que el cristianismo se iba extendiendo cuantitativa y cualitativamente, y a medida
que sus doctrinas iban siendo elaboradas con más sutileza en términos filosóficos y
categorías que procedían de la tradición griega, los filósofos no cristianos se vieron
abocados a un enfrentamiento con tales doctrinas. Quienes no eran convencidos por la
apologética cristiana solían ver el cristianismo como algo absurdo, y esgrimían argumentos
lógicos contra ideas tales como que Dios sea una y tres personas simultáneamente, que
Cristo fuera a la vez Dios y hombre, que Dios haya creado ex nihilo, o que los cuerpos
corruptos puedan un día resucitar.
La reacción de los filósofos cristianos ante la acusación de irracionalidad fue bipolar. Por
un dado, están quienes, reconociendo una incompatibilidad entre la razón y la fe, entre la
filosofía y el cristianismo, optan abiertamente por la fe. Así, Tertuliano escribe:
¿Qué tiene en verdad que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué concordia puede haber entre la
Academia y la Iglesia … fuera todo intento de producir un cristianismo abigarrado de
compuestos estoicos, platónicos y dialécticos”. Y, en otro lugar, “El Hijo de Dios fue
crucificado, no me avergüenzo de ello, porque es vergonzoso; ha muerto el Hijo de Dios,
completamente creíble, ya que es absurdo; fue sepultado y resucitó; cierto, porque es
imposible
Sin embargo, casi todos los filósofos cristianos van a afirmar que la fe y la razón son, no
solamente compatibles, sino complementarias. De hecho, la división en dos bandos se dará
en lo tocante a la valoración de la razón filosófica sola propia de los griegos, esto es, de una
razón dejada de la mano de Dios. Por un lado, los filósofos cristianos y los Padres de la
Iglesia de tradición latina mayoritariamente tendrán una actitud despectiva hacia la
tradición filosófica griega: si hay algo de verdad en ella es porque los griegos han plagiado
el Antiguo Testamento, o porque los ángeles prevaricadores o el mismo demonio les
revelaron algunas verdades para confundirlos mejor. De este modo, andar rebuscando
migajas desperdigadas de la verdad por entre los filósofos, cuando poseemos la verdad
plena revelada en la Biblia es, cuando menos, una pérdida de tiempo.
Por otro lado, están quienes piensan que el logos divino no es exclusivo de los cristianos,
sino que puede haber iluminado también a un Heráclito, a un Sócrates o a un Platón. Así, S.
Justino escribe:
Cuanto han dicho los filósofos y los poetas acerca de la inmortalidad del alma y de la
contemplación de las cosas celestes, lo han tomado de los profetas. De ahí que parezca que
hay en todos ellos unas semillas de verdad, que no fueron bien comprendidas, porque se
contradicen unos a otros … Nosotros, en cambio, hemos recibido la enseñanza de Cristo,
que es el Logos de quien participa todo el género humano. Así, quienes vivieron en
conformidad con el Logos, son cristianos, aún cuando fueran tenidos por ateos, como
sucedió entre los griegos con Sócrates y Heráclito … Y del Logos que habló por los
profetas tomó Platón cuanto dijo acerca de que Dios creó el mundo transformando una
materia informe
Los Apóstoles nos han transmitido con la mayor claridad todo lo que han juzgado
necesario a todos los fieles, aun a los más lentos en cultivar la ciencia divina. Pero
han dejado a los dotados de dones superiores del espíritu y especialmente de la
palabra, de la prudencia y de la ciencia, el cuidad de buscar las razones de sus
afirmaciones. Sobre otros muchos puntos, se limitaron a la afirmación y no han
dado ninguna explicación, para que aquellos sucesores suyos que tengan pasión por
la sabiduría puedan ejercitar su ingenio
Orígenes distingue aquí las doctrinas esenciales y las doctrinas accesorias del cristianismo.
El cristiano que ha recibido la gracia de la palabra y de la sabiduría tiene la obligación de
interpretar las primeras y explicar las segundas. La primera función es indispensable para
todos; la segunda es una investigación supletoria, inspirada por un particular amor a la
sabiduría, y consiste en el simple ejercicio de la razón. Su trabajo exegético de los textos
bíblicos tiende a poner en claro el significado oculto y, por consiguiente, la justificación
profunda de las verdades reveladas. Distingue un triple significado de la Escritura: el
somático, el psíquico y el espiritual, que se relacionan así como las tres partes del alma: el
cuerpo, el alma y el espíritu. En la práctica, no obstante, contrapone al significado corpóreo
o literal, el significado espiritual o alegórico y sacrifica el primero al segundo cada vez que
lo considera necesario.
El paso del significado literal al significado alegórico de las Sagradas Escrituras es el paso
de la fe al conocimiento. Orígenes acentúa la diferencia entre la una y el otro y afirma la
superioridad del conocimiento, que compendia en sí a la fe. Profundizando en sí misma, la
fe se convierte en conocimiento: este proceso se verifica en los mismos apóstoles, que
primeramente han alcanzado por la fe los elementos del conocimiento, y después han
progresado en el conocimiento y llegado a ser capaces de conocer al Padre. La fe misma,
pues, por una exigencia intrínseca, busca sus razones y se convierte en conocimiento. La
redención del hombre, su retorno gradual a la vida espiritual, de que gozaba en el mundo
inteligible en el acto de la creación, es entendido por Orígenes como educación para el
conocimiento. Ahora bien, respecto al grado más alto del conocimiento, la enseñanza de las
Escrituras es insuficiente. Las Escrituras son tan sólo elementos mínimos del conocimiento
completo y constituyen la introducción al mismo. Por encima del Evangelio histórico y
como complemento de las verdades reveladas en él, hay un evangelio eterno que vale en
todas las épocas del mundo y solamente a pocos les es dado conocer.
Toda la filosofía de la obra de San Agustín expresa el esfuerzo de una fe cristiana que
intenta llevar lo más lejos posible la inteligencia de su propio contenido, con ayuda de una
técnica filosófica cuyos elementos principales están tomados del neoplatonismo. Así,
cuando habla como simple cristiano, Agustín tiene buen cuidado de recordar que el hombre
es la unidad de alma y cuerpo; cuando filosofa, vuelve a caer en la definición de Platón. Es
más, retiene esta definición con las consecuencias lógicas que lleva consigo, la principal de
las cuales es la trascendencia jerárquica del alma sobre el cuerpo. Presente toda entera al
cuerpo todo entero, el alma, sin embargo, sólo le está unida por la acción que sobre él
ejerce continuamente para vivificarlo. Atenta a cuenta en él acontece, nada le pasa por alto.
Si algún objeto exterior hiere nuestros sentidos, nuestros órganos sensoriales sufren su
acción; pero como el alma es superior al cuerpo, y puesto que lo inferior no puede obrar
sobre lo superior, ella misma no sufre acción alguna.
Por tanto, en el hombre hay algo que lo trasciende. Puesto que ello es la verdad, ese algo es
una realidad puramente inteligible, necesaria, inmutable, eterna, Dios. El Dios de San
Agustín se ofrece como una realidad a la vez íntima al pensamiento y trascendente al
pensamiento. Su presencia es atestiguada por cada juicio verdadero, ya sea científico,
estético o moral; pero su naturaleza se nos escapa. Entre todos los nombres que se le
pueden dar, hay uno que le conviene más que los demás: Es el ser mismo, la realidad plena
y total.
