La primera sorpresa que me produjo la lectura de este libro, fue encontrar una
explicación diferente a la usual a la motivación profunda que lleva a alguien a querer
ser actor. En Un actor se prepara, Stanislavski describe, en el primer capítulo, el
deseo del actor de ser visto, de ser aplaudido, de ser admirado (y elocuentemente
titula a este primer capítulo Diletantismo). Yoshi Oida comienza su libro relatando
uno de sus juegos infantiles, que consistía en que él era un ninja que se hacía
invisible, con la complicidad de su madre que, fingiendo asombro, decía: ¿dónde
está Yoshi?
Un par de líneas más abajo, Yoshi declara que su gusto por disfrazarse en años
posteriores derivaba de este primer juego, y que la búsqueda era la misma: volverse
invisible. De este extraño deseo nació su deseo de ser actor.
Yoshi Oida vincula esta experiencia del actor con la experiencia religiosa, propia de
su tradición, en la que el individuo, a través de la meditación, llega a estar en
contacto pleno con la divinidad. En su deseo de ser actor (si bien no deja de señalar
que a lo largo de su carrera se vio también dominado a veces por el ego, deseando
fama y reconocimiento, e incluso sufriendo por no ser un buen actor), se mezclan
anhelos trascendentales, expresados en hermosas metáforas de la tradición teatral
japonesa. Una de mis favoritas, se refiere al escenario como un espacio que danza,
describiendo el trabajo del actor como lograr que el escenario dance: el escenario,
no el actor. Es decir, el actor tiene que poner en movimiento algo que es más grande
que él mismo, para lo cual es fundamental que, de cierto modo, se haga invisible.
Siempre he pensado que las mejores funciones son aquellas en las que el público
no felicita a los actores, en las que el púbico no comenta la calidad de la actuación;
en lugar de eso, lleno de entusiasmo, siente una enorme necesidad de hablar de la
obra, de lo que sucedió en ella como si fuera una realidad, y si habla con uno de los
actores al respecto, no comentará su técnica, sino la impresión que le produjeron
ciertas cosas que el personaje hacía, ciertas escenas, ciertos momentos. Entonces,
como sugiere Yoshi, el público no admira la belleza del gesto con la que el actor
señala la luna: el público ve la luna.
Para llegar a este punto, Yoshi Oida señala varios principios relativos al
entrenamiento del actor. Comienza insistiendo en la necesidad de limpiarse: limpiar
el espacio, limpiar el cuerpo, limpiar el interior. Esto es algo que no sólo hace el
actor, sino los maestros de la ceremonia del té y los monjes budistas. Yoshi insiste
en la importancia de la disciplina de la limpieza, pues a través de ella el actor le da
seriedad a su trabajo, lo aparta de lo cotidiano y evita que haya interferencias en su
trabajo, pues la suciedad del cuerpo y del espacio es también la suciedad del alma,
la energía negativa que vamos acumulando día a día, las preocupaciones que no
nos dejan dormir y, por supuesto, nuestras máscaras y las múltiples exigencias de
nuestro ego.
Yoshi señala, más que la importancia de generar emociones (pues éstas aparecen
solas), la importancia de aprender a regularlas y moldearlas. Señala un principio del
teatro noh donde se indica que, en la tragedia, cuando el corazón sienta diez se
debe expresar siete. Es fácil vincular esta actitud con las filosofías orientales, con el
zen y el budismo, que buscan la paz y la serenidad: si nos dejamos dominar
completamente por una emoción, paradójicamente dejaremos de fluir. Yoshi retoma
las metáforas de estas tradiciones, hablando de ríos que fluyen.
Yoshi insta al actor a buscar no sólo la forma sino la esencia de las cosas. Por eso
compara el oficio el actor con ser una flor, que tiene sus pétalos, una forma concreta,
pero también su esencia, su aroma, que no existiría de no tener el soporte físico de
la flor. De la misma forma, la flor sin su aroma estaría vacía. Pero conseguir
descubrir esta sutil conexión sólo se consigue a través de un profundo
autoconocimiento, y de una disciplina constante.
