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El actor invisible

La primera sorpresa que me produjo la lectura de este libro, fue encontrar una
explicación diferente a la usual a la motivación profunda que lleva a alguien a querer
ser actor. En Un actor se prepara, Stanislavski describe, en el primer capítulo, el
deseo del actor de ser visto, de ser aplaudido, de ser admirado (y elocuentemente
titula a este primer capítulo Diletantismo). Yoshi Oida comienza su libro relatando
uno de sus juegos infantiles, que consistía en que él era un ninja que se hacía
invisible, con la complicidad de su madre que, fingiendo asombro, decía: ¿dónde
está Yoshi?

Un par de líneas más abajo, Yoshi declara que su gusto por disfrazarse en años
posteriores derivaba de este primer juego, y que la búsqueda era la misma: volverse
invisible. De este extraño deseo nació su deseo de ser actor.

¿No es acaso lo mismo que buscaba Kostya, protagonista de Un actor se prepara,


al maquillarse de negro para representar a Otelo, al ensayar movimientos felinos en
su habitación? ¿No es acaso lo mismo que señala Peter Brook cuando propone al
actor vaciarse completamente para que lo llene el personaje? ¿No es la propuesta
del Método Strasberg de que el actor, plenamente relajado, libre de sus
pensamientos y condicionamientos, se entregue a sus impulsos y accione a partir
de ellos?

Yoshi Oida vincula esta experiencia del actor con la experiencia religiosa, propia de
su tradición, en la que el individuo, a través de la meditación, llega a estar en
contacto pleno con la divinidad. En su deseo de ser actor (si bien no deja de señalar
que a lo largo de su carrera se vio también dominado a veces por el ego, deseando
fama y reconocimiento, e incluso sufriendo por no ser un buen actor), se mezclan
anhelos trascendentales, expresados en hermosas metáforas de la tradición teatral
japonesa. Una de mis favoritas, se refiere al escenario como un espacio que danza,
describiendo el trabajo del actor como lograr que el escenario dance: el escenario,
no el actor. Es decir, el actor tiene que poner en movimiento algo que es más grande
que él mismo, para lo cual es fundamental que, de cierto modo, se haga invisible.
Siempre he pensado que las mejores funciones son aquellas en las que el público
no felicita a los actores, en las que el púbico no comenta la calidad de la actuación;
en lugar de eso, lleno de entusiasmo, siente una enorme necesidad de hablar de la
obra, de lo que sucedió en ella como si fuera una realidad, y si habla con uno de los
actores al respecto, no comentará su técnica, sino la impresión que le produjeron
ciertas cosas que el personaje hacía, ciertas escenas, ciertos momentos. Entonces,
como sugiere Yoshi, el público no admira la belleza del gesto con la que el actor
señala la luna: el público ve la luna.

Para llegar a este punto, Yoshi Oida señala varios principios relativos al
entrenamiento del actor. Comienza insistiendo en la necesidad de limpiarse: limpiar
el espacio, limpiar el cuerpo, limpiar el interior. Esto es algo que no sólo hace el
actor, sino los maestros de la ceremonia del té y los monjes budistas. Yoshi insiste
en la importancia de la disciplina de la limpieza, pues a través de ella el actor le da
seriedad a su trabajo, lo aparta de lo cotidiano y evita que haya interferencias en su
trabajo, pues la suciedad del cuerpo y del espacio es también la suciedad del alma,
la energía negativa que vamos acumulando día a día, las preocupaciones que no
nos dejan dormir y, por supuesto, nuestras máscaras y las múltiples exigencias de
nuestro ego.

El entrenamiento de Yoshi le pide al actor concentrarse en tareas físicas muy


específicas, en ciertas sensaciones, en ciertos principios fundamentales. A través
de esta concentración, se vacía del pensamiento y permite una enorme libertad en
escena (que, paradójicamente, surge de un enorme control corporal). Pide, por
ejemplo, que al caminar por el escenario el actor imagine que camine por el
horizonte, o que concentre su energía en el dedo meñique, o en el ano, o en su
ritmo interno (el yo-ha-kyu), o en un sonido determinado y las vibraciones que
produce en su interior. Al describir su trabajo con Peter Brook en el Mahabarata,
señala que estaba concentrado, únicamente, en realizar la acción física siguiendo
el ritmo del tambor (marcado por el yo-ha-kyu). Pero, además, señala, haciendo un
vínculo que puede conectarnos más directamente a nuestra tradición teatral, que
estaba plenamente de la situación del personaje. En términos stanislavskianos,
podríamos señalar que estaba en comunión con ella, con el tema de la obra y con
las circunstancias dadas. Y, sin embargo, Yoshi no buscaba de manera directa la
emoción, no buscaba generar un tren de pensamiento: simplemente, ejecutaba la
acción, manteniendo dentro de sí, gracias a su plena concentración en el ritmo, un
espacio vacío a través de cual pudiera fluir la emoción, y que el público pudiera
llenar con el poder de su imaginación.