Puesto que Dios ha hablado, es imposible para la razón de un cristiano no tenerlo en cuenta.
La fe es para él, en adelante, condición de la inteligencia. La fe alcanza el objeto de la
inteligencia antes que la inteligencia misma, y puesto que la revelación divina se expresa en
la Escritura, hagamos que el esfuerzo de nuestra razón vaya precedido por un acto en virtud
del cual aceptemos como verdadero lo que la Escritura enseña. Para comprender la verdad
es necesario creerla antes.
Ninguna autoridad te ha de apartar de las cosas que enseña la recta razón. En efecto, la
verdadera autoridad no se opone a la recta razón, ni ésta se opone a la verdadera autoridad,
porque ambas proceden de una fuente única, es decir, de la sabiduría divina.
Una luz ilumina al alma cristiana: la de la fe. No es aún plena luz, ya que ésta sólo se
logrará en la visión beatífica, pero entre las dos se sitúa, cada vez más viva, la luz de la
especulación filosófica, que nos lleva desde la fe hasta la visión beatífica, y que va
aclarando progresivamente la oscuridad de la fe.
Ante la autoridad de la Escritura la razón no puede hacer otra cosa que inclinarse; Dios
habla; aceptamos por la fe lo que dice y su palabra es indiscutible. La autoridad contra la
que Erígena se alza no es la de Dios, sino la de los hombres, es decir, la interpretación de la
palabra de Dios, que es infalible, por razones humanas, que no lo son. La fuente de esta
autoridad es, en último término, la razón, y por eso es completamente discutible. Lo que
Dios dice es cierto, compréndalo o no la razón; lo que un hombre dice no lo es si la razón
no lo aprueba. La autoridad de los pensadores antiguos reside únicamente en la racionalidad
de han dicho
Las verdades de fe se hallan previamente supuestas en sus contenidos, que no son el fruto
de una indagación racional, sino que la fe misma los ofrece a dicha indagación. La fe
continúa siendo el punto de partida, una especie de pilar de toda la construcción racional.
La razón sirve para desentrañar las verdades de fe o para iluminarlas mediante una
argumentación dialéctica. De todo este conjunto surge un perfecto acuerdo entre razón y fe,
a condición de que la razón sea utilizada mediante reglas precisas o supuestos indubitables.
El supuesto fundamental de todo esto es la unidad y la perfecta correspondencia entre
lógica y mundo, entre res y voces. La realidad se corresponde con los conceptos, y la
vinculación entre éstos y aquélla es consecuencia de un movimiento objetivo.
Platón reconoció explícitamente al Espíritu Santo como el alma del mundo y como la vida
de todo. Ya que en la bondad divina todo de alguna manera vive; y toda cosa está viva y
ninguna está muerta en Dios. Lo cual quiere decir que nada es inútil, ni siquiera los males,
que son dispuestos de la mejor manera para bien del conjunto (Theol. I, 27, c. 1013)
Si Platón dice que el alma del mundo es en parte indivisible e inmutable, en parte divisible
y mudable, en cuanto se multiplica y divide en los diversos cuerpos, esto se entiende en el
sentido de que el Espíritu Santo permanece indivisible en sí mismo; pero, en cuanto
multiplica sus dones, aparece de alguna manera dividido en su acción vivificadora. Cuando
Platón dice que el alma ha sido situada por dios en medio del mundo y que desde allí se
extiende igualmente por todo el globo del orbe, quiere indicar de bella manera que la gracia
de Dios se ofrece igualmente a todos y que en esta casa o templo suyo, que es el mundo,
ella dispone todas las cosas de modo saludable y justo.
Por tanto, la ratio lleva a cabo una necesaria función de mediación con respecto al mundo
de la fe. Dicha función la coloca como enlace entre el pensamiento humano y el lógos
revelado.
Hay dos modos y dos vías a través de los cuales Dios, que permanece primeramente
escondido al corazón del hombre, puede ser conocido y juzgado: la razón humana y
la revelación divina. La razón humana emprende de dos maneras la investigación de
Dios: en sí y en las cosas que están fuera de sí. De modo semejante la revelación de
Dios obra de dos maneras para disipar la ignorancia o la duda del hombre: con la
iluminación interior y la doctrina transmitida exteriormente y confirmada con
milagros (Ibid., I, 3, 3).
Los caminos de la razón son dados por la naturaleza; los caminos de la revelación, por la
gracia. Una y otra se sirven del interior y del exterior del hombre para conducirle a Dios. Y
así como se coordinan entre sí, respecto al único fin del conocimiento de Dios, la
investigación racional y la revelación, así se coordinan también entre sí todos los objetos
posibles en cuatro categorías, determinadas por su relación con la razón humana:
Algunas cosas se derivan de la razón, otras están conformes con la razón, otras están
por encima de la razón, otras finalmente contra la razón. Las cosas que proceden de
la razón son necesarias, las conformes a la razón son probables, las que están por
encima de ella, admirables, las contrarias, imposibles. Las primeras y las últimas
excluyen la fe; las primeras, al derivarse de la razón, son absolutamente conocidas y
no pueden ser creídas porque se conocen; las otras no pueden ser creídas porque la
razón no puede descansar en ellas. Pueden, por lo tanto, ser objeto de fe las cosas
que están conformes con la razón y las que están por encima de la razón. En las
primeras la fe está sostenida por la razón y la razón perfeccionada por la fe: si la
razón no comprende su verdad, con todos, tampoco obstaculiza a la fe en ellas. En
las cosas que están por encima de la razón, la fe no puede ser ayudada por la razón,
que no comprende lo que la fe cree; sin embargo, hay en ellas alguna cosa que avisa
a la razón para que venere la fe, aun cuando no la comprenda (Ibid., I, 3, 30)
3.8 Averroes
Pese a haber sido acusado de herejía, Averroes no puede concebir que la investigación
filosófica sea opuesta a la tradición religiosa. En primer lugar, conoce el valor absoluto de
esta investigación. En realidad, sostiene Averroes, la verdadera religión de los filósofos
consiste en profundizar en el estudio de todo lo que existe; el mejor culto que puede darse a
Dios es conocer sus obras, y llegar a conocerle a Él en toda su realidad. A los ojos de Dios,
ésta es la acción más noble, mientras la más baja es acusar de vana presunción y error al
que se consagra a dicho culto, el más noble de todos, al que adora a Dios con esta religión,
que es la mejor de otras. Pero, por otra parte, no todos pueden llegar a la investigación
filosófica; la religión del filósofo no puede ser la religión del vulgo. Al igual que
determinados alimentos son buenos para ciertos animales y venenosos para otros, los
procedimientos que tan útiles son para las investigaciones de los filósofos, serían funestos
para los no filósofos. Si los filósofos explicaran sus dudas y demostraciones al pueblo,
darían ocasión a los incompetentes para plantear dudas y sofismas y para caer en el error.
Por ello la religión, hecha para la mayoría, sigue y debe seguir distinto camino, un camino
sencillo y narrativoque ilumine y dirija la acción. Éste es el verdadero dominio de la
religión. A la filosofía corresponde el mundo de la especulación; a la religión el mundo de
la acción. Quien niega o solamente duda de los principios enunciados por la tradición
religiosa, hace imposible la actuación del hombre, al igual que haría imposible el quehacer
científico quien negara o dudara de los primeros principios de que parte.
