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MOCTEZUMA Y LA “ENEIDA MEXICANA”*

Volvamos los ojos a Moctezuma II, el emperador de los aztecas, y a la vez el sumo sacerdote.
El poder y la religión se confundían en su persona, y la religión comprendía en sí la ciencia,
que era, como entre los egipcios, privilegio de las castas sacerdotales. Nadie podía más que
él. Poseía como ninguno la sapiencia heredada de los abuelos, entendía de profecías y orácu-
los, leía en los astros el destino. Ahora bien, constaba por las más autorizadas tradiciones que
el pueblo azteca debería entregar algún día la tierra a unos hombres blancos -acaso descen-
dientes del civilizador Quetzalcóatl- quienes vendrían de donde nace el sol y que eran los ver-
daderos amos de aquellos vastos dominios. (Eterna fábula del Retorno de los Heraclidas.)
Coincidiendo con la noticia del desembarque español por las costas de Oriente, irrumpe en el
cielo de México un cometa como un augurio. Aquellos hombres blancos manejan a voluntad
el fuego del cielo y producen el trueno y el rayo a su albedrío. Todo indica que poseen pode-
res sobrenaturales. ¿Cómo dudar de que ha llegado la hora de los oráculos? ¿Y cómo preten-
der que el varón más sabio desoiga sus convicciones religiosas y -digamos- científicas?
Además, la misma vida de estudio, mezclada con los muelles placeres cortesanos, ha bastado
a gastar todas las defensas instintivas de aquella naturaleza blanda, sensual y melancólica.

El acero del primer Ilhuicamina -El “flechador del cielo”- se ha destemplado en su descendien-
te. El monarca contemplativo y cruel se asoma a la terraza temblando, y lee su ruina en los a-
nuncios del cielo. Es el cometa de los desastres, que viene gravitando desde el fondo de todos
los soles cosmogónicos. El monarca palidece y cae en extraña postración. En vano tratan de
alegrarlo con las danzas de sus enanos, las visitas sus maravillosos museos, los estruendos
festejos del culto sanguinario, las alegres partidas de venatería y volantería.

Moctezuma discurre todavía un subterfugio: los oráculos dicen que habrá que entregar el
país a los Hijos del Sol en cuanto éstos lleguen a la tierra. Luego hay que evitar que suban has-
ta las mesetas del Anáhuac. Luego hay que atajarlos en el camino. Pero ¿Cómo hacerles el va-
lle inaccesible? ¿Cómo engañarlos, cómo distraerlos? Resistirles por la fuerza sería contariar a
los dioses. Además, Cortés se presenta como embajador de un gran emperador distante, y el
embajador estaba amparado, a los ojos de los antiguos mexicanos, por un respeto sacratísimo,
de que los actuales privilegios diplomáticos apenas parecen una pobre y última reliquia. Y aquí
tenemos otra extraordinaria intuición del Conquistador que, antes de abrirse a la guerra franca,
se desliza entre sus adversarios envuelto en la mano invisible del tabú.

Al emperador y a su consejo no se les ocurre nada mejor que agobiar a los indeseables con
presentes y valiosos objetos de oro, invitándoles a no seguir adelante. ¿Oro hemos dicho?
¡Pués, mayor incentivo no podían encontrar los conquistadores! No bien reciben los presentes,
redoblan en su afán de subir, cueste lo que cueste, hasta el alto valle inaccesible, donde, por lo
visto, el oro rueda por las calles. Ya nada ni nadie detendría a los hombres de Cortés: al fin han
encontrado los reinos de la Fábula, de que los exploradores vienen hablando hace cien años.
Cuando los conquistadores se presentan, Moctezuma, fiel a sus destinos, cae fascinado ante
ellos y se rinde sin combatir.
Meditando sobre los ocasos, de la Conquista he escrito alguna vez:
Un cierto instinto de que todo lo insólito es un aviso del destino alimenta la superstición de los
eclipses y los cometas. ¡Se va a acabar el mundo! Ya un cometa -quizá os lo habían contado-
le costó a la raza de Cuauhtémoc la conquista de México. El emperador Moctezuma estaba con-
vencido de que la aparición del cometa en el cielo de Anáhuac era una conminación divina para
entregarse con armas y bagajes al conquistador blanco, al Hijo del Sol.
Y se le entregó en efecto como el Rey Latino de la Eneida se entregó a los troyanos.
Y aunque después el pueblo se opuso, en una “revirada” instintiva, otra hubiera sido su suerte
si, bien conducido por el monarca, cierra desde el primer instante su muralla de paveses, y des-
carga sobre el invasor, no digamos ya la tempestad de sus flechas, sino su numeroso empellón
de carne humana (Atenea Política).