Algo interesante de leer a Yoshi es que le da la vuelta a ciertos conceptos e ideas


que, para un oriental, significan cosas muy diferentes que para un occidental.
Sucede, por ejemplo, con el concepto de emoción. Yoshi se sorprende de ciertas
actuaciones en las que ha visto mucha emoción, y piensa que los actores se
concentraron en conseguirla. Incluso imagina que utilizan alguna técnica occidental.
Pero al preguntarle a los actores (un famoso actor de teatro Noh que interpretaba a
una anciana y una actriz de Peter Brook que interpretaba a la madre de Edipo), ellos
le señalaron que no estaban sintiendo nada: simplemente ejecutaron la acción que
se les pedía, que demandaba una enorme precisión.

Y sin embargo Yoshi se atreve a cuestionar la veracidad de estas impresiones.


Yoshi imagina que, si bien los actores pudieron no ser conscientes de eso (pues su
atención estaba tan concentrada en lo que estaban haciendo en escena),
seguramente sentían algo en su interior. Porque la emoción, a fin de cuentas,
siempre está presente. Cuando en la vida estamos plenamente entregados a algo,
la emoción simplemente surge, sin que tengamos que hacer un esfuerzo para que
aparezca, y lo mismo debe suceder en el escenario: hay que confiar en la emoción,
desaparecer en el vórtice de la acción y dejar que las cosas simplemente sucedan.

La emoción surge inevitablemente en el actor a través de este tipo de técnicas pues


Yoshi hace hincapié en la importancia del compromiso total con la acción que se
desarrolla, trátese de seguir un ritmo o de mantener la conexión con la columna
vertebral. Este compromiso es tanto físico como espiritual; Yoshi insiste en que
trabajar un personaje a partir de lo externo es una tarea estéril si el actor no lo hace
con todo su ser, si no involucra también su interior. De esta manera, el trabajo no
estará permeado por la personalidad particular del actor, ni por sus problemas:
generará el vacío suficiente para que emerja la emoción.

Yoshi señala, más que la importancia de generar emociones (pues éstas aparecen
solas), la importancia de aprender a regularlas y moldearlas. Señala un principio del
teatro noh donde se indica que, en la tragedia, cuando el corazón sienta diez se
debe expresar siete. Es fácil vincular esta actitud con las filosofías orientales, con el
zen y el budismo, que buscan la paz y la serenidad: si nos dejamos dominar
completamente por una emoción, paradójicamente dejaremos de fluir. Yoshi retoma
las metáforas de estas tradiciones, hablando de ríos que fluyen.

Todo esto lo vincula Yoshi con la necesidad de autoconocimiento; a final de cuentas,


todas estas disciplinas (el teatro noh, la ceremonia del té, la meditación budista),
nos instan a ir dentro, a partir de los ejercicios corporales, de la contemplación y el
cuidado de la naturaleza, de la atención a nuestras sensaciones físicas. En este
sentido, Yoshi nos recuerda que el autoconocimiento no debe implicar aislarse del
mundo pues, al contrario, nos vincula con la totalidad del universo, en una dimensión
espiritual. Somos más de lo que podemos imaginarnos, tenemos una energía
poderosa que se vincula con el mundo, y debemos liberarnos de los bloqueos
mentales que nos impiden fluir con el mundo. A partir de esta materia prima es que
podemos entregarnos a la actuación.

Yoshi insta al actor a buscar no sólo la forma sino la esencia de las cosas. Por eso
compara el oficio el actor con ser una flor, que tiene sus pétalos, una forma concreta,
pero también su esencia, su aroma, que no existiría de no tener el soporte físico de
la flor. De la misma forma, la flor sin su aroma estaría vacía. Pero conseguir
descubrir esta sutil conexión sólo se consigue a través de un profundo
autoconocimiento, y de una disciplina constante.

Otro aspecto en el que Yoshi Oida insiste constantemente es en que el teatro nos
exige una presencia y un comportamiento extracotidianos. No podemos tomar una
taza en escena de la misma forma que la tomamos en la vida real. Desde luego,
esto nos vincula a las tradiciones estilizadas del teatro noh, pero es posible
encontrarla también en el Método: el actor está comprometido a realizar todas sus
acciones a partir de un poderoso impulso emotivo, y a vincular absolutamente cada
rincón de su cuerpo en la acción más pequeña. No es tan diferente, en realidad, al
actor de noh que toma una taza de té como si pesara infinitamente, pues ambos
están involucrando una enorme cantidad de energía. Y la emoción, a fin de cuentas,
es energía.