Por consiguiente, no se le puede atribuir la teoría de la doble verdad que los escolásticos
latinos consideraron la piedra angular de su sistema. No hay en él una verdad religiosa
junto a una verdad filosófica. Sólo hay una verdad: el filósofo la busca mediante la
demostración necesaria. El creyente la recibe de la tradición religiosa (la ley del Corán) en
forma sencilla y narrativa, adaptada a la naturaleza de la mayor parte de los hombres. Pero
no hay oposición entre las dos vías, ni hay dualismo en la verdad. Quienes no puedan
especular han de contentarse con la forma que la verdad ha recibido por obra de la tradición
religiosa, para poder ser iluminados y guiados en su actuación. En cambio, para los
filósofos la verdad adquiere el severo aspecto de la demostración necesaria y se convierte
en fin de una investigación que es la mejor y más elevada acción humana.
3.9 Maimónides
En la Guía de perplejos Maimónides tiende hacia una interpretación racionalizadora y
alegórica de la Ley. Esta armonización entre fe y razón la efectuó a partir de una
reinterpretación del aristotelismo. Afirmaba que fe y razón no se oponen sino que, bien al
contrario, convergen. Pero para que esto sea manifiesto, y para eliminar las indecisiones de
los perplejos, que son aquellos a los que la lectura de los textos filosóficos les hace poner
en duda la fe, considera que es preciso hacer una exégesis de los textos de las Escrituras de
forma alegórica, de manera que entonces, según él, desaparecen las aparentes
contradicciones entre la racionalidad y la creencia. A pesar de que dicha harmonización
entre filosofía y religión se apoyaba en el aristotelismo, Maimónides no dudó en oponerse a
Aristóteles en aquellas cuestiones en las que “el filósofo” contradecía abiertamente los
textos sagrados y no era posible, ni aún a través de interpretaciones alegóricas, armonizar
éstos con el pensamiento racional.
El acceso a estas cosas es conocer el Verbo encarnado, raíz de la inteligencia de todas las
cosas; quien no posee este acceso, no puede entrar. Los filósofos consideran imposible lo
que es supremamente verdadero, porque el acceso permanece cerrado para ellos.
El aristotelismo llegado del Islam, vía Averroes y Avicena, suscitó resistencias por parte de
la autoridad eclesiástica y de aquellos sectores identificados con un programa filosófico de
tipo agustiniano. Ya en 1210, en el sínodo de Sens, se prohibe la lectura de «los libros
naturales de Aristóteles, así como la de sus comentarios, tanto en público como en privado,
bajo pensa de excomunión». La prohibición afectada a la Físicay Metafísica de Aristóteles,
a los libros en que se exponía la concepción de la naturaleza, incluida la humana (De
anima) como una estructura de esencias eternas sometidas a una legalidad necesaria e
inmutable, ajena a las Escrituras y al mensaje cristiano. Cuando en 1215 el legado papal
Roberto de Courçon promulga los Estatutos de la Universidad de París, la facultad de
Teología impone a la de Artes esa prohibición (reduciéndola al campo de la enseñanza, no
de la mera lectura), de la que se excluyen explícitamente las obras lógicas, usadas ya por
los teólogos desde el siglo precedente en la construcción de su disciplina.
Esta primera derrota del aristotelismo se transforma en victoria en 1255, cuando los
Estatutos de la facultad de Artes de París establecen la obligación para el estudiante de leer
todo “Aristóteles” y sus comentadores (Averroes, Avicena).
Sin embargo, en 1270, el obispo de París Etienne Tempier condena estas trece
proposiciones:
1. No hay más que un único intelecto, numéricamente idéntico, para todos los
hombres.
2. La proposición “el hombre piensa” es falsa o impropia.
3. La voluntad humana quiere y escoge por necesidad.
4. Todo lo que acontece aquí abajo está sometido a la necesidad de los cuerpos
celestes.
5. El mundo es eterno.
6. No ha habido nunca un primer hombre.
7. El alma, que es la forma del hombre en tanto que hombre, perece al mismo tiempo
que su cuerpo.
8. Tras la muerte, el alma separada del cuerpo no puede arden con un fuego corporal.
9. El libre albedrío es una potencia pasiva, no activa, movida por la necesidad del
deseo.
10. Dios no conoce los individuos singulares.
11. Dios no conoce más que a sí mismo.
12. Las acciones humanas no están gobernadas por la Providencia divina.
13. Dios no puede conferir la inmortalidad o la incorruptibilidad a una realidad mortal o
corpórea.
En 1272 los teólogos imponen a la facultad de Artes un nuevo estatuto que prohibe a los
filósofos disputar cuestiones teológicas. Era un intento de confinar la filosofía en su papel
subordinado de sierva de la teología, que habrían rebasado excediéndose de sus límites al
tratar de problemas teológicos con razones exclusivamente naturales (aristotélicas) y con
independencia de la enseñanza cristiana. El nuevo estatuto obligaba, además, al filósofo, en
caso de que una quaestio filosófica trascendiera al territorio de la teología, a determinarla
en favor de la fe, aun en el caso de que hubiera desacuerdo con la razón, o bien a callarse.
Dicen, en efecto, que esas proposiciones son verdaderas según la filosofía, pero no según la
fe católica, como si hubiera dos verdades contrarias y como si contra la verdad de la
Sagrada Escritura hubiera verdad en los dichos de los paganos condenados, de quienes está
dicho: «Perderé la sabiduría de los sabios» (1 Corintios 1, 19), puesto que la verdadera
sabiduría anula la falsa sabiduría
La condena pretendía, en primer lugar, reducir o devolver la facultad de Artes (la filosofía)
y sus maestros a su función propia y a sus límites, los cuales habían rebasado
ilegítimamente al pretender una autonomía teórica y al invadir de hecho el territorio de la
teología determinando filosóficamente (desde la razón natural, desde Aristóteles) cuestiones
teológicas en contra de la enseñanza de la fe. Tempier pretendía reducir la filosofía a su
papel propedéutico, ancilar o servil con respecto a la teología y restaurar la hegemonía de
ésta (y de la autoridad eclesiástica) sobre el conjunto del pensamiento, esto es, pretendía
legitimar la teología para establecer la verdad también en el campo de la filosofía. Así, por
ejemplo, se condenaba la proposición según la cual «la resurrección futura no debe ser
admitida por el filósofo, ya que es imposible investigarla por medio de la razón» (n.º 216),
con la siguiente razón: «Es un error, puesto que también el filósofo debe doblegar su
entendimiento en obediencia a Cristo (2 Corintios 10, 5)». No había un territorio propio de
la filosofía en disonancia o independencia de la fe; la filosofía debía confirmar y someterse
a la enseñanza de la fe.