Pero cuando se produjo este levantamiento de los instintos nacionales, de los impulsos calleje-
ros y anónimos -tan semejante al que se produjera en España a comienzos del siglo XIX, don-
de el populacho en masa rectificó la actitud servil de su monarca, que no supo ni quiso hacer
otra cosa que dejarse maniatar por Napoleón I-, cuando, muerto a consecuencia de la viruela
el hermano de Moctezuma y su heredero natural, Cuitláhuac, se erige en jefe de la resistencia
el sobrino del emperador, Cuauhtémoc, ya era demasiado tarde; ya varias naciones indígenas,
azuzadas por Cortés, son francamente hostiles a México; ya se ha roto el falso equilibrio que
mantenía la supremacía de Anáhuac, y ya la tempestad anda suelta.

Permitidme ahora que insista en el paralelo esbozado entre el episodio de la Eneida, y el de


la Conquista, citando otras páginas mías:

En el libro VII de la Eneida, el héroe llega hasta la desembocadura del Tiber y se acerca a los
dominios del Rey Latino, como Cortés se acercó a los de Moctezuma. Latino, como Moctezuma
era un monarca imbuido de religión y que consulta sus decisiones con los oráculos y augurios.
Los oráculos le habían predicho, como a Moctezuma, que llegarían de lejos unos hombres a-
guerridos para adueñarse de sus tierras y desposeerlo de su reinado. Los extranjeros han sido
anunciados al viejo monarca como varones ingentes, corpulentos, que traen vestimentas des-
usadas. No de otro modo los correos de Moctezuma anunciaban a los Hijos del Sol. El ánimo
con que Latino recibe a los cien embajadores de Eneas es el ánimo con que Moctezuma recibe
a los españoles: han llegado los dominadores, los amos; nada se puede contra la voluntad divi-
na manifestada en la aparición del cometa: hay que someterse. “Ya os conocíamos desde antes
de que vinierais: ya os esperábamos”, dicen uno y otro monarca. Y, como la contemplación de
las cosas espirituales han relajado en ambos los resortes de la acción, encuentran absurdo opo-
nerse al curso de los destinos, y ambos se entregan sin combatir al conquistador extranjero.
Quédese la reacción nacionalista para Turno y para Cuauhtémoc, los representantes del buen
sentido popular, los caudillos no sofisticados por los excesos de la superstición.

Ni Latino ni Moctezuma se sienten capaces de salvar a su pueblo. Moctezuma, cautivo volun-


tario es apedreado al fin por sus súbditos. Y Latino, oculto en la sombra de su palacio, se niega
a declararse en hostilidad contra los troyanos. Alzando los brazos al cielo, lanza entonces aque-
lla increpación que también parece dirigida a Cuauhtémoc, el último defensor de los aztecas:
“¡Oh Turno! A ti te espera un triste suplicio”. El señor Pococurante, en el Cándido, se conforma
con llamar a Latino “El imbécil Rey Latino”. Para juzgar al decadente emperador Moctezuma,
todos, más o menos, se sienten Pococurantes (Discurso por Virgilio).
Y he aquí el relato más singular de la historia del Nuevo Mundo: Moctezuma salió hasta la ca-
lle a recibir a Cortés. Iba reclinado en sus servidores, porque a tan exquisita grandeza no le
convenía andar a pie sin manifestar esfuerzo y dolor. Después, Moctezuma tomó a Cortés de la
mano, lo hizo atravesar el patio real , lo introdujo en un salón suntuoso, lo sentó en un estrado:

desapareció unos instantes, y a poco volvió a presentarse trayendo consigo -como dice el pro-
pio Cortés- “muchas y diversas joyas de oro y plata, y plumajes, y hasta cinco a seis mil piezas
de ropa de algodón”, ricas y bien labradas, todo lo cual le dio de presente. Después le narró sus
oráculos, por los cuales él colegía que el emperador Carlos V de Alemania y I de España era el
señor verdadero y tradicional de México. “Somos vuestros -vino a decirle- disponed de noso-
tros.” Y continuó:
Y pues estáis en vuestra naturaleza y en vuestra casa, holgad y descansad del trabajo del ca-
mino y guerras que habéis tenido. Que muy bien sé todos los que se os han ofrecido de Poton-
chán acá. Y bien sé que los de Cempoala y Tlaxcala os han dicho muchos males de mí, no cre-
áis más de loq ue por vuestros ojos veredes, en especial de aquéllos que son mis enemigos (y
algunos de ellos eran mis vasallos y hánseme rebelado con vuestra venida, y por se favorecer
con vos lo dicen), los cuales sé también os han dicho que yo tenía las casas con las paredes
de oro, y que las esteras de mis estradas y otras cosas de mi servicio eran asimismo de oro, y
que yo, que era y me hacía dios, y otras muchas cosas. Las casas ya las veis son de piedra y
cal y tierra...
Y entonces el emperador Moctezuma, para probar que él no es de oro, embriagado con su
propio discurso, y cediendo a aquella extraña fascinación que Cortés ejerce sobre él desde el
primer instante, y también a una retórica y mímica desconocidas en la cuna del Mediterráneo,
alcanza y suelta sus vestiduras, y se muestra desnudo ante el conquistador, exclamando a vo-
ces:

¡Veisme aquí que soy de carne y hueso como vos, y como cada uno, y que soy mortal y palpa-
ble! ¡Ved cómo os han mentido! ( Y aquí lo asía de las manos, obligándolo a palparlo todo.)
Verdad es que yo tengo algunas cosas que me han quedado de mis abuelos: todo lo que yo tu-
viere tendréis, cada vez que vos lo quisiéredes. Yo me voy a otras casas donde vivo. Aquí se-
réis proveído de todas las cosas necesarias para vos y vuestra gente. Y no recibáis pena algu-
na, pues estáis en vuestra casa y naturaleza.

Y pocos días después, dice Cortés, “llorando con las mayores lágrimas y suspiros que un
hombre podía manifestar”, entre la compasión de los mismos soldados aventureros, haciendo
también llorar a sus señores y cortesanos, el vástago degenerado del Flechador de Estrellas
extrema su servidumbre hasta conminar él mismo a su pueblo la obediencia y el acatamiento a
los Hijos del Sol. ¡Con razón se dejaban oír afuera los alaridos de indignación popular! Es aquí
cuando se levanta Cuauhtémoc, tal como lo admiramos en el bronce, verdadera contrafigura
del relajado Moctezuma.

El erizado de púas como enemigo cardo,


tú dulce y turbador como magnético lirio,
mira, bajo el penacho y el amenazante dardo,
alzarse un bulto de hombre más capaz que tú de martirio.
La raza indígena asombra un instante al mundo y desaparece. Su grande epopeya, como un
río subterráneo corre bajo los siglos de la dominación española, fertiliza sordamente los aca-
rreos de la nueva sangre ibérica, y reaparece en nuestros días, dando a nuestra política con-
tempóránea un sello inconfundible: la incorporación del indio a los plenos beneficios de la vida
civilizada en nuestra más alta incumbencia nacional. La Corona Española reconoció desde el
primer día esta misión apostólica, frecuentemente estorbada en la realidad por la codicia de los
encomenderos, que se pagaban en almas y en tierras los servicios del abuelo conquistador.

Pero las generaciones de hoy en día consideran con respeto aquellas tutelares Leyes de In-
dias, en que más de una vez hemos ido a buscar doctrinas e inspiraciones para defender nues-
tro patrimonio y para orientar nuestra acción pública. Hoy por hoy, todos confiesan que, a veces,
los señores mexicanos del primer siglo de la independencia no fueron menos funestos para el
indio que los encomenderos de antaño.

Los pueblos americanos -he escrito en otra parte- , aislados del resto del mundo, han seguido
una evolución diferente a la de Europa, que los colocaba, respecto a ésta, en condiciones de
notoria inferioridad. Ignoraban la verdadera metalurgia, y desconocían el empeño de la bestia
de carga, que era sustituida por el esclavo. Celebraban -ya lo hemos dicho- contratos interna-
cionales para hacerse la guerra de cuando en cuando, y tener víctimas humanas que ofrecer a
los dioses. Su literatura se conservaba imperfectamente en los signos jeroglíficos. NI física ni
moralmente podían resistir el encuentro con el europeo. Su colisión contra los hombres que ve-
nían de Europa, vestidos de hierro, armados con pólvora y balas y cañones, montados a caba-
llo y sostenidos por Cristo, fue el choque del jarro contra el caldero. El jarro podía ser muy fino
y muy hermoso, pero era el más quebradizo. La sensibilidad artística de aquel pueblo todavía
nos asombra. Y sus herederos, mil veces vencidos por regímenes que parecían calculados pa-
ra arruinarlos, dan todavía ejemplo de primorosas aptitudes manuales y un raro don estético.
Pero también el caníbal sabe trazar sobre su cuerpo tatuajes que no igualaría cualquier civi-
lizado. La civilización se hace de moral y de política. El don del arte, como el don del amor, es
otro orden libre y sagrado de la vida (México en una nuez).

Por ahora, el tiempo dejó que las dos sangres se fueran mezclando entre las mil peripecias que
constituyen la historia, y el destino se sentó a esperar los resultados. Bernal Diaz del Castillo,
ya gobernante en Guatemala, corta gozosamente los frutos de los siete naranjos cuyas semillas
trajo de España. Andrés de la Vega, ya viejo, comparte con sus compañeros de armas los tres
primeros espárragos que se dieron en el valle de Cuzco. Sobre la lenta embriología de las nue-
vas naciones, silencio y esperanza.

(1957)

*Alfonso Reyes, “Moctezuma y la ‘Eneida Mexicana’”, en Obras completas, t.XXI, México


Fondo de Cultura Económica, 1981, pp. 451-457

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