Yoshi también se refiere a la importancia del sonido para el actor. Señala que los
actores japoneses, para entrar en un estado emotivo intenso (como el requerido
para una tragedia), repiten durante un rato y habitan el sonio shai, que a mí me
remite al sonido de los lamentos en nuestro teatro occidental: ay, mísero de mí. Las
vibraciones de esta exclamación, cuando se hacen profundamente, afectan la
totalidad del cuerpo. El sonido es un medio ideal para contactar con nuestro interior
y vincularlo con nuestro cuerpo, pues la vibración lo recorre todo internamente. En
Método el ha es fundamental para permitirnos liberar la energía emotiva.

En este sentido, cuando Yoshi habla del sonido y el trabajo con el cuerpo, ofrece
una serie de herramientas útiles para abordar el trabajo en método. La que me ha
parecido más útil es la sugerencia de que, cuando estemos moviendo una parte del
cuerpo, nuestra concentración esté centrada enteramente en saborear el
movimiento. En una de las primeras sesiones de relajación en silla, Natalia me dijo
que “no pensara en el movimiento, que lo sintiera”. Recordé ese momento cuando
leí este libro y Yoshi sugería saborear el movimiento: un verbo lleno de preciosas
cargas sensoriales.

Yoshi, justamente, insiste en la sensorialidad como camino para despertar los


poderes del actor (y del público). En el mismo apartado dedicado al sonido, indica
que alguien que no hable japonés, si se le pidiera elegir entre las dos palabras
japonesas la que significa vida y la que significa muerte, muy probablemente haría
la elección correcta, porque el sonido de las palabras expresa su significado.

De esta manera, Yoshi nos insta a percibir las cosas de una manera diferente, más
allá de la lógica racional y los significados literales: nos invita a aprehender el mundo
a partir de su sensorialidad.
Percibir las cosas de una manera diferente es una de las cosas que el actor tiene
que hacer constantemente. Contrariamente a lo que podría pensarse, desde
nuestras ideas convencionales sobre lo formal y lo vivencial, Yoshi Oida no trabaja
sus personajes buscando dar una imagen definida de su carácter. En el montaje de
La tempestad, de Peter Brook, señala que lo más evidente de su personaje,
Gonzalo, era que los demás personajes lo consideraban un viejo sabio y
bondadoso. Pero Yoshi Oida no se dedicó (con su magnífica técnica corporal, a
través de la cual hubiera sido capaz de generar clarísimos signos de bondad y
sabiduría) a ilustrar esta imagen: relata como en los ensayos trataba de apartarse
de estas etiquetas, buscando que el personaje reaccionara fuera de este
condicionamiento. Al final, el público sí acababa concluyendo que el personaje era
sabio y bueno, pero no porque el actor pusiera cara de ser sabio y bueno, sino por
las acciones del personaje.

Cabe preguntarse cómo logró Yoshi reaccionar de estas maneras diferentes. Me es


inevitable pensar en el método al leer esta anécdota, donde buscamos,
simplemente, expresar lo que estamos sintiendo mientras estamos en escena,
reaccionando a los estímulos que nos rodean, tanto de dentro como de fuera, sin
importarnos lo ilógico que pueda resultar. Tal vez un camino semejante siguió Yoshi,
reaccionando cómo lo iba sintiendo aunque se apartara de la lógica del anciano
sabio y bueno.

A veces podría parecer que Yoshi se aparta radicalmente de la realidad, tal y como
la entendemos, y propone al actor comportarse de una forma “antinatural”. Pero lo
mismo que sucede con Strasberg, Yoshi comprende que nuestra forma “natural” de
comportarnos no suele ser orgánica, que impide la correcta comunicación de
nuestros deseos y emociones, y que usualmente estamos ciegos a la complejidad
del mundo que nos rodea (a veces queremos que la gente sea tan simple como el
anciano bueno y sabio, y así es como vemos a los demás). Todo esto es lo que el
actor pretende que desaparezca, que se haga invisible, para que aparezca
plenamente el ser humano, en su relación con otros seres humanos y con el mundo
que le rodea. No importa que esto suceda en la puesta en escena de una obra
realista o naturalista o en una estilizada puesta en escena de Peter Brook. Y en ello
radica mucho del valor de las meditaciones de Yoshi Oida, quien ha explorado las
tradiciones teatrales de oriente y occidente, llegando a una síntesis de lo que
constituye la esencia del arte del actor, en donde quiera que se encuentre (el aroma
de la flor cuyo sostén está en la forma).

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