La condena perseguía, en segundo lugar, acabar con aquella orientación o formulación del
aristotelismo que resultaba inconciliable con el dogma cristiano: el “aristotelismo” que
establecía la necesidad de la creación divina, la necesidad del orden natural, el
determinismo físico y el gobierno completo del mundo sublunar por el mundo celeste, la
creación mediaday el desconocimiento de los individuos por Dios. Este aristotelismo
necesitarista cuestionaba y ponía en entredicho la libertad de Dios, la contingencia de la
creación, la omnipotencia divina, la providencia de Dios y la libertad humana
17: «Lo que es absolutamente imposible no puede ser hecho por Dios, ni por ningún otro
agente. – Falso, si se entiende de lo que es imposible según naturaleza».
20: «Dios hace necesariamente lo que hace de modo inmediato. – Falso, ya se entienda
como necesidad de coacción (porque elimina la libertad divina), ya se entienda como
necesidad de inmutabilidad divina, porque afirma la incapacidad de actuar de otra manera».
22: «Dios no puede ser causa de un hecho nuevo, ni puede producir algo nuevo».
23: «Dios no puede mover algo irregularmente, es decir, de un modo distinto a como lo
mueve, ya que su voluntad no cambia».
24: «Dios es tan eterno actuando y moviendo como siendo; de otro modo sería determinado
por otro, el cual sería anterior a él».
33: «El efecto inmediato de la causa primera debe ser tan sólo único y semejantísimo a
ella».
34: «Dios es causa necesaria de la inteligencia primera; puesta ella, se sigue el efecto y
ambas tienen idéntica duración».
8: «Nuestro intelecto puede, por sus fuerzas naturales, alcanzar el conocimiento de la Causa
Primera».
De ello se seguía no sólo que el filósofo es el homo perfectus, la perfección del hombre o el
hombre en sentido propio. Comportaba, además, que al elevarse por vía natural hasta el
conocimiento de las inteligencias separadas y de Dios mismo, el filósofo alcanzaba el bien
supremo, la máxima felicidad (mental) accesible en la Tierra, por medio de la razón natural.
166: «Si la razón es recta, la voluntad es también recta. – Falso, porque según esto, para la
rectitud de la voluntad no sería necesaria la gracia, sino únicamente la ciencia, lo cual es el
error de Pelagio».
La condena hecha por Tempier, sin embargo, no prohibió la lectura de Aristóteles. Se trató
de hacerlo inocuo con respecto al dogma cristiano y de restablecer la finalidad teológica de
la cultura y de la filosofía; pero no se cuestionó la posición de dominio que Aristóteles
había alcanzado en el campo de la filosofía; con lo que Aristóteles ganó la batalla, y
aristotélica fue la filosofía posterior, hasta el fin de la Edad Media e incluso en buena
medida hasta el siglo XVII, gracias, sobre todo, a la obra de Sto. Tomás.
¿Qué ocurre cuando la filosofía contradice a la fe? Puesto que el desacuerdo en cuestión es
un indicio de error, y ya que el error no puede encontrarse en la revelación divina, es
necesario que se encuentre en la filosofía. Por tanto, o bien demostraremos que la filosofía
– en este caso – se equivoca, o mostraremos que ha querido probar en una materia en que la
prueba racional es imposible, y donde, por consiguiente, la decisión debe pertenecer a la fe.
La revelación, en este caso, no interviene mas que para señalar el error, pero no lo hace en
su nombre, sino exclusivamente en el de la razón.
Es preciso partir de las verdades racionales, porque la razón es la que nos sirve de terreno
común: «Es necesario recurrir a la razón, a la que todos deben asentir». Sobre esta base es
posible obtener los primeros resultados universales, porque son racionales, y edificar sobre
ellos un razonamiento posterior que sirva para profundizar desde un punto de vista
teológico. Discutiendo con los judíos se puede tomar como supuesto común el Antiguo
Testamento; para discutir con los herejes se puede apelar a toda la Biblia. No obstante, ¿qué
supuesto sirve para hacer posible la discusión con los paganos o gentiles, si no es aquello
que tenemos en común, es decir, la razón?
La filosofía se ocupa del ente en cuanto ente y de todo lo que pueda reducirse a él o
deducirse de él. La teología, en cambio, trata de los articula fidei u objetos de fe. La
filosofía sigue un procedimiento demostrativo, mientras que la teología adopta el
procedimiento persuasivo; la filosofía se restringe a la lógica de lo natural, mientras que la
teología se mueve dentro de la lógica de lo sobrenatural. La filosofía se ocupa de lo general
o universal, porque se ve obligada a ajustarse pro statu isto al itinerario cognoscitivo de la
abstracción; la teología profundiza y sistematiza todo aquellos que Dios se ha dignado
revelarnos acerca de su naturaleza personal y de nuestro destino. La filosofía es
esencialmente especulativa, porque se propone conocer por conocer, mientras que la
teología es tendencialmente práctica, porque deja de lado ciertas verdades, con objeto de
inducirnos a actuar más correctamente.
3.15 Ockham
«Los artículos de fe no son principios de demostración y tampoco conclusiones, y ni
siquiera son probables, ya que aparecen como falsos ante todos, o ante la mayoría, o ante
los sabios: entendiendo por sabios aquellos que se confían a la razón natural, puesto que
sólo se entiende de este modo el sabio en ciencia y en filosofía». Las verdades de fe no son
evidentes por sí mismas, como los principios de la demostración; no son demostrables,
como las conclusiones de la demostración misma, y no son probables, porque aparecen
como falsas a quienes se sirven de la razón natural. El ámbito de las verdades reveladas es
radicalmente ajeno al reino del conocimiento racional. La filosofía no es una servidora de la
teología y ésta no es una ciencia sino un conjunto de proposiciones que se mantienen
unidas gracias a la fuerza cohesiva de la fe, pero sin una coherencia racional.
Con respecto al dogma de la Trinidad escribe: «Que una única esencia simplicísima sea tres
personas realmente distintas, es cosa de la que no puede convencerse ninguna razón natural
y sólo afirma la fe católica, como algo que supera todo sentido, todo intelecto humano y
casi toda razón». Niega la posibilidad de cualquier interpretación racional de esta suprema
verdad de la fe cristiana de una manera tan radical que señala la fase final de la escolástica.
La razón ya no puede ofrecer ningún apoyo, porque no logra otorgar al dato revelado más
transparencia que la que le da la fe. Las verdades de fe son un don gratuito de Dios y deben
seguir siéndolo. No es honrado revestir de plausibilidad racional unas verdades que
trascienden la esfera humana y que desvelan perspectivas que serían impensables e
inalcanzables de otra forma. La razón humana posee un ámbito y una tarea diferentes del
ámbito y de la tarea de la fe.
La principal fuente de contradicción parece haber sido siempre la misma, y todos los
místicos especulativos la identificaron: la Unidad del Ser enfrentada a un mundo creado,
consistente en muchos objetos. Nadie que tratase de concebir la cuestión dejaba de sentirse
sorprendido por un sentido de imposibilidad lógica: los racionalistas convirtieron esto en un
argumento cuasi ontológico a favor de la inexistencia de Dios (no puedo pensar en Dios sin
caer en contradicciones; en consecuencia, no puede pensar en Dios sin negar su existencia);
para los teólogos místicos y neoplatónicos la misma imposibilidad demostraba que nuestra
lógica tenía una validez limitada y que era impotente para tratar de Dios.