Otro aspecto en el que Yoshi Oida insiste constantemente es en que el teatro nos
exige una presencia y un comportamiento extracotidianos. No podemos tomar una
taza en escena de la misma forma que la tomamos en la vida real. Desde luego,
esto nos vincula a las tradiciones estilizadas del teatro noh, pero es posible
encontrarla también en el Método: el actor está comprometido a realizar todas sus
acciones a partir de un poderoso impulso emotivo, y a vincular absolutamente cada
rincón de su cuerpo en la acción más pequeña. No es tan diferente, en realidad, al
actor de noh que toma una taza de té como si pesara infinitamente, pues ambos
están involucrando una enorme cantidad de energía. Y la emoción, a fin de cuentas,
es energía.
Yoshi también se refiere a la importancia del sonido para el actor. Señala que los
actores japoneses, para entrar en un estado emotivo intenso (como el requerido
para una tragedia), repiten durante un rato y habitan el sonio shai, que a mí me
remite al sonido de los lamentos en nuestro teatro occidental: ay, mísero de mí. Las
vibraciones de esta exclamación, cuando se hacen profundamente, afectan la
totalidad del cuerpo. El sonido es un medio ideal para contactar con nuestro interior
y vincularlo con nuestro cuerpo, pues la vibración lo recorre todo internamente. En
Método el ha es fundamental para permitirnos liberar la energía emotiva.
En este sentido, cuando Yoshi habla del sonido y el trabajo con el cuerpo, ofrece
una serie de herramientas útiles para abordar el trabajo en método. La que me ha
parecido más útil es la sugerencia de que, cuando estemos moviendo una parte del
cuerpo, nuestra concentración esté centrada enteramente en saborear el
movimiento. En una de las primeras sesiones de relajación en silla, Natalia me dijo
que “no pensara en el movimiento, que lo sintiera”. Recordé ese momento cuando
leí este libro y Yoshi sugería saborear el movimiento: un verbo lleno de preciosas
cargas sensoriales.
De esta manera, Yoshi nos insta a percibir las cosas de una manera diferente, más
allá de la lógica racional y los significados literales: nos invita a aprehender el mundo
a partir de su sensorialidad.
Percibir las cosas de una manera diferente es una de las cosas que el actor tiene
que hacer constantemente. Contrariamente a lo que podría pensarse, desde
nuestras ideas convencionales sobre lo formal y lo vivencial, Yoshi Oida no trabaja
sus personajes buscando dar una imagen definida de su carácter. En el montaje de
La tempestad, de Peter Brook, señala que lo más evidente de su personaje,
Gonzalo, era que los demás personajes lo consideraban un viejo sabio y
bondadoso. Pero Yoshi Oida no se dedicó (con su magnífica técnica corporal, a
través de la cual hubiera sido capaz de generar clarísimos signos de bondad y
sabiduría) a ilustrar esta imagen: relata como en los ensayos trataba de apartarse
de estas etiquetas, buscando que el personaje reaccionara fuera de este
condicionamiento. Al final, el público sí acababa concluyendo que el personaje era
sabio y bueno, pero no porque el actor pusiera cara de ser sabio y bueno, sino por
las acciones del personaje.
A veces podría parecer que Yoshi se aparta radicalmente de la realidad, tal y como
la entendemos, y propone al actor comportarse de una forma “antinatural”. Pero lo
mismo que sucede con Strasberg, Yoshi comprende que nuestra forma “natural” de
comportarnos no suele ser orgánica, que impide la correcta comunicación de
nuestros deseos y emociones, y que usualmente estamos ciegos a la complejidad
del mundo que nos rodea (a veces queremos que la gente sea tan simple como el
anciano bueno y sabio, y así es como vemos a los demás). Todo esto es lo que el
actor pretende que desaparezca, que se haga invisible, para que aparezca
plenamente el ser humano, en su relación con otros seres humanos y con el mundo
que le rodea. No importa que esto suceda en la puesta en escena de una obra
realista o naturalista o en una estilizada puesta en escena de Peter Brook. Y en ello
radica mucho del valor de las meditaciones de Yoshi Oida, quien ha explorado las
tradiciones teatrales de oriente y occidente, llegando a una síntesis de lo que
constituye la esencia del arte del actor, en donde quiera que se encuentre (el aroma
de la flor cuyo sostén está en la forma).