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Una vez escuché de boca de la narradora Laura Antillano, en un evento, similar a este,
mientras revisaba la antología poética Pasollano, que en el estado Guárico había nacido la
mayor parte de lo más destacado de la poesía venezolana a lo largo de las primeras cinco
décadas del siglo XX. No hay antología, ensayo crítico o de historia de literatura
contemporánea del país donde no se mencionen a estos poetas nombrados. No se podría
hablar de la Generación del 18, ni del grupo Viernes dejando de lado el nombre de un
zaraceño como es Rodolfo Moleiro.
Acosta Bello, como mucho de los poetas mencionados cultivó su poesía lejos de los parajes
natales, dedicó su lucidez poética a la universalidad de la palabra. En vida publicó los
poemarios Canto elemental (1956), Hechos (1960), Fuera del Paraíso (1970), El alud
(1973), En vez de una balada (1975), Los mapas del gran círculo (1975), Sereno Rey
(1979), Agadón o el brusco fervor de los tréboles (1990), Mar amargo (1988), Adiós al rey
(1995) Y su única novela llamada: Todos los caminos conducen a Roma. Al parecer dejó al
morir inéditos dos poemarios: El hombre de arena y Santa palabra.
La poesía de Acosta Bello parte ante todo desde las apetencias del lector, de aquel a quien a
fin de cuentas se dirige el poeta, la meta es el nudo de su propio origen, y el lector es así el
verdadero lugar del encuentro, donde primeramente el respeto poético es lo que marca el
contacto. Acosta Bello dice sin apelación: “No derrames la frase / como el óleo sobre los
muertos/ mídela con paciencia, tásala, / ni avaro ni pródigo / proporciónala cuando haya
necesidad / y escóndela si no dice nada.” El poema es una sustancia fragante y densa, de
una espesura que hay que manipular cuidadosamente. Para ello hay que tomar en cuenta la
dignidad, la necesidad, la espera y el aguante del lector, él no es algo donde la vida está
ausente, mas bien hay que ungirlo para el vivo amor del poema y sobre todo saber practicar
el recato con lo que a él no le es pertinente.
Acosta Bello sabía que aproximarse a la belleza era un asunto de seducción, de gesto de
enamoramiento, el necesario cortejo frente a la tibia carnalidad de lo inexplicable, ese
exquisito preámbulo de mojar los dedos en las aguas del misterio para medir la intensidad
del resplandor antes de sumergir el corazón en la palabra trascendencia. Por eso nuestro
poeta acierta cuando nos dice: “No se puede decir que el sol es bello / nadie puede verlo en
el cenit / sin voltear los ojos hacia otra parte...” Entonces nos preguntamos desde la
ingrimitud de la lectura ¿hacia dónde deriva nuestro mirar? Y el poeta nos contesta: “...en
cambio descubre la hermosura del mundo / su tinte es perfecto sobre una rosa o sobre un
hombre / hace girar las cosas como la música de los girasoles / y aturde, tumba y mata...”
Lo misterioso deja ver su fulgor en lo cotidiano, en lo sucesivamente único y pequeño. La
belleza en su plenitud nos muestra su prodigioso contraste de horror y sublimidad, su faz de
Medusa permanente. Solo los objetos y los cuerpos, inocentes y propicios, esas prodigiosas
durezas y esponjosidades pueden, a contraluz o por espejismo, darnos el anhelado fulgor de
lo rotundamente hermoso. Sin embargo hay seres de privilegio como el poeta, ese “sereno
rey de ojos vivos”, el mediador en esta cercanía, entonces al sol
a cada sueño una voz que cava el pozo donde nos bañamos