Los místicos sabían que estaban desafiando la lógica común. Su afirmación es que han
experimentado la identidad de la parte y el Todo; viven en ella, en vez de conocerla tal
como se ha codificado en los mitos y tal como se ha explicado laboriosamente en sistemas
metafísicos: ni necesitan presentar evidencia de esta experiencia ni les preocupa su
incoherencia lógica cuando la expresan verbalmente.
Lutero separa tajantemente razón y fe, filosofía y teología. Cree que las dos fuentes son
radicalmente enemigas. No se trata tanto de que la razón y la fe lleguen a conclusiones
contradictorias, sino de que representan modos de vida o actitudes incompatibles:
Así como sucedió con Abraham, la fe vence, mata y sacrifica la razón, que es la más
rabiosa y pestilente enemiga de Dios
Se reclama, pues, la autonomía de la ciencia: todo aquello de lo que podamos tener noticia
a través de «las sensatas experiencias» y las «demostraciones necesarias» queda sustraído a
la autoridad de las Escrituras. Ahora bien, si las Escrituras no son un tratado de astronomía,
¿cuál es su finalidad?
Considero [...] que la autoridad de las Letras Sagradas tiene como propósito enseñar
principalmente a los hombres aquellos artículos y proposiciones que, superando
cualquier razonamiento humano, no podían hacérsenos creíbles mediante otra
ciencia o por ningún otro medio, que no fuese por boca del Espíritu Santo mismo.
Por consiguiente: 1) la Escritura es necesaria para la salvación del hombre; 2) los «artículos
referentes a la salvación y al establecimiento de la fe» son tan firmes que «no hay ningún
peligro de que jamás se pueda alzar ninguna doctrina válida y eficaz» en contra de ellos; 3)
la Escritura no posee ninguna autoridad con respecto a todos aquellos conocimientos que
pueden ser descubiertos mediante «experiencias sensatas y demostraciones necesarias»; 4)
cuando la Escritura habla sobre lo que es necesario para la salvación no puede verse
desmentida; 5) sin embargo, dado que los escritores sagrados se dirigían al “vulgo rudo e
indisciplinado”, la Escritura necesita ser interpretada en muchos pasajes; 6) la ciencia
puede constituir un medio para efectuar interpretaciones correctas; 7) no todos los
intérpretes de la Biblia son infalibles; 8) no se puede comprometer la Escritura en aquellas
cosas que el hombre puede conocer con su sola razón; 9) la ciencia es autónoma: sus
verdades se establecen a través de experiencias sensatas y determinadas demostraciones,
pero no basándose en la autoridad de la Escritura; 10) ésta ocupa el último puesto en lo
referente a cuestiones naturales.
Por lo tanto, la ciencia y la fe son imposibles de comparar. Sin embargo, son compatibles, a
pesar de ser incomparables. El discurso científico es un discurso empíricamente
controlable, que nos permite comprender cómo funciona este mundo. El razonamiento
religioso es un mensaje de salvación que no se preocupa del “que”, sino del sentido de estas
cosas y de nuestra vida; la fe es incompetente con respecto a cuestiones fácticas. Tanto la
ciencia como la fe poseen sus propios hechos: por esta razón siempre están de acuerdo. No
se contradicen, ni pueden contradecirse, porque no son comparables: la ciencia nos dice
“cómo va el cielo”, y la fe, “cómo se va al cielo”.
4.3 Descartes
Para Descartes, la verdad no se encuentra en el juicio, que para él es operación de la
voluntad, sino en la intuición de la mente que recibe pasivamente la idea. Por eso, la
evidencia no se refiere a las cosas que concibo, sino a mi concepción de las cosas, a la idea
de ellas, pues «no conozco las cosas, sino las ideas de las cosas»; como las ideas no reciben
su claridad de las cosas, sino de Dios, el conocimiento no viene a ser asimilación del ser ni
tampoco producción del ser, sino que es un reflejo pasivo de la realidad.
El pensar queda reducido al acto de conciencia. Para el ejercicio de su conocimiento, la
inteligencia se basta a sí misma; ella sola puede darse su objeto propio, sin recurrir a algo
extramental o extraconciencial; el sujeto cognoscente no necesita salir de sí. De este modo,
la realidad del mundo sensible no se podrá salvar sino con un realismo indirecto
(recurriendo a la veracidad de Dios). El entendimiento deja de ser aquella carta en la que
nada está escrito, pues nace con las ideas.
La sustancia, descubierta como idea clara en el «Pienso» viene a ser el sujeto pensante, la
sustancia pensante no es más que el pensamiento existente y no implica substrato real, sino
solamente relación intrínseca por la cual el yo es la evidencia de su propia existencia.
Para probar que estas ideas representan algo real, necesitamos un criterio superior de
certeza. Este criterio es la existencia de Dios; así, pues, el primer paso es demostrar la
existencia de Dios. Una vez demostrada la existencia de Dios, queda comprobado el criterio
de certeza, pues siendo Él suma perfección no puede engañarse ni engañarme; si Dios me
dio la facultad de juicio, ella no puede ser tal que me induzca a error cuando la emplee
rectamente. Por tanto, la función primera y más fundamental de dios es ser principio y
garantía de toda verdad.
Lógicamente, este Dios garantizador de las verdades las debería respetar; de ahí se
concluiría que las verdades son independientes de Dios. La doctrina cartesiana, empero, es
todo lo contrario: las verdades eternas (enunciados sobre las esencias inmutables) no son
independientes de la voluntad de Dios, pues atarían su libertad; Dios las ha creado
libremente. Así, Dios no ha querido las leyes del triángulo porque no podían ser de otra
manera, sino que, por el contrario, las ha querido libremente, y por esto los triángulos se
rigen por esa ley. No se sigue de ahí, añade Descartes, que las esencias sean mudables:
deben depender del libre albedrío divino para que Dios sea su garante, pero como la
voluntad de Dios es inmutable, la verdad, producto de su arbitrio, queda absolutamente
garantizada y no se puede cambiar.
4.4 Spinoza
Las ideas filosóficas de Spinoza no dejaban ningún espacio a la religión, a no ser en un
plano muy diferente al de la filosofía, que únicamente se desvela en los grados del segundo
y del tercer género de conocimiento (planos de la razón y del intelecto). Por el contrario, la
religión permanece en grado del primer género de conocimiento, en el que predomina la
imaginación. Los profetas, autores de los textos bíblicos, no destacan por el vigor de su
intelecto, sino por la potencia de su fantasía o imaginación; los contenidos de sus escritos
no son conceptos racionales, sino imágenes vívidas. La religión, además, se propone
obtener una obediencia, mientras que la filosofía –y sólo ella– aspira a la verdad. Tanto es
así, que los regímenes tiránicos se valen ampliamente de la religión para conseguir sus
objetivos. La religión, tal como es profesada en la mayoría de los casos, está alimentada por
el temor y por la superstición, y la mayor parte de los hombres limitan su credo religioso a
las prácticas del culto, hasta el punto de que, si se tiene en cuenta la vida que llevan los más
de ellos, se hace imposible saber de qué credo religioso son seguidores.
El contenido de la fe se reduce a unas cuantas directrices, que Spinoza agrupa en estos siete
criterios:
1. Dios existe como ente supremo, sumamente justo y misericordioso, modelo de vida
auténtica. Quien lo ignora o no cree en su existencia no puede obedecerle, ni
reconocerlo como juez.
2. Dios es único. Nadie puede dudar que la admisión de este dogma sea absolutamente
necesaria para los fines de la suprema devoción, admiración y amor a Dios, puesto
que la devoción, la admiración y el amor nacen exclusivamente de la excelencia de
uno solo sobre todos los demás.
3. Dios es omnipotente, todo le es concedido. Considerar que las cosas se le oculten, o
ignorar que él vea todo, significaría dudar de la equidad de su justicia, según la cual
él lo rige todo, o incluso ignorarla.
4. Dios posee el derecho y el dominio supremos sobre todo, y no hace nada obligado
por una ley, sino de acuerdo con su absoluto beneplácito y por efecto de su gracia
singular. Todos están obligados a obedecerle en todo a él, y él en cambio a nadie.
5. El culto a Dios y la obediencia a sus mandatos consiste únicamente en la justicia y
en la caridad, es decir en el amor al prójimo.
6. Todos aquellos que obedecen a Dios siguiendo esta norma de vida se salvan (sólo
ellos); todos los demás, que viven a merced de los placeres, se pierden. En ausencia
de esta firme convicción no se vería por qué los hombres habrían de preferir
obedecer a Dios y no a sus placeres.
7. Dios perdona los pecados a quien se arrepiente. Todos los hombres caen en el
pecado, y si no existiese la certeza del perdón, todos perderían la esperanza de la
salvación, y ya no habría motivos para considerar que Dios es misericordioso. En
cambio, quien está profundamente convencido de que Dios, en virtud de su
misericordia y de su gracia, de acuerdo con las cuales gobierna todo, puede
perdonar los pecados de los hombres, y debido a esta fe se enciende cada vez más
en amor a Dios, éste conoce de veras a Cristo según el Espíritu, y Cristo está con él.
Nuestro conocimiento sobre el mundo tiene un doble límite. En primer lugar, la experiencia
no sirve para decidir sobre la verdad, no es guía de las explicaciones, sino que es punto de
partida para sacar las leyes; la ciencia no es la deducción geométrica de los fenómenos,
como creyó Descartes. Por otra parte, los principios, que son el fundamento de las ciencias,
están fuera de todo razonamiento; los escépticos no logran refutarlos; la imposibilidad de
demostrarlos prueba, no la incertidumbre de los principios, sino la debilidad de la razón.
Queda el camino para que el corazón o instinto los justifique, no demostrándolos, sino
sintiendo la verdad de esos enunciados.
Para reconocer su no ser, el hombre se ha de comparar con el ser; para reconocer su error,
su duda y su miseria, se ha de comparar con la verdad, el bien y la felicidad; así comienza
la búsqueda de la fe. La fe impregna todo el hombre, que debe emplearse todo en ella. Esa
fe no es evidencia ni posesión segura, pues el hombre excluye estas cosas. El mundo
mismo, así como no manifiesta totalmente a Dios, tampoco lo excluye; esto sucede para
que el hombre no crea que posee a Dios y se olvide de su miseria; pero si no viere nada de
la divinidad, no sabría que lo que ha perdido y aspiraría a reconquistarlo. Tentar a Dios es
pretender alcanzarlo sin humildad en la búsqueda; Él se revela a quienes buscan la fe, que
no se demuestra. Las pruebas de la existencia de dios valen sólo para quienes tienen fe. Con
las demostraciones racionales se llega a un Dios autor de las verdades geométricas, que no
es el Dios de los cristianos; nuestros Dios llena el alma y el corazón de quienes Él posee y
les hace sentir su miseria y su misericordia infinita.
El hombre debe decidirse en sus relaciones con Dios; no puede aplazar la decisión: o vivir
como si Dios existiera o como si Dios no existiera; sustraerse a la elección es elegir la
negativa. Si la razón no le puede resolver la cuestión, puede mostrarle que se trata de una
apuesta en que se juega la pérdida de todo o la ganancia; ahora bien, quien apuesta sobre la
existencia de Dios, si gana, lo gana todo; si pierde, no pierde nada; por lo tanto, ha de
apostar. Puesto que se trata del infinito, la conveniencia de la apuesta supera todo. Cuando
se titubea no hay que violentar ni aumentar razones, sino acallar las pasiones y valerse de
las formas exteriores de la fe para empeñar a todo el hombre.
4.6 Lamennais
En su Ensayo para combatir con más eficacia los excesos de la razón individual, causa del
desvío de dios, propone el sistema del sentido común como verdad que los hombres crean
invenciblemente. Esta fe no se funda en razones individuales, cuya impotencia para darnos
certeza queda testificada por la experiencia y la historia. Tres hechos nos convences: 1) La
razón individual no puede llegar, por sus propias fuerzas, más que a un escepticismo; duda
de los sentidos, de la razón y hasta de la misma evidencia, que es un estado subjetivo,
variable según los individuos; así dudamos hasta de la propia existencia. 2) Todos creemos
algunas verdades, como que los cuerpos tienen propiedades nutritivas, porque tenemos que
vivir, y dichas verdades son indispensables para la vida física y social, de modo que
aceptamos las conclusiones aunque sean muy débiles las razones. 3) Todos nos servimos,
para discernir lo verdadero de lo falso, del consentimiento universal, norma natural e
infalible, y al que no piensa así se le llama demente.
En efecto, no siendo la verdad otra cosa que «la razón de ser de lo que es», el hombre no
posee la razón de ser en sí, sino sólo en Dios; por consiguiente, la razón individual no
produce sino un movimiento hacia el escepticismo, que es su propia destrucción; ella no
puede hallar en el «Pienso» cartesiano la verdad; únicamente la halla en Dios. Sin embargo,
la inteligencia no se puede destruir a sí misma, y como su esencia es poseer la verdad, Dios,
al crearla, le infundió las verdades primordiales con palabras adecuadas para expresarlas y
trasmitirlas. Con esta razón nosotros creemos natural e invenciblemente. Finalmente, como
Dios ha creado a todos semejantes entre sí, para hallar ese primordial elemento de verdad
hemos de aceptar lo que es común a todos, o sea, en lo que estamos de acuerdo, y rechazar
lo que pudo añadir el sentido privado.
Con estas premisas queda demostrada la tesis de que la filosofía debe empezar por un acto
de fe en las verdades primitivas, transmitidas, por la tradición, mediante el lenguaje o el
consentimiento de todos. Antes de Cristo, todo lo que era común a todos era lo verdadero;
después de Cristo, la Iglesia católica se hace garante de esa verdad y la infalibilidad
pontificia lo asegura.
4.7 Locke
Para Locke, es necesario aclarar el problema de la fe y de la razón si queremos ponernos de
acuerdo sobre asuntos de religión. Para ello, lo primero que debemos hacer es definir fe y
razón.
Esto, sin embargo, no invalida la fe, pues nuestro conocimiento es limitado, y hay cosas
que están por encima de nuestra razón. Con respecto a estas, es la fe quien debe predominar
sobre la razón, pero siempre teniendo en cuenta que la decisión sobre lo que es y lo que no
es una revelación divina es siempre asunto de la razón. En este sentido, es claro que nada
que sea incompatible con los dictados de la razón puede ser objeto de fe; tampoco es objeto
de fe aquello que podemos conocer mediante nuestra razón, o mediante nuestra razón en
unión con nuestras facultades sensibles. Por tanto, el ámbito de la fe queda restringido a
aquello que escapa a los límites de nuestra razón.
La diferencia con respecto a la filosofía medieval es clara. Para los filósofos medievales,
cuando había conflicto entre la fe y la razón había que desechar el dato racional, pues Dios
no nos engañaba; para Locke, por el contrario, cuando hay conflicto entre ambas, hay que
desechar el dato de fe, pues, de lo contrario, tendríamos que admitir que Dios destruye su
propia obra mediante contradicciones. Además, repito, la decisión de qué es y qué no es un
dato revelado (digno de confianza) es una decisión que compete exclusivamente a la razón.
4.8 Hume
Hume es posiblemente el primero que, entendiendo que la razón y la fe (o la filosofía y la
religión) tienen una estrecha relación, y que esa relación es muy conflictiva, opta
racionalmente contra la religión y, sobre todo, se extiende pormenorizadamente en
argumentos.
Hay, efectivamente, un núcleo de intersección entre la razón y la fe, pero las aserciones de
la fe son increíbles para la razón dada la evidencia disponible (y muy especialmente la
evidencia del mal). Los argumentos de la teología natural son todos falaces. La religión
debe ser descartada. La fe no puede sostenerse ante la razón. Frente a la razonabilidad del
cristianismo de Locke, Hume muestra que el cristianismo no es nada razonable, y que la
razón natural apunta en el mejor de los casos a que
este mundo … sólo fue el primer ensayo tosco de alguna divinidad menor de edad
que lo abandonó después, avergonzado de su imperfecta obra; sólo es la obra de
alguna divinidad dependiente e inferior, y constituye un objeto de risa para sus
superiores; es el producto de la vejez y la chochez de alguna divinidad cargada de
años y, desde su muerte, ha corrido a la aventura tras el primer impulso y la fuerza
activa que recibió de ella
Hume representa una postura que será común también entre los ilustrados franceses: la
Iglesia es una institución “impresentable”, el teísmo es filosóficamente insostenible, a los
sumo podemos quedarnos en el deísmo o, si damos un paso más, en el panteísmo o el
agnosticismo.
Sin embargo, en el prólogo de la misma obra, Kant afirma: “Tuve, pues, que suprimir el
saber para dejar sitio a la fe” (B XXX). En otras palabras, aún siendo imposible la teología
racional en cuanto teología trascendental (argumentos ontológico y cosmológico), en
cuanto teología natural física (argumento teleológico), sí es en cambio posible una teología
moral
Esta teología moral tiene la ventaja peculiar, frente a la teología especulativa, de
conducirnos inevitablemente al concepto de un ser primario, uno, perfectísimo y
racional, un ser al que la teología especulativa no podía remitirnos, ni siquiera
partiendo de fundamentos objetivos, no digamos ya convencernos de su existencia
(B 842)
Kant insiste en que los la “libertad humana” y la “inmortalidad del alma” no son un dogma
demostrado, sino supuestos “absolutamente necesarios”:
4.10 El deísmo
Al siglo XVIII se le ha llamado «siglo de las luces» porque extiende la luz de la razón a
todos los campos de la experiencia humana. Surgieron en el siglo XVII y llegaron a su
culminación en el XVIII dos graves problemas, uno teórico y el otro práctico, el problema
crítico y el problema social moderno. Ambos se originan por un espíritu de rebelión del
individuo contra la autoridad. Paso a paso, desde Descartes, el «yo» se fue independizando
y constituyéndose el centro de todo, para no obedecer más que a sí mismo, tesis del
liberalismo inglés que se especificará en la Ilustración francesa con una independencia de la
Iglesia.
Se exaltará la eficacia de la razón y de la ciencia como regla de vida, rasgo racionalista que
caracteriza a los «enciclopedistas».
Las tesis principales del deísmo podrían reducirse a lo siguiente: la religión no puede
contener nada de irracional, y, por tanto, la verdad de la religión se revela a la razón misma,
resultando superflua la revelación histórica; las creencias de esa religión han de ser pocas y
simples (Dios existe, es creador y gobernador del universo, castiga el mal y premia el bien
en la vida futura). Los deístas ingleses atribuyen a Dios, no sólo el gobierno del mundo
físico, sino también del moral, mientras los franceses, comenzando por Voltaire, niega que
Dios se ocupe del hombre y le atribuyen la más radical indiferencia en relación con su
destino. Rousseau se acercará más a la teoría inglesa. En todo caso, lo propio del deísmo es
la negación de la revelación y la reducción del concepto de dios a las características que la
simple razón pueda atribuirle.
Según Freud, las representaciones religiosas surgen por dos motivos: 1) «para defenderse
contra la abrumadora prepotencia de la Naturaleza»; y 2) por «el impulso a corregir las
penosas imperfecciones de la civilización».
Las representaciones religiosas son principios y afirmaciones sobre hechos y relaciones de
la realidad exterior (o interior) en los que se sostiene algo que no hemos hallado por
nosotros mismos y que aspiran a ser aceptados como ciertos.
Los defensores de estos principios religiosos aducen –según Freud–, a favor de su verdad,
tres razones: 1) debemos aceptarlos porque ya nuestros antepasados los creyeron ciertos; 2)
se aduce la existencia de pruebas que nos han sido transmitidas por las generaciones
anteriores; 3) se nos hace saber que está prohibido plantear interrogación alguna sobre la
credulidad de tales principios. Ninguna de estas tres razones parece convincente a Freud.
Comenzando por la tercera; ¿no será, nos dice Freud, que si está prohibido interrogarnos
sobre tales principios es, sencillamente, porque tales principios no tienen ningún
fundamento? Es más, si tales principios tuviesen algún fundamento, ¿no nos sería mostrado
éste inmediatamente? Como no ocurre así, hemos de concluir que ese fundamento,
efectivamente, no existe.
Tampoco 1) demuestra nada, pues nuestros antepasados eran mucho más ignorantes que
nosotros, y creyeron cosas que hoy nos es imposible aceptar; por ejemplo, los antiguos –
algunos antiguos– creyeron que el mundo reposaba sobre la espalda de una tortuga, que a
su vez reposaba sobre la espalda de un elefante, que a su vez...; ahora bien, esta creencia
nos parece hoy absurda; ¿por qué considerar absurda a esta creencia, y no considerar
absurda a la creencia religiosa?
Con respecto a 3), las pruebas que los antiguos nos han transmitido aparecen incluidas en
escritos faltos de toda garantía, contradictorios y falseados. Es más, estas pruebas son
circulares, porque se pretende aducir como prueba que tales escritos son parte de la
revelación divina; ahora bien, esta misma prueba es parte de la doctrina; de donde se sigue
que ya estamos dando por supuesto lo que queremos demostrar.
Otros dos argumentos a favor de las ideas religiosas son el credo quia absurdum y lo que
Freud denomina filosofía del “como si”. Según la doctrina del credo quia adsurdum, las
creencias religiosas están sustraídas a las exigencias de la razón, hallándose por encima de
ella; no necesitamos comprenderlas, basta con que sintamos interiormente su verdad. Ahora
bien, aduce Freud, ¿habremos de obligarnos acaso a creer cualquier absurdo? Y si no, ¿por
qué precisamente este? No hay, según Freud, instancia alguna superior a la razón. Si la
verdad de las doctrinas religiosas depende de un suceso interior que testimonia de ella, ¿qué
haremos con los hombres en cuya vida interna no surge jamás tal suceso nada frecuente?
Aunque podemos exigir a todos los hombres que hagan uso de su razón, no podemos
instituir una obligación para todos sobre una base que en muy pocos existe.
Según lo que Freud denomina filosofía del “como sí”, las creencias religiosas son ficciones,
pero ficciones útiles, hay radical su verdad; debemos creer en ellas porque –desde un punto
de vista práctico– es mejor creer en ellas que no creer. Según Freud, esta doctrina es
equivalente al credo quia absurdum pero con el agravante de que sólo podría ser aceptada
por un filósofo, nunca por una persona normal, pues ¿cómo un hombre normal podría
conceder valor a cosas declaradas de antemano absurdas y contrarias a la razón?, ¿cómo
una persona tal podría ser movido a renunciar, precisamente en cuanto a uno de sus
intereses más importantes, a aquellas garantías que acostumbra a exigir en el resto de sus
actividades?
Las ideas religiosas, para Freud, son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos,
intensos y apremiantes de la Humanidad; el secreto de su fuerza radica en la fuerza de estos
deseos; el gobierno bondadoso de la divina Providencia mitiga el miedo a los peligros de la
vida; y la institución de un orden moral universal asegura la victoria de la Justicia, tan
vulnerada dentro de la civilización humana, y la prolongación de la existencia terrenal por
una vida futura amplía infinitamente los límites temporales y espaciales en los que han de
cumplirse estos deseos.
El que las ideas religiosas sean ilusiones, no significa que sean falsas, pues puede haber
ilusiones, deseos, que luego se hacen realidad; lo que esto significa, para Freud, es que las
ideas religiosas no tienen un origen racional, sino emotivo. La idea de “Dios” proviene de
una insinceridad, insinceridad consistente en dar el nombre de “Dios” a una vaga
abstracción creada por el hombre y presentarse ante el mundo como deísta, jactándose de
haber descubierto un concepto mucho más elevado y puro de Dios, aunque en realidad este
Dios no es más que una sombre inexistente.
Para Wittgenstein el discurso religioso puede ser entendido sólo si se entiende la forma de
vida a que pertenece. Lo que caracteriza a esta forma de vida no son las expresiones de
creencia que la acompañan, sino una manera (en la que están incluidas las palabras y las
imágenes, pero que dista mucho de consistir sólo en palabras e imágenes) de amar la propia
vida, de regular todas las decisiones que se toman.
Parece, por tanto, que podemos prescindir del criterio evidencialista como medida de la
racionalidad de las creencias y, por tanto, se desvanece el argumento evidencialista de que
la proposición “Dios existe” no es una proposición evidente.
Junto a esto Plantinga presenta una “objeción moral” a la teología natural. El núcleo de esta
objeción es que argumentar a favor de la existencia de Dios a partir de la teología natural
sería un insulto a Dios pues indicaría una desconfianza en Él.
Por tanto, hasta ahora tenemos, por un lado, que no hay una crítica válida a la creencia en la
existencia de Dios y, por otro, que no es necesario aducir pruebas para fundamentar esta
creencia. Y con ello llegamos a la tesis principal de la epistemología reformada: la
evidencia no es el único criterio para establecer qué creencias son básicas. Existen
creencias que son adecuadamente básicas sin ser evidentes. Así sucede con nuestras
creencias acerca de la percepción o sobre los sentimientos o pensamientos de otra persona.
Del mismo modo que tenemos una tendencia natural a formar creencias sobre la
percepción, en determinadas circunstancias también tenemos una tendencia natural a
formar creencias como “Dios me habla” o “Dios ha creado todo” o “Dios no aprueba lo
que he hecho”. Plantinga defiende así una “paridad” epistemológica entre las creencias
sobre la percepción o la memoria y la creencia en Dios, que sería adecuadamente básica.
Ahora bien, podríamos preguntar, ¿cuál es el criterio para establecer qué es básico? Según
Plantinga, aunque no se pudiera establecer con claridad tal criterio, se podría sostener que
ciertas proposiciones en determinadas circunstancias son básicas. En general, el modo de
establecer el criterio no es reductivo sino inductivo: debemos ir coleccionando ejemplos y
estableciendo hipótesis. Los criterios han de ser “argumentados y comprobados por un
conjunto relevante de ejemplos”. Es claro que quizás no todos estén de acuerdo con los
ejemplos. De hecho, con mucha probabilidad teísta y no teísta presentarán ejemplos
distintos. Ahora bien, el teísta tiene derecho a usar sus propios ejemplos. Esto no es
entendido, sin embargo, como una invitación al subjetivismo. Seguramente uno de los dos
estará equivocado; pero mientras que no se pueda establecer quien lo está, se tiene derecho
a partir de las propias creencias.
El que algunas creencias sean básicas no supone que carezcan de cualquier fundamento. Si
yo tengo la creencia de que veo un árbol, puedo sostener en principio que hay un árbol, a no
ser que con esta creencia viole algún deber epistémico o que mi estructura noética resulte
defectuosa por aceptarlo. En cada caso hay circunstancias que sirven de fundamento o
justificación.
¿Qué ocurre entonces con la teología natural? La afirmación de que la creencia en Dios es
adecuadamente básica no implica la negación de toda teología natural. Lo que se rechaza es
que ella sea la base sobre la que se afirma que Dios existe. La teología natural es válida,
pues la justificación que se alcanza al considerar la creencia en Dios como básica es sólo
una justificación prima facie. La teología natural puede ayudara una ulterior justificación
de esta creencia y puede servir al cristiano para confirmar la existencia de Dios.
La teología natural tiene dos partes. La primera es negativa: se trata de hacer frente a la
aserción de que el teísmo es irracional o incoherente. Decir que en principio la creencia en
Dios es básica no significa que esta creencia sea inmune a toda crítica. Si se mostrara a
partir de las premisas que yo acepto que es falsa, no tendría justificación para sostenerla.
Pues bien, de hecho existen “derrotadores” de la creencia en Dios. Piénsese en el problema
del mal o en la interpretación de Feuerbach de la creencia en Dios. El valor de la teología
natural sería entonces apologético: ayudar al creyente a que derrote a los derrotadores. No
se trata de fundamentar en evidencias la creencia en Dios, la cual sigue siendo básica, sino
de hacer frente a los argumentos racionales en contra de ella. Por su parte, la apologética
positiva tiene como objeto ofrecer pruebas o argumentos de la existencia de Dios. Plantinga
lamenta a este propósito tres confusiones que suelen ser comunes. La primera es que se
suele exigir que un buen argumento sea estrictamente demostrativo, cuando la verdad es
que casi ningún buen argumento filosófico se ajusta a estos criterios de racionalidad. La
segunda exigencia es que las premisas sean aceptadas por todos pero esto es pedir
demasiado. Si alguien no acepta las premisas, no será un buen argumento para esa persona,
pero puede ser bueno para quien las acepte. Finalmente, Plantinga lamenta que la discusión
sobre las pruebas de la existencia de Dios se haya limitado a los tres argumentos expuestos
por Kant (ontológico, cosmológico, teleológico), cuando existen otros buenos argumentos.
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